Tercera parte

A la legión de los perdidos, a la cohorte de los condenados.

Rudyard Kipling, «Caballeros y soldados»


17

A la mañana siguiente desperté con una palpitación en el dorso de la mano, recordatorio de mi encuentro con Deborah Mercier. Ya no trabajaba para su marido, pero aún tenía llamadas pendientes. Telefoneé una vez más a Buntz en Boston, que me aseguró que Rachel estaba sana y salva, antes de ponerme en contacto con el Departamento de Policía de Portland.

Quería ver el lugar donde habían sido enterrados los Baptistas de Aroostook. Se me podía acusar, supuse, de curiosidad morbosa, pero no era sólo eso; todo lo que había ocurrido -todas las muertes, todas esas historias familiares contaminadas- estaba vinculado a esas almas extraviadas. El lugar de St. Froid donde se habían enterrado era el epicentro de una serie de ondas expansivas que habían afectado a varias generaciones de vidas, incidiendo incluso en aquellos que no tenían relación consanguínea con las personas sepultadas bajo aquella tierra fría y húmeda. Había unido a los Peltier y a los Mercier, y esa unión había encontrado expresión definitiva en Grace.

Me asaltó una visión de ella, asustada y triste, en Higgins Beach mientras un joven egoísta lanzaba piedras al agua preocupado sólo por las oportunidades que perdería si era padre a tan temprana edad. Le eché la culpa a ella, lo sabía: por desearme, por permitirme estar con ella, por dejarme penetrarla. Mientras las piedras caían, me hundí con ellas, descendiendo lentamente hasta el lecho marino, donde el embate de las olas ahogaba la voz de Grace, y el sonido de su llanto y el mundo adulto, con sus tormentos y traiciones, se desdibujaba en una mancha verde azulada.

Ya por entonces ella debía de conocer el pasado de su familia. Quizá sentía cierta afinidad con Elizabeth Jessop, que muchos años antes había partido hacia una nueva existencia y nunca se la volvió a ver. Grace era una romántica, y pienso que habría deseado creer que Elizabeth había encontrado el paraíso terrenal que buscaba, que de algún modo había rehecho su vida, aislándose del pasado con la esperanza de poder empezar de cero. Salvo que en su interior una voz susurraba que Elizabeth estaba muerta: Ali Wynn me lo había dicho.

Luego Deborah Mercier sembró en Grace la idea de que Faulkner quizás estuviese vivo aún, y que por mediación de él podía revelarse la verdad sobre la desaparición de Elizabeth Jessop. Casi con toda seguridad, Grace se dirigió entonces a Carter Paragon, quien, debido a su propia debilidad y a la venta de un Apocalipsis creado recientemente por Faulkner, había sacado a la luz la posible supervivencia del predicador. Después de esa entrevista, alguien asesinó a Grace y se apropió de sus notas y de otro objeto. Ese segundo objeto, sospeché, era otro Apocalipsis que de algún modo había llegado a manos de Grace. Para averiguar cómo había ocurrido, tendría que volver a presionar a los Becker por si su hija Marcy podía ayudarme a atar los cabos sueltos. Eso lo dejaría para el día siguiente, ya que de momento tenía por delante a Paragon y el lago St. Froid, así como otra visita que había preferido no mencionar a Ángel y a Louis.

Por lo general, los detectives privados no tienen acceso al lugar de un crimen, excepto cuando son los primeros en llegar. Ésta era la segunda vez en menos de dieciocho meses que pedía ayuda a Ellis Howard, el subjefe de la Brigada de Investigación del Departamento de Policía de Portland, para transgredir un poco las normas. Durante un tiempo, Ellis había intentado convencerme para que me uniera a la brigada, hasta que los acontecimientos de Dark Hollow se confabularon para inducirlo a reconsiderar la proposición.

– ¿Por qué? -me preguntó cuando le telefoneé y accedió por fin a atender mi llamada-. ¿Por qué habría de hacerlo?

– Ni siquiera me saludas.

– Hola. ¿Por qué? ¿Qué interés tienes en esto?

No le mentí.

– Grace y Curtis Peltier.

Al otro lado de la línea se produjo un silencio mientras Ellis repasaba la lista de posibles permutaciones sin llegar a ninguna conclusión.

– No veo la relación.

– Eran parientes de Elizabeth Jessop, una de las Baptistas de Aroostook. -Decidí no mencionar el otro lazo de sangre por parte de Jack Mercier-. Antes de morir, Grace estaba preparando una tesis sobre la historia del grupo.

– ¿Por eso murió Curtis Peltier en la bañera?

Ése era el problema de negociar con Ellis; al final, siempre hacía preguntas espinosas. Traté de concebir la respuesta más nebulosa posible en un esfuerzo por oscurecer la verdad en lugar de mentir descaradamente. Tarde o temprano, como yo bien sabía, las mentiras que estaba diciendo, tanto directas como por omisión, vendrían a perseguirme. Tenía la esperanza de que, llegado ese momento, hubiese acumulado ya información suficiente para salvar el pellejo.

– Al parecer, alguien pensó que Curtis Peltier sabía más de lo que sabía -dije.

– ¿Y quién podría ser esa persona, en tu opinión?

– No sé nada de él salvo el nombre -contesté-. Se hace llamar señor Pudd. Intentó disuadirme de seguir investigando las circunstancias de la muerte de Grace Peltier. También puede estar relacionado con el asesinato de Lester Bargus y Al Z en Boston. Norman Boone, del ATF, tiene más detalles por si quieres hablar con él.

Había excluido el nombre de Curtis Peltier de mi conversación con Boone, pero ahora Curtis estaba muerto y yo no sabía con certeza en qué medida seguía en deuda de confidencialidad con Jack Mercier. La presión para revelar los verdaderos vínculos con la Hermandad crecía por momentos. Estaba mintiéndole a la gente, ocultando posibles pruebas de una conspiración, y ni siquiera tenía muy claro por qué. En parte se debía probablemente al deseo romántico de compensar el pequeño dolor que en la adolescencia había causado a Grace Peltier, un dolor que casi con toda certeza ella había olvidado hacía mucho tiempo. Pero también era consciente del peligro que corría Marcy Becker, y de que Lutz, un policía, guardaba algún tipo de relación con la muerte de la amiga de Marcy. Carecía de pruebas de la implicación de Lutz, pero si contaba a Ellis o a cualquier otra persona lo que sabía, me vería obligado a revelar la existencia de Marcy. Y si lo hacía, sería como firmar su sentencia de muerte

– ¿Trabajabas para Curtis Peltier? -preguntó Ellis interrumpiendo mis pensamientos.

– Sí.

– ¿Investigabas la muerte de su hija?

– Así es.

– Pensaba que ya no te dedicabas a esa clase de trabajos.

– Grace era amiga mía.

– Gilipolleces.

– Eh, yo también tengo amigos.

– No muchos, juraría. ¿Qué averiguaste?

– Poca cosa. Creo que antes de morir habló con Carter Paragon, el fulano que dirige la Hermandad, pero la ayudante de Paragon lo niega.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo.

– ¿Y por eso te pagan un buen dinero?

– A veces.

Suavizó un poco el tono de voz.

– La investigación sobre la muerte de Grace Peltier ha sido… reactivada desde el asesinato de su padre. Trabajamos en colaboración con la policía del estado para evaluar los posibles vínculos.

– ¿Quién es el enlace de la BIC del estado?

Oí movimiento de papeles.

– Lutz -respondió Ellis-. John Lutz, de Machias. Si sabes algo sobre la muerte de Grace Peltier, seguro que le gustaría hablar contigo.

– Sí, no lo dudo.

– ¿Y ahora quieres examinar la fosa común en el norte de Maine?

– Sólo quiero ir a ver el lugar. No quiero hacer todo el viaje hasta allí para que un cortés agente de la policía del estado me obligue a dar media vuelta a dos kilómetros del lago.

Ellis dejó escapar un largo suspiro.

– Haré una llamada. No te prometo nada. Pero… -Sabía que habría un «pero»-. Cuando vuelvas -continuó Ellis-, quiero que hables conmigo. Todo lo que me digas será tratado confidencialmente, te lo garantizo.

Accedí. Ellis era un hombre de honor, y yo deseaba ayudarle en la medida de mis posibilidades. Simplemente no sabía cuál era esa medida sin llegar al punto de echarlo todo a perder.

Tenía que hacer un alto en el camino antes de viajar al norte, un paso atrás en mi propio pasado y mis propios sentimientos. Tenía que visitar la Colonia.


El acceso a la comunidad conocida como la Colonia era poco más o menos tal como lo recordaba. Desde South Portland me dirigí al oeste pasando por Westbrook, White Rock y Little Falls, hasta encontrarme ante el lago Sebago. Seguí la orilla hasta el propio pueblo de Sebago Lake y luego tomé hacia el noroeste por Richville Road hasta el desvío de Smith Hill Road. Había agua a ambos lados de la carretera, y las afiladas copas de las coníferas se reflejaban en el pantanal inundado. Los corazones de virgen y los lirios de agua desplegaban sus hojas y los cornejos florecían en la tierra húmeda. Más adelante, la carretera estaba alfombrada de semillas de abedul que habían caído de las piñas secas. Finalmente la carretera quedó reducida a poco más que un camino de tierra, dos roderas idénticas con hierba en medio, hasta perderse en una arboleda unos cien metros más allá. Nada indicaba qué había detrás de los árboles, excepto un pequeño cartel de madera a un lado del camino que tenía grabadas una cruz y dos manos juntas y ahuecadas.

En mis horas más bajas, después de la muerte de Susan y Jennifer, pasé una temporada en la Colonia. Sus miembros me encontraron hecho un ovillo ante la puerta tapiada de una tienda de electrónica de Congress Street, apestando a alcohol y desesperación. Me ofrecieron cama para esa noche; luego me subieron a la parte trasera de una furgoneta y me llevaron a la comunidad.

Pasé con ellos seis semanas. Acogían a otros como yo. Algunos eran alcohólicos o drogadictos. Otros eran hombres que simplemente habían perdido el rumbo y se habían visto rechazados por familiares y amigos. Habían llegado a la comunidad por iniciativa propia, o los había enviado alguien que aún se preocupaba por ellos. En algunos casos, como el mío, la comunidad los había encontrado y les había tendido una mano. Todos eran libres de marcharse en cualquier momento, sin reproches; pero mientras formaban parte de la comunidad debían atenerse a las reglas. No se permitía el consumo de alcohol o drogas ni la actividad sexual. Todos trabajaban. Todos contribuían al bien de la comunidad. Nos reuníamos a diario para lo que podía describirse como el momento de oración, pero éste se acercaba más a la meditación, a la reconciliación con nuestros propios defectos y los defectos de los demás. De vez en cuando consejeros externos a la comunidad se unían a nosotros para facilitarnos la labor o para ofrecer apoyo y asesoría especializada a quienes lo necesitaban. Pero sobre todo nos escuchábamos y nos ayudábamos mutuamente, auxiliados por los fundadores de la comunidad, Doug y Amy Greaves. La única presión para permanecer allí procedía de otros miembros; se dejaba muy claro que no sólo estábamos allí para ayudarnos a nosotros mismos sino también, mediante nuestra presencia, para ayudar a nuestros hermanos.

Volviendo la vista atrás, pienso que aún no estaba preparado para lo que la Colonia tenía que ofrecer. Cuando me marché, el hombre confuso y propenso a la autocompasión que era al principio había dado paso a un hombre con un propósito, con un objetivo claro: encontraría al asesino de Susan y Jennifer y lo mataría. Y al final hice eso mismo. Maté al Viajante. Lo maté y destruí a todo aquel que intentó interponerse en mi camino.

Al cruzar la arboleda apareció la casa. Tenía las paredes enjalbegadas y cerca había graneros y depósitos, también blancos, y establos convertidos en dormitorios. Pasaban de las nueve de la mañana y los miembros de la comunidad ya habían emprendido sus tareas cotidianas. A mi derecha, un hombre negro recogía huevos en el gallinero, y más allá vi moverse unas siluetas en los pequeños invernaderos. El zumbido de una sierra circular me llegó de uno de los graneros, donde aquellos con la destreza necesaria ayudaban a fabricar los muebles, los candelabros y los juguetes que se vendían para contribuir a la financiación de las actividades de la comunidad. El resto del dinero procedía principalmente de donativos privados, en parte de quienes á lo largó de los años habían cruzado las puertas de la Colonia y, al hacerlo, habían dado los primeros pasos hacia la reconstrucción de su vida. Yo les había mandado lo que había estado a mi alcance, y había escrito a Amy una o dos veces. Pero no había regresado a la comunidad desde el día en que le volví la espalda.

Cuando me acercaba a la casa, apareció en el porche una mujer. Era de baja estatura, no mucho más de un metro cincuenta, con el cabello largo y canoso parcialmente recogido. Sus anchos hombros se perdían bajo una holgada sudadera, y los dobladillos deshilachados de sus vaqueros casi ocultaban las zapatillas. Me observó mientras me apeaba del coche. Al aproximarme a ella, una sonrisa apareció de pronto en su rostro. De inmediato bajó al jardín para abrazarme.

– Charlie Parker -dijo Amy con cierto asombro. Me estrechó entre sus fuertes brazos y percibí el aroma a manzanas de su cabello. Retrocedió y me examinó con detenimiento hasta fijar su mirada en la mía. A su cara asomó todo lo que estaba pensando, y en el movimiento de sus facciones me pareció ver representados los sucesos de los últimos dos años y medio. Cuando por fin apartó la vista, se advirtió en su mirada el choque entre la preocupación y el alivio.

Me tomó de la mano, subimos al porche y entramos en la casa. Me guió hasta una silla junto a la larga mesa comunal del desayuno y a continuación desapareció en la cocina para volver con una taza de café descafeinado para mí y un té a la menta para ella.

Y durante una hora hablamos de mi vida desde que dejé la comunidad, se lo conté casi todo. Al este, la tierra anegada chispeaba bajo el sol de la mañana. De vez en cuando pasaba algún que otro hombre junto a la ventana y saludaba con la mano. Advertí que uno parecía andar con dificultad. El vientre le colgaba sobre el cinturón y, a pesar del frío, su cuerpo brillaba por el sudor. Le temblaban las manos descontroladamente. Supuse que no llevaba en la Colonia más de uno o dos días, y la abstinencia atormentaba su organismo.

– Un recién llegado -comenté cuando por fin acabé de desahogarme con ella. La cabeza me daba vueltas, con una sensación de euforia y profundo dolor a la vez.

– Tú eras así en otro tiempo -dijo Amy.

– ¿Un alcohólico?

– Nunca fuiste alcohólico.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por la manera como lo dejaste -contestó-. Por la razón que te llevó a dejarlo. ¿Piensas en la bebida?

– A veces.

– Pero ¿lo haces acaso todos los días, a todas horas todos los días?

– No.

– Entonces tú mismo has respondido a tu propia pregunta. Para ti la bebida era sólo una forma de llenar un vacío en tu interior, y te habría servido cualquier cosa: el sexo, las drogas, correr maratones. Cuando te fuiste de aquí, simplemente sustituiste el alcohol por otra cosa. Encontraste otro modo de llenar ese vacío. Encontraste la violencia y la venganza.

Amy no era una persona propensa a dorar la píldora. Ella y su marido habían construido una comunidad basada en la importancia de la honestidad absoluta: con uno mismo y, a partir de ahí, con los demás.

– ¿Te crees con derecho a arrebatar vidas, a juzgar a los demás y a declararlos culpables?

En sus palabras oí el eco de los comentarios de Al Z. No me gustó.

– No tuve elección -contesté.

– Siempre hay elección.

– En su momento a mí no me lo pareció. Si hubiesen vivido ellos, habría muerto yo. Y también habrían muerto otras personas, personas inocentes. No podía permitir que eso ocurriese.

– ¿La necesidad como circunstancia eximente?

La necesidad como circunstancia eximente era un viejo concepto del derecho consuetudinario inglés según el cual un individuo que infringe una ley menor en función de un bien mayor debe ser declarado inocente de la acusación menor. Aún se invocaba alguna que otra vez, para ser rechazada de inmediato por cualquier juez que se preciase.

– Quitar una vida sólo tiene dos consecuencias -prosiguió Amy-: o bien la víctima alcanza la salvación, en cuyo caso has matado a un buen hombre; o bien la condenas al infierno, en cuyo caso la privas de toda esperanza de redención. Por consiguiente, la responsabilidad recae en ti, y tú cargas con el peso.

– No les interesaba la redención -contesté sin alterarme-, Y no querían la salvación.

– ¿Y tú sí?

No contesté.

– No alcanzarás la salvación con una pistola en la mano -insistió.

Me incliné hacia ella.

– Amy -musité-, he pensado en todo esto. He reflexionado. Creía que podía alejarme, pero no es así. Hay que proteger a la gente de los impulsos de los hombres violentos. Eso sí puedo hacerlo. A veces no llego a tiempo de protegerlos, pero quizá pueda contribuir a que se haga cierto grado de justicia con ellos.

– ¿Por eso has venido, Charlie?

Oí un ruido a mis espaldas y Doug, el marido de Amy, entró en el comedor. Por un momento me pregunté cuánto tiempo llevaba allí. Tenía una botella grande de agua en la mano. El agua le había resbalado por el mentón y mojado la pechera de la camisa blanca y limpia. Era un hombre alto, de un metro ochenta y cinco como mínimo, de piel clara y cabello cano. Tenía los ojos de un verde llamativo. Cuando me levanté para saludarlo, me sujetó del hombro por un rato y me examinó de manera parecida a como lo había hecho su mujer. Luego tomó asiento al lado de Amy y los dos aguardaron en silencio a que yo contestase a la pregunta de Amy.

– En cierto modo -dije por fin-. Investigo la muerte de una mujer. Se llamaba Grace Peltier. En otro tiempo, hace mucho, fue amiga mía.

Respiré hondo y volví a dirigir la mirada una vez más hacia la luz del sol. En aquel lugar cuya única finalidad era intentar mejorar la vida de quienes pasaban por allí, las muertes de Grace y de su padre y la figura de un niño fuera del tiempo, sus heridas ocultas tras cinta adhesiva negra, se me antojaban por alguna razón lejanas. Daba la impresión de que esta reducida comunidad fuese inmune a las atrocidades de los hombres violentos y las consecuencias de actos perpetrados mucho tiempo atrás y lejos de allí. Pero la aparente simplicidad de la vida en aquel lugar, y la claridad de los objetivos que propugnaba, escondía una poderosa y profunda sabiduría. Por eso había ido; era, a su modo, casi la antítesis del grupo al que perseguía.

– Esta investigación me ha obligado a entrar en contacto con la Hermandad, y con el hombre que parece actuar en su representación.

Tardaron un rato en responder. Doug fijó la mirada en el suelo y movió el pie derecho de un lado a otro sobre las tablas. Amy desvió la vista hacia los árboles, como si las respuestas que yo buscaba pudiesen hallarse entre sus ramas. Finalmente cruzaron una mirada y Amy habló.

– Algo sabemos de ellos -dijo en voz baja, como yo esperaba-. Te creas enemigos interesantes, Charlie. -Tomó un sorbo de té antes de continuar-. Existen dos Hermandades. Está la que tiene en Carter Paragon su imagen pública, la que vende panfletos para la oración por diez dólares y promete la curación de enfermedades a quienes tocan la pantalla del televisor. Esa Hermandad es mendaz y superficial y se ceba en los crédulos. No se diferencia en nada de otros cien movimientos similares; no es mejor que ellos pero desde luego tampoco es peor.

»La segunda Hermandad es muy distinta. Es una fuerza, una entidad, no una organización. Da apoyo a hombres violentos. Financia a asesinos y a fanáticos. Está alimentada por la rabia, el odio y el miedo. Sus objetivos son todos aquellos que no están dentro de ella o no se parecen a ella. Algunos son evidentes: homosexuales, judíos, negros, católicos, aquellos que colaboran en la práctica del aborto o los servicios de planificación familiar, aquellos que fomentan la coexistencia pacífica entre personas de distinta raza y distinto credo. Pero en realidad esta Hermandad odia a la humanidad. Odia los defectos de los hombres y no ve el lado divino que existe incluso en los más humildes de nosotros.

Junto a ella, su marido movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

– Actúa contra todo aquello que considera una amenaza para ella o para su misión. Empieza con proposiciones correctas, luego pasa a la intimidación, los daños materiales y personales, y finalmente, si es necesario, al asesinato.

Alrededor pareció cambiar el aire, porque se había levantado el viento procedente del lago, y había traído consigo el olor del agua estancada y la descomposición.

– ¿Quién está detrás de eso? -pregunté.

Doug se encogió de hombros, y fue Amy quien contestó.

– Lo ignoramos. Sabemos lo que tú sabes; su cara pública es Carter Paragon. Su cara privada permanece oculta. No es una gran organización. Se dice que la mejor conspiración es la conspiración de una sola persona; cuantos menos sepan algo, tanto mejor. Tenemos entendido que sólo hay un puñado de personas implicadas.

– ¿Policías?

Amy entornó los ojos.

– Quizá. Sí, casi con toda seguridad uno o dos policías. A veces los utilizan para borrar su rastro, o para mantenerse en contacto con cualquier maniobra legal contra ella. Pero su instrumento principal es un hombre, un pelirrojo delgado propenso a la depredación. A veces lo acompaña una mujer, una muda.

– Es él -dije-. Ése es Pudd.

Por primera vez desde que empezó a hablar de la Hermandad, Amy alargó el brazo hacia su marido. Le tomó de la mano y se la apretó con fuerza, como si la sola mención de Pudd pudiese invocar su presencia y obligarlos a enfrentarse a él juntos.

– Usa nombres distintos -continuó después del silencio-. He oído que se llamaba Ed Monker, Walter Zaren, Eric Dumah. Creo que en otro tiempo fue Ted Bune, y Alex Tchort durante una época. Sin duda habrá usado otros nombres.

– Parece que sabéis mucho de él.

– Somos religiosos pero no ingenuos. Esa gente es peligrosa. Conviene saber de ellos. ¿Te dicen algo esos nombres?

– No lo creo.

– ¿Sabes algo de demonología?

– Lo siento pero cancelé mi suscripción a Amateur Demonologist. Asustaba al cartero.

Doug se permitió un asomo de sonrisa.

– Tchort es el Satán ruso, también conocido como Dios Negro -dijo-. Bune es el demonio de tres cabezas que lleva a los cadáveres de una tumba a otra. Dumah es el ángel del silencio y la muerte, y Zaren es el demonio de la sexta hora, el espíritu vengador. Monker es el nombre que utiliza más a menudo. Por lo visto, para él tiene especiales resonancias.

– ¿Y Monker es también un demonio?

– Un demonio muy particular junto con otro. Monker y Nakir son demonios islámicos.

Una imagen asaltó mi mente: Pudd acariciando con los dedos la mejilla de la muda y susurrando: «Nakir mía».

– Llamó a la mujer «Nakir mía» -dije.

– Monker y Nakir examinan y juzgan a los muertos y luego les asignan el cielo o el infierno. Ese señor Pudd, o como prefieras llamarlo, parece encontrar divertidas las asociaciones demoniacas. Es una broma.

– Es un humor muy especializado -comenté-. No me lo imagino presentándolo en el programa de David Letterman.

– El nombre Pudd también tiene para él un significado especial -añadió Doug-. Lo encontramos en una página web de aracnología. Elias Pudd fue uno de los pioneros en el campo de la aracnología en Norteamérica, contemporáneo de Emerton y McCook. Publicó su obra más famosa, Historia natural de los arácnidos, en 1933. Su especialidad eran las reclusas.

– Arañas. -Moví la cabeza en un gesto de incredulidad-. Dicen que, con el tiempo, la gente empieza a parecerse a sus animales de compañía.

– O eligen el animal de compañía que más se parece a ellos -corrigió Doug.

– Lo habéis visto, pues.

Asintió.

– Vino aquí una vez, con la mujer. Aparcaron junto al gallinero, esperaron a que saliésemos y, entonces, Pudd tiró un saco desde el coche. Luego echó marcha atrás y se fue. No volvimos a verlo.

– ¿Me interesa saber qué había en el saco?

– Conejos -respondió Amy. Mantenía la vista fija en el suelo para ocultarme la expresión de su rostro.

– ¿Vuestros?

– Los teníamos en una conejera al lado del gallinero. Una mañana, cuando salimos, habían desaparecido. No se veían rastros de sangre, ni de piel, nada que indicase que se los había llevado un depredador. Dos días más tarde vino Pudd y dejó el saco. Cuando lo abrimos, contenía los restos de los conejos. Les había picado algo. Estaban cubiertos de marcas de un color marrón grisáceo y la carne había empezado a descomponerse. Llevamos uno al veterinario del pueblo, y nos dijo que eran picaduras de reclusa. Así descubrimos la trascendencia del nombre de Pudd para él.

«Estaba advirtiéndonos que no nos entrometiésemos en sus asuntos. Habíamos hecho indagaciones sobre la Hermandad y lo dejamos estar después de su visita.

Levantó la cara. Salvo por cierta tensión alrededor de la boca, su expresión no revelaba el menor indicio de cómo se sentía.

– ¿Tenéis algo más que decirme?

– Sólo rumores -contestó Doug, y se llevó la botella de agua a los labios.

– ¿Rumores sobre un libro?

La botella quedó inmóvil, y Amy le apretó la mano a Doug.

– Están anotando nombres, ¿verdad? -proseguí-. ¿Es eso el señor Pudd, una especie de ángel consignador del infierno que escribe los nombres de los condenados en un gran libro negro?

No respondieron, y el silencio se vio roto de pronto por el ruido de los hombres que entraban en la casa para el descanso de media mañana. Doug y Amy se pusieron en pie. Doug me estrechó la mano otra vez y se marchó para ocuparse de los preparativos de la comida. Salí del comedor con Amy, y me acompañó hasta el coche.

– Como Doug ha dicho, ese libro es sólo un rumor -insistió-, y la verdad sobre la Hermandad sigue sin conocerse en su mayor parte. Nadie ha conseguido demostrar aún la relación entre su cara pública y sus otras actividades.

Amy respiró hondo, haciendo acopio de valor para lo que tenía que decir a continuación.

– Hay otra cosa que debo decirte. No eres el primero que viene a preguntarnos por la Hermandad. Hace unos años vino un hombre de Nueva York. Por entonces todavía no sabíamos gran cosa de la Hermandad, y le contamos menos de lo que sabíamos; aun así, eso fue lo que provocó la advertencia posterior. Siguió su camino, y nunca volvimos a tener noticias suyas… hasta hace dos años.

El mundo se sumió en tinieblas a mi alrededor y desapareció el sol. Cuando alcé la vista, vi en el cielo formas oscuras que descendían en espiral; su aleteo llenaba el aire de la mañana y tapaba la luz. Amy tendió la mano para sujetarme la mía, pero yo tenía puesta toda mi atención en el cielo, donde se cernían los ángeles de las tinieblas. De pronto uno de ellos se acercó y sus facciones, que previamente sólo eran un claroscuro de luz y sombra, cobraron nitidez.

Y reconocí aquel rostro.

– Era él -susurró Amy, y el ángel de las tinieblas me sonrió desde lo alto, sus dientes puntiagudos, sus enormes alas revestidas de noche. Un padre, un marido, asesino de hombres, mujeres y niños, transformado ahora por su tránsito al otro mundo.

– Era el Viajante.


Me quedé sentado en el capó del coche hasta que se me pasó el mareo. Recordé una conversación que había mantenido en Nueva Orleans unos meses después de la muerte de Susan y Jennifer, una voz que me explicaba la firme creencia de que, de algún modo, los peores asesinos podían encontrarse mutuamente y a veces establecer relación, que eran sensibles a la presencia de los de su propia clase.

«Se huelen los unos a los otros.»

Él debía de haberlos localizado. Su naturaleza y su posición en las fuerzas del orden se lo permitieron. Si andaba tras los pasos de la Hermandad, sin duda encontró el rastro.

Y los dejó con vida, porque eran de su misma casta. Volví a recordar sus enigmáticas alusiones bíblicas, su interés en los textos apócrifos, su convicción de que él mismo era algo así como un ángel caído enviado para juzgar a la humanidad, a todos aquellos que considerase deficientes.

Sí, los encontró, y ellos le ayudaron a avivar su propia llama.

Amy me agarró las manos entre las suyas.

– Hace seis o siete años -dijo-. No le habíamos dado importancia hasta ahora.

Asentí con la cabeza.

– ¿Vas a seguir buscando a esas personas?

– No me queda más remedio, especialmente ahora.

– ¿Puedo decirte una cosa, una cosa que quizá no quieras oír? -Adoptó una expresión grave. Asentí-. Por todo lo que has hecho, por todo lo que me has contado, da la impresión de que te has propuesto ayudar tanto a los muertos como a los vivos. Pero nuestro principal deber es para con los vivos, Charlie, para con nosotros mismos y aquellos que nos rodean. Los muertos no necesitan nuestra ayuda.

Guardé silencio antes de contestar.

– No sé hasta qué punto puedo creer eso, Amy.

Por primera vez vi asomar la duda a su semblante.

– No puedes vivir en los dos mundos -dijo con voz vacilante-. Debes elegir. ¿Aún sientes que las muertes de Susan y Jennifer son un lastre para ti?

– A veces, pero no sólo las de ellas.

Y sospecho que Amy vio algo en mi cara o percibió algo en el tono de mi voz, y por un breve instante estuvo dentro de mí, viendo lo que yo veía, oyendo lo que yo oía, sintiendo lo que yo sentía. Cerré los ojos y sentí formas que se movían a mi alrededor, voces que me susurraban al oído, manos pequeñas que se aferraban a la mía.

Todos hemos estado esperándote.

Un niño de corta edad con un orificio de salida en lugar de ojo, una mujer con un vestido de verano que resplandecía en la oscuridad, figuras que flotaban en la periferia de mi visión: todos ellos, del primero al último, me decían que no era verdad, que alguien debía actuar en nombre de quienes ya no podían actuar por sí mismos, que debía hacerse cierto grado de justicia por los extraviados y los caídos. Por un momento, mientras sujetaba mis manos entre las suyas, Amy Greaves tuvo una percepción de esto, un fugaz presentimiento de lo que aguardaba en las profundidades de la colmena que es este mundo.

– Dios mío -dijo.

Y a continuación me soltó las manos y la oí alejarse y entrar en la casa. Cuando abrí los ojos, estaba solo bajo el sol del verano, y, transportado por el viento me llegaba el olor de la pinaza descompuesta. Una urraca voló entre los árboles rumbo al norte.

Y yo la seguí.


EN BUSCA DEL SANTUARIO

Extracto de la tesis doctoral de Grace Peltier.


Carta de Elizabeth Jessop a su hermana, Lena Myers, con fecha 11 de diciembre de 1963 (utilizada con permiso de los herederos de Lena Myers).


«Querida Lena:

»Ésta ha sido la peor semana que recuerdo. Se ha descubierto la verdad sobre Lyall y yo, y ahora todos nos rehúyen. No se ha visto al predicador desde hace dos días. Ha ido a pedirle al Señor que lo guíe para juzgarnos.

»Fue el chico quien nos encontró, el hijo del predicador. Creo que nos vigilaba desde hacía tiempo. Estábamos juntos en el bosque, Lyall y yo, y vi a Leonard entre los arbustos. Creo que grité al verlo, pero cuando fuimos a buscarlo ya había desaparecido.

»El predicador nos esperaba a la hora de la cena. Nos negaron el alimento y nos dijeron que volviésemos a nuestras casas mientras los otros comían. Cuando Frank volvió esa noche, me pegó y me hizo dormir en el suelo. Ahora nos mantienen separados, a Lyall y a mí. Muriel, la hija, lo vigila a él, y Leonard es como mi sombra. Ayer me tiró una piedra a la cabeza y me salió sangre de la herida. Me dijo que así se castigaba en la Biblia a las rameras y que su padre me daría a mí el mismo trato. Los Cornish vieron lo que hacía y Ethan Cornish le golpeó antes de que pudiese lanzar una segunda piedra. Leonard sacó un cuchillo e hirió a Ethan en el brazo. Todas las familias se muestran a favor del perdón por el bien de la comunidad, pero la esposa de Lyall se niega a mirarme y una de sus hijas me ha escupido al pasar por su lado.

«Anoche se oyeron grandes voces en la casa del predicador. Las familias expresaron su opinión al predicador, pero él no se conmovió. Ahora existe rencor entre nosotros: hacia mí y hacia Lyall, pero más aún hacia el predicador y su manera de actuar. Se le ha pedido que rinda cuentas del dinero que nos guarda en fideicomiso, pero se ha negado. Temo que a Lyall y a mí nos obliguen a abandonar la comunidad, o que el predicador nos expulse a todos para empezar de nuevo en otra parte. Le he pedido perdón al Señor por nuestro pecado y he rogado ayuda, pero una parte de mí no lamentaría marcharse si Lyall estuviese a mi lado. Pero no puedo abandonar a mis hijos y siento tristeza y vergüenza por lo que le he hecho a Frank.

»Ethan Cornish me dijo otra cosa. Según él, la esposa del predicador le pidió a su marido que nos tratase con misericordia, y el predicador no ha vuelto a dirigirle la palabra desde entonces. Se comenta que nos obligará a dispersarnos a los cuatro vientos para que cada familia expíe los pecados de la comunidad difundiendo la palabra de Dios en pueblos y ciudades. Mañana los hombres, las mujeres y los niños se dividirán en grupos separados y cada grupo rogará orientación y perdón.

»Le he pedido a Ethan Cornish que deje esta carta en el lugar de siempre y he rezado para que la recibas con buena salud.

»Soy tu hermana,

»Elizabeth.»

18

Cuando yo tenía catorce años, mi padre me llevó, por primera vez en avión. Consiguió una oferta especial por mediación de un empleado de American Airlines, un vecino nuestro a quien mi padre había ayudado cuando detuvieron a uno de sus hijos por posesión de radios robadas. Volamos de Nueva York a Denver y de Denver a Billings, Montana, donde alquilamos un coche y pasamos la noche en un motel antes de seguir hacia el este a primera hora de la mañana siguiente.

El sol lucía encima de las montañas, trazando pinceladas de color plata sobre el verde y el beige del paisaje antes de fundirse con las aguas del río Little Bighorn. Cruzamos el río por Crow Agency y llegamos en silencio a la entrada del campo de batalla de Little Bighorn. Era el día de la Conmemoración y se había instalado una plataforma en el cementerio; delante, la escasa concurrencia ocupaba unas cuantas hileras de sillas de jardín mientras los pocos que no encontraron asiento permanecían de pie entre las pequeñas lápidas y escuchaban el servicio. Sobre ellos, la bandera ondeaba con la brisa matutina, pero no nos quedamos a escuchar, sino que subimos hacia el monumento y oímos fragmentos del sermón, con palabras como «juventud», «caídos», «honor» y «muerte» desvaneciéndose y aumentando otra vez de volumen, reverberando sobre la hierba cambiante como si fuesen pronunciadas en el presente y a la vez en el pasado lejano.

Fue allí donde las cinco compañías de caballería de Custer, en su mayoría hombres jóvenes, fueron aniquiladas por las fuerzas conjuntas de los lakotas y los cheyenne. La batalla se libró durante una hora, pero probablemente los soldados apenas vieron siquiera al enemigo en todo ese tiempo; éste permaneció oculto entre la hierba, aguardando el momento oportuno, y eliminó uno por uno a los hombres de caballería.

Oteé el paisaje desde lo alto de la montaña y pensé que Little Bighorn era un lugar inhóspito para morir, rodeado de colinas bajas de color verde, amarillo y marrón que a lo lejos se degradaban en tonos azules y morados. Desde cualquier promontorio se veía a una distancia de varios kilómetros. Los hombres que allí murieron sabían sin duda que nadie iría a rescatarles, que aquéllos eran sus últimos momentos en este mundo. Sufrieron una muerte atroz y solitaria lejos de sus casas, y posteriormente sus cuerpos fueron mutilados y quedaron dispersos en el campo de batalla durante tres días antes de recibir sepultura por fin en una fosa común en lo alto de una pequeña sierra en el este de Montana, donde sus nombres quedaron grabados en un monumento de granito.

Cerré los ojos e imaginé que sus fantasmas se congregaban a mi alrededor. Me pareció oírlos: los relinchos de los caballos, las detonaciones de las armas, el ruido de la hierba rota bajo sus pies, los gritos de dolor, de rabia, de miedo.

Y por un instante estuve allí con ellos y lo comprendí todo.

Hay sitios donde los años no significan nada, donde sólo un pequeño resquicio de historia separa el presente del pasado. De pie en aquella ladera inhóspita, donde habían muerto otros jóvenes como yo, era posible percibir la conexión con el pasado, la sensación de que en algún lugar lejano en el cauce del tiempo aquellos jóvenes seguían luchando, seguían muriendo, que siempre librarían esta batalla, en este lugar, una y otra vez, con el mismo propósito.

Aquél fue mi primer vislumbre de la colmena que es este mundo, mi primera percepción de que el pasado nunca muere realmente sino que permanece vivo en el presente de una manera extraña y hermosa. Existe una interconexión entre todas las cosas, un vehículo entre lo que yace enterrado y lo que vive sobre tierra, una capacidad de mutabilidad que permite que una buena acción hecha en el presente rectifique un desequilibrio de tiempos pasados. En definitiva, ésa es la esencia de la justicia: no reparar el pasado sino, mediante una intervención posterior en la línea del tiempo, restaurar cierta armonía, cierta posibilidad de equilibrio, para que los vivos puedan continuar libres de carga y los muertos encuentren la paz en otro mundo.

Ahora, mientras me dirigía hacia el norte, volví a acordarme de aquel día en el campo de batalla, un día en recuerdo de los muertos, y de mi padre a mi lado, en silencio, con el cabello agitado por el viento. Éste sería otro peregrinaje, otro reconocimiento de la deuda que los vivos teníamos con los muertos. Sólo acudiendo allí donde las familias habían estado en otro tiempo, sólo estando en medio de los recuerdos de sus últimos momentos y aguzando el oído para escuchar los ecos, podía albergar la esperanza de comprender lo ocurrido.

Este mundo es una colmena. En el lago St. Froid había quedado a la vista lo que tenía dentro.


Mientras conducía, exigí el pago de un antiguo favor. En Nueva York, una voz de mujer me preguntó el nombre, se produjo un silencio, y me pusieron con el despacho del agente especial Hal Ross. Ross había sido ascendido recientemente y era uno de los tres agentes con rango de jefe en las oficinas del FBI en Nueva York, bajo las órdenes directas de un subdirector. Ross y yo cruzamos nuestros sables cuando nos conocimos, pero después de la muerte del Viajante nuestra relación adquirió gradualmente un cariz más cordial. El FBI estaba revisando todos los casos en los que había intervenido el Viajante como parte de la investigación en curso sobre sus crímenes, y en Quantico se había destinado una habitación al material pertinente reunido por las agencias del orden de todo el país. La investigación había recibido el nombre en clave de «Caronte», por el barquero de la mitología griega que llevaba las almas extraviadas al Hades, y todas las referencias al Viajante incluían ese nombre. Era un proceso largo y estaba lejos de completarse.

– Soy Charlie Parker -me presenté cuando Ross se puso al teléfono.

– Ah, ¿qué tal? ¿Es una llamada de cortesía?

– ¿Te he hecho alguna vez una llamada de cortesía?

– No que yo recuerde, pero siempre hay una primera vez.

– No será ésta. ¿Recuerdas que me prometiste devolverme un favor?

Se produjo un largo silencio.

– Desde luego vas directo al grano. Adelante.

– Se trata de Caronte. Hace siete u ocho años vino a Maine para investigar una organización llamada «la Hermandad». ¿Puedes averiguar adónde fue y los nombres de todos aquellos con quienes habló?

– ¿Puedo saber por qué?

– Es posible que la Hermandad esté relacionada con un caso que investigo: la muerte de una mujer. Cualquier información que puedas facilitarme quizá me sirva.

– Es todo un favor, Parker. Normalmente no andamos repartiendo por ahí nuestros expedientes.

La impaciencia y el enojo se adueñaron de mi voz y tuve que esforzarme para no gritar.

– No pido los expedientes, sino sólo cierta idea de dónde pudo estar el Viajante. Es importante, Hal.

Suspiró.

– ¿Cuándo lo necesitas?

– Pronto. Cuanto antes mejor.

– Veré qué puedo hacer. Acabas de agotar tu séptima vida. Espero que seas consciente de eso.

Mentalmente hice un gesto de indiferencia.

– En todo caso, tampoco estaba sacándole mucho partido.


Con el coche moteado por la luz del sol, avancé por avenidas arboladas, donde las ramas se veían ya verdes por los nuevos brotes, hasta aquel lugar marcado por las esperanzas defraudadas y la muerte violenta. Seguí por la I-95 hasta Houlton; luego tomé por la Interestatal 1 en dirección norte hasta Presque Isle y después atravesé las localidades de Ashland, Portage y Winterville, hasta llegar por fin al límite del pueblo de Eagle Lake. Pasé junto a una furgoneta de la cadena de televisión WCSH y le di mi nombre al agente encargado del control de carretera. Me franqueó el paso.

Ellis me había telefoneado para facilitarme el nombre de un inspector del cuartelillo de la policía estatal en Houlton. Se llamaba John Brouchard, y lo encontré hundido en el barro hasta la cintura bajo la enorme lona colocada para proteger los restos, cavando con una pala a ritmo uniforme y sin prisas. Así funcionaban aquí las cosas; todo el mundo desempeñaba su papel. La policía del estado, los guardabosques, los ayudantes del sheriff, el personal de la oficina del forense, todos se remangaban y se ensuciaban las manos. Como mínimo eran horas extra, y cuando uno tenía hijos en la universidad o pagos en concepto de alimentos que cubrir, el sobresueldo era siempre bienvenido, fuera cual fuese la manera de ganarlo.

Lo llamé desde detrás del cordón que delimitaba el lugar del crimen. Me saludó con la mano en señal de reconocimiento, salió del cenagal y desplegó el cuerpo, que debía de medir más de un metro noventa y cinco. Al plantarse ante mí me tapó el sol con la cabeza. Tenía las uñas negras de barro y la camisa empapada de sudor bajo el mono. La tierra mojada se le adhería a las botas de trabajo y oscuros churretes le surcaban la frente y las mejillas.

– Me ha explicado Ellis Howard que está colaborando con ellos en una investigación -dijo cuando nos estrechamos las manos-. ¿Puede decirme qué hace aquí si su investigación se centra en Portland?

– ¿Se lo ha preguntado a Ellis?

– Me dijo que se lo preguntara a usted, que usted tenía todas las respuestas.

– Ellis es muy optimista. Curtis Peltier, el hombre asesinado en Portland el fin de semana pasado, era pariente de Elizabeth Jessop. Creo que sus restos estaban entre los que aparecieron aquí. La hija de Curtis era Grace Peltier. La BIC III investiga las circunstancias de su muerte. Estaba trabajando en una tesis sobre la gente enterrada en esta fosa.

Brouchard me miró de arriba abajo durante diez segundos y luego me condujo a la unidad móvil del lugar del crimen, donde me permitió ver el recorrido en vídeo en un televisor portátil que les habían prestado mientras durase la recuperación de cadáveres. Me pareció que agradecía la excusa para tomarse un descanso y sirvió café para los dos, mientras yo, sentado, veía la cinta: barro, huesos y árboles; imágenes de cráneos fracturados y dedos esparcidos; agua negra; una caja torácica rota y astillada por el impacto de un disparo de escopeta; el esqueleto de un niño en posición fetal.

Al acabar la cinta, lo seguí por la carretera hasta el borde de la fosa.

– No puedo permitirle pasar de aquí -se disculpó-. Algunas de las víctimas siguen ahí abajo y además buscamos otros objetos.

Asentí. No me hacía falta entrar. Veía todo lo que necesitaba ver desde donde estaba. El lugar ya había sido fotografiado y medido. Junto a los agujeros abiertos en el barro, habían clavado estacas de madera con trozos de cartón donde constaba el carácter de los restos hallados. En algunos casos los agujeros estaban vacíos, pero en un ángulo vi a dos hombres con mono azul trabajar con cuidado en torno a un trozo de hueso que sobresalía. Cuando uno de ellos se apartó, vi el contorno curvo de una caja torácica, como dedos oscuros a punto de unirse en oración.

– ¿Todos tenían el nombre colgado al cuello?

El detalle de los nombres escritos sobre tablas de madera había aparecido en un artículo del Maine Sunday Telegram. Dado el carácter del hallazgo, era un milagro que los investigadores hubiesen conseguido mantener algo en secreto.

– La mayoría, pero a veces la madera estaba muy podrida.

Brouchard se llevó la mano al bolsillo de su camisa, sacó un papel plegado y me lo entregó. En la hoja había diecisiete nombres mecanografiados, obtenidos posiblemente mediante el cotejo de las identidades originales de los Baptistas y los nombres descubiertos en los cuerpos. Cuando no se disponía de historiales dentales, se tomaban muestras de ADN de los parientes vivos. Algunos nombres aparecían marcados con un asterisco para indicar que no existía aún identificación positiva. El nombre de James Jessop era el penúltimo de la lista.

– ¿Todavía está enterrado el hijo de los Jessop?

Brouchard echó un vistazo a la lista que yo sostenía en la mano.

– Van a trasladarlo hoy, a él y a su hermana. ¿Le dice algo ese nombre?

No contesté. Me llamó la atención otro nombre de la hoja: Louise Faulkner, la esposa del reverendo Faulkner. Advertí que en la lista no constaban ni el nombre de Faulkner ni el de sus hijos.

– ¿Tienen ya idea de cómo murieron?

– No sabremos nada con seguridad hasta disponer de los resultados de las autopsias, pero todos los hombres y dos mujeres presentaban heridas de bala en la cabeza o en el cuerpo. Al parecer, a los otros los mataron a palos. La mujer de Faulkner probablemente fue estrangulada; encontramos fragmentos de cuerda alrededor de su cuello. Algunos niños tienen el cráneo fracturado, como si los hubiesen golpeado con una piedra o un martillo. En apariencia, un par presenta heridas de bala en la cabeza. -Se interrumpió y dirigió la mirada al lago-. Tengo la impresión de que usted sabe algo acerca de esta gente.

– Un poco -admití-. A juzgar por los nombres de esta lista, hay al menos un sospechoso.

Brouchard asintió con la cabeza.

– El predicador, Faulkner, a no ser que alguien colocase esas tablas para despistarnos y Faulkner esté ahí muerto junto con los demás.

Era una posibilidad, aunque yo sabía que la existencia del Apocalipsis adquirido por Jack Mercier prácticamente la descartaba.

– Mató a su propia mujer -dije más para mí que para Brouchard.

– ¿Tiene idea de por qué?

– Quizá porque se opuso a lo que él se disponía a hacer.

En su artículo para la revista Down East, Grace Peltier había mencionado que Faulkner era un fundamentalista. Según esta doctrina, una esposa debía someterse a la autoridad de su marido; no se permitían discusiones ni desafíos. Asimismo supuse que Faulkner necesitaba la admiración y la aprobación de ella para todo lo que hacía. Cuando ella se las retiró, para él dejó de tener el menor valor.

Ahora Brouchard me miraba con interés.

– ¿Tiene idea de por qué los mató a todos?

Recordé lo que Amy me había contado sobre la Hermandad, su odio hacia todo aquello que percibía como flaqueza y falibilidad humanas; los ornamentados Apocalipsis de Faulkner, las visiones del Juicio Final; y la palabra grabada bajo el nombre de James Jessop en un trozo de madera con tierra incrustada: PECADOR.

– Son sólo conjeturas, pero creo que lo decepcionaron de algún modo, o que se volvieron contra él y él los castigó por sus defectos. En cuanto se opusieron a él estuvieron acabados, maldecidos por rebelarse contra el ungido de Dios.

– Es un castigo muy severo.

– Supongo que era un hombre muy severo.

Me pregunté también si, en algún rincón oscuro de su alma, Faulkner había sabido desde el principio que lo defraudarían, que así eran los seres humanos: intentaban y erraban y volvían a errar, y seguían errando hasta que por fin se enmendaban o se les terminaba el tiempo y tenían que pagar por sus acciones. Pero Faulkner les concedió una única oportunidad: cuando erraron, vio en ello una demostración de su inutilidad, de su imposibilidad de salvación. Estaban condenados. Siempre habían estado condenados y cuanto ocurriese era intrascendente en este mundo y en el otro.

Aquellas personas habían seguido a Faulkner hasta la muerte, cegadas por la esperanza de una nueva época dorada, por el deseo de tener convicciones, de algo en que creer. Nadie había intervenido. Al fin y al cabo, corría el año 1963: los comunistas eran la amenaza, no la gente temerosa de Dios que deseaba crear una forma de vida más simple.

Pasarían quince años hasta que Jim Jones y sus discípulos asesinaran al congresista Leo Ryan antes de organizar el suicidio masivo de novecientos seguidores, tras el cual la gente empezó a adoptar un punto de vista distinto.

Pero incluso después de los acontecimientos de Jonestown, los falsos Mesías seguían atrayendo adeptos. Rock Theriault torturó sistemáticamente a sus seguidores en Ontario hasta que mató con sus propias manos a una mujer llamada Solange Boilard en 1988. Jeffrey Lundgren, el líder de una secta mormona escindida, mató a cinco miembros de la familia Avery -Dennis y Cheryl Avery, y sus jóvenes hijas Trina, Rebecca y Karen- en un establo de Kirtland, Ohio, en abril de 1989 y sepultó sus restos bajo tierra, rocas y basura. Nadie fue a buscarlos hasta transcurrido casi un año, a raíz de un soplo a la policía de un miembro despechado de la secta. La familia LeBaron y sus discípulos, de la escindida Iglesia Mormona del Primogénito, asesinaron a casi treinta personas, incluida una niña de dieciocho meses, en un ciclo de violencia que se prolongó desde principios de los años setenta hasta 1991.

Y luego vinieron los hechos de Waco, que demostraron por qué tradicionalmente las fuerzas del orden son reacias a intervenir en los asuntos de grupos religiosos. Pero en 1963 tales incidentes eran casi inimaginables; nadie habría visto razón alguna para temer por la seguridad de los Baptistas de Aroostook, ni la necesidad de dudar de las intenciones del reverendo Faulkner, ni habría motivo alguno para que sus discípulos temiesen entrar con él en el valle de la sombra y de la muerte.


La furgoneta Dodge de la oficina del forense llegó mientras permanecíamos callados a orillas del lago, y entonces se iniciaron los preparativos para el transporte de más cuerpos al aeródromo de Pesque Isle. Mientras Brouchard se ocupaba de los detalles del traslado, me acerqué al linde del bosque y observé las siluetas que se movían bajo la lona. Eran casi las tres y junto al río hacía fresco. El viento que soplaba desde el lago agitaba el cabello de los hombres del equipo forense mientras se llevaban del lugar del crimen una bolsa con restos humanos, sujeta con correas a una camilla para impedir mayores daños en los huesos. Desde el norte, los híbridos aullaban.

No todos habían muerto allí, de eso estaba seguro. Aquellos terrenos ni siquiera formaron parte de la parcela que les arrendaron. Los campos que habían labrado estaban al otro lado de la colina, detrás de las perreras; y las casas, desaparecidas desde hacía tiempo, se hallaban aún más allá. A los adultos seguramente los habían asesinado en la colonia o cerca de ella, pues habría resultado difícil conducirlos al sitio previsto para su enterramiento, y más todavía controlarlos una vez iniciada la matanza. Era sensato enterrarlos lejos del centro de la comunidad por si, en el futuro, las sospechas se transformaban en acción y se llevaba a cabo un registro de la finca. Era más seguro, pues, deshacerse de ellos junto al lago.

Según el artículo de Grace, la comunidad se había disgregado aparentemente en diciembre de 1963. Cualquier indicio del enterramiento habría quedado oculto bajo las nieves del invierno. Cuando llegó el deshielo y el suelo se convirtió en barro, habría pocas señales para distinguir este trozo de tierra de cualquier otro. Era terreno sólido; no debería haberse hundido, pero se hundió.

Al fin y al cabo llevaban esperando mucho, mucho tiempo.

Cerré los ojos y escuché mientras el mundo se desvanecía alrededor, intentando imaginar aquellos minutos finales. Los aullidos se acallaron, el ruido de los coches en la carretera se transformó en el zumbido de las moscas, y en medio del suave susurro de las ramas sobre mi cabeza…

Oigo disparos.

Hay hombres corriendo, sorprendidos mientras trabajan en los campos. Ya han caído dos con enormes e irregulares agujeros ensangrentados en la espalda. Uno de los que aún viven se da media vuelta con una horca en las manos. Su vientre se desgarra traspasado por el disparo, y en su cuerpo penetran simultáneamente la madera y el metal. Sin detenerse siquiera a recargar las armas, persiguen al último a través de la hierba. Sobre ellos vuela en círculo una bandada de cuervos emitiendo sonoros graznidos. Los gritos del último en morir se funden con los de las aves y a continuación reina el silencio.

Oí algo entre los árboles a mis espaldas, pero al mirar sólo vi el ligero movimiento de las ramas, como si el paso de un animal las hubiese alterado. Más allá, el verde se tornaba negro y las formas de los árboles no se veían claramente.

Las mujeres son las siguientes en morir. Les han dicho que se arrodillen y recen en una de las casas, que piensen en los pecados de la comunidad. Oyen los disparos pero no comprenden su significado. Se abre la puerta y Elizabeth Jessop se vuelve. La silueta de un hombre se recorta contra la luz vespertina. Le dice que desvíe la mirada, que se incline ante la cruz y pida perdón.

Elizabeth cierra los ojos y empieza a rezar.

Detrás de mí volví a oír lo mismo que antes, como unos delicados pasos que se acercaban. Algo surgía de la oscuridad, pero no me volví.

Los niños son los últimos en morir. Presienten que algo va mal, que ha pasado algo que no debería haber ocurrido, y sin embargo han seguido al predicador hasta el lago, donde ya se ha cavado la tumba y las aguas están quietas ante ellos. Son obedientes, como deben ser los pequeños.

También ellos se arrodillan a rezar, con el barro húmedo bajo las rodillas, las pesadas tablas de madera al cuello, la piel irritada por las cuerdas. Les han dicho que mantengan las manos contra el pecho, con los pulgares cruzados como les han enseñado, pero James Jessop agarra la mano de su hermana. A su lado, ella se echa a llorar y él se la aprieta con más fuerza.

– No llores -dice.

Una sombra se proyecta sobre él.

– NO…

Sentí que algo frío me tocaba la mano derecha. James Jessop estaba de pie junto a mí a la sombra de un abedul amarillo, su mano pequeña en torno a la mía. El sol se reflejaba en el único cristal transparente de sus gafas. De la zona cubierta por la lona, salieron dos hombres acarreando en una camilla otro bulto de menor tamaño.

– Te van a llevar a otro sitio, James -dije.

Asintió y se acercó a mí; al sentir su presencia, una sensación de frío me recorrió las piernas y las costillas.

– No me hizo daño -dijo-. Sólo quedó todo a oscuras. Me alegré de que no hubiese sentido dolor. Intenté apretarle la mano, transmitirle algo, pero allí no había nada, únicamente aire frío.

Alzó la vista para mirarme.

– Ahora tengo que irme.

– Lo sé.

Su único ojo era castaño, con destellos amarillos en el centro eclipsados por la luna oscura de su pupila. Debería haber visto mi cara reflejada en su ojo y en la lente de sus gafas, pero fui incapaz de detectar el menor rastro de mí mismo. Daba la impresión de que yo fuese el ser irreal, el fantasma, y James de carne y hueso, piel y sangre.

– Dijo que éramos malos, pero yo nunca me porté mal. Siempre obedecí, hasta el final.

La sensación de frío desapareció de mis dedos en cuanto me soltó la mano y volvió a adentrarse en el bosque levantando las rodillas para no rozar las zarzas y la hierba alta. No quería que se marchase.

Quería darle consuelo.

Quería comprender.

Lo llamé por su nombre. Se detuvo y me miró.

– ¿Has visto a la Señora del Verano, James? -pregunté. Una lágrima me cayó por la mejilla y resbaló hasta la comisura de mis labios. La saboreé con la lengua.

Asintió con expresión solemne.

– Me está esperando -dijo-. Va a llevarme con los demás.

– ¿Dónde está, James?

James Jessop alzó la mano y señaló hacia la oscuridad del bosque. Luego avanzó entre los árboles y la maraña de follaje hasta que la sombra de las ramas lo envolvió y ya no lo vi más.

19

Cuando me dirigí en coche a Waterville para reunirme con Ángel y con Louis, sentía en la mano un cosquilleo porque me la había tocado un niño perdido. St. Froid se me había antojado un lugar de una desolación indescriptible. Los aullidos de los híbridos aún me resonaban en los oídos, un perpetuo coro de lamentación por los muertos. Imágenes de la lona agitada por el viento y de los montones de tierra, del agua fría y de los huesos viejos y parduscos asaltaban mi mente hasta fundirse en la visión de James Jessop alejándose hacia lo más recóndito del bosque, donde una mujer invisible con un vestido de verano lo esperaba para llevárselo.

Experimenté una repentina gratitud al pensar que alguien lo esperaba en el linde de las tinieblas, que no tendría que emprender solo ese viaje.

Albergué la esperanza de que, al final, a todos nos aguardase alguien.


En Waterville aparqué frente a las galerías Ames y esperé. Transcurrió casi una hora hasta que apareció el Lexus negro, que dobló por la calle mayor y estacionó en el otro extremo. Vi que Ángel se apeaba y se dirigía como si tal cosa hacia la esquina de Main con Temple. Tras comprobar que la calle estaba despejada, entró en el aparcamiento trasero del edificio de la Hermandad por el lado contiguo al restaurante chino Human Legends. Cerré el Mustang con llave, me reuní con Louis y, juntos, bajamos por Temple para encontrarnos con Ángel. De pie en la penumbra, nos entregó un par de guantes a cada uno. Él ya se los había puesto y sujetaba el picaporte de la puerta recién abierta.

– Creo que voy a añadir Waterville a la lista de sitios donde no vendré a vivir cuando me retire -comentó Ángel después de entrar en el edificio-. Junto con Bogotá y Bangladesh.

– Comunicaré la triste noticia a la Cámara de Comercio -le dije-. No sé cómo se las arreglarán sin ti.

– ¿Y tú adónde piensas retirarte?

– Quizá no viva el tiempo suficiente para tener que planteármelo.

– Tío, si sigues así desde luego vas por el buen camino -dijo Louis-. Seguro que la Parca tiene tu número en las teclas de marcación rápida.

Seguimos a Ángel por la enmoquetada escalera hasta llegar a una puerta de madera con un pequeño letrero de plástico clavado a la altura de los ojos. Simplemente decía: LA HERMANDAD. En el marco de la puerta, a la derecha, había un timbre por si alguien conseguía colarse por la puerta delantera sin que la señorita Torrance se abalanzase sobre él como un rottweiler hambriento. Saqué mi minilinterna y alumbré la cerradura. Había tenido la precaución de cubrir de cinta adhesiva el contorno del extremo superior para que produjese sólo un delgado haz de luz no mayor que media moneda de diez centavos. Ángel extrajo del bolsillo una ganzúa y un tensor y abrió la puerta en cinco segundos escasos. Dentro, las luces de las farolas iluminaban la recepción, amueblada con tres sillas de plástico, un escritorio de madera con un teléfono y un cartapacio encima, un archivador en un rincón y, en las paredes, unos cuadros vagamente inspiradores que representaban puestas de sol, palomas y niños pequeños.

Ángel sacudió la cerradura del archivador y, al oír el chasquido, abrió el cajón superior. Con su propia linterna alumbró un montón de folletos religiosos publicados por la propia Hermandad y otros grupos que, cabía suponer, contaban con su aprobación. Incluían: La familia cristiana; Otras razas, otras normas; Enemigos del pueblo; Los judíos: la verdad sobre el pueblo elegido; Matar el futuro: la realidad del aborto; y Papaya no me quiere: el divorcio y la familia americana.

– Fíjate en éste -dijo Ángel-. Leyes naturales, actos contranaturales: cómo la homosexualidad está envenenando América,

– Quizás han olido tu aftershave -contesté-. ¿Y en los otros cajones?

Ángel los inspeccionó rápidamente.

– Parece más de lo mismo.

Abrió la puerta del despacho principal. Estaba decorado con más elegancia que la recepción; además del escritorio, ligeramente más caro, había detrás de éste una butaca de respaldo alto imitación piel y, contra las paredes, dos sofás del mismo material separados por una mesita de centro. Cubrían las paredes fotografías de Carter Paragon en distintos acontecimientos, por lo general rodeado de personas que, en su ingenuidad, parecían contentas a su lado. El sol había iluminado directamente aquellas paredes durante mucho tiempo. Algunas de las fotografías habían perdido el color o amarilleaban en las esquinas, y una capa de polvo les restaba aún más brillo. En un rincón, bajo un recargado crucifijo, había otro archivador, más robusto que el de la recepción. Ángel necesitó un par de intentos para abrirlo, pero al hacerlo arrugó la frente en expresión de sorpresa.

– ¿Qué pasa?

– Echa un vistazo -contestó.

Me acerqué e iluminé el cajón abierto. Salvo por una gruesa capa de polvo, estaba vacío. Ángel abrió sucesivamente los otros cajones, pero sólo el último contenía algo: una botella de whisky y dos vasos. Cerré el cajón y volví a abrir el de encima: sólo había polvo, y obviamente llevaba mucho tiempo intacto.

– O bien es polvo sagrado -comentó Ángel-, lo cual explicaría por qué tienen que guardarlo bajo llave por la noche, o bien aquí no hay nada y nunca lo ha habido.

– Es sólo fachada -afirmé-. Todo esto no es más que fachada. -Tal como Amy me había dicho, la organización de Waterville no era más que una tapadera para engañar a los incautos. La otra Hermandad, la que poseía poder real, existía en otra parte-. Debe de haber documentos de alguna clase.

– Puede que los guarde en su casa -sugirió Ángel.

Lo miré.

– ¿Tienes algo mejor que hacer?

– ¿Mejor que entrar a robar en una casa? No, la verdad es que no. -Observó con atención la cerradura del archivador-. Además voy a decirte otra cosa: me parece que alguien ha intentado abrir esto antes que nosotros. Hay marcas alrededor de la cerradura. Son pequeñas, pero ha sido un trabajo de aficionados.

Volvimos a cerrar las puertas y bajamos. En la puerta trasera, Ángel se detuvo y examinó la cerradura con la ayuda de su linterna.

– Esta puerta ha sido abierta desde fuera -dijo-. Hay señales recientes alrededor del ojo de la cerradura, y no las he hecho yo. Si antes no las he visto, es porque no las he buscado.

No había nada más que decir. No éramos los únicos interesados en averiguar qué contenían los archivos de Carter Paragon, y sabía que no éramos los únicos que andábamos tras los pasos del señor Pudd. Lester Bargus descubrió eso mismo poco antes de morir.


La casa de Carter Paragon estaba en silencio cuando pasamos por delante. Aparcamos fuera de la carretera, en las sombras proyectadas por un pinar, y seguimos la tapia de la finca hasta una verja de seguridad detrás de la casa. No se veían cámaras, pero había un interfono en el poste de la verja, al igual que en la entrada principal. Saltamos la tapia, primero Ángel y yo, seguidos de Louis tras una reticente pausa. Cuando cayó en el blando césped, se miró con consternación las marcas que había dejado la tapia blanca en sus vaqueros negros, pero no dijo nada.

Al amparo de los árboles, rodeamos la casa. Sólo había una luz encendida, correspondía a una habitación con cortinas del piso superior, en el lado oeste. En el camino de acceso continuaba aparcado el mismo coche abollado, pero el capó estaba frío. Esa noche no lo habían puesto en marcha. El Explorer no se hallaba a la vista. Las cortinas de la ventana estaban corridas por completo y era imposible ver el interior.

– ¿Qué quieres hacer? -preguntó Ángel.

– Llamar al timbre -contesté.

– Pensaba que veníamos a robarle -dijo Ángel entre dientes-, no a venderle la revista de los testigos de Jehová.

Pulsé el timbre de todos modos, y Ángel permaneció en silencio. Nadie atendió, ni siquiera cuando volví a llamar durante diez segundos largos. Ángel nos dejó y desapareció en dirección a la parte de atrás. Regresó al cabo de un par de minutos.

– Me parece que tienes que echarle un vistazo a esto -dijo.

Lo seguimos a la parte posterior de la casa y entramos por la puerta abierta a una cocina pequeña y pobremente equipada. En el suelo había cristales rotos, dejados allí por quienquiera que hubiese hecho añicos uno de los paneles para acceder al cerrojo.

– Doy por sentado que esto no es obra tuya -dije a Ángel.

– No voy a dignarme siquiera responder a esa pregunta.

Louis ya había desenfundado su pistola, tomé ejemplo. Eché una ojeada a un par de habitaciones al pasar por delante, pero estaban prácticamente vacías, sin apenas muebles, ni cuadros en las paredes o alfombras en el suelo. En una habitación vi un televisor y un vídeo frente a un par de sillones viejos y una mesita de centro destartalada, pero la mayor parte de la casa parecía deshabitada. El salón delantero era el único espacio donde se hallaba algo de interés: cientos y cientos de libros y panfletos recién empaquetados en cajas, listos para que se los llevaran. Incluían manuales de adiestramiento clandestino y guías de armas improvisadas; instrucciones para la fabricación doméstica de munición, temporizadores y detonadores; catálogos de suministros militares, e infinidad de libros sobre vigilancia encubierta. En la caja más cercana a la puerta había un montón de textos fotocopiados y encuadernados toscamente; en la tapa de cada uno de ellos se leían las palabras Ejército de Dios escritas con plantilla.

El nombre «Ejército de Dios» se acuñó en 1982, cuando el médico abortista Héctor Zevallos y su esposa fueron secuestrados en Illinois y sus secuestradores utilizaron ese nombre al negociar con el FBI. Desde entonces, el Ejército de Dios había dejado su tarjeta de visita en atentados con bomba contra clínicas, y el manual publicado anónimamente que yo sostenía en la mano se había convertido en sinónimo de una determinada clase de extremismo religioso. Era una especie de «recetario anarquista» para fanáticos religiosos, una guía para enseñar a volar edificios y, si era necesario, personas para mayor gloria de Dios.

Louis tenía en la mano un grueso fajo de fotocopias de un listado, uno de varios amontonados en el suelo.

– Clínicas de abortos, clínicas para el tratamiento del sida, direcciones particulares de médicos, números de matrícula de activistas de grupos de defensa de los derechos civiles, feministas. Este tipo de la página tres, Gordon Eastman, es activista en favor de los derechos de los homosexuales en Wisconsin.

– Ese tipo de trabajo no te interesa -susurró Ángel-. Como vender consoladores en Alabama.

Eché el manual del Ejército de Dios a la caja.

– Esta gente exporta caos de baja intensidad a todo chiflado con un motivo de resentimiento y un buzón.

– ¿Y dónde están, a todo esto? -preguntó Ángel.

Los tres miramos a la vez hacia el techo y hacia el piso superior de la casa.

– Eso me pasa por hablar -se lamentó Ángel en un susurro.

Subimos por la escalera sigilosamente, Louis en cabeza, Ángel detrás de él y yo el último. La habitación con la luz encendida estaba al fondo del pasillo, en la parte delantera de la casa. Louis se detuvo ante la primera puerta y echó un vistazo para asegurarse de que no había nadie. Sólo contenía el armazón de hierro de una cama y una maleta medio llena de ropa de hombre. En las habitaciones contiguas se había retirado todo el mobiliario.

– Quizás organizó una subasta en el jardín -comentó Louis.

– La organizó, y luego alguien no quedó contento con la mercancía -respondió Ángel con tono solemne. Con la pistola a un lado, se encontraba cerca de la puerta de la única habitación iluminada.

Dentro había una cama, un calefactor eléctrico y una estantería desmontable de Home Depot llena de libros en rústica y coronada por una planta en una maceta. Un pequeño armario contenía varios trajes de Carter Paragon, y había otros extendidos sobre la cama. Una silla de madera se alzaba junto a un tocador. Un televisor portátil permanecía mudo y oscuro sobre un módulo barato.

Carter Paragon se hallaba sentado en otra silla de madera, a juego con la del tocador, y alrededor de él la moqueta estaba manchada de sangre. Tenía los brazos a la espalda, inmovilizados con unas esposas. Había recibido una paliza brutal. Tenía la cara tumefacta y amoratada y un ojo había quedado reducido a pulpa. Estaba descalzo y presentaba fracturas en los pulgares de los pies.

– Fíjate en esto -dijo Ángel, señalando detrás de la silla.

Al mirar hice una mueca. Le habían arrancado cuatro uñas. Le busqué el pulso. No tenía, pero el cuerpo seguía caliente cuando lo toqué.

Carter Paragon tenía la cabeza inclinada hacia atrás y la cara levantada hacia el techo. En su boca abierta, entre la sangre, vi algo pequeño y marrón. Extraje un pañuelo del bolsillo para sacar el objeto y lo acerqué a la luz. Un hilo de saliva sanguinolenta cayó al suelo.

Era un fragmento de arcilla.

20

Volvimos a Scarborough esa misma noche. Ángel y Louis se adelantaron mientras yo hacía una breve parada en Augusta. Telefoneé desde una cabina a la redacción del Portland Press Herald, pedí que me pusieran con la sección de noticias y le comuniqué a la mujer que contestó que había un cadáver en la casa de Carter Paragon en Waterville pero que la policía aún no estaba enterada. A continuación colgué. El Herald, como mínimo, se pondría en contacto con la policía, que a su vez iría a llamar a la puerta de Paragon. Así eludía la posibilidad de que el 911, tras la reciente incorporación de mejoras técnicas, localizase mi llamada, con el consiguiente riesgo de que me interceptase el coche patrulla más cercano, o grabasen mi voz utilizando el sistema RACAL o cualquier otro procedimiento similar. Después conduje en silencio, pensando en Carter Paragon y en el trozo de arcilla que alguien había depositado en su boca como mensaje para quienquiera que lo encontrase.

Ángel y Louis ya se habían puesto cómodos cuando llegué a la casa de Scarborough. Oí a Ángel en el baño, revolviéndolo. Aporreé la puerta.

– No lo dejes todo patas arriba -le advertí-. Viene Rachel, y lo he limpiado especialmente para la ocasión.

A Rachel no le gustaba el desorden. Era una de esas personas que obtienen cierta satisfacción en limpiar el polvo y quitar la suciedad incluso de otra gente. Siempre que se quedaba unos días conmigo en Scarborough, yo podía tener la seguridad de que tarde o temprano me la encontraría encaminándose hacia el baño o la cocina con guantes de goma y una expresión resuelta en el rostro.

– ¿Te limpia el baño? -me preguntó Ángel una vez, como si le hubiese dicho que ella sacrificaba cabras con regularidad o jugaba al golf femenino-. Yo no limpio siquiera mi propio baño, y desde luego no limpiaría el baño de un desconocido.

– Yo no soy un desconocido, Ángel -expliqué.

– Oye -repuso-, cuando se trata de asuntos de baño, todo el mundo es un desconocido.

En la cocina, Louis desechaba alimentos agachado frente a la nevera y los dejaba en el suelo. Consultó la fecha de caducidad de unos fiambres pasados.

– Maldita sea, ¿es que compras toda esta comida en subastas?

Mientras telefoneaba para pedir unas pizzas me pregunté si, después de todo, había sido buena idea permitirles entrar en mi casa.


– ¿De quién se trata? -quiso saber Louis.

Estábamos sentados a la mesa de la cocina hablando del fragmento de arcilla que había dejado el asesino de Paragon, mientras esperábamos a que llegase la comida.

– Al Z me contó que se hace llamar Golem y el padre de Epstein me lo confirmó. Es lo único que sé. ¿Has oído hablar de él?

Negó con la cabeza.

– Eso significa que es muy bueno, o un aficionado. Aun así, el nombre es guapo.

– Sí, ¿y por qué no puedes tener tú un nombre como ése? -preguntó Ángel.

– Eh, Louis es un nombre guapo.

– Sólo si eres el rey de Francia. ¿Creéis que le sonsacó mucho a Paragon?

– Ya habéis visto lo que le hizo -contesté-. Probablemente Paragon le contó todo lo que recordaba desde la escuela primaria.

– ¿Ese tal Golem sabe más que nosotros, pues?

– Todo el mundo sabe más que nosotros.

Se oyó parar un coche ante la casa.

– El pizzero -dije.

En torno a la mesa, nadie más hizo ademán de sacar la cartera.

– Por lo que se ve, la cena corre de mi cuenta.

Fui a la puerta y tomé las dos cajas de pizzas de manos del chico. Cuando le entregué el dinero, me habló en voz baja.

– No quiero preocuparle, pero hay un tipo vigilando su casa.

– ¿Dónde? -pregunté.

– Por encima de mi hombro derecho, entre los árboles.

– No le mires -dije-. Márchate como si no pasase nada.

Le di otros diez dólares de propina y, cuando el coche se puso en marcha, eché una mirada a mi izquierda con toda naturalidad. Entre los árboles flotaba algo blanco en la oscuridad: el rostro de un hombre. Entré de nuevo en casa, desenfundé la pistola y anuncié en voz baja:

– Chicos, tenemos compañía.

Salí al porche con la pistola al costado. Ángel me siguió empuñando su Glock. Louis no estaba a la vista, pero supuse que había ido ya a dar la vuelta por detrás de la casa. Bajé lentamente del porche y, sin levantar la pistola, avancé hasta que tuve una perspectiva más clara del mirón. Le vi la cara y el cuero cabelludo sin pelo, la piel pálida, los labios finos y los ojos oscuros. Mantenía las manos ligeramente separadas de los costados para demostrarme que las tenía vacías. Vestía un traje negro con camisa blanca y corbata negra bajo un largo abrigo también negro. Se parecía al hombre que había eliminado a Lester Bargus y probablemente también a Carter Paragon.

– ¿Quién es? -preguntó Ángel entre dientes.

– Imagino que es el tipo del nombre guapo.

Me agaché, dejé la pistola en el suelo y me dirigí hacia él.

– Bird -dijo Ángel con un tono de advertencia en la voz.

– Está en mi propiedad -respondí-, y sabe que es mía. Lo que tiene que decir, sea lo que sea, ha venido a decírmelo a la cara.

– Entonces mantente a la derecha -me indicó-. Si intenta algo, quizá pueda liquidarlo antes de que te mate.

– Gracias. Ya me siento más seguro -respondí, pero me situé a la derecha como me había indicado.

Cuando llegué a unos pasos de él, alzó una de sus blancas manos.

– Ya no hace falta que se acerque más, señor Parker. -Tenía un acento poco común, con extrañas inflexiones europeas-. Sugiero que su amigo también deje de avanzar por el bosque. Aquí no voy a causarle daño a nadie.

Me detuve y, levantando la voz, dije:

– Louis, todo en orden.

A unos cinco metros a mi izquierda, una silueta oscura se separó de los árboles apuntando con su arma al frente. Louis no bajó la pistola, pero tampoco siguió adelante.

De cerca, el Golem era asombrosamente blanco, sin color en los labios ni en las mejillas y con sólo unas tenues manchas oscuras bajo los ojos. Éstos eran de un azul deslavazado, casi sin vida. Unidos a la ausencia de vello en la cara, le daban el aspecto de un maniquí de cera inacabado. Tenía unas profundas cicatrices en el cuero cabelludo y en el lugar donde deberían haber estado las cejas. Reparé en otro detalle: tenía la piel de la cara seca y escamosa en alguna zona, como un reptil en el momento de la muda.

– ¿Quién es usted? -pregunté.

– Me parece que ya sabe quién soy.

– El Golem -dije.

Esperaba que asintiese, quizás incluso que sonriese, pero no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que replicó:

– El Golem es un mito, señor Parker. ¿Cree usted en los mitos?

– Antes no, pero más de una vez he podido comprobar que me equivocaba. Ahora procuro mantener una actitud abierta. ¿Por qué ha matado a Carter Paragon?

– La pregunta es en realidad por qué he hecho daño a Carter Paragon. Por la misma razón por la que usted ha entrado en su casa una hora después: para averiguar qué sabía. Su muerte ha sido una consecuencia, no el resultado de una intención.

– También mató a Lester Bargus.

– El señor Bargus suministraba armas a hombres malvados -se limitó a contestar-. Pero ya no.

– No estaba armado.

– Tampoco el rabbi. -Lo pronunció en hebreo.

– Ojo por ojo -dije.

– Quizá. También sé cosas de usted, señor Parker. No creo que esté en situación de juzgarme.

– No le juzgo. Lester Bargus era un hombre despreciable y nadie le echará de menos, pero por lo que he observado a lo largo de mi vida, la gente dispuesta a atacar a un hombre desarmado no tiene, por lo general, muchos escrúpulos a la hora de elegir a quien mata. Eso me preocupa.

– Le repito que no es mi intención causarles daño alguno a usted y sus amigos. El hombre a quien busco se hace llamar Pudd. Usted lo conoce, creo.

– Lo he visto en alguna ocasión.

– ¿Sabe dónde está?

Por primera vez asomó a su voz cierta ansiedad. Supuse que o bien Paragon había muerto antes de contárselo todo, o bien, más interesante aún, que no había podido revelarle a su asesino dónde tenía Pudd su cubil porque no lo sabía.

– Todavía no. Pero me propongo averiguarlo.

– Sus intenciones y las mías pueden entrar en conflicto.

– Tal vez los dos tengamos objetivos parecidos -sugerí.

– No, no es así. Los suyos son una cruzada moral. Quienes me han encargado a mí esta tarea tienen una meta más específica.

– ¿La venganza?

– Yo hago lo que se me exige -respondió-. Ni más ni menos. -Tenía una voz grave. Las palabras parecían reverberar dentro de él, como si fuese un hombre hueco, simple forma sin sustancia-. He venido a transmitirle un mensaje. No se interponga entre ese hombre y yo. Si lo hace, me veré obligado a actuar contra usted.

– Eso parece una amenaza.

Ni siquiera le vi moverse. Estaba frente a mí, con las manos vacías, y de pronto lo tenía a mi lado con una pequeña pistola de cañón corto apoyada en mi garganta, el doble cañón apuntándome hacia el cerebro. Desde la oscuridad, Louis proyectó el láser de la mira Beamshot en un intento de encontrar un blanco bien definido, pero mi cuerpo y la oscuridad de la ropa del Golem protegían a éste de Louis y de Ángel.

– Dígales que retrocedan, señor Parker -susurró, tenía la cabeza justo detrás de la mía-. Quiero que me acompañe al coche. Tiene dos segundos.

Acto seguido les transmití a gritos su advertencia, y Louis apagó el rayo de la mira. El Golem tiró de mí guiándome a través de los árboles. Se le había subido la manga del abrigo y vi en su brazo el primero de los pequeños números azules marcados en su piel. Era un superviviente de los campos de concentración. Advertí asimismo que no tenía huellas digitales. En lugar de eso, la piel y la carne parecían haberse hundido, creando una cicatriz arrugada e irregular en la yema de cada dedo. Fuego, pensé. Aquello se debía al fuego: las cicatrices de la cabeza, la desaparición de las huellas digitales.

¿Cómo se crea un demonio de arcilla?

Se cuece en un horno.

Cuando llegamos al coche, me obligó a situarme frente a la puerta del conductor mientras él se sentaba al volante sin apartar el arma de mi columna vertebral.

– Recuerde, señor Parker -dijo a mis espaldas-. No entorpezca mi trabajo.

A continuación, agachando la cabeza, se alejó a gran velocidad.

Louis y Ángel salieron de entre los árboles. Temblando, me llevé la mano a la garganta y me palpé las dos marcas que me había dejado al hincarme la pistola en la carne.

– ¿Crees que habrías podido darle antes de que me matase? -pregunté mientras las luces del coche se desvanecían a lo lejos.

Louis pensó por un momento.

– Probablemente no. ¿Crees que habría sangrado?

– No. Creo que simplemente se habría resquebrajado.

– ¿Y ahora qué? -dijo Ángel.

– Ahora cenemos -propuse, aunque no estaba seguro de si mi estómago retendría la comida. Nos encaminamos a la casa.

– Desde luego te buscas personas muy pintorescas para enemistarte -comentó Louis a la vez que se colocaba junto a mí.

– Sí -respondí-. Supongo que sí.

Los tres oímos al mismo tiempo cómo se acercaba el coche por detrás. Entró en el jardín a cierta velocidad y nos quedamos paralizados bajo los haces de sus faros con las armas en alto y los ojos desorbitadamente abiertos. El conductor apagó las luces al instante. Todavía parpadeando, nos dispersamos a izquierda y derecha. Tras un momento de silencio, se abrió la puerta del conductor y la voz de Rachel Wolfe dijo:

– Muy bien, ya no vais a tomar más café. Nunca.


Después de la cena, Rachel fue a darse una ducha. Mientras Ángel se tomaba una cerveza junto a la ventana, Louis, sentado a la mesa, terminaba una botella de vino. Era un blanco sauvignon de Flagstone, de una nueva bodega de Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Louis recibía dos veces al año dos cajas de surtido variado importadas especialmente y se había traído dos botellas en el maletero del coche. Él y Rachel se habían pasado tanto rato elogiándolo embobados que pensé que uno de los dos había dado a luz a la botella.

– Si eres detective privado, ¿cómo es que no tienes despacho? -preguntó Ángel por fin.

– No puedo permitirme un despacho. Si tuviese un despacho, tendría que vender la casa y dormir en el escritorio.

– Tampoco habría tanta diferencia. En esta casa vieja apenas hay cosas. ¿Alguna vez te ha preocupado que entren ladrones?

– ¿Ladrones en general o uno en concreto que casualmente está en mi cocina en este preciso momento?

Frunció el entrecejo.

– En general.

– No tengo nada que valga la pena robar.

– A eso me refiero. ¿Te has parado a pensar en el efecto que causaría una casa grande y vacía como ésta en alguien que se tomase la molestia de entrar por la fuerza? Más te vale que no sea agorafóbico o, si no, te las verás con una demanda.

– ¿A qué te dedicas, a organizar la Asociación Local en Defensa del Ladrón?

– No, sólo comento lo que veo, como simple observador, y lo que veo es una cocina en un estado lamentable.

– ¿Qué insinúas?

– ¿Qué insinúo siempre? Necesitas compañía.

– Estoy pensando en comprarme un perro.

– No me refería a eso, y tú lo sabes. ¿Hasta cuándo te propones mantenerla a distancia? ¿Hasta que te mueras? No sé si sabes que no os enterrarán uno al lado del otro. Bajo tierra no os tocaréis.

– La oportunidad sólo llama a la puerta una vez, tío -añadió su compañero arrastrando las palabras-. No llama una vez, y luego otra, y luego deja una nota pidiéndote que le devuelvas la visita cuando hayas resuelto tus malos rollos.

Detrás de nosotros se oyeron las pisadas de unos pies descalzos sobre la madera. Rachel apareció en la puerta secándose el pelo. Louis me lanzó una mirada, se puso en pie y dejó la botella vacía en la caja de la basura reciclable.

– Hora de irse a la cama -dijo. Al llegar a la puerta, señaló a Ángel con el mentón-. Para ti también. -Dio un beso a Rachel en la mejilla y se encaminó hacia el coche.

– Y vosotros dos, niños, no os quedéis despiertos hasta tarde besuqueándoos y demás -agregó Ángel con una sonrisa, y después se adentró en la noche detrás de Louis.

– Unidos por dos alcahuetes homosexuales y armados -dije cuando oímos alejarse el coche-. Será algo para contarles a nuestros nietos.

Rachel me miró como intentando decidir si mi comentario era frívolo o no. Sinceramente, yo mismo no estaba seguro.

No se anduvo por las ramas.

– ¿Contrataste a alguien para vigilarme en Boston? -preguntó.

– ¿Te diste cuenta? -Me quedé impresionado, aunque me pareció que el sentimiento no era mutuo.

– Supongo que estaba alerta. Hice una llamada para verificar el número de matrícula de su coche cuando cambiaron de turno. Uno de ellos me ha seguido hasta la puerta de tu casa.

El hermano de Rachel había sido policía, muerto en acto de servicio hacía unos años. Ella aún conservaba amigos en distintos cuerpos de policía.

– Estaba preocupado por ti.

Levantó la voz.

– Ya te lo dije: no quiero que te sientas obligado a protegerme.

– Rachel, esta gente es peligrosa -contesté-. También me preocupa Ángel, pero él al menos lleva un arma. ¿Qué habrías hecho si hubiesen ido a por ti? ¿Tirarles platos?

– Tendrías que habérmelo dicho.

Descargó una violenta palmada en la mesa. En su mirada advertí auténtica ira.

– Si te lo hubiese dicho, ¿lo habrías permitido? Te quiero, Rach, pero eres tan tozuda que podrías dirigir un sindicato.

Parte de la rabia desapareció de sus ojos y, sobre la mesa, su mano se contrajo en un puño, que empezó a temblar al disminuir gradualmente la tensión.

– ¿Cómo podemos estar juntos si siempre tienes miedo de perderme? -preguntó con ternura.

Me acordé de los muertos de St. Froid, congregados en una estrecha calle de Portland. Me acordé de James Jessop y la figura que había visto brevemente inclinada sobre él, la Señora del Verano. Ya la había visto antes: en un vagón de metro; frente a la casa de Scarborough; y en una ocasión reflejada en la ventana de mi cocina, como si estuviese detrás de mí, pero cuando me volví, no había nadie. Sentado en el Chumley's hacía sólo unas cuantas noches me había parecido que era posible reconciliarse con el pasado. Pero eso fue antes de ver la cabeza de Mickey Shine empalada en un árbol, antes de ver a James Jessop surgir de un bosque oscuro y sujetarme la mano. ¿Cómo podía llevar a Rachel a ese mundo?

– No puedo competir con los muertos -dijo ella.

– No te pido que compitas con los muertos.

– Si lo pides o no, no es el problema -se sentó frente a mí, apoyó la barbilla en las palmas de las manos y me miró con una expresión triste y distante.

– Lo estoy intentando, Rachel.

– Lo sé -dijo ella-. Lo sé.

– Te quiero. Deseo estar contigo.

– ¿Cómo? -susurró y agachó la cabeza-. ¿Los fines de semana en Boston, o los fines de semana aquí?

– ¿Y si fuese sólo aquí? -Levantó la vista, como si no estuviese segura de haber oído bien-. Lo digo en serio.

– ¿Cuándo? ¿Antes de que llegue a vieja?

– A más vieja.

Me dio una bofetada en broma y yo alargué el brazo para acariciarle el pelo. Me dirigió una parca sonrisa.

– Todo llegará -dije, y la noté asentir con la cabeza bajo mi mano-. Y no tardará, te lo prometo.

– Más vale -dijo en voz tan baja que casi tuve la sensación de haber oído sus pensamientos. La abracé y de algún modo presentí que tenía algo más que decir, pero guardaba silencio. Al cabo de un rato, cuando su calor se extendió por mi cuerpo, preguntó-: ¿Qué clase de perro piensas comprar?

Le sonreí. Probablemente había sentido toda mi conversación con Ángel y Louis. Sospeché que ésa había sido la intención de ellos.

– Aún no lo he decidido. Quizá tú podrías ayudarme a elegir uno.

– Eso es muy típico de las parejas.

– Bueno, somos una pareja.

– Pero no una pareja normal.

– No. Louis nunca nos lo perdonaría si lo fuésemos.

Me besó y le devolví el beso. El pasado y el futuro se alejaron de nosotros como acreedores temporalmente rechazados, y sólo nos envolvió la breve y fugaz belleza del presente. Esa noche la estreché entre mis brazos mientras dormía e intenté imaginar nuestro futuro juntos, pero éste pareció perdérseme entre marañas y recovecos. Sin embargo, al despertar tenía el puño firmemente cerrado, como si hubiese atrapado algo de vital importancia en mis sueños y me negase a dejarlo escapar.

21

Acostado con Rachel, escuché el creciente ululato de un papamoscas entre las copas de los árboles. Su estancia en Nueva Inglaterra sería breve; probablemente había llegado en la última semana y se marcharía a finales de septiembre, pero si conseguía eludir a los halcones y a los búhos, su pequeño vientre amarillo pronto se llenaría de los más variados insectos cuando se produjese el desenfrenado aumento de la población de bichos. Las primeras moscardas volaban ya en círculos, con un brillo voraz en los grandes ojos verdes. Pronto se les unirían los tábanos y las langostas, las garrapatas y las crisopas. En la marisma de Scarborough convergirían nubes de mosquitos dorados; los machos se alimentaban de los jugos de las plantas mientras las hembras recorrían las aguas y las inmediaciones de los caminos y de las carreteras en busca de manjares más suculentos.

Y los pájaros comerían, y las arañas engordarían a su costa.

A mi lado, Rachel murmuró en sueños, y yo noté su cálida espalda contra el vientre, la línea de su columna vertebral bajo la piel cálida parecía un camino de piedras alfombrado de nieve recién caída. Me incorporé con cuidado para mirarla a la cara. Tenía unos mechones de pelo rojo atrapados entre los labios, y se los aparté con delicadeza. Aún con los ojos cerrados, sonrió y me rozó el muslo suavemente con los dedos. La besé con ternura detrás de la oreja y ella hundió la cabeza en la almohada, descubriéndome su cuello mientras yo recorría su contorno hacia el hombro y el hueco de la garganta. Arqueó el cuerpo apretándose contra mí, y cualquier otro pensamiento se perdió entre la luz del sol y los trinos de los pájaros.

Era casi mediodía cuando dejé a Rachel cantando en el cuarto de baño para ir a comprar panecillos y leche, consciente aún del peso de la Smith & Wesson en la funda bajo el brazo. Me inquietaba la facilidad con que había recuperado la antigua rutina de armarme antes de salir de casa, incluso para algo tan elemental como una visita a la tienda.

A pesar de lo tarde que era aquella mañana, aún albergaba la esperanza de encontrar a Marcy Becker ese mismo día. Las circunstancias me habían obligado a aplazar la búsqueda, pero estaba cada vez más convencido de que ella era la clave de lo que había ocurrido la noche que murió Grace Peltier, una pieza más de un rompecabezas cuyas dimensiones sólo comenzaba a vislumbrar. Faulkner, o algo de él, había sobrevivido. Él, en connivencia con otros, asesinó a los Baptistas de Aroostook y a su propia esposa y luego desapareció para resurgir al cabo del tiempo oculto tras la organización conocida como la Hermandad. Paragon simplemente había sido una fachada, un títere. Faulkner era la verdadera Hermandad, la sustancia detrás de la sombra, y Pudd era su espada.

Aparqué y alcancé la bolsa de comida del asiento delantero. Aún estaba poniendo en orden mis pensamientos, combinando posibilidades, cuando llegué a la puerta de la cocina. La abrí y algo blanco se alzó del suelo y revoloteó por el aire debido a la corriente.

Era el envoltorio de un terrón de azúcar.

Rachel estaba en el pasillo, y Pudd, junto a ella, la obligó a entrar en la cocina a empujones. La había amordazado con un pañuelo e inmovilizado los brazos a la espalda.

Detrás de ella, Pudd se detuvo.

Dejé caer la bolsa y me llevé la mano a la pistola. Simultáneamente, Rachel forcejeó entre las manos de Pudd y, con un único movimiento, echó la cabeza atrás contra su cara, acertándole en el puente de la nariz. Pudd se tambaleó y la abofeteó con el dorso de la mano. Cuando mis dedos rozaban ya la culata de la Smith & Wesson, algo me golpeó con fuerza un lado de la cabeza y me desplomé al tiempo que un intenso dolor blanco me traspasaba el cerebro. Sentí unas manos en el costado, y mi pistola desapareció a la vez que gotas rojas estallaban como rayos solares en la leche derramada. Intenté levantarme, pero me resbalé al apoyar las manos en el suelo mojado y me noté las piernas pesadas y torpes. Al alzar la mirada, vi a Pudd descargar una lluvia de golpes sobre la cabeza de Rachel mientras ella caía al suelo. Pudd tenía la cara y la palma de la mano ensangrentadas. A continuación recibí un segundo impacto en la cabeza, seguido de un tercero, y no sentí nada más durante lo que pareció mucho rato.


Recobré el conocimiento lenta y laboriosamente, como si avanzase con dificultad a través de aguas rojas y profundas. Tenía la vaga conciencia de que Rachel estaba sentada en una silla de la cocina junto a la mesa, vestida aún con su bata blanca de algodón. Se le veían los dientes a causa del tenso pañuelo que le impedía cerrar la boca y tenía las manos atadas a la espalda. Su. rostro presentaba magulladuras en la mejilla y el ojo izquierdo y la sangre le corría por la frente y le resbalaba por la cara hasta manchar la mordaza. Me miró con expresión suplicante y dirigió los ojos desesperadamente a mi derecha, pero, cuando intenté mover la cabeza, recibí otro golpe y todo quedó a oscuras.

Permanecí en estado de semiinconsciencia durante un rato. Con lo que parecían ser trozos de cable me habían atado los brazos separados, cada muñeca amarrada a uno de los barrotes de la silla. Se me hincaron en la piel cuando intenté moverme. Sentía un dolor atroz en la cabeza y la sangre me cubría los ojos. A través de la bruma oí decir:

– Así que éste es el hombre.

Era la voz de un anciano, débil y cascada como la de una grabación escuchada en una radio antigua. Traté de levantar la cabeza, vi que algo se movía en la penumbra del pasillo de la casa: una figura un poco encorvada, envuelta en negro. Otra silueta más alta la acompañaba, y pensé que quizás era una mujer.

– Me parece que deberías marcharte ya -dijo una voz masculina.

Reconocí el tranquilo y cuidadoso ritmo que adoptaba el señor Pudd al hablar.

– Preferiría quedarme -fue la respuesta de la voz, ahora más cerca de mí-. Ya sabes lo mucho que me gusta verte trabajar.

Sentí unos dedos en la barbilla mientras el viejo hablaba, y me llegó un olor a salitre y cuero. El hedor de la descomposición interna se percibía en su aliento. Hice el esfuerzo de abrir los ojos por completo, pero la habitación dio vueltas y sólo fui consciente de la presencia del viejo, del modo en que sus dedos me agarraban la cara, palpando la estructura ósea bajo la piel. Deslizó la mano hasta mi hombro y luego me recorrió las manos y los dedos.

– No -contestó Pudd-. Ya ha sido una imprudencia que vinieses precisamente hoy. Tienes que marcharte.

Oí una exhalación de hastío.

– Los ve, ¿sabes? -comentó el anciano-. Lo percibo en él. Es un hombre poco común, un hombre atormentado.

– Acabaré con su sufrimiento.

– Y con el nuestro -dijo el viejo-. Tiene huesos fuertes. No le estropees los dedos ni los brazos. Los quiero.

– ¿Y la mujer?

– Haz lo que tengas que hacer, pero la promesa de perdonarle la vida quizás induzca a su amante a cooperar.

– Pero ¿y si muere?

– Tiene una piel hermosa. Puedo utilizarla.

– ¿Cuánta? -preguntó Pudd.

Se produjo una pausa.

– Toda -contestó el viejo.

Oí unos pasos en la cocina a mi lado. La película roja que me cubría los ojos se desvanecía a medida que parpadeaba para quitarme la sangre. Vi a la mujer extraña y sin nombre con cicatrices en el cuello que me miraba con los ojos entornados rebosantes de odio. Me tocó la mejilla con los dedos y me estremecí.

– Marchaos ya -dijo el señor Pudd.

Ella se quedó junto a mí por un momento y luego se alejó casi con pesar. Vi cómo se fundía con las sombras, y después dos figuras cruzaron la puerta entreabierta de la entrada y salieron al jardín. Intenté seguirlos con la mirada hasta que una bofetada en la mejilla me obligó a volverme y alguien apareció en mi ángulo de visión, una mujer vestida con pantalón y jersey azules, el pelo suelto sobre los hombros.

– Señorita Torrance -dije con la boca seca-. Espero que el señor Paragon le haya dejado buenas referencias antes de morir.

Me golpeó en la nuca. No fue un golpe fuerte. No era necesario. Me dio en el mismo punto en que había recibido los golpes anteriores. Casi podría haberse visto el dolor, como relámpagos en el cielo nocturno, y sentí náuseas. Dejé caer la cabeza apoyando el mentón en el pecho, y procuré contener el vómito. Desde la parte delantera de la casa me llegó el sonido de un coche que se alejaba, y después percibí un movimiento frente a mí, en la puerta de la cocina apareció un par de zapatos marrones. Recorrí los zapatos hasta los dobladillos del pantalón marrón, luego hasta la cintura un tanto tirante, la chaqueta marrón de cuadros y por último los ojos oscuros de párpados carnosos del señor Pudd.

Ofrecía un aspecto considerablemente peor que en nuestro último encuentro. Tenía los restos de la oreja derecha cubiertos de gasa y la nariz hinchada por el cabezazo de Rachel. Le quedaban restos de sangre en torno a los orificios nasales.

– Bienvenido, caballero -dijo sonriente-. Le doy la bienvenida con toda sinceridad.

Señaló a Rachel con la mano enguantada.

– Hemos tenido que buscarnos un entretenimiento mientras usted estaba fuera, pero dudo que su fulana tenga mucho que contarnos. En cambio usted, señor Parker, seguramente sabe mucho más.

Dio un paso al frente y se colocó junto a Rachel. De un solo movimiento le arrancó la manga de la bata y dejó a la vista la piel blanca del brazo, salpicada aquí y allá de pequeñas pecas marrones. La señorita Torrance, advertí, estaba en ese momento de pie ante mí y un poco a mi derecha, apuntándome con su Khar K9; mi Smith & Wesson se encontraba en la funda sobre la mesa. Los restos de mi teléfono móvil se hallaban esparcidos por el suelo y vi que habían arrancado el cable del teléfono en la cocina.

– Como usted sabe, señor Parker, buscamos algo -comenzó a explicar Pudd-, algo que nos quitó la señorita Peltier. Ese objeto está aún en paradero desconocido. Como lo está también, creemos ahora, un pasajero que viajaba en el coche con la difunta señorita Peltier poco antes de que muriese. Pensamos que quizás ese individuo tiene el objeto que buscamos. Nos gustaría que nos confirmase usted la identidad de esa persona para que podamos recuperarlo. También nos gustaría que nos contase todo lo que ocurrió entre usted y el difunto señor Al Z, el contenido de la conversación que mantuvo con el señor Mercier hace dos noches, y todo lo que sepa del hombre que mató al señor Paragon.

No contesté. Pudd guardó silencio durante unos treinta segundos y luego lanzó un suspiro.

– Sé que es usted un hombre muy obstinado. Creo que quizás estaría incluso dispuesto a morir con tal de no proporcionarme lo que quiero. Admito que es muy loable dar la vida para salvar otra. En cierto sentido, eso es lo que nos ha llevado a este punto. Al fin y al cabo, todos somos fruto del sacrificio de un hombre, ¿no es así? Y usted, señor Parker, morirá hable o no. Su vida está a punto de acabar. -Se inclinó por encima del hombro de Rachel y, agarrándole la barbilla, la obligó a mirarme-. Pero ¿está dispuesto a sacrificar la vida de otro para proteger a quien acompañaba a Grace Peltier o para alimentar su extraña cruzada? Ésa es la verdadera prueba: ¿Cuántas vidas vale esa persona? ¿Ha llegado usted a conocer siquiera al individuo en cuestión? ¿Puede alguien que no conoce tener más valor para usted que la vida de esta mujer? ¿Tiene derecho a entregar la vida de la señorita Wolfe para salvaguardar sus principios? -Soltó la mandíbula de Rachel e hizo un gesto de indiferencia-. Son preguntas difíciles, señor Parker, pero tenga por seguro que en breve conseguiremos las respuestas.

Recogió del suelo un maletín grande de plástico con pequeños orificios en la superficie. Lo colocó en la mesa junto a su Beretta y lo abrió de cara a mí. Contenía cinco recipientes. Tres de ellos eran cajas de diez o doce centímetros de largo y los otros dos eran simples frascos de hierbas y especias adaptados para su finalidad.

Extrajo los dos frascos de especias, que eran de los reutilizables con la tapa perforada. En cada uno de ellos, algo pequeño con múltiples patas palpaba el cristal con un pequeño apéndice en alto. Pudd dejó uno de los frascos en la mesa y se aproximó a mí con el otro, que sostenía con delicadeza entre el pulgar y el índice para que yo viese el contenido con toda claridad.

– ¿Reconoce esto? -preguntó.

Dentro del frasco, la araña reclusa marrón se levantó contra el cristal mostrando su abdomen y sondeando el aire con las fibrosas patas antes de retroceder. En el cefalotórax tenía una diminuta marca de color marrón más oscuro, en forma de violín, a la que la araña debía su nombre común de araña violín.

– Es una reclusa, señor Parker, Loxosceles reclusa. Le he contado lo que les hizo usted a sus hermanas en el buzón. Las quemó vivas. Eso no me parece muy justo.

Acercó el frasco a un par de centímetros de mis ojos y lo agitó con suavidad. Dentro, la araña, cada vez más nerviosa, recorrió desoladamente el reducido espacio moviendo las patas sin cesar.

– Algunas personas consideran a las reclusas unos arácnidos dañinos y repugnantes; yo, en cambio, las admiro. Poseen una agresividad extraordinaria. A veces les doy de comer viudas negras, y le sorprendería ver con qué rapidez una viuda se convierte en un sabroso refrigerio para una familia de reclusas.

»Pero el aspecto más interesante, señor Parker, es el veneno. -Le brillaron intensamente los ojos bajo los párpados, y percibí un tenue olor procedente de él, un hedor químico y desagradable, como si su cuerpo, conforme crecía su excitación, hubiese empezado a segregar su propia toxina-. El veneno que utiliza para atacar a los humanos no es el mismo que el que emplea para paralizar y matar a los insectos de que se alimenta. En el veneno que utiliza contra nosotros, hay un componente más, una toxina adicional. Es como si esta pequeña araña fuese consciente de nuestra existencia, lo hubiese sido siempre, y hubiese encontrado una manera de hacernos daño. Una manera en extremo desagradable.

Se alejó hasta situarse de nuevo junto a Rachel. Le rozó la mejilla con el frasco. Ella rehuyó el contacto, y vi que había empezado a temblar. Las lágrimas le resbalaban desde los ojos. El señor Pudd dilató las aletas de la nariz, como si olfatease en ella el miedo y la aversión.

Pero Rachel me miró de pronto y movió la cabeza una vez en un discreto gesto de negación.

– El veneno provoca necrosis. Vuelve a los glóbulos blancos contra su propio organismo. La piel se hincha y comienza a corromperse y el cuerpo es incapaz de reparar el daño. Algunas personas sufren mucho, las hay que incluso mueren. Supe de un hombre que murió en menos de una hora después de la picadura. Resulta asombroso que semejante sufrimiento pueda causarlo una araña tan pequeña, ¿no cree? El difunto señor Shine experimentó una revelación íntima de su forma de actuar, como sin duda le contó a usted antes de morir.

»Sin embargo, a algunas personas no les afecta en absoluto. El veneno sencillamente no surte en ellas el menor efecto. Y eso es lo que da interés a esta pequeña prueba. A menos que me diga lo que quiero saber, voy a depositar la reclusa sobre la piel de su fulana. Es probable que ella ni siquiera sienta la picadura. Luego esperaremos. Para que el antídoto contra el veneno de la reclusa sea eficaz, debe administrarse antes de media hora. Si usted no colabora, me temo que estaremos aquí mucho más tiempo. Empezaremos por los brazos y luego seguiremos con la cara y los pechos. Si aun así no conseguimos conmoverle, puede que haya que pasar a otros de mis especímenes. Tengo una viuda negra en el maletín, y una araña de arena de Sudáfrica por la que siento especial cariño. Podrá saborearla en su boca mientras muere. -Levantó el pequeño frasco-. Por última vez, señor Parker, ¿quién era el otro pasajero y dónde está ahora esa persona?

– No lo sé -contesté-. Todavía no lo he averiguado.

– No le creo.

Lentamente, Pudd empezó a desenroscar el tapón del frasco.

Me revolví en la silla cuando acercó de nuevo el frasco a Rachel. Pudd interpretó el movimiento como indicio de mi inquietud, y eso le excitó más aún. Pero se equivocaba. Aquéllas eran sillas viejas. Llevaban en la casa prácticamente cincuenta años. Se habían roto, habían sido arregladas y se habían vuelto a romper. Ejerciendo presión con los hombros y retorciendo la mano, noté que el barrote del respaldo de mi silla se aflojaba. Empujé con los hombros y oí un ligero crujido. El barrote subió casi un centímetro cuando el armazón de la silla comenzó a desmontarse.

– Es verdad -dije-. No lo sé.

Agarré el barrote más firmemente con la mano derecha y noté que giraba en la entalladura. Casi se había desprendido. A mi lado, la señorita Torrance tenía toda su atención puesta en Rachel y en la araña. Pudd abrió el tapón y volvió el frasco del revés, y la reclusa quedó atrapada sobre la piel del brazo de Rachel. Vi cómo reaccionaba la araña cuando Pudd agitó un poco el frasco incitándola a picar. Rachel, con los ojos desorbitados, dejó escapar un grito ahogado tras la mordaza. Junto a ella, Pudd abrió la boca y emitió una ronca exclamación cuando la araña le picó. A continuación me miró con un placer absoluto y perverso.

– ¡Malas noticias, señor Parker! -dijo al tiempo que el barrote se soltaba y yo, girando la muñeca, se lo hincaba a la mujer en el costado izquierdo con toda mi fuerza. Noté una breve resistencia antes de que se desgarrase la piel entre la tercera y la cuarta costillas y la traspasase. Ella lanzó un alarido en el momento en que yo me levantaba. Le golpeé en la cara con la frente y se desplomó contra el fregadero dejando caer el arma. Simultáneamente, Rachel desplazó su peso en la silla y la volcó hacia atrás obligando a Pudd a apartarse de la mesa. Con la silla colgándome todavía de la mano izquierda, alcancé mi pistola y descerrajé dos tiros en dirección a Pudd. Él los esquivó abalanzándose hacia el pasillo, y del marco de la puerta volaron varias astillas.

Junto a mí, la mujer me lanzaba manotazos a las piernas. Sin mirar, le asesté una patada y sentí cómo le alcanzaba. Los manotazos cesaron. Me liberé de los restos de la silla y salí al pasillo justo a tiempo de ver abrirse la puerta delantera y desaparecer a la derecha el cuerpo alargado de Pudd. Corrí por el pasillo, me aventuré a echar un rápido vistazo por la puerta y escondí raudo la cabeza al sonar los disparos. Tenía una segunda arma. Tras respirar hondo, rodé por el porche y empecé a disparar, notando el retroceso de la Smith & Wesson en la mano derecha. Pudd se escabulló entre los árboles y le seguí. Al oír que el coche arrancaba apreté el paso. Segundos después, el Cirrus salió de su escondite. Continué disparando hasta vaciar el cargador mientras él bajaba por el camino de acceso y se alejaba por Mussey Road. La luna posterior se hizo añicos y una luz trasera estalló. Lo dejé ir y regresé rápidamente a la casa para desatar a Rachel. Ella retrocedió de inmediato hacia el pasillo, donde se quedó hecha un ovillo frotándose sin cesar la zona en que le había picado la reclusa.

La mujer avanzaba a rastras hacia la puerta con el barrote aún hundido en el costado, iba dejando un rastro de sangre negra en el suelo. Tenía la nariz rota y un ojo semicerrado por efecto de mi patada. Me miró con los ojos empañados cuando me incliné sobre ella, y vi cómo su mirada y su vida se apagaban.

– ¿Adónde ha ido? -pregunté con ira.

Movió la cabeza en un gesto de negación y me escupió sangre a la cara. Agarré el barrote y lo hice girar. Apretó los dientes de dolor.

– ¿Adónde ha ido? -repetí.

La señorita Torrance golpeó el suelo con una mano. Abrió la boca tanto como le fue posible mientras se retorcía y contorsionaba, y finalmente la recorrió un espasmo. Solté el barrote y me aparté de ella al ver que ponía los ojos en blanco y moría. La registré, pero no llevaba documentación encima ni indicio alguno de dónde podía tener Pudd su base. En un gesto de rabia impotente le asesté una patada en las piernas. Luego inserté un cargador de reserva en la pistola y acompañé a Rachel a mi coche.

22

Telefoneé a Ángel y a Louis desde el Centro Médico de Maine, pero no los encontré en su habitación del hotel. Luego llamé al Departamento de Policía de Scarborough. Informé de que una pareja había entrado por la fuerza en mi casa y agredido a mi novia, y uno de ellos yacía muerto en el suelo de la cocina. Les facilité asimismo una descripción del Cirrus con el que el señor Pudd se había marchado, incluyendo la rotura de la luna trasera y la luz de posición.

El Departamento de Policía de Scarborough estaba provisto de QED, o distribución de misiones asistida por ordenador, lo que significaba que se asignaría un coche patrulla a la casa de inmediato. Además, alertarían a los departamentos de localidades vecinas y a la policía del estado en un esfuerzo por localizar a Pudd antes de que se deshiciese del automóvil.

En el centro médico de Maine administraron el antídoto a Rachel después de hacerle contestar a un sinfín de preguntas de las que yo no tuve conocimiento. Luego, para que descansara, la acostaron sobre una camilla en una sección aislada por una cortina. Por entonces Ángel y Louis ya habían recibido mi mensaje, y Ángel estaba ahora sentado junto a ella, hablándole con dulzura, mientras Louis esperaba en el coche. Cierta gente aún hacía preguntas sobre los acontecimientos ocurridos en Dark Hollow el invierno del año anterior, y Louis llamaba mucho más la atención que Ángel.

Rachel no habló durante el viaje al hospital. Temblorosa, se limitó a mantener la mano apoyada en la zona donde le había picado la araña. También había sufrido cortes y contusiones en la cabeza, pero no tenía conmoción cerebral y se pondría bien. A mí me habían hecho una radiografía y me habían dado diez puntos para cerrar la herida del cuero cabelludo. A primera hora de la tarde aún me sentía aturdido y embotado cuando llegó Ramos, uno de los inspectores de Scarborough, acompañado del inspector del departamento, Wallace MacArthur, y una carretada de preguntas. La primera fue: ¿Quién era la mujer muerta? Más aún: ¿Dónde estaba?

– Al irme, estaba allí tendida -respondí.

– Pues no estaba allí tendida cuando ha llegado a tu casa el primer coche patrulla. Había mucha sangre en el suelo de la cocina y también en el jardín, pero no una mujer muerta -explicó sentado frente a mí en una pequeña sala privada destinada normalmente a ofrecer consuelo a los familiares de pacientes recién fallecidos-. ¿Seguro que estaba muerta?

Asentí y tomé un sorbo de café tibio.

– Le clavé el barrote de una silla hasta la mitad, justo entre la tercera y la cuarta costilla, y empujé con fuerza. La vi morir. Es imposible que se haya levantado y se haya ido por su propio pie.

– ¿Crees que ese individuo, ese señor Pudd, ha vuelto a buscarla? -preguntó.

– ¿Han encontrado un maletín lleno de arañas en la mesa de mi cocina?

MacArthur negó con la cabeza.

– Entonces ha sido él.

Había asumido un gran riesgo; probablemente había dispuesto de apenas unos minutos para rescatarla.

– Sospecho que pretende mantener las aguas lo más revueltas posible -dije-. Sin la mujer no hay identificación concluyente, nada que pueda vincularla a él. Ni a nadie más -añadí.

– ¿Sabes quién es?

Asentí.

– Me parece que se llama Torrance. Era la secretaria de Carter Paragon.

– ¿El difunto Carter Paragon?

– Enseguida vuelvo -dije a MacArthur.

Por unos segundos me dio la impresión de que estaba tentado de sentarse sobre mí, agarrarme por el cuello y sacudirme hasta que desembuchase todo lo que sabía. No obstante, asintió de mala gana y me dejó ir.

Ángel se levantó y se fue discretamente hacia la ventana cuando me acerqué. Rachel estaba pálida, y el sudor le cubría la frente y el labio superior, pero me apretó la mano con fuerza cuando me senté en el borde de la cama.

– ¿Qué tal?

– Tengo más aguante del que tú te crees, Parker.

– Sé que tienes mucho aguante.

Movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

– Supongo que sí. -Miró en dirección a donde esperaban Ramos y MacArthur-. ¿Qué vas a decirles?

– Todo lo que pueda. -Pero ¿no todo lo que sabes?

– Eso sería poco prudente.

– Todavía tienes intención de visitar a los Becker, ¿no? -preguntó en un susurro.

– Sí.

– Te acompaño. Quizá yo consiga convencerles más fácilmente. Si tú y Louis os presentáis ante esa gente con vuestro actual ánimo, es probable que les deis un susto de muerte. Y si encontramos a Marcy, será útil una cara cordial.

Tenía razón.

– De acuerdo -contesté-. Descansa un rato, y luego nos marchamos. Nadie va a ir a ninguna parte sin ti.

Me dirigió una sonrisa complacida y me soltó la mano. Ángel volvió a tomar asiento junto a ella. Llevaba la Glock en una funda IWB al cinto, oculta bajo la larga camisa.

De la sala donde había dejado a MacArthur y a Ramos llegó un vocerío. Vi salir a Ramos a toda prisa. MacArthur lo seguía, pero se detuvo al verme.

– ¿Qué pasa?-pregunté.

– Un barco pesquero ha visto el yate de Jack Mercier a marcha lenta a unas dos millas mar adentro. La marea lo arrastra hacia la costa. -MacArthur tragó saliva-. Dice el capitán que ha visto un cuerpo atado al mástil.


El yate, llamado Revenant, había atracado en el puerto deportivo de Portland hacía cinco días. Era un Grady White Sailfish 25 de ocho metros de eslora, con dos motores fueraborda Suzuki de doscientos caballos. Su propietario había pagado 168 dólares por adelantado por una semana de amarradero, conforme a la tarifa establecida de tres dólares por día y por metro. El nombre, la dirección, el número de teléfono y la matrícula del barco que dio a los Portland Yacht Services, administradores del puerto deportivo, eran todos falsos.

Era un hombre de baja estatura, bizco y con la cabeza rapada. Pasó la mayor parte del tiempo dentro del barco o en las inmediaciones, durmiendo en el único compartimento. De día se sentaba en la cubierta con unos prismáticos en una mano, un teléfono móvil en la otra y un libro en el regazo. No habló con nadie y rara vez dejó el barco durante más de quince minutos. Daba la impresión de que mantenía la vista fija en las aguas de Casco Bay, de que vigilaba algo.

A primera hora de la mañana del sexto día, un grupo de seis personas -dos mujeres, cuatro hombres- subieron a bordo de un yate en la bahía. Era el Eliza May, un barco de veintiún metros de eslora construido hacía tres años por Hodgdon Yachts de East Boothbay. Tenía la cubierta de teca, y el casco de resina epoxídica, cristal y caoba sobre cedro de Alaska. Además de la vela Doyle para el mástil de veinticuatro metros de altura, iba provisto de un motor diesel Perkins de ciento cincuenta caballos y tenía capacidad para albergar a siete personas con toda comodidad. Estaba equipado con un radar cuyo radio de acción era de sesenta y cinco kilómetros, con GPS, loran y WeatherFax, así como con radio de banda única y VHF y un sistema de emergencia EPIRB. Le había costado a Jack Mercier más de dos millones y medio de dólares y era demasiado grande para el puerto de Scarborough, así que disponía de un atracadero permanente en Portland.

El Eliza May zarpó de Portland por última vez poco después de las seis de la mañana. El viento soplaba en dirección noroeste, hacía un tiempo magnífico para navegar, y a Mercier se le agitaba el cabello blanco cuando, al timón, dirigió el barco hacia el interior de Casco Bay. Deborah Mercier estaba sentada lejos de su marido, con la cabeza gacha. En esos momentos se habían unido al hombre bizco otras dos personas, una mujer de azul y un hombre pelirrojo y delgado vestido de marrón, ambos con cañas para la pesca del atún. Cuando el Eliza May salió hacia alta mar, el Revenant abandonó el puerto y lo siguió sin dejarse ver.


Alcancé a MacArthur en el ascensor.

– Mercier está implicado en esto -dije. Ya no tenía sentido

mantener en secreto el papel de Mercier.

– ¿Qué demonios…?

– Créeme. He estado trabajando para él. -Advertí que consideraba las opciones que le quedaban, así que decidí adelantarme a él-. Llévame. Te contaré lo que sé por el camino.

Se detuvo, me miró por un largo momento con expresión severa y extendió la mano.

– Puedes venir hasta Pine Point. Entrega el arma, Charlie -exigió.

A mi pesar, le di la Smith & Wesson. Tras extraer el cargador y comprobar la recámara, me la devolvió.

– Puedes dejársela a tu amigo.

Asentí, entré en el compartimiento de Rachel y le entregué la pistola a Ángel. Cuando me di media vuelta para marcharme, sentí un ligero tirón en la cintura y la frialdad de su Glock al deslizarse sobre mi piel. Alcancé mi chaqueta de la silla, me despedí de Ángel cortésmente-con un gesto y seguí a MacArthur.


La última entrada de Mercier en el diario de a bordo dejó constancia de que el Revenant se puso en contacto con el Eliza May poco después de las nueve de la mañana a unas cincuenta millas del puerto. El viento noroeste quizá fuese ideal para navegar, pero también podía arrastrar mar adentro a una embarcación con dificultades, y ése era el caso del Revenant. El aviso de socorro del Revenant llegó por VHF, pero sólo lo recibió el Eliza May, pese al hecho de que había otros dos barcos a dos y tres millas respectivamente. Habían puesto la radio a baja potencia, quizás un vatio, para evitar que otros oyesen la señal y contestasen. El Revenant se había quedado casi sin batería e iba a la deriva. Mercier cambió el rumbo y fue derecho a su muerte a toda velocidad.


Se lo conté casi todo a MacArthur, desde la primera entrevista que tuve con Jack Mercier hasta el encuentro de esa mañana con el señor Pudd. Las omisiones fueron pocas pero cruciales: dejé de mencionar a Marcy Becker, el asesinato de Mickey Shine y nuestro imprevisto hallazgo del cadáver de Carter Paragon. Tampoco hice referencia a mi sospecha de que un miembro de la policía del estado, posiblemente Lutz, Voisine o ambos, estaban implicados en la muerte de Grace Peltier.

– ¿Crees que Pudd mató a los Peltier?

– Es muy probable. La Hermandad, o al menos su cara pública, es sólo una fachada tras la que se esconde algo o alguien más. Grace Peltier lo averiguó, y eso bastó para que la mataran.

– Y Pudd pensó que Curtis Peltier estaba al corriente de lo que sabía Grace, y ahora piensa que quizá tú también lo sepas.

– Sí -contesté.

– Pero no lo sabes.

– Todavía no.

– Si Jack Mercier ha muerto, se va a armar una gorda -comentó MacArthur con vehemencia.

A su lado, Ramos asintió en silencio a la vez que MacArthur se volvía para mirarme.

– Y no creas que a ti no va a salpicarte también -añadió.


Fuimos por la Interestatal 1 en dirección sur y tomamos la 9 hacia la costa, dejando atrás la iglesia baptista de obra vista y el campanario blanco de la iglesia católica de San Judas. En el Departamento de Bomberos de Pine Point, en King Street, había siete u ocho coches en el aparcamiento y las puertas estaban abiertas de par en par. Un bombero vestido con vaqueros y una camiseta del departamento nos señaló hacia la cooperativa de pescadores de Pine Point, donde el Marine 4 ya estaba en el agua.

El Departamento de Policía de Scarborough utilizaba dos embarcaciones para el servicio en el mar. El Marine 1 era un bote hinchable de setenta caballos con base en Spurwink, al norte de Pine Point, que salía a la mar desde Ferry Beach. El Marine 4 era un Boston Whaler de seis metros y medio de eslora provisto de un motor Johnson de doscientos veinticinco caballos, con base permanente en la cooperativa de Pine Point y amarrado, cuando no se lo necesitaba, en el Departamento de Bomberos. Lo tripulaban cinco personas, todas ya a bordo cuando nos detuvimos ante el edificio blanco y gris de la cooperativa. El barco del capitán del puerto estaba junto al Whaler, y había a bordo dos agentes del Departamento de Policía de Scarborough. Los dos portaban escopetas Mossberg de calibre doce, las armas reglamentarias en los coches patrulla de Scarborough. Otros dos policías a bordo del Whaler iban armados con fusiles M-16. Todos llevaban impermeables azules. Los pescadores observaban con curiosidad desde el muelle.

Ramos y MacArthur se pusieron los impermeables, y yo los seguí hasta el barco. MacArthur se disponía a bajar al Whaler cuando me vio.

– ¿Qué demonios te crees que haces?

– Vamos, Wallace -rogué-. No me hagas esto. No estorbaré. Mercier era mi cliente. No quiero quedarme aquí esperando como un padre expectante si le ha ocurrido algo. Si no me dejas acompañarte, no tendré más remedio que sobornar a un pescador para que me lleve y entonces sí que me convertiré en un verdadero estorbo. Peor aún, puede que desaparezca y entonces habrás perdido a un testigo crucial. Te pondrán a dirigir el tráfico otra vez.

MacArthur cruzó una mirada con los otros hombres del barco. El capitán, Ted Adams, se encogió de hombros.

– Sube al barco, maldita sea -contestó MacArthur entre dientes-. Pero basta con que te pongas de pie para desperezarte, y serás pasto de las langostas.

Bajé detrás de él y con Ramos siguiéndome. No quedaban más impermeables, así que me arrebujé en la chaqueta y me senté encogido en el banco de plástico con las manos en los bolsillos y el mentón apoyado en el pecho mientras el Whaler se alejaba del muelle.

– Dame la mano -dijo MacArthur.

Extendí el brazo derecho, me esposó y me encadenó a la barandilla.

– ¿Y si nos hundimos?-pregunté.

– Entonces tu cuerpo no irá a la deriva.

El barco surcó las grises y oscuras aguas de Saco Bay levantando espuma blanca a su paso. MacArthur, de pie junto a la cabina, mantenía la vista fija en Scarborough y el horizonte se mecía alegremente con el movimiento del barco en el mar.

En la timonera, Adams respondía a alguien por la radio.

– Todavía se mueve -dijo a MacArthur-. Ahora está a sólo dos millas mar adentro y se dirige hacia la costa.

Miré por encima de los policías sentados y de los tripulantes de la cabina e imaginé que veía, como un pequeño desgarrón en el cielo, el mástil largo y delgado del yate. Algo me corroyó las entrañas, los últimos y desesperados arañazos de un gato ahogándose dentro de un saco. La proa se hundió y el agua salpicó la cubierta y me empapé. Me estremecí cuando las gaviotas se deslizaron sobre la superficie del mar dejando oír sus estridentes chillidos por encima del ronroneo del motor.

– Allí está -anunció Adams y señaló con el dedo un pequeño punto gris en la pantalla del radar mientras, simultáneamente, la aguja del mástil que nos pareció ver antes asomaba en el horizonte.

A mi lado, Ramos comprobó el seguro de su Glock de calibre cuarenta.

Lentamente la forma cobró nitidez: un yate blanco de veintiún metros de eslora con un mástil alto navegaba a la deriva entre las olas. Un barco de menor tamaño, el del pescador de langostas de Portland que había avistado el yate, lo seguía a cierta distancia. Del norte llegó el sonido cada vez más cercano del Marine 1. Por razones de seguridad, las dos embarcaciones acudían siempre juntas a cualquier aviso.

El Marine 4 viró hacia el sur para situarse al este del yate, cuya silueta se recortaba contra el sol poniente. Cuando el Whaler lo circunnavegó, en la cubierta quedó sangre a la vista que ni siquiera el agua salada había conseguido eliminar por completo, y la madera parecía acribillada a balazos. Cerca de la popa, el yate presentaba una marca chamuscada donde al parecer una bengala había prendido en la cubierta.

Y en lo alto del mástil, parcialmente oculto por la vela plegada, pendía un cuerpo con los brazos extendidos y atados al palo transversal. Estaba desnudo excepto por unos calzoncillos blancos, manchados de negro y rojo. Tenía las piernas blancas y los pies atados, y una segunda cuerda alrededor del pecho lo sujetaba al mástil y descendía, tensa y en ángulo, hasta una de las barandillas. El cuerpo estaba socarrado desde el vientre hasta la cabeza. Había perdido la mayor parte del pelo, los ojos eran huecos oscuros, y enseñaba los dientes en una mueca de dolor; aun así supe que estaba viendo los restos de Jack Mercier.

El Whaler dio el alto al yate y, al no recibir respuesta, se aproximó por babor y un joven tripulante abordó el Eliza May y apagó el motor. Ramos y MacArthur, calzándose guantes de protección, saltaron a bordo detrás de él con paso vacilante.

– ¡Inspectores! -gritó el tripulante desde la cabina.

Se encaminaron hacia él procurando no tocar nada con las manos mientras el barco se mecía suavemente entre las olas. El tripulante señaló un rastro largo y oscuro de sangre escalera abajo. Alguien, muerto o agonizante, había descendido a rastras bajo cubierta. MacArthur se arrodilló y examinó las huellas con mayor detenimiento. Un cabello largo y rubio asomaba entre la sangre. Revolvió en sus bolsillos y extrajo una pequeña bolsa de pruebas donde a continuación guardó el cabello con sumo cuidado.

– Quédese aquí -ordenó al tripulante, y Ramos lo siguió.

En la cubierta de las dos embarcaciones de la policía todas las armas apuntaban hacia los otros dos accesos que había en el yate a los camarotes. Con MacArthur al frente, los dos policías descendieron pisando los extremos de los peldaños, la única parte que no estaba cubierta de sangre.

Esto fue lo que encontraron:

Había un pasillo pequeño y oscuro, con el baño inmediatamente a la derecha y una litera a la izquierda. El baño estaba vacío y olía a productos químicos; una cortina descorrida revelaba un plato de ducha blanco y limpio. La litera no estaba ocupada. El pasillo tenía el suelo enmoquetado y el tejido crujía bajo sus pies mientras la sangre brotaba de entre las fibras a su paso. Dejaron atrás la cocina y un segundo par de puertas enfrentadas que conducían a los dormitorios, ambos provistos de camas de matrimonio y armarios en los que no cabían más de dos pares de zapatos juntos.

La puerta que daba al salón principal estaba cerrada y no se oía sonido alguno al otro lado. Ramos miró a MacArthur y se encogió de hombros. MacArthur, pistola en mano, retrocedió hasta uno de los dormitorios. Ramos entró en el otro y gritó:

– ¡Policía! Si hay alguien ahí, salga ahora mismo con las manos en alto.

No hubo respuesta. MacArthur volvió al pasillo, acercó la manó al picaporte de la puerta y, apoyando la espalda contra la pared, la abrió lentamente.

La sangre salpicaba las paredes, el techo y el suelo. Goteaba de los apliques y oscurecía los cuadros colgados entre los ojos de buey. Tres cuerpos desnudos pendían de los travesaños del techo: dos mujeres y un hombre. Una de las mujeres tenía el cabello rubio canoso, que casi rozaba el suelo; la otra era pequeña y morena. El hombre era calvo excepto por un estrecho círculo de cabello gris, empapado casi por completo de su propia sangre. Los habían degollado a los tres, aunque la rubia también presentaba puñaladas en el abdomen y en las piernas. Era su sangre la que había manchado los peldaños y embebido la moqueta. Deborah Mercier había intentado correr o intervenir cuando atraparon a su marido.

En aquel reducido espacio el olor a sangre era abrumador y los cadáveres oscilaban y entrechocaban con el vaivén del barco. Los habían matado de cara a la puerta, y la sangre de sus arterias sólo había alcanzado tres lados del salón.

Pero también había sangre detrás de ellos. Entre los cuerpos en movimiento se veía algo que parecía un dibujo. MacArthur alargó el brazo y detuvo el balanceo del cadáver de Deborah Mercier. Colgaba a la izquierda de los otros, así que, al sujetarla, los otros también dejaron de moverse. Estaba fría, y MacArthur se estremeció cuando la tocó, pero entonces vio con toda claridad lo que había escrito detrás de ellos en sangre arterial roja y brillante.

Era una palabra:


PECADORES

23

«¿Qué pierde con ello?»

Recordé las palabras que Jack Mercier pronunció el día que me pidió que investigase la muerte de Grace cuando supe lo que se encontró en el salón principal del Eliza May, con la cubierta manchada de rojo y la figura crucificada de Jack Mercier colgada del mástil. Volvieron a mi memoria cuando, al día siguiente, vi las imágenes del yate en los periódicos, junto con las fotografías de menor tamaño de Jack y de Deborah Mercier, del abogado Warren Ober y de su esposa, Eleanor.

«¿Qué pierde con ello?»

Me acordé del momento que pasé sentado en la popa del Marine 4, mojado y tembloroso, envuelto por los gritos de las gaviotas mientras se organizaba el remolque del Eliza May a tierra. Permanecí allí más de dos horas mientras la silueta de Jack Mercier se desdibujaba lentamente a medida que anochecía. Mac Arthur fue el único que me dirigió la palabra, y sólo para informarme del hallazgo de los cuerpos y de la palabra escrita con sangre en la pared detrás de ellos.


PECADORES.


– Los Baptistas de Aroostook -dije.

MacArthur hizo una mueca.

– Un poco pronto para imitaciones, ¿no crees?

– No es la imitación de un asesinato -contesté-. Son las mismas personas.

MacArthur se dejó caer pesadamente junto a mí. El agua del mar se arremolinaba en torno a sus zapatos negros de piel.

– Los Baptistas llevan muertos más de treinta años -dijo-. En el caso de que la persona que los mató siguiese con vida, ¿por qué habría de empezar ahora otra vez?

Estaba muy cansado para seguir escondiendo información, demasiado cansado.

– Creo que nunca han dejado de matar -expliqué-. Han seguido haciéndolo desde entonces, con discreción y en secreto. Mercier estaba estrechando el cerco alrededor de ellos, intentando ejercer presión sobre la Hermandad por medio de los tribunales y de la Dirección General Tributaria. Quería obligarlos a salir a la luz y lo consiguió. Reaccionaron matándolo a él y a todos aquellos dispuestos a respaldarlo: Yossi Epstein en Nueva York, Alison Beck en Minneapolis, Warren Ober, e incluso Grace Peltier.

Ya habían aplicado casi todas las medidas destinadas a contrarrestarlo. La palabra de la pared era indicio de ello, un eco intencionado de la matanza con que habían empezado y que sólo en fecha reciente se había descubierto. Les quedaba una única acción final: recuperar el Apocalipsis perdido. En cuanto lo consiguiesen, desaparecerían, se esfumarían bajo la superficie para permanecer en estado latente en alguna caverna silenciosa y oscura de la colmena que es este mundo.

– ¿Quiénes son? -preguntó MacArthur.

– La familia Faulkner -contesté-. La familia Faulkner es la Hermandad.

MacArthur movió la cabeza en un gesto de negación.

– Estás con la mierda hasta el cuello -dijo.

El sonido del Marine 1 al acercarse perturbó mis pensamientos.

– Vuelven a la costa para recoger al forense, que declarará muertas a las víctimas en el lugar del crimen -dijo MacArthur a la vez que me quitaba las esposas-. Regresa con ellos. Alguien te llevará al departamento. Yo llegaré en menos de una hora y reanudaremos la conversación donde la hemos dejado.

Me observó mientras bajaba con cuidado del Whaler a la embarcación de menor tamaño. Ésta trazó un amplio arco y tomó rumbo a la orilla dejando atrás el Eliza May. El sol se ponía y las olas parecían en llamas. El cuerpo de Jack Mercier pendía oscuro contra el cielo rojo como una bandera negra izada en el firmamento.

En el Departamento de Policía de Scarborough, sentado en el vestíbulo, observé durante un rato a los responsables de la distribución de misiones detrás del cristal de protección. Tenía la ropa empapada y me resultaba imposible volver a entrar en calor. Sin proponérmelo, empecé a leer una y otra vez los avisos de las campañas contra la rabia y la conducción bajo los efectos del alcohol colocados en los tablones de anuncios. Tenía la sensación de que estaba subiéndome la temperatura. Me dolía la cabeza y me parecía que el cuero cabelludo se me contraía en torno a los puntos de sutura.

Al final, me llevaron a la sala general. Los altos cargos acababan de abandonar la sala de reuniones, donde MacArthur había sido amonestado por permitirme subir a bordo del Whaler. Yo intentaba recuperar el calor con una taza de café, vigilado desde la puerta por un agente para que no robase ninguno de los trofeos caninos expuestos en la vitrina, cuando llegó MacArthur acompañado del capitán Bobby Melia, uno de los dos capitanes que actuaban como lugartenientes del jefe Byron Fischer. MacArthur traía una grabadora. Se sentaron frente a mí. Se cerró la puerta, y me pidieron que lo repitiera todo. Luego aparecieron Norman Boone del ATF y Ellis Howard del Departamento de Policía de Portland.

Y lo repetí otra vez.

Y otra vez.

Y otra vez.

Estaba cansado, aterido de frío y con un hambre voraz. Cada vez que les contaba lo que sabía, me resultaba más difícil recordar lo que había omitido, y sus preguntas se hicieron más y más perspicaces. Pero no podía hablarles de Marcy Becker, porque si la Hermandad tenía conexiones en las fuerzas del orden, hablar de ella a la policía equivaldría a firmar su sentencia de muerte. Me amenazaron con acusarme de complicidad en el asesinato de Mer-cier, además de ocultar pruebas, entorpecer la acción de la justicia y cualquier otra de las causas que la ley permitía. Dejé que sus oleadas de ira rompieran contra mí.

En el barco faltaban dos cuerpos: el del actor porno y el de Quentin Harrold, ambos embarcados en el yate para proteger a los Ober y a los Mercier. El Departamento de Policía de Scarborough sospechaba que habían muerto en la primera ráfaga de disparos. Jack Mercier había intentado en vano lanzar una bengala, pero sólo había conseguido prender su propia ropa. Había un revólver Colt en la cabina donde se hallaron los cuerpos, pero no había sido disparado. Alrededor, en el suelo, estaban esparcidos los cartuchos allí donde alguien había hecho un último y desesperado esfuerzo por cargarlo.

«¿Qué pierde con ello?»

Deseaba marcharme de allí. Deseaba hablar con los Becker, obligarlos -a punta de pistola si era necesario- a decirme dónde se escondía su hija. Deseaba saber qué había encontrado Grace Peltier. Deseaba dormir.

Sobre todo, deseaba encontrar al señor Pudd, a la muda y al viejo que quería la piel de Rachel: el reverendo Faulkner. Entre los muertos de St. Froid se hallaba su esposa, pero no había rastro ni de él ni de sus dos hijos. Un chico y una chica, recordé. ¿Qué edad tendrían en el presente? ¿Cerca de cincuenta o poco más? La señorita Torrance era demasiado joven, y Lutz también. A menos que hubiese otras personas ocultas en alguna parte, cosa que dudaba, la única posibilidad eran Pudd y la muda: ellos eran Leonard y Muriel Faulkner, enviados en misión, cuando se requería, para cumplir la voluntad de su padre.


Me acompañaron hasta mi coche pasadas la once de la noche, con las amenazas de castigo resonándome aún en los oídos. Ángel y Louis estaban con Rachel cuando regresé, bebiendo cerveza y viendo la televisión casi sin volumen. Los tres me dejaron en paz mientras me desnudaba, me duchaba y me ponía unos chinos y un jersey. En la mesa de la cocina había un móvil nuevo, la tarjeta rescatada de entre los restos del antiguo y reinstalada. Saqué de la nevera una botella de Pete's Wicked Ale y la destapé. Olí el lúpulo y el característico aroma afrutado. Me la llevé a los labios y tomé el primer sorbo de alcohol en dos años, reteniéndolo en la boca tanto como pude. Cuando por fin me lo tragué, estaba caliente y espeso por la saliva. Serví el resto en un vaso y me bebí la mitad. Luego permanecí sentado contemplando lo que quedaba. Al cabo de un rato, llevé el vaso al fregadero y lo vacié en el desagüe.

No fue exactamente un momento de revelación, sino más bien de confirmación. No lo quería, no en ese momento. Podía tomarlo o dejarlo, y elegí dejarlo. Amy tenía razón; el alcohol, para mí, sólo había servido para llenar un vacío, y había encontrado otras maneras de hacerlo. Pero de momento el contenido de una botella no iba a mejorar las cosas.

Volví a estremecerme. Pese a la ducha y a la ropa seca, aún no había entrado en calor. Percibía el sabor de la sal en los labios, olía el salitre en mi pelo. Cada vez que eso ocurría, me sentía de nuevo en las aguas de la bahía, con el Eliza May lentamente a la deriva ante mí y el cuerpo de Jack Mercier balanceándose contra el cielo.

Dejé la botella en la caja de la basura reciclable y, al alzar la mirada, vi a Rachel apoyada contra la puerta.

– ¿No te la acabas? -preguntó en voz baja.

Negué con la cabeza. Por un momento fui incapaz de hablar. Sentí que algo se rompía dentro de mí, como una piedra en el corazón que mi organismo ya estuviese en condiciones de eliminar. Un dolor en el centro mismo de mi ser comenzó a propagárseme por el cuerpo: hasta los dedos de las manos y de los pies, la entrepierna, la punta de las orejas. Me sacudió en varias oleadas, hasta tal punto que tuve que sujetarme al fregadero para no caerme. Cerré los ojos con fuerza y vi: una joven que sale de un barril de petróleo junto a un canal de Louisiana, sus dientes al descubierto en la agonía final y el cuerpo envuelto en un capullo de grasas corporales trasformadas, arrojada allí por el Viajante después de arrancarle los ojos y matarla; un niño muerto que corre por mi casa en plena noche, llamándome para que juegue con él; Jack Mercier desesperado entre las llamas mientras arrastran a su mujer, sangrando, bajo cubierta; sangre y agua mezcladas en las facciones pálidas y distorsionadas de Mickey Shine; mi abuelo, su recuerdo cada vez más lejano y desdibujado; mi padre sentado a la mesa de la cocina, alborotándome el pelo con su mano grande; y Susan y Jennifer desmadejadas en una silla de cocina, perdidas y a la vez no perdidas, lejos y sin embargo siempre conmigo…

El dolor me traspasó con un ruido tumultuoso, y creí oír voces que me llamaban una y otra vez cuando, por fin, llegó a su punto culminante. Tensé el cuerpo, abrí la boca y me oí hablar.

– No ha sido culpa mía -susurré.

Rachel arrugó la frente.

– No te entiendo.

– No… ha… sido… culpa… mía -repetí, con prolongados silencios entre las palabras a medida que vomitaba y escupía cada una de ellas, parpadeando a la luz. Me lamí el labio superior y percibí de nuevo el sabor del salitre y de la cerveza. La cabeza me palpitaba al ritmo del corazón, y pensé que iba a arder de un momento a otro. El pasado y el presente se entrelazaron como serpientes en su nido. Muertes nuevas y antiguas, culpas antiguas y nuevas, el dolor que me producían al rojo blanco mientras hablaba.

– Nada de todo eso -dije. Se me empañaron los ojos, y de pronto tenía agua salada reciente en las mejillas y los labios-. No he podido salvarlos. Si hubiese estado con ellos, habría muerto también. Hice todo lo que pude. Sigo intentándolo, pero no habría podido salvarlo.

Y no sabía de quién estaba hablando. Creo que hablaba de todos ellos: el hombre colgado del mástil, Grace y Curtis Peltier; una mujer y un niño, un año antes, tendidos en el suelo de un apartamento barato; otra mujer, otra niña, en la cocina de nuestra casa en Brooklyn un año antes de eso; mi padre, mi madre, mi abuelo; un niño con una herida de bala en vez de ojo.

Todos ellos.

Y los oí llamarme por mi nombre desde los lugares donde yacían, el eco de sus voces a través de los surcos y de los hoyos, de grutas y de cavernas, de huecos y de aberturas, hasta que la colmena que es este mundo vibró con su sonido.

– Lo he intentado -susurré-. Pero no he podido salvar a ninguno.

Y entonces me rodeó con sus brazos y el mundo se desmoronó, esperando a que lo reconstruyésemos a nuestra imagen.

24

Esa noche dormí en un extraño estado de agitación entre sus brazos, revolviéndome e intentando agarrarme a cosas invisibles. Ángel y Louis ocuparon la habitación libre y cerramos todas las puertas a cal y canto. Durante un rato, pues, nos sentimos seguros, pero ella no encontraba paz a mi lado. Imaginé que me hundía en unas aguas oscuras donde me esperaba Jack Mercier, su piel ardiendo bajo las olas, y a su lado Curtis Peltier derramaba la sangre negra de sus brazos en las profundidades. Cuando traté de salir a la superficie me retuvieron, hincando sus manos muertas en mis piernas. Me palpitaba la cabeza y me dolían los pulmones, y la presión aumentó sobre mí hasta que me vi obligado a abrir la boca y el agua salada me inundó la nariz y la garganta.

Luego me despertaba, una y otra vez, y ella se encontraba cerca de mí, susurrándome con ternura, acariciándome despacio la frente y el pelo. Y así transcurrió la noche.

A la mañana siguiente desayunamos deprisa y nos preparamos para separarnos. Louis, Rachel y yo iríamos a Bar Harbor para enfrentarnos con los Becker. Ángel había reparado la línea telefónica de casa y se quedaría allí para que dispusiéramos de mayor espacio de maniobra si era necesario. Cuando comprobé los mensajes del móvil camino del coche, sólo tenía uno: era de Ali Wynn y me pedía que la llamase.

– Me pidió que me pusiese en contacto con usted si alguien preguntaba por Grace -dijo cuando la telefoneé-. Bien, pues alguien ha preguntado.

– ¿Quién?

– Un policía. Vino ayer al restaurante. Era inspector. Vi la placa.

– ¿Te dio su nombre?

– Lutz. Dijo que investigaba la muerte de Grace. Quería saber cuándo la vi por última vez.

– ¿Qué le dijiste?

– Lo mismo que a usted, nada más.

– ¿Qué impresión te causó?

Antes de contestar se lo pensó un poco.

– Me asustó. Anoche no fui a casa. Me quedé con una amiga.

– ¿Has vuelto a verlo desde ayer?

– No, me parece que me creyó.

– ¿Te dijo cómo consiguió tu nombre?

– Por la profesora que dirigía la tesis doctoral de Grace. Hablé con ella anoche. Me dijo que le había dado los nombres de dos amigas de Grace: Marcy Becker y yo.


Eran poco más de las nueve y ya casi estábamos en Augusta cuando sonó el móvil. No reconocí el número.

– ¿Señor Parker? -preguntó una voz femenina-. Soy Francine Becker, la madre de Marcy.

Mirando a Rachel, formé con los labios las palabras «señora Becker».

– Ahora precisamente íbamos a verles, señora Becker.

– Sigue buscando a Marcy, ¿verdad? -En su voz se advertía resignación y también miedo.

– Los que mataron a Grace Peltier están cada vez más cerca de ella, señora Becker -dije-. Mataron al padre de Grace; mataron a un hombre llamado Jack Mercier, junto con su mujer y sus amigos, y matarán a Marcy en cuanto la encuentren.

La oí echarse a llorar al otro lado de la línea.

– Siento lo que pasó cuando vino usted a vernos. Estábamos asustados. Temíamos por Marcy y por nosotros. Es nuestra única hija, señor Parker. No podemos permitir que le ocurra nada.

– ¿Dónde está, señora Becker?

Pero me lo diría a su debido tiempo y a su manera.

– Esta mañana ha venido un policía. Era inspector. Ha dicho que Marcy corría grave peligro y que quería llevarla a un lugar seguro. -Se interrumpió-. Mi marido le ha dicho dónde encontrarla. Somos personas respetuosas con la ley, señor Parker. Marcy nos advirtió que no dijéramos nada a la policía, pero este inspector era tan amable y se le veía tan preocupado por ella… No había razón para desconfiar de él y no tenemos forma de ponernos en contacto con Marcy. En la casa no hay teléfono.

– ¿Qué casa?

– Tenemos una casa en Boothbay Harbor. Es sólo una cabaña, en realidad. Antes la alquilábamos en verano, pero durante los últimos años la hemos dejado muy abandonada.

– Dígame dónde está exactamente.

Rachel me alcanzó un bolígrafo y un taco de papel adhesivo. Anoté sus indicaciones y se las leí de nuevo.

– Por favor, señor Parker, no permita que le pase nada.

– No lo permitiré, señora Becker -contesté para tranquilizarla procurando adoptar un tono convincente-. Una cosa más: ¿Cómo se llamaba el inspector que ha hablado de Marcy con usted?

– Lutz -respondió-. Inspector John Lutz.

Puse el intermitente de la derecha y paré en el arcén. El Lexus de Louis apareció en el retrovisor segundos después. Salí del coche y corrí hacia él.

– Cambio de planes -anuncié.

– ¿Adónde vamos? -preguntó.

– A buscar a Marcy Becker. Sabemos dónde está.

Debió de percibir algo en mi semblante.

– Y déjame adivinar -dijo-. Alguien más lo sabe también.

– Exacto.

– ¿Acaso no sucede siempre así?


Treinta años atrás, Boothbay Harbor era un sitio agradable, cuando se reducía a poco más que una aldea de pescadores. Y treinta años antes de eso, probablemente todo el pueblo olía a estiércol, ya que por entonces Boothbay era un centro para el comercio y transporte de fertilizantes. Si uno se remontaba aún más en el tiempo, el lugar debió de ser lo bastante agradable para convertirse en el primer asentamiento permanente de la costa de Maine, allá por 1622. Hay que reconocer que el asentamiento fue uno de los más míseros del litoral este, pero todo el mundo ha de empezar por algún sitio.

Actualmente, durante la temporada estival, Boothbay Harbor se llena de turistas y marinos en sus ratos de ocio que abarrotan una primera línea de mar muy castigada por el crecimiento urbanístico incontrolado. Ha recorrido un largo camino desde sus tristes orígenes; o, si uno se empeña en ver el lado negativo de las cosas, ha recorrido un largo camino para volver al triste estado inicial.

En Augusta tomamos la 27 en dirección sudeste y en poco más de una hora llegamos a Boothbay, donde seguimos por Middle Street hasta que pasó a llamarse Barters Island Road. Había estado tentado de pedirle a Rachel que nos esperase en Boothbay, pero aparte de no querer arriesgarme a recibir un puñetazo en la mandíbula, sabía que su presencia tranquilizaría a Marcy Becker.

Finalmente llegamos a una pequeña carretera particular que subía dando una curva hasta un descuidado camino arbolado que accedía a una casa de madera en lo alto de una colina, con un ruinoso porche y tablas empotradas en la pendiente a modo de peldaños. Calculé que no tendría más de dos o tres habitaciones. Estaba rodeada de árboles por el oeste y por el sur, lo que permitía una vista despejada de la mayor parte de la carretera hasta la casa. No se veía ningún coche en el camino, pero a la izquierda de la puerta de entrada, bajo la ventana, había una bicicleta de montaña.

– ¿Quieres que dejemos los coches aquí? -preguntó Louis cuando nos detuvimos uno junto al otro al pie de la carretera. Si seguíamos adelante nos verían de inmediato desde la casa.

– Ajá -contesté-. Quiero llegar y marcharme antes de que aparezca Lutz.

– Suponiendo que no esté ya allí.

– ¿Crees que ha subido hasta aquí en bicicleta?

– Podría haber estado aquí y haberse marchado ya.

No respondí. Me negaba a contemplar esa posibilidad.

Louis se encogió de hombros.

– Será mejor que no lleguemos con las manos vacías.

Abrió el maletero y bajó del coche. Eché otro vistazo a la casa y miré a Rachel con un gesto de incertidumbre. No se advertía la menor señal de actividad, así que dejé de mirar y me reuní con Louis. Rachel me siguió.

Louis había levantado la alfombrilla del maletero y dejado la rueda de recambio a la vista. Aflojó el perno que la mantenía sujeta, la retiró y me la entregó, de modo que el maletero quedó vacío. Sólo cuando descorrió un par de cierres ocultos caí en la cuenta de lo poco profundo que era el maletero. El motivo se puso de manifiesto un par de segundos después cuando se levantó toda la base, articulada mediante unas bisagras en la parte de atrás, y reveló un pequeño arsenal de armas encajadas en compartimentos especialmente diseñados.

– Estoy seguro de que tienes permiso para cada una de las armas -dije.

– Tío, hay cosas aquí para las que ni siquiera existe permiso.

Vi una de las minimetralletas Calico por las que Louis sentía particular cariño, con dos cargadores de cincuenta balas a cada lado. Contenía una Glock de nueve milímetros de reserva y un rifle Mauser SP66 para francotirador, junto con una metralleta BXP de fabricación sudafricana provista de silenciador y lanzagranadas, lo cual me pareció una contradicción en sí mismo.

– Oye, si pisas un bache en la carretera serás el único asesino a sueldo muerto con un cráter que lleve su nombre -dije-. ¿Nunca te ha preocupado conducir bajo los efectos de ser negro?

Conducir bajo los efectos de ser negro era casi un delito tipificado por la ley.

– No, tengo licencia de chófer y una gorra negra. Si alguien me pregunta, le digo sencillamente que trabajo para el señor.

Se inclinó y sacó una escopeta del fondo del maletero, que me entregó antes de bajar la base y volver a colocar la rueda de recambio.

Nunca había visto un arma como aquélla. Tenía aproximadamente la misma longitud que una escopeta de cañones recortados y una mira en alto. Bajo los dos cañones idénticos había un tercero, más grueso, que hacía las veces de empuñadura. Pesaba muy poco y la culata se adaptó bien a mi hombro cuando ajusté la mira.

– Impresionante -comenté-. ¿Qué es?

– Una Neostead, sudafricana. Treinta cartuchos de balas estabilizadas y un retroceso tan ligero que puede dispararse con una sola mano.

– ¿Es una escopeta?

– No, es «la» escopeta.

Negué con la cabeza en un gesto de desesperación y se la devolví. Detrás de nosotros, Rachel se reclinó contra el coche con los labios apretados. A Rachel no le gustaban las armas. Tenía sus razones.

– Está bien -dije, y asentí con la cabeza-. Vamos.

Louis movió la cabeza en un ademán de tristeza mientras subía al Lexus y dejaba la Neostead apoyada contra el salpicadero.

– No puedo creer que no te guste mi arma -comentó.

– Tienes demasiado dinero -respondí.

Subimos por el camino de acceso a toda velocidad y, cuando frenamos, la grava frente a la casa crujió sonoramente. Yo me apeé primero, seguido por Louis instantes después. Cuando él salía del coche, oí que se abría la puerta trasera de la cabaña.

Los dos nos movimos a la vez, Louis a la izquierda y yo a la derecha. Mientras rodeaba la casa, vi a una mujer con una mochila al hombro, camisa roja y vaqueros correr colina abajo buscando el amparo de los árboles. Era grande y un poco lenta, y yo casi la había alcanzado ya cuando no había cubierto aún ni la mitad de la distancia. En el bosque, poco más allá del linde, vi el contorno de una moto tapada con una lona.

Cuando tenía a Marcy casi al alcance de la mano, ella se volvió de repente y, sujetando la mochila por las correas, me golpeó con fuerza en un lado de la cabeza. Me tambaleé y me zumbaron los oídos, pero tendí un pie y le eché la zancadilla cuando intentó escaparse. Cayó pesadamente y la mochila voló de sus manos. Me coloqué sobre ella sin darle tiempo siquiera a pensar en levantarse. A mis espaldas, oí que Louis aflojaba el paso y, al cabo de un momento, su sombra se proyectó sobre nosotros.

– Maldita sea -exclamé-. Por poco me arrancas la cabeza.

Marcy Becker se retorcía furiosamente debajo de mí. Tenía casi treinta años, cabello castaño claro y facciones corrientes y poco pronunciadas. Sus hombros eran anchos y musculosos, como si hubiese sido en otro tiempo nadadora o atleta. Cuando vi la expresión de su rostro, sentí una punzada de culpabilidad por asustarla.

– Cálmate, Marcy -dije-. Hemos venido a ayudarte. -Me puse en pie y dejé que se levantara. Casi de inmediato intentó echar a correr otra vez. La rodeé con los brazos, la agarré de las muñecas y la obligué a girar de cara a Louis-, Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado. Me contrató Curtis Peltier para averiguar qué le había ocurrido a Grace, y creo que tú lo sabes.

– Yo no sé nada -contestó entre dientes.

Lanzó un taconazo hacia atrás y casi me alcanzó en la espinilla. Era una mujer corpulenta y fuerte, y mantenerla sujeta representaba todo un esfuerzo. Louis me miró con una ceja enarcada y expresión risueña. Adiviné que por ese lado no recibiría la menor ayuda. La obligué de nuevo a volverse para mirarme a la cara y la sacudí con violencia.

– Marcy -dije-. No tenemos tiempo para esto.

– ¡Vete a la mierda! -repuso. Estaba rabiosa y asustada, y tenía buenas razones para ello.

Sentí la presencia de Rachel junto a mí, y Marcy desvió la mirada hacia ella.

– Marcy, viene hacia aquí un hombre, un policía, y su intención no es protegerte -se apresuró a decir Rachel-. Ha averiguado dónde te escondes por tus padres. Cree que eres testigo de la muerte de Grace Peltier, y también nosotros lo pensamos. Podemos ayudarte, pero sólo si nos dejas.

Marcy desistió de su forcejeo e intentó leer en la mirada de Rachel si lo que decía era verdad. Al aceptarlo, la expresión de su rostro cambió, se le borraron las arrugas de la frente y se apagó el fuego de sus ojos.

– A Grace la mató un policía -se limitó a decir.

Me volví hacia Louis.

– Esconde los coches -dije.

Él asintió y corrió cuesta arriba. Segundos después, el Lexus se detuvo en el jardín por encima de nosotros, oculto a la vista desde la carretera por la propia casa. El Mustang se le unió al cabo de un momento.

– Creo que el hombre que mató a Grace se llama Lutz -le comenté a Marcy-. Es él quien viene hacia aquí. ¿Vas a permitirnos que te ayudemos?

Movió la cabeza en un mudo gesto de asentimiento. Recogí la mochila y se la tendí. Cuando la tenía casi al alcance de los dedos, la aparté.

– Nada de golpes, ¿entendido?

Esbozó una sonrisa asustada y, asintiendo, repitió:

– Nada de golpes.

Empezamos a subir hacia la casa.

– No sólo me busca a mí -susurró.

– ¿Qué más busca, Marcy? -pregunté.

Tragó saliva y el miedo volvió a asomar a sus ojos. Sostuvo la mochila en alto.

– Busca el libro -contestó.


Mientras Marcy Becker guardaba sus otras pertenencias, la ropa y los cosméticos que había abandonado al huir de nosotros, nos contó las últimas horas de Grace Peltier. Sin embargo, no nos permitió mirar en la mochila. Yo no tenía la certeza de que en ese momento confiase en nosotros plenamente.

– Salió a toda prisa de la entrevista con Paragon -nos dijo-. Vino corriendo hasta el coche, subió de un salto y arrancó. Estaba muy furiosa, furiosa como nunca la había visto. Lo llamó embustero y no dejó de maldecir en todo el rato.

»Esa noche me dejó en el motel de Waterville y no regresó hasta las dos o las tres de la madrugada. No me contó dónde había estado, pero a primera hora de la mañana siguiente nos fuimos en coche hacia el norte. Me abandonó otra vez en Machias y me dijo que me quedara al margen. No la vi durante dos días.

»Me pasé la mayor parte del tiempo sentada en mi habitación, bebí cerveza, vi la televisión. A eso de las dos de la madrugada de la segunda noche oí que aporreaban la puerta y allí estaba Grace. Tenía el pelo mojado y apelmazado y la ropa húmeda. La noté muy, muy pálida, como si se hubiese llevado un susto de muerte. Me dijo que teníamos que irnos… sin pérdida de tiempo.

»Me vestí, tomé la mochila, subimos al coche y nos pusimos en marcha. En el asiento trasero había un paquete en una bolsa de plástico. Parecía un bloque de madera oscura.

»-¿Qué es eso? -pregunté.

»-No te conviene saberlo -me contestó sin más explicaciones.

»-Bueno, ¿y adónde vamos?

»-A ver a mi padre.

Marcy dejó de hablar y nos miró a Louis y a mí. Louis, junto a la ventana, vigilaba la carretera.

– Será mejor que nos vayamos cuanto antes -advirtió.

Yo sabía que Lutz venía de camino, pero ahora que Marcy Becker había empezado a hablar quería que acabase.

– ¿Te dijo algo más, Marcy?

– Parecía histérica. Dijo: «Está vivo» y algo de que lo habían llevado a la ciudad porque estaba enfermo. Lo había visto desplomarse en la carretera. Sólo dijo eso. Me explicó que, por el momento, era mejor que yo no supiese nada más.

»Llevábamos en el coche alrededor de una hora. Yo dormía en el asiento trasero cuando Grace me sacudió para despertarme. Nada más abrir los ojos supe que estábamos en apuros. Ella miraba continuamente por el retrovisor. Nos seguía un policía con las luces de aviso encendidas. Grace pisó el acelerador y siguió a toda velocidad hasta perderlo de vista. Entonces paró en el arcén y me pidió que saliera del coche. Insistí en que me dijera por qué, pero se negó. Simplemente me lanzó la mochila y me entregó el paquete y todas las notas para su tesis y me pidió que se lo guardara hasta que se pusiese en contacto conmigo. En ese momento apareció el policía y abrí la puerta para ir a esconderme entre los arbustos. Supongo que Grace me contagió algo de su manera de actuar, porque de pronto yo estaba asustada y no veía razón para estarlo. Es decir, ¿qué habíamos hecho? ¿Qué había hecho ella? Al fin y al cabo, aquel tipo era policía, ¿no? Incluso si Grace había robado algo, quizá tendría algún problema, pero poco más.

»En todo caso, vi que intentaba arrancar el coche, pero el policía se acercó a la puerta y le ordenó que apagara el motor. Era como tú de alto. A pesar de que estaba fumando, no se había quitado los guantes. Oí que le hablaba a Grace, le preguntaba qué hacía, dónde había estado. Inclinado junto a ella, no le permitió salir del coche. Oí que le preguntaba una y otra vez: «¿Dónde está?», y a Grace que le contestaba que no sabía de qué le hablaba.

»Le quitó las llaves del coche e hizo una llamada por el móvil. Debieron de pasar quince o veinte minutos hasta que llegó el otro hombre. Era grande, con bigote. -Marcy se echó a llorar-. Debería haber intentado ayudarla, porque sabía qué iba a ocurrir incluso antes de que ese individuo sacase la pistola, lo sabía. Presentí que él lo estaba pensando. Lo vi subir al coche y estuve a punto de gritar. Pensé que quería violarla, pero el miedo me paralizó. Oí gritar a Grace y él le golpeó en la cabeza para obligarla a callarse. Después salió para registrar el maletero y el resto del coche. Luego miró en la cuneta. Retrocedí, y hubo un momento en que pensé que me había oído, porque paró y escuchó con atención antes de seguir con lo que estaba haciendo. Al no encontrar lo que buscaba, dio un manotazo al capó del coche de Grace y lo oí maldecir. -Por un instante guardó silencio-. Luego se acercó al lado del conductor con la pistola en la mano. Volvió a gritarle a Grace y le empujó la cabeza con la pistola. Ella intentó impedírselo; hubo un forcejeo. La pistola se disparó y las ventanillas se mancharon de rojo. El otro policía empezó a vociferar, le preguntaba al hombre corpulento qué se había creído que era aquello y que qué iban a hacer a continuación. Pero él le ordenó que se callase.

«Después se inclinó hacia el interior y le hizo algo a Grace en la nuca. Cuando volví a verlo, tenía un mechón de pelo en la mano y miraba hacia los árboles, como si hubiese adivinado que yo estaba allí escondida. Me alejé a rastras. Vi a Grace por el parabrisas, señor Parker. La cabeza le colgaba a un lado y dentro del coche había sangre por todas partes. Era mi amiga y la dejé morir.

Rachel alargó el brazo y la tomó de la mano.

– No pudiste hacer nada -dijo con dulzura, y en su voz oí el eco de la mía la noche anterior-. Nada. Ese tal Lutz os habría matado a las dos y entonces nadie habría sabido qué pasó. Pero ¿no le has contado a nadie lo que viste?

Marcy negó con la cabeza.

– Quería contarlo hasta que vi el libro. A partir de ese momento tuve demasiado miedo. Pensé que lo mejor que podía hacer era ocultarme y mantenerme lejos de la policía. Si me encontraban, si el hombre que mató a Grace llegaba a saber lo que había visto, seguramente haría lo mismo conmigo. Telefoneé a mi madre y le dije que a Grace le había ocurrido una desgracia y que debía apartarme de todo el mundo hasta que supiese qué hacer. Le rogué que no contase a nadie dónde estaba, ni siquiera a la policía. A la mañana siguiente me monté en el primer autobús desde Ellsworth y aquí he estado desde entonces, excepto por un par de visitas a la tienda. Alquilé la moto por si tenía que marcharme precipitadamente.

– ¿Pensabas quedarte aquí para siempre, Marcy? -pregunté.

Dejó escapar un suspiro largo y profundo.

– No tenía otro sitio adonde ir -respondió.

– ¿Te contó Grace dónde había estado?

– No. Mencionó un faro, sólo eso, pero estaba muy tensa. Es decir, estaba asustada y excitada al mismo tiempo, ¿entiendes? No se explicaba con claridad.

– ¿Y conservas ese libro, Marcy?

Asintió con la cabeza y señaló la mochila.

– Está ahí -contestó-. Lo he tenido bien guardado.

Louis me llamó en ese momento.

Le miré.

– Ahí vienen -anunció.


El Acura blanco de Lutz subió ruidosamente por el camino de grava y se detuvo a unos veinte metros de la entrada de la casa. Lutz salió primero, seguido de cerca por un hombre menudo y delgado con el pelo cortado a cepillo. Era bizco y llevaba un mono de pintor y guantes de goma. Tenía el aspecto de lo que Louis solía llamar un «ahogacachorros», la clase de individuo que sólo se sentía a gusto cuando hacía daño a algo más pequeño y débil que él. Los dos empuñaban armas.

– Imagino que la quieren viva o muerta -comenté.

El hombre de menor estatura abrió el maletero del Acura y sacó una bolsa para cadáveres vacía.

– No -dijo Louis-. Parece que acaban de expresar qué prefieren.

Cuando Lutz examinó las ventanas de la casa desde donde estaba, nos echamos atrás. Con una seña, ordenó al otro hombre que se dirigiese a la parte de atrás al tiempo que él se encaminaba hacia la puerta de entrada. Me llevé el dedo a los labios e indiqué a Rachel que condujese a Marcy Becker al pequeño dormitorio y la mantuviese callada. Louis entregó su SIG a Rachel, y ella, tras una breve vacilación, la aceptó. A continuación, escopeta en mano, Louis se dirigió con sigilo a la puerta trasera de la cabaña, la abrió y desapareció para interceptar al acompañante de Lutz. Cuando estuvo fuera, le quité el seguro a mi pistola y consideré las opciones.

La puerta de entrada se abría ante una pared desnuda. A poco más de un metro a la izquierda empezaba la sala de estar, con un reducido espacio de cocina al fondo. A la derecha de la sala se encontraba el dormitorio donde en esos momentos estaban acurrucadas Marcy Becker y Rachel bajo la ventana para que nadie las viese si miraba desde fuera. Levanté la pistola, me acerqué a la pared donde se acababa el pasillo y empezaba la sala de estar y, oculto a la vista de quienquiera que entrase, esperé. Oí girar el picaporte y, al cabo de un instante, sonó un estampido como el disparo de un cañón en la parte de atrás de la casa, seguido de un ruido sordo. Lutz entró de inmediato, con el arma por delante. Asustado por el ruido, había entrado demasiado deprisa, apuntando hacia el centro de la sala, no hacia mí. Me abalancé sobre él, aparté la pistola con el brazo izquierdo y lo empujé contra la ventana. Allí le golpeé con la culata de la Smith & Wesson en un lado de la cabeza tan fuerte como pude. Se tambaleó y le asesté otro culatazo. Descerrajó un tiro al techo y lo golpeé por tercera vez. Cayó de rodillas. Cuando estaba en el suelo le quité el arma y la arrojé hacia la cocina. Lo registré por si llevaba una de repuesto. No encontré ninguna, pero sí las esposas. Le golpeé una vez más para mayor seguridad, lo esposé, lo llevé a rastras afuera y lo dejé en la grava. Esperaba encontrarme allí a Louis, y así fue, pero no solo.

Ni siquiera iba armado.

Estaba de pie con las manos en la cabeza y, delante de él, la enorme escopeta en el suelo. Detrás asomaba la silueta alta y calva del Golem, con su Jericho a cinco centímetros de la cabeza de Louis. Sostenía una segunda Jericho en la mano izquierda, apuntada hacia mí, y un trozo de cuerda le colgaba del brazo.

– Lo siento, tío -dijo Louis. A su izquierda, yacía muerto boca arriba el acompañante de Lutz con un agujero enorme en el pecho.

El Golem me miró sin pestañear.

– Deje la pistola, señor Parker, o mataré a su amigo.

Sujetando la Smith & Wesson por la guarda del gatillo, con el brazo extendido al frente a la altura del hombro, la dejé con cuidado en el suelo ante mí. Lutz levantó la cabeza ensangrentada y miró aturdido al calvo. Me complació ver la expresión de temor que se propagó gradualmente por su rostro, pero fue un placer pequeño y pasajero. Todos corríamos peligro con aquel hombre extraño y vacío.

– Ahora quiero que le quite al inspector los zapatos y los calcetines. -Arrodillándome sobre las piernas de Lutz para inmovilizarlo, obedecí. El Golem sacudió la muñeca y me lanzó la cuerda-. Átele las piernas.

Volví a arrodillarme y lo até. Entretanto, Lutz me susurraba:

– No permita que me lleve, Parker. Le diré lo que quiere saber, pero no permita que me lleve.

El Golem lo oyó.

– Cállese, inspector. El señor Parker y yo hemos llegado a un acuerdo.

Vi que Rachel se movía detrás de la ventana y, con un breve gesto de negación, le indiqué que no se implicase.

– ¿Ah, sí? -pregunté.

– Les dejaré con vida a usted y a su amigo, también a su novia, y puede llevarse a la otra mujer -dijo. Debería haber sabido que a aquel hombre no se le escaparía un solo detalle-. Yo me llevaré al inspector Lutz.

– ¡No! -exclamó Lutz-. No le haga caso. Va a matarme.

Miré al Golem, aunque apenas necesitaba que me confirmara que los temores de Lutz eran justificados.

– El inspector Lutz está en lo cierto -afirmó-, pero primero me contará dónde encontrar a sus socios. Métalo en la bolsa para cadáveres, señor Parker, y luego usted y su amigo lleven la bolsa a mi coche.

No me moví. No estaba dispuesto a entregar a Lutz sin averiguar antes qué sabía.

– Los dos queremos lo mismo -repliqué-. Los dos queremos encontrar a los responsables de estas muertes.

Mantuvo las Jerichos firmemente empuñadas. No admitía discusión.

Tras un forcejeo metimos a Lutz en la bolsa, lo amordazamos con sus calcetines y lo bajamos por la carretera hasta donde se hallaba el Lincoln Continental del Golem. Abrimos el maletero, lo echamos dentro y bajamos el capó sobre él con la hueca rotundidad de una tapa de ataúd. Oí sus gritos ahogados a través del metal y un pataleo contra los lados del maletero.

– Ahora vuelvan a la casa, por favor -dijo el Golem.

Retrocedimos y nos encaminamos lentamente hacia la casa, sin apartar la vista del calvo y sus armas.

– No creo que volvamos a vernos, señor Parker -dijo.

– No me lo tomaré de manera personal.

Cuando estuvimos a unos cincuenta metros del coche, se dirigió rápidamente a la puerta del conductor, entró y se alejó. A mi lado, Louis dejó escapar un largo suspiro.

– Las cosas han salido bien -comenté-. Pero tu prestigio profesional ha sufrido un revés.

Louis frunció el entrecejo.

– Oye, yo tardaba meses en preparar un golpe. Tú sólo me das cinco minutos. No soy James Bond.

– Descuida, no parece la clase de persona que vaya a ir contándolo por ahí.

– Supongo que no.


Volvimos sin pérdida de tiempo a la casa. Rachel salió al porche a recibirnos. Se le había ido el color de la cara, y pensé que estaba a punto de desmayarse.

– ¿Rachel? -dije sujetándola por los hombros-. ¿Qué pasa?

Me miró.

– Ven a verlo tú mismo -susurró.

Encontré a Marcy Becker sentada en uno de los grandes sillones, con las piernas dobladas contra el cuerpo. Tenía la vista fija en la pared y se mordía una uña. Me miró, posó los ojos por un instante en lo que había en el suelo y volvió a clavarlos en la pared desnuda. Nos quedamos así durante lo que se me antojó mucho, mucho tiempo, hasta que percibí la presencia de Louis detrás de mí y oí que maldecía en un susurro al ver lo que había ante nosotros.

Era un libro.

Un libro hecho de huesos.

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