Segunda parte

No juzguéis al predicador, ya que él es vuestro juez.

George Herbert, «El pórtico de la iglesia»


EN BUSCA DEL SANTUARIO

Extracto de la tesis doctoral de Grace Peltier


Se conservan pocas fotografías de Faulkner (ninguna posterior a 1963) y escasa información acerca de su pasado, así que nuestros conocimientos sobre él se limitan en gran medida al testimonio de quienes le oyeron hablar o se encontraron con él en el transcurso de alguna de sus misiones como sanador.

Era un hombre alto de cabello largo y oscuro y frente ancha, ojos azules bajo unas cejas rectas y oscuras, y piel muy pálida, casi translúcida. Vestía siempre la indumentaria de un trabajador -vaqueros, toscas camisas de algodón, botas-, excepto cuando predicaba. En tales ocasiones prefería un sencillo traje negro con una camisa blanca sin cuello abrochada hasta el último botón. No llevaba joyas y su única concesión a la ornamentación religiosa era un recargado crucifijo de oro colgado al cuello. Quienes tuvieron la oportunidad de examinarlo de cerca lo describen como una pieza de extrema delicadeza, con diminutas caras y miembros labrados en los brazos de la cruz. El rostro de Cristo era de un detallismo casi fotográfico, con los padecimientos del hombre crucificado representados de manera tan clara y precisa que resultaba perturbador, y su agonía indudable.

No he podido encontrar el menor dato sobre Faulkner en ninguna de las facultades de teología oficiales, y mis indagaciones en iglesias, importantes y secundarias, tampoco han aportado pista alguna en cuanto a los orígenes de su formación religiosa si la hubo. La primera etapa de su vida apenas está documentada, aunque sabemos que al nacer le pusieron el nombre de Aaron David Faulkner, hijo ilegítimo de Reese Faulkner y Embeth Thule, de Montgomery, Alabama, 1924. Fue un niño más pequeño de lo normal, con la visión del ojo izquierdo notablemente mermada, circunstancia que más tarde lo incapacitaría para el servicio militar, pero entrada ya la adolescencia creció muy rápido. Según los vecinos que lo recuerdan, este crecimiento físico se vio acompañado de un análogo desarrollo de la personalidad, y pasó de ser retraído y hasta cierto punto torpe a autoritario e imponente. Vivió con su madre hasta la muerte de ésta poco antes de que él cumpliese dieciséis años. Después del funeral, Aaron Faulkner abandonó Montgomery y no volvió jamás.

De los cuatro años siguientes hasta la fecha de su boda nada se sabe, salvo algunas posibles excepciones. En Columbia, Carolina del Sur, un tal Aarn (sic) Faulkner fue acusado de agresión en 1941 tras un incidente en el que una prostituta llamada Elsa Barker fue apedreada, lo que le produjo heridas en la cabeza y la espalda. Elsa Barker no compareció ante el tribunal para atestiguar, y como su declaración a la policía se consideró poco fidedigna, el caso se sobreseyó. No volvió a encontrarse el menor rastro de Elsa Barker.

Hay otro incidente digno de mención. En 1943 una familia de tres miembros, apellidada Vogel, natural de Liberty, Mississippi, desapareció de su granja. Dos días después de iniciarse la búsqueda los hallaron enterrados en una tumba poco profunda a unos dos kilómetros de sus tierras. Los cadáveres estaban cubiertos de cal viva. Según los informes policiales, un joven vagabundo se había alojado en la casa de los Vogel varios días antes de que desaparecieran. Los Vogel lo acogieron porque parecía un hombre religioso. Ninguno de los vecinos lo conoció ni llegó a verlo, pero recordaban su nombre: Aaron. Una vez muertos, se supo que los Vogel no estaban casados y que su hija era ilegítima. Entre los interrogados en el curso de la investigación se incluía a Aaron Faulkner, detenido en un motel de Vicksburg. Quedó en libertad tres días más tarde por falta de pruebas.

(Si bien no existe conexión directa entre las muertes de los Vogel y la agresión y posterior desaparición de la prostituta Elsa Barker, mi opinión es que ambos incidentes presentan indicios de reacción violenta a un comportamiento considerado transgresión sexual, vinculado acaso a un deseo sexual sublimado: respectivamente, la relación extramarital de los Vogel y el nacimiento de su hija ilegítima -con resonancias de la situación familiar del propio Faulkner- por un lado y las actividades de Elsa Barker por otro. Considero que los ulteriores intentos de Faulkner por refrenar y regular las relaciones sexuales en la comunidad de Eagle Lake representan una pauta de conducta similar.)

Después de su boda en 1944, Faulkner trabajó con el impresor George Lemberger de Richmond, Virginia, y permaneció a su lado durante los siguientes doce años a la par que se forjaba una reputación como predicador sin preparación formal. Una discusión a causa de las actividades de Faulkner como predicador, unida a la acusación de que Faulkner había falsificado la firma de Lemberger en un cheque, provocó su salida de la imprenta a principios de 1957. Posteriormente se trasladó al norte acompañado por su esposa y sus dos hijos. Entre 1958 y 1963 se ganó la vida mal que bien durante un tiempo como predicador itinerante, y con el tiempo fundó pequeñas congregaciones de fieles en los pueblos de Maine, de las que salieron los dieciséis miembros del grupo original. Complementó sus ingresos trabajando, en distintos periodos, como impresor, jornalero y pescador.

Inicialmente, Faulkner se estableció en una pensión de Montgomery Street en Portland, Maine, propiedad de un primo de los Jessop. Oficiaba en el comedor, en ocasiones hasta para treinta personas. A raíz de esos primeros y extensos sermones, su fama se difundió y Faulkner empezó a contar con un reducido grupo de seguidores pero fiel en extremo.

Faulkner no era un predicador de talante apocalíptico. Más bien atraía a sus oyentes con un tono de serena insinuación y penetraba en su conciencia de manera gradual y furtiva. (Si esta descripción parece innecesariamente peyorativa, cabe mencionar que las opiniones en retrospectiva de aquellos con quienes hablé son en gran medida negativas por lo que se refiere a Faulkner. Si bien es obvio que ejercía una gran influencia con su oratoria, y que había gente más que suficiente dispuesta a seguirlo para permitirle fundar, si así lo hubiese decidido, una comunidad mucho mayor que la inicial colonia de Eagle Lake, también había quienes experimentaban cierto malestar cerca de él.)

Por lo que cuentan, su esposa, Louise, era una mujer de extraordinaria belleza, con una melena oscura sólo un poco más larga que la de su marido. No se relacionaba con la congregación del predicador: si se acercaba al final del servicio, permanecía de pie detrás de él, escuchando la conversación entre el predicador y el suplicante, sin hacer el menor comentario ni participar de modo alguno. Por lo visto, fue su continua y muda presencia al lado de su marido lo que indujo a la gente a recelar de ella, aunque dos testigos declararon que intervino físicamente cuando se acusó a su marido de cometer fraude durante un servicio de curación en Rumford, Maine, en 1963. Lo hizo en completo silencio, pero la fuerza y el carácter de su intervención bastaron para que quienes lo presenciaran lo recuerden con todo detalle casi cuarenta años después. No obstante, ella siempre respetó a su marido y no dio señales de desobediencia hacia él, en consonancia con la doctrina religiosa fundamentalista.

La familia de Louise, los Dautrieve, eran originarios del este de Texas y baptistas del sur. Según recuerdan los miembros de la familia, apoyaron en conjunto su decisión de contraer matrimonio con Faulkner, que sólo contaba diecinueve años cuando se conocieron, y lo consideraron un hombre de buena fe pese a no ser baptista. Después de la boda apenas hubo contacto directo entre Louise y su familia, y los parientes vivos afirman que el contacto se interrumpió por completo desde que se marchó a Eagle Lake. Personalmente, la mayoría cree que ha muerto.

12

Rachel ya estaba en su apartamento cuando volví de entrevistarme con Mickey Shine. Me saludó con un beso en los labios.

– ¿Ha ido bien el día? -preguntó.

Teniendo en cuenta las circunstancias, «bien» era probablemente un concepto relativo.

– He averiguado alguna que otra cosa -contesté sin darle más importancia.

– Ajá. ¿Cosas buenas o malas?

– Mmm, más bien malas, pero nada que no sospechase ya.

No preguntó si quería seguir hablando de ello. A veces tenía la clara impresión de que Rachel me conocía bien, y yo, en cambio, no la conocía en absoluto. Observé cómo abría el bolso y sacaba uno de sus cuadernos de espiral, del que extrajo una única hoja impresa.

– No creo que lo que he de decirte pueda calificarse tampoco de buena noticia -prosiguió-. Un agente del Departamento de Química ha examinado la tarjeta de visita. Me han enviado los resultados por correo electrónico. Supongo que les parecía demasiado técnico para explicarlo por teléfono.

– ¿Y?

– La tarjeta estaba impregnada de un fluido llamado cantaridina, o, para ser más exactos, cantaridina concentrada. Es una sustancia que se utiliza a veces en ciertos tratamientos médicos para provocar ampollas. Una pequeña parte del ángulo superior derecho estaba recubierta de una ligera capa de cera, con el propósito, cabe suponer, de que ese tal señor Pudd pudiese tocarla sin que su piel quedase afectada. En cuanto la rozaste, la temperatura corporal y la humedad de tus dedos activaron la cantaridina y empezaron a salirte ampollas.

Reflexioné un momento.

– Así que utilizó un producto médico en la tarjeta… -comencé a decir, pero Rachel me interrumpió con un gesto de negación.

– No, he dicho que se utiliza con fines médicos, pero la sustancia de esa tarjeta es una forma muy específica de la toxina, producida, según el ayudante de investigación que la examinó, sólo por «ciertos artrópodos vesicantes». Es veneno de escarabajo aceitero. El hombre que te la entregó debió de cultivar el veneno, concentrarlo y aplicarlo luego a la tarjeta.

Recordé la sonrisa del señor Pudd cuando tuve la tarjeta en la mano.

«Además, es irritante, pero eso tampoco lo dice en la tarjeta.»

«A su manera sí lo dice.»

Me acordé también de Epstein y de la sustancia que le habían inyectado.

– Si es veneno cultivado de escarabajo, supongo que también podría cultivar veneno de otras clases, ¿no? -pregunté a Rachel.

– ¿Como por ejemplo?

– ¿Veneno de araña, quizá?

– He telefoneado al laboratorio después de recibir el mensaje para aclarar un par de detalles sobre el procedimiento, así que no veo por qué no. Por lo que he entendido, el veneno del escarabajo podría haberse extraído mediante alguna forma de descarga eléctrica para inducir al insecto a liberar la toxina. Parece que el cultivo de veneno de araña es un poco más complicado. Hay que sedar a la araña, normalmente con dióxido de carbono, y luego ponerla bajo un microscopio. Cada vez que recibe una descarga eléctrica produce una mínima cantidad de veneno, que entonces puede recogerse. En principio se puede someter a una araña a tres o cuatro descargas antes de enviarla a retiro.

– ¿Se necesitan, pues, muchas arañas para producir una cantidad de veneno aceptable?

– Probablemente -contestó.

Me pregunté cuántas arañas habrían sido ordeñadas para matar a Yossi Epstein. Me pregunté asimismo por qué alguien se tomaría semejante molestia. Al fin y al cabo, habría sido mucho más fácil, y menos evidente, matarlo de una manera más convencional. Me acordé entonces de Alison Beck, y de cómo debía de haberse sentido mientras las viudas negras forcejeaban en su boca y las reclusas iban de un lado al otro en el reducido y cerrado espacio del coche. Recordé la expresión en los ojos de Mickey Shine al hablarme de las arañas en la bañera, y las heridas producidas en su piel por las picaduras. Y pensé en mis propios sentimientos cuando me salieron las ampollas y en la sensación que me había causado el roce de los delgados y vellosos dedos del señor Pudd.

Lo hizo porque le divertía, porque sentía verdadera curiosidad por los efectos. Lo hizo porque convertirse en presa de una criatura pequeña, oscura y voraz, con múltiples patas y ojos, aterrorizaba a las víctimas de una manera que ni una bala ni un cuchillo podían igualar, y confería una nueva intensidad al sufrimiento que se podía padecer. Incluso Epstein, que murió a causa de una inyección, experimentó parte de ese dolor cuando sus músculos se agarrotaron y convulsionaron, su respiración empezó a fallar y su corazón sucumbió por fin bajo la presión a que se vio sometido su organismo.

Era también un mensaje, de eso estaba seguro. Y la única persona a quien podía ir dirigido ese mensaje era Jack Mercier. Epstein y Beck aparecían en la fotografía colgada en la pared de su casa, y el bufete de Warren Ober se ocupaba de la recusación legal de la exención fiscal concedida a la Hermandad. Sabía que tenía que regresar a Maine, que de algún modo la muerte de Grace Peltier estaba relacionada con las acciones que su padre y otros habían emprendido contra la Hermandad. Pero ¿cómo podían saber Pudd y quienes lo ayudaban que Grace Peltier era hija de Jack Mercier? A eso se sumaba la duda de por qué una mujer que investigaba la historia de un grupo religioso desaparecido mucho tiempo atrás acababa intentando acorralar a la cabeza visible de la Hermandad. Sólo se me ocurría una respuesta: alguien había encauzado el trabajo de Grace Peltier hacia la Hermandad, y ella había muerto por eso.

Cuando Rachel se metió en la ducha, traté de telefonear otra vez a Mercier, pero me atendió la misma criada y recibí de nuevo la promesa de que el señor Mercier sería informado de mi llamada. Pregunté también por Quentin Harrold y se me comunicó de manera parecida que no podía ponerse. Estuve tentado de tirar el móvil al suelo y de aplastarlo de un pisotón, pero imaginé que podía llegar a necesitarlo, así que me conformé con lanzarlo, indignado, al sofá de Rachel. En todo caso, tampoco tenía nada que contarle a Mercier, o desde luego nada que él no supiese ya. Simplemente me disgustaba que me dejasen a oscuras, sobre todo si el señor Pudd ocupaba cierto espacio en esa misma oscuridad.

Pero existía otra razón para los métodos de asesinato elegidos por el señor Pudd que yo aún no había descubierto, un principio que tenía su origen en el pasado remoto y otras tradiciones más antiguas.

Era la creencia de que las arañas eran las guardianas del submundo.


El Centro Wang, en Tremont, era el teatro más hermoso de la zona norte de la Costa Este, y el Ballet de Boston era, dada mi limitada experiencia, una gran compañía, así que la combinación resultaba bastante irresistible, especialmente en una noche de estreno. Cuando pasamos andando frente al Boston Common, había un grupo tocando tras la vidriera de la emisora de radio WERS del Emerson College, y la gente que se encaminaba a la zona de los teatros se detenía un instante a observar la cara contorsionada del cantante. Recogimos las entradas en la taquilla y pasamos al recargado vestíbulo de mármol y oro, por delante de los puestos que anunciaban objetos y libros de recuerdo de Cleopatra. Teníamos butacas de platea, al fondo del teatro a la izquierda, un poco por encima de las filas anteriores, así que nadie nos tapaba. Los colores rojo y oro del teatro eran casi tan exuberantes como el diseño del escenario, lo cual creaba un ambiente de decadencia contenida.

– ¿Sabes una cosa? Cuando le dije a Ángel que veníamos aquí, me preguntó si estaba seguro de que no era gay -susurré a Rachel.

– ¿Qué le contestaste?

– Le dije que no iba a bailar con el ballet, sino simplemente a verlo como espectador.

– ¿Y yo soy, pues, sólo un medio de reafirmarte en tu heterosexualidad? -preguntó con tono burlón.

– Bueno, un medio muy placentero…

Por encima de nosotros, a la derecha, entró una figura en uno de los palcos, cerca del proscenio. Se acomodó en una butaca con movimientos parsimoniosos y después se ajustó los audífonos. A sus espaldas, Tommy Caci dobló el abrigo de Al Z, le sirvió una copa de vino tinto y se sentó detrás de él.

El Wang es un teatro igualitario: no hay palcos cerrados, pero ciertas secciones son más privadas que otras.

La zona que ocupaba Al Z se conocía como «el palco del Wang»; se hallaba parcialmente protegido por una columna, si bien quedaba abierto al pasillo de la derecha. Las butacas adyacentes estaban vacías, lo que significaba que Al había reservado toda la sección para la noche del estreno.

Al Z, pensé, viejo romántico.

Cuando el público quedó en silencio, se apagaron las luces. La música de Rimsky-Korsakov, arreglada para ballet por el compositor John Lanchbery, llenó el inmenso espacio al comenzar la representación. Las siervas danzaban en torno a la alcoba de Cleopatra mientras la reina dormía al fondo y su hermano Tolomeo y el confidente de éste, Potino, tramaban su caída. Todo estaba magníficamente realizado, y sin embargo no pude evitar distraerme durante la primera mitad, asaltado por visiones de criaturas reptantes e imaginándome los últimos momentos de vida de Grace Peltier. No se me iban de la cabeza diversas imágenes: «Una pistola cerca de su cabeza, una mano que se hunde en su pelo para mantenerla erguida mientras el dedo apretaba el gatillo. Es su dedo el que aprieta el gatillo pero otro ejerce presión sobre él. Está aturdida, medio inconsciente por un golpe en la sien, y no puede defenderse mientras le colocan el brazo en posición. El golpe no ha dejado sangre, y en todo caso la herida de entrada desgarrará la piel y el hueso disimulando cualquier lesión previa. Sólo cuando el frío metal entra en contacto con su piel se da cuenta, por fin, de lo que ocurre. Forcejea y abre la boca para gritar…».

Se oye un rugido en la noche y una llama roja brota de su sien y se derrama sobre la ventanilla y la puerta. La luz se apaga en sus ojos y su cuerpo se desploma a la derecha, y en el aire flota un olor a quemado mientras su cabello chamuscado crepita débilmente.

No hay dolor.

Nunca más habrá dolor.

Noté una presión en el brazo y advertí que Rachel me miraba con expresión burlona en el momento en que el ballet alcanzaba el clímax previo al interludio. En su alcoba, Cleopatra seducía a César bailando para él. Le di una palmada en la mano a Rachel y vi su expresión ceñuda por el paternalismo del gesto, pero antes de que pudiese explicárselo atrajo mi atención un movimiento a la derecha. Tommy Caci, de pie en actitud alerta, se llevó la mano al interior de la chaqueta. Ante él, Al Z seguía viendo el ballet, en apariencia ajeno a lo que ocurría a sus espaldas. Tommy se apartó de su butaca y desapareció por el pasillo.

En el escenario asomó entre bastidores el asesino, Potino, aguardando la oportunidad de atacar a la reina, pero Cleopatra y César, sin saberlo, seguían bailando. La música aumentó de volumen, y en ese momento una figura tomó asiento detrás de Al Z, pero no era Tommy Caci, sino alguien más delgado y anguloso. Al Z permaneció absorto en la acción, meciendo la cabeza al ritmo de la música, su mente llena de evasivas imágenes en un intento de olvidar por unos momentos ese mundo más oscuro en el que había decidido habitar. Se movió una mano, y algo despidió un destello plateado. Potino salió como una exhalación de entre bastidores, espada en mano, pero César, más rápido, le traspasó el vientre con el filo de la suya.

Y, en el palco, el cuerpo de Al Z se tensó y algo rojo brotó de su boca al tiempo que la figura se inclinaba hacia él, con una mano sobre el hombro de Al Z y la otra cerca de la base de su cráneo. Desde detrás debía de dar la impresión de que estaban hablando, nada más, pero yo había visto el brillo de la hoja y sabía qué había ocurrido. Al Z tenía la boca abierta y, ante mis ojos, el señor Pudd se la tapó con la mano enguantada y lo sostuvo mientras se convulsionaba y moría.

A continuación, el señor Pudd pareció mirar en dirección hacia donde yo estaba sentado antes de cubrir los hombros de Al Z con su abrigo y retroceder en la penumbra.

En el escenario bajaba el telón y el público prorrumpía en aplausos, pero yo ya estaba en movimiento. Corrí por el pasillo lateral de la platea y abrí las puertas ruidosamente de un empujón. Una escalera a mi izquierda, con el clásico reloj del águila americana en lo alto, conducía al piso superior. Subí los peldaños de dos en dos, apartando a un acomodador a la vez que sacaba mi pistola.

– Avise a una ambulancia -le dije al pasar-. Y a la policía.

Al llegar al rellano con la pistola ya en alto frente a mí oí el eco de sus pisadas en el mármol. Había una salida de emergencia abierta y la escalera de incendios que funcionaba con un sistema de contrapesos y que acababa de bajar por el peso de un cuerpo, volvía en ese instante a su posición inicial. Abajo vi una zona de carga, de la que se alejaba un coche a toda velocidad, un Mercury Sable plateado. Doblaba por Washington Street, así que sólo lo vi de lado y no conseguí anotar la matrícula, pero dentro había dos personas.

Detrás de mí, las butacas se vaciaban para el intermedio y una o dos personas echaron un vistazo a la puerta abierta. Todas aquellas puertas estaban provistas de alarma, así que el servicio de seguridad pronto se presentaría allí para averiguar quién las había abierto y por qué. Volví a entrar y me dirigí hacia la zona donde Al Z seguía sentado. Le colgaba la cabeza con el mentón contra el pecho, y el abrigo que caía sobre sus hombros ocultaba el arma. La empuñadura de ésta lo mantenía sujeto al asiento, impidiendo que cayese de bruces. La sangre manaba de su boca y empapaba la pechera de su camisa blanca. Unas gotas habían caído en la copa de vino en un acto final y terrible de consagración. No veía a Tommy Caci.

A mis espaldas aparecieron dos miembros del servicio de seguridad del Centro Wang, pero retrocedieron al ver la pistola que yo tenía en la mano.

– ¿Han avisado a la policía?

Asintieron con la cabeza.

A mi derecha, al otro lado del pasillo, había una puerta entornada. La señalé.

– ¿Que hay ahí?

– La sala de VIPS -contestó uno de los guardias de seguridad.

Miré hacia la base de la puerta y, a través de la abertura, vi lo que parecía la puntera de un zapato. La empujé suavemente con el codo.

Tommy Caci yacía boca abajo en el suelo, con la cabeza ladeada y el borde de una herida en la garganta claramente visible. La sangre encharcaba el suelo y salpicaba las paredes. Por lo visto, lo habían atacado por detrás al abandonar su asiento y entrar en la sala. Más allá había un bar con unos cuantos sillones y sofás, pero el lugar parecía vacío.

Retrocedí de nuevo hacia el pasillo al tiempo que dos uniformes azules aparecían detrás de mí, avanzando con sus armas desenfundadas. Oí la orden de soltar la pistola en medio de los gritos de sorpresa y miedo del público. Obedecí de inmediato y los dos agentes se acercaron a mí.

– Soy detective privado -dije mientras uno de ellos me empujaba contra la pared y me cacheaba en tanto que el otro iba a examinar a Tommy Caci y luego se dirigía hacia el cadáver de la primera fila.

– Es Al Z -le informé cuando regresó, y sentí cierta tristeza por el viejo matón-. Ya no les molestará más.


Un par de inspectores llamados Carras y McCann me interrogaron en el lugar del crimen. Les conté todo lo que había visto, pero no lo que sabía del señor Pudd. En lugar de eso lo describí con el mayor detalle posible y dije que había reconocido a Al Z de un caso anterior.

– ¿Qué caso fue ése? -preguntó McCann.

– Cierto problema en un pueblo llamado Dark Hollow, el año pasado.

Al mencionar Dark Hollow y la escena de la muerte de Tony Celli a manos del hombre cuyo cadáver teníamos ahora al lado, los inspectores adoptaron una expresión más benévola y McCann se ofreció incluso a invitarme alguna vez en el futuro a una copa. Nadie lamentaba la desaparición de Tony Celli.

Me quedé con ellos en la puerta principal del teatro mientras se desalojaba al público y se preguntaba a cada uno de los asistentes, a su paso por los controles del cordón policial, si había visto algo, antes de pedirle que se identificase y dejase un número de teléfono. En jefatura presté declaración sentado junto al desordenado escritorio de McCann y luego facilité mi número de móvil y la dirección de Rachel por si necesitaban ponerse en contacto conmigo otra vez.

Cuando me dejaron marchar, intenté llamar a Mickey Shine a la floristería, pero no contestó, y me informaron de que su número particular no aparecía en la guía. Otra llamada y cinco minutos después tenía un número de teléfono particular y la dirección de un tal Michael Sheinberg en Bowdoin Street, en Cambridge. En ese número tampoco contestaron. Dejé un mensaje y luego paré un taxi para ir a Cambridge. En una calle arbolada, antes de apearme pedí al taxista que me esperase. Mickey Shine vivía en un bloque de apartamentos de piedra rojiza, pero nadie me abrió cuando llamé al timbre. Estaba planteándome forzar la entrada cuando un vecino se asomó a la ventana. Era un anciano vestido con un jersey y unos desaliñados vaqueros azules y a quien, mientras hablaba, le temblaban las manos a causa de un trastorno nervioso.

– ¿Busca a Mickey?

– Sí.

– ¿Es amigo suyo?

– Sí, de fuera de la ciudad.

– Pues lo siento, pero se ha marchado. Ha salido hace cosa de una hora.

– ¿Ha dicho adónde iba?

– No, sólo lo he visto irse. Daba la impresión de que se marchaba por un par de días. Llevaba una maleta.

Le di las gracias y volví al taxi. La noticia de la muerte de Al Z debía de haber corrido como la pólvora y probablemente circulaban muchas especulaciones sobre quién podía estar detrás, pero Mickey lo sabía. Sospecho que sabía qué ocurriría desde el momento en que recibió la llamada para avisarle de mi visita, y que por fin había llegado la hora de la verdad.

El taxi me llevó hasta el Jacob Wirth's de Stuart, donde me esperaba Rachel en compañía de Ángel y Louis. Un grupo del público, todos sordos de nacimiento y dispuestos alrededor del piano, destrozaban la canción The Wanderer. Los dejamos a lo suyo y fuimos al Montien, unas cuantas puertas calle arriba, donde ocupamos un reservado e, inquietos, tomamos comida tailandesa.

– Hace bien su trabajo -dijo Louis-. Probablemente ha estado vigilándote desde que llegaste.

Asentí con la cabeza.

– Si es así, sabe de mi contacto con Sheinberg y con vosotros dos. Y con Rachel. Lo siento.

– Para él todo esto es una diversión -continuó Louis-, Te das cuenta, ¿verdad? La tarjeta de visita, las arañas en el buzón. Está jugando contigo, tío, está poniéndote a prueba. Sabe quién eres y le gusta la idea de enfrentarse a ti.

Ángel movió la cabeza para expresar su conformidad.

– Ya te has labrado una reputación. Lo raro es que todos los psicópatas de aquí a Florida no hayan tomado un autobús camino de Maine para ver si eres tan bueno como cuentan.

– Eso no resulta muy tranquilizador, Ángel.

– Si necesitas que te tranquilicen, llama a un sacerdote.

Nadie habló durante un rato, hasta que Louis dijo:

– Supongo que ya imaginas que vamos a reunimos contigo en Maine.

Rachel me miró.

– Yo también voy.

– Mis ángeles de la guarda -comenté. De sobra sabía que era inútil discutir con ellos. Me alegraba asimismo de que Rachel estuviese cerca de mí. Sola, era vulnerable. Sin embargo, una vez más, descubrí que aquella mujer hermosa y comprensiva me leía el pensamiento.

– No en busca de protección, Parker -añadió con expresión seria y mirada severa-. Voy porque vas a necesitar ayuda con Marcy Becker y sus padres, y quizá también con los Mercier. Si el hecho de que esté contigo y con la extraña pareja te hace sentir mejor, es una ventaja añadida, nada más. No sólo estoy aquí para que puedas salvarme.

Ángel le sonrió con admiración y regodeo a la vez.

– Mira que eres marimacho -susurró a Rachel-. Si te diéramos una pistola y un chaleco antibalas, podrías convertirte en icono de las lesbianas.

– Muérdeme, regordete -contestó ella.

Por lo visto, estaba decidido. Levanté mi vaso de agua y ellos alzaron sus cervezas en respuesta.

– Bueno -dije-, bienvenidos a la guerra.

13

A la mañana siguiente, junto al titular ASESINADO UN CAPO DEL HAMPA, una fotografía bastante aceptable de Al Z desplomado en su butaca del Wang dominaba la primera plana del Herald. Hay pocas palabras que gusten más a los redactores de los periódicos que «asesinado» y «hampa», excepto, quizá, «sexo» y «cachorrillo», y el Herald había optado por presentarlas en un cuerpo de letra tan grande que apenas quedaba espacio para el artículo.

Tommy Caci había sido degollado de izquierda a derecha. El corte era tan profundo que había seccionado tanto las habituales arterias carótidas como las yugulares externa e interna, prácticamente lo había decapitado. Después, el señor Pudd había apuñalado a Al Z por la nuca con un arma blanca de hoja larga y fina, que le había perforado el cerebelo y penetrado en la corteza cerebral. Por último, con un cuchillo pequeño y muy afilado, había realizado una incisión oblicua en el extremo superior del dedo medio de la mano derecha de Al Z, a una altura equivalente a unas tres cuartas partes de su longitud total, y cercenado la última falange.

Me enteré de esto no por el Herald, sino por el sargento McCann, que me telefoneó al móvil mientras leía los periódicos en la mesa de la cocina del apartamento de Rachel. Ella estaba en la bañera, tarareando sin afinar canciones de Al Green.

– Hay que tener huevos para cargarse a dos hombres en un lugar público -comentó McCann-. En las salidas de emergencia no hay cámaras, así que no disponemos de información visual aparte de su descripción. Un hombre que estaba en la zona de carga anotó la matrícula; corresponde a un Impala robado hace dos días en Concord, así que por ese lado nada. El asesino tuvo que acceder a la sala de VIPS con una tarjeta codificada; suponemos que llegó provisto de una que se había preparado él mismo. No es tan difícil falsificarlas si uno sabe lo que hace. Al Z iba todas las noches de estreno. Quizá fuese un hijo de puta miserable y corrupto, pero tenía clase. Y siempre ocupaba esos asientos u otros cercanos, por lo tanto era fácil adivinar dónde estaría. En cuanto a la falange desaparecida, imaginamos que se trata de una tarjeta de visita y estamos buscando en los archivos del Programa para la Detención de Delincuentes Violentos un modus operandi equivalente.

Me preguntó si recordaba algo más de la noche anterior -yo ya sabía que no se trataba sólo de una llamada de cortesía-, pero le contesté que no podía ayudarle. Me pidió que me mantuviera en contacto y le aseguré que así lo haría.

McCann tenía razón: Pudd había corrido un gran riesgo para llegar a Al Z. Quizá no le quedaba otra alternativa. No había modo de acceder a Al Z en su despacho o en su casa, porque siempre tenía a sus hombres alrededor y las ventanas estaban diseñadas para repeler cualquier cosa menor que una ojiva. En el teatro, con Tommy a sus espaldas y cientos de personas alrededor, podía perdonársele que se sintiese seguro, pero había subestimado la tenacidad de su asesino. Cuando se presentó la ocasión, Pudd la aprovechó.

Tenía la impresión de que, además, Pudd quizás intentaba atar cabos sueltos, y sólo había un número limitado de razones por las que alguien podía sentirse impulsado a eso. La principal era como preparativo para desaparecer, para asegurarse de que no quedaba nadie dispuesto a continuar la persecución de la que era objeto. Yo suponía que, si Pudd decidía desaparecer, nadie lo encontraría jamás. Había sobrevivido a esa situación durante mucho tiempo, incluso después de ponerse precio a su cabeza, así que, si se lo proponía, podía evaporarse como el rocío al salir el sol.

Además había otra cosa que me inquietaba: al parecer, Pudd no sólo era aficionado a coleccionar insectos. También le interesaban la piel y el hueso, y extraía articulaciones y fragmentos de piel de cada una de sus víctimas. Su gusto en materia de recuerdos era muy personal, pero Pudd no me parecía la clase de hombre que mutilaría cadáveres sólo para guardar los trozos en tarros y admirarlos. Tenía que existir otra razón.

Sentado a la mesa de la cocina, abandonados ya los periódicos, me pregunté si no me convenía contar a la policía todo lo que sabía sin más. Tampoco es que supiera gran cosa, pero las muertes de Epstein, Beck, Al Z y Grace Peltier estaban relacionadas, vinculadas bien a la propia Hermandad, bien a las acciones emprendidas contra ésta por el padre biológico de Grace, Jack Mercier. Ya iba siendo hora de mantener una conversación seria, cara a cara, con el señor Mercier, y dudaba que fuese a ser muy divertida para cualquiera de los dos. Me disponía a hacer la maleta para regresar a Scarborough cuando recibí la segunda llamada de la mañana, no del todo imprevista. Era Mickey Shine. El identificador de llamadas sólo me informó de que me llamaban desde un número privado y secreto.

– ¿Ha leído los diarios? -preguntó.

– Yo estaba allí -contesté.

– ¿Sabe quién lo hizo?

– Creo que fue quien usted y yo ya conocemos.

Se produjo un silencio al otro lado de la línea.

– ¿Cómo se enteró de su entrevista con Al?

– Es posible que estuviese vigilándonos -admití-. Pero también podría ser que estuviese al corriente de que Al Z se interesaba por él desde hacía tiempo, y que mi investigación haya precipitado una actuación que ya tenía planeada.

Pudd había aprendido de sus mascotas que, si algo empieza a tirar del extremo más lejano de la tela, no está de más averiguar de qué puede tratarse y, a ser posible, detenerlo.

– Anoche no estaba usted en su apartamento -continué-. Lo comprobé.

– Me largué de la ciudad en cuanto lo supe. Alguien me informó de la muerte de Al, un amigo de otra época, y supe que tenía que ser Pudd. Nadie más se atrevería a una maniobra así contra Al Z.

– ¿Dónde está?

– En Nueva York.

– ¿Cree que puede esconderse ahí, Mickey?

– Aquí tengo amigos. Haré unas cuantas llamadas y veré cómo pueden ayudarme.

– Debemos hablar otra vez antes de que desaparezca. Tengo la sensación de que no me ha contado todo lo que sabe.

Pensé que pondría alguna objeción. En lugar de eso admitió:

– Algunas cosas sé, otras son simples conjeturas.

– Veámonos. Bajaré a Nueva York.

– No sé…

– Mickey, ¿va a huir de ese tipo durante el resto de su vida? No me parece una existencia muy satisfactoria.

– Es mejor que estar muerto. -No parecía muy convencido.

– Sabe qué se propone Pudd, ¿verdad? -le pregunté-. Sabe qué significa la amenaza de que los nombres «quedarían escritos». Lo ha averiguado.

No contestó de inmediato, y yo esperaba oír en cualquier momento que la comunicación se cortaba.

– Los Claustros -dijo de pronto-. Mañana a las diez. Hay una exposición en el Tesoro que quizá le interese ver antes de que yo llegue. Contestaré a algunas de sus preguntas e intentaré llenar las lagunas. Pero si no está allí a las diez, me marcharé y no volverá a verme.

Dicho esto colgó.


Reservé un billete en el puente aéreo de la compañía Delta a La Guardia y luego llamé a Ángel y a Louis al Copley. Rachel y yo quedamos para tomar café con ellos en el Starbucks de Newbury antes de que yo me subiera a un taxi para ir a Logan. A las 13:30 estaba en Nueva York y me alojé en una habitación doble del Larchmont en la calle Once Oeste del Village. Sin ser la clase de establecimiento que frecuentaría Donald Trump, el Larchmont era limpio y asequible y, a diferencia de la mayoría de los hoteles económicos de Nueva York, las habitaciones no eran tan pequeñas como para verse obligado a salir afuera hasta para pensar. Además, disponía de cerradura de seguridad en la entrada principal y de un conserje del tamaño del Edificio Flatiron, así que las visitas no deseadas se reducían al mínimo.

En la ciudad el calor y la humedad eran sofocantes, y llegué al hotel empapado en sudor. Según los pronósticos, esa noche cambiaría el tiempo, pero hasta entonces el aire acondicionado permanecería a plena potencia en toda la ciudad, mientras que aquellos demasiado pobres para permitírselo se conformaban con ventiladores baratos. Después de una ducha rápida en un cuarto de baño compartido, tomé un taxi hasta la calle Ochenta y Nueve Oeste. B'Nai Jeshurun, la sinagoga con la que Yossi Epstein había mantenido una estrecha relación hasta fecha reciente, tenía una oficina en la 89 Oeste, cerca de la academia de equitación Claremont, y me pareció que, durante mi estancia en Manhattan, podía ser útil tratar de averiguar un poco más acerca del rabino asesinado. El bullicio de los niños que salían de la escuela pública número 166 resonó en mis oídos cuando me acerqué a la oficina de la sinagoga, pero hice el viaje en vano. En B'Nai Jeshurun nadie parecía en condiciones de informarme de mucho más de lo que ya sabía acerca de Yossi Epstein, y me enviaron al Centro Orensanz de Norfolk Street en el Lower East Side, donde se había instalado Epstein después de sus discrepancias con la congregación del Upper West Side.

Para eludir el tráfico de la hora punta, tomé el metro en Central Park West hasta el cruce de Broadway y East Houston, y acabé sudando otra vez. Luego recorrí Houston, dejé atrás el Katz's Deli y numerosas tiendas que vendían basura disfrazada de antigüedades, hasta llegar a Norfolk Street. Ése era el centro del Lower East Side, un lugar que en otro tiempo había estado lleno de estudiosos y yeshivas, de lituanos antihasídicos y el resto de la primera generación de judíos rusos, a quienes los judíos alemanes que ya se habían establecido allí consideraban unos orientales atrasados. Se decía que, antes, Allen Street pertenecía a Rusia, de tantos judíos rusos como vivían allí. Los oriundos de un mismo pueblo formaban asociaciones, se convertían en comerciantes, ahorraban para que sus hijos fuesen a la universidad y mejorasen en la vida. Compartían sus barrios en precario equilibrio con los irlandeses y se peleaban con ellos en las calles.

Ahora, en gran medida, esos tiempos habían quedado atrás. Aún existía una cooperativa de trabajadores en Grand Street, unas cuantas librerías judías y tejedores de solideos entre Hester y Division, una o dos buenas panaderías, la vinatería kosher de Schapiro, y, naturalmente, Katz's, la última tienda de comida preparada al estilo antiguo, atendida en la actualidad casi exclusivamente por dominicanos; pero la mayor parte de la comunidad judía ortodoxa se había trasladado a Borough Park y Williamsburg, o a Crown Heights. Quedaban allí básicamente aquellos demasiado pobres o demasiado tozudos para retirarse a las afueras o a Miami.

El Centro Orensanz, la sinagoga más antigua de Nueva York, conocida en otra época como la Anshe Chesed, «la Gente de la Amabilidad», parecía pertenecer al pasado remoto. Construida por el arquitecto berlinés Alexander Saeltzer en 1850 para la congregación judía alemana, y diseñada a imagen de la catedral de Colonia, dominaba Norfolk Street, un vestigio del pasado todavía vivo en el presente. Entré por una puerta lateral, crucé un vestíbulo oscuro y me encontré en la sala principal neogótica entre elegantes columnas y galerías. Por las ventanas se filtraba una luz tenue, bañaba la estancia con el color del bronce viejo y proyectaba sombras sobre unas flores y cintas blancas, restos de una boda celebrada varios días antes. En una esquina, un hombre de cabello cano, vestido con un mono de trabajo azul, barría papeles y cristales rotos hacia un rincón. Cuando me acerqué a él dejó de trabajar. Saqué mi licencia y le pregunté si encontraría allí a alguna persona dispuesta a hablar conmigo sobre Yossi Epstein.

– Aquí no hay nadie hoy -contestó-. Vuelva mañana. -Continuó barriendo.

– ¿Podría telefonear a alguien, quizá? -insistí.

– Llame mañana.

Mi cara bonita y mi encanto natural, por sí solos, no estaban llevándome muy lejos.

– ¿Le importa si echo un vistazo? -pregunté y, sin esperar respuesta, me encaminé hacia una pequeña escalera que descendía al sótano. Topé con una puerta cerrada, en ella habían prendido un cartel donde se expresaba el dolor por la muerte de Epstein. A un lado, un tablón de anuncios informaba del horario de servicios y clases de hebreo, así como de una serie de charlas sobre la historia del barrio. No había mucho más que ver, así que, después de husmear otros diez minutos por el sótano, me sacudí el polvo de la chaqueta y volví a subir.

El viejo de la escoba había desaparecido. En su lugar, me esperaban dos hombres. Uno era joven, llevaba un solideo negro que parecía pequeño para su cabeza, y ésta parecía grande para sus hombros. Vestía una camisa oscura y vaqueros negros y, a juzgar por la expresión de su cara, no formaba parte de la «Gente de la Amabilidad». El otro hombre era mayor, canoso, de cabello ralo y barba poblada. Vestía de manera más tradicional que su amigo -camisa blanca y corbata negra bajo un traje y un abrigo negros-, pero no parecía mucho más amable.

– ¿Es usted el rabino? -le pregunté.

– No, no tenemos ninguna relación con el Centro Orensanz -contestó para añadir al instante-: ¿Acaso piensa que todo el que viste de negro es rabino?

– ¿Me convierte eso en antisemita?

– No, pero ir armado en una sinagoga quizá sí.

– No es nada personal, ni siquiera religioso.

El hombre de mayor edad asintió con la cabeza.

– No lo dudo, pero conviene llevar cuidado con esas cuestiones. Tengo entendido que es usted detective privado. ¿Me haría el favor de enseñarme algún documento que lo identifique?

Levanté la mano y la metí lentamente en el bolsillo interior de mi chaqueta para sacar la cartera. Se la entregué al joven, quien a su vez se la tendió al hombre mayor. Éste la examinó durante un minuto largo. Luego la cerró y me la devolvió.

– ¿Y por qué un detective privado de Maine se interesa por la muerte de un rabino en Nueva York?

– Creo que la muerte del rabino Epstein puede estar relacionada con un caso que investigo. Esperaba que alguien ampliase la información de que dispongo sobre él.

– Está muerto, señor Parker. ¿Qué más necesita saber?

– Para empezar, quién lo mató, ¿o eso a usted no le preocupa?

– Me preocupa mucho, señor Parker. -Se volvió hacia el hombre más joven, le hizo una seña con la cabeza, y los dos observamos cómo abandonaba el vestíbulo y cerraba la puerta con suavidad al salir-. ¿Cuál es ese caso que está investigando?

– La muerte de una mujer. Fue amiga mía hace mucho tiempo.

– Entonces investigue su muerte y déjenos a nosotros ocuparnos de nuestro trabajo.

– Si su muerte está relacionada con la del rabino, su ayuda podría redundar en beneficio de ambos. Yo puedo encontrar al hombre que cometió el asesinato.

– El hombre -repitió haciendo hincapié en la segunda palabra-. Parece muy convencido de que fue un hombre.

– Me consta que así fue -me limité a decir.

– Entonces los dos lo sabemos -contestó-. El asunto está en nuestras manos. Ya se han tomado medidas.

– ¿Qué medidas?

– Ojo por ojo, señor Parker. Lo encontraremos. -Se acercó a mí, y la expresión de su mirada se ablandó un poco-. Esto no es cosa suya. No todo homicidio tiene por qué alimentar su ira.

Me conocía. Lo veía en su cara, vi mi pasado reflejado en los espejos de sus ojos. Las muertes de Susan y Jennifer, así como el violento final del Viajante, habían recibido tanta cobertura informativa que siempre habría quien me recordase. En ese momento, en esa vieja sinagoga, sentí que quedaba otra vez a la vista de todos mi pérdida más íntima, como una mota de polvo atrapada en el haz de luz que se filtraba por las ventanas.

– La mujer sí es cosa mía -dije-. Si la muerte del rabino está relacionada con ello, se convierte en cosa mía también.

Movió la cabeza como para decir que no y me sujetó por el hombro con delicadeza.

– ¿Sabe qué es el tashlikh, señor Parker? Es un acto simbólico, consiste en lanzar migas de pan al agua como símbolo de los pecados del pasado, una carga con la que uno decide no seguir viviendo. Creo que debe buscar dentro de sí la manera de librarse de sus cargas antes de que acaben con usted.

Se alejó, y ya casi estaba en la puerta cuando hablé.

– «Esto es lo que mi padre dijo, y yo soy la expiación por la que él descansa.»

El hombre se detuvo y se volvió para mirarme.

– Es una frase del Talmud -declaré.

– Sé lo que es -respondió casi en un susurro.

– No se trata de una venganza.

– ¿De qué se trata, pues?

– De una reparación.

– ¿Por los pecados de su padre o por los suyos propios?

– Por los unos y por los otros.

Pareció abstraerse en sus pensamientos durante unos segundos, y cuando la luz volvió a sus ojos, había tomado una decisión.

– Señor Parker, existe la leyenda del Golem -empezó a decir-, un hombre artificial hecho de arcilla. El rabino Loew creó el primer Golem en Praga en el año 5340. Lo modeló con barro y colocó en su boca el shem, el pergamino con el nombre de Dios. En la leyenda, el rabino tiene motivos justificados para crear un ser capaz de defender a los judíos contra los pogromos, contra la ira de los enemigos. ¿Cree usted que puede existir tal criatura, que puede alcanzarse la justicia creándola?

– Creo que pueden existir hombres como él -contesté-. Pero dudo que la justicia haya influido siempre a la hora de crearlo, o que pueda alcanzarse a través de sus acciones.

– Sí, quizás un hombre -dijo el viejo judío en voz baja-. Y quizá la justicia sí es de inspiración divina. Nosotros hemos mandado a nuestro Golem. Hágase la voluntad de Dios.

En sus ojos vi la ambivalencia de su respuesta a lo que se había desencadenado; habían enviado a un asesino para seguir el rastro de otro, desatando violencia contra violencia, con todos los riesgos que ese acto entrañaba.

– ¿Quién es usted? -pregunté.

– Me llamo Ben Epstein -respondió-, y soy la expiación por la que descansa mi hijo.

La puerta se cerró suavemente cuando salió, y en la sinagoga vacía fue como si se hubiera escuchado el aliento exhalado de la boca de Dios.


Lester Bargus se encuentra solo detrás del mostrador de la tienda el día en que muere, el mismo día que conozco al padre de Yossi Epstein. Jim Gould, que trabaja para Bargus a tiempo parcial, está fuera desmontando un par de H &K semiautomáticas robadas, así que no hay nadie en la trastienda, donde dos monitores la muestran por dentro desde dos ángulos: uno desde una cámara visible encima de la puerta, el otro desde una lente oculta dentro de la carcasa de un estéreo portátil colocado en un estante junto a la caja. Lester Bargus es un hombre precavido, pero no lo suficiente. En su tienda hay micrófonos escondidos, pero Lester Bargus no lo sabe. Sólo lo saben los agentes del ATF, que llevan vigilando el negocio ilegal de armas de Bargus desde hace once días.

Pero hoy en particular hay poca actividad en la tienda, y Bargus, despreocupado, está dando de comer grillos a su mantis de compañía en el momento en que se abre la puerta. Incluso en las grabaciones en blanco y negro realizadas por las cámaras desde ángulos anómalos, el recién llegado resulta extrañamente fuera de lugar. Viste un traje negro, lustrosos zapatos negros y una estrecha corbata negra sobre una camisa blanca. Le cubre la cabeza un sombrero negro, y un largo abrigo negro le cae hasta media pantorrilla. Es alto, entre un metro ochenta y cinco y un metro ochenta y ocho, y de complexión atlética. Su edad es difícil de calcular; podría tener entre cuarenta y setenta años.

Pero sólo cuando se detienen y se amplían las pocas imágenes claras obtenidas por las cámaras se pone plenamente de manifiesto lo raro que es. Tiene la piel de la cara estirada y parece desprovisto de carne casi por todas partes, tanto es así que las estrías de los tendones de la mandíbula y el cuello se dibujan con toda nitidez y los pómulos sobresalen como esquirlas de cristal bajo los ojos oscuros. No tiene cejas. Los agentes del ATF que examinan la cinta después sospechan en un primer momento que quizá sea tan rubio que el vello ni siquiera se ve, pero las imágenes ampliadas sólo revelan, encima de los ojos, una piel ligeramente áspera como viejas cicatrices.

Es evidente que su aparición sobresalta a Lester Bargus. En la cinta se ve que da un paso atrás sorprendido. Lleva una camiseta blanca con el logotipo de Smith & Wesson en la espalda y unos vaqueros muy holgados en la entrepierna y los fondillos. Quizás alberga la esperanza de llenarlos algún día.

– ¿En qué puedo servirle? -En su voz se percibe un tono cauto pero esperanzado. Incluso si el cliente es un bicho raro, una venta es una venta, y más en un día de poco movimiento.

– Busco a este hombre. -Por el acento, salta a la vista que el inglés es sólo su segunda lengua, o incluso la tercera. Parece europeo; no alemán sino acaso polaco, o checo. Más tarde, un experto lo identificará como húngaro, con inflexiones yídish en algunas palabras. Es judío, originario de la Europa del Este pero residente durante un tiempo en la zona occidental del continente, posiblemente en Francia.

Saca una fotografía del bolsillo y la desliza sobre el mostrador hacia Lester Bargus. Lester ni siquiera la mira. Se limita a decir:

– No lo conozco. -Mírela. -Y, por el tono de voz, Lester Bargus sabe que haga lo que haga en adelante, diga lo que diga, nada va a salvarle de ese hombre.

Lester tiende una mano y toca la fotografía por primera vez, pero sólo para apartarla. No mueve la cabeza. Todavía no ha mirado la fotografía, pero mientras deja la mano izquierda a la vista, mueve la derecha para alcanzar la escopeta de debajo del mostrador. Ya casi la tiene cuando aparece la pistola. Los expertos en balística la identificarán más tarde como una Jericho 941, fabricada en Israel. Lester Bargus vuelve a apoyar la mano derecha en el mostrador junto a la izquierda, y las dos comienzan a temblar al unísono.

– Por última vez, señor Bargus, mire la fotografía.

En esta ocasión, Lester baja la vista. Fija la mirada en la fotografía un momento, sopesando sus opciones. Es evidente que conoce al hombre del retrato y que el pistolero está al corriente de ello, porque, si no, no estaría allí. En la cinta casi se oye cómo Lester traga saliva.

– ¿Dónde puedo encontrar a este hombre?

A lo largo de todo el encuentro, la expresión en el rostro del pistolero permanece inalterable. Es como si tuviese la piel sobre el cráneo tan tensa que el mero hecho de hablar le exigiese un gran esfuerzo. La tangible amenaza que representa ese hombre se percibe con toda claridad incluso a través de la grabación en blanco y negro. Lester Bargus, obligado a vérselas con él cara a cara, está aterrorizado. Su voz destila miedo cuando enuncia lo que será su penúltima frase en este mundo.

– Me matará si se lo digo -contesta Bargus.

– Y yo le mataré si no me lo dice.

A continuación, Lester Bargus pronuncia sus últimas palabras, y denotan una presciencia que yo nunca le hubiese atribuido.

– Va a matarme de todos modos -dice, y algo en su voz indica al pistolero que eso es todo lo que conseguirá sonsacarle a Lester.

– Sí -responde-, así es.

Después de la conversación que acaba de desarrollarse las detonaciones son atronadoras, pero también llegan distorsionadas y amortiguadas, porque desbordan la capacidad de los controles de sonido. Lester Bargus se sacude cuando el primer proyectil le alcanza en el pecho, y sigue agitándose y contrayéndose espasmódicamente mientras lo traspasan los posteriores balazos y se suceden los estampidos en medio de las interferencias hasta dar la impresión de que nunca terminarán. Se producen diez disparos, y después, tras un sonido, se advierte movimiento a la izquierda de la imagen y aparece en el encuadre parte del cuerpo de Jim Gould. Suenan dos tiros más y Gould cae sobre el mostrador a la vez que el pistolero salta por encima de éste y cruza como una exhalación la trastienda. Cuando llegan los agentes del ATF, ha desaparecido.

La fotografía sigue en el mostrador, ahora salpicado por la sangre de Lester Bargus. La imagen muestra a un grupo de manifestantes frente a una clínica de abortos en Minnesota. Hombres y mujeres sostienen pancartas: algunos expresando a gritos sus protestas mientras la policía intenta contenerlos; otros boquiabiertos de consternación. A la derecha de la imagen yace el cuerpo de un hombre desplomado contra una pared en tanto que una multitud de médicos y auxiliares se apiña alrededor. Hay manchas negras de sangre en la acera y en la pared detrás de él. En la periferia del grupo, otro hombre ha sido captado en el momento de marcharse, un individuo de ojos semiocultos por los repliegues de piel de sus párpados, con las manos en los bolsillos del abrigo, vuelto hacia atrás para mirar en dirección al hombre agonizante, revelando su rostro a la cámara sin saberlo. En torno a su cabeza hay trazado un círculo rojo.

En la fotografía, el señor Pudd sonríe.

El asesino de Lester Bargus había llegado en avión un día antes y entrado en el país con pasaporte británico, tras declarar que era un hombre de negocios interesado en la compra de animales disecados. La dirección que proporcionó a los agentes de Inmigración correspondía, como se supo más tarde, a un restaurante chino de Balham, en el sur de Londres, demolido en fecha reciente.

En el pasaporte figuraba el nombre Clay Daemon, «demonio de arcilla».

Era el Golem.

14

Aquella noche, mientras trasladaban al depósito los cadáveres de Lester Bargus y Jim Gould, me encaminé hacia el Chumley's de Bedford, el mejor bar del Village. En rigor, estaba entre Barrow y Grove, pero incluso quienes lo frecuentaban desde casi una década tenían de vez en cuando problemas para localizarlo. Fuera no había nombre alguno, sino sólo una luz sobre la gran puerta de rejilla. El Chumley's nació como local clandestino en los tiempos de la Ley Seca, y durante más de setenta años mantuvo su carácter discreto. Los fines de semana atraía en general a la clase de jóvenes banqueros y cibercomunistas que llevaban camisa azul bajo el traje, pues pensaban que los inconformistas como ellos debían mantenerse unidos, pero entre semana el Chumley's se reconocía aún como el bar al que acudían asiduamente Salinger, Scott Fitzgerald, Eugene O'Neill, Orson Welles y William Burroughs como alternativa al White Horse o al Marie's Crisis.

Mientras iba hacia allí, unas nubes bajas cubrían el Village y en el aire se notaba una espantosa quietud que parecía transmitirse a los transeúntes. Las risas sonaban apagadas; las parejas discutían. La gente salía del metro con expresión tensa y picajosa, con los zapatos demasiado apretados, las camisas demasiado gruesas. Todo parecía húmedo al tacto, como si la propia ciudad transpirase lentamente, expulsando inmundicia y desechos por todas las grietas de cada acera y por todas las fisuras de las paredes. Miré hacia el cielo y esperé en vano ver un relámpago.

Dentro del Chumley's, dos perros labradores descansaban inquietos en el suelo cubierto de serrín y los parroquianos se plantaban ante la pequeña barra o desaparecían en los oscuros reservados del fondo del bar. Tomé asiento en uno de los largos bancos cercanos a la puerta y, siendo las hamburguesas, las costillas y el pescado frito lo mejor del Chumley's, pedí una hamburguesa y una Coca-Cola.

Tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo desde mi última visita al Village, como si hubiesen transcurrido décadas, y no años, desde el día en que abandoné mi apartamento para regresar a Maine. Viejos fantasmas me acechaban en aquellas esquinas: el Viajante en la esquina de St. Marks en el East Village, donde la cabina de teléfono aún marcaba el lugar donde me detuve después de que me enviase los restos de mi hija en un tarro; el Corner Bistro, donde Susan y yo quedábamos cuando empezamos a salir juntos; el Elephant & Castle, donde desayunábamos ya bien entrada la mañana del domingo durante los primeros meses de nuestra relación, para subir después a la parte alta de la ciudad y pasear por Central Park o visitar los museos.

Ni siquiera el Chumley's quedaba inmune, pues ¿acaso no eran aquellos perros labradores los mismos que Susan acariciaba mientras esperaba su copa, los mismos que Jennifer abrazó una vez cuando su madre le dijo que eran preciosos y la llevamos a verlos para complacerla? Todos aquellos lugares eran potenciales burbujas de dolor a la espera de que un pinchazo les permitiese liberar los recuerdos que contenían. Debería haber sentido pena, pensé. Debería haber sentido el sufrimiento de antes. En cambio sólo experimenté una gratitud extraña y desesperada hacia aquel lugar, hacia los dos perros gordos y viejos y hacia los inmaculados recuerdos que me habían dejado.

Porque algunas cosas nunca debían caer en el olvido. Era bueno y conveniente recordarlas, encontrar para ellas un lugar en el presente y el futuro de modo que se convirtiesen en una parte preciosa de uno mismo, algo digno de guardarse como un tesoro, no de tenerle miedo. Recordar a Susan y a Jennifer tal como fueron, y amarías por ello, no suponía una traición a Rachel y a lo que ella significaba para mí. Y si eso era verdad, buscar una manera de vivir en la que los amores perdidos y los nuevos comienzos coexistiesen no era mancillar el recuerdo de mi mujer y de mi hija. Y en el silencio de aquel lugar me abstraje durante un rato, hasta que uno de los labradores se acercó con andar perezoso y me rozó con el hocico para reclamar mi atención, manchándome los vaqueros con la caliente baba de sus belfos y cerrando los tiernos ojos con expresión de felicidad al notar el peso de mi mano.

Había encontrado un ejemplar del Portland Press Herald en el Barnes & Noble de Union Square y, mientras comía, lo hojeé en busca de alguna noticia sobre Eagle Lake. Incluía dos artículos: uno describía las continuas dificultades para desenterrar los restos, pero el reportaje principal anunciaba las presuntas identidades de dos de los muertos. Eran Lyall Cornish y Vyrna Kellog, ambos víctimas de homicidio: Lyall Cornish había muerto de un disparo de escopeta en la nuca; Vyrna Kellog tenía el cráneo aplastado, al parecer por el impacto de una roca.

Poco a poco salió a la luz la verdad sobre el destino de los Baptistas de Aroostook. No se habían dispersado, desperdigándose a los cuatro vientos y llevándose las simientes de nuevas comunidades. Habían sido asesinados y relegados a una fosa común en un pedazo de tierra no urbanizada; y allí habían permanecido, atrapados en una olvidada cavidad de la colmena que es este mundo hasta que salieron a la luz en un día de primavera.

¿Había muerto Grace por eso, porque al colarse a través de las capas muertas que escondían el pasado había averiguado algo sobre los Baptistas de Aroostook que nadie debía descubrir jamás? Cada vez deseaba más regresar a Maine para enfrentarme a Jack Mercier y a Carter Paragon. Tenía la impresión de que persiguiendo al señor Pudd me alejaba de la investigación sobre la muerte de Grace, y, sin embargo, de algún modo, Pudd y la Hermandad habían desempeñado un papel en todo lo ocurrido. Pudd estaba relacionado con el fallecimiento de Grace de alguna manera, de eso no me cabía duda, pero él no era el eslabón débil de la cadena. Lo era Paragon, y tendría que encararme a él si quería comprender qué había impulsado a alguien a acabar con la vida de Grace.

Pero antes debía encontrarme con Mickey Shine. Había consultado el Village Voice y encontrado la cartelera de exposiciones. Los Claustros, que albergaba la colección medieval del Museo Metropolitano, presentaba esos días una exposición itinerante sobre las respuestas artísticas al Apocalipsis de san Juan. Una imagen del estante de Jack Mercier surgió ante mis ojos. Parecía que el Museo Metropolitano y Mercier tenían en la actualidad un interés común en libros y cuadros sobre el fin del mundo.

Salí del Chumley's poco después de las diez, tras dar unas últimas palmadas a los perros dormidos para que me trajeran buena suerte. El caliente y húmedo olor de los animales seguía impregnado en mis manos mientras paseaba bajo el cielo encapotado, y el bullicio de la ciudad parecía rebotar en lo alto y caer de nuevo sobre ella. Una sombra se movió en un portal a mi derecha, pero no le presté atención y permití que se situase detrás de mí sin reaccionar.

Crucé los semáforos y mis pisadas reverberaron en el suelo con sonido hueco.


El hueso es poroso; después de diez años bajo tierra adquiere el color del terreno en el que fue inhumado. Los huesos hallados a orillas del lago St. Froid eran de un marrón intenso, como si los Baptistas de Aroostook se hubiesen fundido con el mundo natural que los rodeaba, una impresión reforzada por las pequeñas plantas que crecían bajo los restos y se alimentaban de la descomposición. Las cajas torácicas se habían convertido en enrejados para las raíces y la concavidad de un cráneo actuaba como criadero de diminutos brotes verdes.

La ropa se había podrido casi por completo, ya que en su mayor parte era de fibras naturales y éstas no sobrevivían a décadas bajo tierra en igual medida que los tejidos sintéticos. Las marcas del agua en los árboles de los alrededores indicaban que el terreno se había inundado alguna que otra vez, cosa que había provocado que aparecieran nuevas capas de barro y de vegetación descompuesta y que quedaran sepultados cada vez más los huesos de los muertos en la tierra. La recuperación del material, la separación de huesos y tierra, de lo humano y lo animal, de lo infantil y lo adulto, iba a ser un proceso laborioso. Se llevaría a cabo de rodillas, con dolor de espalda y dedos ateridos, todo ello supervisado por la antropóloga forense. La policía del estado, los ayudantes del sheriff, los guardabosques e incluso algunos estudiantes de antropología habían sido convocados para colaborar en la excavación. Dado que la oficina del forense disponía de un solo vehículo, una furgoneta Dodge, para transportar los restos, se solicitó la ayuda de las funerarias locales y la Guardia Nacional para el traslado de los cadáveres a la cercana localidad de Presque Isle, desde donde el Bill's Flying Service los llevaría en avión a Augusta.

En el lago St. Froid se habían utilizado flechas de aluminio de color naranja, la marca distintiva del ayudante de la forense, para crear un recuadro arqueológico, delimitado y protegido con cuerdas. Se había llevado a la escena del crimen un equipo aparentemente primitivo pero, en último extremo, necesario: plomadas para medir la profundidad a la que se encontraban los restos bajo la superficie; llanas y paletas con las que excavar, teniendo siempre en cuenta que los huesos, al ser quebradizos, podían dañarse al menor descuido; cedazos para cribar pequeñas pruebas, primero con malla de seis milímetros y después malla corriente de mosquitera; cinta adhesiva; papel milimetrado para dibujar un plano de la excavación que representase la zona vista desde arriba y registrar la posición de los restos a medida que aparecían; bolsas de plástico, bolsas resistentes para cadáveres de color azul chillón, y bolígrafos a prueba de agua; detectores de metal para buscar armas u otros residuos metálicos; y cámaras para fotografiar objetos y artefactos conforme se encontraban.

Cada vez que se descubría algo se fotografiaba, se marcaba y guardaba con una etiqueta adhesiva en un recipiente donde constaba el número de caso, la fecha y la hora del hallazgo, una descripción del objeto, su ubicación y la firma del investigador que lo había recuperado. A continuación el objeto se transportaba a un depósito de pruebas seguro, en este caso la oficina del forense en Augusta.

Se tomaban muestras de la tierra cuidadosamente apilada y se guardaban en bolsas. Si el terreno a orillas del lago hubiese sido sólo un poco más ácido, los restos se habrían desintegrado y la única señal de su presencia allí habría sido la floreciente vida vegetal de la superficie, alimentada por los restos orgánicos humanos. En las condiciones existentes, la depredación animal, la erosión y la dispersión habían contribuido a la pérdida y el deterioro de los miembros, pero quedaban suficientes pruebas para que se sometieran al escrutinio de los especialistas reunidos por la oficina del forense. Éstos incluían -además de la antropóloga forense, el personal permanente de la propia oficina y los científicos del laboratorio estatal de Augusta- un anatomista, tres equipos dentales para actuar como odontólogos forenses, y el radiólogo del Centro Médico General de Maine en Augusta. Cada uno aportaría su conocimiento específico para contribuir a la identificación formal de los restos.

Se había dictaminado que eran restos humanos mediante un examen de los huesos intactos, y el sexo de las víctimas se confirmaría mediante posteriores exámenes del cráneo, la pelvis, el fémur, el esternón y los dientes cuando los hubiera. La estimación de la edad de las víctimas menores de veinticinco años, con un margen de error no mayor a un año, se llevaría a cabo a partir de los dientes, si se conservaban, y a partir del aspecto y la fusión de los centros de osificación y las epífisis, los extremos de los huesos largos, que se desarrollan independientemente del cuerpo del hueso en la primera etapa de la vida. En el caso de los huesos de víctimas de mayor edad se recurriría al examen radiológico de la forma trabecular de la cabeza del húmero y el fémur, que se remodela con la edad, además de los cambios en la sínfisis púbica.

La estatura se calcularía midiendo el fémur, la tibia y el peroné de las víctimas, ya que en tales casos los huesos del brazo eran menos fiables. Los dientes servirían para el establecimiento preliminar de la raza, puesto que las características dentales asociadas de manera predominante a determinadas razas permitía conocer con un alto grado de probabilidad si las víctimas eran caucasoides, negroides o mongoloides.

Por último, los historiales dentales, el examen radiológico de los restos en busca de fracturas y los análisis comparativos del ADN se combinarían en un esfuerzo por obtener identificaciones definitivas de las víctimas. En este caso, la reconstrucción facial y la superposición fotográfica (la colocación de una fotografía de la presunta víctima sobre una transparencia del cráneo, que en la actualidad se realizaba por lo general en pantalla) podían ser útiles para la investigación, ya que existían fotografías de las presuntas víctimas, pero el estado no había previsto presupuesto para las técnicas de superposición fotográfica, básicamente porque quienes tenían el control del dinero no comprendían de hecho en qué consistía. Tampoco comprendían la mecánica de los análisis del ADN, pero no era necesario; les bastaba con saber que daba resultado.

Pero en este caso los investigadores contaron con la ayuda de una inesperada y extraña fuente. Alrededor del cuello de cada víctima se encontraron los restos de una tabla de madera. Algunas estaban muy descompuestas, pero se creía que los escáneres electrónicos, los aparatos de detección electrostática, o la iluminación en ángulo oblicuo revelarían los trazos de lo que hubiese grabado en la madera. En cambio otras, en particular las que habían estado enterradas en puntos más elevados de la orilla, permanecían casi intactas. Una de ellas apareció bajo la cabeza de un niño de corta edad sepultado junto a un abeto. Las raíces del árbol habían crecido a través y alrededor de los restos, y su recuperación iba a ser una de las más complicadas de llevar a cabo sin dañar los huesos. A su lado había otro esqueleto más pequeño, identificado provisionalmente como una niña de alrededor de siete años, ya que la sutura metópica del hueso frontal del cráneo aún no había desaparecido por completo. Los huesos de las manos estaban mezclados, como si los niños hubiesen tenido los dedos entrelazados en los últimos momentos de sus vidas.

Los huesos del niño estaban semiexpuestos, el cráneo claramente visible, la mandíbula separada a un lado. Presentaba un pequeño orificio en el punto donde se unían los huesos occipital y parietal en la parte posterior de la cabeza, sin el correspondiente orificio de salida en el hueso frontal, si bien parecía que, por efecto de la bala, un pequeño fragmento se había desprendido del foramen supraorbital, el saliente de hueso por encima del ojo derecho.

Las marcas en la tabla de madera hallada junto a su cráneo, grabadas en la veta por una mano infantil, rezaban


JAMES JESSOP

PECADOR


EN BUSCA DEL SANTUARIO

Extracto de la tesis doctoral de Grace Peltier


No está claro cuándo empezaron a aparecer los primeros indicios de dificultades en la nueva colonia.

A diario, la comunidad se ponía en pie y rezaba al despuntar el alba. Luego colaboraba en el levantamiento de las casas y las construcciones agrícolas para la colonia, algunas de las cuales se realizaban con tablas de viejos kits de montaje de los catálogos de venta por correo de Sears, Roebuck, de la década de los treinta. Faulkner mantenía el control de las finanzas y racionaba la comida, ya que el predicador creía en las virtudes del ayuno. Se oraba cuatro veces al día y Faulkner pronunciaba un sermón en el desayuno y otro después de la cena.

Los detalles de la vida cotidiana de los Baptistas de Aroostook proceden de conversaciones con lugareños que tuvieron un limitado contacto con la comunidad, y de alguna que otra carta enviada por Elizabeth Jessop, la esposa de Frank Jessop, a su hermana Lena de Portland. De hecho, estas cartas salían a escondidas de la colonia. Elizabeth llegó a un acuerdo con el propietario, quien, a cambio de un módico pago, se comprometió a mirar en el hueco de un roble en el límite de la colonia todos los martes y mandar por correo toda la correspondencia que encontrase allí. Asimismo accedió a recoger y entregar cualquier respuesta recibida.

Elizabeth ofrece una imagen cruda pero feliz de los tres primeros meses, impregnada de una sensación de que los Baptistas de Aroostook, como los pioneros de otra época, creaban un mundo nuevo donde antes sólo había naturaleza agreste. Las casas, aunque sencillas y mal aisladas de los elementos, se construyeron en poco tiempo, y las familias habían transportado el mobiliario básico en los camiones. Criaron cerdos y pollos y tenían cinco vacas, una de ellas preñada. Cultivaron patatas -esa zona de Aroostook era productora de patatas de primera calidad-, brécol y guisantes, y recogieron la fruta de los manzanos de la finca. Utilizaron pescado podrido para fertilizar la tierra y los víveres que llevaron consigo los almacenaron en cavernas subterráneas excavadas bajo las orillas, donde el agua de manantial mantenía el aire a baja temperatura todo el año, actuando como frigorífico natural.

Las primeras señales de tensión surgieron en julio, cuando resultó evidente que los Faulkner y sus hijos vivían apartados de las otras familias. Faulkner, como líder de la comunidad, se apropió de una proporción mayor de víveres y se negó a entregar siquiera una pequeña cantidad de los fondos que las familias habían reunido, una suma que ascendía como mínimo a veinte mil dólares. Incluso cuando Laurie Perrson, la hija de Billy y Olive Perrson, enfermó gravemente de gripe, Faulkner insistió en que se la atendiese en la propia comunidad. La salud de la niña quedó en manos de Katherine Cornish, cuya formación médica era rudimentaria. Según las cartas de Elizabeth, Laurie sobrevivió de milagro.

La animadversión hacia los Faulkner creció. Sus hijos, a quienes por insistencia de Faulkner debía llamarse sólo Adán y Eva, intimidaban a los miembros más jóvenes de la comunidad: Elizabeth alude enigmáticamente a actos crueles y arbitrarios perpetrados por ellos contra animales y humanos. Como es obvio, estas noticias inquietaron a su hermana, ya que en una carta del 7 de agosto de 1963 Elizabeth intenta tranquilizar a Lena aduciendo que sus dificultades «no son nada en comparación con los sufrimientos que sobrellevaron los colonos del Mayflower, o aquellos espíritus fuertes que viajaron al Oeste pese a la hostilidad de los indios. Tenemos fe en Dios, que es nuestro salvador, y en el reverendo Faulkner, que es la luz que nos guía».

Pero esta carta incluye también la primera referencia a Lyall Kellog, de quien al parecer Elizabeth se estaba enamorando. Por lo visto, la relación entre Frank Jessop y su esposa carecía de vida sexual, aunque se desconoce si debido a desavenencias conyugales o a alguna incapacidad física. De hecho, es posible que la aventura entre Lyall y Elizabeth ya hubiese empezado en el momento en que escribió esa carta de agosto, y desde luego en noviembre había evolucionado ya lo suficiente para que Elizabeth se lo describiese a su hermana como «este hombre maravilloso».

En mi opinión, esta aventura, y sus repercusiones a partir del momento en que se supo en la comunidad, contribuyó en gran medida a la desintegración de la colonia. Queda claro asimismo, por las posteriores cartas de Elizabeth Jessop, que Louise Faulkner desempeñó un papel importante en dicha desintegración, un papel que, según parece, sorprendió a Elizabeth y quizás, al final, provocó un grave conflicto entre Louise y su marido.

15

El ascensor de la estación de metro de la calle Ciento Noventa estaba decorado con fotografías de cachorros de gato y de perro. Dos macetas con plantas y banderas de Estados Unidos clavadas en la tierra colgaban del techo y un pequeño aparato estéreo emitía música relajante. El ascensorista, Anthony Washington, que era el responsable de la insólita ambientación del ascensor de la calle Ciento Noventa, ocupaba una cómoda butaca tras un pequeño escritorio y saludaba por su nombre a los numerosos pasajeros. La MTA, responsable de los transportes públicos urbanos, intentó en una ocasión obligar a Anthony a retirar la decoración del ascensor, pero, a causa de una campaña llevada a cabo por la prensa y el público, no tuvo más remedio que echarse atrás. La estación tenía la pintura del techo desconchada, olía a orina y un continuo arroyo de agua sucia corría entre las vías. Así las cosas, los usuarios del metro agradecían los esfuerzos de Anthony y consideraban que la MTA debía agradecerlos también.

Eran poco más de las nueve y cuarto de la mañana cuando el ascensor de Anthony Washington llegó al nivel de la calle y salí por la boca de Fort Tryon Park. El tiempo había cambiado. Había empezado a tronar poco después del amanecer y en menos de una hora comenzó a llover. Desde hacía cuatro horas que caía una constante lluvia cálida e intensa que había provocado la aparición de paraguas como setas por toda la ciudad.

Ningún autobús esperaba junto al bordillo para trasladar a los visitantes a los Claustros, pero poco importaba, ya que, por lo visto, yo era la única persona que iba en esa dirección. Me arrebujé en el abrigo y enfilé Margaret Corbin Drive. Frente a la pequeña cafetería situada a la izquierda de la calle, un grupo de empleados del servicio de recogida de basuras, se resguardaban apiñados de la lluvia mientras tomaban café. Sobre ellos danzaban los restos de Fort Tryon, que se defendió de los mercenarios hessianos durante la guerra de la Independencia con la ayuda de la mismísima Margaret Corbin, la primera mujer norteamericana que empuñó las armas como soldado en la lucha por la libertad. Me pregunté si Margaret Corbin habría tenido las agallas necesarias para resistirse a las tropas de yonquis y atracadores que merodeaban ahora por el escenario de su triunfo, y llegué a la conclusión de que probablemente sí las tendría.

Segundos después, surgió ante mí la mole de los Claustros, con la costa de New Jersey a mi izquierda y el incesante tráfico del puente de George Washington. John D. Rockefeller Jr. había donado estos terrenos a la ciudad y reservado lo alto de la colina para la construcción de un museo de arte medieval, que se inauguró por fin en 1938. Porciones de cinco claustros medievales se integraron para formar un único edificio moderno, que recordaba las estructuras medievales de Europa. Visité aquel lugar por primera vez de niño, acompañado por mi padre, y desde entonces siempre me había asombrado. Rodeado por la alta torre central y las almenas, los arcos y las columnas, uno podía sentirse por un rato un caballero andante, siempre y cuando pasase por alto el hecho de que tenía ante sí los bosques de New Jersey, donde las únicas damiselas en apuros muy posiblemente eran víctimas de atracos o madres solteras.

Subí por la escalera a la zona de acceso, pagué los diez dólares de la entrada y crucé la puerta de la Sala Románica. Allí no había ningún otro visitante; la hora relativamente temprana y el mal tiempo habían disuadido a la mayoría, y calculé que en esos momentos el número de personas no pasaba de una docena en todo el museo. Atravesé despacio la capilla de Fuentidueña, y me detuve a admirar el ábside y el enorme crucifijo que pendía del techo. A continuación crucé los claustros de Saint-Guilhem y de Cuxá en dirección a la capilla gótica y la escalera que conducía a la planta inferior.

Faltaban unos diez minutos para la cita con Mickey Shine, así que me encaminé hacia el Tesoro, donde el museo guardaba los manuscritos. Entré por una moderna puerta de cristal a una sala revestida con los paneles del coro de la abadía de Jumiêges. Los manuscritos se encontraban en vitrinas, abiertos por páginas que ofrecían una muestra de especial calidad del arte del iluminador. Me detuve un rato ante un magnífico Libro de Horas, pero reservé mi atención sobre todo para la exposición itinerante.

El libro del Apocalipsis había sido tema en la iluminación de manuscritos desde el siglo IX, y si bien en un principio los ciclos apocalípticos se producían para los monasterios, hacia el siglo XIII empezaron a realizarse también para mecenas seglares. Para esta exposición se habían reunido varias de las mejores muestras y llenaban la sala imágenes del juicio final y del castigo eterno. Dediqué un rato a contemplar cómo los pecadores medievales eran devorados, descuartizados o atormentados con pinchos -o, en el caso de la representación de la Boca del Infierno del salterio de Winchester, las tres cosas a la vez, mientras un diligente ángel cerraba las puertas desde fuera- antes de pasar a los grabados de Durero, la obra de Cranach para la traducción alemana del Nuevo Testamento de Martín Lutero y las visiones de dragones rojos de Blake, hasta que por fin llegué a la pieza central de la exposición.

Era el Apocalipsis de los Claustros, de principios del siglo XIV, y la ilustración de la página abierta era casi idéntica a la que había visto en el panfleto de la Hermandad. Mostraba a una bestia con múltiples ojos y largas patas vagamente arácneas que sacrificaba a los pecadores con una lanza mientras Jesucristo y los santos contemplaban la escena impasibles desde el ángulo derecho de la página. Según la nota explicativa de la vitrina, la bestia mataba a aquellos cuyos nombres no aparecían en el Libro de la Vida del Cordero de Dios. Abajo constaba también la traducción de una nota en latín del iluminador añadida al margen: «Y si los nombres de los salvados se recogen en el Libro de la Vida, ¿no estarán también escritos los nombres de los condenados? Y si es así, ¿dónde puede encontrárselos?».

Oí el eco de la amenaza del señor Pudd a Mickey Shine y a su familia: sus nombres estarían escritos. La duda, tal como la había planteado el iluminador, era dónde.

Ya eran las diez, pero aún no se veían señales de Mickey Shine. Salí del Tesoro, crucé la Galería de Cristal y abrí una pequeña puerta sin rótulo alguno que daba al claustro de Trie. Aparte de la lluvia, sólo se oía el gorgoteo del surtidor en el centro de las arcadas de mármol, dominado a su vez por una cruz de piedra caliza. A mi derecha, una abertura llevaba al claustro descubierto de Bonnefont. Cuando lo atravesé, me encontré en un jardín con vistas al río Hudson y a la costa de New Jersey. A mi derecha se alzaba la torre de la capilla gótica; a mi izquierda estaba el muro principal de los Claustros, con una altura de unos siete metros y, al pie, una extensión de césped. Arcadas con columnas delimitaban los otros dos lados de la plaza.

Arbustos y árboles comunes en la época medieval poblaban el jardín. Un cuarteto de membrillos se alzaba en el centro, y ya empezaba a brotar su fruta dorada. Una valeriana crecía a la sombra de las enormes hojas de una mostaza negra; cerca había alcaraveas y puerros, cebollinos y apios, rubia y asperillas, estas dos últimas, ingredientes de los tintes utilizados por los artistas de los manuscritos expuestos en el edificio principal del museo.

Tardé unos segundos en notar la nueva incorporación al jardín. Contra la pared del fondo, junto a la entrada a la torre, crecía un peral enredado a una espaldera, cuya forma recordaba a una menorah. Las deshojadas ramas eran como ganchos, y seis de ellas salían del tronco del árbol. La cabeza de Mickey Shine estaba empalada en la punta misma del tronco, cosa que lo convertía en una criatura de carne y madera. Colgaban de su cuello hilos de sangre coagulada semejantes a zarcillos, y la lluvia mojaba la palidez de sus facciones y se encharcaba en las cuencas hundidas de los ojos. Jirones de piel ondeaban suavemente al viento y tenía restos de sangre alrededor de la boca y las orejas. La coleta había sido seccionada al cortar la cabeza y el cabello suelto se adhería ahora a la piel azul grisácea.

Me llevaba ya la mano a la pistola cuando, a mi derecha, surgió de entre las sombras de la arcada la silueta arácnea del señor Pudd. Empuñaba una Beretta con silenciador. Me paré en el acto. Me ordenó que levantara las manos lentamente. Obedecí.

– Así que aquí le tenemos, señor Parker -dijo, y tras los carnosos y oscuros párpados sus ojos brillaron con una intensidad hostil-. Espero que le guste cómo he decorado este lugar.

Señaló hacia el árbol con el arma. Al pie se encharcaban la sangre y la lluvia en un siniestro reflejo de lo que había en lo alto. Vi brillar trémulamente el rostro de Mickey Shine por efecto de las gotas de lluvia, y sus rasgos inmóviles parecieron cobrar vida y expresión.

– Encontré al señor Sheinberg en un hotel de tres al cuarto de Bowery -prosiguió-. Cuando descubran lo que queda de él en la bañera, me temo que el hotel no llegará ni a tres al cuarto. -Continuaba lloviendo. El mal tiempo mantendría alejados a los turistas, y eso era lo que el señor Pudd deseaba-. La idea ha sido mía. Me ha parecido apropiado en este entorno medieval. La ejecución, pues ha sido una ejecución, le ha correspondido a mi… socia.

A mi derecha, aún al abrigo de la arcada, la mujer de la garganta mutilada estaba apoyada contra una columna con una mochila abierta a los pies. Nos observaba con actitud impasible, como Judith después de deshacerse de la cabeza de Holofernes.

– Se ha resistido mucho -explicó el señor Pudd casi abstraído-. Pero, claro, hemos empezado desde atrás y nos ha costado un rato llegar a la arteria vertebral. Después de eso ya no ha ofrecido tanta resistencia.

Notaba bajo el abrigo el peso de la Smith & Wesson contra la piel, como una promesa que jamás se cumpliría. El señor Pudd volvió a concentrar toda su atención en mí, levantando un poco la Beretta.

– Esa Peltier nos robó algo, señor Parker. Queremos recuperarlo.

Por fin hablé.

– Ya estuvo usted en mi casa. Se lo llevó todo.

– Miente. El viejo no lo tenía, pero creo que usted quizá sí lo tenga, y aunque no sea así, sospecho que sabe quién lo tiene.

– ¿El Apocalipsis?

Era sólo una suposición, pero certera. El señor Pudd contrajo los labios y asintió con la cabeza.

– Dígame dónde está, y morirá sin sentir nada.

– ¿Y si no se lo digo?

Con el rabillo del ojo vi que la mujer sacaba un arma y me apuntaba. El señor Pudd se movió simultáneamente. Su mano izquierda, hasta entonces oculta en el bolsillo del abrigo, asomó de entre los pliegues. Sostenía una jeringuilla.

– Le dispararé, no para matarlo sino para incapacitarlo, y luego… -Levantó la jeringuilla y un chorro de líquido transparente brotó de la aguja.

– ¿Es eso lo que utilizó para matar a Epstein? -pregunté.

– No -contestó-. En comparación con lo que usted va a padecer, el desdichado rabino Epstein pasó cómodamente a mejor vida. Usted está a punto de experimentar un dolor extremo, señor Parker.

Inclinó el arma para apuntar hacia mi vientre, pero yo no miraba el arma. En lugar de eso observé un pequeño punto rojo que apareció en la entrepierna del señor Pudd y empezó a subir lentamente. Pudd bajó los ojos para ver qué miraba y abrió la boca en expresión de sorpresa mientras el punto continuaba su ascenso por el pecho y el cuello hasta detenerse en el centro de la frente.

– Usted primero -dije, pero él ya estaba en movimiento.

La primera bala le arrancó un trozo de la oreja derecha a la vez que él descerrajaba un tiro en dirección a mí. Sentí el siseo de la lluvia junto a la cara cuando el calor del proyectil calentó el aire. A continuación se produjeron otros tres disparos, que le abrieron unos boquetes negros en el pecho. Las balas deberían haberlo traspasado, sin embargo saltó hacia atrás a causa del impacto como si hubiese recibido un puñetazo y, tambaleándose, fue a chocar contra la pared.

Junto a mi pierna izquierda saltaron esquirlas de piedra y, en la arcada, oí el eco sordo de los disparos silenciados. Desenfundé la pistola, me puse a cubierto tras la torre de la capilla y abrí fuego contra la columna donde poco antes estaba la mujer, pero ésta, agachada, se escabullía hacia la puerta de la Galería de Cristal; vi las sacudidas de su arma mientras respondía a los disparos que llegaban a ella desde dos direcciones: desde la pared donde yo me hallaba y desde la arcada, donde la oscura silueta de Louis avanzaba entre las sombras para cortarle el paso. La puerta de la galería se abrió a espaldas de la mujer y ésta desapareció dentro. Me disponía a seguirla cuando una bala silbó cerca de mi oreja y me eché cuerpo a tierra hundiendo la cara en una mata de asperilla. Al otro lado del jardín, Louis saltó hacia la pared de la arcada al mismo tiempo que yo me levantaba y me ocultaba tras el muro principal. Respiré hondo y me asomé.

No había nadie. Pudd ya se había ido y no quedaba de su presencia más indicio que un rastro de sangre en la hierba aplastada.

– Sigue a la mujer -dije.

Louis asintió con la cabeza y corrió hacia la galería sosteniendo el arma con discreción al costado. Me encaramé al muro y, al saltar al otro lado, caí pesadamente en la hierba y rodé pendiente abajo. Cuando me detuve, me puse en pie de un brinco y apunté al frente con los brazos extendidos, pero Pudd no estaba a la vista. Me dirigí hacia el oeste siguiendo el rastro de sangre paralelo al muro, hasta que en algún lugar en el lado opuesto del edificio oí un disparo y después otro, seguidos de un chirrido de neumáticos. Segundos después, un Voyager azul pasó a toda velocidad por Margaret Corbin Drive. Corrí hacia la calle con la esperanza de tener pista libre para disparar, pero en ese instante dobló la esquina un autobús de la MTA y me contuve por miedo a herir a los pasajeros. Antes de desaparecer el Voyager vi una figura desplomada sobre el salpicadero. Aunque no estaba seguro, me pareció que era Pudd.

Tras sacudirme la hierba del pantalón y del abrigo enfundé el arma y me encaminé rápidamente hacia la entrada principal. Un guardia del museo en traje gris yacía desmadejado contra la pared rodeado de un grupo de turistas franceses recién llegados. Tenía manchas de sangre en la pierna y el brazo derechos, pero no había perdido el conocimiento. Oí unas pisadas en la hierba a mis espaldas y, al volverme, vi a Louis a la sombra de la pared. Obviamente, después de perseguir a la mujer había dado la vuelta al complejo para no cruzar el museo de nuevo.

– Llama al novecientos once -dijo mirando hacia la calle por donde había tomado el Voyager-. Ésa es una elementa de cuidado.

– Se han escapado.

– No jodas. De repente me he visto en medio de la maraña de turistas. Esa mujer le ha disparado al guardia para sembrar el pánico.

– Hemos herido a Pudd -dije-. Algo es algo.

– Le he dado en el pecho. Debería estar muerto.

– Llevaba chaleco antibalas. Los disparos sólo lo han levantado del suelo.

– Mierda -exclamó-. ¿Piensas quedarte aquí?

– ¿Para explicarles qué hace la cabeza de Mickey Shine en un árbol? Me parece que no.

Subimos al autobús de la MTA, el conductor no era consciente del alboroto de la puerta principal, y ocupamos asientos separados mientras arrancaba. Por un momento, al doblar hacia la calle principal, vio la entrada a los Claustros y la multitud congregada alrededor del guardia caído.

– ¿Ha pasado algo? -nos preguntó.

– Creo que se ha desmayado alguien -respondí.

– Tampoco es un sitio tan bonito -comentó, y no dijo nada más hasta que nos dejó en la estación de metro. Había un taxi junto a la acera y le pedimos que nos llevara al centro.


Dejé a Louis en el Upper West Side y yo continué hasta el Village para recoger mi bolsa de viaje. Después, pasé por la Strand Book Store de Broadway y busqué el libro publicado con motivo de la exposición de los Claustros. A continuación me senté en la cafetería Balducci's de la Sexta Avenida, donde hojeé las ilustraciones y vi pasar a la gente. Lo que Mickey Shine había deducido o sospechado había muerto con él, pero al menos ahora sabía qué se había llevado Grace Peltier de la Hermandad: un libro, algún tipo de registro, que el señor Pudd identificaba como un Apocalipsis. Pero ¿por qué un texto bíblico era tan importante como para que Pudd estuviese dispuesto a matar por recuperarlo?

Rachel seguía en Boston y se iba a reunir conmigo en Scarborough al día siguiente. Había rechazado la protección que le había brindado Ángel y la Colt Pony Pocketlite que le había ofrecido Louis. Sin saberlo ella, la vigilaban discretamente un caballero llamado Gordon Buntz y una de sus colaboradoras, Amy Brenner. Me habían hecho un descuento profesional; aun así, se llevaban un buen pellizco del anticipo de Jack Mercier. Entretanto, Ángel estaba ya en Scarborough; se había alojado en el Black Point Inn de Prouts Neck, que le daba libertad para deambular por la zona sin atraer la atención del Departamento de Policía de Scarborough. Le había dado una guía de Nueva Inglaterra de la National Audubon Society; provisto de unos prismáticos, ahora era oficialmente el ornitólogo más inverosímil del mundo. Vigilaba a Jack Mercier, su casa y sus movimientos desde la tarde anterior.

Frente a Balducci's, un Lexus SC400 negro se detuvo junto al bordillo. Louis iba al volante. Cuando abrí la puerta, Johnny Cash entonaba solemnemente la letra de Rusty Cage del grupo Soundgarden.

– Un coche precioso -comenté-. ¿Te lo ha recomendado el director de tu banco?

Movió la cabeza con lástima.

– Tío, te lo vengo diciendo: necesitas más un poco de clase que un yonqui un chute.

Eché la bolsa al asiento trasero de piel. Al caer se oyó un ruido de lo más desagradable, aunque eso no fue nada en comparación con el rugido que emitió Louis al ver la marca que dejó en la tapicería. Tras separarnos del bordillo, Louis sacó del bolsillo de la chaqueta un enorme puro cubano de contrabando y lo encendió. El espeso humo azul llenó de inmediato el coche.

– ¡Eh! -protesté.

– ¿Qué carajo quiere decir eso de «eh»?

– No fumes en el coche.

– Es mi coche.

– Como fumador pasivo, mi salud peligra.

Louis se atragantó con una bocanada de humo antes de enarcar en dirección hacia mí una ceja cuidadosamente depilada.

– Te han dado palizas, te han disparado dos veces, te han ahogado, electrocutado, congelado, inyectado venenos, un viejo que todo el mundo daba por muerto te ha saltado tres dientes de una patada, ¿y ahora te preocupa ser fumador pasivo? Ser fumador pasivo no es un peligro para tu salud. Tú mismo eres un peligro para tu salud.

Dicho esto, volvió a concentrar la atención en la carretera.

Le dejé fumar el puro en paz.

Al fin y al cabo, no le faltaba razón.


EN BUSCA DEL SANTUARIO

Extracto de la tesis doctoral de Grace Peltier


Aparte de destacar por su vinculación a Eagle Lake, Faulkner sólo sobresalió como encuadernador, en particular de Apocalipsis, versiones profusamente ilustradas del último libro del Nuevo Testamento, donde se ofrece un detallado relato de la visión de san Juan sobre el fin del mundo y sobre el Juicio Final. Al crear esas obras, Faulkner siguió una tradición que se remonta al periodo carolingio -en los siglos IX y X-, durante el que se crearon en el continente europeo los manuscritos iluminados del Apocalipsis más antiguos que se conservan. A principios del siglo XIII se realizaban en Europa Apocalipsis exquisitamente iluminados, con textos y comentarios en latín y francés vernáculo, para los ricos y poderosos, entre los que se incluían potentados y eclesiásticos de alto rango. Siguieron creándose incluso después de inventarse la imprenta, señal de la permanente resonancia de la imaginería y el mensaje del propio libro.

Existen doce «Apocalipsis de Faulkner», y, según los registros de su proveedor de pan de oro, es poco probable que Faulkner hiciese más. Cada libro estaba encuadernado en piel trabajada a mano, con incrustaciones de oro, e ilustrado a mano por Faulkner, con una marca distintiva en el lomo: seis líneas doradas horizontales, dispuestas en tres grupos de dos, y la última letra del alfabeto griego:

El papel no era de madera sino de trapos de hilo y algodón macerados en agua hasta quedar reducidos a pulpa. Faulkner hundía una bandeja rectangular en la pulpa y extraía aproximadamente dos centímetros y medio de esa sustancia, que se escurría a través de una tela metálica en la base de la bandeja. Con delicadeza, agitaba la bandeja y así se entrelazaban las fibras apelmazadas del líquido. Esas láminas de pulpa parcialmente solidificadas se comprimían después con una prensa y luego se sumergían en gelatina animal para encolarlas, lo que permitía que retuviesen la tinta. El papel se cosía en pliegos de seis para reducir al mínimo la acumulación de hilo en el lomo.

Las ilustraciones de los Apocalipsis de Faulkner proceden en su mayor parte de artistas anteriores y todas mantienen un criterio uniforme. (Los doce volúmenes son propiedad de una misma persona, y se me permitió examinarlos detenidamente.) El primer Apocalipsis se inspira en Alberto Durero (1471-1528); el segundo, en manuscritos medievales; el tercero, en Lucas Cranach el Viejo (1472-1553), y así hasta el último libro existente que incluye seis ilustraciones basadas en la obra de Frans Masereel (1889-1972), cuyo ciclo del Apocalipsis partió de imágenes de la segunda guerra mundial. Según quienes trataron con él, parece que a Faulkner le atraía la imaginería apocalíptica por sus connotaciones de castigo divino, no porque la viera como anuncio de un segundo Advenimiento o un Juicio Final. Para Faulkner, el juicio ya había empezado: el castigo divino y la condenación eran un proceso en curso.

Faulkner creó sus Apocalipsis exclusivamente para coleccionistas ricos y, en opinión de algunos, su venta proporcionó en gran medida la financiación inicial a la comunidad de Faulkner. Desde la fecha de la fundación de la colonia de Eagle Lake, no aparecieron más versiones realizadas por Faulkner.

16

Louis me dejó en casa y siguió hacia el Black Point Inn. Telefoneé a Gordon Buntz para comprobar que Rachel estaba bien, y una breve llamada a Ángel me confirmó que en la mansión de los Mercier no había ocurrido nada fuera de lo corriente, salvo la llegada del abogado Warren Ober y de su mujer. También había visto cuatro clases distintas de golondrinas de mar y dos chorlitos. Esa noche acordamos reunirnos más tarde Louis, él y yo.

Durante mi estancia en Boston y Nueva York había ido escuchando mis mensajes con regularidad, pero tenía dos nuevos desde esa mañana. El primero era de Arthur Franklin, que deseaba saber si la información facilitada por su cliente, el pornógrafo Harvey Ragle, me había sido de utilidad. De fondo oí el gimoteo de Ragle: «Soy hombre muerto. Díselo. Soy hombre muerto».

El segundo mensaje era del agente Norman Boone del ATF. Ellis Howard, el subjefe del Departamento de Policía de Portland, me dijo en una ocasión que Boone olía como una puta francesa pero carecía del encanto que suele asociarse a éstas. Me había dejado en el contestador los números de su teléfono particular y del móvil. Lo llamé a casa.

– Soy Charlie Parker. ¿En qué puedo ayudarle, agente Boone?

– Vaya, gracias por devolverme la llamada, señor Parker. Sólo han pasado -lo imaginé consultando su reloj de manera ostensible-… cuatro horas.

– He estado fuera.

– ¿Le importa decirme dónde?

– ¿Por qué? ¿Teníamos una cita?

Boone dejó escapar un teatral suspiro.

– Hable ahora, señor Parker, o hable mañana en One City

Center. Debo advertirle que soy un hombre ocupado, y probablemente mañana mi paciencia estará más cerca de agotarse.

– He estado en Boston de visita a un viejo amigo.

– Un viejo amigo que, según tengo entendido, ha acabado con un agujero en la cabeza a media representación de Cleopatra.

– Seguramente ya sabía cómo terminaba la obra. Ella muere, por si no está usted enterado.

Pasó por alto el comentario.

– ¿Tenía algo que ver su visita con Lester Bargus?

Aunque la pregunta me desconcertó, no vacilé ni un segundo.

– No directamente.

– Sin embargo, visitó al señor Bargus poco antes de marcharse de la ciudad.

Maldije para mis adentros.

– Lester y yo nos conocemos desde hace mucho.

– Siendo así, quedará usted transido de pena cuando le diga que ya no está entre nosotros.

– «Pena» quizá no sea la palabra. ¿Y el interés del ATF en todo esto se debe a…?

– El señor Bargus ganaba un poco de dinero con la venta de arañas y cucarachas gigantes y mucho dinero con la venta de semiautomáticas y diversas armas de fuego a la clase de personas que tienen esvásticas en la vajilla. Era lógico que captase nuestra atención. Mi pregunta es por qué captó la atención de usted.

– Buscaba a una persona y pensé que tal vez Lester supiese dónde estaba. ¿Es esto un interrogatorio, agente Boone?

– Es una conversación, señor Parker. Si la mantuviésemos mañana, cara a cara, sería un interrogatorio.

Aun separados por una línea telefónica, debía admitir que Boone hacía bien su trabajo. Estaba acorralándome, dejándome casi sin espacio para maniobrar. No iba a hablarle de Grace Peltier, porque Grace me llevaría a Jack Mercier y posiblemente a la Hermandad, y el último de mis deseos era que el ATF la tomase por asalto a lo Waco. Decidí, pues, dirigirlo hacia Harvey Ragle.

– Lo único que sé es que Arthur Franklin, un abogado, me llamó y me pidió que hablase con su cliente.

– ¿Quién es su cliente?

– Harvey Ragle. Hace películas pornográficas con bichos. La gente de Al Z distribuía algunas.

Esta vez fue Boone el desconcertado.

– ¿Bichos? ¿De qué demonios me está hablando?

– Mujeres en ropa interior aplastando bichos -le expliqué como si fuese un niño-. También se dedica al porno geriátrico, la obesidad y las personas de baja estatura. Es un artista.

– Veo que conoce a gente encantadora en su trabajo.

– Para mi satisfacción, usted se aparta de la norma, agente Boone. Según parece, un individuo que tiene cierta afinidad con los insectos quiere matar a Harvey por hacer esas películas porno para psicópatas. Lester Bargus era el proveedor de bichos y también parecía saber algo del individuo ese, así que accedí a hablar con él en nombre de Ragle.

La inverosimilitud de aquello era pasmosa. Percibí que Boone se preguntaba hasta qué punto estaba tomándole el pelo.

– ¿Y quién es ese misterioso herpetólogo?

«Herpetólogo.» Saltaba a la vista que el agente Boone era aficionado al Scrabble.

– Se hace llamar señor Pudd, y me parece que, en rigor, es aracnólogo, no herpetólogo. Le gustan las arañas. Creo que es él quien mató a Al Z.

– ¿Y usted se dirigió a Lester Bargus con la esperanza de encontrar a ese hombre?

– Sí.

– Pero no llegó a ninguna parte.

– Lester era un hombre irascible.

– Pues ahora está mucho más tranquilo.

– Si lo tenía bajo vigilancia, ya sabe lo que ocurrió entre nosotros -dije-. Y eso significa que quiere algo más de mí.

Tras un ligero titubeo, Boone pasó a explicar que un hombre que viajaba con el nombre de Clay Daemon había entrado en la tienda de Lester, había pedido que le dieran información acerca de cierto hombre que aparecía en una fotografía y acto seguido había matado a tiros a Lester y a su ayudante.

– Me gustaría que le echase un vistazo a la fotografía -dijo.

– ¿La dejó?

– Suponemos que tiene más de una copia. En ese sentido los asesinos a sueldo tienden a hacer las cosas bien.

– ¿Quiere que vaya? Podría ser mañana.

– ¿Y ahora?

– Mire, agente Boone, necesito una ducha, un afeitado y una siesta. Le he dicho todo lo que sé. Quiero ayudarle, pero deme un respiro.

Boone cedió un poco.

– ¿Tiene correo electrónico?

– Sí, y una segunda línea.

– Entonces no se retire de ésta. Enseguida vuelvo.

La línea quedó en silencio, así que conecté el portátil y esperé el mensaje de Boone. Cuando llegó, contenía dos imágenes. Una era la fotografía del asesinato en la clínica de abortos. Localicé al señor Pudd de inmediato. La otra era un fotograma procedente de la videocámara instalada en la tienda de Lester Bargus, que mostraba al asesino Clay Daemon. Segundos después, Boone volvió al teléfono.

– ¿Reconoce a alguien en la primera foto?

– El tipo que está a la derecha en segundo plano es Pudd, de nombre Elias. Se presentó en mi casa para preguntarme por qué andaba entrometiéndome en sus asuntos. No conozco al hombre del fotograma.

Al otro lado de la línea oí chasquear a Boone con la lengua rítmicamente incluso mientras le daba el número del abogado de Ragle.

– Volveré a ponerme en contacto con usted, señor Parker -dijo por fin-. Tengo la sensación de que sabe más de lo que cuenta.

– Todo el mundo sabe más de lo que cuenta, agente Boone -contesté-. Incluso usted. Una pregunta.

– Diga.

– ¿Quién es el hombre herido de la primera fotografía?

– Se llamaba David Beck. Trabajaba en una clínica de abortos de Minnesota, y en esa fotografía ya está muerto. El asesinato forma parte de los archivos del VAAPCON.

El VAAPCON, siglas de Conspiración para la Acción Violenta contra las Prácticas Abortistas, era el nombre en clave de la investigación conjunta llevada a cabo por el FBI y el ATF en esta área. El ATF y el FBI tenían una mala relación de trabajo; durante mucho tiempo, el FBI se había resistido a investigar las agresiones contra médicos y clínicas con el pretexto de que no eran de su competencia, y, por consiguiente, la investigación en torno a las acusaciones de conspiración para la acción violenta quedaba en manos del ATF. Esta situación cambió a raíz de la creación del VAAPCON y la promulgación de nuevas leyes que facultaban al FBI y al Departamento de Justicia para actuar contra la violencia relacionada con el aborto. No obstante, las tensiones entre el FBI y el ATF contribuyeron al relativo fracaso del VAAPCON; no se descubrió prueba alguna de conspiración y los agentes empezaron a tomarse a risa la investigación, a pesar de los crecientes indicios de vínculos entre las milicias de ultraderecha y los antiabortistas radicales.

– ¿Se encontró al asesino? -pregunté.

– Todavía no.

– Como tampoco se ha encontrado al asesino de la esposa de ese hombre.

– ¿Qué sabe de eso? -preguntó Boone.

– Sé que cuando se descubrió el cadáver, tenía arañas en la boca.

– Y a nuestro amigo Pudd le gustan las arañas.

– El mismo Pudd cuya cabeza aparece rodeada por un círculo en esta fotografía -comenté.

– ¿Sabe para quién trabaja?

– Diría que por cuenta propia. -No era del todo mentira. Pudd no rendía cuentas a Carter Paragon, y la Hermandad, como era de dominio público, no era tan importante para requerir sus servicios.

Boone permaneció en silencio por un momento. Sus últimas palabras antes de colgar fueron:

– Volveremos a hablar.

No lo dudaba.

Sentado ante el ordenador, salté de una imagen a otra. Reconocí a Alison Beck, más joven, que sostenía entre los brazos a su marido muerto, con el rostro contraído por el dolor y manchas de sangre en la blusa, la falda y las manos. Luego volví a mirar los pequeños ojos del señor Pudd, tras los párpados carnosos y entornados, mientras se escabullía entre la gente. Me pregunté si él mismo había apretado el gatillo o si simplemente había organizado el asesinato. En cualquier caso, estaba implicado, y otra pieza del rompecabezas encajaba en su sitio. De algún modo, Mercier había encontrado a Epstein y a Beck, dos personas que, cada una por sus propias razones, estaban dispuestas a colaborar con él en sus actuaciones contra la Hermandad. Pero ¿por qué preocupaba tanto la Hermandad a Mercier? ¿Era sólo una muestra más de su liberalismo o había otros motivos más profundos?

Casualmente, una posible respuesta a esta pregunta se presentó ante mi puerta media hora después en un Mercedes descapotable negro. Deborah Mercier, sola y sin ayuda, se apeó del asiento del conductor vestida con un abrigo negro largo. Pese a la creciente oscuridad, llevaba gafas de sol. El pelo no se le movía con la brisa. Podía deberse a la laca, o a un acto de voluntad. También podía ser que ni siquiera el viento se atreviese a importunar a la esposa de Jack Mercier. Me pregunté con qué excusa habría dejado solos a los invitados en su casa; quizá les había dicho que necesitaba comprar leche.

Abrí la puerta cuando pisó el primer peldaño del porche.

– ¿Se ha equivocado de camino, señora Mercier? -pregunté.

– Sin duda uno de nosotros dos se ha equivocado -contestó-, y puede que sea usted.

– Nunca pierdo la oportunidad. Veo dos caminos que se separan en el bosque y de fijo tomo el que acaba al borde de un precipicio.

Nos encontrábamos a unos diez pasos de distancia, observándonos como un par de pistoleros que no cuadran el uno con el otro. Deborah Mercier, con todo el aspecto propio de una mujer de su clase, se quitó las gafas y sus ojos de color azul claro revelaron la calidez del mar Ártico, sus pupilas diminutas y menguantes parecían los cuerpos de marineros ahogados hundiéndose en las profundidades.

– ¿Quiere entrar? -pregunté. Me di media vuelta y oí a mis espaldas cómo avanzaba por la madera. Se detuvo antes de llegar a la puerta. Miré atrás y vi que arrugaba un poco la nariz en un gesto de ligera repugnancia al recorrer mi casa con la mirada.

– Si espera que la coja en brazos para cruzar el umbral, debo advertirle que tengo problemas de espalda y quizá no lo consiguiésemos.

Arrugó la nariz un poco más y la expresión de su mirada se heló por completo, las pupilas se le redujeron al tamaño de puntas de alfiler. Después, acompañada del ruido de los tacones de sus zapatos de salón negros contra las tablas, semejante a un castañeteo de huesos, me siguió con cautela al interior de la casa.

La llevé a la cocina y le ofrecí café. No lo aceptó, pero empecé a prepararlo de todos modos. La miré mientras se desabrochaba el abrigo, dejando a la vista un vestido negro formal y ajustado que le llegaba casi hasta las rodillas, y se sentaba. Sus piernas, como el resto de su cuerpo, no estaban nada mal para una mujer de cuarenta y tantos años. De hecho, no estaban mal para una mujer de cuarenta, ni siquiera para una de treinta y cinco. Sacó un paquete de tabaco del bolso y encendió un cigarrillo con un Dunhill de oro. Dio una larga calada y dejó escapar un hilo de humo entre los labios apretados.

– Puede fumar con entera libertad -comenté.

– Si eso me preocupase, se lo habría preguntado.

– Si me preocupase a mí, la obligaría a apagarlo.

Ladeó un poco la cabeza y esbozó una vacua sonrisa.

– ¿Cree, pues, que puede obligar a los demás a hacer lo que usted quiera? -preguntó.

– Creo que tal vez usted y yo tengamos eso en común, señora Mercier.

– Probablemente es lo único que tenemos en común, señor Parker.

– No perdamos la esperanza -respondí. Llevé la cafetera a la mesa y me serví una taza.

– Pensándolo mejor, tomaré un poco de café -dijo.

– Huele bien, ¿verdad?

– O quizá sea que aquí dentro todo lo demás huele mal. ¿Vive solo?

– Solo con mi ego.

– Estoy segura de que los dos son muy felices juntos.

– Rebosamos felicidad. -Tomé otra taza y la llené. A continuación, saqué un cartón de leche descremada de la nevera y lo coloqué entre nosotros.

Metió la mano en el bolso otra vez y extrajo un sobre de edulcorante. Lo echó en el café y lo agitó antes de probarlo con recelo. Dado que no se desplomó en el suelo agarrándose la garganta y respirando entrecortadamente, supuse que le parecía aceptable. Permaneció callada por un momento, limitándose a tomar sorbos de café y a fumar.

– Su casa necesita un toque femenino -comentó por fin, y dio otra calada al cigarrillo. Retuvo el humo hasta que pensé que le saldría por las orejas. -¿Por qué lo dice? ¿También es usted mujer de la limpieza?

No contestó. En lugar de eso, exhaló por fin el humo y echó la colilla al café. Una mujer con clase. Eso no lo aprendió en la Academia para Señoritas Madeira.

– He oído decir que estuvo casado.

– Así es, lo estuve.

– Y tenía una hija, una niña pequeña.

– Jennifer -contesté manteniendo el tono más neutro posible.

– Y su mujer y su hija murieron. Alguien las mató, y luego usted lo mató a él. -No respondí. Mi silencio no pareció inquietar a la señora Mercier-. Debió de ser una experiencia muy dura para usted -prosiguió. En su voz no se advirtió el menor rastro de compasión, pero algo que quizá fuese sorna desheló por un instante la expresión de su mirada.

– Sí, lo fue.

– Pero como usted sabe, señor Parker, yo aún tengo un matrimonio, y aún tengo una hija. No me hace ninguna gracia que mi marido le haya contratado, contra mi voluntad, para investigar la muerte de una mujer que no tiene nada que ver con nuestras vidas. Está alterando la relación entre nosotros y entorpeciendo los preparativos para la boda de mi hija. Quiero que esto se acabe.

Percibí el énfasis en el adjetivo posesivo al decir «mi hija», pero me abstuve de hacer comentarios. Por tercera y última vez sacó algo del bolso. Era un cheque.

– Sé cuánto le pagó mi marido -dijo, y me tendió el cheque doblado por encima de la mesa, sus uñas rojas parecían garras de águila teñidas de sangre de conejo-. Le pagaré la misma cantidad para que lo deje. -Retiró la mano. El cheque quedó entre nosotros, como algo solitario y no deseado-. Dudo mucho que sea usted tan rico como para permitirse rechazar una suma de dinero así, señor Parker. Si estuvo dispuesto a recibirla de mi marido, no debería tener inconveniente en aceptarla de mí.

Sin hacer ademán de alcanzar el cheque, me serví otro café. No le ofrecí a la señora Mercier. Por la colilla que flotaba en su taza, deduje que ya había tomado suficiente.

– Hay una diferencia. Su marido compraba mi tiempo y mis posibles aptitudes para un trabajo. Usted, en cambio, pretende comprarme a mí.

– ¿En serio? Entonces, dadas las circunstancias, mi oferta es especialmente generosa.

Sonreí. Ella sonrió también. De lejos -de muy lejos- podía dar la impresión de que nos lo estábamos pasando bien. Al parecer había llegado el momento de poner fin a ese malentendido.

– ¿Cuándo descubrió que Grace era hija de su marido? -pregunté. Experimenté una fugaz satisfacción cuando palideció y echó atrás la cabeza como si la hubiesen abofeteado.

– No sé de qué me habla -contestó de manera poco convincente.

– Para empezar, están la ruptura profesional entre su marido y Curtis Peltier siete meses antes de nacer Grace y la decisión de su marido de gastar una considerable cantidad de dinero en contratarme para investigar las circunstancias de su muerte. Otra cuestión, claro está, es el parecido físico. Para usted, señora Mercier, debía de ser como una patada en el estómago cada vez que la veía.

Se levantó y retiré el cheque de la mesa.

– Es usted un cabrón miserable -musitó entre dientes.

– Eso quizá me doliese un poco más si viniese de otra persona, señora Mercier, pero no de usted. -Alargué el brazo de improviso y le agarré con fuerza la muñeca. Por primera vez pareció asustada-. Fue usted, ¿verdad? Fue usted quien dirigió los pasos de Grace hacia la Hermandad. ¿La puso sobre la pista sabiendo qué le harían? No creo que su marido le dijese a ella nada al respecto, y su tesis trataba del pasado, no del presente, así que no existía razón alguna para que ella empezase a hurgar en la organización. Pero usted debía de estar enterada de las actividades de su marido, de sus acciones contra la Hermandad. ¿Qué le dijo a Grace, señora Mercier? ¿Qué información le dio para inducir a esa gente a matarla?

Deborah Mercier me enseñó los dientes y me arañó el dorso de la mano, comencé a sangrar de inmediato.

– Me aseguraré de que mi marido le arruine la vida por lo que acaba de decir -gruñó cuando le solté la mano.

– No lo creo. Me parece, más bien, que cuando se entere de que usted envió a la muerte a su hija, será su propia vida la que no merezca la pena vivirse.

Me puse en pie en cuanto agarró el bolso y se encaminó hacia el pasillo. Antes de que llegase a la puerta de la cocina, le corté el paso con el brazo.

– Hay otra cosa que le conviene saber, señora Mercier. Usted y su marido han desencadenado una serie de acontecimientos que escapan a su control. Hay personas dispuestas a matar para protegerse. Así pues, debería alegrarse de que su marido me pague, porque, hoy por hoy, soy la mejor opción que ustedes tienen para encontrar a esas personas antes de que vayan a por ustedes.

Mantuvo la vista al frente mientras yo hablaba. Cuando terminé, aparté la mano y se dirigió rápidamente hacia la puerta. La dejó abierta, y la observé mientras ponía en marcha el Mercedes y salía a la carretera con un giro brusco. Me miré la mano y las cuatro profundas líneas paralelas que me había dejado. La sangre me corría por los dedos para ir a parar a las uñas, y por un momento pensé que así se parecían mucho a las de Deborah Mercier. Me limpié los arañazos bajo el grifo, me puse una chaqueta y unos guantes de piel para ocultar la herida, tomé las llaves y me dirigí al coche.

Debería haberle pedido que me llevase, pensé mientras seguía las luces del Mercedes hacia Prouts Neck. Me mantuve a suficiente distancia para no despertar sospechas, pero lo bastante cerca para atravesar la barrera de seguridad antes de que se cerrase tras haber pasado el Mercedes.

Cuando aparqué y me apeé del Mustang, había allí otros cinco o seis coches. La señora Mercier ya había entrado en la casa y el actor porno del bigote se acercó a mí parsimoniosamente desde el porche. Llevaba un micrófono prendido de la solapa y un auricular. Imaginé que habían aumentado el nivel de seguridad después de la muerte de Epstein.

– Esto es una fiesta privada -dijo-. Tendrá que marcharse.

– Me parece que no -contesté.

– Entonces no me queda más remedio que obligarle -insistió. La perspectiva parecía complacerle, y me clavó un dedo en el pecho para ponerlo de relieve.

Le agarré el dedo con la mano izquierda, le sujeté la muñeca con la derecha y tiré. Se oyó un suave chasquido al dislocársele la falange, y el actor porno abrió la boca en una mueca de dolor. Le obligué a dar media vuelta, le doblé el brazo tras la espalda y lo lancé contra el costado del Mercedes de un violento empujón. Chocó con la cabeza y se oyó un ruido hueco, luego se desplomó al tiempo que se llevaba la mano herida al cuero cabelludo.

– Si es buen chico, le arreglaré el dedo cuando me vaya -dije.

Cuando otros dos guardias de seguridad se encaminaban ya hacia mí, Jack Mercier apareció en la escalinata y los detuvo. Formaron un impreciso círculo a mi alrededor, como lobos esperando una señal para abalanzarse sobre su presa.

– Parece que se ha invitado usted mismo a mi fiesta, señor Parker -dijo Mercier-. Será mejor que entre.

Subí por la escalinata y atravesé la casa detrás de él. No había un gran ambiente de fiesta. Mucha bebida cara flotaba sobre bandejas de un lado para otro y un puñado de personas permanecían inmóviles en ropa elegante, pero en realidad nadie parecía divertirse. Un hombre a quien reconocí como Warren Ober dejó la copa de champán y nos siguió.

Mercier me llevó a la misma habitación llena de libros en la que me había recibido la semana anterior, donde ahora un fino jirón de la débil luz de la luna sustituía al rombo de sol. El insecto había desaparecido, devorado ya probablemente por alguna criatura más grande y perversa de lo que él podía llegar a ser. En esta ocasión no se sirvió café. Jack Mercier no me ofrecía su hospitalidad. Tenía los ojos ribeteados de rojo y se había afeitado mal, dejándose restos de barba bajo el mentón y la nariz. Incluso su camisa blanca de etiqueta parecía arrugada y, al quitarse la chaqueta, quedaron a la vista manchas de sudor en las axilas. Llevaba la pajarita un tanto torcida, y me pareció percibir un olor acre bajo el aroma a colonia.

Fui derecho a la fotografía en que aparecían Mercier y Ober con Beck y Epstein y la descolgué de la pared. Se la lancé y él la atrapó al vuelo torpemente.

– ¿Qué me ha ocultado? -pregunté en el instante en que se abría la puerta y entraba Ober. La cerró y los dos nos quedamos mirando a Mercier.

– ¿A qué se refiere?

– Mi pregunta, señor Mercier, es qué hacían ustedes cuatro para atraer la atención de esa gente. ¿Y cómo cree que se vio implicada Grace? -Dio un visible respingo al oír mis palabras-. ¿Y por qué me contrató si ya debía de saber quién era el responsable de su muerte?

En silencio, se sentó pesadamente en un sillón frente a mí y apoyó la cabeza en las manos.

– ¿Sabe que Curtis Peltier ha muerto? -me preguntó en voz tan baja que apenas podía oírse.

Sentí un profundo dolor en el estómago y me recliné contra la mesa para mantener el equilibrio.

– Nadie me lo ha dicho.

– Lo han encontrado esta tarde. Llevaba varios días muerto. Pensaba llamarle en cuanto se fuesen los invitados.

– ¿Cómo murió?

– Alguien entró en su casa por la fuerza, lo torturó y luego le cortó las venas en la bañera.

Alzó la vista para mirarme con una expresión que reclamaba lástima y comprensión. En ese instante estuve a punto de golpear a Jack Mercier.

– Él no lo sabía, ¿verdad? -dije-. No sabía nada de la Hermandad, ni de Beck ni de Epstein. A él sólo le importaba su hija, y le dio todo lo que estaba a su alcance. Vi cómo vivía. Tenía una casa enorme que no podía mantener limpia, y apenas salía de la cocina. ¿Sabe usted siquiera dónde está la cocina de su propia casa, señor Mercier?

Sonrió. No era una sonrisa agradable. No se advertía en ella compasión ni bondad. Dudé que un solo votante más hubiese visto sonreír así alguna vez a Jack Mercier.

– Mi hija, señor Parker -gruñó-. Grace era mi hija.

– Se engaña, señor Mercier. -No pude evitar el tono de aversión en mi voz.

– Me mantuve al margen de su vida porque eso era lo que todos habíamos acordado, pero siempre me interesé por ella. Cuando solicitó la beca, vi la oportunidad de ayudarla. Por Dios, le habría dado el dinero aunque hubiese querido hacer surfing en Malibu Tech. Se proponía estudiar los movimientos religiosos en el estado durante los últimos cincuenta años, y uno en particular. La alenté para tenerla cerca de mí mientras consultaba los libros de mi colección. Fue culpa mía, un error mío. Porque no conocíamos el vínculo, entonces aún no -dijo, y el peso de la culpabilidad cayó sobre él como el hacha de un verdugo.

– ¿Qué vínculo?

Detrás de nosotros, Warren Ober carraspeó.

– Jack, debo aconsejarte que no digas nada en presencia del señor Parker. -Utilizó su mejor voz de abogado a mil dólares la hora. Por lo que a Ober se refería, la muerte de Grace era intrascendente. Sólo le importaba asegurarse de que la culpabilidad de Jack Mercier continuase siendo una cuestión privada, no pública.

Sin darme cuenta, me encontré con la pistola en la mano. A través de una bruma roja vi retroceder a Ober y cómo luego el cañón del arma se hundía en la carne blanda bajo su mentón.

– Si dice una sola palabra más -susurré-, no me consideraré responsable de mis actos.

Pese al miedo patente en su mirada, Ober escupió las siguientes seis palabras:

– Es usted un matón, señor Parker.

– Y usted también, señor Ober -repuse-. La única diferencia es que usted está mejor remunerado.

– ¡Basta ya!

Era la voz de un emperador, una voz destinada a ser obedecida. No lo defraudé. Aparté la pistola del mentón de Ober y la enfundé.

– Tenía puesto el seguro -le dije-. La prudencia nunca está de más.

Ober se arregló la pajarita y empezó a calcular las horas de trabajo necesarias para arruinarme ante un tribunal.

Mercier se sirvió un coñac y le sirvió otro a Ober. Levantó la licorera en dirección a mí, pero dije que no. Le entregó a Ober su copa, dio un largo sorbo, volvió a sentarse y comenzó a hablar como si nada hubiese ocurrido.

– ¿Le comentó Curtis nuestras respectivas relaciones familiares con los Baptistas de Aroostook?

Asentí. A mis espaldas, una nube pasó por delante de la luna y la luz que iluminaba la habitación se perdió de pronto en sus profundidades.

– Llevaban desaparecidos treinta y siete años hasta ahora -musitó-. Creo que el responsable de sus muertes aún vive.


El primer indicio de que Faulkner vivía se conoció en marzo procedente de una fuente insólita. Un Apocalipsis de Faulkner salió a subasta, y Jack Mercier lo adquirió, del mismo modo que había adquirido sin problemas los otros doce ejemplares existentes de la obra de Faulkner. Mientras hablaba sacó uno de su vitrina y me lo entregó. Faulkner poseía el talento de un iluminador medieval y había utilizado letras ornamentales con animales fantásticos entrelazados al principio de cada capítulo. La tinta era de ácido tánico, la misma mezcla de taninos y sulfato de hierro utilizada en la Edad Media. Cada capítulo contenía ilustraciones extraídas de obras análogas al Apocalipsis de los Claustros, imágenes del juicio final, del castigo y del tormento realizadas con tal detalle que rayaban en el sadismo.

– Las ilustraciones y la caligrafía siguen unas pautas uniformes en toda la obra -explicó Mercier-. Otros Apocalipsis de Faulkner se inspiran en iluminadores posteriores, tales como Meidner y Grosz, y el texto es, en consonancia, más moderno, aunque en algunos sentidos igualmente hermoso.

Pero el Apocalipsis decimotercero adquirido por Mercier era distinto. Se había utilizado cola antes de coser las hojas porque el peso del papel era menor y, por lo visto, el encuadernador había encontrado dificultades para aplicar los puntos. Mercier, un bibliófilo, había encontrado rastros de adhesivo poco después de la compra y había enviado el libro a un especialista para que lo examinase. La caligrafía y las pinceladas de las ilustraciones eran auténticas -sin lugar a dudas, Faulkner había creado ese Apocalipsis-, pero el tipo de cola se producía desde hacía menos de una década, y se había empleado en la encuadernación original del libro, no durante una reparación posterior.

Al parecer, pues, Faulkner estaba vivo, o al menos lo había estado hasta fecha relativamente reciente, y si lo encontraban quizá sería posible hallar la respuesta al enigma de la desaparición de los Baptistas de Aroostook.

– Para serle sincero, mi interés se centraba en los libros, no en las personas -comentó Mercier quitándole importancia. Una declaración que consolidó mi creciente aversión hacia él-. Mis lazos de parentesco con un miembro de la grey de Faulkner le daba un toque algo más escalofriante, pero sólo eso. El carácter de su obra me fascinaba.

La procedencia del decimotercer Apocalipsis fue lo que condujo a Mercier hasta la Hermandad; tras una investigación, se supo que se había vendido a través de un bufete de abogados de tercera fila de Waterville por encargo de Carter Paragon para cubrir sus deudas de juego. En lugar de echarse sobre Paragon, Mercier decidió esperar y presionar a su organización por otros medios. Encontró a Epstein, quien sospechaba ya que la Hermandad era mucho más peligrosa de lo que parecía y estaba dispuesto a ser el demandante nominal en la solicitud de revocación de su exención tributaria. Encontró a Alison Beck, que había presenciado el asesinato de su marido años antes y que en la actualidad exigía la reapertura del caso y una investigación completa del posible vínculo con la Hermandad, basada en las amenazas por parte de sus esbirros durante los meses anteriores a la muerte de David Beck. Si Mercier conseguía desmantelar la fachada de la Hermandad, quizá quedase al descubierto lo que se escondía detrás.

Entretanto proseguía el trabajo de Grace sobre los Baptistas de Aroostook. Mercier prácticamente se había olvidado de eso, hasta que la vida de Grace terminó con el sonido de un disparo que ahuyentó a los búhos de los árboles y a los pequeños animales entre la maleza. Después, Peltier acudió a él, y el lazo que los unía a Grace los acercó a pesar de la incomodidad que suponía para ambos.

– Grace arremetió contra la Hermandad, señor Parker, y murió por ello. -Me miró, y vi en sus ojos el desesperado intento de ocultarse tras un velo de desconocimiento-. No sé por qué lo hizo -añadió para negar una acusación que nadie había formulado aún. La voz se le quebró con un gorgoteo, como si pugnase por evitar que la bilis subiese a su garganta.

– Creo que sí lo sabe -repuse-. Creo que por eso me contrató, para confirmar sus sospechas.

Y por fin vi rasgarse y caer envuelto en llamas el velo de sus ojos. Parecía a punto de negarlo de nuevo, hasta que al otro lado de la puerta se oyó una voz femenina y las palabras se fundieron como copos de nieve en la boca de Mercier.

Deborah Mercier irrumpió en la habitación. Horrorizada, me miró primero a mí y luego a su marido.

– Me ha seguido hasta aquí, Jack -dijo-. Ha entrado por la fuerza en nuestra casa y ha agredido a nuestros empleados. ¿Qué haces ahí sentado bebiendo con él?

– Deborah… -empezó a decir Mercier con un tono que, en otras circunstancias, habría sido apaciguador pero ahora sonaba igual que los susurros de un verdugo para tranquilizar a un condenado.

– ¡No! -gritó ella-. No sigas. Ordena que lo detengan. Ordena

que lo echen de la casa. Por mí puedes ordenar que lo maten, pero que salga de nuestras vidas.

Jack Mercier se levantó y se acercó a su mujer. La agarró con firmeza por los hombros y la miró; por primera vez, ella pareció más pequeña y menos poderosa que él.

– Deborah -repitió, y la atrajo hacia sí. Inicialmente podría haberse interpretado como un gesto de amor, pero cuando ella comenzó a forcejear entre sus brazos, se convirtió en todo lo contrario-. Deborah, ¿qué has hecho?

– No sé a qué te refieres. ¿A qué te refieres, Jack?

– Por favor, Deborah -insistió él-. No mientas. No mientas, por favor, ahora no.

Al instante, ella renunció al forcejeo y rompió a llorar.

– Ya no necesitamos sus servicios, señor Parker -dijo Mercier mientras el cuerpo de su mujer se estremecía entre sus manos. Habló de espaldas a mí, sin hacer el menor ademán de volverse-. Gracias por su ayuda.

– Irán a por usted -dije.

– Nos ocuparemos de ellos. Pienso entregar a la policía el Apocalipsis de Faulkner después de la boda de mi hija. Eso pondrá fin a este asunto. Y ahora, por favor, váyase de mi casa.

Al salir de la habitación, oí susurrar a Deborah Mercier una y otra vez:

– Perdóname, Jack; perdóname.

Algo en su voz me indujo a volver la vista atrás, y la feroz mirada de uno solo de sus fríos ojos me traspasó como un alfiler a una mariposa.

El actor porno no estaba cuando salí, así que no pude encajarle el dedo. Cuando me disponía a subir al coche, Warren Ober bajó por la escalinata detrás de mí y se quedó en la concha de luz que proyectaba la puerta abierta.

– Señor Parker -me llamó.

Me detuve y observé que se esforzaba por formar una sonrisa con sus facciones. Abandonó el intento a medio camino, y en su rostro quedó la expresión de un hombre que acababa de probar un trozo de pescado podrido.

– Olvidaremos el pequeño incidente de la biblioteca, siempre y cuando entienda que no ha de seguir investigando la muerte de Grace Peltier ni ningún otro hecho relacionado con ella.

Negué con la cabeza.

– Las cosas no funcionan así -contesté-. Como ya le he explicado a la señora Mercier, su marido sólo compró mi tiempo y mis posibles aptitudes para resolver el caso. No compró mi obediencia, no compró mi conciencia, ni me compró a mí. No me gusta abandonar casos sin resolver, señor Ober. Me crea malestar moral.

El rostro de Ober se demudó, y sus ordenadas facciones se descompusieron bajo el peso de la frustración.

– Entonces será mejor que se busque un buen abogado, señor Parker.

Me marché sin contestar y dejando a Ober allí de pie, a la luz, como un ángel solitario en espera de que lo engullese la oscuridad.


Jack Mercier no me contrató para averiguar quién había matado a Grace, o al menos no era ésa su razón principal. Quería conocer qué motivos la habían llevado a investigar sobre la Hermandad, y creo que sospechó la respuesta desde el principio, que la había visto en los ojos de su mujer cada vez que se mencionaba el nombre de Grace. Deborah deseaba que Grace se alejara, que desapareciese. Ella y Jack ya tenían una hija juntos; él no necesitaba otra. Por mediación de su marido, sabía lo peligrosa que era la gente implicada en la Hermandad, y les puso a Grace en bandeja.

Aparqué en la zona de huéspedes del Black Point Inn y me reuní con Ángel y Louis en el amplio comedor, donde me esperaban sentados junto a una ventana, la mesa salpicada con los restos de lo que parecía una cena muy apetitosa y bastante cara. Me alegró ver que se gastaban el dinero de Mercier. Un dinero manchado tras haberlo tocado él y su familia. Pedí café y postre y les conté lo ocurrido. Al terminar, Ángel movió la cabeza de un lado a otro para mostrar su disconformidad.

– Una buena pieza, esa Deborah Mercier.

Dejamos la mesa y entramos en el bar. Ángel, advertí a mi pesar, calzaba aún las botas rojas, además de unos chinos de la peor calidad y una camisa blanca con una costura retorcida. Me sorprendió mirándole la camisa y desplegó una sonrisa de satisfacción.

– TJ Maxx -dijo-. He conseguido un vestuario nuevo por cincuenta y nueve dólares y noventa y cinco centavos.

– Es una lástima que no te lo hayas puesto todo y te hayas tirado al mar -contesté.

Pidieron cerveza, y yo un refresco. Éramos los únicos en el bar.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Louis.

– Mañana por la noche haremos la visita a la Hermandad que les debemos desde hace tiempo -contesté.

– ¿Y hasta entonces?

Fuera, los árboles susurraban y las olas rompían en Crescent Beach con un resplandor blanco. Vi las luces de Old Orchard flotar en la oscuridad como los relucientes señuelos de extrañas e invisibles criaturas marinas surcando las profundidades del negro océano. En ese momento me llamaron los ecos del pasado, de mi infancia y de mi juventud.

Al igual que esos depredadores sin color de las pesadillas, el pasado podía devorarlo a uno si no se andaba con cuidado. A Grace Peltier se la había llevado consigo, había sacado su mano muerta del barro y el cieno de un lago en el norte de Maine para hundirla en él. Grace, Curtis, Jack Mercier: todos vinculados por los sueños, la desaparición y la posterior exhumación de los Baptistas de Aroostook. Grace ni siquiera había nacido cuando se esfumaron sin dejar rastro, y sin embargo una parte de sí misma siempre había estado enterrada con ellos, y su corta vida se había visto malograda por la desaparición de la comunidad.

Ahora un paso en falso, un accidente menor, había revelado la verdad sobre su final. Habían surgido al mundo traspasando la fina corteza que separaba el presente del pasado, la vida de la muerte.

Y yo los había visto.

– Me voy al norte -anuncié-. Todo esto está relacionado de un modo u otro con los Baptistas de Aroostook. Quiero ver el lugar donde murieron.

Louis me miró. A su lado, Ángel guardó silencio.

Volvía a ocurrir, y ellos lo sabían.


EN BUSCA DEL SANTUARIO

Extracto de la tesis doctoral de Grace Peltier


Forzosamente, el carácter y el alcance exactos de la relación entre Lyall y Elizabeth tuvo que permanecer oculto, pero es lógico pensar que la atracción sexual fue un aspecto significativo. Al unirse a la comunidad, Elizabeth era una mujer bien parecida de treinta y cinco años. Es difícil encontrar fotografías de la primera época en que no esté sonriendo y, en cambio, posteriormente se convirtió en una presencia más apagada junto a su adusto marido, Frank. Elizabeth procedía de una familia pequeña y humilde, pero por lo visto fue una joven brillante que, en una comunidad más progresista (o liberal), y en circunstancias económicas menos precarias, quizás habría dispuesto del espacio que necesitaba para desarrollarse. Sin embargo, contrajo matrimonio con Frank Jessop, quince años mayor que ella pero con un poco de dinero y tierras. Al parecer, no fue una unión especialmente feliz, y Frank se vio aquejado de mala salud tras el nacimiento de su primer hijo, James, razón por la que los esposos se distanciaron más aún.

Lyall Kellog era dos años menor que Elizabeth y diecisiete más joven que el marido de ésta. Las fotografías que se conservan de Lyall muestran a un individuo fornido de estatura media y facciones toscas; en otras palabras, para nada era un hombre atractivo desde el punto de vista convencional. A decir de todos, estaba felizmente casado, y Elizabeth Jessop debió de ejercer una extraordinaria influencia sobre él para que no sólo pusiese en peligro su matrimonio y se arriesgase a despertar la ira del reverendo Faulkner sino que, además, contraviniese sus sólidas convicciones religiosas.

Quienes conocían a Lyall lo recuerdan como un hombre afable, casi sensible, capaz de discutir con personas considerablemente más ilustradas que él sobre lo que a veces a otros les parecían abstrusas cuestiones de fe religiosa. Tenía muchos folletos y comentarios bíblicos y no le importaba viajar todo un día para escuchar a un orador de especial renombre. Fue en uno de estos desplazamientos cuando conoció al reverendo Faulkner.

Entretanto, hacia noviembre de 1963, Faulkner ejercía un estricto control sobre la comunidad. Al igual que Sandford antes que él, exigía obediencia absoluta y prohibía todo contacto con personas ajenas a la comunidad, excepto durante un periodo en las primeras semanas del invierno, cuando pedía a cada familia que escribiese a sus parientes a fin de solicitar donativos en forma de alimentos, ropa y dinero. Dado que la mayoría de las familias se habían distanciado de sus parientes, estas cartas eran prácticamente inútiles, aunque Lena Myers mandó una pequeña suma de dinero.

El único pariente que intentó ponerse en contacto directamente con miembros de la comunidad fue un primo de Katherine Cornish. Temiendo que les hubiese ocurrido alguna desgracia a sus familiares, llevó a un ayudante del sheriff a la colonia. Para aplacar sus temores, se autorizó a Katherine Cornish a reunirse con él por un breve espacio de tiempo, bajo la supervisión de Faulkner. Según Elizabeth Jessop, después la familia Cornish fue castigada a pasar toda la noche rezando en un establo sin ninguna clase de calefacción. Cuando les vencía el sueño, «Adán», Leonard Faulkner, los despertaba echándoles agua fría.


Carta de Elizabeth Jessop a su hermana, Lena Myers, con fecha de noviembre de 1963 (utilizada con permiso de los herederos de Lena Myers).


«Querida Lena:

»Gracias por tu generosidad. Siento no haberte escrito antes como prometí, pero aquí la situación es difícil. Tengo la sensación de que Frank me observa continuamente y espera que cometa un error. No creo que lo sepa con certeza, pero quizá yo me he estado comportando de manera distinta.

»Sigo viendo a L. siempre que puedo. Lena, he vuelto a estar con él. He rogado a Dios que me ayude, pero lo veo en sueños y lo deseo. Tengo la sensación de que esto no puede acabar bien, pero soy incapaz de evitarlo. Lena, hacía mucho tiempo que un hombre no me tocaba así. Ahora que he probado el fruto ya no quiero otro. Espero que lo entiendas.

»Los colonos tienen malos presentimientos. Algunos han criticado al predicador Faulkner por su manera de comportarse. Dicen que es demasiado severo e incluso se han planteado pedirle que devuelva parte del dinero que le dimos, sólo lo justo para recurrir a él si surge la necesidad. También hay problemas con los hijos. La hija ha estado enferma, y casi ha perdido la voz. Ya no puede cantar a la hora de la cena, y el predicador propone que se destine parte de nuestro dinero para pagar a un médico. Laurie Perrson estuvo a punto de morir por falta de atención médica, pero él no quiere que su propia hija sufra. Billy Perrson lo llamó hipócrita a la cara.

»Pero el hijo es el peor de todos. Es malo, Lena. No hay otra palabra para describirlo. James tenía un gatito. Se lo trajo de Portland. Se alimentaba de ratones de campo y de las pocas sobras de nuestra mesa. Era un animalito pardo y precioso, y James lo llamaba Jake.

»Ayer desapareció Jake. Buscamos por toda la casa, pero no encontramos ni rastro de él. A la hora en que James tenía que ir a casa del predicador para sus lecciones diarias, se ha escapado en busca de su gatito. No sabíamos que se había ido hasta que Lyall lo oyó llorar en el bosque y fue a ver qué le ocurría.

»Lo encontró de pie junto a un cobertizo entre los árboles. Antiguamente fue una dependencia de alguna granja que se quemó hace años y los niños tienen prohibido ir hasta allí por miedo a que les pase algo si se acercan. Lyall me dijo que James estaba de pie temblando y llorando ante la puerta.

«Alguien había atado con una cuerda a Jake por el cuello a un clavo en el suelo del cobertizo. La cuerda medía sólo siete u ocho centímetros y el gatito casi estaba tendido en el suelo. Tenía arañas por todas partes, Lena, unas arañas marrones que nadie había visto antes, no mayores que una moneda de veinticinco centavos. Corrían por la boca y los ojos del gatito, y éste se rascaba y maullaba y casi se asfixiaba con la cuerda. Luego, dijo Lyall, el gatito empezó a tener convulsiones y murió, así sin más.

»Lyall jura que vio a Adán hijo rondar por los alrededores del cobertizo cuando no tenía nada que hacer allí y se lo contó al predicador. Pero el predicador le advirtió del castigo por levantar falsos testimonios contra un vecino. Los hombres apoyaron a Lyall, y el predicador les previno que no se indispusieran contra él. Adán hijo se pasó todo el rato mirando sin pronunciar una sola palabra, pero Lyall dice que el chico le sonrió y Lyall pensó que quizá si el chico hubiese encontrado la manera de atarlo a un clavo y dejar que las arañas se cebasen en él, con toda seguridad lo habría hecho.

»No sé qué ocurrirá aquí, Lena. El invierno se nos echa encima y sólo puedo prever mayores dificultades para nosotros, pero con la ayuda del Señor saldremos adelante. Rezo por ti y los tuyos. Con cariño para todos vosotros.

»Tu hermana,

«Elizabeth.


»P.D.: Adjunto un recorte de periódica Extrae tus propias conclusiones.»


Hoy recibirá sepultura la víctima de una trágica muerte por ahogamiento


Eagle Lake. Edie Rattray, que murió en el lago St. Froid, Aroostook, el pasado viernes, será enterrada hoy. El cuerpo de Edie, 13 años, fue hallado flotando en el lago junto a Red River Road, cerca de la localidad de Eagle Lake. El cuerpo de su perro, un cachorro, apareció no muy lejos de allí.

Según la única testigo, Muriel Faulkner, 15 años, Edie se vio en dificultades al tratar de rescatar al perro cuando éste cayó desde la orilla, y se ahogó antes de que Muriel pudiese ir en busca de ayuda.

Edie era una destacada miembro del coro de la iglesia de Santa María, Eagle Lake, y el coro cantará en su funeral. Muriel pertenece a la pequeña comunidad religiosa conocida en la zona como los Baptistas de Aroostook. Su padre, Aaron, es el pastor de la comunidad.

La policía del estado considera que se trata de una muerte accidental, si bien continúa sin explicarse cómo pudo ahogarse Edie en aguas tan poco profundas.

Esta semana se mantendrán velas encendidas en todas las casas del pueblo por la muchacha cuya hermosa voz le valió el sobrenombre de «Ruiseñor de Eagle Lake».


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