VIENA
14 de Mayo de 2000
Harry se concedió tres segundos sólo para disfrutar de la sensación de frescor que le transmitía en la nuca y bajo los antebrazos la piel de los asientos del Tyrolean Air. Pero enseguida comenzó a reflexionar de nuevo.
A sus pies yacía el paisaje, una manta compuesta de retazos en verde y amarillo y el Danubio reluciendo al sol, como una herida purulenta de color ocre. La azafata acababa de informar de que estaban a punto de aterrizar en Schwechat, de modo que Harry se preparó para el descenso.
Nunca le había entusiasmado volar, pero en los últimos años había empezado a sentir miedo de verdad. Ellen le preguntó en una ocasión de qué tenía miedo. «De morir estrellándome contra el suelo. ¿De qué otra cosa se puede tener miedo?», le contestó él entonces. Ella le explicó que la probabilidad de morir en el trayecto de un vuelo era una entre treinta millones. Él le agradeció la información y le dijo que no volvería a tener miedo.
Harry respiraba acompasadamente mientras se esforzaba por no prestar atención a los sonidos cambiantes de los motores. ¿Por qué la edad acentuaba la angustia ante la muerte? ¿No debería ser al contrario? Signe Juul llegó a los setenta y nueve años: seguro que estaba muerta de pavor. Fue uno de los vigilantes del fuerte de Akershus quien la encontró. Un famoso millonario de Aker Brygge que no podía dormir los había llamado durante la guardia para avisarles de que uno de los focos del muro sur se había apagado y el vigilante de guardia mandó a mirar a uno de los vigilantes más jóvenes. Harry estuvo interrogándolo dos horas después y el joven le dijo que, al acercarse, vio que el cuerpo sin vida de una mujer estaba tendido sobre uno de los focos, tapando la luz. En un primer momento, el vigilante creyó que se trataba de una yonqui, pero cuando se acercó y vio que tenía el cabello gris y llevaba ropas anticuadas, supo que se trataba de una mujer mayor. Su siguiente pensamiento fue que se habría mareado, hasta que descubrió que tenía las manos atadas a la espalda. Cuando por fin se encontró a su lado, vio el agujero abierto en el abrigo.
– Se veía que tenía la columna destrozada -le aseguró a Harry-. ¡Joder, es que se veía!
Después, le contó que se apoyó con una mano en la roca, pues tenía ganas de vomitar, y que después, cuando llegó la policía y trasladó el cuerpo de la mujer, de modo que el muro volvió a quedar iluminado, vio lo que era la sustancia pegajosa que se le había adherido a la mano. Dijo aquello mostrándosela a Harry, como si fuese importante.
La policía científica ya había acudido al escenario del crimen y Weber se acercó a Harry mientras observaba los ojos somnolientos de Signe Juul y le dijo que en aquello no había sido Dios el juez, sino más bien el tipo «del piso de abajo».
El único testigo era un vigilante que había estado inspeccionando los almacenes. A las tres y cuarto se había cruzado con un coche que iba en dirección este, hacía Akershustranda. Pero, puesto que el vehículo lo deslumbró con las luces largas, no pudo ver ni el modelo ni el color.
Parecía que el piloto aceleraba. Harry se imaginó que intentaban ganar altura, porque seguramente el comandante acababa de descubrir los Alpes justo delante de la cabina. De pronto, sintió como si el Tyrolean Air se hubiese quedado sin aire bajo las alas y su estómago se desplazara hasta quedar debajo de las orejas. Lanzó un lamento involuntario cuando, un segundo después, volvían a subir como una pelota de goma. Los altavoces trajeron la voz del comandante, que, en alemán y en inglés, les advertía sobre unas turbulencias.
Aune había observado en una ocasión que una persona incapaz de sentir el miedo no podría sobrevivir un solo día. Harry se aferró a los brazos del asiento e intentó hallar consuelo en ese pronóstico.
Por cierto que había sido Aune quien, de forma indirecta, hizo que Harry se sentase en el primer vuelo a Viena pues, cuando vio toda la información sobre la mesa, dijo enseguida que el factor tiempo era decisivo.
– Si nos encontramos ante un asesino en serie, está a punto de perder el control -aseguró Aune-. No es como el clásico asesino en serie con móvil sexual que busca satisfacer sus deseos, pero la decepción es siempre la misma y la frustración lo lleva a aumentar la frecuencia. Este asesino no parece tener un móvil sexual, sino que tiene un plan enfermizo que llevar a cabo y, hasta el momento, se ha conducido de un modo cauto y racional. El hecho de que los asesinatos se hayan sucedido de forma tan seguida y de que corra grandes riesgos para subrayar el aspecto simbólico de su acción, como en el asesinato del fuerte de Akershus, que parecía una ejecución, indica que se siente invencible o que está perdiendo el control o quizá cayendo en la psicosis.
– O tal vez sigue teniendo un control absoluto -observó Halvorsen-. No ha cometido ningún error y nosotros seguimos sin tener la menor pista.
Y vaya si Halvorsen tenía razón. Ni una sola pista.
Mosken pudo justificar sus movimientos. Respondió al teléfono en Drammen cuando Halvorsen llamó aquella mañana para comprobar si estaba, puesto que los que debían vigilarlo no le habían visto el pelo en Oslo. Por supuesto que no tenían medio de saber si decía la verdad, si había conducido hasta Drammen después de que cerrasen Bjerke a las diez y media y llegó a las once y media. O si habría llegado allí a las tres y media de la madrugada y, por tanto, le habría dado tiempo de matar a Signe Juul.
Harry le había pedido a Halvorsen que llamase a los vecinos y les preguntase si habían visto u oído cuándo llegó Mosken, aunque no tenía grandes esperanzas en esas pesquisas. Y a Møller le había sugerido que hablase con el fiscal para conseguir una orden de registro de sus dos apartamentos. Harry sabía que sus argumentos no eran muy sólidos y, de hecho, el fiscal respondió que, antes de dar el visto bueno a dicha orden, quería ver algo que se pareciese al menos a un indicio.
Ninguna pista. Había llegado el momento de ponerse nervioso.
Harry cerró los ojos. El rostro de Even Juul seguía impreso en su retina. Hermético y gris. Allí sentado, hundido en el sillón de Irisveien con la correa del perro en la mano.
Las ruedas tocaron por fin el asfalto y Harry constató que, una vez más, él se encontraba entre los treinta millones de afortunados.
El oficial que el jefe de la policía de Viena había puesto a su disposición para hacer las veces de chófer, guía e intérprete aguardaba en la sala de llegadas con su traje oscuro, sus gafas de sol y su cuello de toro mientras sostenía en la mano un folio con el nombre de «mr. hole» escrito con un rotulador grueso.
El cuello de toro se presentó como «Fritz» (alguien tenía que llamarse así, pensó Harry) y condujo a Harry hasta un BMW de color azul oscuro que, un segundo más tarde, corría como un rayo en dirección noroeste por la autovía que conducía hasta el centro, dejando atrás las chimeneas de las fábricas que expulsaban un humo blanquecino y a los conductores civilizados que se cambiaban al carril de la derecha cuando Fritz aceleraba.
– Te alojarás en el hotel de los espías -le explicó Fritz.
– ¿El hotel de los espías?
– El viejo y honorable Imperial. Donde los agentes rusos y occidentales se alojaban para cambiarse de bando durante la Guerra Fría. Tu jefe debe de ser millonario.
Descendieron hasta Kärntner Ring y Fritz empezó a señalarle los edificios que iban apareciendo en su trayecto.
– Eso que ves a la derecha, sobresaliendo entre los tejados de las casas, es la torre de la catedral de San Esteban -aclaró-. Imponente, ¿verdad? Y éste es el hotel. Te esperaré aquí mientras te registras.
El recepcionista del Imperial sonrió al ver la expresión de asombro de Harry ante una recepción tan fastuosa.
– Hemos invertido cuarenta millones de chelines para reconstruirlo con exactamente el mismo aspecto que tenía antes de la guerra. Quedó casi totalmente destruido por los bombardeos de 1944 y, hace sólo unos años, estaba bastante deteriorado.
Cuando Harry salió del ascensor en la tercera planta, sintió como si estuviese pisando un bamboleante fondo cenagoso: tan gruesa y suave era la moqueta. La habitación no era especialmente amplia, pero tenía una gran cama con baldaquín que también parecía tener cien años de antigüedad, como mínimo. Abrió la ventana e inspiró el aroma a dulces procedente de la pastelería que había al otro lado de la calle.
– Helena Mayer vive en Lazarettegasse -le dijo Fritz cuando Harry bajó y volvió a sentarse en el coche. Le pitó a un vehículo que cambió de carril sin utilizar el intermitente.
– Es viuda y tiene dos hijos mayores. Trabajó como maestra después de la guerra hasta su jubilación.
– ¿Has hablado con ella?
– No, pero leí el archivo con sus datos personales.
La dirección de Lazarettegasse estaba en una zona residencial que seguramente habría conocido mejores tiempos. Ahora, en cambio, la pintura de los muros que flanqueaban la amplia escalinata estaba descascarillada y el eco de sus pasos se mezclaba con los ruidos de una gotera.
Helena Mayer los aguardaba sonriente en la puerta del cuarto piso. Tenía los ojos vivos de color castaño y lamentó que tuviesen que subir tantos peldaños.
El apartamento tenía demasiados muebles y estaba lleno de todos esos objetos decorativos que la gente suele reunir a lo largo de toda una vida.
– Siéntense -los invitó-. Yo hablaré alemán, pero tú puedes hablar en inglés, porque lo entiendo bastante bien -le dijo a Harry.
La mujer fue a buscar una bandeja con café.
– Es Strudel -explicó, al tiempo que señalaba el pastel.
– ¡Ñam! -exclamó Fritz sirviéndose un trozo.
– Así que conocías a Gudbrand Johansen -comenzó Harry.
– Claro que sí. Bueno, aunque él insistía en que lo llamáramos Urías. Al principio creímos que se había vuelto un poco raro, por culpa de las heridas.
– ¿Qué clase de heridas?
– En la cabeza. Y también en la pierna, claro. Faltó poco para que el doctor Brockhard tuviese que amputársela.
– Pero se recuperó y fue destinado a Oslo el verano de 1944, ¿no es así?
– Sí, claro, se suponía que tenía que ir a Oslo.
– ¿Qué quiere decir con que se suponía?
– Pues que desapareció. Y, en cualquier caso, no se presentó en Oslo, ¿no?
– No, por lo que nosotros sabemos. ¿Conocías bien a Gudbrand Johansen?
– Muy bien. Era un tipo extrovertido y un excelente narrador de cuentos. Creo que todas las enfermeras estuvieron enamoradas de él.
La mujer soltó una risa clara y sonora.
– Yo también. Pero él no me quería a mí.
– ¿No?
– Oh, bueno, yo era muy guapa, ¿sabes? No era ése el motivo. Urías quería a otra mujer.
– ¿Ah, sí?
– Sí, y ella también se llamaba Helena.
– ¿Y qué Helena es ésa?
La anciana frunció el entrecejo.
– Pues Helena Lang. Eso fue lo que originó la tragedia, que ellos dos se querían.
– ¿Qué tragedia?
La mujer miró perpleja a Harry, después a Fritz y luego otra vez a Harry.
– ¿No es por eso por lo que habéis venido? -preguntó la mujer-. ¿Por ese asesinato?
SLOTTSPARKEN
14 de Mayo de 2000
Era domingo, la gente caminaba más despacio que otros días y el anciano recorría Slottsparken a su paso. Se detuvo a la altura de la garita de la Guardia Real. Los árboles tenían ese claro color verde que tanto le gustaba. Todos, menos uno. El alto roble que se erguía en el centro del parque nunca alcanzaría un verde más intenso que el que ahora tenía. Ya empezaba a apreciarse la diferencia. A medida que el árbol se fue despertando del sopor invernal, el flujo vital de su tronco empezó a circular y a difundir el veneno por la red de sus venas. Y a aquellas alturas, había atacado ya a todas y cada una de las hojas, provocando una hipertrofia que, en el transcurso de una o dos semanas, haría que las hojas se ajasen, se tornasen ocres y cayesen al suelo hasta que, al final, el árbol muriese.
Pero ellos no lo habían comprendido aún. Al parecer, no comprendían nada. Bernt Brandhaug no figuraba en aquel plan y el anciano comprendía que el atentado hubiese desconcertado a la policía. Las declaraciones de Brandhaug en el diario Dagbladet no habían sido más que una de esas curiosas coincidencias y él había sufrido mucho leyéndolas. Por Dios santo, si él incluso estaba de acuerdo con Brandhaug, los perdedores deberían ser colgados, así lo mandaba la ley de la guerra.
Pero ¿qué se había hecho de todas las demás pistas que él les había suministrado? Ni siquiera habían sido capaces de relacionar la ejecución del fuerte de Akershus con la gran traición. Tal vez se les iluminase la mente la próxima vez que los cañones tronasen desde la muralla.
Miró a su alrededor en busca de un banco. Los dolores eran cada vez más frecuentes y no necesitaba acudir a la consulta de Buer para averiguar que la enfermedad se había extendido por todo su cuerpo, él lo sabía. Ya faltaba poco.
Se apoyó en un árbol. El abedul real. El gobierno y el rey huyen a Inglaterra. «Sobrevuelan bombarderos alemanes.» Aquel poema de Nordahl Grieg le producía náuseas. Aludía a la traición del rey como a una gloriosa retirada, a que abandonar a su pueblo en una situación tan grave fue un acto moral. Y a salvo en Londres, el rey no era más que otro de esos monarcas exiliados que daban discursos conmovedores ante las esposas de la clase alta que simpatizaban con su causa y sus ideas, en cenas de representación, mientras se aferraban a la esperanza de que su pequeño reino quisiera verlos regresar un día. Y luego todo pasó; llegó el momento de la acogida, cuando el barco en el que viajaba el príncipe heredero atracó en el muelle y la gente gritó hasta desgañifarse, para disimular la vergüenza, la propia y la de su rey.
El anciano cerró los ojos al sol. Gritos de órdenes, botas y fusiles AG3 restallaban en la gravilla. Novedad. Cambio de guardia.
VIENA
14 de Mayo de 2000
– ¿De modo que no lo sabíais? -preguntó Helena Mayer.
La mujer meneó la cabeza mientras Fritz se afanaba al teléfono para encontrar a alguien que se pusiese a buscar casos de asesinato prescritos o archivados.
– Seguro que lo encontramos -le susurró Fritz.
A Harry no le cabía la menor duda.
– De modo que la policía estaba totalmente segura de que Gudbrand Johansen asesinó a su propio médico -le preguntó Harry a la señora.
– Desde luego que sí. Christopher Brockhard vivía solo en uno de los apartamentos de la zona hospitalaria. La policía llegó a la conclusión de que Johansen rompió el cristal de la puerta de su casa y lo mató mientras dormía en su propia cama.
– ¿Cómo…?
La señora Mayer se pasó un dedo por la garganta, con un gesto dramático.
– Yo misma lo vi más tarde -explicó-. El corte era tan limpio que podría pensarse que era obra del propio doctor.
– Mmm. ¿Y por qué estaba tan segura la policía de que había sido Johansen?
La mujer se rió.
– Pues, verás, te lo explicaré: porque Johansen le había preguntado al vigilante cuál era el apartamento de Brockhard, y lo vio aparcar el coche ante el edificio y entrar por el portal. Después, vio cómo salía de allí a la carrera, ponía el coche en marcha y, a toda velocidad, tomaba la carretera hacia Viena. Al día siguiente, Johansen había desaparecido,y nadie sabía dónde estaba. Según las órdenes que tenía, debía estar en Oslo tres días después. La policía noruega lo esperaba, pero él nunca llegó a su país.
– Aparte del testimonio del vigilante, ¿recuerdas si la policía encontró otras pruebas?
– ¿Si lo recuerdo? ¡Estuvimos hablando de ese asesinato durante años! La sangre que hallaron en el cristal de la puerta de entrada coincidía con su grupo sanguíneo. Y las huellas que encontró la policía en el dormitorio de Brockhard eran las mismas que las que había en la mesilla de noche y la cama de Urías en el hospital. Además, tenían un móvil…
– ¿Ah, sí?
– Sí, ellos querían estar juntos, Gudbrand y Helena. Pero Christopher había decidido que Helena sería suya.
– ¿Estaban prometidos?
– No, no. Pero Christopher estaba loco por Helena, eso lo sabía todo el mundo. Helena procedía de una familia adinerada que se había arruinado cuando su padre fue encarcelado y un matrimonio con la familia Brockhard les daría a ella y a su madre la posibilidad de recuperarse económicamente. Y ya sabes cómo son esas cosas, una joven tiene ciertos deberes para con su familia. O al menos ella los tenía, en aquel entonces.
– ¿Sabes dónde se encuentra ahora Helena Lang?
– Pero, hombre de Dios, si no has probado el Strudel -exclamó la viuda.
Harry tomó un buen trozo y, mientras masticaba, asintió complaciente a la señora Mayer.
– No, no lo sé -admitió la señora-. Cuando se supo que Johansen y ella habían estado juntos la noche del asesinato, también se abrió una investigación sobre ella, pero no encontraron nada. Helena dejó su puesto en el hospital Rudolph II y se trasladó a Viena, donde abrió un taller de costura. Desde luego, hay que reconocer que era una mujer fuerte y emprendedora; yo solía cruzarme con ella por la calle de vez en cuando. Pero, a mediados de los cincuenta, vendió la tienda y, a partir de entonces, dejé de saber de ella. Alguien me dijo que se había ido a vivir al extranjero. Pero sé a quién podéis preguntarle. Si sigue con vida, claro. Beatrice Hoffmann trabajaba como asistenta en la casa de la familia Lang. Después del asesinato, ya no podían pagar sus servicios y sé que estuvo trabajando un tiempo en el hospital Rudolph II.
Fritz estaba de nuevo al teléfono.
En el marco de la ventana, una mosca zumbaba desesperada. Volaba siguiendo el dictado de su microscópico cerebro y no cesaba de darse contra el cristal, sin entender gran cosa. Harry se puso de pie.
– Un poco más de Strudel…
– La próxima vez, señora Mayer. Ahora tenemos bastante prisa.
– ¿Y eso por qué? -preguntó la mujer-. Eso sucedió hace más de medio siglo, así que no se os escapará de las manos.
– Bueno… -respondió Harry mientras estudiaba la negra mosca que revoloteaba al sol bajo las cortinas de encaje.
El teléfono de Fritz sonó mientras se dirigían a la comisaría, así que el oficial hizo un nada ortodoxo giro de ciento ochenta grados, de modo que todos los conductores que iban detrás empezaron a tocar el claxon a la vez.
– Beatrice Hoffman aún vive -declaró acelerando para pasar el semáforo-. Está en una residencia de ancianos en Mauerbachstrasse. Eso queda en Wienerwald.
El turbo del BMW lanzó un tenue silbido. Los edificios de la ciudad dieron paso a casas con entramado de vigas, cabañas y, finalmente, el verde y frondoso bosque donde la luz del atardecer jugueteaba entre las hojas creando una atmósfera mágica mientras ellos atravesaban a toda velocidad caminos flanqueados por hayas y castaños.
Una enfermera los guió hasta un gran jardín.
Beatrice Hoffmann estaba sentada en un banco, a la sombra de un nudoso y robusto roble. Protegía su rostro menudo y surcado de arrugas con un sombrero de paja. Fritz se dirigió a ella en alemán, para explicarle el motivo de su visita. La anciana asintió con una sonrisa.
– Tengo noventa años -declaró con voz temblorosa-. Y aún se me llenan los ojos de lágrimas cuando pienso en Fräulein Helena.
– ¿Aún vive? -preguntó Harry en su alemán del colegio-. ¿Sabes dónde está?
– ¿Qué dice? -preguntó a su vez la mujer, con una mano detrás de la oreja.
Y Fritz se lo explicó.
– Sí -dijo entonces la anciana-. Claro que sé dónde está Helena. Está ahí arriba.
La mujer señalaba la copa del árbol.
«Ya está -se dijo Harry-. Está senil.» Pero la mujer no había terminado de hablar.
– Con san Pedro. Los Lang eran buenos católicos; pero Helena era el ángel de la familia. Ya le digo, aún se me llenan los ojos de lágrimas cuando lo pienso.
– ¿Recuerdas a Gudbrand Johansen? -volvió a preguntar Harry.
– Urías -corrigió Beatrice-. Sólo lo vi una vez. Un joven bien parecido y encantador aunque enfermo, por desgracia. ¿Quién podría creer que un muchacho tan educado y agradable sería capaz de matar a nadie? Sus sentimientos eran demasiado profundos, claro, también los de Helena; jamás logró olvidarlo, la pobre. La policía nunca lo encontró y, aunque a Helena jamás la acusaron de nada, André Brockhard convenció al consejo de administración del hospital para que la despidiese. Ella se fue a la ciudad y empezó a trabajar de voluntaria en las oficinas del arzobispado, hasta que la penuria económica de la familia la obligó a buscar un trabajo remunerado. Así que abrió un taller de costura. Al cabo de dos años, ya tenía catorce empleadas que cosían para ella a jornada completa. Su padre salió de la cárcel, pero no le dieron trabajo en ningún sitio, después del escándalo de los banqueros judíos. La señora Lang era la que peor llevaba la ruina de la familia. Murió, tras una larga enfermedad, en 1953, y el señor Lang murió ese mismo otoño, en un accidente de tráfico. Helena vendió el taller en 1953 y dejó el país sin avisar a nadie. Recuerdo el día, fue el quince de mayo, el día de la liberación de Austria.
Fritz vio la expresión intrigada de Harry y le explicó:
– Austria es un tanto especial. Aquí no celebramos el día en que Hitler capituló, sino el día en que los Aliados abandonaron el país.
Beatrice les habló de cómo había recibido la noticia de su muerte.
– No habíamos sabido nada de ella en más de veinte años cuando, un día, me llegó una carta con matasellos de París. Me contaba que estaba allí de vacaciones con su marido y su hija. Me dio la impresión de que era una especie de último viaje. No me decía dónde vivía, con quién se había casado ni qué enfermedad tenía. Tan sólo que ya no le quedaba mucho tiempo y que quería que encendiese una vela por ella en la catedral de San Esteban. Helena era una persona excepcional. No tenía más de siete años el día que entró en la cocina y, con una mirada profunda, me dijo que Dios había creado al hombre para amar.
Una lágrima rodó por la arrugada piel de la anciana.
– Jamás lo olvidaré. Siete años tenía. Creo que aquel día decidió cómo pensaba vivir su vida. Y aunque, desde luego, no resultó como ella había imaginado y pasó por muchas situaciones difíciles, estoy convencida de que mantuvo su creencia durante toda su vida: el hombre fue creado por Dios para amar. Así era ella, ni más ni menos.
– ¿Conservas esa carta? -quiso saber Harry.
La mujer se enjugó las lágrimas y asintió.
– La tengo en mi habitación. Si me permites que me quede aquí unos minutos con mis recuerdos…, luego podemos subir. Por cierto que ésta será la primera noche calurosa del año.
Permanecieron sentados en silencio, escuchando el rumor en las copas de los árboles y de las moscas que zumbaban al sol que ya se ponía detrás de la colina de Sophienalpe, mientras cada uno de ellos pensaba en sus difuntos.
Los insectos revoloteaban y bailaban a la luz de los rayos que caían bajo los árboles. Harry pensó en Ellen. Vio un pájaro que, juraría, era el mismo cuyas imágenes aparecían en el libro de aves.
– Subamos -dijo al fin Beatrice.
Tenía una habitación pequeña y sencilla, pero luminosa y agradable. La cama estaba contra una de las paredes, que estaba cubierta de fotografías grandes y pequeñas. Beatrice hojeó unos papeles que guardaba en un gran cajón de la cómoda.
– Tengo mi propio sistema, de modo que la encontraré -explicó.
«Por supuesto que sí», pensó Harry.
En ese momento, su mirada se posó sobre una de las fotografías con marco de plata.
– Aquí está la carta -dijo Beatrice.
Harry no respondió. Se quedó mirando la fotografía y no reaccionó hasta que no oyó la voz de la mujer justo a su espalda.
– Esa fotografía es de cuando Helena trabajaba en el hospital. Era muy hermosa, ¿verdad?
– Sí -admitió Harry-. Hay algo en ella que me resulta muy familiar.
– No me extraña -comentó Beatrice-. Llevan casi dos mil años representándola en todo tipo de iconos.
La noche resultó en verdad calurosa. Calurosa y húmeda. Harry no paraba de dar vueltas en la cama, acabó tirando al suelo la manta y retiró las sábanas mientras intentaba no pensar en nada y conciliar el sueño. Por un instante, reparó en el minibar, pero enseguida recordó que había sacado la llave del llavero y la había dejado en la recepción. Oyó voces en el pasillo y que alguien tironeaba de la puerta, así que se sentó de un salto en la cama, pero no entró nadie. De pronto, las voces estaban dentro, su cálido aliento contra la piel de Harry, y se oía un crepitar como de ropas al rasgarse, pero cuando abrió los ojos, vio destellos y comprendió que eran relámpagos.
Volvió a tronar, como explosiones remotas procedentes de distintos lugares de la ciudad. Volvió a dormirse y la besó, le quitó el camisón blanco y descubrió que su piel era blanca y fresca y áspera por el sudor y el miedo, y la abrazó mucho, mucho rato, hasta que ella entró en calor y despertó a la vida en sus brazos, como una flor filmada durante toda una primavera y representada después a un ritmo aceleradísimo.
Siguió besándola en el cuello, en la parte interior de los brazos, en el vientre, sin exigencias, sin importunarla, sólo consolándola, medio en sueños, como si fuese a desaparecer en cualquier momento. Y cuando, vacilante, ella lo siguió, pues creía que irían a un lugar seguro, continuó guiándola hasta que llegaron al interior de un paisaje que tampoco él conocía, y cuando él se dio la vuelta, ya era demasiado tarde y ella se arrojó en sus brazos y lo maldecía suplicándole y arañándole con la fuerza de sus manos hasta hacerle sangre.
Su propia respiración entrecortada lo despertó y se dio la vuelta en la cama para comprobar que seguía estando solo. Después, todo se mezcló en un torrente de truenos, sueño, ensoñaciones. Lo despertó a media noche el repiqueteo de la lluvia en la ventana. Se acercó y contempló las calles, donde el agua discurría por los bordillos de las aceras y un sombrero sin dueño bajaba llevado por el aire.
Cuando Harry despertó al oír el teléfono, lucía el sol y las calles estaban secas.
Miró el reloj de la mesilla. Faltaban dos horas para que saliese el vuelo a Oslo.
CALLE THERESE
15 de Mayo de 2000
Las paredes del despacho de Ståle Aune estaban pintadas de amarillo y las estanterías repletas de literatura científica y de dibujos de Aukrust.
– Siéntate, Harry -lo invitó el doctor Aune-. ¿Prefieres la silla o el diván?
Siempre lo recibía con las mismas palabras, y Harry respondió alzando la comisura del labio izquierdo con la misma sonrisa de siempre, una sonrisa de es-gracioso-pero-ya-lo-hemos-oído-antes. Cuando Harry lo llamó desde el aeropuerto de Gardermoen, Aune le respondió que podía recibirlo, aunque tenía poco tiempo, pues debía asistir a un seminario que se celebraba en Hamar y en el que el debía pronunciar la conferencia inaugural.
– La he titulado «Problemas relacionados con el diagnóstico del alcoholismo» -explicó Aune-. Pero no mencionaré tu nombre.
– ¿Por eso vas tan elegante? -quiso saber Harry.
– La ropa es uno de los aspectos externos que más nos identifican -respondió Aune pasándose la mano por la solapa de la chaqueta-. El tweed indica masculinidad y seguridad en uno mismo.
– ¿Y la pajarita? -preguntó Harry mientras sacaba el bolígrafo y el bloc de notas.
– Saber intelectual y arrogancia. Seriedad mezclada con algo de ironía respecto a uno mismo, si quieres. Más que suficiente para impresionar a mis colegas de segunda categoría, según he visto.
Aune se repantigó satisfecho en la silla y se pasó las manos por el prominente estómago.
– Bueno, háblame del desdoblamiento de personalidad. De la esquizofrenia, vamos.
Aune lanzó un gruñido:
– ¿En cinco minutos?
– A ver, hazme una síntesis.
– Para empezar, identificas desdoblamiento de personalidad con esquizofrenia, lo que constituye una de las confusiones más frecuentes arraigadas en la creencia popular. La esquizofrenia es la denominación de todo un grupo de patologías mentales distintas y no tiene nada que ver con la personalidad múltiple. Cierto que schizo es la raíz griega de división, pero lo que el doctor Eugen Bleuler quería decir es que las funciones psicológicas del cerebro de un esquizofrénico están divididas. Y si…
Harry señaló el reloj.
– Sí, eso es -recordó Aune-. Bien, el desdoblamiento de personalidad del que hablas es lo que los norteamericanos llaman MPD. Se trata de un trastorno de personalidad múltiple que se determina cuando se detectan dos o más personalidades en un individuo, las cuales se muestran dominantes de forma alternativa. Como ocurría con el doctor Jekyll y Mr. Hyde.
– Es decir, ¿existe?
– Claro que sí. Pero es rara; mucho más rara de lo que las películas de Hollywood quieren hacernos pensar. En mis veinticinco años de ejercicio como psicólogo, jamás he tenido la suerte de encontrarme con un solo caso de MPD. Aunque sé algo sobre ese trastorno.
– ¿Como qué?
– Como por ejemplo, que siempre va asociado a pérdidas de memoria. Es decir, en los pacientes aquejados de MPD, una de las personalidades puede despertarse con resaca sin saber que existe otra personalidad que es alcohólica. Vamos, que una de las personalidades puede ser alcohólica y la otra abstemia.
– Me figuro que eso no es así al pie de la letra, ¿verdad?
– Pues sí.
– Pero el alcoholismo también es una enfermedad física.
– Cierto. Y ésos son los aspectos que hacen del trastorno de personalidad múltiple una enfermedad tan fascinante. Tengo un informe de un paciente, una de cuyas personalidades fumaba sin cesar, mientras que la otra jamás tocó un cigarrillo. Y, si se tomaba la tensión cuando la personalidad activa era la del fumador, siempre estaba un veinte por ciento más alta. Por otro lado, las mujeres con trastorno de personalidad múltiple han declarado tener la menstruación varias veces al mes, porque cada personalidad tiene su propio ciclo.
– ¿Quieres decir que estas personas pueden modificar su propio físico?
– Hasta cierto punto, sí. De hecho, la historia sobre el doctor Jekyll y Mr. Hyde no está tan alejada de la verdad como podría creerse. En un caso célebre, descrito por el doctor Osherson, una de las personalidades era heterosexual, mientras que la otra era homosexual.
– ¿Pueden tener también distintas voces?
– Sí; de hecho, es uno de los modos en que mejor podemos observar los cambios entre las distintas personalidades.
– ¿Tan distintas que una persona que conozca bien al individuo en cuestión no sea capaz de identificar sus otras voces al teléfono, por ejemplo?
– Si la persona en cuestión no conoce la existencia de la otra personalidad, sí, hasta ese punto. En el caso de personas que sólo conocen al enfermo de trastorno de personalidad múltiple de forma superficial, los cambios de mímica y lenguaje corporal pueden ser suficientes como para que, aun estando sentados en la misma habitación, no la reconozcan.
– ¿Puede una persona con ese tipo de trastorno ocultarlo a sus allegados?
– Sí, es posible. La frecuencia con que se muestra una u otra personalidad es algo individual, y hay quien puede controlar dichos cambios en cierta medida.
– Pero, en ese caso, cada personalidad debe de conocer la existencia de las otras, ¿no?
– Claro, eso tampoco es infrecuente. Y, al igual que en la novela sobre el doctor Jekyll y Mr. Hyde, pueden producirse duros enfrentamientos entre las diversas personalidades, si tienen distintos objetivos, diversas concepciones morales, personas a su alrededor que la una aprecia y la otra no, etcétera.
– ¿Y qué me dices de la caligrafía? ¿Pueden hacer trampas con ella también?
– No se trata de hacer trampas, Harry. Tú tampoco eres exactamente la misma persona todo el tiempo. Cuando llegas a casa del trabajo, se producen en tu persona un sinfín de cambios imperceptibles en el tono de voz, en los movimientos de tu cuerpo y demás. Y es curioso que menciones la caligrafía, porque precisamente tengo por aquí, en algún sitio, un libro con fotografías de una carta escrita por un paciente con trastorno de personalidad múltiple con hasta diecisiete caligrafías totalmente distintas e identificables. A ver si lo encuentro un día que tenga tiempo de buscarlo.
Harry anotó alguna que otra palabra en su bloc.
– Distintos ciclos menstruales, distintas caligrafías…, eso es una locura -murmuró para sí.
– Tú mismo lo has dicho, Harry. Espero haberte sido de ayuda, porque ahora tengo que marcharme.
Aune pidió un taxi y salieron juntos a la calle. Mientras aguardaban en la acera, Aune le preguntó a Harry si tenía planes para el Diecisiete de Mayo.
– Mi mujer y yo vamos a invitar a desayunar a unos amigos. Sería un placer que vinieras.
– Muy amable, pero los neonazis están planeando «incordiar» a los musulmanes que celebran el Eid el diecisiete, y tengo que coordinar la vigilancia de la mezquita de Grønlandsleiret -explicó Harry, tan contento como turbado por la inesperada invitación-. A los solteros nos ponen a trabajar todos los festivos, ya sabes.
– ¿Y no podrías pasarte un rato simplemente? La mayoría de los invitados también tienen otras cosas que hacer después.
– Gracias. Veré si puedo y te llamo. ¿Qué clase de amigos tienes tú, si puede saberse?
Aune comprobó que el lazo de la pajarita estaba en su sitio.
– Yo sólo tengo amigos como tú -respondió-. Pero mi mujer conoce a gente más decente.
En ese mismo momento, el taxi se detuvo junto al bordillo de la acera. Harry le abrió la puerta mientras Aune se metía en el coche pero, cuando estaba a punto de cerrarla, cayó en la cuenta de que tenía otra pregunta:
– ¿A qué se debe el trastorno de personalidad múltiple?
Aune se inclinó hacia delante en el asiento y alzó la mirada hacia Harry.
– ¿A qué viene todo esto, Harry?
– No estoy completamente seguro, pero puede ser importante.
– Bien. La mayoría de las veces, los pacientes con ese tipo de trastorno han sido víctimas de abusos en su niñez. Pero también puede deberse a experiencias muy traumáticas sufridas a edad más avanzada. Crean otra persona para huir de los problemas.
– ¿De qué tipo de experiencias traumáticas puede tratarse, en el caso de un hombre adulto?
– Cualquier cosa que puedas imaginar. Una catástrofe natural, la pérdida de un ser querido, haber sido víctima de actos violentos o haber vivido con miedo durante un largo periodo de tiempo.
– Como por ejemplo, ¿un soldado en la guerra?
– Sí, claro, la guerra puede ser un factor desencadenante.
– O en una guerrilla.
Harry dijo las últimas palabras para sí mismo, pues el taxi en el que viajaba Aune ya bajaba por la calle Therese.
– Scotsman -declaró Halvorsen.
– ¿Piensas pasarte el Diecisiete de Mayo en el pub Scotsman? -preguntó Harry con una mueca al tiempo que dejaba la bolsa detrás del perchero.
Halvorsen se encogió de hombros:
– ¿Tienes una propuesta mejor?
– Si tiene que ser un pub, los hay con algo más de estilo que el Scotsman, precisamente. O mejor aún, hazles un favor a los compañeros que son padres de familia y quédate con una de las guardias durante el desfile infantil. Un buen extra por trabajar en día de fiesta y cero resaca.
– Lo pensaré.
Harry se dejó caer en la silla.
– ¿No deberías arreglarla? Suena como si estuviera enferma.
– No tiene arreglo -aseguró Harry en tono arisco.
– Vaya, perdona. ¿Has encontrado algo en Viena?
– Ya te lo contaré. Tú primero.
– Intenté comprobar la coartada de Even Juul en el momento de la desaparición de su esposa. Según él, anduvo paseando por el centro y fue a la cafetería de Ullevålsveien, pero no se encontró con ningún conocido que pueda confirmarlo. Los camareros de la cafetería dicen que tienen demasiados clientes como para poder asegurar lo uno o lo otro.
– La cafetería está enfrente del Schrøder -dijo Harry.
– ¿Y qué?
– Es sólo una afirmación. ¿Qué dice Weber?
– Tampoco encuentran nada. Weber me dijo que si Signe Juul fue trasladada a la fortaleza en el coche que dijo el vigilante, deberían haber encontrado algún rastro en sus ropas, fibra del asiento trasero, tierra o aceite del maletero, algo.
– Bueno, habían puesto bolsas de basura en el coche -comentó Harry.
– Sí, eso dijo Weber.
– ¿Comprobaste la briznas secas de césped que encontraron en su abrigo?
– Sí. Podrían proceder de los establos de Mosken. Y de un millón de sitios más.
– Heno. No briznas.
– Esas briznas de césped no tienen nada especial, Harry, son simplemente eso…, briznas.
– ¡Joder!
Harry miró a su alrededor, malhumorado.
– ¿Y Viena?
– Más briznas. ¿Tú sabes algo de café, Halvorsen?
– ¿Qué?
– Ellen solía hacer café de verdad. Lo compraba en alguna tienda de aquí, en Grønland. Tal vez tú…
– ¡No! -gritó Halvorsen-. No pienso hacerte café.
– Bueno, por si colaba -dijo Harry volviendo a levantarse-. Estaré fuera un par de horas.
– ¿Eso era todo lo que tenías que contar sobre Viena? ¿Briznas de césped? ¿Ni siquiera briznas de paja?
Harry negó con la cabeza.
– Mala suerte, también eso era una falsa pista. Terminarás acostumbrándote.
Algo había sucedido. Harry caminaba por Grønlandsleiret al tiempo que intentaba dar con lo que era. Era algo relacionado con las personas que andaban por las calles, algo les había sucedido mientras él estaba en Viena. Estaba ya casi al final de la calle Karl Johan cuando cayó en la cuenta de qué era. Había llegado el verano. Por primera vez este año, sentía el olor del asfalto, de la gente que pasaba a su lado y de las floristerías de Prensen. Y mientras cruzaba Slottsparken, el aroma a césped recién cortado era tan intenso que no pudo por menos de sonreír. Un hombre y una chica con los monos de la Dirección Municipal de Parques Públicos estaban mirando la copa de un árbol y, discutiendo, movían la cabeza de un lado a otro. La chica se había quitado la parte superior del mono y la tenía enrollada a la cintura y Harry se dio cuenta de que, mientras ella miraba y señalaba la copa del árbol, su colega estudiaba furtivamente su ajustada camiseta.
En la calle Hegdehaugsveien, las tiendas de moda fashion y las no tan fashion hacían sus últimos intentos de vestir a la gente para la fiesta del Diecisiete de Mayo. Los quioscos vendían lazos y banderitas y, a lo lejos, se oía el eco de una banda que se entregaba al ensayo final de la marcha de Gammel Jæger. Habían anunciado lluvia, pero haría calor.
Harry estaba sudoroso cuando llamó a la puerta de Sindre Fauke.
A Fauke no le producía especial satisfacción la fiesta del Día Nacional:
– Jaleo. Y demasiadas banderas. No es extraño que Hitler se sintiese emparentado con el pueblo noruego, nuestro espíritu es extremadamente nacionalista. Sólo que no nos atrevemos a reconocerlo.
Fauke sirvió el café.
– Gudbrand Johansen fue a parar a un hospital de Viena -explicó Harry-. La noche anterior a su partida a Noruega, mató a un médico. Desde entonces, nadie lo ha visto.
– Vaya, vaya -comentó Fauke, y empezó a tomarse el café hirviendo a sorbos ruidosos-. Ya sabía yo que ese muchacho tenía algo raro.
– ¿Qué puedes decirme de Even Juul?
– Mucho. Si es que tengo que hablar.
– Tienes que hablar.
Fauke alzó una de sus pobladas cejas.
– ¿Estás seguro de que no andas tras una falsa pista, Hole?
– No estoy seguro de nada en absoluto.
Fauke sopló en la taza, con gesto reflexivo.
– De acuerdo. Si no hay otro remedio, lo haré. Juul y yo manteníamos una relación que, en muchos aspectos, se asemeja a la que existía entre Gudbrand Johansen y Daniel Gudeson. Yo era un padre sustituto para Even. Supongo que, entre otras cosas, porque él era huérfano.
La taza de Harry se detuvo bruscamente a medio camino hacia sus labios.
– No había mucha gente que lo supiese, porque Even solía inventar a placer. Su supuesta infancia contenía más personas, detalles, ciudades y fechas que las que la mayoría de la gente recuerda de una infancia auténtica. La versión oficial era que había crecido en el seno de la familia Juul, en una granja cercana a Grini. Pero lo cierto es que creció en las casas de diversas familias de acogida y en varias instituciones de toda Noruega, hasta que, a la edad de doce años, fue a parar a la casa de la familia Juul, que no tenía hijos.
– ¿Cómo sabes tú que mentía sobre ese asunto?
– Verás, es una historia un tanto curiosa pero, una noche en que a Even y a mí nos tocó hacer guardia juntos ante un campamento que habíamos establecido en el bosque del norte de Harestua, fue como si de pronto le ocurriese algo. Even y yo no éramos lo que se dice muy amigos por aquel entonces, y me sorprendió mucho que, de repente, empezase a contarme cómo lo habían maltratado de pequeño y que nadie lo había querido en su casa. Me reveló detalles muy personales de su vida, algunos de los cuales casi me dio vergüenza oír. A alguno de los adultos con los que había vivido habría que… -Fauke se contuvo.
»¿Por qué no damos un paseo? -propuso-. Corre el rumor de que hoy hace un buen día.
Subieron por la calle Vibe hasta el Stensparken, donde ya se veían los primeros bikinis del año y un esnifador que se había despistado de su lugar en la colina parecía estar descubriendo el planeta Tierra.
– No sé qué pasó, pero fue exactamente como si Even Juul se hubiese convertido en una persona distinta aquella noche -prosiguió Fauke-. Curioso. Pero lo más curioso fue que, al día siguiente, se comportó como si nada, como si hubiese olvidado la conversación de la noche anterior.
– Dices que no erais amigos íntimos, pero ¿tú también le hablaste acerca de tus experiencias en el frente oriental?
– Sí, por supuesto. Allá en el bosque no había mucho movimiento, y lo único que teníamos que hacer era trasladarnos y vigilar a los alemanes. De modo que, en la espera, nos contábamos más de una historia.
– ¿Le contaste muchas cosas de Daniel Gudeson?
Fauke miró a Harry largo rato.
– Así que te has dado cuenta de que Even Juul está obsesionado con Daniel Gudeson, ¿verdad?
– Por ahora no es más que una sospecha -admitió Harry.
– Pues sí, le hablé mucho de Daniel -confirmó Fauke-. Daniel Gudeson era algo así como una leyenda. No se encuentra a menudo un espíritu tan libre, fuerte y feliz como él. Y Even quedaba fascinado por sus historias, tenía que contárselas una y otra vez, en especial la del ruso que Daniel enterró.
– ¿Sabía que Daniel había estado en Sennheim durante la guerra?
– Naturalmente. Todos los detalles sobre Daniel que yo empecé a olvidar pasado un tiempo, los recordaba Even, y él me los recordaba a mí. Por una u otra razón, parecía identificarse plenamente con Daniel, aunque no puedo imaginarme a dos personas más distintas. En una ocasión en que Even estaba borracho, me propuso que empezase a llamarlo Urías, exactamente igual que Daniel. Y si quieres saber lo que pienso, no fue casualidad que se fijase en la joven Signe Alsaker durante el juicio.
– Ajá.
– Cuando se enteró de que iba a celebrarse la causa de la prometida de Daniel Gudeson, se presentó en la sala de vistas y se quedó allí sentado todo el día, mirándola. Era como si hubiese acudido allí con la decisión de que fuese suya.
– ¿Sólo porque había sido la mujer de Daniel?
– ¿Estás seguro de que esto es importante? -preguntó Fauke mientras caminaba tan deprisa sendero arriba, hacia la colina, que Harry se vio obligado a apretar el paso a grandes zancadas para alcanzarlo.
– Bastante.
– De todos modos, no sé si debería decirte esto, pero mi opinión personal es que Even Juul amaba el mito de Daniel Gudeson más de lo que nunca amó a Signe Juul. Estoy seguro de que su admiración por Gudeson era una causa determinante de que no retomase los estudios de medicina después de la guerra y empezase, en cambio, a estudiar historia. Y, naturalmente, se especializó en la época de la Ocupación y en el tema de los voluntarios del frente.
Habían llegado a la cima y Harry se enjugaba el sudor en tanto que Fauke apenas si resoplaba.
– Una de las razones de que Even Juul obtuviese una posición importante como historiador con tanta rapidez fue que, como hombre de la Resistencia, él era un instrumento perfecto para la visión de la historia que, según las autoridades, mejor servía a la Noruega de después de la guerra; una visión que silenciaba la prolongada colaboración con los alemanes y que hacía hincapié en el insignificante movimiento de Resistencia. Por ejemplo, en la historia de Juul, se dedican cinco páginas al hundimiento del Blücher la noche del nueve de abril, mientras que se pasa por alto tranquilamente que se sopesó el procesamiento de cerca de cien mil noruegos en el juicio. Y funcionó: el mito de un pueblo unido contra el nazismo sigue hoy vivo a través de los años.
– ¿Y es ése el tema de tu libro, Fauke?
– Simplemente, intento dar a conocer la verdad. Even sabía que lo que él escribía eran, si no mentiras, sí una visión parcial de la verdad. En una ocasión, hablé con él del asunto. Se defendió aduciendo que, en el momento de la redacción de su libro, aquella postura servía a un fin: mantener unido a todo un pueblo. Lo único que no tuvo valor para abordar a la misma luz favorable y heroica fue la huida del rey. Él no fue el único combatiente de la Resistencia que se sintió traicionado en 1940, pero jamás conocí a ninguno tan parcial en sus condenas como Even, ni siquiera entre los voluntarios del frente. Piensa que, durante toda su vida, la gente a la que él amaba y en la que confiaba, lo había abandonado. Yo creo que odiaba a todos y cada uno de los que huyeron a Londres, que los odiaba con toda su alma. Profundamente.
Se sentaron en un banco para contemplar la iglesia de Fagerborg que se alzaba a sus pies, los tejados de Pilestredet que se alineaban en su descenso hacia la ciudad y el fiordo de Oslo, que relucía azul a lo lejos.
– Es hermoso -comentó Fauke-. Tanto que, en algún momento, puede parecer que merezca la pena morir por ello.
Harry intentaba componer la imagen y conseguir que todo encajase. Pero aún le faltaba un pequeño detalle.
– Even empezó a estudiar medicina en Alemania, antes de la guerra. ¿Sabes en qué ciudad?
– No -respondió Fauke.
– ¿Sabes si pensaba en alguna especialidad en concreto?
– Sí, me confesó que soñaba con seguir los pasos de su célebre padre adoptivo y del padre de éste.
– ¿Que eran…?
– ¿No conoces a los especialistas Juul? Eran cirujanos.
GRØNLANDSLEIRET
16 de Mayo de 2000
Bjarne Møller, Halvorsen y Harry caminaban juntos calle abajo, por Motzfeldtsgate. Estaban en la zona más abigarrada del barrio Lille Karachi y los aromas, la ropa y las personas que tenían a su alrededor hacían pensar en Noruega tan poco como los kebabs que estaban comiéndose recordaban a los perritos calientes de Gilde. Un chiquillo, ataviado con ropas festivas paquistaníes, pero con la banderola del Diecisiete de Mayo sobre la solapa dorada, se les acercó bailoteando desde la acera opuesta. Tenía una nariz extrañamente respingona y sostenía en su mano una bandera noruega. Harry había leído la noticia de que los musulmanes organizaban ese día la fiesta del Día Nacional para que se concentrasen en el Eid al día siguiente.
– ¡Hurra!
El pequeño les dedicó una blanquísima sonrisa al pasar ante ellos.
– Even Juul no es cualquiera -observó Møller-. Es, con toda probabilidad, nuestro más reconocido historiador de la guerra. Si todo eso es cierto, se armará un buen lío en la prensa. Por no hablar de si estamos equivocados. Si tú estás equivocado, Harry.
– Lo único que pido es que me permitan llamarlo a interrogatorio con un psicólogo. Y una orden de registro de su casa.
– Y lo único que pido yo es, como mínimo, una prueba de tipo técnico o un testigo -replicó Møller gesticulando-. Juul es un personaje conocido y nadie lo ha visto cerca del lugar de los hechos. En ningún momento. ¿Qué hay, por ejemplo, de la llamada telefónica que recibió la mujer de Brandhaug desde ese lugar del que dices que eres habitual?
– Le mostré la fotografía de Even Juul a la mujer que trabaja en el Schrøder -intervino Halvorsen.
– Se llama Maja -aclaró Harry.
– Dijo que no lo recordaba -terminó Halvorsen.
– Eso es precisamente lo que yo digo -rugió Møller al tiempo que se limpiaba la salsa de la boca.
– Claro, pero entonces les mostré la fotografía a un par de clientes que había allí sentados -indicó Halvorsen mirando de reojo a Harry-. Un viejo con un abrigo que me dijo que sí, que deberíamos detenerlo.
– Con abrigo -dijo Harry-. Ése es el Mohicano. Konrad Åsnes, marino de guerra. Un buen tipo, pero ha dejado de ser un testigo fiable, me temo. Bueno, Juul dijo que había estado en la cafetería de enfrente, la Kaffebrenneriet. Pero allí no hay ningún teléfono público. De modo que si quería hacer una llamada, lo normal sería que cruzase la calle y entrase en el Schrøder.
Møller hizo una mueca y lanzó una mirada suspicaz a su kebab. Había accedido, a duras penas, a probar el kebab que Harry había presentado como «encuentro de Turquía con Bosnia, de Bosnia con Paquistán, de Paquistán con Grønlandsleiret».
– ¿De verdad que tú crees en esas historias de personalidad dividida, Harry?
– A mí me parece tan increíble como a ti, jefe, pero Aune dice que es una posibilidad. Y está dispuesto a ayudarnos.
– Entonces, crees que Aune es capaz de hipnotizar a Juul e invocar a ese tal Daniel Gudeson que él lleva en su interior y conseguir una confesión.
– No es seguro que Even Juul sepa siquiera lo que Daniel Gudeson hizo, de modo que es imprescindible hablar con él -aseguró Harry-. Según Aune, las personas que sufren trastorno de personalidad múltiple son, por suerte, relativamente fáciles de hipnotizar, puesto que eso es lo que ellas hacen consigo mismas constantemente: autohipnosis.
– Estupendo -ironizó Møller alzando la vista al cielo-. Y ¿para qué quieres una orden de registro?
– Como tú has dicho, no tenemos ninguna prueba física, ningún testigo, y ya sabemos que ese tipo de dictámenes psicológicos no siempre se tienen en cuenta en el tribunal. Pero, si encontramos el rifle Märklin, lo habremos conseguido y no necesitaremos ninguna otra cosa.
– Mmm -Møller se detuvo sobre la acera-. El móvil.
Harry lo miró inquisitivo.
– La experiencia me dice que incluso las personas desquiciadas suelen tener un móvil, en medio de toda su locura. Y no veo el de Juul.
– No el de Juul, jefe -advirtió Harry-. El de Daniel Gudeson. El que Signe Juul se pasase, por así decirlo, al enemigo, puede haberle dado a Gudeson un motivo de venganza. Lo que había escrito en el espejo, «Dios es mi juez», puede indicar que ve los asesinatos como una cruzada de un solo hombre, que tiene una causa justa aunque otras personas lo recriminen.
– ¿Qué hay de los otros asesinatos, de Bernt Brandhaug? ¿Y si tienes razón y se trata del mismo asesino, Hallgrim Dale?
– No tengo idea de cuál puede ser el móvil. Pero sabemos que a Brandhaug le dispararon con el Märklin y Dale conocía a Daniel Gudeson. Además, según el informe de la autopsia, Dale estaba seccionado con tanta perfección como si hubiese intervenido un cirujano. Y, en fin, Juul inició estudios de medicina y soñaba con convertirse en cirujano. Tal vez Dale tuvo que morir porque había descubierto que Juul se hacía pasar por Daniel Gudeson.
Halvorsen carraspeó ligeramente.
– ¿Qué pasa? -preguntó Harry desabrido.
Conocía a Halvorsen lo suficiente para saber que presentaría alguna objeción. Y seguramente, una objeción con fundamento.
– Según lo que nos has contado sobre el trastorno de personalidad múltiple, tuvo que ser Even Juul en el instante en que mató a Hallgrim Dale. Daniel Gudeson no era cirujano.
Harry se tragó el último bocado del kebab, se limpió con la servilleta y miró a su alrededor en busca de una papelera.
– Bien -dijo al fin-. Podría decir que pienso que deberíamos esperar y no hacer nada hasta no tener las respuestas a todas las preguntas. Y estoy convencido de que al fiscal le parecerá que las pruebas son algo inconsistentes. Pero ni nosotros ni él podemos ignorar que tenemos a un sospechoso que anda suelto y que puede volver a matar. A ti te asusta el escándalo mediático que saltará si señalamos a Even Juul, jefe, pero imagínate el escándalo que desencadenaría el que matase a más gente.
Y al final se sabría que sospechábamos de él pero no lo detuvimos…
– Vale, vale, eso ya lo sé -atajó Møller-. ¿O sea que tú crees que volverá a matar?
– Son muchos los aspectos de este caso sobre los que no estoy seguro -confesó Harry-. Pero si estoy convencido de algo es de que ese sujeto aún no ha terminado de ejecutar su plan.
– ¿Y por qué estás tan seguro?
Harry se palmeó el estómago con media sonrisa irónica.
– Un pajarito me lo dice desde aquí dentro, jefe. Que ésa es la razón de que se haya agenciado el mejor rifle y el más caro del mundo. Una de las razones por las que Daniel Gudeson se convirtió en una leyenda fue, precisamente, que era un tirador excelente. Y ahora tengo la sensación de que tiene pensado darle a esta cruzada su lógico final. Será la coronación de su obra, algo que hará inmortal la leyenda de Daniel Gudeson.
El calor estival desapareció por un instante cuando una última ráfaga de invierno recorrió Moztfeldtsgate levantando por los aires polvo y papeles. Møller cerró los ojos y se ajustó más el abrigo con un escalofrío. «Bergen -se dijo-. Bergen es la ciudad ideal.»
– Bien, veré lo que puedo conseguir -anunció al fin-. Estad preparados.
COMISARÍA GENERAL DE POLICÍA
16 de Mayo de 2000
Harry y Halvorsen estaban preparados. Tanto que cuando sonó el teléfono de Harry, ambos dieron un salto. Harry cogió el auricular:
– Aquí Hole.
– No tienes que gritar -le advirtió Rakel-. Para eso, precisamente, se inventó el teléfono. ¿Qué decías el otro día sobre el Diecisiete de Mayo?
– ¿Cómo? -Harry necesitó varios segundos para caer en la cuenta-. Que yo tendría guardia, ¿es eso?
– No, lo otro -insistió Rakel-. Que removerías cielo y tierra.
– ¡Ah! ¿Te refieres a eso? -Harry sintió un agradable cosquilleo en el estómago-. ¿Queréis pasar el día conmigo si encuentro a alguien que me sustituya en la guardia?
Rakel sonrió.
– Qué encantador. Debo señalar que no eras mi primera opción, pero puesto que mi padre me dijo que este año quería pasar ese día solo, la respuesta es sí, pasaremos el día contigo.
– ¿Qué le parece a Oleg?
– Fue él quien lo propuso.
– ¿Ah, sí? Mira que es raro este Oleg.
Harry estaba feliz. Tanto que le costaba hablar con su voz de siempre. Y le importaba un comino que Halvorsen sonriese de buena gana sentado al otro lado del escritorio.
– ¿Tenemos una cita? -dijo la dulce voz de Rakel.
– Si consigo arreglarlo, claro que sí. Te llamaré luego.
– Vale, pero también puedes venir a cenar esta noche. Si tienes tiempo, vaya. Y ganas.
Sus palabras sonaron tan exageradamente indolentes que Harry sospechó que había estado practicándolas un rato antes de llamar. La risa bullía en su interior, sentía la cabeza ligera como si hubiese ingerido un narcótico y estaba a punto de decirle que sí cuando recordó algo que ella había dicho en Dinner: «Ya sé que no se quedará en una sola vez». Rakel no estaba invitándolo a cenar.
«Si tienes tiempo, vaya. Y ganas.»
Aquél era un buen momento para que le entrase el pánico.
Una luz intermitente en el teléfono vino a interrumpir sus pensamientos.
– Tengo una llamada por la otra línea y debo contestar, Rakel, ¿puedes esperar un poco?
– Por supuesto.
Harry pulsó la tecla almohadilla y enseguida oyó la voz de Møller:
– Ya tienes la orden de detención. La de registro está en camino. Tom Waaler espera con dos coches y cuatro hombres armados. Espero, por lo más sagrado, que el pajarito de tu estómago cante bien, Harry.
– A veces desentona en alguna que otra nota, pero nunca en un trino completo -aseguró Harry mientras le hacía señas a Halvorsen para que se pusiera la chaqueta-. Luego hablamos -dijo antes de colgar el auricular.
Bajaban en el ascensor cuando recordó que Rakel seguía esperando en la otra línea. No tuvo fuerzas para intentar entender lo que aquello podría significar.
CALLE IRISVEIEN, OSLO
16 de Mayo de 2000
El primer día de calor estival había empezado a refrescar cuando el coche de la policía entró a la hora de la cena en el silencioso barrio residencial. Harry se sentía mal. No sólo porque el chaleco antibalas lo hacía transpirar copiosamente, sino porque aquello estaba demasiado tranquilo. Avanzaban con la vista clavada en las cortinas que se divisaban tras los bien recortados setos, sin observar el menor movimiento. Tenía la sensación de hallarse en una película del Oeste, de estar cabalgando hacia una emboscada.
Harry se había negado en un primer momento a ponerse el chaleco antibalas, pero Tom Waaler, que era el responsable de la operación, le había dado un sencillo ultimátum: ponerse el chaleco o quedarse en casa. El argumento de que la bala de un rifle Märklin atravesaría el chaleco como el famoso cuchillo caliente atraviesa la mantequilla sólo consiguió que Waaler se encogiese de hombros tranquilamente.
Conducían dos coches de policía. El segundo, en el que iba Waaler, subió por la calle Sognsveien y entró en Ullevål Hageby, de modo que llegó a Irisveien desde el lado opuesto, es decir, desde el oeste. Oyó el carraspeo de la voz de Waaler a través del transmisor. Todo tranquilo y sin novedad. Les pidió que le dijesen cuál era su posición, revisó el plan y el plan de emergencia y ordenó a todos los agentes de servicio que repasaran sus cometidos.
– Si es un profesional, puede haber conectado una alarma a la verja, así que pasaremos por encima, no a través de ella.
Waaler era bueno, incluso Harry tenía que reconocerlo, y estaba claro que contaba con el respeto de los compañeros que iban con él en el coche.
Harry señaló la casa de madera pintada de rojo:
– Ahí es.
– Alfa -dijo por el transmisor la oficial que iba sentada en el asiento del acompañante-. No te vemos.
– Estamos justo a la vuelta de la esquina. Manteneos fuera del campo de visión de la casa hasta que nos veáis. Cierro -dijo Waaler.
– Demasiado tarde, ya estamos aquí. Cierro.
– Ok, quedaos en el coche hasta que lleguemos. Corto y cierro.
Enseguida vieron el morro del otro coche policía tomar la curva. Recorrieron los cincuenta metros que los separaban de la casa y aparcaron de modo que el vehículo bloqueara la salida del garaje. El otro coche se detuvo justo delante de la verja.
Cuando salieron de los coches, Harry oyó el sonido sordo y amortiguado de una pelota de tenis golpeada por una raqueta poco tensada. Ya se ponía el sol por la colina de Ullernåsen y, desde una ventana, le llegó el aroma a chuletas de cerdo.
Y empezó el espectáculo. Dos de los agentes de policía saltaron la valla con sus pistolas reglamentarias MP-5 preparadas y echaron a correr rodeando la casa, uno hacia la derecha, otro hacia la izquierda.
La mujer policía que iba en el coche de Harry se quedó allí, su misión era mantener el contacto por radio con la central de alarmas y asegurarse de despachar a los posibles curiosos. Waaler y el último oficial esperaron hasta que los otros dos hubieron llegado al lugar previsto, se guardaron los transmisores en el bolsillo y saltaron por encima de la puerta con las pistolas en alto. Harry y Halvorsen observaban apostados detrás del coche de policía.
– ¿Un cigarrillo? -le preguntó Harry a la agente.
– No, gracias -contestó ella con una sonrisa.
– Preguntaba por si tú tenías tabaco.
La mujer dejó de reír. «Típico de los no fumadores», se dijo Harry.
Waaler y el oficial estaban ya en la escalinata y habían tomado posiciones cada uno a un lado de la puerta, cuando sonó el móvil de Harry.
Harry vio que la oficial alzaba la vista al cielo. Seguro que estaba pensando que era un principiante.
Harry iba a apagar el teléfono, pero antes miró la pantalla por si era el número de Rakel. Y aunque le era conocido, aquella llamada no era de Rakel. Waaler había alzado la mano para dar la señal cuando, de pronto, Harry cayó en la cuenta de quién llamaba. Tomó el transmisor de la agente, que lo miraba boquiabierta.
– ¡Alto, Alfa! El sospechoso está llamándome por teléfono en este mismo momento. ¿Me oyes?
Harry miró hacia la escalinata y vio que Waaler asentía. Entonces, pulsó el botón y atendió la llamada:
– Aquí Hole.
– Hola. -Harry oyó asombrado que no era la voz de Even Juul-. Soy Sindre Fauke. Siento molestarte, pero estoy en la casa de Even Juul y creo que debéis venir.
– ¿Y eso por qué? ¿Y qué haces tú allí?
– Porque creo que ha cometido una tontería. Me llamó hace una hora y me dijo que tenía que venir enseguida, que su vida estaba en peligro. Así que vine aquí, y encontré la puerta abierta, pero no a Even. Y mucho me temo que se haya encerrado en su dormitorio.
– ¿Qué te hace pensar eso?
– La puerta está cerrada con llave y, cuando intenté mirar por el ojo de la cerradura, vi que había dejado la llave puesta por dentro.
– Bien -dijo Harry antes de rodear el coche para entrar-. Escúchame. Quédate justo donde estás; si tienes algo en la mano, suéltalo y levanta los brazos para que podamos verlos. Estaremos ahí en dos segundos.
Harry atravesó la verja y subió la escalera y, mientras Waaler y el otro oficial lo seguían atónitos con la mirada, presionó el picaporte y entró.
Fauke estaba en el rellano con el teléfono, mirándolo perplejo.
– ¡Por Dios santo! ¡Qué rapidez…!
– ¿Dónde está el dormitorio? -quiso saber Harry.
Fauke señaló la escalera sin decir nada.
– Llévanos hasta allí -ordenó Harry.
Fauke comenzó a andar delante de los tres policías.
– Ahí.
Harry tanteó la puerta, que, en efecto, estaba cerrada con llave. En la cerradura había una llave que se resistía a girar.
– No lo había dicho, pero probé a abrir con una de las llaves de los otros dormitorios -explicó Fauke-. A veces sirven.
Harry sacó la llave y miró por el ojo de la cerradura. En el interior se veía una cama y una mesilla de noche. Algo parecido a una lámpara de techo desmontada yacía sobre la cama. Waaler hablaba en voz baja a través del transmisor. Harry notó que el sudor empezaba a discurrir nuevamente por el interior del chaleco. Aquella lámpara no le gustaba lo más mínimo.
– Me pareció oírte decir que la llave estaba puesta por dentro.
– Y así era -confirmó Fauke-. Hasta que la hice caer mientras probaba a abrir con la otra llave.
– Bueno, y ¿cómo entramos ahora? -preguntó Harry.
– La solución está en camino -dijo Waaler en el preciso momento en que se oían los pesados pasos de botas en la escalera.
Era uno de los agentes que había estado vigilando en la parte posterior de la casa. Llevaba una palanca de color rojo.
– Ésta es -dijo Waaler señalando la puerta.
La puerta se astilló y se abrió enseguida.
Harry entró y oyó a Waaler pedir a Fauke que aguardase fuera.
Lo primero en lo que Harry se fijó fue en la correa de perro. Even Juul se había colgado con ella. Llevaba al morir una camisa blanca, con el botón del cuello desabrochado, pantalones negros y calcetines a cuadros. Cerca del armario que había a su espalda, yacía una silla volcada. Los zapatos estaban ordenadamente colocados bajo la silla. Harry miró al techo. Y, en efecto, la correa de perro estaba atada al gancho de la lámpara. Harry intentó evitarlo, pero no pudo dejar de fijarse en el rostro de Even Juul. Uno de los ojos miraba al vacío, el otro directamente a Harry. Sin coherencia. Como si se tratase de un troll de dos cabezas con un ojo en cada una, se dijo Harry. Se acercó a la ventana que daba al este y vio a unos niños que venían en bicicleta por Irisveien, atraídos por los rumores de la presencia de los coches de policía, los cuales siempre se difundían con una rapidez inexplicable en barrios de aquel tipo.
Harry cerró los ojos para concentrarse. «La primera impresión es importante, lo primero que piensas en cuanto ves algo suele ser lo acertado.» Ellen se lo había enseñado. Su alumna le había enseñado a concentrarse en lo primero que sintiera al llegar al escenario de un crimen. De ahí que Harry no tuviese que volverse para saber que la llave estaba en el suelo, justo detrás de él, y no encontrarían en la habitación las huellas de ninguna otra persona, y que nadie había asaltado la casa. Sencillamente, porque tanto el asesino como la víctima estaban colgados del techo. El troll bicéfalo reventó.
– Llama a Weber -le dijo Harry a Halvorsen, que se les había sumado y miraba al ahorcado desde la puerta.
– Tal vez él se imaginaba otro tipo de trabajo para mañana, pero dile que puede consolarse pensando que lo que tiene aquí es cosa fácil. Even Juul descubrió al asesino y tuvo que pagar por ello con su vida.
– ¿Y quién es el asesino? -quiso saber Waaler.
– Era. Él también está muerto. Se hacía llamar Daniel Gudeson y se encontraba en la cabeza del propio Juul.
Cuando salía, Harry le pidió a Halvorsen que le dijese a Weber que lo llamase si encontraba el Märklin.
Harry se quedó de pie en la escalinata y miró a su alrededor. De repente, una cantidad extraordinaria de vecinos había encontrado cosas que hacer en sus jardines y se ponían de puntillas para mirar por encima de los setos. Waaler salió y fue a donde estaba Harry.
– No he comprendido bien lo que has dicho ahí dentro -confesó Waaler-. ¿Quieres decir que ese hombre se ha suicidado porque se sentía culpable?
Harry negó con la cabeza.
– No, quise decir lo que dije. Se mataron el uno al otro. Even acabó con Daniel para detenerlo. Y Daniel también mató a Even para que no lo delatase. Por una vez en la vida, ambos tenían los mismos intereses.
Waaler asintió, aunque no pareció haberlo entendido mucho mejor.
– Me resulta familiar el viejo -comentó entonces-. Me refiero al que está vivo.
– Sí, es el padre de Rakel Fauke, no sé si tú…
– Sí, claro, la tía buena del jaleo en el CNI. Eso es.
– ¿Tienes un cigarrillo? -preguntó Harry.
– No -respondió Waaler-. El resto de lo que suceda es tu negociado, Hole. Yo pensaba irme, así que dime si necesitas que te ayude a algo.
Harry negó con un gesto y Waaler se encaminó hacia la verja.
– Bueno, sí, espera -dijo Harry-. Si no tienes nada especial para mañana, necesitaría a un policía experto que hiciese mi servicio.
Waaler sonrió y reemprendió la marcha.
– Sólo tienes que dirigir la vigilancia durante el oficio de mañana en la mezquita de Grønland -gritó Harry-. Me he dado cuenta de que tú tienes cierto talento para esas cosas. Lo único que tenemos que hacer es controlar que los cabezas rapadas no apaleen a los musulmanes por celebrar su Eid.
Waaler había llegado a la puerta principal cuando se detuvo súbitamente.
– ¿Y tú eres el responsable de esa guardia? -preguntó por encima del hombro.
– Es una insignificancia -aseguró Harry-. Dos coches, cuatro agentes.
– ¿Durante cuánto tiempo?
– De ocho a tres.
Waaler se volvió con una amplia sonrisa.
– ¿Sabes lo que te digo? -preguntó-. Bien mirado, es lo menos que puedo hacer por ti, te lo debo. Hecho, me haré cargo de tu servicio.
Waaler se rozó la gorra a modo de despedida, se sentó al volante, puso el coche en marcha y desapareció.
«¿Que me lo debe? ¿Por qué?», se preguntó Harry mientras escuchaba los chasquidos procedentes de la pista de tenis. Pero en un instante, tuvo que dejar de pensar en ello, pues su teléfono empezó a sonar otra vez y, en esta ocasión, el número que aparecía en la pantalla era el de Rakel.
CALLE HOLMENKOLLVEIEN
16 de Mayo de 2000
– ¿Es para mí?
Rakel dio una palmadita y cogió el ramo de margaritas.
– No tuve tiempo de ir a la floristería, así que las he cortado de tu propio jardín -confesó Harry al tiempo que cruzaba la puerta-. Mmm, huele a leche de coco. ¿Comida tailandesa?
– Sí. Y enhorabuena por tu traje nuevo.
– ¿Tanto se nota?
Rakel sonrió y pasó la mano por el cuello de la solapa.
– Es de lana de buena calidad.
– Superior.
Harry no tenía ni idea de lo que significaba «Superior». En un arrebato de arrogancia, entró en una de las selectas boutiques de la calle Hegdehaugsveien justo cuando iban a cerrar y consiguió que el dependiente encontrase el único traje en el que cabían todos sus centímetros de estatura. Siete mil coronas era, desde luego, mucho más de lo que él tenía pensado gastarse, pero la alternativa era ir hecho un fantoche con su viejo traje, así que cerró los ojos, pasó la tarjeta por la máquina e intentó olvidar el suceso.
Entraron en el comedor y vio que la mesa estaba puesta para dos.
– Oleg está dormido -le dijo antes de que él pudiese preguntar.
Y se hizo un silencio.
– Yo no tenía pensado… -comenzó ella.
– ¿Ah, no? -preguntó Harry con una sonrisa.
Nunca la había visto sonrojarse antes. La atrajo hacia sí e inspiró el perfume de su cabello recién lavado. Notó que temblaba ligeramente.
– La cena… -susurró Rakel.
Harry la dejó ir y ella se encaminó a la cocina. La ventana abierta daba al jardín, donde unas mariposas blancas que no estaban el día anterior se arracimaban revoloteando como confeti a la luz del ocaso. Allí dentro olía a detergente para el suelo y a tarima mojada.
Harry cerró los ojos. Sabía que necesitaba muchos días como aquél para que la imagen de Even Juul colgado de la correa del perro se borrase por completo, pero notó que ya empezaba a palidecer. Weber y sus muchachos no habían encontrado el Märklin, pero sí al perro, Burre. Degollado y metido en una bolsa de basura que había en el congelador. Y en la caja de las herramientas hallaron tres cuchillos, todos ellos con restos de sangre. Harry sospechaba que alguno de ellos había sido el utilizado con Hallgrim Dale.
Rakel lo llamó desde la cocina para que le ayudase a llevar la comida a la mesa. Todo lo demás empezaba a desdibujarse.
CALLE HOLMENKOLLVEIEN
17 de Mayo de 2000
Los acordes de la banda de música iban y venían con el viento. Harry abrió los ojos. Todo era blanco. La luz del sol que centelleaba y lo saludaba por entre las inmaculadas cortinas que se agitaban al ritmo de la brisa, las blancas paredes, el techo blanco y la ropa de cama, también blanca y tan refrescante sobre la piel ardiente. Se dio la vuelta. En el hueco de la almohada se veía aún el rastro de su cabeza, pero la cama estaba vacía. Miró el reloj de pulsera. Las ocho y cinco. Rakel y Oleg iban camino de la plaza de Festningsplassen, desde donde partiría el desfile infantil. Habían acordado verse a las once, ante el edificio de la Guardia Real, junto al palacio.
Cerró los ojos y rememoró una vez más la noche pasada. Luego se levantó y fue al cuarto de baño. Allí también dominaba el blanco, los azulejos, los sanitarios. Se dio una ducha de agua fría y, sin saber cómo, se oyó a sí mismo canturreando una vieja canción de los The-The:
– «… a perfect day!»
Rakel le había dejado una toalla limpia, también blanca, gruesa y esponjosa, con la que se frotó para poner en marcha la circulación mientras escrutaba su rostro en el espejo. Ahora era feliz, ¿no? En aquel preciso momento, era feliz. Le sonrió al rostro que tenía frente a sí. Y el rostro le devolvió la sonrisa. Ekman y Friesen. Sonríele al mundo…
Rió de buena gana, se anudó la toalla a la cintura y, con las plantas de los pies mojadas, se encaminó hacia el pasillo y entró en el dormitorio. Tardó unos segundos en comprender que se había equivocado de dormitorio, pues también allí todo era de color blanco: las paredes, el techo, una cómoda con fotografías de familia y una cama de matrimonio ricamente decorada con una antigua colcha de ganchillo.
Se disponía a salir, y ya estaba junto a la puerta cuando se quedó de piedra. Permaneció inmóvil, como si una parte del cerebro estuviese ordenándole continuar y olvidar el detalle mientras que la otra lo apremiaba a volver y comprobar si lo que acababa de ver era lo que él creía. O, más bien, lo que él temía. Ignoraba qué era lo que temía y por qué. Pero sabía que, cuando todo es perfecto, no puede ser mejor y no debes cambiar nada, ni lo más mínimo. Pero ya era demasiado tarde. Naturalmente, era demasiado tarde.
Respiró hondo, se dio la vuelta y entró de nuevo.
Un portarretratos dorado enmarcaba la instantánea en blanco y negro. La mujer de la fotografía tenía el rostro delgado, los pómulos altos y salientes y dirigía la mirada, risueña y confiada, más allá de la cámara, al fotógrafo. Parecía fuerte. Llevaba una blusa sencilla y, sobre la blusa, colgaba una cruz de plata.
«Llevan casi dos mil años representándola en todo tipo de iconos.»
Pero no era ésa la razón por la que su rostro le había resultado familiar la primera vez que vio una fotografía suya.
No cabía la menor duda. Se trataba de la misma mujer que había visto en la instantánea de la habitación de Beatrice Hoffmann.