Capítulo Uno

El teléfono sonó una y otra vez. Pero Nick Cooper, que tomaba el sol tumbado en la hamaca, con una copa en equilibrio sobre su vientre, fingió no oírlo.

Él no tenía la culpa de que sus hermanas hubieran abandonado el barco y dejado el estudio de fotografía de su propiedad para buscar al hombre de sus vidas.

De acuerdo, no era cierto que hubieran abandonado el barco. Kim se había casado y merecía irse de luna de miel. Kate, su hermana melliza, también merecía unas vacaciones, razón por la cual se hallaba en ese momento en Hollywood con su nuevo novio.

Y después de todo, le habían preguntado si le importaba. Y él fue incapaz de decir que sí a aquellos cuatro ojos suplicantes y expresivos.

El teléfono siguió sonando.

– No soy un contestador automático -dijo al aire de la primavera, odiando la idea de moverse ni un centímetro.

Pero aquel era su trabajo, después de todo. Había mirado a sus hermanas a los ojos y se había rendido como un cobarde, prometido anotar mensajes y dar citas y ser simpático con la gente que llamara.

Aunque ser simpático no fuera su especialidad.

– De acuerdo, sí, sí. Ya voy.

Eh, él también estaba de vacaciones. Permiso sin sueldo, en realidad, de su trabajo como periodista. Tenía un gran empleo, un premio Pulitzer y la libertad necesaria para viajar por el mundo como se le antojara.

Oh, y un caso grave de agotamiento.

Suponía que verse obligado a ir a Estados Unidos, a Rhode Island en particular, de vuelta a la llamada vida normal para asistir a la boda de Kim había sido en cierto modo una bendición. En cierto modo.

Al menos la relajación que estaba suponiendo no estaba nada mal.

– ¿Diga? Fotografías Providence -dijo en el auricular. Suspiró en silencio y procuró adoptar un tono amable-. ¿En qué puedo ayudarlo?


No mucho después, Nick oía abrirse la puerta del estudio. Era difícil no oírla con las campanillas ridículas que alguien había puesto. Seguramente Kim, quien era una adicta a ese tipo de cosas.

¡Maldición! La cliente llegaba temprano. Era sin duda la mujer que había llamado preguntando por un retrato para un perro.

¿Quién diablos podía tirar el dinero en una fotografía de estudio de un perro nada menos?

Ese tipo de extravagancias enojaban a Nick, que acababa de volver de un viaje reciente por Sudamérica, donde había estado en algunas de las regiones más pobres del mundo.

Pero no era cosa suya preocuparse por la mujer y su extraña petición. Le había ofrecido darle una cita para cuando volvieran sus hermanas. Ellas eran las expertas, él se limitaba a contestar el teléfono como un buen hermano mayor.

Y a dormitar, a dormitar mucho.

Pero la mujer parecía desesperada y al borde del pánico. Incluso se puso a suplicar cuando intentó librarse de ella. Y qué diablos, aquello había acabado con él. Aquella voz suplicante como si de ello dependiera su vida…

Nick movió la cabeza. Su familia lo había acusado a menudo de tener complejo de salvador del mundo, y tal vez fuera cierto en parte. Pero sobre todo, pensaba él, tenía complejo de mujeres.

No podía resistirse a ellas.

Y en ese aspecto, era un placer estar de vuelta, ya que tenía citas pendientes para todo el resto de su estancia. Se merecía jugar un poco después de todo lo que había visto y hecho en nombre del periodismo en el último año.

– ¿Hola? -preguntó una voz de mujer.

Oh, sí. Decididamente era la mujer del teléfono. Con aquella voz que podía fundir el Ártico. ¡Ah! Era un blando sin remedio.

– ¿Se puede?

– Ya la he oído -gritó él-. Espere un momento.

Estaba en el cuarto oscuro, terminando de revelar un carrete que había tomado en Belice unas semanas atrás. Un hobby, no una profesión, lo que explicaba que hubiera estado a punto de arruinar el carrete entero.

Pero se alegraba de no haberlo hecho. Cuando salió de Sudamérica para la boda de su hermanal estaba agotado, y acababa de terminar un artículo sobre crímenes y violencia entre dos capos de la droga rivales. De camino al aeropuerto, encontró un grupo de niños jugando a un lado de la carretera. No como jugaban en los Estados Unidos, con juguetes, máquinas y objetos electrónicos. No, aquellos niños seguramente no habían tenido un solo objeto de su propiedad en toda su vida.

Jugaban a algo con piedras, y su evidente placer por estar vivos y poder jugar le había llegado al alma.

Había una foto de un chico de no más de seis años, medio desnudo, y con las costillas y el estómago sobresaliendo de su cuerpo. Sujetaba su tesoro de piedras con una sonrisa sin dientes que hizo sonreír también a Nick.

– Le agradezco que me haya recibido así -dijo la voz de la mujer, ahora al otro lado de la puerta, lo que hizo que Nick dejara de pensar en Sudamérica para volver definitivamente al presente.

La voz femenina seguía sonando dulce, suave y bastante nerviosa.

– No es problema -se preguntó si tendría una cara y un cuerpo a juego con aquella voz sensual. Si era exuberante y llena de curvas o delgada y pequeña. Se preguntó si usaba una ropa tan erótica como su voz. Si…

– Sadie es muy buena.

Oh, sí. Tenía un modo de hablar que hacía pensar en sexo salvaje y directo.

– ¿Sadie?

– Mi perra. No dará ningún problema.

Casi lo había olvidado. Pero no podía ser muy difícil hacerle una foto a un perro, ¿verdad? Si no era capaz de hacer eso, debería cortarse la coleta y no hacer nada.

– Enseguida estoy con usted.

De repente estaba impaciente por hacer aquel encargo. Cierto que había planeado una tarde tranquila, pero era un hombre más que dispuesto a sacar el máximo provecho de todas las oportunidades. Estar en compañía de una mujer con una voz tan sensual también era un modo agradable de pasar la tarde, así que colgó la última foto del carrete, se secó las manos y abrió la puerta de la sala oscura.

Y se encontró con una visión que le hizo sonreír.

La clienta de la voz sensual estaba de espaldas a él. O más directamente, su trasero, ya que ella se inclinaba sobre una masa de algo que asumió sería la perra. Nick, que no era un entusiasta de los canes, ignoró al animal y fijó los ojos en la imagen atractiva que ofrecía su dueña.

Llevaba pantalón corto color caqui, que en ese momento estaba subido debido a su postura inclinada, y como él era casualmente un conocedor de la lencería femenina, adivinó que llevaba tanga, ya que nada entorpecía las líneas claras del pantalón corto sobre las curvas de las nalgas.

Lanzó un suspiro de apreciación. Sus piernas también estaban muy bien: largas, desnudas y fuertes. Y en cuanto al resto de ella, captó unos brazos largos e igualmente fuertes, que salían de una blusa blanca sin mangas, y un pelo castaño rojizo que llegaba hasta los hombros.

Entonces ella se volvió con una medio sonrisa en la cara.

Y Nick se dio cuenta de que conocía aquella cara, y también aquel cuerpo. Conocía aquellos ojos grises húmedos. Y una noche, hacía media vida, había conocido algo más.

– ¿Danielle?

La sonrisa de ella desapareció, para ser reemplazada por una expresión de sorpresa.

– ¡Dios mío, Nick! No te veía desde…

– La graduación del instituto -el hombre, que no apartaba la vista de ella, sacudió la cabeza al contemplar ante sí la fuente de todas sus fantasías de adolescente. Habían estado cuatro años juntos en el instituto, y aunque solo hablaron una noche concreta, él tenía ya entonces tanta imaginación que eso no había importado mucho.

¿Cuántas noches de adolescente había pasado tumbado en su cama, mirando el techo y pensando en la chica más sexy del instituto, sabiendo que no tenía ninguna posibilidad de estar con ella? Habría jurado que la chica no se había fijado ni una sola vez en el chico raro y desgarbado que era él entonces.

Y sin embargo, conocía su nombre.

Entonces oyó un gruñido raro, y se dio cuenta de que había una masa enorme de dientes y músculos al lado de Danielle.

Gruñendo. No un gruñido amistoso de saludo, sino un gruñido que prometía que el animal era muy capaz de hacerle pedazos.

Nick había conocido la guerra de guerrillas, había afrontado aterrizajes forzosos en territorios enemigos, conocido la fiebre tifoidea y otras emergencias, pero nunca se había imaginado en una situación como aquella.

Miró mejor al perro, lo que esperaba que fuera un perro, ya que le llegaba a Danielle más arriba de la cadera. Su hocico era negro, y dos ojos marrones lo miraban con recelo. Su pelo, corto, era una mezcla de rayas negras y marrones.

Sí, solo un perro.

Lo siguiente que sintió Nick fue un golpe en el pecho con lo que parecía una bola de jugar a los bolos. Se tambaleó, golpeó la pared, y dos patas enormes lo sujetaron en su sitio a la altura del pecho, impidiendo que cayera al suelo.

Nick miró los ojos marrones inyectados en sangre y se dio cuenta de que el perro era casi tan alto como él. Tenía una lengua enorme, mucha saliva y un aliento espantoso. Fue todo lo que pudo captar antes de que Danielle le quitara aquella mole de encima.

– Sadie -riñó-. Tienes que dejar de saludar así a la gente.

Nick se enderezó y pasó una mano por la camisa. Hizo una mueca al encontrar rastros de saliva.

– ¿Saludar? -preguntó.

– Bueno, es un poco corta de vista. Le gusta verte la cara de cerca.

– Aja -Nick miró al perro más grande que había visto en su vida-. Yo creía que quería comerme.

– ¡Oh, no! Sadie es un verdadero encanto, no le haría daño a nadie -para probarlo, se inclinó y tomó el hocico de Sadie en sus manos, con una sonrisa que parecía una mezcla de indulgencia y tristeza infinita-. Ha pasado una mala temporada, eso es todo.

Nick adivinó que lo mismo podía decirse de su dueña. Sabía poco de ella, aparte de que había sido la protagonista de todas sus fantasías húmedas durante varios años, pero su instinto solía acertar bastante. Y el agotamiento que expresaban los ojos de la joven y su modo de moverse indicaba que algo iba mal. ¡Qué diablos! Casi se podía oler.

Y deseaba con todas sus fuerzas preguntarle por ello. ¿Podría ayudarla él? Lo había hecho una vez, aunque siempre se había preguntado si las cosas habrían sido diferentes en caso de que ella le hubiera permitido hacer más. Le sobresaltó la idea de que había vuelto a caer en el deseo de querer salvarla.

Pero, eh, estaba de vacaciones. No se le exigía que salvara a nadie. Solo tenía que descansar, hacer algunas fotos, hacer el amor si podía y hacer lo que se le ocurriera que no exigiera pensar mucho.

Y sin embargo, era también incapaz de ignorar los problemas de nadie. Estaba abriendo ya la boca para preguntarle por ello cuando la joven lo miró con curiosidad.

– ¿Quién le va a hacer la foto a Sadie?

– Lo tienes delante.

– Oh. ¿Podemos empezar? Voy un poco… apremiada de tiempo.

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