Los muertos lo saben todo, pero les importa un bledo.
Lokabrenna, 9:
Muchos caminos conducen al Hel. De hecho, podría discutirse si no era cierto que todos los caminos llevaban al Hel, eje incuestionable en torno al cual pivotan el Orden y el Caos, donde ninguno de los dos predomina y nada ni nadie cambia.
Al igual que el Orden perfecto, el Caos puro es prácticamente inhabitable. Las numerosas criaturas que actúan bajo su influencia, como demonios, monstruos y otros seres similares, son meros satélites que se deleitan en el Caos igual que la tierra en el calor del sol, conociendo al dedillo los peligros de una excesiva exposición. El Sueño también tiene sus reglas, aunque no sean necesariamente las de ningún otro lugar, pero está demasiado cerca del Caos para que nadie se encuentre a gusto, de ahí que sean tan pocos los que se atrevan a demorarse allí mucho tiempo, y en cuanto al Averno, hay que estar loco para pensarlo siquiera.
Loki había sopesado todos estos argumentos con creciente desazón mientras él y Maddy recorrían el largo y transitado camino al Hel, que, por razones evidentes, era muy accesible y estaba en mejor estado de lo que cabía esperar, razón por la cual el piso de piedra del corredor mostraba un surco perfectamente nítido a pesar de que los muertos dejaban menos huella que los vivos. Un billón de viajeros hastiados del mundo, quizá más, había rozado los muros de roca del pasadizo hasta dejarlos tan pulidos como un espejo.
Eso no significaba que el Hel fuera el destino final de todos ellos. «Eso habría sido demasiado llevadero», rezongó Loki. No, más allá del Inframundo se extendía el Averno, que en sí mismo no era mucho más que una isla entre las muchas que jalonaban el ancho cauce que marcaba la línea divisoria entre el Trasmundo y el Más Allá, donde estaba el Caldero de todos los Ríos, eterno y letal incluso para los muertos.
El Susurrante había permanecido en un misericordioso silencio conforme se acercaban más y más al Inframundo, pero Loki percibía su alborozo con tanta claridad como su miedo, un entusiasmo lo bastante persistente como para ponerle a prueba y llevarle al límite cuando se encontrara en apuros, y eso iba a suceder. La energía mágica de Loki no era la más fuerte y le causaba desconsuelo saber que el Susurrante podía deslizarse dentro de su mente en cuanto se le antojara y dejarla hecha un guiñapo.
Sin embargo, por el momento le había dejado solo y el Embaucador suponía que detrás de ese silencio se ocultaba una cautela que no había estado presente al principio del viaje.
Loki había entrevisto los pensamientos del Susurrante, o eso le parecía, y había descubierto que no se fiaba de lo que pudiera ver o de lo que pudiera decirle a Maddy a pesar de disfrutar del poder que tenía sobre él, razones por las que apenas les había dicho nada a ninguno de los dos y no se había vuelto a repetir el incidente del cruce del río. Aun así, Loki padecía una gran jaqueca, como si la tormenta estuviera en ciernes.
Habían hecho un alto después de vadear el río para reanudar la marcha tras tres horas de sueño, comer un mendrugo de pan y beber un sorbo de agua. Andaban con la vista fija al frente, sin mirar nunca a los lados, y hablando entre ellos únicamente cuando era necesario. Habían abandonado el Supramundo a las once de la mañana anterior y sí alguien le hubiera dicho a Maddy que desde entonces apenas habían transcurrido doce horas, jamás le habría creído.
Empero la muchacha caminaba sin proferir ni una sola queja y Loki, que había previsto que a esas alturas del viaje habría dado media vuelta, no la perdía de vista con creciente desasosiego conforme emprendían el último tramo del recorrido.
Vale de los muertos en el camino había sido vale hasta ese momento, pero ahora se apretujaban en una fétida vecindad alrededor de un centenar por pie cúbico. Los difuntos bajaban o continuaban su camino con lentitud, al menos hasta donde alcanzaba la vista, que en esos instantes no era demasiado lejos debido a que su presencia fuliginosa empañaba el aire. El hedor era peor que el de cualquier muladar o matadero o vertedero u hospital de campaña que pudiera olerse o imaginarse, y lo impregnaba absolutamente todo. Los zarcillos de la pestilencia se les metían en los pulmones, en la comida, en la bebida, como si fueran dedos de arcilla fétida, y emponzoñaban el aire que respiraban.
Los fallecidos propiamente dichos no se percataban de nada, por supuesto, pero el dúo de intrusos sí. Los dos viajeros pasaban entre los difuntos como naves en medio de bancos de densa bruma, y cuando eso ocurría, los muertos se les acercaban de forma instintiva, atraídos por el calor de sus cuerpos, para tirarles de la ropa y el pelo mientras movían las bocas sin vida en un gesto de muda súplica.
Hombres y mujeres, ladrones y guerreros, mortinatos y marineros ahogados, reyes y vasallos, héroes y bardos, ancianos, asesinos y vendedores de falsos remedios contra la peste, amores perdidos, antiguos dioses, colegiales desaliñados y falsos santos, todos estaban muertos y su existencia se reducía a la de ser sombras de sí mismos -de hecho, menos que sombras- que todavía lucían sus propias mortajas. Maddy y Loki estuvieron a punto de ahogarse en medio de toda aquella desesperación colectiva e incluso el Susurrante permanecía en silencio.
– ¿Estás segura de querer hacer esto? -inquirió Loki mientras ella continuaba avanzando con dificultad-. Quiero decir, ¿qué intentas demostrar al final? ¿Y a quién se lo quieres demostrar?
La interpelada le miró con la sorpresa escrita en las facciones. Le parecía que había transcurrido mucho, mucho tiempo desde que ella misma se había formulado esa pregunta. ¿Por qué? Y la perspectiva de que todavía dispusiera de una posibilidad de elegir…
«¿Por quién estoy haciendo esto? -pensó-. ¿Por los dioses? ¿Por los mundos? ¿Por mi padre?»
Hizo un esfuerzo por visualizar el rostro bonachón y amodorrado de su padre, Tor, el de la barba roja, a quien conocía de tantos y tantos cuentos que estaba segura de identificarle en cualquier lugar donde le viera. Sin embargo, cuando Maddy le daba vueltas a las palabras mi padre, no le venía a la mente la imagen del Tonante, ni siquiera la de Jed Smith, sino las facciones del Tuerto, el inteligente, sarcástico y taimado Tuerto, que le había mentido y quizá cosas aún peores…
Le echaba mucho de menos a pesar de todo eso y si no hubiera estado segura de que involucrarle en aquello era exponerle al mayor de los peligros…
«¿Me estará buscando?»
«¿Me extrañará?»
«Y si lo supiera, ¿se enorgullecería?»
– Sólo hay una forma de averiguarlo -dijo ella antes de continuar caminando con obstinación.
Sería imposible decir cuánto tiempo se prolongó aquello, pues se habían acercado tanto a los límites del Caos que la percepción de las leyes que sujetan los mundos empezaba a deformarse. La lógica nos indica que un viaje de ese estilo a semejante destino es imposible, pero el peregrinaje de Maddy y Loki discurría entre posibilidades y lugares donde no tenía cabida la lógica, la primera servidora del Orden.
El truco consistía en actuar del mismo modo que en la magia, sin darle vueltas a cada movimiento, para pasar por el mundo como si se tratara de un sueño, libre de prejuicios sobre lo que era o no posible, de modo que trazaron la runa Naudr para abrirse paso y descendieron hasta límites inverosímiles del Inframundo, y cuando llegó la mañana, aunque ellos no llegaron a enterarse de que había amanecido, se encontraron encaramados en lo alto de un escarpado precipicio, contemplando un paisaje subterráneo de aguas estancadas cubiertas por la bruma y ríos de morosas aguas oscuras. Toda la llanura presentaba un color mortecino de un tono similar al de un moratón de varios días. Ambos supieron que estaban contemplando el Hel…
…un lugar fresco, pero no gélido, ya que se necesitaba un mínimo de acción para que helase, pero el Hel es un lugar de inacción, y su frío es el relente de la tumba, el de la tierra en silencio. La pequeña reserva de provisiones se agotaba con rapidez y no se atrevían a probar el agua infecta del Hel, por lo que pasaban hambre y sed la mayor parte del tiempo. Se turnaban para llevar al Susurrante a instancias de Loki, lo cual sorprendió mucho a la joven, pero el progreso siguió siendo muy lento a pesar de eso, y continuaron la penosa marcha hacia un horizonte sombrío al que nunca parecían acercarse.
– ¿Y esto va a ser siempre así? -quiso saber Maddy cuando volvieron a detenerse para recuperar fuerzas.
– Para algunos esto no acaba nunca. -Loki la miró y se encogió de hombros-. A otros les lleva el tiempo que les lleva.
– Eso no tiene sentido -replicó ella-. Las distancias no dependen de quién eres.
– Aquí sí -la corrigió Loki.
Retomaron la marcha de forma cansina.
Hay pocas reglas en el Inframundo, pero rara vez se quebrantan las existentes. Los dominios de la Muerte son un lugar en perpetuo equilibrio, un lugar sin movimiento ni progreso ni cambio. Por supuesto, los vivos, que cambian, se mueven y sufren alteraciones, no tienen intención alguna de visitar el Hel. Unos pocos lo han intentado, siempre los hay, pero la tentativa no les reporta ningún bien y la mayoría de los osados exploradores regresan mal de la chaveta o con los nervios muy quebrantados, y eso cuando vuelven.
Incluso los dioses tenían sus buenas razones para evitar el Inframundo tanto como les fuera posible. Es un lugar deprimente y aunque muchos han intentado negociar con la guardiana para suplicar ayuda u obtener el regreso de una única y muy especial alma, esa clase de pactos siempre se habían saldado con llanto, fracaso y una agonía prolongada, cuando no con un poco de las tres cosas.
La salvaguarda del equilibrio se convierte en un precio para ella. Nadie resucita a un muerto sin alterar la armonía, y las consecuencias podrían ser desastrosas si eso ocurriera cerca del Averno. A resultas de todo esto, la guardiana del Hel se había granjeado una reputación de ser algo excéntrica y poco servicial, y nadie ha vuelto con vida del Inframundo desde que Frig regresó sola después de haber suplicado la liberación de su hijo Bálder el Bello, antes del fin de la Edad Antigua.
Loki era consciente de esta circunstancia, aunque, por otra parte, tenía una poderosa razón para creer que la guardiana del Inframundo podría dignarse a hacer una excepción en su caso y era evidente que el Susurrante también lo creía, lo cual le venía muy bien a Loki, porque esa creencia era lo que le había permitido llegar tan lejos.
Ahora notaba la impaciencia de la cosa.
«Dijiste que ella estaría aquí», dijo.
«Y estará», respondió Loki con un pensamiento, esperando que fuera cierto.
«Más te vale que sea cierto, porque como me hayas mentido…»
– No te preocupes, la guardiana aparecerá -contestó en voz alta-. Acudirá en cuanto sepa que estoy aquí.
– ¿Quién? -preguntó Maddy, volviendo la vista hacia él.
– La guardiana del Inframundo -respondió Loki-, Hel la Nonata. Mi hija.
Mientras Maddy y Loki se adentraban en el Hel, los vanir del Supramundo no tardaron en percatarse del engaño de Skadi cuando analizaron los detalles de la emboscada en la casa del párroco. El asesinato de Ethel Parson sugería que el asunto tenía una dimensión más. ¿Había sido un accidente? ¿Qué ocurría con esa mujer? ¿Era una espectadora curiosa alcanzada por el fuego cruzado o era un sacrificio enviado para hacerles creer que no se trataba de ninguna añagaza por parte de la Gente?
– Por supuesto que es una traición en toda regla -había asegurado Frey-. Nos han atraído hasta con promesas de negociación y luego intentaron usar la Palabra contra nosotros. ¿Qué otra razón podría haber?
– Pero ¿qué hay de Odín? -preguntó Bragi mientras se sacudía el polvo del pelo-. Él quería negociar y compartió el pan con nosotros. Deseaba estar en paz con los vanir…
– Vamos, crece -saltó Frey-. No se iba a poner un cartel diciendo: «Esto es una trampa», ¿a que no? Yo propongo no desperdiciar más el tiempo. Vayamos a por él ahora mismo. Hagámosle hablar.
– Veneno en un pañuelo… -murmuró Freya, pensativa-. Lo cierto es que no es el estilo del Tuerto.
– ¿Y qué me dices de Skadi? -intervino Bragi-. Podría habernos hecho todo el daño que hubiera querido en el Salón de los Durmientes, cuando estábamos indefensos, de haber sido ése su propósito. ¿Por qué volverse ahora contra nosotros?
– Quizás estaba a la espera de algo -aventuró Frey.
– Dudo que ella pretenda atacarnos -replicó Njord, cuyo rostro mostraba obstinación.
Sus ojos de color azul marino chispeaban de forma peligrosa.
– ¿No me digas? -saltó Héimdal, perdiendo los nervios-. ¿Qué te tiene que hacer Skadi para que nos creas, viejo chocho? Te echaría las manos al cuello y aún lo interpretarías como una muestra de afecto.
– Eso es ridículo.
– Tú eres el ridículo. Te crees que porque una vez estuvisteis juntos…
– Deja fuera de esto mi matrimonio.
– Tu matrimonio estaba acabado antes de empezar…
Idún no tomó parte en la violenta disputa cuando volvió a estallar otra discusión entre los vanir y vagabundeó junto a su única baja. Ethel Parson yacía boca abajo en el patio, cubierta por el camisón. Los primeros rayos del alba disolvieron los vestigios del encantamiento en el pañuelo. El pelo se le había alborotado y tenía una mancha de tierra en la mejilla. Ahora ofrecía el aspecto insignificante de un naipe descartado en la gran partida, una simple nota a pie de página en el verdadero asunto en cuestión.
Idún se arrodilló en silencio junto a ella, y no sin cierta piedad y no poca admiración, se puso a considerar la desconcertante capacidad de recuperación de la Gente. Le dio vueltas a la condición de unas criaturas tan frágiles y de existencia tan breve que debían soportar tanta miseria, y a la paradoja de que aun así, un golpe que podría haber aniquilado a una diosa no había logrado acabar con esa mujer. Oh, sí, estaba agonizando, pero todavía quedaba en ella una chispa de vida y había movido los párpados, aunque fuera sólo un poco, cuando la Sanadora le tocó la cara.
Los demás vanir continuaban discutiendo a cierta distancia, pero a Idún no le interesaba el motivo de la disputa. Tenía la impresión de que había demasiada gente insatisfecha durante demasiado tiempo, y la mayoría de las veces era por motivos del todo banales. Únicamente la muerte no era trivial. Ella atisbo su misterio en los ojos turbios de Ethel y se preguntó si debía dejarla ir. La mujer estaba inquieta y aquejada de grandes dolores. Pronto iba a estar en paz. Aun así, luchaba por sobrevivir hasta con la última fibra de su ser, e Idún lo percibía con gran intensidad.
Siempre había sido una criatura pasiva. Una esposa sumisa y una hija consciente de las obligaciones debidas a su padre. Había sido una mujer modesta que había procurado toda su vida pasar inadvertida. Alguien de esas características hubiera debido afrontar la muerte en silencio y sin ofrecer resistencia alguna, pero quedaba temple en la hija de Owen Goodchild. Ella quería vivir e Idún acabó por echar mano al morral de su cintura y extrajo un diminuto fruto seco plateado de tamaño no superior al de su uña diminuta, pero que era el alimento de los dioses. Lo depositó debajo de la lengua de Ethelberta y se aprestó a esperar.
Transcurrió un minuto. «Tal vez haya actuado demasiado tarde», se lamentó Idún en su fuero interno. Ni siquiera las manzanas de la eterna juventud podían salvarla si el espíritu de la agonizante había sido aceptado en los dominios de Hel. Ladeó con suavidad el cuerpo de Ethelberta y le apartó el fino pelo castaño para dejar al descubierto el rostro. Eran unas facciones muy sencillas, eso era obvio, pero la muerte le había conferido un punto de dignidad, una quietud que resultaba casi regia.
– Lo siento -murmuró Idún-. Intenté salvarte.
Y fue en ese último instante cuando la difunta abrió los ojos y recuperó los colores de la vida una vez más. La tez se iluminó y el mustio tono rojizo del otoño se convirtió en un tono naranja, como el de las calabazas. La mortal se levantó de un salto con el aire resuelto y las mejillas sonrosadas.
– ¡Voy a recuperar ahora mismo mi vestido, señora! -anunció con voz resonante a Freya.
Odín se escabulló en cuanto se torció el encuentro con los,vanir y se dirigió a la colina del Caballo Rojo, el refugio más cercano, adonde llegó con un cuarto de hora de adelanto sobre la Cazadora y el sacerdote tras eludir a Adam y a la partida de vigilantes dormidos, pero acudió con tanta precipitación que no adoptó las precauciones adecuadas y pagó el precio de no explorar cuando cayó en una de las trampas de Skadi.
En cualquier otro momento, habría visto el fino cordel estirado ante la boca del túnel, listo para saltar en cuanto alguien intentara cruzarlo, pero no fue así en aquella ocasión y quedó atrapado por la trampa, que era bastante tosca, pero a la que habían aplicado la runa Hagall, y para él la luz se apagó como la llama de una cerilla bajo un golpe de aire.
Odín se encontró a oscuras en cuanto se tranquilizó. Trazó Sol para iluminar el camino sin que luz alguna saliera de las yemas de sus dedos y no consiguió arrancar ni la menor fosforescencia a las paredes rocosas del túnel. No era un problema de carencia de energía mágica, razonó para sí una vez que se aseguró de que todavía retenía mucho poder en su interior y únicamente admitió la verdad a regañadientes después de usar en vano la runa Bjarkán. La trampa de Skadi debía de contener algo más que un simple dispositivo para herir o matar.
Estaba ciego.
Odín sopesó enseguida las posibles alternativas. No podía quedarse en aquel sitio, desde luego. No había presenciado el desenlace de la escaramuza en la casa parroquial, pero suponía que la Cazadora iba a seguirle el rastro. Dio por seguro que Loki había huido y que Maddy, que podía haberle ayudado, se había ido. El Susurrante estaba perdido y ni que decir tiene que sin él, cualquier contacto posterior con los vanir estaba fuera de lugar, al menos hasta que recuperara la visión.
Si es que la recobraba.
Por ahora necesitaba alejarse. Skadi podía adoptar la forma lobuna para rastrearle los pasos y la principal preocupación de Odín era alejarla de su pista.
Todavía llevaba puesta la camisa ensangrentada por culpa del virote de ballesta de Jed Smith. Se la quitó con cuidado antes de descender por la galería hasta llegar a una angosta encrucijada, arrastrando detrás de sí la prenda. Tomó el pasaje de la izquierda y lo siguió durante cierta distancia antes de dejarla allí, sujeta bajo una piedra, para luego desandar lo andado y continuar por el ramal derecho treinta pasos. Entonces, lanzó la runa Hagall contra el techo con la fuerza necesaria para provocar un derrumbe parcial y corrió por el pasadizo lo más deprisa posible.
Sin embargo, la ceguera le hacía tropezar y caer a menudo, aunque, por fortuna, lejos del alcance de la techumbre hundida. El fugitivo confiaba en que el desprendimiento hubiera bloqueado el túnel. Un polvo acre saturaba el aire, pero si la treta daba resultado, aquello al menos ralentizaría a la Cazadora o, si todo salía a pedir de boca, la enviaría hacia una pista falsa mientras él encontraba refugio debajo de la colina. Aun así, ella le habría alcanzado si el instinto de detenerse y alimentarse no hubiera sido tan fuerte, concediendo al perseguido unos minutos preciosos, de modo que el rastro era poco claro y la verdadera presa había huido para cuando ella entró en la colina.
Ahora bien, Odín era cualquier cosa menos alguien desprovisto de recursos. Estaba ciego, pero no indefenso, y durante la huida hacia el Strond comenzó a redescubrir habilidades que no había puesto en práctica hacía siglos. El corredor estaba libre de obstáculos y resultaba fácil apartar de un puntapié las escasas piedras sueltas que había desparramadas por el suelo. Además, contaba con la ayuda del cayado a la hora de explorar las dos paredes del corredor a fin de prevenir que hubiera en el suelo algún obstáculo que pudiera hacerle caer o se interpusiera en su camino.
No tardó en percatarse de un hecho que le avisaba de la próxima bifurcación de la galería: el movimiento del aire. La temperatura, la humedad o la sequedad, lo irrespirable o dulce del mismo eran valiosos indicadores a la hora de seguir una u otra dirección, pues gracias a esto sabía si el tramo subía o bajaba, si era un callejón sin salida o si pasaba por allí una corriente de agua.
Tantear la roca con las yemas de los dedos resultó igualmente provechoso. La piedra húmeda y porosa indicaba la existencia de oxígeno en abundancia y la roca lisa, que era una ruta muy transitada. La acumulación de polvo en el suelo, la distribución de los guijarros, el sonido del cayado al raspar contra un muro hueco, todo eso le proporcionaba indicios que no habrían sido tan aparentes para un hombre acostumbrado a confiar en las evidencias de la vista. No estaba en desventaja con los videntes, al menos en aquellos pasajes.
Y luego contaba con la visión verdadera. La herida en el ojo bueno no afectaba la visión interior. Bjarkán le permitía seguir distinguiendo los colores y las huellas de la magia y la apagada irradiación indicadora de la presencia de vida.
De este modo, y casi por accidente, fue como Odín descubrió el rastro del Susurrante. Había llegado al corazón mismo de la colina del Caballo Rojo casi al mismo tiempo que Loki y Madi cruzaban el Strond y no halló indicio alguno de ellos allí, pero cuando se acercó al abismo central de uno de los túneles de descenso, la visión verdadera le permitió entrever un fulgor huidizo y olisqueó por vez primera el rastro del Susurrante…
…aunque se percató de que alguien había intentado borrarlo, pero la firma mágica era demasiado fuerte y sobrepasaba aquella tentativa en algunos puntos del camino, donde iba dejando efluvios. En una ocasión el aroma iba unido a un tono violeta familiar y en otra a un retazo reluciente que pertenecía a Maddy de forma inconfundible. Odín pudo comprobar que se movían deprisa y que se dirigían directamente al Inframundo.
¿Por qué iban a arriesgarse a ir allí? No había razón alguna para que Hel diera la bienvenida a Loki. Lo más probable es que ella matara al Embaucador en cuanto le viera, o mejor aún, que le entregara al Averno, donde Surt el Destructor todavía retenía cautivos a los æsir y estaría muy interesado en averiguar cómo se las había ingeniado para escapar uno de sus prisioneros.
«A menos que tenga algo con lo que poder negociar -caviló Odín-. ¿Un arma? ¿O quizás un encantamiento?»
Esbozó una sonrisa ominosa en la oscuridad. Por supuesto. Él no era el único que codiciaba al Susurrante. Lo más probable era que la guardiana también tuviese alguno que otro uso para semejante energía mágica, pero más allá de los dominios de Hel, donde reposaba el equilibrio, en el Averno o incluso más allá…
Se detuvo a reflexionar durante unos instantes. ¿Y era ése el destino de Loki? Pensó en la posibilidad de que usara al Susurrante como moneda de cambio no con los æsir ni los vanir, ni siquiera con el Orden, sino con el mismísimo Señor del Caos.
Odín sintió que todo le daba vueltas sólo de pensarlo.
«Ese poder combinado con el del Caos podría desestabilizar los mundos y permitiría reescribir la realidad…»
Eso podría traer lisa y llanamente la destrucción del mundo. No otro Ragnarók, no, sino la disolución final de todas las cosas, el colapso de las leyes del Orden y el Caos, una alteración definitiva del equilibrio.
Lo más probable era que ni siquiera Loki se atreviese a poner en marcha semejante concatenación de acontecimientos, pero si no era el caso, entonces, ¿qué esperaba ganar exactamente? Y aún había más, si no actuaba movido por la malicia, ¿comprendía de veras el riesgo asumido, no sólo para su propia vida, sino para toda la creación?
La Cazadora al fin se le echó encima; bueno, eran tres cazadores para ser exactos: una mujer, que era también una furia, una diosa y una loba; el tipo en cuyo cuerpo convivían dos hombres, y Adam Scattergood, que empezaba a pensar que incluso la muerte a manos de la mujer lobo sería más misericordiosa que el terror de esos pasajes interminables llenos de sonidos y olores.
Skadi había querido matarle de inmediato y tras recuperar su forma natural se había agachado hasta poner sus ojos a la altura de los de Adam, a quien le había dedicado una sonrisa lobuna y todavía manchada de sangre.
Pero Nat tenía otros planes para Adam, y ahora estaba allí, varios kilómetros por debajo del túmulo del diablo, llevando el libro y el petate del párroco. El miedo le había convertido en una criatura sorprendentemente dócil y no profirió ni una sola queja a pesar del peso de la carga. De hecho, Nat pensó en lo fácil que era olvidarse de la presencia de Adam y lo cierto era que lo hacía durante largos periodos mientras seguían a la loba blanca y se adentraban más y más en el Trasmundo.
Hicieron un alto para aprovisionarse de vituallas y, mientras Nat descansaba, Adam guardó toda el agua y la comida que era capaz de llevar, pan, queso y cecina, montones de cecina, con la muda esperanza de que la mujer loba prefiriera la carne acecinada antes que la chicha fresca de un joven. Adam no tenía ningún apetito y Nat comía con moderación mientras estudiaba el Buen Libro, y parecía discutir consigo mismo de un modo que Adam encontraba de lo más preocupante. A continuación, reanudaron la marcha con Skadi en su forma natural, vestida con las ropas desechadas de Jed Smith y maldiciendo por lo esquiva que estaba resultando la pista. Luego, se echaron a dormir un par de horas, y cuando le despertó una terrible pesadilla, Adam no se sorprendió absolutamente nada al descubrir que la situación era mucho peor despierto que dormido.
Debían de salir de debajo de la colina algo así como un millar de caminos. La tarea de localizar la pista de Odín resultaba difícil incluso contando con los aguzados sentidos lupinos de Skadi, aunque acabó por hallarla. Discurría paralela a su propio camino por un pequeño túnel lateral al que, por el momento, no tenían acceso, pero se encontraban muy cerca, tanto que en una ocasión llegaron incluso a oírle tantear las paredes para avanzar por el túnel contiguo. La loba blanca aulló de frustración al saberse tan cerca, con sólo un espacio de roca entre ellos y la presa.
Pero la forma lupina fatigaba en exceso a Skadi si la mantenía durante mucho tiempo seguido, por lo que se veía obligada a adoptar el aspecto humano con bastante frecuencia. Su fisonomía humana intimidaba a Adam mucho más que la animal. Al menos, cuando parecía un lobo, uno sabía con exactitud con qué estaba tratando y durante ese intervalo no había ni conjuros ni encantamientos ni explosiones repentinas ni sortilegios ni descargas mentales. Adam siempre había aborrecido la magia, sólo que únicamente ahora empezaba a comprender hasta qué extremos llegaba ese odio.
«Conviene más negarlo todo. Esto es una pesadilla de la que pronto voy a despertar», decía para sus adentros. Eso tenía sentido, ya que él jamás había sido un soñador, por lo que era lógico que aquel sueño excepcionalmente largo y perturbador le hubiera sacado de quicio. «No es más que un sueño», cavilaba, y cuanto más se decía a sí mismo que era un sueño, menos pensaba en su espalda dolorida o en la mujer lobo que avanzaba junto a él o en las cosas imposibles que se le acercaban desde la oscuridad.
Adam Scattergood había adoptado una decisión para cuando llegaron al río. Ya no parecía importarle el haber visto morir a dos hombres, pues ahora estaba lejos de casa en compañía de lobos, tenía los pies repletos de ampollas y los pulmones llenos de polvo de roca. Hasta el clérigo había enloquecido.
Era una pesadilla, sólo eso.
Sólo necesitaba despertarse.
Entretanto, los vanir habían avanzado mucho menos de lo que les hubiera gustado tras el rastro de los perseguidores. No es que el rastro de éstos fuera difícil de seguir, ya que Skadi no hacía intento alguno de ocultar sus colores, pero habían mostrado tan poca colaboración entre ellos hasta el momento que apenas lograban estar de acuerdo en nada.
Héimdal y Frey habían deseado cambiar de forma de inmediato e ir en pos de la Cazadora con una apariencia animal, pero Njord se negó rotundamente a quedarse atrás y su aspecto favorito, el de pigargo, era muy poco práctico en tierra. Freya, por su parte, rehusó de plano, alegando que no había nadie capaz de llevarle la ropa para vestirse cuando recobraran su apariencia normal, y ninguno de ellos fue capaz de hacer comprender a Idún la urgencia de la persecución cada vez que se detenía, y lo hacía continuamente, maravillada por las piedras preciosas o las vetas de metal que veía en el suelo, o las azucenas oscuras que crecían en cualquier punto de las paredes donde había filtraciones de agua.
Frey sugirió metamorfosear a Idún igual que había hecho Odín cuando la convirtió en una avellana para escapar de las garras del Pueblo del Hielo, pero Bragi no quiso ni oír hablar de ello, por lo que al final tuvieron que seguir a pie, mucho más despacio de lo que a todos les hubiera gustado.
Con todo, el sexteto acabó protagonizando un descenso interminable y lleno de disputas. Héimdal se obstinó en que Odín no les había traicionado, Freya se quejó del polvo todo el tiempo, Bragi entonó canciones llenas de alegría que sacaron a todos de sus casillas, Njord estaba impaciente y Frey, receloso, e Idún había perdido toda noción de peligro hasta el punto de que debían tenerla constantemente vigilada durante sus vagabundeos. Sin embargo, cruzaron el Strond apenas una hora después del paso de la Cazadora, ya que Skadi tenía sus propios problemas en las personas de Nat Parson y Adam Scattergood, dado que ambos la ralentizaban considerablemente.
Alguien más había seguido el rastro de Loki al otro lado del Strond. Era una pista fácil de seguir si se sabía dónde mirar. El Capitán había ocultado sus colores, por supuesto, pero le había dejado pequeños restos de ensalmos en cada revuelta, incrustados en los muros del túnel u ocultos debajo de las piedras del sendero para indicarle la dirección de su avance.
La-Bolsa-o-la-Vida no albergaba la menor duda de adonde se dirigían ni de que el Capitán debía de haber perdido un tornillo o estar muy tarambana para creer que existía la más remota posibilidad de regresar con vida de semejante destino…
…pero era el Capitán, y el trasgo había aprendido hacía mucho a no cuestionar sus órdenes.
Le había encontrado en los almacenes de comida, donde el trasgo se había instalado con un lechón y un barril de cerveza. No le había reconocido en un primer momento, pues iba vestido con la saya de Fey la Loca, estaba muy sucio y tenía aspecto de animal acorralado y próximo al agotamiento, pero Loki pronto había atraído su atención y le había obligado a obedecerle con runas y amenazas, dándole instrucciones en apresurados cuchicheos, como si temiera que hubiera alguien a la escucha.
«¿Por qué yo?», había saltado Bolsa con desesperación.
«Porque estás aquí -le había replicado Loki- y porque en realidad no tengo otra alternativa».
El hubiera preferido no encontrarse allí, la verdad, pero las instrucciones de Loki habían sido bastante claras, de modo que el trasgo le había seguido el rastro, recogiendo a su paso los ensalmos usados, y de vez en cuando verificaba la bolsita que llevaba alrededor del cuello, la que le había entregado el Capitán con instrucciones sobre su uso si llegaba a ser necesario.
El trasgo no necesitaba de ninguna energía mágica para estar seguro de que el Capitán estaba en un embrollo. Era evidente que se había metido en un lío de los gordos y se dirigía de cabeza hacia otro mayor, pero seguía con vida, aunque Bolsa no sabría decir por cuánto tiempo.
Verificaba la bolsita cada media hora. El contenido parecía un guijarro normal, pero el trasgo podía ver las runas grabadas en él: Os para los æsir, Bjarkán y Kaen, la propia firma mágica del Capitán, todas diestramente unidas hasta formar un conjunto con el sello distintivo de Loki.
«Esta piedra rúnica te indicará qué has de hacer -le había instruido mientras metía ropas y alimentos en un petate-. Sígueme de cerca y no te dejes ver…»
¿Seguirle? ¿Adonde debía seguirle? El trasgo no se había atrevido a formularle pregunta alguna. De hecho, no necesitaba hacerlo. La expresión del Capitán ya le había revelado más de lo que deseaba saber. Loki se dirigía al Hel, por supuesto que sí, un lugar del que no le gustaba oír hablar ni en los cuentos, e iba a llevarse a Maddy con él.
«Si la piedra se vuelve roja, entonces es que estoy en peligro mortal -le había aleccionado el Capitán-. Sabrás que estoy más allá de cualquier posible indulto si se pone negra».
La-Bolsa-o-la-Vida casi deseaba que se volviera negra de una vez. Había estado siguiendo el rastro durante tanto tiempo que se le antojaba que eran días. Tenía hambre y sed, estaba extenuado y se preocupaba más y más a cada paso que daba. En los túneles más profundos había ratas y cucarachas casi de su tamaño. También había aguas heladas y pozos ocultos, géiseres y fosas rebosantes de azufre, y sumideros de piedra caliza, pero el trasgo no dejó de seguir el rastro, aunque ya no estaba seguro de si lo que le impulsaba a continuar, un paso tras otro, era el miedo, la lealtad o simplemente esa curiosidad suya que acabaría siendo su perdición.
La piedra había permanecido roja durante cerca de una hora y ahora estaba adquiriendo un tono cada vez más oscuro.
Hel la Nonata se devanaba los sesos sin saber qué hacer en un aposento silencioso, escondido en el seno de una miríada de cámaras igualmente tranquilas. Ella se enteraba de cuanto sucedía en el Inframundo y no había necesitado mucho tiempo para percatarse de la presencia de dos intrusos en sus dominios.
Habría ignorado a la pareja de haber sido un caso normal. El territorio de la Muerte era infinito y la mayoría de los intrusos daba media vuelta o sufría una agonía lenta en aquellas desiertas inmensidades, y a ella le valían ambas opciones por igual. Hacía siglos que no había concedido audiencia a ningún ser vivo, e incluso entonces, la visitante había regresado sola. Hel no era generosa ni propensa a las emociones intensas, pero mientras notaba la aproximación de sangre caliente, empezaba a advertir que le embargaba una sensación rayana en la sorpresa.
Iba a hacerles esperar, por descontado, no mucho, lo justo para castigarlos un poco y empaparles un poco del lento discurrir de las cosas característico de su señorío, ya que el tiempo no significa nada para los muertos, y a los vivos un día en sus dominios se les hacía tan largo como una semana. Por eso, Loki y Maddy midieron su tiempo en tragos de agua, momentos de sueño y mordiscos de mendrugos de pan duros como piedras hasta que se les agotaron del todo y tuvieron que calcularlo en cada uno de los tambaleantes pasos que dejaban en la interminable extensión de arena, donde andaban en círculos, cayéndose y levantándose mientras se preguntaban si ella terminaría por acudir.
Hel abrió un ojo y cerró el otro. El reluciente ojo de su mitad viva tenía una tonalidad de verde muy similar a la de su padre, pero había tal frialdad e inexpresividad en él que parecía más muerto incluso que el del lado muerto de su rostro. El ojo muerto veía más lejos pese a estar cerrado y su mirada fija era como la de una calavera descarnada.
Hel era dos mujeres fundidas en una. Un lado del rostro era liso y blanco; el otro, gris y picado de viruela. Sobre un hombro le caía una melena negra en cascada mientras que sobre el otro descansaba una suerte de cordeles amarilleados y enrollados. Una mano estaba bien torneada mientras que la otra era una garra. Tenía la runa Naudr en la garganta y en la cuerda de encantamientos que sostenía en la mano. El responsable de que anduviera dando tumbos era su pie consumido…
…aunque no era que tuviese la costumbre de andar, pues podía pasar siglos y siglos medio aletargada, únicamente con el ojo muerto abierto para saber de los miles y miles de difuntos que día y noche acudían a su reina de forma incesante.
Muy pocos habían atraído su interés de entre todos esos miles. Los muertos lo saben todo, pero les importa un bledo, rezaba el dicho, y un príncipe muerto vestido de tiros largos no estaba menos muerto que un barrendero, un empleado del servicio de alcantarillas o un fabricante de originales cucharas. Apenas existía variedad entre los muertos y Hel había aprendido a ignorarlos a todos por igual mucho tiempo ha.
Pero aquello era totalmente distinto. Los dos intrusos se habían adentrado profundamente en su dominio y con el ojo del lado bueno podía ver a lo lejos las firmas mágicas de ambos, similares a sendas columnas de humo coloreado, mientras cruzaban la llanura. Eso bastaba por sí solo para despertar su curiosidad, y luego estaba aquel rastro violeta tan extrañamente familiar. Pero había algo más junto a ellos, algo que le atormentaba la mirada como el destello del sol sobre un trozo de cristal.
¿Luz del sol? ¿Cristal? Oh, sí, Hel no había olvidado la luz del sol ni cómo se la habían arrebatado ni el modo en que la habían enviado a aquel lugar donde nada cambiaba ni vivía ni crecía, donde el día y la noche eran exactamente igual de mortecinos bajo la desfalleciente luz del dominio de los muertos.
¿Y quiénes eran ellos? Los æsir, por supuesto. Los æsir, los ígneos, la Gente, los dioses. Le habían prometido un reino a su medida, un señorío donde pudiera reinar y eso, eso era exactamente lo que tenía.
Habían transcurrido muchos siglos desde aquel entonces, por descontado, y ella daba por desaparecidos a los æsir desde hacía bastante tiempo.
No obstante, quedaban dos por lo menos, a no ser que la engañara el ojo vivo. Se puso en pie con un sentimiento próximo al arrebato, sostuvo la cuerda de encantamientos con la mano viva y pronunció una palabra que le permitió cruzar la interminable explanada devastada.
Maddy fue la primera en verla. Se despertó de sus sueños turbadores al notar cerca una presencia heladora y abrió los ojos en su cobijo entre las rocas para contemplar el perfil de una mujer de ojos verdes y pómulos salientes cuya cabellera era de un negro tan reluciente como el plumaje de los cuervos. Sólo dispuso de un segundo para apreciar la beldad de la visitante, ya que la ilusión se desvaneció en cuanto la recién llegada se giró.
Hel contempló la expresión de Maddy y sonrió por vez primera en quinientos años.
– Así es, en efecto, jovencita -dijo con voz suave-. La muerte tiene dos caras. Una inspira a poetas y enamorados, es la causa de que los guerreros pierdan la cabeza… Luego está la otra, la del sepulcro, los gusanos y la podredumbre. -Le hizo una reverencia burlona, tambaleándose por culpa del pie marchito-. Bienvenida al Hel, muchachita.
Loki estaba completamente despierto. Había notado la presencia vigilante de Hel de inmediato y había ocultado al Susurrante, envolviéndole en la chaqueta de Maddy, con la cual había hecho un paquete y lo había sellado con runas antes de situarlo debajo de un saliente rocoso erosionado por la acción de los elementos. Luego salió de su escondrijo con una sonrisa en los labios a medio camino entre el insulto y la fascinación.
– Había olvidado hasta qué punto este sitio era un lugar de mala muerte -anunció.
Hel se volvió muy despacio.
– Esperaba que fueras tú, Loki. -Clavó en él una mirada que a Maddy le puso la carne de gallina-. Supongo que has de tener alguna razón poderosa para venir aquí.
– Desde luego que sí -repuso Loki.
– Ha de ser importante de veras -comentó ella-. Incluso tú asumes un cierto riesgo al adentrarte desprotegido en mi reino, y en lo tocante a ella… -Hel le echó una miradita a Maddy-. A propósito, ¿quién es? Su sangre æsir se huele a la legua.
– Nadie que conozcas. Un familiar.
– ¿De veras? -replicó Hel.
Había algo en la muchacha que le resultaba cercano. Quizá fueran los ojos. Se devanó los sesos en un intento fallido por recordar a quién se parecía, pero tenía demasiados huéspedes como para hallar la pista que buscaba.
La mujer sonrió a la muchacha.
– Estoy segura de que tienes hambre, cielo.
A un gesto de la mano viva de la guardiana se materializó una mesa ancha como el cauce del Strond. Estaba repleta de copas de oro, cristal y fina porcelana y sobre los manteles de damasco había fruta, carne, vino, enormes tartaletas de hojaldre, peroles de sopa del tamaño de fantásticos carromatos, grandes racimos de uva fresca apilada en plateles, lechones asados con una manzana en la boca, higos endulzados con miel, queso fresco, rodajas de granadas, melocotones, ciruelas, aceitunas flotando en un aceite especiado, salmones cocidos con la cola en la boca, almejas rellenas, rollitos de arenque, sidra dulce, bollos rellenos de pasta de almendras o aderezados con canela, molletes grandes como nubes y hogazas de pan, pan de mil clases: blanco, trenzado, suave, con semillas de amapola, en forma de barra y cuadrado, pan negro horneado y apelmazado pan de frutas.
Maddy contempló fijamente el festín, tal vez haciendo memoria de la última vez que había comido, e incluso la última vez que había sentido verdadero apetito en ese mundo yermo. La boca se le hizo agua y estiró la mano hacia la mesa tan bien surtida, ansiosa de saborear…
– No la toques -le advirtió Loki.
– ¿Por qué? -quiso saber la joven, que ya había tomado una ciruela.
– No pruebes los alimentos del Inframundo. Ni un mordisco ni un sorbo ni nada. Es decir, si quieres seguir viva.
Hel puso cara de palo y se volvió hacia él.
– Ninguno de mis invitados se ha quejado jamás.
El soltó una risotada ante la ocurrencia.
– Ha salido al padre en lo referente al sentido del humor -le dijo a Maddy-. Ahora venga, vamos. Has de tener tu palacio en algún sitio de por aquí, ¿a que sí?
Hel esbozó una media sonrisa.
– Como digas -dijo antes de hacer desaparecer el festín con otro ademán.
Luego, de pronto, apareció ante sus ojos un palacio de un blanco ahuesado que se extendía por el desierto. Los chapiteles, torretas, gárgolas, minaretes y los salientes del armazón tenían un estilo gótico y neogótico con arbotantes y florones. La fachada estaba repleta de hileras de nichos ocupados por obispos, sacerdotes, examinadores, cardenales, chamanes, místicos, profetas, brujos, adivinos, magistrados, salvadores, semidioses y papas.
– Precioso -comentó Loki.
Hel encabezó la marcha.
Maddy no había visto un lugar como aquél ni siquiera en sueños. Por supuesto, estaba al corriente de que nada de aquello era real, siempre y cuando se aceptara que la palabra real tuviese algún significado ahora que estaba tan cerca de las orillas del río Sueño, pero seguía siendo impresionante con sus largos corredores níveos de frío alabastro, las colgaduras de blanco ebúrneo, las bóvedas intrincadas, los tapices tan finos que casi resultaban transparentes y las columnas acanaladas de fino vidrio. Cruzaron silenciosos atrios de piedra y estancias de espejos blanquecinos como el hielo, y cámaras donde princesas muertas ejecutaban bailes de salón sin acompañante alguno, y más de una capilla ardiente y vestíbulos abandonados sobre cuyos suelos se acumulaba una fina capa de polvo.
– ¿Es ésa tu hija? -preguntó la muchacha con un hilo de voz mientras avanzaban.
El interpelado asintió con un gesto tan despreocupado que Maddy supuso que estaba interpretando un papel. «Y de lo más peligroso», dijo ella para sus adentros, pues era obvio que padre e hija no se profesaban un gran afecto.
– Yo no ejercí mucho de padre y además su madre tampoco estaba. Era muy seductora, como todos los demonios, pero estaba como una cabra y lo cierto es que jamás debimos tener hijos, pues los dos teníamos demasiado Caos en nuestro interior. De hecho, ella es la mejor de todos si la comparamos con el resto del clan, ¿no es verdad, Hel?
La aludida no replicó, pero el hombro de la mitad viva se envaró. Maddy se preguntó con ansiedad hasta qué punto era prudente por parte de Loki atormentarla en su propio terreno, pero el Embaucador seguía manteniendo una actitud desenvuelta.
– ¿Sabes, Loki? -empezó Hel, deteniéndose de forma repentina-. He intentado deducir qué te ha traído hasta aquí. Este es mi reino, el dominio de los muertos, y en él soy todopoderosa. Me pertenece todo cuanto en él entra, y aun así aquí estás, inerme y desarmado. Pareces muy seguro de que voy a dejarte con vida.
Loki pareció divertido.
– ¿Qué te hace pensar que estoy desarmado?
Hel enarcó una ceja.
– No me vengas con sandeces, Embaucador -le replicó Hel-. Estás solo.
– Muy cierto -concedió él con desparpajo.
– ¿Qué es exactamente lo que deseas?
– Una hora -contestó él con una sonrisa.
– ¿Una hora? -repitió ella.
– En el Averno.
Hel alzó la otra ceja.
– ¿En el Averno? -preguntó-. Querrás decir en el Sueño.
Él negó con la cabeza.
– Quiero decir en el Averno -insistió sin perder la sonrisa-, en la Fortaleza Negra para ser más exactos.
– Siempre supe que estabas como un cencerro -le espetó Hel-. Te escapaste, ¿no? ¿Por qué quieres volver?
– Lo más importante es que quiero asegurarme de que vuelvo a salir -corrigió Loki.
Hel mantuvo las cejas en alto.
– Vaya, ésa sí que es buena -repuso con rostro serio-. El chiste casi ha merecido la espera de cinco siglos.
El Embaucador sacudió la cabeza con impaciencia.
– Vamos, Hel, sé que está en tu mano. No es posible que hayas permanecido tantos años cerca de la Fortaleza Negra sin echar unas… Ejem… Unas miraditas no autorizadas para saber cómo funciona…
Ella esbozó una media sonrisa.
– Quizá -admitió-, pero es un juego peligroso. Mantén abierta la fortaleza una sola hora y quién sabe lo que se puede escapar de ahí para meterse en el mundo del Sueño o en el Hel, quizás.incluso en las Tierras Medias. ¿Por qué debería hacerlo? ¿Qué me importa a mí?
– Una hora -repitió él-. Una hora dentro de la fortaleza. Después de todo, soy de tu estirpe, y saldarás todas tus deudas por los siglos de los siglos.
– ¿Deudas? -espetó Hel al tiempo que entrecerraba los ojos. Emanaba una rabia tal que dejó a Maddy petrificada.
– Vamos, Hel, sabes que estás en deuda conmigo.
– ¿Qué?… ¿Contigo?
Loki sonrió.
– No te muestres tan recatada. No te pega. Por cierto, ¿cómo está el niño bonito últimamente? ¿Sigue tan guapo, tan encantador, tan… muerto?
Hel crispó la mano muerta provocando un resonar de huesos perfectamente audible.
Maddy miró a su acompañante con ansiedad.
– Te va a gustar la historia, chiquilla -le aseguró Loki, sonriendo de oreja a oreja-. Es una montaña rusa de amor más allá del tiempo, el espacio y la muerte. Chico conoce a chica y ella se enamora perdidamente de él, pero el muchacho no le hace caso alguno, porque está demasiado ocupado encandilando a todo aquel que conoce, y además, ella no es lo que llamarías una belleza y encima vive en la parte chunga del pueblo, de modo que cierra un trato y yo le hago un favorcillo gracias al cual ella consigue al niño bonito por una porción de eternidad, todo para ella, y yo consigo otro favor a cambio, y esa retribución es la que pido. Aquí y ahora.
– Eres un verdadero bastardo, Loki -dijo Hel con voz monocorde.
– Odio ser tan mal bicho, cielo, pero tampoco es que tú seas un angelito precisamente.
Ella suspiró a pesar de que no necesitaba hacerlo, pues no había respirado en siglos, pero no sabía cómo se las arreglaba su progenitor para sacar lo peor de ella cada vez que se veían. Aun así, habían cerrado un trato y ella prestado un juramento, y las promesas eran sagradas, por muy estúpidas que fueran, para quien había consagrado la vida a la preservación del equilibrio entre Orden y Caos.
Hel sopesó aquel juramento suyo con amargura. En aquel entonces, era muy joven e inexperta en lo tocante al funcionamiento de las Tierras Medias y el Inframundo, aunque eso no la excusaba. Era lo bastante tonta y estaba lo suficientemente ciega como para creer en el amor, y era tan arrogante como para pensar que ella iba a ser la excepción a la regla.
Y Bálder era muy guapo. El dios de la primavera florida y los cabellos bruñidos en oro, el bueno, el gentil, el puro de corazón. Todo el mundo le quería, pero nadie le deseaba más que ella, desde su reino de silencio. Primero acudió a él en sueños y tejió las más seductoras fantasías para complacerle, pero Bálder las rehuyó, quejándose de pesadillas y malos sueños. La ansiedad del dios fue en aumento, estaba pálido y tenía miedo. Finalmente, ella comprendió que él la odiaba con tanta intensidad como se amaba a sí mismo y entonces su gélido corazón se enfrió aún más mientras planeaba el modo de hacerle suyo.
Se requiere mucha malicia para acabar con un dios, pero Loki la tuvo y encima se las arregló para que la culpa recayera sobre otro, y cuando la Madre Frig recorrió los Nueve Mundos con sus encantamientos para implorar por el retorno de su hijo Bálder, Loki fue el único que no la secundó, por lo que Bálder permaneció para siempre al lado de Hel, un rey pálido para la reina oscura.
Pero fue una victoria amarga. Ella había soñado con quedarse con Bálder para ella sola. De hecho, había oído historias acerca de otra guardiana del Inframundo que había logrado un premio parecido por medio de la malicia y un puñado de semillas de granado, pero Bálder no retuvo ni uno solo de los encantos que había tenido en vida. Habían desaparecido el paso ligero, la voz alegre y el fulgor de sus cabellos dorados. Ahora permanecía frío e inexpresivo, y únicamente hablaba cuando ella le conjuraba para que lo hiciera, y estaba animado tan sólo por los conjuros de Hel. Al parecer, la muerte era la muerte incluso para los dioses, y ahora ella iba a tener que pagar el precio.
– Bueno -insistió Loki-, ¿tenemos un trato?
Hel anduvo en silencio durante un tiempo que se les hizo eterno. La siguieron a través de las puertas descoloridas por las plagas y cruzaron criptas y relicarios, caminando sobre suelos entrecruzados de mosaicos hechos con dientes humanos y sepulcros abovedados con calaveras esmaltadas. Descendieron hasta llegar a las catacumbas, un sinnúmero de galerías adornadas por las cortinas tejidas por un millón de arañas, que seguían todas las direcciones posibles.
Ella hizo un alto junto a una avenida abovedada de piedra y debajo de los arcos había una multitud de cámaras angostas.
– No mires -le ordenó Loki en voz baja.
Sin embargo, la muchacha no pudo contenerse y dirigió la vista a las salas; estaban a oscuras, pero se iluminaban a su paso. Maddy vio muertos dentro de las mismas; unos estaban sentados y otros de pie, como si estuvieran vivos. Algunos rostros familiares se volvían hacia ellos al notar el desacostumbrado calor y se alejaban de nuevo en cuanto lo hacían los visitantes, con lo que el pasaje volvía a quedar en penumbra, iluminado por la luz mortecina del reino de Hel.
La señora del lugar hizo un gesto con la mano muerta y a su derecha se encendieron las luces de una cámara. Maddy vio a dos jóvenes de tez blanca y melena rojiza. Contuvo la respiración al comprobar la gran semejanza de ambos con Loki.
– Nos mataron -dijo uno de los cadavéricos jóvenes-, nos mataron a los dos por tu culpa.
La media sonrisa de Hel se ensanchó hasta adquirir un efecto espantoso.
Loki no respondió, pero desvió la mirada.
Continuaron a paso acelerado hasta que Hel volvió a alzar la mano muerta. Una mujer de cabellos castaños y aspecto triste ocupaba una estancia a la derecha. Volvió el rostro hacia la luz.
– Te esperé, Loki -dijo ella-, te esperé, pero tú nunca viniste.
El no despegó los labios, pero su expresión era inusualmente adusta.
Hel se detuvo una vez más al cabo de unos pocos minutos enfrente de una cámara iluminada. Dentro se hallaba el joven más hermoso que Maddy había visto en su vida. El hombre de cabellos dorados y los ojos azules refulgía como una estrella fugaz a pesar de que los colores de la muerte le velaban las facciones.
– Bálder -saludó Loki.
Pronunció el nombre como si fuera una maldición.
– Te estoy esperando. Hay un sitio para ti a mi lado, amigo mío -contestó Bálder-. Ningún hombre es lo bastante listo como para engañar a la muerte, y yo estoy dispuesto a esperar… Ya no queda mucho.
Loki volvió a soltar una imprecación y se alejó.
Hel sonrió una vez más.
– ¿Tienes bastante?
El asintió en silencio.
– ¿Y qué hay de ti? -le preguntó a Maddy-. ¿Hay aquí algún viejo amigo a quien te gustaría ver?
El Embaucador tomó a la muchacha del brazo.
– No mires y sigue andando, Maddy.
Pero la guardiana ya había alzado la mano y se había iluminado otra estancia en cuyo interior Maddy vio a una mujer con el cabello rizado y a un hombre barbado cuyo rostro le resultaba tan familiar como el suyo propio.
– ¿Padre? -exclamó ella, adelantándose un paso.
– Ignóralos, no les hagas caso. No les dirijas la palabra.
– Pero ése era mi…
– He dicho que los ignores…
Sin embargo, la muchacha ya había dado otro paso, y tras sacudirse la mano de Loki, que la retenía, se dirigió hacia el aposento donde Jed y Julia Smith se sentaban uno junto al otro con una rigidez tan extrema que únicamente los muertos podrían encontrar cordial su compañía. Cuando ella se acercó a la entrada, Jed alzó los ojos, pero en ellos no había atisbo alguno de curiosidad ni muestra de bienvenida. Dio la impresión de que iba a hablar, pues movió los labios en la media luz, pero no profirió otro sonido que el del viento siseante sobre el polvo.
– Esto es un simple encantamiento, ¿verdad? -preguntó Maddy con una voz que no le llegaba al cuello. Hel le dedicó una sonrisa espeluznante-. No puede estar muerto. Acabo de verle hace poco.
– Está en mi mano que te dirija la palabra -sugirió Hel con voz aterciopelada-. Incluso puedo mostrarte lo sucedido si así lo deseas.
– No -dijo Loki en tono apagado.
Pero Maddy no era capaz de apartar la vista de la estancia, ahora iluminada con un brillo de lo más tentador. Los rostros de sus ocupantes, Jed y Julia, ahora resultaban más nítidos a la luz de la vacilante luz. Ella sabía que no eran sus verdaderos padres, pero los echaba de menos, tanto a la madre que jamás había conocido como al hombre a quien había llamado padre durante catorce años. Esa situación le hizo sentirse repentinamente muy pequeña e insignificante y por vez primera desde que ella y el Tuerto habían abierto la colina del Caballo Rojo, la muchacha se sintió al borde de las lágrimas.
– ¿Fue culpa mía? -inquirió a la sombra de Jed Smith-. ¿Estás aquí por algo que yo he hecho?
– Déjala tranquila -dijo Loki con acritud-. Tienes cuentas pendientes conmigo, no con ella.
Hel enarcó la ceja de su mitad viva. La estancia se oscureció y las sombras desaparecieron.
– Una hora, una hora allí dentro -le exigió Loki con aspereza- y te juro que no volverás a verme jamás por aquí.
La señora del Hel sonrió.
– De acuerdo, voy a darte una hora, ni un minuto más, ni un segundo.
– ¿Tengo tu juramento? -insistió el Embaucador.
– Lo tienes, y más aún, tienes mi promesa, asumiendo que sobrevivas a esta última bufonada tuya, lo cual dudo. Date por muerto la próxima vez que nuestros caminos se crucen, seas o no mi padre. ¿Entendido?
Se estrecharon las manos, la viva y la muerta, antes de que Hel dibujara una puerta en el aire con un dedo muerto. De repente, se encontraron mirando el río Sueño, un caudal de agua tan vasto que era inabarcable para nadie, mayor aún que el mar Único y diez mil veces más turbulento. Las islas jalonaban su superficie como bailarinas con faldas de espuma nívea. Las rocas y los islotes eran incontables. Vieron los bancos de arena y los acantilados cuyas cumbres se perdían entre las nubes, los picos y los riscos con forma de tobera.
– ¡Cuántas hay, por los dioses! -exclamó Maddy.
– Las islas del Sueño van y vienen -respondió Loki al tiempo que se encogía de hombros-. No fueron concebidas para durar demasiado. Sin embargo, la fortaleza…
Él estudió la Fortaleza Negra del Averno, cuya parte superior se perdía en medio de una acumulación de nubes y cuyos cimientos se hundían a diez brazas de profundidad. Tenía una silueta poco clara. Durante un instante parecía un gran castillo fortificado con torretas y al siguiente, un descomunal pozo con un centro teñido de rojo. Nada parecía conservar un aspecto único tan cerca del Caos. En parte por eso, la fortificación resultaba impenetrable. Las puertas y entradas variaban de continuo, de ahí que hubiera necesitado que Hel le abriera una entrada.
No dudaba de que su hija lo hiciera. El respeto de Hel a la palabra dada era legendario, no en vano el equilibrio de su reino dependía de ello, aunque no había necesidad por otra parte de dudar de su juramento.
Pensó durante unos momentos en la malicia añosa y en el propósito del Susurrante. ¿Por qué había querido acudir al Hel? ¿Qué había visto cuando se cruzaron sus pensamientos? ¿Qué había descuidado en su cuidadosa planificación para que el Oráculo se diera esos aires de suficiencia?
«Veo un encuentro entre alguien instruido y alguien ignorante a las puertas del Averno».
¿Alguien instruido? El Embaucador jamás se había sentido menos sabio que en aquellos momentos.
Hel alzó la mano por última vez y trazó la runa Naudr, invertida, en la ventana recién creada. Maddy sintió el soplo del viento en el rostro, y pudo oír el siseo de la crecida del río contra las piedras, y también pudo oler aquel hedor rancio.
– Tenéis una hora -dijo Hel la Nonata-. Os sugiero que le saquéis el máximo partido…
Dicho esto, desapareció, llevándose consigo su morada. Loki y Maddy se quedaron de pie en lo alto de un saliente rocoso en el centro del río Sueño, con la Fortaleza Negra del Averno abierta a sus pies.
Los vanir se habían ido hacía más de una hora. Ethel Parson había observado su marcha con un extraño sentimiento de indiferencia y la súbita certeza de que era mejor que se hubieran ido. Se sintió invadida por una extraña sensación de calma y se sentó ante el tocador con la vista fija en el espejo al tiempo que intentaba encontrarle algún sentido a lo sucedido.
Había presenciado en las últimas veinticuatro horas más acontecimientos que a lo largo de toda su vida. Había contemplado a dioses tomar parte en una batalla, a mujeres que eran fieras salvajes, a su marido poseído por un espíritu profano, la invasión de su casa y la requisa de la propiedad, y su vida había pendido de un hilo.
Debería haber experimentado algún tipo de sentimiento. Lo más normal era que hubiera sentido miedo. Pesar. Ansiedad. Liberación. Pavor ante lo antinatural de todo aquello, pero Ethelberta no sentía nada de eso. En su lugar, estudió las facciones en el espejo del tocador, algo que no solía hacer, pero se sintió compelida a hacerlo en ese momento, y no fruto de la vanidad, sino más bien a causa de la curiosidad. Deseaba comprobar si podía encontrar algún signo visible del cambio que bullía en su interior.
«Me siento diferente. Lo soy».
Se había puesto un sencillo vestido de franela marrón que no era barato, pero tampoco lo bastante bueno como para tentar a alguna fémina feérica, y se había lavado y cepillado la larga melena. Se limpió el rostro y retiró el colorete que le hacía parecer más joven antes de estudiarlo en el espejo. Tenía unos ojos claros y pensativos de color dorado, aunque no destacaban mucho en comparación con los de Freya o Skadi. No era una beldad, pero tampoco era la misma mofletuda Ethel Goodchild que había estado a punto de quedarse para vestir santos a pesar de todo el dinero de su padre.
«¡Qué extraño!», pensó con calma. Tanto como la integrante del Pueblo Feliz que la había sanado. Quizás eso la había convertido en un ser poco natural y marcado por el fallecimiento, al menos en parte. No sentía la revulsión que debería experimentar, eso sin duda, por contra la invadía una sensación de gratitud, desconcertantemente afín al gozo.
Estaba a punto de marcharse, pensando que tal vez un paseo matutino le calmaría un poco los ánimos, cuando oyó un golpeteo de nudillos en la puerta de la entrada. Al abrirla, vio a Dorian Scattergood con los ojos saltones, el rostro colorado y el pelo alborotado; estaba a punto de echarse a llorar en su necesidad de contarle su historia a alguien, a cualquiera que pudiera creerle.
Dorian le explicó cómo había venido corriendo todo el camino desde la colina del Caballo Rojo; había permanecido agachado hasta estar seguro de que se encontraba a salvo, pero al final había regresado para encontrarse los cadáveres desmembrados de Audun Briggs y Jed Smith, que yacían junto al Ojo del Caballo, la entrada a las entrañas de la colina que estaba abierta. No había ni rastro del clérigo ni de Adam, aunque había visto un grupo de seis vanir que avanzaba a toda prisa por el camino a Malbry. Se escondió en un campo al amparo de un seto hasta que se marchó el grupo de demonios.
– No había nada que yo pudiera hacer… -se quejó Dorian con desconsuelo-. Corrí y huí…
– Me parece que más os valdría entrar un rato, señor Scattergood -replicó Ethel con firmeza-. Los criados acudirán en cualquier momento y estoy segura de que una taza de té os vendría estupendamente para calmar los nervios.
«Té», pensó con disgusto Dorian. Sin embargo, aceptó, sabedor de que si había alguien en Malbry dispuesto a creerle, era Ethelberta.
Y así fue; más aún, la mujer del clérigo se metió de lleno en la historia y le urgía a continuarla cada vez que titubeaba. Le contó todo: la mujer lobo, los dos asesinatos, el espíritu desconocido que poseía a Nat y la desaparición de Adam.
Cuando él terminó la narración, Ethel depositó la taza de té en el platillo y añadió un poco más de agua caliente a la tetera.
– Así pues, ¿adonde creéis que ha ido mi esposo? -inquirió.
Dorian se quedó perplejo. Había esperado una llantina y tal vez incluso alguna clase de ataque de histeria. También había previsto que ella le echara la culpa por haber salido corriendo, ya que él se lo reprochaba a sí mismo, y la necesidad de confesárselo a alguien era uno de los motivos para acudir en primer lugar a la casa parroquial. Dorian nunca había pasado mucho tiempo en compañía de Nat Parson, pero eso no significaba que le hubiera abandonado a su destino, y lo mismo podía decirse de los demás, o eso pensaba. Y en cuanto a Adam, su propio sobrino según las leyes…, bueno, se avergonzaba mucho de haber huido por pies.
– Se adentraron en la colina, señora -dijo al fin-. No cabe duda alguna al respecto. Vuestro esposo también. Seguían el rastro de…
– …la chica de los Smith -terminó Ethel la frase mientras vertía el té.
– Sí, ella y su amigo, el único que se escapó.
– Lo sé -repuso ella, asintiendo-. Voy a ir tras ellos, señor Scattergood.
– ¿Tras ellos? -Entonces supo que ella había perdido la chaveta. En cierto modo, eso le tranquilizó, aunque la extraña calma de la mujer empezaba a resultarle incómoda-. Pero señora Parson…
– Escuchadme -le interrumpió Ethel-. Hoy, justo ahí, en el patio, me ha pasado algo. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, fue tan repentino como un relámpago caído del cielo. Estaba viva y un momento después me deslizaba hacia la oscuridad. He visto cosas, ya me entendéis, cosas que no tienen justificación ni en los sueños.
– ¿Sueños? -repitió Dorian. Soñar no era un pasatiempo digno ni admisible para las gentes de Malbry. Se preguntó si Ethel Parson no habría recibido algún golpe en la cabeza y deseó no haber llamado a su puerta-. Quizás estabais soñando -sugirió-. Suceden cosas divertidas y también otras peligrosas durante los sueños, y si vos no estáis acostumbrada…
Ethel profirió un ruido de impaciencia.
– Estaba muerta, señor Scattergood. Muerta y a medio camino del Inframundo antes de que los videntes me trajeran de vuelta. ¿Acaso pensáis que temo a un par de pesadillas? ¿Creéis que me asusta algo?
Para entonces, la incomodidad de Dorian se había agravado hasta convertirse en verdadera ansiedad. No tenía mucha experiencia con chifladas y al no estar casado tampoco tenía mucha idea de cómo tratar a una mujer.
– Esto… Estáis consternada, señora Parson -empezó con poca energía-, y es natural. ¿No os convendría descansar un poco y oler unas sales?
Ella le traspasó con una mirada desdeñosa.
– Yo estuve muerta -repitió con amabilidad-. La gente habla acerca de los muertos y dice cosas que deberían callarse porque no le prestan atención. No pretendo comprender todo cuanto ha acaecido aquí, pues los asuntos de los videntes no son los nuestros y desearía que nuestros caminos no se hubieran cruzado, pero me temo que es demasiado tarde para solicitar deseos. Ellos me curaron y me dieron la vida. ¿De veras pensaron que iba a regresar a las labores de aguja, la cocina y la tetera como si nada hubiera sucedido?
– ¿Qué estáis diciendo? -preguntó Dorian Scattergood.
– Que mi esposo y vuestro sobrino siguen vivos en algún lugar del Inframundo y que nosotros vamos a encontrarlos.
– ¿Encontrarlos? -repitió Dorian-. No estamos hablando de una prenda de ganchillo que se ha perdido, señora Parson…
Ella le dirigió otra mirada que le heló la sangre en las venas.
– ¿Tenéis un perro, señor Scattergood?
– ¿Un perro…?
– Sí, señor Scattergood, un perro.
– Bueno, no -contestó, desconcertado-. ¿Es importante?
Ethel asintió.
– Corren cientos de pasadizos debajo de la colina, eso lo sabemos con certeza, por lo que vamos a necesitar un perro para encontrar el rastro de los dos. Un perro de rastreo con buen olfato. De lo contrario, vamos a pasarnos el resto de la existencia vagabundeando en la oscuridad, ¿no estáis de acuerdo?
Dorian la miró fijamente sin salir de su asombro.
– No estáis loca -contestó al fin.
– Ni mucho menos -repuso Ethel-. En suma, vamos a necesitar un perro, lámparas y vituallas. O al menos yo, si es que vos preferís quedaros aquí.
Él protestó menos de lo esperado. Para empezar, acogía de buen grado la ocasión de redimirse por la cobardía exhibida en la colina; y en segundo lugar, estuviera o no loca, Ethel estaba totalmente decidida a seguir la pista y Dorian no podía permitir que fuera sola. Ni se le ocurrió pensar que ella fuera a cambiar de opinión, por lo que dejó que se preparase y él tomó prestados el caballo y la red del clérigo. Regresó al cabo de una hora con dos petates llenos de comida y productos básicos. Trajo también en la silla una pequeña cerda de vientre moteado.
Ethelberta contempló a la puerca de piel oscura con incertidumbre, pero Dorian se mostró inflexible. Los gorrinos eran su medio de vida y siempre había creído en su inteligencia superior. Nell la Negra, una cerda trufera de enorme panza, célebre en sus tiempos por su olfato, había dado mucho que hablar cuando se supo que protegía la granja mejor que cualquier perro.
Esta nueva cerda descendía directamente de la propia Nell, aunque él jamás había mencionado el hecho ni había exhibido la runiforma rota que adornaba la zona blanca del suave vientre del animal. Antes bien, al contrario, había utilizado brea para ocultar la marca a imagen y semejanza de lo que había hecho la propia madre de Dorian, que había empleado un hierro al rojo y ceniza para ocultar la marca de nacimiento en el brazo de su nuevo hijo, y Dorian jamás se había arrepentido.
– Lizzy nos llevará por el buen camino -aseguró-. No he tenido una rastreadora mejor. Es capaz de detectar una patata a cien metros y una trufa a kilómetro y medio. No existe perro capaz de igualarla, os doy mi palabra.
– Bueno, si es lo mejor que podéis conseguir… -replicó Ethel con cara de pocos amigos.
– Lizzy es la mejor, sin duda alguna.
– En tal caso, no debemos perder el tiempo -repuso ella-. Mostradle el rastro, señor Scattergood.
Diez minutos después, tras varios sobornos en forma de manzanas y patatas, Lizzy la Gorda olisqueó el sobretodo desechado de Nat Parson y avanzó con decisión, tensando la correa. Los ojos le relucían y arrugaba el hocico mientras profería pequeños gruñidos de excitación. Sólo le faltaba hablar y Dorian jamás había visto un cerdo tan cerca de hacerlo.
– Ha olfateado el rastro -afirmó él-. Escuchad, señora Parson, ella nunca me ha fallado. Propongo que la sigamos, y si me equivoco…
– …mi esposo y vuestro sobrino quizá se conviertan en comida para lobos en poco tiempo.
– Soy consciente de eso, pero conozco a mi Lizzy. No es una cerda cualquiera, desciende del linaje de Nell la Negra, y jamás he tenido un cerdo de esa prole que no haya sido el doble de listo que la carnada anterior. Propongo darle una oportunidad… De todos modos, es más de lo que tenemos sin ella.
Y así fue como Ethel Parson y Dorian Scattergood siguieron a Lizzy la Gorda por el camino y cruzaron los campos en dirección a la colina del Caballo Rojo, donde, tras encender una lámpara para alumbrar la senda, avanzaron por un túnel inclinado y se adentraron en lo desconocido.
Loki y Maddy se enfrentaban a la hora más breve de sus vidas en el umbral de otro mundo. Las aguas del río Sueño se extendían hasta donde alcanzaba la vista, pues el caudal era tan vasto que ni siquiera resultaba posible atisbar la otra orilla. Únicamente se veía una desdibujada línea salpicada de islotes, islas y rocas, algunas fijas y otras a la deriva, y en una de estas últimas se hallaba la Fortaleza Negra del Averno.
En lo alto, unas nubes púrpura se arremolinaban como la lana alrededor del huso…
…y a sus pies yacía la Fortaleza Negra, que no tenía nada de fortificación tal y como podía ver Maddy, pues era un enorme cráter abastionado por unos salientes de hierro en cuyas paredes se abrían como bocas vociferantes miles y miles de galerías, cada una de las cuales estaba llena de puertas de barrotes, celdas, mazmorras, cámaras, huecos horadados para las escaleras, pasajes olvidados, grutas malsanas y húmedas, corredores inundados, recovecos cavernosos y colosales maquinarias de excavación, ya que el Averno es el cubil de todos los pensamientos malignos, los pavores refrenados, las neurosis, los crímenes de guerra y las ofensas contra todo cuanto simboliza la esperanza y el bien, razón por la cual constantemente ha de estar expandiendo su territorio, ahondando más y más en las oscuras entrañas del mundo hacia la inagotable veta madre de la repulsión.
Los sonidos de los artilugios del cráter parecían el runrún de un ejército de gigantes masticando piedras con los dientes, por encima del cual se oían las voces de un sinnúmero de muertos, que emitían un sonido muy semejante al martilleo de la forja de Jed Smith, pero infinitamente superior.
– Dioses, esto es mucho más de lo que imaginaba… -se lamentó Maddy.
– Ya, ni siquiera tu imaginación puede abarcar todo esto -repuso Loki al tiempo que metía las manos en los bolsillos-. Ahora, intenta hacerte una idea de lo que vieron mis ojos en los días posteriores al Ragnarók, y si visto desde aquí arriba te parece que tiene mal aspecto, deberías intentar ir más abajo, digamos unos mil y pico niveles. Créeme, ahí abajo las cosas empiezan a ponerse imaginativas de verdad…
– No te entiendo -admitió Maddy.
Pero daba la impresión de que Loki estaba buscando algo y cada vez con mayor ansiedad. Registró los nuevos bolsillos de su cinto y alrededor de las muñecas, y se puso a maldecir cuando no logró encontrar lo que buscaba.
– ¿Qué te ocurre? -inquirió ella-. ¿Qué has perdido?
Empero Loki ya volvió a esbozar una ancha sonrisa de alivio. Había rebuscado dentro de su camisa y acababa de sacar lo que parecía ser un reloj colgado de una cadena que llevaba alrededor del cuello.
– Esto es un reloj del Hel, pues aquí el tiempo no se rige por las pautas normales -le explicó-. Los minutos pueden equivaler a horas o incluso a días del mundo exterior, y debemos estar seguros de cuánto tiempo hemos estado.
La muchacha examinó el objeto con curiosidad. Tenía el aspecto de un pequeño reloj de bolsillo, aunque no se parecía a ninguno que hubiera visto antes. La esfera negra no tenía marcadas las horas y las manecillas rojas mostraban únicamente los minutos y los segundos. Detrás del cristal y la carátula plateada giraban y rodaban engranajes muy complejos.
– ¿Qué clase de reloj es ése? -preguntó Maddy.
– Un cronófago -respondió Loki con una gran sonrisa.
El ingenio ya había empezado la cuenta atrás. Ella se descubrió incapaz de apartar la vista de la marcación de los segundos por parte de las manecillas carmesíes.
– ¿De veras crees que Hel va a cumplir su palabra? ¿Qué le impide dejarnos aquí?
– Su palabra es lo que mantiene esto en equilibrio. Romperla equivaldría a abandonar su posición neutral y todo quedaría al borde del Caos, que es lo último que ella puede permitirse. Créeme, si ella dice que tenemos una hora…
Loki echó una ojeada de soslayo a la superficie del cronófago. La cuenta atrás indicaba ya cincuenta y nueve minutos.
Maddy le miró con manifiesta curiosidad.
– Pareces diferente -observó Maddy.
– Eso no importa -repuso él.
– Pero tanto tu rostro como tus ropas…
Ella se devanó los sesos para materializar en palabras lo que veía. Era como si contemplase el reflejo de Loki en unas aguas refulgentes. La imagen adquiría nitidez cada vez que ella la miraba y Loki continuaba siendo reconocible con su pelo rojizo y las cicatrices de los labios, pero era como si le hubiera dibujado un artista de otro mundo con una paleta de colores desconocida para la madre naturaleza.
– ¡Tu energía mágica…! -exclamó cuando de pronto cayó en la cuenta-. ¡Ya no está invertida!
– Es cierto -admitió él-. Eso se debe a que estoy aquí con mi verdadero aspecto y no con la forma que he de adoptar en el Supramundo.
– ¿Tu verdadero aspecto? -inquirió la muchacha.
– Mira, esto es el Averno -contestó Loki con impaciencia-. No es un lugar que pueda visitarse en persona. De hecho, mientras hablamos, nuestros cuerpos siguen a la espera de nuestro regreso en el Hel, sujetos a la vida por el más fino de los hilos, y me atrevería a sugerir que si deseamos reunimos con ellos…
– ¿Pretendes decir que esto…? -Maddy bajó los ojos para contemplarse y se quedó sorprendida al verificar que también ella ofrecía un aspecto diferente-. ¿Que esto no soy yo?
Ella llevaba el pelo suelto en vez de recogido en cómodas coletas y ahora vestía una cota de malla, tan corta que rozaba la desvergüenza, en vez de sus ropas de costumbre. No había restos de su chaqueta ni de la mochila.
– ¡Nuestras mochilas! -exclamó con súbito desmayo-. ¡El Susurrante!
Le había olvidado en los dominios de Hel, pero ahora la idea la aterraba. Maddy comprendió que no había sentido su llamada desde su encuentro con Hel en los yermos. Su compañero lo llevaba en aquel momento, pero no era capaz de recordar haberlo visto en ningún momento desde que entraron en los atrios de Hel.
Se giró hacia él, presa de una repentina sospecha.
– ¿Qué has hecho, Loki?
– Esconderlo, por supuesto -replicó el interpelado con aire ofendido-. ¿Por qué? ¿Acaso crees que aquí habría estado más seguro?
«El argumento tiene su lógica», admitió Maddy en su fuero interno. Aun así, el asunto continuó preocupándola. Si Odín había conseguido seguirlos de algún modo hasta allí…
«Tiene razón», pensó Maddy. ¿Por qué debía desconfiar de él después de que se había jugado la vida para conducirla hasta tan lejos? Pero aun así, había algo en aquellos colores suyos tan rutilantes que hacían innecesario que ella apelara al uso de la visión verdadera para conocer los pensamientos de Loki. Quizás esa cualidad formara parte de su aspecto, pero allí todo parecía refulgir mucho más, era más brillante y nítido que en ningún otro lugar. Entrecerró los ojos para estudiarle y pudo distinguir su miedo, esa veta plateada de su firma mágica, y algo más que discurría junto a ella, un hilo de algo oscuro y poco definido, como un pensamiento que incluso él era reacio a afrontar.
A Maddy se le encogió el corazón a causa de la duda, aunque era demasiado tarde para echarse atrás, cuando identificó la borrosa hilaza. La había visto demasiadas veces con anterioridad en los amigos de Adam Scattergood y en él mismo, en Nat durante el sermón y en el pobre Jed Smith. Era un signo demasiado familiar y verlo ahora en el aura de energía mágica de Loki significaba que ya había sucedido algo terrible.
La hebra oscura era el signo del engaño.
Fuera cual fuese el motivo, el Embaucador había mentido.
Tal y como Loki había anunciado, allí el espacio no funcionaba como en otros lugares y ella enseguida tuvo ocasión de ver a qué se refería. Maddy únicamente había podido comprender que estaban gravitando antes de darse cuenta de que lo que había tomado como un enorme cráter en su caída hacia el centro de la tierra era en realidad algo muy diferente, y que la idea de abajo, que antes había dado por sentada, era al mismo tiempo de lado, arriba e incluso hacia dentro, y ella misma se hallaba en el centro de un espacio que giraba como una rueda, un vórtice por el que pasaban diferentes radios -con galerías, cráteres y grietas- que se dirigían en todas las direcciones imaginables para luego desaparecer en la oscuridad.
– ¿Cómo es posible? -le preguntó a voz en grito mientras caían.
– ¿El qué? -contestó Loki.
– Este mundo. Es sencillamente imposible.
– Lo es y no lo es -respondió él hablando hacia atrás-. No lo es en las Tierras Medias, donde impera el Orden, pero ¿aquí, donde impera el Caos…? No has visto ni la mitad.
Maddy tuvo ocasión de ver que no estaban descendiendo, aunque tampoco parecía existir otra palabra para describir el rumbo que habían tomado ella y su compañero. El viaje seguía una trayectoria precisa la mayor parte del tiempo, pues existen reglas con respecto al espacio, el tiempo y la distancia. Un paso lleva a otro como las palabras de una frase cuando se narra un cuento, pero el modo en que viajaban ellos dos era harina de otro costal. No bastaban conceptos tales como caer, correr, detenerse, nadar o ni siquiera el de volar. No cubrían ningún espacio de terreno, a pesar de lo cual se movían muy deprisa, como en un sueño, y las escenas se vislumbraban con creciente aceleración, como páginas pasadas al azar de un tomo de mapas de lugares que nadie en su sano juicio querría visitar, y eso cada vez a mayor velocidad.
– ¿Cómo lo haces? -gritó Maddy para hacerse oír por encima del ruido.
– ¿Hacer el qué? -repuso Loki.
– No sé cómo, pero estás alterando este lugar de algún modo… Mueves las cosas…
– Ya te lo he dicho antes. Es un lugar de ensueño. ¿Jamás has tenido una alucinación en la que eras consciente de estar soñando? ¿Nunca has pensado «haré esto o iré a ese sitio», y lo has cumplido dentro de ese sueño?
Cada una de las páginas del plano tenía miles y miles de grutas, cañones, cuevas, catacumbas, calabozos, celdas y cámaras de tortura. Podía verlos si entornaba los ojos. Allí estaban los presos de pieles descoloridas como el humo de fogatas lejanas, amontonados igual que abejas en una colmena, cuyas voces resonaban como el revoloteo de las pavesas en su ascenso hacia un cielo dantesco.
– Espera -dijo Loki-. Creo haber encontrado algo.
– ¿El qué?
– Soñantes.
Entonces, con un entusiasmo superior al proporcionado por la runa Bjarkán, Maddy se descubrió capaz de centrar la atención en prisioneros concretos y sus aledaños. Sin importar la distancia existente entre ellos, era capaz de distinguir con nitidez las facciones de los presos, atisbados al azar en medio de las arcadas de las náuseas. Se trataba de un rosario de rostros vociferantes, cachitos de pesadilla entre máquinas trituradoras de huesos sobre suelos alfombrados por cartílagos humanos. Ensoñaciones de fuego y acero, visiones de hierros al rojo y lentas desmembraciones en el potro, delirios de víctimas sometidas al águila de sangre [10] antes de ser devoradas vivas por las ratas, sueños de sierpes, arañas gigantes y cadáveres sin cabeza que no se sabía muy bien cómo se las arreglaban para conservar algo de vida; y luego un hervidero de gusanos y plagas de hormigas asesinas antes de que sobreviniera una súbita ceguera y unas dolencias terribles, y unos pinchazos en las plantas de los pies mientras que a una serie de cachivaches inanimados empezaban a salirles dientes…
– Quedan cincuenta y tres minutos -advirtió Loki-, y por los dioses, no te quedes ahí papando moscas. ¿Acaso no sabes que es una falta de educación mirar en los sueños de otras personas?
Maddy apretó los párpados.
– ¿Todo eso son sueños? -repuso ella con un hilo de voz.
– Pesadillas, sugestiones y otros efémeros. Limítate a no dejarte involucrar.
Volvió a abrir los ojos.
– Pero Loki, ahí debe de haber millones de personas. ¿Cómo vamos a encontrar a mi padre entre millones de prisioneros?
– Confía en mí.
«Resulta más fácil decirlo que hacerlo», replicó la muchacha para sus adentros, pero le estrechó la mano con más fuerza mientras se esforzaba en no pensar qué pasaría si a él le daba por abandonarla allí. Cualquier atisbo de alegría había desaparecido del rostro resuelto de Loki y su firma mágica violeta había pasado del brillo habitual a ser tan intensa que ella apenas podía verla a causa del fulgor.
A su alrededor empezaron a parpadear las imágenes del Averno, y se sucedieron visiones aún peores: criaturas con las tripas fuera del cuerpo cuyas vísceras hinchadas goteaban ponzoña, campos de plantas carnívoras que susurraban y cantaban con voz suave bajo el azote de una ventolera, máquinas que engrasaban y enlazaban tentáculos provistos de una punta afilada para rebanar y trocear…
– Oh, oh -le dijo al oído-. Espera. Algo nos sigue.
Loki imprimió mayor velocidad a su avance antes de que Maddy pudiera mirar a su alrededor, si bien es cierto que ella tampoco sabía en qué dirección hacerlo, y las escenas de pesadilla se convirtieron en un borrón titilante.
– ¿Algo? ¿Qué nos sigue?
– Tú no mires.
Y eso es exactamente lo que ella hizo, y se arrepintió un segundo después.
– Maldita sea -masculló Loki-. ¿Qué te había dicho?
La criatura estaba más allá de toda medida y ella, al menos, calculó que tendría el tamaño de un edificio. Su tosca cabeza se asemejaba a la de una anguila y tenía hileras de dientes alrededor de la boca. A Maddy le pareció contar al menos una docena. El ser se movía en silencio como un proyectil y el cuerpo, si es que era merecedor de tal nombre, parecía hecho poco más que de hebras, colas de látigo y firmas mágicas a pesar de la apariencia muy real de los colmillos.
– Dioses, ¿qué es eso? -musitó la joven.
– Nada de eso. Ellos.
– ¿Ellos?
– Efémeros, no mires.
– Pero nos están dando alcance.
Loki gimió.
– Ni los mires ni pienses en ellos, eso únicamente los hace más fuertes.
– Pero ¿cómo…?
– Por los dioses, Maddy, ¿acaso no te lo he dicho? -Lanzó una urgente mirada de soslayo al ente que los seguía-. Todo es posible en este lugar, todo, ensoñaciones, pesadillas febriles, fantasías. Los efémeros son invención nuestra y nosotros les conferimos su fuerza.
– Bueno, pero nosotros somos espectros aquí o eso me parece a mí. En realidad, nada puede dañarnos… En realidad, no…
– ¿Ah, no? -Soltó una carcajada de mofa-. La realidad que tú conoces no se aplica al Averno. Ni somos fantasmas ni esto es un sueño y ellos pueden hacernos mucho daño. Ya lo creo…
– Vaya.
– …así que nada de detenerse.
Cada paso los conducía más profundo, más y más hondo en el pozo del Averno. Maddy volvió la vista atrás para mirar al perseguidor y vio un túnel iluminado por anillos de luces y provisto de hileras metálicas de cuchillos.
Necesitó un par de segundos antes de comprender que el túnel eran las fauces de la criatura.
– Nos va a alcanzar -soltó-, y está aumentando de tamaño.
Loki soltó una imprecación. Ahora daba la impresión de que se movían más despacio y la joven casi podía ver lo que él hacía mientras inspeccionaba el Averno como quien hojea las páginas de un libro. Un cielo amarillo vertía una lluvia de azufre sobre unas criaturas que se retorcían sobre un suelo pétreo. Una mujer estaba suspendida de la melena encima de un pozo con el suelo sembrado de cuchillos aguzados. Un hombre bebía del caudal de un río de ácido que le chorreaba por el mentón, arrancándole la piel y dejando el hueso al descubierto, a pesar de lo cual no dejaba de sorber. Otro tenía los pies inflamados hasta igualar en tamaño a los de un olifante. Criaturas zanquilargas de múltiples extremidades muy semejantes a árboles andantes se arrastraban y gorjeaban por corredores de paredes metálicas en los que se abrían puertas con forma de bocas de demonios.
– Sigue ahí, ¿a que sí?
Ella se estremeció.
– Haz que vaya más lento -ordenó Loki-. Estoy intentando concentrarme.
– ¿Que le haga ir más despacio? ¿Con qué?
– Has traído armas, ¿no? Pues úsalas.
¿Armas? Ella bajó los ojos y contempló sus manos vacías. Bueno, se suponía que ella tenía cierto tipo de poderes mentales, pero nada capaz de frenar a la montaña en movimiento que se les echaba encima. Loki había elegido como escenario en el que detenerse un espacioso pasillo de forma cuadrada delimitado con grandes piedras planas, en cada una de las cuales había una suerte de pequeño enrejado de metal por cuyos huecos escapaban gritos, gemidos y alaridos, y únicamente una parte procedía de seres humanos.
La criatura o criaturas que los perseguían ocupó el corredor. Había vuelto a cambiar de tamaño para adecuarse al espacio disponible y ahora le fue posible ver que en realidad el ente estaba compuesto por miles de seres que se unían y separaban de modo constante a fin de reajustar su forma. Su compañero los había llamado efémeros. Maddy los veía como finas hebras de luz en movimiento que avanzaban serpenteando por los espacios abiertos entre los mundos. Supo nada más verlos que si uno de ellos la tocaba le arrancaría la carne del hueso. La harían trizas. Iban a hundir las uñas en su carne hasta atravesarle las venas y succionarle la sangre por las heridas abiertas mientras se abrían paso hacia la espina dorsal y el cerebro. Y había millones de aquellas cosas.
¿Qué podía hacer ella?
El efémero pareció percatarse de esa vacilación y en un instante se disolvió la ilusión de una única criatura para convertirse en una turba que pululaba por todas partes, delante y detrás de ellos dos, llenando el pasaje desde el suelo hasta el techo, acercándose a ellos entre contorsiones como gusanos mortíferos.
Maddy miró por el rabillo del ojo a Loki, que no dejaba de lanzar runas con la presteza y habilidad de siempre y esos movimientos suyos tan similares a los de un aleteo. El pasillo cambió imperceptiblemente de forma en cuanto ella lo miró y el color se alteró, pasando del gris claro del acero al gris oscuro de los nubarrones de tormenta, mientras las rejas metálicas de las aberturas cuadradas del suelo metamorfosearon su estructura hasta adoptar una conformación rectangular.
– Lo tengo.
Se acuclilló junto a uno de los orificios y tanteó el filo de la reja con la yema de los dedos.
Los efémeros que se aproximaron parecieron comprender sus intenciones e incrementaron el culebreo al tiempo que se aglomeraban cerca de él antes de que los filamentos se rompieran en partículas minúsculas que revoloteaban como moscas sobre la piedra desnuda.
Loki se estremeció, pero no abandonó su quehacer.
– Apártalos de mí -ordenó a Maddy con un siseo sin desviar la atención del enrejado.
Ella abrió la boca para protestar, pero una imagen la detuvo, la de unas criaturas metiéndose por entre sus labios para luego bajar por la garganta hasta llenarla como un odre de agua con su hedor a carne podrida. Apretó las mandíbulas con fuerza.
«¿Cómo? -pensó la joven para sus adentros-. ¿Cómo puede detenerse a un monstruo que podía ser cualquier cosa y adoptar cualquier forma?»
«Todo es posible en este lugar».
«¿Todo?», pensó Maddy.
Miró una vez más sus manos inermes. El aire era un hervidero de efémeros a menos de una lanza de distancia y se hallaban todavía más cerca de Loki, ya que se habían dado cuenta de la intención de éste y se congregaban encima de su cabeza como la cresta de una ola antes de descender…
Maddy respiró hondo y concentró toda su energía mágica para asestar el golpe. Su aura refulgió mientras cambiaba de un castaño rojizo a un naranja cegador al tiempo que se producía un chasquido de energía en los dedos y las palmas de las manos. Buscó una runa capaz de frenar a los atacantes. Yr, el Protector, era la más cercana. Retuvo esa imagen en su mente y cerró los ojos frente a la oleada de efémeros antes de lanzar la runa con la mayor fuerza posible.
Se oyó un chasquido similar al de un latigazo y se levantó un olor a chamuscado.
La muchacha abrió los ojos y vio que había surgido alrededor de Loki y ella misma un fulgurante domo rojo de dos metros escasos de diámetro sobre el cual se arrastraban y deslizaban los efémeros. La superficie de la semiesfera era tan fina y delicada como irisada, hasta el punto de parecer una pompa de jabón de la colada, pero por el momento aguantaba. Maddy se dio cuenta de que los cuerpos etéreos de los asaltantes chasqueaban y se disolvían en cuanto tocaban la cúpula, dejando un resto espumoso de suciedad sobre la superficie del escudo.
– Funcionó -dijo ella, aliviada-. ¿Has visto eso? ¿Lo has…?
Pero él no perdió el tiempo en felicitaciones y se sirvió de Tyr para intentar abrir el enrejado, objetivo que al final logró, y lo dejó a un lado. Una negrura absoluta se abrió en el suelo. Loki deslizó los pies hasta introducirlos en el agujero, listo para dejarse caer al vacío.
– ¿Está mi padre ahí abajo? -inquirió Maddy.
– No -contestó él.
– En tal caso, ¿qué vamos…?
– Esa protección no va a durar -explicó en tono grave-, y a menos que quieras quedarte aquí cuando se venga abajo, te sugiero que cierres el pico y me sigas.
Y dicho esto, se lanzó al interior de la abertura y desapareció de su vista. No se oyó sonido alguno mientras caía y al fondo no se veía otra cosa que oscuridad.
– ¿Loki? -le llamó.
No contestó nadie.
Se quedó petrificada por el miedo en ese momento. ¿La había engañado Loki? ¿Había huido? Echó un vistazo al hueco, casi esperando que un alud de efémeros emergiera del pozo abierto a sus pies.
Pero en vez de eso únicamente hubo silencio. «Confía en mí», le había dicho, pero él le había mentido y fue entonces cuando le vinieron a la cabeza las palabras del Oráculo: «Veo un traidor en la puerta».
¿Era Loki el traidor?
Sólo había una forma de averiguarlo.
La muchacha cerró los ojos y saltó.
No tuvo sensación alguna de caída. Maddy pasó del corredor a la celda de debajo con un único paso y durante unos segundos permaneció sumida en la más absoluta oscuridad. No había nada a sus pies ni encima de su cabeza, ni tampoco ningún indicio, ni siquiera el eco, de lo que podría esperarle.
– ¿Estás ahí, Loki?… -susurró a la oscuridad.
Entonces, formó la runa Sol, la Luminaria, y una luz fulgurante iluminó todo el espacio.
Maddy se quedó muy aliviada al ver que su compañero de aventura seguía allí. Ambos se hallaban de pie sobre un estrecho saliente mirando un bloque de piedra más o menos del tamaño de las puertas de un granero. Daba la impresión de estar suspendido sobre la nada más absoluta encima de un abismo que devoraba la luz de Sol sin devolver a cambio otra cosa salvo vacío. La piedra estaba dando vueltas en el aire muy despacio a poco más de quince metros de ellos. Ella logró atisbar cadenas fijadas a la parte inferior de la roca y al final de las mismas había un juego de bamboleantes grilletes vacíos…
…pero lo que atrajo de verdad la atención de Maddy fue la criatura colgada encima del bloque y su ponzoña, tan fétida que bastaba para licuarle las tripas a pesar de la distancia.
– Todo está en orden -le aseguró Loki-. No puede moverse de la roca.
– ¿Cómo lo sabes? -inquirió Maddy, mirándole fijamente.
– Confía en mí. Lo sé. Te enteras de ese tipo de cosas cuando llevas un par de años frecuentando a los parroquianos de por aquí. -Entrecerró los ojos para observar a la serpiente que no dejaba de girar en círculos-. Imagínate, si puedes, Maddy, cómo sería estar encadenado a esa roca cabeza abajo con esa cosa. -Se estremeció-. ¿A que ahora entiendes por qué estaba más que predispuesto a hacer lo que fuera para liberarme? ¿Verdad, Maddy? -La serpiente siseó como si le hubiera oído-. Lo sé, lo sé -continuó Loki-, pero en realidad, no tuve elección. Sabía que podía escapar solo… El Averno es un lugar enorme y podía haberles llevado siglos percatarse de mi desaparición, pero si intentaba liberarte a ti también…
– Disculpa -le interrumpió Maddy-, ¿le estás hablando a la serpiente?
– Ésa no es una serpiente cualquiera -repuso Loki-. Permíteme que te presente a Jormungard, Maddy, también conocido en la buena sociedad como la Serpiente de los Mundos, el flagelo de Tor, el dragón de las raíces del fresno Yggdrásil. Mi hijo.
Muy lejos, en una cámara inexpugnable de la Ciudad Universal en Finismundi, las inquietantes noticias de las lejanas Tierras Altas habían originado un debate de varias horas de duración en el seno del Consejo de los Doce, donde había tenido lugar una acalorada discusión.
Las alarmantes nuevas habían provocado una reunión tan apresurada de dicho órgano que muchos la habían calificado de improcedente. En circunstancias normales, habrían tenido lugar muchos encuentros previos al debate en el Consejo, además de una semana de plegarias, ayuno y meditación acerca de los estados elementales, intermedios y avanzados de la dicha espiritual para concluir finalmente con una reunión de notables armados con la Palabra de entre cuyos instruidos miembros se elegiría a los doce encargados de invocar al Innombrable.
La actual reunión se había convocado en cuestión de días, lo cual, en opinión de su portavoz, el magistrado emérito número 369, un menudo octogenario ataviado con ropajes escarlata a quien el enorme trono del cargo empequeñecía hasta hacerle parecer un monito, demostraba una impetuosidad y una irreflexión que resultaban tan peligrosas como indecorosas.
Empero, los demás no estaban de acuerdo con esa postura y a resultas de esa opinión la ceremonia había sido lo más breve posible y se había elegido mediante sorteo a los doce miembros, todos extraídos de los altos cargos del Orden, que iban a disfrutar del privilegio de la comunión.
Entre los afortunados figuraban el magistrado emérito, su cofrade el magistrado 73.838, que a sus setenta y cinco años no pasaba de ser un subalterno, y otros magistrados más de diferente jerarquía, incluyendo al miembro más antiguo del Orden, el magistrado número 23.
Todos ellos habían ayunado y orado para purificarse, todos habían entonado los cánticos y practicado unos profundos ejercicios de meditación acerca de la Palabra antes de congregarse finalmente en la Cámara Sinodal, un enorme auditorio, sito en el centro de la Ciudad Universal, donde había una docena de hileras de bancos vacíos alrededor de una única mesa de conferencias, un enorme y pesado mueble tallado en roble.
La comunión con el Innombrable era un espectáculo poco interesante, como la mayoría de las ceremonias más secretas del Orden, y cualquier observador externo la habría calificado como un soberano aburrimiento: doce ancianos vestidos de rojo alrededor de una mesa con un ejemplar del Buen Libro en el atril de lectura, ubicado en el centro. Varios de los participantes parecían dormidos y la escena podría haber pasado por la de un seminario cualquiera donde el lector parecía estar desplomado sobre el facistol entre el polvo en suspensión que brillaba a la luz de los rayos del sol vespertino.
Ese hipotético concurrente habría tenido dificultades para percibir la Palabra, pronunciada en voz alta una hora más tarde por todos los asistentes sentados a la mesa de forma simultánea. Irrumpió como un estremecimiento en el aire, el efecto de la Palabra parecía como si un niño pequeño hubiera hecho cabrillas y la piedra rebotara sobre la superficie del agua, causando a lo largo de todo el trayecto una serie de ondulaciones cada vez más amplias.
El primero en sentirla fue el magistrado número 23, el más antiguo de los miembros del Consejo de los Doce, un hombre consumido de piel arrugada como una manzana de invierno, de quien se rumoreaba que su pasado se remontaba al comienzo mismo del Orden.
– Oh, Innombrable -saludó el anciano.
Todos cuantos se hallaban sentados a la mesa se estremecieron de temor a pesar de haber gozado de la experiencia de la comunión al menos una docena de veces a lo largo de sus vidas y tuvieron que luchar con la misma sensación que había estado a punto de aplastar a Elías Rede.
Aquellos hombres eran los notables del Orden, y eso suponía una diferencia, por supuesto, pero aun así, el magistrado número 23 sintió una pesadez abrumadora cuando el Innombrable le ocupó la mente con su presencia.
«OS ESCUCHO», bramó una voz que reverberó en las mentes de los participantes en el Consejo e hizo estremecer a todos, desde el magistrado y el examinador hasta el más humilde de los participantes.
El magistrado número 23 sintió el peso abrumador de la voz mientras creía atisbar la lejana orilla de los dominios del Innombrable en el rincón más recóndito de su mente, un lugar donde gobernaba el Orden Perfecto de modo absoluto y el creyente recibía tanta dicha como era capaz de soportar.
El magistrado se preguntó si lograría resistirlo. Temía que su mente no fuera otra cosa que Caos incluso después de todas sus prolongadas jornadas de meditación, y el temor que había ocultado con tanta diligencia durante todos sus años de carrera como magistrado salió a la luz como un corcho picado sale a la superficie del agua.
«Perdonad mis dudas, oh, Innombrable -pensó-, y dispensadnos por la demora en consultaros el asunto que OS atañe de forma tan directa. Hemos tomado conciencia de la muerte de un compañero durante la comunión».
«¿Qué, acaso pensáis vivir para siempre a MI servicio?» Había una nota de irritación en la voz.
«Disculpadme -repuso el magistrado-, pero nuestro compañero había hecho un prisionero. Estaba seguro de que se trataba de un general del enemigo, Odín en persona, a quien dábamos por muerto hace largo tiempo, pero mataron a nuestro cofrade antes de que tuviera ocasión de interrogarlo y todavía no hemos conseguido identificar a ninguno de sus cómplices, aunque creemos que uno de ellos podría ser Loki, su hermanastro…»
«Ya estoy al tanto -le interrumpió la voz-. Supongo que no habréis entrado en comunicación conmigo tan sólo para ponerme al corriente de lo que ya sé. ¿Cómo ha de precederse…?»
«Se ha producido una novedad, oh, Innombrable», repuso el magistrado.
«¿Una novedad?»
La pausa posterior erizó el vello de la nuca al magistrado. Entonces, comenzó a explicar entre balbuceos que un clérigo de la Gente había adquirido la Palabra en unión con Elías Rede y que habían formado una alianza con el pueblo feérico e incluso ahora seguían pisándole los talones al enemigo mientras éste se dirigía hacia el Averno.
«Pero todo está en orden -se apresuró a añadir el portavoz del Consejo-. Nuestro agente lo tiene todo bajo control y detendrá a tiempo al enemigo. Él va a…»
«¡Silencio!»
Se produjo una nueva pausa durante la cual los doce notables sintieron cómo una presencia superior hurgaba en sus pensamientos sin el menor atisbo de piedad. Las consecuencias se dejaron sentir en Finismundi. Los miembros del Consejo padecieron migrañas y retortijones de estómago cuando el fundador del Orden rebuscó información con creciente urgencia. Y la buscó con ahínco entre las imágenes de las mentes de los notables, unas instantáneas que pasaban a toda prisa. Podían ser visiones, profecías o sueños. Una mujer ataviada con pieles de lobo; una deidad con dos caras; una montaña que conducía al Averno; una muchacha…
«No le veo. No está claro. Las tierras del Caos nublan mi vista…»
Las imágenes se detuvieron y sobrevino un momento de inquietante calma.
«Le veo, sí, y…»
A continuación se formó otra de aquellas representaciones tan atractivas…
…Un símbolo escrito en rojo oscuro. Todos lo percibieron como un glifo de poder, pero incluso el magistrado 23 vaciló a la hora de identificarlo. Sin embargo, el Innombrable reaccionó a toda prisa y un instante después una súbita y terrible onda cruzó las mentes del Consejo de los Doce, provocando el colapso absoluto de once de sus miembros. El más anciano de los notables sufrió una apoplejía y murió allí mismo. Los magistrados 369 y 73.838 padecieron lesiones cerebrales de por vida y la totalidad de los miembros del Consejo empezó a chorrear sangre por las fosas nasales.
«¡Un ardid! -siseó el Innombrable-. ¡Era una trampa, incompetentes, mentirosos!»
Miembros de todo el Orden se desplomaron entre espantosos dolores de cabeza y los magistrados de más edad se hicieron de vientre encima cuando la voz del Innombrable expresó todo el peso de su descontento. Luego, pareció reinar un breve momento de calma cuando su ira homicida aminoró para convertirse en un arrullo glacial.
El único miembro consciente del Consejo de los Doce era el magistrado 262. Se llevó las manos a la nariz para restañar la hemorragia y pensó con desesperación.
«Oh, Innombrable, ¿qué ha ocurrido? ¿Qué significa esto?»
Se hizo un silencio prolongado y ominoso antes de que la voz le contestara en un arrullo.
«Eso no importa. También estaba planeado», afirmó el Innombrable.
El magistrado se estremeció una vez más cuando el Innombrable empezó a remover entre las mentes de todos los integrantes del Orden como si no fueran para El más que naipes de un mazo de cartas. Las imágenes pasaron muy deprisa por su cabeza, demasiado para poder identificar rostros conocidos o desconocidos. Eran simples paisajes de una pesadilla.
La voz volvió a hablar una vez que hubo terminado la pesquisa, y en esta ocasión se dirigió al magistrado por su verdadero nombre.
«Fortune Goodchild -empezó-, hace demasiado tiempo que te sientas aquí, en tu fortaleza de Finismundi, cómodo y muy satisfecho contigo mismo. Has atendido tu minúsculo imperio por largo tiempo, olvidando cuáles son las reglas que de verdad rigen el mundo. Ha llegado la hora de que demuestres tu lealtad. Los videntes al fin se han dejado ver como yo sabía que iba a suceder. Noto su presencia. El campo de batalla ha sido elegido y las líneas trazadas. Nos pondremos en marcha hoy mismo».
«¿Hoy?», susurró para sí el magistrado.
«¿Deseas efectuar alguna crítica a mi estrategia, Fortune Goodchild?», inquirió el Innombrable.
«No, no -se apresuró a responder el interpelado-, por supuesto que no, oh, Innombrable. Es sólo que hay un mes de marchas forzadas hasta el valle del Strond, y para cuando nosotros lleguemos…»
«No vamos a dirigirnos al valle del Strond».
«Entonces, ¿adonde hemos de ir?», preguntó el magistrado, al tiempo que se reprochaba en su fuero interno: Eres imbécil por preguntar.
El Innombrable se percató del pensamiento y durante un segundo el hijo predilecto se acobardó bajo el peso de su temible diversión.
«¿Adonde va a ser? -respondió Él-, al Averno».
– ¿Tu hijo? -preguntó Maddy-. Por los dioses, Loki, ¿hay alguien aquí con quien no estés emparentado?
El aludido exhaló un suspiro.
– Una vez mantuve… relaciones con un demonio hembra llamado Angrboda. Era una cambiante, una hija del Caos, y le gustaba hacer experimentos. A veces los resultados eran, digamos, «exóticos».
La serpiente gigante abrió sus fauces. Olía peor que ninguna otra criatura que Maddy hubiera encontrado en su vida: una mezcla hedionda y plomiza de veneno, petróleo y depósito de cadáveres. Los ojos eran como pozos de alquitrán y el cuerpo tan grueso como el de un hombre.
Según la leyenda, la Serpiente de los Mundos era tan grande que tan sólo podía contenerla el mar Único. Había crecido hasta tal punto que rodeaba por completo las Tierras Medias y había bajado hasta Yggdrásil para nutrirse de sus raíces.
Era más pequeña en la realidad que en el mito pero, incluso así, Maddy no había visto jamás en la vida un ofidio tan grande. En sus ojos malignos se percibía una inquietante inteligencia.
– Parece como si entendiera nuestra conversación -comentó ella.
– Por supuesto que entiende lo que hablamos -respondió Loki-. No creerías que iban a elegir a una criatura estúpida para vigilarme.
– ¿Vigilarte? -dijo Maddy-. ¿Te refieres a cuando estabas prisionero aquí?
– Veo que las cazas al vuelo -contestó Loki en tono irritado-. Nos quedan cuarenta y ocho minutos -añadió, consultando el cronófago que le había entregado Hel-, así que si tengo que explicarte diez veces cada minúsculo detalle…
– Vale, lo siento -se disculpó Maddy-, pero si es tu hijo, entonces, ¿por qué…?
– Ellos tienen un sentido del humor muy peculiar -respondió Loki-. ¡Hacer que me atormente mi propio hijo! Aunque me temo que no he sido exactamente un buen padre.
La Serpiente de los Mundos volvió a exhibir sus colmillos.
– Oh, cierra el pico -le dijo Loki-. Ahora he vuelto. -Se volvió hacia su acompañante-. Sus anillos bajan hasta el río Sueño -dijo, señalando el largo cuerpo de la sierpe-. ¿Has soñado alguna vez con serpientes? ¿Sí? Pues se trataba de Jormungard, o alguno de sus aspectos que se introducía en tu mente a través del mundo de los sueños. Fue así, con su ayuda, como llegué hasta el río y conseguí escapar hasta Sueño adoptando mi aspecto ígneo. Una vez allí, por fin, volví a encarnarme.
– La serpiente no parece muy contenta -observó.
– Ya. Bueno, yo… -Loki parecía algo avergonzado-. Creo que está enfadada porque… El caso es que le prometí liberarla cuando huí.
– ¿Liberarla? -preguntó Maddy-. Creí que habías dicho que ella te vigilaba a ti.
– Ésa es la parte más ingeniosa de todo este asunto -dijo Loki-. Recuerda que esto es una fortaleza de sueños. Nada en el Averno posee una forma definida: todo lo que ves emana de las mentes de aquellos que sufren cautiverio. Lo cual incluye a nuestra amiga -añadió el Embaucador, señalando a la sierpe-. Tú y yo sabemos que no me gustan nada los ofidios. Puesto que estamos en el Averno y aquí las pesadillas son la moneda de cambio habitual, ¿se te ocurre algo más apropiado que convertir a una serpiente en mi carcelera? Y además no a cualquier ofidio, sino a la mismísima Serpiente de los Mundos. Así que de alguna manera fui yo quien la trajo aquí, o al menos la invoqué bajo este aspecto. Hasta que la libere, de regreso al mundo real, no deja de ser otra prisionera. Mi hijo está encerrado aquí para siempre, como todos los demás.
Mientras Loki hablaba, el ofidio emitió un siseo más fuerte y el aire se nubló de gotitas de veneno.
– Déjalo ya -le dijo Loki-.Vamos, ¿de verdad creías que iba a dejarte suelto después de lo que pasó la última vez? -dirigiéndose a Maddy, añadió-: No sólo alteró las mareas del mar Único, inundó las Tierras Medias y devoró al Tonante con martillo y todo. Además, para cuando consiguieron controlarla había llenado los Nueve Mundos de agujeros de gusano por los que los ejércitos del Caos se dedicaban a colarse como ratones por un queso gruyere. -Loki miró a la Serpiente de los Mundos con una sonrisa irresistible-. A pesar de todo eso, Jormungard es un buen hijo -añadió en tono alegre-. ¿O puedo llamarte Jorgi para abreviar? Sí, me gusta Jorgi. Suena más divertido y tranquilizador. Yo diría que incluso amistoso. ¿Qué te parece?
A través del vertiginoso espacio que los separaba, la Serpiente de los Mundos escupió un chorro de veneno que no llegó a alcanzar a su padre, pero a cambio arrancó un buen trozo de la pared de roca.
El Embaucador miró a Maddy con una sonrisa nerviosa.
– Está encantado.
– Oye -dijo Maddy-. Esta gira para conocer a tu familia es fascinante, pero creía que habíamos venido a rescatar a mi padre.
– Y es lo que vamos a hacer, con la ayuda de Jorgi.
Maddy observó cómo la gigantesca culebra se revolvía, aún encadenada a su roca.
– ¿Tú crees que esa cosa va a ayudarnos?
– Ya me ayudó antes. Si podemos llevarla al río Sueño…
– ¿Al río Sueño? -preguntó Maddy, sorprendida-. Pero yo creía que…
– Jormungard no puede escapar a través del Hel. Para eso se necesita un cuerpo, desde luego, y por lo que sé no disponemos de ninguno de sobra.
– Oh.
Maddy se quedó confusa por un momento. Se había concentrado tanto en la idea del rescate que no había reparado en los pequeños detalles prácticos.
Loki lo sabía. De hecho, lo había tenido en cuenta en sus tratos con el Susurrante. Tor liberado en el Sueño era una cosa, pero Tor reencarnado y dispuesto a vengarse era algo de lo que definitivamente Loki prefería prescindir. «Aun así -se dijo-, lo primero es lo primero». Quedaba un largo camino por delante para salir del Averno, e incluso el Sueño tenía sus peligros.
Le dedicó a Jormungard la más encantadora de sus sonrisas.
– Es mejor tarde que nunca -le dijo.
La criatura respondió con un silencioso silbido.
– Pero no puedes liberarla -protestó Maddy-. Aparte del daño que pueda provocar abriendo brechas entre los mundos, ¿no te aniquilará en cuanto…?
– Gracias por recordármelo -le espetó Loki en tono seco. Incluso bajo aquel aspecto, su rostro había empalidecido-. No creas que no se me ha ocurrido, pero quedan… -Echó un vistazo al cronófago que llevaba alrededor del cuello-. Quedan tan sólo cuarenta y tres minutos por delante, y se me están agotando las buenas ideas. En cuanto a los destrozos que pueda provocar, espero que podamos sacar algún provecho de ellos.
– ¿Cómo?
– Para empezar, como maniobra de distracción. El Averno aún no ha actuado, pero no va a seguir tan tranquilo demasiado rato. En cuanto perciba los trastornos que hemos provocado enviará algo o a alguien para investigar. Espero que cuando eso ocurra el bueno de Jorgi haya tapado nuestras huellas. Si estoy en lo cierto, al menos ganaremos un poco de tiempo.
– Ya te entiendo -repuso Maddy-, pero ¿y si te equivocas?
– Si me equivoco, nuestro sufrimiento será breve. Ahora, toma mi mano.
Maddy la cogió y sintió cómo los dedos de Loki aferraban los suyos. Durante un instante notó una breve sensación de salto.
– Agárrate bien -le advirtió Loki-. Cuando se suelte Jorgi, no creo que te haga gracia estar cerca.
En el círculo de roca, la Serpiente de los Mundos se retorcía y lanzaba dentelladas contra sus cadenas. La pestilencia de su ponzoña se intensificó y las secreciones impregnaron el aire.
Y entonces, de repente, las cadenas desaparecieron.
Fue casi cómico. Durante un segundo Jormungard peleó contra el aire, arqueando sus mandíbulas contra la nada, y sus pesados anillos resbalaron dentro del pozo. Después clavó los ojos en Loki, abrió las fauces, se puso rígida un instante… y atacó.
Lo hizo repetidas veces, arrancando de la pared piedras del tamaño de elefantes que caían girando al abismo. El aire estaba saturado de veneno y chisporroteaba de electricidad. En cuestión de segundos el saliente sobre el que se encontraban quedó reducido a un espolón de roca asomado al vacío. Nada más quedó vivo, pues ninguna criatura podría haber sobrevivido a aquel ataque. En la celda oscura y desierta tan sólo quedó la Serpiente de los Mundos.
– Por supuesto, sabrás que nos viene siguiendo -jadeó Loki, casi sin aliento.
– ¿No era ése el plan?
– ¿Qué plan?
Corrían agarrados de la mano por un ancho pasadizo flanqueado a ambos lados por puertas y alumbrado por una fosforescencia de aspecto fantasmal que parecía brotar de todas partes. Aunque correr no era el verbo adecuado, y el suelo que había bajo ellos parecía inmaterial, como en un sueño. Mientras corrían el escenario cambiaba y las puertas se transformaban y tan pronto eran monstruosidades góticas de roble, arcos pandados de plomo o agujeros en la pared techados con bóvedas de huesos.
– ¿Cuánto nos queda? -quiso saber Maddy.
– Ya casi estamos. Sólo quiero asegurarme…
La luz también cambiaba a toda velocidad, unas veces roja, otras verde, y había un sonido que presionaba como un pulgar contra los tímpanos, el de un millón de soñantes encerrados dentro de otras tantas visiones oníricas.
– ¿Cómo lo has hecho? -gritó Maddy por encima de aquella algarabía.
– ¿El qué?
– Ya lo sabes. Salir de esa celda.
– Un atajo -respondió él-. Un cambio de aspecto que aprendí de Jorgi. Ahora, procura agarrarte bien.
Se detuvo ante una puerta que era roja y negra y estaba tachonada de encantamientos y runas.
– Esto puede resultarte un tanto… perturbador -añadió.
Maddy le miró fijamente.
– ¿Mi padre?
Loki asintió. Por debajo de su aspecto, parecía cansado; los colores habían perdido buena parte de su brillo. Alrededor del cuello, el cronófago de Hel indicaba que les quedaban treinta y ocho minutos.
Loki arrojó un puñado de runas contra la puerta. La inscripción que había sobre ella se iluminó, pero permaneció cerrada.
– Maldita sea. -Loki se apoyó sobre la puerta y respiró hondo un par de veces-. Estoy acabado -dijo-. Tendrás que hacerlo tú.
Maddy estudió la puerta cerrada. Pensó que Thuris debería moverla, la trazó y la arrojó con todas sus fuerzas. Tembló, pero no cedió.
Volvió a aporrearla, esta vez con Os y con Tyr. La puerta retembló una vez más, y todo el pasillo vibró con ella, estremeciéndose bajo sus pies.
– Ya falta poco -la animó Loki.
– Sí -contestó ella-. Un golpe más y creo que lo…
– No me refería a la puerta.
Loki estaba mirando más allá de Maddy. Durante unos segundos la chica no entendió qué quería decir. Después levantó los ojos y vio lo que se les venía encima. En ese mismo instante lanzó Hagall contra la entrada con todas sus fuerzas mientras Loki, con las escasas energías que todavía le quedaban, arrojaba Isa en el camino de la Serpiente de los Mundos, que se hallaba a cincuenta metros de ellos y ocupaba todo el corredor con su cuerpo.
Isa se congeló en el aire, creando una especie de barrera sólida contra la que Jormungard se estrelló una y otra vez con una furia vesánica.
La runa aguantó, aunque el primer golpe abrió algunas resquebrajaduras en el hielo; era evidente que no podría retener durante mucho tiempo a la sierpe, pero fue bastante. La puerta no se abrió: simplemente se desvaneció y, con otro de esos saltos que provocaban náuseas, Loki y Maddy se encontraron de repente dentro.
Hel observaba los acontecimientos con sumo interés desde la otra orilla del río Sueño. El cronófago servía para varios propósitos. Uno de ellos, y no el menos importante, era mantenerla informada de lo que sucedía en todo momento. En una estancia situada en las profundidades de su ciudadela de huesos blancos, Hel contemplaba los progresos de los dos intrusos a través del espejo oscuro de su ojo muerto.
«Qué raro», pensó. Era muy extraño. Por supuesto, Loki nunca era del todo previsible, pero el último lugar al que la diosa esperaba que se le ocurriera regresar era éste. En parte, sentía curiosidad por saber en qué consistía el plan de su padre, pues daba por supuesto que Loki tenía un plan, ya que podía ser cualquier cosa menos un descerebrado. Sin embargo, no malgastó esfuerzos en preocuparse por el destino fatal que con toda probabilidad iba a sufrir el dios. Si Loki caía, no derramaría lágrimas por él. De hecho, pensó, contemplar su destrucción podría brindarle el primer momento de auténtico placer que experimentaba desde la muerte de Bálder, siglos antes.
No es que ese placer fuera a durar. Nada lo hacía. Y sin embargo Hel, que normalmente sólo sentía indiferencia, observaba absorta cómo pasaban los segundos. El ojo muerto veía el torbellino de sueños que era el Averno, mientras que el ojo vivo estaba clavado en las dos figuras que yacían juntas en la orilla del río, sus cuerpos materiales vinculados a sus homólogos del Averno por hebras de luz rúnica más tenues que la seda.
Cortar esas hebras acarrearía cercenar sus vidas, pero Hel les había prometido una hora en el interior, y un juramento como aquél no podía quebrantarse, aunque se lo hubiera ofrecido a Loki. Sin embargo, se hallaba intrigada, especialmente por la energía mágica que el dios había dejado detrás. Era una energía poderosa, una reliquia de los Tiempos Antiguos que brillaba y resplandecía como un sol olvidado. No conseguía imaginar por qué razón la había traído Loki ni por qué había intentado esconderla a sabiendas de que ella la descubriría enseguida.
Y ahora esa energía mágica la estaba llamando desde su emplazamiento en el desierto con una voz suave y seductora que le resultaba casi familiar, pero no del todo.
«Es una trampa -pensó Hel-. Sea lo que sea, Loki quiere que la coja».
Contempló al Embaucador con el ojo vivo. Parecía dormido, pero de cuando en cuando se movía y arrugaba la frente, como si estuviera en medio de una pesadilla. Hel podía ver el hilo que lo unía a su yo soñante: una hebra transparente de luz violeta. La rozó delicadamente con sus dedos y sonrió al pensar que en otro mundo acababa de provocar un escalofrío en la espina dorsal de Loki.
«¿Y si se trata de una trampa?», se preguntó. No era propio de su progenitor mostrarse tan burdo. Y sin embargo…, si él no quería que Hel se apoderase de aquella cosa, ¿por qué la había dejado tan a la vista?
Loki nunca era tan transparente. Siempre se mostraba sutil. De modo que, cualesquiera que fueran sus planes, la respuesta evidente debía de ser falsa. A menos que él supiera de antemano que Hel iba a pensar así. En cuyo caso, la respuesta evidente era la correcta. A menos…
«A menos -pensó-, que en realidad no tenga ningún plan».
Quizás esa negligencia era un farol destinado a hacer creer a Hel que escondía una carta bajo la manga. Algún tipo de protección o de defensa por si era recibido con hostilidad. Pero ¿qué pasaba si no tenía esa carta? ¿Qué sucedería si, como Hel había sospechado desde el principio, Loki se había lanzado a la aventura armado tan sólo con su ingenio y sus bravatas?
En ese caso, el dios se hallaba a merced de Hel. Y la energía mágica que había traído, aquella baratija tan tentadora, estaba a su disposición.
Con una palabra la convocó. La energía mágica se hallaba escondida en el talego del Embaucador, tan brillante ahora que casi podía verla a través del cuero desgastado. Hel la sacó, y la luz del Susurrante se inflamó cegándola casi con su intensidad.
Ella no había visto nunca al Susurrante. Todavía no había nacido en los tiempos de Mímir, y los æsir siempre se habían mostrado muy celosos de sus secretos, pero sabía distinguir una energía mágica cuando la veía. La sostuvo entre las manos, percibiendo el flujo de poder mientras una voz sonaba ensordecedora dentro de su mente.
«Mátalos -le instó el Susurrante-. Mátalos a ambos».
«Un problema compartido es un problema resuelto», o al menos eso rezaba el refrán. Por suerte para La-Bolsa-o-la-Vida, no era consciente de que ahora compartía el problema del viaje al Hel con Odín, los seis vanir, la Cazadora, Nat Parson, un examinador muerto, Adam Scattergood, la esposa de Parson, un granjero del valle y una cerdita enana. De haberlo sabido, resultaba dudoso que se hubiera alegrado por ello.
Examinaba la piedra rúnica cada cinco minutos más o menos. O bien su imaginación le jugaba una mala pasada, o en aquellos breves intervalos se oscurecía cada vez más. El trasgo no creía que fuera una mala pasada de su imaginación. Y sabía qué era lo que se suponía que debía hacer.
– El Inframundo -musitó con voz nerviosa-. Debe de estar más loco de lo que pensaba. De modo que quiere que vaya al Inframundo, ¿eh? ¿Quiere que encuentre a un susurrante? «¿Qué es un susurrante?», le pregunté. Y lo único que me contestó él fue…
No me falles.
El trasgo se estremeció. Aquello tenía muy mala pinta, pero el Capitán poseía un don para salir con bien de los peores aprietos. Si lo conseguía de nuevo y Bolsa lo traicionaba…
Se quedó mirando medio hipnotizado la piedra rúnica, observando la forma en que su color se oscurecía y pasaba del bermellón al carmesí y luego al rojo rubí.
El Capitán le había asegurado que la piedra le mostraría el camino. Bolsa había visto otras gemas similares antes, aunque nunca las había utilizado. La magia rúnica era para videntes, no para trasgos. A la criatura le incomodaba el simple roce de la piedra, así que la idea de utilizarla ni se le pasaba por la cabeza.
Hasta ahora le había enseñado el camino y le había ayudado a ver cada ensalmo roto y cada firma mágica, pero ahora, por último, el camino acababa, y la piedra debía abrirle la puerta del Hel, un sendero que ningún ser viviente debería tomar.
Si se pone roja, estoy en peligro mortal.
Arrojó la piedra contra el suelo tal como el Capitán le había dicho. Un pasadizo que un momento antes no estaba ahí se abrió como un relámpago bajo sus pies. Estaba oscuro. Unos escalones que parecían tallados en cristal negro descendían por la sima. Bolsa sabía que más abajo se hallaba el último tramo, el que conducía hasta el Inframundo y el Susurrante.
Volvió a mirar una vez más la piedra del Capitán. Había vuelto a oscurecerse, pasando de rojo rubí a rojo sangre, y después al tono oscuro de un vino añejo.
Si se vuelve negro…
«Dioses», pensó.
Gimoteando de miedo, Bolsa guardó la piedra y emprendió de nuevo un vivo trote para bajar los estrechos peldaños y recorrer el sendero que llevaba al país de los muertos.
Habían pasado ya casi tres días desde que Odín se adentrara en el Trasmundo siguiendo el rastro de los fugitivos. En aquel tiempo había descendido de forma gradual y cuidadosa, eligiendo los corredores más estrechos y manteniendo siempre el río entre él y sus perseguidores. Había cruzado dos veces el Strond para aproximarse al Inframundo por una ruta indirecta, con la esperanza de que su olor no llegara a Skadi ni a Parson. Durante esos días apenas había comido ni dormido. Seguía viajando en la oscuridad, pero había descubierto que su sentido de la orientación estaba mejorando de forma increíble, y además era capaz de leer los colores con un grado de precisión desconocido para él desde antes de la guerra.
Había percibido la presencia de los vanir en el Trasmundo, así como había captado también a la Cazadora. Le tentaba la idea de establecer contacto, pero en su actual condición no se atrevía a acercarse a ellos. Lo haría más tarde, cuando pudiera mostrarse en la plenitud de su aspecto y volviera a tener al Susurrante en su poder. Es decir, en caso de que volviera a tenerlo en su poder.
Mientras ese momento llegaba, Odín se concentró en la lectura de las señales. Había muchas, tendidas a través del Trasmundo como las cuerdas de un arpa y afinadas en tonos exquisitos. Descifrarlas requería concentración y también energía mágica, pero con cada nueva señal se acrecentaban sus presentimientos.
Finalmente, arrojó las runas. Lo hizo a ciegas, pero no importaba. Su mensaje era ya lo bastante claro. Primero lanzó Raedo invertida. Era su propia runa, cruzada con Naudr, la de la muerte.
Después Os, la runa de los æsir. Kaen invertida. Hagall, la Destructora, y por último tiró Thuris, la runa de la victoria.
«Victoria, pero ¿para quién? -se preguntó Odín-. ¿Para el Orden o para el Caos? ¿Y en qué bando están los æsir?»
«Así que ya ha empezado», pensó. No en la superficie, como se había imaginado, sino en las entrañas del propio Caos. Aún no era la guerra, de eso estaba seguro, pero no tardaría en llegar así como el invierno sigue al otoño. Loki formaba parte de todo aquello, al igual que Maddy. ¿Qué había desencadenado aquella serie de acontecimientos? ¿El despertar de los Durmientes? ¿El descubrimiento del Susurrante? ¿Algo distinto? Lo ignoraba. Pero al menos sabía una cosa: pasara lo que pasase, él tenía que estar allí.
Otra persona que presentía que debía estar allí era Ethelberta Parson. Por qué, ni ella misma sabría decirlo, pero mientras ella y Dorian se aproximaban a su meta, aquella sensación se hacía cada vez más apremiante. Habían soportado frío y penurias. Tenían los pies llenos de ampollas, no les quedaban provisiones salvo unas cuantas patatas crudas que reservaban para la cerdita, tampoco tenían ya aceite para la lámpara, y sin embargo Ethelberta seguía con paso inexorable a la rechoncha Lizzy mientras ésta se orientaba olisqueando a través del laberinto del Trasmundo.
Hacía tiempo que Dorian Scattergood había renunciado a encontrar a nadie en aquel dédalo interminable. Incluso la idea de hallar el camino a su casa se le antojaba impensable, aunque no era ésa la razón por la que seguía caminando. Por delante de él, Ethel era una tenue silueta que se perfilaba contra las paredes fosforescentes. Paciente, incansable, mostraba tan poco temor por las ratas y los trasgos que habían visto antes en los niveles superiores del Trasmundo como ahora por los muertos que encontraban a su paso.
– No hay por qué tenerles miedo -le dijo Ethel a Dorian cuando la primera oleada de espíritus pasó rozándolos entre susurros.
Él había pegado la espalda a la pared, temblando de pavor, mientras que ella se limitó a atravesar ese flujo y seguir adelante, haciendo caso omiso de las lúgubres voces que los rodeaban, ignorando incluso los familiares murmullos de Jed Smith y Audun Briggs mientras los seguían hacia el país de los muertos.
El camino hacia el Hel había sido espantoso para Maddy, pero para Odín resultaba mucho peor. El no podía cerrar sus ojos ciegos a la presencia de los muertos ni tapar sus oídos a sus súplicas y maldiciones. Los difuntos se dieron cuenta y, durante una distancia que se le hizo eterna, le arrastraron a su paso en oleadas, de tal forma que los pies de Odín apenas tocaban el suelo del pasadizo.
No era la primera vez que se arriesgaba a hacer ese viaje. Siempre había sido desagradable, pero esta vez intuía que algo había cambiado. Percibía en aquella multitud una sensación de expectativa, una anticipación consciente que le inquietaba sobremanera. Por primera vez le hablaron, y lo llamaron por su nombre.
Un hombre ciego de camino al Hel…
(te rogué que me dejaras morir).
¿Odín el Ciego todavía vivo? No.
Por mucho.
Tiempo.
Cuando por fin escuchó una voz de verdad y sintió los colores de un ser vivo, casi lo pasó por alto entre el clamor y el alboroto circundantes. La voz subía y bajaba en tonos quejumbrosos como si discutiera consigo misma. Después guardaba silencio unos instantes, y enseguida reanudaba aquel debate unilateral.
te digo que no puedo hacerlo
no puedo y no voy a hacerlo es antinatural no puedes obligarme
bueno tal vez puedas pero
peligro mortal dijo él
peligro mortal
La firma mágica tenía el color dorado de los trasgos, y estaba teñida con los matices de la incertidumbre y el miedo. Había algo más en las inmediaciones, probablemente un amuleto impregnado de energía mágica, que emitía una firma muy familiar.
Odín no tenía el menor interés en La-Bolsa-o-la-Vida, pero conocía de sobra el sello de Loki. Recurriendo a Yr y a Naudr, le resultó muy sencillo acercarse al trasgo sin ser visto y atraparle antes de que consiguiese escapar.
Unos segundos más tarde, Bolsa colgaba indefenso del puño de Odín.
– ¡Vaya, mi General, excelencia! -empezó-. ¡Qué sorpresa!…
– Ahórrame tus balbuceos -dijo Odín, sentándose en el suelo de roca mientras agarraba con mano firme el cuello de Bolsa-. Dentro de un instante voy a decirte un nombre y tú vas a contarme todo lo que sepas. Me lo vas a contar con claridad, con rapidez, sin mentir y sin una sola palabra de más. De lo contrario, tendré que partirte el cuello. De todos modos, puede que te lo parta igual. Ahora mismo no estoy de buen humor. ¿Entiendes lo que quiero decir?
El trasgo asintió con tanta energía que todo su cuerpo se sacudió.
– ¿Estás listo?
Bolsa asintió una vez más.
– Muy bien -dijo Odín-. Loki.
Bolsa tragó saliva. Recordando la amenaza de Odín, recitó su información de golpe y sin tomar aliento:
– AvernomisiónrescatepadredeMaddypeligromortalseacabaeltiempo…
– Espera. -Los dedos de Odín apretaron con más fuerza el cuello de Bolsa-. Otra vez. Despacio.
El trasgo asintió.
– Averno -dijo con voz ahogada-. Misión rescate. Padre de Maddy. Peligro mortal. Se acaba el tiempo.
– No entiendo una sola palabra de lo que me estás diciendo -restalló Odín.
– Es porque me estás ahogando, señor -se defendió el trasgo.
Odín aflojó su presa en torno al cuello.
– Gracias, señor -dijo Bolsa en tono de disculpa mientras se sentaba en el suelo-. Ha pasado bastante tiempo desde la última vez que me remojé el gaznate, señor, y es una historia complicada. La contaría mejor con mis propias palabras y, si disculpas mi atrevimiento, con el pescuezo intacto. ¿Puedo?
Odín suspiró. «Trasgos», se dijo. Traía más a cuenta interrogar a un muerto que esperar una respuesta sensata de un trasgo. Reprimió su impaciencia y empezó de nuevo.
– Ahora, dime. ¿Dónde está mi hermano?
Mientras todo esto sucedía, Loki esperaba en una celda del Averno y Maddy se disponía a conocer al Tonante.
La mazmorra era muy distinta de la que había ocupado Loki. Para empezar, parecía limpia y cómoda: había una cama con sábanas y un grueso edredón, una lámpara convencional con una pantalla de flecos, una pequeña alfombra floreada y una ventana con vistas a una verde campiña. En el alféizar se veía un jarrón con flores. Junto a la cama había una mesita auxiliar sobre la que Maddy pudo ver algo que parecía una bandeja con té y galletas. Al lado de la mesa una señora muy bajita y anciana se dedicaba a hacer calceta en una mecedora.
Detrás de Maddy, Loki empezó a reír.
– Así que éste es el calabozo de Tor el Tonante -comentó-. Por los dioses, Tor, sabía que eras un tipo retorcido, pero esto resulta ridículo.
Maddy se volvió hacia él, perpleja.
– Creí que habías dicho que mi padre estaría aquí.
– Y así es -repuso Loki con una sonrisa.
– No lo entiendo.
Loki señaló a la dama, que seguía tejiendo.
– Te presento a Ellie. También conocida como la Vejez.
Loki se rió una vez más, con un brillo de divertida malicia en los ojos.
Ellie apartó la mirada de su labor y contempló a Maddy con ojos tan negros y brillantes como los de un pájaro.
– Guardad silencio -les advirtió con firmeza-. Mi esposo está dormido.
Maddy se acercó casi de puntillas a la cama. Era cierto, había alguien tumbado bajo el edredón. Alcanzó a ver la curva de un hombro, y unos cabellos blancos y ralos sobre un cráneo tan fino y delicado como un huevo de petirrojo.
– No hagas eso -espetó Ellie, levantándose con la ayuda de un bastón-. Muestra un poco de respeto por tus mayores y tus superiores.
– Lo siento -dijo Maddy-. Estoy buscando a mi padre…
– Conque tu padre, ¿eh?
– Tor, hijo de Odín. El mismo al que llaman el Tonante.
La cara de manzana seca de la anciana se resquebrajó en un millar de arrugas.
– Debe de tratarse de una equivocación, querida -dijo-. Aquí sólo estamos mi marido y yo, y el pobre está muy enfermo, casi con un pie en la tumba.
Maddy se volvió hacia Loki.
– Me has mentido -le dijo-. Mi padre no se encuentra aquí.
Loki sacudió la cabeza.
– Recuerda lo que te dije, Maddy. En la Fortaleza Negra cada hombre se construye su propia celda, y cada prisionero invoca a su propio carcelero escogiéndolo de entre sus temores más profundos e inevitables.
– ¿Sus temores?
– Para mí, como bien sabes, no hay nada peor que las serpientes. Lo que más teme Tor es que llegue la Vejez y acabar sus días en un lecho confortable. A cada uno lo suyo.
Sin dejar de hablar, Loki se había acercado al otro lado de la cama. Los dedos de su mano izquierda jugueteaban con pequeñas runas, manejándolas como si fueran dardos listos para disparar. Seguía sonriendo, pero ahora había entrecerrado los párpados en un gesto de concentración.
– ¡No hagas eso! -dijo Ellie, agarrando su bastón y cojeando con sorprendente agilidad hacia el otro lado del lecho-. No permitiré que despiertes a mi marido.
Loki se apartó de su camino. La mujer era anciana, pero también rápida, y su bastón despedía chispas de luz rúnica.
– No te acerques -le ordenó a Maddy.
Veloz como un rayo, Loki trazó sobre el durmiente la primera de sus runas, entre las cuales Maddy reconoció Os. Los colores de Loki se difuminaron un poco más. El anciano dio un respingo y murmuró algo, y unos dedos huesudos se engarriaron sobre las sábanas.
El aspecto de Ellie era claramente amenazador. Sus ojos negros como cuentas brillaban de rabia y su rostro de bruja parecía una máscara deformada.
– Te lo advierto, jovencito…-empezó.
Loki lanzó una segunda runa, Naudr invertida. Sus colores se debilitaron una vez más, mientras el anciano gritaba como si se hallara en las garras de una espantosa pesadilla.
Ellie chilló de ira y bruscamente golpeó a Loki con su bastón rúnico.
El dios retrocedió a toda velocidad. El golpe, que no le alcanzó por los pelos, pulverizó la mesa que había entre ambos. La vieja volvió al ataque, fallando de nuevo, mientras los dedos de Loki soltaban el último puñado de runas directamente sobre el pecho del anciano.
– ¿Qué estás haciendo? -gritó Maddy sobre los agudos chillidos de la encolerizada bruja.
Loki se limitó a sonreír, sin decir nada. Su firma mágica se estaba desvaneciendo a gran velocidad y su brillo violeta mostraba ahora una palidez fantasmal, pero la habitación entera empezó a transformarse. La ventana había desaparecido junto con su idílico paisaje, y ahora sólo se veía en la pared una hendidura asomada al vacío del Averno. El resto -mecedora, cortinas, florero- se había esfumado, dejando sólo la cama, reducida a una angosta repisa de piedra cubierta de paja podrida, junto con su único ocupante.
Sobre aquel saliente de piedra, ante los ojos de Maddy, el viejo cambió y se dobló sobre sí mismo. Le crecieron músculos cada vez más abultados, un cabello tan rojo como el del propio Loki y una barba erizada, y al fin abrió unos ojos ardientes y oscuros como brasas.
El Tonante despertó en su aspecto completo, y el suelo se estremeció bajo sus pies.
– Ahora es el momento de cumplir tu promesa -le dijo Loki a Maddy, mientras retrocedía para apartarse de aquella figura amenazante todo lo que le permitían las exiguas dimensiones de la diminuta estancia.
Tor le siguió de una sola zancada, barriendo a Ellie a su paso, y se detuvo a menos de medio metro de Loki, al que sacaba dos cabezas. De sus manos brotaban chispas de luz rúnica carmesí.
– ¿Qué promesa? -preguntó Maddy.
– La de interceder por mí si algún miembro de la familia se, digamos, ofendía por mi prolongada supervivencia.
– Ah -dijo Maddy-. Esa promesa.
Tor rodeó por completo la garganta de Loki con su gigantesca manaza.
– ¡Tú! -dijo con voz de trueno-. Voy a partirte todos y cada uno de los huesos del cuerpo, empezando por tu miserable pescuezo. Y después te los voy a volver a romper todos para asegurarme de que no se me olvida ninguno. Y después voy a moler todos los pedazos. Y después de eso -añadió con una sonrisa campechana a través de su barba roja- ya se me ocurrirá cómo hacerte más daño todavía.
– Creo que se me ha olvidado decirte que esta amiga y yo tenemos ciertos… asuntos que tratar contigo -dijo Loki.
Los dedos de Tor se cerraron sobre su garganta, cortándole la respiración.
– Ayúdame… -imploró el Embaucador.
En el mismo momento en que Maddy puso su mano sobre el brazo del dios del trueno y dijo padre, la puerta de la celda reventó con un estrépito inimaginable y la Serpiente de los Mundos la atravesó, llenando la estancia con sus gigantescos anillos.
Tor se quedó mirando a Maddy.
– ¿Qué has querido decir con eso de «padre»?
Había aflojado su presa sobre Loki, quien ahora tenía la espalda pegada contra la pared para apartarse lo más posible de Jormungard mientras Ellie, indignada con aquella última intromisión, atacaba a la sierpe con su bastón.
– Fabuloso -dijo Loki, casi sin aliento-. Bienvenida al Averno. Así podrás conocer a los muchachos.
Tor, cuya mente no era demasiado rápida, tenía ciertos problemas para asimilar la situación.
– ¿Que tú eres mi hija? -dijo, titubeante-. Si fuera así, seguro que lo recordaría.
Detrás de ellos, la bruja estaba enfrentándose con denuedo a la Serpiente de los Mundos. Era evidente que la Vejez al final siempre vencía, y aunque los golpes que le asestaba a Jormungard eran relativamente débiles, Ellie parecía invulnerable al veneno de la serpiente.
– Odio entrometerme -intervino Loki-, pero si pudiéramos dejar esto para más tarde… Tor, te presento a Maddy. Ha venido para sacarte de aquí, igual que yo. No es que vayas a agradecerlo, por supuesto. Veo que estás demasiado ocupado planeando triturar todos mis huesos como para sentir ni un gramo de gratitud, pero sólo nos quedan diecinueve minutos, y personalmente preferiría posponer esto para otro momento.
– ¿Diecinueve minutos para qué? -preguntó Tor.
Ahora que estaba en una situación de peligro se le veía más animado y alerta. Su barba se había erizado y su aspecto era el de un dios del trueno disponiéndose para la guerra y disfrutando cada momento.
– Escucha -le dijo Loki en tono impaciente-. Éste es el corazón del Averno. El simple hecho de encontrarnos aquí está provocando una perturbación como no puedes ni concebir. Me refiero a que nos hemos apartado demasiado de nuestro camino para seguir siendo discretos. Ya hemos taladrado agujeros en un centenar de sueños y soltado a un sinfín de demonios, incluyendo a la Vejez y a Jormungard, así que si queremos salir de aquí tendremos que confiar en el cerebro, no en los músculos. Lo cual, viejo amigo, afrontémoslo…
El semblante de Tor se oscureció, y su puño se preparó para golpear.
– …significa que me necesitas -dijo Loki.
– ¿Por qué?
– Porque yo sé cómo liberar a los dioses.
Maddy escuchó con ojos brillantes mientras el Embaucador les explicaba su último plan. Empezaba a pensar que había juzgado mal a Loki, y de pronto se avergonzaba de haber pensado que él era el traidor de la puerta.
Quería decírselo, pero no había tiempo. El cronófago marcaba dieciséis minutos, y Ellie y Jormungard parecían decididos a reducir a escombros la estancia. Entre ambos saltaban chispazos de luz rúnica, y el aire estaba tan saturado de veneno que a Maddy le escocían los ojos y se le saltaban las lágrimas.
– Ahora, escucha -dijo Loki en tono apremiante-. Habréis de protegerme. Los dos. He perdido casi toda mi energía mágica. Si hay que pelear no tendré la menor oportunidad. Además, debemos ser extremadamente rápidos.
El Tonante asintió con un gruñido.
– Bien. Por lo que sabemos -prosiguió Loki-, nuestra amiga Jormungard se desplaza a través de los sueños. Bajo ese exterior tan tosco, no es más que otro gusano que se abre camino hacia su guarida. En su caso, hasta el río Sueño. ¿Me seguís hasta aquí?
– Desembucha de una vez -rezongó Tor.
– Hasta ahora -explicó Loki-, hemos hecho todo lo posible por refrenar su paso. Una criatura de su tamaño atrae la atención y taladra agujeros en el tejido del Averno como si fuera un queso gruyere. Pero ¿y si nosotros quisiéramos abrir esos agujeros? Si dejamos que Jorgi se enfurezca lo suficiente en el sitio adecuado, podremos abrir una brecha tan grande como nunca antes se ha visto en el Caos. Lo único que nos hace falta es ofrecerle un cebo…
– ¿Un cebo? -retrucó Tor-. ¿Es que acaso vamos de pesca?
– Quince minutos -anunció Loki, mirando a Maddy-. Tú sólo sigue a la serpiente. Y no te detengas por nada.
La barba de Tor se erizó amenazadora.
– Dime, piltrafa. ¿Qué señuelo vas a usar?
Pero Maddy ya lo había comprendido. Un escalofrío recorrió su espalda mientras Loki, pálido como un cadáver, saltaba a través de la pared de la celda hacia la nada.
– ¿Qué señuelo? -volvió a replicar Maddy-. El mismo, evidentemente.
Un segundo después, Jormungard se arrojó tras Loki, con la Vejez aferrada a sus asfixiantes anillos. Al hacerlo arrancó las piedras de la pared ya dañada, y en un segundo ataque consiguió atravesarla, ofreciendo a Tor y a Maddy una repentina y vertiginosa perspectiva de la celda contigua. El ofidio se lanzó al instante por el agujero y, durante lo que pareció una eternidad, Tor y Maddy contemplaron cómo su cuerpo negro como el petróleo se comprimía para atravesar la abertura.
– ¡Vamos! -gritó Maddy.
Se agarró a la cola de la serpiente y se dispuso a seguirla hacia lo desconocido. A su lado, Tor hizo lo mismo. Sus dedos se clavaron en los anillos de Jormungard y sus rodillas apretaron los flancos de la criatura. Era como cabalgar un caballo a pelo, se dijo Maddy, aunque se tratara de un caballo sin patas, de cien metros de longitud, que exudaba un pus venenoso y que olía a miasmas. Aun así, se aferró con fuerza y cerró los ojos para protegerse de la ponzoñosa niebla que brotaba de la boca del monstruo.
Después los abrió durante un instante, y por segunda vez se encontró volando sobre el mareante paisaje del Averno. De las profundidades se elevaban gritos de tormento, y bajo sus pies desfilaban jirones de sueños a modo de nubes. Después se encontraron cayendo hacia la sima. Sobre sus cabezas, el aire estaba lleno de enjambres de efémeros. Maddy cerró otra vez los ojos…
Volvió a abrirlos cuando la Serpiente de los Mundos atravesó con un chillido un túnel de luces, en cuyo final una figura solitaria -un hombre, le pareció a Maddy- parecía colgar y dar vueltas sobre una rueda de estrellas. Bajo ellos, una criatura que parecía toda ojos le tiró un bocado a Jormungard. Después volvieron a encontrarse atravesando un vasto espacio abierto, donde pozos de fuego arrojaban vapores sulfurosos y una mujer rubia peleaba contra una gigantesca cucaracha blindada de largas patas sobre un cráter rodeado de huesos humanos.
Junto a Maddy, Tor arrojaba proyectiles contra los efémeros que tenían debajo. La fuerza del dios era colosal. Cuando acertaba en el blanco, la réplica del impacto era tan potente que perforaba agujeros en la tierra yerma que yacía bajo ellos y enviaba al espacio grandes fragmentos del Averno que giraban sin control.
Viajando de esta forma recorrieron una docena de niveles y atravesaron otros tantos túneles y celdas. A su paso, los sueños se hacían añicos, las paredes de las mazmorras se derrumbaban y despertaban los soñantes. Maddy se enteraba de todo ello más por deducción que porque realmente lo viera: los ojos le ardían por culpa del veneno de la serpiente y necesitaba todas las fuerzas y la concentración para mantenerse agarrada.
El Tonante, al menos, se lo estaba pasando en grande. Ya había captado la idea general del plan, aunque pasando por alto las sutilezas. Tor no era precisamente un filósofo, pero sabía reconocer un demonio cuando lo veía, y el Averno estaba plagado de ellos. Ahora que había recuperado su aspecto y podía arrojar relámpagos mentales, casi se sentía feliz de nuevo, dejando atrás los recuerdos de aquellos quinientos años como un sueño lejano.
No había señal alguna de Loki. Su firma mágica, cada vez más débil, se había confundido entre la multitud de efémeros y rastros de luz, y hacía rato que Maddy había perdido de vista su figura, que se antojaba patéticamente pequeña al compararla con la ingente masa de la sierpe que le perseguía. Lo más que Maddy podía hacer era desear que aún siguiera vivo. Bajo ella, los anillos de Jormungard restallaban con la furia de un látigo mientras el monstruo ganaba fuerza, destrozándolo todo en la fortaleza de los sueños como una segadora en un campo de heno.
El ofidio arrancaba a su paso grandes fragmentos del Averno. Los soñantes quedaban libres, aunque Maddy era incapaz de saber si se trataba o no de æsir. Los efémeros se dispersaban por el aire como paja aventada. En un momento dado, Maddy incluso creyó vislumbrar lo que había al otro lado de las murallas del Averno: una oscuridad en forma de espiral que lo absorbía todo, tachonada de estrellas muertas. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
«Por los dioses, ¿es eso el Caos?»
Cerró los ojos y se agarró con fuerza.
La guardiana del Hel lo presenciaba todo a través de su ojo muerto.
– Esta vez lo ha conseguido realmente -admitió la diosa con cierto matiz de admiración-. Esa serpiente se está haciendo cada vez más grande. Tiene lógica, ya que es el miedo de Loki lo que le confiere su fuerza.
En sus manos, el Susurrante brillaba con ferocidad.
– Tú sólo mátalo -dijo-. Y a la chica también.
– No puedo -respondió Hel-. He hecho un juramento.
El cronófago que sostenía en la mano, gemelo idéntico del que Loki llevaba al cuello, señalaba cincuenta y un minutos. Tal vez podía conseguirlo. Estaba cerca: con su ojo muerto y omnividente, Hel podía verlo venir, volando como un cometa llameante con la serpiente pisándole los talones y una ringlera de soñantes tras su estela. Si pasaban nueve minutos -ahora incluso menos-, y Loki no conseguía cruzar el río, su cuerpo y el de Maddy dejarían de existir, con lo que quedarían atrapados en un Averno que empezaba a reventar por sus costuras y dejaba entrever la luz muerta del Más Allá.
– ¿Qué diferencia pueden suponer nueve minutos? -preguntó el Susurrante-.Vamos, mátale antes de que provoque más destrozos -le instó con voz apremiante, y ahora palpitaba con una luz verdosa que arrojaba sombras inquietas sobre el semblante de Hel.
– Me estás pidiendo que falte a mi palabra.
– ¿Tu palabra? -exclamó el Susurrante-. ¿Qué valor tiene tu palabra para alguien como él? Vamos, está indefenso. Mátale ahora, por los dioses. ¡Mátale antes de que sea demasiado tarde!
– No puedo. -Hel volvió a consultar el cronófago-. Mi promesa me ata durante otros… ocho minutos.
El Susurrante se enfadó y sus colores se encendieron como fuego de dragón. Sabía de sobra que sería difícil hacer cambalaches con Hel, incluso con la plena colaboración de Loki, pero éste, una vez liberado de la influencia del Susurrante y tras recobrar su aspecto en el Averno, había elegido el bando de Maddy y se había atrevido a emprender aquel intento de liberar a los dioses…
«¿Pensabas que te podías ganar su perdón, Embaucador? ¿Recuperar tu puesto entre los æsir? ¿Has llegado a creer que Tor podría siquiera protegerte de mí?»
Con un esfuerzo, el Susurrante domeñó su rabia. Los dioses podían escapar, pero ¿adonde irían? Entrar en el Inframundo tan sólo significaría la muerte para todos ellos: mientras siguiesen siendo incorpóreos estarían en manos de Hel, que podría hacer con ellos lo que se le antojase.
Claro que siempre podían intentar escapar al río Sueño, aunque esto también conllevaba sus peligros, pues entrar en el Sueño tan cerca de sus fuentes suponía un peligro tan grande que incluso los condenados se lo pensarían dos veces.
Quedaban siete minutos. El Susurrante hizo un esfuerzo y apartó la mirada de la escena que tenía lugar al otro lado del río.
– Puedo ayudarte, señora -dijo con voz repentinamente melosa-. Sé lo que deseas, y sólo yo puedo dártelo.
Hel abrió ambos ojos.
– No sé qué pretendes decir con eso.
– ¿No lo sabes? -preguntó el Susurrante.
Los segundos seguían pasando. Seis minutos.
– ¿De veras no lo sabes? -insistió el Susurrante.
– No puedo hacerlo -respondió Hel, pero su voz sonó débil.
– ¡Oh, claro que puedes! -insistió el Susurrante en tono zalamero-. Un leve corte, tan sólo un rápido tijeretazo, y todo lo que siempre has anhelado puede ser tuyo. Una vida por otra, mi diosa. La vida de Loki, los cinco minutos que quedan de ella, y a cambio puedes tener a Bálder. Imagínatelo. Bálder vivo. Caliente. Respirando. Y tuyo, mi diosa. Todo tuyo.
Hel guardó silencio durante unos segundos que se hicieron eternos. Por fin dijo:
– No puedo romper mi promesa. El equilibrio entre el Orden y el Caos depende de mi neutralidad.
– Contigo o sin ti -repuso el Susurrante-, el equilibrio entre Orden y Caos pronto se va a ver en peligro.
El ojo viviente de Hel brillaba con un intenso anhelo en su pálido semblante.
– ¿Cómo?
El Susurrante se permitió el lujo de sonreír.
– ¿Hacemos un trato, mi diosa?
– ¡Dime cómo, malditos sean tus ojos!
Resplandeciendo de alegría, el Susurrante se lo explicó.
Al otro lado del río, Loki volaba como un proyectil en llamas hacia las puertas del Averno. Hel podía ver que estaba casi abrasado; su firma mágica era como un chorro de llamaradas y el esfuerzo y la concentración le deformaban el rostro.
Tras él venían Tor, Maddy, la serpiente con la Vejez aún aferrada a su cola, y detrás de ellos los soñantes. Eran cientos, miles, que seguían a Jormungard como una línea de rompientes mientras la fortaleza se desintegraba, y todos ellos iban en busca del río.
Un temblor recorrió el Inframundo; una profunda trepidación que sacudió todo el Hel hasta sus mismos cimientos, desplazando rocas que estaban clavadas allí desde el origen del mundo y enviando ondas de choque entre las filas de los difuntos. Los huesos bailaron, se levantó una inmensa nube de polvo, la niebla se desgarró y un aullido de rabia brotó de la seca garganta de Hel.
– ¿Qué está pasando aquí? -gritó la diosa de los muertos.
En su mano, el cronófago la informó de que tan sólo quedaban ochenta y cinco segundos.
– Es el propio Caos, que está aporreando tu puerta. El Caos que busca a sus prisioneros. Si Loki escapa, conseguirá abrirse paso hasta aquí.
– ¿Eso lo ha hecho Loki?
– Mátalo ahora. Salva tu reino y a ti misma de paso.
– ¿Y qué pasa si te equivocas, Oráculo?
– Todavía tienes a Bálder. ¿Te vas a negar?
– Bálder.
Por segunda vez en quinientos años, a Hel se le escapó un suspiro.
– Setenta segundos.
– Pero yo…
– Sesenta segundos y verás a Bálder vivo de nuevo. Cincuenta y nueve. Cincuenta y ocho. Cincuenta y siete…
– ¡Está bien! ¡Está bien!
Hel extendió la mano muerta. Los dedos eran una sucesión de huesos de aspecto amarillento y quebradizo bajo el efecto de aquella luz fantasmal y proyectaban una sombra en forma de araña bajo la cual Loki dormía con un brazo extendido sobre el suelo arenoso de Hel y una sonrisa casi imperceptible en sus labios llenos de cicatrices. La hebra de plata que le unía al Averno brillaba como el hilo de una telaraña.
– Hazlo, señora. Toma su vida.
Hel extendió su mano muerta y cortó la hebra.
En ese mismo momento sonó un ruido formidable y estremecedor, un crujido como si todos los mundos se desgajaran a la vez. Y al mismo tiempo ocurrieron todas estas cosas:
La piedra rúnica que llevaba Bolsa se volvió negra como el alquitrán.
Odín se sintió atravesado por una oleada de energía cuando diez mil hombres recién muertos pasaron sobre él y se precipitaron al Inframundo.
En el Averno, Jormungard derribó las puertas y se lanzó de cabeza al río Sueño.
Loki siguió su vuelo, con tan sólo unos segundos por delante, y se estrelló a toda velocidad contra una barrera invisible que lo envió en una espiral de muerte, cayendo en barrena y sin control de vuelta a la sima.
Y en Finismundi, el magistrado emérito número 262, un hombre que en otra vida había respondido al nombre de Fortune Goodchild, apenas tuvo tiempo de preguntarse a sí mismo: «¿Cómo podemos ir al Averno?». En ese mismo instante el Innombrable pronunció una sola palabra y el magistrado se desplomó sin vida sobre el suelo del Consejo de los Doce.
– Ya está empezando -anunció el Susurrante.
– ¿Qué está empezando? -preguntó Hel.
– El fin -respondió el Susurrante, con un tenue resplandor-. El último enfrentamiento entre el Orden y el Caos. El Fin de Todas las Cosas.
Hel vio cómo el Susurrante empezaba a cambiar. De la cabeza de piedra brotó una flor fantasmal. El aire comenzó a materializarse en una forma definida, y ahora Hel pudo contemplar al Susurrante en su verdadero aspecto, espectral al principio, pero brillando de forma visible. Se trataba de una figura resplandeciente y ligeramente encorvada. Tenía el rostro enjuto, los ojos tapados por una capucha, y un bastón de runas que centelleaban y giraban en el aire.
– ¿Quién eres? -preguntó Hel.
El Susurrante sonrió.
– Ah, querida, ¡he sido tantas cosas! He sido Mímir el Sabio. He sido amigo y confidente de Odín. Fui el oráculo que vaticinó el Ragnarók. Mi nombre es Innombrable, puesto que tengo muchos, pero ya que somos amigos, tú puedes llamarme el Antiguo de los Días.