Capítulo Cinco

– Bien… -Danielle forzó una sonrisa y tomó la correa de Sadie-. No sabes cuánto te agradezco lo que has hecho.

Nick estaba cerca, muy cerca, con aire levemente nervioso.

¿Qué quería?

La había dejado entrar. Había hecho unas fotos que no quería hacer. Había aguantado a la nerviosa Sadie cuando no conocía ni comprendía a los perros.

Y había mentido a la policía.

Eso solo habría hecho que ella le estuviera siempre agradecida, pero ahora estaba en deuda con él, y eso no le gustaba.

Eso, combinado con los recuerdos de hacía mucho tiempo, con su silencio sobre el comportamiento de sus amigos, con el modo en que la salvó también aquella noche de diez años atrás, la ponía nerviosa. Nick, con los años, se había convertido en la oportunidad que no había aprovechado cuando quizá debería haberlo hecho.

Y ahora, para colmo, había tocado una parte personal de ella que se había prometido que ningún hombre volvería a tocar.

– Gracias -dijo, consciente de que no era suficiente.

Los ojos verdes de él se entrecerraron, y metió las manos en los bolsillos de los tejanos.

– Eso suena a despedida.

– ¿Crees que puedo llevarme el carrete con las fotos de Sadie? Te lo pagaré y lo llevaré a que lo revelen.

– ¿Adónde?

– A uno de esos sitios en que te lo hacen en una hora.

El hombre hizo una mueca.

– Oh, no te hagas ahora el estirado -dijo ella, tratando de ignorar cómo le gustaba a su cuerpo estar cerca de él, cómo se aproximaba aún más por decisión propia y cómo eso hacía que le cosquilleara el estomago. Cómo las manos de él, metidas en los bolsillos delanteros, atraían su atención a…-. Tengo que irme -dijo con brusquedad.

– Sí -sacó las manos de los bolsillos y le tocó los brazos. Los frotó arriba y abajo y ella no se dio cuenta hasta ese momento de que estaban fríos debido a la preocupación y el estrés. Y a su pesar, sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con la temperatura.

Y ante aquel escalofrío involuntario, él se quedó quieto, muy quieto, como si también sintiera aquel contacto inexplicable entre la carne de ella y la suya.

Un sonido extraño escapó de los labios de ella, un sonido que se parecía mucho a… necesidad, por lo que se mordió el labio inferior para reprimirlo.

El hombre a su vez soltó un gemido brusco.

– ¿Recuerdas aquella noche, Danielle? ¿El baile?

La joven cerró los ojos. El corazón le dio un vuelco mientras retrocedía en el tiempo.

– Lo recuerdo -lo veía en el interior de los párpados con una claridad sorprendente-. La graduación.

– Estabas muy guapa.

– Yo iba con Adam Bennett.

– La estrella del equipo de rugby -la voz de él se endureció-. Un imbécil de primera.

Danielle abrió los ojos, pero las imágenes seguían todavía allí.

– Se marchó y me dejó plantada en el aparcamiento porque no quise… hmmm…

– Sí. -Los ojos de Nick expresaban tanto que ella apenas podía mirarlo-. Yo te llevé a casa.

Y Danielle se dedicó a mirar por la ventanilla del coche preguntándose si todos los hombres eran imbéciles.

– Tú no dijiste ni una palabra; no me dijiste lo estúpida que había sido al salir con él, no te quejaste de cómo te trataban mis amigos. No dijiste nada -se maravilló ella, una vez más-. Simplemente me llevaste a casa, al camping de caravanas que no quería que vieras, me acompañaste hasta la puerta y…

Un asomo de sonrisa cruzó los labios de él.

– Y me diste sueños fantásticos durante años.

Le miraba la boca, lo que hizo que ella volviera a sentir mariposas en el estómago.

– Solo fue un beso -dijo.

– Hmmm -la sonrisa de Nick se hizo más amplia-. ¡Y vaya beso! Debes saber que no lo he olvidado nunca.

– Yo tampoco -confesó ella. No había sido como sus demás experiencias. Él no le metió la lengua en la garganta ni le subió las manos por la camisa.

La boca de Nick fue gentil, tierna e increíblemente excitante. Si había de ser sincera, tenía que confesar también que había anhelado repetir aquel beso con él. Y que hasta entonces había creído que esa era una oportunidad que ya no tendría nunca.

Sus bocas estaban muy cerca, y aunque ella no sabía quién se había acercado a quién, estaba allí inmóvil mirándolo embrujada. Él también la miraba… la miró tanto rato, que ella acabó sacando la lengua para lamerse los labios secos.

Nick hizo un sonido profundo con la garganta y se apartó.

– ¡Maldita sea! No puedo.

– ¿No puedes… qué?

– No puedo dejar que te vayas sabiendo que estás en apuros.

Danielle no recordaba cuándo había sido la última vez que alguien la había mirado así, como si importara de verdad, y sintió un nudo repentino en la garganta. Como corría peligro de echarse a llorar, trató de aligerar la atmósfera.

– ¿Vas de salvador de todas las doncellas guapas? -preguntó.

– No, solo me pasa contigo -él no tenía intención de ayudarla a aligerar nada-. ¿Adónde irás ahora?

– No creo que quieras saberlo.

– Sí quiero.

– Si no lo sabes, podemos volver a ser lo de antes. Dos personas que fueron juntas al instituto y después se perdieron la pista -se volvió-. Tú no sabes nada de mí y…

– ¿Y qué? -Nick le volvió el rostro hacia él-. ¿Que tú no me conoces? De acuerdo, vamos allá. Cuido este negocio de mis dos hermanas. Tengo una familia estupenda a la que no veo lo suficiente. Soy periodista. Básicamente escribo, aunque soy fotógrafo aficionado. Acabo de hacer mis primeras fotos de perro. Las dos últimas semanas han sido mis primeras vacaciones desde… -frunció el ceño-. Desde que puedo recordar -la miró-. ¿Qué más quieres saber?

– Nick…

– Desde que terminé la universidad me he dedicado a viajar por el mundo escribiendo artículos. ¿Y sabes una cosa? -Se inclinó un poco para mirarla a los ojos-. Desde que salí del instituto no recuerdo haber estado aquí nunca más de cinco días seguidos y, sin embargo, nos encontramos aquí. Aquí y ahora -le tocó a barbilla y movió la cabeza maravillado-. ¿Eso no te parece raro? ¿O crees que es el destino?

– Yo no creo en el destino -repuso ella con sequedad. Tendió una mano-. ¿Me das el carrete, por favor?

Nick acercó un dedo y le apartó un mechón de pelo de la frente, que colocó detrás de la oreja.

– Pareces cansada -dijo con suavidad.

¡Si él supiera! Hacía días que solo dormía pequeños ratos aquí y allá.

– No tengo tiempo de descansar. Todavía no.

– Tienes ojeras -pasó el dedo levemente por ellas, como si pudiera hacerlas desaparecer con aquel contacto-. ¿Dónde has dormido estos días?

En el asiento de atrás de un Honda demasiado pequeño, pidiendo que le dejaran usar una ducha cuando podía, pero eso sonaba patético, y el orgullo hizo que no lo expresara en voz alta.

– Estaré bien -seguía con la mano tendida en busca del carrete-. Dime cuánto te debo.

– No.

– ¿No? -Le entró el pánico-. Necesito ese carrete, Nick.

El hombre suspiró.

– Sí, puedes quedártelo. No, no me debes nada. Mira, es evidente que no podemos quedarnos aquí, pero yo puedo revelar carretes en blanco y negro en mi casa. Está aquí, en Providence. Déjame hacer eso por ti.

Danielle lo miró, a medias con recelo y a medias con muchas ganas de poder creer en alguien, en quien fuera.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? -Parecía sorprendido por la pregunta-. ¿Te parezco la clase de hombre que te dejaría salir por esa puerta sabiendo que estás en apuros? ¿Que te busca la policía? ¿Que estás asustada y sola y seguramente agotada, además de hambrienta y sin blanca?

Danielle sintió que le ardía la garganta.

– Estoy bi…

– No digas que estás bien. A mí no me mientas.

– Con esas fotos, estaré…

– Bien -dijo él al unísono con ella, e hizo una mueca-. Bueno, no me lo creo, amiguita.

– Seguro que tienes planes mejores para la velada que revelarme un carrete -no sabía por qué decía eso, quizá porque oírle expresar su preocupación en voz alta la había alterado. Quizá no quería verse obligada a aceptar ayuda, y menos aún de un hombre que podía derribar, sin ni siquiera proponérselo, los muros que con tanto cuidado había construido ella alrededor de su corazón.

– En este momento, mi único plan es cerrar el estudio para que no tengamos más visitas sorpresa -cubrió la lente de la cámara, cerró la puerta y se situó ante ella, un hombre alto y atractivo que tenía aspecto de no saber qué hacer con ella. Le tomó una mano, volvió la palma hacia arriba y depositó el carrete en ella-. No puedo obligarte a confiar en mí ni a aceptar mi ayuda.

– No, no puedes.

– Pero puedo pedirte que lo hagas. ¿Por favor?

La joven se metió el carrete al bolsillo, abrumada por el impulso de echar a correr y la presión de su pecho, que indicaba que quería dejarse ayudar.

– Nick…

– Lo sé -gruñó él-. Yo tampoco querría ayuda.

– Estaré bien.

– Sí -volvió a tocarla, solo con la mano en el brazo.

Fue como una corriente eléctrica.

– Pero no es verdad -dijo él con suavidad; siguió tocándola-. Lo quieras o no admitir, te encontrarán. ¿Y entonces qué? -Su dedo resbaló por el pelo de ella, el pulgar le acariciaba la barbilla-. ¿Se llevarán a Sadie? ¿Quizá se la devolverán a tu exnovio? ¿Te quedarás con antecedentes policiales que no necesitas ni mereces? -bajó las manos a los hombros de ella, que frotó con gentileza justo en el punto donde la tensión había formado un nudo apretado.

Y ella casi cayó al suelo derretida.

Luego sus dedos subieron por su cuello, piel contra piel. A Danielle se le endurecieron los pezones, lo cual la sorprendió. Hacía mucho tiempo que no se excitaba espontáneamente, y no solo sentía calor y anhelo, también se sentía confusa. Cerró los ojos.

– No me atraparán.

– Tú no te mereces esto, Danielle. Ven conmigo -la boca de él estaba cerca de su oreja. Sus cuerpos se rozaban-. Puedo revelarte ese carrete en mi casa.

– Has dicho que no eres fotógrafo.

– Fotógrafo profesional no. Es solo una afición que heredé de mi padre. Ven conmigo.

¿A su casa?

– No puedo.

– Prefieres volver a dormir en tu coche.

Danielle lo miró a los ojos.

– Yo no he dicho que duerma en el coche.

– No hace falta -retrocedió y empezó a apagar luces con movimientos lentos y seguros, pero a ella no le resultó difícil ver la tensión que expresaba su cuerpo rígido.

Cada vez que pasaba al lado de Sadie, la perra lo miraba muy seria, como si todavía estuviera indagando si se podía confiar en él o no.

Danielle hacía lo mismo.

Al fin, cuando solo quedaba una luz tenue en la zona de recepción, se colocó directamente enfrente de ella.

– ¿Sigues esperando que dé un salto y grite «buuu»?

La joven soltó una risita.

– No tengo miedo de ti.

Pero sí lo tenía. Porque él amenazaba lo único que nunca había amenazado nadie.

Su corazón.

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