Este mundo es una colmena. Esconde un corazón hueco.
La verdad de la naturaleza, escribió el filósofo Demócrito, reside en minas y cavernas profundas. La estabilidad de aquello que vemos y sentimos bajo nuestros pies es una ilusión, porque las apariencias engañan. Bajo la superficie hay grietas, fisuras y bolsas de aire fétido y malsano; estalagmitas y estalactitas y oscuros ríos ignotos de cauce descendente. Es un lugar de cuevas y cascadas donde el agua resbala por las piedras, un laberinto de tumores cristalinos y columnas heladas donde la historia deviene primero futuro y después presente.
Porque, en medio de la oscuridad total, el tiempo carece de significado.
El ahora forma una capa imperfecta sobre el pasado; no se asienta bien en todos sus puntos. Las cosas caen y mueren, y su descomposición crea nuevas capas, aumenta el grosor de la corteza y añade otra fina membrana que cubre lo que subyace, nuevos mundos que descansan sobre los restos de mundos anteriores. Día a día, año a año, siglo a siglo, se agregan capas y se multiplican las imperfecciones. El pasado nunca muere realmente. Está ahí, a la espera, justo bajo la superficie del presente. Todos tropezamos de vez en cuando con él, todos, a través de reminiscencias y evocaciones. Traemos a la memoria antiguos amantes, niños perdidos, padres fallecidos, el milagro de ese único día en que, aunque sea sólo por un instante, capturamos la belleza fugaz e inefable del mundo. Éstos son nuestros recuerdos. Los guardamos celosamente y los consideramos algo muy nuestro, y sabemos dónde encontrarlos cuando los necesitamos.
Pero a veces no somos nosotros quienes decidimos: un fragmento del presente se desprende sin más y asoma debajo el pasado como un hueso viejo. Después, ya nada vuelve a ser como antes y nos vemos obligados a reconsiderar la forma de lo que creíamos verdadero a la luz de nuevas revelaciones acerca de su esencia. La verdad se descubre por un mal paso y por la sensación repentina de que pisamos en falso. El pasado borbolla como lava líquida y, en su camino, las vidas quedan reducidas a ceniza.
Este mundo es una colmena. Nuestros actos reverberan en sus profundidades.
Aquí abajo existe una vida oscura: microbios y bacterias que extraen su energía de sustancias químicas y radiactividad natural, más antiguos que las primeras células vegetales que dieron color al mundo de la superficie. Bullen en cada balsa profunda, en cada pozo de mina, en cada núcleo de hielo. Viven y mueren sin que se los vea.
Pero también hay otros organismos, otros seres: criaturas que conocen sólo el hambre, entes que existen única y exclusivamente para cazar y matar. Pululan sin cesar por las cavidades ocultas, lanzando dentelladas con sus fauces a la noche infinita. Sólo salen a la superficie cuando no les queda más remedio, y todo ser vivo se aparta de su camino.
Fueron en busca de Alison Beck.
La doctora Beck tenía sesenta años y practicaba abortos desde 1974, en la etapa inmediatamente posterior al polémico caso «Roe versus Wade». Empezó a dedicarse a la planificación familiar en su juventud, después de la epidemia de rubeola de principios de los años sesenta que tuvo como resultado el que miles de mujeres dieran a luz niños con graves defectos congénitos. Más tarde se incorporó abiertamente a la organización feminista NOW y a la Asociación Nacional por la Despenalización del Aborto, antes de que los cambios por los que lucharon le permitiesen abrir su propia clínica en Minneapolis. A partir de entonces desafió a la Red de Acción Pro-Vida de Joseph Scheidler, a sus indeseables consejeros y a su mafia del megáfono; y en 1989, cuando la Operación Rescate intentó bloquear el acceso a su clínica, se enfrentó a Randall Terry. Se opuso a la enmienda Hyde del año 1976, que suprimía las ayudas estatales para la práctica de abortos, y lloró cuando el antiabortista C. Everett Koop fue nombrado director general de Salud Pública. En tres ocasiones los activistas pro-vida inyectaron ácido butírico en las paredes de la clínica, y la obligaron a cerrar las puertas hasta que se disiparon los efluvios. Le habían pinchado las ruedas del coche tantas veces que ya había perdido la cuenta, y sólo el cristal reforzado de la vidriera de la clínica evitó que el edificio ardiese hasta los cimientos a causa de un artefacto incendiario alojado en un extintor.
Pero en los últimos años las tensiones de su profesión habían empezado a pasarle factura y aparentaba mucha más edad de la que tenía. En casi tres décadas había disfrutado de la compañía de sólo un puñado de hombres. David fue el primero, se casó con él y lo amó, pero David ya no estaba. Lo sostuvo entre sus brazos mientras moría, y aún conservaba la camisa que él llevaba puesta aquel día, las manchas de sangre flotando en su prístina blancura como sombras de oscuros nubarrones. Los hombres con quienes estuvo después ofrecieron muchas excusas al marcharse, pero a la postre todas esas excusas se reducían a una esencia única y elemental: el miedo. Alison Beck era una mujer marcada. Vivía a diario con la clara conciencia de que algunos preferían verla muerta a permitirle continuar con su trabajo, y pocos hombres estaban dispuestos a permanecer al lado de una mujer así.
Se sabía los datos de memoria. En Estados Unidos se habían producido, durante el año anterior, veintisiete agresiones de extrema violencia contra clínicas donde se practicaban abortos, y habían muerto dos médicos. A lo largo de los cinco años precedentes habían perecido asesinadas siete personas entre médicos y ayudantes, y otras muchas habían resultado heridas en tiroteos y atentados con bombas. Sabía todo esto porque llevaba unos veinte años documentando los índices de violencia, averiguando los factores comunes, estableciendo vínculos. Para ella, era la única manera de llegar a asumir la muerte de David, el único medio de que disponía para asegurarse de que algo mínimamente bueno surgía de las cenizas de su muerte. Sus investigaciones sirvieron de apoyo a los centros dedicados a la práctica del aborto cuando, en la lucha contra sus adversarios, se acogieron con éxito a la ley RICO para la prevención del crimen organizado, aduciendo una conspiración a nivel nacional para cerrar las clínicas. Fue una victoria conseguida a base de grandes esfuerzos.
Sin embargo, poco a poco empezó a ponerse de manifiesto otro trasfondo: nombres que se repetían y su eco resonaba en los desfiladeros del tiempo, siluetas que se adivinaban entre las sombras detrás de algunas acciones violentas. Las convergencias eran perceptibles en apenas media docena de casos, pero ahí estaban. Alison Beck tenía la firme convicción de que así era y, al parecer, los demás coincidían con ella. Juntos se acercaban cada vez más a la verdad.
Pero eso comportaba sus propios riesgos.
Alison tenía instalado en su casa un sistema de alarma conectado directamente a una empresa de seguridad privada, y en la clínica siempre había de servicio dos guardias armados. En el armario de su habitación guardaba un chaleco antibalas, que se ponía para ir y venir de la clínica pese a la incomodidad que le representaba. Otro idéntico colgaba de una barandilla de acero en su consulta. Conducía un Porsche Boxster rojo, el único verdadero lujo que se permitía. Coleccionaba multas por exceso de velocidad del mismo modo que otros coleccionan sellos.
Alison era muy formal en su indumentaria. Por norma, vestía una chaqueta tres cuartos desabrochada. Debajo de la chaqueta llevaba pantalones con cinturón marrón o negro a juego, y prendida del cinturón una funda Alessi en la que guardaba una pistola Kahr K40 Covert. La Kahr iba provista de un cargador con cinco balas de calibre 40. Durante una época utilizó cargadores de seis balas, más largos, pero descubrió que a veces se le enganchaban en los pliegues de la blusa. La Kahr tenía una empuñadura corta, idónea para sus manos pequeñas, ya que Alison Beck medía poco más de metro cincuenta y era de constitución menuda. En un campo de tiro, con el suave gatillo de doble acción de la Kahr apretado, era capaz de poner las cinco balas en el corazón de un blanco a diez metros de distancia en menos de diez segundos.
En el bolso llevaba, además, un aerosol de gas lacrimógeno y un paralizador cuya descarga de 20.000 voltios dejaba a un hombre tendido en el suelo boqueando y temblando como un pez fuera del agua. Si bien nunca había disparado la pistola en un momento de ira, sí se había visto obligada a utilizar el aerosol en una ocasión cuando un manifestante antiabortista intentó entrar por la fuerza en su casa. Más tarde recordaría, con una punzada de vergüenza, que gasear a aquel individuo le había producido cierta satisfacción. Ella había elegido esa forma de vida -no podía negarlo-, pero el miedo y la rabia por las restricciones que le imponía, así como el odio y la animadversión de quienes la despreciaban por lo que hacía, la habían afectado de diversas maneras, aunque ella se negaba a admitirlo. Aquella noche de noviembre, con el aerosol en la mano y el hombre bajo y barbudo desgañitándose y llorando en la entrada de su casa, toda esa tensión y esa cólera salieron de ella a borbotones simplemente apretando un botón de plástico.
Alison Beck era un personaje conocido, un personaje público. Si bien residía en una calle arbolada de Minneapolis, viajaba dos veces al mes a Dakota del Sur, donde pasaba consulta en el hospital de Sioux Falls. Aparecía con regularidad en la televisión local y nacional para hacer campaña en contra de lo que, a su juicio, era una gradual erosión del derecho a elegir de las mujeres. Las clínicas estaban cerrando, había comentado en una cadena local afiliada a la NBC hacía sólo una semana, y en la actualidad el ochenta y tres por ciento de los condados de Estados Unidos no disponía de servicios para la práctica del aborto. Más de treinta miembros del Congreso, una docena de senadores y cuatro gobernadores se declaraban abiertamente contra la libre elección de las mujeres con respecto a su propia maternidad. Por su parte, la Iglesia católica era en ese momento el principal proveedor de asistencia sanitaria privada del país, y el acceso al aborto, la esterilización, el control de la natalidad y la fecundación in vitro eran cada vez más limitados.
Sin embargo, mientras se hallaba cara a cara ante una muchacha afable y bien hablada de Derecho a la Vida de Minnesota, que concentraba sus argumentos en la salud femenina y las nuevas actitudes de una generación joven que no podía recordar los tiempos anteriores a «Roe versus Wade», Alison Beck empezó a tener la impresión de que era ella, la médica defensora de los derechos de la mujer, quien en ese momento parecía provocadora e intolerante, y de que quizá no se había dado cuenta de hasta qué punto estaba cambiando la opinión pública. Eso lo reconoció en presencia de unos amigos días antes de su muerte.
Pero había otra cosa que despertó sus temores. Había vuelto a verlo, a aquel extraño pelirrojo, y sabía que estaba estrechando el cerco en torno a ella, que se proponía actuar contra ella y los demás antes de que pudieran acabar su labor.
– Pero no pueden haberse enterado -le había dicho Mercier para tranquilizarla-. Todavía no hemos tomado ninguna medida contra ellos.
– Te lo aseguro, lo saben. Le he visto. Y…
– ¿Sí?
– Esta mañana he encontrado algo en el coche.
– ¿Qué? ¿Qué has encontrado?
– Una piel. He encontrado la piel de una araña.
Al crecer, las arañas mudan su exoesqueleto, se desprenden del viejo y lo sustituyen por uno mayor y menos opresivo en un proceso conocido como ecdisis. La piel desechada, o exuvio, que Alison Beck había encontrado en el asiento del acompañante de su coche pertenecía a una tarántula ornamental autóctona de Ceilán, Poecilotheria fasciata, un arácnido de hermosos colores pero muy temperamental. Alguien había escogido esa especie con toda la intención por su capacidad para asustar: su cuerpo medía alrededor de siete centímetros de largo, coloreado de grises, cremas y negros, y sus patas abarcaban casi diez centímetros. Alison se aterrorizó, y sólo cuando advirtió que la forma que veía a su lado no era una araña viva y coleando se le aplacó un poco el pánico.
Al oír eso, Mercier enmudeció. Al cabo de un momento le aconsejó que se marchase por un tiempo y le prometió que prevendría a sus colegas para que permaneciesen alerta.
Y de este modo Alison Beck, en esa última semana de vida, decidió tomarse unas vacaciones por primera vez en casi dos años. Planeó ir en coche a Montana, haciendo altos en el camino durante la primera semana, y visitar luego a una vieja amiga de la universidad en Bozeman. Desde allí, las dos pensaban viajar al norte hasta el Glacier National Park si las carreteras no estaban cortadas, ya que era abril y tal vez la nieve aún no se hubiese fundido por completo.
Al ver que Alison no llegaba el domingo por la noche como había prometido, su amiga empezó a preocuparse. El lunes a media tarde seguía sin saber nada de ella y telefoneó a la jefatura del Departamento de Policía de Minneapolis. Dos agentes, Ames y Frayn, familiarizados ya con la situación de Alison por incidentes anteriores, fueron enviados a echar un vistazo a su casa del número 604 de la calle 26 Oeste.
Nadie abrió cuando llamaron al timbre, y la puerta del garaje estaba firmemente cerrada. Ahuecando las manos en torno a los ojos, Ames escrutó el interior a través del cristal. En la entrada de la cocina había dos maletas y, poco más allá, una silla de cocina volcada con las patas hacia la pared. Segundos después, Ames se calzaba unos guantes, rompía una ventana lateral y, pistola en mano, entraba en la casa. Frayn se encaminó hacia la parte posterior y penetró por la puerta de atrás. Era una casa pequeña de dos plantas, y los agentes no tardaron en constatar que estaba vacía. Una puerta comunicaba la cocina con el garaje. Al otro lado del cristal esmerilado se distinguía claramente el contorno del Boxster de Alison Beck.
Ames respiró hondo y abrió la puerta.
El garaje estaba a oscuras. Echó mano de la linterna del cinturón y la encendió. Por un momento, cuando el haz de luz iluminó el coche, no supo qué tenía ante los ojos. Al principio creyó que se había resquebrajado el parabrisas, pues unas finas líneas se extendían por él en todas las direcciones irradiando cúmulos irregulares que salpicaban el cristal como orificios de bala impidiendo ver el interior del coche. Después, cuando se aproximó a la puerta del conductor, tuvo la impresión de que, de algún modo, el coche se había llenado de algodón de azúcar, pues las ventanas, por dentro, parecían recubiertas de hebras blancas y suaves. Sólo cuando alumbró de cerca el parabrisas y algo veloz y marrón se deslizó por el vidrio como una exhalación comprendió qué era aquello.
Era una telaraña, con sus plateados filamentos a la luz de la linterna. Bajo la tela se dibujaba una silueta oscura, erguida en el asiento del conductor.
– ¿Doctora Beck? -dijo. Apoyó la mano enguantada en la manija de la puerta y tiró.
Le llegó el sonido de los pegajosos hilos al partirse, y la sedosa tela tembló en el aire cuando la puerta se abrió. Algo cayó a los pies de Ames con un ruido blando y sordo, apenas audible. Al bajar la vista, vio una diminuta araña marrón que avanzaba por el suelo de cemento hacia su pie derecho. Era una araña reclusa, de poco más de un centímetro de largo, con un surco oscuro longitudinal en el dorso. De manera instintiva levantó el zapato con puntera de acero y la aplastó. Por un instante se preguntó si aquello constituía una destrucción de pruebas, hasta que miró dentro del coche y se dio cuenta de que, a efectos reales, lo mismo habría sido que robase un grano de arena de la orilla del mar o hurtase una única gota de agua del océano.
Alison Beck estaba atada al asiento en ropa interior. Le habían envuelto la cabeza con cinta adhesiva gris, que le cubría la boca y la inmovilizaba contra el cabezal. Tenía la cara hinchada, casi irreconocible, y manchas de descomposición en el cuerpo, y un cuadrado en carne viva a la vista justo por debajo del cuello, de donde le habían extraído una sección de piel.
Sin embargo, la desintegración del cuerpo quedaba disimulada por los fragmentos de telaraña que la cubrían como un velo blanco hecho jirones, y el rostro aparecía casi oculto por densas acumulaciones de hilo. Alrededor correteaban pequeñas arañas marrones sobre sus patas arqueadas, que, al percibir el cambio en el aire, contraían los palpos; otras permanecían apiñadas en rincones oscuros, con sacos de huevos anaranjados suspendidos a su lado como racimos de fruta venenosa. Las telarañas estaban salpicadas de caparazones vacíos de insectos, así como de los cuerpos de arañas que habían sido presa de sus congéneres. Moscas de la fruta revoloteaban en torno a los asientos, y Ames vio en el suelo, a los pies de Alison Beck, naranjas y peras podridas. Por todas partes chirriaban grillos invisibles, integrados en el pequeño ecosistema que se había creado dentro del coche de la doctora, pero casi toda la actividad procedía de las arañas marrones y compactas que se afanaban en la cara de Alison Beck, deslizándose con suavidad por las mejillas y los párpados y prosiguiendo la construcción de telarañas irregulares que revestían de hilo el interior del coche.
Pero quienes encontraron a Alison Beck se llevaron aún una última sorpresa. Durante la autopsia, cuando le retiraron de la cara la cinta adhesiva y le abrieron la boca, pequeñas bolas rojas y blancas rodaron de sus labios y fueron a parar a la mesa de acero como canicas deformes. Alojadas en el tórax y atrapadas bajo la lengua tenía más. Algunas habían quedado prendidas entre los dientes, aplastadas por las convulsiones de la boca al empezar las picaduras.
Sólo una seguía con vida: la descubrieron en la cavidad nasal, con sus largas patas negras enroscadas. Cuando la atenazaron con las pinzas por el abdomen esférico, forcejeó lánguidamente bajo la presión y el reloj de arena rojo que tenía dibujado por la parte de abajo pareció pararse de golpe, como una vida interrumpida inesperadamente.
Y bajo la intensa luz de la sala de autopsias los ojos de la viuda negra resplandecieron como pequeñas y oscuras estrellas.
Este mundo es una colmena. La historia es su fuerza de gravedad.
En el extremo norte de Maine, unas figuras avanzan por la carretera, sus siluetas aparecen recortadas contra el cielo de primera hora de la mañana. Las sigue un bulldozer, una grúa y dos camiones pequeños, y el reducido convoy recorre una carretera secundaria en dirección al chapoteo del agua. En el aire flotan risas y palabras soeces, y los penachos de humo de los cigarrillos se elevan y se funden con la bruma matutina. Aunque hay sitio para estos hombres y mujeres en las cajas de los camiones, prefieren caminar y disfrutar del contacto de la tierra bajo sus pies, del aire limpio en los pulmones, de la camaradería de aquellos que pronto acometerán un trabajo físico duro pero dan las gracias por el sol que lucirá suavemente sobre ellos, por la brisa que los refrescará mientras realizan su tarea, y por la amistad de quienes andan a su lado.
Son dos grupos de trabajadores. El primero lo forman peones de desbosque, contratados conjuntamente por la Compañía de Servicios Públicos de Maine y la Compañía de Teléfonos y Telégrafos de Nueva Inglaterra para limpiar de árboles y maleza las cunetas de la carretera. Es una labor que debería haberse llevado a cabo en otoño, cuando la tierra estaba seca y despejada, y no a finales de abril, cuando la nieve helada y compacta aún cubre las elevaciones del terreno y en las ramas asoman ya los primeros brotes. Pero hace mucho que los peones dejaron de asombrarse de los métodos de sus superiores y se dan por contentos mientras no llueva cuando recorren el asfalto.
El segundo grupo lo componen los trabajadores contratados por un tal Jean Beaulieu para limpiar de vegetación las orillas del lago St. Froid a fin de preparar el terreno para la construcción de una casa. Es mera coincidencia que los dos grupos se hayan encontrado en el mismo tramo de carretera en esta mañana clara, pero marchan en buena armonía, cruzando comentarios sobre el tiempo y encendiéndose unos a otros los cigarrillos.
A las afueras de la pequeña localidad de Eagle Lake, los trabajadores doblan hacia el oeste por Red River Road, con el río Fish a la izquierda y el edificio de obra vista de la Compañía de las Aguas y el Alcantarillado de Eagle Lake a la derecha. Una pequeña alambrada termina allí donde el río desemboca en el lago St. Froid y empiezan a aparecer casas en la orilla. Por entre las ramas de los árboles se atisba la reluciente superficie del agua.
Pronto otro ruido viene a sumarse al del convoy. En el terreno que queda por encima de ellos hay unas casetas de madera donde se divisan unas siluetas: animales grises de pelaje espeso y ojos de mirada aguda e inteligente. Son híbridos de lobo, todos encadenados a sus respectivas casetas con armellas de hierro, que ladran y aúllan cuando los hombres y las mujeres pasan por debajo de ellos, forcejeando para abalanzarse sobre los intrusos en medio del tintineo de cadenas. La cría de estos híbridos es relativamente común en esta parte del estado, una peculiaridad regional que sorprende a los forasteros. Algunos de los trabajadores se detienen y miran. Varios de ellos hostigan a los animales desde la seguridad de la carretera, pero los más prudentes siguen adelante. Saben que es mejor dejar en paz a estas bestias.
Comienza el trabajo acompañado de un coro de motores y de voces, de picos y de palas que rompen la tierra, de motosierras que desgarran las ramas y los troncos de los árboles; y los olores a gasoil, a sudor y a tierra removida se mezclan en el aire. El ruido ahoga los ritmos de la naturaleza: las ranas de bosque aclarándose la garganta, los reclamos de los zorzales ermitaños y de los carrizos, los chillidos de un único somorgujo desde el agua.
El día avanza y el sol se desplaza hacia el oeste por encima del lago. En los terrenos de Jean Beaulieu, un hombre se quita el casco, se enjuga la frente con la manga y enciende un pitillo antes de volver al bulldozer. Sube a la cabina, echa marcha atrás lentamente y las notas guturales del áspero ronquido del motor se suman a los sonidos de los hombres y de la naturaleza. Arriba se desatan de nuevo los aullidos, y él mira al hombre de la grúa, a corta distancia, y mueve la cabeza en un gesto de hastío.
Estas tierras han permanecido intactas durante muchos años. La hierba ha crecido larga y silvestre y las matas se aferran con tenacidad al duro suelo. En la cabina, el hombre no tiene motivo alguno para dudar de la firmeza de la orilla donde se encuentra, hasta que un fragor extraño se desata en medio del susurro de los pinos y del zumbido de las sierras. El bulldozer emite un gruñido estridente, como un animal aterrorizado, cuando una enorme cantidad de tierra empieza a desplazarse. Los aullidos de los híbridos cobran mayor intensidad, y algunos, al percibir sonidos nuevos, comienzan a girar en círculo y a forcejear otra vez con las cadenas.
Al hundirse una sección de la orilla afloran las raíces de una picea blanca, que se inclina poco a poco hasta caer al agua creando ondas en la mansa superficie del lago. A su lado, el bulldozer parece quedar suspendido por un momento, con una oruga adherida todavía al suelo y la otra sobre el espacio vacío, y enseguida empieza a ladearse. Huyendo del peligro, el operario salta para apartarse del vehículo mientras éste vuelca y cae ruidosamente en los bajíos. Los otros dejan sus herramientas y echan a correr hacia él. Se abren paso hasta la nueva orilla, donde las aguas marrones se han apresurado ya a aprovecharse del repentino ensanchamiento de las márgenes. Su compañero, empapado y tembloroso, se levanta por su propio pie en el lago, fuerza una sonrisa y alza una mano para indicarles que está bien. Los hombres apiñados en la orilla contemplan el bulldozer allí varado. Un par de ellos lanza desganados vítores. A su izquierda, otra enorme placa de tierra se disgrega y se desploma en el agua, pero ellos apenas se dan cuenta al concentrar sus esfuerzos en ayudar a salir del agua fría a su compañero.
Pero el trabajador en lo alto de la grúa no mira el bulldozer, ni los brazos extendidos para sacar del lago al hombre empapado. Permanece inmóvil, motosierra en mano, y mantiene la mirada fija en la orilla que acaba de quedar al descubierto. Se llama Lyall Dobbs. Tiene mujer y dos hijos y, en este momento, desea con toda su alma estar con ellos. Desea con toda su alma estar en cualquier sitio menos aquí, a orillas del lago St. Froid, mirando los huesos oscurecidos que asoman entre las raíces de los árboles y entre la tierra removida, y el pequeño cráneo que se sumerge lentamente en las frías aguas del lago.
– ¿Billy? -grita.
Billy Laughton, el capataz del equipo de desbosque, se aparta del grupo de hombres apiñados en la orilla moviendo la cabeza con expresión de perplejidad.
– ¿Sí?
Por un momento no se oye una palabra más. Lyall Dobbs tiene de repente la garganta tan seca que es incapaz de producir sonido alguno. Traga saliva y continúa hablando.
– Billy, ¿tenemos algún cementerio cerca?
Laughton arruga la frente. Extrae del bolsillo un mapa plegado y lo examina por un instante. Niega con la cabeza.
– No -contesta sin más.
Dobbs, pálido, lo mira.
– Pues ahora ya lo tenemos.
Este mundo es una colmena.
Uno ha de vigilar dónde pisa.
Y ha de estar preparado para lo que pueda encontrar.
Era primavera y el color había vuelto al mundo.
Las lejanas montañas se transformaban; los árboles grises se recubrían de nueva vida, sus hojas eran un eco desvaído de la erupción de color del otoño. Dominaba el escarlata de los arces rojos, pero había que sumar ya las hojas de los robles rojos, de un amarillo verdoso, el plateado de los chopos de hoja dentada, y los verdes de los álamos temblones, de los abedules y de las hayas. Los álamos y los sauces, los olmos y los avellanos, todos arrancaban a florecer, y en los bosques resonaban los gritos de las aves migratorias ya de regreso.
Desde el gimnasio de One City Center veía los bosques, las copas de los árboles de hoja perenne se imponían aún en el paisaje en medio de los de hoja caduca en lenta transformación. Llovía en Portland, y abajo, en las calles, los paraguas bullían irradiando un oscuro resplandor como caparazones de cucarachas.
Me sentía a gusto por primera vez en muchos meses. Trabajaba con relativa regularidad. Comía bien, hacía ejercicio tres o cuatro veces por semana y Rachel Wolfe vendría de Boston ese fin de semana, así que alguien podría admirar la gradual mejora de mi físico. Desde hacía un tiempo no tenía pesadillas. Mi mujer y mi hija muertas no habían vuelto a aparecérseme desde la Navidad pasada, cuando me tocaron en medio de la nevada y me dieron un respiro de las visiones que me acosaban desde hacía mucho.
Completé una serie de levantamientos por encima de la cabeza y dejé la barra. El sudor me goteaba de la nariz y un halo de vapor se elevaba de mi cuerpo. Mientras bebía agua sentado en un banco, vi entrar a dos hombres desde la recepción, echar un vistazo alrededor y fijarse en mí. Vestían traje oscuro de corte formal y corbata de color apagado. Uno era corpulento, con el cabello castaño y rizado y un poblado bigote, como un actor de cine porno en decadencia, y en el espejo que había detrás de él vi el bulto de la pistola en una funda barata bajo la chaqueta. El otro, de menor estatura, era un hombre atildado y pulcro, de pelo prematuramente cano e incipiente calvicie. El más alto sostenía unas gafas de sol en la mano y su compañero llevaba puestas unas gafas con montura dorada y lentes cuadradas. Éste se acercó a mí con una sonrisa.
– ¿Señor Parker? -preguntó con las manos entrelazadas detrás de la espalda.
Asentí con la cabeza, y él separó las manos y me tendió la derecha con un movimiento preciso, como un tiburón abriéndose paso a través de aguas conocidas.
– Me llamo Quentin Harrold, señor Parker -se presentó-. Trabajo para el señor Jack Mercier.
Me sequé la mano derecha con una toalla para eliminar parte del sudor y acepté el apretón. A Harrold le temblaron un poco los labios al notar el contacto de mi palma todavía sudorosa, pero resistió la tentación de limpiarse la mano en el pantalón. Supuse que no quería estropearse la raya.
Jack Mercier venía de buena familia, gente de dinero desde hacía tantas generaciones que ya a alguno de ellos debió de tintinearle la bolsa a bordo del Mayflower. Había sido senador de Estados Unidos, como lo fueron antes su padre y su abuelo, y vivía en una gran mansión de Prouts Neck cara al mar. Tenía intereses en compañías madereras, periódicos, televisión por cable, software e Internet. De hecho, tenía intereses prácticamente en todo aquello que podía garantizar nuevas inyecciones de dinero con suficiente regularidad como para que los Mercier siguiesen siendo gente de dinero en las generaciones venideras. Como senador había mostrado tendencias más o menos liberales y aún contribuía con generosas donaciones a financiar varios grupos ecologistas y defensores de los derechos civiles. Era un abnegado padre de familia; no andaba por ahí acostándose con otras -o al menos no se sabía-, y, tras su breve devaneo con la política, no se había visto empañada su reputación sino realzada, fruto tanto de su autonomía económica como de la aparente probidad moral. Corrían rumores de que pensaba volver a la política, quizá como candidato independiente para el cargo de gobernador, pero el propio Mercier aún no los había confirmado.
Quentin Harrold se cubrió la boca con la palma de la mano para carraspear y utilizó el gesto como excusa para sacar un pañuelo del bolsillo y enjugarse discretamente la mano.
– El señor Mercier desea verle -dijo con el tono de voz que reservaba probablemente para el chófer y para el hombre que limpiaba la piscina-. Tiene un trabajo para usted.
Le miré. Sonrió. Le devolví la sonrisa. Así seguimos, sonriéndonos, hasta que no quedó más opción que hablar o empezar a salir juntos.
– Quizá no me ha oído, señor Parker -dijo-. El señor Mercier tiene un trabajo para usted.
– ¿Y?
La sonrisa de Harrold vaciló.
– No sé si acabo de entenderle, señor Parker.
– Señor Harrold, no estoy tan desesperado por trabajar como para echar a correr en busca del palo cada vez que alguien me lo tira.
Eso no era del todo verdad. Portland, en el estado de Maine, no era un hervidero de vicio y corrupción tal que me permitiese hacer ascos a muchos trabajos. Si Harrold hubiese sido más guapo y de distinto sexo, habría corrido en busca del palo y luego me habría tendido boca arriba para que me restregase la tripa si pensaba que así podía ganarme al menos un par de pavos.
Harrold echó una ojeada al tipo corpulento del bigote. Éste se encogió de hombros y siguió mirándome impasible, preguntándose quizá cómo quedaría mi cabeza colgada encima de la chimenea de su casa.
Harrold volvió a carraspear.
– Disculpe. No era mi intención ofenderle. -Parecía tener dificultades para expresarse, como si las palabras fuesen parte del vocabulario de otra persona y él simplemente las tomase prestadas por un rato. Esperé a que la nariz empezase a crecerle o la lengua se le redujese a ceniza y cayese al suelo, pero no ocurrió nada-. Le estaríamos muy agradecidos si encontrase un momento para hablar con el señor Mercier -se dignó decir con cierta crispación en el rostro.
Consideré que ya estaba bien de hacerme el inabordable, aunque todavía no tenía muy claro que aún fuesen a respetarme a la mañana siguiente.
– Cuando acabe aquí, tal vez pueda acercarme a verle -dije.
Harrold alargó un poco el cuello, dando a entender que creía haberme oído mal.
– El señor Mercier confiaba en que nos acompañase ahora, señor Parker. Como sin duda comprenderá, el señor Mercier es un hombre muy ocupado.
Me puse en pie, hice un estiramiento y me preparé para otra serie de levantamientos.
– Claro que lo comprendo, señor Harrold. Iré lo antes posible. Si los caballeros tienen la bondad de esperarme abajo, me reuniré con ustedes en cuanto termine. Están poniéndome nervioso y podría caérseme una pesa encima de alguno de ustedes.
Harrold desplazó el peso del cuerpo de una pierna a otra y, al cabo de un momento, asintió con la cabeza.
– Estaremos en el vestíbulo -contestó.
– Diviértanse -dije, y observé en el espejo cómo se alejaban.
Acabé los ejercicios con mucha calma, me di una larga ducha y hablé del futuro de los Pirates con el hombre que limpiaba el vestuario. Cuando calculé que Harrold y el actor porno ya habían pasado tiempo suficiente mirando el reloj, bajé al vestíbulo en ascensor y esperé a que se acercasen. La expresión de Harrold, advertí, oscilaba entre la exasperación y el alivio.
Harrold insistió en que los acompañase en su Mercedes, pero, a pesar de sus protestas, decidí seguirlos en mi Mustang. Tuve la impresión de que mi testarudez iba a más conforme me adentraba en la treintena. Si Harrold me hubiese propuesto ir en mi propio coche, seguramente me habría encadenado a la columna de dirección del Mercedes hasta que accediesen a llevarme.
El Mustang era un Boss 302 de 1969, y sustituía al Mach 1 que me habían destrozado a balazos el año anterior, El 302 me lo había suministrado Willie Brew, que tenía un taller mecánico en Queens. Los alerones y los guardabarros eran un tanto aparatosos, pero cuando aceleraba se me saltaban las lágrimas, y Willie me lo había vendido por ocho mil dólares, unos tres mil por debajo del precio de mercado para un coche en esas condiciones. El lado negativo era que bien podría haber llevado escrito en un costado el rótulo ETERNA ADOLESCENCIA en grandes letras negras.
Seguí al Mercedes en dirección sur hasta salir de Portland y luego por la Interestatal 1. En Oak Hill doblamos al este y permanecí tras él a unos constantes cincuenta kilómetros por hora hasta el extremo del cabo. En el Black Point Inn, los huéspedes, sentados con copas en la mano tras las ventanas panorámicas, contemplaban Grand Beach y Pine Point. Un coche patrulla del Departamento de Policía de Scarborough avanzaba lentamente por la carretera para asegurarse de que todos respetaban el límite de velocidad y ningún indeseable rondaba por allí el tiempo suficiente para estropear la vista.
La mansión de Jack Mercier estaba en Winslow Homer Road y ya se veía desde la antigua casa del pintor que daba nombre a la calle. Cuando nos aproximábamos, se abrió una barrera accionada electrónicamente y, procedente de la casa, vino hacia nosotros un segundo Mercedes en dirección a Black Point Road. En el asiento trasero viajaba un hombre menudo de barba oscura tocado con un solideo. Nos miramos cuando los dos coches se cruzaron y él me saludó inclinando la cabeza. Su cara me resultó familiar, pensé, pero no lo identifiqué. A continuación, el camino quedó despejado y seguimos adelante.
Mercier vivía en una enorme mansión pintada de blanco con jardines ornamentales y tantas habitaciones que tendrían que organizar una partida de rescate si alguien se perdía camino del baño. El hombre del bigote fue a aparcar el Mercedes mientras yo entraba detrás de Harrold por la gran puerta de dos hojas. Ya en el vestíbulo me condujo a una habitación situada a la izquierda de la escalera principal. Era una biblioteca amueblada con sofás y sillones antiguos. Los libros cubrían tres paredes hasta el techo; en la pared que daba al este, una ventana ofrecía vistas del jardín con el mar de fondo, y junto a ella había un escritorio y una silla y, a la derecha, un pequeño bar.
Harrold cerró la puerta cuando entré y me dejó allí examinando los lomos de los libros y las fotografías de la pared. Los libros abarcaban desde biografías de políticos hasta obras históricas, en su mayoría tratados sobre la guerra de Secesión, Corea y Vietnam. No incluían literatura. En un rincón se alzaba una pequeña vitrina. Contenía libros distintos a los de los estantes abiertos. Tenían títulos como Mito e historia en el Apocalipsis; El Apocalipsis y el milenarismo en la poesía romántica inglesa; El Apocalipsis: fin del mundo e imperio y Lo sublime apocalíptico. Eran lecturas alegres: libros de cabecera para el fin del mundo. También había biografías críticas de los artistas William Blake, Alberto Durero, Lucas Cranach el Viejo y Jean Duvet, además de facsímiles de lo que parecían textos medievales. Finalmente, en el estante superior, vi doce delgados volúmenes casi idénticos, todos encuadernados en piel negra y con seis bandas doradas en el lomo dispuestas en tres grupos equidistantes. En la base de cada lomo figuraba la última letra del alfabeto griego: omega. La cerradura no tenía llave, y las puertas permanecieron cerradas cuando di un ligero tirón para probar.
Dirigí mi atención a las fotografías de la pared. Incluían retratos de Jack Mercier con varios miembros de la familia Kennedy y de la familia Clinton, e incluso con un caduco Jimmy Carter. Otras mostraban a Mercier de joven en diversas poses atléticas: ganando carreras, simulando lanzar un balón de fútbol, llevado en hombros con veneración por sus compañeros de equipo. Había asimismo homenajes de universidades agradecidas, galardones enmarcados de organizaciones benéficas presididas por estrellas de cine, e incluso unas cuantas condecoraciones otorgadas por naciones pobres pero orgullosas. Parecía la peor pesadilla de un fracasado.
Una fotografía más reciente atrajo mi atención. En ella, Mercier aparecía sentado a una mesa, junto a una mujer de unos sesenta años con una elegante chaqueta negra entallada y un collar de perlas. A la derecha de Mercier estaba el hombre con barba que había pasado junto a mí en el Mercedes, y a su lado un personaje que reconocí por sus apariciones en los noticiarios de televisión de máxima audiencia, generalmente con actitud triunfal en lo alto de la escalinata de algún juzgado: Warren Ober, de Ober, Thayer & Moss, uno de los bufetes más importantes de Boston. Ober era el abogado de Mercier, y bastaba mencionar su nombre para que la mayor parte de sus adversarios huyese al monte. Cuando Ober, Thayer & Moss aceptaban un caso, llevaban tal número de abogados a la sala que apenas quedaba espacio para el jurado. En presencia de ellos, incluso los jueces se ponían nerviosos.
Al observar la fotografía, tuve la impresión de que nadie parecía particularmente contento. Se advertía cierta tensión en las posturas, a uno le daba la sensación de que aquello tenía un trasfondo más turbio y de que el fotógrafo era una distracción innecesaria. En la mesa, ante ellos, había varias carpetas gruesas, y unas tazas blancas de café desechadas como rosas del día anterior.
A mis espaldas se abrió la puerta y entró Jack Mercier, que dejó sobre el escritorio un fajo de papeles cubiertos de gráficos de barras y de cifras. Era alto, un metro ochenta y cinco o más. Sus hombros delataban su pasado atlético y llevaba un Rolex de oro que indicaba su actual rango de hombre muy rico. Tenía el cabello blanco y espeso; peinado hacia atrás, dejaba despejada la frente, siempre bronceada, sobre unos ojos grandes y azules, una nariz romana y una boca risueña de labios finos y dientes blancos y uniformes. Vestía un polo azul, chinos de color tostado y unos Sebago marrones. Sus brazos estaban cubiertos de vello cano, que también le asomaba en mechones por el cuello del polo. Al verme concentrado en la fotografía su sonrisa vaciló por un instante, pero el rostro se le iluminó enseguida de nuevo cuando me aparté de ella. Entretanto, Harrold se quedó junto a la puerta como un casamentero nervioso.
– Señor Parker -dijo Mercier y me estrechó la mano con fuerza suficiente para desencajarme los empastes-. Le agradezco que me dedique un poco de su tiempo.
Me señaló una silla. Del vestíbulo entró un hombre de piel aceitunada que vestía una túnica blanca e iba cargado con una bandeja de plata. Las dos tazas de porcelana, la cafetera de plata y el azucarero y la lechera de plata a juego tintinearon ligeramente cuando la bandeja golpeó la mesa. Parecía pesar bastante, y dio la impresión de que el criado sintió alivio al dejarla allí.
– Gracias -dijo Mercier.
Lo miramos mientras se marchaba seguido de Harrold. Éste me lanzó una última mirada lastimera antes de salir, cerró la puerta con delicadeza y Mercier y yo nos quedamos solos. -Sé muchas cosas de usted, señor Parker -empezó a decir al tiempo que servía el café y me ofrecía leche y azúcar. Actuaba de un modo espontáneo y natural, concebido para crear un ambiente distendido, incluso entre aquellos con quienes se relacionaba de la manera más fugaz. Tan natural era que debía de haberse pasado años perfeccionándolo.
– Lo mismo digo -contesté.
Arrugó el entrecejo en un gesto cordial.
– Dudo que tenga edad suficiente para haber votado alguna vez por mí.
– No, se retiró usted antes de que se me presentase la ocasión.
– ¿Me votó su abuelo?
Mi abuelo, Bob Warren, fue ayudante del sheriff del condado de Cumberland y se pasó toda la vida en Scarborough. Mi madre y yo nos fuimos a vivir con él al morir mi padre. Sobrevivió a su mujer y a su hija, y lo enterré un día de otoño cuando por fin falló su gran corazón.
– No creo que votase siquiera, señor Mercier -dije-. Mi abuelo sentía una desconfianza natural hacia los políticos.
El único político por quien mi abuelo demostró cierto respeto fue el presidente Zachary Taylor, que jamás votó en unas elecciones y ni siquiera se votó a sí mismo.
Jack Mercier volvió a desplegar su amplia y blanca sonrisa.
– Es posible que tuviese buenas razones para ello. La mayoría de los políticos ha vendido su alma diez veces antes incluso de salir elegidos. Y una vez vendida ya no es posible recuperarla. A uno sólo le queda la esperanza de haberla vendido al mejor precio.
– ¿Y usted se dedica a comprar almas, señor Mercier, o a venderlas?
La sonrisa permaneció inmutable, pero entornó los ojos.
– Yo cuido de mi propia alma, señor Parker, y dejo que los demás hagan lo que quieran con la suya.
Nuestro momento especial de intimidad se vio interrumpido por la entrada de una mujer en la habitación. Llevaba un conjunto engañosamente informal de pantalón negro y jersey negro de cachemir, y una fina cadena de oro resplandecía con brillo mate sobre la lana oscura. Rondaba los cuarenta y cinco años, y los llevaba bien. Tenía el cabello rubio, agrisado en algunas zonas, pero debido a la dureza de sus facciones parecía menos hermosa de lo que ella probablemente creía.
Era Deborah, la mujer de Mercier, que disfrutaba de una especie de contrato permanente con las crónicas de sociedad de la prensa local. Era una belleza sureña, si la memoria no me engañaba, graduada en la academia para señoritas Madeira, de Virginia. Aparte de dar al mundo damiselas que utilizaban siempre la cuchara correcta y nunca escupían en la acera, la academia Madeira sólo se distinguía por el hecho de que, en 1980, su ex directora, Jean Harris, había matado a tiros a su amante, el doctor Herman Tarnower, cuando éste la abandonó por una mujer más joven. Al doctor Tarnower se le conocía más como autor de La dieta Scarsdale, de modo que su muerte parecía aportar una prueba concluyente de que las dietas podían resultar perjudiciales para la salud. Jack Mercier conoció a su futura esposa en el Baile del Cisne, el acontecimiento social de máximo esplendor en el sur, y se presentó a ella comprándole, con su American Express, un Coupe de Ville del 55 en la subasta posterior a la cena. Como alguien comentó más tarde, fue amor al primer tarjetazo.
La señora Mercier sostenía una revista en la mano y puso cara de sorpresa, pero la expresión de sus ojos reflejaba lo contrario.
– Perdona, Jack. No sabía que estabas acompañado.
Mentía, y advertí en el rostro de Mercier que él lo sabía, que los dos lo sabíamos. Intentó disimular su irritación tras la sonrisa que le era característica, pero oí cómo le rechinaban los dientes. Se levantó, y yo me levanté con él.
– Señor Parker, le presento a mi esposa, Deborah.
La señora Mercier dio un paso hacia mí y, a continuación, esperó a que yo cruzase la biblioteca antes de tenderme la mano, que colgó flácida entre mis dedos cuando se la estreché mientras me taladraba la cara con los ojos y me roía el cráneo con los dientes. Su hostilidad era tan manifiesta que casi resultaba graciosa.
– Encantada de conocerle -saludó con desdén antes de dirigir una mirada iracunda a su marido-. Después hablaremos, Jack -dijo con tono de amenaza. Al cerrar la puerta no volvió la vista atrás.
En la habitación la temperatura subió de inmediato varios grados, y Mercier recobró la compostura.
– Le pido disculpas, señor Parker. En casa estamos un poco alterados últimamente. Mi hija Samantha se casa a primeros del mes próximo.
– No me diga. ¿Y quién es el afortunado? -Parecía la pregunta de rigor.
– Robert Ober. Es el hijo de mi abogado.
– Al menos su mujer podrá comprarse un sombrero nuevo.
– Está comprando mucho más que un sombrero, señor Parker, y en estos momentos se ocupa de los preparativos para los invitados. Puede que Warren y yo tengamos que recluirnos en mi yate para huir de las exigencias de nuestras respectivas esposas, aunque ellas son unas marineras tan expertas que posiblemente insistirían en hacernos compañía. ¿Usted navega, señor Parker?
– Con dificultad. No tengo yate.
– Todo el mundo debería tener yate -comentó Mercier, y esto le hizo recuperar con ganas el buen humor.
– Vaya, señor Mercier, es usted prácticamente un socialista.
Se le escapó una risa discreta, dejó la taza de café y mudó el semblante para adoptar una expresión de sinceridad.
– Confio en que sepa perdonarme por curiosear en sus antecedentes, pero necesitaba referencias sobre usted antes de solicitar su ayuda -prosiguió.
Respondí a su disculpa con un gesto de asentimiento y añadí:
– En su situación, seguramente yo haría lo mismo.
– Lamento lo de su familia -dijo con delicadeza y se inclinó hacia mí-. Fue una desgracia espantosa lo que les ocurrió, a ellas y a usted.
Mi mujer, Susan, y mi hija, Jennifer, me fueron arrebatadas por un asesino conocido como el Viajante cuando yo aún era policía en Nueva York. [1] Antes de que pudiera ponerse fin a aquello, acabó con otras muchas vidas. Cuando lo maté, una parte de mí murió con él.
Desde entonces habían pasado más de dos años, y durante casi todo ese tiempo la muerte de Susan y Jennifer había condicionado mi vida. Permití que eso ocurriese hasta que tomé conciencia de que la congoja y el dolor, la culpabilidad y los remordimientos, estaban desgarrándome. Ahora, poco a poco, volvía a encauzar mi vida en Maine, en el lugar donde había pasado la adolescencia y la primera juventud, en la casa donde había convivido con mi madre y con mi abuelo, y en la que ahora vivía solo. Había una mujer que sentía afecto por mí, que me ayudaba a sentir que valía la pena intentar rehacer mi vida con ella al lado, y que quizás había llegado el momento de iniciar ese proceso.
– No puedo imaginar siquiera lo que debe de ser una cosa así -continuó Mercier-. Pero conozco a una persona que probablemente sí puede, y por eso le he pedido a usted que venga hoy.
Fuera había dejado de llover y clareaba. Tras la cabeza de Mercier, el sol lucía con fuerza y entraba a raudales por la ventana, bañando con su resplandor el escritorio y la silla y reproduciendo en la moqueta la silueta de la cristalera. Vi que un insecto reptaba por la mancha de luz intensa, tanteando el aire con sus diminutas antenas.
– Se llama Curtis Peltier, señor Parker -dijo Mercier-. Antes era socio mío, hasta que me pidió que le comprase su participación y siguió su propio camino. Las cosas no le fueron muy bien; hizo alguna que otra inversión poco acertada, me temo. Hace diez días encontraron a su hija muerta en su coche. Se llamaba Grace Peltier. Puede que ya haya leído la noticia en la prensa. De hecho, según tengo entendido, es muy posible que la conociese usted hace tiempo.
Asentí. Sí, pensé, conocí a Grace hacía tiempo, cuando los dos éramos mucho más jóvenes e incluso creímos, por un instante, que podíamos estar enamorados. Fue una relación pasajera, que no duró más de dos meses, después de graduarme en el instituto, una aventura de verano como tantas otras que se marchitó y secó igual que una hoja al llegar otoño. Grace era guapa y morena, de ojos muy azules, boca pequeña y piel del color de la miel. Era fuerte -ganadora de medallas en natación- y poseía una inteligencia extraordinaria, razón por la que, pese a su aspecto físico, muchos chicos la rehuían. Yo no era tan listo como Grace, pero sí lo suficiente para saber apreciar la belleza cuando aparecía ante mí. O al menos eso pensaba. A la postre no la supe apreciar en absoluto, ni a ella ni su belleza.
Recordaba a Grace sobre todo por una mañana que pasamos juntos en Higgins Beach, no muy lejos de donde ahora me hallaba con Jack Mercier. Estábamos de pie a la sombra de la vieja pensión conocida como The Breakers; el viento le agitaba el pelo y las olas rompían ante nosotros. Me dijo por teléfono que no le había venido la regla: cinco días de retraso, y para eso ella era muy puntual. Mientras iba en coche a Higgins Beach para reunirme con ella, sentía como si un torno estuviese estrujándome lentamente el estómago. Cuando en el cruce de Oak Hill pasó ante mí una flota de camiones, por un momento contemplé la posibilidad de pisar a fondo el acelerador y acabar con todo. Supe entonces que lo que sentía por Grace Peltier, fuera lo que fuese, no era amor. Esa mañana, ella debió de verlo en mi cara cuando nos sentamos en silencio a escuchar el rumor del mar. Cuando le vino la regla dos días más tarde después de una angustiosa espera para los dos, me dijo que creía que no debíamos vernos más, y yo me alegré de dejarla ir. No había sido ni remotamente uno de los momentos más honrosos de mi vida, pensé. Desde entonces perdimos el contacto. Habíamos coincidido un par de veces, y la había saludado con la cabeza en algún bar o restaurante, pero no llegamos a hablar. Cada vez que la veía, me acordaba de ese encuentro en Higgins Beach y de mi inmadurez de entonces.
Intenté recordar lo que había oído de su muerte. Grace, en esos momentos estudiante de posgrado en Northeastern, Boston, había muerto de una sola herida de bala en una carretera adyacente a la Interestatal 1, a la altura de Ellsworth. Su cuerpo apareció desplomado en el asiento del conductor de su propio coche, con la pistola todavía en la mano. Suicidio: la forma más extrema de defensa. Era la única hija de Curtis Peltier. La noticia recibió más atención que la de costumbre sólo por los antiguos lazos entre Peltier y Jack Mercier. Yo no asistí al funeral.
– Según los periódicos, la policía no busca a nadie en relación con su muerte, señor Mercier -dije-. Por lo visto, piensan que Grace se suicidó.
Mercier negó con la cabeza.
– Curtis no cree que la herida se la hiciese ella misma.
– Es una reacción muy habitual -contesté-. Todos nos negamos a aceptar que un ser cercano pueda quitarse la vida. Es mucha la culpabilidad que recae en quienes quedan detrás para asumirla fácilmente.
Mercier se levantó, y su ancho cuerpo tapó la luz del sol. Ya no veía el insecto. Me pregunté cómo habría reaccionado al desaparecer la luz. Supuse que se lo había tomado con filosofía, que es uno de los gajes de ser insecto: uno tiene que tomárselo casi todo con filosofía, hasta que algo más grande lo aplasta o lo devora y el asunto pasa a ser intrascendente.
– Grace era una joven fuerte e inteligente con toda la vida por delante. No tenía armas de ninguna clase y, según parece, la policía no sabe cómo consiguió la que se encontró en su mano.
– Suponiendo que se suicidase -añadí.
– Sí, en ese supuesto.
– Cosa que usted, al igual que el señor Peltier, no supone.
Dejó escapar un suspiro.
– Coincido con Curtis. A pesar de la opinión de la policía, creo que alguien mató a Grace. Desearía que usted investigase el asunto para él.
– ¿Curtis Peltier se ha dirigido a usted para plantearle esto, señor Mercier?
Jack Mercier desvió la vista. Cuando volvió a mirarme, algo se había enmascarado en la oscuridad de sus pupilas.
– Vino a verme hace unos días. Hablamos de ello y me contó sus sospechas. Él no tiene dinero para pagar a un investigador privado, señor Parker, pero afortunadamente yo sí. Dudo que Curtis ponga algún inconveniente en tratar de esto con usted, o en permitirle que ahonde en el asunto. Yo pagaré sus honorarios, pero oficialmente trabajará para Curtis. Le ruego que mantenga mi nombre al margen.
Apuré el café y dejé la taza en el platillo. Antes de hablar intenté poner un poco de orden en mis pensamientos.
– Señor Mercier, no me importa haber venido hasta aquí, pero ya no me ocupo de esa clase de trabajo.
Mercier frunció la frente.
– Pero ¿es usted investigador privado?
– Sí, lo soy, pero he tomado la decisión de dedicarme sólo a ciertas cuestiones: delitos de guante blanco, espionaje industrial. No acepto casos de muerte o violencia.
– ¿Lleva arma?
– No. Me asustan los ruidos estridentes.
– Pero ¿llevaba arma antes?
– En efecto, antes. Ahora, si quiero desarmar a un delincuente de guante blanco, simplemente le quito el bolígrafo.
– Como le he dicho, señor Parker, sé mucho de usted. Investigar estafas y hurtos menores no parece su estilo. Ha intervenido en asuntos más… llamativos.
– Esa clase de investigaciones tuvieron un alto coste para mí.
– Cubriré cualquier coste en el que incurra, y de manera más que sobrada.
– No me refiero al coste económico, señor Mercier.
Asintió para sí, como si de pronto hubiese caído en la cuenta.
– ¿Habla, quizá, de un coste físico, moral? Por lo que sé, resultó herido en el transcurso de alguno de sus casos.
No contesté. Había resultado herido, y en respuesta había actuado de manera violenta, destruyendo un poco de mí mismo cada vez que lo hacía, pero eso no era lo peor. Tenía la impresión de que, en cuanto me involucraba en asuntos de esa clase, se producía una fisura en mi mundo. Veía cosas: cosas perdidas, cosas muertas. Era como si al intervenir atrajese hacia mí a aquellos que habían sido arrancados de esta vida de manera dolorosa y violenta. En otro tiempo pensaba que era fruto de mi culpabilidad incipiente, o de una empatía que iba más allá de los sentimientos y se convertía en alucinación.
Pero ahora creía realmente que ellos lo sabían y que en verdad venían.
Jack Mercier se apoyó en su escritorio, abrió un cajón y extrajo un talonario forrado en piel. Escribió por unos segundos y arrancó el cheque.
– Esto es un cheque por diez mil dólares, señor Parker. Sólo le pido que hable con Curtis. Si después considera que no puede hacer nada por él, quédese el dinero y no habrá el menor resentimiento entre nosotros. Si accede a investigar este asunto, negociaremos la remuneración posterior.
Negué con la cabeza.
– Señor Mercier, le repito que no se trata de dinero…
Levantó una mano para interrumpirme.
– Lo sé. No era mi intención ofenderle.
– No me he ofendido.
– Tengo amigos en el cuerpo de policía, en Scarborough y en Portland y en otras partes. Esos amigos me han dicho que es usted un investigador excelente, con aptitudes muy especiales. Quiero que utilice esas aptitudes para averiguar qué le ocurrió en realidad a Grace, por mí y por Curtis.
Advertí que, al pedírmelo, se había puesto por delante del padre de Grace, y una vez más noté cierta discrepancia entre lo que decía y lo que sabía. Pensé asimismo en la manifiesta hostilidad de su mujer, mi sensación de que ella sabía con toda exactitud quién era yo y qué había ido a hacer a su casa, y que mi presencia allí le molestaba sobremanera. Mercier me ofreció el cheque, y vi en su mirada algo que no conseguí identificar con precisión: dolor, quizás, o incluso culpabilidad.
– Hable con él, señor Parker, se lo ruego -dijo-. En definitiva, ¿qué pierde con ello?
«¿Qué pierde con ello?» Esas palabras me asaltarían una y otra vez en los días siguientes. También le asaltarían a Jack Mercier. Me pregunto si acudieron a su memoria durante los últimos momentos de su vida, cuando las sombras lo cercaron y aquellos a quienes quería se ahogaron en un abismo rojo.
A pesar de mis dudas, tomé el cheque. Y en ese momento, sin saberlo ninguno de los dos, se cerró un circuito y transmitió una descarga al mundo que nos rodeaba y se extendía bajo nosotros. Lejos de allí, algo abandonó su escondrijo bajo las capas muertas de la colmena. Tanteó el aire y rastreó la perturbación que lo había agitado, hasta que encontró su origen.
Entonces dio una sacudida y empezó a moverse.
EN BUSCA DEL SANTUARIO
El fervor religioso en el estado de Maine y la desaparición de los Baptistas de Aroostook
Fragmento de la tesis doctoral de Grace Peltier, presentada a título
póstumo con arreglo a la normativa de los cursos de posgrado de la
Facultad de Sociología de la Universidad de Northeastern.
Para comprender los motivos de la formación y ulterior desintegración del grupo religioso conocido como los Baptistas de Aroostook, es importante comprender primero la historia del estado de Maine. Para entender por qué cuatro familias compuestas por personas bienintencionadas y no faltas de inteligencia siguieron a un individuo como el reverendo Faulkner al bosque y no volvió a saberse de ellas, debemos ser conscientes de que en este estado, durante casi tres siglos, hombres como Faulkner han atraído adeptos, a menudo frente al desafío de Iglesias mayores y movimientos religiosos más ortodoxos. Puede afirmarse, pues, que existe algo en el carácter de los habitantes del estado, una vena de individualismo que se remonta a los tiempos de los colonizadores, que los induce a dejarse cautivar por predicadores del talante del reverendo Faulkner.
Durante buena parte de su historia, Maine ha sido un estado fronterizo. A decir verdad, desde la llegada de los primeros misioneros jesuitas, en el siglo XVII, hasta mediados del siglo XX, los grupos religiosos consideraron Maine un territorio de misiones. Proporcionó durante casi trescientos años un terreno bien abonado, aunque no siempre fructífero, para los predicadores ambulantes, los movimientos religiosos no ortodoxos e incluso los charlatanes. La economía rural no permitía mantener iglesias y clérigos permanentes y, con frecuencia, la práctica religiosa no era una cuestión prioritaria para familias desnutridas, desharrapadas y sin una vivienda en condiciones.
En 1790 el general Benjamín Lincoln observó que muy pocos pobladores de Maine habían recibido el bautismo debidamente y que algunos nunca habían comulgado. El reverendo John Murray de Boothbay, en 1793, escribió acerca de "los inveterados vicios y la ausencia de remordimientos'' de los habitantes y dio gracias a Dios por haber encontrado "una familia devota y a un humilde practicante al frente de ella". Resulta interesante mencionar que el reverendo Faulkner tenía por costumbre citar este pasaje de Murray en los sermones a sus fieles.
Los predicadores ambulantes oficiaban de pastores para aquellos que carecían de iglesia. Algunos eran excepcionales, instruidos frecuentemente en York o en Harvard. Otros eran menos dignos de elogio. Según se sabe, el reverendo Jotham Sewall de Chesterville, Maine, pronunció 12.593 sermones en 413 asentamientos, de Maine en su mayor parte, entre 1783 y 1849. En contraste, el reverendo Martin Schaeffer de Broad Bay, un luterano, engañó en gran medida a sus feligreses hasta que al final lo expulsaron del pueblo.
Los predicadores ortodoxos tenían serias dificultades para introducirse en el estado, siendo los calvinistas los peor acogidos tanto por sus intolerantes doctrinas como por su vinculación a las fuerzas del gobierno. Los baptistas y metodistas, con su noción del igualitarismo y la igualdad, encontraban prosélitos mejor predispuestos. En treinta años, de 1790 a 1820, el número de iglesias baptistas en el estado pasó de diecisiete a sesenta. A su debido tiempo, se les unieron los baptistas del libre albedrío, los baptistas libres, los metodistas, los congregacionalistas, los unitarios, los universalistas, los shakers, los milleristas, los espiritualistas, los sandforditas, los holy rollers, los higginsitas, los librepensadores y los Black Stocking.
Aun así, la tradición de Schaeffer y de otros charlatanes permaneció viva: en 1816 se desarrolló en torno a la figura del carismático Cochrane el «engaño» del cochranismo, que acabó en acusaciones contra el fundador por abusos deshonestos graves. En la década de los sesenta del siglo XIX, el reverendo George L. Adams persuadió a sus adeptos para que vendiesen sus casas, sus tiendas e incluso sus aparejos de pesca y para que le entregasen el dinero a él con el objeto de contribuir a fundar una colonia en Palestina. Tras la fundación de la colonia de Gaza en 1886 murieron dieciséis personas durante las primeras semanas. En 1887, acusado de alcoholismo y malversación de fondos, Adams abandonó con su esposa la efímera colonia de Gaza. Más tarde reapareció en California, donde intentó convencer a la gente para que invirtiese en una caja de ahorros a pequeña escala, hasta que su secretario sacó a la luz su pasado.
Por último, a finales del siglo XIX, el evangelista Frank Weston Sandford fundó en Durham la comunidad de Shiloh. Sandford merece especial atención porque la comunidad de Shiloh fue, a todas luces, el modelo en que se inspiró el reverendo Faulkner para lo que se propuso llevar a cabo medio siglo después.
La secta ritualista de Sandford recaudó grandes sumas de dinero para misiones en el extranjero y proyectos de construcción de viviendas y envió barcos de vela llenos de misioneros a zonas remotas del planeta. Persuadidos por Sandford, sus seguidores vendieron sus casas y se radicaron en el asentamiento de Shiloh en Durham, a sólo cincuenta kilómetros de Portland. Muchos de ellos murieron a causa de la desnutrición y las enfermedades. El hecho de que estuviesen dispuestos a seguirlo y a morir por él da fe del magnetismo de Sandford, natural de Bowdoinham (Maine) y graduado por la Facultad de Teología del Bates College, en Lewiston.
Sandford contaba sólo treinta y cuatro años cuando se fundó oficialmente la colonia de Shiloh el 2 de octubre de 1896, fecha dictada a Sandford supuestamente por el propio Dios. Al cabo de varios años había en el asentamiento edificios por valor de más de doscientos mil dólares, cuya construcción se financió esencialmente con las donaciones y la venta de propiedades de sus seguidores. El edificio principal, el propio Shiloh, tenía 520 habitaciones y más de ochocientos metros de circunferencia.
Pero la creciente megalomanía de Sandford -afirmó que Dios lo había proclamado el segundo Elias- y su insistencia en la obediencia absoluta empezaron a provocar fricciones. El crudo invierno de 1902-1903 ocasionó una gran escasez de víveres y la viruela se cebó en la comunidad. Empezó a morir gente. En 1904 Sandford fue detenido y acusado de cinco delitos de crueldad contra menores y uno de homicidio sin premeditación como consecuencia de los actos de pillaje de ese invierno. El veredicto de culpabilidad fue revocado en la apelación.
En 1906 Sandford zarpó hacia Tierra Santa junto con un centenar de fieles en dos barcos, el Kingdom y el Coronel. Pasaron los cinco años siguientes en el mar, navegando hasta África y Sudamérica, pero su técnica de conversión no era muy ortodoxa: mientras los dos navíos costeaban esos territorios, los seguidores de Sandford rezaban sin parar a Dios implorándole que los nativos acudieran a él. El contacto real con los posibles conversos fue prácticamente nulo.
Al final, el Kingdom naufragó frente a la costa occidental de África, y cuando Sandford ordenó a la tripulación del Coronel que pusiese rumbo a Groenlandia, se amotinaron y lo obligaron a regresar a Maine. En 1911 Sandford fue juzgado por la muerte de seis tripulantes y condenado a diez años de prisión por homicidio sin premeditación. Puesto en libertad en 1918, se afincó en Boston y dejó la administración diaria de Shiloh en manos de sus subordinados.
En 1920, tras oír testimonios de las atroces condiciones en que vivían los niños de la comunidad, un juez ordenó su traslado. Shiloh se desintegró, se redujo el número de miembros de cuatrocientos a cien a raíz de un incidente que dio en llamarse la Dispersión. Sandford anunció que se apartaba de toda actividad en mayo de 1920 y se retiró a una granja en la zona norte del estado de Nueva York, donde intentó, sin éxito, reconstruir la comunidad. Murió en 1948 a los ochenta y cinco años de edad. La comunidad de Shiloh existe todavía hoy, aunque de forma muy distinta a como fue en sus inicios, y a Sandford sigue honrándosele como fundador.
Se sabe que Faulkner consideró a Sandford una fuente de inspiración especial: Sandford había demostrado que era posible establecer una comunidad religiosa independiente mediante las donaciones y la venta de los bienes de los verdaderos creyentes. Resulta, pues, irónico y a la vez curiosamente coherente que el intento de Faulkner de crear su propia utopía religiosa, en las proximidades de la pequeña localidad de Eagle Lake, terminase en resentimiento y acritud, al borde de la inanición y la desesperación, y en último extremo con la desaparición de veinte personas, entre ellas el propio Faulkner.
A la mañana siguiente estaba sentado en la cocina de mi casa poco después de amanecer, con una cafetera y los restos de unas tostadas resecas en la mesa al lado de mi PowerBook. Ese día tenía que preparar un informe para un cliente, así que aparté a Jack Mercier de mi pensamiento. Fuera caían gotas de agua del haya que crecía junto a la ventana de la cocina, y, al chocar contra la tierra húmeda, sonaban con una cadencia irregular. Todavía quedaban un par de hojas secas y parduscas adheridas a las ramas del árbol, pero ya estaban rodeadas de brotes verdes, la vida vieja se preparaba para dar paso a la nueva. Un trepador hinchó el pecho rojo y cantó desde su nido de pequeñas ramas. No se veía a su pareja, pero supuse que andaba cerca. Antes de finales de mayo habría huevos en el nido y pronto toda una familia me despertaría por las mañanas.
Cuando empezó el telediario en la WPXT, el canal local afiliado a la Fox, ya había redactado un borrador aceptable y hecho copia en disquete para poder imprimir desde el ordenador de sobremesa. Abrió con las últimas noticias sobre los restos humanos aparecidos en el lago St. Froid el día anterior. Mostraron a la doctora Claire Gray, recién nombrada forense general del estado, a su llegada al lugar del hallazgo con botas de bombero y mono. Tenía el cabello oscuro, largo y rizado, y su semblante no delataba emoción alguna mientras descendía hacia la orilla del lago.
Ya habían levantado diques con sacos de arena para contener las aguas, y en ese momento los huesos descansaban en una capa de espeso barro y vegetación descompuesta, sobre la que se había extendido una lona para protegerlos de los elementos. El examen preliminar lo había efectuado uno de los doscientos forenses a tiempo parcial del estado, quien confirmó que se trataba de restos humanos; y, posteriormente, la policía envió imágenes digitales del lugar por correo electrónico a la oficina de la forense general, en Augusta, para que ella y sus ayudantes se familiarizasen con el terreno y la tarea que debían afrontar. Ya habían avisado a la antropóloga forense de la Universidad de Maine en Orono, que viajaría a Eagle Lake horas más tarde ese mismo día.
Según la periodista, debido a que se corría el riesgo de un mayor deterioro de la orilla y existía la posibilidad de dañar los restos, se había descartado el uso de una excavadora para exhumar los cuerpos y se consideraba ya muy probable que la tarea tuviese que concluirse a mano mediante palas y pequeñas llanas Marshalltown en una meticulosa labor centímetro a centímetro. Mientras la periodista hablaba, se oían claramente de fondo los aullidos de los híbridos de lobo. Puede que tuviese que ver con el sonido de la transmisión en directo, pero los aullidos llegaban con un tono terrible y penetrante, como si en cierta manera los animales comprendiesen qué se había descubierto en su territorio. La intensidad de los aullidos aumentó cuando un coche se detuvo al borde del área acordonada y se apeó el subjefe de la fiscalía, conocido por todos como doctor Bill, para hablar con el agente. En el asiento trasero del coche llevaba a sus dos perros rastreadores de cadáveres: era la presencia de éstos lo que había desencadenado la reacción de los híbridos.
Detrás de la periodista se veía a los técnicos de una unidad móvil del puesto de la policía del estado en Houlton y, al fondo, entre los agentes de la policía del estado y de la oficina del sheriff, a miembros de la BIC III, la Brigada de Investigación Criminal con jurisdicción en Aroostook. Era evidente que la periodista había hablado con la gente indicada. Pudo confirmar que los cadáveres llevaban cierto tiempo bajo tierra, que había entre ellos huesos de niños y que en algunos de los cráneos que quedaban a la vista se advertía la clase de lesiones causadas por el impacto de un objeto contundente. Probablemente el traslado de los primeros cuerpos al depósito de cadáveres de Augusta no se llevaría a cabo hasta pasados uno o dos días; allí, los restos se limpiarían con escalpelos y una mezcla de agua hervida y detergente para luego dejarlos secar bajo una campana extractora antes de analizarlos. Correspondería entonces a la antropóloga forense la tarea de rearticular los esqueletos lo mejor posible.
Pero el comentario final de la periodista resultó especialmente interesante. Según dijo, los inspectores creían disponer de una identificación preliminar de tres de los cadáveres como mínimo, si bien se negaban a dar más detalles por el momento. Eso significaba que habían descubierto algo en el lugar de los hechos, algo que preferían reservarse. El hallazgo despertó mi curiosidad -la mía y la de un millón de personas más-, pero sólo eso. No envidié a los investigadores que debían adentrarse en el barro del lago St. Froid para extraer los huesos con las manos enguantadas, espantando a las primeras moscardas e intentando abstraerse de los aullidos de los híbridos.
Concluidas las noticias, imprimí el texto y fui en coche a las oficinas de PanTech Systems para informar de mis averiguaciones. PanTech tenía su sede en un edificio de tres plantas con ventanas de cristal ahumado en Westbrook y estaba especializada en sistemas de seguridad para las redes informáticas de entidades financieras. Su última innovación incluía un complejo algoritmo ante el que cualquiera con un coeficiente de inteligencia inferior a doscientos quedaba mudo de incomprensión, pero que la compañía consideraba prácticamente infalible. Por desgracia, Errol Hoyt, el matemático que mejor entendía el algoritmo y había participado en su desarrollo desde el principio había llegado a la conclusión de que PanTech lo infravaloraba y en ese momento intentaba vender sus servicios, y el algoritmo, a la competencia a espaldas de su actual empresa. La circunstancia de que, además, estuviese acostándose con su contacto en la firma rival -una tal Stacey Kean, que tenía uno de esos cuerpos esculturales que provocaban colisiones múltiples en la autovía después de la misa del domingo-complicaba un poco más el asunto.
Había interceptado las transmisiones de Hoyt por teléfono móvil mediante un sistema de escucha radiofónica celular Cellmate provisto de una antena de alta ganancia. El Cellmate venía en un compacto estuche de aluminio mate que contenía un teléfono Panasonic adaptado, un decodificador a multifrecuencia y una grabadora Marantz. No tenía más que marear el número del teléfono móvil de Hoyt y el Cellmate se ocupaba del resto. Mediante las escuchas, había seguido el rastro a Hoyt y a Kean hasta uno de sus lugares de encuentro, el Days Inn de Maine Mall Road. Esperé en el aparcamiento y tomé fotografías de los dos
entrando en la misma habitación. Luego pedí la habitación contigua y, una vez allí, saqué de mi bolsa de piel el dispositivo de vigilancia Penetrator II. Aunque, por su nombre, cabría pensar que el Penetrator II era alguna clase de adminículo sexual, se trataba sólo de un transductor especialmente diseñado para acoplarse a la pared y convertir las vibraciones captadas en impulsos eléctricos; después, éstos se amplificaban y transformaban en señales de audio reconocibles. En este caso, la mayoría de las señales de audio reconocible eran gruñidos y gemidos, pero cuando terminaron con la parte placentera, fueron al grano, y Hoyt proporcionó suficientes detalles comprometedores acerca de lo que ofrecía, y de cómo y cuándo iba a producirse el traspaso, para que PanTech pudiese echarlo sin incurrir en una demanda laboral por despido improcedente y una considerable indemnización por daños y perjuicios. Debo reconocer que era una manera un tanto sórdida de ganarse unos dólares, pero me había resultado cómodo y relativamente sencillo. Ahora ya sólo era cuestión de presentar las pruebas a PanTech y de recoger el cheque.
Permanecí sentado en una sala de reuniones junto a una mesa de cristal ovalada mientras, frente a mí, tres hombres examinaron primero las fotografías y escucharon después las conversaciones telefónicas de Hoyt y la grabación de su paréntesis romántico con la encantadora Stacey. Uno de ellos era Roger Axton, vicepresidente de PanTech. El segundo era Philip Voight, jefe de seguridad de la empresa. El tercero se había presentado como Marvin Gross, jefe de personal. Era un hombre de corta estatura y constitución enclenque, y la pequeña barriga que sobresalía por encima del cinturón inducía a pensar que padecía de desnutrición. Era Gross, advertí, quien llevaba el talonario de cheques.
Al cabo de un rato, Axton extendió un rollizo dedo y apagó la grabadora. Cruzó una mirada con Voight y se levantó.
– Todo parece en orden, señor Parker. Gracias por su tiempo y sus esfuerzos. El señor Gross se ocupará de la cuestión del pago.
Advertí que no me estrechaba la mano sino que simplemente abandonaba la sala con un susurro de seda como una viuda acaudalada. Supuse que si yo acabase de escuchar los sonidos de dos desconocidos manteniendo relaciones sexuales, también me habría negado a dar la mano al autor de la grabación. Así pues, seguí sentado en silencio oyendo el rasgueo de la pluma de Gross en el talonario. Cuando acabó, sopló suavemente sobre la tinta y, con sumo cuidado, arrancó el cheque. En lugar de entregármelo de inmediato, lo observó un momento antes de dirigirme una mirada escrutadora con la cabeza aún inclinada y preguntar:
– ¿Le gusta su trabajo, señor Parker?
– A veces -contesté.
– A mí me da la impresión -continuó Gross lánguidamente-de que es un tanto… rastrero.
– A veces -repetí sin inmutarme-. Pero por lo general eso no viene determinado por la naturaleza del trabajo en sí, sino por la naturaleza de algunas de las personas implicadas.
– ¿Se refiere al señor Hoyt?
– El señor Hoyt tuvo relaciones sexuales por la tarde con una mujer. Ninguno de los dos está casado. Lo que hicieron no era rastrero, o al menos no más que un centenar de cosas que la mayoría de la gente hace a diario. Su empresa me ha pagado por escucharlos, y ahí viene el lado rastrero del asunto.
La sonrisa de Gross no se alteró. Sostuvo el cheque en alto entre los dedos como si esperase que rogara por él. A su lado vi a Voight mirarse los pies abochornado.
– No estoy muy seguro de que seamos los únicos culpables de la manera en que ha llevado a cabo su encargo, señor Parker -dijo Gross-. Eso lo ha elegido usted.
Noté que se me cerraba el puño, en parte a causa de mi creciente ira hacia Gross, en parte porque no le faltaba razón. Sentado en aquella sala, viendo a aquellos tres hombres trajeados mientras escuchaban los sonidos de una pareja haciendo el amor, había sentido vergüenza por ellos, y por mí. Gross estaba en lo cierto: era un trabajo sucio, no mucho mejor que la recuperación de artículos por incumplimiento de pago, y el dinero no compensaba debido a la capa de mugre que dejaba en la ropa, en la piel y en el alma.
Continué en silencio, sin apartar la mirada de él, hasta que se puso en pie y devolvió el material concerniente a Hoyt a la carpeta negra de plástico en la que se lo había entregado. Voight se levantó también, pero yo me quedé sentado. Gross echó una última ojeada al cheque y lo dejó en la mesa, frente a mí, antes de abandonar la sala.
– Disfrute su dinero, señor Parker -dijo para concluir-. Creo que se lo ha ganado.
Voight me dirigió una mirada de pesar, encogió los hombros y siguió a Gross.
– Le espero fuera -dijo.
Asentí y empecé a guardar mis anotaciones en la bolsa. Cuando terminé, alcancé el cheque, comprobé la cantidad, lo doblé y lo metí en un pequeño departamento con cremallera de mi billetero. PanTech me había pagado una gratificación del veinte por ciento. Por alguna razón, me hizo sentir aún más sucio que antes.
Voight me acompañó hasta el vestíbulo y puso gran empeño en estrecharme la mano y darme las gracias antes de irme del edificio. Crucé el aparcamiento y pasé ante las plazas reservadas con los nombres de sus propietarios en pequeñas placas de latón clavadas a la tapia. El coche de Marvin Gross, un Impala rojo, ocupaba la plaza número veinte. Saqué las llaves del bolsillo y abrí la pequeña navaja que llevaba prendida del llavero. Me arrodillé junto al neumático izquierdo de la parte de atrás y apoyé la punta de la hoja contra la banda lateral, dispuesto a rajar el caucho. Permanecí en esa postura unos treinta segundos quizás, y, finalmente, me levanté, plegué la navaja y dejé intacta la rueda. Quedó una pequeña hendidura allí donde había rozado la hoja, pero nada más.
Como Gross había dado a entender, seguir a una pareja hasta la habitación de un motel era el pariente pobre de los casos de divorcio, pero me permitía pagar las facturas y los riesgos eran mínimos. Antes aceptaba trabajos por razones caritativas, pero no había tardado en darme cuenta de que, si continuaba obrando por caridad, pronto sería yo quien necesitase de la caridad ajena. Ahora Jack Mercier me ofrecía un buen dinero por investigar la muerte de Grace Peltier, pero algo me decía que no sería un dinero fácil de ganar. Lo había visto en los ojos de Mercier.
Fui al centro de Portland, aparqué en el garaje de la confluencia de Cumberland y Preble y entré en el mercado público de Portland. La Port City Jazz Band tocaba en una esquina y en el aire se mezclaban los olores de la repostería y las especias. Compré leche desnatada en Smiling Hill Farm y venado en Bayley Hill y luego añadí verduras frescas y un panecillo de Big Sky Bread Company. Me senté un rato junto a la chimenea para ver pasar a la gente y escuchar la música. Rachel y yo nos acercaríamos aquí juntos el fin de semana, pensé; pasearíamos entre los puestos agarrados de la mano y su aroma me quedaría impregnado entre los dedos y la palma durante el resto del día.
Cuando empezó a llegar la muchedumbre de la hora del almuerzo, me encaminé hacia Congress y atajé por Exchange Street en dirección al Java Joe's en el Puerto Antiguo. En el cruce de Exchange y Middle vi a un niño sentado en el suelo en el Tommy's Park, al otro lado de la calle. Pese a ser un día frío, sólo vestía una camisa a cuadros blancos y negros y pantalón corto. Una mujer se inclinó junto a él y le habló; el pequeño alzó la vista y la miró con atención. Al igual que el niño, la mujer lucía una indumentaria propia de otra época del año. Llevaba un vestido de verano claro, con un estampado de flores pequeñas y rosadas, de tela tan fina que se transparentaba al sol revelando el contorno de las piernas, y el cabello rubio recogido atrás con un lazo de color aguamarina. No le veía la cara, pero, cuando me acerqué, sentí un nudo en el estómago.
Susan llevaba un vestido como ése y se recogía atrás el cabello rubio con un lazo de color aguamarina. Asaltado por ese recuerdo paré en seco al mismo tiempo que la mujer se erguía y se apartaba del niño en dirección a Spring Street. Mientras se alejaba, el niño me miró y vi que llevaba unas gafas viejas de montura negra, una de las lentes estaba tapada con cinta adhesiva negra. Por la lente descubierta me observaba sin parpadear con su único ojo visible. Le colgaba del cuello una tabla de madera, suspendida de un trozo de cuerda gruesa. En la madera había grabado algo, pero no lo bastante nítido para verlo desde donde yo estaba. Le sonreí y, justo en el momento en que él me devolvía la sonrisa, bajé de la acera y me crucé en el camino de un camión de reparto. El conductor pisó el freno y dio un bocinazo, y yo me vi obligado a retroceder de un salto y a dejarlo pasar como una exhalación. Cuando el camionero, tras hacerme un corte de mangas, siguió calle abajo, la mujer y el niño habían desaparecido. No encontré el menor rastro de ellos en Spring Street, ni en Middle, ni en Exchange. Sin embargo, no pude quitarme de encima la sensación de que estaban cerca y me observaban.
Eran casi las cuatro cuando regresé a la casa de Scarborough después de ingresar el cheque y de ocuparme de varios recados. Deambulé descalzo de aquí para allá mientras sonaba la voz de Jim White en el estéreo. Era la canción Still Waters; en ella, Jim decía que había proyectos para los muertos y proyectos para los vivos, pero a veces no distinguía bien unos de otros. En la mesa de la cocina se hallaba el cheque de Jack Mercier y de nuevo me invadió el desasosiego. Había notado algo extraño en su manera de mirarme cuando me ofreció el dinero por hablar con Curtis Peltier. Cuanto más lo pensaba, más me convencía de que Mercier corría con el coste de mis servicios porque se sentía culpable.
Me preguntaba asimismo qué clase de deuda podía tener Mercier con Curtis Peltier para acceder a contratar a un detective que investigase la muerte de una mujer que apenas conocía. Al decir de muchos, su ruptura en los negocios no había estado exenta de acritud, y había puesto fin no sólo a una larga relación profesional sino también a una amistad de diez años. Si Peltier buscaba ayuda, me resultaba curioso que hubiese elegido a Jack Mercier.
Pero tampoco podía rechazar el encargo, pensé, porque también a mí me asaltaba una persistente sensación de culpabilidad en cuanto a Grace Peltier, como si en cierto modo le debiese al menos el tiempo que me llevaría hablar con su padre. Quizá fuese un resto de lo que había sentido por ella años antes y de mi reacción cuando creyó estar embarazada. Por entonces yo era joven, desde luego, pero ella era más joven aún. Recordaba su pelo oscuro y corto, sus ojos azules de mirada inquisitiva e, incluso ahora, su olor, como a flores recién cortadas.
A veces la vida se vive en retrospectiva. Me senté a la mesa de la cocina y contemplé el cheque de Jack Mercier durante un buen rato. Al final, todavía indeciso, lo doblé y lo dejé en la mesa bajo un jarrón de azucenas que había comprado impulsivamente al salir del mercado. Para cenar me preparé pollo con chile y jengibre y vi la televisión mientras comía, pero apenas presté atención. Al terminar, después de lavar y secar los platos, telefoneé al número que Jack Mercier me había dado el día anterior. Contestó una criada cuando el timbre sonó por tercera vez, y Mercier se puso al cabo de unos segundos.
– Soy Charlie Parker, señor Mercier. He tomado una decisión. Investigaré el asunto.
Oí un suspiro al otro lado de la línea. Quizá fuese de alivio; también podía ser de resignación.
– Gracias, señor Parker -se limitó a decir.
Puede que Marvin Gross me hubiese hecho un favor al llamarme rastrero, pensé.
Esa noche, mientras yacía en la cama pensando en el niño de la lente tapada y en la mujer rubia de pie a su lado, el perfume de las flores de la cocina se propagó por toda la casa, llegando a ser casi opresivo. El olor impregnó la almohada y las sábanas. Al frotar los dedos, me parecía notar en la piel granos de polen, como sal. Sin embargo, a la mañana siguiente cuando desperté, las flores ya se habían marchitado.
Y no entendí por qué.
El día de mi primera entrevista con Curtis Peltier amaneció despejado y radiante. Oía pasar los coches por Spring Street junto a mi casa, desde Oak Hill hasta Maine Mall Road, un reducido oasis de calma entre la Interestatal 1 y la I-95. El trepador había vuelto y la brisa hacía ondear los abetos al borde de mi propiedad, poniendo a prueba la resistencia de las agujas recién crecidas.
Mi abuelo rehusó vender parte de sus tierras cuando los promotores inmobiliarios vinieron a Scarborough en busca de terrenos para nuevas viviendas a finales de los años setenta y principios de los ochenta, y gracias a eso la casa seguía rodeada de árboles hasta donde el bosque lindaba con la interestatal. Lamentablemente, lo que quedaba de mi idilio semirrural pronto tocaría a su fin. El Servicio de Correos de Estados Unidos había proyectado construir un enorme centro de procesamiento postal a un paso de Mussey Road, en unas tierras que incluían las parcelas de la cantera Grondin y la granja Neilson. Tendría una superficie de tres hectáreas y media, y a lo largo del día entrarían y saldrían del recinto más de cien camiones; a lo que se sumaría el tráfico aéreo de las instalaciones previstas para el transporte por avión. Era bueno para la ciudad pero malo para mí. Por primera vez me había planteado vender la casa de mi abuelo.
Sentado en el porche, tomando café y viendo revolotear las avefrías, pensé en el viejo. Había muerto hacía casi seis años, y yo echaba de menos su serenidad, su amor al prójimo y su callada preocupación por las personas vulnerables y las menos favorecidas. Eso lo había inducido a entrar en las fuerzas del orden y, sin duda, lo había obligado a abandonarlas cuando llegó a identificarse tanto con las víctimas que se le hizo insoportable.
Un segundo cheque por valor de diez mil dólares había llegado a casa la noche anterior, pero yo, pese a lo que le había prometido a Mercier, continuaba intranquilo. Compadecía a Curtis Peltier, lo compadecía sinceramente, pero dudaba que fuese capaz de darle lo que él quería; quería recuperar a su hija, tal como había sido, y conservarla a su lado para siempre. El recuerdo que guardaba de ella había quedado empañado por la clase de muerte que había sufrido, y quería limpiar esa mancha.
Pensé también en la mujer de Exchange Street.
¿Quién se pone un vestido de verano cuando hace frío? La respuesta acudió a mi mente y la aparté como algo indeseado.
¿Quién se pone un vestido de verano cuando hace frío?
Alguien que no siente frío.
Alguien que no puede sentir frío.
Apuré el café y, sentado a mi escritorio, intenté ponerme al día con el papeleo atrasado, pero Curtis Peltier y su hija me venían una y otra vez al pensamiento, junto con el niño pequeño y la mujer rubia. A la postre, todo se reducía a colocar las pesas en una balanza: a un lado, mi propio malestar; al otro, el dolor de Curtis Peltier.
Alcancé las llaves del coche y fui a Portland.
Peltier vivía en una casa de piedra rojiza en Danforth Street, cerca de la hermosa Mansión Victoria, de estilo italiano, de la que era una réplica en miniatura. Supuse que la compró en su época de bonanza, y probablemente era lo único que le quedaba. Esa zona de Portland, que abarcaba las calles Danforth, Pine, Congress y Spring, era donde se afincaban los ciudadanos prósperos en el siglo XIX. Era lógico, imaginé, que Peltier se sintiese atraído por el barrio cuando se enriqueció.
Desde fuera, la casa ofrecía una apariencia imponente, pero los jardines estaban descuidados y en los marcos de puertas y ventanas la pintura se veía desconchada. Yo nunca llegué a entrar en la casa con Grace. Según tenía entendido, la relación con su padre empezó a tambalearse en la adolescencia y ella mantenía su vida familiar lejos de todos los demás aspectos de su existencia. Su padre la adoraba, pero ella se mostraba remisa a corresponderle, como si su afecto la agobiase. Grace había sido siempre una persona de una voluntad férrea, dotada de una determinación y una fortaleza interior que a veces la llevaban a comportamientos dolorosos para quienes tenía alrededor, aun cuando no fuese su intención herirlos. En el momento en que decidió excluir a su padre de su vida, él no tuvo más remedio que apartarse. Más tarde supe por amigos comunes que Grace había vencido gradualmente su resentimiento y que la relación entre ambos se había estrechado en los años previos a su muerte, pero los motivos del anterior distanciamiento seguían sin estar claros.
Llamé al timbre y oí cómo resonaba dentro de la enorme casa. Una silueta se dibujó detrás del cristal esmerilado y un anciano abrió la puerta, tenía los hombros demasiado estrechos para la amplia camisa roja y se sujetaba el pantalón de color tostado con unos tirantes negros justo por encima de la cadera, muy por debajo de la cintura, lo que le daba aspecto de payaso pequeño y triste.
– ¿Señor Peltier? -pregunté.
Movió la cabeza en un gesto de asentimiento a modo de respuesta. Me identifiqué enseñándole la licencia.
– Me llamo Charlie Parker. Jack Mercier me ha dicho que posiblemente esperaba usted mi visita.
El rostro de Curtis Peltier se iluminó un poco. Mientras se atusaba el cabello y se arreglaba el cuello de la camisa se apartó para dejarme entrar. La casa olía a humedad. Una fina capa de polvo cubría parte de los muebles del vestíbulo y el comedor, situados a la izquierda. El mobiliario parecía de buena calidad pero nada del otro mundo, como si las mejores piezas ya se hubiesen vendido y la única función de las que quedaban fuese llenar lo que, de lo contrario, sería un espacio vacío. Lo seguí hasta la cocina, pequeña y clara, con revistas atrasadas esparcidas por las sillas, tres paisajes a la acuarela en las paredes y una cafetera que impregnaba el aire con aroma a vainilla. El paisaje de los cuadros me resultaba vagamente familiar; parecían vistas de la misma zona, pintadas desde tres ángulos distintos en apagados tonos marrones y rojos. Árboles desnudos convergían por encima de una extensión de agua oscura y, a lo lejos, unas colinas se difuminaban bajo un cielo encapotado. En el ángulo de cada pintura se leían las iniciales GP. No sabía que Grace pintase.
Unos cuantos libros de bolsillo amarilleaban en el alféizar de la ventana y había un sillón junto a una chimenea abierta de hierro fundido, repleta de leños y papel para que no se viese vacía cuando no se usaba. El anciano llenó dos tazas de café y sacó un plato de galletas de un armario. A continuación, en un gesto de disculpa, apartó las manos de los costados y sonrió.
– Tendrá que perdonarme, señor Parker -dijo, y se señaló la camisa, el pantalón descolorido y los pies, calzados con sandalias y calcetines-. No esperaba visita tan temprano.
– No se preocupe -contesté-. A mí, el técnico de la televisión por cable me sorprendió un día mientras intentaba matar una cucaracha y no llevaba puestas más que las zapatillas.
Sonrió agradecido y se sentó.
– ¿Le ha hablado Jack Mercier de mi hija? -preguntó sin andarse por las ramas.
Le estaba mirando a la cara cuando pronunció el nombre de Mercier y advertí una oscilación, como el parpadeo de la llama de una vela expuesta súbitamente a una corriente de aire.
Asentí.
– Lo siento.
– No se suicidó, señor Parker. Me da igual lo que digan los demás. Pasó conmigo el fin de semana anterior a su muerte y nunca la había visto tan contenta. No se drogaba. No fumaba. Por Dios, ni siquiera bebía, o al menos nada más fuerte que una cerveza sin alcohol. -Tomó un sorbo de café mientras se frotaba el dedo índice de la mano izquierda con el pulgar en un movimiento rítmico y constante. Tenía un callo blanco en la piel a causa del continuo roce.
Saqué el bolígrafo y el cuaderno y escribí mientras Peltier hablaba. La madre de Grace había muerto cuando ella tenía trece años. Tras una serie de empleos sin porvenir, Grace volvió a la universidad y desde hacía un tiempo preparaba la tesis doctoral, que analizaba la historia de ciertos movimientos religiosos en el estado. Recientemente había vuelto a vivir con su padre y viajaba a Boston para visitar la biblioteca cuando era necesario.
– ¿Sabe con quién estuvo hablando? -pregunté.
– Siempre llevaba sus notas encima, así que no sabría decirle -respondió Peltier-. Sin embargo, me consta que tenía una entrevista en Waterville un día o dos antes de… -Su voz se apagó.
– ¿Con quién? -insté con delicadeza.
– Carter Paragon -contestó-. Ese individuo que está al frente de la Hermandad.
La Hermandad era un montaje de orientación marcadamente popular que presentaba programas de medianoche en la televisión por cable y pagaba a ancianas por meter en sobres panfletos religiosos a cinco centavos el sobre. En su reclamo publicitario, Paragon sostenía que era capaz de curar dolencias leves con sólo pedir a los espectadores que tocasen la pantalla del televisor con las manos, o al menos con una mano, ya que la otra la tendrían ocupada llamando al número gratuito de la Hermandad a fin de donar la voluntad para mayor gloria de Dios. Lo único que Carter Paragon había curado alguna vez era el exceso de saldo en una cuenta bancaria.
Como cabía prever, Carter Paragon no era su nombre verdadero. En realidad se llamaba Chester Quincy Deedes: ése era el nombre que constaba en su partida de nacimiento y en sus antecedentes penales, antecedentes que incluían, básicamente, uso fraudulento de tarjetas de crédito, estafas a compañías aseguradoras, participación indirecta en un timo a pensionistas y un par de detenciones por conducir bajo los efectos del alcohol. Cuando algún periodista hostil sacaba a relucir el tema, el rebautizado Carter Paragon admitía que había pecado, que ni siquiera había buscado a Dios, pero que Dios, a pesar de eso, lo había encontrado a él. Aun así, para empezar, no quedaba del todo claro por qué había ido Dios en busca de Chester Deedes, a menos que Chester hubiese conseguido robarle la cartera a Dios.
La Hermandad era, en esencia, una farsa, pero me habían llegado rumores -en su mayoría infundados- de que financiaba a grupos ultraderechistas e integristas religiosos. Varias organizaciones que presuntamente habían recibido ayuda económica de la Hermandad habían participado en piquetes y agresiones contra clínicas de abortos, líneas de ayuda para enfermos del sida, centros de planificación familiar e incluso sinagogas. Apenas se había conseguido demostrar algo: la Hermandad había ingresado cheques en las cuentas de la Coalición Americana de Activistas por la Vida, una organización bajo cuyos auspicios actuaban algunos de los grupos antiabortistas más radicales, y los Defensores de los Defensores de la Vida, un grupo de apoyo a. presos condenados por atentar contra clínicas y sus familias. Asimismo, ciertas conversaciones telefónicas grabadas después de actos violentos revelaban que elementos de tendencias fascistas, reaccionarias y fanáticas habían mantenido contacto regular con la Hermandad.
Aunque la Hermandad se apresuraba a condenar, en general, toda acción ilegal de los grupos que supuestamente financiaba, Paragon se había sentido obligado a aparecer un par de veces en programas informativos serios para negar como san Pedro un jueves por la noche, y lo había hecho vestido con un traje de un brillo untuoso y con un pequeño crucifijo de oro prendido discretamente en la solapa como si con ello pretendiese cautivar, disculparse y manipular al mismo tiempo. Tratar de forzar a Carter Paragon a adoptar una postura clara con respecto a algo era como querer fijar el humo con clavos.
Y, por lo visto, Grace Peltier había concertado una entrevista con Paragon poco antes de su muerte. Me pregunté si la entrevista se había producido, pues, de ser así, quizá mereciese la pena hablar con Paragon.
– ¿Tiene usted algunas de las notas que ella tomó para la tesis, o disquetes? -proseguí.
Peltier movió la cabeza en un gesto de negación.
– Como le he dicho, lo llevaba todo encima. Tenía previsto pasar unos días en casa de una amiga después de la entrevista con Paragon y trabajar allí en la tesis.
– ¿Sabe quién era la amiga?
– Marcy Becker -contestó de inmediato-. Es licenciada en historia, amiga de Grace desde hace mucho. Sus padres viven en Bar Harbor. Tienen un motel. Desde hace un par de años Marcy está allí con ellos y los ayuda a ocuparse del establecimiento.
– ¿Era una buena amiga?
– Mucho. O eso creía yo.
– ¿Por qué lo dice?
– Porque no fue al funeral -respondió, y volví a sentir aquella punzada de culpabilidad-. Es un poco raro, ¿no cree?
– Supongo que sí -dije-. ¿Faltó a la ceremonia algún otro amigo cercano?
Pensó por un momento.
– Una chica que se llama Ali Wynn, más joven que Grace. Estuvo aquí un par de veces y, por lo visto, se llevaban bien. Grace compartió apartamento con ella en Boston y acostumbraba a alojarse en su casa cuando iba a investigar allí. Ella también estudia en Northeastern, pero trabaja a tiempo parcial en un restaurante de lujo de Harvard, el Pudding o algo así.
– ¿Upstairs at the Pudding?
Asintió con la cabeza.
– Ese mismo.
Estaba en Holyoke Street, cerca de Harvard Square. Anoté el nombre en mi cuaderno.
– ¿Tenía Grace una pistola?
– No.
– ¿Seguro?
– Completamente. Detestaba las armas.
– ¿Salía con alguien?
– No que yo sepa.
Tomó un sorbo de café y advertí que me observaba con atención por encima de la taza, como si mi última pregunta hubiese alterado su percepción de mí.
– Le recuerdo, ¿sabe? -dijo en voz baja.
Sentí cómo me sonrojaba, y al instante me vi con quince años menos y dejando a Grace Peltier frente a esa misma casa y marchándome, dando gracias por no tener que volver a verla ni abrazarla nunca más. Me pregunté qué sabía Peltier de mi relación con su hija, y mi propia preocupación por algo así me sorprendió e incomodó.
– Le pedí a Jack Mercier que preguntase por usted -prosiguió-. Usted conoció a Grace, y pensé que quizás eso lo predispondría a ayudarnos.
– De eso hace mucho tiempo -contesté con delicadeza.
– Puede ser, pero para mí es como si mi hija hubiese nacido ayer. A su madre la asistió en el parto el peor médico imaginable. No servía ni para repartidor de leche y, a pesar de él, Grace se las arregló para llegar llorando a este mundo. Todo desde entonces, el sinfín de incidentes que compusieron su vida, parece haber ocurrido en un abrir y cerrar de ojos. Si lo mira desde ese punto de vista, verá que no ha pasado tanto tiempo, señor Parker. Para mí, en cierto modo, es como si ella apenas hubiese estado aquí. ¿Investigará el asunto? ¿Intentará averiguar qué le pasó a mi hija en realidad?
Suspiré. Sentía como si estuviese metiéndome en aguas profundas justo cuando empezaba a acostumbrarme a la sensación de hacer pie.
– Lo investigaré -contesté por fin-. No le prometo nada, pero empezaré a trabajar en ello.
Hablamos un poco más de Grace y de sus amigos, y Peltier me dio fotocopia de los registros de llamadas telefónicas de los últimos dos meses, así como los extractos más recientes de las cuentas corrientes y de las tarjetas de crédito de Grace, antes de acompañarme hasta su habitación. Me dejó solo allí dentro. Probablemente era demasiado pronto para que él pasase un rato en un espacio que aún olía a Grace, que aún contenía vestigios de su existencia. Registré los cajones y los armarios, y me sentí incómodo al tomar y volver a dejar sus prendas, al oír el tintineo de las perchas cuando palpé chaquetas y abrigos. No encontré nada aparte de una caja de zapatos que contenía los recuerdos de su vida romántica: tarjetas y cartas de amantes perdidos hacía mucho tiempo y entradas de cine de citas que obviamente habían significado algo para ella. Entre todo aquello no había nada reciente, ni nada mío. Tampoco lo esperaba. Examiné los libros de las estanterías y los medicamentos del botiquín colgado sobre el pequeño lavabo que había en un rincón de la habitación. No vi anticonceptivos que indicasen la existencia de un novio estable ni fármacos de venta con receta que indujesen a pensar que padecía de depresión o ansiedad.
Cuando volví a la cocina había en la mesa, frente a Peltier, una carpeta marrón con papeles. Me la entregó. Al abrirla vi que contenía todos los informes policiales sobre la muerte de Grace Peltier, junto con el certificado de defunción y los resultados de la autopsia. Asimismo incluía fotografías de Grace en el coche, sacadas por impresora. La calidad no era buena, pero tampoco hacía falta más. La herida de la cabeza era claramente visible, y la sangre en la ventana detrás de ella parecía el nacimiento de una estrella.
– ¿Cómo ha conseguido esto, señor Peltier? -pregunté, pero casi en el instante mismo en que las palabras salieron de mi boca supe la respuesta. Jack Mercier siempre obtenía lo que quería.
– Creo que ya lo sabe -respondió. Anotó su número de teléfono en un pequeño bloc y arrancó la hoja-. Me encontrará aquí casi siempre, de día o de noche. Últimamente no duermo mucho.
Le di las gracias. Luego me estrechó la mano y me acompañó a la puerta. Me observaba aún cuando subí al Mustang y me alejé.
Aparqué en Congress y llevé los informes a Kinkos para fotocopiarlos, una precaución que había empezado a tomar recientemente con todo, desde documentos tributarios hasta notas de investigación, quedándome los originales en casa y poniendo las copias a buen recaudo por si los originales se perdían o resultaban dañados. Hacer fotocopias implicaba unas molestias y unos gastos mínimos a cambio de la tranquilidad que proporcionaba. Cuando terminé, fui al Coffee by Design y comencé a leer detenidamente los informes. A medida que avanzaba me gustaba cada vez menos lo que veía.
El informe policial enumeraba el contenido del coche, incluida una pequeña cantidad de cocaína hallada en la guantera y un paquete de tabaco sobre el salpicadero. El análisis dactiloscópico revelaba tres juegos de huellas en el paquete, y sólo uno de ellos pertenecía a Grace. Para ser una persona que no fumaba ni consumía drogas, daba la impresión de que Grace Peltier llevaba muchos narcóticos en su coche.
El certificado de defunción no aportaba gran cosa a lo que ya sabía, aunque una sección despertó mi interés. La sección 42 del formulario del certificado de defunción del estado de Maine exige al forense que atribuya la muerte a una causa entre seis: Por orden son éstas: «natural», «accidente», «suicidio», «homicidio», «pendiente de investigación» y «no ha podido determinarse».
La forense no había marcado la casilla «suicidio» como causa de la muerte de Grace Peltier. En lugar de eso había optado por «pendiente de investigación». En otras palabras, albergaba dudas suficientes acerca de las circunstancias como para solicitar a la policía del estado que prosiguiese con las indagaciones sobre la muerte. Continué con los resultados de la autopsia.
El informe dejaba constancia de las medidas del cuerpo, de la ropa, del estado físico y nutricional en el momento de la muerte, y de su aseo personal. No se habían detectado señales de abandono que pudiesen indicar un trastorno mental o drogodependencia de algún tipo. El análisis de los humores oculares no revelaba rastros de consumo de drogas o alcohol en las horas anteriores a la muerte. También los análisis de bilis y orina daban negativos, señal de que tampoco había ingerido drogas durante los tres últimos días de vida. Una muestra de sangre extraída de una vena periférica de la axila se había mezclado en un tubo de ensayo con fluoruro sódico, un compuesto que reduce la acción microbiológica capaz de aumentar o disminuir cualquier contenido alcohólico en la sangre. Nuevamente dio negativo. Grace no había bebido antes de morir.
Quitarse la vida no es fácil. La mayoría de la gente necesita la ayuda de la bebida para armarse de valor; sin embargo, Grace Peltier no había tomado una sola gota. Pese a que su padre afirmaba que era una mujer feliz, a que no había alcohol ni drogas en su organismo, y a que la autopsia no revelaba ninguna de las señales propias de la clase de personalidad trastornada propensa al intento de suicidio, aparentemente Grace Peltier se había acercado una pistola a la cabeza y se había pegado un tiro.
Una bala de calibre 40 disparada por una Smith & Wesson a una distancia no mayor de cinco centímetros había causado la herida mortal de Grace. La bala había penetrado por la sien izquierda, había quemado y desgarrado la piel y había chamuscado el pelo por encima de la herida y hecho añicos el hueso esfenoides. El orificio era un poco menor que el diámetro de la bala, ya que la epidermis, debido a su elasticidad, se había dilatado para permitir el paso del proyectil y contraído después. Se apreciaba un círculo de piel escoriada en torno al orificio, causado por la fricción, el calentamiento y el tizne de la bala, así como una magulladura alrededor.
La bala había salido por encima y ligeramente por detrás de la sien derecha, y al hacerlo había fracturado la bóveda orbital y había provocado una magulladura en torno al ojo derecho. La herida era grande y hacia fuera, con forma de estrella irregular. La irregularidad se debía a los daños causados al entrar en contacto la bala con el cráneo, que lo había deformado. En el coche sólo había sangre de Grace, y el análisis de la disposición de la mancha concordaba con la herida recibida. El examen balístico del proyectil recuperado coincidía también. Los análisis químico y microscópico de los frotis obtenidos de la piel de la mano izquierda de Grace revelaban residuos de pólvora, indicio de que ella había disparado el arma. Al hallarla, la pistola colgaba de su mano izquierda. En el asiento, junto a la mano derecha, había una Biblia.
Es un hecho constatado que las mujeres rara vez se suicidan con pistola. Aunque existen excepciones, al parecer las mujeres no sienten la misma fascinación por las armas de fuego que los hombres y tienden a elegir métodos menos manifiestamente violentos para poner fin a sus vidas. En el trabajo policial se aplica una regla muy útil: una mujer muerta de un tiro es una mujer asesinada a menos que se demuestre lo contrario. Además, los suicidas tienen ciertas preferencias al elegir dónde dispararse: la boca, la garganta, la frente, la sien o el pecho. Normalmente las descargas en la sien se producen en el lado de la mano dominante, aunque eso no es una verdad universal. Grace Peltier, como yo sabía, era diestra, y sin embargo había optado por dispararse en la sien izquierda con la mano izquierda, empuñando lo que, cabía suponer, era un arma con la que no estaba familiarizada. Según Curtis, ni siquiera tenía pistola, aunque cabía la posibilidad de que hubiese decidido comprarse una por razones que sólo ella conocería.
Los informes contenían otros tres elementos que me parecieron extraños. El primero era que Grace Peltier tenía la ropa empapada de agua cuando se halló el cadáver. Al realizarse el examen, se descubrió que era agua salada. Por algún motivo, Grace Peltier se había zambullido en el mar totalmente vestida antes de pegarse un tiro.
El segundo era que le habían cortado las puntas del pelo poco antes o, más posiblemente, después de morir, y no con unas tijeras sino con el filo de una hoja. Le habían seccionado parte de la coleta y algunos pelos sueltos habían quedado atrapados entre la blusa y la piel.
El tercero no era una inclusión sino una omisión. Curtis Peltier me había dicho que Grace llevaba consigo todas sus notas para la tesis, pero en el coche no se encontró ninguna nota.
La Biblia era un detalle sutil, pensé.
Cuando volvía al coche, sonó el móvil.
– Hola, soy yo -dijo Rachel.
– Hola, ¿qué hay?
Rachel Wolfe era una psicóloga criminalista que en otro tiempo se dedicó a la elaboración de perfiles para la policía. Se reunió conmigo en Louisiana cuando la búsqueda del Viajante llegaba a su fin y nos convertimos en amantes. No fue una relación fácil: Rachel recibió heridas graves tanto físicas como emocionales, y yo tardé mucho en asumir la culpabilidad que me provocaban mis propios sentimientos hacia ella. Ahora estábamos consolidándonos lentamente como pareja, aunque ella seguía viviendo en Boston, donde investigaba y dirigía seminarios en Harvard. Habíamos hablado de pasada un par de veces sobre su posible traslado a Maine, pero nunca habíamos ahondado en el tema.
– Tengo una mala noticia. Este fin de semana no podré ir. Se ha convocado una asamblea extraordinaria del cuerpo docente el viernes por la tarde para hablar de los recortes presupuestarios, y casi con toda seguridad se prolongará hasta la mañana del sábado. No quedaré libre hasta el sábado por la tarde como muy pronto. Lo siento mucho.
Me sorprendí sonriendo mientras ella hablaba. Últimamente hablar con Rachel siempre me hacía sonreír.
– En realidad quizá sea mejor así. Louis me comentó que viajaría a Boston un fin de semana. Si logra convencer a Ángel para que lo acompañe, podría quedar con ellos mientras tú estás en la asamblea, y luego pasar el resto del tiempo juntos.
Ángel y Louis eran, dicho sin ningún orden en particular, homosexuales, delincuentes semirretirados, socios capitalistas en varios restaurantes y talleres mecánicos, y polos opuestos en casi cualquier sentido imaginable, a excepción de su común deleite en el caos y algún que otro homicidio. También eran amigos míos, y no precisamente por casualidad.
– El día cuatro se estrena Cleopatra en el Wang -sondeó Rachel-. Probablemente podría hacerme con un par de entradas.
Rachel era una entusiasta seguidora del Ballet de Boston y se proponía convertirme a esa clase de placeres. En cierto modo empezaba a conseguirlo, aunque con ello había provocado las ofensivas especulaciones de Ángel sobre mi sexualidad.
– Está bien, pero me debes un par de partidos de los Pirates cuando empiece la temporada de hockey.
– Hecho. Llámame para ponerme al corriente de sus planes. Puedo reservar una mesa para cenar y reunirme con vosotros tres después de la asamblea. Y miraré lo de esas entradas. ¿Algo más?
– ¿Qué tal una buena sesión de sexo desenfrenado y ruidoso?
– Se quejarán las vecinas.
– ¿Son guapas?
– Mucho.
– Bueno, si tienen envidia, veré qué puedo hacer por ellas.
– ¿Por qué no ves qué puedes hacer por mí primero?
– De acuerdo, pero cuando te agote, quizá tenga que ir en busca de placer a otra parte.
Aunque no podría asegurarlo, me pareció advertir un tono claramente burlón en su risa antes de colgar.
Cuando volví a casa, llamé al Upper West Side de Manhattan desde el teléfono fijo. A Ángel y a Louis no les gustaba recibir llamadas desde un móvil, porque -como el desdichado Hoyt estaba a punto de averiguar en carne propia- las conversaciones por móvil podían ser escuchadas o localizadas, y Ángel y Louis eran la clase de individuos que a veces se dedicaban a asuntos delicados que tal vez la policía no vería con buenos ojos. Ángel era un ladrón de casas, y muy bueno, aunque, en la actualidad, oficialmente «descansaba» gracias a las rentas conjuntas que él y Louis obtenían. La presente situación profesional de Louis era más turbia: mataba a personas por dinero, o eso hacía antes. Ahora mataba a personas a veces, pero no le preocupaba tanto el dinero como el imperativo moral que exigía esas muertes. A manos de Louis morían malas personas, y acaso el mundo estuviera mejor sin ellas. Conceptos como moralidad y justicia adquirían un sentido un tanto complicado por lo que a Louis se refería.
El teléfono sonó tres veces y a continuación una voz con todo el encanto de una serpiente silbándole a una mangosta dijo:
– ¿Qué?
La voz sonaba también un tanto entrecortada.
– Soy yo. Veo que aún no has llegado al capítulo sobre la buena educación al teléfono de aquel libro de la Señorita Modales que te regalé.
– Tiré esa mierda a la basura -contestó Ángel-. Seguramente aún intenta venderlo en Broadway algún muerto de hambre.
– Te noto la respiración entrecortada. ¿Es acaso de mi incumbencia saber qué he interrumpido?
– El ascensor está averiado. He oído el teléfono desde la escalera. He ido a un recital de órgano.
– ¿Y tú qué hacías? ¿Pasar la gorra?
– Muy gracioso.
Dudé que lo pensase de verdad. Obviamente, Louis seguía empeñado en el vano intento de ampliar los horizontes culturales de Ángel. Uno tenía que admirar su perseverancia y su optimismo.
– ¿Qué te ha parecido?
– Ha sido como pasar dos horas atrapado con el fantasma de la ópera. Me duele la cabeza.
– ¿Tienes previsto un viaje a Boston?
– Louis sí. En su opinión, es una ciudad con clase. A mí me gusta más el orden de Nueva York. Boston es como Manhattan por debajo de la calle Catorce, ya me entiendes, con todas esas callejuelas que se cruzan entre sí. Es como la Twilight Zone del Village. Ni siquiera me gustaba ir de visita cuando tú vivías allí.
– ¿Has acabado? -le interrumpí.
– En fin, supongo que ahora sí, impaciente del carajo.
– Voy a bajar este fin de semana, y quizá quede a cenar con Rachel el viernes. ¿Quieres venir?
– No cuelgues.
Oí una conversación en susurros y finalmente una grave voz masculina preguntó al otro lado de la línea:
– ¿Estás haciéndole proposiciones a mi chico?
– Dios me libre -contesté-. En mis relaciones me gusta ser el guapo, pero en este caso sería pasarse de la raya.
– Nos alojaremos en el Copley Plaza. Llámanos cuando tengáis mesa reservada.
– Cómo no, jefe. ¿Alguna cosa más?
– Ya te lo haremos saber -dijo, y se cortó la comunicación.
Era una verdadera lástima que se hubiesen deshecho del libro de la Señorita Modales.
Los extractos de las tarjetas de crédito de Grace Peltier no revelaban nada fuera de lo corriente; el registro telefónico, en cambio, incluía llamadas al motel de los padres de Marcy Becker, a un número particular de Boston que ahora estaba dado de baja pero había sido, supuse, de Ali Wynn, y varias llamadas a las oficinas de la Hermandad en Waterville. A media tarde telefoneé a ese mismo número de la Hermandad y un mensaje grabado me pidió que eligiese «uno» si quería hacer un donativo, «dos» si quería escuchar la oración grabada del día, o «tres» para hablar con una operadora. Pulsé «tres», y cuando me atendió la operadora, le di mi nombre y le pedí que me pusiera con el despacho de Carter Paragon. La operadora contestó que me pasaba con la ayudante de Paragon, la señorita Torrance. Tras un silencio, oí otra voz femenina.
– ¿En qué puedo ayudarle? -dijo con el tono que cierta clase
de secretarias reserva para aquellos a quienes no tienen la menor intención de ayudar.
– Desearía hablar con el señor Paragon, por favor. Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado.
– ¿De algo en concreto, señor Parker?
– De una mujer llamada Grace Peltier. Creo que el señor Paragon le concedió una entrevista hace dos semanas.
– Lo siento pero ese nombre no me suena de nada. Esa entrevista no se celebró. -Si las arañas se disculpasen antes de devorar a las moscas, conseguirían aparentar mayor sinceridad que aquella mujer.
– ¿Le importaría comprobarlo?
– Como le he dicho, señor Parker, esa entrevista no se celebró.
– No, me ha dicho que el nombre no le sonaba y luego me ha dicho que esa entrevista no se celebró. Si no reconoce el nombre, ¿cómo recuerda si la entrevista se celebró o no?
Se produjo un silencio al otro lado de la línea, y me dio la impresión de que el auricular empezaba a enfriarse perceptiblemente en mi mano. Al cabo de un rato, la señorita Torrance volvió a hablar.
– Veo en la agenda del señor Paragon que había concertada una entrevista con una tal Grace Peltier, pero no vino.
– ¿La canceló ella?
– No, sencillamente no se presentó.
– ¿Puedo hablar con el señor Paragon, señorita Torrance?
– No, señor Parker, no es posible.
– ¿Puedo pedir hora para hablar con el señor Paragon?
– Lo siento. El señor Paragon es un hombre muy ocupado, pero le diré que ha llamado.
Colgó antes de que le diese mi número de teléfono, así que supuse que no tendría noticias de Carter Paragon en un futuro cercano, o ni siquiera en un futuro lejano. Al parecer me vería obligado a hacer una visita a la Hermandad, aunque, a juzgar por el tono de la señorita Torrance, mi presencia allí sería casi tan bien acogida como un burdel en Disneylandia.
Desde la lectura del informe policial me asaltaba una duda sobre el contenido del coche, de modo que alcancé el teléfono y llamé a Curtis Peltier.
– Señor Peltier, ¿recuerda si Marcy Becker o Ali Wynn fumaban? -pregunté.
Guardó silencio antes de contestar.
– Pues creo que las dos, ahora que lo dice, pero hay otra cosa que debe saber. La tesis de Grace no era de carácter general; le interesaba un grupo religioso en concreto. Los Baptistas de Aroostook, se llamaban. ¿Ha oído hablar de ellos?
– Creo que no.
– La comunidad desapareció en 1964. Mucha gente dio por supuesto que habían desistido y se habían marchado a otra parte, a algún lugar más cálido y hospitalario.
– Disculpe, señor Peltier, pero no entiendo qué quiere decir.
– Se los conocía también como Baptistas de Eagle Lake.
Recordé las noticias del norte del estado, las fotografías en los periódicos de figuras que se movían al otro lado de la cinta con que se había acordonado la escena del crimen, los aullidos de los animales.
– Los cadáveres aparecidos en el norte -susurré.
– Se lo habría dicho cuando estuvo aquí, pero acabo de verlo en el telediario -dijo-. Creo que son ellos. Creo que han encontrado a los Baptistas de Aroostook.
Ya vienen, los ángeles de las tinieblas, los violentos, sus alas negras contra el sol, las espadas desenvainadas. Se abren paso sin piedad entre la gran masa de la especie humana: purgando, arrebatando, matando.
No forman parte de nosotros.
La Brigada de Homicidios de Manhattan Norte, con oficinas en el número 120 de la calle Ciento Diecinueve Este, se considera un grupo de élite dentro del Departamento de Policía de Nueva York. Todos los miembros han servido durante años como inspectores de distrito antes de pasar a Homicidios tras una rigurosa selección. Son inspectores experimentados y sus insignias de oro llevan los distintivos de una larga vida en activo. Los miembros más jóvenes tienen probablemente veinte años de trabajo a sus espaldas; los más veteranos están desde hace tanto tiempo que ciertos comentarios jocosos se han pegado a ellos como lapas a las proas de barcos viejos. Como solía decir Michael Lansky, que era inspector jefe en la brigada cuando yo era un agente novato: «Cuando entré en Homicidios, el mar Muerto sólo estaba enfermo».
Mi padre también fue policía hasta el día en que se quitó la vida. Yo solía estar preocupado por mi padre. Era lo normal cuando se era hijo de un policía, o al menos era lo que rae ocurría a mí. Lo quería; sentía envidia de él: de su uniforme, de su poder, de la camaradería con sus amigos. Pero también me preocupaba por él. Siempre estaba preocupado. En la década de los setenta, Nueva York no era como el Nueva York actual: cada vez morían más policías en las calles, exterminados como cucarachas. Uno lo veía en los periódicos y en la televisión, y yo lo veía reflejado en los ojos de mi madre cada vez que, cuando mi padre estaba de servicio, sonaba el timbre de la puerta ya entrada la noche. No quería vivir de la caridad de una asociación benéfica al servicio de viudas de policías. Sólo quería que su marido llegase a casa, vivo y quejándose, al final de la jornada. También él notaba la tensión; guardaba un frasco de Mylanta en su taquilla para combatir el ardor de estómago, que padecía a lo largo de casi todo el día, hasta que con el tiempo algo se rompió dentro de él y todo acabó en un final violento.
Mi padre sólo tuvo algún contacto esporádico con la Brigada de Homicidios de Manhattan Norte. Principalmente los veía pasar mientras mantenía a la muchedumbre tras un cordón policial o mientras montaba guardia ante una puerta verificando insignias y documentos de identidad. Un sofocante día de julio de 1980, poco antes de morir, lo mandaron a un modesto apartamento en la esquina de la calle Noventa y Cuatro con la Segunda Avenida que tenía alquilado una tal Marilyn Hyde, investigadora de una compañía de seguros cercana al centro.
Su hermana, al ir a visitarla, percibió un olor fétido procedente del interior del apartamento. Cuando intentó entrar con una copia de la llave que le había dado Marilyn, descubrió que alguien había trabado la cerradura con pegamento e informó al portero, quien avisó a la policía de inmediato. Mi padre, que estaba tomando un bocadillo en una cafetería a la vuelta de la esquina, fue el primero en llegar al edificio.
Resultó que Marilyn Hyde había telefoneado a su hermana dos días antes de morir. Le contó que, mientras subía por la escalera de la boca del metro de la calle Noventa y Seis con Lexington, su mirada se cruzó con la de un hombre que bajaba. Era alto y pálido, de cabello oscuro, boca pequeña y labios finos. Llevaba un chubasquero amarillo y unos vaqueros bien planchados. Probablemente, Marilyn no le sostuvo la mirada más de un par de segundos, le dijo esa noche a su hermana, pero vio algo en los ojos del hombre que la obligó a retroceder contra la pared como si le hubiesen dado un puñetazo en el pecho. Notó humedad en las perneras del pantalón de su traje chaqueta y, al bajar la vista, se dio cuenta de que había perdido el control de sus funciones.
Un día después, por la mañana, volvió a telefonear a su hermana y le comunicó su preocupación por el hecho de que alguien la seguía. No sabía quién exactamente; era sólo una sensación. Su hermana le aconsejó que hablase con la policía, pero Marilyn se negó, aduciendo que no tenía la menor prueba ni había visto a nadie comportarse de manera sospechosa cerca de ella.
Ese día salió del trabajo antes de hora con la excusa de que se encontraba mal y regresó a su apartamento. Como a la mañana siguiente no se presentó en la oficina ni atendió el teléfono, su hermana fue a ver si le ocurría algo y desencadenó así la sucesión de acontecimientos que llevaron a mi padre hasta la puerta de la casa de Marilyn. El rellano estaba en silencio, ya que la mayoría de los inquilinos se había ido a trabajar o a disfrutar del sol veraniego. Después de llamar, mi padre desenfundó su arma y echó la puerta abajo de una patada. En el apartamento, el aire acondicionado no estaba en marcha, y el olor lo azotó con tal fuerza que la cabeza empezó a darle vueltas. Pidió al portero y a la hermana de Marilyn Hyde que se quedasen allí, y a continuación atravesó la pequeña sala de estar, pasó frente a la cocina y el cuarto de baño y entró en el único dormitorio del apartamento.
Encontró a Marilyn encadenada a la cama, con las sábanas y el suelo empapados de sangre. Las moscas zumbaban alrededor. Tenía el cuerpo abotargado por el calor, la piel manchada de verde claro en el vientre, y las venas más superficiales de los muslos y los hombros destacaban de color verde más intenso y rojo como la nervadura de las hojas en otoño. Resultaba imposible saber si había sido hermosa o no.
La autopsia reveló cien heridas de arma blanca en el cuerpo. La incisión final en la yugular había sido la causa de la muerte: las noventa y nueve anteriores no tuvieron más finalidad que desangrarla lentamente durante horas. Junto a la cama se encontró un recipiente con sal y un tarro con zumo de limón recién exprimido. El asesino los había utilizado para despertarla cada vez que perdía el conocimiento.
Aquella noche, cuando mi padre volvió a casa despidiendo aún el intenso olor al jabón con que se había limpiado los rastros de la muerte de Marilyn Hyde, se sentó a la mesa de la cocina y abrió una botella de Coors. Mi madre se había marchado en cuanto él llegó a casa, impaciente por reunirse con unas amigas que no veía desde hacía muchas semanas. La cena de mi padre estaba en el horno, pero no la tocó. En lugar de eso bebió a sorbos de la botella y permaneció largo rato en silencio. Cuando me senté ante él, sacó un refresco de la nevera y me lo entregó para que tuviese algo con que acompañarlo mientras bebía.
– ¿Qué pasa? -pregunté por fin.
– Hoy le han hecho daño a una mujer -respondió.
– ¿Una mujer que conocemos?
– No, hijo, no la conocemos, pero creo que era buena persona. Seguramente merecía la pena conocerla.
– ¿Quién ha sido? ¿Quién le ha hecho daño?
Me miró, luego extendió el brazo, me acarició el pelo y apoyó la palma de la mano levemente en mi cabeza por un momento.
– Un ángel de las tinieblas -dijo-. Ha sido un ángel de las tinieblas.
No me contó lo que había visto en el apartamento de Marilyn Hyde. Me enteré muchos años después -por mi madre, por mi abuelo, por otros inspectores-, pero nunca me olvidé de los ángeles de las tinieblas. Muchos años después me arrebataron a mi mujer y a mi hija, y el hombre que las mató creía ser, también él, un ángel de las tinieblas, el fruto de la unión entre mujeres de este mundo y quienes habían sido expulsados del cielo por su orgullo y su lujuria.
San Agustín creía que la maldad natural podía atribuirse a la actividad de seres libres y racionales pero no humanos. Nietzsche consideraba el mal una fuente de poder independiente de lo humano. Esa capacidad para hacer el mal podía existir fuera de la psique humana, y representaba una capacidad para la crueldad y el daño distinta de nuestras propias facultades, una inteligencia malévola y hostil cuyo objetivo último era minar la esencial humanidad de los hombres, despojarnos de la capacidad de sentir compasión, empatía, amor.
Creo que mi padre vio ciertos actos fruto de la violencia y de la crueldad, como la atroz muerte de Marilyn Hyde, y se preguntó si había fechorías que rebasaban incluso el potencial de los seres humanos, si había criaturas que eran a la vez superiores e inferiores a los humanos y que se cebaban en nosotros.
Eran los violentos, los ángeles de las tinieblas.
Manhattan Norte, la mejor brigada de Homicidios de la ciudad, quizás incluso de todo el país, investigó el caso de Marilyn Hyde durante siete semanas, pero no encontró el menor rastro del hombre del metro. No había más sospechosos. El hombre a quien Marilyn Hyde miró durante un segundo de más y que, según se creía, la desangró hasta matarla por puro placer había vuelto al escondrijo del que salió.
El asesinato de Marilyn Hyde permanece sin resolver, y los inspectores de la brigada, inconscientemente, escrutan aún los rostros en el metro, a veces cuando van acompañados de sus mujeres e hijos, intentando dar con el hombre de cabello oscuro y boca pequeña. Y algunos de ellos, si se les pregunta, contestarán que quizás experimentan un instante de alivio al comprobar que no está entre la gente, que su mirada no se ha cruzado con la de él, que no han entrado en contacto con ese hombre mientras tienen al lado a sus familias.
Existen personas cuya mirada debe eludirse, cuya atención no debe atraerse. Son criaturas extrañas, parásitos, almas extraviadas que pretenden salvar el abismo y establecer un contacto fatal con el flujo cálido y continuo de la humanidad. Viven en el dolor y su único cometido es infligir ese dolor a los demás. Un vistazo fortuito, la momentánea persistencia de una mirada, basta para darles la excusa que buscan. A veces es mejor mantener la vista fija en el reguero de la alcantarilla por miedo a que, en caso de levantarla, nuestra mirada se cruce con la de ellos, como formas negras recortándose contra el sol, y nos cieguen para siempre.
Y ahora, en una porción de tierra húmeda y lodosa junto a un frío lago del norte de Maine, la obra de los ángeles de las tinieblas se revelaba lentamente.
La fosa se había descubierto en los límites de las tierras de uso público conocidas como Winterville. La actividad de las cuadrillas de mantenimiento y construcción había puesto en peligro la integridad del lugar, pero ya nada podía hacerse excepto evitar daños mayores.
Aquel primer día el equipo de emergencia, tras tomar los nombres de todos los trabajadores reunidos en la orilla del lago e interrogar brevemente a cada uno de ellos, había acordonado la zona con cinta y agentes de uniforme. En un principio surgieron ciertos problemas con una de las compañías madereras que utilizaban esa carretera, pero finalmente la compañía accedió a interrumpir el paso de camiones hasta que se determinase la extensión de la fosa.
Después del examen inicial se reforzaron los diques de sacos de arena y, en un punto donde la Red River Road se ensanchaba, se estableció un puesto de mando, incluida la unidad móvil asignada a la escena del crimen, con una rigurosa política de acceso para impedir una mayor contaminación del área afectada. Se creó y se marcó con cinta un camino a través del lugar, y después se grabó en vídeo un recorrido por la zona para aleccionar a los agentes de policía que no intervendrían directamente en la investigación.
Se fotografió la escena: primero planos generales para preservar lo esencial del lugar en el momento del descubrimiento; luego tomas orientativas de los huesos visibles, y por último primeros planos de los propios huesos. La videocámara entró en juego de nuevo, esta vez para mostrar detalles de la escena en lugar de simplemente grabarla. Una vez fijado mediante una estaca metálica de un metro de altura el punto central desde donde se medirían todas las distancias y ángulos, se realizaron dibujos. Se marcaron y grabaron los límites de la Red River Road por si una futura ampliación de la carretera alteraba el territorio, y se utilizó equipo GPS para obtener una estimación por satélite de la ubicación de la escena del crimen.
Después de una última reunión, ya casi sin luz, el equipo de investigación se dispersó y dejó a los agentes de la policía del estado y a los ayudantes del sheriff para vigilar la escena. El equipo forense llegaría al amanecer y entonces se iniciaría en serio la investigación de las muertes de los baptistas de Aroostook.
Y mientras trabajaban aquel día y los días siguientes, el alboroto de los híbridos fue constante, hasta el punto de que cada noche, cuando volvían a casa e intentaban conciliar el sueño, se despertaban a causa de aullidos imaginarios y creían estar otra vez a orillas del lago con las manos frías y las botas cubiertas de barro, rodeados de los huesos de los muertos.
Esa noche, por primera vez en muchos meses, soñé, y los recuerdos de Grace y de mi padre me siguieron de la vigilia al reposo. En el sueño, yo estaba de pie en un claro con árboles desnudos alrededor y aguas heladas y resplandecientes al fondo. Sobre unos montículos de tierra recientes dispuestos sin orden, la tierra parecía cambiar de posición, como si bajo ellos se moviese algo.
Y en las ramas de los árboles se congregaron unas siluetas: figuras negras y enormes con apariencia de ave y ojos rojos, que miraban la tierra que se movía con expresión voraz. De pronto, una de ellas desplegó las alas y bajó en picado, pero, en lugar de dirigirse hacia los montículos, voló hacia mí, y entonces vi que no era un ave sino un hombre, un viejo de melena canosa y suelta y dientes amarillos, cuyas correosas alas le nacían de unos nódulos en la espalda. Tenía las piernas descarnadas, las costillas se le marcaban bajo la piel, y su arrugado órgano viril oscilaba obscenamente mientras volaba. Se cernió ante mí batiendo sus oscuras alas en la noche. Las enjutas mejillas se le tensaron y, con voz sibilante, prorrumpió: «¡Pecador!». Agitando aún las alas, escarbó en un montón de tierra con sus pies como garras hasta dejar a la vista una porción de piel blanca que despidió un resplandor translúcido bajo la luz de la luna. Abrió la boca y bajó la cabeza hacia el cuerpo, que se estremeció y se retorció mientras él lo mordía, la sangre le resbalaba por el mentón y formaba un charco en el suelo.
Después me sonrió, y al volverme para apartar la vista de aquello me vi reflejado en las aguas que se extendían ante mí. Vi mi propia cara emparejada con la luna, fundiéndose su blancura con mis hombros y mi pecho desnudos. Y en mi espalda se desplegaron unas alas oscuras y enormes y cubrieron la superficie del lago como tinta negra y espesa acallando todo indicio de vida bajo ella.
EN BUSCA DEL SANTUARIO
Extracto de la tesis doctoral de Grace Peltier
En abril de 1963 un grupo de cuatro familias abandonó sus hogares en la Costa Este y viajó hacia el norte en diversos automóviles y camiones. Recorrieron más de trescientos kilómetros hasta llegar a las inmediaciones de la localidad de Eagle Lake, a treinta kilómetros al sur del límite entre New Brunswick y Maine. Las familias eran los Perrson, de Friendship, al sur del pueblo costero de Rockland; los Kellog y los Cornish, de Seal Cove; y los Jessop, de Portland. Conjuntamente, pasó a conocérselos como los Baptistas de Aroostook, o a veces los Baptistas de Eagle Lake, pese a que no existen pruebas que induzcan a pensar que, a excepción de los Perrson y los Jessop, las familias fueran originariamente miembros de esa fe.
Cuando llegaron a su destino, vendieron todos los vehículos, y con el dinero reunido compraron las provisiones esenciales para las familias durante un año, hasta que la colonia fuese autosuficiente. Las tierras de la comunidad, unas quince hectáreas aproximadamente, se arrendaron a un hacendado local por un periodo de treinta años. Tras el abandono de la colonia, las tierras revirtieron a la familia del propietario original, si bien hasta fecha reciente una disputa por la demarcación de los límites ha impedido que la zona se urbanizase.
Aquel mes viajaron al norte dieciséis personas en total: ocho adultos y ocho niños, separados por sexos también a partes iguales. En Eagle Lake los recibieron: el hombre a quien conocían como Predicador (o a veces reverendo Faulkner), su esposa, Louise, y sus dos hijos, Leonard y Muriel, de diecisiete y dieciséis años respectivamente.
Fue Faulkner quien había instado a las familias, en su mayor parte campesinos y obreros pobres, a vender sus propiedades, hacer un fondo común con el dinero obtenido y trasladarse al norte para fundar una comunidad basada en estrictos principios religiosos. Varias familias más se mostraron dispuestas a emprender el viaje, impulsadas por diversos motivos como el persistente temor a la amenaza comunista, las creencias religiosas fundamentalistas, la pobreza y la incapacidad de hacer frente a lo que consideraban el deterioro moral de la sociedad que los rodeaba, así como, quizás inconscientemente, la tradición de adhesión a movimientos religiosos marginales que tan importante papel había desempeñado en la historia del estado. Estos otros solicitantes fueron rechazados en virtud del número de miembros de las familias y de las edades y sexos de los hijos. Faulkner expresó su propósito de crear una comunidad en la que los integrantes de las familias pudiesen casarse entre sí, para fortalecer de este modo los lazos entre ellas en generaciones venideras, y exigió por tanto igual número de parejas de edad similar. Las familias seleccionadas se distanciaron, en mayor o menor medida, de sus parientes, y, al parecer, no les inquietó la idea de aislarse del mundo.
Los Baptistas de Aroostook llegaron a Eagle Lake el 15 de abril de 1963. En enero de 1964 la colonia ya había sido abandonada. No volvió a encontrarse el menor rastro de las familias fundadoras ni de los Faulkner.
A la mañana siguiente dormí hasta tarde, pero al despertar no me sentí descansado. Conservaba un vivo recuerdo del sueño y, pese al frío de la noche, había sudado.
Decidí desayunar en Portland antes de visitar la sede de la Hermandad, pero sólo cuando me encontraba ya en el coche advertí que el indicador rojo del buzón estaba levantado. Era un poco temprano para el reparto del correo, pero no le di mayor importancia. Recorrí el camino de entrada y, cuando me disponía a tender la mano hacia el buzón, vi corretear por la hojalata algo ágil y diminuto. Era una araña pequeña y marrón con una extraña marca en forma de violín en el dorso. Tardé un momento en reconocerla: una araña violín, de la especie de las reclusas. Retiré la mano en el acto. Aunque nunca había visto una tan al norte, sabía que picaban. La aparté con un palo, pero entonces asomaron otras patas por la rendija de la tapa del buzón y una segunda araña violín salió comprimiéndose a través del estrecho espacio, seguida de una tercera. Circundé el buzón con cautela y vi más arañas, unas reptando por la base, otras descendiendo lentamente a la tierra por hebras de hilo de seda. Respiré hondo y descorrí el pasador del buzón con el palo.
Centenares de arañas minúsculas se precipitaron al exterior. Algunas cayeron sobre la hierba; otras se abrieron paso lentamente por el interior de la tapa, aferrándose a los cuerpos de las que tenían debajo. Por dentro, el buzón era un hervidero de arañas. En el centro había una caja de cartón con respiraderos a un lado por donde empezaron a escapar arañas en cuanto les dio el sol. Vi algunas arañas muertas encogidas en la caja y en los rincones del buzón, las patas contraídas contra el abdomen mientras sus congéneres las devoraban. Di un paso atrás con una sensación de repugnancia, procurando no pensar qué habría ocurrido si, en la penumbra, hubiese metido la mano en el buzón sin darme cuenta.
Fui al coche, saqué del maletero la lata de gasolina de reserva y luego tomé un Zippo de la guantera. Rocié el buzón por dentro y por fuera y también la tierra seca que lo rodeaba. A continuación, prendí una hoja de periódico enrollada y la arrojé adentro. El buzón se consumió entre las llamas al instante y empezaron a caer pequeños arácnidos achicharrados. Retrocedí cuando la hierba comenzó a arder y me acerqué a la manguera del jardín. La acoplé al grifo de fuera y mojé la hierba para contener el fuego. Después me quedé allí un rato viendo cómo ardía el buzón. Cuando tuve la seguridad de que nada había sobrevivido, sofoqué las llamas en medio del siseo que emitía la hojalata al entrar en contacto con el agua y el vapor que se elevaba en el aire. Cuando se enfrió, me calcé unos guantes de becerro y eché los restos de las arañas en una bolsa negra, que tiré al cubo de basura contiguo a la puerta trasera. Luego permanecí de pie largo rato en el borde de mi propiedad, escrutando los árboles y dando manotazos a las arañas invisibles que me corrían por la piel.
Desayuné en Bintliff's, una cafetería de Portland Street, y tracé el plan de acción para el día. Me senté en uno de los amplios reservados rojos del piso superior, con el ventilador del techo girando despacio mientras sonaba de fondo una suave música de blues. Bintliff's tiene un menú de tan alto contenido calórico que los Weight Watchers deberían plantar un piquete permanente ante la puerta; tortas de pan de jengibre con salsa al limón, biscotes a la naranja y langosta Benedict no son la clase de desayuno que contribuye a tener la cintura esbelta, aunque con toda certeza inducen a enarcar las cejas incluso al dietista menos entusiasta. Me conformé con un poco de fruta, tostadas de pan de trigo y café, y con eso me sentí virtuoso pero también un tanto triste. De todos modos, ver las arañas me había quitado el apetito. Podía haber sido cosa de algún niño para gastar una broma, supuse, pero si era así, se trataba de una broma perversa y de muy mal gusto.
Waterville, donde la Hermandad tenía su sede, estaba a medio camino entre Portland y Bangor. Pasado Bangor, podía ir al este hasta Ellsworth y el tramo de la Interestatal 1 donde se encontró a Grace Peltier. Desde Ellsworth, Bar Harbor, el pueblo de Marcy Becker, buena amiga de Grace pero ausente en el funeral, se hallaba bastante cerca yendo hacia la costa. Me terminé el café, lancé una última mirada al plato de manzanas a la canela y tostadas con pan de pasas que iba camino de una mesa junto a la ventana y luego salí y me metí en el coche.
En la acera de enfrente vi a un hombre sentado al pie de la escalinata de la central de correos. Vestía un traje marrón con camisa amarilla y corbata blanca y roja bajo un abrigo largo de color marrón oscuro. Tenía el cabello corto y rojo, apenas salpicado de gris, y tan erizado como si estuviese enchufado a una toma eléctrica. Comía un helado de cucurucho. Masticaba el helado con un inexorable y metódico movimiento de mandíbula, sin detenerse a saborearlo ni una sola vez. En su forma de mover la boca había algo desagradable, casi más propio de un insecto, y sentí que me miraba cuando abrí la puerta del coche y me senté al volante. Al apartarme del bordillo, sus ojos me siguieron. Por el retrovisor le vi volver la cabeza para observarme mientras avanzaba, moviendo aún la boca como las mandíbulas de una mantis.
La Hermandad tenía su sede oficial en el 109A de Main Street, en plena zona comercial de Waterville. En Waterville hay rincones preciosos, pero el centro es un caos, básicamente porque da la impresión de que las espantosas galerías Ames han caído del cielo sin orden ni concierto y las han dejado allí tal cual, y una amplia extensión del centro de la localidad ha quedado reducida a una especie de aparcamiento con pretensiones. Aun así, se habían conservado suficientes construcciones de piedra rojiza para sostener un cartel de bienvenida a los encantos del centro de Waterville, entre ellos las modestas oficinas de la Hermandad. Éstas ocupaban los dos pisos superiores de un edificio sin tienda en los bajos frente a Joe's Smoke Shop, encajado entre el salón de belleza Head Quarters y la cafetería Jorgensen's. Dejé el coche en el aparcamiento de Ames y crucé la calle a la altura de Joe's. Junto a la puerta de cristal cerrada del 109A había un portero automático con un pequeño objetivo de ojo de pez debajo. Una placa metálica sujeta al marco de la puerta llevaba grabadas las palabras:
LA HERMANDAD. DEJA QUE EL SEÑOR TE GUÍE. A un lado había un pequeño estante con un fajo de folletos. Después de tomar uno y guardármelo en el bolsillo llamé al timbre, y, en respuesta, oí una voz entre interferencias. Se parecía sospechosamente a la de la señorita Torrance.
– ¿En qué puedo servirle?
– He venido a ver a Carter Paragon -contesté.
– Lamento decirle que el señor Paragon está ocupado.
El día acababa de empezar y yo experimentaba ya una sensación de déjà vu.
– Pero yo he dejado que el Señor me guíe hasta aquí -protesté-. No querrá hacer quedar mal a Dios, digo yo.
Del altavoz sólo me llegó el silencio que sigue cuando se interrumpe la comunicación. Volví a llamar.
– ¿Sí? -Su irritación era palpable.
– Quizá podría esperar a que el señor Paragon se desocupe.
– No es posible. Esto no es un organismo municipal. Para ponerse en contacto con el señor Paragon primero debe solicitarlo por escrito. Buenos días.
Me dio la impresión de que un buen día para la señorita Torran-ce sería probablemente un día más bien malo para mí. También me chocó que en el transcurso de la conversación no me hubiese preguntado mi nombre ni el motivo de la visita. Podía deberse sólo a mi suspicacia natural, pero habría dicho que la señorita Torrance ya sabía quién era yo sin ningún género de dudas. Más aún, sabía cómo era y me había reconocido.
Rodeé la manzana hasta Temple Street, calle a la que daban las oficinas de la Hermandad por la parte trasera. Allí encontré un reducido aparcamiento con el cemento del suelo resquebrajado y hierbajos en las grietas, dominado por un árbol seco bajo el que había dos depósitos de gas propano. La puerta de atrás del edificio era blanca y las ventanas estaban cubiertas de tela metálica. La negra escalera de incendios de hierro parecía tan decrépita que a los ocupantes les valdría más arriesgarse con las llamas que bajar por ella. Daba la impresión de que la puerta trasera del 109A no se había abierto en mucho tiempo, lo cual significaba que los vecinos de la finca entraban y salían por la puerta de Main Street. En el aparcamiento había un Explorer 4x4 rojo. Al escudriñar el interior por la ventanilla, vi en el suelo una caja que contenía aparentemente más folletos religiosos sujetos con gomas elásticas. Recurriendo a mis más elementales dotes deductivas, llegué a la conclusión de que había encontrado el medio de transporte de la Hermandad.
Regresé a Main Street, compré un par de periódicos y el último ejemplar de Rolling Stone y me dirigí a Jorgensen's, donde tomé asiento en una mesa situada en alto sobre una plataforma junto a la cristalera. Desde allí disponía de una vista perfecta de la entrada del 109A. Pedí café y un bollo y me recosté contra el respaldo a leer y esperar.
Los periódicos informaban ampliamente sobre el hallazgo de St. Froid, pero apenas añadían algo nuevo a lo que ya había visto en los noticiarios de la televisión. Aun así, alguien había rescatado una antigua fotografía de Faulkner y de las cuatro primeras familias que viajaron al norte con él. Era un hombre alto, de cabello oscuro y largo, cejas negras muy rectas y mejillas hundidas, vestido con sencillez. Incluso en la fotografía se adivinaba en él un innegable carisma. Debía de tener cerca de cuarenta años, y su esposa alguno más. Sus hijos, un chico y una chica de diecisiete y dieciséis años respectivamente, estaban de pie ante él. Debió de tenerlos muy joven.
Aun sabiendo que la fotografía era de la década de los sesenta, parecía que aquellas personas habían quedado inmovilizadas en cualquier instante de los últimos cien años. Había algo de atemporal en ellos y en su fe en la posibilidad de escapar, veinte personas humildemente ataviadas que soñaban con una utopía consagrada a la mayor gloria de Dios. Según el breve pie de foto, el dueño de las tierras, un hombre religioso también, había cedido el usufructo a la comunidad por dos dólares la hectárea al año, pagados por adelantado para el plazo fijado en el contrato de arrendamiento. El traslado a un lugar tan septentrional garantizaba prácticamente que la congregación gozara de una total privacidad. El pueblo más cercano era Eagle Lake, al norte, pero se encontraba ya en decadencia, con los aserraderos cerrados y la población diezmada. A la postre, el turismo salvaría la zona, pero en 1963 Faulkner y sus seguidores tendrían que valerse básicamente por sí mismos.
Me concentré en el folleto de la Hermandad. En esencia, era una perorata destinada a suscitar la reacción adecuada en los lectores: a saber, que entregasen todo el dinero suelto que llevasen encima en ese momento, más cualquier otra cantidad prescindible cuya donación dejase sus extractos bancarios en números redondos. En la portada había una interesante ilustración medieval, al parecer una representación del Juicio Final: demonios cornudos desgarraban los cuerpos desnudos de los condenados bajo la mirada de Dios, en lo alto, rodeado de un puñado de buenas personas que, cabía suponer, sentían un gran alivio. Me fijé en que los condenados superaban a los salvados en una proporción de cinco a uno aproximadamente. Así las cosas, las probabilidades de salvación para la mayoría de la gente que yo conocía eran más bien escasas. Bajo la ilustración se leía una cita: «Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono; se abrieron unos libros, y luego se abrió otro libro, que es el de la vida; y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras (Apocalipsis 20:12)».
Dejé a un lado el folleto y me alegré de haber comprado Rolling Stone. Dediqué la hora siguiente a decidir quiénes entre los buenos y no tan buenos del panorama de la música moderna tenían opción a entrar en el espacio de la salvación en la otra vida. Había elaborado ya una lista bastante amplia cuando, poco después de la una y media, salieron de las oficinas de la Hermandad una mujer y un hombre. El hombre era Carter Paragon: lo reconocí por el pelo oscuro y lustroso peinado hacia atrás, el traje gris reluciente y la actitud untuosa. Sólo me sorprendió que no dejara a su paso una estela de plata.
La mujer que lo acompañaba era alta y probablemente de su misma edad: poco más de cuarenta. El cabello, lacio y castaño oscuro, le caía hasta los hombros y llevaba el cuerpo oculto bajo un abrigo azul de lana. Su rostro no podía considerarse muy atractivo en un sentido convencional; tenía la mandíbula demasiado angulosa, la nariz demasiado ancha, y los músculos maxilares desarrollados en exceso, como si mantuviese los dientes apretados permanentemente. Llevaba maquillaje blanco y carmín de color rojo intenso, como un graduado de la escuela de payasos, aunque si lo era, nadie se reía. Calzaba zapato plano y, aun así, medía cerca de un metro ochenta y le sacaba a Paragon al menos diez centímetros. Al dirigirse hacia Temple Street cruzaron una extraña mirada. Daba la impresión de que Paragon la trataba con deferencia y advertí que él retrocedía rápidamente cuando ella se dio la vuelta tras comprobar que la puerta quedaba bien cerrada, como si temiese interponerse en su camino.
Dejé cinco dólares en la mesa, salí a Main Street y me encaminé tranquilamente hacia el Mustang. Había estado tentado de abordarlos en la calle, pero sentía curiosidad por saber adónde iban. El Explorer rojo salió a Temple y luego pasó por delante de mí a través del aparcamiento en dirección sur. Lo seguí a cierta distancia hasta que llegó a Kennedy Memorial Drive, donde dobló a la derecha por West River Road. Dejamos atrás el instituto de enseñanza secundaria de Waterville y el campo de golf de Pine Ridge antes de que el Explorer girase de nuevo a la derecha por Webb Road. Hasta ese momento me había mantenido a un par de automóviles por detrás, pero allí fue el único que se desvió a la derecha. Me rezagué tanto como pude y creí que los había perdido cuando apareció ante mí un tramo de carretera vacío después de pasar junto al aeródromo. Cambié de sentido y desanduve un trecho hasta que vi el destello de las luces de freno del Explorer a unos doscientos metros a mi derecha. Había tomado por Eight Rod Road y en ese instante entraba en el camino de acceso de una casa particular. Llegué a tiempo de ver cómo se cerraba la verja de acero negro y desaparecía la carrocería roja del 4x4 bordeando una modesta casa blanca de dos plantas con postigos negros en las ventanas y molduras negras en el hastial.
Me detuve frente a la verja, aguardé unos cinco minutos y llamé al interfono del poste. Noté que llevaba incorporado otro objetivo de ojo de pez y lo tapé con la mano.
– ¿Sí? -contestó la voz de la señorita Torrance.
– Mensajero de UPS -dije.
Siguió un breve silencio mientras la señorita Torrance se preguntaba qué pasaba con la cámara de la verja, y finalmente dijo que enseguida salía. Había albergado la vaga esperanza de que me dejase entrar, pero me contenté con mantener la mano sobre la cámara y el cuerpo oculto. No me asomé hasta que la señorita Torrance estuvo cerca de la verja. No pareció alegrarse mucho al verme, pero me costaba imaginar que llegara a alegrarse mucho de ver a cualquier persona. El mismísimo Jesucristo habría recibido una fría acogida por parte de la señorita Torrance.
– Me llamo Charlie Parker. Soy detective privado. Desearía ver a Carter Paragon, por favor. -Estas palabras empezaban a adquirir carácter de mantra, aunque sin el menor asomo de la serenidad que suele asociarse a éste.
La señorita Torrance adoptó una expresión tan dura que podría haber cortado diamantes.
– Ya le he dicho antes que el señor Paragon no tiene tiempo para recibirle -respondió.
– El señor Paragon es muy escurridizo, por lo que parece -comenté-. ¿Lo desinfla y lo guarda en una caja cuando no se lo necesita?
– Lamentablemente no tengo nada más que decirle, señor Parker. Haga el favor de marcharse o llamaré a la policía. Está usted acosando al señor Paragon.
– No -corregí-. Estaría acosando al señor Paragon si pudiese dar con él. Como no puedo, no me queda más remedio que seguir acosándola a usted, señorita Torrance. Se llama señorita Torrance, ¿verdad? ¿No es usted feliz, señorita Torrance? Desde luego no lo parece. De hecho, parece tan poco feliz que está consiguiendo que yo también me sienta infeliz.
La señorita Torrance me echó el mal de ojo. -Váyase a la mierda, señor Parker -musitó.
Me incliné hacia ella en actitud de confidencialidad.
– Sepa que Dios la oye hablar de esa manera.
La señorita Torrance giró sobre sus talones y se alejó. Por detrás ofrecía mucho mejor aspecto que por delante, lo cual no era mucho decir.
Me quedé allí un rato, mirando a través de los barrotes como un invitado no deseado. Aparte del Explorer, sólo había otro vehículo en el camino de acceso de la casa de Carter Paragon, un Honda Civic azul en estado lastimoso. No parecía la clase de coche que conduciría un hombre de la talla de Carter Paragon, así que quizás era el medio de locomoción que empleaba la señorita Torrance cuando no hacía de chófer de su superior. Regresé al Mustang, escuché un programa de música clásica en la NPR y continué leyendo Rolling Stone. Empezaba a preguntarme si sería lo bastante optimista como para comprar cien condones por 29,99 dólares cuando se detuvo un Acura blanco detrás de mí. Un hombre alto vestido con chaqueta negra, vaqueros, camisa blanca y corbata de seda negra se acercó a la puerta del Mustang y golpeteó el cristal con los nudillos. Bajé la ventanilla, miré la insignia y el nombre junto a la foto y sonreí. Recordé haber leído el nombre en el informe policial sobre Grace Peltier. Era el inspector John Lutz, el responsable del caso, sólo que Lutz estaba adscrito a la BIC III y trabajaba desde Machias, en tanto que Waterville, en rigor, pertenecía a la circunscripción de la BIC II.
Curiorífico y rarífico, como diría Alicia.
– ¿En qué puedo ayudarle, inspector Lutz? -pregunté.
– ¿Puede apearse del coche, caballero, si es tan amable? -dijo, y retrocedió cuando abrí la puerta.
Mantenía el pulgar de la mano derecha prendido del cinturón, apartándose la chaqueta a un lado con los otros dedos para enseñar la culata de su H &K calibre 45. Medía entre un metro ochenta y cinco y un metro noventa y estaba en buena forma, con el vientre liso bajo la camisa. Tenía los ojos castaños, la piel ligeramente bronceada, y el cabello y el bigote, también castaños, se veían bien recortados. Su mirada delataba que rondaba los cuarenta y cinco años.
– Dese la vuelta, apoye las manos en el coche y separe las piernas -ordenó.
Cuando me disponía a protestar, me empujó bruscamente, obligándome a girar y lanzándome contra el costado del coche. Su agilidad y su fuerza me pillaron por sorpresa.
– Calma -dije-. Me salen moraduras con facilidad.
Me cacheó pero no encontró nada digno de mención. No iba armado, cosa que, creo, le decepcionó. Sólo se había quedado con mi cartera.
– Ya puede volverse, señor Parker -dijo cuando acabó.
Mientras examinaba mi licencia me echó un par de vistazos, como si desease descubrir suficientes elementos de duda sobre su validez que le diesen un pretexto para llevarme detenido.
– ¿Por qué anda merodeando frente a la casa del señor Paragon, señor Parker? -preguntó-. ¿Por qué acosa a sus empleados?
No sonreí. Hablaba con voz grave y bien modulada. Se parecía un poco a la de Carter Paragon, pensé.
– Pretendía concertar una entrevista -respondí.
– ¿Por qué?
– Soy un alma descarriada que busca orientación.
– Si quiere encontrarse, quizá debería buscar en otra parte.
– A dondequiera que vaya, allí estoy yo.
– Es una desgracia.
– He aprendido a convivir con ello.
– Dudo que tenga otra alternativa, pero el señor Paragon sí la tiene. Si él no quiere verle, usted debería aceptarlo y marcharse en el acto.
– ¿Sabe algo acerca de Grace Peltier, inspector Lutz?
– ¿Y eso a usted qué le importa?
– Me han contratado para investigar las circunstancias de su muerte. Alguien me dijo que usted podía saber algo al respecto. -Dejé flotar en el aire el doble sentido, su ambivalencia, como el tictac de una bomba de relojería entre nosotros. Lutz tamborileó con los dedos en el cinturón por un momento, pero ése fue el único indicio de que podría perder la calma.
– Creemos que la señorita Peltier se suicidó -dijo-. No buscamos a nadie en relación con el incidente.
– ¿Interrogó a Carter Paragon?
– Hablé con el señor Paragon. No llegó a conocer a Grace Peltier.
Lutz se desplazó un poco hacia la izquierda. El sol brillaba a sus espaldas y él se situó de modo que los rayos pasasen por encima de su hombro y me dieron directamente a los ojos. Levanté la mano para protegerme de la luz y volvió a acercar la suya a la pistola.
– Eh, eh -dijo.
– Lo veo un poco nervioso, ¿no, inspector? -Bajé la mano con cuidado.
– El señor Paragon a veces atrae a elementos peligrosos -contestó-. A menudo los hombres buenos se ven amenazados por sus creencias religiosas. Es nuestra obligación protegerle.
– ¿No debería ocuparse de eso la policía de Waterville? -pregunté.
Se encogió de hombros.
– La secretaria del señor Paragon ha preferido ponerse en contacto conmigo. La policía de Waterville tiene cosas mejores en qué emplear el tiempo.
– ¿Y usted no?
Sonrió por primera vez.
– Es mi día libre, pero puedo dedicarle unos minutos al señor Paragon.
– Las fuerzas del orden nunca descansan.
– Exacto, duermo con los ojos abiertos. -Me devolvió la cartera-. Váyase ahora mismo, y que no vuelva a verlo por aquí. Si quiere una entrevista con el señor Paragon, diríjase a él en horas de oficina, de lunes a viernes. Su secretaria le ayudará encantada, estoy seguro.
– Su fe en ella es admirable, inspector.
– La fe siempre es admirable -contestó y se encaminó hacia su coche.
Ya prácticamente había llegado a la conclusión de que el inspector Lutz no me caía bien. Me pregunté qué ocurriría si lo provocaba. Decidí averiguarlo.
– Amén -dije-. Pero si no tiene inconveniente, preferiría quedarme aquí y leer mi revista.
Lutz se detuvo, entonces se abalanzó hacia mí al instante. Vi venir el puñetazo, pero me hallaba de espaldas contra el coche y sólo pude echarme a un lado para encajar el golpe en las costillas en lugar del abdomen. Me golpeó con tal fuerza que creí oír el chasquido de una costilla, y una punzada me recorrió la mitad inferior del cuerpo lanzando ondas expansivas hasta los dedos de los pies. Reclinado contra el Mustang, me desplomé despacio y me quedé sentado en la calzada mientras un dolor sordo se me propagaba por el abdomen y el bajo vientre. Tenía ganas de vomitar. A continuación, Lutz tendió las manos hacia mí y me presionó justo debajo de las orejas con los pulgares y los índices. Estaba utilizando técnicas que paralizaban causando dolor pero sin dejar rastro físico, y yo lancé un alarido cuando me obligó a levantarme.
– No se burle de mí, señor Parker -dijo-. Y no se burle de mi fe. Ahora suba al coche y márchese.
La presión remitió. Lutz se dirigió hacia su coche y se sentó en el capó a esperar. Miré la casa de Paragon y vi que una mujer me observaba desde una ventana del piso superior. Antes de entrar en el coche, habría jurado que vi sonreír a la señorita Torrance.
El Acura blanco de Lutz avanzaba detrás del Mustang hasta que salí de Waterville y tomé la I-95 en dirección norte, pero el dolor y la humillación que sentí hicieron que su recuerdo me acompañase hasta Ellsworth. El Puesto del Condado de Hancock, sede de la Unidad J de la policía estatal, se había encargado en primera instancia del hallazgo del cadáver de Grace Peltier. Era un edificio pequeño en la Interestatal 1 con un par de coches patrulla azules aparcados delante. Un sargento llamado Fortin me informó de que el agente Voisine había encontrado el cadáver en un solar conocido como Happy Acres, donde estaba prevista la construcción de nuevas viviendas. Voisine había salido de patrulla, pero Fortin me dijo que se pondría en contacto con él y le pediría que se reuniese conmigo en el solar. Le di las gracias y luego, siguiendo sus indicaciones, me dirigí hacia el norte hasta llegar a Happy Acres.
La compañía Estate Executives anunciaba la futura creación de «carreteras y vistas», aunque de momento sólo había caminos de tierra surcados de roderas y la vista dominante era de árboles secos o caídos. Aún quedaban restos de cinta agitados por el viento donde encontraron el coche de Grace, pero aparte de eso nada indicaba que la vida de una mujer joven había acabado en aquel lugar. Sin embargo, al mirar alrededor, algo me inquietó: desde allí no veía la carretera. Regresé al Mustang y lo conduje por el camino hasta encontrarme más o menos en el sitio donde debía de haber estado el coche de Grace. Encendí los faros, volví a pie a la carretera y miré atrás.
Seguía sin poder verse el coche, y tampoco se veía la luz de los faros a través de los árboles.
Mientras estaba en el arcén, un coche patrulla azul se detuvo junto a mí y el agente se apeó.
– ¿Señor Parker? -preguntó.
– ¿Agente Voisine? -Le tendí la mano y él la aceptó.
Era aproximadamente de mi misma estatura y edad, con entradas en el pelo, una sonrisa de desdén, y una pequeña cicatriz triangular en la frente. Me sorprendió mirándola y se llevó la mano derecha a la cabeza para frotársela.
– Paré a una mujer por exceso de velocidad y me golpeó con un zapato de tacón -explicó-. Le pedí que bajase del coche, se tambaleó, y cuando tendí la mano para ayudarla, recibí el taconazo en la frente. A veces la cortesía no compensa.
– Como dicen algunos -comenté-, hay que disparar primero contra las mujeres.
Su sonrisa vaciló, pero enseguida la recuperó en parte.
– ¿Es usted forastero? -preguntó.
«Forastero.» Hacía tiempo que no oía esa expresión. En la región, la palabra «forastero» incluía a cualquier persona procedente de un lugar a más de media hora en coche. También podía aplicarse a todo aquel cuyos lazos de parentesco en la zona no se remontasen como mínimo cien años atrás. Había gente que tenía a sus abuelos enterrados en el cementerio más cercano y a la que seguía considerándosela «forastera», si bien no era un término tan ofensivo como «urbanita», el epíteto preferido por los lugareños para calificar a la gente de la ciudad que se trasladaba al nordeste a fin de entrar en contacto con la vida rural.
– Soy de Scarborough -contesté.
– Ah. -Voisine no parecía impresionado. Se reclinó contra su coche, tomó un paquete de Quality Light del bolsillo de la camisa, sacó un cigarrillo y me ofreció el paquete. Negué con la cabeza y me quedé observando mientras lo encendía. Quality Light: más le habría valido tirar el tabaco e intentar fumarse el envoltorio.
– ¿Sabe? -dije-, si esto fuese una película, fumar lo convertiría de forma automática en el malo.
– ¿Ah, sí? -repuso-. Procuraré recordarlo.
– Tómelo como un consejo práctico para la lucha contra el crimen.
Por alguna razón, básicamente gracias a mi empeño, la conversación parecía haber adquirido un cariz de cierto antagonismo. Observé a Voisine mientras me examinaba a través de la nube de humo del cigarrillo, como si la mutua antipatía que sin duda sentíamos se hubiese materializado entre nosotros.
– Dice el sargento que quiere hablarme de la mujer aquella, Grace Peltier -comentó Voisine por fin.
– Así es. Tengo entendido que usted fue el primero en llegar a la escena del crimen.
Asintió con la cabeza.
– Había mucha sangre, pero vi que tenía el arma en la mano y pensé: suicidio. Fue lo primero que pensé, y resultó que no me equivocaba.
– Por lo que sé, aún no se ha establecido la causa de la muerte.
Me miró con cara de perplejidad y se encogió de hombros.
– ¿La conocía? -preguntó.
– Un poco -contesté-. La conocí hace mucho tiempo.
– Lo siento. -Ni siquiera trató de poner la menor emoción en sus palabras.
– ¿Qué hizo al encontrarla?
– Notifiqué el hecho y me quedé esperando.
– ¿Quién fue el siguiente en llegar?
– Otra patrulla, la ambulancia. El médico dictaminó la muerte en el acto.
– ¿Algún inspector?
Echó la cabeza atrás como quien de pronto cae en la cuenta de que ha olvidado algo importante. Fue un gesto curiosamente teatral.
– Claro. De la BIC.
– ¿Recuerda su nombre?
– Lutz. John Lutz.
– ¿Llegó aquí antes o después que la segunda patrulla?
Voisine volvió a encogerse de hombros.
– Supongo que estaba en la zona.
– Posiblemente -dije-. ¿Había algo en el coche?
– No entiendo la pregunta.
– Un bolso, un maletín…, esas cosas.
– Había una bolsa de viaje con una muda y un neceser, un billetero…, cosas así.
– ¿Nada más?
Un ruido seco brotó de la garganta de Voisine antes de que empezase a hablar.
– No.
Le di las gracias. Acabó el cigarrillo, tiró la colilla al suelo y la aplastó con el tacón. Cuando volvía a su coche, dije:
– Sólo una pregunta más, agente.
Me acerqué. Se detuvo en el momento de subir al coche y me miró fijamente.
– ¿Cómo la encontró?
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que si vio el coche desde la carretera. Yo no veo mi coche desde aquí y lo he dejado poco más o menos en el mismo sitio. Simplemente me preguntaba cómo consiguió encontrarla teniendo en cuenta que estaba oculta por los árboles.
Por un momento guardó silencio. La cortesía profesional había desaparecido, y no supe con certeza a qué había dado paso. El agente Voisine tenía actitudes difíciles de interpretar.
– En esta carretera el exceso de velocidad es una infracción habitual -dijo por fin-. A veces paro aquí a esperar. Así la encontré.
– Ah -dije-. Eso lo explica. Gracias por su tiempo.
– No hay de qué -contestó.
Cerró la puerta, arrancó y cambió de sentido para dirigirse hacia el norte. Me coloqué en la calzada y me aseguré de que me veía por el retrovisor hasta desaparecer.
Apenas había tráfico en la carretera de Ellsworth a Bar Harbor mientras me adentraba por la creciente oscuridad del atardecer. La temporada turística aún no había comenzado, con lo cual los lugareños tenían el pueblo sólo para ellos. En las calles reinaba el silencio, la mayoría de los restaurantes estaba cerrada, y había un equipo de excavación en el parque, donde montones de tierra se alzaban donde antes estaba el césped. En Main Street, la librería Sherman's seguía abierta, y era la primera vez que veía vacío el Ben & Bill's Chocolate Emporium, que incluso ofrecía un descuento del cincuenta por ciento en todas las golosinas. Si intentaban algo así después del Día de los Caídos, a finales de mayo, la gente moriría en la avalancha.
El motel Acadia Pines estaba situado junto al cruce de Main y Park. Era un establecimiento para turistas bastante corriente, destinado probablemente a la franja baja del mercado. Se componía de un único bloque de dos pisos en forma de L pintado de amarillo y blanco y contaba con alrededor de cuarenta habitaciones. En el aparcamiento sólo había otros dos coches y se percibía cierta desesperación en la ferocidad con que resplandecía y zumbaba el rótulo habitaciones libres. Al bajar del coche noté que el dolor del costado apenas era ya una molestia apagada, pero cuando me examiné a la luz del salpicadero, vi que tenía todavía en la piel la huella de los nudillos de Lutz.
En la recepción del motel me encontré tras el escritorio a una mujer vestida de azul claro, estaba viendo un programa de noticias por televisión y tenía un ejemplar abierto de TV Guide a un lado. Bebía de una taza de los Grateful Dead decorada con hileras de osos de peluche bailando y lucía en las uñas de los dedos esmalte rojo descascarillado. Llevaba el pelo teñido de color negro violáceo y le brillaba como un moretón reciente. Tenía arrugas en la cara y las manos avejentadas, pero seguramente rondaba los cincuenta y cinco a lo sumo. Cuando entré intentó sonreír, pero daba la impresión, más bien, de que alguien hubiese insertado un par de anzuelos en su labio superior y tirara suavemente.
– Hola -dijo-. ¿Busca habitación?
– No, gracias -contesté-. Busco a Marcy Becker.
Se produjo un silencio muy elocuente. En la oficina el silencio era absoluto, y, aun así, yo oía claramente los gritos en el interior de su cabeza. La observé mientras repasaba las distintas opciones de que disponía: se ha equivocado usted de sitio; no conozco a ninguna Marcy Becker; no está ni sé dónde puede encontrarla. Al final optó por una variante de la tercera posibilidad.
– Marcy no está. Ya no vive aquí.
– Entiendo -dije-. ¿Es usted la señora Becker?
Guardó silencio otra vez y luego asintió.
Me llevé la mano al bolsillo y le enseñé la licencia.
– Me llamo Charlie Parker, señora Becker. Soy detective privado. Me han contratado para investigar las circunstancias de la muerte de Grace Peltier. Creo que Marcy era amiga de Grace, ¿verdad?
Silencio. Gesto de asentimiento.
– Señora Becker, ¿cuándo fue la última vez que vio usted a Grace?
– No lo recuerdo -respondió. Tenía la voz seca y cascada, así que carraspeó y repitió la respuesta con apenas un poco más de aplomo-. No lo recuerdo. -Tomó un sorbo de café de la taza.
– ¿Fue cuando vino a recoger a Marcy, señora Becker? De eso hará un par de semanas.
– No vino a recoger a Marcy -se apresuró a decir la señora Becker-. Marcy no la ve desde hace… no sé cuánto tiempo.
– Su hija no asistió al funeral de Grace. ¿No le parece extraño?
– No sé -contestó.
La vi deslizar los dedos bajo la mesa y tensar el brazo al pulsar el botón de alarma.
– ¿Está preocupada por Marcy, señora Becker?
Esta vez el silencio se prolongó durante lo que se me antojó una eternidad. Cuando habló, su boca contestó no, pero sus ojos susurraron sí.
A mis espaldas, oí abrirse la puerta de la oficina. Al darme la vuelta vi ante mí a un hombre calvo, de corta estatura, con un suéter de golfista y un pantalón azul de poliéster. Sujetaba un palo de golf en la mano.
– ¿Le he interrumpido el recorrido? -pregunté.
Cambió de posición el palo. Parecía un hierro del nueve.
– ¿Puedo ayudarle en algo, caballero?
– Eso espero, o quizá pueda ayudarle yo -dije.
– Estaba preguntándome por Marcy, Hal -aclaró la señora Becker.
– Yo me ocuparé de esto, Francine -le aseguró su marido, aunque ni siquiera él parecía muy convencido.
– No creo, señor Becker, al menos si lo único que tiene es un palo de golf barato.
Por efecto del pánico, unas gotas de sudor le resbalaron por la frente y le entraron en los ojos. Parpadeó para limpiárselas y, acto seguido, empuñando el palo con ambas manos, lo levantó a la altura de los hombros.
– Lárguese -dijo.
Yo tenía aún la licencia a la vista en la mano derecha. Con la izquierda extraje una tarjeta de visita del bolsillo y la dejé en la mesa.
– Muy bien, señor Becker, como usted diga. Pero antes de marcharme permítame decirle una cosa. Es muy posible que alguien matase a Grace Peltier. Quizás esté usted diciendo la verdad, pero si no es así, sospecho que su hija sabe quién puede ser esa persona. Si yo he podido llegar a esa conclusión, también podrá llegar a ella quienquiera que haya matado a su amiga. Y si esa persona viene a hacer preguntas, dudo mucho que sea tan amable como yo. Tenga esto presente cuando me vaya.
El palo avanzó tres o cuatro centímetros.
– Se lo digo por última vez: salga de esta oficina.
Cerré la cartera, me la guardé en el bolsillo y me dirigí hacia la puerta mientras Hal Becker se me acercaba lo justo con el palo de golf a fin de mantener entre nosotros distancia suficiente para golpear.
– Tengo la sensación de que me llamará -dije al abrir la puerta y salir al aparcamiento.
– No cuente con ello -contestó Becker.
Cuando puse el coche en marcha y me alejé, seguía en la puerta con el palo en alto como un amateur frustrado con un gran handicap atascado en el búnker más extenso y profundo del mundo.
En el viaje de regreso a Scarborough repasé lo que había averiguado, que no era mucho. Sabía que Carter Paragon vivía oculto tras el velo de misterio que en torno a él había corrido la señorita Torrance y que Lutz parecía tener un interés no estrictamente profesional en mantener las cosas así. Sabía que ciertos detalles del hallazgo del cadáver de Grace por parte de Voisine me incomodaban, y la intervención de Lutz en el hallazgo me incomodaba más aún. Y sabía que Hal y Francine Becker estaban asustados. Existían múltiples razones por las que una persona podía no desear que un detective privado interrogase a un hijo suyo. Tal vez Marcy Becker era actriz porno o vendía droga a los alumnos del instituto. O tal vez su hija les había dicho que no revelasen su paradero hasta que el asunto que la preocupaba se hubiese olvidado. Aún me faltaba hablar con Ali Wynn, la amiga de Grace en Boston, pero Marcy Becker parecía ya una mujer digna de que se la vigilara.
Por lo visto, Curtis Peltier y Jack Mercier no andaban desencaminados en sus sospechas con respecto a la versión oficial de la muerte de Grace, pero también tenía la sensación de que todas las personas que había visto en los dos últimos días me mentían o escondían algo. Ya era hora de corregir la situación, y sabía por dónde empezar. A pesar del cansancio no tomé la salida de Scarborough, sino que fui primero por Congress Street, seguí por Danforth y me detuve frente a la casa de Curtis Peltier.
El anciano abrió la puerta en bata y zapatillas. Dentro oí el televisor en la cocina y, por tanto, deduje que no le había despertado.
– ¿Ha averiguado algo? -preguntó a la vez que me hacía pasar al vestíbulo y cerraba la puerta.
– No -contesté-, pero espero hacerlo pronto.
Lo seguí a la cocina y, mientras Peltier quitaba el volumen del televisor con el mando a distancia, ocupé la misma silla que el día anterior. Estaba viendo La noche del cazador, con Robert Mitchum destilando maldad en su papel de predicador psicótico con los nudillos tatuados.
– Señor Peltier -empecé-, ¿por qué rompieron Jack Mercier y usted su relación profesional?
No desvió la vista, pero cerró los ojos con un parpadeo algo más prolongado que de costumbre. Cuando volvió a abrirlos, parecía cansado.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero saber si fue por razones profesionales o personales.
– Cuando uno se asocia con un amigo, todo lo profesional es personal -contestó. Esta vez sí apartó la mirada al hablar.
– Eso no responde a mi pregunta.
Aguardé a que se explicase. El único ruido en la cocina era el que hacía al respirar. A mi izquierda, en la pantalla, los niños iban río abajo en un bote y el predicador los seguía por la orilla.
– ¿Alguna vez le ha traicionado un amigo, señor Parker? -preguntó por fin.
En esta ocasión fui yo quien se resistió a contestar.
– Una o dos veces -dije por fin en un susurro.
– ¿Cuántas, una o dos?
– Dos.
– ¿Qué fue de esos amigos?
– El primero murió.
– ¿Y el segundo?
Oí los latidos de mi corazón durante los segundos que tardé en responder. Sonaban con una estridencia inconcebible.
– Lo maté.
– O bien la traición fue muy grave, o juzga usted a los hombres con mucha severidad.
– Antes yo llevaba una vida muy tensa.
– ¿Y ahora?
– Respiro hondo y cuento hasta diez.
Sonrió.
– ¿Le da resultado?
– No lo sé. Nunca he llegado a diez.
– Sospecho, pues, que no le sirve de mucho.
– Posiblemente. ¿Quiere contarme qué pasó entre Jack Mercier y usted?
Negó con la cabeza.
– No, no quiero, pero me da la impresión de que usted ya tiene sus propias ideas al respecto.
Así era, pero me sentía tan reacio a expresarlas en voz alta como Peltier a contarme lo ocurrido. Incluso el mero hecho de pensarlas junto a aquel hombre que había perdido a su única hija en fecha tan reciente me parecía una descortesía imperdonable.
– Fue por motivos personales, ¿verdad? -pregunté con delicadeza.
– Sí, muy personales.
Lo observé con detenimiento a la luz de la lámpara, observé sus ojos, la forma de su cara, el pelo, e incluso las orejas y la nariz griega. No había en Grace nada de él, nada que yo recordase. En cambio, ella sí tenía algo de Jack Mercier. Estaba casi seguro. El parecido entre ambos me había llamado mucho la atención cuando estuve en la biblioteca y miré las fotografías de la pared, las imágenes de Jack de joven en actitud triunfal. Sí, veía a Grace en él y veía a Jack en ella. Ahora bien, no tenía la certeza absoluta, e incluso, si era verdad, decirlo heriría al anciano. Pareció adivinar lo que estaba pensando y mi respuesta a ello, porque lo que dijo a continuación lo aclaró todo.
– Era mi hija, señor Parker. -Sus ojos rebosaron dolor, orgullo y el recuerdo de una traición-. Mi hija en todos los sentidos importantes. Yo la crié, la bañé, la tomé en brazos cuando lloraba, fui a recogerla al colegio, la vi crecer, la apoyé en todo y le di las buenas noches con un beso mientras vivió conmigo. Jack apenas tuvo nada que ver con Grace, al menos mientras vivió. Pero ahora necesito que haga algo por ella y por mí, y quizá por él mismo.
– ¿Grace lo sabía?
– ¿Quiere saber si se lo conté? No. Pero usted lo ha sospechado, y ella también.
– ¿Tuvo contacto con Jack Mercier?
– Él le pagó la investigación de posgrado porque yo no podía permitírmelo. Se hizo a través de una fundación con fines educativos que creó, pero imagino que eso confirmó lo que Grace siempre había creído. A partir del momento en que recibió la beca, coincidió con él unas cuantas veces, normalmente en actos organizados por la fundación. Además, Jack le permitió consultar libros que tenía en su casa, algo relacionado con la tesis. Pero nunca hablamos del asunto de la paternidad. Era un pacto entre nosotros: Jack, mi difunta esposa y yo.
– ¿Continuaron juntos?
– Yo la quería -se limitó a decir-. Seguí queriéndola incluso después de lo que hizo. Las cosas ya nunca volvieron a ser como antes, pero sí, continuamos juntos, y yo lloré su pérdida cuando murió.
– ¿Estaba casado Mercier en el momento de…? -Dejé la frase en el aire.
– ¿En el momento de la aventura? -concluyó él-. No, conoció a su mujer unos años después y se casaron al cabo de un año o algo así.
– ¿Cree que ella sabía lo de Grace?
Peltier dejó escapar un suspiro.
– No lo sé, pero supongo que Jack debió de contárselo. Es de esa clase de hombres. Sólo le diré que a mí me lo confesó él, no mi mujer. Jack necesitaba quitarse el peso de encima. Tiene todas las flaquezas propias de los hombres con conciencia, pero ninguna de las virtudes. -Era el primer asomo de resentimiento que traslucía.
– Una pregunta más, señor Peltier. ¿Por qué decidió Grace centrar su investigación en los Baptistas de Aroostook?
– Porque dos de ellos eran parientes suyos -contestó con toda naturalidad, como si en ningún momento se le hubiese ocurrido que eso podía tener la menor trascendencia.
– No me lo mencionó -dije sin alterar la voz.
– No lo consideré importante, supongo. -Tras un titubeo, suspiró-. O quizá pensé que si se lo decía tendría que contarle lo de Jack Mercier y… -Movió la mano en un gesto de desaliento-. Los Baptistas de Aroostook fueron la causa que nos unió a Jack Mercier y a mí. Por entonces aún no éramos amigos. Coincidimos en una conferencia sobre la historia de Eagle Lake, la primera y la última a que asistimos. Fuimos más por curiosidad que por interés. Mi prima era una mujer llamada Elizabeth Jessop. El primo segundo de Jack Mercier era Lyall Kellog. ¿Le suenan de algo esos nombres, señor Parker?
Recordé el artículo del periódico del día anterior y la fotografía de las familias reunidas tomada antes de que partiesen hacia el norte, rumbo a Aroostook.
– Elizabeth Jessop y Lyall Kellog eran miembros de los Baptistas de Aroostook -contesté.
– Exacto. En cierto modo, Grace estaba emparentada con los dos a través de Jack y de mí. Por eso le interesaba tanto su desaparición. -Negó con un movimiento de cabeza-. Lo siento. Debería haberle hablado con franqueza desde el principio.
Me levanté, apoyé una mano en uno de sus hombros y le di un suave apretón.
– No -respondí-. Soy yo quien lamenta haber tenido que preguntárselo.
Cuando retiré la mano e hice ademán de dirigirme hacia la puerta, él levantó la suya para detenerme.
– ¿Cree que su muerte tiene algo que ver con los cadáveres encontrados en el norte?
Sentado ante mí, parecía menudo y frágil. Me sentí extrañamente identificado con él: los dos padecíamos la maldición de haber sobrevivido a nuestras hijas.
– No lo sé, señor Peltier.
– Pero ¿seguirá investigando? ¿Seguirá buscando la verdad?
– Seguiré investigando -le aseguré.
Mientras abría la puerta y salía a la oscuridad de la noche, volví a sentir el débil estertor de su respiración. Al mirar atrás, él continuaba sentado, con la cabeza gacha y los hombros temblorosos por la intensidad del llanto.
La confesión de Curtis Peltier no sólo explicaba en gran medida el comportamiento de Jack Mercier, sino que también me complicaba mucho las cosas. El lazo de sangre entre Mercier y Grace no era buena noticia.
Tampoco me esperaban buenas noticias cuando llegué a la casa de Scarborough. No habría sabido decir por qué exactamente, pero percibí algo anormal en cuanto aparqué frente a la puerta. Al principio lo atribuí a esa sensación de desorientación que lo asalta a uno al regresar a casa tras una ausencia por breve que sea, pero no era sólo eso. Parecía que alguien hubiese agarrado la casa y la hubiese desplazado un poco sobre su eje, de modo que la luz de la luna ya no la iluminaba igual que antes y las sombras se proyectaban sobre el suelo de manera distinta. El olor a gasolina que despedía el buzón me recordó lo que había ocurrido esa mañana. Encontrar arañas en el buzón ya era bastante malo, pero no sabía si sería capaz de hacer frente a la presencia de reclusas en la casa.
Me acerqué a la puerta, abrí la mosquitera y palpé la cerradura. Permanecía intacta. Introduje la llave y empujé la puerta esperando encontrar ante mí una escena desoladora, pero a simple vista no noté nada. En la casa reinaba el silencio y las puertas estaban entornadas para que corriese el aire por las habitaciones. En el vestíbulo, un viejo perchero que utilizaba para dejar el correo y las llaves había sido apartado ligeramente de la pared. Vi en el suelo con claridad las marcas donde antes descansaban las patas, ahora cubiertas de motas de polvo. En la sala de estar experimenté la misma sensación, como si alguien hubiese recorrido la casa y dejado a su paso un mínimo desorden. Habían levantado y recolocado de manera imprecisa el sofá y las sillas. En la cocina habían cambiado de sitio la vajilla y habían sacado los alimentos de la nevera y vuelto a meterlos cada cosa por su lado. Incluso habían tocado la ropa de la cama y dejado la sábana encimera mal remetida en los pies. Fui al escritorio, al fondo de la sala de estar, y creí saber qué habían venido a buscar.
Se habían llevado la copia del expediente sobre el caso.
A continuación me dediqué durante una hora a hacer algo imprevisto pero, bien pensado, natural. Fui de un lado a otro de la casa limpiando, pasando la aspiradora y barriendo, quitando el polvo y sacando brillo. Retiré las sábanas de la cama y las eché a la bolsa de la ropa sucia, junto con la pequeña selección de ropa del armario. Luego lavé todas las tazas, platos y cubiertos con agua hirviendo y los coloqué en el escurridor. Cuando acabé, el sudor me corría por el rostro, tenía las manos y la cara sucias, y la camisa se me adhería a la espalda, pero sentía que había rescatado un poco mi espacio de aquellos que habían irrumpido en él. Si no lo hubiese hecho, todo en la casa me habría parecido empañado de su presencia.
Después de ducharme y ponerme las últimas prendas de ropa que me quedaban en la bolsa de viaje telefoneé a la casa de Curtis Peltier, pero no descolgó. Deseaba prevenirle de que quienquiera que hubiese registrado mi casa podía intentar hacer lo mismo en la suya, pero me salió el contestador. Le dejé un mensaje pidiéndole que me devolviese la llamada.
Tomé el coche y llevé la ropa sucia a la lavandería de Oak Hill. Luego di la vuelta y me dirigí al guardamuebles Kraft de Gorham Road, cerca de casa. Con mi propia llave abrí uno de los trasteros que tenía allí, todavía lleno de viejos enseres de mi abuelo, junto con algunas cosas que había conservado de la casa que había compartido brevemente con Susan y Jennifer en Brooklyn. Me senté en el borde de una caja de embalar bajo la intensa luz y revisé los informes policiales uno por uno, concentrándome especialmente en aquellos que había elaborado Lutz en calidad de inspector responsable de la investigación de la muerte de Grace Peltier. Su intervención en el caso no me tranquilizó demasiado; aun así, no advertí nada en sus informes que justificase mis sospechas con respecto a él. Había realizado un trabajo más que aceptable, llegando al extremo de interrogar al esquivo Carter Paragon.
Cuando regresé a casa, fui a mi habitación y retiré una sección de zócalo de cuarenta y cinco centímetros de detrás de la cómoda. Del hueco que yo mismo había hecho saqué un paquete envuelto en hule. Contenía otros dos paquetes, uno más grande y otro más pequeño, pero no los toqué. Lo llevé a la cocina, extendí un periódico sobre la mesa y desenvolví el arma.
Era una Smith & Wesson de tercera generación modelo 1076, una versión de 10 milímetros desarrollada de forma específica para el FBI. Durante un año tuve una similar, hasta que la perdí en un lago del norte de Maine mientras huía desesperadamente para salvar la vida. En cierto modo me había alegrado de perder de vista aquella pistola. Con ella había cometido actos atroces y acabó representando todo lo peor que yo llevaba dentro.
Sin embargo, dos semanas después de perderla me llegó una nueva 1076; me la enviaba Louis y me la entregó uno de sus emisarios, un negro gigantesco con una camiseta en la que se leía KLAN killer. Louis me telefoneó una o dos horas después de la entrega.
– No la quiero, Louis -le dije-. Estoy harto de las armas, y en especial de ésta.
– Eso es lo que sientes ahora, pero ésa era tu arma -comentó-. La usaste porque no te quedaba alternativa, y la manejabas bien. Quizá llegue un día en que te alegres de tenerla.
En lugar de tirarla la envolví con el hule. Hice lo mismo con el Colt Detective Special calibre 38 de mi padre y una Heckler & Koch semiautomática de 9 milímetros para la que no tenía permiso. Luego corté la sección de zócalo y dejé las armas a buen recaudo en el hueco que había hecho para ellas. Ojos que no ven, corazón que no siente.
Ahora desprendí el cargador mediante el resorte situado en el lado izquierdo de la culata. Fiel a la vieja rutina de seguridad, eché atrás la corredera por si quedaba alguna bala en la recámara. Inspeccioné ésta por la abertura del eyector, solté la corredera y apreté el gatillo. Durante media hora me dediqué a limpiar y engrasar el arma. Después la cargué y apunté hacia la puerta. Incluso totalmente cargada pesaba poco más de un kilo. Palpé el contorno con el pulgar, pasé el dedo por el número de serie, en el lado izquierdo del bastidor, y sentí un miedo inexplicable.
Todos llevamos dentro recursos oscuros, un depósito de dolor y rabia al que echar mano cuando surge la necesidad. La mayoría de nosotros no nos vemos obligados nunca, o casi nunca, a hurgar demasiado hondo en él. Así debería ser, porque recurrir a él tiene un coste, y uno pierde un poco de sí mismo en cada ocasión, una parte de aquello que uno tiene de bueno, honorable y honrado. Cada vez que se utiliza hay que ahondar un poco más, penetrar un poco más en la negrura. Criaturas extrañas se deslizan en sus profundidades, iluminadas desde dentro por una luz cegadora y alimentadas únicamente por el deseo de sobrevivir y matar. El peligro de zambullirse en ese estanque, de beber esas aguas oscuras, es que un día uno puede sumergirse tanto que ya no sea capaz de aflorar de nuevo a la superficie. Si uno se abandona a él, está perdido para siempre.
Al contemplar el arma, al sentir su poder, su vil e incontestable letalidad, me vi al borde de esas aguas negras y percibí la quemazón en la piel, oí el chapoteo de las olas que me llamaba y atraía a sus profundidades. No bajé la vista por miedo a lo que pudiera ver reflejado en la superficie.
En un esfuerzo por apartarme me levanté y escuché los mensajes del contestador. Había uno de Rachel que telefoneaba para saludarme. Le devolví la llamada de inmediato, y descolgó cuando el timbre sonó por segunda vez.
– Hola -dijo-. Ya he conseguido esas entradas para el Wang.
– Estupendo.
– No te veo muy entusiasmado.
– No he tenido muy buen día. Un policía me ha agredido por mofarme de sus creencias y otro hombre me ha amenazado con arrancarme la cabeza con un hierro del nueve.
– Parece mentira, con ese encanto natural tuyo -comentó antes de adoptar un tono más serio-. ¿Quieres contarme qué está pasando?
Le expliqué parte de lo que sabía o sospechaba hasta el momento. No mencioné a Marcy Becker, ni a Ali Wynn ni a los dos policías. Prefería no hablar de eso por teléfono, ni en una casa que había sido allanada tan recientemente por unos desconocidos.
– ¿Vas a continuar con el caso?
Guardé silencio antes de contestar. A mi lado, la Smith & Wesson despedía un resplandor apagado a la luz de la luna.
– Creo que sí -respondí en voz baja.
Rachel suspiró.
– Entonces me parece que será mejor que devuelva las entradas.
– No, no lo hagas. -De pronto deseaba estar con Rachel más que nada en el mundo, y, en todo caso, aún tenía que hablar con Ali Wynn-. Nos veremos tal como habíamos acordado.
– ¿Seguro?
– Nunca he estado tan seguro de algo.
– Muy bien, pues. Parker, sabes que te quiero, ¿verdad? -Tenía la costumbre de llamarme Parker de vez en cuando, simplemente porque ninguna otra persona cercana a mí me había llamado así nunca.
– Yo también te quiero.
– Bien. Siendo así, más vale que te cuides.
Y dicho esto colgó.
El segundo mensaje del contestador era sin duda insólito. Una voz masculina decía: «Señor Parker, me llamo Arthur Franklin. Soy abogado. Tengo un cliente muy interesado en hablar con usted». Arthur Franklin parecía un tanto nervioso, como si detrás de él, en las sombras, alguien blandiese un trozo de manguera. «Le agradecería que me llamase cuanto antes.»
Había dejado su número de teléfono particular, así que le llamé. Cuando le dije quién era, el alivio brotó de él como el aire de un neumático pinchado. Debió de darme las gracias tres veces en igual número de segundos.
– El nombre de mi cliente es Harvey Ragle -explicó sin darme ocasión a decir nada más-. Es director de cine. Tiene los estudios y la distribuidora en California, pero recientemente ha venido a vivir y a trabajar a Maine. Por desgracia, el estado de California se muestra disconforme con el carácter de su arte y ahora hay en curso una demanda de extradición. Y lo que es más, ciertos individuos al margen de la ley también se han sentido ofendidos por el arte del señor Ragle, y ahora mi cliente cree que su vida corre peligro. Tenemos una vista preliminar mañana por la tarde en el juzgado federal, y después mi cliente estará disponible para hablar con usted.
Por fin hizo un alto para tomar aire y me dio oportunidad de interrumpirlo.
– Perdone, señor Franklin, pero dudo que su cliente sea asunto mío, en estos momentos no acepto ningún caso nuevo.
– Ah, no -repuso Franklin-. No lo entiende. No se trata de un caso nuevo. Es una ayuda en el caso que le ocupa actualmente.
– ¿Qué sabe usted de mis casos?
– Dios mío -respondió Franklin-. Sabía que esto no era buena idea. Se lo dije, pero se negó a escucharme.
– ¿A quién se lo dijo?
Franklin exhaló un suspiro trémulo y profundo, como si estuviese al borde del llanto. No era precisamente Perry Mason. Por algún motivo, tenía la sensación de que Harvey Ragle estaría tomando el sol de California en un futuro cercano.
– Me pidió que le llamase cierto individuo de Boston -prosiguió Franklin-. Se dedica a la venta de cómics. Creo que usted conoce ya al caballero en cuestión.
Conocía al caballero. Se llamaba Al Z y, a todos los efectos, controlaba la mafia de Boston desde un despacho situado encima de una tienda de cómics de Newbury Street.
De pronto me hallaba metido en problemas serios.
Cuando me desperté, el sol que entraba resplandeciente por las ventanas salpicaba de millares de puntos luminosos el tenue tejido de las cortinas. Oía el zumbido de las abejas, atraídas por los trilliums y las hepáticas que crecían en el extremo del jardín, y por los capullos de color rosa del único manzano silvestre que señalaba el comienzo del camino de acceso.
Me duché, me vestí y luego tomé la bolsa de deporte y me dirigí a One City Center para hacer ejercicio durante una hora. En el vestíbulo me crucé con Norman Boone, uno de los agentes del ATF (la sección del Departamento de Justicia destinada al control del alcohol, el tabaco y las armas de fuego) radicado en Portland, y lo saludé con un gesto. Me devolvió el saludo, que ya era mucho, pues Boone normalmente era tan cordial como un gato en un saco. Tanto los federales como la jefatura de policía y el ATF tenían oficinas en One City Center, y saber eso contribuía a que uno se sintiese bastante seguro al utilizar el gimnasio, siempre y cuando a algún fanático resentido contra el gobierno no se le ocurriese hacer historia con una camioneta cargada de Semtex.
Intenté concentrarme en mi rutina, pero me distraía continuamente a causa de los acontecimientos de los últimos días. Acudían a mi pensamiento imágenes de Lutz, Voisine y los Becker, y tenía plena conciencia de la Smith & Wesson, dentro de su funda Milt Sparks Summer Special, que en ese momento tenía guardada en la taquilla. También era muy consciente de que Al Z se interesaba por mis asuntos, lo cual, en la escala de las «cosas buenas que pueden pasarle a una persona», aparecía en algún lugar entre contraer la lepra y tener a un inspector de hacienda instalado en casa.
Al Z había llegado a Boston a principios de los años noventa, después de varias operaciones bastante eficaces del FBI contra la mafia de Nueva Inglaterra en las que habían intervenido grabaciones en vídeo y audio y un pequeño ejército de informantes. Mientras Action Jackson Salemme y Baby Shanks Manocchio (de quien una vez se dijo que, si alguna mosca se posaba en él, pagaba alquiler) se disputaban ostensiblemente el control del negocio, ambos acosados por la vigilancia policial y los rumores de que uno de ellos, o los dos, podían estar informando a los federales, Al Z intentaba devolver la estabilidad entre bastidores, impartiendo consejos y disciplina a diestro y siniestro poco más o menos en igual medida. La posición que ocupaba formalmente en la jerarquía era un tanto imprecisa, pero, según aquellos con un interés no meramente pasajero en el crimen organizado, Al Z estaba al frente de las actividades de la mafia en Nueva Inglaterra desde todos los puntos de vista menos el nominal. Nuestros caminos se habían cruzado ya una vez, con repercusiones violentas; desde aquel momento yo vigilaba mucho dónde pisaba.
Al salir del gimnasio, fui por Congress hasta la biblioteca de la Sociedad Histórica de Maine, donde dediqué una hora a revisar todo el material disponible sobre Faulkner y los Baptistas de Aroostook. El expediente estaba a mano y aún caliente después de la última tanda de fotocopias para los medios de comunicación, pero apenas contenía algo más que vagos detalles y recortes de prensa amarillentos. El único artículo digno de mención procedía de un número de la revista Down East, publicado en 1997. El autor firmaba sólo como «G.P.». Una llamada a la redacción de Down East confirmó que la colaboradora había sido Grace Peltier.
En lo que probablemente fueron los pasos preliminares para su tesis, Grace había recopilado información sobre las cuatro familias y elaborado una breve historia de la vida y creencias de Faulkner, en su mayor parte basada en sermones no publicados y recuerdos de quienes lo habían oído predicar.
Para empezar, Faulkner no era un verdadero pastor; aparentemente lo había «ordenado» su propia grey. No era premilenarista, uno de aquellos que creen que el caos en la tierra anuncia la inminencia del Segundo Advenimiento y que los fieles, por tanto, no deben hacer nada para impedirlo. En sus prédicas, Faulkner mostraba un lúcido conocimiento de los asuntos terrenos y alentaba a sus seguidores a oponerse al divorcio, la homosexualidad, el liberalismo y prácticamente a todo aquello que los años sesenta promovieron. En este sentido delataba la influencia de John Knox, uno de los primeros pensadores del protestantismo, pero Faulkner también era discípulo de Calvino. Creía en la predestinación: Dios había elegido a quienes habían de salvarse aun antes de su nacimiento y, por tanto, las personas no podían salvarse a sí mismas fueran cuales fuesen sus buenas obras en este mundo. Sólo la fe conducía a la salvación; en este caso, la fe en el reverendo Faulkner, lo que se consideraba una consecuencia natural de la fe en Dios. Si uno era seguidor de Faulkner, tenía garantizada la salvación. Si uno lo rechazaba, tenía garantizada la condenación. Todo quedaba bastante claro.
Se adhería al punto de vista agustiniano, popular entre ciertos fundamentalistas, según el cual Dios tenía el propósito de que sus seguidores construyesen una «Ciudad en la Montaña», una comunidad consagrada a la veneración y mayor gloria del Señor. Eagle Lake se convirtió en el enclave elegido para su gran proyecto: un pueblo de sólo seiscientas almas que nunca había llegado a recuperarse del éxodo provocado por la segunda guerra mundial, cuando quienes regresaron del frente optaron por quedarse en las ciudades en vez de volver a las pequeñas localidades del norte; un lugar con una o dos carreteras aceptables y sin más electricidad en la mayoría de las casas que la que producían los generadores particulares; una comunidad donde la carnicería y la tienda de artículos de confección habían cerrado en la década de los cincuenta, y donde la mayor empresa del pueblo, el aserradero de Eagle Lake, que fabricaba bolos de madera noble, había quebrado en 1956 después de sólo cinco años en activo, y luego, desviándose hacia otras líneas de producción, había seguido en situación precaria hasta cerrar definitivamente en 1977; una pequeña localidad compuesta en su mayoría por católicos franceses, que consideraban a los recién llegados una rareza y los abandonaban a su suerte, agradeciendo cualquier pequeña suma que gastasen en simientes y víveres. Ése fue el lugar elegido por Faulkner, y ése fue el lugar donde murió su gente.
Y si parece extraño que veinte personas pudiesen llegar a alguna parte en 1963 y desaparecer menos de un año más tarde sin que volviera a saberse de ellos, conviene recordar que éste es un estado extenso, con una población aproximada de un millón de habitantes dispersos en un área de más de ochenta y cinco mil kilómetros cuadrados, en su mayor parte de terreno forestal. Pueblos enteros de Nueva Inglaterra se han visto engullidos por el bosque y han dejado de existir sin más. En otro tiempo eran localidades con calles y casas, aserraderos y escuelas, donde hombres y mujeres trabajaban, rendían culto a Dios y eran enterrados, pero hoy en día habían desaparecido, y el único vestigio de su existencia eran las ruinas de viejos muros de piedra y la anómala disposición de los árboles a lo largo de lo que antes fueron carreteras. En esta parte del mundo las comunidades iban y venían: así eran las cosas.
Este estado poseía rasgos propios y poco comunes que a veces se olvidaban, características singulares fruto de su historia y de las guerras libradas en su territorio, de los bosques y de su naturaleza elemental, del mar y de los desconocidos que las olas arrastraron hasta sus costas. Había cementerios con una sola fecha en cada lápida, en comunidades fundadas por gitanos que nunca habían nacido oficialmente y sin embargo habían muerto con la misma certeza que cualquier otro. Había pequeñas tumbas separadas de las sepulturas familiares, donde yacían los hijos ilegítimos, sin que la causa de su fallecimiento se hubiese indagado alguna vez muy a fondo. Y había tumbas vacías, sus lápidas eran monumentos a los desaparecidos, a aquellos que se habían ahogado en el mar o extraviado en el bosque y cuyos huesos descansaban ahora bajo la arena y el agua, bajo la tierra y la nieve, en lugares adonde nunca llegaría la huella del hombre.
Después de pasar uno tras otro los recortes amarillentos, los dedos me olían a moho y, sin darme cuenta, empecé a frotarme las manos en el pantalón para librarme del olor. Por lo que veía, el mundo de Faulkner no era un entorno en el que yo desease vivir, pensé al devolver el expediente a la bibliotecaria. Era un mundo donde la salvación no estaba en nuestras manos, donde no existía posibilidad de expiación; un mundo habitado por los condenados, de quienes aquellos pocos con la salvación asegurada se mantenían a distancia. Y si eran condenados no le importaban a nadie; su destino, por horrendo que fuese, no era ni más ni menos que el que merecían.
Cuando regresaba a casa, una furgoneta de UPS me siguió desde la interestatal y se detuvo detrás de mí cuando entré en el camino de acceso. El repartidor me entregó un paquete urgente del abogado Arthur Franklin a la vez que lanzaba un cauto vistazo al buzón ennegrecido.
– ¿Tiene algo contra el cartero? -preguntó.
– El correo basura -expliqué.
Movió la cabeza en un gesto de asentimiento sin mirarme mientras yo firmaba el recibo de la entrega.
– Es una lata -convino antes de apresurarse a subir a la furgoneta y regresar rápidamente a la carretera.
El paquete de Arthur Franklin contenía una cinta de vídeo. Volví a la casa y la puse. Al cabo de unos segundos empezó a sonar una música pegadiza y en la pantalla aparecieron las palabras PRODUCCIONES CHÁFALOS PRESENTA seguidas del título, Muerte de un insecto, y el crédito del director: Rarvey Hagle. La fiscalía del Condado de la Naranja tendría que rumiar un rato ese pequeño acertijo. Durante treinta minutos vi mujeres en distintos grados de desnudez aplastar con sus zapatos de tacón una amplia variedad de arañas, cucarachas, mantis y pequeños roedores. En la mayoría de los casos, los insectos y ratones parecían pegados o grapados a una tabla y forcejeaban mucho antes de morir. Pasé el resto en avance rápido, extraje la cinta y me planteé quemarla. Al final decidí devolvérsela a Arthur Franklin cuando lo viese, preferiblemente encajándosela en la boca, pero seguía sin comprender por qué Al Z había puesto a Franklin y su cliente en contacto conmigo, a menos que considerase que mi vida sexual podía estar cayendo en la monotonía.
Sin salir aún de mi asombro, preparé café, me serví una taza y me la llevé afuera para tomármela en el tocón de un árbol que mi abuelo, muchos años antes, había convertido en una mesa añadiéndole una sección transversal de roble. Me quedaba más o menos una hora libre antes de mi cita con Franklin, y había descubierto que ponerme a la mesa, donde mi abuelo y yo a veces nos sentábamos juntos, me ayudaba a relajarme y a pensar. A mi lado, la brisa agitaba suavemente las hojas del Portland Press Herald y el New York Times.
Mi abuelo tenía el pulso firme cuando hizo esta tosca mesa, cuando desbastó el roble hasta dejarlo completamente plano y aplicó después una capa de protector para que brillase al sol. Años después, esas mismas manos le temblaban y le costaba escribir.
Empezó a fallarle la memoria. Una noche lo trajo a casa un ayudante del sheriff, hijo de uno de sus antiguos compañeros en el cuerpo, que se lo encontró vagando por Old County Road, cerca del cementerio de Black Point; buscaba en vano la tumba de su esposa. A partir de ese momento contraté a una enfermera para cuidarlo.
Aún conservaba la fortaleza física; cada mañana hacía carreras de fondo y levantaba pesas. A veces corría por el jardín, a paso ligero pero constante, hasta acabar con la espalda de la camiseta empapada de sudor. Recobraría cierta lucidez durante un tiempo después de aquello, nos dijo la enfermera, hasta que el cerebro se le ofuscase de nuevo y las células siguiesen apagándose como las luces de una gran ciudad cuando empieza a salir el sol. Más que mis padres, ese anciano era quien me había guiado y había intentado convertirme en un buen hombre. Me pregunté si se sentiría decepcionado por el hombre que ahora soy.
Mis pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido de un coche que se metía por el camino de acceso. Segundos después, un Cirrus negro se detuvo al borde del césped. Dentro había dos personas, un hombre al volante y una mujer en el asiento contiguo. El hombre apagó el motor y salió; la mujer continuó sentada. Tenía el sol detrás, así que en un primer momento era poco más que una silueta, fina y oscura como la hoja de un cuchillo en su funda. La Smith & Wesson estaba bajo la sección de arte del New York Times y sólo yo veía la culata. Mientras se acercaba, lo observé detenidamente, apoyando la mano con aparente despreocupación a unos centímetros de la pistola. Aquel desconocido me inquietaba, quizá por su actitud, por su evidente familiaridad con mi finca; o quizá se debiese a la mujer, que me miraba de hito en hito a través del parabrisas, la enmarañada melena de cabello castaño grisáceo cayéndole por los hombros.
O quizá fuese porque me acordé de aquel hombre comiendo un helado en una mañana fría, succionándolo febrilmente con los labios como una araña al vaciar a una mosca y observándome mientras me alejaba por Portland Street.
Se detuvo a tres metros de mí y desenvolvió con los dedos de la mano derecha algo que sostenía en la palma de la izquierda, hasta que quedaron a la vista dos terrones de azúcar. Se los echó a la boca y empezó a chuparlos; a continuación plegó cuidadosamente el envoltorio y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Vestía un pantalón marrón de poliéster ceñido mediante un cinturón barato de piel, una desteñida camisa en otro tiempo de color amarillo chillón, que tenía ahora la palidez del rostro de un enfermo de ictericia, una miserable corbata marrón y amarilla y una chaqueta a cuadros marrones también de poliéster. Un sombrero marrón le ensombrecía la cara; al detenerse se lo quitó y, sosteniéndolo con gesto relajado en la mano izquierda, se golpeteó el muslo a un ritmo lento e intencionado.
Era de estatura media, un metro setenta y cinco poco más o menos, y parecía tan consumido que la ropa le pendía suelta alrededor del cuerpo. Caminaba despacio y con cuidado, como si, en su extrema fragilidad, pudiera partírsele una pierna al menor paso en falso. A través de su cabello hirsuto, mezcla de rojo y gris, asomaban porciones de piel rosada. También tenía las cejas rojas, así como las pestañas. Sus oscuros ojos castaños, demasiado pequeños para la cara, escrutaban entre extraños repliegues de carne, como si le hubiesen estirado hacia abajo la piel de la frente y hacia arriba la de las mejillas y luego se la hubiesen cosido a las comisuras de los párpados. Debajo destacaban unas ojeras de color rojo azulado, de manera que su visión parecía depender por completo de dos estrechos triángulos de color blanco y castaño a ambos lados del puente de la nariz. Ésta era larga y la punta le colgaba casi hasta la boca. Tenía los labios muy finos y una ligera hendidura en el mentón. Debía de rondar los cincuenta años, calculé, pero presentí que aquella aparente fragilidad era engañosa. Aquéllos no eran los ojos de un hombre que teme por su seguridad a cada paso.
– Un día caluroso -comentó golpeándose aún la pierna suavemente con el sombrero.
Asentí pero no contesté.
Inclinó la cabeza en dirección a la carretera.
– Veo que ha tenido un accidente con el buzón. -Sonrió y dejó a la vista unos dientes amarillos y desiguales con un visible hueco delante, y supe de inmediato que era él quien había dejado las reclusas.
– Arañas -contesté-. Las quemé todas.
La sonrisa desapareció.
– Es una desgracia.
– Parece que se lo toma usted de manera personal.
Sin apartar de mí la mirada, masticó los terrones de azúcar.
– Me gustan las arañas -dijo.
– Desde luego arden bien -convine-. Y ahora dígame, ¿puedo ayudarle en algo?
– Eso espero -contestó-. O quizá sea yo quien pueda ayudarle a usted. Sí, estoy seguro de que puedo ayudarle.
Hablaba con un extraño tono nasal que achataba las vocales y dificultaba la localización de su acento, una tarea que se complicaba aún más si se usaban locuciones formales. La sonrisa reapareció de forma gradual, sin llegar a reflejarse en aquellos ojos de párpados carnosos. De hecho, éstos conservaban una expresión alerta y vagamente malévola, como si algo se hubiese adueñado del cuerpo de aquel hombre extravagante y anticuado, vaciándolo por dentro y controlando su avance a través de las cuencas vacías de su cabeza.
– No creo necesitar su ayuda.
Me señaló con un dedo en un gesto de discrepancia y por primera vez vi bien sus manos. Muy delgadas, tanto que resultaban ridículas, semejaban insectos por la forma en que asomaban de las mangas de la chaqueta. Daba la impresión de que el dedo corazón medía doce centímetros de largo y, al igual que los demás, acababa en punta: no sólo parecía que tuviese la uña afilada, sino que todo el dedo parecía estrecharse cada vez más. Las uñas debían de medir cinco milímetros en su parte más ancha y las tenía manchadas de un color negro amarillento. Por debajo de los nudillos le nacía un vello rojo y corto que se extendía hasta cubrir casi todo el dorso de la mano y desaparecer en mechones bajo la manga. Le confería un extraño carácter animal.
– Vaya, vaya, caballero -dijo, e hizo ondear los dedos del mismo modo que levanta a veces un arácnido las patas cuando se siente acorralado. Sus movimientos no parecían guardar relación con sus palabras ni con el lenguaje del resto de su cuerpo. Eran como criaturas autónomas que de algún modo conseguían adherirse a un huésped y sondear sin cesar y con sutileza el mundo que las rodeaba-. No se precipite. Admiro la independencia como el que más, se lo aseguro. Es una cualidad digna de elogio en un hombre, caballero, una cualidad digna de elogio, no me malinterprete, pero puede inducirle a uno a cometer temeridades. Peor aún, caballero, peor aún: puede llevarlo a vulnerar los derechos de quienes viven a su alrededor sin saberlo siquiera. -Adoptó un tono de horror por la conducta de tales hombres y movió la cabeza en un lento gesto de desaprobación-. Usted mismo es un ejemplo, viviendo a su aire y causando a otros con ello dolor y malestar. Eso es pecado, caballero; eso es un pecado, ni más ni menos.
Aún sonriente, cruzó sus delgados dedos ante el vientre y aguardó mi respuesta.
– ¿Quién es usted? -pregunté. También mi voz delataba cierto horror. Aquel individuo era a la vez cómico y siniestro, como un mal payaso.
– Permítame que me presente -dijo-. Me llamo Pudd, señor Pudd, para servirle.
Me tendió la mano derecha para saludarme, pero no la acepté. No pude. Me repugnaba. Un amigo de mi abuelo metió una vez una araña lobo en una caja de cristal, y un día me aposté con el hijo de aquel hombre a que le tocaba una pata. La araña se apartó casi en el acto, pero me dio tiempo de percibir su textura peluda y el cuerpo articulado. Fue una experiencia que no deseaba repetir.
La mano quedó suspendida en el aire por un momento, y una vez más su sonrisa vaciló fugazmente. A continuación, el señor Pudd retiró la mano y los dedos se escabulleron bajo su chaqueta. Deslicé la mano derecha unos centímetros y agarré la pistola bajo los periódicos, a continuación retiré el seguro con el pulgar. El señor Pudd no pareció advertir el movimiento, o al menos no dio señales de ello, pero tuve la impresión de que algo cambiaba en su actitud hacia mí, como una viuda negra que cree haber acorralado a un escarabajo y de pronto descubre que está mirando a los ojos a una avispa. Su chaqueta se tensó mientras buscaba bajo ella con la mano y vi el revelador bulto de un arma.
– Preferiría que se marchase -dije sin levantar la voz.
– Lamentablemente, señor Parker, sus preferencias personales tienen poco que ver con esto. -La sonrisa se desvaneció y sus labios se contrajeron en una mueca de exagerado dolor-. A decir verdad, caballero, yo preferiría no estar aquí. Éste es un deber ingrato, pero por desgracia me lo ha impuesto usted con sus desconsiderados actos.
– No sé de qué me habla.
– Le hablo del acoso al señor Carter Paragon, de la falta de respeto por la labor de la organización que él representa, y de la insistencia por relacionar la desafortunada muerte de una mujer con esa misma organización. La Hermandad es una entidad religiosa, señor Parker, con los derechos que nuestra justa constitución otorga a tales entidades. Conoce usted la constitución, ¿verdad, señor Parker? Ha oído hablar de la Primera Enmienda, ¿verdad?
A lo largo de su alocución, el señor Pudd mantuvo en todo momento un tono sosegado y razonable. Se dirigía a mí como un padre a un niño descarriado. Tomé nota mentalmente de que debía añadir el término «paternalista» a los de «repulsivo» e «insecto» en la lista de calificativos referentes al señor Pudd.
– Ésa, y la Segunda Enmienda -dije-, de la que seguramente usted también ha oído hablar. -Retiré la mano de debajo del periódico y lo encañoné con la pistola. Me alegró comprobar que no me temblaba la mano.
– Esto me parece muy lamentable, señor Parker -contestó con tono dolido.
– Coincido con usted, señor Pudd. No me gusta que entren personas armadas en mi propiedad, ni que me vigilen mientras me ocupo de mis asuntos. Es de mala educación, y me pone nervioso.
El señor Pudd tragó saliva, sacó los dedos del interior de la chaqueta y apartó las manos del cuerpo.
– No era mi intención ofenderle, pero los siervos del Señor sufrimos el acoso de nuestros enemigos en todas partes.
– Dios le protegerá mejor que un arma, ¿no cree?
– El Señor ayuda a quienes se ayudan a sí mismos, señor Parker -contestó.
– Dudo que el Señor vea con buenos ojos el allanamiento de morada -repliqué, y el señor Pudd enarcó una ceja de manera casi imperceptible.
– ¿Está acusándome de algo?
– ¿Acaso tiene algo que confesar?
– A usted no, señor Parker. A usted no.
Sus dedos fluctuaron de nuevo en el aire lentamente, pero esta vez el movimiento parecía tener una finalidad y me pregunté cuál era el significado. No lo comprendí hasta que oí abrirse la puerta del coche y vi avanzar por el césped la sombra de la mujer. Me puse en pie al instante y retrocedí empuñando la pistola con ambas manos a la altura del hombro, apuntada hacia el pecho del señor Pudd.
La mujer se acercó desde detrás de Pudd por el lado izquierdo. No habló, pero llevaba la mano bajo el chaquetón negro. No iba maquillada y tenía la tez muy pálida. Bajo el chaquetón, vestía una falda plisada que le cubría casi hasta los tobillos y una sencilla blusa blanca desabrochada en el cuello, donde llevaba un pañuelo negro anudado alrededor de la garganta. En su aspecto se apreciaba algo desagradable en extremo, una fealdad interior que se filtraba por los poros y le contaminaba la piel. La nariz era demasiado fina para aquel rostro, los ojos demasiado grandes y demasiado blancos, los labios extrañamente abotargados. Tenía la barbilla desdibujada y hundida en los pliegues de carne del cuello. En su cara no se movía un solo músculo.
El señor Pudd volvió un poco la cabeza hacia ella sin apartar de mí la mirada.
– Creo que el señor Parker nos tiene miedo, ¿sabes, querida?
La mujer no cambió de expresión. Se limitó a seguir avanzando.
– Dígale que retroceda -musité, pero sin darme cuenta fui yo quien dio otro paso atrás.
– ¿Y si no qué? -preguntó el señor Pudd sin levantar la voz-. No va a matarnos, señor Parker. -Sin embargo alzó los dedos de la mano izquierda para indicar a la mujer que se detuviese, y ella obedeció.
En tanto que el señor Pudd tenía la mirada alerta, y su malevolencia esencial parecía velada por una tenue bruma de buen humor, los ojos de su acompañante eran como los de una muñeca, vidriosos e inexpresivos. Los fijó en mí y tomé conciencia de que, pese a tener un arma en la mano, era yo quien corría peligro.
– Saque la mano del chaquetón, muy despacio -le ordené, apuntándola a ella por un momento y luego otra vez a él para mantenerlos a raya a los dos-. Y será mejor que esté vacía cuando aparezca.
La mujer no se movió hasta que el señor Pudd asintió con la cabeza.
– Haz lo que te dice.
Ella reaccionó de inmediato y sacó la mano vacía del chaquetón, con cuidado pero sin ningún temor.
– Y ahora, señor Pudd -continué-, dígame quién es usted exactamente.
– Represento a la Hermandad -respondió-. En su nombre le pido que dé por concluida su intervención en este asunto.
– ¿Y si no lo hago?
– En ese caso nos veremos obligados a tomar medidas. Podríamos implicarlo en un litigio muy costoso en términos de dinero y tiempo, señor Parker. Contamos con excelentes abogados. Ésa no es la única opción a nuestro alcance, claro está. Hay otras. -Esta vez la advertencia era explícita.
– No veo razones para un conflicto -dije imitando su peculiar tono y manera de hablar-. Sólo quiero averiguar qué le ocurrió a Grace Peltier y creo que el señor Paragon puede ayudarme en ese cometido. -El señor Paragon está muy atareado con la obra del Señor.
– ¿Cosas que hacer, personas que desplumar?
– Es usted un hombre irreverente, señor Parker. El señor Paragon es un siervo del Señor.
– Hay que ver lo mal que está el servicio hoy día.
El señor Pudd dejó escapar un extraño bufido, la expresión audible de la agresividad contenida que percibía dentro de él.
– Si habla conmigo y contesta a mis preguntas, le dejaré en paz -dije-. Vive y deja vivir, ése es mi lema.
Sonreí, pero él no me devolvió el favor.
– Con el debido respeto, señor Parker, no creo que ése sea su lema. -Abrió la boca un poco más y casi escupió-. No lo creo en absoluto.
Señalé con la pistola.
– Lárguese de mi propiedad, señor Pudd, y llévese a esa amiga suya tan habladora.
Eso fue un error. A su lado, la mujer se movió de pronto hacia la izquierda e hizo ademán de saltar sobre mí; tenía la mano izquierda tensa como las garras de un halcón mientras la derecha se desplazaba hacia el interior del abrigo. Bajé la pistola y disparé entre los pies del señor Pudd, lo que provocó un lluvia de tierra y la desbandada de los pájaros de los árboles cercanos. La mujer se detuvo cuando el señor Pudd extendió la mano y le sujetó el brazo.
– Quítate el pañuelo, querida -dijo sin desviar la mirada de la mía.
La mujer permaneció inmóvil por un instante; luego se desató el pañuelo negro y lo sostuvo lánguidamente con la mano izquierda. Tenía el cuello surcado de cicatrices, costurones de color rosa pálido causantes de tal grado de deformidad, que dejarlos a la vista sería invitar a cualquiera que pasara por su lado a quedárselos mirando.
– Ábrela bien, querida -dijo el señor Pudd.
La mujer abrió la boca y dejó a la vista unos dientes pequeños y amarillos, las encías rosadas y una masa roja y desgarrada al fondo de la garganta que era lo que le quedaba de la lengua.
– Ahora canta. Permite al señor Parker que te oiga cantar.
Abrió la boca y movió los labios, pero no surgió de ella el menor sonido. Sin embargo siguió entonando una canción que se oía sólo en su cabeza, con los ojos entornados en una expresión de éxtasis, meciendo suavemente el cuerpo al son de aquella música muda, hasta que el señor Pudd levantó la mano y ella cerró la boca al instante.
– Antes tenía una voz hermosísima, señor Parker, muy delicada y pura. Se la arrebató un cáncer de garganta, un cáncer de garganta y la voluntad de Dios. Quizá fue una extraña bendición, una visitación del Señor para poner a prueba su fe y confirmarla en el único camino verdadero hacia la salvación. Al final, creo, sirvió esencialmente para aumentar su amor al Señor.
Yo no compartía su fe en aquella mujer. La rabia que anidaba en su interior era tangible, la ira por el dolor que había padecido, la pérdida que había sufrido. Había consumido cualquier capacidad de amor que en otro tiempo hubiese poseído, y ahora se veía obligada a mirar fuera de sí misma para alimentarla. Ese dolor nunca se aplacaría, pero su carga sería más tolerable haciéndoselo experimentar también a los demás.
– Pero a mí me gusta decirle que eso le ocurrió porque su voz despertaba la envidia de los ángeles -concluyó el señor Pudd.
Tuve que aceptar su palabra. No veía en ella nada más capaz de suscitar la envidia de los ángeles.
– Bueno -dije-, al menos le queda la belleza.
El señor Pudd no respondió, pero por primera vez asomó a sus ojos auténtico odio. Fue sólo un destello fugaz, que desapareció tan deprisa como su efímera y habitual expresión de falso buen humor. Aun así, lo que había titilado brevemente en sus ojos cobró forma de magnífica y brutal conflagración en los de la mujer; en las pupilas de ésta vi arder iglesias, con los fieles todavía dentro. El señor Pudd pareció percibir la violencia contenida que emanaba de ella, porque se volvió y le rozó la mejilla suavemente con el dorso peludo de un dedo.
– Nakir mía -susurró-. Calla.
Ella reaccionó a la caricia con un breve parpadeo, y me pregunté si serían amantes.
– Vuelve al coche, querida. Nuestra misión aquí ha concluido de momento.
La mujer me miró una vez más y se alejó. El señor Pudd hizo ademán de seguirla, pero se detuvo y se volvió hacia mí.
– No es prudente que siga con esto. Le aconsejo por última vez que dé por concluida su intervención en el asunto. -Demándeme -respondí.
El señor Pudd negó con la cabeza.
– No, por desgracia ya hemos llegado demasiado lejos para eso. Me temo que volveremos a vernos en circunstancias menos favorables para usted. -Levantó las manos-. Voy a sacar del bolsillo una tarjeta de visita, señor Parker. -Sin esperar respuesta extrajo una pequeña caja de plata del bolsillo derecho de la chaqueta. La abrió con una sacudida y sacó una tarjeta de visita blanca, que sostuvo con delicadeza por una esquina.
Una vez más me tendió la mano, pero ahora no vaciló. Aguardó con paciencia hasta que me vi obligado a aceptar la tarjeta.
Al agarrarla, movió un poco la mano y las yemas de sus dedos rozaron los míos. Di un respingo involuntariamente al producirse el contacto y el señor Pudd movió la cabeza en un parco gesto de asentimiento, como si de algún modo hubiese constatado una sospecha.
En la tarjeta sólo podía leerse Elias Pudd en letra redonda negra. No constaba el número de teléfono ni la dirección ni el cargo. El dorso de la tarjeta estaba en blanco.
– Su tarjeta no dice mucho de usted, señor Pudd -comenté.
– Al contrario, lo dice todo de mí, señor Parker. Me temo que es usted quien no la lee correctamente.
– A mí lo único que me dice es que es usted tacaño o minimalista -contesté-. Además, es irritante, pero eso tampoco lo dice en la tarjeta.
Por primera vez el señor Pudd exhibió una sonrisa sincera, que dejó a la vista sus dientes amarillentos y le iluminó los ojos.
– A su manera sí lo dice -afirmó, y chasqueó con la lengua.
Lo mantuve encañonado hasta que se subió al coche y la extraña pareja desapareció en medio de una nube de humo y gases de escape que pareció teñir la luz del sol que la traspasaba con sus rayos.
Los dedos empezaron a llenárseme de ampollas casi en el instante en que se alejaron. Al principio fue sólo una sensación de ligera irritación, pero pronto se convirtió en dolor verdadero y me aparecieron pequeños bultos en las yemas y la palma de la mano. Me apliqué hidrocortisona, pero la irritación persistió durante casi todo el día, un escozor intenso y molesto allí donde la tarjeta y los dedos del señor Pudd me habían tocado la piel. Con unas pinzas introduje la tarjeta en un sobre de plástico, lo cerré y lo dejé en la mesa del vestíbulo. En mi viaje a Boston le pediría a Rachel que la hiciese examinar.
Dejé la pistola bajo la rueda de repuesto en el maletero del Mustang antes de encaminarme hacia la granítica mole del juzgado Edward T. Gignoux en la esquina de Newbury y Market. Crucé el detector de metales, subí por la escalera de mármol hasta la Sala 1 y tomé asiento en una de las sillas del fondo.
Las últimas filas de bancos estaban ocupadas por lo que, en tiempos menos ilustrados, podría haberse descrito como el reparto de un espectáculo de fenómenos de feria. Había cinco o seis personas de muy corta estatura, dos o tres mujeres obesas y un cuarteto de mujeres viejísimas vestidas como busconas. Las acompañaba un hombre calvo, enorme y musculoso, que debía de medir un metro noventa y cinco y pesar más de ciento treinta kilos. Todos parecían prestar mucha atención a lo que ocurría en el estrado.
Ya había empezado la sesión y un abogado, supuse que Arthur Franklin, discutía alguna cuestión legal con el juez. Al parecer existía en California una orden de busca y captura contra su cliente por diversos delitos, entre ellos violación de la ley de propiedad intelectual, crueldad contra los animales y evasión de impuestos, y tenía tantas probabilidades de eludir una pena de prisión como los pavos de llegar vivos al día de Acción de Gracias. Lo dejaron en libertad bajo una fianza de cincuenta mil dólares y con la obligación de comparecer ante ese mismo juez antes de fin de mes, momento en el que se tomaría una decisión definitiva en cuanto a su extradición. Después todos se pusieron en pie y el juez se marchó por una puerta que había detrás de su butaca de piel marrón.
Recorrí el pasillo central seguido de cerca por el hombre musculoso, y me presenté a Franklin. Contaba poco más de cuarenta años y vestía un traje azul bajo el que sudaba ligeramente. Tenía el cabello de color negro intenso, y los ojos, bajo las pobladas cejas, mostraban la expresión de pánico de un ciervo ante las luces de un camión que se acerca.
Por su parte, Harvey Ragle, sentado junto a Franklin, no era como lo había imaginado. Rondaba los cuarenta años y llevaba un traje ocre bien planchado, una camisa blanca y limpia con el cuello desabrochado y unos mocasines de color rojizo. Tenía el pelo castaño y rizado, muy corto, y no exhibía más joyas que un reloj de oro de Raymond Weil con correa de piel marrón. Estaba recién afeitado y se había rociado con loción Armani como si la regalasen. Se levantó y me tendió la mano, que parecía haber pasado por una manicura.
– Harvey Ragle -dijo-. Director ejecutivo de Producciones Cháfalos. -Me dedicó una cálida sonrisa dejando a la vista los dientes, de una blancura sorprendente.
– Encantado -contesté-. Sintiéndolo mucho, no puedo darle la mano. Según parece, he tocado algo desagradable.
Mostré mis dedos ampollados y Ragle palideció. Para ser un hombre que se ganaba la vida aplastando criaturas diminutas, tenía un alma muy sensible. Abandoné la sala detrás de ellos, después de detenernos por un momento para que las ancianas, las mujeres obesas y los enanos, por turno, lo abrazaran y le desearan buena suerte. Luego cruzamos el pasillo y entramos en la sala de reuniones para abogados 223, contigua a la Sala 2. El hombre enorme, que se llamaba Mikey, esperó fuera con las manos cruzadas al frente.
– Protección -explicó Franklin cuando cerramos la puerta.
Nos sentamos a la mesa y fue Ragle quien habló primero.
– ¿Ha visto mi trabajo, señor Parker? -preguntó.
– ¿El vídeo de aplastamientos, señor Ragle? Sí, lo he visto.
Ragle dio un ligero respingo, como si acabase de echarle aliento a ajo.
– No me gusta esa expresión. Yo hago películas eróticas de toda clase, y soy como un padre para mis actores. Esas personas que había hoy en la sala son estrellas, señor Parker, estrellas.
– ¿Los enanos? -pregunté.
Ragle sonrió con expresión melancólica.
– Son personas pequeñas, pero con mucho amor que ofrecer.
– ¿Y las ancianas?
– Tienen mucha energía. Con la edad sus apetitos han aumentado en lugar de disminuir.
«Santo cielo», pensé.
– ¿Y ahora hace películas como la que me mandó su abogado?
– Sí.
– En las que aparece gente pisando insectos.
– Sí.
– Y ratones.
– Sí.
– ¿Le gusta su trabajo, señor Ragle?
– Mucho -respondió-. ¿He de interpretar eso como desaprobación?
– Llámeme mojigato, pero a mí eso me parece morboso, además de cruel y probablemente ilegal.
Ragle se inclinó y me golpeteó la rodilla con el dedo índice. A duras penas me contuve para no rompérselo.
– Sin embargo, la gente mata insectos y roedores a diario, señor Parker -dijo-. Algunos incluso sienten un extraordinario placer al hacerlo. Por desgracia, en cuanto admiten ese placer e intentan reproducirlo de alguna manera, nuestras fuerzas del orden, con una absurda tendencia a la censura, intervienen y los penalizan. No olvide, señor Parker, que, en este estado mismo, dejamos morir a Wilhelm Reich en la cárcel por vender sus «cajas de sexo» desde Rangeley. Forma parte de nuestra historia penalizar a quienes buscan satisfacción sexual por medios poco ortodoxos.
Se reclinó en su asiento y me dirigió una sonrisa radiante.
Yo se la devolví.
– Creo que el estado de California no es el único que tiene serias dudas sobre la legitimidad de lo que usted hace.
La aparente tranquilidad empezó a venirse abajo y pareció palidecer bajo su piel bronceada.
– Esto…, sí -dijo. Tosió y alcanzó un vaso de agua que había en la mesa ante él-. Por lo visto, un caballero en particular tiene graves objeciones contra algunas de mis producciones más…, digamos especializadas.
– ¿Y quién es?
– Se hace llamar señor Pudd -intervino Franklin.
Procuré mantener una expresión neutra.
– No le gustaron las películas de arañas -añadió.
Imaginé la razón.
La aparente tranquilidad que Ragle había mostrado hasta entonces se vino abajo del todo, como si la mención de Pudd lo hubiese llevado por fin a admitir la realidad de la amenaza a que se enfrentaba.
– Quiere matarme -gimoteó-. No quiero morir por mi arte.
Así pues, Al Z sabía algo de la Hermandad y de Pudd, y había considerado oportuno guiarme en dirección a Ragle. Por lo visto, tenía otra buena razón para viajar a Boston aparte de Rachel y la escurridiza Ali Wynn.
– ¿Cómo supo de usted?
Ragle sacudió la cabeza con gesto airado.
– Tengo un proveedor, un hombre que me suministra roedores e insectos y, cuando es necesario, arácnidos. Estoy convencido de que él le habló de mí a ese individuo, ese señor Pudd.
– ¿Qué razón tenía para hacerlo?
– Desviar la atención de sí mismo. Creo que el señor Pudd se enfurecería tanto con quien me vendiese esas criaturas como conmigo.
– Así que ese proveedor le facilitó a Pudd su nombre y luego pretextó que no sabía lo que usted planeaba hacer con los bichos.
– Eso es, sí.
– ¿Cómo se llama el proveedor?
– Bargus. Lester Bargus. Tiene una tienda en Gorham especializada en reptiles e insectos exóticos.
Dejé de tomar nota.
– ¿Lo conoce, señor Parker? -preguntó Franklin.
Asentí. Lester Bargus era lo que solía llamarse «dos kilos de mierda en un saco de un kilo». Era la clase de tipo que consideraba patriótico ser estúpido y llevar a su madre a Denny's a celebrar el aniversario del nacimiento de Hitler. Lo recordaba de mi época en el instituto de educación secundaria de Scarborough, cuando me quedaba de pie junto a la cerca que delimitaba el campo de fútbol, con el gran logotipo de los Redskins en el marcador, y me preparaba para afrontar una paliza. Esos primeros meses fueron los más difíciles. Yo sólo tenía catorce años y hacía dos meses que había muerto mi padre. Los rumores nos siguieron al norte: que mi padre había sido policía en Nueva York; que había matado a dos personas, un chico y una chica, disparándoles pese a que ni siquiera iban armados; que posteriormente se metió la pistola en la boca y apretó el gatillo. Lo empeoraba el hecho de que todo eso era verdad; no había forma de eludir la acción de mi padre, como no la había de explicarla. Los había matado, sin más. Ignoro qué vio al apretar el gatillo contra ellos. Estaban provocándole, intentando hacerle perder la paciencia, pero desconocían cuáles serían las consecuencias. Después mi madre y yo huimos al norte, de regreso a Scarborough, junto al padre de ella, que también había sido policía, y los rumores nos pisaron los talones como perros rabiosos.
Tardé un tiempo en aprender a defenderme, pero lo conseguí. Mi abuelo me enseñó a parar un puñetazo y a devolverlo en un único y controlado movimiento que siempre haría sangrar a mi rival. Pero cuando recuerdo aquellos primeros meses, me viene a la cabeza aquella cerca y un corrillo de muchachos aproximándose a mí, y recuerdo a Lester Bargus con sus pecas y su pelo castaño de corte recto, sorbiéndose la saliva que había empezado a resbalarle entre los labios por el placer de golpear a otro ser humano desde la seguridad que el grupo le confería. Si hubiese nacido coyote, Lester Bargus habría sido el animal más enclenque de la manada, el que se queda en los márgenes del grupo tendiéndose boca arriba ante la presencia de los más fuertes y sin embargo siempre está dispuesto a arremeter contra los débiles y los heridos cuando se desata el frenesí. Durante el último curso que fue al instituto torturó e intimidó y estuvo a punto de cometer una violación. Ni siquiera se sacó el graduado escolar; se requeriría una nueva escala para medir la profunda ignorancia de Bargus.
Había oído decir que, en la actualidad, Bargus tenía una tienda de animales en Gorham, pero, según se creía, eso no era más que una tapadera para su otro interés: la venta ilegal de armas. Si uno necesitaba con urgencia un arma en buen estado, Lester Bargus era el indicado para proporcionársela, en particular si sus puntos de vista políticos y sociales se hallaban tan a la derecha que a su lado el Ku Klux Klan parecía la Unión Americana por las Libertades Civiles.
– ¿Y hay muchas tiendas que suministren insectos, señor Ragle?
– No en este estado, pero a Bargus se le considera una notable autoridad a nivel nacional. Los herpetólogos y los aracnólogos le consultan habitualmente. -Ragle se encogió de hombros-.
Aunque, dicho sea de paso, no en persona. El señor Bargus es un individuo muy desagradable.
– ¿Y por qué me cuenta todo esto?
– Porque mi cliente -terció Franklin- está seguro de que el señor Pudd lo matará si nadie se lo impide. El caballero de Boston, que ha actuado como conducto de algunos de los productos más convencionales de mi cliente, cree que uno de los casos en que usted interviene actualmente puede incidir en los intereses de mi cliente. Ha sugerido que cualquier ayuda que podamos facilitarle redundará en beneficio de nuestra causa.
– ¿Y Lester Bargus es la única pista con la que cuentan?
Franklin encogió los hombros en un gesto de pesar.
– ¿Ha intentado Pudd ponerse en contacto con usted?
– En cierto modo. Mi cliente ha estado aislado en una casa refugio de Standish. La casa ardió hasta los cimientos. Alguien lanzó un artefacto incendiario por la ventana del dormitorio. Afortunadamente, el señor Ragle logró escapar ileso. Después de ese incidente contratamos a Mikey como guardia de seguridad.
Cerré el cuaderno y me levanté para marcharme.
– No puedo prometerle nada -dije. Ragle se inclinó hacia mí y me agarró el brazo.
– Si encuentra a ese hombre, señor Parker, aplástelo -instó con un siseo-. Aplástelo como a un insecto.
Retiré el brazo con delicadeza.
– No creo que haya tacones de aguja tan grandes, señor Ragle, pero lo tendré en cuenta.
Esa misma tarde visité Gorham. Estaba sólo a tres kilómetros, pero fue un viaje en balde, como yo preveía. Bargus envejecía mal. Había perdido casi todo el pelo y casi todos los dientes y tenía los dedos amarillos de nicotina. Llevaba una camiseta con el lema no al nuevo orden mundial y un casco de las Naciones Unidas bajo el aspa de la mira telescópica de un francotirador. En la exigua luz de su tienda había arañas agazapadas en urnas mugrientas y serpientes enroscadas en torno a ramas, y se oía el golpeteo de los duros exoesqueletos de las cucarachas al chocar entre sí. En el mostrador, junto a él, una caja de cristal contenía una mantis de diez centímetros de largo, con las patas delanteras erizadas de púas. Bargus le echó un grillo, que brincó por la tierra del fondo de la caja en un vano esfuerzo por evitar ser aniquilado. La mantis volvió la cabeza para observarlo, como si le divirtiese su presunción, y después emprendió la captura.
Cuando me acerqué al mostrador, Bargus tardó unos instantes en reconocerme.
– Vaya, vaya -dijo-. Mira quién asoma la cabeza.
– Tienes buen aspecto, Lester -contesté-. ¿Qué haces para conservarte tan joven y guapo?
Me miró con expresión ceñuda y se hurgó entre dos de los dientes que le quedaban para sacarse algo.
– ¿Eres de la acera de enfrente, Parker? Siempre pensé que eras marica.
– Vamos, Lester, no vayas a creer que no me siento halagado, pero la verdad, no eres mi tipo.
– No me digas. -No parecía muy convencido-. ¿Has venido a comprar algo?
– Busco cierta información.
– Sal por la puerta, dobla a la derecha y sigue recto hasta llegar al culo del infierno. Diles que te envío yo.
Volvió a concentrarse en la lectura de un libro, que, a juzgar por las ilustraciones, parecía una guía para fabricar un mortero con latas de cerveza.
– Ésa no es manera de hablarle a un viejo amigo del instituto.
– Tú no eras mi amigo, y no me gusta que estés en mi tienda -dijo sin levantar la vista del libro.
– ¿Puedo saber por qué?
– Cerca de ti, la gente tiene cierta tendencia a morirse.
– Si te fijas bien, verás que la gente se muere cerca de cualquiera.
– Es posible, salvo que cerca de ti se mueren mucho más deprisa y con mucha más frecuencia.
– Si es así, cuanto antes me marche, menos riesgo corres.
– Yo no te retengo.
Golpeteé el cristal de la caja de la mantis, directamente en la línea de visión del insecto, y éste, sobresaltado, echó atrás la cabeza. La mantis es el insecto de apariencia más humana; tiene los ojos dispuestos de forma que le permiten mirar al frente, dotándolo así de percepción en perspectiva. Puede ver cierta cantidad de color y volver la cabeza para mirar por encima del «hombro». Además, como los humanos, come todo aquello que puede someter, desde un avispón hasta un ratón. Cuando deslicé el dedo, la mantis giró la cabeza y siguió atentamente el movimiento sin dejar de masticar el grillo. La mitad superior del cuerpo de éste ya había desaparecido.
– No la molestes más -dijo Bargus.
– Es todo un depredador.
– Ese mal bicho te devoraría si creyese que ibas a quedarte quieto el tiempo suficiente. -Sonrió mostrando sus dientes podridos.
– He oído decir que son capaces de engullir a una viuda negra.
El libro sobre la fabricación de morteros a base de latas de cerveza yacía ahora olvidado ante Bargus.
– Lo he visto con mis propios ojos -asintió.
– Quizá no es tan mal bicho, después de todo.
– Si no te gustan las arañas, te has equivocado de tienda.
Hice un gesto de indiferencia.
– No me gustan tanto como a otros. No me gustan tanto como al señor Pudd.
De pronto Lester volvió a clavar la mirada en la página en que se había quedado, pero mantuvo la atención fija en mí.
– Nunca he oído hablar de él.
– Ah, pero él sí ha oído hablar de ti.
Lester alzó la vista y tragó saliva.
– ¿Qué carajo estás diciendo?
– Lo pusiste tras la pista de Harvey Ragle. ¿Aclara eso las cosas?
– No sé de qué me hablas. -En el ambiente caluroso y húmedo de la tienda, Lester Bargus empezó a sudar.
– Yo diría que se ocupará de Ragle y luego volverá a por ti.
– Lárgate de mi tienda -soltó Lester con un bufido. Trató de dar un tono amenazador a sus palabras, pero el temblor de la voz lo delató.
– ¿Sólo le vendes arañas, Lester? ¿No le has ayudado, quizá, con alguna de sus otras necesidades? ¿Es aficionado a las armas?
Le vi mover las manos torpemente bajo el mostrador y supe que estaba buscando un arma. Eché mi tarjeta sobre el mostrador y lo observé mientras la alcanzaba con la mano izquierda, la arrugaba en la palma y la tiraba al cubo de la basura. En su mano derecha apareció, sujeta por la culata, una escopeta de cañones recortados. No me moví.
– Le he visto, Lester -dije-. Da miedo.
Lester amartilló la escopeta con el pulgar.
– Como ya te he dicho, no sé de qué me hablas.
Dejé escapar un suspiro y retrocedí.
– Tú verás, Lester, pero tengo la sensación de que tarde o temprano volverá a acosarte.
Me di media vuelta y me dirigí hacia la puerta. Ya la había abierto cuando me llamó.
– No quiero problemas. Ni contigo ni con él, ¿me entiendes? -dijo.
Aguardé en silencio. En su cara se puso de manifiesto el forcejeo entre el miedo a no revelar nada y las consecuencias de hablar demasiado.
– No tengo su dirección -prosiguió vacilante-. Se pone en contacto conmigo cuando necesita algo, pasa a recogerlo él mismo y paga en efectivo. La última vez que apareció me preguntó por Ragle y le conté lo que sabía. Si lo ves de nuevo, dile que no tiene motivos para venir a molestarme. -La confesión pareció devolverle parte del aplomo, porque recuperó su habitual y repugnante mueca de desdén-. Y yo que tú orientaría tu trabajo en otra dirección. El hombre por el que preguntas es de los que no quieren que se pregunte por ellos, no sé si me entiendes. El hombre por el que preguntas es de los que matan a quienes se meten en sus asuntos.
Aquella noche no tenía ganas de estar en casa ni de prepararme la cena. Cerré bien todas las ventanas, coloqué una cadena en la puerta de atrás y puse una cerilla rota sobre la puerta delantera. Si alguien intentaba entrar, me enteraría.
Fui a Portland y aparqué en la esquina de Cotton con Forest en el Puerto Antiguo. Luego me dirigí a pie hasta Sapporo, en Commercial Street, con el sonido del mar resonándome en los oídos. Comí un buen teriyaki, tomé té verde y traté de poner en orden mis pensamientos. Las razones para ir a Boston se multiplicaban por momentos: Rachel, Ali Wynn y ahora Al Z. Pero aún no había conseguido acorralar a Carter Paragon, aún me preocupaba Marcy Becker, y estaba sudando bajo la chaqueta porque no podía quitármela sin dejar a la vista la pistola.
Pagué la cuenta y salí del restaurante. En la otra acera, una multitud de chicos hacía cola para entrar en el Three Dollar Dewey's mientras el portero verificaba sus carnets de identidad con el escepticismo de un fogueado profesional. El Puerto Antiguo estaba abarrotado y un bullicioso gentío se congregaba en la esquina de Forest con Union, al final de la arteria principal del barrio. Deambulé un rato por allí para no sentirme solo, para no volver a mi casa de Scarborough. Al pasar frente al Calabash Cigar Café y el Gritty McDuffs, eché un vistazo a la zona peatonal de Moulton Street.
La mujer que vi oculta entre las sombras llevaba un veraniego vestido claro estampado de flores rosadas. Estaba de espaldas a mí y el cabello rubio le colgaba en una cola recortándose contra la blancura de su espalda, sujeto por un lazo de color aguamarina. A mi alrededor, el tráfico se detuvo y los pies de los transeúntes quedaron suspendidos a medio paso, interrumpidas momentáneamente sus vidas. Sólo oía mi respiración; sólo veía el movimiento procedente de Moulton.
Junto a la mujer había un niño, y ella, con su mano izquierda, le sujetaba la mano derecha con delicadeza. El niño vestía la misma camisa a cuadros y el mismo pantalón corto que el día que lo vi por primera vez en Exchange Street. Mientras lo observaba, la mujer se inclinó y le susurró algo. Él asintió y volvió la cabeza para mirarme, la única lente transparente de sus gafas brilló en la oscuridad. A continuación, la mujer se irguió, le soltó la mano y se alejó de nosotros hasta doblar a la derecha en la esquina de Wharf Street. Cuando se perdió de vista, fue como si el mundo a mi alrededor dejase escapar el aliento y recuperase la movilidad. Me eché a correr por Moulton y dejé atrás al niño. Cuando llegué a la esquina, la mujer cruzaba por Dana Street, atravesando en silencio los charcos de luz creados por las farolas.
– Susan.
Pronuncié su nombre sin pensarlo apenas, y por un instante tuve la impresión de que se detenía a escuchar. Luego pasó de la luz a la oscuridad y desapareció.
En ese momento el niño estaba en la esquina de Moulton con la vista fija en los adoquines. Cuando me acerqué, alzó la mirada y me escrutó con curiosidad desde detrás de las gafas de montura negra con su ojo izquierdo; el derecho permanecía oculto bajo la cinta adhesiva oscura con la que habían cubierto de manera inexperta la otra lente. No tendría más de ocho años, y el cabello castaño claro, con raya a un lado, se le agitaba sobre la frente. Los pantalones, en algunas partes, habían quedado rígidos por el barro y la camisa estaba mugrienta, aunque casi toda ella quedaba oculta tras la tabla de madera -quizá de unos cuarenta y cinco centímetros por doce, y dos y medio de grosor- que llevaba colgada al cuello de una cuerda. En la madera había grapado algo con letra irregular e infantil, probablemente escrito con un clavo, pero los surcos se habían llenado de tierra en algunos sitios, confabulándose con la oscuridad para que resultara casi imposible leerlo.
Me puse en cuclillas ante él.
– Hola -dije.
No se lo veía asustado. No parecía famélico ni enfermo. Simplemente estaba… allí.
– Hola -respondió.
– ¿Cómo te llamas? -pregunté.
– James -dijo.
– ¿Te has perdido, James?
Negó con la cabeza.
– ¿Qué haces aquí, pues?
– Espero -se limitó a contestar.
– ¿Qué esperas?
No respondió. Tuve la sensación de que yo debía saberlo y a él le sorprendía un poco que no lo supiese.
– ¿Quién era esa señora que estaba contigo, James? -pregunté.
– La Señora del Verano -dijo.
– ¿Sabes si tiene nombre?
Aguardó un momento antes de responder. Cuando lo hizo, el aliento pareció abandonar mi cuerpo y me asaltó una sensación de mareo y de miedo.
– Ha dicho que tú sabías su nombre. De nuevo lo noté perplejo, casi desilusionado.
Cerré los ojos por un instante y me balanceé sobre los talones. Sentí su mano en la muñeca, sujetándome para que no me cayese, la tenía fría. Cuando abrí los ojos, estaba inclinado hacia mí. Vi tierra entre sus dientes.
– ¿Qué te ha pasado en el ojo, James? -pregunté.
– No lo recuerdo.
Tendí la mano hacia él y me soltó la muñeca mientras yo frotaba la madera para desprender la tierra y la suciedad. Al caer al suelo en pequeños terrones, quedaron a la vista las palabras:
JAMES JESSOP
PECADOR
– ¿Quién te obliga a llevar esto, James?
Una diminuta lágrima rodó desde su ojo izquierdo, y luego otra.
– Me porté mal -musitó-. Todos nos portamos mal.
Pero las lágrimas sólo le caían de un ojo, y sólo se le formaban churretes en la mejilla izquierda. Con manos trémulas, cogí sus gafas por ambos lados de la montura y se las quité lentamente. Sin tratar de impedírmelo, fijó en mí su único ojo con una expresión de absoluta confianza.
Y cuando retiré las gafas por completo, apareció un agujero allí donde había estado el ojo derecho, la carne desgarrada y quemada y la herida seca como si fuese muy antigua y hubiese dejado de sangrar, o incluso de doler, hacía mucho tiempo.
– Te he estado esperando -dijo James Jessop-. Todos hemos estado esperándote.
Me erguí y me aparté de él. Las gafas se me cayeron al suelo cuando me di la vuelta.
Y los vi a todos.
Me observaban inmóviles, hombres y mujeres, niños y niñas, todos con tablas colgadas del cuello. Había al menos una docena, quizá más. Estaban en la penumbra de Wharf Street y a la entrada de Commercial, vestidos con ropa sencilla, ropa concebida para usarse en el campo: pantalones que no se romperían al primer traspié y botas que la lluvia no calaría ni perforaría una piedra.
KATHERINE CORNISH, PECADORA
VYRNA KELLOG, PECADORA
FRANK JESSOP, PECADOR
BILLY PERRSON, PECADOR
Los otros se hallaban más atrás, y los nombres grabados en las tablas eran más difíciles de leer. Algunos presentaban heridas en la cabeza. Vyrna Kellog tenía el cráneo partido, y la herida abierta se extendía casi hasta el puente de la nariz; Billy Perrson había recibido un disparo en la frente; a Katherine Cornish le colgaba por detrás de la cabeza una tira de cuero cabelludo que le cubría la oreja izquierda. Estaban allí de pie y me miraban, y alrededor de ellos el aire parecía crepitar cargado de energía oculta.
Tragué saliva, pero tenía la garganta seca y me dolió por el esfuerzo.
– ¿Quiénes sois? -pregunté, pero ya en el momento en que se desvanecían lo supe.
Retrocedí a trompicones hasta sentir el frío contacto de los ladrillos contra mi cuerpo y vi árboles altos y hombres abriéndose paso entre barro y huesos. El agua chapoteaba contra un dique de sacos de arena y los animales aullaban. Y mientras estaba allí temblando, cerré los ojos con fuerza y oí mi propia voz que comenzaba a rezar.
Por favor, Dios mío, dijo.
Por favor, no permitas que esto empiece otra vez.
Al día siguiente fui en coche a Boston en unas dos horas, pero me quedé atrapado en el espantoso tráfico de la ciudad durante casi otra hora. A las interminables obras de vialidad de Boston las llamaban «la Gran Excavación», y los letreros dispuestos alrededor de varios socavones grandes prometían: Merecerá la pena. Si uno escuchaba con la debida atención, oía decir entre dientes a millones de votantes que más valía que fuese así.
Antes de salir telefoneé a Curtis Peltier a su casa. La noche anterior había ido a cenar con unos amigos, me dijo, y al regresar se encontró allí a la policía.
– Alguien intentó forzar la puerta trasera -explicó-. Unos niños oyeron el ruido y avisaron a la policía. Probablemente eran yonquis de Kennedy Park o Riverton.
Tuve mis dudas al respecto. Le comenté lo de las notas desaparecidas.
– ¿Cree que contenían algo importante?
– Es posible -contesté, si bien no se me ocurría qué podía ser. Sospechaba que quienquiera que se las hubiese llevado, ya fuese el señor Pudd u otra persona todavía desconocida, sencillamente se proponía complicarme las cosas al máximo. Le dije a Curtis que se cuidase y me aseguró que lo haría.
Poco antes del mediodía llegué a Exeter Street, casi a la altura de Commonwealth Avenue, y aparqué frente a la casa de Rachel. Tenía alquilado un apartamento en un edificio de piedra rojiza delante de donde vivió en otro tiempo Henry Lee Higginson, el fundador de la Orquesta Sinfónica de Boston. En Commonwealth la gente hacía jogging, paseaba al perro o estaba sentada en los bancos respirando la contaminación del tráfico. Cerca, las palomas y los gorriones comían antes de presentar sus respetos a la estatua del historiador y marino Samuel Eliot Morison, que permanecía en su pedestal con la expresión vagamente preocupada de un hombre que ha olvidado dónde aparcó el coche.
Rachel me había dado una llave del apartamento, así que dejé allí mi bolsa de viaje, fui a comprar un poco de fruta y una botella de agua al Deluca's Market de Fairfiled y subí por Commonwealth Avenue hasta llegar al Public Garden entre Arlington y Charles. Bebí agua, me comí la fruta y observé a los niños que jugaban bajo el sol y a los perros que perseguían discos voladores. Quería un perro, pensé. En mi familia siempre habíamos tenido perro, también mi abuelo, y me gustaba la idea de ver un perro rondando por la casa. Supuse que deseaba compañía, lo cual me llevó a preguntarme por qué no le pedía a Rachel que viniese a vivir conmigo. Pensé que quizá Rachel se hacía la misma pregunta. Últimamente me parecía percibir cierta tensión en su voz cada vez que surgía el tema, un tono nuevo y perentorio en sus tanteos. Había mostrado paciencia durante más de catorce meses, e imaginé que ahora sentía la tensión de ver la relación detenida en un punto muerto. La culpa era mía: la deseaba cerca de mí, y sin embargo aún temía las posibles consecuencias. En una ocasión había estado a punto de morir por mi causa. No quería verla sufrir otra vez.
A las dos de la tarde tomé la línea roja hasta Harvard y me encaminé hacia Holyoke Street. Ali Wynn terminaba su turno del mediodía a las dos y media y le había dejado un mensaje diciéndole que me pasaría por allí para hablar con ella de Grace. El edificio de obra vista donde se hallaba el restaurante tenía yedra en la fachada y las ventanas del piso superior estaban adornadas con pequeñas luces blancas. Del salón de abajo llegaba el sonido de los bailarines de claqué que ensayaban sus pasos, con un ritmo semejante al tecleo de una antigua máquina de escribir Underwood.
En la escalinata del edifico había una joven de veintitrés o veinticuatro años ajustándose el tornillo del piercing de la nariz. Llevaba el pelo teñido de color negro carbón, los ojos maquillados de negro azulado y los labios con un carmín tan rojo que podría haber parado el tráfico. Era muy pálida y delgada, así que difícilmente podía ser una clienta asidua de su propio restaurante. Cuando me acerqué, me miró con una mezcla de expectación e inquietud.
– ¿Ali Wynn? -pregunté.
Asintió con la cabeza.
– ¿Es usted el detective?
– Charlie Parker.
Alargó el brazo y me estrechó la mano sin despegar la espalda de los ladrillos del edificio.
– ¿Como el jazzista?
– Eso creo.
– Era una pasada. ¿Lo ha escuchado?
– No. Prefiero la música country.
Arrugó la frente.
– Seguro que, para ponerle un nombre así sus padres eran muy aficionados al jazz.
– Escuchaban a Glenn Miller y Lawrence Welk. Dudo que supiesen siquiera quién era Charlie Parker.
– ¿Le llama Bird la gente?
– A veces. A mi novia le parece encantador. Mis amigos lo hacen para fastidiarme.
– Para usted debe de ser una lata.
– Me he acostumbrado.
La deconstrucción de los procedimientos de mi familia para elegir nombre mitigaron aparentemente un poco su recelo hacia mí, ya que se separó de la pared y se colocó a mi lado. Fuimos a pie hasta el Au Bon Pain de Harvard Square, donde se fumó cuatro pitillos y se tomó dos cafés exprés en quince minutos. Ali Wynn poseía tal cantidad de energía nerviosa que a su lado los electrones parecían en calma.
– ¿Conocías bien a Grace? -le pregunté cuando se había fumado ya la mitad de su segundo pitillo.
Exhaló una columna de humo.
– Claro, muy bien. Éramos amigas.
– Su padre me contó que vivió contigo y que a veces se alojaba en tu casa, incluso después de trasladarse.
– Venía los fines de semana para ir a la biblioteca y yo le dejaba pasar la noche en el sofá. Grace era divertida. O más bien lo había sido.
– ¿Cuando dejó de serlo?
Ali se terminó el segundo cigarrillo y encendió el tercero haciendo uso de una caja de cerillas del Grafton Pub.
– Más o menos cuando empezó la tesis.
– ¿Sobre los Baptistas de Aroostook?
Trazó un lento arco con el cigarrillo.
– Exacto. Estaba obsesionada. Tenía un montón de cartas y fotografías de ellos. Se tendía en el sofá, ponía esa mierda de música fúnebre en el estéreo y se quedaba así horas y horas, mirándolas una y otra vez.
»¿Puede traerme otro café?
Hice lo que me pedía. Supuse que no escaparía antes de terminarse el pitillo.
– ¿No te preocupan los efectos de tanta cafeína? -pregunté al regresar.
Se tiró del tornillo de la nariz y sonrió.
– No, espero morir antes por el tabaco.
No obstante el aparente descaro a lo Siouxsie and The Banshees, Ali Wynn inspiraba simpatía. El sol le arrancaba chispas de los ojos y tenía levantado permanentemente el lado derecho de la boca en una sonrisa seudocínica. Era todo fachada; el humo del tabaco no permanecía en su boca ni el tiempo suficiente para provocarle un colocón de nicotina a un mosquito e iba maquillada con demasiado esmero para asustar de verdad. Imaginé que probablemente inspiraba temor, deseo e irritación, a partes poco más o menos iguales, en sus compañeros de clase de sexo masculino. Ali Wynn podría haber obligado al mundo entero a comer en la palma de su mano si hubiese tenido la necesaria confianza en sí misma. Todo se andaría, a su debido tiempo.
– Estabas hablándome de Grace -apunté para que tanto ella como yo retomásemos el hilo de la conversación y tomarlo yo mismo.
– Sí, claro. No hay mucho más que decir. Era como si toda esa historia familiar estuviera consumiéndola, sorbiéndole la vida. Todo era «Elizabeth» esto, «Lyall» aquello. Se convirtió en un verdadero plomo. Estaba obsesionada con Elizabeth Jessop. No sé, quizá pensaba que el espíritu de Elizabeth había entrado en ella o algo así.
– ¿Pensaba que Elizabeth estaba muerta?
Ali asintió.
– ¿Dijo por qué?
– Era un presentimiento, sólo eso. En cualquier caso, como ya he contado, estaba pasándose de rosca. Le expliqué que no podía quedarse más en casa porque mi compañera de piso se había quejado, lo cual era, por así decirlo, una mentira absoluta. Eso ocurrió en febrero. Dejó de venir y apenas volvimos a hablar desde entonces hasta… -Dejó el final de la frase en el aire y aplastó la colilla con rabia-. Pensará usted que soy un mal bicho -añadió en un susurro cuando desapareció el último rastro del humo.
– No, no pienso eso ni mucho menos.
No me miró, como si temiese que mi expresión desmintiese mis palabras.
– Quería ir al funeral pero… no fui. Odio los funerales. Luego quería mandarle una tarjeta a su padre, que era un viejo encantador, pero tampoco lo hice.
Finalmente levantó la vista y sólo me sorprendí a medias al ver que tenía los ojos empañados.
– Recé por ella, señor Parker, y no recuerdo la última vez que había rezado. Recé para que estuviese bien y para que quienquiera que tuviese al lado…, Dios, Buda, Alá…, cuidase de ella. Grace era buena persona.
– Es muy probable -dije mientras ella encendía un último pitillo-. ¿Tomaba drogas?
Ali movió la cabeza en un vehemente gesto de negación.
– No, nunca.
– Aparte de estar demasiado absorta en su tesis, ¿se la notaba deprimida o ansiosa?
– No más que a cualquiera.
– ¿Salía con alguien?
– Había tenido un par de rollos, pero nada serio desde hacía al menos un año. Me lo habría contado.
La observé un rato en silencio, pero supe que decía la verdad. Ali Wynn no estaba en el coche con Grace la noche de su muerte. Marcy Becker parecía, por momentos, la candidata más probable. Me recosté en el asiento y examiné al gentío que entraba y salía del metro, turistas y bostonianos cargados con bolsas de vino y caramelos de Cardullos, jamón de la Selva Negra y tés exóticos procedentes del Jackson's de Picadilly, sales de baño y jabones de Origins. Grace aún debería estar entre ellos, pensé. El mundo se había empobrecido con su fallecimiento.
– ¿Le sirve de algo todo esto? -preguntó Ali. Me di cuenta de que quería marcharse.
– Me aclara unos cuantos puntos. -Le di mi tarjeta después de anotar al dorso mi número particular-. Si te acuerdas de algo más o si aparece otra persona y pregunta por Grace, llámame.
– Claro. -Tomó la tarjeta y se la guardó cuidadosamente en el bolso. Se disponía a irse, pero de pronto se detuvo y apoyó con delicadeza una mano en mi brazo-. Cree que la mató alguien, ¿verdad? -Mantuvo apretados sus labios rojos, pero no pudo contener el temblor de la barbilla.
– Sí -contesté-. Creo que la mataron.
Me agarró con más fuerza por un instante y sentí cómo el calor que desprendía se me metía en la piel.
– Gracias por el café -dijo, y se marchó.
Pasé el resto de la tarde comprando un poco de ropa para mi mermado vestuario antes de dirigirme a Copley y al Starbucks de Newbury con la intención de leer el periódico. La lectura casi diaria del New York Times era un hábito que no había perdido, aunque comprarlo en Boston me creaba cierta culpabilidad, como si, con el periódico enrollado, hubiese golpeado al alcalde. Ni siquiera me fijé en el principio del artículo, en la columna derecha de la primera plana, hasta que llegué a la página siete, donde continuaba, y vi la fotografía que lo acompañaba. Un hombre me miraba en blanco y negro, tocado con un sombrero negro, y entonces recordé al tipo que me saludó con la cabeza desde un Mercedes cuando me acercaba a la casa de Jack Mercier, y a quien también vi sentado, visiblemente incómodo, en compañía de otras tres personas en una fotografía enmarcada de la biblioteca de Mercier. Era el rabino Yossi Epstein, y estaba muerto.
Según fuentes policiales, el rabino Yossi Epstein salió de la shul de Eldridge Street a las 17.30 horas de un frío martes, cuando el flujo del tráfico en el Lower East Side cambiaba, mudando de cariz, conforme quienes vivían en las afueras daban paso a aquellos cuyas razones para estar en la ciudad tenían más que ver con el placer que con el trabajo. Epstein vestía traje negro y camisa blanca, pero distaba mucho de ser el tradicionalista que su apariencia inducía a pensar. En la shul había quienes lo criticaban a sus espaldas; toleraba a los homosexuales y a los adúlteros, decían. Se mostraba demasiado dispuesto a ponerse ante las cámaras de la televisión, aducían, demasiado presto a sonreír y a consentir los caprichos a los medios de comunicación nacionales. Se interesaba demasiado por las cosas de este mundo y demasiado poco por la promesa del más allá.
Epstein se había labrado un nombre a raíz del desastre de Crown Heights, cuando suplicó tolerancia alegando que las comunidades judía y negra debían dejar de lado sus diferencias, que los negros pobres y los judíos pobres tenían más en común que los miembros más ricos de sus propias razas. Resultó herido en los disturbios posteriores, y una fotografía suya en el Post, con la sangre manándole de una herida en la cabeza, le había servido para conocer la celebridad gracias a un desafortunado y fortuito parecido de la imagen con las representaciones de Cristo martirizado.
Epstein también había tenido relación con el templo de B'Nai Jeshurun, en la esquina de la calle Ochenta y Nueve con Broadway, fundado por Marshal T. Meyer, cuyo mentor había sido el extremista conservador Abraham Yoshua Heschel. Era fácil comprender por qué una persona con los puntos de vista de Epstein podía sentirse atraída hacia Meyer, quien se había enfrentado a los generales argentinos en un intento por localizar a judíos desaparecidos. Desde la muerte de Meyer en 1993, dos rabinos argentinos habían proseguido su labor en Nueva York, que incluía proveer de refugio a la gente sin hogar y apoyar la creación de una feligresía formada por homosexuales. B'Nai Jeshurun estaba hermanado incluso con una parroquia de Harlem, la iglesia baptista de Nueva Canaán, cuyo pastor a veces pronunciaba sermones en la sinagoga. Según el Times, Epstein, tras ciertas discrepancias con B'Nai Jeshurun, había empezado a celebrar dos servicios mensuales en el viejo Centro Orensanz del Lower East Side.
Una de las razones del distanciamiento con B'Nai Jeshurun era, por lo visto, la creciente implicación de Epstein con los grupos antinazis, incluidos el Centro para la Remodelación Democrática de Atlanta y el Searchlight de Gran Bretaña. Había fundado su propia organización, la Liga Judía por la Tolerancia, formada básicamente por voluntarios y dirigida desde un pequeño despacho de Clinton Street, encima de una librería judía abandonada.
Según el Times, se creía que Epstein había recibido una considerable suma de dinero en las últimas semanas para iniciar una serie de investigaciones centradas en organizaciones presuntamente relacionadas con actividades antisemitas, entre ellas los sospechosos habituales: grupos de fanáticos cuyos nombres contenían la palabra «ario» en un lugar destacado y elementos escindidos del Ku Klux Klan que se habían separado de éste porque ahora veía con malos ojos la quema de sinagogas y el encadenamiento de negros al eje trasero de las furgonetas.
Fueran cuales fuesen las críticas de sus detractores, Yossi Epstein era un hombre valiente, un hombre de firmes convicciones, un hombre que trabajaba incansablemente por mejorar la vida no sólo de los judíos de la ciudad sino también de sus otros conciudadanos. Había aparecido muerto en su apartamento a las 23:00 horas de la noche del miércoles, en apariencia tras sufrir una apoplejía. El apartamento, donde vivía solo, había sido registrado y no se encontraron su cartera ni su agenda. Existían sospechas de posible juego sucio, según el informe policial, reforzadas por otro incidente ocurrido poco antes esa misma noche.
A las 22:00 horas alguien había lanzado una bomba incendiaria a las oficinas de la Liga Judía por la Tolerancia. Una joven voluntaria, Sarah Miller, estaba trabajando allí en ese momento, imprimiendo direcciones para un mailing que debía enviarse al día siguiente. Le faltaban tres días para cumplir diecinueve años cuando, a su alrededor, el despacho se convirtió en una pira. Seguía en estado crítico, con quemaduras en el noventa por ciento del cuerpo. Estaba previsto que se diese sepultura a Epstein en el cementerio de Pine Lawn ese mismo día, después de la autopsia inmediata.
Otro detalle atrajo mi atención. Además de su labor contra las organizaciones de extrema derecha, se informaba de que Epstein preparaba una recusación contra la exención fiscal concedida por Hacienda a diversos grupos religiosos. La mayoría de los nombres me era desconocida, excepto uno: la Hermandad, con sede en Waterville, Maine. El bufete contratado por Epstein para llevar el caso era Ober, Thayer & Moss, de Boston, Massachusetts. No era coincidencia que el bufete se ocupase también de los asuntos jurídicos de Jack Mercier y que el hijo de Warren Ober fuese a contraer matrimonio en fecha próxima con la hija de Mercier.
Releí el artículo y después telefoneé a Mercier. Una criada atendió la llamada, pero cuando di mi nombre y le pedí que me pusiera con el señor Mercier, otra voz femenina sonó en la línea. Era Deborah Mercier.
– Señor Parker -dijo-. Mi marido no está. ¿Puedo ayudarle yo en algo, quizá?
– No lo creo, señora Mercier. Necesito hablar con su marido.
Se produjo una pausa en la conversación suficientemente larga para dejar claros nuestros mutuos sentimientos, y a continuación Deborah Mercier concluyó:
– En ese caso, tenga la bondad de no volver a telefonear a esta casa. Ahora Jack está fuera, pero me encargaré de comunicarle que ha llamado.
Dicho esto colgó, y tuve la corazonada de que Jack Mercier no llegaría a enterarse de mi llamada.
No había conocido al rabino Yossi Epstein y no sabía de él nada más que lo que acababa de leer, pero sus actividades habían despertado algo, algo que había permanecido envuelto en su propia tela de araña hasta que Epstein hizo temblar uno de los hilos y la criatura dormida salió de su sueño y fue a por él, destruyéndolo antes de regresar al lugar oscuro donde vivía.
A su debido tiempo, yo encontraría ese lugar.
Regresé al apartamento de Rachel, me duché y, en un esfuerzo por animarme de cara a la noche, me puse algunas de mis flamantes adquisiciones: un abrigo negro de Joseph Abboud con el que parecía dispuesto a presentarme a una prueba para el segundo remake de Nosferatu, un pantalón negro de tela de gabardina y un jersey negro con el cuello en pico de DKNY. Proclamando a todas luces mi condición de víctima de la moda, me encaminé hacia el hotel Plaza de Copley y entré en el Oak Bar.
Fuera, el tráfico de Copley se desvaneció, pues el sonido de las bocinas y los motores quedó amortiguado por las cortinas rojas del bar. Los cuatro grandes ventiladores del techo segaban el aire y, en el mostrador de las ostras, el hielo resplandecía bajo la tenue luz. Louis ya estaba sentado a una mesa junto a la ventana, doblado su largo cuerpo en una de las cómodas sillas rojas del bar. Vestía un traje de lana negro con camisa blanca y zapatos negros. Ya no llevaba la cabeza afeitada y se había dejado crecer una pequeña barba vagamente satánica que, en el mejor de los casos, le daba un aspecto más amenazador aún. Antes, cuando iba rapado y desprovisto de vello facial, la gente cambiaba de acera para eludirlo. Ahora probablemente sentirían el impulso de contratar un viaje a algún lugar seguro y tranquilo, como Kosovo o Sierra Leona.
En la mesa tenía ante sí un Martini Presidencial y estaba fumando un Montecristo N.° 2. Eso equivalía a unos cincuenta y cinco dólares en vicios. Exhaló hacia mí un chorro de humo azul a modo de saludo.
Pedí un cóctel sin alcohol y, al quitarme el abrigo, le mostré a Louis ostensiblemente la etiqueta.
– Sí, impresionante -comentó con poca convicción-. Ni siquiera es de la temporada pasada. Estás por los suelos, tanto que tu tarifa por hora probablemente no pasa de noventa y nueve centavos.
– ¿Por dónde anda tu pobre acompañante? -pregunté sin hacerle caso.
– Comprando ropa. La compañía aérea le ha perdido la maleta.
– Le han hecho un favor. ¿Les has pagado para que la pierdan?
– No ha sido necesario. Seguro que los mozos de equipajes se han negado a tocarla. Esa mierda de maleta casi fue al aeropuerto de La Guardia por su propio pie. ¿Qué tal?
– Bastante bien.
– ¿Sigues persiguiendo a chupatintas? -Louis no aprobaba plenamente mi paso al ámbito de la delincuencia de guante blanco. Consideraba que estaba malgastando mi talento. Decidí dejar que lo siguiera pensando por un rato.
– En cuanto al dinero no puedo quejarme, y no suelen armar jaleo -contesté-, aunque una vez uno me insultó.
Cerca de la puerta, la gente empezó a volverse y un camarero, del susto, estuvo a punto de tirar una bandeja con bebidas. Entró Ángel, vestido con una camisa hawaiana verde y amarilla, una corbata amarilla y una chaqueta azul pastel, vaqueros lavados a la piedra, y un par de botas rojas tan brillantes que palpitaban. Las conversaciones se interrumpieron a su paso y algunos incluso intentaron taparse los ojos.
– ¿Vas de visita al hechicero? -pregunté cuando las botas rojas llegaron por fin a nosotros.
Louis tenía la misma cara que si alguien acabase de salpicarle el coche de pintura.
– Joder, Ángel, ¿dónde te crees que estás? ¿En un carnaval?
Ángel tomó asiento con parsimonia, pidió una Beck's a un camarero visiblemente consternado y estiró las piernas para mirarse las botas nuevas. Se arregló la corbata, cosa que, a largo plazo, sirvió de poca ayuda pero al menos le ocultó la camisa durante un rato.
– Tienes el mal gusto de un empedernido bebedor de alcohol de quemar -le dije.
– Tío, yo ni siquiera sabía que en Filene's Basement había un sótano -dijo Louis-. Debe de ser donde guardan la verdadera mierda.
Ángel movió la cabeza y sonrió.
– Estoy intentando expresar algo -dijo como un maestro explicando la lección a un par de niños de cortos alcances.
– Ya sé yo lo que intentas expresar -repuso Louis al mismo tiempo que llegaba la cerveza de Ángel-. Estás diciendo: «Matadme, tengo mal gusto».
– Deberías llevar un cartel -recomendé-: TRABAJO A CAMBIO DE CONSEJOS EN CUESTIÓN DE MODA.
Me sentía bien en su compañía. Ángel y Louis eran lo más parecido que tenía a unos amigos íntimos. Habían estado a mi lado cuando se acercaba el enfrentamiento con el Viajante, y habían hecho frente a los pistoleros de un tipejo de Boston llamado Tony Celli para salvar la vida de una chica a quien no conocían. Su oscura moralidad, influida por la conveniencia, se aproximaba más a la bondad que la virtud de mucha gente.
– ¿Qué tal va la vida en el culo del mundo? -preguntó Ángel-. ¿Aún vives en aquel cuchitril rural?
– Mi casa no es un cuchitril.
– Ni siquiera había alfombras.
– Tiene el suelo de madera.
– Tiene madera. No basta con que las tablas caigan a tierra para formar un suelo.
Se calló por un momento para tomar un sorbo de cerveza, y aproveché la ocasión para cambiar de tema.
– ¿Alguna novedad en la ciudad? -pregunté.
– Mel Valentine ha muerto -respondió Ángel.
– ¿Mel el Psicópata?
Mel Valentine el Psicópata había recorrido todo el abecedario del crimen: atraco, bandidaje, coacción, drogas… Si no hubiese muerto, el zoológico del Bronx no habría tardado en poner guardia de seguridad en el recinto de las cebras.
Ángel asintió con la cabeza.
– Siempre pensé que ese apodo, «Mel el Psicópata», no era del todo exacto. Quizás habría sido un psicópata si lo hubiesen calmado un poco, pero, tal como era, el apelativo no describe sus aptitudes en la medida justa.
– ¿Cómo ha muerto?
– Un accidente de jardinería en Buffalo. Intentaba entrar por la fuerza en una casa, y el dueño lo mató con el rastrillo.
Levantó su vaso en memoria de Mel Valentine el Psicópata, víctima de la jardinería.
Rachel apareció al cabo de unos minutos, mucho antes de lo previsto, con un abrigo amarillo que le llegaba hasta los tobillos. Llevaba la larga melena roja recogida sobre la nuca y sujeta con un par de agujas de madera.
– Bonito pelo -comentó Ángel-. ¿Alcanzas todas las emisoras con esos palos, o sólo las locales?
– No debo de estar sintonizando bien -contestó ella-, porque todavía te oigo.
Se quitó las agujas del pelo y se lo dejó caer suelto sobre los hombros. Un mechón me rozó la cara cuando me besó tiernamente, luego pidió una Mimosa y tomó asiento a mi lado. No la veía desde hacía dos semanas y sentí una punzada de deseo cuando cruzó las piernas enfundadas en medias y la falda negra se le levantó hasta medio muslo. Vestía una camisa blanca de hombre con un solo botón desabrochado. Siempre llevaba así las camisas: si se desabrochaba más botones, quedaban a la vista las cicatrices que le había dejado en el pecho el Viajante. Al sentarse, colocó a sus pies una enorme bolsa de Neiman Marcus. Contenía algo rojo y caro.
– Pagas la marca -dijo Louis con un silbido-. Si vas regalando el dinero, ¿puedes darme a mí un poco?
– El estilo tiene su precio -respondió ella.
– Gran verdad -convino Louis-. Intenta explicárselo al otro cincuenta por ciento del grupo.
El veinticinco por ciento que encarnaba Ángel registró la bolsa de NM hasta encontrar el tique de caja, y lo soltó de inmediato frotándose los dedos como si se hubiese quemado.
– ¿Qué ha comprado? -preguntó Louis.
– Una casa -dijo él-. Quizá dos.
Rachel le sacó la lengua.
– Llegas antes de hora -dije.
– Pareces decepcionado. ¿He interrumpido una conversación sobre fútbol o monster trucks?
– Eso son estereotipos -contesté-. ¡Vaya una psicóloga!
Charlamos un rato y luego fuimos al Anago de Lenox, en la otra acera, donde hablamos de todo y de nada durante un par de horas ante nuestros platos de venado, ternera y salmón al horno. Al final, cuando llegó el café, mientras los otros tres tomaban armañac, los puse al corriente sobre Grace Peltier, Jack Mercier y la muerte de Yossi Epstein.
– ¿Y tú crees que esos viejos tienen razón, que Grace Peltier no se mató? -preguntó Ángel cuando acabé.
– Hay cosas que no concuerdan. Quizá Mercier podría haber presionado a través de Augusta para que se continuase con la investigación, pero así habría atraído la atención sobre sí mismo, y eso no le interesa.
– Razón por la cual te contrató a ti -apuntó Ángel-. Para remover el asunto.
– Es posible -respondí, pero presentía que había algo más que eso, aunque no sabía qué exactamente.
– ¿Y tú qué piensas que le pasó a Grace? -preguntó Rachel.
– Especulando, diría que Marcy Becker fue la persona que acompañó en coche a Grace la mayor parte del viaje hacia el norte. Pero Marcy Becker ha desaparecido, y se marchó tan deprisa que se olvidó un paquete de tabaco en el salpicadero, delante de ella.
– Y quizá se dejó también la papelina de coca -dijo Ángel.
– Es una posibilidad, pero lo dudo. Parece que la coca la pusieron allí para enturbiar la imagen de Grace. Drogas, la presión de los estudios, y se quita la vida con una pistola salida de la nada.
– ¿Qué clase de pipa era? -preguntó.
– Smith & Wesson Saturday Night Special.
Ángel se encogió de hombros.
– No es difícil echarle la mano a una de ésas si sabes a quién preguntar.
– Pero no creo que Grace Peltier supiese a quién preguntar. Según su padre, ni siquiera le gustaban las armas.
– ¿Crees que podría haberla matado Marcy Becker?
Jugueteé con mi vaso de agua.
– Es otra posibilidad, pero eran amigas y me parece improbable que esa chica fuese capaz de simular tan bien un suicidio. Si tuviese que hacer conjeturas, y bien sabe Dios las que he hecho ya, diría que Marcy Becker quizá vio algo, tal vez a la persona que mató a su amiga mientras estaba fuera del coche por alguna razón. Y si yo puedo deducir que Grace no fue sola en el coche la mayor parte del viaje, también otros pueden llegar a la misma conclusión.
– Y eso significa que debes encontrar a Marcy Becker -dijo Louis.
– Y hablar con Carter Paragon, cuya secretaria sostiene que Grace no se presentó a la entrevista.
– ¿Y qué tiene que ver la muerte de Epstein con todo eso?
– No lo sé, pero él y Mercier tenían los mismos asesores legales y es evidente que Mercier conocía a Epstein lo suficiente como para invitarlo a su casa y colgar una fotografía suya en la pared.
Por último les hablé de Al Z y Harvey Ragle, así como del señor Pudd y la mujer que lo acompañó a mi casa.
– ¿Estás diciendo que te envenenó con su tarjeta de visita? -preguntó Ángel con incredulidad.
Incluso a mí me avergonzaba la idea, pero asentí.
– Tuve la impresión de que vino a verme porque era eso lo que se esperaba de él, no porque creyese que me disuadiría realmente de seguir en el caso -expliqué-. La tarjeta formaba parte de eso: era un medio para incitarme a entrar en acción, como para hacerme entender que me tenían vigilado.
Louis me miró por encima de su copa.
– Ese fulano quería echarte un vistazo -dijo con tranquilidad-. Ver contra quién se enfrentaba.
– Lo apunté con mi pistola -contesté-, y se marchó.
Louis enarcó ligeramente la ceja.
– Ya te dije que algún día te alegrarías de tener esa pistola a mano.
Pero no sonrió al decirlo, ni yo tampoco.
Rachel y yo volvimos a pie a su apartamento después de cenar, agarrados de la mano pero en silencio, contentos de estar cerca el uno del otro. No seguimos hablando ni de Grace Peltier ni del caso. Una vez en su habitación, me descalcé y me tendí en la cama, desde donde la observé moverse en el tenue resplandor amarillo de la lamparilla de noche. De pronto se plantó ante mí y sacó un pequeño paquete de la bolsa de Neiman Marcus.
– ¿Eso es para mí? -pregunté.
– Más o menos -contestó.
Rompió el envoltorio y con ello reveló un diminuto sujetador y unas bragas de encaje blancos, un liguero más delicado aún y un par de medias de seda natural.
– No creo que sean de mi talla -comenté-. A decir verdad, dudo incluso que sean de la tuya.
Rachel hizo un mohín, se bajó la cremallera de la falda y la dejó caer al suelo. Luego empezó a desabotonarse lentamente la camisa.
– ¿No quieres que me lo pruebe siquiera? -susurró.
Quizá sea débil, pero hombres más fuertes que yo habrían sucumbido ante semejante presión.
– De acuerdo -dije con voz ronca al tiempo que la sangre se me iba de la cabeza y descendía hacia el sur para pasar el invierno.
Esa misma noche, ya tarde, yacía junto a ella en la oscuridad escuchando los sonidos de la ciudad al otro lado de la ventana. Pensé que estaba dormida, pero al cabo de un rato me rozó el pecho con la cabeza y noté sus ojos clavados en mí.
– ¿En qué estabas pensando? -preguntó.
– ¿Qué me das si te lo digo?
– Un beso. -Unió sus labios tiernamente a los míos-. En Grace Peltier, ¿verdad?
– En ella, en la Hermandad, en Pudd -contesté-. En todo. -Me volví hacia ella y vi el blanco de sus ojos en la oscuridad-. Creo que tengo miedo, Rachel.
– ¿Miedo de qué?
– Miedo de lo que puedo llegar a hacer, de lo que quizá tenga que hacer.
Tendió la mano hacia mí, un pálido espectro en el vacío de la noche. Recorrió con los dedos las cuencas de mis ojos, mis pómulos, el contorno del cráneo bajo la piel.
– Miedo de lo que hice en el pasado -concluí.
– Eres un buen hombre, Charlie Parker -susurró-. No estaría contigo si no lo creyese.
– He hecho cosas que estaban mal. No quiero que se repitan.
– Hiciste lo que tenías que hacer.
Le agarré la mano con fuerza y percibí la palma apoyada en mi sien, la suave caricia de los dedos en mi pelo.
– Hice más que eso -contesté.
Tenía la sensación de estar flotando en un lugar negro, con la noche infinita por encima y por debajo de mí, y que sólo su mano impedía que me cayera. Rachel lo comprendió, ya que se apretó contra mí y envolvió mis piernas con las suyas como para decirme que, si yo caía, caeríamos juntos. Hundió la barbilla en mi cuello y permaneció callada un rato. En el silencio, sentí el peso de sus pensamientos.
– No sabes si la Hermandad fue la responsable de su muerte o de la de alguna otra persona -dijo por fin.
– No, no lo sé -admití-. Pero intuyo que el señor Pudd es un hombre violento, quizás algo peor. Lo presentí cuando lo tenía cerca, cuando me tocó.
– Y la violencia engendra violencia -musitó Rachel.
Asentí con la cabeza.
– No disparo un arma desde hace casi un año, Rachel, ni siquiera en un campo de tiro. Ni siquiera había tenido una en la mano hasta hace dos días. Pero presiento que, si me implico más en esto, me veré obligado a utilizarla.
– Entonces aléjate. Devuélvele el dinero a Jack Mercier y deja que otro se ocupe del asunto. -Pero incluso mientras lo decía supe que no era eso lo que pensaba realmente, que en cierto modo yo estaba poniéndome a prueba a través de Rachel, y ella lo sabía.
– Sabes que no puedo hacer eso. Es posible que Marcy Becker esté en apuros, y creo que alguien asesinó a Grace Peltier e intentó camuflarlo. Y no puedo pasarlo por alto.
Se acercó aún más a mí y me acarició la mejilla y los labios con la mano.
– Sé que harás lo correcto, y creo que procurarás eludir la violencia en la medida de lo posible.
– ¿Y si no es posible?
No contestó. Al fin y al cabo, sólo había una respuesta.
Fuera se oía el zumbido del tráfico y la gente dormía. Una raja de luna pendía del cielo como una cuchillada en el firmamento. Y mientras yo yacía despierto en la cama de la mujer que amaba, el viejo Curtis Peltier bebía leche caliente sentado en la cocina de su casa intentando conciliar el sueño. Llevaba la raída bata roja abierta sobre un pijama azul, y unas zapatillas de estar por casa. Tomó un sorbo de leche, dejó el vaso en la mesa y se levantó para volver a la cama.
Lo que ocurrió a continuación son sólo conjeturas, pero en mi cabeza oigo abrirse la puerta trasera, veo cómo las sombras se proyectan a lo lejos y avanzan hacia él. Una mano enguantada tapa la boca del anciano mientras la otra le dobla el brazo por detrás de la espalda con tal fuerza que le disloca el hombro de inmediato y el anciano pierde el conocimiento. Un segundo par de manos lo agarra de los pies, y lo llevan escaleras arriba hasta el cuarto de baño. Entonces se oye el borboteo del agua en la bañera mientras ésta se llena lentamente. Curtis Peltier vuelve en sí y se encuentra arrodillado en el suelo con la cara en la bañera. Ve subir el agua y sabe que va a morir.
– ¿Dónde está, señor Peltier? -le pregunta al oído una voz masculina.
Él no le ve la cara, ni ve a la segunda persona, que está de pie más atrás, pese a que sus sombras se deslizan sobre los azulejos frente a él.
– No sé de qué me hablan -contesta asustado.
– Sí lo sabe, señor Peltier. Me consta que lo sabe.
– Por favor -dice él poco antes de que le hundan la cabeza en el agua. No tiene tiempo de tomar aire y el agua se le mete al instante por la boca y la nariz. Forcejea, pero el dolor le traspasa el hombro y sólo puede chapotear inútilmente con la mano izquierda. Al levantarle la cabeza, jadea y salpica y, tosiendo, expulsa el agua en el suelo.
– Se lo preguntaré una vez más, señor Peltier. ¿Dónde está?
Y el anciano descubre que está llorando, llorando de miedo, de dolor y de pesar por su hija perdida, porque ella no puede protegerlo a él del mismo modo que él no pudo protegerla a ella. Siente presión en el hombro, unos dedos que le hurgan la articulación desencajada, y vuelve a perder el conocimiento. Cuando despierta está en la bañera, desnudo, y un hombre pelirrojo se cierne sobre él. Nota un agudo dolor en los brazos, que se apaga gradualmente. Lo invade el sueño y se esfuerza por mantener los ojos abiertos.
Baja la vista. Tiene largos cortes desde las muñecas hasta los codos y el agua de la bañera se ha teñido de sangre. Las sombras lo observan mientras lenta, muy lentamente, la luz se extingue, mientras su vida se escapa y siente que por fin su hija lo abraza y se lo lleva consigo a la oscuridad.
En todos los casos, según Platón, el principio consiste en conocer el objetivo de la investigación.
Jack Mercier me había contratado para averiguar la verdad sobre la muerte de Grace Peltier. Mientras esperaba frente a su casa había visto a Yossi Epstein, quien parecía haber participado en acciones contra la Hermandad fomentadas por Mercier. Ahora Yossi Epstein estaba muerto y su despacho había ardido hasta los cimientos. Grace Peltier estudiaba la historia de los Baptistas de Aroostook, que después aparecieron bajo una capa de barro a orillas del lago St. Froid. Por alguna razón, Grace consideró necesario ponerse en contacto con Carter Paragon en el transcurso de la investigación, haciendo asomar una vez más el espectro de la Hermandad. Lutz, el inspector que se ocupaba del caso Peltier, mantenía lazos con la Hermandad lo bastante estrechos como para desplazarse hasta Waterville y disuadirme de que importunara a Paragon. Si relacionaba estos hechos y añadía la figura del señor Pudd, el objetivo de la investigación era la Hermandad.
El sábado por la mañana, Rachel se marchó temprano para asistir a la continuación de la asamblea. Se llevó la tarjeta de visita del señor Pudd dentro de una pequeña bolsa de plástico, ya que alguien le había prometido analizarla antes del almuerzo. Me duché, preparé café y luego, envuelto en una toalla, empecé a telefonear. Me puse en contacto con Walter Cole, mi antiguo compañero en Homicidios cuando trabajaba en el Departamento de Policía de Nueva York, y él a su vez hizo unas cuantas llamadas. Por mediación suya conseguí el nombre de uno de los inspectores de la Brigada de Casos Importantes que investigaba la muerte de Epstein y el incendio provocado en su despacho. El inspector se llamaba Lubitsch.
– Igual que el director de cine -explicó cuando por fin se puso al teléfono-. Ernst, ¿sabe?
– ¿Es pariente suyo?
– No, pero he dirigido el tráfico un par de veces.
– Dudo que eso cuente.
– ¿Usted era policía?
– Sí.
– ¿Se gana uno bien la vida como detective privado?
– Depende de lo escrupuloso que uno sea. Hay mucho trabajo si se está dispuesto a seguir a maridos y esposas infieles. En general eso no da mucho dinero, así que hay que aceptar un caso tras otro para llegar a fin de mes. ¿Por qué lo pregunta? ¿No le gusta ser policía?
– Sí, no está mal, pero la paga es una mierda. Ganaría más vaciando cubos de basura.
– Una variante del mismo trabajo.
– Usted lo ha dicho. ¿Me preguntaba por Epstein?
– Cualquier cosa que pueda facilitarme.
– ¿Puedo saber por qué?
– ¿Intercambio de información?
– Por supuesto.
– Estoy investigando el suicidio de una mujer que quizá tuviese algún contacto con Epstein en el pasado.
– ¿Su nombre?
– Grace Peltier. Lleva el caso la BIC III de Machias.
– ¿Cuándo murió?
– Hace un par de semanas.
– ¿Cuál es su relación con Epstein?
No veía inconveniente en poner a la policía tras la pista de la Hermandad. En todo caso, el interrogatorio de Lutz a Paragon constaba en el expediente.
– La Hermandad. Era una de las organizaciones a las que se oponía Epstein. Puede que Grace Peltier, poco antes de morir, se entrevistase con su hombre de paja, Carter Paragon.
– ¿Eso es todo?
– Puede haber más. Acabo de ponerme con ello. Oiga, si puedo ayudarle de alguna manera, lo haré.
Se produjo un silencio de al menos treinta segundos. Pensé que se había cortado la línea.
– Confiaré en usted, pero sólo una vez.
– Con una me basta.
– Oficialmente es un homicidio. Hemos descartado el robo como móvil y en la actualidad investigamos una posible conexión con las bombas incendiarias lanzadas contra la Liga Judía por la Tolerancia.
– Muy bien, ¿y qué omite?
Lubitsch bajó la voz.
– La autopsia detectó un pinchazo en la axila de Epstein. Aún intentan confirmar qué le inyectaron, pero las últimas conjeturas apuntan a algún tipo de veneno. -Se oyó ruido de papeles-. Le leo, ¿de acuerdo? Se trata de un neurotóxico, es decir, impide la transmisión de impulsos nerviosos a los músculos sobreestimulando los transmisores -se trabó con las siguientes palabras- acetilcolina y noradrenalina, lo cual causa la parálisis de los sistemas nerviosos -se trabó de nuevo- simpático y parasimpático, con el resultado de una repentina y severa tensión en el organismo. -Lubitsch tomó aire-. Dicho en términos más llanos, el veneno provocó la aceleración del ritmo cardiaco, el aumento de la presión sanguínea, dificultades respiratorias y parálisis muscular. Epstein sufrió un ataque al corazón fulminante en dos minutos. Murió en tres. Los síntomas, y esto queda estrictamente en el apartado de hipótesis, ¿comprendido?, son sistémicos, relacionados por lo general con las arañas. En esencia, a menos que a alguien se le ocurra una teoría mejor, el autor del crimen tiró a Yossi Epstein al suelo, se sentó sobre su pecho y le inyectó una gran dosis de veneno de araña. De viuda negra, suponen, pero las pruebas aún no se han completado. Además, el autor se llevó una porción de piel de la parte inferior de la espalda, de unos cinco centímetros de anchura. Así pues, ¿es o no es un asunto extraño?
Bajé el bolígrafo y miré las confusas notas que había tomado en el taco para mensajes telefónicos de Rachel.
– ¿Se ha interesado alguien más en el asunto? -pregunté.
– ¿A qué me suena eso? -contestó Lubitsch-. Me suena a alguien que abusa de la cortesía profesional.
– Disculpe -dije-, pero interpreto eso como un sí.
Lubitsch dejó escapar un suspiro.
– El Departamento de Policía de Minneapolis. Por la posible relación con la muerte de una doctora llamada Alison Beck hace una semana. La encontraron amordazada, con viudas negras dentro de la boca.
– Dios mío.
– Ajá. -Aparentemente, a Lubitsch le complació mi reacción, porque continuó-: El forense supone que adormecieron las arañas con dióxido de carbono y que las introdujeron en la boca cuando empezaban a reanimarse. Sólo sobrevivió una viuda: las otras se picaron entre sí y picaron a la mujer. Murió de insuficiencia respiratoria.
– ¿Tienen alguna pista?
– Practicaba abortos, así que han hecho redadas entre los fanáticos de la zona procurando ocultar la mayor parte de los detalles a la prensa. Parece que se las vieron y desearon para sacarla del coche.
– ¿Por qué?
– El asesino lo llenó de reclusas.
Pudd.
Le di las gracias. Le prometí que volvería a telefonear y colgué el auricular. Me conecté a Internet y en menos de dos minutos tenía en la pantalla una imagen de Alison Beck. Parecía más joven que en la fotografía de la biblioteca de Jack Mercier; más joven y más feliz. Los periodistas habían llevado a cabo un buen trabajo de sondeo de las fuentes, llegando al punto de especular sobre la posibilidad de que la causa de la muerte de Alison Beck fuese una picadura de araña. Es difícil mantener en secreto esa clase de detalles.
Apagué el ordenador y llamé a Rachel, ya que la asamblea se interrumpiría para un café a las once.
– ¿Alguien ha tenido tiempo ya de examinar la tarjeta? -pregunté.
– Vaya, un afectuoso saludo también para ti -respondió-. El amor ha desaparecido, desde luego.
– No ha desaparecido, sólo se ha distraído. ¿Y bien?
– Siguen analizándola. Ahora márchate antes de que me olvide de por qué estoy contigo.
Colgó, y eso me dejó sólo una alternativa: no hacer nada, o probar suerte con el Departamento de Policía de Minneapolis. Por desgracia no tenía ningún contacto allí y dudaba que con mi encanto natural fuese a llegar muy lejos. Intenté llamar de nuevo a Mercier, pero me encontré con las evasivas de la criada. Sin otra cosa que hacer hasta esa tarde, cuando Rachel y yo teníamos previsto asistir a la representación de Cleopatra en el Wang, me vestí, tomé una novela de Harían Coben de la estantería de Rachel y bajé por la escalera dispuesto a matar el tiempo en Newbury Street. En Newbury había una tienda de cómics, recordé. Pensé que quizá merecía la pena visitarla.
Resultó que Al Z ya había organizado nuestro encuentro. En cuanto pisé la calle se abrió la puerta de un Buick Regal verde aparcado en la otra acera y salió de él un hombre de gran corpulencia.
– Un buen carro, Tommy -comenté-. ¿Piensas llevar a los niños a Disneylandia?
Tommy Caci sonrió. Llevaba una camiseta negra sin mangas y un ajustado vaquero negro. Tenía los trapecios tan grandes que parecía que se hubiese tragado una percha, y desde sus descomunales hombros el tronco descendía hasta reducirse a una estrecha cintura. En conjunto, Tommy Caci parecía un vaso de Martini andante, pero sin su fragilidad.
– Bienvenido a Boston -dijo-. Al Z te agradecería una visita de cortesía. Sube al coche, por favor.
– ¿Te importa si voy por mi cuenta? -pregunté. Por mucho que Tommy sonriese, no subiría ni loco a la parte trasera de aquel Buick. Antes preferiría ir a pie con los ojos vendados por el carril rápido de la interestatal. No quería ni pensar en los viajes que algunas personas habrían emprendido en ese coche.
La sonrisa de Tommy no vaciló.
– Así es más fácil. A Al no le gusta que le hagan esperar.
– No lo dudo. Pero ¿qué te parece si tomo un poco el aire y te acompaño hasta allí a pie?
Tommy hizo un gesto de indiferencia. No merecía la pena enfadarse.
– Si te apetece tomar el aire, por nosotros no hay inconveniente -dijo con resignación.
Así que caminé hasta la oficina de Al Z en Newbury Street. Por supuesto, el Buick no se despegó de mí en todo el camino, sin pasar en ningún momento de los tres o cuatro kilómetros por hora, pero eso me hizo sentir deseado. Cuando llegué a la tienda de cómics, Tommy se despidió de mí con un gesto y el Buick se alejó a toda velocidad, dispersando a los turistas a su paso. Llamé al interfolio, di mi nombre, empujé la puerta y subí por la desangelada escalera hasta la oficina de Al Z.
No había cambiado mucho desde la última vez que estuve allí. El parqué seguía desnudo y la pintura desconchada. Aún montaban guardia junto a la puerta dos matones, y no había donde sentarse aparte de un sofá rojo y raído adosado contra una pared y la butaca tras el escritorio de Al Z, butaca que en ese momento ocupaba el propio Al Z.
Vestía traje negro, camisa negra y corbata negra y llevaba el cabello gris peinado hacia atrás, adherido al cráneo, con lo que su enjuto rostro aún parecía más cadavérico que de costumbre. Se veían claramente los audífonos en sus pequeñas y puntiagudas orejas. Al Z venía perdiendo oído desde hacía unos años. Seguro que se debía a las detonaciones de tantas armas alrededor.
– Veo que ya ha sacado la ropa de verano -dije.
Bajó la vista para mirar su propia indumentaria como si la viese por primera vez.
– He estado en un funeral -contestó.
– ¿Lo ha organizado usted?
– No, he ido simplemente a presentar mis respetos a un amigo. Todos mis amigos se están muriendo. Pronto sólo quedaré yo.
Advertí que Al Z parecía bastante convencido de que sobreviviría a sus amigos. Conociendo a Al Z, supuse que probablemente tenía razón.
Señaló el sofá.
– Tome asiento. No recibo muchas visitas.
– No entiendo por qué, con un despacho tan acogedor como éste.
– Tengo gustos espartanos. -Sonrió y se recostó contra el respaldo de su butaca-. Vaya, vaya, éste es mi día de suerte. Primero un funeral y ahora resulta que Charlie Parker me hace una visita de cortesía. Después de esto seguro que se me cae la polla y se me mueren las plantas.
– Lamentaría mucho la desaparición de sus plantas.
Al Z estiró su largo cuerpo en la butaca. Era como ver desenrollarse a una serpiente.
– ¿Y cómo está el escurridizo Louis? Últimamente apenas tenemos noticias de él. Según parece, hoy día sólo mata para usted.
– Él siempre ha matado sólo para sí mismo -repuse.
– Si usted lo dice. La única razón por la que aún puede viajar en metro cuando visita Nueva York, señor Parker, es que su socio liquidará a cualquiera que haga algo contra usted. Sospecho que incluso me liquidaría a mí si fuese necesario, y yo me considero, en general, un hombre bastante agradable. Bueno, con algunas excepciones. -Movió la cabeza en un gesto de desconcierto-. Y ahora dígame, ¿qué puedo hacer por usted, aparte de dejarle salir vivo de aquí?
Esperaba que no hablase en serio. Al Z y yo habíamos tenido algún que otro roce en el pasado; en una ocasión me dio veinticuatro horas de vida para encontrar un dinero que habían robado ante las mismísimas narices del lugarteniente Tony Celli. Encontré el dinero y por eso seguía vivo, pero Tony el Limpio estaba muerto. Vi cómo Al Z lo mataba. El único aspecto que le causó cierta preocupación a Al Z de todo aquello fue el coste de la bala. Muchos de los hombres de Tony murieron en Dark Hollow, [2] debido en gran parte a los esfuerzos de Louis y míos, pero Tony fue el único pez gordo que cayó, y como lo mató el propio Al Z, nos libramos de buena parte de la presión. A su vez, nosotros aliviamos la presión que recaía en Al Z devolviendo el dinero que Tony había estafado, con intereses. Mi relación con Al Z podría servir para ilustrar la palabra «complicado» en el diccionario.
Desde que terminó el asunto de Celli, Al Z me había tenido bajo vigilancia. Conocía mis actividades hasta el punto de enterarse de que estaba investigando a la Hermandad, y que, de algún modo, el tal señor Pudd estaba ligado a su funcionamiento.
– Si no recuerdo mal -señalé con delicadeza-, es usted quien me ha invitado.
Al Z simuló perplejidad.
– ¿Ah, sí? Ha debido de ser en un momento de debilidad. -Prescindió inmediatamente de las banalidades-. He oído que anda entrometiéndose en los asuntos de la Hermandad.
– ¿Y eso por qué habría de interesarle a usted?
– Hay muchas cosas que son de mi interés. ¿Le cayó bien el señor Ragle?
– Es un hombre atribulado. Piensa que alguien intenta matarlo.
– Me temo que el señor Ragle está a punto de sufrir gravemente por su arte.
Hizo una señal a los dos matones. Éstos salieron del despacho y cerraron la puerta.
Al Z se levantó y se acercó a la ventana. Allí contempló a los turistas que iban de compras a Newbury repasando uno a uno con su mirada de basilisco. Nadie murió.
– Me gusta esta calle -dijo casi para sí-. Me gusta la normalidad que reina en ella. Me gusta el hecho de que puedo salir a la acera y saber que alrededor la gente se preocupa por su hipoteca, por el coste del grano de café, o simplemente por si va a perder el tren o no. Bajo ahí y me siento normal por asociación. -Se volvió para mirarme-. Usted, por su parte, parece normal. Viste como cualquiera. No parece mejor ni peor que otro centenar de tipos en la calle. Pero entra aquí y me pone nervioso. Se lo juro, nada más verle siento un cosquilleo en las palmas de las manos. No me malinterprete; le respeto. Puede que incluso me inspire cierta simpatía. Pero le veo y tengo una sensación de catástrofe inminente, como si estuviese a punto de hundirse el techo. La presencia en Boston de esos asesinos por los que siente tanto cariño no me ayuda a dormir más tranquilo. Sé que tiene una mujer aquí, y sé también que anoche estuvo cenando con sus amigos en Anago. Comió ternera, por cierto.
– Estaba buena.
– Por treinta y cinco pavos, ya podía estar buena. Tendría que haber cantado mientras la masticaba. ¿Hablaron de trabajo o de placer?
– Un poco de cada.
Asintió.
– Eso pensaba. ¿Quiere saber por qué le mandé a Ragle, por qué siento interés por ese hombre que se hace llamar Pudd? A lo mejor se cree que me pregunto: ¿qué puedo hacer por Charlie Parker, a quién puedo amargarle la vida induciéndolo a usted a hurgar en ella?
Esperé. No estaba muy seguro de adónde iba a parar la conversación, pero el giro que dio de pronto me sorprendió.
– O quizá sea otra cosa -prosiguió, y el tono de su voz cambió. Ahora parecía un poco quejumbrosa. Era la voz de un viejo. Al Z se apartó de la ventana y se acercó al sofá, donde se sentó no muy lejos de mí. Tenía una expresión de angustia en la mirada, pensé-. ¿Cree usted que una buena acción puede compensar las fechorías de toda una vida? -preguntó.
– No soy quién para juzgarlo -contesté.
– Una respuesta diplomática, pero no es la verdad. Usted sí juzga, Parker. Eso es lo que hace, y le respeto porque actúa conforme a sus juicios, igual que yo. Somos tal para cual, usted y yo. Pruebe otra vez.
Me encogí de hombros.
– Quizá sí, si es un acto de sincero arrepentimiento, pero ignoro cómo se equilibra la balanza del juicio.
– ¿Cree en la salvación?
– La espero.
– Entonces también cree en la reparación. La reparación es la sombra que proyecta la salvación.
Cruzó las manos sobre el regazo. Las tenía muy blancas y limpias. Como si a diario dedicase horas a restregarse la suciedad de las arrugas de la piel.
– Me estoy haciendo viejo. Esta mañana miraba alrededor de la tumba y veía a hombres y a mujeres muertos. Entre todos no les quedaban más que un par de años de vida. Muy pronto nos juzgarán a todos, y a todos nos encontrarán deficientes. Lo mejor que nos cabe esperar es misericordia, y no creo que uno reciba misericordia en la otra vida si él mismo no la ha demostrado en ésta. -Para concluir, añadió-: Y yo no he sido misericordioso. Nunca lo he sido.
Esperé observándolo mientras daba vueltas a la alianza de boda en su dedo. Su esposa había muerto hacía tres años, y no tenía hijos. Me pregunté si albergaba la esperanza de reunirse con ella en alguna otra vida.
– Todo el mundo merece la oportunidad de enmendarse -dije en voz baja-. Nadie tiene derecho a quitarnos eso.
Atraído por la luz, lanzó una mirada a la ventana.
– Sé algo de la Hermandad y del hombre a quien manda para resolver sus asuntos -declaró.
– El señor Pudd. Es un encanto.
– ¿Lo conoce? -preguntó Al Z con tono de sorpresa.
– Lo conozco.
– Entonces posiblemente tiene los días contados -se limitó a decir-. Yo sé de él porque saber forma parte de mi trabajo. No me gusta la imprevisibilidad, a menos que piense que vale la pena correr el riesgo si conviene a mis propios fines. Por eso usted sigue vivo. Por eso no le maté cuando vino en busca de Tony el Limpio, y por eso no le maté siquiera cuando usted y sus amigos eliminaron a la mayoría de los hombres de Tony en aquel pueblucho perdido en la nieve hace dos inviernos. Lo que usted quería y lo que yo quería… -Movió la mano derecha con la palma hacia abajo, como el platillo de una balanza-. Además, encontró el dinero y con eso compró su propia vida.
»Ahora quizá piense que podríamos llegar a otro entendimiento con respecto a Pudd. Me da igual si él lo mata, Parker. Le echaría de menos, eso sí. Usted y sus amigos nos alegran la vida, pero no pasa de ahí. Sin embargo, si usted lo mata a él, sería bueno para todos.
– ¿Y por qué no lo mata usted mismo?
– Porque no ha hecho nada que reclame mi atención inmediata o la de mis socios. -Se inclinó-. Pero eso es como ver a una viuda negra en un rincón de la habitación y dejarla estar porque aún no nos ha picado. -La analogía de la araña, supe, era intencionada. Al Z era un hombre interesante-. Y el problema no se acaba en Pudd. Hay otra gente, gente en las sombras. Es necesario obligarlos a salir, pero si actúo contra Pudd sin más razón que el hecho de que lo considero malvado y peligroso, y eso suponiendo que lo encontrase y que los hombres que mandase por él consiguiesen matarlo, cosa que dudo, los otros que están entre bastidores vendrían por mí y yo sería hombre muerto. No lo dudo ni por un segundo. A decir verdad, sospecho que tan pronto como actuase contra Pudd me mataría. Así de peligroso es.
– Por tanto se propone utilizarme como señuelo.
Al Z se echó a reír.
– Nadie le utiliza, creo yo, si usted no quiere. Va detrás de Pudd por sus propias razones, y en mi organización nadie se interpondrá en su camino. Incluso he intentado encaminarlo en la dirección correcta por medio de nuestro amigo el pornógrafo. Si acorrala a ese hombre y podemos ayudarle a acabar con él sin atraer la atención de nadie, lo haremos. Pero le aconsejo que aleje de su alcance a todas aquellas personas por las que siente aprecio, porque las matará y luego intentará matarlo a usted. -Esbozó una sonrisa de complicidad-. Pero también he oído decir que quizá tope con cierta competencia a la hora de acabar con Pudd. Parece que unos judíos se han cansado de los incendios provocados y de los asesinatos, y que la muerte del rabino en Nueva York esta semana ha sido la gota que ha colmado el vaso. Una advertencia: no se entrometa en los asuntos de esos jodidos judíos. Quizá las cosas ya no son como en los tiempos de Bugsy Siegel, pero esa gente sabe lo que es guardar rencor. ¿Le parecen malos los jodidos sicilianos? Pues los judíos tienen miles de años de experiencia en cuestiones de rencor. Son al rencor lo que los chinos a la pólvora. Ese jodido pueblo inventó el rencor, y disculpe mi vocabulario.
– ¿Han contratado a alguien? -pregunté.
Al Z negó con la cabeza.
– Por lo que se refiere a este hombre, el dinero no es la principal motivación. Se hace llamar Golem. Es un judío de la Europa del Este, claro. No tengo el gusto de conocerlo, y mejor así, probablemente. Por lo que sé, todo aquel que lo conoce termina muerto. El día que lo vea, iré a besar el anillo de san Pedro y a pedir perdón por mi ataque de amnesia selectiva en lo que respecta a los diez mandamientos. -Volvió a dar vueltas a la alianza de boda, y la luz de la ventana se reflejó en el metal y se proyectó en forma de pequeños rayos dorados sobre la pared-. A usted le conviene hablar con Mickey Shine, Michael Sheinberg. Le llamábamos Mickey el Judío. Ahora está retirado, pero pertenecía a la banda de Joey Barboza hasta que éste empezó a eliminar a gente. Me llegaron noticias de que quizá fue él mismo quien mató a Joey en San Francisco en el año setenta y seis. Acabó trabajando para Action Jack-son durante un tiempo y al final se cansó de todo ese tinglado y abrió una floristería en Cambridge. -Alcanzó un bolígrafo y anotó una dirección en un papel, lo arrancó del bloc y me lo entregó-. Mickey Shine -repitió con una mirada remota y un tono sepia de nostalgia en la voz-. Un día salimos de copas, en el verano del sesenta y ocho. Empezamos en Alphabet City, y no recuerdo nada más hasta que desperté en un baño turco sin más ropa que una toalla, tendido en una losa y rodeado de azulejos. Creí que estaba en el puto depósito de cadáveres, se lo juro. Mickey Shine. Cuando hable con él, dígale que recuerdo esa noche.
– Se lo diré -contesté.
– Pediré a alguien que lo avise con antelación -continuó Al Z-.
Barboza recibió cuatro disparos de escopeta. Si se presenta usted allí con una pistola al hombro preguntando por el pasado de Mickey Shine, es muy posible que averigüe qué sintió Barboza. No sé si me explico.
Le di las gracias y me levanté para marcharme. Cuando llegué a la puerta, había vuelto a sentarse a su escritorio y seguía jugueteando con la alianza de oro.
– Somos tal para cual, usted y yo -repitió cuando me detuve en la puerta.
– ¿En qué sentido?
– Usted ya lo sabe -respondió.
– Una buena acción -musité, pero no estaba seguro de que bastase con eso. El negocio de Al Z se basaba en las drogas y la prostitución, en el porno y en el robo, en la intimidación y en las vidas arruinadas. Si se cree en el karma, todas esas cosas se suman. Si se cree en Dios, quizás uno no debería hacer nada de eso ya de entrada.
También yo había hecho cosas de las que me arrepentía. Había segado vidas. Había matado a un hombre desarmado con mis propias manos. Quizás Al Z tenía razón: quizás éramos tal para cual, él y yo.
Al Z sonrió.
– Como usted dice, una buena acción. Le ayudaré, modestamente, a encontrar al señor Pudd y a acabar con él y quienes lo rodean. Ándese con cuidado, Charlie Parker. Aún hay gente pendiente de usted.
Cuando salí, tenía otra vez las palmas de las manos juntas bajo el mentón y el rostro suspendido sobre ellas como el de un Dios malévolo e impío.
Mickey Shine, de alrededor de un metro sesenta y cinco, era calvo y llevaba coleta y barba plateadas, ambas destinadas a desviar la atención del hecho de que no tenía más de seis pelos por encima de las orejas. Por desgracia, si uno se llama Mickey Shine, Mickey «Brillo», y las intensas luces de su tienda se le reflejan en el cráneo con un resplandor deslumbrante, cultivar una barba de chivo y optar por dejarse crecer el pelo por detrás no son precisamente alternativas infalibles como táctica de distracción.
– ¿Conoce el chiste de los dos náufragos perdidos en medio del océano? -le pregunté cuando se desvaneció el tintineo de la campanilla de la puerta, en Kendall Square-. Uno mira al otro y le dice: «¿Sabes?, si no se hubiese llamado Marina, ya me habría olvidado de ella».
Mickey Shine me miró con rostro inexpresivo.
– Marina -dije-. Marina.
– ¿Quiere comprar algo? -preguntó Mickey Shine-. ¿O lo manda alguien para alegrarme el día?
– Más bien he venido a alegrarle el día, supongo -contesté-. ¿Lo he conseguido?
– ¿Me ve muy alegre?
– Diría que no. Al Z me facilitó su nombre.
– Ya lo sé. Me llamaron. Pero no me dijeron que vendría a verme un cómico. ¿Le importa echar el cerrojo a la puerta y poner el cartel de CERRADO?
Hice lo que me pedía y luego lo seguí a la trastienda. Había una mesa de madera con un tablero de corcho colgado encima. En el tablero estaban, clavados con alfileres, los pedidos de flores para esa tarde. Mickey Shine empezó a sacar orquídeas de un cubo negro y a colocarlas en una lámina de plástico transparente.
– ¿Quiere que pare? -preguntó Mickey-. Tengo varios pedidos, pero si quiere que pare, paro.
– No -contesté-. No hay problema.
– Sírvase un café -dijo.
En un estante había una cafetera Mr. Coffee y, al lado, un recipiente con tarrinas de leche descremada y sobres de azúcar. El café olía como si algo se hubiese arrastrado hasta el interior de la cafetera para morir dentro y hubiese pasado sus últimos minutos en agua hirviendo.
– ¿Viene por lo de Pudd? -quiso saber. Parecía atento a las orquídeas, pero al pronunciar aquel nombre advertí en sus manos cierta vacilación.
– Sí.
– Ha llegado la hora, pues -dijo, más para sí que para mí. Continuó arreglando las flores en silencio durante un momento. Finalmente suspiró y abandonó la tarea. Le temblaban las manos. Se las miró, las levantó para que yo las viera y se las metió en los bolsillos, olvidándose de las orquídeas-. Es un hombre repugnante, señor Parker. He pensado mucho en él en los últimos cinco días. En sus ojos y en sus manos. Sus manos -repitió en un susurro y se estremeció-. Cuando me acuerdo de él, imagino su cuerpo como una carcasa, algo hueco hecho para acarrear el espíritu maligno que reside en el interior. ¿Le parece un disparate todo esto, quizá?
Negué con la cabeza y recordé la primera impresión que tuve del señor Pudd, el modo en que sus ojos escrutaban entre los párpados carnosos, los movimientos extraños e inconexos de sus dedos, el vello bajo los nudillos. Entendí con toda claridad a qué se refería Mickey Shine.
– Señor Parker, creo que ese hombre es un dybbuk. ¿Sabe qué es un dybbuk?
– Lo siento pero no.
– Un dybbuk es el espíritu de un muerto que entra en el cuerpo de un ser vivo y se apodera de él. Ese señor Pudd es un dybbuk: un espíritu maligno, vil e infrahumano.
– ¿Cómo lo conoció?
– Acepté un contrato, así le conocí. Fue después de marcharme, cuando las viejas tradiciones empezaron a desmoronarse. Yo era judío, y los judíos no cuentan, señor Parker. No era un pez gordo, así que pensé en abandonarlo todo y dejarlos que se mataran entre sí como animales. Hice un último favor y me aparté de ellos para siempre.
Se aventuró a lanzarme una mirada, y supe que Al Z no se había equivocado; fue Mickey Shine quien apretó el gatillo contra Barboza en San Francisco en 1976, el último favor que le permitió retirarse.
– Compré la tienda y las cosas me fueron bien hasta el ochenta y seis. Por esas fechas me puse enfermo y tuve que cerrar durante un año. Abrieron otras tiendas, perdí clientes, y así sucesivamente… -Hinchó las mejillas y dejó escapar el aliento en una sonora y larga exhalación-. Me enteré de que había una recompensa por un hombre, un hombre delgado y extraño que mataba por… motivos religiosos erróneos, o eso decían. Médicos de clínicas donde se practican abortos, homosexuales, incluso judíos. Yo no creo en el aborto, señor Parker, y el Viejo Testamento es muy claro respecto a… esa clase de hombres. -Eludía mi mirada, supuse que Al Z le había hablado vagamente de Ángel y Louis, previniéndole para que midiese sus palabras. Con el aplomo de un hombre que ha matado para ganarse la vida, continuó-: Pero matar a esa gente no es solución. Acepté el contrato. No disparaba un arma desde hacía muchos años, pero los viejos instintos, ya sabe, no se van fácilmente.
Volvió a frotarse el brazo, advertí, y su mirada era más distante, como si se hubiese remontado al recuerdo de un antiguo dolor.
– Y le encontró -dije.
– No, señor Parker, me encontró él a mí. -Se frotó con frecuencia e intensidad crecientes, cada vez más deprisa-. Averigüé que residía en algún lugar de Maine, así que viajé hasta allí para buscar cualquier rastro de él. Me alojé en un hotel de Bangor. ¿Conoce la ciudad? Es un vertedero. Dormía, y de repente me despertó un ruido en la habitación. Fui por la pistola, pero no estaba donde la había dejado, y de pronto recibí un golpe en la cabeza, y cuando recobré el conocimiento, me encontraba en el maletero de un coche. Tenía las manos y los pies atados con alambre, y la boca tapada con esparadrapo. No sé cuánto duró el viaje, pero a mí me parecieron horas. Al final el coche paró, y después de un rato se abrió el maletero. Tenía los ojos vendados, pero veía un poco por debajo de la venda. Allí estaba el señor Pudd, con su ropa de viejo mal conjuntada. Señor Parker, vi en sus ojos una luz que no había visto nunca. Vi…
Se interrumpió y apoyó la cabeza en las manos. A continuación se las pasó por la calva, como si desde un principio pretendiese sólo atusarse cualquier pelo despeinado que le quedase allí.
– Casi perdí el control de la vejiga, señor Parker. No me avergüenza decírselo. No soy un hombre que se asuste con facilidad y me he enfrentado a la muerte muchas veces, pero la mirada de aquel hombre y el contacto de sus manos, de sus uñas, me superaron.
»Me sacó del coche… Es fuerte, muy fuerte…, y me llevó a rastras por la tierra. Estábamos en un bosque oscuro y más allá de los árboles se veía una silueta, como una torre. Oí que se abría una puerta, y tiró de mí hasta el interior de un cobertizo con dos habitaciones. La primera contenía una mesa y sillas, nada más, y había manchas de sangre en el suelo, secas e incrustadas en la madera. En la mesa había una caja, con agujeros en la tapa, y se hizo con ella al pasar por su lado. La otra habitación, con una bañera vieja y un váter roto e inmundo, estaba embaldosada. Me metió en la bañera y volvió a golpearme en la cabeza. Y mientras yacía allí aturdido, me cortó la ropa con un cuchillo para dejar al descubierto la parte delantera de mi cuerpo, desde el cuello hasta los tobillos. Se olió los dedos, señor Parker, y después me habló: "Apesta a miedo, señor Sheinberg". Eso fue todo lo que dijo.
Las paredes de la tienda se alejaron a nuestro alrededor y desaparecieron. El ruido del tráfico se desvaneció y la luz del sol que penetraba por la ventana pareció apagarse. En ese momento todo se reducía a la voz de Mickey Shine, el olor húmedo y viciado del viejo cobertizo, y el suave sonido de la respiración del señor Pudd al sentarse en el borde de la taza del váter, colocarse la caja sobre las rodillas y quitar la tapa.
– En la caja había frascos, unos pequeños, otros grandes. Sostuvo uno ante mí, fino y con orificios en el tapón, y dentro vi una araña. Odio las arañas, siempre las he odiado, incluso de niño. Era una araña pequeña de color marrón, pero a mí, tendido en la bañera, oliendo mi sudor y mi miedo, se me antojó un monstruo de ocho patas.
»El señor Pudd no dijo nada. Simplemente agitó el frasco, desenroscó el tapón y dejó caer la araña en mi pecho. Quedó prendida del vello e intenté sacudírmela, pero parecía adherida y, se lo juro, sentí su picada. Oí un tintineo de cristales y otra araña pequeña cayó junto a la primera, y después otra más. Me oí gemir, pero mi voz parecía salir de otra persona, como si yo no emitiese ningún sonido. No podía pensar en nada más que en las arañas.
»De pronto el señor Pudd chasqueó los dedos y me obligó a mirarle. Elegía frascos de la caja y los sostenía en alto frente a mí para que viese el contenido. En uno había una tarántula encogida en el fondo. En un segundo, una viuda negra, agazapada bajo una hoja. Un tercero tenía un pequeño escorpión rojo con la cola contraída.
»Se inclinó y me susurró al oído: "¿Cuál, señor Sheinberg? ¿Cuál?". Pero no las soltó. Volvió a guardarlas en la caja y sacó un sobre del bolsillo interior de su chaqueta. En el sobre había fotografías: mi ex mujer, mi hijo, mis hijas y mi nieta. Eran fotos en blanco y negro, tomadas mientras iban por la calle. Me las enseñó una por una y las metió otra vez en el sobre. "Usted va a ser una advertencia, señor Sheinberg", dijo, "una advertencia para cualquier otro que piense que puede ganarse un dinero fácil viniendo a cazarme. Quizá sobreviva usted a esta noche, o quizá no. Si vive y vuelve a su floristería y se olvida de mí, dejaré en paz a su familia. Pero si intenta buscarme otra vez, esta niñita… Se llama Sylvia, ¿verdad?… Bien, pues la pequeña Sylvia no tardará en estar tendida donde está usted ahora, y lo que va a pasarle a usted le pasará a ella. Y le aseguro, señor Sheinberg, que no sobrevivirá". Entonces se levantó y, de pie junto a mis piernas, tiró del tapón de la bañera y susurró: "Prepárese para hacer nuevas amistades, señor Sheinberg".
»Al bajar la vista vi salir arañas por el desagüe. Daba la impresión de que había cientos, todas luchando entre sí. Creo que algunas ya estaban muertas y simplemente las arrastraba el resto, pero las otras…
Aparté de él la mirada, asaltado por un fugaz recuerdo de mi juventud. Alguien me hizo una vez algo parecido cuando era adolescente: un hombre llamado Daddy Helms, que me atormentó con hormigas del fuego por romper unas ventanas. Daddy Helms ya había muerto, pero en ese instante su espíritu me miró con malevolencia desde detrás de los párpados del señor Pudd. Creo que cuando miré de nuevo a Mickey, él debió de ver algo de ese recuerdo en mi cara, porque se le alteró el tono de voz. Se suavizó. Y pareció disiparse parte de la rabia que sentía hacia mí por obligarlo, a través de Al Z, a hacer aquella confesión.
– Las tenía por todo el cuerpo. Grité y grité pero nadie me oía. No me veía la piel de tantas como había. Y Pudd, allí inmóvil, me observó mientras corrían sobre mí y me picaban. Creo que me desmayé, porque al despertar la bañera estaba llenándose de agua y las arañas empezaron a ahogarse. Fue la única vez que vi algo distinto al placer en la cara de aquel psicópata; parecía triste, como si la pérdida de aquellas jodidas monstruosidades le doliese realmente. Y cuando estuvieron todas muertas, me sacó de la bañera de un tirón, me llevó otra vez al maletero del coche y me alejó de allí. Me dejó en una calle de Bangor. Alguien llamó a una ambulancia y me trasladaron a un hospital, pero el veneno ya había empezado a hacer efecto.
Mickey Shine se levantó y comenzó a desabotonarse la camisa, dejando los puños para lo último. Me miró y a continuación se abrió la camisa y la dejó caer alrededor del cuerpo, sujetando con las manos los extremos de las mangas.
Se me secó la boca. En el brazo derecho le faltaban cuatro trozos de carne del tamaño de una moneda grande, como si le hubiese mordido un animal. Tenía otra cavidad en el pecho, allí donde estuvo antes el pezón izquierdo. Cuando se dio la vuelta, vi marcas similares en la espalda y los costados, con la piel moteada y gris en los bordes.
– La carne se me pudrió -susurró-. Fue atroz. Ésta es la clase de hombre a quien se enfrenta, señor Parker. Si decide ir tras él, asegúrese de matarlo, porque si escapa, no le quedará a usted nadie en esta vida. Los matará a todos y luego lo matará a usted.
Se puso otra vez la camisa y empezó a abrochársela.
– ¿Tiene idea de adónde lo llevó? -pregunté cuando hubo acabado.
Mickey negó con la cabeza.
– Creo que fuimos hacia el norte, oí el mar. Es lo único que recuerdo. -De pronto se interrumpió y arrugó la frente-. Había una luz a gran altura, a mi derecha. La vi cuando me arrastró a la cabaña. Quizá fuese un faro.
«Además me dijo otra cosa. Me advirtió que, si volvía a buscarlo, todos nuestros nombres quedarían escritos y estaríamos condenados.
Noté que se me fruncía el entrecejo.
– ¿Qué quería decir con eso?
Mickey Shine pareció dispuesto a contestar, pero en lugar de eso bajó la vista y se concentró en abotonarse los puños. Se sentía incómodo, pensé, avergonzado de lo que consideraba su debilidad ante el sadismo del señor Pudd, pero también tenía miedo.
– No lo sé -respondió, y arrugó los labios por el sabor de la mentira en la boca.
– ¿A qué se refería antes al decir que había llegado la hora? -pregunté.
– Hasta ahora sólo Al Z había oído esta historia -contestó-. Usted y él son los únicos que la conocen. Se suponía que yo debía ser un testigo mudo de lo que Pudd era capaz de hacer, de lo que haría, a cualquiera que fuese tras él. Yo no debía hablar, sólo debía existir. Pero comprendí que llegaría un día en que quizá fuese posible actuar contra él, eliminarlo. He esperado mucho tiempo este momento, mucho tiempo para volver a contar esta historia. Así que eso es lo que sé; está al norte de Bangor, en la costa, y cerca hay un faro. No es gran cosa, pero es lo único que puedo ofrecer. Asegúrese de que esto queda entre nosotros; entre usted, Al Z y yo.
Deseé presionarle con respecto a lo que omitía, a la amenaza de que un nombre estuviese «escrito», pero sentí que empezaba a replegarse.
– Así lo haré -contesté.
Él asintió.
– Porque si Pudd se entera de que hemos hablado, de que vamos a actuar contra él, somos hombres muertos. Nos matará a todos.
Me estrechó la mano y me dio la espalda.
– ¿No va a desearme suerte? -pregunté.
Volvió a mirarme y negó con la cabeza.
– Si necesita suerte -musitó-, ya está muerto.
A continuación se concentró de nuevo en sus orquídeas y guardó silencio.