Un gran libro es como un gran mal.
Calimaco (c. 305 – c. 240 a. de C.)
El libro tenía unos treinta y cinco centímetros de largo y unos dieciocho de ancho. Seis huesos pequeños cruzaban el lomo horizontalmente en tres grupos equidistantes de dos. Se veían un poco amarillentos y recubiertos de alguna clase de conservante que los hacía brillar a la luz del sol. Aunque no habría podido asegurarlo, pensé que quizá se trataba de los extremos de unas costillas. En comparación con la textura del material sobre el que estaban embutidos, resultaban suaves al tacto. La tapa del libro había sido teñida de rojo intenso, a través del cual se veían pliegues y arrugas. Cerca del ángulo superior izquierdo sobresalía un lunar.
Era piel humana. La habían secado y cosido en retazos, usado como hilo lo que parecía tendón y tripa. Al acariciar la tapa con los dedos, no sólo percibí los poros y las líneas de la dermis utilizada para encuadernarlo, sino también las formas de los huesos que constituían el armazón: radios y cubitos, sospeché, y probablemente más costillas. Daba la impresión de que el propio libro hubiese sido antes un ser vivo, piel sobre hueso, y de que sólo le faltaban la carne y la sangre para devolverle la plenitud original.
No había texto escrito ni en la tapa ni en el lomo, ni indicio alguno del contenido del libro. La única marca era la ilustración de la cubierta, de estilo jansenista con un único motivo central que se repetía en los cuatro ángulos. Era una araña, grabada con pan de oro, sus ocho patas enroscadas para sujetar una llave de oro.
Abrí el libro utilizando sólo las yemas de los dedos. El lomo lo formaba una espina dorsal humana, unida mediante hilo de oro, el único material que por lo visto no procedía de un cuerpo humano. Las páginas también habían sido cosidas con tendón. Por dentro, las tapas no estaban teñidas y se adivinaba más claramente la diferencia de pigmentación de las diferentes pieles empleadas. De lo alto del lomo descendía un punto de lectura hecho con mechones de pelo humano trenzados, obtenidos de cuerpos que, por razones de discreción y para ocultarlos, no podían ser presentados de manera más evidente.
El libro tenía alrededor de treinta hojas de diversos tamaños. Dos o tres se habían confeccionado mediante un único retazo de piel, con un ancho del doble del propio libro. Éstas habían sido plegadas y luego cosidas al lomo por el pliegue para crear dobles páginas; otras se componían de secciones menores de piel cuidadosamente cosidas entre sí, algunas no mayores de quince o veinte centímetros cuadrados. Las hojas variaban de grosor; una era tan fina que trasparentaba mi mano, pero las otras tenían más capas. En su mayoría parecían fragmentos extraídos de la parte baja de la espalda o de los hombros; sin embargo, una presentaba el extraño orificio hundido de un ombligo humano y otra, cerca del centro, un pezón encogido. Como los bifolios de la antigüedad, los pergaminos hechos de piel de cabra y de vitela utilizados por los escribas medievales, un lado de la hoja, donde se había eliminado cualquier resto de vello corporal, era suave, en tanto que el otro era rugoso. Las caras suaves contenían las ilustraciones y el texto, de modo que en algunas dobles páginas sólo se había llenado el lado derecho.
Hoja tras hoja, en hermosa letra ornamental, aparecían pasajes del Apocalipsis; algunos eran capítulos completos, otros simplemente citas empleadas para desarrollar el significado de las ilustraciones. La caligrafía era de origen carolingio, una versión de la nítida y bella letra inspirada en el erudito anglosajón Alcuino de York, cada carácter con su forma precisa pero sencilla para mejor legibilidad. Faulkner había tenido en cuenta los orificios y defectos naturales de la piel, disimulándolos cuando era necesario con el carácter o el adorno adecuados. Las mayúsculas eran unciales en todas las páginas, cada una de dos centímetros y medio de altura, resultado de centenares de trazos de pluma. Grotescos animales y seres humanos retozaban en torno a las bases y los trazos rectos.
No obstante, eran las ilustraciones lo que atraía la atención. Se advertían resonancias de Durero y Duvet, de Blake y Cranach, así como de artistas posteriores: Goerg, Meidner y Masereel. No eran copias de las ilustraciones originales, sino variaciones sobre el mismo tema. Algunas estaban pintadas con vivos colores; otras sólo en negro carbón mezclado con ácido tánico para crear una tinta densa que sobresalía de la hoja. La primera página contenía una versión de la Boca del Infierno extraída del Salterio de Winchester, cientos de cuerpos diminutos retorciéndose dentro de lo que parecían las fauces de una criatura mitad hombre mitad pez. Se había añadido a las figuras humanas un tinte verdoso para distinguirlas de la piel en la que estaban dibujadas, y las escamas del pez aparecían diferenciadas una por una en tonos azules y rojos. Otras páginas incluían los cuatro jinetes del Apocalipsis de Cranach; la Cosecha del mundo de Burgkmair en verde y oro; una visión de una bestia arácnida, inspirada en el artista del siglo XX Edouard Goerg, junto a las palabras «la bestia que ascendió del pozo sin fondo les declarará la guerra y los vencerá a todos y los matará»; y una variación hecha con exquisito detalle del frontispicio de Duvet para su Apocalipsis de 1555, que representaba a san Juan con una gran ciudad de fondo, rodeado de símbolos de la muerte, incluido un cisne con una flecha en el pico.
Pasé las páginas hasta la última ilustración completa, acompañada de una cita del Apocalipsis 10:10: «Tomé el librito de la mano del Ángel y lo devoré; y en mi boca fue dulce como la miel; pero, cuando lo tragué, se me amargaron las entrañas». Inspirada en Durero, la ilustración mostraba, una vez más, a san Juan, espada en mano, mientras se comía una representación del mismo libro que yo tenía entre las manos, con la espina dorsal humana y la araña con la llave claramente visibles. Lo observaba un ángel con columnas de fuego por pies y un sol por cabeza.
San Juan aparecía dibujado en tinta negra y la expresión del rostro había sido reproducida con sumo detalle. Era un retrato de Faulkner tal como fue en su juventud y como yo lo había visto en la fotografía del periódico tras el descubrimiento de los cadáveres en el norte. Tenía la misma frente ancha, las mismas mejillas hundidas y una boca casi femenina, las mismas cejas rectas y oscuras. Iba envuelto en una larga capa blanca, con la espada en alto apuntando al cielo en la mano izquierda.
Faulkner estaba en todas las ilustraciones. Era uno de los cuatro jinetes; aparecía en las fauces del infierno, era san Juan; era la bestia. Faulkner: juzgando, atormentando, consumiendo, matando; creando un libro que era a la vez un registro del castigo y un castigo en sí; una revelación y una ocultación de la verdad; una vanidad y una burla de las vanidades; una obra de arte y un acto de canibalismo. Era la obra de su vida, iniciada cuando las flaquezas humanas de sus seguidores se pusieron de manifiesto y él se volvió contra ellos, aniquilándolos a todos con la ayuda de su progenie: primero los hombres, luego las mujeres y por último los niños. Tal como había empezado continuó, y los caídos habían pasado a formar parte de su gran libro. En el ángulo inferior derecho de cada página, a modo de glosas marginales, había nombres escritos. Las páginas confeccionadas con una sola lámina de piel contenían un solo nombre, en tanto que aquellas realizadas con varias secciones incluían dos, tres o a veces cuatro nombres. El nombre de James Jessop constaba en el tercer fragmento de piel, el de su madre en el cuarto y el de su padre en el quinto. El resto de los Baptistas de Aroostook ocupaba la mayoría de las entradas del libro, pero también aparecían otros nombres, nombres que no reconocí, algunos relativamente recientes a juzgar por el color de la tinta sobre la piel. El nombre de Alison Beck no estaba entre ellos. Ni los de Al Z, Epstein o Mickey Shine. Todos debían ser agregados más tarde, cuando se recuperase el libro, del mismo modo que tendría que añadirse también el de Grace Peltier, y quizás el mío propio.
Me acordé de Jack Mercier y del libro que me había mostrado en su biblioteca, las tres dobles líneas del dorso ahora en hueso en lugar de oro. Un artesano como Faulkner nunca habría dejado de crear los libros que amaba tanto. El ejemplar obsequiado a Carter Paragon era una prueba de ello. Ahora era evidente que Faulkner tenía una visión más amplia: la creación de un texto cuya forma reflejase a la perfección el contenido, un libro sobre la condenación hecho a partir de los condenados, un registro del juicio final compuesto con los restos de aquellos que habían sido juzgados.
Y Grace lo había descubierto. Deborah Mercier, celosa de la primera hija de su marido, la había informado de la existencia del nuevo Apocalipsis y de su procedencia. Por entonces Jack Mercier ya había comenzado a actuar contra la Hermandad reclutando a Ober, a Beck y a Epstein para su causa, pero eso Grace no podía saberlo, porque era más de lo que Deborah Mercier estaba dispuesta a contarle. Deseaba poner en peligro a Grace, pero no a su propio marido.
Grace le había dicho a Paragon que sabía de la venta del Apocalipsis, pero Paragon era sólo un títere, y Grace, mujer sagaz, debía de haberse dado cuenta. Paragon temía decir a Pudd y a Faulkner que había vendido el libro, pero también le dio miedo hablarles de la visita de Grace. Por tanto, Grace lo vigiló y esperó a que sucumbiese al pánico. ¿Lo siguió al norte o esperó a que ellos fuesen a verlo? Supuse que había sido esto último si es que Paragon había muerto por no poder revelar al Golem su escondrijo. Fuera como fuese, Grace había encontrado de algún modo el camino a las mismísimas puertas del infierno privado de Faulkner. Y entonces, cuando surgió la oportunidad, entró y logró escapar con el libro, un libro que contenía la verdad sobre el destino de los Baptistas de Aroostook y, en particular, de Elizabeth Jessop. Su robo había obligado a la Hermandad a reaccionar con premura; mientras Pudd y los otros lo buscaban, tomaron la decisión de eliminar a todos aquellos que actuaban contra ellos y para quienes la obra robada por Grace Peltier habría sido un arma poderosa, una labor que se volvió más urgente con el hallazgo de los cadáveres en el lago St. Froid.
Cerré el libro, lo coloqué con cuidado en su envoltorio y luego me lavé las manos bajo el grifo de la cocina; después de lavármelas a fondo, alcancé una toalla y me volví de cara a Rachel y Louis.
– Parece que tenemos una definición completamente nueva de la palabra «loco» -musitó Louis-. ¿Y qué se supone que es eso? ¿Lo sabes?
– Un registro -contesté-. Un obituario, o quizá más que eso. Es una relación de los condenados, lo opuesto al libro de la vida. Ahí están consignados los Baptistas de Aroostook y por lo menos otra docena de nombres, hombres y mujeres, utilizados todos ellos para crear un nuevo Apocalipsis.
»Y lo hizo Faulkner. Sus restos no estaban entre los que se hallaron en la fosa común, ni los de sus hijos. Mataron a esa gente, a todos, y luego usaron partes de ellos para crear el libro. Supongo que los otros nombres son de personas que tuvieron la desgracia de cruzarse en el camino de la Hermandad en algún momento, o que representaron una amenaza. Con el tiempo, partes de Grace y Curtis Peltier, de Yossi Epstein, y quizá de Jack Mercier y los otros que murieron en el barco habrían pasado a formar parte del libro una vez recuperado. Habría sido un registro lo más completo posible, o de lo contrario no habría tenido sentido.
– Doy por hecho que empleas la palabra «sentido» en su acepción más amplia -comentó Rachel con evidente disgusto.
Aun después de frotarme las manos con la toalla hasta enrojecérmelas me sentía manchado por el roce del libro.
– El sentido carece de importancia -dije-. Si es posible relacionar esto con Faulkner, nos encontramos ante la confesión de un asesinato.
– Siempre y cuando lo encontremos -añadió Louis-. ¿Qué pasará cuando Lutz no dé señales de vida?
– Enviarán a otra persona, probablemente a Pudd, para averiguar qué ha ocurrido. No puede permitir que este libro siga perdido en el mundo. Eso suponiendo que nuestro amigo el calvo no lo encuentre primero.
Reflexioné sobre lo que sabía, o sospechaba, del paradero oculto de Faulkner. Ahora sabía que estaba en el norte, más allá de Bangor, cerca de la costa y a corta distancia de un faro.
En el litoral de Maine había alrededor de sesenta faros, en su mayoría automatizados o sin supervisión humana, y un par cedidos para uso civil. De todos ellos, probablemente sólo unos cuantos se hallaban al norte de Machias.
Me arrodillé y tomé entre las manos el libro envuelto.
– ¿Qué vas a hacer con él? -preguntó Rachel.
– Nada -respondí-. Todavía nada.
Se acercó a mí y me miró a los ojos.
– Quieres encontrarle, ¿verdad? No estás dispuesto a dejárselo a la policía.
– Tenía a Lutz y a Voisine trabajando para él -expliqué-, y Voisine aún anda suelto por alguna parte. Podría haber más. Si entregamos esto a la policía y uno solo de ellos comparte las lealtades de Lutz, Faulkner será alertado y se irá para siempre. Mi sospecha es que ya está preparándose para desaparecer. Probablemente lo planea desde el momento en que perdió el libro y, con toda certeza, desde el hallazgo de los cadáveres en St. Froid. Por esta razón, por la seguridad de Marcy, vamos a mantener esto de momento en secreto. ¿Marcy?
Ella recogió la mochila y se levantó con actitud expectante.
– Vamos a llevarte a un lugar seguro. Puedes llamar a tus padres y decirles que estás bien.
Asintió. Salí y llamé a la Colonia por el móvil. Contestó Amy.
– Soy Charlie Parker -dije-. Necesito vuestra ayuda. Tengo aquí a una mujer. Necesito esconderla.
Al otro lado de la línea se produjo un silencio.
– ¿De qué clase de problema estamos hablando?
Pero creo que ya lo sabía.
– Estoy cerca de él, Amy. Puedo poner fin a esto.
Cuando contestó, percibí resignación en su voz.
– Puede quedarse en la casa.
Con la excepción obvia de Amy, normalmente la Colonia no admitía mujeres, pero en la casa principal había habitaciones libres que a veces se utilizaban en circunstancias excepcionales.
– Gracias. La acompañará un hombre. Va armado.
– Charlie, ya sabes lo que opinamos aquí de las armas.
– Lo sé, pero es Pudd a quien nos enfrentamos. Y quiero que dejéis quedarse a mi amigo con Marcy hasta que esto termine, será un día, como mucho dos.
Le pedí que aceptara también a Rachel. Amy accedió y colgó.
Marcy hizo una breve llamada a su madre y a continuación nos alejamos de la casa y entramos en Boothbay. Allí nos separamos. Louis y Rachel irían a Scarborough, donde Ángel llevaría a Marcy Becker y a Rachel, a pesar de ella, a la Colonia. Louis se reuniría conmigo en cuanto Marcy y Rachel se encontraran bajo la protección de Ángel. Yo me quedé con el libro y lo oculté cuidadosamente bajo el asiento del acompañante del Mustang.
Fui a Bangor, allí compré en la Betts Bookstore de Main Street un ejemplar de Faros de Maine de Thompson. Había siete faros en la zona de Bold Coast, cerca de Machias, el pueblo donde Grace había dejado a Marcy Becker para ir a ocuparse de sus asuntos: Whitlock's Mill en Calais; East Quoddy en Campobello Island; y, más al sur, Mulholland Light, West Quoddy, Lubec Channel, Little River y Machias Seal Island. Machias Seal estaba demasiado mar adentro, lo cual dejaba sólo seis.
Telefoneé a Ross en Nueva York con la esperanza de avivar su interés, pero sólo conseguí hablar con su secretaria. Nos encontrábamos ya a treinta y cinco kilómetros de Bangor cuando me devolvió la llamada.
– He visto los informes de Caronte procedentes de Maine -empezó a decir-. Esta parte de la investigación era secundaria, puro trabajo preliminar. Un activista de un grupo en favor de los derechos de los homosexuales fue asesinado en el Village en 1991, muerto de un tiro en los lavabos de un bar de Bleecker; el modus operandi coincidía con el de otro asesinato a tiros de Miami. El autor fue detenido, pero sus registros telefónicos revelaron que había hecho siete llamadas a la Hermandad en los días previos al homicidio. Una tal Torrance declaró a Caronte que el tipo era un bicho raro y que ella misma había denunciado las llamadas a la policía local. Lo confirmó el inspector Lutz.
Así pues, si el asesino trabajaba para la Hermandad, tenían una coartada. Lo habían denunciado a la policía antes del asesinato, y Lutz, ya por entonces su policía privado, lo confirmó.
– ¿Qué fue del asesino?
– Se llamaba Lusky, Barrett Lusky. Salió en libertad bajo fianza y apareció muerto dos días después en un contenedor de Queens con una herida de bala en la cabeza.
«Según el informe de Caronte, el lugar más al norte al que llegó durante sus investigaciones fue Waterville. Pero hay una anomalía; sus gastos incluyen un recibo de gasolina de un lugar llamado Lubec, a unos doscientos cincuenta kilómetros de Waterville. Está en la costa.
– Lubec -repetí. Encajaba.
– ¿Qué hay en Lubec? -preguntó Ross.
– Faros -contesté-. Y un puente.
Lubec tenía tres faros. Era además la localidad de Estados Unidos situada en la latitud más oriental. Desde allí, el puente conmemorativo de Franklin Delano Roosevelt se extendía sobre el agua hasta Canadá. Lubec era una buena elección si uno necesitaba una ruta de escape permanentemente abierta, porque había todo un país nuevo a sólo unos minutos en coche o en barco. Estaban en Lubec. No me cabía duda, y el Viajante los había encontrado allí. El recibo de la gasolinera era un descuido, pero sólo en el contexto de lo que ocurrió después y de los asesinatos que él mismo cometió amparándose en una extraña justificación basada en la flaqueza y la incoherencia humanas que reflejaban las creencias del propio Faulkner.
Pero yo había infravalorado a Faulkner, y había infravalorado a Pudd. Mientras estrechaba el cerco en torno a ellos, ellos se habían llevado al más vulnerable de nosotros, al único que estaba solo.
Se habían llevado a Ángel.
Había sangre en el porche y en la puerta de entrada. En una pared de la cocina irradiaban grietas de un orificio de bala en el yeso. Había más sangre en el pasillo, un rastro curvo y sinuoso como la huella de una víbora cornuda. La puerta de la cocina casi había sido arrancada de las bisagras; la ventana estaba hecha añicos por otro disparo.
Dentro no había cadáveres. Llevarse a Ángel era en parte una precaución por si nosotros encontrábamos antes a Marcy Becker, pero también un acto de venganza contra mí personalmente. Sin duda habían venido a liquidarnos a todos y, al encontrar sólo a Ángel, optaron por llevárselo a él. Imaginé al señor Pudd y a la muda con las manos sobre él, la ropa y la piel manchadas de su sangre mientras lo sacaban a rastras de la casa. Nunca deberíamos haberlo dejado solo. Ninguno de nosotros debería haberse quedado solo.
No lo dejarían con vida, parecía claro. Al final no nos dejarían con vida a ninguno. Si escapaban y los perdíamos de vista, sabía que un día resurgirían y nos encontrarían. Podíamos buscarlos, pero este mundo, esta colmena, es profundo, intrincado y tenebroso. Hay muchos lugares donde esconderse. Transcurrirían semanas, meses, quizás años de dolor y miedo, y cada amanecer despertaríamos de un sueño agitado con la idea de que ése, por fin, sería el día en que vendrían a por nosotros.
Porque al final desearíamos que viniesen para acabar con la espera.
Mientras Rachel me contaba todo lo que había visto, oí el motor de un coche como ruido de fondo. Estaba llevando a Marcy Becker a la Colonia en su propio coche; ahora que tenían a Ángel, ella estaba fuera de peligro por un tiempo. Louis venía hacia el norte y me llamaría en unos minutos.
– No está muerto -dijo Rachel con voz serena.
– Lo sé -contesté-. Si estuviese muerto lo habrían dejado para que lo viésemos.
Me pregunté cuánto habría tardado Lutz en hablar y si el Golem ya habría llegado hasta ellos. Si era así, quizá todo esto carecía de importancia.
– ¿Está bien Marcy? -pregunté.
– Está dormida en el asiento del copiloto. No creo que haya dormido mucho desde la muerte de Grace. Quería saber por qué Ángel, Louis, yo, pero especialmente tú estamos dispuestos a arriesgar nuestras vidas por esto. Ha dicho que ésa no era tu lucha.
– ¿Qué le has contestado?
– Le ha contestado Louis. Le ha dicho que tú luchas contra todo. Creo que sonreía. Con él es difícil saberlo.
– Sé dónde están, Rachel. En Lubec.
Cuando volvió a hablar, noté más tensión en su voz.
– Entonces cuídate.
– Siempre me cuido -respondí.
– No, no es verdad.
– De acuerdo, tienes razón, pero esta vez lo digo en serio.
Acababa de pasar Bangor. Lubec se encontraba a doscientos kilómetros por la Interestatal 1. Podía llegar en menos de dos horas, suponiendo que ningún agente ojo avizor decidiese pararme por exceso de velocidad. Pisé el acelerador y sentí la potencia del Mustang.
Louis telefoneó cuando pasaba por Ellsworth Falls en dirección a la costa por la IA.
– Estoy en Waterville -informó.
– Creo que están en Lubec -contesté-. Es un pueblo de la costa norte, cerca de New Brunswick. Aún te queda un largo trecho.
– ¿Te han llamado?
– No.
– Espérame en las afueras del pueblo -dijo con tono neutro. Podría haber estado recomendándome que no me olvidase de recoger la leche.
En Milbridge, a unos ciento veinte kilómetros de Lubec, sonó el móvil por tercera vez. En esta ocasión, cuando pulsé el botón, vi que el identificador de llamada no reconocía el número.
– Señor Parker -dijo Pudd.
– ¿Está vivo?
– Apenas. Diría que sus esperanzas de recuperación se desvanecen por momentos. Hirió gravemente a mi acompañante.
– Bravo por él, Leonard.
– No podía dejarlo impune. Ha sangrado mucho. De hecho, sigue sangrando mucho. -Dejó escapar una desagradable risa-. Así que ha deducido nuestro pequeño árbol genealógico. No es ninguna maravilla, ¿verdad?
– No especialmente.
– ¿Tiene el libro?
Sabía que Lutz había fracasado. Me pregunté si sabía también por qué y si la sombra del Golem se cernía ya sobre él.
– Sí.
– ¿Dónde se encuentra ahora?
– En Augusta -contesté.
Habría lanzado una exclamación de alivio cuando pareció creerme.
– Hay una carretera particular que se desvía de la Ruta 9, donde cruza el río Machias -dijo Pudd-. Lleva al lago Machias. Esté en la orilla del lago dentro de noventa minutos, solo y con el libro. Le entregaré lo que queda de su amigo. Si llega tarde o si huelo a policía, lo ensartaré desde el ano hasta la boca como a un cerdo.
Colgó.
Me pregunté cómo planeaba matarme Pudd cuando llegase al lago. No podía dejarme vivo, no después de todo lo ocurrido. Y noventa minutos no bastaban para viajar de Augusta a Machias, no por aquellas carreteras. No tenía la menor intención de llevar a Ángel vivo hasta allí.
Telefoneé a Louis. Era una prueba de confianza y no estaba seguro de cómo respondería. Yo me hallaba más cerca de Lubec; no había manera de que Louis llegase allí antes de cumplirse el plazo fijado por Pudd. Si yo me equivocaba con respecto a Lubec, alguien debería reunirse con Pudd en el lugar de encuentro. Tendría que ser Louis.
El silencio previo a su respuesta afirmativa fue apenas perceptible.
Tres faros de madera decoraban el cartel a las afueras de la localidad de Lubec: el faro de Mulholland, blanco y rojo, al otro lado del canal de Lubec, en New Brunswick; el faro del canal de Lubec, de color blanco, una estructura de hierro forjado en forma de bujía en el canal de Lubec; y el faro de West Quoddy Light, de listas rojas y blancas, en el parque estatal de Quoddy Head. Eran símbolos de estabilidad y certidumbre, una promesa de seguridad y salvación corrompida ahora posiblemente por la mancha de la presencia de los Faulkner.
Después de un breve alto en el límite del pueblo, seguí adelante, dejé atrás el local tapiado del viejo Hillside Restaurant y el edificio blanco de la Legión Americana, hasta llegar a Lubec propiamente dicho. Era un pueblo lleno de iglesias: los Baptistas de White Ridge, la Primera Asamblea de Dios, los Adventistas del Séptimo Día, los Congregacionalistas y los Discípulos del Templo Cristiano habían convergido en aquel lugar, enterrando a sus muertos en el cementerio cercano o erigiendo monumentos conmemorativos a quienes se habían perdido en el mar. Grace Peltier tenía razón, pensé; sólo había leído por encima las notas para la tesis que Marcy me dio, pero me había fijado en que Grace empleaba el término «fronterizo» para describir el estado de Maine. Allí, en el punto más oriental del estado y del país, entre las iglesias y los huesos de los muertos, uno experimentaba la sensación de que aquél era el fin de todo.
En el puerto, las aves marinas se posaban en el ruinoso muelle, donde letreros con el rótulo propiedad privada prohibían el paso. Había un rompeolas de rocas a la izquierda y, a la derecha, un conjunto de edificios, entre ellos el antiguo ahumadero de McMurdy en proceso de restauración. El faro de Mulholland se veía al otro lado del estrecho de Lubec, sobre cuyas aguas se extendía el puente conmemorativo de Franklin Delano Roosevelt.
Ya oscurecía cuando recorrí Pleasant Street, con el mar a mi izquierda, hasta un aparcamiento sin asfaltar junto a la planta depuradora de aguas residuales del pueblo. Desde allí descendía un sendero hasta la orilla. Lo seguí sorteando algas y rocas, latas de cerveza y paquetes de tabaco vacíos hasta llegar a la playa. Se componía básicamente de piedras y barrones, con alguna que otra porción de arena gris a la vista. Más allá, la luz del faro del canal de Lubec horadaba la creciente oscuridad.
A unos ochocientos metros a mi derecha se adentraba en el mar un paso elevado. Terminaba en una pequeña isla poblada de árboles, sus copas semejaban chapiteles de iglesia negros recortados contra los tonos más claros del cielo vespertino. Una mortecina luz verde brillaba entre los árboles, y cerca del extremo norte de la isla vi las luces blancas más intensas de un edificio anexo.
En el cartel de Lubec aparecían tres faros porque ya sólo existían tres faros. Pero antiguamente hubo otro: una estructura de piedra construida en la orilla norte del estrecho de Quoddy por un pastor baptista del lugar como aviso a los navegantes y, a la vez, como símbolo de la luz de Dios. Era un edificio imperfecto y defectuoso, y su desmoronamiento durante un fuerte temporal en 1804 le había costado la vida al hijo del pastor, que era el farero. Dos años más tarde, un grupo de ciudadanos concienciados consideró que West Quoddy Head, más al sur, era un emplazamiento más idóneo, y en 1806 Thomas Jefferson ordenó la construcción de un faro de cascotes en aquel lugar. El faro del norte prácticamente había caído en el olvido y ahora la isla en la que se alzaba era propiedad privada.
Averigüé todo esto por una mujer en la gasolinera y tienda de saldos de McFadden camino del pueblo. Me contó que las personas de la isla llevaban una vida muy reservada, pero que se creía que eran religiosas. Había un anciano que a veces enfermaba y había que llevarlo de visita al médico del pueblo, y dos personas más jóvenes, un hombre y una mujer. El hombre compraba a veces en la tienda, y siempre pagaba en efectivo.
No obstante, conocía su nombre.
Se llamaba Monker.
Ed Monker.
Había empezado a llover, un preludio del temporal que esa noche azotaría el norte de Maine, y gruesas gotas caían sobre mí como mazazos mientras observaba el paso elevado. Volví al coche y tomé la carretera al parque de Quoddy Head hasta que vi un camino particular sin indicador que bajaba hacia la costa. Apagué las luces y seguí el camino hasta que empezó a estrecharse en una espesa arboleda. Dejé el coche y continué por la hierba, al amparo de los árboles, hasta el final del camino. Frente a mí se alzaba una verja con una alta cerca a ambos lados y una cámara montada en uno de los postes. La cerca estaba electrificada. Al otro lado había un cobertizo cerrado en medio de un pinar. Por entre las ramas se veía el faro del canal de Lubec. Imaginé qué había en el cobertizo: una bañera vieja de hierro con un inodoro al lado y arañas muertas descomponiéndose en el desagüe.
Saqué la linterna de la guantera y, tapando parcialmente la luz con la mano, iluminé la cerca. Detecté dos sensores de movimiento a menos de quince metros, con la hierba recortada alrededor. Supuse que había más entre los árboles. Con el pelo y la piel mojados por la lluvia, seguí la cerca hasta hallarme en lo alto de una escarpada pendiente que descendía hasta la orilla. Subía la marea y el agua cubría ya la base del paso elevado. La única manera de llegar a la isla sin empaparse, o sin ser arrastrado por el mar, era saltar la verja y recorrer el paso elevado, pero por ese camino alertaría de mi presencia a quienes se encontraban en la isla.
Grace Peltier debía de haberse detenido en ese mismo punto semanas antes, para escalar después la verja y cruzar el paso elevado. Seguramente esperó hasta que se marcharon, hasta tener la certeza de que la isla quedaba vacía y nadie regresaría durante un rato, y entonces pasó al otro lado. Pero de esa manera activó los sensores, alertándolos de la intrusión, y el sistema debió de avisar a Pudd o a su hermana mediante una señal automática conectada a un busca o a un teléfono móvil. Cuando volvieron y le impidieron la salida por el paso elevado, Grace se echó al mar. Por eso tenía la ropa embebida de agua marina. Era buena nadadora. Sabía que podía conseguirlo. Pero ellos le vieron la cara en la grabación de la cámara, quizá localizaron incluso el coche. Pusieron sobre aviso a Lutz y Voisine, y la trampa se cerró sobre Grace.
Contemplé las oscuras olas, el resplandor blanco al romper, y decidí arriesgarme con el mar. Descargué la pistola calibre 38 de reserva que llevaba sujeta al tobillo, guardé las balas en una bolsa hermética y comprobé el seguro de la Smith & Wesson bajo la axila. Se me formó un nudo en el estómago y volvió a asaltarme la antigua sensación. El mar ante mí era un charco oscuro, el lugar oculto al que me había visto arrastrado una y otra vez, y estaba a punto de zambullirme en él de nuevo.
Con los dientes castañeteando, me adentré en el agua y me aproximé al paso elevado. Las olas me mecían y en un par de ocasiones casi me devolvieron a la orilla con su ímpetu. Las piedras y las rocas que componían la base del paso elevado estaban resbaladizas y cubiertas de algas y, con la creciente marea, el agua me llegaba ya a la cintura. Intenté afianzar las botas en las grietas y en los huecos, pero las rocas estaban aglutinadas con cemento y, después de dos torpes movimientos, patiné y perdí el equilibrio. Me precipité de nuevo al mar sumergiéndome hasta la barbilla. Mientras me recobraba de la impresión, surgió a mi izquierda una línea blanca y apenas tuve tiempo de tomar aire antes de que una ola enorme me levantase y me arrastrase al menos cinco metros hacia atrás, la boca se me llenó de agua mientras caía la lluvia y las algas se arremolinaban a mi alrededor.
Cuando pasó la ola, volví a hacer pie y caminé por el borde de las rocas buscando un punto desde el que encaramarme a la calzada. Me llevó unos diez minutos y otros dos chapuzones encontrar un hueco donde una de las piedras se había desprendido del cemento. Con grandes dificultades, coloqué una de mis botas húmedas en el boquete, pero volví a resbalar y me raspé la rodilla dolorosamente. Aferrándome con los dedos a una de las piedras más altas lo intenté de nuevo y por fin logré trepar a la calzada. Me quedé allí tendido por unos instantes, recuperando el aliento y temblando. Descubrí que mi teléfono móvil estaba en esos momentos en el fondo del mar. Me levanté, vacié el agua del cañón de la Smith & Wesson, volví a cargar la pistola de calibre 38 y, agachado, avancé por el paso elevado hasta llegar a la isla.
Flanqueada de abetos verdes y frondosos, la carretera seguía hacia los restos del faro, donde desembocaba en un patio de grava al que daban las puertas de entrada de todas las estructuras de la isla. Allí donde se alzó en otro tiempo el faro original no debería haber existido más que un montón de piedras viejas y sin embargo encontré un edificio de unos diez metros de altura con una galería abierta en lo alto delimitada por una alambrada, que ofrecía una vista despejada del paso elevado y la costa. Era un faro sin luz, excepto por la tenue iluminación de una de las ventanas del piso superior.
A la derecha del nuevo faro había un edificio alargado de madera de una sola planta con cuatro ventanas cuadradas cubiertas de tela metálica, dos a cada lado de la sólida puerta. De él emanaba un resplandor verdoso, como si la luz interior pugnara por filtrarse a través del agua o las hojas de las plantas. Frente al faro, impidiéndome ver la entrada, se hallaba un anexo que, supuse, era el garaje. Más allá, casi en el extremo este de la isla, se alzaba una segunda estructura similar, probablemente un cobertizo para embarcaciones. Me apoyé contra la pared posterior del garaje y escuché, pero no oí nada salvo el sonido uniforme de la lluvia. A través de la hierba, a cubierto tras el edificio, me encaminé hacia el faro.
No lo vi hasta que dejé atrás el garaje. Habían formado un aspa con dos troncos de árbol amarrados, sostenidos a su vez por otro par de troncos que mantenían la cruz en un ángulo de sesenta grados respecto al suelo. Estaba desnudo y tenía los brazos y las piernas sujetos a la madera con alambre. Presentaba muchas magulladuras en la cara y el tronco, así como hinchazón en los brazos, el pecho y las piernas, resultado aparentemente de picaduras. En la tierra, bajo él, se había encharcado la sangre derramada por las heridas de los miembros y el torso. La lluvia bañaba su cuerpo pálido, goteaba de la carne suave de sus brazos y resplandecía en su cráneo desnudo y su rostro blanco y lampiño. Le faltaba una porción de piel del abdomen. Al acercarme a él para comprobar el pulso, noté el cuerpo todavía caliente. El Golem estaba muerto.
Cuando me disponía a marcharme, a mi derecha crujió la grava y apareció la muda. Tenía las botas y los holgados vaqueros embarrados y llevaba un impermeable amarillo, abierto sobre un suéter oscuro. En la mano derecha empuñaba un arma, dirigida al suelo. Aunque hubiese querido, no habría tenido tiempo de esconderme.
Al verme, se detuvo en seco, abrió la boca sin emitir el menor sonido, levantó el brazo y abrió fuego. Me lancé a la izquierda. Junto a mí, el cuerpo del Golem se estremeció al recibir el impacto de la bala en el hombro, cerca de donde poco antes se hallaba mi cabeza. Me arrodillé, apunté y apreté el gatillo. El primer tiro la alcanzó en el cuello, el segundo en el pecho. Giró en redondo, se le enredaron las piernas y se desplomó, descerrajando dos disparos al aire cuando chocó contra el suelo. Sin dejar de encañonarla, corrí hasta ella y, de un puntapié, alejé la Beretta de su mano derecha. La pierna izquierda le temblaba de manera incontrolada. La sangre que manaba de la herida ocultaba las cicatrices del cuello. Me miró, abrió y cerró la boca dos veces con un estertor y murió.
En el anexo situado a mi derecha, una figura distorsionó por un instante el resplandor verde procedente del interior. Una sombra delgada se deslizó al otro lado del cristal y supe instintivamente que el señor Pudd me esperaba dentro. Por fuerza tenía que haber oído los disparos, y sin embargo no había reaccionado. Detrás de mí, la puerta del faro seguía cerrada, pero cuando miré hacia el piso superior, la luz que había encendida un momento antes estaba ahora apagada. Debía ocuparme primero de Pudd, pensé; no lo quería pisándome los talones.
Sin pérdida de tiempo, rozando la hierba mojada con las manos, corrí hacia la puerta del anexo. Tenía un pequeño cristal protegido con tela metálica a la altura de la cara a modo de mirilla, y pasé bajo él agachándome más aún. En la mitad inferior de la puerta vi un cerrojo descorrido, y el candado abierto que pendía de él. Situándome a un lado, acerqué el pie lentamente al resquicio y la empujé.
Sonaron tres detonaciones y el marco de la puerta estalló en una lluvia de astillas y fragmentos de pintura. Metí la pistola por la rendija y disparé cinco veces trazando un arco. A continuación, me abalancé al interior. Aún oía caer cristales cuando, a toda velocidad, me dirigí hacia la pared de la izquierda, pero no hubo más disparos. Rápidamente, expulsé el cargador de la Smith & Wesson y lo sustituí por otro completo sin dejar de recorrer el espacio con la mirada mientras manipulaba el arma.
El hedor era increíble, un fuerte olor a descomposición y excrementos. No había lámpara en el techo ni en las paredes y la única claraboya estaba revestida de gruesas tiras de algodón para impedir la entrada directa del sol. La iluminación procedía de pequeñas bombillas colocadas bajo los anaqueles metálicos de las estanterías, dispuestas en cinco filas a lo ancho de la sala. Cada una tenía cuatro anaqueles, y la coloración verde de la luz se debía a las plantas de las macetas distribuidas junto a las cajas de cristal que ocupaban los estantes. Cada caja o jaula iba provista de un termómetro y un higrómetro, y las bombillas disponían de potenciómetros para reducir la intensidad del calor radiante. Las bombillas estaban parcialmente cubiertas con papel de aluminio para proteger de la luz directa a las arañas e insectos de los terrarios, y las hojas de las plantas atenuaban más aún el resplandor. Las bombillas no tenían potencia suficiente para que su luz penetrase hasta los rincones de la sala más alejados, donde se formaban densas zonas de oscuridad. Allí, en algún lugar, aguardaba Pudd, oculto por las sombras y las plantas.
Oí algo cerca de donde tenía apoyada la mano, un leve golpeteo en el suelo de piedra. Miré a mi izquierda y vi, en un pequeño arco de luz verde, una forma oscura semicircular; su cuerpo medía unos cuatro centímetros de largo y sus afiladas patas otro tanto. Retiré la mano de un tirón instintivamente. La araña se tensó, levantó el primer par de patas y enseñó unas mandíbulas rojizas.
De pronto, y con sorprendente velocidad, enfiló hacia mí sus patas desdibujadas por la rapidez del movimiento y el ritmo del golpeteo cada vez más intenso. Retrocedí, y a pesar de que le lancé una patada y sentí el contacto contra algo blando, siguió aproximándose. Volví a golpear a la araña con la puntera de la bota y salió rodando hacia un rincón de la sala, donde había unas cuantas cajas de cristal vacías apiladas de cualquier manera.
Presa del pánico, me arrastré casi hasta el pasillo entre la primera y la segunda hilera de estanterías. A mi derecha, los fragmentos de cristal reflejaban la luz y en el segundo anaquel permanecían los restos de una caja hecha añicos por mis balas de diez milímetros. En el suelo, entre los cristales, había una tarjeta plastificada que llevaba escritas las palabras Phoneutria nigriventer en elaborada letra negra, y a continuación el nombre común «Araña errante de Brasil». Volví a echar un vistazo en dirección a las sombras hacia donde había salido despedida la agresiva araña marrón y me estremecí.
A mi derecha, en el otro extremo de la sala, oí un roce contra las hojas de una planta y las sombras cambiaron en el techo por un instante. Ahora Pudd sabía dónde estaba. El ruido de mis desesperados puntapiés a la araña lo había alertado. Noté que me temblaba la mano izquierda y la uní a la derecha en torno a la empuñadura del arma. Si no la veía temblar, podría convencerme de que no tenía miedo. Lentamente me acerqué a la segunda fila de estanterías, respiré hondo y me asomé al pasillo.
Estaba vacío. Junto a mi ojo izquierdo, una forma se movió dentro de una caja. De pequeño tamaño, no medía más de tres centímetros en total, y una ancha banda roja le recorría el abdomen a lo largo. En la telaraña que la rodeaba pendían sacos de huevos blancos y esféricos casi tan grandes como la propia araña. La tarjeta rezaba: Latrodectus hasselti, «Araña de dorso rojo». Formando familia, pensé. Enternecedor. Lástima que papá probablemente no viviese para ver el nacimiento.
En la tercera hilera había otras dos cajas rotas, una al lado de la otra. Entre los afilados bordes permanecía inmóvil una larga silueta verde. La mantis parecía mirarme con sus grandes ojos mientras accionaba las mandíbulas en torno a los restos del ocupante de la caja contigua. Unas pequeñas patas marrones se movían débilmente mientras el enorme insecto masticaba. No sentí pena por lo que fuese que la mantis devoraba. Por mí, cuanto antes terminase el aperitivo y se ocupase de algunos de los platos principales que rondaban por el suelo, tanto mejor.
Se me había erizado el vello y tenía que contener el impulso de rascarme la cabeza y el cuello, así que estaba un tanto distraído cuando llegué al siguiente pasillo. Miré a la izquierda y vi al señor Pudd de pie en el extremo opuesto con la pistola en alto. Me arrojé hacia delante y la bala alcanzó la caja de los fusibles junto a la puerta. Se produjo un chisporroteo y se apagaron las luces mientras yo rodaba por el suelo e iba a parar contra la pared. Apoyé la mano en tierra sólo el tiempo que tardé en darme cuenta de que algo blando recorría mi piel. Al instante la levanté y la sacudí, pero no sin sentir antes una dolorosa picadura, como si me clavasen dos agujas. Contrayendo los labios en una expresión de repugnancia, me puse de pie inmediatamente y me examiné la mano a la escasa luz que penetraba por las ventanas. Justo debajo del nudillo del dedo medio empezaba a formarse ya un habón rojo.
A mi derecha, en un par de amplios acuarios de plástico, se movían millares de cuerpos diminutos. Del primer acuario llegaba el estridular de los grillos. El segundo contenía harina de avena y copos de salvado entre los que se movían gorgojos, acompañados de unos cuantos escarabajos negros que ya habían llegado a su fase adulta. A mi izquierda, dispuestos a lo largo de la pared en vitrinas con varios estantes, había filas y más filas de vasos de plástico. Me incliné hacia delante y distinguí una pequeña forma negra y roja en el fondo de cada vaso, con restos de grillos y de fruta en la desagradable tela que se extendía junto a la araña. Allí el olor era especialmente intenso, tanto que empecé a sentir náuseas.
Aquello era el criadero de viudas negras del señor Pudd.
Cuando volví a concentrar la atención en la sala, me zumbaban los oídos a causa de las detonaciones y veía destellos por efecto del fogonazo del arma. En el techo se proyectó una sombra alargada que se alejaba de mí. A través de las hojas distinguí apenas una mancha de color tostado que podía ser la camisa de Pudd y disparé. Oí un gruñido de dolor y ruido de cristales rotos al caer al suelo las cajas vacías de ese rincón. Los cristales crujieron bajo sus pies cuando los pisó. Pudd estaba junto a la pared del fondo, cerca del lugar donde me hallaba yo al principio, y supe qué debía hacer.
Las estanterías no estaban sujetas al suelo de cemento, sino que descansaban sobre trípodes, asegurada sobradamente su estabilidad ante cualquier impacto accidental por el peso mismo del armazón y de las cajas. Olvidando el dolor que se extendía por mi mano y la posibilidad de que el insecto causante todavía anduviese cerca, me agaché, afiancé la espalda contra la pared junto a las ventanas y empujé la estantería con las plantas de los pies. Por un momento pensé que sólo lograría desplazarla por el suelo, pero de pronto la parte superior se ladeó y el pesado armazón comenzó a caer lentamente hasta chocar con estrépito contra la siguiente estantería y crear un efecto dominó; se desplomaron dos, tres, cuatro estanterías en medio de un ruido de cristales rotos y metal chirriante, y por fin el peso acumulado de todas ellas cayó en la última, y oí algo que podía ser la voz de un hombre antes de quedar ahogada en el atronador estruendo final de metal y cristales.
Para entonces yo ya estaba de pie y salté sobre los armazones de las estanterías caídas para evitar cualquier contacto con el suelo. Percibía movimiento por todas partes mientras criaturas depredadoras de múltiples patas corrían y luchaban, cazaban y morían. Llegué a la puerta y la abrí de un empujón. Agradecido, sentí de inmediato la brisa marina y la fría lluvia después del ambiente viciado y del hedor a podredumbre de insectos y de arañas. La puerta se cerró a mis espaldas. Eché el cerrojo y retrocedí. La mano me palpitaba y la hinchazón iba en aumento, pero no me dolía demasiado. Aun así, necesitaría un antídoto, y cuanto antes mejor.
Se oyó movimiento en el interior del criadero. Levanté la pistola y apunté. Un rostro apareció tras la mirilla, y la puerta empezó a sacudirse por las embestidas del señor Pudd. Tenía los ojos desorbitados, uno de ellos ya sanguinolento, y un músculo de una de las mejillas se le contraía en espasmos. Diminutas arañas marrones, no mayores de un centímetro, corrían por su cara y se perdían de vista entre el pelo perseguidas implacablemente por una enorme araña negra de patas esqueléticas. De pronto Pudd abrió la boca y, en las comisuras, asomaron dos patas abriéndose camino entre los labios. Entreví salir de dentro los palpos y el grupo de ojos oscuros de la araña. Desvié la vista por un instante y, cuando miré de nuevo, Pudd había desaparecido.
Oí a mis espaldas un tableteo apagado y, al volverme, vi que la puerta del faro batía suavemente contra el marco. Estaba empapado y empezaba a sentir el frío con desesperación; aun así, me limpié el agua de los ojos y me encaminé hacia el faro.
Al otro lado de la puerta el suelo estaba enlosado y una escalera de caracol de hierro ascendía hacia la parte superior de la estructura. No había pisos entre el lugar donde yo me encontraba y la plataforma abierta en lo alto del faro, en la que un pequeño panel daba acceso a la galería.
A mis pies vi una trampilla abierta. Era de roble macizo guarnecido de hierro y, debajo, unos peldaños de piedra conducían a una mancha de intensa luz amarilla.
Había hallado la entrada a la colmena.
Descendí despacio por la escalera con la pistola apuntada hacia abajo. Daba a un búnker de hormigón, amueblado con sillones y un viejo sofá. En el rincón opuesto había una pequeña mesa de comedor sobre una raída alfombra persa. A mi derecha, un portillo oscilante de dos hojas separaba la estrecha y alargada cocina del salón principal. Del techo colgaban lamparillas de armazón metálica. En un rincón se alzaba una estantería vacía y al pie de ésta, en el suelo, una caja contenía libros y periódicos. Flotaba en el aire un olor a cera abrillantadora. La superficie de la mesa resplandecía, como también los estantes y la encimera del desayuno.
Pero fueron las paredes lo que atrajo mi atención: todo el espacio disponible, hasta el último centímetro de un rincón al otro, desde el techo hasta el suelo, estaba cubierto de ilustraciones. Incluían representaciones de la muerte a lomos de un caballo negro al estilo de Kohn; imágenes de víctimas de la guerra inspiradas en Dix y Goerg; ciudades desmoronándose en un furor de rojos y amarillos como los paisajes apocalípticos de Meidner. Se superponían entre sí desdibujándose en verdes y azules en los contornos allí donde se mezclaban los pigmentos. Las imágenes tomadas de un artista reaparecían en la obra de otro, fuera de contexto y a la vez parte de la visión global. Uno de los demonios de Goerg se abalanzaba sobre la muchedumbre que huía de la destrucción de Meidner; el caballo de Kohn vagaba entre los cadáveres del campo de batalla de Dix.
No era extraño que los hijos de Faulkner acabasen perturbados.
La habitación siguiente presentaba una decoración análoga, aunque aquí las imágenes eran de origen medieval y mucho más recargadas. Esta habitación, con el suelo de linóleo, era mayor que la contigua y estaba dividida por una mampara de listones con una cama de matrimonio a cada lado. Completaban el mobiliario unos toscos estantes con libros y revistas y dos armarios. En un rincón unas puertas corredizas de cristal separaban de la habitación un pequeño plato de ducha y un inodoro. La única iluminación procedía de una lamparilla colocada sobre una mesa de noche. Cerca de mí, vi dos cajas de cartón llenas de ropa de mujer y una maleta con unos cuantos trajes y chaquetas de hombre. Todas las prendas parecían de dos décadas atrás por lo menos. Habían quitado las sábanas de las camas y formado dos fardos con ellas. En un rincón había una aspiradora, y al lado se hallaba la bolsa del polvo extraída. Daba la impresión de que estaban eliminando todo rastro de los ocupantes del búnker.
Una puerta entreabierta daba a la tercera habitación. Me detuve al oír un sonido procedente del interior, un ruido parecido a un tintineo de cadenas. El aire olía a sangre. No percibí movimiento alguno cerca de la puerta. Me llegó de nuevo el roce de metal contra metal. Empujé la puerta con el pie y me puse a cubierto tras la pared, esperando disparos. No los hubo. Aguardé unos segundo más antes de echar un vistazo adentro.
En el centro, sobre el suelo de piedra, se alzaba un tajo de carnicero apoyado en cuatro gruesas patas. Tenía sangre seca en los bordes. Más allá, adosada a la pared del fondo, se extendía una mesa de acero inoxidable con un lavabo acoplado y un tubo de desagüe que descendía desde el sumidero hasta un recipiente metálico herméticamente cerrado. En la mesa había instrumentos quirúrgicos, algunos utilizados hacía poco. Vi una sierra para huesos y dos bisturís con las hojas ensangrentadas. Detrás, una cuchilla de carnicero colgaba de un gancho en la pared. La habitación entera apestaba a carne.
No vi a Ángel hasta que entré. Estaba desnudo y esposado a una barra de metal embutida en la pared encima de una bañera de hierro. Medio derecho, medio arrodillado en la bañera, tenía los costados manchados de sangre ya pardusca. Colgaba vuelto hacia mí, amordazado con esparadrapo. Tenía el rostro veteado de sangre y sudor y los ojos entreabiertos. Cuando me acerqué a él, los cerró por un instante y emitió un leve gimoteo, ahogado por la mordaza. Presentaba magulladuras en la cara y una larga herida en la pierna derecha; parecía una cuchillada y la habían dejado sangrar.
Me disponía a rodearle la espalda con el brazo para sujetarlo antes de liberarlo cuando el gimoteo subió de intensidad. Retrocedí y giré su cuerpo lentamente. Le habían extraído de la espalda una sección de piel de unos treinta por treinta centímetros, y la carne viva palpitaba con un color rojo encendido. La sangre se había encharcado y secado a sus pies. Mientras miraba con asombro la herida, Ángel empezó a sollozar y le temblaron las piernas. Encontré las llaves de las esposas colgadas de un gancho. Sosteniéndolo por la cintura, lo solté, y todo su peso se desplomó en mis brazos mientras lo sacaba de la bañera y lo dejaba de rodillas en el suelo. Le arranqué el esparadrapo con la mayor delicadeza posible; luego tomé un tazón de plástico de un estante y, al abrir el grifo del lavabo para llenarlo, el agua arrastró la sangre hacia el sumidero en un remolino. Ángel aceptó el tazón y bebió con avidez, derramándosele el agua por la barbilla y el pecho.
– Dame el pantalón -fueron sus primeras palabras.
– ¿Quién ha hecho esto, Ángel?
– Por favor, dame el pantalón, maldita sea.
Su ropa estaba apilada junto a la bañera. Busqué sus chinos y lo ayudé a ponérselos mientras él, sentado en el suelo, se apoyaba como podía en los brazos debilitados para evitar el contacto de la espalda con la pared.
– El viejo -dijo mientras le subía el pantalón hasta la cintura. La tela se adhirió de inmediato a la herida de la pierna y una mancha roja se extendió por ella. Contraía la cara de dolor y tenía que apretar los dientes para reprimir un grito cada vez que se movía-. Fuera se han oído disparos, y cuando me he vuelto, él ya había desaparecido por aquella escalera. Ha dejado el horno abierto. Puede que yo necesite lo que hay dentro.
Señaló detrás de mí, hacia una caja de acero con un control de temperatura en lo alto colocada contra la pared. En el interior pendía una fina lámina de lo que podría haber sido papel, en el supuesto de que el papel sangrase. Apagué el secador y cerré la puerta con el pie.
– ¿Te has tropezado con los otros dos? -preguntó.
Asentí con la cabeza.
– Son sus hijos, Bird.
– Lo sé.
– ¡Vaya una familia de mierda! -Casi sonrió-. ¿Los has matado?
– Diría que sí.
– ¿Qué significa eso?
– La mujer está muerta. Al señor Pudd se lo he echado como alimento a sus animales de compañía.
Dejé a Ángel y me acerqué a una escalera que ascendía desde una puerta pequeña al fondo de la habitación. A la izquierda del primer peldaño había una habitación con otra cama y un crucifijo colgado del techo. Allí las paredes estaban cubiertas de estantes combados por el peso de los libros. Habían retirado ya algunos como parte de los preparativos para la huida, pero muchos seguían en su sitio; la llegada de Ángel debía de haber inducido a Faulkner a reajustar sus prioridades. Dudaba que hasta ese momento hubiese dispuesto de muchos sujetos vivos con quienes practicar. Contra la pared había un banco de trabajo y, en él, un estuche metálico con tintas, estilográficas, cuchillos y plumines cuidadosamente colocados. En un hueco, frente al dormitorio, zumbaba un generador.
Cuando regresé a la sala de preparación de Faulkner, Ángel había logrado levantarse y se apoyaba en la pared con las manos, un poco encorvado, la pierna herida en alto. La espalda había empezado a sangrarle otra vez.
– ¿Crees que lo conseguirás?
Asintió con la cabeza. Le ayudé a pasarme el brazo izquierdo por encima de los hombros y lo sujeté con cuidado por la cintura. Muy despacio, y con el dolor claramente grabado en el rostro, subió por los peldaños de piedra. Cuando estaba casi arriba, resbaló y se golpeó la espalda contra la pared. Dejó en ella una mancha de vivo color rojo a la vez que perdía el conocimiento, y tuve que cargar con él el resto del camino. La escalera terminaba en un hueco donde había una puerta de acero abierta. El viento agitaba una gruesa lámina de plástico extendida en el suelo junto a ésta. Al lado, un cuerpo yacía enrollado en una segunda lámina manchada de sangre por dentro. Parte de la cara de Voisine quedaba a la vista. Recordé el enojo de Pudd por las heridas infligidas por Ángel a su acompañante; por lo visto, Voisine había muerto a causa de ellas.
Ángel volvió en sí cuando lo tendí boca abajo en el suelo. Saqué la pistola calibre 38 de la funda y se la coloqué en la mano.
– Mataste a Voisine.
Fijó la mirada en mí con los ojos empañados.
– Bravo. ¿Podré mearme en su tumba?
– Haré unas cuantas llamadas y veré qué puede hacerse.
– ¿Adónde vas?
– A buscar a Faulkner.
– Si lo encuentras, dale saludos de mi parte antes de matarlo.
Llovía sin cesar y la tierra se había convertido en barro cuando pisé la hierba con cautela. A unos quince metros detrás de mí la muda continuaba donde había caído y no llegaba el menor sonido del interior del criadero de arañas del señor Pudd. El faro se alzaba a mis espaldas, y frente a mí una pendiente cubierta de hierba descendía hasta el cobertizo para botes. Allí, en una cala protegida del viento, había un malecón flotante. La puerta del cobertizo estaba abierta y un bote se mecía al pie de la rampa de hormigón. Era una pequeña motora Cape Craft con un fueraborda Evinrude. Una silueta, de pie en la cubierta, echaba gasoil en el depósito del motor. La lluvia caía sobre su cabeza descubierta, sobre el cabello largo y blanco que se le pegaba a la cara y los hombros, sobre el abrigo negro y los zapatos negros de piel. Debió de presentir que me acercaba, ya que alzó la vista, derramando el gasoil en la cubierta al perder la concentración.
Y sonrió.
– Hola, pecador -dijo el reverendo Faulkner.
Se llevó la mano al revólver que llevaba al cinto y disparé una vez. Se tambaleó hacia atrás y la lata de gasoil se le cayó de las manos. El brazo derecho destrozado le colgaba ahora inerte al costado y el arma, resbalando de sus dedos, fue a parar a la cubierta del bote; sin embargo, la sonrisa permaneció en su boca, un tanto trémula a causa del dolor de la herida. Disparé otras dos veces y agujereé el fueraborda. El gasoil brotó del depósito perforado.
Medía, calculé, alrededor de un metro ochenta. Tenía los dedos blancos y afilados, la tez pálida y las facciones alargadas. A la luz de la cabina, sus ojos eran de un azul oscuro e intenso, casi negro. Con una nariz extraordinariamente larga y delgada y unos labios muy finos, casi inexistentes, la boca parecía empezar allí donde acababan los orificios nasales. Tenía el cuello esquelético y estriado, y los pliegues de carne flácida colgaban bajo su mentón como una carúncula.
A mis pies vi una maltrecha mochila impermeable de emergencia y le di un puntapié.
– ¿Va a alguna parte, reverendo? -pregunté.
Pasó por alto la pregunta.
– ¿Cómo nos ha encontrado, pecador?
– El Viajante me guió hasta aquí.
El viejo movió la cabeza.
– Un individuo interesante. Lo lamenté cuando le mató.
– Fue usted el único. Su hija ha muerto, reverendo, y su hijo también. Todo ha terminado.
El viejo escupió al mar y miró por encima de mi hombro hacia donde la mujer yacía muerta bajo la lluvia. No reveló emoción alguna.
– Baje del bote. Será juzgado por las muertes de sus feligreses, por los homicidios de Jack Mercier y su esposa y amigos, por los asesinatos de Curtis y Grace Peltier. Va a rendir cuentas por todos ellos.
Negó con la cabeza.
– No he de rendir cuentas de nada. El Señor no envió demonios a matar a los primogénitos de Egipto, señor Parker; envió ángeles. Nosotros éramos los ángeles encargados de llevar a cabo la obra del Señor, de segar pecadores.
– Matar a mujeres y a niños no parece obra de Dios.
La sangre goteaba de sus dedos en las tablas del bote. Con cuidado levantó el brazo herido, aparentemente ajeno al dolor, y me mostró la sangre de la mano.
– Pero el Señor mata a mujeres y a niños cada día -replicó-. Se llevó a su mujer y a su hija. Si hubiese creído que eran dignas de salvación, seguirían vivas.
Tensé la mano alrededor del arma y noté que se desplazaba ligeramente el gatillo.
– A mi mujer y a mi hija no las mató Dios. Se ensañó con ellas un hombre, un hombre enfermo y violento alentado por usted.
– No necesitaba mi aliento. Requería sólo un marco para sus ideales, una dimensión más amplia. -Calló por un momento y, ladeando la cabeza, pareció examinarme. Por fin preguntó-: Los ve, ¿verdad?
No contesté.
– ¿Cree que es usted el único? -Volvió a sonreír-. Yo también los veo. Hablan conmigo. Me cuentan cosas. Están esperándole, pecador, todos ellos. ¿Piensa que todo acabó con sus muertes? No es así: están esperándole. -Se inclinó hacia mí en actitud de complicidad-. Y mientras esperan, se folian a su puta -dijo entre dientes-. Se folian a sus dos putas.
Me bastaba la presión de un dedo para matarlo. Cuando exhalé y sentí cómo el gatillo se desplazaba hacia delante, casi pareció decepcionado.
– Es un embustero, Faulkner -respondí-. Dondequiera que estén mi mujer y mi hija, se encuentran a salvo de usted y de los de su clase. Ahora, por última vez, baje del bote.
No hizo ademán de moverse.
– No me juzgará ningún tribunal de este mundo, pecador. Dios será mi juez.
– Algún día -contesté.
– Adiós, pecador -dijo el reverendo Faulkner, y algo me golpeó con fuerza en la espalda.
Caí de rodillas, y un zapato marrón me pisó los dedos. La pistola se disparó en dirección al malecón antes de que la alejasen de mí de un puntapié y fuese a parar al mar. A continuación, pareció precipitarse sobre mí un peso enorme y me encontré con la cara hundida en el barro. Tenía unas rodillas sobre la espalda, obligándome a expulsar el aire de los pulmones, y la boca y la nariz se me llenaban de tierra. Afiancé las puntas de los pies en el terreno blando y empujé contra el suelo con el brazo izquierdo a la vez que lanzaba hacia atrás el puño derecho. Sentí que el golpe daba en el blanco y se reducía un poco el peso sobre mi espalda. Intenté apartarlo por completo a la vez que me volvía, pero recibí un fuerte rodillazo en la entrepierna y unas manos se cerraron en torno a mi cuello. Tendido de espaldas, me encontré mirando la cara del infierno.
El señor Pudd tenía el rostro tumefacto por las picaduras de araña. Los labios enormes y amoratados parecían rellenos de colágeno. La hinchazón casi le taponaba las ventanas nasales, y se veía obligado a respirar trabajosamente por la boca, con la lengua dilatada colgando entre los dientes. Tenía un ojo casi cerrado y el otro había crecido hasta el doble de su tamaño original, de modo que parecía a punto de reventar. Presentaba una coloración grisácea, roja por la sangre allí donde se le habían roto los capilares. Hebras plateadas de telaraña se mezclaban con su pelo y una araña negra, atrapada entre el cuello de la camisa y su garganta túmida, agitaba las patas en vano mientras le picaba. Le golpeé los brazos pero no me soltó. Sangre y saliva rezumaban de su boca y le resbalaban por el mentón. Alargué el brazo derecho y le hinqué los dedos en la cara, intentando alcanzar el ojo herido.
Detrás, oí arrancar el motor del bote, y Pudd cambió la posición de las manos para tratar de aplastarme la nuez con los pulgares. Al sentir aumentar la presión en mi cabeza por el gradual estrechamiento de la traquea, le arañé las manos. Resoplando, el fueraborda se apartó del malecón, pero en ese momento poco me importaba. En mis oídos resonaba el fragor de mi propia cabeza y el salivoso jadeo del hombre que pretendía matarme. Sentí quemazón detrás de los ojos y un hormigueo que se propagaba desde los dedos. Desesperado, le clavé las uñas en el rostro, pero perdía ya la sensibilidad en las manos y se me nublaba la vista.
De pronto a Pudd le estalló la tapa de los sesos y me salpicó una lluvia de sangre y materia gris. Permaneció erguido por un momento, con la mandíbula distendida y sangrando a borbotones por la nariz y la boca, y luego se desplomó de costado sobre el barro. Al desaparecer la presión de mi garganta, tomé aire dando estertóreas y dolorosas bocanadas a la vez que, a patadas, apartaba de mí el cuerpo de Pudd. Me puse de rodillas y escupí tierra.
En lo alto de la pendiente de hierba, Ángel, tendido boca abajo, empuñaba la pistola calibre 38 con la mano derecha ante él y sostenía la lámina de plástico con la izquierda para protegerse la espalda herida. Al tomar nuevamente conciencia del sonido de la motora alejándose en las aguas picadas y oscuras, miré hacia el mar. Estaba sólo a diez o quince metros de la orilla, con la espuma blanca arremolinándose ante la proa y Faulkner de pie al timón, su cara pálida contraída de rabia y de dolor.
El motor petardeó y se apagó.
Nos hallábamos cara a cara separados por las olas, mientras la lluvia caía sobre nuestras cabezas, sobre los cadáveres que yacían detrás de mí, sobre las aguas oscuras de la bahía.
– Veré tu condenación, pecador.
Levantó el revólver con la mano izquierda y disparó. El primero fue un tiro a bulto, e impactó en las rocas detrás de mí con un gemido. Se balanceó ligeramente con el movimiento del bote, apuntó y disparó otra vez. En esta ocasión noté el tirón de la bala en la manga del abrigo pero no me hirió; traspasó la lana, dejando sólo un leve olor a quemado en su estela. Los dos siguientes disparos silbaron en el aire húmedo cerca de mi cabeza mientras, arrodillado, abría la mochila de emergencia.
El lanzabengalas era un Helly-Hanson, y me complació sentir su peso en la mano. Me acordé de Grace y de Curtis, y del parche de cinta adhesiva negra que cubría el ojo destrozado de James Jessop. Me acordé de Susan, de su belleza el día que nos conocimos, del olor a pacanas en su aliento. Me acordé de Jennifer, del contacto de su pelo rubio al rozar con el mío, del sonido de su respiración cuando dormía.
Volvió a disparar, esta vez errando el tiro por más de un metro. Apunté hacia las olas e imaginé el resplandor incandescente que se propagaba por el agua mientras la bengala surcaba la superficie; el fogonazo de colores rosa y azul al prenderse el gasoil, surgiendo de las olas y avanzando hacia el hombre del revólver; la explosión del fueraborda y las llamas que se extendían por la cubierta y engullían aquella figura. El calor me chamuscaría la cara mientras el mar se iluminaría de rojo y oro, y el viejo viajaría, envuelto en fuego, de este mundo al otro.
Tensé el dedo en el gatillo.
Oí un chasquido.
Sobre las olas, Faulkner se mecía ligeramente cuando el percutor golpeó la recámara vacía del revólver. Intentó disparar una vez más.
Otro chasquido.
Me acerqué al agua y levanté el lanzabengalas. Oí de nuevo aquel sonido hueco, pero el viejo no parecía notarlo ni darle importancia. El cañón de su arma seguía mis movimientos, como si a cada gatillazo el revólver vacío arrojase una andanada de plomo que me traspasase y me condujese, centímetro a centímetro, a la muerte.
Otro chasquido.
Por un instante, mantuve el lanzabengalas apuntado hacia él, su ancha boca centrada en el cuerpo del viejo, y vi satisfacción en su rostro. Moriría, pero con su aniquilación yo me condenaría, y me convertiría en alguien como él.
Otro chasquido.
Entonces alcé el cañón hasta que el arma quedó por encima de mi cabeza, apuntada al cielo.
– ¡No! -gritó Faulkner-. ¡No!
Apreté el gatillo y la bengala se elevó proyectando una luz intensa sobre las oscuras olas, transformando la lluvia en plata y oro, y el viejo vociferó colérico mientras una nueva estrella nacía en el vacío.
Me aproximé a Ángel. Una mancha de sangre se extendía por todo lo ancho del protector de plástico, que se había caído sobre la herida. Con cuidado, lo levanté para que no se adhiriese. Aún tenía la pistola en la mano y los ojos abiertos, la mirada fija en la figura sobre el agua.
– Debería haber ardido -dijo.
– Arderá -contesté. Y lo sostuve entre los brazos hasta que vinieron a buscarnos.
EN BUSCA DEL SANTUARIO
Extracto de la tesis doctoral de Grace Peltier
«La verdad existe», escribió el pintor Georges Braque. «Sólo las mentiras se inventan.» En algún lugar, la verdad sobre los Baptistas de Aroostook espera a ser descubierta y escrita por fin. Yo sólo he intentado proporcionar un contexto a lo que ocurrió: las esperanzas que inspiraron la empresa, las emociones que la minaron y las acciones finales que acabaron con ella.
En agosto de 1964 se enviaron cartas a los parientes de cada una de las familias que se habían unido a Faulkner más de un año antes. Cada carta fue escrita por el padre o la madre de la familia en cuestión. Lyall Kellog escribió la carta de su familia; tenía matasellos de Fairbanks, Alaska. La carta de Katherine Cornish procedía de Johnstown, Pennsylvania; la de Frida Perrson de Rochester, Minnesota, y la de Frank Jessop, que aseguró a su familia que su esposa y sus hijos estaban bien, de Porterville, California. Las cartas, todas sin fechar, mandaban saludos y se limitaban a anunciar que los Baptistas de Aroostook se habían disgregado y las familias implicadas habían decidido difundir al mundo el mensaje del reverendo Faulkner como los antiguos misioneros. Pocos de los parientes sentían especial interés. Sólo Lena Myers, la hermana de Elizabeth Jessop, persistió en la creencia de que quizá le había ocurrido algo a su hermana y a la familia de ésta. En 1969, con la autorización del propietario de las tierras, contrató a una constructora privada para excavar partes de la finca de la comunidad de Eagle Lake. La búsqueda no dio resultado. En 1970, Lena Myers murió como consecuencia de las heridas sufridas al ser atropellada por un conductor que se dio a la fuga en Kennebec, Maine. Nunca se ha procesado a nadie en relación con su muerte.
No se ha encontrado el menor rastro de las familias en ninguna de las localidades de donde partieron las cartas. Sus nombres no constan en ningún registro. No se han localizado descendientes. Ninguna volvió a dar señales de vida.
Con toda certeza, la verdad sigue enterrada.