Capítulo 3

Al despertarse la mañana siguiente, Devon tenía tan fresco en su mente todo lo que había ocurrido, como lo tuvo en las muchas horas que permaneció despierta durante la noche.

Sin sentir ninguna alegría, lo había ayudado a mantener la farsa de una feliz bienvenida. Ella y su padre habían bebido un jerez y le había contado parte de su tratamiento postoperatorio.

Con todas las preocupaciones que tenía, no le había querido decir la molestia que sentía de vez en cuando en la cadera. Tampoco le había mencionado las instrucciones del doctor Henekssen en el sentido de que debería descansar con frecuencia. Su operación le había costado muy cara a su padre: le había costado su honor. Él le había dicho que había valido la pena y, para su tranquilidad, era necesario que lo siguiera creyendo así.

– La operación fue un enorme éxito -le había dicho Devon, sabiendo en su interior que sólo podría estar segura una vez que el doctor McAllen la reconociera dentro de varias semanas-. El doctor Henekssen me dijo que ya podía hacer todo lo que deseara -le había dicho con tono alegre, omitiendo que le había aclarado que sería "dentro de poco tiempo".

Su padre le había sonreído, preguntándole si sería necesario en realidad que volviera a ver a su médico.

– Será dentro de seis semanas, pero sólo es una formalidad. Va sabes cómo son los médicos.

Devon se levantó de la cama, pensando en su padre y sin sentirse nada feliz. Entró en la cocina con deseos de hacer algo, pero, al mismo tiempo, abrumada por su impotencia para lograrlo: evitar que su padre tuviera que enfrentar, después de todo lo que había pasado, la deshonra final de cumplir una sentencia de prisión.

Al encontrarse con su padre, que ya estaba esperándola, miró a ese hombre que no había dudado en sacrificar su honradez por ella y observó que estaba aún peor, por lo que decidió que no podría quedarse impasible esperando si su suerte final seria la cárcel.

– Buenos días, papá -le dijo, dándole un leve beso en la mejilla-. Siéntate a ver el periódico, mientras preparo el desayuno.

Durante el mismo, que siempre tomaban en la cocina, apenas hablaron y al pensar que esa mañana no tendría prisa, pues no necesitaba ir a la oficina, esa última palabra "oficina" le dio una idea.

La idea creció y comenzó a tomar forma en su mente, hasta hacerla sentir que era necesario ponerla en práctica de inmediato. Sin embargo, comprendió que tenía que hacerlo con cuidado, pues estaba segura de que él se opondría. A las nueve y diez le dijo:

– El doctor Henekssen me dijo que debería hacer ejercicios en forma regular, por lo que creo que me voy a poner una ropa más presentable para ir a la ciudad.

Durante un instante esperó nerviosa, mientras él la miraba con rapidez, frunciendo el ceño. Después sonrió y, sin ofrecer acompañarla, le dijo:

– Hazlo, querida.

Se dio cuenta de que él había pensado que al no tener ya motivos para esconderse de los demás, había decidido olvidarse de todos los malos ratos pasados, entrando en cada una de las tiendas en el centro de Marchworth.

Cuando se dirigía a su habitación pensando qué ropa se pondría, él la llamó de nuevo.

– Antes de que hagas cualquier cosa, creo que sería una buena idea concertar ya la cita con el doctor McAllen.

– Aún falta mucho tiempo para que vaya a verlo.

– Debes hacerlo ya, Devon -insistió con firmeza-. Ya sabes lo que nos ha pasado otras veces, que hemos tenido que esperar mucho para lograr una cita y verlo a él directamente y no a uno de sus ayudantes.

– Eres un latoso -le contestó riendo, mientras se dirigía al teléfono-. Ya está -le dijo unos minutos después-. Por suerte no pedí una cita para las próximas dos semanas, pues el doctor McAllen está de vacaciones.

– ¿Un jueves como siempre?

– Todos los jueves estaban reservados, pero me confirmaron una cita para el lunes, dentro de cinco semanas.

Ya en su habitación fue rechazando, uno a uno, todos los vestidos, hasta decidirse por el del día anterior. Pensó que cualquier otro vestido habría sido preferible, recordando la forma en que Grant Harrington la había mirado; con toda seguridad había llegado a la conclusión de que él o algún otro hombre había pagado por ese vestido; sin embargo, sólo esa elegante prenda, entre todo su guardarropa, la hacía sentir confiada en sí misma. Se puso los zapatos negros de tacón alto, cerró la puerta de su habitación y se despidió de su padre.

Las oficinas centrales de Harrington Enterprises se encontraban lejos del área industrial, en donde tenían varias oficinas y la fábrica más importante, pero las oficinas principales estaban bastante cerca del centro de la ciudad. Si hubiera pensado que Grant Harrington estaría dispuesto a recibirla si le pedía una cita lo habría llamado por teléfono, pero, recordando la forma arrogante en que la había mirado, se sintió segura de que no sólo no le permitiría la entrada en la oficina sino que daría órdenes para que ni siquiera la dejaran pasar al edificio.

Sin embargo, él la iba a recibir. Estaba decidida a ello, aunque sintiera las palmas de las manos húmedas mientras, parada frente a la puerta de vidrio, pensaba en la recepción que indudablemente él le haría. En ese momento pensó en su padre, con los hombros hundidos, el rostro triste, tal como lo había visto esa mañana. Fue todo lo que necesitó para empujar la puerta y entrar. El valor, nacido del amor que sentía hacia él, la hizo dirigirse al mostrador de recepción y solicitar ver al señor Grant Harrington.

– ¿Tiene cita con él?

Devon ya había pensado en ese contratiempo mientras se vestía.

– Naturalmente -le contestó, mirándola con fingida sorpresa, como diciéndose que no podía creer que nadie viniera sin tener una cita previa-. Grant me dijo lo grande que era este edificio, pero…

La joven recepcionista le sonrió, comprendiendo al instante que no se trataba de una cita de negocios lo que traía aquí a esa hermosa rubia, sino algo más personal.

De inmediato le dio todas las instrucciones que Devon necesitaba y se encontró subiendo en el ascensor. Sabía que el resto no iba a ser tan fácil. De todas formas, estaba decidida a que una vez hubiera llegado a su oficina se abrazaría de las patas del escritorio de Grant Harrington si trataba de hacerla salir antes de escuchar lo que tenía que decirle.

Al salir del ascensor, fue contando las puertas a lo largo del pasillo y al encontrar la de su despacho vaciló un momento, dudando si llamar a la puerta o entrar; finalmente se decidió por lo último. Sin embargo, si esperaba poder encontrarse con Grant Harrington de inmediato, se llevó una desilusión. Ahí, en esa oficina pintada de color verde pálido, sólo se encontraba una persona y no era él, era una secretaria de cabello oscuro de unos treinta y cinco años, quien alzó la vista de lo que estaba escribiendo a máquina, sonriéndole de forma amable.

– Lo… siento -exclamó Devon y recuperando la compostura, añadió-: Debo haberme equivocado… estaba buscando la oficina del señor Harrington.

– Soy la secretaria del señor Harrington -le contestó la mujer aún sonriendo.

Devon hizo un esfuerzo y logró sonreírle a su vez.

– Oh, bien, entonces Grant no puede estar muy lejos de aquí. Siguió enfrentándose a la misma sonrisa amable, pero comprendió que su estrategia no le daría resultado. La recepcionista era mucho más joven y no estaba tan acostumbrada a los trucos que se empleaban para ver al director general de la compañía.

– Si gusta sentarse, señorita… -esperó a que le dijera su nombre y, al ver que no lo hacía añadió-: Le avisaré al señor Harrington que usted está aquí.

Mientras tanto. Devon estaba observando el interior de la oficina y al otro lado del escritorio vio una puerta, sintiéndose segura de que allí se encontraba el hombre a quien había venido a ver.

– Yo me… -le dijo Devon a la secretaria que la miraba ya sin sonreír y comenzó a caminar hacia la puerta, pero lo hizo con demasiada rapidez y sintió un intenso dolor en la cadera que le impidió terminar el resto de la frase.

Se sintió dominada por el pánico, al pensar que quizá la operación no había sido un éxito y, temerosa de caer, se sentó en la primera silla que encontró. Al ver que desaparecía el dolor, pensó que se debía a los tacones altos que se había puesto.

– No escuché su nombre -insistió la mujer.

– Este… Johnston.

Tan pronto como sintió que no le iba a fallar la cadera, Devon decidió llevar adelante sus planes de entrar por aquella puerta. Pero ya era muy tarde. Se había retrasado demasiado y la secretaria ya estaba hablando por el intercomunicador.

– Aquí está una señorita Johnston que quiere verlo, señor Harrington. No tengo ninguna cita anotada, pero…

– ¿Johnston? -conocía esa voz; después de una ligerísima pausa, el tono de su voz demostró irritación e incredulidad al hacer bruscamente la pregunta-: ¿Devon Johnston?

La secretaria la miró, esperando su confirmación y Devon hizo un ademán afirmativo con la cabeza. Escuchó cómo ella le confirmaba su nombre, pero nunca hubiera esperado la orden que él dio y que hizo que su orgullo ardiera con tanta furia que se olvidó que había venido a suplicarle si era necesario.

– Por favor, Wanda, tome nota de lo siguiente -le dijo con voz cortante-. No tengo tiempo disponible ahora… ni nunca… ni para la señorita Johnston ni para ninguna que se le parezca.

¡Cómo se atrevía a humillarla frente a otra persona! Apenas sin darse cuenta de que el intercomunicador había sido apagado, sin prestar atención a la secretaria que la miraba como preguntándole si deseaba que le repitiera el mensaje, Devon se levantó y le dio vuelta al escritorio. Mientras Wanda la miraba con incredulidad, entró por la otra puerta sin detenerse hasta que quedó frente al hombre que había venido a ver.

Grant Harrington se levantó amenazadoramente de su silla y se dirigió hacia ella y cuando parecía que iba a tomarla con toda su fuerza masculina y lanzarla hacia el lugar de donde había venido, se detuvo al entrar Wanda, diciéndole:

– Lo siento, señor Harrington, no me dio tiempo a… no pude…

– Ya que entró -le dijo a su secretaria-, la atenderé.

Cerrando la puerta de golpe al salir Wanda, regresó frente a ella y de nuevo Devon se encontró frente a la sonrisa burlona en sus labios, mientras sus ojos recorrían el traje sueco.

Él no la invitó a sentarse… aunque tampoco lo había esperado.

– Sea breve -le dijo con tono cortante-, estoy ocupado.

– Yo… -comenzó a decirle con violencia y de repente comprendió que no estaba en situación de mostrarse orgullosa ni enfadada. Había venido a pedirle, a suplicarle si era necesario, que no enviara a la cárcel a su padre.

– Hable de una vez -insistió con tono seco-, ¡y termine rápido!

– Vine a pedirle que no lleve a mi padre a los tribunales.

Durante un rato se quedó inmóvil, mientras él se volvía de espaldas hacia ella y se quedaba pensativo. De pronto se volvió para mirarla con fijeza, con los ojos fríos y duros, durante varios segundos, antes de contestarle con un tono burlón:

– Déme un buen motivo por el cual no deba hacerlo.

– Porque… -ése era el momento de decirle que su padre había tomado el dinero sólo para su operación, pero al mirarlo, al observar al hombre alto y viril, lleno de salud y fuerza, un hombre que con toda seguridad nunca había tenido un problema en su vida, Devon comprendió que no la entendería, que nunca podría comprender lo desesperado que se había sentido su padre para cometer una acción como esa.

– ¿Y bien? -le preguntó él con brusquedad.

– Porque yo… porque no quiero que lo haga -eso no era lo que había pensado decirle, pero sus ojos de mirada fiera, fijos en ella, la pusieron nerviosa.

No le sorprendió que la mirara con un desdén que no intentó ocultar, pero no le hizo esperar mucho, antes de contestarle con violencia:

– Desde mi punto de vista, señorita Johnston, ya usted ha tenido más de lo que desea.

Estaba bien claro que había decidido llevarlo a los tribunales.

– Oh, por favor -le suplicó, a pesar de que por la expresión de su rostro, comprendió que estaba rogando en vano.

– Oh, por favor -repitió él con tono de burla y después se endureció su voz-. Ya me parece un poco tarde para preocuparse por lo que dirán sus amigos cuando sepan que su padre ha ido a la cárcel por robar a la empresa en donde trabajaba.

Devon sintió que palidecía, pero eso no hizo que el hombre que la observaba tuviera compasión de ella.

– Por favor -le suplicó, reuniendo todas las fuerzas que pudo; tenía que intentarlo de nuevo y conmover a ese hombre de hierro-. Por favor, no lo envíe a la prisión, él no tomó el dinero para él.

– ¡Lo sé muy bien, pequeña bruja avariciosa! ¡Debería ser usted quien fuera a la cárcel no él! -le gritó perdiendo el control durante un instante-. ¡Usted le exigió una y otra vez… obligando a robar a un hombre de cuya integridad habría respondido con mi vida, para que usted pudiera seguir manteniendo el tren de vida que le gustaba!

Devon comprendió que, en gran parte, esas palabras eran para liberarse de la tremenda decepción que le había ocasionado el ver destruida la fe que tenía en la integridad de su padre.

Pero de nuevo él recuperó el control y, mientras se dirigía a la puerta, le habló con un tono que le indicaba que la entrevista había terminado.

– Ya desperdicié en demasía mi tiempo; adiós, señorita Johnston.

– ¡Espere!

Se detuvo en el mismo momento en que iba a abrir la puerta y regresó a su lado, mirándola con dureza.

– Usted no está en situación de dar órdenes a nadie.

Pareció estar listo para cargarla y echarla afuera si no le hacía por su propia voluntad.

– Usted -le dijo rápidamente antes de que pudiera tocarla-, usted no sabe en qué gastó el dinero él.

De nuevo sus ojos recorrieron el vestido sueco.

– Aunque le parezca extraño no necesito una cuenta muy detallada -le dijo apretando los dientes-, con sólo mirarla, me doy cuenta de por qué mis libros no cuadran -con insolencia en sus ojos, evaluaron de nuevo el vestido-. A pesar de que le parezca extraño, no me cuesta mucho trabajo adivinar que su guardarropa debe estar lleno de modelos extranjeros similares al que tiene puesto -muy tarde comprendió que debió haber venido con otro vestido en vez de ese-. Además, me imagino que no habrá viajado en clase turista, señorita Johnston, ¿no es cierto? Usted no puede mezclarse con la gente común; necesita que siempre sea primera clase, ¿no es así?

De repente, la forma en que la estaba tratando la enfadó de nuevo.

– El dinero no se gastó en lo que dice -le replicó con violencia, pero bajó la voz de nuevo cuando él volvió a mirar el vestido-. Bueno, sí, yo… compré este vestido en Suecia, pero no estaba allá divirtiéndome.

– Qué lástima -el tono sarcástico de su voz hizo que aumentara su furia-. ¿No era la temporada de los hombres ricos y mundanos?

– ¡Maldita sea! -le replicó, deseando golpearle el rostro cínico-. ¡Fui a Suecia porque necesitaba operarme!

– Ah. ¿Un aborto? -mientras ella lo miraba aturdida, él continuó-: ¿Era necesario ir a Suecia para eso?

El haber contado a un desconocido la necesidad que tuvo de operarse… lo que no había hecho con nadie… para que le contestara con tanto cinismo y con esos comentarios insultantes ya fue el colmo.

– ¡Canalla! -dijo entre dientes y, sin pensarlo, su mano se alzó para golpearle el rostro.

– ¡Tranquila! -le replicó con violencia, mientras la sujetaba por la muñeca, justo en el momento en que la mano iba a golpearlo.

Durante un instante vio una luz en sus ojos mientras la miraba con fijeza. Aunque no podía creer que fuera de admiración mientras le soltaba la mano, como si le molestara su contacto.

Pronto se calmó, preguntándose cómo era posible que hubiera reaccionado así. Sin embargo no tuvo mucho tiempo para pensar en ello pues con tono aún sarcástico él añadió:

– Discúlpeme -en realidad ni con el tono de la voz ni con la mirada se estaba disculpando-. ¿No fue aborto?

– No, no lo fue.

– ¿Pero sí fue una operación?

Devon no podía creer el cambio en el tono de su voz. Vaciló antes de contestarle.

– Este… sí… esa fue la razón por la que fui a Suecia.

Por su mirada comprendió que pensaba que estaba mintiendo.

– Eso nos indica el motivo por el cual está usted aquí -comentó, mientras que su mirada la recorría de cabeza a pies-. Lo que en realidad me está diciendo es que yo no debo acusar a su padre por robarme -se detuvo de forma deliberada, según le pareció a ella-, debido a las trágicas circunstancias de que usted necesitaba el dinero para una operación de vida o muerte.

Hasta este momento había pensado que al fin él estaba comprendiéndola, pero ahora se dio cuenta de que sólo le tendía una trampa.

De nuevo deseó golpearlo. Deseó insultarlo, pero tuvo que contenerse. No se encontraba en posición de devolverle sus insultos, pues su querido padre, que se había sacrificado por ella, iría a prisión si no lograba convencerlo.

– No fue una operación de vida o muerte.

– ¿Cirugía plástica? -la miró frunciendo el ceño-. Ya era hermosa antes de partir -le comentó sin que sus palabras se oyeran como un halago. Aunque la sorprendió, pues si había pensado que era hermosa había callado muy bien esa opinión hasta esos momentos-. ¿Le molestaba la forma de su pecho? -le preguntó con tono burlón, mientras sus ojos le observaban los senos-. Hicieron un buen trabajo.

Devon bajó la vista, cohibida ante los ojos sombríos que la estaban desnudando, pero al mirarlo de nuevo un momento más tarde, vio que ya no había burla en sus ojos, de nuevo era el hombre duro, dispuesto á echarla fuera del despacho.

– Oh, por favor -le suplicó, aprovechando esos momentos antes de que la tomara por las solapas del traje y la echara fuera-. Lo que mi padre hizo fue por mí. ¡Por favor… no lo envíe a la cárcel! Si alguien… si alguien debiera ser castigado sería yo.

– Al fin estamos de acuerdo en algo -contestó, añadiendo después con tono duro-. Si no hubiera estado recorriendo todo el mundo y divirtiéndose, si su padre le hubiera dado unas buenas nalgadas en vez de darle desde la infancia todo lo que deseó, no creo que hubiera defraudado la confianza que yo, y mi padre antes, pusimos en él -de nuevo lo dominó la ira-. La culpa es suya, pequeño parásito malcriado y mercenario. Si no le gustara tanto divertirse…

– Yo no me estaba divirtiendo -lo interrumpió con violencia al escuchar la forma desagradable en que la describía-. Yo estaba… -con la misma rapidez con la cual se había excitado, se calmó-. Yo acabo… de salir del hospital.

Él interpretó su vacilación como la confirmación de que estaba tratando de engañarlo con una serie de mentiras.

– ¿Cuándo salió del hospital? -le preguntó, aunque ella se dio cuenta de que ni siquiera pensaba que hubiera estado en él.

– Este… -Devon vaciló de nuevo-. Hace dos días… este… no, no fue así -le dijo recordando las dos noches que había pasado en un hotel sueco-. Fue el martes.

– Si va a inventar cuentos, señorita Johnston -le dijo con frialdad-, le sugeriría que antes los escribiera para asegurarse de que concuerden entre sí -mientras ella sentía que el enfado la dominaba de nuevo, añadió con frialdad-: Aunque tengo que reconocer que su facilidad para inventar es mayor que la de su padre.

– ¿Qué es lo que quiere decir?

– ¿No le parece extraordinario que las dos o tres veces que he hablado con su padre desde que se supo este asunto, nunca me presentó alguna circunstancia atenuante? -antes de que pudiera interrumpirlo añadió-: ¿No le parece que es extraordinario que nunca me haya mencionado esa operación tan importante?

– Él nunca la habría mencionado -le replicó irritada por el tono desdeñoso de su voz-. Él nunca lo habría dicho porque… -sintió como se comenzaba a sonrojar-, porque él sabe que… este… él sabe que yo tenía… un complejo sobre esta operación.

– ¿Es cierto eso? -le preguntó mirando con toda intención hacia la puerta, como indicándole que ya había perdido demasiado tiempo escuchando sus mentiras.

– No estoy mintiendo -le dijo con desesperación, buscando en su mente alguna forma de convencerlo de que le decía la verdad-. El doctor McAllen… él es mi médico en Inglaterra -le declaró, pensando que no podría dudar de la palabra del doctor McAllen-. Él sabe todo sobre mí. Él puede… -de repente se detuvo anonadada.

– ¿Él puede qué?

– Bueno, si estuviera aquí -le dijo desanimada-, él podría contarle todo sobre… sólo que…

– ¿Sólo qué? -repitió él con ese tono cínico que odiaba.

– Sólo que en estos momentos está de vacaciones.

– ¡Qué lamentable! ¿Qué le parece si le escribo a su médico en Suecia? -le sugirió-. Estoy seguro de que no estará lo bastante ocupado para no poder hacerme una pequeña nota confirmándomelo. Aunque, por supuesto, para eso primero tendría que escribirle a usted para pedirle permiso y describirme los detalles. Claro que eso no tomaría más que dos o tres semanas para intercambiar cartas, y mientras tanto quizá ya yo me hubiera olvidado de todo lo relacionado respecto a tomar medidas legales contra su padre.

Aturdida por la forma de pensar que él tenía, Devon lo miró y comprendió que había perdido su tiempo. Grant Harrington sólo tenía otra palabra que decirle y lo hizo, sin tomarse la molestia de ser cortés, señalándole hacia la puerta.

– ¡Fuera!

– Por favor -le suplicó sin saber qué hacer; su padre se había sacrificado tanto por ella que no podía fallarle-. Por favor, no lo denuncie; la prisión lo mataría y… mi padre no tomó el dinero para él… la deuda es mía.

Él la miró con arrogancia y el tono de su voz fue tan frío como la mirada en sus ojos.

– ¿Así que usted me va a pagar?

– ¿Pagarle?…

– Usted dijo que la deuda era suya.

– Trabajaré -le dijo de inmediato, pensando que había encontrado una grieta en la pared que se encontraba frente a ella-. Trabajaré duro… trabajaré para usted si…

– No si yo puedo evitarlo -fue su respuesta sarcástica y mientras la miraba de forma insultante, le dijo con lentitud-: ¿Qué tipo de trabajo tiene en mente? ¿Su médico le dijo que ya puede hacer ese tipo de… este… gimnasia?

Durante un momento, Devon no lo comprendió.

– Él me dijo que debería tener cuidado de no ejercitar demasiado mi… -se detuvo, cuando el significado de sus palabras le cayó como una ducha fría. Aspiró con fuerza y apretó los puños para controlarse-. Me refería a trabajo de oficina -le replicó con frialdad.

– ¿Sabe algo de trabajo de oficina? -¡cómo odiaba todo en ese hombre!-. En realidad, ¿ha trabajado alguna vez?

El único trabajo que conocía era el de la casa y lo odió aún más cuando se vio obligada a confesar.

– Bueno en realidad no, pero…

La interrumpió de forma cortante.

– ¿Me está usted diciendo que después de terminar su educación nunca ha trabajado para pagarse sus gastos?

Sin poder hablar, hizo un ademán afirmativo con la cabeza, viendo que de nuevo estaba a punto de perder el control, pero ya él pareció haber terminado todo su vocabulario y, pensando que la acción era mucho más efectiva, la tomó del brazo y la llevó a la puerta.

– Por favor, señor Harrington -le suplicó sin hacer caso esta vez del dolor en la cadera-. Haré cualquier cosa para usted -le suplicó- le limpiaría los suelos, cualquier cosa, si tan sólo…

– Señora -le respondió, mirándola y dejando que sus ojos la recorrieran de forma desdeñosa-, usted no tiene nada que pueda ofrecerme y que yo desee.

Antes de que Devon reaccionara, había una puerta cerrada entre ellos, ella se encontraba de un lado de la puerta y él del otro.

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