Hablaré del imponente fresno que allí se alza. Su nombre es Yggdrásil.
Profecía del vidente
El Ragnarók. El Fin del Mundo. Según Nat Parson, el Innombrable había llevado a cabo una gran Depuración, un intento titánico sin otra pretensión que limpiar la maldad de la Creación y traer el Orden Perfecto a los mundos gracias al fuego y el hielo de la Tribulación.
Únicamente pervivió el linaje de Noar, o al menos eso aseguraba el Buen Libro, mientras que los herejes y los demonios supervivientes que desafiaron a la muerte fueron enviados al Averno para esperar allí el Fin de Todas las Cosas.
Por su parte, el Tuerto le había hablado de la Profecía del Oráculo y de la última gran batalla de la Era Antigua, cuando Surt el Destructor se había unido al Caos y ambos habían marchado hacia Ásgard para enfrentarse a los dioses mientras los ejércitos de los muertos, en sus flotas de ataúdes marinos, navegaban contra ellos en el Inframundo.
En aquella vasta extensión, a muchas brazas de profundidad, sumergidos en un mar de sangre y encantamientos, habían perecido los dioses: Odín, el último General, devorado por el lobo Fénrir; Tor el Tonante, víctima de la ponzoña de la Serpiente de los Mundos; Tyr el Armado, Héimdal el de los dientes de oro, Frey el Cosechador, Loki…
«¿Por qué perecieron si eran dioses? -le había preguntado Maddy-. ¿Cómo es que murieron?»
«Todo muere», había replicado el Tuerto con un encogimiento de hombros.
Sin embargo, debajo de la colina, Loki pasó a contarle una historia bien diferente, según la cual los dioses caídos no habían sido destruidos, sino que habían permanecido, debilitados, destrozados, errantes, pero en ningún momento habían perdido la esperanza de volver, ni siquiera cuando el Caos barrió los Nueve Mundos, llevándoselo todo a su paso.
El nuevo Orden se impuso con el transcurso de los años y procedió a erigir sus templos sobre las ruinas de los manantiales, los túmulos y las piedras alzadas que antaño estuvieron consagradas a la vieja fe. Incluso las historias fueron proscritas. «No hay ni un pelo de diferencia entre ser olvidado y estar muerto», como solía decir Nan la Loca. La pujanza del Orden había terminado por pisotear las viejas costumbres hasta que casi cayeron en el olvido.
– Al final, nada permanece para siempre -comentó el as con alegría-. Los tiempos cambian, las naciones van y vienen, y el mundo da sus vueltas del mismo modo que el mar tiene sus mareas.
– Eso era lo que decía el Tuerto.
– Un mar sin mareas se quedaría estancado -siguió Loki-, del mismo modo que se anquilosa y muere un mundo sin cambios. Incluso el Orden necesita un poco de Caos, y hasta Odín sabía eso cuando me llevó con él, y ambos juramos que seríamos hermanos. Los demás æsir no lo entendieron. No querían tener nada que ver conmigo desde el principio.
»Decían que llevaba el Caos en la sangre, pero eso sí, estaban la mar de contentos de utilizar mis talentos cuando les venía bien. Despreciaban el engaño, odiaban las mentiras, pero les alegraba disfrutar de los frutos de esas cosas. -Maddy asintió, sabía lo que quería decir. Sabía lo que era ser un intruso con la sangre sucia al que le echaban siempre las culpas de todo, pero al que no se le agradecía nada. Ah, sí. Eso sí que lo entendía de verdad-. Odín sabía a la perfección lo que yo era cuando me llevó con él -continuó Loki-. El fuego desatado no puede domarse. Por tanto, ¿qué importancia podía tener que me soltara el pelo en un par de ocasiones?
»Les salvé el pellejo más veces de lo que ellos mismos creen, pero nadie me lo ha agradecido. Así pues, al final, ¿quién traicionó a quién? -El Embaucador exhibió de nuevo esa sonrisa suya, quebrada y extrañamente encantadora-. ¿Acaso era culpa mía que de vez en cuando me saliera de madre? Todo lo que hice siempre fue seguir mi naturaleza, pero a veces hay accidentes. Algo salió mal y bueno, quizá me animé un poco más de la cuenta y causé un conflicto pequeño y perfectamente comprensible en un momento difícil. Y de pronto, los viejos amigos ya no lo parecían tanto, de modo que empecé a pensar que sería buena idea quitarme de en medio hasta que se pasara el revuelo, pero vinieron a por mí y me administraron una buena dosis de su burda venganza. Imagino que habrás oído la historia.
– Más o menos -repuso Maddy, que había oído una versión algo distinta-. Más bien pensé, o sea, quiero decir, que escuché que habías asesinado a Bálder el Bello.
– Yo no lo hice -replicó Loki con brusquedad, enojado-. Bueno, al menos nadie ha probado que lo hiciera. ¿Qué ha sido de la presunción de inocencia? Además, se suponía que él era invulnerable, ¿acaso es culpa mía que no lo fuera? -El rostro del Embaucador se oscureció de nuevo y los ojos mostraron un brillo malévolo-. Odín podría haberlos detenido -dijo-. Él era el General, le habrían escuchado, pero era débil. Presentía el fin inminente y sabía que necesitaba tener a todos los suyos de su lado, por lo que el tuerto se hizo el ciego, y perdona el juego de palabras, cuando me dejó en manos de mis enemigos.
Maddy asintió. Conocía la historia, al menos en parte. Estaba al tanto de cómo los æsir le habían dejado encadenado a una roca y cómo Skadi la Cazadora, que siempre le había odiado, había colocado una serpiente de modo que destilara el veneno en su rostro; y cómo también su suerte había sido adversa desde ese día hasta el Fin del Mundo; y finalmente, cómo Loki se había liberado en la víspera de la batalla para representar su papel en la destrucción subsiguiente.
No lo lamentaba, hablando con claridad. Le había dicho casi lo mismo que él le había contado a Maddy sobre la última resistencia que ofrecieron los æsir, en la contienda que el Tuerto había denominado Ragnarók.
– Quizá podría haberlos salvado si hubieran estado a mi lado al final y, ¿quién sabe? incluso podría haberle dado la vuelta a la batalla, pero ellos ya habían tomado su decisión. El también lo había hecho. Y así fue como el mundo acabó; y aquí estamos los restos, escondidos en cuevas o trapicheando con ensalmos mientras intentamos descubrir qué es lo que ha ido mal.
Maddy asintió. La voz del Tuerto en su mente le avisaba de que éste era Loki -Loki- y que lo que podía esperar era ser hechizada, adulada o engañada en el momento en que bajara la guardia. Recordaba al Tuerto diciéndole que el encanto fluye con facilidad de los hijos del Caos y decidió no tomar a pie juntillas nada de lo que él le contara…
…pero la historia de Loki tenía el peligro de ser plausible y explicaba muchas cosas que el Tuerto se había negado a contarle, aunque algunas de ellas todavía se le hacían difíciles de digerir, y esa verborrea suya en la que presentaba a los dioses como si fueran seres humanos -vulnerables, falibles, acosados- era especialmente difícil de aceptar después de haber crecido con los cuentos de los videntes y haberse acostumbrado a pensar en ellos como amigos. Había soñado con ellos en lo más profundo de su corazón, pero ni siquiera en sus más desatadas imaginaciones había pensado que se encontraría con uno alguna vez, que hablaría con él como si fuera un igual, que tocaría a un ser que había vivido en Ásgard y tenerle allí, enfrente de ella, con un verdugón de aspecto más que humano en el puente de la nariz, un verdugón causado por su propio rayo mental…
– Así pues, ¿eres… inmortal? -preguntó al final.
– Todo perece -replicó él, sacudiendo la cabeza-. Algunas cosas duran más que otras, eso es todo. Y todo ha de cambiar para poder sobrevivir. ¿Por qué crees que llevo mi magia invertida? ¿Y por qué también la lleva así Odín, ya que estamos?
Maddy echó una ojeada a la runiforma de su brazo. Kaen, el Fuego Desatado, todavía brillaba allí, de color violeta sobre su piel pálida. Un signo poderoso, incluso invertido, y Maddy lo había usado lo suficiente para saber que debía respetar a su portador y también desconfiar de él.
– ¿Y cómo invertiste tu magia?
– De una forma muy dolorosa -contestó él.
– Oh -exclamó Maddy, y se hizo una pausa-. Bueno, y ¿qué es lo que hay de los ígneos? ígneos, furias, como sea.
– Bueno, ahora todos somos furias -repuso con un encogimiento de hombros-. Como cualquier otra cosa que haya sido tocada por el Fuego. O demonios, como diría tu párroco. No supone novedad alguna para mí, claro, te habitúas cuando eres un hijo del Caos, pero el General debe de llevarlo peor, él que ha sido un partidario acérrimo de la Ley y el Orden. -Sonrió-. Debe de ser difícil para él aceptar esto, a los nuevos dioses al menos; para el Orden, simplemente ahora es el enemigo.
– ¿Los nuevos dioses? -Loki asintió, sin sonreírle esta vez-. Pretendes decirme que todo es real, también lo demás, ¿verdad? Lo del Innombrable y todo cuanto predica Nat Parson del Libro de la Tribulación, ¿es eso?
El Embaucador asintió otra vez y luego repuso:
– Tan real o imaginario como cualquiera de nosotros. No ha de extrañarte que tu párroco se muestre tan negativo y hostil respecto a las viejas costumbres. Él sabe quién es el enemigo, no hay duda, y él y los de su clase no estarán a salvo hasta que los nuestros sean depurados de los Nueve Mundos, hasta que todos los cuentos queden olvidados, cada hechizo dominado, todos los ígneos extinguidos, hasta la última chispa y la última llama.
– Pero yo soy una ígnea -le espetó Maddy abriendo la mano para mostrar su propia runiforma, que brillaba ahora como una brasa.
– Oh, sí, sí que lo eres -replicó el as-. Eso no lo he puesto en tela de juicio en ningún momento desde que vi esa marca tuya. No me sorprende que el General haya mantenido tanto silencio en lo que a ti se refiere. Eres algo casi único y eso tiene para él más valor que el Rescate de la Nutria, y para mí, y para cualquiera que pudiera tenerte de su lado. -La runiforma de Maddy ardía ahora, enviando finos zarcillos de fuego serpenteantes hacia las puntas de sus dedos-. El Oráculo predijo la aparición de alguien como tú -le relató Loki, observándola fascinado-. Predijo nuevas runas para la Era Nueva; runas que estarían completas y no podrían romperse, con el fin de poder reescribir los Nueve Mundos. Esa runa tuya es Aesk, el Fresno, y el Tuerto debió de pensar que ya habían llegado los Días Felices y de Celebración cuando la vio en tu mano.
– Aesk -silabeó Maddy en voz baja flexionando los dedos hasta formar una cuna de gato de fuego-. ¿Y tú crees que el Tuerto estaba al tanto de todo esto?
– Juraría que sí -replicó el as-. Fue a Odín al que se le hizo la profecía.
La joven reflexionó sobre el tema durante un momento y al final preguntó:
– ¿Por qué? ¿Qué es lo que pretende? ¿Y qué es ese Susurrante que tanto necesita? ¿Mencionaba el Oráculo de alguna manera todo esto?
– Maddy -comentó Loki, comenzando a sonreír-, el Susurrante es el Oráculo.
Había un frasco de oscuro hidromiel escondido en la cueva. Loki le ofreció a su interlocutora un trago y se fue bebiendo el resto a sorbos mientras contaba la historia.
– El Susurrante es un poder arcano, más antiguo incluso que el mismo General, aunque a él no le gusta que se lo recuerden -le contó-. Es una historia que se remonta hasta el mismísimo comienzo de la Era Antigua, a las primeras contiendas entre el Orden y el Caos, y si me lo preguntas, ninguna de las partes ha sabido reflejar esto de forma correcta. Por supuesto, aquí el menda, tu seguro servidor, era completamente neutral en aquellos momentos. -Maddy enarcó una ceja con escepticismo-. Oye, ¿quieres escuchar la historia o no? -La muchacha asintió-. De acuerdo, Asgard era una fortaleza en perfecto Orden en los primeros días de la juventud del General. No había en ella ni una chispa de magia. Los vanir, nigromantes de las fronteras del Caos, eran los encargados de preservar el Fuego, y ellos y los æsir se hicieron la guerra durante años, hasta que al final ambos se dieron cuenta de que ninguno de ellos iba a ganar nunca e intercambiaron rehenes en prueba de buena fe. Los æsir retuvieron a Njord y a sus hijos, Frey y Freya; y los vanir, a Hónir, un gran chaval, pero bastante zote, y a un astuto viejo diplomático llamado Mímir, que les robó la energía mágica, los aconsejó y regresó a casa en secreto.
»Los vanir no tardaron en percatarse de que tenían un par de espías entre ellos; entonces, mataron a Mímir y enviaron de vuelta su cabeza a Ásgard en señal de represalia, aunque para entonces el General ya había conseguido su objetivo: las runas del Alfabeto Antiguo, las letras de una lengua antigua con la cual se habían creado los mundos.
– El lenguaje del Caos -aclaró Maddy.
El Embaucador asintió.
– El Caos no quedó demasiado satisfecho con el robo, por lo que Odín hizo uso de las nuevas habilidades mágicas para mantener la cabeza viva, y le insufló energía mágica a fin de que pudiera hablar. Muy pocos regresan de la muerte, pero merece la pena oír la información. Así fue como Mímir adquirió el don de la profecía, una facultad de valor incalculable para el General, aunque el regalo costó un precio muy alto. Odín lo pagó con un ojo. Y en lo que respecta a Mímir, o como él le llamó, el Susurrante, no creo que entonces se preocupara mucho por nosotros, así que yo ahora no contaría demasiado con su buena voluntad. -Loki apuró de un trago la botella de hidromiel-. He intentado hablar con él, pero nunca le caí bien, ni siquiera en los viejos tiempos. Por eso, en cuanto a sacarlo de ahí…
– Pero ¿para qué lo queréis? -inquirió Maddy-. ¿Por qué es tan importante?
– Por favor, Maddy -intervino el as con una nota de impaciencia en la voz-. El Susurrante no es una chuchería cualquiera. Es un oráculo. Sabe cosas. Predijo el Ragnarók y una gran cantidad de acontecimientos que ya me hubiera gustado a mí conocer en su momento. Si Odín le hubiera prestado más atención a su profecía en vez de intentar demostrar que se equivocaba, entonces quizás el Ragnarók no se habría torcido tanto como lo hizo.
Hubo una pausa mientras ella se hacía cargo de las implicaciones.
– Pero ¿para qué lo perseguís ahora? -preguntó de nuevo.
– ¿Qué te parece disponer de una segunda oportunidad? -Loki volvió a esbozar aquella sonrisa torcida suya-. Escucha, Maddy, Odín puso la mitad de sí mismo en ese viejo hechizo, estamos hablando de la mitad del General en su mejor momento. Piensa en lo que podría hacerse con semejante poder. Ahí hay una energía inimaginable a la espera de que alguien la descubra, poderes procedentes del mismísimo reino del Caos. -Suspiró-. Ahora bien, ese maldito trasto tiene mente propia y no está por la labor de cooperar. Sin embargo, hay gente por ahí que daría cualquier cosa por ponerle las manos encima. Y otros, por supuesto, que darían lo que fuera por detenerlos.
– Dioses -dijo Maddy.
– Amén -repuso Loki.
El Embaucador le explicó a la muchacha que había encontrado al Susurrante en el transcurso de una de sus excursiones de exploración hacía algunos siglos, después del final de la guerra, cuando todo lo demás era Caos y matanzas. Muchos habían caído; algunos estaban perdidos para siempre, ya fuera enterrados en el hielo, o consumidos por los fuegos del Caos. Los supervivientes fueron arrojados al Averno, pero Loki, tan escurridizo como siempre, había conseguido apañárselas para escapar.
– ¿Huiste de la Fortaleza Negra? -preguntó Maddy.
Loki se encogió de hombros.
– Con el tiempo, sí.
– ¿Y cómo lo lograste?
– Ésa es una historia muy larga. Basta con decir que encontré un… acomodo alternativo en el Trasmundo, y así fue como al final me topé con el Susurrante -continuó él-; aunque pronto me di cuenta de que no tenía utilidad alguna para mí. Me reconoció, por supuesto, pero no me habló más que entre burlas e insultos, no me dio ni una pizca de energía mágica, y desde luego, ninguna profecía. Pensé entonces en sacarlo de la chimenea para usarlo como pieza de trueque con alguno de los æsir supervivientes.
– ¿Los æsir supervivientes? -se apresuró a replicar Maddy.
– No hay más que rumores, eso es todo, pero siempre tuve el presentimiento de que Odín andaría rondando por ahí, y la entrega del Susurrante me habría ayudado mucho, pues claro, habría estado a salvo de cualquier colega de los viejos tiempos que blandiera un hacha, o incluso un martillo, de haber contado con el respaldo de mi hermano.
Desde entonces, le contó, había intentado muchas veces rescatar al Susurrante de su nido en llamas, pero aún no había encontrado la forma de romper los encantamientos que le sostenían en la chimenea, encantamientos que llevaban allí desde el Ragnarók y que no podía combatir con su magia invertida y debilitada.
Decidió convertir la colina en un lugar inexpugnable una vez que se convenció de su fracaso, y con tal propósito había reunido un ejército de trasgos, urdido una telaraña de encantamientos y horadado un laberinto de pasadizos a fin de esconder al Susurrante del mundo.
– Y quizá lo mejor es que siga escondido -añadió-, a menos que Odín te haya dado a ti algo que ayude. Un hechizo, un instrumento, no sé, ¿quizás una palabra?…
– No -le contestó la muchacha-. Ni siquiera un ensalmo.
El as sacudió la cabeza, disgustado.
– En ese caso, olvídalo. Sería más fácil intentar atrapar la luna con un cordelito.
Ella se detuvo un momento a pensar en el asunto, y al cabo del mismo preguntó:
– ¿Así que tú crees que no hay esperanzas? ¿No hay realmente ninguna manera de sacarlo de ahí?
Loki se encogió de hombros.
– Créeme, lo he intentado. Si el General quiere hablar con esa cosa, tendrá que bajar aquí en persona.
– Quizá -repuso ella, todavía concentrada en sus pensamientos.
– Tendrás que decírselo tú, ya sabes. El Ragnarók ya es agua pasada. Y en lo que se refiere al Orden, todos somos sus enemigos. Quizá podríamos replantearnos nuestras alianzas, enterrar las rencillas y comenzar de nuevo.
– Pero tú traicionaste a los æsir -replicó Maddy-. Estás loco si crees que volverán a aceptarte entre ellos alguna vez.
– ¡Los æsir! -De repente, sus palabras parecieron haber encontrado su objetivo; durante un momento los ojos de Loki llamearon con genuina cólera. Sus colores también flamearon, desde el violeta espectral hasta un rojo infernal-. Todo lo que han hecho siempre ha sido usarme cuando les ha convenido. Eso quería decir que siempre acudían a mí cuando había problemas: «Por favor, Loki, piensa en algo», pero cuando el peligro estaba conjurado, me despedían con un «vuélvete a la caseta del perro» sin ni siquiera darme las gracias. Siempre fui un ciudadano de segunda categoría en Ásgard, y ninguno de ellos me permitió olvidarlo jamás.
– Pero tú luchaste contra ellos en el Ragnarók -insistió Maddy, que había empezado a sentir más simpatía de la que osaba admitir por este peligroso individuo.
– El Ragnarók, el Ragnarók -musitó Loki con desdén-. ¿Y de qué lado esperaban ellos que me pusiera? Yo no tenía bando. Los æsir me abandonaron, los vanir siempre me habían odiado, y en cuanto al Caos concernía, yo era un traidor merecedor de la muerte. Nadie me acogería, así que busqué al Número Uno, como siempre. De acuerdo, quizá di un par de golpes por el camino, pero en cuanto a lo que a mí se refiere, todo eso es agua pasada. El General no tiene nada que temer de mí.
– ¿Qué pretendes decir exactamente? -le preguntó Maddy.
Loki esbozó una de sus sonrisas esquinadas.
– Maddy -dijo-, me he estado escondiendo en el Trasmundo durante la mayor parte de los últimos quinientos años. Esto no es la Fortaleza Negra, de acuerdo, pero tampoco vamos a decir que sea la gloria. Este sitio es un cubil oscuro y apestoso que está plagado de trasgos, lo cual implica que he de vigilar continuamente mis espaldas… Además, si he sabido interpretar los signos, va a llegar pronto un tiempo en el que ninguno de nosotros va a estar a salvo, de modo que ni el agujero más profundo bastará para ocultarnos de nuestros enemigos.
– ¿Sólo eso?
– También estoy cansado de esconderme -admitió el as-. Quiero regresar a casa, deseo ver el cielo otra vez, y lo más importante, quiero que el General deje claro a cualquiera de los otros que todavía albergue alguna duda sobre mí que estoy oficialmente de vuelta del lado de los dioses. -Hizo una pausa y un brillo nostálgico invadió su rostro-. Se avecina otra guerra. Puedo sentirlo -comentó-. Y no necesito que ningún oráculo me lo vaticine. El Orden ya se ha puesto en marcha, predicando la Palabra por todas las Tierras Medias. Odín lo sabe, porque, según mis fuentes, se ha pasado más o menos el último siglo viajando de aquí a Finismundi para seguir de cerca su progresión, e intentando calcular cuánto tiempo nos queda. Mi suposición es que ya no nos queda nada. Por ese motivo es por el que necesita al Susurrante. En lo que a mí respecta, Maddy, no puedo evitarlo. -Loki sonrió abiertamente y dejó la botella en el suelo-. Es el Caos que llevo en la sangre. Si hay una guerra, quiero luchar.
Maddy permaneció en silencio durante un buen rato.
– En tal caso, cuéntaselo así a él -comentó al final.
– ¿Cómo? ¿Reuniéndome con él en la superficie? -preguntó el Embaucador-. Se te debe de haber ido la cabecita.
– ¿Y de verdad crees que el Tuerto va a venir hasta ti?
– Va a tener que hacerlo si quiere el Oráculo -repuso el as-. No habrá secreto, plan o estrategia que el Orden pueda ocultarle cuando el Oráculo obre en su poder. No puede esperar ganar la guerra sin él y no puede permitir que caiga en poder del otro lado, desde luego. -Loki esbozó una sonrisa-. Así que ya ves, Maddy, no tiene elección, salvo aceptar mis condiciones. Tráeme a Odín y le dejaré hablar con el Susurrante. Si no lo hace así, dudo que tenga muchas posibilidades una vez que el Orden venga aquí.
Ella puso cara de pocos amigos. Todo esto sonaba ingenioso, pero muy traído por los pelos. Ya había experimentado el hechizo de Loki, pero también conocía su reputación y estaba al tanto de que sus motivos rara vez eran limpios. Le miró y le vio observándola a ella con un brillo peligroso en sus ojos ardientes.
– ¿Y bien? -inquirió.
– No confío en ti -replicó Maddy.
El Embaucador se encogió de hombros.
– Poca gente lo hace, pero ¿por qué no? Eres fuerte. Ya me has batido una vez antes.
– Dos veces -le corrigió Maddy.
– Lo que quieras -transigió él.
Ella sopesó con detenimiento la cuestión y se percató, quizá demasiado tarde, de que en realidad no sabía casi nada acerca de los poderes de su interlocutor. Le había batido, sin duda, ¿o no? La verdad era que no había sido una lucha limpia, pues le había pillado desprevenido. O quizás él le había permitido que le sorprendiera por haberlo planeado así de antemano.
Los pensamientos se agolparon en la mente de Maddy. ¿Qué era lo que ella sabía del Susurrante? Loki le había explicado que era un oráculo, un poder procedente de la Era Antigua, un viejo amigo del Tuerto, un enemigo del Caos, y también le había dicho que le odiaba, que no le hablaba salvo para burlarse de él. Ahora bien, el Tuerto le había vaticinado que el Susurrante acudiría a ella. De pronto, especuló con la posibilidad de que Loki también supiera eso de algún modo.
«¿Y si el Embaucador me ha confundido? ¿Y si en vez de pretender rescatar al Susurrante más bien pretendiera evitar que nadie lo consiguiera?»
¿Podría ser posible incluso que fuera el mismo Loki el que hubiera atrapado al Susurrante en la chimenea, al no conseguir que trabajara para él?
El fuego era su elemento, después de todo. ¿Podría ser todo esto tan sólo una trampa cuidadosamente diseñada sin otro objetivo que atraer al Tuerto al Trasmundo, donde Loki había tenido siglos para prepararse con vistas a un eventual encuentro?
– ¿Y bien? -insistió el Embaucador con impaciencia. Bueno, era demasiado tarde para malgastar el tiempo en preguntas. «La cerveza de ayer no es más que la orina de mañana», como Nan la Loca solía decir, lo que significaba, suponía Maddy, que si alguien tenía que sacarla de este lío, probablemente no sería la Guardia del Rey-. ¿Y bien?
Ella suspiró profundamente mientras urdía para sí los esbozos de un plan, quizá fuera bastante desesperado, pero era cuanto se le ocurría con tan poca información disponible.
– De acuerdo -accedió-, pero primero tendrás que enseñármelo.
– ¿Enseñarte el qué?
– Al Susurrante.
Ella no le perdió de vista ni un segundo mientras le seguía de regreso a la gruta de la chimenea. El falso vidriero había accedido a su petición de aparente buen humor, pero cierta hosquedad en sus colores sugería que la idea no era de su agrado. Maddy sabía que él era taimado; de hecho, si de veras era Loki, estaba ante el embaucador por excelencia, y si ya había sospechado lo que ella se proponía, no había más que decir sobre su reacción.
Se acercaron a la chimenea al amparo de un saliente rocoso y permanecieron al resguardo del mismo hasta que se agotó la fuerza del geiser. El as aprovechó el pequeño lapso de respiro entre un estallido y otro para adelantarse y situarse justo al borde del pozo.
– Quédate ahí -le previno a Maddy-, esto puede ser peligroso.
La interpelada le observó permanecer allí inmóvil, con sus colores llameando con repentina intensidad y con los dedos índice y meñique de la mano derecha adelantados para formar la runa Yr.
El Embaucador tenía el rostro bañado en sudor y permanecía con los puños apretados y los ojos cerrados con fuerza. Daba la impresión de estar preparándose para alguna peligrosa ordalía. Ella no tuvo la impresión de que estuviera actuando en aquel momento. El temblor de los músculos y la tensión de todo el cuerpo mientras esperaba alerta al Susurrante hablaban a las claras del esfuerzo realizado por Loki…
…que permaneció inmóvil incluso cuando el geiser empezó a despertarse y el runrún se convirtió en un bramido sordo. Él continuó de la misma guisa, haciendo caso omiso al peligro, y permaneció a la espera con la paciencia del pescador al atrapar una trucha.
Maddy escuchó el inicio de la erupción al cabo de dos minutos. Sonaba como un aullido furioso en la garganta de un gigante.
Entonces, se movió de forma casi imperceptible.
La muchacha se lo habría perdido todo de no haberle observado con tanta atención, pues la técnica de Loki difería mucho de la suya. Maddy se comportaba tal y como le había instruido el Tuerto, estaba acostumbrada a valorar la precaución y la exactitud por encima de cualquier otra consideración. Formaba las runas con paciencia y más que lanzarlas, las manejaba con cuidado, como si pudieran explotar de no tenerlo.
Pero Loki era rápido. Se balanceó en el borde de la hoya como un funambulista a la espera de que la columna de vapor se abalanzara contra él, momento en que alzó la cabeza e hizo un curioso y rápido movimiento ondulante con la mano al tiempo que cambió a su aspecto ígneo, con sus rasgos apenas discernibles entre las llamas retorcidas, y envió las runas hacia la columna como si fueran un puñado de petardos.
Maddy apenas tuvo tiempo de leerlas todas. Creyó reconocer a Isa y a Naudr, pero ¿cuál era aquella runa volante que giraba como una sámara de sicómoro en el flujo hirviente o aquella que se quebró en una docena de fragmentos brillantes cuando rozó la llama?
Empero, el geiser irrumpió en ese momento y le dejó sin tiempo para dilucidar la respuesta a esa pregunta. El chorro de vapor impactó en el techo mientras arrojaba en el aire abrasador fragmentos de roca. La joven atisbo algo que saltaba como el corcho de una botella al destaparla y oyó en parte su silenciosa llamada…
…antes de caer otra vez en la chimenea.
El Embaucador había buscado refugio detrás de una losa de piedra antes de abandonar su aspecto ígneo y recuperar su forma verdadera. Tenía el rostro encendido y el pelo lacio a causa del sudor. Las ropas desprendían hedor a quemado. Sin embargo, parecía lleno de júbilo. En el resplandor sus ojos aparecían salpicados de un fuego misterioso. Se volvió hacia Maddy.
– ¿Lo has visto, entonces?
Ella asintió, inquieta al recordar la rapidez con la que había cabeceado en la superficie y el modo en que la luz parecía brillar a su través, y también cómo la había llamado…
– Ése era el Susurrante. Ay -comentó él, soplándose las manos quemadas.
– ¡Pero está vivo!
– Es una forma de verlo. -Maddy pudo apreciar entonces cuánto le había costado a Loki aquel esfuerzo; a pesar de sus palabras despreocupadas, estaba temblando, sin aliento, y sus colores se habían vuelto mortecinos-. Realmente no le gusto -siguió hablando el Embaucador-. Aunque siendo justos, no creo que le gustemos mucho ninguno de nosotros. Y en cuanto a sacarlo de ahí, ya ves la pinta que tiene. Si Odín quiere consultar el Oráculo, entonces tendrá que escoger el camino más arduo.
Se hizo un silencio mientras Maddy se quedaba mirando fijamente la chimenea y Loki recobraba el ritmo normal de su respiración. Entonces se puso en pie con cuidado. Podía sentir ya cómo se preparaba la siguiente erupción; más que escuchar, sentía en los pies el desgarro de las grietas ardientes bajo la enorme presión.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó él-. ¿No has oído lo que acabo de decirte?
La muchacha dio un paso hacia la chimenea debajo de la cual gorgoteaba la lava fundida. Loki la siguió, ahora intranquilo, pero escondiéndolo bien, excepto en sus colores, que traicionaban la ansiedad y la fatiga. Sea lo que fuera lo que le había hecho el Susurrante, le había robado buena parte de su energía mágica, una ventaja que Maddy pretendía explotar.
Ahora ella estaba de pie en el borde de la chimenea.
– Vigila dónde pones los pies -comentó el as con aparente despreocupación-. A menos que tengas mucha prisa en irte al Averno.
– Sólo un segundo -dijo ella, mirando hacia abajo, hacia la garganta ardiente.
La chimenea estaba cerca ya de explotar de nuevo. A Maddy le llegaba un hedor a ropa sucia chamuscada, y sentía los pelillos de la nariz que comenzaban a crujir. Le picaban los ojos y las manos le temblaban cuando también ella formó la runa Yr.
– Maddy, ten cuidado -advirtió Loki.
El flujo de roca hirviente se derramó sobre el río subterráneo y el aire caliente empezó a rugir en el fondo de la chimenea, que se llenaría de vapor al cabo de unos instantes; luego, un segundo más tarde, emergería la columna de gas y cenizas en llamas.
La muchacha esperó haberlo sincronizado de forma correcta.
Ahora era ella quien mantenía a duras penas el equilibrio en el borde mismo de la hoya, cuyas piedras estaban resbaladizas por culpa del azufre y el residuo vítreo de tantas erupciones. Intentó recordar cómo lo había hecho Loki, balanceándose en el borde como un funambulista en el alambre, con sus manos barajando runas tan rápido que Maddy apenas había podido verlas antes de que se sumergieran en la nube que había a sus pies.
El Embaucador se había situado detrás de ella, tan cerca que le picaba la piel ante su proximidad, pero ella no osó volverse, ya que no quería que adivinara sus propósitos. Dentro de la chimenea, el resplandor del horno pasaba del naranja al amarillo, y del amarillo casi al blanco, y Maddy volcó toda la fuerza de su concentración en el Susurrante cuando ésta empezó a crecer.
«Acudirá a ti si le llamas».
Más que oírle en la mente, lo sintió.
(¿?)
Y en ese momento ella le invocó, no con palabras, sino con su energía mágica, aquello que Loki había llamado el lenguaje del Caos. No era ningún idioma que hubiera aprendido, pero aun así podía sentir cómo la conectaba con el Susurrante, uniéndolos como notas en un acorde perdido hacía mucho tiempo.
Al final logró observar en lo más hondo de la chimenea algo muy similar a los hilos de la red del juego de la cuna de gato. Se trataba de un complicado diagrama en el cual había un sinfín de runas y firmas mágicas que se entrecruzaban en hileras de complejidad creciente.
«Es una red», dijo para sí. En ese momento por segunda vez volvió a notar una respuesta. Era un destello o un lamento del objeto aprisionado en la urdimbre de esa malla, pues aquello era una red similar a la usada por Loki para capturar a los peces…
(¡!)
Ella albergaba la intención de usar contra él esa red, pero las runas de Loki no jugaban limpio, se estiraban y se retorcían entre sus dedos. Naudr, la Recolectora; Thuris, la Espinosa; Tyr, el Guerrero; Kaen, el Fuego Desatado; Logr, el Agua; Isa, el Hielo.
Las runas de Loki eran verdaderas trampas e incluso mientras las retiraba notaba cómo se movían y se deslizaban maliciosamente fuera de su alineamiento en los hilos de la urdimbre a la espera de que ella perdiese la concentración.
– ¡Maddy! -gritó el Embaucador a su espalda, y ella no necesitó ninguna runa para sentir su miedo.
Él le rozó el hombro con la mano y ella se tambaleó, consciente de la chimenea bajo sus pies. «Como me dé un empujón…», dijo para sus adentros.
Volvió a llamar a aquella cosa situada en medio del fuego y profirió un lamento que resonó por toda la caverna cuando arrancó la red con su trampa de encantamientos y la levantó, atrayéndola hacia ella, fuera de la chimenea.
El geiser estalló en ese preciso momento.
El vapor subió golpeteando las paredes de la angosta garganta de la hoya como un enorme martillo de aire caliente. El hedor a ropa sucia llenó la cueva y todo se volvió níveo durante unos segundos, cuando Maddy se vio envuelta por un color blanco hirviente. Loki saltó hacia atrás en el preciso instante en que ella arrojó la red, no hacia el Susurrante en su columna de fuego, sino directamente detrás de ella, en la cara de Loki…
…sin darle tiempo de protegerse. Titilaron las runas del Alfabeto Antiguo, Naudr, Thuris, Tyr y Os, Hagall y Kaen, Isa y Úr. La red cayó, atrapando a Loki tan hábilmente como a cualquier pez, y por último Aesk, la propia runa de Maddy, lanzó al Embaucador a través de la caverna cuando la columna ardiente se liberó, bañando a ambos con cenizas, azufre y capas de vidrio volcánico.
El chorro fue mayor que ninguno de los anteriores y arrojó a la muchacha a unos siete metros, donde cayó de rodillas, medio aturdida. Detrás de ella el geiser estaba alcanzando el clímax. Las cenizas y los rescoldos saturaron el aire al tiempo que las piedras candentes cayeron todo a su alrededor. Por último, algo pesado se estrelló contra la tierra a pocos pasos de la antigua posición de Maddy.
– ¿Loki?
La voz de la joven levantó un eco apagado al rebotar contra las paredes chorreantes de vapor. El vaho achicharrante la había dejado medio cegada, por lo que se dejó caer sobre una losa plana y se esforzó en respirar. No estaba acostumbrada a realizar ese tipo de esfuerzos y ahora se había quedado casi sin energía mágica. Si la atacaba en ese preciso momento, ella apenas podría recurrir a poco más que un ensalmo para defenderse.
– ¿Loki? -le llamó.
No hubo réplica.
El surtidor se consumió al cabo de un minuto, momento en que los vapores sulfurosos empezaron a saturar el aire de la gruta. La joven se arriesgó a echar una ojeada a su alrededor, pero no había nada que ver en la neblina de un amarillento insano.
Maddy comprendió el motivo cuando el vapor se disipó, dejando al descubierto la extensión del daño. Una parte del techo se había desplomado y ahora un túmulo de escombros obstruía la chimenea. Una enorme losa de roca, con su lado más cercano atestado con trozos de estalactitas, yacía sobre el túmulo como un puño cubierto por un guantelete.
¿Y Loki?
¿Y el Susurrante?
No había rastro de ninguno de los dos en la caverna ahora en ruinas.
Transcurrieron varios minutos más antes de que Maddy fuera capaz de ponerse en pie. Se incorporó temblorosa y se sacudió las cenizas del pelo. Todavía tenía la visión borrosa después de haber mirado dentro de la chimenea; las manos se le habían quedado doloridas, como quemadas por el sol.
La sacudida ya había terminado, dejando la caverna sumida en un silencio inquietante. El polvo caía desde el techo roto sobre el gigantesco túmulo de roca y escombros, que cerraba por completo el extremo de la cueva donde había estado Loki y su red.
«Felicidades, Maddy -comentó una voz desabrida en el interior de su mente-. Ahora eres una asesina».
– No -susurró Maddy, horrorizada.
Ella nunca había querido herirle, por supuesto. Sólo quería mantenerlo bajo control, sujetarle, mientras ella reclamaba al Susurrante, pero todo había ocurrido tan rápido… No había tenido tiempo de medir sus fuerzas. Y ahora, por su culpa, él estaba allí enterrado, aplastado bajo aquel puño pétreo…
Resultaba difícil respirar, ya que ahora los vapores del geiser se entremezclaban con el polvo despedido por el montón de piedras acumuladas que, como un túmulo de la Era Antigua, parecían llenar la caverna. Lentamente, a desgana, se dirigió hacia él. Una parte de ella deseaba contra toda esperanza que Loki se hallara allí, atrapado e indemne, por lo que empezó a retirar las rocas más pequeñas de forma poco sistemática y escudriñaba la pila en una vana búsqueda de un trozo de manga, una bota, una sombra…
Una firma mágica.
¡Eso era! Maddy, contrariada, se hubiera dado de bofetadas. Alzó una mano trémula y formó Bjarkán hasta encontrar la firma mágica del Embaucador, ese inconfundible rastro de fuego desatado. La luz de dos firmas mágicas nunca podía ser igual, y la de Loki, como la del Tuerto, era compleja y vivida a diferencia de cualesquiera otras.
¡Estaba vivo!
Un buen rastreador era capaz de precisar la edad del lobo que cazaba, si cojeaba o no, lo rápido que era capaz de correr y cuándo llevó a cabo su última cacería. Ella no era una observadora tan capacitada, pero localizó los fragmentos de la red y los restos de la runa mental que había lanzado.
Se había concentrado un poder tremendo en aquella runa final; un poder suficiente para hundir el techo cuando Maddy extrajo al Susurrante de la chimenea. Los trozos de Aesk seguían desparramados por el suelo, como fragmentos de la explosión de una botella de refresco de jengibre. Determinó el lugar donde la runa había alcanzado a Loki, a quien había impulsado contra la pared, donde le había dejado clavado como una mariposa sujeta a una tela por un alfiler poco antes de que el techo se derrumbara sobre él.
Pero entonces…
Allí estaba, contra toda esperanza, alejándose del amontonamiento de piedras. No era un resto, ni un fragmento, sino una firma mágica, garabateada fugazmente en aquel característico violeta intenso en agudo contraste con la roca.
Supuso que había intentado esconderse debido a lo desvaído del trazo, pero o bien estaba demasiado débil para ocultar el rastro de su color, o las rocas desprendidas habían distraído buena parte de su concentración, porque allí estaba, sin lugar a confusiones, dirigiéndose hacia la entrada de la caverna.
Y allí fue donde Maddy le encontró al final. Se había dejado caer detrás de un bloque de piedra y mantenía un brazo alzado para cubrirse la cabeza, con los dedos aún doblados para digitar la forma de Yr, la runa de la protección. Se hallaba muy quieto y la roca situada detrás de él estaba empapada por una cantidad alarmante de sangre.
El corazón de Maddy dio un lento vuelco. Se arrodilló, convulsa, y alzó una mano para tocarle la cara. Vio que la sangre salía de un estrecho tajo que tenía sobre la ceja. Una roca debió de haberle interceptado mientras corría, a menos que hubiera sido la caída la que le hubiera dejado inconsciente. De cualquier modo, estaba vivo.
El alivio hizo que Maddy se echara a reír con fuerza, aunque se lo pensó mejor en cuanto oyó el extraño y turbador retumbo de sus carcajadas a través de la caverna destrozada.
Estaba vivo, se recordó a sí misma, pero tan pronto como se despertara, sería doblemente peligroso. Éste era su sitio. Los dioses sabrían cuántos recursos tendría a los que poder echar mano. Necesitaba salir de allí, y cuanto antes.
Miró a su alrededor. La caverna retenía ese olor acre despedido por la chimenea, pero el aire era más limpio ahora que había cesado la lluvia de rocas. Ese examen reveló a la muchacha que Loki se había salvado de chiripa. Un trozo de vidrio volcánico del tamaño de la cabeza de un jabalí había pasado a escasos centímetros y ahora yacía a los pies de Maddy, todavía refulgente.
Maddy caviló a toda prisa para evaluar una situación que tenía muy mala pinta. El intento se había saldado con un fracaso, pues no tenía al Susurrante y se había quedado sin fuerzas, y además seguía encerrada en los túneles subterráneos del Trasmundo con miles y miles de pasadizos y galerías que se interponían entre ellos y la superficie.
Aun así, había sido un buen plan. Tendría que haber funcionado. Durante un segundo había existido contacto entre ellos. El Susurrante había respondido a su llamada. Había estado a punto de conseguirlo, pero como solía afirmar Nan la Loca: «Estar a punto de ganar una carrera es perderla».
Maddy miró a su alrededor, desesperada. ¿Qué demonios iba a hacer ahora?
– Mátale -ordenó una voz a sus espaldas. Sorprendida, Maddy se dio la vuelta-. Hazlo, se lo merece -aseguró una voz masculina, seca y desaprobadora, con un cierto remilgo, como la de Nat Parson en mitad de un sermón.
Pero no había nadie a la vista. A su alrededor las sombras aumentaban, teñidas de rojo, mientras la chimenea cogía aliento.
– ¿Dónde estás? -murmuró ella.
– Mátale de una vez -repitió la voz-. Hazle un favor a los mundos. Nunca tendrás mejor oportunidad.
Maddy miró a derecha e izquierda sin ver a nadie.
¿Se lo habría imaginado? ¿Acaso el humo y los vapores la habían aturdido? En algún rincón al fondo de la mente, una voz bajita y perseverante le instaba a echar a correr para rehuir el nuevo chorro de vapor del geiser, cuya próxima explosión era inminente, y conseguir un poco de aire respirable, so pena de terminar desmayada, pero nada de esto parecía tener importancia ahora. Era mucho más fácil ignorarlo, cerrar los ojos y no pensar.
– Déjalo ya -comentó la voz en tono agudo-. Pero tú eres imbécil, ¿a que sí? ¡Mira abajo, chica, mira a-ba-jo!
Maddy agachó la mirada.
– Más abajo.
– Pero si no hay nada… -comenzó Maddy, hasta que tropezó de pronto, con los ojos dilatados por la sorpresa, cuando vio (y lo vio realmente) lo que había aterrizado con un golpe casi a sus pies, todavía brillando debido al calor de su nido ardiente.
– Ah, vaya, por fin -comentó el Susurrante con un tono cansado-. Ahora, si eres capaz de hacer un pequeño esfuerzo más, al menos podrías darle una patada a ese bastardo de mi parte.
Hasta donde se sabía, nadie había cartografiado ni computado jamás los pasadizos que discurrían debajo de la colina del Caballo Rojo. Ni siquiera el Capitán los conocía todos a pesar de haberlos usado durante siglos como refugio y lugar de reunión para los trasgos, pues, al fin y al cabo, ni era el arquitecto de la colina ni el custodio de todos sus secretos.
Se rumoreaba que quien se adentrara a suficiente profundidad podría seguir el curso del Strond hasta el mismísimo Averno y la Fortaleza Negra, que se alzaba a orillas del río Sueño. Nadie sabía a ciencia cierta si era verdad, salvo posiblemente el Capitán, y cualquier trasgo lo bastante tonto para preguntarle esta clase de detalles se merecía cuanto le pasara.
La-Bolsa-o-la-Vida no tenía un pelo de tonto pero, sin embargo, era muy fisgón; la curiosidad le espoleaba más de lo que le retenía el deseo de permanecer a salvo, y él ya había visto una serie de cosas extrañas que deseaba probar e investigar. Todo había empezado con aquella chica que conocía su verdadero nombre y su descenso hacia las regiones adonde no se aventuraba ningún trasgo, pero en las cuales a veces desaparecía el Capitán, de donde acostumbraba a regresar de un humor de perros y apestando a azufre.
Lo siguiente habían sido los acontecimientos en el Supramundo, a los cuales el trasgo apenas habría prestado interés en circunstancias normales, pues a los suyos no les gustan los problemas, a menos que los causasen ellos mismos, y las frecuentes idas y venidas en la colina del Caballo Rojo, con aquellas partidas y el párroco agitando al vecindario, normalmente le habrían inducido a quedarse a salvo bajo tierra…
…pero en esta ocasión sentía que había en marcha algo más que la tensión habitual entre la Gente y Faerie. Habían corrido toda clase de rumores y el jinete que había acudido a lomos de un corcel cargado había cabalgado de regreso al Hindarfial. Luego estaba lo de ese olor tan similar al del incienso y a rastrojos quemados, y hacía media hora por lo menos que el Capitán había vuelto de una de sus expediciones con un trapo anudado a la cabeza y un brillo de odio en la mirada que había puesto a la guardia en alerta total, y se había encerrado en sus estancias privadas, hablando con brusquedad a cualquier trasgo que se le acercase.
Bolsa tenía algo mejor que hacer que cruzarse en su camino. Había procedido según lo acostumbrado en circunstancias similares: se había apostado en un lugar apartado y se había preparado para regalarse con un bizcocho de ciruela, un queso curado y un barrilillo de brandy de esos que parece que dan coces como una muía y que había escondido allí varias semanas atrás. Estaba empezando a ponerse cómodo cuando le llegó un sonido de voces y reconoció una de ellas; era la de Maddy.
Su deber estaba claro: detener a la chica. Ésas eran sus instrucciones, claras como el agua, órdenes impartidas por el Capitán en persona y él tenía formas de ponerse muy desagradable cuando no se obedecían sus órdenes.
Por otro lado, se dijo, cualquiera capaz de poner nervioso a Loki sería un compañero más que bienvenido para La-Bolsa-o-la-Vida. La mejor clase de valentía, en este caso, consistía en tratar de pasar inadvertido y terminarse el brandy.
Era un buen plan y habría salido perfecto, pensó Bolsa más tarde, si no hubiera sido por su dichosa curiosidad. La misma que le había llevado hasta la chica en primer lugar; y ahora sacaba de nuevo lo mejor de sí mismo mientras se arrastraba en las sombras, intentando escuchar lo que decían las voces.
Parecía una discusión cada vez más subida de tono.
Maddy descubrió enseguida que el Susurrante no estaba nada agradecido por su liberación. Es más, tras una precipitada salida de la caverna, en el transcurso de las horas siguientes, mientras acarreaba el objeto en una improvisada mochila hecha con la chaqueta, tuvo muchas oportunidades de maldecirse por haber tenido tanto éxito.
«El Tuerto tenía razón cuando me dijo que el Susurrante tenía el aspecto de un trozo de piedra», había pensado la muchacha en un primer momento, cuando parecía un fragmento de algún material vítreo volcánico, obsidiana o quizás algún tipo de cuarzo, pero luego, tras estudiarlo más de cerca, pudo verle el rostro: una nariz prominente, una boca con las comisuras hacia abajo y unos ojos que relumbraban con una inteligencia mezquina.
Y en lo tocante al carácter, tratar con él era como aguantar a un cascarrabias de genio espantoso a quien nada le agradaba. Ni el ritmo del avance, que era demasiado lento, pero que tildaba de incómodo en cuanto Maddy apretaba el paso, ni la conversación de la muchacha, ni su silencio, y en especial, el hecho de que iban a reunirse con el Tuerto.
– ¿Con ese perro de la guerra? -inquirió el Susurrante-. Nunca le he pertenecido, nunca jamás. Se cree que todavía es el General. Piensa que lo único que ha de hacer es ponerse a dar órdenes de nuevo. -La joven ya había oído esa cantinela varias veces, por lo que no le contestó e intentó concentrarse en el camino, rocoso y lleno de agujeros-. Tan arrogante como siempre, pero quién se cree que es, ¿eh? El Padre de Todo, mi…
– Supongo que tal vez habrías preferido que te dejara en la chimenea -comentó Maddy casi sin resuello.
– ¿Qué? ¡Habla más alto!
– Me has oído perfectamente.
– Ahora escúchame tú -dijo el Susurrante-. No creo que tengas idea de con qué te estás viendo las caras. Yo no soy nada más que una piedra, pero ¿sabes? en las manos incorrectas podría explotar como una granada.
Maddy le ignoró y continuó la marcha. Era una caminata ardua, pues el Susurrante pesaba mucho y era incómodo de acarrear. Cada vez que le asaltaba la tentación de detenerse a descansar imaginaba a Loki recuperado, enfadado y más que dispuesto a vengarse corriendo tras sus pasos por el pasadizo. Ella hacía cuanto estaba en su mano para ocultar su rastro, cruzándolo algunas veces con la runiforma Yr, o regresando sobre sus pasos. Esperaba que esas precauciones bastaran para darle esquinazo o retrasarlo, aunque no podía saberlo a ciencia cierta.
El Susurrante no había tardado en quejarse de la compasión mostrada por Maddy.
– Tendrías que haberle matado cuando tuviste la oportunidad -se lamentó por vigésima vez-. Estaba inerme e inconsciente, completamente a nuestra merced. Aparte de eso, podrías haberle dejado allí y los vapores tóxicos probablemente habrían acabado con él. Pero ¿qué es lo que haces? Vas tú y le salvas. Le sacas hasta donde el aire está limpio y le vendas la cabeza. Prácticamente le has metido en la cama, por el amor de los dioses, ¿qué será lo siguiente, llevarle un vasito de leche o hacerle un huevo pasado por agua?
– Oh, déjame un rato en paz -replicó Maddy, enojada.
– Lo vas a lamentar -continuó el Susurrante-. No nos va a dar más que problemas.
Lo cierto es que estaba obligada a admitir la existencia de razones para guardarle resentimiento al Embaucador a tenor de lo narrado por la cosa, que le mostró a Maddy todo el catálogo de varios siglos de quejas sobre Loki mientras se dirigían hacia el Supramundo, comenzando por su adopción en Asgard y la confusión que había traído consigo y culminando con su reaparición, unos cientos de años después del Ragnarók y en el sitio peor posible, en las catacumbas de la Ciudad Universal, en el distante Finismundi.
– ¿Qué estaba haciendo allí? No lo sé, pero seguro que nada bueno, ni que decir tiene, y se hallaba muy debilitado tras haber invertido su magia, pero eso sí, seguía tan taimado como siempre, maldito sea, y debía de saber de algún modo que yo estaba por allí cerca…
– ¿Lo sabía? -preguntó Maddy.
– Sí, claro -siseó el Susurrante-. Allí estaba yo, en paz por fin, durmiendo tranquilo durante siglos y ¿qué es lo que hace? Me despierta, el muy bastardo.
– Pero ¿cómo pudo averiguar tu paradero?
Emitió una irritada pulsación de luz.
– Bien, dado el hecho de que hoy día no soy lo que podría llamarse un artefacto móvil independiente, supongo que se limitó a buscar entre las ruinas hasta que…
– ¿En qué ruinas? -preguntó Maddy.
– Pues en las de Asgard, claro -replicó el Susurrante con brusquedad.
Maddy se le quedó mirando fijamente.
– ¿Asgard? -inquirió.
Por supuesto estaba al tanto de que la Ciudadela del Cielo había caído durante el Ragnarók, y había oído muchas historias sobre ese lugar, tantas que casi creía haberlo visto por sí misma, con sus salones dorados y el Bífrost o puente del Arco Iris, que abarcaba todo el cielo.
El Susurrante se echó a reír.
– ¿Qué? ¿No te lo contó Odín? El extremo más lejano del puente está en Finismundi. La Gente nunca supo nada de eso, por supuesto. Jamás lo han cruzado y sólo se ve cuando llueve y hace sol a la vez, aunque piensan que es un fenómeno natural, debido a condiciones climatológicas extraordinarias, pero Sirio, ese a quien tú conoces bajo el nombre de Loki, lo sabía, me halló y me trajo hasta aquí, un lugar que se encuentra en una posición central respecto a los mundos, un lugar donde convergen líneas de gran poder, donde me ató con runas y ardides y juró que únicamente me soltaría si le facilitaba lo que quería.
– Lo sabía -repuso Maddy-, pero ¿qué es lo que reclamaba?
Una vez más el Susurrante siseó para sus adentros.
– Pretendía recobrar su verdadero aspecto, o sea, reinvertir su runa, pero como eso no pudo ser, aspiraba a usarme como moneda de cambio y venderme a los æsir o los vanir para garantizar su lamentable pellejo; sin embargo, como hizo su trabajo demasiado bien, no podía sacarme de nuevo de la hoya. Las fuerzas que me aprisionaban proceden del Sueño y de la Muerte y aun de más allá, y me mantenían bien sujeto, y todo cuanto él podía hacer era vigilarme, esperar y rezar para que nunca consiguiera fugarme. Y así ha sido durante siglos. -El Susurrante dejó escapar su risa seca-. Si eso no me da derecho a vengarme, entonces esta Era Nueva vuestra es aún más patética de lo que pensé que iba a ser.
En cuanto llegaron a los niveles superiores, Maddy tuvo ocasión de observar el aumento de actividad por parte de los trasgos, cuyos colores relumbraban a lo largo de su camino, y cuyas huellas se desparramaban por todo el suelo de tierra roja. Se detuvo cuando empezó también a oírlos.
Ese era el tramo más peligroso al no haber escondrijo alguno desde el punto donde estaban hasta el final del trayecto. La larga andadura cuesta arriba hacia el nivel superior los dejaría expuestos en la escalera de roca durante un lapso de tiempo peligrosamente largo, pero Maddy sabía que no existía otra salida, pues todos los demás caminos conducían hasta el laberinto de almacenes y habitaciones acondicionadas para albergar tesoros que llenaban la colina; y debajo estaba el río, una oscuridad fastidiosa en la cual no se podía depositar ninguna esperanza.
– ¿Por qué nos hemos detenido? -exigió saber el Susurrante.
– Calla -replicó ella-. Estoy pensando.
– ¿Qué pasa, te has extraviado? Ya debería habérmelo imaginado.
– No me he perdido -le interrumpió Maddy, enfadada-. Es sólo que…
– Ya te dije que tendrías que haberle matado -insistió la cosa-. Si yo estuviera en su lugar, iría detrás de nosotros, tendería una emboscada y tendría ejércitos de trasgos detrás de cada esquina y…
– Bien, ¿y qué es lo que sugieres? -le cortó con brusquedad.
– Sugiero que deberías haberle matado.
– Bueno, pues mira qué útil es eso -repuso ella-. Creía que eras un oráculo. ¿No se supone que conoces el futuro o algo por el estilo?
El Susurrante refulgió con abierto desprecio.
– Escúchame, chica, los dioses han pagado, y muy caro por cierto, por mis profecías. Odín me entregó un ojo, eso ya lo sabes, pero eso fue hace mucho tiempo y en realidad fue una ganga. En cuanto a ti…
– No tengo intención de darte ningún ojo -repuso Maddy, con resolución.
– Por todos los dioses vivos, niña. ¿Y para qué lo quiero yo?
– Entonces, ¿qué es lo que deseas?
El Susurrante relumbró aún con más fuerza.
– Escucha, chica, me caes bien -empezó-, y como me gustas, voy a ayudarte, pero has de hacerme caso ahora mismo. Escucha y anota. Tu viejo amigo el Tuerto te ha mentido todo el tiempo con el propósito de traerte hasta este punto. Durante los últimos siete años te ha alimentado con una dieta cuidadosamente equilibrada de medias verdades y engaños, la más abyecta de todas es la que se refiere a lo que eres…
– ¿Qué quieres decir con eso de «lo que eres»?
El Susurrante lanzó uno de sus más brillantes destellos y Maddy pudo entrever chispas de luz rúnica atrapadas como luciérnagas en el cristal volcánico. Bailaban de forma seductora y la cabeza de Maddy se empezó a sentir agradablemente ofuscada, como si se hubiera bebido una especiada cerveza caliente. Intuyó que se trataba de un encantamiento y rechazó el tan grato sentimiento para trazar Yr ante el Susurrante, que continuó brillando, pero con suficiencia, como si hubiera obtenido algún mérito de categoría.
– Detente ya -dijo Maddy.
– Es sólo una demostración -repuso el Susurrante-, hablo cuando es mi deber, y no puedo callar. Esa runa tuya es bien fuerte, ya lo sabes. Hice una predicción sobre ella antes del Ragnarók. Supongo que ése es el motivo de que el Tuerto te enviara. No querría arriesgar su propio pellejo.
Durante un momento, Maddy no dijo nada. Tenía que tomarse al Susurrante con precaución y eso había confirmado algo de lo que Loki había dicho, y estaba claro que no debía confiar en él. Sin embargo, el Oráculo…
– ¿Puede mentir un oráculo?
– Quiere empezar una guerra -continuó la cosa-, una segunda Tribulación, para eliminar el Orden de una vez por todas. Con una simple palabra, morirán miles.
– ¿Eso es una profecía? -inquirió Maddy.
– Hablo cuando es mi deber, y no puedo callar.
– ¿Qué quiere decir eso?
– Hablo cuando es mi deber…
– Vale, de acuerdo. ¿Y qué más ves?
Ahora el corazón de Maddy latía con fuerza. Detrás del rostro pétreo del Susurrante, las luces y los colores bailoteaban y giraban.
– Veo un ejército listo para la batalla. Un general solo a su frente veo. Veo un traidor en la puerta. Un sacrificio también veo -vaticinó el Susurrante.
– ¿No podrías ser un poco más preciso?
– Hablo cuando es mi deber, y no puedo callar. Tras las murallas del Hel los muertos se levantarán, el Innombrable se alzará y los Nueve Mundos se perderán, a menos que los Siete Durmientes alguien despierte y al Tonante del Averno alguien libere…
– ¡Sigue! -exclamó Maddy.
De pronto, los colores del Susurrante se oscurecieron y volvió a tener el aspecto de una piedra. Un movimiento furtivo en las sombras y un ligero crujido de guijarros en el suelo alertaron a Maddy de una nueva presencia cerca de allí.
– Nyd byth nearu on breostan [8].
Maddy canturreó el ensalmo con contundencia.
…y unió las manos hasta formar Naudr, lanzó la runa hacia la oscuridad y atrapó a una figura diminuta, de orejas grandes y peludas y con ojos dorados, cubierta de malla de la cabeza a los pies.
– ¡Otra vez tú! -exclamó la muchacha con incredulidad.
La curiosidad de Bolsa había sido más fuerte que él.
– Mátale -instigó el Susurrante a Maddy…
…que bajó los ojos hacia el deslumbrado trasgo.
– Estabas espiando, ¿no?
– Mátale -insistió el Susurrante-. No dejes que se marche.
– No puedo -contestó Maddy-. ¿Por qué no dejas de pedirme que mate a la gente? Conozco a este trasgo -continuó ella-. Es el que me guió.
El Susurrante hizo un sonido de exasperación.
– ¿Y qué importa? ¿Qué quieres? ¿Que dé la voz de alarma?
Bolsa miraba a Maddy con cautela.
– ¿La alarma de qué? -replicó-. No sé nada y no quiero saberlo tampoco. De hecho -prosiguió la criatura, súbitamente inspirada-, creo que he perdido la memoria y no recuerdo ni papa, zagala. Así que no hay que preocuparse una miaja por lo que yo haya podido oír… Podéis seguir vuestro camino y yo me quedo aquí, bien quietecito…
– Vamos, por favor -intervino el Susurrante-, pero si lo has escuchado todo…
Bolsa asumió una expresión de asombro y fingió estar ofendido.
– Ya lo sé -admitió Maddy.
– Bien, ¿y entonces qué? No tenemos otra alternativa. En cuanto se le presente la más mínima oportunidad se lo contará a su señor. ¿Por qué no le matas de una vez y te comportas como una buena chica y…?
– Cállate ya -le cortó Maddy-. No voy a matar a nadie.
– Eso es hablar como una verdadera dama, señorita -comentó Bolsa con verdadero alivio-. No tienes por qué escuchar a esa cosa repugnante. Lo único que debes hacer es regresar sana y salva hacia el Ojo del Caballo. No hay necesidad de quedarse aquí más de lo necesario, ¿a que no, zagala?
– Cierra el pico, Bolsa. Tú vas a ser el que nos lleve de vuelta al Supramundo.
– ¿Qué? -preguntó bruscamente el Susurrante.
– Bueno, es obvio que no podemos dejarle aquí y hemos de encontrar una salida segura hacia el exterior de la colina, por lo que se me ha ocurrido…
– ¿Es que no has escuchado nada de lo que te he dicho?
– Bueno… -admitió Maddy.
– Pues ocurre que acabo de hacer una profecía de lo más significativa -comentó el Susurrante-. ¿Tienes idea de lo privilegiada que eres? Me he pasado cuatrocientos años en esa condenada hoya, con Sirio pegado a mí día y noche, y jamás le he dirigido ni siquiera una sílaba.
– Pero ¿no se supone que es al Tuerto a quien tienes que decirle todo?
El Susurrante hizo un ruido muy similar a un bufido.
– Mira lo que pasó la última vez -replicó-. El muy idiota consiguió que le mataran.
Fue justo entonces cuando oyeron el sonido. Un latido distante justo por encima de sus cabezas, demasiado regular para ser accidental, que les envió ondas de choque a través de la colina hueca y que hizo temblar las paredes de piedra.
Bum, bum, bum.
Bum, bum, bum.
– ¿Qué es eso? -preguntó Maddy.
– Problemas -vaticinó el Susurrante.
El golpeteo sonó como una sucesión de cañonazos a oídos de Maddy mientras que al trasgo le recordó el runrún del Pueblo del Túnel cuando se ponía manos a la obra en alguna clase de actividad minera o tal vez algún tipo de excavación. Poco después oyeron el soniquete de la arenilla al caer sobre la escalera, conforme se iba desprendiendo del techo de los niveles superiores, situados mucho más arriba.
– ¿Qué es eso, Bolsa?
El interpelado le ofreció por toda respuesta uno de sus encogimientos de hombros que parecían afectar a todo su cuerpo, pero luego comentó:
– A mí me suena como si estuvieran excavando junto al Ojo del Caballo. Tal vez sea alguien de los tuyos que se ha puesto al tema otra vez. Ha habido un jaleo de cuidado entre la Gente en los últimos tiempos.
La joven se preguntó cuánto tiempo habría pasado en el subsuelo. ¿Un día? ¿Tal vez dos?
– Pero tenemos que salir. ¿No hay forma de evitar la colina del Caballo Rojo?
– Sí que se puede, señorita, pero es un camino muy largo, y hay que llegar casi hasta los Durmientes, y…
– Estupendo. Entonces será seguro.
«¿Seguro? -pensó Bolsa-. ¿Seguro?» La posibilidad de unir seguridad y Durmientes, no ya en la misma frase, sino en el mismo párrafo despertaba en él unas ganas locas de aullar, pero no serviría de nada negar el sonido del martilleo y ahora los finos oídos del trasgo le permitieron captar otros ruidos adicionales: el de los percherones, las ruedas y el golpe ocasional de metal contra metal.
– Oh, oh -exclamó Bolsa.
– ¿Qué?
– Me da la impresión de que pretenden entrar aquí dentro.
La voz de Bolsa denotaba una gran incredulidad, pues en cinco siglos de asedio, visto desde su perspectiva, la Gente jamás había intentado nada, salvo algún conato de horadar el suelo a fin de abrir una grieta en la puerta de entrada al Trasmundo, pero en este momento estaban abriéndose camino a golpe limpio dentro de la roca.
– No creo que al Capitán le guste esto -comentó-. Maldita la gracia que le va a hacer.
Loki se había guarecido en un rincón del bosque del Osezno, donde continuaba padeciendo una fuerte migraña. Su nombre significaba «fuego desatado» y su temperamento no le iba menos a la zaga. Había dado muestras del mismo en el Trasmundo, donde había soltado maldiciones en todas las lenguas que hablaba y también había roto una buena cantidad de pequeños objetos valiosos sin otra culpa que la cercanía a su persona.
Se había equivocado por atolondrado, eso lo tenía claro. Había juzgado mal a Maddy no sólo una vez, lo cual habría sido disculpable, sino dos, lo cual ya no lo era. Había actuado con descuido y displicencia, y se había dejado engañar ¡por una cría! pero lo peor de todo, sin lugar a dudas, era que la había dejado escapar con el Susurrante.
El Susurrante. Esa chuchería tres veces maldita. El Embaucador no había salido de su guarida por miedo a la Gente que había acudido a la colina, sino en pos del Oráculo, pero se quedó desconcertado al ver desde su posición en la rama de un árbol semejante turba congregada alrededor del Ojo del Caballo.
Estaban el policía, el alcalde con su sombrero oficial, varios cientos de hombres y mujeres, armados con horcas y azadas («qué rústicos», pensó Loki), un grupo surtido de mocosos, algunas máquinas excavadoras arrastradas por bueyes; y por supuesto, el párroco, muy elegante con las ropas ceremoniales, con su aprendiz al lado, montado en un caballo blanco y leyendo en voz alta el Libro de la Tribulación.
Todo esto en sí mismo no tenía tanto de inusual. De vez en cuando, se generaba una cierta inquietud entre la Gente; a menudo se debía a una mala cosecha, una plaga en el ganado o un brote de cólera. Era frecuente achacar a los de Faerie la culpa por todo lo que saliera mal y a lo largo de los años se había terminado construyendo una leyenda, de modo que ahora la mayoría de los aldeanos creía, lo mismo que Nat Parson, que la colina era la morada de los demonios.
Loki jamás había intentado poner freno a esta situación, ya que, al fin y al cabo, era el miedo lo que mantenía lejos a la Gente y cuando marchaban en contra de sus trasgos, una vez cada veinte años más o menos, ondeando las banderas y portando reliquias, jurando exterminar las alimañas de una vez por todas, rara era la ocasión en la que permanecían mucho tiempo. Un par de días y uno o dos encantamientos chabacanos bastaban para enfriar su fervor evangélico. Además, el Ojo estaba bien cerrado. Sellado con runas, se hallaba a prueba de cualquier intento de entrar por parte de la Gente.
Sin embargo, en esta ocasión no logró reprimir cierta inquietud. Las máquinas excavadoras habían supuesto un elemento novedoso, y jamás había presenciado una aglomeración tan grande ni tan bien organizada en todos los años pasados debajo de la colina. Sin duda, algo había ocurrido que había excitado los ánimos. ¿Una incursión, quizás? ¿Alguna jugarreta que hubieran llevado a cabo los trasgos en su ausencia? Se daba cuenta demasiado tarde de que debería haber prestado más atención a lo que estaba sucediendo en el Supramundo. Debería haber vigilado en especial al párroco pero, como siempre, había tenido que vérselas con el Susurrante. Aquel maldito cachivache derrochaba una energía que parecía inagotable y a él se le habían ido las fuerzas en mantenerlo a raya con el transcurso de los años. Entonces apareció Maddy y de pronto había centrado en ella toda su atención.
El resultado de todo ello era aquel tremendo desaguisado.
Loki suspiró. De todos los posibles momentos para perder al Susurrante, no cabía duda de que aquél era el peor. No estaba demasiado preocupado por la Gente. La inversión de sus poderes mágicos no le había dejado indefenso y tampoco las máquinas suponían una amenaza significativa. Les llevaría semanas, tal vez meses, poder llegar hasta él.
El fanatismo del gentío era lo que de verdad temía. El impulso de los hombres librados a sus propias fuerzas se consumiría por sí mismo, pero en el momento adecuado y con un líder conveniente, uno que lo despertara, cultivara, avivara y alimentara con una dieta a base de oración y Tribulación…
Estaba al corriente de las historias, claro que sí. No en vano había empleado una eficaz red de espías desde su fortaleza en el Trasmundo gracias a la cual estaba al tanto de que durante los últimos cientos de años la Palabra procedente de Finismundi se había hecho cada vez más fuerte. La Palabra del Orden, los seguidores del Innombrable, partidarios del conflicto que se estaba produciendo entre la Gente y los ígneos, y al final, la mayor de todas las Depuraciones, la guerra santa que barrería a los ígneos de la superficie de todos los mundos.
Se rumoreaba que las catedrales finismundesas eran altas como montañas y grandes como ciudades. Los examinadores habían constituido tribunales en esa ciudad y sus escribas copiaban invocaciones infinitas en rollo tras rollo de pergaminos iluminados.
En Finismundi reinaba el Orden, la sangre sucia había sido erradicada casi por completo y se procedía al exterminio de trasgos y otras alimañas con eficacia y sin piedad. Si una oveja o una vaca nacía con una runiforma, entonces se destruía todo el rebaño con prontitud; si era un niño el que llevaba la marca, las Leyes eran más misericordiosas, pero era alejado de la comunidad y entregado a la custodia de los examinadores, y no se volvía a oír nada más de él.
Había también otras historias de colinas y túmulos que antaño habían sido habitados por los viejos dioses y que ahora habían sido vaciados de sus ocupantes originales y consagrados de nuevo en preparación de la Gran Depuración. Y circulaban otros cuentos más oscuros de capturas de seres malignos que habían sido sometidos al poder de la Palabra; diablos que habían sido llevados a rastras, chillando hacia el cadalso y la pira; demonios con aspecto de hombres y mujeres, pero que eran en realidad los siervos del enemigo, y además carecían de alma que salvar.
Los domingos eran fiesta de guardar en Finismundi y la Oración y la asistencia a la misa dos veces al día, obligatorias. Todo aquel que no acudía o mostraba algún tipo de comportamiento inadecuado, fuera de la clase que fuera, se veía obligado a enfrentarse con la Exanimación y la Depuración, a menos que renunciara a esas costumbres.
«Pero claro -pensó Loki-, hay mucho trecho hasta allí desde el valle del perezoso Strond.» Sin embargo, muchos de sus informantes hablaban cada vez con más frecuencia de la llegada de los examinadores, y se murmuraba en el camino del mismo modo que se informaba en el Trasmundo, que incluso Las Caballerizas se había visto infectada por el rumor y los cuentos.
Corrían muchas historias sobre la Palabra, ese poder otorgado únicamente a los rangos más altos de sacerdotes, aunque Loki podía reconocer en ella el ensalmo, y al menos en lo que a él concernía, sus encantamientos eran simples sortilegios camuflados bajo una nueva capa de pintura. También se hablaba mucho del Innombrable, el cual, según el Libro de la Tribulación, se había alzado entre los muertos en el Fin del Mundo y volvería de nuevo en la hora de la necesidad para salvar a los justos y destruir a los blasfemos.
Loki no albergaba duda alguna de que él merecería la consideración de blasfemo. Seguía sin gozar de una buena posición, pues los nuevos dioses le tildaban de demonio y los antiguos le aborrecían por considerarle un traidor, pero el problema era que ahora había perdido al Susurrante, la única baza que servía como triunfo en cualquier partida que se plantease, y sin él se había quedado sin nada con lo que regatear cuando llegara la hora de la verdad.
Debía recuperarlo antes de que llegara a manos del General. Sin duda, el Oráculo habría adivinado esto y Maddy estaría alerta. Aun así, todavía no había sido vencido. Conocía todas y cada una de las salidas de la colina del Caballo Rojo y desde aquel escondrijo podía pasar desapercibido y vigilar a los fugitivos. En el Trasmundo, sin saber adonde se dirigían, podría perderlos entre los miles de túneles que perforaban el alcor; pero aquí, en el Supramundo, los colores de Maddy y los del Susurrante brillarían como un faro a varios kilómetros en derredor. También era verdad que sucedía lo mismo con los suyos, pero aun así, consideraba que merecía la pena correr el riesgo. Además, a la primera señal de peligro podría abrir la entrada al interior de la colina y ponerse a salvo en cuestión de segundos.
Los agudos ojos de Loki peinaban todo el valle, desde la colina del Caballo Rojo hasta Farnley Tyas, desde la Posta de la Fragua hasta Fettlefields, e incluso hasta el Hindarfial, donde el humo distante de un almiar o el fuego de un hogar difuminaban los contornos del horizonte brumoso. Todavía no había trazos de ninguna firma mágica, pero estaba absolutamente seguro de que Maddy aparecería pronto. Observaba y esperaba, tomándose su tiempo, ya que hacía décadas desde la última vez que se había aventurado en el Supramundo y a pesar de la urgencia de su tarea no podía evitar rendirse al placer de sentir el sol y el azul del cielo.
Había sido un otoño benévolo, pero estaban en las postrimerías de la estación y la llegada del largo y crudo invierno era inminente. Podía olerlo ya: los ánsares salvajes se habían marchado y los campos se encontraban yermos después de ese atareado mes de la Cosecha, y habían quemado ya todos los rastrojos a tiempo para la próxima siembra.
Fuera donde fuese el lugar concertado para el encuentro de Maddy y el Tuerto, era improbable que se aventuraran a salir del valle, teniendo en cuenta el mal tiempo inminente. Aunque todavía el sol de la tarde era bastante cálido, ya se notaba un filo cortante en el aire que pronto se volvería helado y al que seguiría el largo periodo de cinco meses que precedería al despertar primaveral.
¡Despertar! Loki se quedó helado en cuanto se le ocurrió aquella idea y fijó la vista en el cielo neblinoso que encapotaba el lejano paso y los siete picos que custodiaban el valle. Se contaban muchas historias sobre ellos, como él bien sabía, dado que él mismo había difundido la mayoría con la esperanza de desalentar la atención que podrían atraer los salones helados situados bajo aquellas montañas y los siete letales habitantes que dormían bajo la piedra antigua.
Los Durmientes.
– No. No osarán…
Habló en voz alta debido a la alarma y las aves echaron a volar, huyendo del matorral, espantadas por el sonido de la voz del Embaucador, que apenas oyó sus chillidos mientras se deslizaba rápidamente por el tronco del árbol, esparciendo a su paso hojas y trozos de corteza que cayeron como una lluvia sobre el suelo del bosque. «Lo más probable es que no se atrevan», se dijo, pues, al fin y al cabo, ni el mismo Odín se había atrevido. Ni al General se le ocurriría pensar que los Durmientes acatarían sus órdenes después de lo sucedido en el Ragnarók.
A menos que él supiera algo que Loki ignoraba. Algún nuevo rumor, algún signo que le hubiera alertado, algún presagio que sus espías no hubieran sido capaces de captar. Quizás Odín se había arriesgado después de todo.
El Embaucador empezó a pensar a toda prisa, espoleado por la furia. «Si los Durmientes estuvieran despiertos, a estas alturas ya me habría enterado», dijo para sí. La presencia de aquéllos habría desencadenado ecos y alarmas a través de todo el Trasmundo. No había razón para sentir pánico, al menos por el momento. El General era por encima de todo un táctico y no se arriesgaría a desencadenar a los Durmientes sin asegurarse primero su autoridad absoluta.
Pero con el Susurrante en sus manos…
Notó el temblor del suelo debajo de los pies. Loki achacó la sacudida a las máquinas excavadoras, aunque por un instante creyó estar seguro de haber percibido algo más, una convulsión que había recorrido la piel terrea del valle como un temblor por el pelaje de un chucho viejo.
Sintió un escalofrío.
«¡Seguramente no! Todavía debe de quedar tiempo…»
Si los Durmientes despertaban, le daría igual estar muerto.
A menos que recuperara al Susurrante…
La mente de Loki se apresuró enloquecida. «Si la chica se dirige hacia los Durmientes, habrá tomado el camino más rápido, bajo tierra», calculó el as. Le llevaría unas cuatro horas llegar al lugar, lo cual concedía a Maddy una cierta ventaja sobre él, pero nadie aventajaba a Loki en el conocimiento del Trasmundo. Sabía de algunos atajos a través de la colina que no conocía nadie más, y con suerte, quizá podría interceptarla. Si no, entonces al menos estaría seguro de que Odín no se habría aventurado bajo tierra. En tal caso, el viejo Tuerto estaría viajando sobre la superficie hacia las montañas, lo que haría que tardara en su viaje al menos dos veces más e incluso algo más teniendo en cuenta lo abrupto del terreno. Lo cual dejaba solos a Maddy y al Susurrante.
El Embaucador esbozó una ancha sonrisa, sabedor de que no tenía oportunidad alguna en una lucha limpia, pero él no estaba acostumbrado a jugar limpio y no tenía ninguna intención de empezar ahora.
«Bien, entonces…»
Trazó Yr en el suelo con un giro de los dedos y se preparó para entrar de nuevo en el Trasmundo.
No ocurrió nada.
Continuó sellada la puerta que debería haberse deslizado hasta abrirse a su orden.
Loki frunció un poco el ceño y digitó la runa otra vez, pero la entrada siguió sin mostrarse.
Dibujó Thuris, la Espinosa, después Logr, el Agua, y finalmente Úr, el Toro Poderoso, una runa de fuerza bruta, lo cual era el equivalente a una buena patada a la puerta a causa de la impaciencia.
Ninguna de ellas funcionó y la puerta continuó cerrada. El Embaucador se sentó en el suelo del bosque, enfadado, sorprendido y respirando con fatiga, dado que había empleado toda su energía mágica en estas runas. Incluso aunque la puerta hubiera sido sellada de forma mágica, seguramente algo debería haber sucedido.
En tal caso, estaba blindada, con independencia de lo que eso pudiera significar. Formó Bjarkán con la mayor fuerza posible.
Aun así no pasó nada. No se produjo resplandor alguno, ni siquiera un centelleo. La puerta no sólo estaba sellada, sino que era como si nunca hubiera existido.
«Ha sido ese temblor», coligió. Lo había tomado como una consecuencia del trabajo de aquellas máquinas excavadoras. Quizá lo era, pero ahora que lo pensaba con más cuidado, se dio cuenta de que había cometido un error. Ése era el eco de un poderoso hechizo -un trabajo simple, aunque no lo pareciera- y el Trasmundo había actuado en consecuencia, cerrándose por completo ante un intruso potencial.
Intentó imaginarse qué clase de asalto habría provocado una respuesta de ese calibre.
Sólo le vino una cosa a la mente.
Ahora empezaba a sentir miedo. Estaba encerrado en el exterior del Trasmundo, solo y con sus enemigos pululando por todos lados. Le quedaba poco tiempo, ya que los Durmientes podrían estar ya despertándose y cada segundo perdido acercaba cada vez más a Maddy y al Tuerto. La única solución era peligrosa, pero no veía otra posibilidad. Tendría que ir detrás de ellos por la superficie terrestre.
Pronunció un ensalmo, formó Kaen y Raedo, y si hubiera habido alguien allí para verlo, se habría sentido sorprendido de ver a un joven con los labios llenos de cicatrices y una expresión agobiada, reducirse y encogerse mientras se despojaba de la ropa hasta convertirse en un pequeño pájaro de presa marrón que miró en derredor durante uno o dos segundos con ojos brillantes, pero no los de un ave, antes de echarse a volar. Sobrevoló la colina por dos veces en un círculo de arco cada vez más amplio y se elevó gracias al impulso de las cálidas corrientes de aire hacia los Siete Durmientes.
Loki no habría podido engañar a nadie dotado de la visión verdadera, por descontado. Dejaba un rastro violeta demasiado distintivo.
Majestuoso a lomos de su caballo, Nat Parson estaba muy satisfecho de sí mismo. No sólo eran las ropas y el ceremonial, o la certeza de que todo el mundo le contemplaba mientras Adam Scattergood permanecía a su lado con el incensario en una mano y un grueso cirio sacramental en la otra. No era tampoco la fiel atención del visitante de Finismundi, que le observaba desde su posición en el Ojo del Caballo con un sentimiento que Nat interpretaba como admiración. No era el noble timbre de su propia voz conforme se extendía por la colina, ni el rugido de las máquinas excavadoras, ni el humo de las hogueras y de los petardos del Día de Celebración al explotar entre fogonazos. Ni siquiera el hecho de que aquella chica tan pesada era para él; ella y también el Bárbaro. No, todas esas cosas eran agradables, pero la felicidad de Nat Parson procedía de un lugar más recóndito que eso.
Sin duda, siempre había sabido que estaba destinado a la grandeza. Su mujer, Ethelberta, lo había visto también; de hecho, había sido idea de ella la de embarcarse en aquel largo y peligroso peregrinaje a Finismundi y el consiguiente despertar a los exigentes deberes de la fe.
Oh, no había forma de negar que había sido deslumbrado por la sofisticación de la Ciudad Universal: sus abadías y catedrales, sus solemnes corredores, sus leyes. Nat Parson siempre había respetado la Ley, o lo que pasaba por tal en Malbry, pero Finismundi había terminado por abrirle los ojos. Por primera vez había experimentado el Orden Perfecto; un Orden impuesto por un clérigo todopoderoso en un mundo donde ser sacerdote, incluso párroco rural, consistía en inspirar una autoridad, un respeto y un miedo inimaginables hasta la fecha.
Y Nat había descubierto que a él le gustaba ejercer la autoridad. Había regresado a Malbry con un deseo de medrar, y durante los diez años que siguieron a su regreso, a través de sermones de violencia creciente y los espantosos avisos de los terrores por llegar, había agrupado a su alrededor una camarilla cada vez mayor de admiradores, devotos, adoradores y aprendices, con la esperanza secreta de que un día podría ser llamado a luchar contra el Desorden.
Empero, las costumbres se aplicaban con laxitud en un lugar tan tranquilo como Malbry, donde los delitos comunes eran muy poco frecuentes y apenas si había oído hablar alguna vez del crimen mortal, ese que le permitiría apelar al mismo obispo o incluso al Orden.
Sólo una vez había ejercido su autoridad, cuando una vaca blanquinegra había sido declarada convicta de actos antinaturales, pero los superiores se habían tomado el asunto con una actitud bastante poco prometedora y el rostro de Nat se había puesto tan rojo como la remolacha cuando leyó la respuesta de Torval Bishop desde el otro lado del paso.
Torval era un hombre de Las Caballerizas y aprovechaba cualquier oportunidad para burlarse de su vecino, por supuesto, pero había resultado humillante, y desde entonces, Nat Parson había andado a la caza de un modo de devolverle el golpe.
Sus plegarias habrían sido escuchadas si Maddy hubiera nacido algunos años más tarde, solía considerar Nat en su fuero interno. Sin embargo, la niña tenía cuatro años cumplidos cuando él regresó de Finismundi, y aunque habría sido posible poner a un niño recién nacido bajo custodia, él sabía que era mejor no intentarlo. Había terminado por comprender que la Ley de Finismundi iba a tener que adaptarse a las necesidades de sus feligreses, a menos que quisiera tener problemas con personas como Torval Bishop.
A pesar de todo, mantuvo un ojo puesto en la chica de los Smith y eso también había sido para bien, ya que este asunto resultaba demasiado serio como para que Torval Bishop pudiera desestimarlo, y había sido con un sentimiento de satisfacción largamente postergado con el que Nat había recibido al visitante finismundés.
Eso había sido un golpe de suerte para Nat, sin duda. El hecho de que un examinador finismundés estuviera de acuerdo en abrir una investigación en su pequeña parroquia despertaba en él un entusiasmo enorme, pero había sido una casualidad que este mismo examinador, que se hallaba en misión oficial en Las Caballerizas, estuviera apenas a un día de viaje a caballo del paso del Hindarfial, lo cual estaba más allá de cualquier esperanza que Nat nunca hubiera podido concebir. Esto significaba que en vez de tener que esperar semanas o meses a que un oficial cabalgara desde Finismundi, el examinador había podido llegar a Malbry en sólo veinticuatro horas. También significaba que Torval Bishop no iba a interferir a pesar de que se moría de ganas de hacerlo, y sólo eso era motivo más que suficiente para llenarle el corazón de una justificada satisfacción.
El examinador había hablado con Nat sobre ciertos detalles colaterales del caso, había alabado su devoción al deber y había mostrado un interés halagador en las ideas del párroco sobre Maddy, sobre el vendedor ambulante que había sido su compañero y sobre aquel artefacto que llamaban el Susurrante, del cual les había oído discutir Adam Scattergood en la ladera de la colina.
– ¿Y desde entonces no ha habido noticias ni del hombre ni de la chica? -había preguntado el finismundés mientras escudriñaba la colina con sus ojos de color claro.
– Ni rastro -replicó el párroco-, pero los encontraremos de todos modos. Si arrasamos la colina hasta el suelo, los encontraremos.
El examinador finismundés dejó escapar una de sus extrañas sonrisas.
– Estoy seguro de que lo haréis, hermano -había respondido, y Nat había sentido un pequeño estremecimiento de placer deslizándose por su columna vertebral.
«Hermano -había pensado-. Podéis contar conmigo».
Adam Scattergood también estaba disfrutando de lo lindo. Se le había olvidado casi por completo la humillación padecida a manos de la pequeña bruja a pesar del poco tiempo transcurrido desde la desaparición de Maddy y se había reforzado la confianza en sí mismo del muchacho al ver cómo se apoderaba de todos un inusitado frenesí. Ayudado por Nat y su propio deseo de hundir a Maddy de una vez por todas, Adam había dispuesto de una historia llena de detalles y muy jugosa para alguien de imaginación tan limitada.
El resultado había ido mucho más lejos de lo que cualquiera de los dos se hubiera atrevido a esperar. El relato había dado lugar a búsquedas, señales de alarma, las visitas del obispo y de un examinador, un examinador, ¡cielos! y ahora esta maravillosa combinación de día de fiesta y cacería de zorros, con él encarnando los papeles de héroe juvenil y de hombre del momento.
Giró la cabeza y volvió la vista atrás para echar una rápida ojeada a las cuatro máquinas en la colina, unas gigantescas taladradoras de madera y metal arrastradas cada una de ellas por dos bueyes. Desde los cuatro puntos de perforación, dos a cada extremo del Caballo, surgían ahora glebas de arcilla roja.
Alrededor de estos lugares, los cascos de los animales habían hecho unos surcos tan profundos en la tierra que apenas era visible el contorno del Caballo, pero incluso Adam era capaz de ver que la entrada todavía seguía tan cerrada como siempre.
¡Bum, bum, bum!
Una vez más las máquinas excavadoras habían topado con piedra. Los bueyes seguían tirando y bajando. Nat Parson elevó su voz sobre los chirridos de la máquina. Los minutos se escabulleron uno tras otro. Los bueyes continuaron esforzándose y una perforadora dio media vuelta hasta que se oyó un chasquido y se soltó el mecanismo.
Dos hombres se acercaron a las cabezas de las bestias y otro subió hasta el agujero para inspeccionar el daño sufrido por la máquina mientras las tres restantes seguían su trabajo inexorable. Nat Parson no parecía impresionado por el revés. El examinador le había advertido que llevaría tiempo.