Y entonces vino un caballo escarlata…
Apocalipsis, 6:4
– ¿Cuándo? -inquirió Loki.
– Esta tarde.
– Entonces puede que no la hayan usado todavía -repuso él.
Skadi se le quedó mirando.
– ¿Usado, qué?
– La Palabra, evidentemente -replicó, tembloroso, e intentó dar un paso, con unos pies desnudos que no hicieron ruido sobre el suelo cristalino.
– ¿Qué Palabra? -inquirió la Cazadora con suspicacia.
– Dioses -contestó Loki disgustado-. Esto no hace más que ponerse peor y peor, ¿a que sí? Maddy, ¿dónde está el General?
– Creo que en la cárcel.
– ¿Está muy protegida?
Maddy se encogió de hombros.
– Dos hombres, quizá.
– En tal caso tendremos que movernos rápido. No podemos dejar que el Orden le interrogue. Si se dan cuenta de su identidad y lo que sabe… -Se estremeció de nuevo al pensar en ello.
– ¿Qué Palabra? -insistió Skadi-. ¿Qué es la Palabra y dónde está el Susurrante?
El Embaucador parecía impaciente.
– Mira, cariño, las cosas han cambiado mucho desde el Ragnarók. Ha habido algunas transformaciones significativas en la lucha entre el Orden y el Caos, y si no hubieras estado durmiendo bajo las montañas durante estos pasados quinientos años…
– No fue precisamente idea mía -siseó Skadi.
– Pero bien que te ha venido, ¿a que sí? Qué bueno que al viejo Njord le diera por contar contigo, incluso aunque no eras técnicamente una vanir. Ni examinadores, ni runas invertidas, ni la Fortaleza Negra…
Los ojos de la Cazadora se iluminaron peligrosamente.
– Muérdete la lengua, Sirio, o te voy a aliviar de ese peso.
– ¡Eh! -replicó Loki-. ¿Qué es lo que he dicho?
– Por favor -le interrumpió Maddy-, no tenemos tiempo. El Tuerto necesita ayuda…
Skadi la miró con desprecio.
– ¿Y pretendes que yo le ayude?
– Bueno, sí -repuso Maddy-. ¿Acaso no es el General?
Skadi se echó a reír, un sonido desprovisto de alegría.
– Quizá para los æsir, pero no para el Pueblo del Hielo, no para mi pueblo. Fuera cual fuese la alianza que hubo un día, al final terminó en una guerra. En lo que a mí concierne, tanto tú como el resto de vosotros os podéis ir todos al Inframundo.
Durante un momento, Maddy perdió pie. Entonces sintió una repentina inspiración.
– Él tiene al Susurrante -afirmó.
La Cazadora se quedó helada.
– ¿El es quien lo tiene? -inquirió, mirando a Loki.
– ¿Él? -la imitó Loki, genuinamente sorprendido.
Skadi alzó otra vez su látigo rúnico.
– Debí haberme imaginado que estabas mintiendo -comentó.
– Ni mucho menos -repuso el as, a la defensiva-. Dije que sabía dónde estaba el Susurrante, pero no te dije que yo lo llevara encima. Por el amor de los dioses, Skadi, dame un poco de crédito. ¿Por qué lo iba a traer aquí, entre todos los lugares posibles? ¿Sería tan estúpido como para hacer eso?
Maddy, inquieta, echó una ojeada por encima del hombro al bloque de hielo detrás del cual había escondido al Susurrante.
– Entonces, eso habría sido bastante estúpido, ¿a que sí?
– Mucho -dijo él.
Mientras tanto Skadi estaba observando a Maddy.
– Así que tú has sido la que me ha despertado -dijo ella.
Maddy asintió.
– Pensé que ayudarías. El Susurrante dijo que despertáramos a… -Se detuvo de pronto, al darse cuenta de su error.
Pero ya era demasiado tarde. Los ojos de Skadi se dilataron.
– ¿Te habló?
– Bueno, yo… -titubeó Maddy-. Sólo una vez.
– ¿Hizo una profecía?
– Bueno, me dijo que te despertara -concluyó Maddy, que habría deseado no haberse metido en ese tema tan espinoso-. Mira, ¿vas a ayudar o no?
– Ayudaría -repuso la Cazadora con una sonrisa helada-, pero si me lo llevo conmigo. Huimos juntos, encontramos al General, recogemos el artefacto mágico y si por alguna razón no está allí…
– ¿Y por qué no debería estar allí? -preguntó Loki.
– Déjame adivinar -le contestó Skadi-, quizá porque algún mentiroso marrullero pensó que podría quitarme de en medio mandándome a perder el tiempo estúpidamente mientras él y su amiguita se escabullen con el Susurrante, ya sabes, una cosa por el estilo. De ese modo nos quedamos todos contentos, ¿no te parece?
Maddy le echó una mirada a Loki.
– Yo me voy.
– No puedes -repuso él, de mala gana, como si estuviese sopesando las muchas probabilidades en contra-. La colina está sellada por el lado del Ojo del Caballo. No puedes usar los túneles. Y te pongas como te pongas, sería un verdadero suicidio ir por la superficie con toda esta nieve, y de todas formas, llevaría demasiado tiempo. No. Ella lleva razón. Sea como sea, hemos de adoptar la forma de un pájaro para llegar al pueblo, si todo va bien, en una hora de vuelo.
La sangre de los demonios, la de los vanir, tenía en sí el poder de cambiar de un aspecto a otro. Loki y Skadi compartían ese don. Maddy se dio cuenta demasiado tarde de que su intento de ayudar al Tuerto simplemente la había puesto en un peligro mayor.
Loki también lo sabía, ya que siendo fundamentalmente poco honrado, no había confiado mucho en la verdad de la historia de Maddy, y le llenaba de terror la perspectiva de enfrentarse de nuevo con Skadi, esta vez tras una hora de vuelo y con el Tuerto como única carabina.
– Mi querida Skadi -comentó-, no es que no quiera ir contigo, quiero decir, no hay nada que me gustara más que arriesgar de nuevo mi pellejo por el General, pero…
– Sin peros, te vienes.
– No lo entiendes -su voz sonaba ahora desesperada-. Se me ha agotado la energía mágica. Estoy herido y cansado, y rígido por el frío. Había ahí fuera un gato montes del tamaño de un… La verdad, no he podido ni siquiera encender un fuego en mi estado actual, no sé cómo me voy a poder enfrentar a un examinador armado con la Palabra.
– Mmm -susurró Skadi y puso cara de pocos amigos.
Loki llevaba razón. Ahora lo veía claro. Tenía los colores débiles y, usando Bjarkán, podía leer su agotamiento con tanta claridad como unas huellas sobre la nieve. No podía metamorfosearse ni luchar; aun le sorprendía que pudiera siquiera mantenerse en pie.
– Necesito comida -siguió Loki-, y descanso.
– No hay tiempo para eso. Nos vamos ahora mismo.
– Pero Skadi…
Sin embargo, la Cazadora ya se había dado la vuelta. Dejó a Maddy y Loki juntos, y pareció embarcarse en la búsqueda de algo alrededor de la vasta caverna, inspeccionando las paredes, el suelo y las esculturas de hielo que se alzaban allí. Por aquí un olifante, por allá una cascada, una mesa gigante y más allá un barco que relucía bajo la luz de la luna, con su superficie toda cuajada de brillantes.
– Maddy, por favor. Tienes que ayudarme -la voz de Loki sonaba baja y llena de urgencia-. Le he prometido el Susurrante. Cuando se dé cuenta de que no lo tengo…
– Confía en mí -dijo Maddy-.Ya pensaré en algo.
– ¿De verdad? Eso está bien. Perdóname si no me tiro a tus pies ahora mismo de puro agradecimiento, pero…
– He dicho que ya pensaré en algo.
Skadi se detuvo por un momento y después continuó moviéndose, todavía buscando, con su pálido cabello brillando de manera inquietante conforme andaba.
– ¿Qué estás haciendo? -gritó Maddy, al ver cómo la Cazadora se internaba cada vez más en el Salón de los Durmientes.
– Estoy buscando ayuda -respondió la voz con tono sardónico- para nuestro pobrecito y exhausto amigo.
– Oh, no -se lamentó Loki.
– ¿Qué pasa ahora? -inquirió Maddy.
– Creo que va a despertar a alguien más. -Loki se cubrió la cara con las manos-. Dioses -dijo-, esto era lo único que nos hacía falta. Más gente que me la tiene jurada.
«Más gente que me la tiene jurada», había dicho el Embaucador, pero la segunda mujer que acudió andando a zancadas por el Salón de los Durmientes era tan diferente de la fría Cazadora como la crema del granito.
Esta dama era áurea, suave y de formas redondeadas; las flores resplandecían en su pelo largo, y Ár, la runa verde de la Opulencia, brillaba en su frente. Su mirada recayó en Maddy, y era franca, confiada y un poquito perpleja, como la de un niño que sólo busca agradar.
Y tan grande era el encanto de esta mujer extraña e infantil, que incluso Maddy, que tenía un montón de razones para que no le gustara cierta clase de bellezas con el pelo adornado con flores, sintió que el aire de la caverna se deshelaba un poco ante su presencia, y le pareció oler el aroma de jardines lejanos, fresas maduras y miel fresca directamente del panal.
Skadi caminaba detrás de ella a una cierta distancia, como si no estuviera precisamente deseosa de andar cerca de alguien tan distinto a ella misma.
Loki también la reconoció; conforme la sonriente mujer se dirigía hacia él, Maddy vio en su rostro una mezcla de alivio y lo que podría haber pasado como vergüenza.
– ¿Quién es? -inquirió Maddy.
– Idún -repuso él-. La Sanadora.
– Ahí lo tienes -intervino Skadi de manera cortante-. Ahora ponlo en marcha y rapidito.
Idún miró fijamente a Loki, con los ojos dilatados.
– Oh, querido. ¿En qué lío te has metido esta vez? -le preguntó.
Él puso mala cara.
– ¿Yo? En ninguno.
– Sé educado, Loki, o te vas a quedar sin manzana.
«Idún -pensó Maddy-, la guardesa de la fruta mágica que cura todas las enfermedades, incluidas las del tiempo». Según contaban las historias, las frutas eran manzanas doradas almacenadas en un cofre igualmente dorado, pero la fruta que Idún le ofreció a Loki era pequeña, amarilla y envuelta en hojas, y parecía más una poma silvestre que otra cosa, aunque su aroma, muy fuerte incluso en el aire helado de la caverna, sugería el verdor del verano y el cremoso mes de la Cosecha, embutido en un puñado de hojas marchitas.
– Cómetela -le ordenó Skadi cuando Loki dudó.
Así lo hizo, aunque no parecía nada complacido. Durante un momento dio la impresión de que no pasaba nada, pero poco después, Maddy vio cómo la firma mágica del Embaucador recuperaba el brillo de repente, desde un apagado color amoratado hasta un resplandor deslumbrante. Parecía haber estado desvaneciéndose, pero pronto su poder zumbó haciendo que crepitara en sus manos y su pelo, y resplandeció con fuerza por todo su cuerpo como si fuera el fuego del Santo Sepulcro.
El efecto fue inmediato. Loki se enderezó y aspiró hondo antes de tantearse las costillas, la mano lastimada y las heridas causadas por las garras del gato montes. Descubrió que estaba curado del todo.
– ¿Te sientes mejor? -inquirió Idún.
Él asintió.
– Estupendo -comentó Skadi-.Vámonos. Ah, Loki…
– ¿Qué?
– En caso de que se te ocurra gastarme alguna jugarreta…
– ¿Quién, yo?
– Te estaré vigilando -le avisó, sonriente-, como un águila.
Diez minutos más tarde, un águila y un pequeño halcón de plumaje cobrizo emprendieron vuelo en dirección a la villa de Malbry. Necesitarían alrededor de una hora para cruzar el valle. Loki le había explicado a Maddy que no tenía sentido que la muchacha los siguiera, ya que carecía de alas, pero ella no dejaba de darle vueltas al asunto, pues no le seducía la idea de dejar al Tuerto a merced de Skadi cuando se diera cuenta del engaño, y era inevitable que eso ocurriera.
La muchacha no tardó mucho en descubrir que Idún no era de mucha ayuda. Escuchó con atención la historia de Maddy, pero no parecía percibir el peligro ni la urgencia del asunto.
– Odín ya pensará en algo -repuso, y parecía como si eso tuviera que consolarla de algún modo.
Pero Maddy no se sentía consolada en absoluto.
– Debe de haber alguna forma -le dijo-. Es culpa mía. Fui yo la que cogió al Susurrante…
Idún estaba sentada en un bloque de hielo, cantando para sus adentros. Se detuvo a la mención del Susurrante y una mirada de ligera ansiedad empañó sus rasgos.
– ¿Ese viejo trasto mágico? -preguntó-. Mejor dejarlo solo. Nunca nos dio nada salvo malas noticias.
Tomó una peineta de su pelo, la examinó y continuó cantando; su voz era un delicado hilo de dulzura en aquel aire helador.
Estaba claro para Maddy que los poderes de Idún, fueran cuales fuesen, iban a ser poco útiles para ella en la presente situación. Se le pasaron por la cabeza atractivos pensamientos de abrirse camino fuera de la caverna a base de provocar explosiones con la mente, pero le pareció poco práctico, y sabía que por mucho que lo intentara, nunca llegaría al pueblo a tiempo.
Quedaba una solución, y la examinó desde todos los ángulos, contrapesando los beneficios y las desventajas, y poco a poco se convenció de que era su única esperanza.
– No hay otra opción -concluyó-. Debo despertar a otro durmiente.
Idún esbozó una sonrisa.
– Eso estaría genial, querida. Justo como en nuestros viejos tiempos.
Maddy tuvo la sensación de que revivir los viejos tiempos era lo último que necesitaban ahora, pero no veía otra alternativa. La cuestión era ¿a quién despertar? ¿Y cómo podría ella estar segura de que despertar a alguien no sería una forma de empeorar aún más las cosas?
Se dirigió hacia el resto de los Durmientes con el corazón en un puño y la runa Bjarkán relampagueando en las yemas de los dedos. Idún la siguió a través de las cavernas como una niña perdida, canturreando para sí misma y maravillándose con las formas y los colores. Maddy notó que fuera adonde fuera Idún, la superficie congelada se derretía ligeramente, reconvirtiéndose a su paso en flores de escarcha y guirnaldas de hielo. Más de una vez miró con ansiedad a las cadenas de carámbanos que estaban suspendidas sobre sus cabezas e intentó no pensar en lo que podría ocurrir si Idún dejaba de moverse durante un buen rato.
En vez de eso, se concentró en los vanir dormidos. Yacían allí, en sus lechos de hielo, quietos y relumbrantes bajo una envoltura de runas. Quedaban cinco de los Siete Durmientes originales, cuatro hombres y una mujer, y durante algún tiempo Maddy fue de uno a otro sin cesar en un intento de decidir cuál era la elección más idónea.
El primero era un varón de constitución poderosa, pelo encrespado y una barba rizada como la espuma. Su firma mágica era de color azul océano. Llevaba la runa Logr bajo una túnica de lo que parecían ser escamas entrelazadas estrechamente. Tenía desnudos los pies, que eran grandes y proporcionados.
Maddy no tuvo problema en reconocerle por los relatos del Tuerto, y decidió de pronto que no convenía despertarle. Era Njord, el Hombre del Mar, uno de los vanir auténticos y en otros tiempos, el esposo de Skadi la Cazadora. Su matrimonio se había roto a causa de diferencias irreconciliables, pero de todas formas a Maddy le pareció más inteligente mantenerle fuera de la situación por el momento.
El segundo durmiente era como Njord, con la piel clara y el pelo pálido de los vanir, aunque Maddy sintió una cierta calidez que provenía de él, y que estaba ausente en el Hombre del Mar. También era un guerrero, con la runa Madr en el pecho y un catalejo alrededor de su cuello. A Maddy le llevó algún tiempo deducir quién era, pero finalmente concluyó que debía de ser Héimdal, el de los dientes de oro, el mensajero del Pueblo de los Videntes y el vigilante alerta del puente del Arco Iris. Sus ojos de color azul claro permanecían abiertos y ferozmente conscientes incluso debajo del hielo.
Maddy pasó a su lado con un escalofrío de inquietud. Gracias a las leyendas sabía que Héimdal, aunque leal a Odín y a los æsir, odiaba a Loki con una pasión de tal calibre que parecía poco verosímil que considerara con simpatía a alguien que intentase acudir en su ayuda.
El tercero era Bragi, el marido de Idún. Un hombre alto con la runa Sol en su mano y una corona de flores alrededor de las sienes. Parecía amable (Maddy lo conocía principalmente como el campeón de las canciones y la poesía) y a ella le gustaría haber podido escogerlo, pero Bragi, según sabía, tampoco profesaba demasiada amistad hacia Loki, y a ella no le gustaba la idea de tener que explicar el papel de éste y tampoco el suyo propio, la verdad fuera dicha, en lo que se estaba convirtiendo en un lío de lo más enrevesado.
El cuarto yaciente vestía una armadura dorada y tenía una melena brillante. La runa Fé lucía en su ceja y tenía una espada rota a su lado.
Cerca de él, tanto que casi habría podido tocarlo, estaba el último durmiente, una vanir de perturbadora y vibrante belleza. También la adornaba Fé, tenía el pelo revuelto y entrelazado con gemas y una gargantilla de oro con forma de cordón le rodeaba la garganta, capturando la luz incluso bajo el hielo. Guardaba un parecido sorprendente con el durmiente que estaba a su lado, y Maddy advirtió de pronto que tenían que ser Frey y Freya, los hijos gemelos de Njord, que habían permanecido entre el Pueblo de los Videntes junto a su padre en calidad de rehenes en los tiempos de Mímir.
La muchacha limpió con sus propias manos la nieve suelta que cubría el rostro del último durmiente. Freya seguía durmiendo, bella e impasible, ajena a todo.
¿Tendría valor para despertarla? ¿Podría llegar a estar segura alguna vez de que Freya o alguno de los vanir le serían de más ayuda que Skadi o la misma Idún? Sin duda, Skadi era la única de los vanir que lo era por matrimonio; procedía del Pueblo del Hielo del norte, una raza salvaje con la cual los dioses habían llegado a establecer una tregua precaria. Seguramente había sido cuestión de pura mala suerte que fuera Skadi a la que habían despertado primero. Y lo más probable era que los otros vanir se mostrasen entusiasmados y listos para rescatar al General.
Maddy repasó con rapidez en su mente todo lo que recordaba sobre Freya. Era la diosa del deseo, la bella Freya, la veleidosa, la del ala de halcón…
«Ah. Ahí estaba».
Una esperanza repentina la asaltó. Había un destello de esperanza -no mucho, aunque sí suficiente- que una vez más puso a latir su corazón.
Las runas le parecieron familiares ahora, y se encendieron con rapidez bajo sus dedos. También aquí, la red que las contenía bullía con impaciencia. Los enlaces picaban y los encantamientos brillaban de forma imperiosa.
Maddy los tocó con una sola mano, un manojo de lazos de colores como los de un poste de mayo. Tiró y…
…todo el entramado se soltó con un sonido de desgarro, rasgándose con una gran llamarada de gamas y tonos de color.
Esta vez el hielo no se resquebrajó, sino que se derritió, dejando a la durmiente húmeda e intacta, pestañeando y bostezando con delicadeza.
– ¿Quién eres tú? -inquirió cuando finalizó el proceso.
Ella le explicó con la mayor diligencia posible lo de la captura del Tuerto, el despertar de Skadi, la presencia del examinador, la reaparición del Susurrante y la irrupción de la Palabra. Freya escuchó, con sus grandes ojos azules abiertos de par en par, pero los entrecerró de nuevo en cuanto la muchacha mencionó el nombre de Loki.
– Te lo advierto ahora -le espetó con rigidez-. Tengo ciertos asuntos pendientes… con Loki.
Maddy se preguntó por un momento si es que había alguien en los Nueve Mundos que no tuviera cosas pendientes con aquel tramposo.
– Por favor -le urgió ella-. Préstame tu capa de plumas de halcón. Así no es como si te estuviera pidiendo que vinieras conmigo.
Freya observó a Maddy con ojo crítico.
– Es la única que tengo -repuso-. Mejor será que no la estropees.
– Tendré muchísimo cuidado.
– Mmm, será mejor que sea así.
Unos momentos más tarde, Maddy la tenía en sus manos: una falsa capa de plumas tan ligera que parecía un puñado de aire. Sintió la deliciosa calidez susurrante de las plumas contra la piel en cuanto se la echó sobre los hombros, y una vez puesta, comenzó a adquirir esa misma forma.
Parecía que aquella cosa cobraba vida por obra de un encantamiento. Las runas y sus enlaces le picaban. Maddy podía sentirlos hurgando, arraigando en su carne y sus huesos de forma indolora, y transformándola en otro ser.
Era algo aterrador, pero a la vez la llenaba de gozo. En unos segundos sus músculos se alargaron y su visión se agudizó mil veces, y las plumas le brotaron de los brazos y los hombros. Se le abrió la boca de asombro, pero no salió de ella nada más que un agudo chillido de pájaro.
– Mira, te sienta bastante bien -comentó Freya, inclinándose sobre ella para inspeccionar el resultado-. Ahora, cuando quieras alzar el vuelo, lo único que tienes que hacer es digitar Naudr invertida…
«¿Cómo?», pensó Maddy.
– Ya te las apañarás -dijo Freya-. Simplemente asegúrate de traerla de vuelta.
Le llevó unos cuantos minutos acostumbrarse a las nuevas alas. Durante un rato larguísimo revoloteó de un lado para otro, confusa por la perspectiva alterada de las cosas y medio muerta de pánico por el espacio constreñido donde se encontraba, pero al final, encontró la salida a cielo abierto y partió disparada como un proyectil hacia la noche.
«Oh, qué felicidad -pensó-, ¡el aire!»
Debajo de ella se extendían el valle, que parecía un tapiz tachonado de plata, el glaciar y el sinuoso camino de descenso hacia el paso del Hindarfial. Quedó deslumbrada por el fulgor de la luna, en lo alto del cielo estrellado. El júbilo y la excitación del vuelo fueron tan grandes que Maddy chilló y se dejó llevar hacia el cielo luminoso durante un tiempo imposible de precisar.
Luego, recordó la tarea que tenía entre manos y, con esfuerzo, retomó el control. Gracias a la visión aumentada logró ver cómo un halcón y un águila, Loki y Skadi, volaban a casi dos kilómetros de distancia, hendiendo el cielo en dirección a Malbry.
Debajo de ellos los campos comenzaban a cambiar, pasando del amarillo propio del mes de la Cosecha al marrón propio de fin de año. Todavía brillaban algunas luces en Malbry y el olor del humo de las chimeneas colgaba sobre la tierra como un estandarte. En algún lugar entre aquellas luces, imaginó que su padre aún estaría despierto, bebiendo cerveza y observando el cielo. Su hermana dormiría tranquila sin sueños, en su cama de tablas, con un gorro de lazos bien colocado sobre sus rizos como las prímulas. La loca de Nan Fey estaría sentada en su cabaña charlando con sus gatos.
¿Y el Tuerto? ¿Qué estaría haciendo? ¿Estaría durmiendo? ¿Sufriendo? ¿Esperanzado? ¿Temeroso? ¿Se sentiría agradecido al verla o enfadado por lo mal que ella había manejado la situación? Y lo más importante de todo, ¿le seguiría el juego a alguna de las partes? Y si fuera así, ¿a cuál?
Medianoche. Una hora poderosa.
El reloj de la iglesia dio las doce campanadas. Los tañidos se repitieron al cabo de un minuto. El visitante finismundés había estado a la espera de esa señal en un pequeño dormitorio situado bajo el alero de la casa parroquial. Se permitió una minúscula sonrisa de satisfacción. Había llevado a cabo todos los rituales. Se había bañado, y había rezado, meditado y ayunado. Ahora era el momento.
Tenía apetito, pero la sensación no le resultó desagradable; se sentía cansado, pero no adormilado. Una vez más había rehusado la oferta del párroco de una comida casera, y el leve sentimiento resultante de exaltación se había visto compensado por una intensidad renovada en la concentración.
El Libro de las Palabras yacía abierto sobre la cama cercana. Al final se había permitido estudiar el capítulo pertinente con ese estremecimiento ya familiar de placer y miedo. «Ese poder -pensó vagamente-, ese poder indescriptible e intoxicante…»
– No es mío, sino tuyo, o del Innombrable -murmuró-. No hables desde mí, sino a través de mí…
Y ahora casi podía sentirlo en la punta de los dedos, moviéndose a través del pergamino para iluminarle: la sabiduría inefable de la Era Antigua, el deseo, el conocimiento, el hechizo…
«¡tsk, tsk, fuera de aquí!», el examinador rechazó la tentación con una cantinela:
– «Mío no, tuyo es el poder de la Palabra».
Eso estaba mejor. El sentimiento de delirio remitió un poco. Tenía por delante un trabajo de lo más acuciante: identificar al agente del Desorden, el tuerto con la runiforma en el rostro.
Notó un escalofrío de inquietud cuando sopesó una vez más el enigma de esa runiforma. Era un hechizo potente, incluso estando la runa invertida, o así decía el Libro de las Palabras; y había versos en el Libro de los Inventos, versos oscuros, acuñados en términos tan arcaicos que eran prácticamente ininteligibles, pero aun así, insinuaban algún tipo de conexión oscura y peligrosa.
«Por su marca le conoceréis».
Ah, sí. Esa era la encrucijada.
Ojalá el examinador hubiera completado los estudios y hubiese permanecido en la Ciudad Universal durante al menos una década más, de ese modo habría podido confiar plenamente en su intuición. Tal como estaban las cosas, en bastantes temas apenas podía considerársele un novicio. No sólo un novicio, sino que además estaba solo, y si Raedo significaba lo que él pensaba, entonces iba a necesitar el apoyo de sus magistrados de mala manera y pronto.
La ayuda solicitada a la Ciudad Universal a través del emisario a caballo podría tardar en venir varias semanas. Tiempo sobrado para que el Bárbaro recuperara las fuerzas y entrara en contacto con los suyos, aunque por ahora daba igual, ya que había conseguido resistir. El Libro de las Palabras no podía usarse a la ligera ni en cualquier momento y los cánticos de mayor poder, el de vinculación, el de emplazamiento y el de cumplimiento, se hallaban restringidos especialmente, y el de la comunión lo estaba aún más. Este último consistía en una serie de cánticos a través de los cuales, en tiempos de gran necesidad, un miembro del Orden podía enviar un mensaje a los demás. Era un ritual de gran poder, una fusión de mentes y de información, una conexión mental directa con el mismísimo Innombrable.
Pero la comunión era un asunto peligroso, como él sabía perfectamente. Algunos decían que enloquecía a quien lo usara y otros que provocaba un gozo demasiado terrible como para ser descrito. Él mismo nunca lo había usado antes. Nunca había tenido un motivo, pero ahora, pensó, quizás había llegado el momento.
Una vez más sus ojos se deslizaron hacia el Libro de las Palabras, abierto ahora por el primer capítulo, el de las Invocaciones. Un cántico encabezaba la primera página, y debajo de él, se extendía una lista de nombres.
El examinador leyó: «Aquello que nombras es aquello que domas».
Continuó con la lectura.
Quince minutos más tarde había tomado una decisión. La situación no admitía mayor dilación. Debía invocar la comunión con el Orden fuera cual fuese el riesgo para su cordura o su persona.
Experimentaba sentimientos encontrados al respecto; una parte de él lo lamentaba, ya que en ese momento el Bárbaro le pertenecía por completo e implicar al Orden podría suponer la pérdida de la independencia, pero la otra lo consideraba una verdadera bendición. Mejor dejar que otro se hiciera cargo y que no fuera él quien tomara las decisiones, se decía.
Aunque, claro, siempre habría alguna posibilidad de que hubiera malinterpretado las evidencias, pero incluso eso podía ser un alivio. Mejor sufrir el ridículo frente a sus pares que la terrible responsabilidad de haber permitido que el enemigo se le escapara entre sus dedos inexpertos.
Contempló el Libro. «Ha de hacerse según el método correcto», se recordó a sí mismo. Su mente estaría completamente abierta durante el tiempo de la comunión, y él quería estar totalmente seguro de que no habría ningún resto de vanagloria en él. Le llevó diez minutos adquirir el apropiado estado de sosiego, y necesitó otros cinco para obtener el coraje suficiente y pronunciar la Palabra.
La runa Os vibraba con una amplitud incalculable. Una nota inaudible de penetrante resonancia que cortaba la oscuridad. A todo lo largo del valle los perros aguzaron las orejas, los Durmientes se despertaron y los árboles dejaron caer las hojas que les quedaban, mientras los animales pequeños se encogían de miedo en sus nidos y madrigueras.
Maddy la sintió en la turbulencia que la hizo tambalearse y revolverse.
Loki la percibió como una onda de profundísima oscuridad que titiló a través de la tierra.
Skadi ni la vio ni la oyó, ya que tenía toda su atención fijada en el pequeño halcón que la precedía.
El examinador captó su presencia durante un momento, ya que durante todo ese instante se sentía parte de todo: planeaba en el cielo, se arrastraba por la tierra, estaba aprisionado en la cárcel, horadaba bajo la colina. El poder surgía de su interior, terrible y sorprendente. Llegaba a todas partes con su mente y no cesó hasta alcanzar Finismundi y la maraña de mentes que le aguardaban. Se sintió repentinamente allí -en un estudio, en una biblioteca, en una celda- conectándose, tocándose, en comunión con cada espíritu del Orden sin la necesidad de pronunciar palabra alguna.
Todo fue una babel de mentes durante un tiempo, sonaba como el runrún de las voces de una multitud. El examinador luchó por mantener la conexión sin llegar a la fusión a fin de preservar su propia identidad. Podía diferenciar ahora las voces individuales, los magistrados, los profesores y el Consejo de los Doce, el órgano más alto del Orden, donde se adoptaban todas las decisiones y se controlaba toda la información.
Entonces, de repente, todo quedó en silencio y el examinador oyó una voz sola que se dirigió a él por su nombre verdadero.
«Elías Rede», entonó la voz.
El examinador tomó una gran bocanada de aire. Habían transcurrido cerca de cuatro décadas sin escuchar su nombre, ya que lo había abandonado, al igual que todos los aprendices, debido a las exigencias de seguridad y anonimato propias del Orden, y se le había dado en su lugar un número, el 4.421.974, por motivos prácticos. Se lo habían tatuado en el brazo durante el rito de iniciación.
La mención de su nombre después de tanto tiempo le llenó de un miedo inexplicable. Se sintió expuesto, solo y profundamente vulnerable bajo el escrutinio de una mente inmensamente superior.
«Os oigo, magistrado», pensó, al tiempo que luchaba contra la necesidad de huir y esconderse.
La voz no era tal en realidad, era más bien una iluminación que brillaba directamente dentro de su yo interior. El destello pareció una suave risa entre dientes.
«Cuéntame lo que has visto», le instó, y de pronto Elías Rede experimentó la sensación más terrible y agónica que había temido jamás, la de algo que hojeaba las páginas de su mente de un modo implacable.
Aunque no dolía, producía una enorme angustia. Los secretos fueron desvelados, quedaron expuestas las debilidades, los viejos recuerdos se marchitaron bajo esa luz inmisericorde. No había nada que se le pudiera resistir a aquel escrutinio, por lo que Elías Rede rindió su alma, oh, sí, hasta el último rincón, cada recuerdo, cada ambición, cada placer culpable, cada pequeña rebelión, cada pensamiento.
Aquello le dejó vacío y sollozante en medio de una gran confusión, pero enseguida fue consciente de un nuevo motivo de espanto, el de ser observado. Compartía esa experiencia con todo el Orden, con absolutamente todos sus miembros. Aprendices. Profesores. Magistrados. Hasta el más ínfimo escriba. Todos estaban presentes y todos le juzgaron en ese momento.
El tiempo se detuvo. Desde las profundidades de su sufrimiento el examinador fue consciente del debate que tenía lugar en las cámaras de Finismundi. Las voces atronaban a su alrededor, elevándose excitadas. A él no le preocupó. Quería esconderse para morir, enterrarse tan hondo bajo la tierra que nadie pudiera hallarle nunca jamás.
Pero la voz no había terminado con Elías Rede. Revolvió una y otra vez en los hechos acaecidos durante las últimas horas, rebuscando de forma infatigable en los detalles de lo sucedido en la colina, la llegada del párroco y la captura del Bárbaro, especialmente el Bárbaro, tamizando y controlando cada hecho, volviendo sobre cada matiz de las palabras que había dicho el hombre.
«Más», exigió.
Al examinador se le entrecortó la voz. «Magistrado…, yo…»
«Más, Elías. Dame más.»
«¡Por favor, magistrado! ¡Ya os lo he dicho todo!»
«No, Elías. Has visto más».
Se percató de que no era así en el mismo momento de pronunciar la negación. Tuvo la impresión de que se le había abierto un ojo en la mente gracias al cual veía detrás del mundo otro lugar fabuloso de luces y colores. Las pupilas se le dilataron.
– ¡Oh! -jadeó.
«Mira bien, Elías, y cuéntame todo lo que veas».
Fue una revelación de la que bebió con avaricia, olvidando el padecimiento. Cobró conciencia de la vida existente en todo cuanto había a su alrededor: detrás de los árboles había colores; detrás de las casas, firmas mágicas. Incluso su propia mano, doblada en un círculo entre el pulgar y el índice juntos, lanzó un rastro brillante, relumbrando contra la oscuridad. Seguramente ni la misma Ciudadela del Cielo podría haber sido más hermosa que esto…
«No te quedes embobado y mira fuera».
«Perdonadme, magistrado, yo…»
«¡He dicho que mires fuera!»
Abrió la ventana y miró hacia el exterior, una vez más observando a través del círculo de sus dedos. La noche también estaba teñida de esquemas luminosos, rastros evanescentes de muchos colores, la mayoría de ellos mates, salvo algunos meteoros que cruzaban el cielo. Y sobre la cárcel brillaba una luz; un rastro del color del martín pescador que emitía chispas hacia el cielo estrellado.
Al final, en ese momento, Elías Rede conoció al hombre con el rostro lleno de cicatrices, y escondió su propio rostro con manos temblorosas.
«Bien hecho, Elías -dijo la voz-. El Innombrable te agradece tu trabajo».
La conexión empezó a debilitarse y el conjunto caótico de las voces de los miembros del Orden aumentó sin ton ni son a medida que se apagaba la voz única. La comunión estaba llegando a su fin y Elías Rede sintió contraerse su mente, pero aun así, las visiones, las visiones maravillosas, permanecieron, aunque ligeramente empañadas; y como si, una vez vistas, no pudieran dejar de verse del todo.
«Recibe un regalo por tu leal servicio», dijo la voz.
El examinador se tambaleó. Ahora que su mente había vuelto a ser suya en su mayor parte, comenzó a comprender el honor excepcional que se le había concedido. «Un regalo -pensó- procedente del mismo Innombrable…»
– Oh, Innombrable -gritó-, ¿qué debo hacer?
Le contestó sin palabras.
Y mientras el reloj de la iglesia tocaba las doce y media, Elías Rede, examinador número 4.421.974, yacía en el suelo de la habitación de invitados del párroco. Estaba hecho un flan y mantenía la cabeza oculta entre los brazos mientras gemía de terror y gozo.
Entretanto, reinaba una calma absoluta en la cárcel. Los dos oficiales de guardia permanecían en la puerta, pero desde la marcha del finismundés, justo antes de la oscuridad, allí no había ningún sonido que procediera del interior del edificio con forma de horno.
Incluso así, los guardias, Dorian Scattergood, de la Posta de la Fragua, y Tyas Miller, de la villa de Malbry, habían recibido órdenes muy estrictas y específicas. Según Nat Parson, el Bárbaro era ya responsable de dos casi fatalidades, y habían sido estrictamente avisados contra cualquier error en su concentración.
El preso no tenía aspecto de ser un luchador, pero aunque lo fuera, el examinador le había dejado encadenado de manos y pies, con los dedos atados juntos y con una mordaza apretada entre los dientes para impedirle que hablara.
Esta última medida le había parecido un poco excesiva a Dorian Scattergood; después de todo, el hombre tenía que respirar, pero Dorian sólo era un guardia, como había señalado Nat Parson, y no se le pagaba para que hiciera preguntas.
En cualquier otro momento Dorian no habría tenido ninguna duda en señalar que de todas formas no le habían pagado en absoluto, pero la presencia de un examinador de la Ciudad Universal les hacía mostrarse cautelosos y él había vuelto a su puesto sin una palabra, lo que no le hacía sentirse feliz para nada. Los Scattergood eran una familia influyente en el valle, y Dorian no disfrutaba recibiendo órdenes. Quizás ése era el motivo por el que a pesar de las órdenes recibidas decidió ir a controlar al prisionero en el preciso momento en que sonó la medianoche en la torre de la iglesia.
Le halló todavía despierto al entrar en la cárcel, lo cual no era de extrañar, pues realmente resultaba difícil concebir que nadie fuera capaz de conciliar el sueño en tal posición. El único ojo del cautivo relumbró a la luz de la antorcha. El rostro estaba en calma e inmóvil.
Pero claro, Dorian Scattergood era un chico de trato fácil. Se dedicaba a criar cerdos como profesión y valoraba la vida tranquila por encima de todas las cosas, por lo que no apreciaba las incomodidades de ningún tipo. Era, de hecho, el tío de Adam, pero tenía poco en común con el resto de la familia, y prefería ocuparse de sus propios asuntos y dejar que los demás se ocuparan de los suyos. Se había mudado a la Posta de la Fragua hacía algunos años, abandonando Malbry, a Nat Parson y al resto de los Scattergood. Aunque no lo sabía nadie salvo su madre, tenía una runiforma en su antebrazo derecho, una Thuris rota, la Espinosa, que había disimulado como había podido con un hierro al rojo y hollín. Aunque nunca había mostrado ningún tipo de poderes antinaturales, era conocido en el valle por ser un escéptico y un librepensador.
Eso no le granjeó la simpatía de Nat Parson, como era de esperar, y la tensión entre ambos no había dejado de crecer desde hacía diez años, cuando el párroco había descubierto que una de las cerdas de Dorian, Nell la Negra, una magnífica criadora, tenía una runiforma rota y un temperamento violento, hasta el punto de haber devorado una carnada de sus propios lechones. Esta conducta no era insólita entre las cerdas de crianza, criaturas algo peculiares, y además la vieja Nell siempre había hecho alarde de un fuerte temperamento, pero el párroco había armado un gran revuelo y terminó llamando al obispo e invocando las Leyes. Prácticamente sugirió que Dorian estaba implicado en prácticas antinaturales.
Esto le había supuesto la pérdida de varios negocios y, de hecho, algunos habitantes del valle seguían sin querer tener tratos con él, y había ocasionado una gran desconfianza en el párroco. Tal situación sin duda constituía una suerte para Odín, porque significaba que Dorian, de entre todos los aldeanos, era el más inclinado a desobedecer las órdenes de aquél.
Esa medianoche observó con atención al prisionero, que parecía realmente inofensivo. No cabía duda de que debía de hacerle daño esa mordaza, apretada entre los dientes y sujeta por un bocado y una correa. Se preguntó por qué Nat había pensado que era tan necesario mantenerle amordazado. Simplemente era cuestión de mezquindad, o eso parecía.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó al prisionero.
Odín no contestó nada, como era de suponer. A través de la mordaza su aliento salía entre jadeos entrecortados.
Dorian pensó que no le pondría un freno como ése ni siquiera a un caballo para arar, de modo que mucho menos a un ser humano. Se acercó un poco más.
– ¿Puedes respirar? -insistió-. Solamente tienes que asentir si puedes.
En el exterior de la cárcel, Tyas Miller se estaba poniendo nervioso.
– Pero ¿qué pasa ahí? -siseó-. Se supone que sólo debes vigilar.
– Es sólo un minuto -repuso Dorian-. No creo que pueda respirar.
Tyas asomó la cabeza por el quicio de la puerta.
– Sal ya -le urgió-. Ni siquiera deberías estar ahí dentro.
Cuando vio a Dorian se le descompuso el rostro.
– El párroco ordenó que no te acercaras a él -protestó-. Dijo que…
– El párroco dice un montón de cosas -replicó Dorian, inclinándose para apartar la mordaza de la boca del prisionero-. Hala, tú espera ahí fuera y vigila la calle. No tardaré en salir ni un minuto.
La mordaza estaba rígida. Dorian la aflojó y con precaución la retiró de entre los dientes del encarcelado.
– Te lo aviso, tío. Una palabra y te la pongo de nuevo.
Odín se le quedó mirando, pero no dijo nada.
Dorian asintió.
– Me da que te apetecería algo de beber. -Sacó una petaca de su bolsillo y la sostuvo entre los labios del prisionero. El Bárbaro sorbió, manteniendo un ojo puesto en la mordaza que sostenía la mano de Dorian-. Te la dejaría quitada toda la noche si pudiera -comentó Dorian, observando su mirada-, pero tengo órdenes que cumplir, ¿lo entiendes?
– Sólo unos minutos -pidió el cautivo en un susurro, sangrando por la boca-. ¿Qué daño puedo hacer?
Dorian pensó en Matt Law y en Jan Goodchild, y pareció indeciso. No estaba seguro de creerse ni la mitad de lo que el párroco le había contado, pero Tyas Miller había contemplado la espada mental con sus propios ojos, y la había visto cortar la carne como si fuera acero.
– Por favor -insistió Odín.
Dorian ladeó la cabeza para echar un vistazo hacia el exterior, donde Tyas permanecía de pie ante la puerta. «El tipo este ya está lo suficientemente encadenado -pensó-. Incluso tiene bien atados los dedos».
– Ni una palabra -le dijo.
El cautivo asintió.
– De acuerdo -concluyó Dorian-. Media hora, nada más.
Odín trabajó casi en silencio durante los siguientes treinta minutos. Su energía mágica todavía era débil, pero incluso aunque hubiera sido más fuerte, las cuerdas en sus manos habrían hecho la digitación del Alfabeto Antiguo casi imposible.
En vez de eso se concentró en los ensalmos, y le resultó duro a pesar de que esos pequeños ensalmos susurrados requerían poca energía. El agua bebida no había bastado, todavía tenía partes de la garganta secas y la boca le dolía mucho, tanto que hacía que hablar resultara difícil.
Hizo un intento por sobreponerse a las adversidades y digitó la runa Naudr invertida para soltarse las manos, pero desapareció enseguida, dejando apenas una chispa. Hizo otra nueva tentativa, forzando a sus labios partidos a formar las palabras.
Naudr gerer næppa koste;
noktan kælr í roste [9].
Quizá sería un engaño de su imaginación, pero le había parecido que las ataduras de la mano izquierda se habían soltado un poco. Sin embargo, no lo suficiente; a este ritmo tendría que lanzar una docena de ensalmos sólo para poder liberar un dedo. Después de eso intentaría hacer un movimiento, si tenía tiempo y su energía mágica lo soportaba, y si el guardia…
El reloj de la torre sonó. Las doce y media. Se había cumplido el plazo.
Mientras tanto, a menos de dos kilómetros de distancia, Maddy se iba acercando rápidamente al halcón y el águila. Se mantuvo a cierta altura por encima de las otras dos aves, bien alejada de su línea de visión, y estaba casi segura de que en realidad no la habían visto. Luego, se desvió levemente a la derecha, todavía sin reducir la altitud, y observó el pueblo con su vista de ave.
Distinguió la cárcel, una pequeña construcción rechoncha que no quedaba a mucha distancia de la iglesia. Había un guardia apostado en la puerta y otro parecía estar mirando dentro. «Sólo dos, estupendo», se felicitó.
Todo parecía bastante tranquilo en los aledaños de la cárcel. No había rastros de ninguna partida o signo de alguna otra actividad inusual. La taberna Los Siete Durmientes había cerrado esa noche y sólo una luz brillaba en el interior, donde sin lugar a duda, la señora Scattergood había encontrado alguna otra pobre desdichada para que le hiciera la limpieza.
Detrás de la tasca, una pareja de juerguistas volvían a casa dando voces y tumbos por la calle. Maddy reconoció sin vacilación a uno de ellos, Audun Briggs, un techador de Malbry, pero le costó unos momentos identificar al segundo…
… Su padre, el herrero.
Se sintió conmovida, pero continuó volando. No podía permitirse que nada la entretuviera. Sólo esperaba que Jed tuviera el sentido común de mantenerse bien alejado en caso de que hubiera problemas. Era su padre, después de todo, y preferiría que él -en realidad no sólo él, sino todos los aldeanos- estuviese fuera del alcance de las chispas cuando éstas empezaran a saltar por todas partes.
Cuando llegó a las afueras de la villa, el halcón y el águila comenzaron su descenso a menos de noventa metros por delante de ella.
Maddy los imitó y redujo la altura, dejándose caer desde una altitud superior. Se acercó hacia la torre de la iglesia y se situó detrás de su pequeño y grueso remate; luego, aleteó sin gracia alguna para aterrizar en el patio desierto de la iglesia.
La capa de plumas era fácil de quitar. Un encogimiento de hombros y un ensalmo le bastaron para desprenderse de ella. La muchacha la sujetó al cinturón y se abrigó lo mejor posible, pues, a diferencia de lo que le había ocurrido a los otros al adoptar sus aspectos, ella sí había retenido sus ropas bajo la capa de plumas. Magnífico. Esto le daba un poco más de tiempo.
Miró a su alrededor. No había nadie por allí. La iglesia estaba sumida en la penumbra, igual que la casa parroquial. Sólo brillaba una luz bajo los aleros. «Bien», se felicitó Maddy de nuevo. Encontró el camino, no sin lamentar la pérdida de su vista nocturna de pájaro, y echó a correr con sigilo pendiente abajo, hacia la plaza de la villa, ahora desierta justo cuando el reloj marcó la media.
Era el momento.
Loki era consciente de que se le acababa el tiempo mientras sobrevolaba Malbry. Se había devanado los sesos durante todo el viaje sin haber hallado solución alguna al problema concreto que se le había presentado.
El águila le capturaría y le destrozaría con sus garras en cuanto hiciera el menor intento de huir, pero…
…si se quedaba, tendría que enfrentarse a uno o a dos de sus enemigos; ninguno de los cuales tenía razones para apreciarle. Era plenamente consciente de que su única influencia sobre Skadi duraría exactamente lo que tardara en darse cuenta de que la había engañado una vez más, y en cuanto al General, ¿qué piedad podía esperar de él?
Incluso si se las arreglaba para huir durante la pelea o aprovechando la confusión posterior, ¿cuánto tiempo le duraría esa ventaja? Si Odín escapaba, pronto saldría en su busca, y si no lo conseguía, serían los vanir los que lo hicieran.
«Qué mala pinta tiene esto», pensó mientras comenzaba el descenso. Su única esperanza era que aquella chica, Maddy, se pusiera de su parte, aunque tampoco había muchas posibilidades de que eso fuera a suceder, pero habría muerto hacía poco por segunda vez de no ser por ella, que había optado por evitarlo. No sabía lo que esto podría significar, pero quizá…
El águila profirió otro grito agudo de aviso detrás de él.
– Eh, tú, apresúrate.
Loki descendió en picado dócilmente.
«Estrellas arcanas han prendido fuego a la noche», observó para sus adentros el finismundés cuando avanzó un paso y a través del círculo mágico formado por los dedos índice y pulgar vio los tenues rastros de los miles de idas y venidas que bullían de vida a su alrededor.
«Así que esto es lo que ve el Innombrable -pensó, alzando la vista hacia el cielo iluminado-. Me pregunto cómo consigue mantener la cordura».
Se quedó algo estupefacto ante aquella nueva conciencia. Entonces vio algo que le hizo contener de golpe el aliento. Dos ligeros trazos, uno violeta y otro de color azul helado, recorrían el cielo como cometas hacia Malbry. «Más demonios. Conviene darse prisa».
Llegó a la cárcel apenas unos minutos más tarde. Se quedó satisfecho al ver que los guardias aún estaban alerta, aunque uno le mostró una mirada algo nerviosa, como si esperara alguna reconvención por su parte.
– ¿Pasa algo? -inquirió con voz aguda.
Ambos guardias negaron con la cabeza.
– Podéis marcharos -comentó Elías Rede mientras buscaba la llave-. No os necesitaré en lo que queda de noche.
El guardián de aspecto más nervioso mostró ahora una expresión de alivio y se marchó enseguida tras realizar la más escueta de las despedidas. El segundo, Scattergood, del que el examinador recordaba el nombre, parecía no querer irse del todo.
Sus colores evidenciaban algo que no era del todo correcto, como si estuviera alterado, o tuviese algo entre ceja y ceja.
– Es un poco tarde -dejó caer, de forma educada, pero con una pregunta implícita en su voz.
– ¿Y…? -continuó el finismundés, poco acostumbrado a que se cuestionaran sus decisiones.
– Bueno -comenzó Dorian-, pensé que…
– Yo ya pienso por mi cuenta, gracias, chico -concluyó Elías Rede, haciendo el signo con el índice y el pulgar.
Los colores de Dorian se intensificaron repentinamente y el finismundés se dio cuenta de que el hombre no estaba nervioso, como había pensado en un principio, sino enfadado, lo cual no le preocupó lo más mínimo. Ya había tratado con un montón de catetos en sus tiempos, y era consciente de que la gente de pueblo a menudo se sentía resentida con el trabajo del Orden.
– ¿Chico? -retrucó Dorian-. ¿A quién creéis que estáis llamando chico?
El examinador dio un paso hacia él.
– Largo de aquí, chico -siseó, sosteniéndole la mirada, y sonrió cuando los colores del guardia fluctuaron del rojo del enfado a un inseguro naranja, y finalmente, a un marrón sucio.
Bajó los ojos, musitó algún comentario banal y después se marchó con una única mirada furtiva por encima del hombro, llena de resentimiento, hacia la noche.
Elías Rede se encogió de hombros. «Paletos», pensó.
Apenas era consciente de que ya había usado demasiadas veces esa palabra para Elías Rede, antes conocido como examinador número 4.421.974.
Odín alzó la mirada cuando se abrió la puerta. Estaba bastante lejos de poder soltarse, pero se las había ingeniado para liberar tres dedos tras mucho trajinar y pellizcar las cuerdas que ataban su mano derecha. No era suficiente, pero era un comienzo. Además, iba a pillar al examinador completamente desprevenido gracias a la intervención de Dorian Scattergood.
El finismundés entró en la cárcel con descaro, con el Buen Libro acomodado debajo del brazo. Ya se le había olvidado casi por completo el suplicio de la comunión; esa impresión de sentirse despreciable y el conocimiento de que la parte más trivial e íntima de su persona había sido expuesta y sometida al escrutinio despreocupado de algo inmensamente más poderoso…
Ahora se sentía bien. Fuerte. Imperioso.
Armado con su nueva conciencia, veía ahora que lo que había tomado por compasión en su espíritu no era en realidad más que profundos e impropios escrúpulos. Había sido lo bastante arrogante para creer que comprendía la voluntad del Innombrable.
Ahora la conocía mejor. También veía que había vivido los últimos treinta años de su existencia como un cazador de ratas por mucho que se considerase un guerrero.
«Hoy -pensó- comienza mi guerra. Ya no habrá más ratas para mí».
Todavía temblando con la exaltación de esta noble tarea, se volvió hacia su prisionero. El rostro del hombre estaba en sombras, pero el examinador vio de golpe que le habían quitado la mordaza.
«¡Ese estúpido guardia!» Sintió un repentino fastidio, pero nada más. El prisionero aún tenía las manos a la espalda y los colores desvaídos reflejaban su agotamiento. Raedo brillaba de forma extraña, como una mariposa azul contra su piel curtida por los elementos, a través de su arruinado ojo izquierdo.
– Sé quién eres -le anunció el examinador en un arrullo mientras abría el Libro-, y también conozco tu nombre verdadero.
Odín no se movió. A pesar de que protestaron todos sus músculos, permaneció prácticamente petrificado. Sabía que iba a disponer de una sola oportunidad, una nada más. Contaba con el factor sorpresa de su parte, pero se hacía pocas ilusiones en cuanto a su posible éxito en caso de enfrentarse al poder de la Palabra. Aun así, si conseguía anticiparse…
Mantuvo las manos a su espalda y trabajó en las runas, consciente de que apenas le quedaba energía mágica y de que no tendría posibilidad de intentarlo por segunda vez si cometía un error, pero también de que en algunas ocasiones una piedra lanzada al aire podría bastar para desviar un golpe de martillo.
Hizo caso omiso al dolor y bajó los dedos con lentitud. La runa Tyr había comenzado a tomar forma. Tyr, el Guerrero, que alguna vez había adornado una espada mental de tal poder que le había hecho prácticamente invencible en la batalla, ahora había quedado reducida a una esquirla de luz rúnica no mayor que una uña de la mano…
…pero seguía afilada. La pequeña hoja curva liberó un cuarto dedo de sus ataduras y luego el pulgar. Odín flexionó la mano derecha, frotando la palma con suavidad con el dedo corazón, con el mismo gesto con el que un hilandero da vueltas al hilo.
El movimiento del preso fue demasiado sutil para ser visto por el captor finismundés, aunque sí percibió su reflejo en los colores del Tuerto, un oscurecimiento que mostraba algún tipo de intención que le hizo entrecerrar los ojos. ¿Tramaba algo aquel cazurro?
– Veo que querrías matarme -le dijo, observando cómo el azul de la energía mágica del prisionero se tornaba en un púrpura relumbrante, similar al de una hinchada nube de tormenta. Odín no despegó los labios mientras sus dedos no cesaban de trabajar a su espalda-. ¿Y no me vas a decir nada? -continuó el examinador, sonriente-. Te lo aseguro, no hay problema.
Sostuvo el Libro de las Palabras y lo abrió por el capítulo uno, el de las Invocaciones.
En otras palabras, nombres.
«Se necesita una clase superior de coraje para torturar a un hombre», reflexionó el examinador. No todo el mundo lo tenía, ni eran todos los llamados a la tarea. Incluso él, a pesar de su aparente verborrea audaz, nunca había sido requerido a tratar con nada mucho más grande en la escala de los seres que un jamelgo marcado por una runiforma, o una madriguera llena hasta los topes de trasgos.
Y ahora podría utilizar la Palabra contra un hombre.
La perspectiva le causó cierto mareo, pero no a causa del horror, de eso sí que se dio cuenta. Estaba emocionado.
Claro, ya conocía sus efectos. Ya la había visto en acción hacía treinta años, cuando apenas era un tapón. Le había hecho entonces sentirse enfermo: el odio de la criatura, las maldiciones; y al final, cuando había realizado ya las últimas invocaciones, el desconcierto casi humano en sus ojos llenos de dolor.
Ahora sintió una explosión de alegría justificada. Este iba a ser su momento de gloria. Había recibido para la realización de aquella tarea un poder por el cual muchos magistrados suspiraban en vano durante años. Él iba a mostrarse merecedor de dicho honor, oh, sí, aunque tuviera que vadear a través de ríos de sangre preternatural.
La Palabra empezó a tomar forma a su alrededor mientras daba comienzo a la lectura con voz alta y resuelta.
Yo te llamo Odín, hijo de Bor.
Te llamo Grim y Gangleri,
Herían, Hialmberi,
Tekk y Tridi; Tund y Unn.
Te llamo Bólverk, Grímnir, Helblindi, Hárbard,
Svídur, Svídrir…
Llegados a este punto, Odín ya no podía esperar más. Sacó una mano de detrás de la espalda con un gesto brusco y lanzó Tyr contra el examinador con todas sus fuerzas al tiempo que liberaba la mano izquierda de sus ataduras y formaba Naudr, invertida, para soltar las cadenas que le sujetaban.
El arma era pequeña, pero voló en la dirección correcta. La runa zumbó a través del aire, mordió profundamente el pulgar del examinador y cortó las páginas del Buen Libro antes de clavarse en el costado del finismundés.
Allí quedó alojada, y aunque, por desgracia para el cautivo, no entró lo bastante profundo para matar al hombre, al menos sí bastó para derramar su sangre con tal abundancia que durante un momento Odín se alzó con la mano ganadora. Saltó hacia el examinador, no con encantamientos ahora, sino con su propia fuerza, haciendo caer el Libro de sus manos y empujando al hombre contra la pared de la cárcel.
El examinador no tenía nada de guerrero y profirió un grito de alarma. Odín se le echó encima y se las habría apañado para dominarle si no hubiera sido porque se abrió la puerta de la cárcel en ese mismo momento y aparecieron tres hombres en la entrada.
Uno era Audun Briggs. El segundo era Jed Smith. Y el tercero era Nat Parson, con el rostro encendido con un fuego de mil diablos.
Mientras tanto, Loki había encontrado el rastro del examinador alrededor de la cárcel. Lo había visto antes; era de un extraño color verdoso, brillante, sí, pero de un modo algo enfermizo, con un fulgor parecido al fuego del Santo Sepulcro.
Vio también al párroco con la pareja de esbirros, aunque estaban demasiado preocupados con lo que estaba sucediendo en la cárcel como para prestar ningún tipo de atención al pequeño pájaro marrón que se posó en la cerca, no muy lejos de ellos. El as se despojó a toda prisa de su aspecto de pájaro. Una mirada sobre su hombro le mostró que Skadi se había posado no mucho más lejos, sin más atavío que su propia piel desnuda, pero con el látigo rúnico ya listo en la mano.
«Allá va -pensó-. Muerte o gloria». De los dos, no sabía con seguridad a cuál temer más.
Odín vio entrar a los tres hombres. Se volvió instintivamente para luchar y recibió de lleno en el hombro el dardo que le lanzó Jed Smith. El flechazo le clavó contra la pared y le mantuvo allí durante unos cuantos segundos. El cautivo echó mano al astil de la flecha e hizo fuerza en un intento infructuoso de sacársela.
– ¿Examinador?
Nat corrió hacia el hombre caído. El finismundés estaba pálido, pero todavía consciente. Se sujetaba el vientre con las manos ensangrentadas. A sus pies, yacía abierto el Buen Libro, casi partido en dos por la espada mental que le había abatido.
Apartó a un lado al párroco con impaciencia.
– ¡El prisionero! -jadeó.
Nat sintió una punzada de resentimiento.
– Está a salvo, examinador -aseguró a su invitado.
– ¡Reducidle! -ordenó con voz entrecortada el examinador, mientras buscaba a tientas su Libro-. ¡Sujetadle y amordazadle mientras invoco la Palabra!
Nat Parson le dedicó una mirada de medio lado. Vaya, así que el examinador le pedía ayuda ahora, ¿no? «Educado como siempre, ¿eh, Señor Abstinencia? ¡Pero ya no somos tan guays con un agujero en las tripas!»
Sin embargo, se apresuró a obedecer la orden, uniéndose a Audun Briggs para medio arrastrar a Odín hacia el lado más lejano de la cárcel mientras Jed Smith los mantenía a cubierto del prisionero, con una segunda flecha preparada en el arco.
Aunque no tenía necesidad de él, a pesar de todo. Ya no le quedaban ganas de lucha al Bárbaro. Una vez más atado y amordazado, no podía hacer nada, salvo observar al examinador, arrastrándose a sus pies (con la ayuda del párroco), preparado para completar el cántico:
Te llamo Tror, Átrid, Oski, Veratyr…
Y ahora Odín podía sentir la inminencia de la llegada de la Palabra.
Thund, Vídur, Fiólsvid. Ygg.
La mordaza sofocó una maldición mientras toda su voluntad luchaba contra la fuerza de la Palabra; pero la voluntad de Odín flaqueó conforme su sangre empapaba el suelo endurecido. Recordó cómo el examinador le decía «Tu tiempo se ha agotado» y de pronto, surgió de entre la ira y la pena un sentimiento de profundo e innegable alivio.
No cabía duda alguna de que algo sucedía en el edificio de la cárcel. La muchacha podía sentirlo y luego fue capaz de verlo cuando Bjarkán mostró en el frío aire de la noche cómo dos firmas mágicas, las de Skadi y Loki, se acercaban al otro lado de la plaza sin haberse percatado todavía de la presencia de Maddy. Ella se aproximó a la única puerta de la cárcel al amparo del haz de sombra proporcionada por el edificio orlado por la luz de la luna.
Comenzó a digitar con la mano la forma familiar de Hagall, la Destructora.
A menos de cuatro metros, el examinador se preparaba para desencadenar la Palabra.
La Palabra en sí misma es insonora por completo…
…como Nat ya sabía tras su experiencia en el alcor del Caballo Rojo. La Palabra se forma, no se pronuncia, aunque en la mayoría de los casos venía precedida por toda una serie de versos y cánticos compuestos para darle mayor poder.
El párroco volvió la vista hacia el Libro que el finismundés sostenía en las manos. Nunca antes había visto abierto el Libro de las Palabras. La lista de nombres en la página masacrada llenaba nueve versos y el efecto de su lectura en el prisionero había sido dramático, pues se había desplomado de forma fulminante en el suelo de la cárcel, con su único ojo relumbrando de modo desafiante mientras la runiforma de su rostro brillaba con una luz antinatural.
El examinador también parecía exhausto; sus manos buscaban algo a tientas en el Libro abierto.
– Dejadme que lo sostenga -se ofreció Nat, estirándose para cogerlo.
El examinador no protestó y dejó caer el Libro en las manos del párroco sin que apenas pareciera escuchar sus palabras.
– Te exijo una respuesta -la voz del examinador sonaba ronca por el esfuerzo. Sus ojos se fijaron en el prisionero; sus manos ensangrentadas temblaban-. Contéstame a esto y contéstame con la verdad. ¿Dónde se encuentra el Pueblo de los Videntes? ¿Dónde se esconden? ¿Cuántos son? ¿Cuáles son sus armas? ¿Qué planes tienen?
El cautivo gruñó bajo su mordaza.
– Te digo, ¿dónde están?
Odín se retorció y sacudió la cabeza.
Nat Parson se preguntó cómo podía esperar el finismundés conseguir una confesión fuera la que fuese de un hombre al que se había asegurado de privar de la palabra con tanta eficacia.
– Quizá si le quito la mordaza, examinador…
– ¡Estate quieto, estúpido, y apártate!
Ante eso, Nat saltó como si le hubiera abofeteado.
– Examinador, debo protestar…
Pero éste no le escuchaba. Sus ojos se entrecerraban como los de un hombre que casi -aunque no del todo- podía obtener por fin lo que buscaba, y se inclinaba hacia delante, hasta que la Palabra sonó sin ningún sonido perceptible en el aire.
En toda la aldea, los perros vieron cómo se les erizaba el lomo, las puertas de los aparadores se abrieron súbitamente y los durmientes pasaron de un sueño incómodo a otro.
– ¿Dónde está el Pueblo de los Videntes? -siseó de nuevo, haciendo un pequeño signo extraño con su índice y su pulgar.
Y ahora el párroco estuvo seguro de que podía percibir una especie de luz coloreada que rodeaba al prisionero y al examinador como un humo aceitoso. Se deslizó alrededor de ellos en espirales perezosas, y con sus manos el examinador agitó y batió el aire iluminado como una costurera cardando sedas.
Pero había más, intuyó el párroco. Había palabras en los colores. Casi podía oírlas aleteando como polillas en torno a una luz. No salió ni una palabra del prisionero en el suelo, pero de algún modo el examinador le estaba haciendo hablar.
Y ahora Nat se dio cuenta con excitación creciente de que lo que había tomado por colores y luces eran en realidad pensamientos, pensamientos extraídos directamente de la mente del Bárbaro.
Sin lugar a dudas, Nat sabía muy bien que no debería estar observando todo esto. Los misterios del Orden estaban celosamente guardados, ése era el motivo por el cual el Libro de las Palabras permanecía cerrado. Él sabía con exactitud lo que correspondía hacer: apartarse, con los ojos bajos, bien fuera del alcance de todo aquello y dejar que el examinador llevara a cabo el interrogatorio…
…pero Nat era ambicioso y la perspectiva de tener la Palabra cerca, tan próxima que prácticamente era capaz de tocarla, eliminó tanto la precaución como el sentido del deber. En vez de eso, se acercó más, hizo el mismo extraño signo que había visto hacer al examinador y en un segundo la visión verdadera le envolvió, haciéndole girar al instante en un remolino de luces y firmas mágicas.
¿Podría esto simplemente ser… un sueño?
De ser así, era uno con el que Nat Parson nunca había soñado antes.
– ¡Oh, qué maravilloso! -suspiró, y se acercó aún más sin poder evitarlo.
Durante un segundo captó el ojo del prisionero y algo circuló entre ellos, algo íntimo. El examinador sintió algo similar a un golpe de aire, pero el párroco estaba entre medias, maldito fuera el estúpido, y en el medio segundo que le costó apartarse, la preciosa información se había perdido.
El examinador lanzó un aullido a la vez de ira y frustración.
Nat Parson siguió mirando fijamente al prisionero, con los ojos dilatados de asombro por el nuevo conocimiento obtenido.
En ese momento la puerta de la cárcel se abrió de golpe girando sobre las bisagras y un rayo de letal luz azul atravesó la habitación.
«Voy a morir», pensó el párroco mientras se acurrucaba en el suelo. Tenía una vaga conciencia de la presencia de Audun y Jed que hacían lo mismo en estos momentos; a su lado yacía el examinador, casi rígido ya, con las manos extendidas como si intentara escapar a la aniquilación.
No quedó duda ninguna en la mente de Nat de que el hombre estaba muerto, ya que el rayo casi le había partido en dos. El Buen Libro estaba allí en el suelo, a su lado, con las páginas dispersas y chamuscadas por la explosión.
Pero incluso entonces siguió sintiendo curiosidad. Mientras los otros dos escondían los ojos, él alzó los suyos, hizo un círculo con el índice y el pulgar y vio a sus atacantes: una mujer casi desnuda y demasiado hermosa para mirarla, rodeada por un halo de fuego frío, y un joven en el mismo estado de desnudez con una sonrisa torcida que hizo que el párroco se echara a temblar.
– Cógelo -ordenó Skadi.
– Espera un poco -replicó Loki-. Me estoy congelando vivo. -Avanzó hacia Audun, evitando a Jed y a Nat, que todavía yacían en el suelo de la cárcel-. Esta túnica me irá bien -le dijo a Audun-, ah, y las botas. -Le quitó en un pispas ambas prendas, dejando al guardia en ropa interior-. No es que sea un equipo perfecto -comentó Loki-, pero teniendo en cuenta las circunstancias…
– Te he dicho que lo cojas -repuso bruscamente Skadi, con impaciencia creciente.
El as se encogió de hombros y dio un paso por encima del prisionero.
– Levántate, hermano mío -le dijo, digitando una runiforma que hizo caer las cadenas-, aquí viene la caballería.
Odín se levantó. «Uf, tiene un aspecto espantoso», pensó Loki. Lo que serían buenas noticias en cualquier otro momento, pero no en éste, ya que habían contado en buena medida con la protección del General.
Skadi se adelantó y alzó su artefacto mágico. El látigo rúnico siseó y su punta se bifurcó como la de la lengua de una serpiente.
– Y ahora -añadió-, dame al Susurrante.
Loki consideró la idea de cambiar a su aspecto ígneo, pero la rechazó porque sería un desperdicio de energía mágica. Skadi se encontraba de pie delante de él, con Isa bien preparada, y por muy rápido que él fuera, se temía que ella lo sería más.
– No tengas duda de que mantendré mi parte del trato hasta el final -comentó, sin apartar la vista del látigo rúnico que chasqueaba y siseaba como si fuera un relámpago embotellado-. Hasta el final.
La expresión de Skadi, habitualmente fría, se convirtió en helada.
– Te he avisado -le dijo en voz baja.
– Y yo te he respondido con claridad. Te prometí al Susurrante y lo tendrás, no temas -le echó una mirada a Odín-, cuando todos salgamos de aquí sanos y salvos.
Quizás Odín estuviera débil, pero eso sí, no había perdido ni un ápice de su agilidad mental. Conocía a Loki lo suficiente para comprender el juego que estaba jugando y cómo seguírselo, estando las cosas como estaban. Podría ser que estuviera mintiendo, lo más probable era que así fuese, pero tanto si tenía al Susurrante como si no, no era el momento de entrar en disputas.
– Ese no fue el trato -replicó Skadi, acercándose aún más.
– Intenta pensar -intervino Odín, con voz serena-, ¿crees tú que cualquiera de nosotros lo habría traído hasta aquí como si fuera una chuchería sin valor? ¿O más bien no lo habríamos escondido en algún lugar donde estuviera a salvo, en un lugar donde nadie lo encontrara con facilidad?
Skadi asintió.
– Ya veo -añadió y entonces se dio media vuelta y alzó el artefacto mágico-. Bien, Sirio, creo que con esto cerramos nuestro negocio -comentó y descargó un golpe con el látigo rúnico que cayó con un chasquido capaz de partirle a uno la cabeza.
Por poco no le da a Loki, y abrió un trozo de la pared de casi metro y medio de largo justo en el lugar donde había estado.
Nat, Jed y Audun, los tres pegados al suelo con la esperanza de pasar desapercibidos, intentaron apretarse aún más al suelo de la cárcel.
Loki le lanzó a su hermano una mirada apreciativa.
– No sé si te has dado cuenta, pero acabo de salvarte la vida.
– ¿Y crees que eso importa? -preguntó Skadi-. ¿Tú crees que eso compensa todo lo que has hecho?
– Bueno, no exactamente -respondió Loki-, pero podríais necesitarme cualquier día de éstos…
– Creo que prefiero correr el riesgo.
Alzó el artefacto mágico. Una Isa dentada se agitó en el aire.
Pero entonces fue Odín el que dio un paso adelante. Ahora parecía mayor, con el rostro curtido y la camisa manchada con sangre fresca, sin embargo sus colores relampaguearon presos de una súbita furia.
Skadi le encontró bloqueándole el paso y le miró fijamente, atónita.
– No puedes ir en serio -replicó-. ¿Acaso vas a brindarle ahora tu protección?
Odín simplemente la miró con inquietud. A Nat, que le estaba observando, le pareció que sus colores le envolvían como en una capa de fuego azul.
– No -repuso Skadi-.Ya he esperado demasiado.
– Lleva razón. Puede que le necesitemos -insistió Odín.
– ¿Después de lo que pasó en el Ragnarók?
– Pues no han cambiado ni nada las cosas desde el Ragnarók.
– Algunas cosas nunca cambian. Él va a morir. Y en cuanto a ti… -La vanir fijó en Odín su mirada fría.
– Continúa -musitó él en voz muy baja.
– En cuanto a ti, Odín, mi tiempo con los æsir ya ha pasado. No tengo ninguna disputa pendiente contigo, al menos aún, pero no me imagino de qué modo puedes considerar que soy algo tuyo para que puedas darme órdenes. Y nunca oses interponerte en mi camino.
Detrás de ella, Nat observaba hipnotizado. La puerta permanecía abierta, apenas a dos metros, y sabía que debía aprovechar su oportunidad para huir antes de que los demonios repararan en él, pero aquellos seres ejercían sobre él una terrible fascinación y el hechizo subyugante de los mismos le retuvo allí.
Resultaba obvio que eran los videntes. Lo había adivinado de pronto, en cuanto el examinador lanzó la Palabra. «Esto es lo que los hace ser dioses -pensó excitado-, el Pueblo de los Dioses o demonios; y con ese poder, ¿a quién le importa?»
Ahora los tres videntes se enfrentaban entre ellos. Para Nat tenían el aspecto de columnas de llamas de color zafiro, violeta e índigo. Se preguntó cómo era posible que pudiera seguir viéndolos cuando el examinador estaba ya muerto, y recordó el momento del contacto entre él y el Bárbaro, el momento en que había mirado dentro de los ojos del hombre y había visto…
¿Qué era, exactamente, lo que había visto?
¿Qué era, exactamente, lo que había oído?
Los videntes estaban discutiendo. El párroco entendió vagamente el porqué: la mujer de hielo quería matar al hombre pelirrojo, y el Bárbaro, que no era ningún bárbaro sino algún tipo de señor de la guerra para los videntes, quería detenerla.
– Ten cuidado, Odín -le advertía ella en este momento, en voz baja-. Dejaste tu soberanía en la Fortaleza Negra. Ahora no eres más que otro nombre del pasado agotado con delirios de grandeza. Déjame pasar o te partiré en dos ahí justo donde estás.
«Y ya lo creo que lo haría», pensó Nat Parson. Esa cosa que llevaba en la mano estaba en plena explosión de furia. El Bárbaro, sin embargo, no pareció conmovido. «Está tirándose un farol», pensó Nat; desde luego, si fuera él, tampoco habría considerado la idea de moverse.
– Es tu última oportunidad -insistió ella.
Y entonces algo que parecía como un pequeño fuego artificial de gran intensidad y poder espectacular pasó a toda velocidad sin hacer ningún ruido sobre la cabeza de Nat y golpeó a la mujer en la parte más estrecha de la espalda, echándola bruscamente en brazos del Bárbaro.
Nat se dio la vuelta y vio al recién llegado, que aparecía envuelto en un fabuloso resplandor de luz roja y dorada. «Una mujer -pensó-, no, una niña», envuelta en una chaqueta masculina y una camisa artesanal, con el pelo suelto, los brazos extendidos y una esfera de fuego en cada mano.
«Por las Leyes -pensó-, ésta hace parecer a los otros velas de a penique», y entonces captó la imagen del rostro de la chica y soltó un ronco grito de incredulidad.
– ¡Es ella! ¡Ella!
Durante unos segundos Maddy se le quedó mirando, con los ojos llenos de luces danzantes. El párroco casi se derrite y después ella pasó por su lado sin despegar los labios. La primera cosa que hizo fue comprobar el estado del Bárbaro.
– ¿Te encuentras bien?
– Estaré mejor luego -contestó Odín-, pero me he quedado sin energía mágica.
Ahora Maddy se agachó al lado de la Cazadora herida y la encontró con vida, pero aún inconsciente.
– Vivirá -comentó Odín, adivinándole el pensamiento-. Ya sabía yo que esas habilidades tuyas terminarían siendo algún día de utilidad.
Loki, que se había tirado al suelo en el momento en que el rayo mental había sido disparado desde la puerta, ahora se quitaba el polvo haciendo gala de una gran despreocupación y le dedicó a Maddy una amplia sonrisa torcida.
– Llegaste justo a tiempo -asintió-. Ahora vamos a deshacernos de la Reina del Hielo… -espetó al tiempo que alzaba la mano y empezaba a digitar Hagall, la Destructora.
– No lo hagas -replicaron Maddy y Odín a la vez.
– ¿Qué? -inquirió Loki-. En el momento en que se recupere saldrá detrás de nosotros.
– Si la tocas -repuso Maddy, digitando Tyr-, seré yo quien vaya detrás de ti. Y en cuanto al resto de vosotros -añadió, volviéndose hacia Nat y los otros dos-, creo que ya ha habido bastante violencia por aquí. No quiero ver nada más.
Miró a Jed Smith, que la observaba con horror, y su voz tembló, pero sólo una vez.
– Lo siento, papá -le dijo con tono dulce-. Hay demasiadas cosas que no te puedo explicar. Yo… -Hizo un alto en ese momento, consciente del absurdo de intentar explicarle que la hija que él había conocido durante catorce años se había convertido en una completa extraña-. Cuídate mucho -dijo, al final-, y cuida de Mae. Yo estaré bien. Y vosotros -prosiguió, dirigiéndose hacia Nat y Audun Briggs- más vale que os vayáis. No querréis estar aquí cuando Skadi se despierte.
Eso fue suficiente para los tres hombres. Se marcharon con prisa y sólo Jed osó volver la vista atrás para mirarlos de reojo antes de desvanecerse en la noche.
Loki hizo ademán de seguirlos.
– Bueno, gente, si eso es todo…
– No es todo -replicó Odín.
– Ah -siguió Loki-, mira, viejo amigo, no es que no aprecie la reunión. Quiero decir, ha pasado mucho tiempo y todo eso, y es estupendo que las cosas te hayan ido bien y tal, pero…
– Cierra el pico -soltó Maddy.
Loki se calló.
– Y ahora escuchadme los dos.
Y ambos atendieron.
La-Bolsa-o-la-Vida estaba fracasando en su intento de sofocar la rebelión desatada en los túneles del subsuelo de la colina del Caballo Rojo. La ausencia del Capitán y la crisis creciente del Ojo del Caballo habían terminado por generar un ambiente levantisco. Bolsa era consciente de que el asunto se le había ido de las manos y sólo la convicción de que el Capitán seguía con vida y además era perfectamente capaz de culparle a él solo por todo aquel lío hizo que no se uniera en el pillaje a la turba, que recorría el lugar haciendo estragos y destruyéndolo todo a su paso.
– Sólo te lo diré una vez -le contaba su amigo Pepinillo-al-Viento-, cuando regrese y se encuentre este follón…
– ¿Y cómo va a volver? -le interrumpió un trasgo llamado Capaz-y-Tenaz-. El Ojo está cerrado y han invertido la entrada. Vamos a tener que ponernos a hacer túneles como conejos para poder salir al Supramundo, y cuando consigamos salir, habrá guardias, partidas y vete a saber qué por todos lados. Yo digo que hagamos el equipaje, nos llevemos lo que merezca la pena llevarse y saquemos a los demás de aquí mientras aún sea posible.
– Pero el Capitán… -protestó Bolsa.
– Que se pudra -replicó Capaz-y-Tenaz-. Diez a uno a que está muerto, de todas maneras.
– Hecho -repuso Pepinillo, oliéndose una apuesta.
Bolsa parecía nervioso.
– Realmente no creo que… -comenzó.
– ¿Ah, no? -le interrumpió Capaz, sonriente-. Bueno, te doy una ventaja, para que lleves la delantera. Un barril de cerveza a que está muerto, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -afirmó Pepinillo, chocándole la mano.
– De acuerdo -dijo Bolsa-, pero…
– De acuerdo -añadió una voz agradable, y bastante familiar, detrás de ellos.
– Ah -se le escapó a Bolsa, mientras se daba la vuelta lentamente.
– Eres La-Bolsa-o-la-Vida, ¿no? -le espetó Loki.
Bolsa hizo un sonido estrangulado de protesta.
– Justo eftábamos hablando de vos, Capitán, señor, y justo eftábamos diciendo que folferíais a tiempo… ¡Ejem!… A tiempo de jasegurarnos que todo estafa preparado y para janticiparnos vuestras órdenes, y nosotros… ¡Ejem!
– Bolsa, ¿te has resfriado? -comentó Loki, simulando una falsa preocupación.
– No, señor, Capitán, señor. Simplemente estábamos especulando, ¿no, chicos?…
Se volvió en busca del apoyo de los demás y vio, para su sorpresa, que ya se habían largado.
Habían tenido que combinar todas sus fuerzas para invertir las runas y abrir la colina. Tal como estaban las cosas, la onda expansiva había hecho desaparecer para siempre el Ojo del Caballo, y ahora había abierto un túnel oscuro que se perdía en el Trasmundo.
Loki no quería llevarles allí, pero de todas formas, Maddy le había convencido. De cualquier modo, Odín, estando tan debilitado como estaba, no era capaz de cambiar su aspecto y era inútil esperar que pudieran llegar lejos con una sola capa de plumas para los dos.
No, había dicho ella, la única cosa que tenía sentido era mantenerse en el Trasmundo cuanto más tiempo pudieran mejor y explorar las posibilidades de su nueva camaradería.
«¿Camaradería?» Ella se dio cuenta de que Loki se sentía tan incómodo con la idea como el Tuerto, pero no tenía nada de tonto y con Skadi en pie de guerra había visto con rapidez las ventajas de mantenerse juntos.
Ahora estaban en sus habitaciones privadas, con comida y vino que había traído Bolsa, y hablaban. Nadie comió mucho, salvo Maddy, que tenía un hambre canina; Odín bebió sólo vino y Loki se sentó a un lado y parecía tenso e incómodo.
– Debemos permanecer juntos -insistió Maddy-. Apartar nuestras diferencias y trabajar en equipo.
– Eso es fácil decirlo para ti -replicó Loki-. A ti no te han matado en Ragnarók.
– ¿Matado? -preguntó Maddy.
– Bueno, o algo así -admitió Odín-. Ya sabes, generalmente no te dejan entrar en la Fortaleza Negra del Averno si todavía estás vivo.
– Pero si os mataron, entonces, cómo…
– Es una larga historia, Maddy. Quizás algún día…
– De cualquier modo, estamos acabados -comentó Loki, interrumpiéndolos-. Tenemos al Orden tras nuestra pista, los Durmientes han despertado…
– No todos -repuso Maddy con rapidez.
– ¿Ah, no? ¿Y cuánto tiempo crees que va a tardar Skadi en despabilar a los otros?
– Bien -dijo Odín-, al menos no tienen al Susurrante.
Maddy examinó sus uñas con mucha atención.
– No lo tienen, ¿no?
– Bueno, tanto como eso, no.
– ¿Cómo? -ahora su voz sonaba aguda-. Vamos a ver, Maddy, está a salvo, ¿no? ¿Dónde lo has dejado?
Se hizo un silencio bastante incómodo.
– ¿Que lo escondiste dónde? -aulló Loki.
– Bueno, pensé que estaba haciendo lo más correcto. Skadi te habría matado si no hubiera pensado en algo.
– Me matará de todas formas -dijo el Embaucador-.Y también a ti por haberme ayudado. Y en lo que respecta al General, le matará asimismo. -Le echó una mirada a Odín-. A menos que te saques algún truco fabuloso de la manga, lo cual dudo bastante…
– No lo tengo -replicó Odín-, pero sí sé que si los vanir están despiertos, entonces realmente sólo hay una cosa que nos queda por hacer.
– ¿El qué? ¿Rendirnos? -dijo Loki.
Odín le lanzó una mirada de aviso.
Loki puso un dedo sobre sus labios llenos de cicatrices.
– Algunos de los vanir me son leales -afirmó Odín-, y podemos atraer a los demás. No nos podemos permitir enfrentarnos unos a otros. Necesitaremos toda la ayuda que seamos capaces de conseguir si vamos a presentar batalla contra el Orden.
Loki asintió. Su sonrisa había desaparecido; ahora parecía impaciente, casi nostálgico, como había estado al lado de la chimenea cuando le habló a Maddy de la inminencia de una guerra.
– ¿Y crees que vamos a hacerlo?
– Creo que debemos… -la voz de Odín sonaba grave-. Lo he sabido desde que la encontré cuando tenía siete años, salvaje como un lobezno, con esa marca en su mano. No sabría decir cómo ha llegado a este pueblo, pero todos los signos estaban allí desde el primer momento, tanto la runiforma completa, nada más y nada menos que Aesk, como una habilidad innata para arrojar runas mentales, incluso su nombre…
– ¿Mi nombre? -inquirió Maddy. Ambos la ignoraron.
– Ella nunca lo sospechó -continuó Odín-, la alimenté con cuentos y medias verdades preparadas al efecto, pero yo lo supe desde el principio. Lo llevaba en la sangre. No te puedes imaginar la de veces que quería contárselo, todas las veces que quise rendirme a sus demandas y llevarla a Finismundi conmigo.
– ¿Decirme qué? -insistió Maddy, que comenzaba a perder la paciencia-. ¿Qué hay en Finismundi? Tuerto, ¿qué es lo que no me has contado?
– Pero yo sabía que aquí estaba a salvo -replicó Odín, ignorándola-. Sabía que no sufriría ningún daño real mientras viviera en este valle, al lado del Caballo Rojo. Quizás algunas molestias por parte de los otros chicos, pero no más…
– ¡Algunas molestias! -gritó Maddy, pensando en Adam Scattergood.
– Ah, sí, poca cosa -le contestó Odín de forma brusca-. No es fácil ser dios, ya sabes. Has de asumir las responsabilidades. No todo son tronos dorados y castillos en las nubes.
Maddy se le quedó mirando fijamente, con la boca un tanto entreabierta.
– ¿Un dios?
– Dios, vidente, demonio, dilo como te plazca.
– Pero yo soy una ígnea -repuso Maddy-. Me lo has dicho tú mismo.
– Te mentí -replicó él-. Sé bienvenida al clan.
Ella se limitó a mirarlos fijamente a los dos.
– Estáis locos. Yo soy la hija de Jed Smith, de la aldea de Malbry. Una runiforma y unos cuantos encantamientos no me convierten en miembro del Pueblo de los Videntes. No me hace una de vosotros.
– Oh, ya lo creo que sí -intervino Loki, sonriente-. Eso fue predicho hace siglos, pero ya sabes lo que dicen, nunca confíes en un oráculo. Su talento está mal dirigido. Suena profético, pero no tiene ningún sentido hasta que ya ha sucedido.
– ¿Y eso es lo que soy? -gritó Maddy.
– ¿No lo habías adivinado? ¿Con todas esas pistas y no lo habías descubierto?
– Dime, Loki -gruñó ella-. O te juro que te dejo frito, tanto si somos parientes como si no.
– De acuerdo -dijo Loki-. Sigue ocultando la cabeza.
– Entonces, dime -insistió Maddy-. Si no soy la hija de Jed Smith, entonces, ¿quién soy?
Odín le dedicó una sonrisa auténtica, que le confirió a su rostro adusto una especie de ternura.
– Tu nombre es Modi -contestó al final-. Eres mi nieta.