Adivino: ¡Guárdate de los idus de marzo!
César: Es un visionario, dejémosle.
Shakespeare, Julio César, acto 1, escena 2
Varias semanas antes de que Néstor apareciera muerto en casa de los Teldi, y también antes de que todo lo ocurrido fuera vaticinado del modo más deifico (falsario, dirían algunos) por madame Longstaffe, las vidas de los personajes de esta historia transcurrían por caminos muy alejados los unos de los otros. «Las casualidades son bromas que los dioses gastan a los mortales», había dicho la adivina la tarde en que fueron a consultarla; pero aquéllas no eran más que palabras de brujas que tanto Néstor como Carlos olvidaron rápidamente. No todas, es cierto: las relativas al conjuro para encontrar a la doble de la joven del cuadro, por ejemplo, sí fueron escuchadas; y aunque sin toda la fe que es aconsejable en estos casos, Carlos García tomaba cada noche de luna llena cuatro gotas del filtro amatorio que le habían recetado. Por si las meigas.
En cambio, meigas o no, el resto de lo escuchado aquella tarde en casa de madame Longstaffe se fue diluyendo en las pequeñas naderías que conformaban la vida diaria y la gerencia de La Morera y el Muérdago. Y la vida diaria de aquella empresita de comidas transcurría de la manera más errática, con meses de gran actividad, especialmente los de verano y primavera, seguidos de otros sumamente aburridos, como los de febrero y marzo. No eran más que tres los miembros fijos del personal, Néstor, Carlos García y Karel Pligh, el culturista checo; aunque hacía poco se les había unido Chloe Trías, una ayudante algo estrafalaria pero, en todo caso, muy barata, pues no exigía sueldo alguno.
Así, con temporadas de trabajo frenético y otras de clara hibernación, según las definía Néstor, La Morera y el Muérdago iba sobreviviendo, ayudada sobre todo por la maestría del dueño a la hora de hacer postres y tartas caseras que famosos restaurantes de la capital compraban para servir luego como especialidad de la casa. De este modo, cuando en época de vacas flacas el teléfono sonaba poco, cuando las tardes eran especialmente aburridas sin nada que hacer, Néstor Chaffino bajaba el cierre metálico de la tienda con un porca miseria, despedía a sus empleados hasta el día siguiente y se quedaba mirando los blancos azulejos de la pared.
Porque todo era blanquísimo en el interior de La Morera y el Muérdago, un local alegre y bien situado que constaba de dos salas. Al fondo, estaba la más importante: la cocina, que era amplia y ocupaba la zona preferente de la casa, con tres ventanas a la calle, abiertas a modo de escaparate para que todos pudieran admirar tan cuidada zona de trabajo. Y lo que se veía desde las ventanas era una estancia amplia cubierta de azulejos de arriba abajo -incluidos poyetes y muros- que invitaba a la creación más industriosa. De la pared colgaban peroles y sartenes de cobre y sobre la mesa central, grande y con encimera de aluminio, podían admirarse los más excelentes aparatos de cocina, esperando turno, cada uno con un cartel bien visible, en el que se resumían sus instrucciones de uso. Limpieza, orden, higiene perfecta, éstas eran las características básicas del reino de Néstor Chaffino. En la segunda parte del reino, es decir, en la otra estancia del local, destinada a salita o recepción de clientes, el ambiente era más bohemio. Néstor, que no había escatimado gastos en las instalaciones, eligió darle a esta zona un aire… Ritorna a Sorrento, así lo llamaba él, y sin saber bien qué podía significar aquello, los visitantes se daban cuenta de que se trataba de una cuidada escenificación teatral que tenía algo de casa siciliana y algo de tratoría sin mesas de restaurante, pero con todo el resto del ambiente culinario que, de forma subliminal, presagiaba las excelencias que podían salir de ese agradable lugar. Porque si la cocina de La Morera y el Muérdago estaba perfectamente impoluta, la recepción resultaba encantadora. Si la trastienda olía a una suave mezcla de jarabe de frambuesa combinada con algún refinado detergente de esos que tienen nombre de hada en inglés, en la entrada reinaba el aroma de las ceras más caras y los mejores limpiametales, cosa comprensible dada la calidad de los muebles. Objetos y recuerdos de viajes a lugares remotos decoraban el lugar: aquí una barquichuela con un Sole mio grabado en la popa; allá un poncho olvidado con un descuido muy estético sobre el sofá destinado a las visitas; a la izquierda una colección de pisapapeles de Murano, a la derecha una colección de conchas marinas, cajitas e imágenes de santos. Y sobre todos estos enseres, riendo o reinando desde las paredes, podía apreciarse un buen número de fotos con dedicatorias manuscritas de personajes más o menos famosos, más o menos caídos en el olvido, más o menos muertos, pero que tenían en común el haber disfrutado alguna vez de los deleites de la cocina de Néstor Chaffino.
Las caras fotografiadas en la recepción de La Morera y el Muérdago miran risueñas desde las paredes a los clientes que entran a contratar sus servicios (si es que entraran, cosa que, de momento, no sucede). Allí está el retrato de Aristóteles Onassis con su dedicatoria: «Efjaristó mil veces, amigo Néstor, qué espléndido invento el sorbete a la Churchill.» Y también una de Ray Ventura: «Ah, ton bavarois, mon cher, ça vaut bien mieux que d'attraper la scarlatine, dis donc!», y de María Callas: «¡Bravo, Néstor, bravo!» Oh, ella sí que sabía apreciar mi chocolate fondant, solía recordar Néstor, en esas tardes solo en el local, cuando sus ayudantes ya se han marchado y él, al repasar las cuentas, descubre que el mes de febrero ha sido aún más flojo que el de enero. Guarda la calculadora en su estuche, suspira, ojalá llegue pronto el buen tiempo y con él las primeras comuniones, las fiestas al aire libre y también la época de los huevos de Pascua (que eran la sorpresa preferida de la Callas y una de tus mejores especialidades, mi pobre Néstor), pero… aún falta mucho para Pascua. Porca miseria una vez más.
Y así debió de ocurrírsele, entre el aburrimiento de la inactividad profesional de los meses fríos y la nostalgia de tantos buenos clientes, famosos o no, la idea de escribir un pequeño compendio de secretos culinarios en una libreta con tapas de hule. Una libreta cuya existencia, de momento, todo el mundo ignora, salvo sus más cercanos colaboradores, y cuya redacción (letra diminuta e impecable, tres secretos por página y algunos diagramas indispensables) comenzaba de la siguiente manera:
PEQUEÑAS INFAMIAS
(un libro de secretos culinarios)
Por Néstor Chaffino, jefe de repostería
Prólogo
Todos los chefs del mundo le dirán a usted que no sirve de nada dar recetas, que el secreto de un postre excelente reside en el talento del cocinero, en eso que llaman «buena mano para la cocina» y que cuando se habla de una pizca de jengibre o de vainilla, esto viene a ser lo mismo que una brizna o un pellizco. Permítanme que les cuente la verdad: todos los reposteros, igual que todos los jefes de cocina, se reservan siempre un minúsculo pero significativo secreto que marca toda la diferencia en el resultado, una pequeña trampa o Infamia que yo ahora me propongo revelar al mundo.
PEQUEÑAS INFAMIAS
Primera entrega: Los postres fríos
Trucos que tratan de las particularidades de los postres
fríos y también de los errores más frecuentes cometidos
por los reposteros legos.
Dense cuenta de que, por ejemplo, para hacer una perfecta lela flotante es absolutamente fundamental que los huevos sean frescos. La batidora puede ser de varillas o eléctrica; el truco para montar las claras puede incluir o no una pizca de sal, pero la fórmula infalible es un grano de café. Procédase de la siguiente forma…
Sin embargo, llegado a este punto, la redacción de libro tan interesante se vio interrumpida para que Néstor escribiera una carta a un viejo amigo.
Don Antonio Reig
Pensión Los Tres Boquerones
Sant Feliu de Guíxols
Madrid, 1 de marzo de…
Te parecerá raro, querido Antonio, recibir estas líneas después de tantos años y más aún cuando te confiese que al recibirlas yo ya estaré muerto… o casi.
Néstor muerde el capuchón de su muy antigua pluma estilográfica, una Parker 1954 de baquelita azul y metal dorado, adquirida, casualmente, en un pequeño puesto de la feria de San Telmo, con Antonio Reig, su amigo y colega, durante aquellos años en los que ambos vivían y trabajaban en Buenos Aires. No le resulta fácil escribir una carta de estas características, pero hace semanas que piensa en hacerlo. «Cuando la recibas yo ya estaré muerto… o casi…
Qué novelesco suena aquello, sobre todo el «casi», pero un cáncer de pulmón no tiene nada de novelesco y lo mejor es ir preparándolo todo. Por eso, porque cada uno tiene su particular forma de hacer testamento, de un tiempo a esta parte Néstor ocupa sus ratos libres en escribir un singular libro de cocina, algo que podría considerarse como alta traición hacia una de las logias más herméticas que existen, la de los chefs y, muy especialmente, la de los reposteros, que jamás dan la receta exacta de sus manjares. Y porque se trataba de una traición, y porque sonaba de lo más literario, había pensado en llamar a su compendio Pequeñas infamias. En él iba a contar los trucos mejor guardados, la pequeña nadería que separa un suflé voluminoso de uno chato, el secreto y la trampa nunca confesada que convierte en arte los placeres de la repostería.
…Como ignoro hasta dónde podré llegar, dado mi estado de salud, me gustaría, Antonio, irte mandando este breve testamento culinario poco a poco. De momento lo estoy escribiendo a ratos perdidos, en una libreta, pero en cada carta pienso enviarte diez o doce trucos. Te agradecería que los fueras juntando para una publicación póstuma. ¿No te parece una deliciosa venganza sobre todos esos colegas tan famosos y distinguidos que se dedican a coleccionar estrellas en la Guía Michelin mientras que cicatean al público los más elementales secretos que tú y yo sabemos? Pequeñas infamias… me parece un título magnífico. El otro día comenté la idea con mis ayudantes y los pobres pensaron que se trataba de otra cosa. «¿Vas a descubrir las pequeñas infamias de toda esa gente tan importante que has conocido antes de instalarte por tu cuenta?» Eso me preguntó Chloe, una muchachito que trabaja para mí; y yo le dejé creer que así era. Comprenderás que, considerando lo delicado del tema que nos ocupa, prefiero que todos ignoren lo que estoy haciendo, que es algo mucho más trascendental (inmortal, casi me atrevo a decir y eso me encanta) que cotorrear sobre las miserias ajenas. ¿Te imaginas si tú y yo escribiéramos contando lo que hemos visto y oído en todos estos años de profesión? Sería un escándalo, ¿no crees? ¿Te acuerdas, por ejemplo, de nuestras épocas en Buenos Aires? ¿Cómo se llamaba aquel matrimonio para el que trabajabas entonces?: ¿Seldi?, ¿Teldi? Me pregunto qué habrá sido de ellos. Ahora que los menciono, fíjate qué curioso: ayer mismo me acordé de ellos, no porque hoy pensara escribirte, sino porque en su casa se hacía un magnífico budín del cielo. Tú debes de tener copia de la receta, ¿te importaría mandármela exacta?, a mí me faltan ingredientes. Por cierto, ahí estaba yo intentando hacer memoria cuando de pronto, esta chica Chloe de la que te hablo vino a interrumpirme: «Vamos, Néstor, cuéntanos qué estás escribiendo, cuéntanos alguno de esos infames secretos.» Entonces yo, recordando lo que nosotros presenciamos por casualidad aquel día en casa de los… ¿Seldi? se me ocurrió decirle: «Claro, querida, claro, mis Pequeñas infamias es un libro que trata de los pecados de la gente, pero no te creas que voy a hablar de gente famosa, no, no, nada de eso. Cuando seas un poco mayor descubrirás que las personas que tú y yo llamamos normales tienen historias más horribles que muchos de esos personajes que ves en las fotos: resulta sorprendente adentrarse en sus secretos.»
Tú te preguntarás, Antonio, por qué le mentí de ese modo a la chica diciéndole que estaba escribiendo un libro de escándalos y chismes ajenos cuando yo nunca he pensado hacer tal cosa; pues lo hice simplemente para desviar su atención de mi verdadero propósito: los jóvenes son tan indiscretos… Pero el caso es que una vez que me había puesto a contar una mentira tan alejada de la realidad, continué adornándola y adornándola: no lo puedo evitar, es la deformación profesional; empiezas cualquier cosa, incluso la narración de un embuste, y al cabo de un rato, te sorprendes decorándolo lo más artísticamente posible, como si se tratara de un gran pastel de bodas: un poco de caramelo picado por aquí… un coulis de frambuesa por allá. Por eso mirando fijamente a Chloe, que estaba tan interesada en mis palabras, añadí: «Tú eres aún muy joven, pero ya te irás dando cuenta de que existen en este mundo muchas personas que han cometido en su vida una pequeña villanía; a ver si me explico bien: un adulterio sin mayor importancia, por ejemplo… una traición… un pequeño robo… quizá incluso algún desliz homosexual muy contrario a las tendencias habituales de esa persona. En otras palabras, un acto del que ellos se avergüenzan pero que es, en realidad, perfectamente perdonable… Lo malo es que muchas veces, más adelante, tal vez años y años más tarde, para que no se descubra esa pequeña infamia, se ven obligados a cometer otra mucho mayor, una gran infamia, ¿me comprendes, querida? Oh, te sorprendería ver lo frecuente que es: yo conozco varios casos así.» No te imaginas la cara que puso la chica, la dejé totalmente convencida de que esta pobre libreta mía está llena, no de postres, sino de pecados suculentos, pero qué importa. El caso es que desde entonces no intenta husmear en mi verdadero propósito, y yo la entretengo prometiendo contarle alguna vieja y escandalosa historia de esas que ya no interesan a nadie y que seguramente morirán cuando yo muera.
En cambio los secretos de un perfecto chocolate fondant, ¡ahí, eso no merece irse conmigo a la tumba. ¿Verdad, amigo Reig? ¿Aceptas mi oferta, entonces? Si estás de acuerdo empezaré a mandarte recetas en mi próxima carta.
Por cierto, tal vez te divierta saber que la jovencita Chloe de la que te hablo, al final no se conformó con palabras y se puso tan pesada que tuve que contarle una pequeña infamia. La cosa se desarrolló del siguiente modo: como ya estaba pensando en ti y en nuestras épocas de Buenos Aires, se me ocurrió relatar una pequeña vileza que tú conoces de sobra: la historia de la señora Teldi. Te juro, Antonio, que me sentía como Oliveira da Figueira, ese personaje de Tintín que reúne a su alrededor a muchos y atónitos oyentes y les cuenta un viejo y olvidado chismorreo para alejar su atención de otros datos que le interesa mantener ocultos. Allí estaba tu amigo Néstor hablando con énfasis de la señora Teldi o Seldi o como demonios se llamara. Tenía delante a Chloe, con los ojos muy abiertos, y a Carlos García, mi hombre de confianza, y también a Karel Pligh, el checo que me ayuda con los repartos a domicilio. Y durante un buen rato (tenemos tan poco trabajo estos días, desgraciadamente) evoqué con un realismo del que me siento orgulloso, te confieso, el… accidente que tuvo lugar en aquella casa allá por el año 82: la visita de la hermana menor de la señora Teldi con su marido. No mencioné ni un nombre; ya sabes que siempre he preferido pasarme de discreto que de lo contrario, pero sí les conté con detalle la llegada de unos cuñados de los dueños de casa venidos de España, y primero hice una descripción somera de ambos: ella era hermosa, dije, pero con un aire melancólico, sí, ésa fue la palabra que me vino a la cabeza, triste casi, y su marido -les conté a los chicos- me pareció uno de esos raros ejemplares de hombres bellos que ni siquiera saben que lo son.
Luego pasé a hablar del coqueteo que todos notamos que se traía la señora Teldi con su cuñado. ¡Pero los adulterios se llevaban tan bien en Argentina en aquellas épocas! Resultaba algo habitual y nadie le dio mucha importancia: ni nosotros, ni el marido, nadie… salvo la hermana traicionada, claro está. «Porque debéis saber, queridos míos», les dije a mis ayudantes, «que, por fin, un día ella los sorprendió en una de las habitaciones altas de la casa, allí donde nadie subía jamás pues eran cuartos que ya no se usaban…».
Todo esto se lo conté a los chicos, que me miraban con ojos como platos. Es curioso, Antonio, pero los relatos de adulterios siguen fascinando incluso hasta a los jóvenes de hoy en día; ¡a ellos!, que casi todos han vivido ya cantidad de amoríos convencionales, homosexuales, quién sabe si también incestuosos; pero es que los amores lejanos, esos que huelen a secreto y a naftalina, siguen siendo irresistibles. Además, te confieso que yo estaba inspiradísimo esa tarde, como cuando expliqué con todo lujo de detalles cómo pocas horas más tarde encontramos muerta a la hermana menor de la señora Teldi, «estrellada contra las baldosas del patio trasero de la casa, como si la pobrecilla se hubiera dejado caer silenciosamente, muy silenciosamente, desde esa habitación que presenció su derrota». Después añadí: «Todos pudimos verla con la cara destrozada por el golpe y, sin embargo, en los ojos, nítido aún, el dolor de lo que nunca hubieran querido presenciar. Las historias entre hermanos siempre son complicadas, muchachos, no sé si vosotros sois hijos únicos o no, pero la relación fraternal es algo aparte, convergen tantas y tan viejas cuentas no saldadas: "Esto es mío… tú siempre lo quisiste… no, nunca fue tuyo…" El hermano fuerte y el débil. Siempre es igual, hasta que uno de los dos sale ganando… De todos modos, en esta historia queda claro que la hermana fuerte llevará para siempre el peso de una pequeña infamia, porque una infidelidad pasajera, un tonto devaneo como hay tantos, no habría tenido la menor trascendencia si su hermana no hubiera abierto la puerta de una de las habitaciones altas; pero la muerte tiene la virtud de sobredimensionar hasta el más insignificante de los deslices: pequeñas infamias. Y desde entonces, el cuñado y la hermana sobreviviente habrán tenido que convivir ya para siempre con la imagen de esos ojos acusadores que los miran desde el fondo del patio, la cabeza rota contra las baldosas, y la falda obscenamente arremangada sobre unas piernas tan blancas, tan inocentes, que nunca debieron subir hasta aquella parte de la casa.»
¡Pero qué digo, Antonio!, no me explico por qué me he alargado tanto reproduciendo esta historia que conoces de sobra y que, en ningún caso, tiene que ver con lo que ahora me interesa, ni puede impresionarte de modo alguno, como hizo con mis muchachos cuando terminé el relato. Y los impresionó, te lo aseguro. Carlos se quedó mirándome fijo, Karel Pligh no dijo nada, mientras que Chloe era la única empeñada en conocer más detalles: «¿Y cómo se llamaba la hermana muerta?» «¿Y no sería que ella sospechaba que la otra y el cuñado se la pegaban desde hace siglos, desde antes de casarse, Néstor?» «¿Y el otro marido, el cornudo?, parece que la historia no le importó un coño, pero claro, a lo mejor, cada uno buscaría rollos por su lado, como mis amados viejos.»
«Basta, Chloe», tuve que decirle, «se acabó la charla por hoy», y ella torció la boca, cosa que en otra persona no tendría la menor importancia, pero que en esta chica, que lleva dos aretes de metal, uno de ellos en el labio inferior y el otro en la lengua, que asoma cuando sonríe (me dicen que son la moda; un horror), la hizo adquirir un aspecto inquietante. «No es más que una vieja historia que a nadie afecta, y sólo la he contado para entretener estos ratos muertos», dije, pero ella no contestó. Se quedó mirando mi libreta de hule, como si allí se encerrara un gran tesoro. Una chica rara, te lo juro Antonio, y si yo estuviera en realidad escribiendo un libro sobre infamias ajenas, tarde o temprano tendría que incluirla. No es que piense que ella haya podido cometer ya su primera pequeña canallada, es demasiado joven aún, pero soy viejo y puedo intuir cuál puede ser el destino de ciertas personas… En fin, no quiero alargar innecesariamente esta carta ya de por sí kilométrica. Si tuviera tiempo y ganas te contaría lo que sé de Chloe Trías, pero no vale la pena. Es el más tópico ejemplo de oveja negra de familia rica que te puedas imaginar, en este caso punk, pasota y con novio culturista checo, nada muy original, en realidad, y a ti y a mí no nos interesa la vida del prójimo, ¿verdad, querido Reig?, hemos sido testigos de tantas… En cambio -y volviendo a lo verdaderamente importante- aquí va algo que sé que te va a encantar, mi truco número tres, que habla de la mousse de chocolate. Por cierto, ahora que lo pienso: las personas son como los postres, ¿no crees?, qué curiosa asociación de ideas. Si alguien me pidiera una descripción de esta muchachita, Chloe, diría que es precisamente eso: una mousse de menta con chocolate… con chocolate muy amargo y menta demasiado picante. Sí, creo que escribiré esta reflexión en mi libreta de hule, me parece de lo más acertada.
– Tiene que quedarte completamente rectangular, tío, así, tú déjame la navaja a mí; cuidado tío, no te muevas, que puedo rebanarte la yugular, y ni se te ocurra mirarte al espejo, ¿eh? Cualquiera diría que te estoy esquilando como a una oveja; vas a quedar dabuten, tío, no me rayes.
Karel Pligh reclinó la cabeza en la silla, se dedicó a contar las veces por minuto que Chloe repetía la palabra «tío» en la conversación y así entretuvo el miedo de ver pasar una y otra vez cerca de su labio inferior tan afilada cuchilla. Según pudo comprobar ese día, transformar una barba clásica como la que lucía desde su llegada de Praga en un diminuto felpudo que ocupe el rectángulo de carne que hay entre el labio inferior y la barbilla, es una operación delicada que lleva su tiempo, veinticinco minutos por lo menos: sesenta y tres «tíos» contabilizados en total, treinta «dabuten» y varios «coños». Afortunadamente, el español es un idioma muy pobre, pensó Karel Pligh, antes de responder él también «dabuten» a una pregunta intrascendente de Chloe. A este paso, se felicitó, en dos o tres meses hablaré castellano como un nativo.
Y así había sido. Gracias a sus amores con Chloe Trías y también a su eterna pasión por los sones latinos, a los pocos meses de estar en España, Karel hablaba con toda soltura un español muy moderno en el que se mezclaban expresiones actuales con otras sacadas de viejos boleros y congas.
Menos sencillo, en cambio, le había resultado aprender los secretos códigos del amor en Occidente. Muy pronto había podido comprobar cómo Chloe (y antes que ella otras chicas) irrumpían en su vida como un meteorito. En concreto, este dato no tenía nada de particular: también muchachas checas se habían instalado en su vida sin que él tuviera tiempo de decir este cuerpo es mío, pues en lo que se refiere a los prolegómenos de una conquista, las cosas en España eran muy parecidas a como eran en su vieja Checoslovaquia. Siempre igual: vas a una disco, se te acerca una chica, ¿bailas?, ella te invita a una copa, tú aceptas y cuando quieres darte cuenta ya estás metido en una cama ajena, llena de ositos de peluche o almohadoncitos rosa que afirman «tendrás que besar a muchas ranas antes de encontrar a un príncipe azul», mientras Brad Pitt, o alguno de esos actores capitalistas, te espía desde un póster en la pared como si quisieran asegurarse de que cumples como todo un hombre. Sin embargo, había otros detalles del amor en Occidente, otros protocolos, que resultaron más complicados de comprender para un recién llegado. Por ejemplo, qué clase de besos son los que marcan de modo inconfundible la frontera entre una aventura y un enamoramiento.
– K, tío, ni se te ocurra moverte ahora, porque este hoyuelo tuyo a lo Michael Douglas es muy sexy, pero afeitarlo tiene su coña, aguanta un pelo.
Chloe había empezado a llamarle K la primera vez que consintió en darle un beso de amor, y a Karel le había emocionado ese aparente homenaje que lo remitía a uno de sus compatriotas más famosos. Tuvieron que pasar muchas semanas hasta descubrir que K no significaba para Chloe un recuerdo a Kafka, sino a un betún de zapatos de dudoso parecido con su nombre de pila. Pero para entonces el amor había crecido hasta hacerse adulto. Se habían conocido meses antes, y rápidamente superaron las primeras entregas, las divinas exploraciones sobre el cuerpo del otro, todo ello sin que sus bocas se juntaran jamás; porque en Occidente, se admiraba Karel, uno puede abrazar muchos cuerpos, lamerlos y besarlos o follarlos por distintos orificios, sin que ni una sola vez se plantee la posibilidad de un beso en la boca.
– No, hermano, no. No es que aquí las cosas sean diferentes que en tu país -le explicó un día un joven borracho filosófico en un bar, en una de esas confesiones muy íntimas que los hombres hacen sólo a las personas que no conocen de nada-. Lo que pasa es que las tías jóvenes, las yogurcitas, que así las llaman, ¿te enteras?, se han vuelto cantidad de raras. Sexo conseguirás todo el que quieras, pero para que acepten darte un beso de tornillo, casi tienes que pasar por la vicaría. Majaras perdidas, te lo digo yo. Para mí que se rayaron todas en masa al ver esa chorrada en Pretty woman; ahora resulta que un chumendo en la boca significa «te quiero para siempre jamás, amén», hay que joderse.
Tal vez por eso para cuando Chloe le había dicho «Bésame, K», ella y su novio ya habían puesto en práctica el Kama-sutra completo.
– Cuidado, tío, que esta navaja está afiladísima, a ver si se me va la mano.
La mano no, pero sí la lengua -en el más literal sentido de la palabra- se le había escapado a Chloe una noche que Karel Pligh recordaba a menudo. Desde que se habían conocido una mañana en un supermercado mientras él compraba nuez moscada para una emergencia culinaria de Néstor y ella una bolsa de ganchitos al queso con dos coca-colas classic para el desayuno, la chica le había confesado muchas cosas de su vida que resultaron ciertas. Que vivía realquilada con dos amigos marroquíes en una buhardilla sin luz eléctrica desde hacía unas semanas; que le gustaba la música de Led Zeppelin, también la de Pearl Jam y moderadamente los AC DC (qué pena tener gustos tan dispares); que odiaba a sus padres, que despreciaba el dinero, y que jamás en la vida se subía a una moto. Pero otra noche inolvidable, poco después de conocerse, cuando Karel ya se había hecho amigo de los colegas de Chloe (Anuar y Hassem, a la sazón de ramadán), habría de descubrir algunos matices completamente desconcertantes sobre la vida de Chloe. Y todo se debió precisamente al ramadán… y a un beso.
– Vamonos de aquí -le había dicho Chloe esa tarde en su buhardilla-; los chicos se ponen pesadísimos con el ayuno religioso.
Y fue así cómo Karel descubrió la otra verdad de su amiga Chloe. Anochecía, y un taxi (porque Chloe se empeñó en ir en taxi, teniendo él su moto a la puerta) los dejó frente a una casa de esas que Karel imaginaba que sólo existían en las películas de Hollywood de los años cuarenta. Antes de que pudieran llamar a la puerta, apareció un criado que se hizo cargo del taxi, mientras Chloe le preguntaba por encima del hombro si los viejos estaban en casa.
Los viejos deben de ser sus ancianos padres, interpretó Karel, y así lo siguió pensando hasta el día en que conoció a los viejos: ella, con cuarenta y algunos años, se parecía a Kim Bassinger y él era la encarnación de un anuncio de Marlboro Light. He aquí otra lección que se aprende al llegar a Occidente -pensó entonces Karel-: los padres de las niñas ricas y rebeldes ya no son padres, sino spots publicitarios.
La razón de por qué Chloe, teniendo una casa más grande que la Sportovní Skola en Praga, prefería vivir en una sucia buhardilla con la frecuente compañía de cucarachas, con papeles de periódico por alfombra o lebdas algo mugrientas que se desplegaban varias veces al día en dirección a La Meca, y de por qué se alimentaba sólo a base de ganchitos al queso con coca-cola, debía de ser otro insondable misterio del mundo capitalista. Pero esa noche, la primera que Karel pasaría con Chloe en casa de sus viejos, aún le quedaba por superar una prueba iniciática mucho más difícil: aquel primer beso de amor largamente retrasado. Y ahora, al recordarlo, ahí -ante la forzada inactividad a la que le sometía su chica con ánimo «de ponerte un poco presentable, tío, ¿dónde vas con esta barba jurásica?, siéntate aquí que te voy a dejar nuevo, dabuten, te lo juro»-, Karel miró hacia el espejo y, sin fijarse en su nueva pilosidad sublabial, ni tampoco en unas finas y larguísimas patillas que Chloe empezaba a dibujar sobre sus mandíbulas con la navaja, pensó en aquel primer beso.
Recordó el tacto húmedo de su tierna boca y luego un sabor metálico, mezcla de cobre con estaño quizá. ¿Iré bien?, pensaba Karel. Veamos, más profunda la lengua, tanto que por un momento creyó que iba a rozarle la campanilla. Sin embargo, corrigió el rumbo justo a tiempo, prefiriendo pasar la punta sobre los perfectos dientes de Chloe: molares, premolares, caninos, incisivos; un beso demasiado detergente, se dijo, minucioso en extremo y de una precisión poco romántica, pero ¿cómo demonios se besa a una chica que lleva un piercingen la lengua y otro en el labio inferior?
Tal como era de prever, la cama de Chloe estaba llena de ositos de peluche. Faltaba en cambio el almohadón con las instrucciones sobre cómo besar ranas, y en vez de Brad Pitt, era todo el grupo Nirvana el que, desde las paredes, vigilaba con ojo crítico el comportamiento sexual de Karel en este momento estelar.
La puerta se cerró. Estaban de colados en casa de sus padres y Chloe acababa de darle su primer beso de amor. Te quiero, K -le dijo entonces-, quiero que estemos siempre juntos, siempre, siempre; no quiero volver más a esta casa, ni de visita, joder. Eres lo único que tengo en el mundo. ¿Me llevarás a vivir contigo?, ¿podré trabajar en donde tú trabajas? Yo sé cocinar, también servir la mesa, y gratis; no me importa el dinero, sólo estar contigo. ¿Me aceptará tu jefe en La Morera y el Muérdago? Dime que sí. Mira, para que veas que te quiero de verdad, voy a enseñarte algo, es un secreto, sabes, no se lo he contado a nadie, continuó atropelladamente, y de pronto comenzó a sacar de su mochila un estuche rojo algo estropeado por el uso; sin embargo, de súbito debió de cambiar de idea, pues sólo extrajo un par de compacts de Pearl Jam.
– Coño, no merece la pena.
A Karel le había intrigado qué podría ser eso que pensó enseñarle, posiblemente la foto de un viejo amor; las chicas siempre guardan retratos de lo que más aman, incluso cuando todo ha muerto. Pero al final no se había atrevido a hacer preguntas. Ahora, frente al espejo, con Chloe como barbero tampoco había intentado inquirir si de veras a ella le parecía tan dabuten ese felpudo bajo el labio inferior y esas patillas finas como una hilera de hormigas en la que se había convertido su pobre barba. «Al país donde fueres, haz lo que vieres», habría pensado Karel de conocer el refrán castellano. Como no lo conocía, sólo pensó que le faltaba mucho para entender cómo eran las cosas en el mundo occidental. Pero hasta aclimatarse del todo, su ilusión era ayudar a Chloe en lo que ella le pidiese; si quería trabajar en La Morera y el Muérdago sin cobrar, no sería difícil convencer a su jefe. Le diré a Néstor que necesito ayuda con los repartos y que no le costará nada; él lo comprenderá, es un buen tipo.
– ¿Sabes montar en moto, Chloe?
– En moto irá tu puta madre, tío -había dicho Chloe, pero en seguida, con esa facilidad que tenía para pasar sin escalas de la ira al amor, añadió-: Bésame, K, bésame mucho.
Y así lo hizo Karel Pligh, no sólo porque aquello sonaba como un bolero, sino porque, para entonces, ya se había acostumbrado al sabor dulce de su boca.
Segunda entrega: Los postres al huevo
para hacer una tortilla no hay más
remedio que romper los huevos.
(Dicho popular)
(Nota para enviar a mi querido amigo Antonio Reig, junto con las recetas.)
Esta noche estoy cansado, querido Reig; no he hecho demasiados progresos, es tarde y no tengo ganas de escribir. El caso es que hoy se me ha ocurrido la peregrina idea de visitar a una pitonisa, y aunque no creo en pamplinas, te confieso que ha logrado perturbarme. ¿Tú crees que todos llevamos nuestro destino y nuestra muerte escritos en la cara? Parece un disparate, pero… en fin, que para olvidar las cosas del más allá, esta vez me limitaré a mandarte solamente una receta que se me vino a la cabeza mientras observaba a los clientes de madame Longstaffe, y en concreto a uno de ellos. (Longstaffe, como habrás adivinado, es la pitonisa en cuestión.) Creo que llamaré a esta delicia Oeufs Intactes, ¿qué te parece? Claro, claro que suena ambiguo, lo sé de sobra. Pero eso mismo es lo que pretendo, hay por ahí tantos huevos intactos… En fin, allá va la receta:
Oeufs Intactes:
Tómense dos huevos muy, muy frescos y…
HUEVOS INTACTOS, O SERAFÍN TOUS SE COMPRA UN PIANO
Aquel día, después de abandonar la consulta de madame Longstaffe, Serafín Tous decidió volver a casa dando un paseo. Eran las seis de la tarde, aún temprano; podía haber llamado a un amigo o amiga por teléfono y preguntarles si tenían planes para cenar, alguien de confianza con quien no tuviera que ser simpático, ni siquiera cortés e interesarse por su salud, como manda la buena educación: no tenía ganas de hacer esfuerzos. Sabía que Ernesto y Adela Teldi estaban en la ciudad; él le resultaba un tipo poco simpático, pero con Adela había compartido tantos años y tantas confidencias a lo largo de su vida, que sería fácil encontrar esa soledad acompañada que a veces requieren los estados de ánimo más desconcertantes. Serafín Tous podía haber recurrido a ella sin peligro: Adela no iba a interrogarlo sobre nada que él no estuviera dispuesto a contar. Llevaba un teléfono portátil en el bolsillo, no tenía más que elegir uno de los números de la memoria, el guardado en tercer lugar para ser precisos, y… ¿Tienes la noche libre para aguantar uno de mis silencios, Adela? Pero en vez de marcar número alguno, Serafín desconectó el teléfono como quien hace una declaración de intenciones: aguántatelo solo, como un hombre, se dijo, y continuó caminando calle arriba.
Dobló la primera esquina, abandonando la plaza de Celenque, en la que vivía madame Longstaffe; luego enfiló la calle del Arenal en dirección oeste hacia el Palacio Real, todo ello sin saber adónde lo conducirían sus pasos y sus pensamientos. Porque últimamente tanto unos como otros tenían ideas propias, lo cual era muy turbador. Pasos y pensamientos lo habían llevado hasta la puerta del club Nuevo Bachelino, pocas semanas atrás, y del mismo modo inconsciente, hoy lo habían traído hasta la casa de madame Longstaffe, aunque esta vez se alegraba de que lo hubieran hecho.
– Hemos venido -le dijo a la bruja, como si él, sus pasos y sus pensamientos fueran tres extraños colegas- en busca de su ayuda, señora.
Y a continuación le contó su desazonante visita a aquel club de muchachos, para acabar suplicando:
– Debe de haber, tiene que haber alguna manera de que yo vuelva a ser la misma persona sensata que era antes de la muerte de mi esposa. Hágase cargo: no es justo que de pronto uno vuelva a sentir ciertas inclinaciones… Dígame que se trató sólo de un espejismo, dígame que es normal que cuando uno encuentra, de pronto, la foto de un chaval que se parece mucho a alguien que uno ha conocido en la juventud se le revuelvan en su interior ciertas pasiones inconvenientes y en todo caso pretéritas, madame, y le juro por lo más sagrado que completamente olvidadas. Dígamelo usted. Asegúreme que esta fiebre que me quema desde el día en que visité ese horrible club pasará. Debe de existir algo que usted pueda darme para que yo vuelva a ser como Nora deseaba. Nora era mi esposa, ¿sabe?, murió hace apenas unos meses, una gran pérdida…
La calle del Arenal transcurre ruidosa con su marea de viandantes, que arrastra incluso a los peatones más pensativos, como si fueran corchos a merced de la corriente. Allá van todos a una: turistas con sandalias que consultan mapas, artistoides apresurados camino de un café, carteristas, paseantes, pasantes, charlatanes y mendigos, moviéndose como una masa humana líquida que se encauza entre la calzada y los muros de las casas y que a veces deriva hacia los escaparates de comercios tan dispares como una tienda de pelucas o un Seven Eleven.
– ¿Y por qué quiere usted olvidarse de ese muchacho? -le había preguntado madame Longstaffe, sin esperar el final de su súplica-. ¿Por qué? Pero si el señor incluso mantiene sus dedos bellos y jóvenes como de pianista… el señor es un hombre respetable… el señor es un caballero.
Las pitonisas bahianas, maldita sea, a veces se dirigen a sus interlocutores en tercera persona, con la deferencia que se reserva a los grandes señores, pero eso no cambia nada. Serafín Tous no se tiene por un caballero, ni siquiera por un hombre respetable; si lo fuese, obviamente no sentiría esa punzada al recordar a un muchacho del Nuevo Bachelino. Había sido como verse frente al pasado: mírate, Serafín, sigues siendo el de entonces -piensa ahora-, no has cambiado realmente, aquí estás, vuelves a sentir lo mismo que cuando conociste a Pedrito Martínez. Dieciocho años mal contados tenías en aquella época y te pasaste un año entero tocando sonatas y otras cosas a escondidas en una entreplanta de la calle de Apodaca. Martínez, tu jovencísimo alumno de piano. Pedrito Martínez, recuerda, un nombre tan común el suyo, pero qué bello cuerpo… Tanto remordimiento como éxtasis, Serafín, reconócelo, también hubo éxtasis y pasión y… no. No es lo que querías para tu vida, una existencia sórdida, siempre temiendo ser descubierto: Martínez… casi un niño. ¿Qué habrían dicho tus queridos padres si hubieran llegado a enterarse?, ¿qué habrían dicho tus amigos? Lo sabes de sobra: sarasa, puto, culero, jula, parguelas, porculeado, recogepelotas, maricón, maricón, maricón.
En la calle del Arenal existe una tienda de trajes de novia con modelos en raso brillante y muchas florecillas de tela para los tocados. Nora jamás habría elegido uno de aquellos vestidos para su boda; el suyo había sido un maravilloso y sencillo vestido de seda salvaje que la hacía parecer más alta, casi guapa incluso, con esa serenidad de las mujeres que saben hacer felices a sus maridos. Hay muy pocas mujeres así, y él había tenido la suerte de topar con una justo a tiempo. Nora inteligente, Nora compañera, enamorada de su hombre, adivinándolo todo y sin decir nunca nada, que Dios la bendiga. Usted no parece comprenderlo, madame Longstaffe, ella era perfecta, perfecta para mí, ¿entiende?
Pero hace rato que Serafín Tous ha abandonado la casa de la adivina y no es madame Longstaffe sino la marea humana que lo arrastra calle del Arenal arriba la que contesta: «Déjate llevar, muchacho, no te frenes, asume lo que eres por una vez en la vida.»
¿Pero qué tontería es ésa? Él ya no es un muchacho y no quiere dejarse arrastrar a parte alguna, por eso había ido a consultar a madame, y ella se había quedado mirándolo con la cabeza ladeada, con su pelo rubio cayéndole sobre el hombro izquierdo. Por todos los diablos, qué situación, incluso madame Longstaffe a veces parecía tener cara masculina, era la viva estampa de un actor de cine, uno cuyo nombre Serafín no recuerda. No me mire así, señora, ayúdeme, algún remedio habrá para que después de tantos años no vuelva a molestarme la sombra de alguien que nunca quise ser, nunca, y encima ahora a mis años, imagínese, un viejo bujarrón, un posible pervertidor de menores, quién sabe… Gracias al cielo, los escaparates de las tiendas de la calle Mayor le echan, en ese momento, un cabo como un cable salvavidas a un náufrago: «Artículos religiosos», así dice el letrero de la próxima tienda, y lo expuesto en la vitrina le resulta tranquilizador: pequeñas figuras en escayola de diversos santos, Antonio de Padua, un santo tan milagrero; el Cristo de Medinaceli, otro campeón de las causas perdidas; Judas Tadeo, patrono de los imposibles. De los imposibles.
– Es muy interesante el problema del señor -le había dicho madame Longstaffe, con un tono en el que Serafín creyó adivinar un rayo de esperanza; pero luego la vieja añadió-: Permítame que hoy no le recete nada; necesito más tiempo para estudiar un caso tan extraordinario. No se preocupe, muy pronto lo llamaré por teléfono para concertar otra cita.
– Pero madame, venir otra vez aquí, yo no soy hombre que frecuente adivinas; soy magistrado, ¿sabe?, una profesión muy delicada, que tiene poco en común con sus… artes adivinatorias (magníficas artes, no me cabe la menor duda), pero compréndalo, alguien podría reconocerme y pensar… Arriesgo mucho viniendo aquí.
– ¡Cállese!, cállese, meu branco, y espere mi llamada -lo había interrumpido madame Longstaffe, cambiando la respetuosa tercera persona por quién sabe qué familiaridades bahianas del todo fuera de lugar. Y luego, aún más irrespetuosamente, había añadido-: Deje ya de meter bronca, vai, vai, vai.
A ritmo de samba o de bossa-nova, otras veces de vals y tango, así se camina por la calle del Arenal antes de llegar a la plaza de la Ópera. Una ventana abierta sobre la acera regala a los viandantes todas las notas de una academia de baile de salón acompasadas por los un-dos-tres, un-dos-tres del maestro de baile.
«Usted no puede dejarme ir así, madame, sin prestarme ayuda. Debe de ser relativamente sencillo recetarme algún filtro o frasquito de esos que la han hecho tan famosa. Después de todo, lo único que yo busco es olvido, señora, busco no pensar en unas manos jóvenes sobre un piano, dedos infantiles que vuelan sobre las teclas», recuerda Serafín, mientras sus pasos se aceleran a ritmo de bossa. Afortunadamente, las sonatas que antaño le enseñaba a Pedrito Martínez en la calle de Apodaca no se parecen en nada a la canción de Vinicius de Moraes que escapa de la academia de baile, y otra vez Serafín sigue el camino que sus pasos y sus pensamientos le marcan, alejándose de todo recuerdo musical. Un poco más allá hay una tienda de pijamas, luego un Pans &: Co.; a continuación el antiguo y hermoso Café del Real; más lejos, un bar desde donde el sonido inconfundible de Pajaritos anuncia que una máquina tragaperras acaba de dar un premio. Voy bien, se dice Serafín Tous, voy muy bien. La marea de viandantes me aleja por fin de la música, me empuja hacia el olvido, podré sobrellevarlo, al menos hasta que repita mi consulta con madame Longstaffe. Tranquilo, dentro de unos segundos toda esta confusión se hundirá en ese no pienses-no sientas-no hables, Serafín, que ha marcado tu vida durante tantos años. Ya está, pronto no quedará nada del recuerdo del club Nuevo Bachelino, ni del muchacho con el pelo cortado al cepillo de los ojos tristes y dedos nerviosos; nada de Pedrito Martínez en aquel triste refugio de la calle de Apodaca, del que lo rescató su muy querida Nora con años de amor y paz. Y la marea de viandantes que ahora lo arrastra acelera su paso, porque la calle del Arenal de pronto se estrecha, hasta desaparecer en una recién construida zona peatonal. Pero allí en un escaparate, mudo, sin emitir sonido, hay un piano.
Cuando dos días más tarde dos jóvenes muy bien parecidos instalan el instrumento en el salón de su casa, cerca de la chimenea del salón, Serafín se dirige a la foto de Nora que, por pura ironía, alguien ha ido a colocar sobre la cubierta del nuevo piano como si siempre hubiera estado allí.
No pienses mal, Nora querida, no es lo que te imaginas -le dice el marido a la imagen de la esposa-. Fueron mis pasos y mis pensamientos los que me llevaron al Real Musical, yo no quería, pero… Además, se trata sólo de un préstamo, tesoro, ahora hasta los pianos de cola te los dejan a prueba. Estará en casa dos o tres días, es una especie de exorcismo, te lo juro, sólo eso, ten fe.
– ¿Me firma la nota de entrega, jefe?
El muchacho aquel viste un mono azul sin mangas, sus brazos y manos no son de pianista, pero Serafín igual se queda mirándolos mientras le extienden una tablilla de pedidos: los músculos se tensan bajo la piel joven, los antebrazos suaves aparecen cubiertos de un vello rubio e infantil.
– Toma, mil duros, por las molestias -dice Serafín. Y al meterle el billete en el bolsillo superior del mono, añade dos palmaditas, como quien encierra allí un pajarito que teme que pueda escapar volando en cualquier momento-. Habéis sido tan amables…
Don Antonio Reig
Pensión Los Tres Boquerones
Sant Feliu de Guíxols
Madrid, 14 de marzo de…
Queridísimo Antonio:
No sabes cuánto lamento lo que me cuentas en tu carta. Un chef de tu talla arruinado, ¡proscrito! y condenado a cocinarse cualquier cosa en un infiernillo en el lavabo de una mala pensión; resulta verdaderamente terrible. Me hablas de tus problemas con la artrosis: desde luego es una maldición que acecha a los que cultivan nuestro arte. Por suerte, en mi caso, la fortuna ha decidido dispensarme al menos de esa lacra, algo es algo.
Desgraciadamente, yo no puedo ofrecerte trabajo, Antonio. Mi empresita apenas da para cubrir gastos, sobre todo en estas fechas, pero no te preocupes, ya encontraremos algo. Me pides en tu carta (por cierto, la artrosis se nota especialmente en tu forma de escribir, pobre amigo mío, cuánto dolor hay en esas líneas torcidas y en esa letra infantil que tú adornas con coquetería escribiendo en tinta verde) que te ayude a encontrar la dirección del matrimonio Teldi, del que tanto te hablé en la mía. ¿Para qué la quieres? Imagino que será para solicitarles ayuda en este trance. De momento no sé dónde buscarlos, pero fíjate lo que son las casualidades: hace dos o tres días los vi fotografiados en una de esas revistas exquisitas y extranjeras. ¿Te acuerdas del aspecto que tenía el gallego Teldi, allá por los años setenta, cuando empezaba a crecer su fortuna? Debo decir que, al menos de físico, no ha cambiado mucho, sigue conservando un aire distinguido y con cierta retranca, como dicen por allá. ¿Por qué te interesa tanto? Hablas mucho de él en tu carta y no sé qué decirte. Es verdad que era un tipo extraño Ernesto Teldi; aunque ya por entonces la buena sociedad lo consideraba un personaje de lo más respetable, tú siempre insistías en que había algo dudoso detrás de tanta suavidad y buenos modales. En realidad, si le descubriste algún cadáver en el armario, nunca me lo comentaste y, en todo caso, a estas alturas debe de ser un esqueleto muy viejo y sin importancia; los pecados de los ricos se olvidan tan fácilmente… ¿verdad? Peccata minuta, amigo Reig. De todos modos, a ver si te sirve alguno de estos datos: según la revista, ahora es un famoso marchante de arte; además se ha convertido en una especie de generosísimo mecenas que vive a caballo entre Argentina, España y, sobre todo, Francia. De hecho, en la foto que te menciono, aparece luciendo en la solapa la Legión de Honor; muy propio, ¿no crees? Le debe de haber ido bien con ese negocio de compraventa de cuadros que comenzó allá en Argentina cuando tú cocinabas para él y yo te iba a visitar de vez en cuando para charlar y tomar mate. Pero el tema central de esta carta no es hablar del pasado como otras veces, sino darte ánimo y ayudarte a encontrar a Teldi, si ése es tu deseo. De momento no tengo ni idea de dónde buscarlo, pero por eso mismo estoy seguro de que lo vamos a encontrar. Te parecerá raro lo que voy a decirte, Antonio, pero el caso es que, de un tiempo a esta parte, tengo la sensación de que mi vida corre por extraños pero inevitables raíles, tanto la mía como la de los que me rodean: es como si cada cosa que sucede o que está a punto de suceder, formara parte de un puzzle de piezas muy dispares que poco a poco se van acercando y amenazan con ensamblarse. No sé cómo expresarlo mejor. Pero creo que todo está relacionado con la visita que le hice a la vieja madame Longstaffe, de la que te hablaba en mi última carta. ¿Te conté entonces por qué se me ocurrió ir? En realidad no fue más que para acompañar a uno de mis muchachos, a Carlos García. Él estaba empeñado en que la bruja le proporcionara un filtro mágico para encontrar, en carne y hueso, a la mujer de sus sueños. Ya, ya. Yo también pienso que todas esas cosas son pamplinas, pero la verdad del asunto es que, desde ese día, tengo la sensación de que el Destino -mi destino, por lo menos- se divierte creando extrañas coincidencias. Te explico: de pronto veo a un caballero totalmente desconocido en una situación comprometida, y a los pocos días me lo vuelvo a encontrar en otro sitio inverosímil, de tal modo que con dos o tres datos conozco sus secretos más íntimos, ¿ entiendes? Todo es raro. Y luego están las predicciones que madame Longstaffe se permitió hacer (sin permiso, claro) sobre mi estado de salud. Tal vez no me creas, pero eso también se está cumpliendo. Ella dijo que no tenía que preocuparme en absoluto por este cangrejo que me come las entrañas, y lo cierto es que desde ese día, para sorpresa de los médicos, he mejorado mucho, tanto, que alguien menos escéptico que yo pensaría que me estoy curando. Ahora sólo falta que Garlitos encuentre a la mujer de su infancia y que yo me tropiece con Ernesto Teldi en plena calle. Pero en realidad todo esto no pueden ser más que espejismos; tú, que eres una persona racional di: ¿crees realmente que al Destino le gusta jugar a las cajas chinas con la vida de las personas, juntar piezas extrañas de modo que todo apunte a un raro e inverosímil rompecabezas? No, yo tampoco lo creo. Figuraciones mías, sin duda, de ahí que, a pesar de mi anterior discurso, lo cierto es que sigo comportándome como si mi vida estuviera cerca de su fin: un cáncer no es pequeña cosa, por eso continúo trabajando en mi proyecto secreto. En esta ocasión, como me he extendido tanto, no voy a mandarte ninguna receta, tiempo habrá, amigo Reig; mi libreta de pequeñas infamias engorda cada día, y ahora discúlpame, suena el teléfono.
– La Morera y el Muérdago, dígame… ¿Dígame?… Allô?… Pronto?… ¿Cómo que el número marcado no existe? Pero si yo no he marcado ningún número, porca miseria, en todo caso alguien me llamaba a mí. No sé qué pasa con los teléfonos últimamente. Porca miseria -repite Néstor con impaciencia-, porco teléfono, porco governo, seguro que se trataba de un cliente importante.
Adela colgó el teléfono. Era la tercera vez que marcaba el número y la tercera que una señorita metálica le contestaba que ese número no existía, aunque ella sabía muy bien que no era así; la amiga que le recomendó los servicios de La Morera y el Muérdago (lo mejor de lo mejor, querida, yo no daría ni un paso sin consultar con mi viejo amigo Néstor, es un genio organizando fiestas, él se ocupará de todo) le había repetido dos veces los datos para que no hubiera lugar a errores. Pero la señorita metálica era implacable: el número marcado no existe.
Por un momento Adela pensó en acercarse hasta el local. Al fin y al cabo, la dirección que figuraba en la tarjeta, Ayala casi esquina Serrano, no estaba tan lejos de donde ella se encontraba en ese momento, en plena calle de Miguel Ángel. Miró otra vez la tarjeta como si necesitara asegurarse, sí, sí, podía haber hecho el recorrido andando o tomar un taxi, y dejar solucionado el problema en pocos minutos. Es lo mejor realmente -se dijo-, en estas cosas lo más aconsejable siempre es el contacto directo con la gente. Y de pronto, como adivinando sus intenciones, un taxi se detuvo a pocos metros para dejar a una pasajera. Comenzaba a llover. Bien, eso lo resolvía todo, en cuanto se desocupe el taxi, nos vamos, se dijo. Primero pasaría por La Morera y el Muérdago, le pediría al conductor que la esperara y, una vez solucionados todos los detalles de la fiesta que pensaba organizar en su casa de campo, aún le daría tiempo de regresar al hotel Palace y de reunirse con su marido antes de las tres: Madrid se convierte en una ciudad antipática cuando llueve. Ahora sólo debía esperar a que la persona que en esos momentos ocupaba el taxi se apeara.
Una enorme masa de cabellos rubios emergió de las profundidades, y luego un pie enfundado en una babucha de seda. Extraño calzado para esta época del año, pensó Adela, pero no dijo nada, la vida le había enseñado a ser indiferente a toda extravagancia.
– Permiso -dijo entonces la voz de la pasajera y, por un momento, las dos quedaron mirándose-. Perdone que le pregunte, señora, pero ¿puede usted decirme si es ésta la calle de Almagro?
Qué pregunta más estúpida, pensó Adela, aquélla era la calle de Miguel Ángel, muy lejos incluso de Rubén Darío, y además, nadie se baja de un taxi sin saber dónde se encuentra; por eso, sin responderle, sólo murmuró con una sonrisa cortés:
– ¿Me permite?
Estaba decidida a meterse en el taxi cuanto antes.
– No vaya, señora -dijo la voz de la babucha-.
Vuelva otro día, quizá mañana. Sí, eso es. Lo que tenga que hacer hoy, déjelo para mañana por la tarde. Empieza a llover, ¿no se da cuenta?
Ya está lloviendo, vieja chiflada, pensó Adela, pero no le dio tiempo a decir nada porque aquella babucha extranjera añadió:
– Además, ¿sabe usted bien lo que hace? ¿Sabe usted por dónde tiene que pasar para llegar a la calle de Ayala?
– Normal -intervino en ese momento el taxista, callado hasta entonces, pero sin duda aburrido de la cháchara de sus dos clientas-. Lo más corto desde donde estamos sería atravesar la plaza de Rubén Darío, salir a la calle de Almagro y luego…
– Va a llover, vuelva otro día y por otro camino -insistió la mujer de la babucha-. No querrá que se le estropee el tapado de piel, ¿verdad?… es tan bunito.
Eso dijo: «bunito»; lo mismo que pronunciaba «va a chover» o «vuelva otro gía». Pero por fin se bajó del taxi para permitir que Adela pudiera hacerse con el vehículo libre. Era una escena absurda.
Sin embargo, una vez dentro, Adela no volvió la cabeza. Nunca sabría qué aspecto presentaba la mujer aquella desde lejos, tampoco sabría si la lluvia se ocupó de aplastar la masa de pelo rubio inmediatamente, ni si, para cruzar los charcos que se iban formando, tuvo que recogerse la falda verde de modo que asomaran bien sus babuchas de seda. Cuando Adela se instaló por fin en el taxi y aun antes de arrancar, ya había decidido cuál sería su camino.
– ¿A la calle de Ayala, entonces? -preguntó el taxista.
Ella negó con la cabeza (sin mirar atrás, siempre sin mirar atrás).
– No. Lléveme al hotel Palace -dijo, y luego añadió-: Dígame: para llegar allí no es necesario pasar por la calle de Almagro, ¿verdad que no?
A lo que el taxista, que era locuaz y le gustaba la precisión, dijo otra vez:
– Normal -por lo visto, para él todo era normal-, desde aquí, si prefiere, podemos bajar directamente a la Castellana, atravesar Colón y luego todo tieso hasta llegar al hotel.
Entonces Adela añadió de modo completamente innecesario:
– Perfecto, porque me espera mi marido, ¿sabe?
Ya no volvió a mirar por la ventana hasta llegar a la fuente de Neptuno. Tenía razón la extravagante mujer del taxi, bien podía acercarse a La Morera y el Muérdago mañana y, sobre todo, hacerlo desde otro punto muy distinto de Madrid. Llovía demasiado.
Porque aunque a Adela Teldi siempre le gustaba regresar a Madrid, ciudad en la que había nacido, existían algunas calles que esquivaba cuidadosamente. Como la calle de Almagro, por ejemplo, con sus plátanos de hojas cubiertas de una fina pelusa que hacía estornudar y con aceras aún demasiado parecidas a como eran durante su infancia; tanto, que si alguna vez se aventurara por ella (cosa harto improbable), difícilmente podría refrenar ese infantil impulso que a veces obliga a reemprender algún tonto juego como caminar sin pisar línea o imaginarse mentalmente saltando a la rayuela. Pero Adela no necesitaba acercarse a esa zona de Madrid para nada. La ciudad se ha movido hacia otros barrios, y las tiendas, las peluquerías y los restaurantes, incluso las casas de los amigos, ya no estaban cerca de esa manzana antaño tan familiar. Afortunadamente. Por eso, al día siguiente, hacia las cuatro de la tarde y esta vez desde el hotel Palace, Adela no tuvo mayor dificultad en acercarse hasta la calle de Ayala, que era donde se encontraba la empresa de comidas a domicilio. Una vez allí, un chico la hizo pasar a una agradable salita de espera.
– En seguida estoy con usted, señora -le había dicho el muchacho-. Mi jefe no está. Es pura casualidad o mala suerte que haya tenido que salir, rara vez lo hace; pero no se preocupe, yo sabré atenderla, voy a buscar algo con que apuntar. ¿Señora…?
Y como en una película antigua, Carlos interrumpió la frase para que Adela rellenara los puntos suspensivos.
– Señora Teldi, con te de Teresa -respondió-. ¿Y tú cómo te llamas?
– Carlos García, para servirla. Ya verá cómo le gusta nuestro establecimiento. Vuelvo ahora mismo.
Mientras entraba en la trastienda en busca de la lista de menús, y mientras escogía los álbumes con las fotos de bufets y mesas más hermosamente decorados a base de racimos de uvas y flores o bodegones, Carlos pudo ver a través de las cortinas cómo la señora Teldi se paseaba por la recepción de La Morera y el Muérdago mirando los retratos que colgaban de la pared. La vio sonreír ante los personajes allí fotografiados como si conociera a alguno de ellos y luego ladear la cabeza para leer mejor esta o aquella dedicatoria. Casi todo el mundo hace lo mismo mientras espera. Algunos encienden un cigarrillo, otros se dedican a dar paseos arriba y abajo como midiendo el terreno para hacerlo suyo. Y son muchos los que deciden ponerse cómodos, quitarse prendas de abrigo, desabrochar botones.
Un álbum más -piensa Carlos-. Que no se me olvide enseñarle a la señora las fotos de decorados con frutas, y mira algo culpable hacia Adela: no es bueno hacer esperar a las dientas. Pero ella se ha sentado cómodamente en el sofá, apartando para hacerlo un poncho criollo que le molesta, como también debía de molestarle su abrigo, aunque no hace excesivo calor. Con un gesto impaciente, la desconocida decide quitarse primero el abrigo y luego el pañuelo que le cubre la garganta. Y lo hace tan rápido que, durante una fracción de segundo, la señora Teldi deja todo su escote al descubierto, un cuello blanquísimo y quebradizo que se hunde levemente al llegar a la línea del hombro.
Qué pena, hace unos años ése debió de ser un cuello especialmente inolvidable -se dijo Carlos, antes de volver a entrar en la recepción con los papeles y los álbumes.
Dos o tres días más tarde, cuando la puerta de la habitación 505 del hotel Fénix se cerraba, no existía otro mundo para Carlos y Adela. El hilo musical lo mismo podía entonar Lave me tender o una canción de El Fari. Los recesos amorosos podían acompañarse de una Fanta limón o de un Bailey's pegajoso y sin hielo. Quizá fuera de día o tal vez no. Que hiciera frío o el más sofocante de los calores, todo daba igual: sólo sentían amor. Había sido el típico encuentro no buscado entre una mujer madura y un jovencito que comenzó con una charla profesional sobre cómo organizarían una fiesta, continuó luego comiendo sándwiches en Embassy y siguió más tarde con borrachera en el bar del hotel Fénix, hasta acabar en la cama. Todo casual, incluso previsible. Pero se habían vuelto a ver al día siguiente y también al otro y al otro, y una vez que la puerta de la habitación se cerraba, caían al suelo camisas con la insignia de La Morera y el Muérdago, faldas de Armani, corbatas de pajarita rojas y blusas azul pálido, todo en silencio, pues eran los besos los encargados de abrir camino hacia la carne desnuda. Y, siempre sin palabras, la iban descubriendo centímetro a centímetro con amorosa minuciosidad: «ya no queda un lugar que no te haya besado», canta Wilfrido Vargas en el hilo musical, pero ninguno de los dos se interesa por lo que entra por sus oídos: Carlos y Adela oyen, ven, huelen y sienten por la piel «ningún rincón sagrado me falta por andar», y para Adela es una fiesta recorrer con sus dedos dotados de los cinco sentidos esa piel tan joven que, un beso tras otro, más que deseo, evoca ternura. Qué suerte, qué suerte tienes, Adela -se dice-, bésalo mientras dure, sin preguntas, sin pasado, sin futuro, como aman los náufragos y los desahuciados, como sólo pueden hacerlo las viejas como tú. Pasea tus manos por los muslos, enrédate en su pelo y apura el sabor único de tantos rincones bellos mientras puedas; eres una mujer afortunada. ¿Y él? ¿qué pensará?… Es una bendición que la naturaleza no nos haya concedido el don de leer los pensamientos ajenos. Por eso añade: besa, lame y ama, Adela, y más tarde, olvida. Pero no te olvides de olvidar, por amor del cielo; es fundamental el olvido, pues el mundo se acaba más allá de la puerta 505.
Carlos se había dejado envolver en esa aventura sin mirar atrás. Al contrario que la mujer de Lot, en el amor jamás hay que detenerse a volver la cabeza, pues uno corre peligro de convertirse en estatua de sal. Sal estéril o impotente, sal demasiado sensata que se pregunta: ¿qué demonios pinto yo aquí tres tardes seguidas con esta mujer que podría ser mi madre? ¿La he mirado bien?
No. Carlos no la ha mirado bien, pues en el microcosmos de la habitación 505 no hay perspectiva suficiente. Resulta imposible apreciar algo tan extenso como la curva de un cuello, por ejemplo, o el lóbulo de una oreja; porque mientras se vive un amor químicamente puro, una pasión total, sólo se alcanza a ver milímetros de piel electrizada por el deseo, caminos siempre nuevos por donde se aventura Carlos sin brújula. «De tus caderas a tus pies quiero hacer un largo viaje…» Él no es lector de poesía, no le interesa especialmente Neruda, y sin embargo, los recorridos del amor son idénticos, tanto para poetas como para camareros. Unos y otros alguna vez han sorteado todos los accidentes geográficos de un viaje amoroso: dedos-penínsulas, rodillas-montículos, ingles-hondonadas, el camino es largo y la exploración lleva su tiempo hasta llegar al pubis, donde la lengua de Carlos se pierde y tiene ideas propias, por primera vez en su vida tiene ideas propias.
Con otras mujeres él había recorrido senderos similares, pero siempre lo había hecho representando un papel. «A las mujeres les gusta esto… lo otro… luego una exploración más médica que amorosa pero siempre eficaz…», y se consideraba un actor consumado, porque hasta llegar a la habitación 505, sus experiencias amatorias (además de ser una búsqueda de la mujer del cuadro) habían sido siempre como un examen de ingreso. Ingreso en el club de los amantes infalibles o incansables. En el de los amantes tiernos que abrazan a las chicas cuando lo que quieren es acabar de una vez por todas; está bien, está bien, la mimaré un poco antes de largarme, un besito aquí, un te adoro allá, todo medido… ojo no te pases, ellas se alarman en cuanto te sales del guión.
En la 505, en cambio, no hay guión ni hay brújula, como tampoco hay necesidad de excitarse imaginando en la curva de un cuello desconocido aquel otro perfecto que descubriera de niño dentro de un armario. Con las demás mujeres había sido fácil y a la vez tramposo: cerraba los ojos y ya está: Lola, Laura, Marta, Mirtha, Nilda, Norma… y así hasta acabar con su agenda tan ordenada como completa: todas ellas tenían el cuello de la mujer del cuadro.
Aquella piel en cambio, la de… Adela (Carlos apenas se atreve a decir su nombre, por un miedo supersticioso, como supersticioso es evitar mirar atrás: la estatua de sal), la piel de Adela no tenía más extensión que el microscópico sendero que marcan los besos. Y son tan diminutos los ojos del amor que jamás se detienen ante una arruga o una imperfección, son tan miopes que serían capaces de adorar una peca sólo porque es de ella.
Ella no es miope. Adela hace años que ha renunciado a pertenecer al club de los amantes complacientes, que en las mujeres tiene otros estatutos que en los clubes masculinos. Para las chicas, las reglas de oro son los jadeos fingidos y las palabras procaces inteligentemente utilizadas con el fin de aumentar la temperatura amorosa en el momento adecuado. El lenguaje de la pasión está siempre haciendo equilibrios en el alambre: mencionar el coño vale; chocho, nunca; polla, ok; picha, antes muerta… reglas infalibles; fingimientos más certeros que las verdades, pero hay que saber hacerlo, cuándo decirlos, cómo modular la voz o impostarla, pues en las obscenidades, como en los alimentos, hay afrodisíacos, pero también vomitivos.
Adela lo sabe todo, aunque hace tiempo que no usa estas artes, ni con amores pasajeros, y menos aún con el muchacho. Sin embargo, a pesar de que ella se considera una actriz tan veterana que se puede permitir el lujo de concentrarse en el placer de sentir sin preocuparse de fingimientos, los caminos que recorren sus besos sobre el cuerpo de Carlos no le parecen nuevos. Es como si sus manos hubieran explorado antes, hace muchos años, ese mismo territorio; qué tontería, qué sensación absurda, pero por primera vez en mucho tiempo, siente que no controla lo que le está sucediendo. ¿Cómo es posible que le ocurra semejante cosa a ella, que es experta en amantes, en amores pasajeros de todo tipo para matar la soledad?
El nombre de su hermana, Soledad, se ha deslizado de forma tan imprevista en sus pensamientos que Adela se sobresalta.
– ¿Qué te pasa, estás bien?
– Claro, ven, bésame de nuevo.
Pero ya ni los besos logran difuminar del todo ese nombre ligado a una historia que ella pretende olvidar. Y ahora, abrazándolo con fuerza, Adela intenta usar con Carlos el mismo método que durante años le ha resultado tan útil. Lo ha probado con éxito desde aquel día desgraciado en que murió su hermana: la mejor manera de olvidar unas caricias culpables es ahogarlas en miles de otras caricias, porque para olvidar un pecado, lo mejor es despojarlo de todo contenido, cometiéndolo mil veces. Y eso es lo que Adela ha hecho durante estos años, amar a muchos cuerpos para olvidar a uno solo.
Por un momento la treta vuelve a funcionar. Adela sonríe: una vez más ha conjurado el peligro, y se siente una mujer muy sabia hasta que la acomete esa extraña y conocida sensación en los pulgares.
Por el picor de mis dedos sé que se avecina algo perverso -piensa de pronto-. Todo esto lo he vivido ya, conozco este cuerpo, estoy segura de haber amado antes esta piel… Vamos, Adela -se reprocha-. Lo único perverso de toda esta historia es que te estás enamorando de un muchacho de veintiún años. No lo hagas. Disfruta y calla, podrás amarlo mañana, también el viernes y quizá una tercera o cuarta vez, pero no pienses más allá; lo sabes de sobra, querida: los sueños existen, sí, pero sólo a condición de que no se intente convertirlos en realidad. La habitación 505 es perfecta mientras dure, dos, tres, cuatro días, incluso muchos más, piénsalo bien; podrías disfrutar de meses de amor siempre y cuando…
Siempre y cuando -se ordena a sí misma- seas inteligente y, sin perder un minuto, en el momento en que este muchacho se marche, llames a La Morera y el Muérdago para que cancelen irrevocablemente la organización de la fiesta; jura que lo harás.
Adela besa, Adela se deja abrazar por las manos, el cuerpo y, lo que es aún más delicioso, se deja abrazar por el olor dulce de esa joven piel.
En cuanto Carlos se vaya cogerás el teléfono para cambiar todos los planes. Pretender pasar un fin de semana en una casa llena de invitados con él es completamente estúpido, a quién se le ocurre; sólo una mujer ilusa intentaría vivir la pasión fuera de estas cuatro paredes, carpe diem, besa y no pienses, ama y olvida, Adela; los sueños se disuelven en contacto con la realidad. Disfruta ahora y paga luego renunciando a verle fuera de aquí, llama a ese cocinero sin falta.
Y tal como lo había planeado, dos horas más tarde, cuando la habitación del hotel Fénix se queda vacía, cuando el amor da paso a la sensatez, Adela se sienta sobre la cama aún deshecha para marcar el número.
– ¿Hablo con La Morera y el Muérdago? ¿El señor Chaffino, por favor…? Encantada de conocerle, aunque sea por teléfono, soy la señora Teldi… Eso es, lo ha entendido usted muy bien, es Teldi, con te de Teresa. Verá, pasé por su establecimiento el otro día para contratar un servicio y, como usted no estaba, hablé con su ayudante, ¿le ha dicho lo que quería…? Bien, bien, pero ahora lo llamo porque he cambiado de opinión… (Adela pasea la mano por las sábanas y cierra fuertemente los ojos, cuando lo que intenta en realidad es cerrar otros sentidos mucho más tozudos. Tramposas, tramposas las sábanas de la habitación 505 que conservan intacto el olor de la piel de Carlos, aún más delicioso que cuando él está presente, Dios mío, el perfume de la ausencia es siempre más peligroso que el de los cuerpos a los que pertenece.)Adela quiere encender un cigarrillo para no sentir ya ese perfume, pero algo se lo impide.
– … ¿Cómo? Sí, perdone, aún estoy aquí, señor Chaffino, quería decirle que… (Ahora la mano se aventura un poco más lejos, sus dedos buscan y encuentran en las sábanas olvidadas tibiezas: cuidado Adela, por un hueco vacío en la cama se han cometido tantas imbecilidades… mujeres románticas, mujeres inexpertas que no conocen las reglas del juego.)
– ¿Me oye usted, señor Chaffino? Perdone, estaba pensando… Verá, lo llamo porque… (no lo hagas, Adela, no lo hagas). En realidad lo llamo… para confirmar lo que hablamos -se traiciona Adela, porque la forma del cuerpo de Carlos está aún en las sábanas: no hace ni diez minutos que él se ha ido; y Adela todavía siente en sus labios el beso de «Hasta mañana, amor»… como también siente aquel inexplicable picor en los pulgares que advierte: by the pricking of my thumbs something wicked this way comes.
– Sí, sí, eso es, todo sigue en pie… sólo que en vez de un fin de semana, lo dejaremos en una única cena el sábado por la noche. (Eres una cobarde, eso no arregla nada, ¿qué diferencia hay entre que venga un día o un fin de semana?) ¿De acuerdo entonces? Mañana lo llamo para concretar detalles, ¿le parece bien? (Has perdido. Te han vencido. Estás cometiendo la misma torpeza que todas esas mujeres estúpidas de las que tanto te ríes.)
– Eso es, está decidido. Dígame, señor Chaffino, ¿usted y sus ayudantes, cómo prefieren viajar hasta allí?… Perfecto, perfecto, le mandaré un cheque. Será sólo un día de fiesta, pero qué gran día.
Tercera entrega: Los sorbetes y otros postres helados
Madrid, 25 de marzo de…
Querido Antonio:
Te lo dije. ¡Te lo dije! Sucedió lo que yo vaticinaba: han aparecido los Teldi. No lo vas a creer, pero el mismo día en que te escribí mi carta anterior, la propia Adela Teldi llamó a mi establecimiento; quiere que la ayude a organizar una fiesta en su casa del sur, que se llama Las Lilas. Al principio iba a ser un fin de semana completo con muchos invitados viviendo en la casa, comidas, cenas y desayunos, etcétera, ya te imaginas, pero al final se ha quedado sólo en una gran fiesta el sábado. No importa. Será menos dinero, pero lo increíble es que se ha cumplido mi corazonada.
¿Qué querrá decir todo esto? Bueno, en todo caso, esta casualidad te beneficia: ahora puedo mandarte la dirección de los Teldi tal como me pedías (la de Madrid es fácil, se hospedan en el Palace), y también te anoto la de su casa de Las Lilas, por si prefieres escribirles ahí. Y ahora vamos a lo nuestro porque, a pesar de tantas coincidencias y sorpresas, no conviene desatender los temas profesionales.
Prepárate a disfrutar con las delicias que te mando en esta carta. Se trata de los mejores trucos para hacer sorbetes, los reyes de los postres fríos. Pero antes de empezar con mis pequeñas infamias, un ruego.
Es lógico, Antonio, que yo te escriba cartas, puesto que van acompañadas de recetas, pero creo que sería más práctico si, a partir de ahora, tú me contestaras por teléfono. Naturalmente lo haremos a cobro revertido, faltaría más. Espero que no te entristezca lo que voy a decirte, amigo mío, pero apenas entiendo tu letra. Además, como siempre utilizas tinta verde, tu escritura se parece… se parece a una triste hilera de cotorras sobre un alambre. Incluso hay partes enteras que apenas consigo leer; por ejemplo, un párrafo en el que me confiesas un viejo secreto relacionado con Teldi, algo que, según creí entender, está vinculado con los desapareados en Argentina, y no sé qué más; lo cierto es que esa parte de tu carta casi no se entiende, aunque mañana durante el viaje te prometo descifrarla en su totalidad. Pero sea lo que sea lo que tengas que decirle a Teldi, te recomiendo que lo hagas esmerándote en la escritura: la gente no tiene paciencia para leer tres o cuatro folios de letra difícil y verde; se aburre en seguida, es el mal de nuestro tiempo, Antonio: todo el mundo se aburre.
Todos menos yo, debo decir. Éstos son mis planes inmediatos: me marcho a Málaga para organizarle a los Teldi la gran fiesta con un grupo de coleccionistas a los que quieren agasajar no sé con qué motivo. Ya te iré contando cómo se suceden las cosas, pues estoy seguro de que será interesante; me encantan las reuniones con la casa llena de gente diversa: ocurren tantos imprevistos. Para que me ayuden, me llevo a Chloe, la muchachita de la que te hablé en mi primera carta, que es bastante buena sirviendo la mesa, luego a Karel Pligh y a Carlos Garda. Los tres han trabajado antes en este tipo de cenas en el campo y yo no tendré que preocuparme de nada más que de la comida y de mis amados postres. Creo que incluso voy a inventar uno especial para la ocasión, algún sorbet surprise digno de los Teldi: frío, caro y muy vistoso, ¿qué te parece?
Y hablando de postres: aquí van mis dos trucos secretos de la semana que, esta vez, tratan de los sorbetes y los helados. Pero antes, acuérdate de lo que te he dicho: cuida más tu caligrafía, querido Reig… Por cierto: ¿no estarás pensando en hacerle algún chantaje a Teldi, verdad? Hay que tener cuidado con esas cosas. Si no es mucha indiscreción, me gustaría que me contaras qué te propones, ¿somos amigos, no?
Ahora sí: allá van mis dos infamias de la semana.
Truco del maestro Paul Bocuse
para mejorar la consistencia de un sorbete de mango
Para que no falle la textura de un sorbete de frutas, y en especial el de mango, es necesario tener a mano un ramo de caléndulas, o mejor dos ramos; procédase así…
La rotonda del hotel Palace ha sido fotografiada infinidad de veces como fondo sereno y respetuoso en reportajes periodísticos con personajes de lo más diversos. Sus alfombras de la Real Fábrica de Tapices han amortiguado los pasos gatunos de Julián Barnes camino de la butaca adecuada donde posar enseñando unos caros mocasines franceses. Las kentias del vestíbulo han servido para que Latoya Jackson ensayara posturas tan originales como asomar solamente el óvalo de su blanquísima cara entre las ramas, apareciendo así como una medusa de Versace. Y deportistas famosos, y actores que han hecho leyenda. También intelectuales de izquierdas y políticos de derechas (siempre moderados): todos han elegido en alguna ocasión ese acogedor vientre luminoso y único entre los hoteles madrileños, no sólo para salir más favorecidos en la foto, sino también porque los ambientes hablan por sí solos, y esta famosa rotonda añade a la personalidad de los fotografiados el siguiente mensaje mudo: tomen nota, señores, de que soy una persona a la que le gusta el lujo pero no la ostentación; el confort, pero siempre que incluya un toque de bien imitada decadencia. Venero la vertiente intelectual de la vida, es cierto, pero ah, la sensibilidad artística debe tener, necesariamente, una imperceptible pincelada de sofisticación, la justa, la equilibrada, la perfecta.
El ambiente único de la rotonda del Palace se expresa así, o al menos eso opina Ernesto Teldi, y he aquí la razón por la que ha citado en ella al fotógrafo y a la corresponsal de Mecenas de las Artes, una revista especializada que reciben cerca de 350 000 suscriptores o entidades muy escogidos en toda Europa; una publicación prestigiosa que hace meses que le solicita una entrevista «de tono profesional, pero con un toque humano, el lado tierno de los triunfadores, algo de mucha altura, en la línea de la revista Fortune, usted ya me entiende».
Hace rato que Teldi espera a la señorita Ramos y a su fotógrafo; y como en un escenario preparado al efecto, sobre la mesita que hay frente a él pueden verse los restos de un desayuno frugal: zumo de pomelo, una taza de té y algunas migas presumiblemente de tostada, mientras su dueño hojea el Financial Times; sólo las páginas de arte, naturalmente.
– Buenos días, señorita Ramos, Agustina Ramos, ¿verdad? -beso para ella, apretón de mano con palmadita en la espalda para el fotógrafo-. Permítame que me presente, soy Ernesto Teldi -añade con ese aire entre la camaradería y la distancia, que sabe es tan apreciado por los periodistas de élite, en especial por las señoritas Ramos de este mundo, que son, por lo general, muy cultas, en ocasiones zurdas, a veces bizcas, lo que les confiere una leve originalidad que el resto de su aspecto les niega. Suelen ser además, con asombrosa frecuencia, hijas, sobrinas o parientes muy cercanas de algún pintor ignoto o injustamente olvidado, pero de enorme talento (cuánta incultura hay en este mundo), razones todas éstas por las que las señoritas Ramos se consideran mujeres poco afortunadas, conscientes de que su inteligencia está siendo miserablemente malgastada en una revista carísima pero pseudointelectual, como Mecenas de las Artes, y, sobre todo, muy pero que muy molestas por tener que ir a todas partes con Chema.
Chema suele ser el fotógrafo. Mucho más joven que la señorita Ramos y con la imperdonable costumbre de mascar chicle y vestir de una manera muy poco artística: una funesta combinación de nikis a rayas con pantalones a cuadros que, a pesar de demostrar su mal gusto, no le impide sacar fotos espléndidas, tanto, que suelen eclipsar los siempre brillantes textos de la señorita Ramos, que en esta ocasión no piensa dejarse eclipsar de ninguna manera, por lo que ha preparado para Teldi una batería de preguntas incisivas (a veces acidas, incluso impertinentes) pero siempre sólidamente documentadas: intelecto y pimienta a partes iguales, he ahí la receta infalible, piensa Ramos, ya verán sus imbéciles jefes en la revista Mecenas… lo que es una entrevista de primera.
– Buenos días, señor Teldi.
La señorita Agustina Ramos se ha hundido hasta casi desaparecer en uno de los enormes sofás tapizados en un tono lacre, muy cómodos sin duda, pero demasiado envolventes para alguien de pequeñas dimensiones como ella, lo cual no impide que prepare la grabadora.
– Uno-dos-tres, probando -dice, para luego añadir, a modo de referencia-: Entrevista a Ernesto Teldi, marchante y gran coleccionista hispano-argentino de arte.
– Yo diría más bien completamente hispano -puntualiza Teldi, con un acento americanizado que parece desmentirle-. Muchos piensan que soy argentino porque he vivido media vida en Buenos Aires y además tengo un apellido que suena a italiano, pero le aseguro que soy español por los cuatro costados.
A la señorita Ramos no le gustan las interrupciones, son una lata: la obligan a parar y rebobinar la cinta. Además, la puntualización es del todo innecesaria. Ella ha preparado a fondo la entrevista, sabe de sobra que Teldi era un joven madrileño con poco dinero y muchas ambiciones, que allá a finales de los años sesenta -y en contra de la opinión de todos- decidió abandonar un empleo seguro, para probar suerte en Argentina. La época no parecía la adecuada, los tiempos gloriosos de aquel país quedaban ya muy lejanos, pero a pesar de todo, Teldi logró hacer una fortuna, especialmente en los años sesenta y ochenta, comprando gran cantidad de obras de arte, que adquiría a un precio ínfimo, comparado con la cotización que luego alcanzaban en Europa: Sorollas, Gutiérrez Solanas, Rusiñoles, Zuloagas, incluso a veces pequeños Monets, Bonnards o Renoirs, magníficas piezas llegadas a la Buenos Aires de principios de siglo. Gracias a aquellos aciertos, Teldi es ahora un hombre de éxito, un profesional respetado, además de haberse convertido más recientemente en un generoso mecenas, todo lo cual lo hace el personaje ideal para la revista de arte con la que ella tiene la desgracia de colaborar, que sólo sabe hablar de ricos y de talentos consagrados por los dólares de quién sabe qué pandilla de analfabetos. Existen, sin embargo, ciertos puntos oscuros en la biografía de todo gran hombre -también en la de Teldi-, y la señorita Ramos piensa incidir sobre ellos, aunque vaya en contra de la política de sus jefes, intonsos infumables, ya verán lo que es una buena entrevista de arte. Pero aun así, antes de meterle el dedo en la llaga a su entrevistado…
– Dígame señor Teldi, ¿qué es para usted el arte, ocio o negocio? -pregunta la señorita, porque esta original pregunta es preceptiva para todos los entrevistados de Mecenas de las Artes.
Vaya chuminada, piensa Ramos, maldiciendo mentalmente al señor Janeiro, promotor y dueño de la revista millonada, y dueño también de una cadena de zapaterías que le permiten dedicarse a humillar a personas serias como la señorita Ramos, que se ven obligadas a plantear tales preguntas estúpidas: ¿ocio o negocio?
Teldi se ha recostado en su butaca. A él también le parece una majadería la pregunta: todo el mundo sabe que hoy en día el arte tiene mucho más de negocio que de otra cosa pero aun así responde adecuadamente.
– Ni ocio ni negocio, por supuesto. El arte es un placer estético, un bien para la humanidad; es lo que nos aleja de los animales, y nos acerca a los dioses.
Bien, piensa Ramos. Una vez cumplido el requisito indispensable, ya puede atacar a fondo: saca una libre tita en la que ha tenido la paciencia de apuntar todos los datos y fechas importantes de la vida de Teldi. «Mírame Teldi -se dice-, prepárate, allá va el primer Exocet.» Y comienza a formular una pregunta muy comprometedora, salpicada de inteligente vitriolo y sin embargo… Sin embargo, antes de enunciarla del todo, su concentración se ve perturbada por dos sonidos. El primero proviene de las mandíbulas del fotógrafo, que masca chicle acompasando el segundo sonido: clac, clac, clac, CLAC, mientras Chema evoluciona alrededor de Teldi disparando foto tras foto, cosa que siempre revienta a la señorita Ramos, pero no puede quejarse: el director de Mecenas de las Artes es partidario de que las fotos se realicen durante la charla «para darle movimiento y veracidad al reportaje, Ramos, usted no entiende nada, no se da cuenta de que la imagen es fundamental en el mundo moderno, un gesto vale más que mil palabras. Ramos, haga el favor de no rechistar».
Y Ramos no rechista ni siquiera cuando Chema se interpone entre ella y el entrevistado para inmortalizar la peculiar forma en que Teldi se acaricia la barbilla al responder a la peligrosa pregunta que la señorita dejó inconclusa.
– No, no. Se equivoca usted, querida. Le aseguro que la facilidad de comprar cuadros en aquellos años no tiene nada que ver con el problema político de Argentina en los setenta, nada que ver con la represión militar ni con los atroces crímenes de los milicos. El boom artístico es anterior a aquella época. Comprenderá usted que siendo como soy desde hace años miembro de una comisión investigadora de la UN… -Yu-En, dice Teldi, tal como se pronuncia Naciones Unidas en inglés, para dar un tono más cosmopolita a su labor humanitaria-. Soy miembro, ya le digo, de una organización investigadora sobre derechos humanos, y por tanto, jamás habría aprovechado esa coyuntura tan desgraciada para…
– Para hacerse rico a costa de las pobres familias que, aparte de otros terribles sufrimientos, vieron además devaluados sus bienes durante la dictadura militar.
– Muy cierto, querida -la interrumpe Teldi, que sabe que con este tipo de viragos lo mejor es ponerse al frente de la manifestación y cuanto antes mejor para ganarles la mano-, ésa es la razón por la que creamos la AFAVTE, la Asociación Filantrópica de Ayuda a las Víctimas del Terrorismo de Estado; es público y notorio que yo soy uno de los fundadores, y a costa de un gran riesgo personal, créame. Recuerde que hablamos de los años 76 al 83, y aquéllos no eran tiempos para hacerse el héroe, se lo aseguro.
La mira. Los ojos suaves del filántropo parecen posarse, tan tiernos, en los tobillos de la señorita Ramos, que son la parte más agraciada de su anatomía, «bonitos tobillos», dicen esos ojos, y la señorita Ramos casi sonríe, pues no es del todo inmune a los ojos masculinos, sobre todo si pertenecen a un connaisseur. Aun así -el deber antes que nada- logra continuar con la misma inquisidora firmeza de antes:
– Ya, ya, tal vez no fueran tiempos propicios para hacerse el héroe, pero sí muy rico con la situación tal como estaba. Era la época del terrorismo de Estado, le recuerdo. ¿Cuál es su secreto?
– No hay secreto -responde Teldi (la mirada ha descendido de los tobillos a los zapatitos de la señorita Ramos, que siente deseos de retirarlos de la vista, no vayan los galantes ojos a descubrir que parecen caros, pero son de imitación) -. Verá usted, Agustina (qué bien suena su nombre de pila en los labios de un hombre como éste), el único secreto que existe para salir adelante en épocas tan terribles como esa de la que hablamos es mucho trabajo y gran desprecio por los milicos. ¿Pero estamos aquí para hablar de arte puro y no de política, verdad querida? Tal vez deberíamos centrar un poco el hilo de la conversación.
En ese momento Chema aprovecha la vehemencia puesta en la palabra hilo para atrapar al vuelo una imagen enfática de Teldi, una expresión tan rotunda y mayestática que, de pronto, hace exclamar por lo bajo a una señora que desayuna dos mesas más allá un «oh» acompañado de un codazo a las costillas de su marido.
– Mira, Alfredo, ¡un famoso! -dice la señora vecina-, fíjate, allá, a la izquierda, ¿no es ése Agnelli, el dueño de la Maserati? ¡Pero si parece un cardenal florentino!
Y el marido, enteradísimo, contesta que Agnelli nunca ha sido dueño de la Maserati, sino de la multinacional Olivetti, so burra, mientras Chema dispara más flashes y la señorita Agustina Ramos hace un gran esfuerzo por estrechar el cerco en torno a Teldi con sus afiladas preguntas.
– Está bien, es cierto, a usted jamás se lo ha podido relacionar con los militares, y eso habla a su favor, pues hubiera sido algo imperdonable. Volvamos entonces al arte y sólo al arte, pero sintiéndolo mucho, en torno a este tema también se han tejido algunas leyendas sobre su fortuna. ¿Es cierto, por ejemplo, que en una ocasión compró a un caballero, que más tarde acabaría suicidándose acuciado por las deudas, un magnífico Monet por una cantidad irrisoria para luego venderlo por veinte veces su valor?
– Sí -dice Teldi con una sonrisa encantadora-, el dato económico es correcto, pero el resto de la novela dista un poco de la verdad. El dueño del Monet no sólo vive, sino que es hoy un gran amigo y uno de los hombres más ricos del Cono Sur. Me precio de ayudar a los demás para que ellos me ayuden a mí, ¿tiene eso algo de censurable, Agustina?
A la señorita Ramos cada vez le parece menos censurable el señor Teldi. Sobre todo cuando sus ojos la miran, cosa que ocurre con poca frecuencia, sólo la necesaria para hacerse desear. En realidad, ella, que se precia de conocer a las personas con una intuición infalible, cada vez considera más admirable la actitud de ese hombre atractivo que, a pesar de sus preguntas mordaces, sonríe siempre, e incluso una vez (sólo una, Dios mío) ha alargado su mano derecha hacia el sofá en el que ella se encuentra, aunque no ha llegado a tocarla: todo un caballero, no hay duda. Vuelve a mirarla. La señorita Ramos cree derretirse y corre peligro de acabar como una mancha en el sofá color lacre, Dios mío, ninguna cámara logrará captar jamás el aura de este mecenas, de este filántropo exquisito. Además, se convence la señorita, por mucho que ella quiera ser mordaz, como es su obligación, los hechos cantan: allí está Teldi, detallando en qué ha invertido gran parte del dinero ganado honradamente gracias a su pasión por el arte.
– En dos escuelas para niños abandonados, sabes querida (y qué maravilloso suena ese tuteo y ese «querida»); también en becas para las personas de talento, y no sólo pintores sino también músicos, escritores; el arte lo merece todo, hay que devolver lo que la vida nos da, ¿no crees?
Y la señorita Ramos cree todo lo que diga ese hombre tan sensible, qué prodigio de sencillez y cuánta verdad hay en sus palabras.
– Ya lo tengo -dice la señora del hombre llamado Alfredo dos sofás más allá-. El fulano ese no es Agnelli. Es un actor. ¿Cómo se llama…? ¿Anthony Hopkins? ¿Sean Connery? No, no estoy segura, este señor tiene bigote y pelo canoso, pero vamos, que es del escenario no me cabe la menor duda, los actores actúan hasta en la vida real y quedan tan naturales, ¿no crees, Alfredo?
Pero Alfredo no cree nada. Le importa un pito. Es cierto que los hombres con aire distinguido y pelo cano fascinan a las mujeres, pero en cambio resultan muy poco atractivos para los maridos, sobre todo si éstos son calvos. Además, Alfredo no alcanza a oír la conversación, aunque está seguro de que el tipo no es Sean Connery, así como está seguro de que esa pobre chica, la entrevistadora, está cayendo en el mismo trance hipnótico que su mujer. Para mí que es sólo un estafador de poca monta -piensa Alfredo-, pero sólo dice:
– Vamos, Matilde.
– Bueno, bueno, no sólo quiero que hablemos de Arte con mayúsculas -le dice Teldi a la señorita Ramos en ese mismo momento-. Está muy bien hablar de Monet y congratularse por ser el afortunado poseedor de tantas maravillas, pero hay otras cosas en la vida que me dan mucho más placer, y que creo que puedo contárselas a alguien como tú. Te voy a hacer una confidencia, querida. Primero apaga la grabadora, esto no le interesa a una revista como Mecenas… aunque reparta trescientos cincuenta mil ejemplares entre… Mercenarios del Arte debería llamarse y no Mecenas, ¿estás de acuerdo?
La señorita Agustina no puede estar más de acuerdo. Apaga. Mira luego a Chema por ver si un intruso como él no entorpecerá la confidencia; pero Chema, que ha terminado con las fotos, masca chicle unos diez metros más allá, mientras inspecciona un fotómetro.
– Es una pequeña tontería, lo sé, pero disfruto tanto con estas cosas. Verás, sé que a ti te va a hacer gracia. Supongo que los grandes filántropos a los que entrevistas te contarán cómo son sus relaciones con otros mecenas, cómo se reúnen a hablar de los objetos que adquieren y organizan una fiesta sólo para que sus amigos y rivales admiren por ejemplo una virgen bizantina que acaban de comprar a un marchante especializado en sacar cosas de los países del Este; ya te imaginas, todos unos tramposos. No es que yo no me preste de vez en cuando a este tipo de pantomimas; al contrario, voy a sus cócteles y hago negocios con ellos, pero los que realmente me gustan son los enamorados del Arte con mayúsculas, querida, y cuando digo con mayúsculas, no me refiero a lo caro, sino a lo raro. Si tú supieras lo que estoy preparando para la semana que viene…
Si yo pudiera saber cosas de ti, Ernesto Teldi -piensa Ramos-, estaría dispuesta a olvidarme del mercenario Mecenas, también de las entrevistas incisivas y de todas esas informaciones turbias que gente desaprensiva se dedica a inventar sobre ti, y no son más que calumnias que se vierten sobre las personas verdaderamente formidables, si yo pudiera, si yo supiera… Todo esto piensa Ramos, aunque un prurito profesional hace que, al menos por fuera, mantenga aún el aspecto de una periodista inaccesible. Resiste, Agustina -se dice, como si sus reparos fueran las murallas de Zaragoza en 1808-; resiste siempre. Pero esta Agustina tiene la pólvora húmeda.
– Mira, estoy organizando una pequeña reunión para dentro de unos días, y tienes que venir -le pide entonces Teldi, como si la idea se le hubiera ocurrido de pronto y no se tratara de un método para neutralizar a un loro, o más bien cacatúa, llena de ínfulas artísticas y peligrosas preguntas sobre su pasado argentino-. Yo soy del pueblo y me gusta volver al pueblo. Verás, te explico: se me ha ocurrido reunir en mi casa de campo a un grupo de coleccionistas. Pero no de grandes coleccionistas, nada de acaparadores de Picassos y ricos estúpidos que coleccionan primeras ediciones de Hamlet sin haber pasado de la primera página, aunque eso sí, citan con mucha frecuencia To be or not to be sin conocer como tú y como yo ese maravilloso párrafo que dice: «¿Quién querría llevar tan duras cargas, gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa…?» etcétera…, en fin, tú ya me entiendes, gentes que no aman el arte sino la posesión; todo lo contrario que mis invitados.
Entonces Ernesto Teldi pasó a seducir a la señorita Ramos (o, lo que es lo mismo, a los 350 000 ejemplares de su revista que van a parar a las manos de toda la gente más interesada en el negocio de los cuadros) con una de sus originales ideas.
– Una idea que, por supuesto, no quiero ver reproducida en Mecenas. Para esos mercenarios del arte sólo reservaremos la parte políticamente correcta de mi personalidad, ya sabes, tú les cuentas cómo desarrollo mi trabajo de mecenazgo, mis esfuerzos para que el arte llegue al mayor número de personas, mis becas para jóvenes talentos, y nada más; total, ellos no tienen sensibilidad y no se merecen otra cosa más profunda. Tú y yo, en cambio, somos distintos.
Y como para ilustrar a qué se refería, pasó inmediatamente a explicarle que le haría muchísima ilusión si se unía a ellos el fin de semana siguiente, para conocer a coleccionistas originalísimos: amantes de los soldaditos de plomo; rastreadores de los más exóticos puñales, dagas y cuchillos; amén de enamorados de las jarras de cerveza o de animales disecados o especialistas en muñecas de porcelana y en libros de fantasmas o peroles de cocina. Personas -concluyó- que realmente veneramos los objetos por encima de todo, divinos cachivaches que son el paradigma de lo que yo llamo el auténtico amor al arte.
Con prudencia, Ernesto Teldi eludió explicar que, entre tan extravagante fauna (y con la ayuda que le proporcionaban los alcoholes de su bodega), a menudo lograba adquirir, a muy buen precio, piezas rarísimas que pocas veces salían al mercado; pero la señorita no tenía por qué conocer estos insignificantes detalles. Lo que una persona de la sensibilidad plástica de la señorita no dejaría de reconocer, era su generosa iniciativa de reunir a verdaderos entendidos, a gentes de lo más dispar en el más artístico y sensible ambiente, muy lejos de todo esnobismo y afán mercantilista.
– Y tú podrías venir si te apetece -le insiste.
Y la señorita Agustina piensa que la vida es muy injusta. Aún hundida en el sofá color lacre, la envolvente tibieza de aquellos almohadones hace que imagine, por un segundo, cómo sería una reunión en compañía tan interesante. Lejos de pintores consagrados pero insoportables, de ricachones incultos que no saben distinguir un Monet de un Manet y de toda esa plebe que forma el ambiente del Mecenas de las Artes. La sensibilidad artística en estado puro -piensa-, mientras admira las bellas manos de Ernesto Teldi, que otra vez se han aventurado hasta el brazo del sofá; su dueño la mira esperando una respuesta.
– ¿Ybien, Agustina? ¿Y bien, querida señorita Ramos?
La vida es en verdad injusta. Agustina, la querida señorita Ramos, daría cualquier cosa por decir que sí, pero para su desgracia, en esas fechas tiene que estar en la otra punta del mundo entrevistando a un coleccionista japonés dueño de un Van Gogh que muchos sospechan que puede ser falso. Ya vería ese tramposo las preguntas que pensaba hacerle, las peores que se le ocurrieran. Una aburrida cita en Japón en vez de una fiesta en casa de Teldi; nunca he sido una mujer afortunada -piensa-, nunca lo he sido.
– Cuánto, pero cuánto lo siento -dice Teldi, que ha elegido este momento psicológico para dar por terminada la entrevista-. La echaré de menos, pero no se olvide, querida, ni una palabra de nuestro secreto. La gente es tan pequeña -añade-, parece mentira, sólo les interesa saber cuánto dinero doy a los jóvenes talentos y cuánto me gasto en mis labores de mecenazgo. Mercantilismo, nada más que mercantilismo, pero démosles lo que piden, ¿no crees, querida?
Agustina se despide. Él le besa la mano, la misma que escribirá para el Mecenas de las Artes un aburridísimo pero elogioso y convencional perfil de Ernesto Teldi, el hombre que, en pocos años, ha llegado a convertirse en un filántropo de reconocimiento internacional.
– Es usted un ser humano extraordinario, señor Teldi -le dice, mientras él, con un guiño acariciador que casi parece un beso, la despide.
– Adiós, Agustina, nos volveremos a ver.
Y mientras el cerebro de la señorita Ramos, camino de la puerta, grita ¡¿cuándo?!, ¡cuándo!, y mientras Ernesto Teldi vuelve a sentarse con un suspiro de alivio como quien recupera el aliento tras una carrera de obstáculos, ocurren dos hechos casi simultáneos.
– Ya me acuerdo de quién es ese tipo. Es el actor que hacía de caníbal en El silencio de los corderos -exclama la señora del sofá vecino-. ¿Tú crees, Alfredo, que le importará si le pido un autógrafo?
– Señor Teldi -dice un botones salido de quién sabe dónde, con el sigilo propio de su oficio-: ha llegado una carta para usted, acaban de traerla.
La señora de Alfredo se va acercando a Teldi; muy pronto podrá oír su voz. También su marido podrá oírla.
– ¡Carajo! -exclama Teldi, y se levanta demasiado bruscamente al ver el sobre que le tiende el botones: es la segunda carta de estas características que recibe en veinticuatro horas. Ambas escritas con letra difícil y en tinta verde, de modo que las líneas parecen una hilera de cotorras sobre un alambre.
– ¿Has oído lo que ha dicho, Matilde? -dice el caballero llamado Alfredo a su mujer.
– ¿Ves? Ya te advertí que éste no podía ser un actor de Hollywood.
Ernesto Teldi no logra descifrar la firma que hay al pie de la carta, pero una parte del texto, escrito en mayúsculas, es lo suficientemente claro como para identificar cinco palabras que ya figuraban en la carta anterior: «Teniente Minelli…» «Aeropuerto de Don Torcuata», y luego, garabateado en una letra burda que casi parece una carcajada, puede leerse: «¿Recuerdas, Teldi?»