TERCERA PARTE

LA NOCHE ANTES DE LA PARTIDA

Otros más lejos se sientan

En una retirada colina, e invadidos

De más altos pensamientos, razonan

Sobre la providencia, la presciencia

La voluntad y el hado, el destino

Inmutable, la libre voluntad

La presciencia absoluta, y no encuentran

Salida, perdidos en tortuosos laberintos.

Milton, Paraíso perdido, libro II


NOTA DEL EDITOR:


La receta que el lector encontrará a continuación es la última que Néstor Chaffino envió a su amigo Antonio Reig. Él pensaba que después de su viaje a casa de los Teldi reanudaría los envíos. Como bien sabemos, ya no habría más cartas; el destino ha querido que tan interesante obra quedara irremediablemente inconclusa. El capítulo dedicado a los petit fours tiene fecha 27 de marzo; por tanto, está escrito el día antes de la partida y, como siempre ocurre en las notas de Néstor, a veces se ven interrumpidas para contar algunas novedades.


PEQUEÑAS INFAMIAS

Cuarta entrega: Los petit fours de sobremesa


Uno de de momentos más deliciosos de una buena comida es la llegada de esos pequeños manjares de sobremesa que suelen servirse con el café. Trufas de chocolate, guindas caramelizadas, tejas con o sin almendra, milhojas de naranjas confitadas…; no existe un broche más apropiado para un menú que estos deliciosos bocados, que como en seguida descubriremos, también tienen su secreto, su pequeña infamia. Por ejemplo, la de los diminutos suflés del maestro Lucas Cartón; he aquí la receta:


(…) pero antes, querido Antonio, permíteme un inciso que te prometo breve. ¿Recuerdas que en mi última carta te contaba que tenía el presentimiento de que todo en mi vida se iba ordenando y comenzaba a formar un puzzle de casualidades muy extraño? (desconcertante, diría yo, malvado, añadiría, si no fuese medio italiano y, gettatore, gettatore, contrario a despertar el malfario). Bien, pues se acabó; el determinismo acaba de romperse. Una de las predicciones de madame Longstaffe, y que por tanto debía suceder inexorablemente, ya no tendrá lugar. Me refiero a un encuentro amoroso previsto para mi ayudante Carlos García, el único culpable de que mi vida se mezclara con la de esta adivina. Como tú recordarás, acudimos a ella para conseguir un filtro que le permitiera encontrar una réplica de su mujer ideal. Bueno, pues para mi gran alivio, ha sucedido algo sorprendente: antes de terminar el tratamiento, mi amigo no sólo se ha desinteresado de los filtros amorosos, sino que se ha desinteresado también de la dama del cuadro. Según me cuenta, se ha enamorado de una mujer real -de carne y hueso y, lo que es aún más importante, con sangre en las venas- que le ha hecho olvidar todas sus pasadas fantasías. Yo no la conozco y, por más que he intentado tirarle de la lengua, de momento no consigo que me diga cómo se llama, pero intuyo que debe de ser unos años mayor que él. Quién sabe, tal vez se trate de una treintañera divorciada, no me sorprendería, son tan atractivas… En todo caso, si sientes curiosidad, en mi próxima carta podré contarte más detalles porque esta noche es muy posible que la conozca. Verás, Carlos necesita con urgencia vender la casa que ha heredado de su abuela, y me ha pedido ayuda. Yo lo he puesto en contacto con un conocido mío que se ocupa de temas inmobiliarios y dentro de un rato nos pasaremos por ahí para echarle un vistazo. Hoy, pues, conoceré la casa, veré el retrato y, seguramente, también a la novia de Carlos, porque es muy probable que esté allí en un momento tan importante para el chico. Sería lo normal, ¿no crees?

En fin, como siempre ocurre, me extiendo demasiado en mis cartas, ¿qué importan los detalles? Lo interesante es que se ha roto el conjuro que me llevaba por no sé qué camino ineludible. Se acabó el ¿determinismo? Sí, creo que así se dice cuando el destino está fijado de antemano. Pero ya ves. El filtro de madame Longstaffe no ha servido para nada y el chico se ha enamorado de otra mujer, una que no tiene nada que ver con sus vaticinios y, en consecuencia, yo me siento libre. Verdaderamente es un alivio constatar que nadie conoce el destino ni puede fijarlo, ni siquiera las brujas tramposas. Por eso estoy muy contento, amigo Reig, tanto que antes de continuar con la receta de Lucas Carton voy a confiarte otra receta aún mejor. Se trata de mi infamia más preciada. Allá va:


En 1911, el chef del Waldorf Astoria de Nueva York descubrió un secreto infalible para lograr un suflé frío que tuviera todo el aspecto de uno caliente. Hoy en día uno de loe petit fours más interesantes es precisamente el suflé frío de pistacho; sus diminutas dimensiones son perfectas para…

1 NÉSTOR Y LA MUJER DEL CUADRO

– Estas pequeñas dimensiones fascinarán a mi cliente -dijo Juan Solís, el agente inmobiliario, mientras dejaba escapar un silbido de admiración-. Qué hallazgo, Néstor.


Néstor Chaffino y Carlos se miraron y luego miraron a Solís, que abría y cerraba los cajones de las cómodas, curioseaba el contenido de las cajitas de biscuit, medía las distancias con paso experto, paseaba y sopesaba, como haciendo inventario de todo. Juan Solís había roto una vieja costumbre para acompañar a Néstor y a Carlos hasta la casa de Almagro 38. Nunca, en sus veinte años de profesión, había aceptado hacer una visita en la noche de un sábado: tabú total. Los sábados los dedicaba al tai-chi, única disciplina que le permitía mantener el equilibrio emocional en tan agotadora actividad. Pero sin duda el sacrificio había valido la pena. Solís creía haber descubierto una perla y no se cansaba de repetirlo. Por eso fue elogiando una a una las virtudes del piso de Almagro 38: la altura de sus techos, lo bien orientadas que estaban las ventanas y la calidad de las maderas, hasta repetir con énfasis aquello de que «tan perfectas y diminutas dimensiones» eran ideales para su cliente.

Néstor no se quedó a escuchar quién podía ser ese cliente para el que doscientos cincuenta metros cuadrados en la calle de Almagro resultaban «unas diminutas dimensiones»: le daba igual. No obstante, mientras se alejaba del grupo, llegó a oír cómo la voz de Solís pronunciaba en un discreto, aunque intencionadamente sonoro cuchicheo, el nombre de alguien llamado Bigbagofshit.

– Un jovencísimo cantante de heavy metal -añadió el susurrador a modo de apostilla-, un monstruo, un fenómeno.

Lo será, qué duda cabe, pensó Néstor, antes de desaparecer discretamente por una puerta de la izquierda. Estaba desilusionado: Carlos había acudido a la cita solo, sin su nueva novia, de modo que esa pequeña curiosidad de Néstor se vio frustrada. Ahora podía hacer dos cosas: seguir a Carlos y a Solís de habitación en habitación, admirar la casa y hacer los comentarios pertinentes, o bien entregarse a algo más acorde con su estado de ánimo. Dejemos a Juan Solís descubriendo las inexploradas posibilidades de Almagro 38. Mientras tanto -se dijo- voy a sentarme a esperarlos en esta salita, así aprovecho para hacer unos apuntes sobre temas indispensables para el viaje de mañana.


Al encender la luz, Néstor se da cuenta de que allí no hay dónde sentarse. Los muebles de la habitación están cubiertos por sábanas, y la silueta de un gran sillón que se adivina debajo de la más polvorienta de todas ellas no parece acogedora, sino más bien la reliquia de un tiempo pasado. Entonces mira en torno y ve que se encuentra en una estancia semicircular de paredes que antaño debieron de ser amarillas. Al fondo hay una vieja chimenea y sobre el hogar, como quien se asoma al mundo a través del marco de un ventanal, descubre el retrato de la dama.

Néstor se acerca con curiosidad para ver sus facciones, ésta no puede ser otra que la muchacha de la que tanto ha oído hablar, la dama del armario… Sin embargo, la precaria economía de Carlos no permite más que una bombilla en toda la estancia; la luz es tan escasa, que el cocinero se ve obligado a abrir la puerta de par en par para que la claridad del corredor entre hasta el fondo e ilumine el retrato.


– A Bigbagofshit le va a fascinar este vestíbulo color púrpura, ¿porque este tono es púrpura, verdad chico? En tu casa no se ve un carajo -se le oye decir a Solís desde el vestíbulo.

Y es cierto. A pesar de la ayuda de la luz del corredor, Néstor tampoco ve un carajo. Busca entre sus ropas. Un cocinero, aunque no sea fumador, a veces lleva encima un mechero, o al menos cerillas; y Néstor, en efecto, encuentra en el bolsillo de su chaleco una cajita con el nombre de La Morera y el Muérdago decorada con un motivo entre floral y mágico. Un motivo muy acorde con su significado: la morera es el árbol de los gusanos de seda, y el muérdago, el talismán para encontrar tesoros escondidos. Cualquiera habría hecho un paralelismo entre estos datos y lo que está a punto de suceder, cualquiera menos Néstor, que inocentemente enciende una cerilla.


– Mi cliente querrá saber cuántos muebles se venden con la casa, chico, ten en cuenta que Bigbagofshit lo compra todo. Casi tiene tu misma edad, sabes, pero a él le salen los millones por las orejas. ¿Has oído su último éxito: Kill me with the lawnmower, chico? Es fantástico.

Solís llama a Carlos «chico» con una insistencia que se cuela una y otra vez por la puerta del saloncito amarillo. Néstor puede oír cada una de sus palabras, y son como un extraño contrapunto para lo que sucede dentro. A la luz de la cerilla, con la incierta precisión de quien no intuye que está a punto de hacer un extraño descubrimiento, el cocinero pasea la llama arriba y abajo por delante del cuadro. Así, el halo de luz ilumina primero una frente femenina, luego su pelo rubio metálico, a continuación se detiene demasiado en los azules ojos del retrato, y por eso, al reanudar su camino, la luz declina. Néstor intenta aprovechar el último fulgor para iluminar algún otro rasgo de la muchacha, llegar al menos hasta la boca, pero la llama languidece y muere, como si quisiera preservar un secreto. No hay secreto. Ya no hay ningún secreto. Mientras Néstor busca otra cerilla, juraría que esos labios burlones aprovechan la semipenumbra para modular, con una voz muy lejana en el recuerdo: «… Ah, Néstor, pero cómo, ¿usted por aquí?», o más escuetamente: «… Buenas noches, Néstor.»

La llama de la segunda cerilla rasga la oscuridad del cuarto amarillo y entonces la voz enmudece inmediatamente, igual que todos los encantamientos cuando se enfrentan con la luz. Pero al acercarse, a Néstor se le antoja que los labios aún permanecen entreabiertos, como si acabaran de hablar.

– ¿Qué hay en el cuarto de allá, ese de la puerta abierta, chico?

Es la voz de Solís, el adelantado, el descubridor de tierras ignotas, pero un ruego de Carlos lo detiene.

– Espere, señor. Dejemos esa habitación para el final. Mire, antes quiero enseñarle esta de la derecha: es un vestidor, tal vez le pueda servir de gimnasio a su cliente; creo que incluso tiene una antigua mesa de masajes.

– Perfecto, tienes suerte porque Bigbagofshit lo compra todo. Todo. Echémosle un vistazo.


Y aún una tregua para que Néstor termine de asegurarse de lo que ya está seguro: de que la muchacha rubia del retrato es Adela Teldi, la misma que él conoció con treinta y tantos años allá en Buenos Aires, la misma que protagonizó aquella pequeña infamia que él, tan imprudente, había relatado una tarde a sus ayudantes para que no le hicieran preguntas sobre el contenido de su libreta de hule llena de secretos culinarios. Néstor no necesita más datos, pero la tercera cerilla, como un notario minucioso, constata que, ocultos por la juventud, suavizados por su falta de experiencia, ahí están todos los rasgos de Adela. Su aire algo ajeno y esos mismos ojos azules que Néstor vio desmesurarse en Buenos Aires ante el cuerpo sin vida de su hermana Soledad. Incluso ahora, a la fantasiosa luz del fósforo, a Néstor le parece descubrir en ellos una mirada incrédula, idéntica a la que aquel día se cruzó con la suya después de que se descubriera el cuerpo sin vida contra las baldosas del patío. En casa de los Teldi, tres pisos en dirección al infierno, estrellada contra el suelo, Néstor, Adela y todos los allí presentes pudieron ver la cabeza de Soledad, diminuta y negra como un punto ortográfico, mientras que su cuerpo contorsionado dibujaba un estúpido signo de interrogación. Es la hermana, es la hermana menor de la señora, certificaban todos los ojos, mientras que el signo de interrogación, allá abajo, dejaba escapar una mancha oscura, primer indicio de su larga venganza sobre dos de los presentes: sobre Adela y sobre el marido infiel. Es obstinada la sangre de los suicidas, no se olvida nunca.

A medida que empiezan a encajar las casualidades, Néstor piensa en Soledad, la joven madre de Carlos, una mujer que no tiene rostro en el recuerdo del hijo. Y comprende que todo cobra sentido: la casa de Almagro 38, que un día se cerró para el padre de Carlos, la actitud distante de la abuela, los silencios de unos y otros… mientras que ese retrato, el mismo que ahora tiene delante de sus ojos, fue a parar al fondo de un armario, seguramente para que Abuela Teresa pudiera olvidar a sus dos hijas. A las dos por igual: a la muerta, para que no doliera tanto, a la viva, para no odiarla. Otra cerilla que se apaga. Néstor busca una cuarta, baja por los hombros del retrato, llega hasta las manos… ¿qué es esa esfera verde que sostienen sus dedos? Parece una joya, quizá un camafeo… Sin embargo no se detiene en su inspección, vuelve a subir la luz hasta los ojos de la mujer, y es con el último destello con el que acaba de ordenar los pocos datos inconexos que aún le faltan. Le sorprende sobre todo la ceguera de Carlos. En el cuadro, Adela no puede tener más de dieciséis o diecisiete años, Néstor la ha reconocido inmediatamente, pero es cierto que tiene sobre Carlos la ventaja de haberla visto en su juventud. En cambio, el muchacho, que atendió a Adela Teldi el otro día cuando él no estaba en la tienda, ignora quién es. Parece casi increíble que Carlos García, que la busca en todas partes, que cree adivinar sus ojos en los ojos de todas las mujeres, su cuello en tantos otros, que conoce cada rasgo y cada centímetro de su rostro, no la haya reconocido. «…Las personas son para mí solo trozos de personas, Néstor -le había dicho apenas unos días atrás, en casa de madame Longstaffe-. Sólo me fijo en pequeños detalles de sus cuerpos, que los identifican inequívocamente…» Igual que un hombre en la oscuridad alumbrándose con una diminuta cerilla -piensa Néstor, sin reparar en que eso precisamente es lo que ha hecho él para descubrir a Adela.

…Quien sólo ve segmentos de la realidad, no alcanzará a ver el cuadro completo.

– Por cierto, chico, no sé si sabes que además de Kill me with the lawnmower, mi cliente también es autor de la famosísima Eyeless in Caca. ¿Cómo? Tú no vives en este mundo, chico, aterriza. ¿De veras que no la conoces? Ha vendido dos millones de copias. Y ahora piensa, piensa en que su próximo éxito lo escribirá aquí mismo -dice la voz de Solís-. Tu casa va a ser suya, con todo lo que hay dentro.


Sí. Ojalá ese Bigbagofshit se lo lleve todo; sería lo mejor. Y Néstor, al pensarlo, se entretiene en pasar la mano por el marco del cuadro que, a diferencia de los demás objetos de la habitación, parece no juntar polvo. Que se venda de una vez la casa -se dice- con todo lo que hay dentro, porque existen espacios perversos en los que se concentran demasiadas casualidades. El piso de Almagro 38. De él habría salido, presumiblemente, el cadáver repatriado de Soledad para ocupar una tumba que Carlos nunca visitaba. De él quedó prohibida la presencia del padre de Carlos, cerrándole sus puertas; pero en cambio, Almagro 38 acaba de abrirse para que Néstor descubra otras cosas inesperadas: una historia de adulterio entre cuñados, el triste fin de Soledad, la hermana de Adela… Ya eran bastantes muecas del destino para una sola vida, y sin embargo, veinte años después, la suerte se encargaba de añadir más ironías: un muchacho que no recuerda la cara de su madre acaba enamorándose del retrato de aquella que fue la causante de su muerte. Luego la mujer aparece en su vida (sin que él la reconozca, es cierto), pero… ¿qué otras coincidencias podrían producirse? -se dice-, realmente, ya no caben más.

En ese momento, Néstor, con la mano aún sobre el marco del cuadro como si fuera el alféizar de una ventana, piensa que ahora él y la dama del retrato forman una extraña pareja en una situación falsa, cada uno a un lado de un espejo; Adela lo mira sin ver, él ve demasiado y no le gusta lo que ve. Al destino le divierten las casualidades -piensa-. Sin duda la vida está llena de ellas. Cuántas veces habrá sucedido que dos personas, unidas por un pasado común, se crucen en la calle sin conocerse… o que dos hermanos separados desde la infancia compartan un día, sin saberlo, asientos contiguos en el autobús… personas -se dice- que se encuentran y no se encuentran, casualidades increíbles, sólo que muy pocas llegan a descubrirse. Y a veces es mejor así.


Cuando Néstor vuelve a reunirse con Carlos y Solís, que ahora se disponen a inspeccionar un cuarto que hay al fondo del pasillo, ya ha decidido lo que va a hacer.


– Mire, señor, ésta es una de mis habitaciones favoritas de la casa -está diciéndole Carlos a Solís en ese mismo momento-. Ya sé que no es muy bonita, pero ¿ve ese armario? Allí jugaba de niño, está lleno de cachivaches. Aún quedan cosas dentro. Al heredar la casa sólo me preocupé de rescatar de él un retrato de mujer que me gusta mucho.


Y allí has de volver, Adela Teldi, tú o, mejor dicho, tu historia -piensa Néstor-, porque ahora sabe que las casualidades, por muy terribles que sean, no llegan a convertirse en coincidencias a menos que haya un testigo externo que las ponga de manifiesto. Silencio, prudencia, ésa ha sido siempre la política que ha marcado su profesión, una forma de actuar que considera muy beneficiosa para alguien que conoce los entresijos de tantas vidas. La mayoría de las burlas del destino que se producen en esta vida -piensa- pasan inadvertidas, y ésta también. Por eso, Adela Teldi, tu historia no saldrá de esta casa. Aquí te quedarás, querida mía, igual que si aún estuvieras encerrada en el armario con tu pequeña infamia de consecuencias imprevisibles, con tu parentesco de tragedia griega, con tu escándalo de folletín, porque yo así lo quiero. Mañana, iremos a tu casa, serviremos a tus invitados, yo prepararé el mejor de mis postres… y nadie sabrá jamás qué extraños hilos unen a una distinguida cliente de La Morera y el Muérdago con este muchacho.

– Carlos, ¿estás ahí?

– Espera un segundo, Néstor, en seguida estoy contigo, déjame ver qué quiere el señor Solís.

– Me interesa este barreño de cobre, chico, y también esta lámpara vieja, pero sobre todo, me gustaría ver el retrato que encontraste en el armario.


Néstor prefiere no escuchar estas palabras; los acuerdos comerciales entre Carlos y Juan Solís deben de ir muy adelantados, pero él sólo piensa en su último hallazgo y en lo fácil que puede ser engañar al destino. Trampas a los dioses, concluye bastante complacido, y luego, en una inevitable comparación gastronómica, se promete que esta pequeña infamia nunca se sabrá, porque las casualidades son como los suflés: no crecen si nadie se ocupa de agitar, de batir o de encrespar las claras.

Néstor, desde donde está, alcanza ahora a ver a Solís, que sigue midiendo y tasándolo todo, como un mercader eficaz. Incluso se acerca para medir el cuadro de la dama. Y todo juega a favor del silencio -añade Néstor para sí, al verlo tan interesado-, esta casa se venderá y dentro de poco todo pasará al olvido. Existe además la gran suerte de que Carlos parece haber encontrado a otra mujer que le ha hecho olvidar a la dama del cuadro. Perfecto, porque así nunca sabrá que desde niño ha estado enamorado de ella.

– Un cuadro muy bonito, chico, pero de poco valor. Yo te aconsejaría que lo vendieras con la casa. Tienes suerte, a Bigbagofshit le encantan las mujeres rubias. Espero que no quieras quedarte con otras cosas del mobiliario.

– Sólo el cuadro -dice Carlos-, porque es un recuerdo de infancia.

– No seas infantil -interviene Néstor, interrumpiendo por primera vez la conversación.

– ¿No habíamos quedado en que ya no te interesaban las mujeres fantasma?

– Ah, estás ahí, Néstor -se sorprende Carlos-. ¿Dónde te habías metido?


Pero Néstor, en vez de contestar, sólo dice: -Acabo de verla, Carlos; queda muy bien en ese cuarto amarillo, nadie debería mover el cuadro, déjalo donde está.

Carlos no entiende, no entiende nada… Incluso le hace gracia la reacción de su amigo.

– ¿Pero qué pasa, acaso te has enamorado tú también de la mujer del cuadro?

– Tampoco es para tanto, creo yo -dice Solís-. ¿Cuánto pides por él?

– Es que no creo que quiera venderlo… -responde Carlos-. Ya le he dicho que se trata de un recuerdo de infancia; no se venden los recuerdos aunque ya no signifiquen lo de antes…

Pero tanto Solís como Néstor insisten de una manera desproporcionada:

– Vamos, chico, aprovecha, no seas tonto, ¿dónde vas a encontrar otro cliente así?

– Piensa un poco, cazzo Carlitos, puedes sacar un buen dinero por esa mujer que ni siquiera sabes quién es. ¿Qué te importa ya? Lo tuyo es un sueño de tontos.

– Es verdad, si fueras listo no desaprovecharías una ocasión como ésta -porfía Solís-, porque Bigbagofshit… Big-bag-of-shit -deletreó el vendedor de pisos deleitándose en cada una de las sílabas de su riquísimo cliente- se queda con todo, incluso con los recuerdos de infancia. Pagando, naturalmente.

2 CHLOE TRÍAS Y LOS FANTASMAS

La noche antes de partir hacia casa de los Teldi, Chloe pensó que le vendría bien recoger algo de ropa. Posiblemente no tendría ocasión de ponerse un biquini, pero no era mala idea llevárselo, por las dudas. Marzo es un mes en el que todo el mundo está hambriento de sol, incluso las chicas como Chloe, que pasan de todo, incluso las que se han ido hace dos o tres meses de casa de sus padres dando un portazo y, de pronto, se ven en la necesidad de volver a entrar en su antigua habitación a escondidas para recuperar algo; pero joder, vaya coñazo sería encontrarse ahora con los viejos.

Chloe mira el edificio desde fuera: cinco ventanas iluminadas anuncian una gran actividad en el salón; en el piso de arriba, en cambio, dos oscuros balcones repletos de trastos negros y olvidados delatan que los Trías se han convertido en lo que ellos llaman con un sabio eufemismo «un matrimonio sin hijos». Desde que Chloe se marchó han adaptado toda la casa a esta circunstancia, por eso pueden verse grandes salones llenos de gente en la planta de abajo y ventanas clausuradas en la de arriba; es una forma como otra cualquiera de sobrevivir a las ausencias.


Chloe lo sabe y, además, lo comprende. La grava que hay junto a la puerta principal rechina bajo sus pies, pero afortunadamente ese sonido tan ligado a la infancia ya no la hace revivir sus juegos de niña, allí mismo, con su hermano Eddie. Todo se borra, todo logra exorcizarse siempre que uno tenga la precaución de ir tapando los recuerdos dolorosos con otros intrascendentes y reiterativos. Han pasado muchos años desde que él se fue, por eso Chloe no siente nostalgia al recorrer el camino, ni al escuchar el sonido de la grava; en realidad, sólo hay un lugar en toda la casa que resulta peligroso para la nostalgia, y allí no piensa entrar. Mira hacia arriba. La negrura de las ventanas resulta tranquilizadora.

Las habitaciones de aquellos que han muerto jóvenes son el santuario de su ausencia, pero también el reducto de la cobardía de los vivos. Son pocos los que se atreven a convivir con los recuerdos y asimilarlos al presente. Solamente los más fuertes son capaces de mantener la foto de un hijo muerto en el salón de su casa exponiéndose a las preguntas de los desconocidos y al peso de esa sonrisa infantil siempre idéntica que ignora el transcurso del tiempo. Todos envejecemos mientras que ellos, por comparación, rejuvenecen, haciéndonos sentir culpables por no haber apurado hasta el último segundo su fugaz presencia, por no haber adivinado que alguna vez se irían, dejándolo todo a medias. Dejando inconclusa no sólo su vida y sus ilusiones, sino, lo que es aún más doloroso, sin resolver lo ocurrido el día de su muerte, quizá una tonta discusión por cualquier cosa de la que sólo recordamos unas palabras desabridas que ya nunca encontrarán consuelo: «si yo no le hubiera dicho… si yo no le hubiera hecho…». Sin embargo, nada puede resucitar a los muertos ni completar su destino.

Por eso, muchas personas optan por olvidar a los que se han ido, sin traicionarlos del todo, y así, los borran de su vida cotidiana, aunque manteniéndolos presentes en algún lugar de la casa: un pequeño santuario culpable y a la vez tranquilizador, como lo es la habitación de Eddie Trías en casa de sus padres.

Igual que una herida muy profunda cicatriza, formando un cordón de carne dura e insensible, así cicatrizan las ausencias de los hijos -las de los muertos y también las de los que han desertado-; ellos no están, por tanto no existen. Mientras que de toda la casa han ido desapareciendo poco a poco las fotos, los libros y todas las pertenencias de Eddie y también las de Chloe, en cambio, sus habitaciones se conservan intactas, con las camas hechas y la ropa en los armarios, como si ellos aún fueran niños y estuvieran a punto de regresar del colegio: ausencia y a la vez presencia. Un buen método. Hay que continuar viviendo.

Chloe ha pasado de puntillas por delante de la puerta del salón para no tener que saludar a nadie. Sabe exactamente lo que está sucediendo detrás de la hoja de madera: es el día sagrado de la canasta en casa de los Trías. Habrá dos mesas de juego con tapetes verdes, una a cada lado de la ventana. La más ruidosa presidida por su madre y la otra por su padre -«la pareja ideal, de spot publicitario», como los había descrito Karel Pligh un día-. Y eso es precisamente lo que parecen: la perfecta imitación de un matrimonio de éxito: guapa ella, guapo él, moderadamente infieles los dos, moderadamente infelices y también moderadamente insomnes.

Al subir la escalera a escondidas, Chloe no puede evitar detenerse unos instantes frente a uno de los barrotes de madera, concretamente el quinto, que es más oscuro que los demás. Se trata de un rito de la infancia: cuando era pequeña lograba ver en el veteado de aquel barrote la cara de un gnomo, y era imprescindible descifrar si el duende mostraba una sonrisa o si estaba ceñudo para saber cómo iba a ser el día; hoy ríe, muy bien, eso quiere decir que aprobaré matemáticas; hoy está enfadado, mejor no tentar la suerte… Sin embargo, esta vez Chloe se da cuenta de que ya no sabe leer en las vetas de la madera: ha crecido demasiado, y al pasar, desliza un dedo a lo largo de ese viejo amigo como si fuera un talismán que ha perdido su eficacia, pero que ella acaricia sólo por cábala. Un escalón más, dos, tres y Chloe ha recorrido con éxito toda la escalera sin que la delate ni un crujido de las viejas maderas; llega al descansillo, pasa por delante de la habitación de sus padres sin detenerse, continúa, aún le falta un trecho para llegar a la suya y piensa en la ropa que quiere llevarse a casa de los Teldi: sólo necesita un biquini y un par de camisetas; dentro de unos minutos se habrá hecho con todo y estará fuera de la casa. Es fácil, cada cosa estará en su lugar correspondiente, limpia y planchada, porque su bella mamá de anuncio publicitario no permitiría que fuera de otro modo: «Ésta es la habitación de Chloe, éstos son los ositos de peluche de Chloe, aquélla la bonita ropa de Chloe, todo sigue igual, aquí no pasa nada.»

Antes de acercarse a la puerta de su cuarto, la niña duda. Desde el salón suben las voces de los jugadores de canasta amplificadas por el hueco de la escalera. Se trata de un murmullo uniforme del que a veces se escapa una voz especialmente aguda, pues siempre hay un pájaro más chillón que los otros entre la gallinería.

– Joder, qué tropa -dice-, menos mal que no tengo que verles los caretos.

Es un careto harto conocido para ella el que asoma ahora por la puerta, allá abajo en el vestíbulo. Chloe puede verla a través de los barrotes. Se trata de Amalia Rossi, la vieja italiana amiga de su madre que debe de haber bebido más de lo habitual, porque ahora la oye decir:

– Déjame, Teresa, sabes que soy como de la familia, ¿qué más te da que suba? Si tu Carosposo hace una hora que se ha metido en el pipí room, no pretenderás que me haga pis en la alfombra, digo yo; vamos no seas tonta, conozco el camino: en un momentito llego hasta el cuarto de Clo-clo y ya está.

Y sube, la tía sube, joder; puede oír sus pisadas en la escalera, pasa por delante del gnomo silente, continúa, y Chloe se ve obligada a retroceder por el pasillo hasta la puerta del fondo, en la que nunca entra (tampoco ella es valiente con los recuerdos), y se ve intentando ocultarse en el vano de la puerta. Así, aplastada contra la madera, quizá logre pasar inadvertida; pero el refugio es estrecho, Carosposo tendría que estar muy borracha para no ver cómo sobresalen los hombros de Chloe. Por eso, cuando la pesada respiración se acerca demasiado, a la niña no le queda más remedio que abrir la puerta. Dios mío, joder, es la antigua habitación de Eddie, estúpida Carosposo, ¿y ahora? Bueno, qué otra cosa puede hacer, ya está dentro, cierra la puerta, enciende la luz… cuánto tiempo, coño, cuánto tiempo.


¿Es posible que el olor de alguien perdure siete años después de que haya muerto su dueño? Sí lo es. Por mucho tiempo que haya transcurrido, las habitaciones-santuario no huelen a encierro ni a naftalina; es mentira que el moho se adueñe de los rincones más inaccesibles, como tampoco se siente la vaharada del olvido, al menos no en la de Eddie. Quienquiera que se ocupe de mantener la ficción de que ésta es una estancia habitada, debe de ser un magnífico escenógrafo. Y Chloe avanza atraída por la sensación de vida que fingen las cortinas y la colcha de la cama en la que una mancha de tinta parece decir: pasen y vean, señores, aquí todo sigue igual, huelan, toquen, miren, sólo se necesita un mínimo de esfuerzo para imaginar que esta habitación pertenece a un muchacho que acaba de salir a tomar una cerveza con los amigos. No obstante, en un segundo vistazo, superada la impresión inicial, la rigidez de la muerte se delata en ciertos detalles, especialmente en un orden escénico demasiado perfecto. En este cuarto todo está en su sitio. La biblioteca de Eddie, de la que él solía leerle tantas bellas historias. Su colección de coches en miniatura, que se alinea con mortuoria perfección en los estantes; a su lado una bufanda rodea unos trofeos de deporte. Y también es demasiado escenográfico el despliegue de objetos que pueden verse sobre la que fuera la mesa de trabajo de Eddie, con sus papeles y carpetas escrupulosamente apiladas, mientras que una pluma y un lápiz dejados fuera de su lugar por una mano romántica no llegan a neutralizar el efecto de decorado teatral. Aun así, no es ninguno de estos dos efectos, ni el falso olor a vida ni el orden exagerado, lo que realmente fascina a Chloe. A ella, lo que la ha impresionado al entrar en el cuarto de su hermano es el tamaño de las cosas. Han pasado los años, y el tiempo se ha detenido de tal modo en la habitación de Eddie, que la niña descubre con asombro que cada uno de los enseres que hay allí ha menguado: la cama, la mesilla de noche, también un sofá en el que solía tumbarse Eddie con los pies sobre el respaldo; todo es mucho más pequeño de como ella lo recuerda. Y como una sorprendida Alicia en el País de las Maravillas, Chloe acaba descubriendo que en las habitaciones que no se frecuentan desde la infancia, se producen los mismos prodigios que en los cuentos en los que las niñas comen bizcochos misteriosos que ordenan en inglés: eat me. Ella debe de haber crecido en demasía, seguramente se ha vuelto enorme, porque antes las cosas eran de otro modo. Antes, su hermano era grande y ella pequeña; ahora, en cambio, la habitación entera parece hecha a su medida, y así lo comprueba Chloe sentándose en la que solía ser su silla cuando visitaba a Eddie, una silla diminuta. Y un paso más en la audacia hace que inicie otras exploraciones: abre un armario y allí está la ropa de Eddie, sus camisas pequeñas y sus zapatos pequeños, todo aún más reducido por contraste con lo que su imaginación ha sobredimensionado a lo largo de estos años. El orden de la muerte campea sobre la ropa perfectamente doblada bajo unos plásticos, pero aparte de este detalle, nada está inerte, pequeño sí, pero no muerto, pues ahí, atrapado en el envés de las telas, pervive el olor a Eddie de un modo tan real que la niña se ve impelida de pronto a retroceder, atónita, silenciosa, hasta chocar con la vieja mesa de estudio de su hermano.

E igual que ocurre con el resto de sus pertenencias, ahora la mesa en la que tantas veces había visto escribir a Eddie ya no le parece formidable, sino perfecta para ella. La niña Alicia se sienta en la silla, los pies le llegan cómodamente al suelo, del mismo modo que su mano alcanza a tocar los cuadernos de Eddie, esos que él nunca le permitía leer. Chloe abre uno, mira y hojea por primera vez sus muchos borradores de escritura, una veintena de páginas escritas con letra apretada e infantil a las que siguen otras líneas con tachaduras y correcciones que lo hacen todo ilegible. Aquello tan difícil de leer debe de ser su cuaderno secreto. Son, seguramente, las mismas páginas que él no había querido enseñarle antes de morir. «Por favor, por favor, Eddie -le había pedido tantas veces-, cuéntame qué estás escribiendo. ¿Se trata de una historia de aventuras y de amores y también de crímenes, verdad…?» Pero su hermano respondía siempre lo mismo: «No mires, Clo, espera. Algún día te dejaré leer lo que escriba, te lo prometo, esto no es nada, nada importante.» Y en efecto, cuando ahora intenta leer los cuadernos de su hermano, Chloe logra descifrar apenas un puñado de ideas desordenadas, esbozos de tramas y muchas frases inconexas o inconclusas que carecen de sentido. «Bah, esto es basura, Clo-clo, supongo que antes de escribir una buena historia primero tendré que quemar muchas experiencias, emborracharme, tirarme a mil tías, cometer un asesinato, qué sé yo…» Yal escuchar la voz de su hermano en el recuerdo, la niña intenta neutralizar su influjo, pues no quiere acordarse de cómo había sido la despedida antes de que él partiera para no volver más. No, no, no quiero recordarlo, joder. Coño, Eddie, si no te hubiera dado esa rayadura de irte a buscar historias en una moto a doscientos por hora, ahora estarías conmigo; te odio, Eddie, no tenías ningún derecho a irte así… Chloe extiende una mano hacia la biblioteca de su hermano y luego hacia las carpetas. Como una niña caprichosa y contrariada, desbarata de un manotazo los papeles hasta hacerlos caer al suelo, desordenando los escritos de su hermano Eddie, sus intentos por juntar hermosas palabras y sus notas deshilvanadas llenas de frases torpes… todos esos esfuerzos inútiles que, según Chloe, le costaron la vida.


– Oye, Teresita -dice a lo lejos una voz imprudente que se cuela por las rendijas de las puertas y entra hasta en los santuarios de los muertos-. No me lo puedo creer, es realmente un prodigio, casi me muero del susto al verla…

A continuación un murmullo, alguien interrumpe a la voz lejana con una pregunta que Chloe no alcanza a escuchar. Y luego:

– Sí, querida, me refiero a esa foto de tu hija Clo-cloque acabo de ver en su habitación: una que hay sobre la mesa, una foto divina, y reciente además, ¿no? Bueno, pues me he quedado asombrada, hay que ver qué increíble es la genética, tesoro; si no lo veo no lo creo, Chloe se ha convertido en el vivo retrato de su hermano Eddie. Sí hija, no mires con esa cara. Los ojos son distintos, es cierto, Eddie los tenía muy negros, pero salvo ese detalle, te lo juro: a pesar de la pinta de hare-krishna famélica que tiene, si Chloe se quitara todas esas argollas que se empeña en clavarse en los labios, estaría igualita a tu hijo, poveretto mio, que en paz descanse.

– Que en paz descanse -insiste la voz temeraria de Carosposo desde quién sabe qué remoto lugar de la escalera, abajo, y muy lejos de donde está Chloe.

Pero Chloe puede oírla perfectamente desde esa habitación cerrada y muerta que parece haber encogido hasta adecuarse a su tamaño. «¿…Y qué pasaría si no te apetece emborracharte, Eddie… y si no puedes tirarte a mil tías y tampoco te atreves a cometer un asesinato?» Es ahora el recuerdo de la última conversación que mantuvieron el que apaga los comentarios de Carosposo. Chloe puede oír su propia voz infantil interpelando al hermano, y, como en una respuesta inesperada, como si el conjuro de ese cuarto a su medida tuviera la virtud de trasladar al papel la contestación que Eddie le había dado a aquella pregunta, Chloe ve en una de las hojas emborronadas la letra inconfundible de su hermano que, entre mil tachaduras, ha escrito una frase de catorce palabras: «Entonces Clo-clo, no tendré más remedio que matar a alguien, o robar una historia.»


– Igualita a su hermano -cree oír Chloe, pero ya no distingue entre las voces que suben de la escalera y las que se forman al conjuro de esa habitación que fue de él.

– Chloe va a cumplir veintidós años dentro de muy poco, la misma edad que tenía Eddie, ¿verdad? Mira, Teresa, no sé qué piensas tú, pero esta chica, dondequiera que esté y aunque se haya vuelto punkie y grunge y gilipollas y adicta al piercing, es la viva encarnación de su hermano, que Dios tenga en su gloria.

3 SERAFÍN TOUS Y LA PIZZA

La noche antes de partir hacia casa de los Teldi, dos de los personajes de esta historia se sentían solos. Uno era Karel Pligh, a quien Chloe había dejado en un bar, prometiéndole no tardar más de unos minutos, pero ya no había vuelto a aparecer.

El otro era Serafín Tous.

Es una suerte que nadie vea el comportamiento de las personas cuando están solas en la más estricta intimidad, porque, si así fuera, hasta las más cuerdas parecerían locas. Si un limpiador de fachadas, por ejemplo, o un vecino indiscreto hubieran mirado a través de las ventanas de la casa de Serafín Tous, habrían visto a un caballero de mediana edad, con barba de tres días, ataviado sólo con una chaquetilla de pijama muy sucia y unos zapatos con los cordones desatados, sentado ante un piano de cola y mirando fijamente a un teléfono, como si llevara meses en esa postura. En una inspección más minuciosa, el limpiador de fachadas o el vecino indiscreto repararían en que el hombre no estaba tan desnudo como podía parecer a primera vista. De tanto en tanto, sobre todo cuando, llevada por una inaudible música, su pierna basculaba arriba y abajo, podía verse asomar bajo la mugrienta chaqueta del pijama unos redentores calzoncillos a rayas. Pero en este segundo vistazo descubrirían también que el caballero no estaba sentado sobre una banqueta, sino en equilibrio sobre una incómoda pila de libros de arte; que tenía los codos sobre el piano y que abrazaba la caja de una pizza de ahumados a medio consumir que había sobre la tapa del instrumento. Todo esto añadía a la escena una nota de grasienta sordidez. Los ojos vidriosos del personaje, su pelo sudado y los hombros escurridos completaban una visión desoladora. En pocas palabras, Serafín Tous, con las manos locas y la mirada fija en el teléfono, era la viva estampa de alguien dominado por la inquietud y aquejado por un maldito insomnio. Y su aspecto se correspondía exactamente con la realidad: eran las nueve de la noche, llevaba tres días sin dormir y todo presagiaba que éste iba a ser el cuarto. Una persona observadora sabe que existen dos maneras apremiantes de mirar a un teléfono. Una es la esperanzada-desesperada manera de quien anhela que suene, de quien desea con vehemencia que al otro lado surja por fin una voz amada o, quizá, una propuesta de trabajo tanto tiempo prometida. La segunda forma de mirar un teléfono la practicaba en esos momentos Serafín Tous: igual que si fuera un aparato maléfico, un imán maldito que atrae a quien no desea hacer uso de él, vade retro, Satanás o, lo que es lo mismo, Dios mío, aparta de mí este cáliz de perdición.


Mientras la pizza se mantuvo caliente dentro de la caja, a Serafín le había resultado relativamente sencillo refrenar el impulso de marcar un número que se había aprendido de memoria. Era un método absurdo pero eficaz: daba un bocado a la masa, se manchaba los dedos, chorreaba tomate… un trozo más, y otro… y así mantenía alejada la tentación; se diría que su comportamiento oscilaba entre dos impulsos contradictorios: odiaba la pizza, pero se obligaba a comerla; deseaba con todas sus fuerzas marcar ese número, y se prohibía hacerlo.

¿Cuánto tiempo llevaba en esa postura, delante de un piano que intentaba no tocar, comiendo algo que detestaba y evitando coger el auricular? Mucho. Era el sórdido colofón de noches enteras en las que, cuando intentaba razonar con cordura, invariablemente acababa colándose entre sus buenos propósitos la imagen de una puerta roja con una placa en la que, escrito en letras góticas, podía leerse «Nuevo Bachelino». Tragó otro trozo de pizza. El sabor a pescado le producía una mezcla de asco y placer. Ahora sabía cómo se gesta en las personas esa degradación mugrienta que puede verse en algunas películas norteamericanas: individuos que no se visten ni salen de su casa en varios días, encastillados en apartamentos malolientes, con ceniceros llenos de colillas, rodeados de botellas de bourbon vacías y cajas de comida a domicilio, casi siempre chop suey o pizza. Sus casas son la escenificación del sumidero por el que cualquier persona respetable puede caer el día menos pensado. Es tan fácil resbalar por esa pendiente, y el domicilio de Serafín Tous empezaba a acercarse demasiado a ella. Por fortuna, él no fumaba ni bebía; al menos se evitaba esa parte de la degradación: no había en ese escenario ni el olor acre de mil cigarrillos ni la presencia de envases consumidos con el ansia que se confunde con la sed más terrible. Pero el resto del descenso a los infiernos, lo estaba sufriendo completo.

Cuando la noche se cierra, Serafín no enciende la lámpara, permanece ahí, en la misma postura, arropado por la oscuridad, con el único resplandor de las luces de la calle. Es preferible así; de este modo nadie, ni él mismo, podrá comprobar cómo crece su barba y se le vitrifican definitivamente los ojos. Qué estúpida situación la suya. Lo mejor que podría hacer, llegado a este punto, es marcar el maldito número de teléfono del Nuevo Bachelino: la única manera de combatir la tentación es caer en ella, decía alguien sin duda muy sabio. ¿Y por qué no hacerlo? En realidad es muy fácil. Se toma el auricular, luego el dedo forma sobre el teclado ese número que se ha aprendido de memoria, y a continuación sólo resta decir con voz firme e impersonal: «Buenas tardes. ¿Hablo con el Nuevo Bachelino? Mire, soy -y aquí Serafín duda: incluso tratándose de una llamada en su imaginación, no se atreve a vocalizar su propio nombre-, soy… un cliente -dice-; querría hablar con uno de sus muchachos, su nombre es Julián. ¿Está por ahí?»

Sí, sería muy fácil, incluso deseable, y sin embargo, la mano de Serafín Tous no va hacia el teléfono, sino que se agarra, igual que un náufrago, a la caja de pizza, como si ese endeble tablón de salvamento pudiera serle de utilidad. La abre, arranca un trozo de pizza fría que se le atora en la garganta, la masa parece hincharse, nota el sabor gomoso del queso y el regusto ácido del tomate… Una arcada se abre paso y le sube hasta la nariz, se siente tan mal que vomitaría todo, y ojalá lo hiciera, el vómito, al fin y al cabo, es una forma de limpiarse las putas entrañas.

Es esta expresión vulgar, muy ajena a su vocabulario, la que le hace reaccionar, y entonces se endereza, buscando con la mirada el retrato de su esposa. Como un niño culpable mira en derredor: la foto no está sobre el piano, como hace unos días, tampoco ante la chimenea, su lugar habitual durante tantos años. Nora, vida mía, ¿dónde estás? Y en ese preciso momento suena el teléfono.

Es tan imprevisto el campanilleo, que Serafín da un salto, como si fuera la mismísima Nora la que llama desde el más allá. Se limpia la mano en la chaqueta del pijama, preparándose para contestar, y un pensamiento loco viene a alterarlo: ¿y si fuera él? Valiente estupidez. La última persona que lo llamaría es el pequeño Julián, el muchacho de pelo tan corto y rubio; pero el teléfono suena con insistencia, tendrá que atenderlo, y Serafín alarga una mano.

– Dígame.

Al principio no identifica la voz de Adela Teldi. Se le hace ininteligible lo que ella le dice. Cómo, cómo, qué, qué, porque Adela se dirige a él con la voz rápida y sin modular que utilizan las personas cuando hablan con un amigo de muchos años; un torrente de palabras que Serafín consigue ordenar poco a poco hasta darles forma. Por fin logra entender a qué se refiere: se trata de un plan de escape, ésa es la mejor manera de definirlo. Su amiga quiere que la acompañe durante una pequeña fiesta de profesionales del arte que está organizando para su marido en la casa que tienen en el Sur, «y no aceptaré que me digas que no, tesoro, es justo lo que necesitas; luego, si quieres, te puedes quedar dos o tres días más tomando el sol y pensando en las musarañas; no me gusta nada tu aspecto últimamente, ya va siendo hora de que empieces a olvidar a Norita».

No es precisamente a su esposa a quien Serafín desea olvidar, pero la invitación suena igual de salvadora: el piano, la pizza, las manchas de tomate y su aspecto deplorable, la tentación del teléfono, todo eso podría quedar atrás en un momento.

– Sí, querida, con mucho gusto -dice, y se maravilla al ver que aún le queda un residuo de voluntad para escapar de esta situación.

– El plan es salir mañana mismo. ¿Quieres que pase por tu casa y te ayude a preparar la maleta?

Serafín tiembla: la mera posibilidad de que Adela o cualquier otra persona pueda entrar en aquella pocilga le resulta aterradora.

– De ninguna manera, querida, lo tengo todo organizadísimo, no te lo puedes imaginar -dice, y tras escuchar otra serie de explicaciones de Adela sobre la fiesta, cuelga de prisa, como si temiera que, a través del auricular, pudiera llegarle a su amiga el olor infecto.

Se queda unos instantes con las dos manos cruzadas sobre el teléfono, igual que si el auricular fuera el brazo de un buen amigo. Entonces Serafín piensa que la invitación ha llegado milagrosamente en el momento más oportuno. Salir de ahí… marcharse no importa dónde. Lo único que siente es que el plan incluya a Ernesto Teldi, pues nunca le ha caído demasiado bien el marido de Adela.

En la misma postura que antes, pero aún sin la energía suficiente como para separarse del teléfono o alejarse del piano, Serafín piensa que no sabe el porqué de su encono. Todo el mundo admira a Ernesto Teldi, y sin embargo él recuerda situaciones en las que su comportamiento no le ha parecido del todo correcto. Quizá le tenga envidia -piensa-, todo el mundo envidia a Teldi, y por eso yo no debería ser tan inflexible en mis juicios cuando el Destino me acaba de regalar un cable salvador justo cuando las circunstancias eran más desesperadas.

Que Dios bendiga a Adela, que la bendiga y la preserve, como hasta ahora, de su horrible marido.

El odio o, mejor dicho, el desprecio son neutralizadores potentes de toda pasión. Por un momento, y ante su sorpresa, Serafín se da cuenta de que los escasos minutos que su mente lleva ocupada en pensar en Teldi son los únicos en los que se ha sentido bien. Mira la caja de pizza y piensa: «Tengo que poner orden.» Acaricia el piano, incluso lo abre, y la visión del teclado, por una vez, no se asocia con su visita al club Nuevo Bachelino, ni a la irrupción en su vida de aquel muchachito angelical. Qué extraño, qué poderoso remedio este de los pensamientos mezquinos para apagar el deseo; y como para comprobar su eficacia, Serafín decide ahondar en ellos. Se incorpora sobre su improvisado asiento, deja bascular aún más las piernas y se recrea pensando en el estirado marido de Adela. Y nuevamente, oh, prodigio, logra olvidar su anterior estado de ánimo, hasta tal punto que su mano, muy serena, se posa sobre las teclas del piano sin que el contacto le provoque un escalofrío como tantas otras veces. Ya está. El descenso a los infiernos se ha detenido y, como para demostrarlo, sus dedos se deslizan sobre el teclado, componiendo unos acordes inconexos pero completamente inofensivos que no lo transportan a ningún pasado vergonzoso, sino que, deliciosamente, se dedican a anticipar el futuro. Es posible que los días que va a pasar en casa de los Teldi sean muy aburridos, pero cuan bienvenido es el aburrimiento en algunas ocasiones. Casi sin darse cuenta, sus dedos corren por el teclado con mucha más precisión, improvisando una música convencional y más bien monótona, como se imagina que será la fiesta de Ernesto Teldi. Desde luego lo que no habrá son muchachos, sólo un grupo de pesadísimos especialistas hablando todo el rato de cuadros y obras de arte. Perfecto, perfecto, se dice, aunque (el pianista se detiene), según había creído entender de la apresurada explicación de Adela al teléfono, esta vez posiblemente los invitados fueran más originales que en otras fiestas: «coleccionistas excéntricos», ésa había sido la expresión que usó, antes de añadir que también eran futuros clientes de Teldi. «Futuras víctimas de sus embaucamientos -piensa Serafín-, viejo tramposo de colmillo retorcido», y los dedos sobre las teclas ejecutan ahora unos compases muy acordes con la idea que Serafín tiene de Ernesto Teldi: su piano imita exactamente un trío de trompas; está interpretando a Prokofiev, Pedro y el lobo; son las pisadas del lobo sobre la nieve. La música brota inconscientemente, mientras Serafín piensa en Teldi y sólo en Teldi.


La tregua duró diez minutos, diez largos minutos sin acordarse de aquel muchacho de pelo cortado al cepillo. Y esto era mucho más de lo que había disfrutado desde el día en que se le ocurrió entrar en el Nuevo Bachelino. Al cabo de un rato, la punzada volvió, pero para entonces, Serafín ya había comprobado las virtudes del desprecio como antídoto pasajero pero también eficaz contra una mala pasión. Hay que ver, este método incluso resulta más eficaz que visitar adivinas -se dice-. Madame Longstaffe, la famosa vidente, le había prometido estudiar su caso y ofrecerle ayuda, pero no había vuelto a tener noticias suyas. Vieja farsante -se dice Serafín-, ¿dónde estarás ahora?

4 KAREL YMADAME LONGSTAFFE CANTAN RANCHERAS

En la calle Corderitos, 29, muy cerca de Malasaña, existe un pequeño local llamado Juanita Banana al que acuden los amantes de los ritmos calientes. En horario de tarde-noche, puede verse allí un público neófito, admiradores poco exigentes de la música latina, además de bailarines de merengues y congas que han pasado por alguna academia de las muchas que abundan. En este primer turno, que dura hasta las tres de la madrugada, las banquetas del Juanita Banana están provistas de mullidos almohadones rojos, muy apropiados para los arrullos del amor. Los camareros son muchachas y muchachos latinos de bellos cuerpos, pero con poca experiencia hostelera, y la música que puede oírse es excelente, pero comercial y facilona. Abundan, por ejemplo, las canciones de Juan Luis Guerra, las rancheras de Ana Gabriel, vallenatos a cargo de Carlos Vives y los sones Américo-cubanos de Gloria Estefan, que todo el mundo corea con gran bulla. Al tiempo que bailan o charlan con los amigos, los clientes, muy animados, beben innumerables mojitos de ron Bacardí o tragos de tequila con sal al grito de «dele no-más», lo que, según los asiduos, confiere al local un aire de autenticidad inmejorable del que salen felices y contentos: qué bonita es la música de la América caliente y qué bien nos lo pasamos.

Sin embargo, al perderse calle abajo los últimos de estos latinólogos neófitos cantando a coro:


vacilón, qué rico vacilón,

cha-cha-cha, qué rico cha-cha-cha


y al apagarse sus voces y borrarse sus siluetas del vano de la puerta, surge, como por ensalmo, otro club Juanita Banana muy distinto: uno secreto, al que sólo tienen acceso ciertas personas iniciadas. De pronto, el Juanita Banana parece replegarse sobre sí mismo. Desaparecen de las banquetas los almohadones rojos, para dejar a la vista la madera pelada. En un santiamén el ambiente se llena de bruma, como si alguien desde detrás de las cortinas se dedicara a insuflar el humo de grandes cantidades de cigarros puros, mientras que los camareros jóvenes y guapos son sustituidos por los siguientes personajes: el primero en entrar es René, un cubano de cara negra y ancha en la que se le aplasta una nariz muy ñata. René es el barman, campeón de los daiquirís y también el artífice de algunas extraordinarias pócimas congo realizadas con plantas como kolelé batama pimpí (ajonjolí para los profanos), ingrediente que, como todo el mundo sabe, mezclado con café actúa como afrodisíaco, además de ser muy eficaz para aliviar el asma.

El segundo de los personajes digno de mencionarse en este nuevo e iniciático ambiente es Gladys, la encargada de atender las mesas con toda la celeridad que sus noventa y siete kilos de carnes suaves y colombianas le permiten (aunque hay que verla bailando los sones del maestro Escalona, porque entonces Gladys se transforma en una ágil muchacha). El tercer miembro del personal -terceros, habría que decir- son los gemelos Gutiérrez, idénticos e inseparables, músicos virtuosísimos que, entre los dos, dominan todos los instrumentos, desde el cajón y los bongos cubanos al acordeón guajiro, pasando, naturalmente, por la guitarra, las trompetas mexicanas y hasta la quena, instrumento éste muy poco útil en el Juanita Banana, que se especializa en ritmos afroamericanos.

Y hasta este extraordinario local, esa noche se habían acercado dos personajes muy entendidos en música latina, deseosos de olvidar los tedios del día y relajarse cantando acompañados por los hermanos Gutiérrez.

Ya avanzan cada uno por su lado. Uno por la acera de la izquierda con las manos en los bolsillos, silbando una tonadilla como quien anticipa un gran placer. El otro se acerca por la acera de la derecha, envuelto en un manto que lo cubre, preservándolo de la curiosidad ajena. Coinciden ambos en la puerta… Pase usted primero. No, por favor, señora, pase usted, faltaría más. Entra madame Longstaffe. Entra Karel Pligh, dispuesto a pasar en vela la última noche antes de partir hacia casa de los Teldi. Y ambos se saludan con la cordialidad fría y obsequiosa de quienes no se conocen de nada, pero que tienen en común el pertenecer a alguna cofradía o logia.

Y una vez metidos en ambiente, cada uno con su bebida en la mano (caipirinha para madame, daiquiri para Karel), sentados a los extremos de la barra, ambos se preparan para pasar una velada deliciosa. Están solos en el local y, como ocurre en estas circunstancias, la fraternidad entre clientes y empleados se hace más evidente. Tres caipirinhas más tarde, René ya había salido de detrás de la barra para venir a sentarse junto a madame Longstaffe, mientras que Gladys y Karel improvisaban en la pista un dúo. La canción elegida fue una de Bola de Nieve que, en la versión instrumental de los hermanos Gutiérrez, tenía un aire entre cadencioso y santiaguero que encantó a la vidente. Después de esta interpretación, madame Longstaffe le preguntó a Karel su nombre y éste se lo dijo; también lo invitó a unirse a ella para saborear un licor de su tierra brasilera.

Se llama cachaça; pruébalo, es magnífico para mejorar la interpretación melódica.

Y en efecto, Karel comprobó su eficacia: minutos más tarde madame Longstaffe y él eran el centro de atención de los empleados del Juanita Banana. Madame estaba sentada en una alta banqueta mientras que Karel, a su lado carraspeaba, preparando la voz para interpretar con sentimiento.

Si Néstor Chaffino hubiera tenido oportunidad de observar esta escena, sin duda habría podido añadir un argumento más a su teoría de que las casualidades no se vuelven coincidencias a menos que un testigo las ponga de manifiesto. Karel y madame Longstaffe pasaron una velada estupenda, cantando a dúo Aurora; Yo tenía que perder, En eso llegó Fidel, e incluso Garota de Ipanema en brasilero; pero como no se conocían de nada, ni uno ni otro pudieron imaginar que los unían amistades comunes. Ni siquiera los potentísimos poderes paranormales de madame hicieron la conexión. Con sus conocidos dones para la clarividencia, podía muy bien haber alertado a Karel sobre todos los acontecimientos que iban a sucederse al día siguiente en casa de los Teldi. Como sus antepasadas las brujas del sombrío bosque de Birnam, Longstaffe bien podía haber advertido a Karel sobre la inminente muerte de Néstor. También podría haberle avisado sobre las curiosas circunstancias en las que iba a producirse la muerte y, sobre todo, podría haber repetido el vaticinio que ya había hecho para Néstor y Carlos aquella tarde en que fueron a visitarla: Nada ha de temer Néstor Chaffino hasta que se confabulen contra él cuatro tes. En efecto, todo esto podía haberle confiado madame a Karel Pligh al tiempo que le explicaba cómo, en el éter, se preparaba una conjunción de extrañas fuerzas y de pequeñas infamias. Pero madame Longstaffe no dijo una sola palabra: tal vez porque estaba demasiado ocupada en enseñar al chico una bonita canción de Paquita la del Barrio, muy apropiada para cantar a dos voces.


Claro que, conociendo el talento de madame Longstaffe y su peculiar sentido del humor, tal vez estuviera intentando decirle algo al muchacho. En todo caso, la duda quedará flotando para siempre en el aire del Juanita Banana, como flota también hasta el día de hoy la letra de la canción, no cubana ni brasilera sino mexicana, que ambos cantaron a coro y abrazados con la voz rota de cachaca. Porque, acompañada por los hermanos Gutiérrez, uno a la guitarra y otro al piano, Marlene Longstaffe hizo repetir a Karel, hasta tres veces, el estribillo de esa famosa ranchera cantada por Paquita la del Barrio, que dice así:


Tres veces te engañé, tres veces te engañé, tres veces te engañé,

y después de esas tres veces, y después de esas tres veces,

no quiero volverte a ver…

5 ERNESTO Y ADELA EN EL ASCENSOR

La noche antes de salir hacia su casa de Las Lilas, Ernesto y Adela Teldi repasaban algunos detalles de la fiesta.

– Contando a los Stephanopoulos, somos treinta y tres en total, y esa cifra nunca me ha gustado -dijo Ernesto Teldi.

– ¿Porque a esa edad murieron Cristo… y Alejandro Magno… y también Evita Perón? -inquirió Adela-. No creo que deba preocuparte, pensé que eran otras tus supersticiones.

La conversación se desarrollaba por teléfono. El matrimonio Teldi ocupaba habitaciones contiguas en el hotel Palace, comunicadas por una puerta, pero ni uno ni otro atravesaba jamás esa vía discreta, coartada perfecta de tantos amoríos; bendita puerta, que sin duda se había ocupado de preservar las apariencias de muchas parejas clandestinas que, después de una tarde de amor, abandonaban el escenario cada uno por su lado y sin temores. En este caso, en cambio, la puerta servía para todo lo contrario: parecía unir, pero no se abría nunca, ya que los Teldi llevaban vidas paralelas. Las suyas eran como dos líneas viajando en el Tiempo, una al lado de la otra, que sólo habrían de juntarse en el infinito… o quizá un poco más cerca: las convenciones sociales los unirían seguramente en la misma sepultura, porque ése es el indeclinable final para todo matrimonio bien avenido. Y también para aquellas parejas que se son completamente indiferentes.

– ¿Te he explicado ya el problema del señor Algobranghini, Adela? Detesta a Stephanopoulos; creo que tuvieron una pelea por una cimitarra persa; arréglatelas para que dos coleccionistas tan quisquillosos no coincidan en la misma mesa y nos estropeen la noche.

Estos dos extraños apellidos, junto a otras tres decenas igualmente desconocidos, figuraban en la lista de invitados que Adela consultaba ahora al hablar con su marido. Y al lado de cada nombre, con la caligrafía sobria de Ernesto Teldi, se precisaba su especialidad: había dos coleccionistas de armas blancas, tres «fetichistas de todo lo relacionado con Dickens» (así rezaba la explicación), además de tres entusiastas de los iconos griegos -pero sólo aquellos en los que figurara san Jorge-; un «amante de las figuritas Rapanui» (qué sería aquello, se pregunta Adela antes de continuar), y la lista se completaba con coleccionistas menos exóticos, como los que se especializan en cartas de amor de grandes personajes, en soldaditos de plomo, en libros de fantasmas o en huevos de Fabergé. Adela repasa la lista por si conoce a alguien, pero no figura ninguno de los nombres famosos en el mundo del arte, y Adela, con una sonrisa, se pregunta cuál de los presentes será el objetivo de Ernesto Teldi. ¿Algobranghini, el coleccionista de armas blancas?, ¿la señorita Liau Chi, especialista en libros de fantasmas? O tal vez el elegido sea el único de los nombres que no viene acompañado de anotación alguna, un tal monsieur Pitou. Adela se encoge de hombros, lleva tantos años viendo cómo su marido se dedica con afinada intuición al juego de comprar a buen precio valiosos objetos para su venta posterior, que la caza ha llegado a parecerle divertida. Sobre todo últimamente, ahora que Teldi, ya muy rico, a veces persigue algún objeto especial, no de gran valor pero sí raro: hacerse con piezas únicas y extravagancias era la culminación de toda una vida dedicada al arte. Es evidente que una fiesta con esos invitados debe de tener como objetivo la captura de una pieza que esté en posesión de algún excéntrico al que su marido agasajará y adulará hasta rendirlo con su encanto.

– No quiero que haya lugares prefijados en las mesas, Adela. Todo tiene que parecer casual; pero de todos modos, confío en ti para que Stephanopoulos y monsieur Pitou se sienten con nosotros: Pitou a mi derecha y Stephanopoulos a la tuya.

Monsieur Pitou. Adela encuentra el nombre en la lista de invitados, pero ¿cuál será su especialidad? Sea cual fuere, ella comprende que ese desconocido es, sin duda, la presa, porque Ernesto Teldi, invariablemente, sienta a su derecha al invitado que en ese momento le resulta más conveniente. Pero ¿qué es lo que acabará comprando su marido tras la fiesta y a precio de saldo? ¿Una rarísima daga turca, tal vez un billet doux?

– De todas maneras, no te preocupes, ya hablaremos de los detalles en cualquier momento, déjalo, Adela, ahora no hay tiempo -dice Teldi al otro lado del teléfono-. ¿Cuánto te falta para estar vestida? ¿Podremos salir a las nueve? Se tarda más de una hora en llegar hasta casa de los Suárez.


Esa noche Ernesto y Adela Teldi estaban invitados a cenar en casa de unos amigos no relacionados con el mundo del arte. Eran las ocho y cuarto. Adela, aún sin maquillar, continuaba sentada sobre la cama, pero ella era experta en acicalamientos rápidos.

– Quedemos a las nueve en la puerta del ascensor para bajar juntos -le dijo a su marido.

Y a la hora exacta se encontraron: la puntualidad era la única virtud que compartían. Suben al ascensor y Adela aprovecha para mirarse en el espejo. Calcula que cuenta con tres pisos de delicioso descenso para comprobar que está muy guapa, como siempre que se viste para él. Obviamente, Carlos García no está invitado a la cena de los Suárez, pero las mujeres enamoradas (enamoradas no, Adela, no lo digas ni en broma, sensatez, prudencia), las mujeres ilusionadas, rectifica antes de continuar con la idea, siempre se visten para su hombre, aunque él no pueda verlas. Por eso, con el esmero de una novia que se adorna para el esposo, ella se ha bañado en perfumes y, más tarde, ha logrado que surja una Adela radiante de ojos vivos y labios tiernos que resplandece con una aura tan potente que incluso llama la atención de su marido.

– Estás muy guapa esta noche, Adela, pareces casi una adolescente -dice, y ella, agradecida, sonríe porque sabe que es verdad: digan lo que digan y mientan lo que mientan los fabricantes de cosméticos, el amor (o la ilusión amorosa) es el único milagro de eterna juventud que existe.

El ascensor baja otro piso, el último antes de llegar al vestíbulo: Adela piensa que le quedan todavía unos segundos más para recrearse en su felicidad. Mañana, mañana estaremos juntos, un día, unas horas, mi reino por unas horas. Súbitamente el ascensor se detiene. Parpadean las luces, amenazan con apagarse y, al final, se opacan hasta dejar el habitáculo en una mortecina semipenumbra de emergencia.

– Coño -dice Teldi, mientras busca y encuentra el teléfono de la cabina para llamar a recepción y preguntar qué pasa.

– Un apagón, señor, lo sentimos muchísimo, no es problema nuestro sino de la calle, toda la manzana está a oscuras. ¿Hay algo que pueda hacer por usted?

Teldi, contrariado, pide que avisen a los Suárez del posible retraso, antes de añadir:

– Y hágame el favor, llame a la compañía eléctrica o al Ayuntamiento o a quien le dé la gana, pero téngame informado; esto no es el Tercer Mundo, supongo que en Madrid los apagones no tienen por qué durar mucho.

– Sí, señor, naturalmente. Le informaré en cuanto sepa algo.


Los esposos se miran a la luz amarillenta de la cabina. Teldi hace un gesto de impotencia, mientras que Adela estudia las paredes y la puerta del ascensor. ¿Entrará suficiente aire? ¿Comenzará a subir drásticamente la temperatura hasta que se le descomponga el maquillaje? Qué desastre, incluso los rostros rejuvenecidos por la felicidad resisten mal las situaciones absurdas. Y ésta lo es. Y mucho.

– Si al menos hubiera una banquetita como en los ascensores antiguos -dice Teldi-. Uno espera mejor sentado, ¿no? Pero bueno, lo peor que puede pasar es que lleguemos tarde a casa de los Suárez, y eso tampoco es grave; gente bastante aburrida -suspira, antes de aflojarse el nudo de la corbata, más por acción refleja que por calor.

Atrapada allí con su marido, Adela piensa en Teldi y Teldi piensa en una carta de amor. Con la tranquilidad de quien está acostumbrado a enfrentarse con situaciones imprevistas, Ernesto aprovecha este inesperado encierro para recordar palabra por palabra una hermosa misiva que tiene previsto comprar mañana a uno de sus invitados. «Te necesito, te quiero, voy hacia ti», así empieza una cuartilla escrita de puño y letra de Oscar Wilde. Pero no se trata de un extracto del original de Un marido ideal como podría pensarse, sino de una súplica escrita tres años antes en una carta de amor dirigida a un desconocido y misterioso Bertie. ¿Quién podría ser ese personaje de nombre Victoriano? A Teldi se le ocurre una posibilidad tan interesante como escandalosa, aunque no podrá verificarla hasta que la carta sea suya. Iwant you, I need you. I'm coming to you, repite con placer de coleccionista, porque es muy posible que este hallazgo se lo reserve para él y decline venderlo, aunque seguramente le pagarían mucho por una pieza así. Pero cada vez con más frecuencia, Teldi prefiere la posesión al dinero. Una hermosa carta de amor -se dice y se emociona-, una muy bella carta de amor.


Adela, por su parte, no piensa en ternuras, sino que, de pronto, toma conciencia y se asombra por la proximidad física con su marido. Hace mucho tiempo que no están tan cerca el uno del otro. En casi treinta años de conveniente pacto matrimonial (yo no me meto en tu vida ni tú en la mía, tan civilizado y cómodo además) no ha habido fricciones. Las vidas paralelas sólo se juntan en el infinito o en la sepultura, pero para entonces ya todo dará igual. Adela se detiene en esta idea por un momento: «Juntos los dos por toda la eternidad.» Suena como un castigo, pero ella jamás ha logrado comprender esa preocupación de las personas por asegurarse dónde y en compañía de quién acabarán reposando sus restos: cenizas de amantes esparcidas en el mar o sobre un campo de margaritas, cadáveres que reposan el uno junto al otro hasta el fin de los tiempos… todo suena romántico e incluso sublime y, sin embargo, las cenizas son cenizas, y los cadáveres, cadáveres. Adela no tiene la arrogancia de pensar que sus restos puedan sentir amor o echar de menos ausencias.

La vida, en cambio, con su carga de deseo, dolor, amor o agonía, está aquí, muy presente, haciéndole padecer todo esto y mucho más… Entonces se sorprende sintiendo la lejanía del cuerpo de Carlos y la proximidad del de su marido, que nunca le había estorbado hasta este momento, en que lo tiene demasiado cerca, y a Adela se le representa durante un segundo lo que suele suceder cuando dos personas extrañas coinciden en un ascensor: cada uno se coloca en los puntos extremos del habitáculo mientras ambos miran al techo para que sus ojos no se encuentren, para que sus cuerpos no se toquen. Se balancean incómodos, simulan silbar o consultar un reloj, deseando casi con violencia que la puerta se abra de una vez por todas, que se abra ya, porque resulta insoportable que un extraño invada nuestro territorio.

Teldi se ha recostado contra una de las esquinas del ascensor. A él no le molesta la proximidad del cuerpo de Adela, ¿por qué habría de molestarle?: ella es parte de su persona. Desde que hicieran el mudo pacto de vivir vidas paralelas tantos años atrás, Adela era tan suya como sus manos, sus piernas, su piel o la vestimenta que cubría su cuerpo. Y la quería, ¿por qué no?, como se quiere aquello que siempre hemos visto como una prolongación indivisible de nosotros mismos.

Así también había vivido Adela hasta ahora su relación conyugal. Con amantes que la hacían sentirse viva. Incluso con algún amor que, en alguna ocasión, le había hecho plantearse la huida. Pero al final se había quedado con Teldi, porque la huida es innecesaria cuando la libertad es total, cuando el pacto de vidas paralelas es perfecto y el territorio común lo suficientemente grande como para no estorbarse: dos lechos en habitaciones separadas, dos cuartos de baño, dos puertas de entrada y salida. El disponer de un amplio espacio es una de las mayores bendiciones que otorga el dinero, y una de las menos conocidas.

En cambio, ahora en el ascensor, con la proximidad intrusa de su marido, que acaba de desabrocharse dos botones de la camisa y que luego procede a quitarse los zapatos, a Adela la sacude un estremecimiento parecido a la náusea. El bigote de Teldi, que empieza a poblarse de gotas de sudor, el pelo falsamente abundante que ahora con el calor comienza a pegársele al cráneo… Todo esto se le entrevera con el recuerdo de Carlos, que acaba agrandándose por comparación. Aspira el aire como si le faltase, y le duelen todos los músculos de puro deseo de salir de allí, de entregarse a otros brazos que no sean los de Teldi, que no huelan a carne vieja. Adela, una vez más, teme haberse enamorado más de lo prudente. Recuerda, querida-trata de decirse con un despego mundano que choca con la situación en la que se encuentra-, que el amor es para siempre… mientras dure. Te amaré eternamente hasta las ocho y media de la tarde. Ése había sido su sabio proceder con otros amantes, pues a lo largo de su vida, ha aprendido que amar es un verbo que sólo debe conjugarse en tiempo presente. Y Adela se repite esas premisas procurando no mirar a Teldi, no ver cómo la camisa comienza a pegársele al cuerpo. «La única pasión duradera es la que se dosifica y no se apura, la que no se bebe del todo, la que se desea y no se posee…» Todas son consignas prudentes que ella ha sabido respetar.


Ahora el calor ya es insoportable. En el ambiente pegajoso respiran uno el aire del otro. Teldi vuelve a llamar por el teléfono a conserjería, y a la estridencia de sus gritos y a sus protestas se unen otros tormentos de la proximidad, como el olor rancio del sudor de Teldi y su mano resbalosa que, sin querer, ha caído sobre el brazo derecho de Adela. Y el contacto envía una corriente eléctrica a lo largo de su espina dorsal, precisa y terrible como una revelación. Entonces se da cuenta de que hasta ahora había podido convivir con este cuerpo viejo, con un marido de pelo ralo que, cuando suda, se le pega al cráneo, simplemente porque no veía todos esos detalles como los ve ahora, en la obligada proximidad del ascensor. Siempre han sido independientes el uno del otro, indulgentes, viajando mucho y viéndose poco, sin estorbarse ni ofenderse, respetando cada uno el territorio ajeno para que el otro respete también el suyo. «Pero la libertad se angosta con el paso del tiempo», piensa Adela de pronto. Inevitablemente con los años llegará el fin de esa vida cara a la galería que ha sido siempre su salvación; llegará el momento de la soledad compartida en la que no habrá amigos, ni viajes… en cambio habrá más proximidad, achaques y enfermedades. Dios mío: la vejez es la invasión de todos los territorios.

Quince minutos. Adela nunca habría sospechado que, para dar la vuelta al mundo y volver del revés las convicciones de toda una existencia, bastaran quince minutos encerrada en un ascensor junto al futuro que la espera. Por eso, cuando de improviso la cabina se pone en marcha, el movimiento le produce tal vértigo que cree que, en vez de estar descendiendo hacia el vestíbulo, lo que hace es recorrer el camino que lleva al mismísimo infierno. Y en ese breve trayecto, con la misma lucidez de los que están a punto de morir, Adela ve pasar velozmente por el espejo del ascensor toda su vida amorosa. Ve a la joven Adela Teldi, bella e inaccesible, sin otro deseo que coleccionar amantes que la hicieran sentir más bella y también más inaccesible.

A continuación, un estremecimiento que durante años ha luchado por acallar, la hace detenerse ante la imagen de un hombre sin rostro mezclada con la sangre de su hermana Soledad que mancha el patio de su casa en Buenos Aires. Pero afortunadamente, las imágenes se suceden tan veloces que el recorrido no se detiene, sino que vuela, continúa y pasa a escenificar otros amores banales planeados para tapar aquella sangre. Muchas aventuras insignificantes hasta que en el espejo aparece el bello cuerpo de Carlos, como si estuviera con ellos allí dentro.

El ascensor ha llegado abajo y la puerta se abre.

– Por fin, ya era hora -dice Teldi, y comienza a reunir sus cosas. Busca la corbata que ha quedado en un rincón, luego los zapatos.

– ¿Y dónde estará el izquierdo? En un sitio tan pequeño en el que casi nos derretimos, ahora resulta que no lo encuentro.

Adela se agacha; está a punto de recogerlo para devolvérselo sin más comentarios, cuando un impulso loco la hace permanecer en esa postura servil. Mira a Teldi y, como si necesitara sellar con un gesto lo que ha descubierto en los últimos quince minutos, le dice:

– Ven, Ernesto, deja que te ayude.

Y de rodillas, se obliga a ponerle el zapato.

– Qué haces, Adela, ¿te has vuelto loca?

Pero Adela no está loca, quiere sentir una vez más el olor a carne vieja, hundirse hasta el fondo de todas las miserias para asegurarse de que, cuando salga del ascensor, la cotidianeidad no la hará olvidar lo que ha sentido en esos quince minutos, que son el presagio de lo que le espera en el futuro. La vejez es la invasión de todos los territorios -repite-, y llegará cuando ya no tenga fuerzas para huir, cuando ya no queden razones para cambiar de vida, porque la vida se habrá vuelto demasiado pequeña y no habrá dónde ir, ni con quién. El pie de Ernesto Teldi se ha hinchado con el calor, cuesta hacer entrar el talón, y se quiebra el contrafuerte.

– Déjalo ya, no sé qué demonios estás haciendo. Ven, levántate -dice Teldi, y al verle la cara añade-: Tienes un aspecto deplorable, Adela, deberías cambiarte, y yo también.

– Sí -dice ella-, pero creo que esta vez subiré por la escalera.

Adela no mira atrás. No sabe si su marido se ha quedado en el ascensor para volver a su habitación o qué ha hecho, pero ella sabe que tiene tres pisos para pensar en Carlos y todo lo que siente. Ya es tarde para cancelar la cena en la casa de Las Lilas, se dice; por unos días más seguirá adelante con los planes, pero luego, adiós Teldi. Adela no se cansa. Adela sube los tres pisos del modo ingrávido con que lo hacen los niños, porque acaba de jurarse que, por una vez en la vida, será ilusa y tonta y loca, y dará una oportunidad al amor.

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