LIBRO UNO


El Supramundo

Hubo un vidente que predijo el final de todas las cosas… Nunca confíes en un oráculo.

Lokabrenna, 9:1


Capítulo 1

Eran las siete de la mañana de un lunes, quinientos años después del Fin del Mundo, y los trasgos habían andado trasteando en la bodega por enésima vez. La señora Scattergood, patrona de la taberna Los Siete Durmientes, juraba y perjuraba que eran ratas, sin embargo Maddy Smith tenía muy clara la verdad. Sólo los trasgos eran capaces de horadar un suelo de ladrillo y además, por lo que a ella le constaba, los roedores no bebían cerveza.

Pero ella sabía también que en la villa de Malbry, así como en el resto del valle del Strond, ciertas cosas no se comentaban, y entre ellas se incluía todo lo curioso, extraño o cualquier tema que sonara a antinatural. Tener imaginación se consideraba casi tan malo como darse aires e incluso se odiaban y se temían los sueños, porque era a través de ellos, o al menos eso rezaba el Buen Libro, como los videntes podían venir desde el Caos; y era en el Sueño donde aún se mantenía el poder del pueblo de Faerie, a la espera de una oportunidad para volver al mundo real.

Por este motivo, los buenos aldeanos de Malbry hacían todos los esfuerzos posibles para no soñar. Dormían sobre tablas en vez de sobre colchones, evitaban las cenas pesadas y, desde luego, nada de contar historias para dormir. Los niños de Malbry solían escuchar más narraciones sobre el martirio del Santo Sepulcro o las últimas Depuraciones del Fin del Mundo que relatos de magia del Trasmundo, lo cual no quería decir que no existiera la magia. De hecho, en los últimos catorce años, y sin que se supiera muy bien cómo, había habido más magia en la villa de Malbry que en ningún otro lugar de las Tierras Medias.

Maddy era la responsable de esa situación, por supuesto, ya que era una soñadora, una contadora de cuentos e incluso quizás algo peor; por todo esto, estaba acostumbrada a que se la responsabilizara de cualquier irregularidad acaecida en la villa. Si se caía una botella de cerveza de un estante; si el gato se metía en la lechería; si Adam Scattergood le tiraba una piedra a un perro callejero y le daba a una ventana por error, diez contra uno a que se le terminaría echando la culpa a Maddy.

Y si por un casual se le ocurría protestar, los aldeanos decían de inmediato que siempre había sido de naturaleza problemática, que su mala suerte había comenzado en el mismo momento de nacer ella y que nada bueno podía salir de una niña con una runiforma, una marca de color óxido en la mano de la chica de los Smith, que los viejos del pueblo llamaban la Ruina de la Bruja, y que no se podía quitar por mucho que se frotase.

Era eso o echarle la culpa a los trasgos, también conocidos como el Pueblo Feliz o de Faerie, que ese verano habían ampliado la categoría de sus travesuras desde su habitual asalto a las bodegas hasta el robo de ovejas, aunque en ocasiones se limitaban a pintarlas de azul, o llevar a cabo las peores bromas pesadas como, por ejemplo, dejar que los caballos llenaran de estiércol los escalones de la iglesia, poner soda en el vino de la comunión hasta que se cubriera de burbujas, o convertir en pis el vinagre de todas las jarras de cebollas troceadas del establecimiento de Joe Grocer.

Y debido a que nadie se atrevía apenas a mencionarlos, e incluso actuaban como si no estuvieran enterados de su existencia, Maddy era la encargada de lidiar sola con todas las alimañas que procedían de debajo de la colina como a ella le pareciera pertinente.

Nadie le preguntaba cómo lo hacía, nadie miraba a la chiquilla de los Smith mientras trabajaba y nadie la llamaba «bruja», excepto Adam Scattergood, el hijo de la patrona, un buen chico en muchos sentidos, pero aficionado al lenguaje soez cuando le daba por ahí.

Además, se decían, ¿por qué expresarlo con palabras? Esa runiforma hablaba por sí sola con plena seguridad.

Maddy observó la marca de color óxido. Parecía una especie de letra o un símbolo, y algunas veces brillaba tenuemente en la oscuridad, o escocía como si le hubieran apretado allí algo caliente. Se dio cuenta de que empezaba a quemarle ahora. Eso solía suceder cuando el Pueblo Feliz rondaba por las inmediaciones, y era como si hubiera algo dentro de ella que se removiese y luchase por liberarse.

Ese verano le molestaba con mayor intensidad que otras veces, como si los trasgos se estuvieran reuniendo en cantidades insospechadas, y la única forma de que dejase de picarle era deshacerse de ellos. No había probado ninguna de sus otras habilidades, ya que en su mayor parte no tenían utilidad, y aunque algunas veces le resultaba difícil soportarlo, como el pretender que no tienes hambre cuando han puesto tu comida favorita en la mesa, Maddy comprendía que era mejor así.

Los ensalmos y los hechizos rúnicos ya eran bastante malos, pero los encantamientos, los encantamientos de verdad, eran un asunto peligroso y como el rumor de que había hecho alguno llegara a Finismundi, donde los siervos del Orden trabajaban día y noche en el estudio de la Palabra…

Porque el secreto mejor guardado de Maddy -que sólo conocía su mejor amigo, el humano conocido como el Tuerto- era que ella disfrutaba con la práctica de la magia, por muy vergonzoso que esto pudiera ser. Y más aún, pensaba también que se le daba bastante bien y cualquiera que tuviese algún talento especial aspiraba sin duda a ponerlo de manifiesto y mostrarlo a otras personas.

Pero eso era imposible, dado que en el mejor de los casos se interpretaría como que se estaba dando aires.

¿Y en el peor? Bueno, había gente que había sido depurada por menos.

La muchacha volvió a centrar la atención en el suelo de la bodega y en la madriguera de boca ancha que lo desfiguraba. No había lugar a dudas de que se trataba de la madriguera de un trasgo, pues era más grande e irregular que una zorrera; la tierra suelta del piso todavía mostraba las señales de las gruesas pisadas con garras en aquellos lugares por donde habían pasado los invasores. Había una pila de escombros y ladrillos en una esquina, ocultados con descuido detrás de un montón de barriles vacíos. Maddy pensó, con una cierta diversión, que parecía el resultado de una fiesta animada y probablemente pasada de alcohol.

«Es pan comido cerrar el agujero», pensó. El truco estaba, como de costumbre, en conseguir que continuara así. Yr, el Protector, había bastado para asegurar las puertas de la iglesia, pero todos conocían la persistencia de los trasgos cuando había cerveza de por medio y ella sabía que en este caso un simple hechizo no los mantendría a raya por mucho tiempo.

Muy bien, entonces tendría que recurrir a algo más contundente.

Trazó las dos runas en el suelo con un palo aguzado.

«Naudr la Recolectora podrá hacerlo -dijo para sus adentros-, y además…

…situaré a Úr, el Toro Poderoso, en ángulo con la boca de la madriguera».

Ahora todo lo que le hacía falta era una chispa.

Esa chispa. Eso era lo único realmente mágico. Cualquier persona familiarizada con las runas podía aprender a escribirlas, ya que, al fin y al cabo, no pasaban de ser letras extraídas de un lenguaje pretérito. El truco, como bien sabía Maddy, consistía en ponerlas en funcionamiento.

Había sido difícil al principio. Ahora, trabajar con las runas era tan fácil como encender una cerilla. Le bastaba pronunciar un pequeño ensalmo:

– Cuth on fyre [1].

Las letras flamearon durante unos segundos y después se redujeron a un brillo que atestiguaba su presencia. Los intrusos del Pueblo Feliz y Maddy podían ver los trazos de las runas mientras que a los ojos de la señora Scattergood, que no sabía leer ni escribir y que pensaba que la magia era obra del diablo, iban a parecer simples arañazos en el polvo, y de ese modo todos podrían seguir pensando que los trasgos eran meros roedores.

De pronto, se percató de un roce similar al de una escarbadura en el rincón más lejano y oscuro de la bodega. Maddy se volvió a tiempo de distinguir el movimiento de una figura al cobijo de las sombras. La silueta de contornos difusos que se escabullía entre dos de los toneles era más grande que una rata.

Se levantó con rapidez y encendió la vela a fin de que su llama iluminara la pared encalada. No se oía ningún sonido; no se movía nada, salvo las sombras que vacilaban y se agitaban.

La muchacha dio un paso hacia delante y encendió la vela que se encontraba justo en la esquina. Aun así, tampoco percibió movimiento alguno, pero el hecho cierto es que cada criatura deja una huella que sólo unos pocos saben ver. Había algo allí, Maddy lo sentía. Casi era capaz de oler aquella suerte de aroma agridulce con un suave efluvio a invierno, como el de las raíces y especias que se guardan durante mucho tiempo en los sótanos.

«Una fiesta de borrachos», pensó de nuevo. Uno de los juerguistas debía de haber probado en demasía las excelencias de la cerveza de la señora Scattergood hasta el punto de haber quedado aturdido hasta la estupidez y abandonado toda cautela. Seguramente se había acurrucado en alguna esquina oscura para dormir los efectos del exceso etílico y ahora estaba atrapado en algún escondrijo de por allí, detrás de un montón de toneles de cerveza apilados, con la madriguera sellada y la bodega cerrada.

El corazón de la muchacha comenzó a latir de forma algo más apresurada. En todos estos años no se le había presentado una oportunidad tan buena para ver de cerca un ejemplar de Faerie, hablarle y que le contestara.

Intentó refrescar sus escasos conocimientos acerca del Pueblo Feliz, cuyos componentes vivían debajo de la colina del Caballo Rojo. Eran criaturas curiosas, más juguetonas que realmente perversas, muy aficionadas a la cerveza fuerte y la carne bien condimentada. ¿Y no había algo más también, algo oculto en los límites de su memoria, algo que no cesaba de atormentarla? ¿Algún cuento del Tuerto, quizás? ¿O quizás algún truco más práctico, algún ensalmo que la ayudara a tratar con esa cosa?

Depositó la vela en la parte superior de un tonel y se acercó a mirar la esquina.

– Sé que estás aquí -susurró con voz queda. El trasgo, si es que era un trasgo y no una simple rata, no dijo nada-. Sal, no voy a hacerte daño.

En la estancia únicamente se movía la oscilante llama de la vela, cuya luz perturbaba las gruesas capas de sombra. Suspiró, con un cierto disgusto, y volvió el rostro hacia otro lado.

Pudo ver de reojo una silueta que se deslizaba al amparo de la penumbra.

No se movió y permaneció quieta, como si estuviera ensimismada en sus pensamientos. En las sombras algo empezó a arrastrarse, de forma muy silenciosa, entre los toneles.

La joven se mantuvo inmóvil, a excepción de la mano izquierda cuyos dedos formaron el conocido trazo dé Bjarkán, la runa de la revelación.

Bjarkán se encargaría de averiguar si realmente se trataba o no de una rata.

No era un roedor. Dentro del círculo formado por su índice y su pulgar brilló una pizca, sólo una pizca, del resplandor dorado de Faerie.

Entonces, atacó.

Maddy saltó a por el intruso en cuanto supo que había orientado bien el golpe. La criatura comenzó a debatirse, y aunque no podía verla, no cabía duda de que la tenía entre las manos, retorciéndose de todas las formas posibles e intentando morderla. Luego, como ella no cejaba en su presa, la criatura finalmente dejó de luchar. Pudo verla claramente en cuanto la sacó de la oscuridad.

No era más grande que un zorro. Tenía manitas habilidosas y siniestros dientecillos. Una armadura compuesta por piezas metálicas, tiras de cuero, la mitad de una cota de malla -cortada por abajo de forma tosca para que le quedara bien- le cubría la mayor parte del cuerpo, y en su rostro atezado, de largos bigotes, los ojos brillaban con un resplandeciente e inhumano color dorado.

Parpadeó un par de veces al mirarla. Luego, sin ningún tipo de aviso, se escabulló entre sus piernas.

El bichejo podría haber llegado a escapar, ya que era rápido como una comadreja, pero Maddy esperaba esta reacción, moldeó con los dedos a Isa la Helada y lo clavó en el lugar.

El trasgo se debatió y se retorció, sin embargo sus pies continuaron pegados al suelo.

Escupió un chispazo de fuego fatuo entre sus dientes aguzados, pero aun así ella no le dejó escabullirse.

Juró en varias lenguas, unas animales, otras feéricas, y terminó diciendo algunas cosas muy feas sobre la familia de Maddy. Ésta se vio obligada a admitir que eran ciertas en su mayoría.

Finalmente, dejó de revolverse y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.

– ¿Qué es lo que quieres? -preguntó.

– ¿Qué hay de eso de los tres deseos? -sugirió Maddy, llena de ilusión.

– Déjalo -respondió el trasgo, resentido-, pero ¿qué clase de trolas te han estado contando?

Maddy estaba decepcionada. Muchos de los cuentos que había conseguido reunir durante los últimos años se referían a que alguien podía pedir tres deseos a los seres feéricos, y se sintió bastante contrariada al ver que en este caso había resultado ser nada más que un cuento. Sin embargo, pensaba que había otras historias que quizá contuvieran algunas verdades de orden más práctico y sus ojos se iluminaron cuando recordó por fin aquello tan escurridizo que había estado allí en el fondo de su mente desde que empezó a oír aquellos ruidos tan sospechosos detrás del tonel.

– Tómate tu tiempo -dijo el trasgo, escarbándose los dientes.

– Chitón -respondió Maddy-. Estoy pensando.

El trasgo bostezó. Se estaba poniendo ahora un poquito chulo y sus brillantes ojos dorados resplandecían con picardía.

– ¿A que no sabes qué hacer conmigo, zagala? -comentó-. Es mejor que sepas que habrá represalias si no llego sano y salvo a casa.

– ¿Represalias? ¿Represalias por parte de quién?

– Del Capitán, por supuesto -respondió el trasgo-. ¡Dioses!, pero ¿es que te han criado en una jaula? Ahora deja que me marche, sé buena chica y no te guardaré rencor, así mejor no metemos en esto al Capitán. -Maddy sonrió, pero permaneció en silencio-. Ah, venga ya -dijo el trasgo, ahora con pinta de estar incómodo-. No saldrá nada bueno de que me retengas aquí y tampoco obtendrás nada a cambio.

– Oh, ya lo creo que sí -le replicó Maddy, sentándose en el suelo con las piernas cruzadas-. Puedes darme tu nombre.

El trasgo se la quedó mirando con los ojos abiertos como platos.

– «Aquello que nombras es aquello que dominas». ¿No es eso lo que reza el dicho?

Era una vieja historia que el Tuerto le había contado hacía ya años, y Maddy, con la excitación del momento, casi la había olvidado. En los comienzos de la Primera Edad, se asignó un nombre secreto a todas las criaturas, árboles, rocas y plantas, que haría que se sometiesen a la voluntad de quien lo conociese.

La Madre Frig conocía los nombres verdaderos y los usaba para hacer que toda la Creación clamara por el retorno de su hijo muerto, pero Loki no estaba atado a esa promesa porque tenía muchos nombres, de modo que Bálder el Bello, el dios de la primavera, debió permanecer en el Inframundo, el reino de Hel, hasta el Final de Todas las Cosas.

– ¿Mi nombre? -repitió el trasgo después.

Ella asintió.

– ¿Y qué es un nombre? Llámame Pelo-de-Perro, Jarra-de-Whisky, o Tres-Sábanas-al-Viento. Me da exactamente igual.

– Dime tu nombre verdadero -requirió Maddy y volvió a dibujar las runas Naudr, la Recolectora, e Isa, para congelarlo.

El trasgo se retorció, pero las runas le sujetaron.

– ¿Y a santo de qué la has tomado conmigo, perra? -le requirió-. ¿Y cómo has llegado tú a saber tantas malditas cosas sobre eso?

– Sólo tienes que decírmelo -insistió Maddy.

– Jamás podrías pronunciarlo -replicó él.

– De todos modos, dímelo.

– ¡No lo haré! ¡Déjame marchar!

– Te liberaré en cuanto me lo digas -respondió Maddy-. Si no, abriré las puertas de la bodega y permitiré que el sol haga de las suyas contigo.

El trasgo palideció, ya que la luz del sol es letal para el Pueblo Feliz.

– Tú no harías eso, señora, ¿a que no? -suplicó.

– Mírame -repuso Maddy y, levantándose, se dirigió hacia la trampilla, que ahora estaba cerrada, y a través de la cual se sacaban los barriles de cerveza.

– ¡No lo hagas! -chilló el trasgo.

– Tu nombre -insistió ella, con una mano puesta sobre el pestillo.

El trasgo luchó con más fiereza que nunca, pero las runas de Maddy continuaron reteniéndole de forma eficaz.

– ¡Te cogerá! -chilló de nuevo-. ¡El Capitán te atrapará y entonces lo lamentarás!

– Es tu última oportunidad -le advirtió ella al tiempo que descorría el cerrojo. Un débil rayito de luz solar se filtró en el suelo de la bodega apenas a unos centímetros de los pies del trasgo.

– ¡Ciérralo, ciérralo! -gritó el trasgo.

Maddy simplemente esperó con paciencia.

– ¡De acuerdo, entonces! ¡De acuerdo! Es… -El trasgo recitó de un tirón algo en su propio lenguaje, que sonó como guijarros sacudiéndose dentro de una calabaza hueca-. ¡Ciérralo ya! ¡Ciérralo ya! -lloriqueó y se escurrió tan lejos como pudo de la punta de luz.

La muchacha cerró la portilla y el preso dio un suspiro de alivio.

– Eso ha sido repugnante -le recriminó-. Una bonita chiquilla como tú no debería andar tonteando con esas cosas tan malas. -Le dirigió a Maddy una mirada llena de reproche-. ¿Para qué quieres mi nombre, perra?

Pero Maddy estaba intentando recordar la palabra que había dicho el trasgo.

¿Moquero? No, ése no era.

¿Andrajoso? No, ése tampoco.

¿Pajillero? Frunció el ceño, buscando la inflexión exacta, sabiendo que el trasgo intentaría distraerla y sabiendo también que el ensalmo no funcionaría a menos que lo pronunciara de forma totalmente correcta.

– ¿Ero, oso?

– «Llámame Tiznajo, llámame Lamparón. -El trasgo se puso a parlotear sin cesar en un intento de romper el ensalmo de Maddy con uno de su propia cosecha-. Llámame Araña, Picaruelo y Mamporrón. Llámame Limpito, llámame Lentorro…»

– ¡Silencio! -le conminó Maddy

Tenía la palabra en la punta de la lengua.

– Dilo entonces.

– Lo haré.

Lo recordaría enseguida. Bastaba con que la criatura dejara de hablar…

– ¡Lo has olvidado! ¿A que sí? -Había una nota de triunfo en la voz del trasgo-. ¡Lo has olvidado, olvidado, olvidado!

Maddy sentía cómo perdía la concentración poco a poco. Eran demasiadas cosas para hacerlas a la vez; no podía aspirar a mantener sometido al trasgo y hacer al mismo tiempo el esfuerzo de recordar el ensalmo que lo mantendría sujeto a su voluntad. Tanto Isa como Naudr estaban a punto de disolverse también. El trasgo tenía ya un pie libre y entornaba los ojos con malicia mientras intentaba liberar el otro.

Era ahora o nunca. Soltando las runas, Maddy volcó toda la fuerza de su voluntad en decir el verdadero nombre de aquella criatura.

– Rastri-llero…

Sonaba rápido y contundente, pero el trasgo saltó de la esquina como el corcho de una botella apenas ella abrió la boca, y antes de que hubiera terminado de decirlo ya estaba a medio camino de la pared de la bodega, donde se puso a excavar como si le fuera la vida en ello.

Si la muchacha se hubiera detenido unos momentos a cavilar sobre la situación, habría caído en la cuenta de que le bastaba con ordenarle al trasgo que se detuviera; se habría visto obligado a obedecerla si hubiera dicho el nombre correctamente y ella podría haberle interrogado a placer, pero Maddy no se paró mucho tiempo a pensar. Vio cómo el pie del trasgo desaparecía en la tierra y gritó algo que ni siquiera era un ensalmo, al mismo tiempo que formaba con toda la contundencia posible Thuris, la runa de Tor, en la boca de la madriguera.

Dio la impresión de que había arrojado unos fuegos artificiales contra el suelo de ladrillos alineados, levantando un surtidor de chispas. Luego, se elevó una nubecilla de humo maloliente.

No pasó nada durante un par de segundos, pero después surgió un sordo estruendo bajo los pies de Maddy, y de la madriguera salió un ruido mezcla de maldiciones, pataleos y revuelo de tierra, como si algo en el interior se hubiera tropezado con un obstáculo imprevisto.

La muchacha se arrodilló y miró dentro del hueco. Podía escuchar las maldiciones del trasgo, demasiado lejos de su alcance, y después se oyó otro ruido, una especie de deslizamiento, luego chillidos y un sonido parecido al pateo que Maddy casi llegó a reconocer…

La voz del intruso sonaba amortiguada, pero con una nota de urgencia.

– ¡Mira la que has terminado por liar! ¡Gog y Magog, déjame salir!

Se oyó a continuación otro deslizamiento de tierra y la criatura invirtió su camino, saliendo disparada del agujero. El trasgo cayó de pie, pero se estampó contra un montón de barriles vacíos que se vinieron abajo con un estrépito suficiente para despertar a los Siete Durmientes en sus lechos, temió Maddy.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

Pero antes de que el interpelado pudiera replicarle, algo salió del agujero de la pared con un estampido. En realidad, fueron varias cosas; bueno, varias no, docenas; no, cientos de criaturas gordas, marrones, que se movían a toda velocidad, arremolinándose en torno a la madriguera como…

– ¡Ratas! -exclamó Maddy al tiempo que se recogía la falda en torno a los tobillos.

El trasgo la miró con rencor.

– Bien, ¿qué esperabas que pasara? -repuso-. Lanza un hechizo como ése en el Trasmundo y estarás hundida hasta las rodillas en aguas putrefactas e infestadas de alimañas antes de que tengas tiempo de darte cuenta.

Maddy miró el agujero con desánimo. Había intentado llamar sólo al trasgo, pero la llamada, y aquella runa formada con tanta premura, aparentemente habían convocado a todo lo que había a su alcance. Ahora, no sólo salían ratas a borbotones por el agujero, sino también escarabajos, arañas, cochinillas, ciempiés, molinetes, tijeretas y gusanos, además de un generoso vertido de aguas fétidas (posiblemente procedentes de una cañería rota) hasta constituir un brebaje asqueroso que se derramó de la madriguera y avanzó serpenteante a una velocidad pasmosa por todo el suelo.

Y entonces, justo cuando estaba convencida de que probablemente no podría ocurrir nada peor, escuchó el sonido de una puerta que se abría lentamente al comienzo de las escaleras y una voz aguda, de tono un tanto nasal, que le llegó desde la cocina.

– ¡Eh, señoritinga! ¿Vas a estar ahí toda la mañana o qué?

– Oh, dioses.

Era la señora Scattergood.

El trasgo le dedicó a Maddy un guiño alegre.

– ¿Me has oído? -inquirió la señora Scattergood-. Hay unos cuantos pucheros para fregar aquí, ¿o se supone que tengo que hacerlo yo todo?

– ¡Un minuto! -respondió Maddy, apurada, refugiándose en los escalones de la bodega-. ¡Sólo… estoy resolviendo unas cuantas cosas aquí abajo!

– Bueno, pues ahora ven y termina otras cuantas aquí arriba -replicó la señora-. Sube corriendo y arregla esos pucheros. Y si asoma por aquí otra vez ese pillo tuerto e inútil, ¡le puedes decir de mi parte que se largue!

El corazón de Maddy se le subió a la boca. «¿Ese pillo tuerto e inútil?» Eso quería decir que su viejo amigo había regresado después de más de doce meses de vagabundeo, y ninguna clase de ratas o cucarachas, ni siquiera trasgos, iba a evitar que le viera.

– ¿Está aquí? -preguntó, subiendo los escalones a la carrera-. ¿Está aquí el Tuerto? -Emergió en la cocina sin aliento.

– Ah, sí. -La señora Scattergood le ofreció un paño de cocina-. Aunque no sé por qué eso te agrada tanto. Había pensado que tú, de entre toda la gente…

Se detuvo y ladeó la cabeza para escuchar.

– ¿Qué es ese ruido? -inquirió con voz aguda.

Maddy cerró la escalera de la bodega.

– No es nada, señora Scattergood.

La dueña la miró con suspicacia.

– ¿Qué hay de esas ratas? -preguntó-. ¿Lo has arreglado todo bien esta vez?

– Tengo que verle -repuso Maddy.

– ¿A quién? ¿Al pillo tuerto?

– Por favor -respondió-. No tardaré mucho.

La señora Scattergood apretó los labios.

– Es mi dinero, así que no -replicó-. No te voy a pagar unas buenas monedas para que andes callejeando con ladrones y mendigos.

– El Tuerto no es un ladrón -negó Maddy.

– No empieces a darte aires, señorita -replicó la señora Scattergood-. La Ley sabe que no puedes evitar ser lo que eres, pero al menos podrías esforzarte un poco. Deberías hacerlo por el bien de tu padre y la memoria de tu santa madre. -Hizo una pausa para tomar aliento que duró menos de un segundo-. Y ya puedes ir borrando esa expresión de la cara. Cualquiera pensaría que estás orgullosa de ser…

Y entonces se detuvo, con la boca abierta, cuando se oyó un sonido al otro lado de la puerta de la cava. A la tabernera le pareció un sonido de lo más peculiar, como un rumor punteado de vez en cuando por alguno que otro golpe sordo. Le hizo sentirse bastante incómoda, como si hubiera allí abajo en la bodega algo más que barriles de cerveza. ¿Y qué era ese soniquete tan similar al de los chapoteos, como sí fuera día de colada en el río?

– ¡Oh, por la Ley! ¿Qué es lo que has hecho? -exclamó, y se dirigió hacia la puerta de la bodega.

Maddy se puso enfrente de ella y con una mano trazó la forma de Naudr contra el pestillo.

– No bajéis allí, por favor -suplicó.

La señora Scattergood intentó abrirlo, pero la runiforma lo mantuvo inmóvil. Se volvió a mirar fijamente a la joven, con sus fieros dientecillos desnudos como los de un hurón.

– Ya estás abriendo la puerta ahora mismo -le ordenó.

– Pero en realidad…, en realidad no queréis que lo haga.

– Ya estás abriendo esa puerta, Maddy Smith, si sabes lo que te conviene.

La muchacha intentó protestar una vez más, pero la señora Scattergood se mantuvo inconmovible.

– Te apuesto a que tienes a ese pillo ahí abajo, pimplándose mi mejor cerveza. Así que ya estás abriendo esa puerta ahora mismo, chica, o ¡haré que Matt Law venga aquí abajo a llevaros a ambos a la cárcel!

Maddy suspiró. No era que le gustase mucho trabajar en la taberna, pero un trabajo era un trabajo y un chelín, un chelín, y nada le iba a servir de ayuda tan pronto como la señora Scattergood echase un vistazo a la bodega. El hechizo desaparecería en una hora o así, y las criaturas regresarían a su agujero; entonces, ella podría sellarlo de nuevo, limpiar el desastre y recoger el agua…

– Dejadme que os explique… -intentó de nuevo.

Pero la señora Scattergood estaba ya para pocas explicaciones. El rostro escarlata de la mujer había alcanzado un tono rojo de lo más peligroso y su voz se había vuelto tan aguda como la de una rata.

– ¡Adam! -chilló-. ¡Ven aquí ahora mismo!

Adam era el hijo de la señora Scattergood. Él y Maddy siempre se habían odiado y fue el pensamiento de ver de nuevo aquel rostro despectivo y lleno de júbilo, así como el de su amigo ausente tanto tiempo, conocido en algunos círculos como «el pillo tuerto», lo que finalmente la decidió.

– ¿Estáis segura de que era el Tuerto? -inquirió finalmente.

– ¡Claro que sí! Y ahora abre esta…

– De acuerdo -consintió Maddy, y revirtió la runa-, pero si yo fuera vos, esperaría una hora.

Y tras decir esto, se dio media vuelta y huyó, y estaba ya a mitad de camino del sendero que iba a la colina del Caballo Rojo, cuando oyó los gritos agudos y distantes, que surgían como humo de la cocina de Los Siete Durmientes y se alzaban sobre la soñolienta villa de Malbry hasta desvanecerse en el aire de la mañana.

Capítulo 2

La aldea de Malbry tenía unos ochocientos habitantes. Era un lugar tranquilo, o eso parecía, situado entre cadenas montañosas en el valle del río Strond, que separaba las Tierras Altas de las Baldías hasta el norte, antes de abrirse camino hacia el sur, hasta Finismundi y el mar Único.

Las montañas, llamadas los Siete Durmientes aunque nadie recordaba exactamente el motivo, eran muy frías, estaban cubiertas de glaciares y para cruzarlas había un solo paso, el Hindarfial, que estaba bloqueado por la nieve tres meses al año. Esta lejanía afectaba a la gente del pueblo; se cerraban mucho en sí mismos, sospechaban de los extranjeros, y salvo Nat Parson, que había hecho una vez un peregrinaje hasta el mismísimo Finismundi y que se consideraba a sí mismo un viajero, mantenían exiguas relaciones con el mundo exterior.

Había unos doce pequeños emplazamientos en el valle, desde Farnley Tyas, ubicado al pie de las montañas, hasta Pease Green, sito en el lado más extremo del bosque del Osezno, pero Malbry era el más grande y el de mayor importancia. Acogía la única parroquia del valle, la iglesia más grande, las mejores tabernas y los granjeros más adinerados. Las casas eran de piedra, y no de madera; había una herrería, una cristalería y un mercado con techumbre; sus habitantes se creían los mejores y miraban por encima del hombro a los de Pog Hill o a los de Fettlefields y se reían en secreto de sus maneras catetas. La única espina por el lado de Malbry estaba a como mucho unos tres kilómetros del pueblo. Los paisanos la llamaban la colina del Caballo Rojo y la mayoría de los lugareños la evitaban por culpa de los cuentos que se contaban sobre el lugar, y por los trasgos que vivían bajo sus laderas.

Se rumoreaba que antaño había existido un castillo en lo alto de la colina y que la misma Malbry había formado parte de su alfoz, cultivando los campos para el señor de aquel feudo, pero todo eso había ocurrido muchísimo tiempo atrás, antes de la Tribulación y el Fin del Mundo. Hoy día no había allí nada que ver, sólo unas cuantas piedras erguidas, demasiado grandes para haber sido restos del saqueo de las ruinas y, claro, el Caballo Rojo tallado en la arcilla.

El lugar era un bastión de trasgos desde hacía mucho tiempo. Al decir de los villanos, las promesas y los cuentos sobre la Era Antigua los atraían a aquellas soledades, pero era sólo en tiempos recientes cuando el Pueblo Feliz se había aventurado tan lejos como para llegar a la aldea.

Catorce años para ser precisos. El cómputo de ese plazo comenzaba en el preciso momento del óbito de Julia, la bella esposa de Jed Smith, cuando dio a luz a la segunda hija. Pocos dudaban de que ambos hechos estaban conectados, o de que aquella marca de color óxido en la palma de la mano de la chica era el signo de alguna desventura en ciernes.

Y así era. Desde ese día en adelante, desde el día de la Cosecha, los trasgos se habían sentido atraídos por la hija del herrero. La comadrona los había visto, o eso decía ella, colgados en la cuna de pino del bebé, o riéndose dentro del calentador de cama o saltando sobre las mantas. Al principio nadie hizo caso de los rumores. Nan Fey estaba tan chiflada como su vieja abuela, y era mejor tomarse cualquier cosa que dijera echándole por encima un poco de sal, pero conforme pasó el tiempo, los avistamientos de trasgos fueron relatados por fuentes tan respetables como el párroco, su esposa Ethelberta e incluso Torval Bishop desde el otro lado del paso, motivo por el cual los rumores crecieron y enseguida todo el mundo empezó a preguntarse cómo era posible que los Smith hubieran tenido dos hijas tan distintas. Maravillaba que fueran los Smith, que nunca soñaban, iban a la iglesia todos los días y no se les había ocurrido acercarse al río Strond ni, desde luego, andar en tratos con el Pueblo Feliz.

Mae Smith, la de los rizos como prímulas, era considerada en todas partes como la chica más bonita y menos imaginativa de todo el valle. Jed Smith decía que era la misma imagen de su pobre madre y casi se echaba a llorar cuando la miraba, aunque lo decía sonriendo y los ojos le brillaban como estrellas.

Pero Maddy era morena, igual que un bárbaro, y nada lucía en los ojos de Jed cuando la observaba, salvo una especie de extraña mirada calculadora, como si estuviera poniendo en la balanza por un lado a Maddy y por el otro a su madre muerta, y encontrara que le habían estafado.

Jed Smith no era el único que pensaba eso. Maddy descubrió que disgustaba a casi todo el mundo conforme se iba haciendo mayor. No tenía nada de la naturaleza pacífica de Mae ni tampoco nada de su dulce rostro. Era una chica difícil con una boca de gesto hosco, una cortina larga de pelo y cierta tendencia a arrastrar los pies. Sus ojos de un gris dorado eran bastante hermosos, mas poca gente se daba cuenta de esto alguna vez y normalmente se daba por hecho cierto que la muchacha era fea, una alborotadora, demasiado lista para lo que le convenía y demasiado terca o indolente para cambiar.

La gente estaba de acuerdo en que no era culpa de ella el tener la tez tan morena o una hermana tan hermosa, por supuesto, pero como afirma el refrán, «una sonrisa no cuesta nada», y posiblemente la chica habría podido integrarse de haber efectuado alguno que otro esfuerzo o demostrar cierta gratitud hacia la ayuda y los buenos consejos que le ofrecían.

Pero no quería. Había tenido aspecto de loca desde muy joven; jamás reía ni lloraba, nunca se cepillaba el cabello, se había pegado con Adam Scattergood, a quien le había roto la nariz, y por si todo esto no fuera suficientemente malo, mostraba signos de una cierta inteligencia -algo desastroso en una chica- con una lengua que era grosera sin ningún género de dudas.

Nadie mencionaba la runiforma, desde luego. De hecho, durante los cinco primeros años de su vida nadie le había explicado a Maddy el significado de la misma, aunque Mae le ponía caras y la llamaba «tu mácula», y se sorprendía cuando Maddy se negaba a ponerse los mitones que las viudas caritativas -y esperanzadas, siempre- del pueblo le enviaban a su padre.

Alguien debía «ponerle las cosas claras» a la chica, y al final Nat Parson aceptó el desagradable deber de aclararle los términos del asunto. La niña no entendió casi nada de la explicación, ya que toda la disertación estuvo plagada de citas del Buen Libro, pero percibió con toda claridad su desprecio y, detrás de él, su miedo. Todo estaba escrito en el Libro de la Tribulación: cómo después de la batalla los viejos dioses, los videntes de la época, habían sido arrojados al Averno, pero aún permanecían en nuestros sueños, divididos, sí, pero todavía peligrosos, entrando en la mente de los malvados y los más débiles, intentando renacer con verdadero ahínco…

– Y así es como continúa la sangre de los demonios -le había dicho el párroco-, que pasa de hombre a mujer, de bestia a bestia. Y aquí entras tú, no por culpa tuya, ya que siempre que digas tus oraciones y recuerdes cuál es tu sitio no habrá motivo para que no puedas llevar una vida que merezca la pena como el resto de nosotros y obtener el perdón de mano del Innombrable.

Nat Parson nunca había sido una persona del agrado de Maddy. Se limitó a mirarle en silencio mientras hablaba y de vez en cuando alzaba la mano izquierda para observarle con ademán insolente a través del círculo formado entre el pulgar y el índice. Al párroco le picaron las manos de las ganas de abofetearla, pero sólo la Ley era capaz de saber qué poderes podía haberle otorgado a la mocosa la sangre demoníaca que corría por sus venas, y él deseaba no tener nada que ver con la cría. Sin embargo, esto era Malbry, no Finismundi, e incluso un purista como Nat era demasiado listo como para intentar imponer la ley de Finismundi más allá de la Ciudad Universal.

– Esto…, ¿lo entiendes? -inquirió en voz alta y con lentitud, impelido por la idea de que tal vez fuera una negada como Fey la Loca, mas, en todo caso, la niña no despegó los labios y se limitó a observarle de nuevo a través de sus dedos torcidos, hasta que al final, él suspiró y se marchó.

Después de aquello, o eso parecía, la hija menor de Jed Smith se había vuelto más intratable que nunca. Dejó de asistir a la iglesia, se marchaba al bosque del Osezno durante días enteros y pasaba horas sin cuento hablando consigo misma o, mejor habría que decir, con los trasgos. Y mientras los otros niños jugaban a saltar sobre las piedras alrededor del estanque o iban a la escuela dominical de Nat Parson, Maddy corría hacia la colina del Caballo Rojo o le daba la lata a Nan la Loca para que le contase cuentos, o peor aún, inventaba relatos sobre cosas terribles e imposibles que les contaba a los más pequeños para provocarles pesadillas.

Todo aquello era un motivo de escarnio para Mae, cuya alegría e inteligencia eran tan escasas como las de una urraca, y también un perjuicio, pues habría hecho una boda de lo más ventajosa caso de no haber tenido una hermana tan revoltosa como la suya. Mae fue malcriada y consentida mucho más de lo conveniente para compensarla, y la invisible Maddy creció resentida e irascible.

Y así de enfadada y hosca habría continuado de no haber sido por lo ocurrido en la colina del Caballo Rojo en el verano de su séptimo cumpleaños.


Nadie sabía mucho sobre la colina del Caballo Rojo. Algunos decían que se había construido durante la Era Antigua, cuando los paganos todavía hacían sacrificios a los viejos dioses. Otros aseguraban que se trataba del túmulo funerario de algún gran caudillo, sembrado de trampas mortales, aunque Maddy se inclinaba a favor de la teoría de que el lugar era un túmulo gigante lleno de tesoros escondidos, donde el oro de los trasgos se apilaba hasta el techo.

En cualquier caso, todo el mundo estaba de acuerdo en que el Caballo Rojo era antiguo, y aunque no había duda alguna de que eran los hombres quienes lo habían tallado en la ladera de la colina, la figura tenía algo asombroso. Para empezar, no se cubría de hierba en primavera, ni la nieve invernal había ocultado nunca su forma. En consecuencia, en torno a la colina había montones de historias y rumores, cuentos de Faerie y los antiguos dioses, y por eso la mayoría de los habitantes del valle hacía gala de un gran sentido común y se mantenía lejos de ella.

La colina era del agrado de Maddy, por descontado, pero también había que tener en cuenta que ella la conocía mejor que la mayoría de la gente, pues se había mantenido toda una vida alerta ante los rumores traídos por los viajeros, ante cualquier fragmento de tradición popular, ante los dichos, los kenníngar[2], las historias y los cuentos. Gracias a la acumulación de todo este material, la muchacha se había formado una imagen confusa y exasperante de un tiempo anterior al Fin del Mundo, cuando la colina del Caballo Rojo era un lugar hechizado, y cuando los viejos dioses, los videntes, caminaban por la tierra con aspecto humano, sembrando historias allá donde fueran.

Ningún lugareño se atrevía a mencionarlos, ni siquiera Nan la Loca, pues el Buen Libro prohibía todas las historias de los videntes que no estuvieran recogidas en el Libro de la Tribulación, y las buenas gentes de Malbry se enorgullecían de su devoción al Buen Libro. Hogaño ya no se engalanaban los pozos en nombre de la Madre Frig ni se bailaba en el mes de mayo ni se dejaban migas de pan en los escalones de las puertas para la fiesta del Día de Mayo. Las ermitas y los templos de los videntes habían sido destruidos hacía ya muchos años. Se habían olvidado hasta sus nombres y nadie había vuelto a mencionarlos.

Sin embargo, había alguien que todavía los recordaba. La excepción era el mejor amigo de Maddy, a quien la señora Scattergood llamaba «ese pillo tuerto e inútil», y era conocido por otros como el Bárbaro o, simplemente, el Tuerto.

Capítulo 3

Maddy y el Bárbaro se conocieron el verano en el que ella había cumplido siete años. Había juegos y bailes sobre el césped con ocasión de la feria del día de San Juan y en los tenderetes se vendían lazos, frutas y pasteles, e incluso helados para los niños. Mae había sido coronada Reina de las Fresas por tercer año consecutivo y Maddy lo observaba todo desde su lugar favorito en los límites del bosque del Osezno, sintiéndose celosa y enfadada y, sin embargo, totalmente decidida a no unirse a ellos.

Ese lugar era un haya gigante, con un grueso tronco suave y lleno de ramas. A diez metros de altura había una bifurcación en la que le gustaba despatarrarse, con las faldas levantadas y una pierna a cada lado del tronco, mirando al pueblo a través de la parte interior del pulgar y el índice izquierdos.

Unos días antes había descubierto que cuando hacía esos gestos y se concentraba podía ver cosas que por lo general apenas se podían percibir. El nido de un pájaro bajo el alero de un techo de turba, las moras en el seto de la zarzamora, a Adam Scattergood y sus compinches escondidos detrás de la tapia de un jardín con los bolsillos llenos de piedras y la travesura escrita en la mente.

Algunas veces le permitía ver otras cosas, luces y colores que brillaban alrededor de la gente y mostraban su estado de ánimo, y a menudo esos colores dejaban un rastro, como una firma legible a los ojos de cualquiera que supiera leer.

Semejante ardid se llamaba sjónhenni o visión verdadera, y era una de las posiciones de los dedos de la runa Bjarkán, aunque Maddy, que no había aprendido a leer, nunca había oído hablar de Bjarkán, ni se le había ocurrido que ese truco guardara relación alguna con la magia.

Toda la vida se le había obligado a creer que la magia -fuera un hechizo, una digitación o incluso un ensalmo- no sólo no era natural, sino que estaba mal. Era el legado de Faerie, la fuente de la sangre pervertida de Maddy, la perdición de todo aquello que era bueno y legal.

Ésa era la razón, en primer lugar, de que ella estuviera aquí, cuando podía haber estado jugando con los otros niños o comiendo pasteles en el césped de la feria. Ésa era la razón por la que su padre le rehuía la mirada, como si cada vez que la observara recordase a la esposa perdida. También era el motivo de que únicamente ella de entre todos los pueblerinos descubriera al hombre extraño con un sombrero de ala ancha que caminaba solitario por la carretera de Malbry y que se dirigía, no en dirección a la aldea, como cualquiera hubiera podido suponer, sino hacia la colina del Caballo Rojo.

No era frecuente ver extranjeros en Malbry, ni siquiera en la feria de San Juan. La mayoría de los comerciantes solía repetir sus visitas a un lugar u otro, llevando vidrio y cacharros metálicos procedentes de la tierra de Las Caballerizas, caquis de las Tierras del Sur, pescado de las Islas, especias de las Tierras Bárbaras y cueros y pieles del helado Norte.

«Ese hombre viaja demasiado ligero de equipaje para ser un mercachifle -dijo Maddy para sus adentros-. No lleva ni caballo ni mula ni carro, y encima va en la dirección equivocada. Quizá sea un bárbaro con ese pelo enmarañado y apelmazado y esas ropas harapientas». Había oído que a veces viajaban por los caminos, donde se encontraban y comerciaban todo tipo de gentes, pero ella en realidad jamás había visto a ninguno de esos salvajes procedentes de las tierras yermas de más allá de Finismundi, tan ignorantes que apenas eran capaces de chapurrear un lenguaje civilizado. O quizás era un habitante de las Tierras Baldías, todo pintado con glasto azul; un loco, un leproso, o incluso un bandido.

Se deslizó por el tronco del árbol en cuanto pasó el extranjero y comenzó a seguirle a una distancia prudencial, manteniéndose al amparo de los arbustos al lado del camino y observándole a través de la runa Bjarkán.

Quizás era un soldado, un veterano de alguna guerra de las Tierras Bárbaras. Se había echado el sombrero sobre la frente, a pesar de lo cual Maddy logró verle el parche del ojo izquierdo. El desconocido era alto y de piel oscura, como los bárbaros, y ella descubrió con interés que no se movía como un anciano aunque su pelo largo estaba encanecido.

Tampoco sus colores eran los de un viejo. La pequeña se había dado cuenta de que las personas entradas en años del pueblo dejaban un rastro débil; un idiota apenas producía ningún tipo de rastro. Empero, este hombre tenía la firma más fuerte que había visto en su vida, era de un azul tan intenso y vibrante como el azul turquesa del plumaje de un martín pescador. A Maddy le resultaba difícil conciliar ese brillo interior con el aspecto externo tan anodino del individuo que continuaba andando con paso cansado en dirección a la colina.

Le siguió en silencio y a escondidas hasta alcanzar la cima de la colina, donde se ocultó detrás de un montículo de hierba y le observó cuando él se tumbó a la sombra de una piedra caída, con su ojo único fijo en el Caballo Rojo y con un cuaderno pequeño, forrado en piel, en la mano.

Los minutos pasaron. El parecía medio dormido, con el rostro disimulado tras el ala de su sombrero, pero ella sabía que estaba despierto. De vez en cuando escribía algo en su cuaderno, o volvía la página y entonces observaba de nuevo el Caballo Rojo.

Después de un rato, el Bárbaro habló. No en voz alta, pero sí con el volumen suficiente para que la muchacha pudiera oírlo, y su tono era bajo y agradable, desde luego, no el que ella hubiera esperado para nada en un nativo de las Tierras Bárbaras.

– ¿Y bien? -dijo él-. ¿Ya has visto bastante?

Maddy se sorprendió. No había hecho ningún ruido, y hasta donde ella sabía, él no había mirado ni una sola vez en su dirección. Se puso de pie, sintiéndose bastante tonta, y le miró con expresión desafiante.

– No os temo -replicó.

– ¿No? -repuso el Bárbaro-. Pues quizá deberías.

Maddy decidió que podría superarlo en una carrera si fuera necesario. Se sentó otra vez, justo fuera de su alcance en la hierba mullida.

Entonces pudo ver su libro, una serie de trozos de pergamino unidos con tiras de cuero, con las páginas atestadas de una escritura similar a signos espinosos. Ella no sabía leer, por supuesto; ese conocimiento estaba reservado a unos pocos, únicamente el párroco y sus aprendices leían el Buen Libro.

– ¿Sois un sacerdote? -preguntó finalmente.

El extraño se echó a reír, y no precisamente de forma agradable.

– Entonces, ¿un soldado? -El hombre no dijo nada-. ¿Un pirata? ¿Un mercenario? -Otra vez obtuvo la callada por respuesta. El Bárbaro continuó garabateando signos en su pequeño libro, haciendo pausas de vez en cuando para estudiar el Caballo, pero la curiosidad de Maddy se había disparado-. ¿Qué le ha pasado a vuestro rostro? -continuó-. ¿Cómo os hicisteis esa herida? ¿Fue en la guerra?

Ahora el extraño la miró con una cierta impaciencia.

– Esto fue lo que ocurrió -comentó y se quitó el parche.

Maddy le miró fijamente durante un momento, pero no fue el aspecto destrozado de la cicatriz de su ojo lo que la dejó paralizada. Era la marca azulada que comenzaba justo en su ceja y se extendía hacia la derecha hasta el pómulo izquierdo.

No tenía el mismo perfil que su propia runíforma, sin embargo se veía que estaba hecha de idéntica sustancia, y ciertamente era la primera vez que Maddy veía una cosa como ésa en otra persona distinta a ella misma.

– ¿Satisfecha? -inquirió el Bárbaro.

Pero Maddy se sentía presa de una gran excitación.

– ¿Qué es eso? -preguntó-. ¿Cómo os lo hicisteis? ¿Es glasto o un tatuaje? ¿Nacisteis con él? ¿Lo tienen todos los bárbaros?

Él le devolvió una sonrisa superficial y fría.

– ¿No te ha dicho tu mamá alguna vez que la curiosidad mató al gato?

– Mi madre murió cuando yo nací.

– Ya veo. ¿Cómo te llamas?

– Maddy. ¿Y vos?

– Puedes llamarme Tuerto -replicó él.

Y entonces Maddy abrió el puño, todavía sucio por su subida a la gran haya, y le mostró la runiforma de su mano.

El ojo bueno del Bárbaro se dilató bajo el ala del sombrero durante unos momentos al ver la runiforma en la palma de Maddy, donde mostraba más definidos sus contornos, todavía del color del óxido, pero de un brillante color naranja vivo en los bordes, y ella podía notar la sensación de quemazón, una especie de cosquilleo, no desagradable, aunque lo sentía sin duda, como si hubiera agarrado algo caliente unos cuantos minutos antes.

El la miró durante un buen rato.

– ¿Sabes lo que tienes ahí, chica?

– La Ruina de la Bruja -contestó Maddy con brusquedad-. Mi hermana piensa que debería llevar mitones.

El Tuerto escupió.

– «Bruja» rima con «granuja». Una palabra sucia para la gente de mente sucia. Además, nunca fue la Ruina de la Bruja -comentó-, sino la Runa de la Bruja, una runiforma de los ígneos.

– ¿Os referís a los feéricos? -preguntó Maddy, intrigada.

– Nativos de Faene o ígneos, da igual. Esa runa -la miró con interés-, esa marca de la mano, ¿sabes lo que es?

– Nat Parson dice que es la marca del diablo.

– Nat Parson es un imbécil -replicó el Tuerto.

Maddy se sentía dividida entre el sentimiento natural de horror ante el sacrilegio de que alguien osara llamar «imbécil» a un párroco, y la profunda admiración que aquello despertaba en ella.

– Escúchame, chiquilla -dijo él-. Ese hombre de tu villa, Nat Parson, tiene buenos motivos para temer esa marca. Oh, sí, ya lo creo, y también para envidiarla.

Volvió a estudiar el dibujo de la palma de Maddy con renovado interés y lo que a ella le pareció un punto de nostalgia.

– Algo curioso -dijo al final-. Nunca pensé que me la encontraría aquí.

– Pero entonces ¿qué es? -insistió Maddy-, si el Libro no lleva razón…

– Oh, no, hay algo de verdad en ese libro -contestó el Tuerto y se encogió de hombros-, pero está bien envuelto en leyendas y mentiras. Esa guerra, por ejemplo…

– La Tribulación -apuntó Maddy, con deseos de ayudar.

– Ah, sí, si la llamas así, la Tribulación, pero también se llama el Ragnarók. Recuerda, son los vencedores quienes escriben los libros de historia y los perdedores quienes se quedan los restos. Si los sir hubieran ganado…

– ¿Los sir?

– Los videntes, supongo que es así como les llamáis aquí. Bien, si ellos hubieran ganado esa guerra, y estuvieron bien cerca de lograrlo, puedes estar segura, entonces no habría terminado la Era Antigua, y tu Buen Libro se habría convertido en algo bastante distinto, o bien no habría sido escrito nunca.

Maddy aguzó el oído rápidamente.

– ¿La Era Antigua? ¿Os referís a la época previa a la Tribulación?

El Tuerto se carcajeó.

– Ah, sí. Como quieras. Antes de eso, reinaba el Orden. Lo vigilaban los æsir, te lo creas o no, aunque no había videntes entre ellos en aquellos días, y eran los vanir, desde el borde del Caos, los feéricos, como los llama tu pueblo, los que mantenían el Fuego.

– ¿El Fuego? -preguntó Maddy, pensando en la herrería paterna.

– Es un nombre para la energía mágica, también conocida como glám-yni. Se trata de la energía usada por quien lanza una runa o la magia del cambiante. Los vanir lo tienen, y también los hijos del Caos. Los æsir lo adquirieron más tarde.

– ¿Cómo? -inquirió Maddy.

– Robándolo con artimañas, por supuesto. Lo hurtaron y rehicieron los mundos. Y ha sido tal el poder de las runas que después de la Guerra del Invierno, el Fuego yace durmiendo bajo tierra, y allí ha estado durante semanas, meses, e incluso años. Algunas veces torna a la vida en forma de criatura viva, incluso en un niño…

– ¿Yo? -inquirió Maddy.

– Pues parece que eso te haría muy feliz -le espetó.

Luego, torció el gesto y se dio la vuelta para sumirse una vez más en la lectura de su libro.

Pero ella había estado escuchando con demasiado interés para permitir que el Tuerto se callara ahora. Hasta ese momento únicamente había tenido ocasión de prestar oídos a fragmentos de cuentos y a las versiones confusas del Libro de la Tribulación, en el cual el Pueblo de los Videntes se menciona sólo en admoniciones contra sus poderes demoníacos y en un intento de ridiculizar a aquellos impostores, desaparecidos hacía ya mucho tiempo, que se habían llamado dioses a sí mismos.

– Entonces… ¿cómo conocéis estas historias? -preguntó ella.

El forastero sonrió.

– Tú dirías que soy un coleccionista.

El corazón de Maddy latió más deprisa ante la idea de un hombre que coleccionase cuentos de la misma forma que otro podría atesorar navajas, mariposas o piedras.

– Contadme más -dijo con entusiasmo-. Contadme cosas sobre los æsir.

– He dicho coleccionista, no cuentista.

Pero Maddy no iba a permitirle que se deshiciera de ella.

– ¿Qué les ocurrió? -inquirió-. ¿Murieron todos? ¿Los arrojó el Innombrable a todos a la Fortaleza Negra con las serpientes y los demonios?

– ¿Eso es lo que dicen?

– Eso asegura Nat Parson.

Él emitió un seco sonido de desprecio.

– Algunos murieron, otros desaparecieron, algunos cayeron y otros se perdieron. Nuevas deidades surgieron para dar forma a una nueva era y las viejas fueron olvidadas. Quizás ésa sea la prueba de que no eran dioses en realidad.

– Entonces, ¿qué eran?

– Eran los æsir. ¿Qué más quieres?

Hizo amago de darle la espalda de nuevo, pero esta vez Maddy captó su atención.

– Contadme más sobre los æsir.

– No hay nada más -replicó el Tuerto-. Estoy yo, estás tú, y nuestros primos debajo de la colina. Los restos de lo que fuimos, chiquilla. El vino ya se bebió hace mucho.

– Primos -comentó Maddy con añoranza-. Entonces, vos y yo debemos de ser primos también. -Que Maddy y el Tuerto pudieran pertenecer ambos a la misma tribu secreta de gente viajera, ambos marcados por el fuego de Faerie, era un pensamiento extrañamente atractivo-. Oh, enseñadme a usarlo -suplicó al tiempo que alzaba la palma-. Sé que puedo hacerlo. Quiero aprender…

Pero al final, el Tuerto perdió la paciencia. Cerró el libro de un golpe y se levantó, sacudiéndose las hierbas de su capa.

– No soy un maestro, chiquita. Vete a jugar con tus amigos y déjame tranquilo.

– No tengo amigos, Bárbaro -repuso ella-. Enseñadme.

Al Tuerto le quedaba en este momento poco afecto hacia los niños. Miró con poco cariño a la niña mugrienta con la runiforma en la mano y se preguntó por qué habría dejado que se le colgara. Se estaba haciendo viejo, ¿no era ésa la verdad? viejo y sentimental, y esto tenía todo el aspecto de convertirse en la muerte para él, ah, sí, como si las runas no se lo hubieran dicho hacía ya mucho tiempo. El último lanzamiento de runas que había hecho le había dado como resultado Madr, la Gente, cruzada con Thuris, la Espinosa, y finalmente, Hagall, la Destructora, como si ésa no fuera advertencia suficiente para ponerse en marcha…

– Enseñadme -insistió la niña.

– Déjame solo.

Empezó a bajar la ladera de la colina dando grandes zancadas, y Maddy corrió a su zaga.

– Enseñadme.

– No.

– Enseñadme.

– ¡Piérdete!

– Enseñadme.

– ¡Oh, dioses!

El Tuerto profirió un sonido de desesperación y abrió los dedos para formar una runiforma con su mano izquierda. Maddy pensó que había visto algo entre los dedos, una salpicadura de fuego azul, no más de una chispa, como si un anillo con cabujón hubiera captado la luz, pero el Tuerto no llevaba gemas ni anillos…

Sin pensarlo siquiera alzó la mano contra la chispa y la empujó hacia atrás, hacia el Bárbaro, con un ruido parecido al de la explosión de un petardo.

El Tuerto se estremeció.

– ¿Quién te ha enseñado eso?

– Nadie -repuso Maddy sorprendida.

Sentía su runiforma caliente, lo que era raro. Y una vez más cambió del color marrón óxido al dorado del ojo de un tigre.

El Tuerto permaneció en silencio durante un par de minutos. Se miró la mano y dobló los dedos, que ahora le palpitaban como si se los hubiera quemado. Estudió a Maddy con curiosidad renovada.

– Enseñadme -insistió ella.

Hubo una larga pausa. Y entonces él dijo:

– Más valdrá que seas buena. No he tenido ningún alumno, y menos una chica, desde hace más años de los que soy capaz de recordar.

Maddy ocultó una sonrisa bajo el cabello enmarañado.

Tenía un maestro por primera vez en su vida.

Capítulo 4

Durante los siguientes quince días, Maddy escuchó las enseñanzas del Tuerto con una determinación que no había mostrado jamás hasta ese momento. Nat Parson siempre había dejado claro que tener la sangre sucia era algo tan vergonzoso como ser un lisiado o un bastardo, pero aquí había un hombre que defendía justo lo contrario. Ella tenía habilidades, le había dicho el Bárbaro, habilidades que eran únicas y valiosas. Ella era una alumna capaz y el Tuerto, que había venido al valle como comerciante de medicinas y remedios, y que rara vez se quedaba en ninguna parte más de unos cuantos días, en esta ocasión prolongó la visita hasta casi un mes, mientras la niña absorbía cuentos, mapas, letras, ensalmos, runas y cada trocito de información proporcionado por su nuevo amigo. Fue el comienzo de un largo aprendizaje, uno que acabaría, por cambiar la faz del mundo para siempre.


Ahora, el pueblo de Maddy creía en un universo de Nueve Mundos.

El primero era el Firmamento, la Ciudad del Cielo del Orden Perfecto.

Bajo el mismo se hallaban los Cimientos, o Trasmundo, que conducían a los tres territorios de la Muerte, el Sueño y la Condenación, desde donde se accedía al Pandemónium, el hogar de todo el Caos y todas las cosas profanas.

Y entre ellos, o así se lo habían enseñado a Maddy, se encontraban las Tierras Medias: el Continente, las Tierras Bárbaras y el mar Único, con Malbry y el valle del Strond en el mismísimo centro, como una diana en el tiro al blanco. De todo esto era fácil concluir que los habitantes de Malbry en realidad no tenían ningún mal concepto de sí mismos.

Sin embargo, ahora Maddy estaba aprendiendo sobre la existencia de un mundo más allá de los confines de este mapa. Un mundo con muchas partes y lleno de contradicciones, un mundo en el que Nat Parson o Adam Scattergood, por ejemplo, podrían volverse locos por una cosa tan pequeña como una fugaz visión del océano o una estrella desconocida.

Ella no tardó en comprender que un hombre podía considerar heréticas las creencias de otro en un mundo como ése, y también que la ciencia y la magia podían yuxtaponerse, las casas podían construirse en ríos o bajo tierra o altas en el aire; incluso las leyes del Orden en Finismundi, que ella siempre había considerado universales, podían curvarse y doblarse hasta acomodarse a las costumbres de este nuevo mundo mucho más extenso.

Sin duda, sólo un crío o un idiota habrían pensado que Finismundi era realmente el Fin del Mundo. Todos sabían de la existencia de otras tierras y en algún momento había habido comercio con las mismas, comercio y algunas veces guerra, pero estaba muy extendida la creencia de que las Tierras Bárbaras habían sufrido tanto por la Tribulación que su gente mucho tiempo ha se había sumido en el salvajismo y nadie iba allí para nada, al menos si era civilizado.

Pero claro, el Tuerto sí había estado más allá del mar Único, o eso aseguraba. Poblaban aquellas tierras hombres y mujeres de piel tan oscura como la turba y pelo tan rizado como una zarza. Según él, esa gente ni había conocido la Tribulación ni había leído el Buen Libro, sino que en su lugar adoraba a sus propios dioses, salvajes hombres de tez oscura con cabezas de animales, y llevaba a cabo su propia clase de magia, y eso era para ellos tan respetable y tan cotidiano como los sermones dominicales de Nat Parson en el lado más lejano de las Tierras Medias.

– Nat Parson dice que la magia es cosa del demonio -dijo la aplicada alumna.

– Pero me atrevería a decir que hace la vista gorda si le viene bien. -Maddy asintió, sin apenas osar sonreír-. Entiende, Maddy -continuó él-, que el Bien y el Mal no se definen con tanta claridad como te ha hecho creer el párroco. El Buen Libro predica el Orden sobre todas las cosas y que sólo el Orden es el Bien, y claro, como la energía mágica funciona con el Caos, la conclusión es que la magia es cosa del demonio, pero a un instrumento lo hace bueno o malo el que lo usa. Y lo que es bueno hoy puede ser malo mañana.

Maddy frunció el ceño.

– No lo entiendo.

– Escucha -dijo el Bárbaro-. Desde que el mundo empezó, y lo ha hecho varias veces, ha terminado otras tantas, y ha sido rehecho una y otra vez, las leyes del Orden y el Caos se han opuesto la una a la otra, han avanzado y retrocedido por turnos a lo largo y ancho de los Nueve Mundos, conteniéndose o desbaratándose según su naturaleza. El Bien y el Mal no pueden hacer nada contra esto. Todo vive y muere de acuerdo con las leyes del Orden y el Caos, las fuerzas gemelas contra las que ni siquiera los dioses abrigan la esperanza de resistirse.

Miró a Maddy, que seguía con el ceño fruncido. «Es demasiado joven para esta enseñanza -pensó él-; sin embargo, es esencial que la aprenda ahora». Incluso el año siguiente podría ser demasiado tarde, ya que el Orden estaba ya extendiendo sus alas, enviando más y más examinadores desde Finismundi.

Se tragó su impaciencia y comenzó de nuevo.

– Hay un cuento de los æsir que te ayudará a comprender el sentido de mis palabras. Versa sobre el general de los videntes; se llamaba Odín, el Padre de Todo. Juraría que has oído ese nombre.

Ella asintió.

– Sí, el de la lanza y el caballo de ocho patas.

– Ah, sí. Bien, él figuraba entre los que rehicieron el mundo en los primeros tiempos, en el alba de la Era Antigua, y trajo consigo a todos sus guerreros, Tor, Tyr y los demás, para construir una gran fortaleza con la que contener el Caos que podría haber aplastado el nuevo mundo antes incluso de que se completara su creación. Su nombre era Ásgard, la Ciudadela del Cielo, y se convirtió en el Primer Mundo en aquellos tiempos antiguos. -Maddy cabeceó. Conocía la historia, aunque el Buen Libro reivindicaba al Innombrable como el constructor de la Ciudadela del Cielo, y sostenía que los videntes la habían tomado con artimañas-. Pero el enemigo era fuerte -continuó el Tuerto- y tenía muchas capacidades de las que carecían los æsir. Por eso, Odín asumió un riesgo. Buscó a un hijo del Caos y se hizo amigo suyo debido a sus habilidades y se lo llevó a Ásgard como si fuera su hermano. Supongo que le conoces. Le llamaban el Embaucador. -Maddy asintió de nuevo-. Su nombre era Loki y tenía una naturaleza similar a la del fuego abrasador. Circulan muchas historias sobre él.

»Algunas le muestran desde una perspectiva maligna y otras dicen que Odín se equivocó al llevarlo consigo, pero al menos durante un tiempo, Loki fue tan deshonesto como útil y sirvió bien a los æsir, hasta el punto de ser considerado un as [3]. La energía mágica fluye con facilidad en los niños del Caos y fueron esa energía y esa astucia las que le mantuvieron cerca de Odín. Su naturaleza acabó por hacerse demasiado fuerte y hubo de ser sometido, pero los æsir pudieron sobrevivir tanto tiempo principalmente gracias a Loki. Quizás ellos tuvieron una parte de culpa al no haberle vigilado más de cerca. De cualquier modo, el fuego arde, ésa es su naturaleza y no puedes tener la esperanza de cambiar eso. Puedes usarlo para cocinar la comida o para quemar la casa de tu vecino, pero ¿acaso se diferencia en algo el fuego que tú utilizas en el hogar del que usas para quemar cosas? ¿Significa eso que te comerías crudos los alimentos?

La muchacha sacudió la cabeza, todavía confusa.

– Así que lo que pretendes decirme es que… no juegue con fuego -dijo al final.

– Claro que debes hacerlo -repuso el Tuerto con gentileza-, pero no ha de extrañarte que se vuelva en contra tuya.


Al final, llegó el momento de la partida del Tuerto. Se pasó la mayor parte de ese día intentando convencer a Maddy de que no podía irse con él.

– Por el amor de los dioses, tienes apenas siete años. ¿Qué voy a hacer contigo por el camino?

– Trabajaré -insistió la niña-.Ya sabes que puedo hacerlo. No me da miedo. Y sé un montón de cosas.

– ¿Ah, sí? ¿Tres ensalmos y un par de runas? Eso te llevará bien lejos en Finis…

Se interrumpió y comenzó a atar una de las correas que sujetaban su mochila, pero Maddy no era ninguna simplona.

– ¿Finismundi? -inquirió, con los ojos dilatados-. ¿Vas a Finismundí?

El Tuerto no dijo nada.

– Oh, por favor, déjame ir -suplicó Maddy-. Te ayudaré, te llevaré las cosas, no te causaré ningún problema…

– ¿No? -se rió él-. La última vez que me informé, el secuestro estaba considerado un crimen.

– Oh. -No había pensado en eso. Si ella desaparecía, habría partidas que saldrían detrás de ellos desde Fettlefields hasta el Hindarfial, y el Tuerto sería llevado a la cárcel, o colgado…-. Pero te olvidarás de mí -dijo ella-. Nunca, nunca te volveré a ver.

El Tuerto sonrió.

– Volveré el año próximo.

Sin embargo, Maddy no le miraba, clavó los ojos en el suelo y no dijo una palabra. El Tuerto esperó, sonriendo con ironía. A pesar de ello, Maddy no alzó la mirada, aunque salió un solo resuello pequeño pero feroz bajo la mata de pelo.

– Escúchame, Maddy -se dirigió a ella con dulzura-. Si quieres ayudarme de verdad, hay un modo en que puedes hacerlo. Necesito conseguir un par de ojos y de oídos. Necesito mucho más esa tarea que el beneficio de tu compañía en el camino.

Maddy alzó la mirada.

– ¿Ojos y oídos?

El Tuerto señaló hacia la colina, donde el contorno borroso del Caballo Rojo relucía como brasas enterradas en la redondeada ladera.

– Vas mucho allí, ¿no? -comentó él.

Ella asintió.

– ¿Sabes lo que es?

– ¿Un túmulo de tesoros? -sugirió Maddy, pensando en los cuentos acerca del oro enterrado bajo la colina.

– Algo mucho más importante que eso. Es una encrucijada que conduce al Trasmundo, con caminos que llevan hacia abajo, lo menos hasta el reino de Hel, y tal vez hasta el río Sueño, que vierte sus aguas en el Strond.

– ¿No hay ningún tesoro? -inquirió Maddy, decepcionada.

– ¿Un tesoro? -Él se echó a reír-. Ah, sí, si quieres verlo de ese modo. Es un tesoro perdido desde la Era Antigua. Ése es el motivo por el que hay tal cantidad de trasgos. También es por eso por lo que el lugar está tan cargado. ¿No lo notas, Maddy? -añadió-. Es como vivir encima de un volcán.

– ¿Qué es un volcán?

– No importa. Simplemente obsérvalo, Maddy. Mira a ver si observas algo extraño. Ese Caballo sólo está medio dormido, pero si se despierta…

– Ya me gustaría a mí despertarlo -dijo Maddy-. ¿A ti no?

El Tuerto sonrió y sacudió la cabeza. Era una sonrisa extraña, y al mismo tiempo cínica, o quizás incluso triste. Se ajustó la capa en torno a los hombros.

– No -contestó-. Dudo mucho que fuera de mi agrado. Ése es un camino que tomaría con mucho cuidado, y no a menos que obtuviera a cambio tanto oro como en el Rescate de la Nutria [4]. Aunque quizá llegue un momento en que no me quede otra alternativa.

– Pero ¿y el tesoro? -repuso ella-. Podrías ser rico…

– Maddy -suspiró-. También podría estar muerto.

– Pero seguramente…

– Hay cosas bastante peores que los trasgos de ahí abajo, y no olvides que los tesoros rara vez duermen solos.

– ¿Y qué? -replicó ella-. No tengo miedo.

– Ya lo creo que no -contestó el Tuerto con voz seca-, pero escucha, Maddy, tienes siete años. La colina, y lo que vive debajo, sea lo que sea, ha estado esperando durante mucho tiempo. Creo que puede aguardar un poquito más.

– ¿Cuánto más? -El Tuerto rompió a reír. Ella añadió-: ¿Hasta el próximo año?

– Ya veremos. Apréndete las lecciones, vigila la colina y búscame el mes de la Cosecha.

– ¿Me juras que vas a volver?

– Por el nombre de Odín.

– ¿Y por el tuyo?

Él asintió.

– Así es, chiquilla. Por el mío también.


Después de esa ocasión, el Tuerto había regresado a Malbry una vez al año, nunca antes de Beltane o después del cumpleaños de Maddy al final del mes de la Cosecha, para comerciar con telas, sal, pieles, azúcar, remedios y noticias. Su llegada se convertía en el punto álgido del año para Maddy; su marcha, en el comienzo de una larga oscuridad.

Cada vez, él le formulaba la misma pregunta:

– ¿Qué hay de nuevo por Malbry?

Y cada vez ella le relataba las mismas historias sobre las travesuras de los trasgos: ataques a despensas, saqueos de bodegas, robos de ovejas y leche derramada. Y cada vez, él repetía:

– ¿Nada más?

El viajero parecía relajarse cuando Maddy le aseguraba que eso era todo, daba la impresión de que le hubieran quitado un gran peso de los hombros, aunque fuera sólo de forma temporal.

Y claro, con cada visita, le enseñaba nuevas habilidades.

Al principio, aprendió a leer y escribir. Repitió sin cesar poemas, canciones y lenguas extranjeras; tradiciones populares sobre medicinas y plantas y kenningar e historias hasta sabérselas de carrerilla. Estudió algo de historia, cuentos tradicionales, dichos y leyendas; memorizó la carta celeste y los mapas con los ríos, montañas y valles, piedras y nubes.

Y lo más importante de todo, aprendió las runas. No sólo los nombres, los valores y las digitaciones, sino también…

…el modo de tallarlas en las piedras de la suerte, echarlas para leer un atisbo del futuro o atarlas como tallos para hacer una muñeca de maíz, y también el modo de crearlas con un palo de fresno o cómo susurrar los versos de un ensalmo, además de a brincar sobre ellas como en el juego de saltar piedras, lanzarlas como petardos o proyectar sus sombras con los dedos.

Aprendió cómo usar Ar, para asegurar una buena cosecha…

…y Tyr, para que una lanza de caza encontrara su objetivo.

…y Logr, para localizar agua bajo tierra.

Para cuando cumplió diez años, se conocía ya las dieciséis letras del Alfabeto Antiguo, algunas eran runas bastardas, procedentes de países extranjeros, y centenares de kenningar y ensalmos. Supo entonces que el Tuerto viajaba bajo el signo del Raedo, el Viajero, y que su runa estaba invertida; una runa boca abajo era señal de mala suerte e implicaba que había pasado por muchas pruebas y tribulaciones a lo largo del camino.

La propia runiforma de Maddy no estaba rota ni invertida, sino que, según el Tuerto, se trataba de una runa bastarda no incluida en el Alfabeto Antiguo, lo cual la convertía en impredecible.

– Las runas bastardas tienen sus trucos -le explicó-. Algunas funcionan mal y otras ni siquiera sirven. Las hay incluso que tienden a salirse de las alineaciones, a tambalearse un poco, de forma taimada, a deformarse igual que se pandean las flechas abandonadas debajo de la lluvia, que rara vez alcanzan su objetivo… si es que lo hacen.

»Sin embargo -continuó-, tener una runiforma es un verdadero regalo. Una runa del Alfabeto Antiguo, sin invertir y sin romper, sería demasiado a lo que aspirar. Los dioses habían ejercido ese poder alguna vez. Ahora, la gente hace lo que puede con lo que ha sobrevivido. Eso es todo.

Pero bastarda o no, la de Maddy era fuerte. Rápidamente superó a su viejo amigo, ya que la escasa energía mágica del viajero se gastaba enseguida, y la muchacha acreditó una puntería tan buena como la de él, si no mejor. Además, era avispada y cazaba los conocimientos al vuelo. Se aprendió las hug-rúnar, las runas mentales, y las rísta-rúnar, las runas talladas, y las sig-rúnar, las runas de la victoria. Estudió runas que ni el mismo Tuerto era capaz de hacer funcionar; nuevas runas y runas bastardas sin nombre y sin versos, y aun así, le parecía insuficiente, siempre quería más.

El Tuerto le contó relatos acerca del interior de la colina, y acerca de la serpiente que mora en las raíces de Yggdrásil, siempre comiéndose los cimientos del mundo. Le contó historias sobre las piedras erguidas y de islas mágicas perdidas, así como de círculos encantados, sobre el Inframundo, el Averno y las tierras del Sueño y del Caos que había más allá de ellos. Le habló también de Hel la Nonata, y de Jormungard, la Serpiente de los Mundos, y de Surt el Destructor, el Señor del Caos, y del Pueblo del Hielo y el Pueblo del Túnel, y acerca de los vanir y sobre Mímir el Sabio.

Pero los cuentos favoritos de la muchacha eran los de los æsir y los vanir. Nunca se cansaba de escucharlos, y en los largos meses solitarios entre las visitas del Tuerto, los héroes de esas historias se convirtieron en los amigos de Maddy. Tor el Tonante y su martillo mágico; Idún la Sanadora y las manzanas de la juventud; Odín el Padre de Todo; Bálder el Bello; Tyr el Guerrero; Freya Ala de Halcón; Héimdal Ojo de Águila; Skadi la Cazadora; Njord el Hombre del Mar; y Loki el Embaucador, el cual en muchas ocasiones había supuesto tanto la liberación como la división de los viejos dioses. Aplaudía sus victorias, lamentaba sus derrotas y aunque fuera un pensamiento antinatural, se sentía más emparentada con todos estos seres pertenecientes al Pueblo de los Videntes, desaparecidos hacía ya mucho, que con Jed Smith o Mae. Conforme pasaban los años, más necesitaba estar en la compañía de los de su propia clase.

– Ha de haber más como nosotros en alguna parte -decía-. Personas como nosotros… ígneos. -«Familia», pensaba-. Si pudiera encontrarlos, entonces, quién sabe, quizá…

Sin embargo, en eso se sentía decepcionada. En siete años, jamás había tenido el menor atisbo de alguien de su clase. Estaban los trasgos, por supuesto, y algún gato o conejo ocasional que nacían con una runiforma y a los que despachaban bien rápido.

Pero en cuanto a personas como ellos…

– Escasean -le había respondido él-, y la mayoría carece de algún poder digno de mención. A lo sumo conservan un chispazo de magia, y eso es tener buena suerte, ya que poseer más les supondría una vida realmente peligrosa.

Pero ¿y si tenían mala suerte? En Finismundi, donde el Orden había gobernado durante cien años, una runiforma, incluso una rota, habitualmente servía para ser arrestado, y después de eso, sometido a un Examen tras el cual solía tener lugar con bastante frecuencia un ahorcamiento, o Depuración, como preferían llamarla en ese lugar.

No obstante, era mejor no pensar en eso, le aconsejaba el Tuerto, y aunque a desgana, Maddy siguió su consejo, aprendiendo las lecciones, contándose los cuentos para sus adentros, esperando pacientemente las visitas anuales e intentando muy en serio dejar de pensar en lo imposible.

Este año, por primera vez, se estaba retrasando. El cumpleaños de Maddy había pasado hacía dos semanas, la luna de la Cosecha había adquirido ya la forma de gajo y empezaba a sentirse inquieta al pensar que quizás esta vez su viejo amigo no pudiera regresar.

El Tuerto había vuelto bastante cambiado el año previo. Se había apoderado de él una cierta agitación muy similar a la impaciencia. Se había quedado más delgado en los últimos doce meses, bebía más de lo que era bueno para él y, por primera vez, había visto que su cabello gris oscuro se hallaba salpicado de hebras blancas. Los viajes anuales a Finismundi se estaban cobrando su precio. ¿Quién sabía cuándo terminaría por caer en la red después de aquellos siete peregrinajes tan temerarios?

La respuesta de las runas le había dado motivos de preocupación.

Maddy poseía su propio juego de piedras de la fortuna, hechas de guijarros de río procedentes del Strond, cada una pintada con una runa diferente. Descubrió que podía lanzarlas sobre el suelo y estudiar el esquema trazado al caer; éste ofrecía en ocasiones la oportunidad de adivinar el futuro, aunque el Tuerto le había avisado de que las runas no siempre eran sencillas de leer y tampoco era fácil ver el futuro en las piedras.

Aun así, la combinación de Raedo, el Viajero…

…con Thuris, la runa de Tor, y Naudr, la Recolectora, la llenaron de dudas.

La runa del Tuerto. ¿Un camino espinoso? Y la tercera runa, la Recolectora, la runa de la coacción. ¿Estaba prisionero en alguna parte? ¿O quizás esa runa al final significaba la muerte?

De ahí que le inundaran un gran alivio y una enorme alegría cuando la señora Scattergood le informó de que él estaba allí, por fin, después de un retraso de casi dos semanas.

Maddy echó a correr hacia la colina del Caballo Rojo, donde ella sabía que él la esperaba, tal como siempre la había esperado todos los años, y como ella ansiaba que hiciera cada año, por siempre jamás.

Capítulo 5

Pero Maddy no había contado con Adam Scattergood. El hijo de la patrona rara vez la molestaba cuando estaba trabajando, ya que la bodega se encontraba a oscuras, y le inquietaba la expectativa de lo que ella pudiera estar haciendo allí abajo, aunque a veces merodeaba por los alrededores de la trampilla, a la espera de una oportunidad para efectuar algún comentario o burlarse de ella. Había aguzado el oído ante el griterío de la cocina, manteniendo una distancia prudencial ante el posible peligro de que le encomendaran alguna tarea, pero cuando vio a Maddy salir por la puerta de la cocina, le relumbraron los ojos y se decidió a investigar.

Adam era dos años mayor que ella, un poco más alto, de cabello castaño y lacio y una boca curvada con un rictus de descontento. Su madre adoraba al muchacho, cargante y de carácter hosco, que ya era aprendiz del párroco y el favorito del obispo, razón por la cual era en parte temido y en parte envidiado por los demás chicos, y siempre estaba haciendo travesuras. Maddy pensaba que era peor que los trasgos, porque al menos éstos eran divertidos, aunque fueran molestos, mientras que las jugarretas de Adam simplemente eran horribles y estúpidas.

Ataba petardos a las colas de los perros, se colgaba en las ramas nuevas hasta romperlas, se mofaba de los mendigos, robaba la ropa lavada de los tendederos y la tiraba al fango, aunque se aseguraba de que alguien que no fuese él cargara con las culpas. En resumidas cuentas, Adam era un chivato y un malcriado, y al ver a la muchacha camino de la colina, se preguntó en qué andaría metida y tomó la decisión de aguarle la fiesta.

La siguió sin ser visto y anduvo inclinado a la sombra de los arbustos que flanqueaban el camino hasta alcanzar la parte más baja de la ladera del altozano; una vez allí, se arrastró silenciosamente por la parte oculta y pronto se perdió de vista.

La muchacha no le vio ni le oyó. Subió la colina a la carrera, casi tropezando debido a la impaciencia, hasta que captó la imagen de la alta figura familiar sentada entre las piedras caídas al lado del flanco del Caballo Rojo.

– ¡Tuerto! -le llamó ella.

Estaba en la misma postura que cuando le vio por última vez, con la espalda apoyada contra la piedra, la pipa en la boca y la mochila a su lado en la hierba. Como siempre, había saludado a Maddy con un asentimiento superficial, como si sólo se hubiera ausentado una tarde y no durante doce meses.

– ¡Vaya! ¿Qué hay de nuevo por Malbry? -le dijo.

Ella le miró con una cierta indignación.

– ¿Eso es todo cuanto tienes que decir? Vienes dos semanas tarde, he estado muy preocupada… y todo lo que me dices es «¿Qué hay de nuevo por Malbry?» como si alguna vez pasara aquí algo de importancia…

El Tuerto se encogió de hombros.

– Me demoré.

– ¿Y por qué te retrasaste?

– No importa.

Maddy le mostró una sonrisa renuente.

– Tú y tus noticias. Supongo que nunca se te ocurrió que podría preocuparme. Quiero decir, que vienes de Finismundi, nada menos, y nunca me traes ninguna noticia de allí. ¿Es que nunca pasa nada en Finismundi?

El Tuerto asintió.

– Finismundi es un lugar lleno de acontecimientos.

– Sin embargo, aquí estás otra vez.

– Así es.

Maddy suspiró y se sentó a su lado en la hierba suave.

– Bueno, la noticia más importante de por aquí es que… me he quedado sin trabajo.

Sonrió al recordar el rostro de la señora Scattergood, le contó la historia de su mañana de trabajo, del trasgo durmiente atrapado en la bodega y cómo había reunido a la mitad del Trasmundo al intentar capturarle, pues la prisa la había llevado a equivocarse.

El forastero escuchó la narración en silencio.

– Y por la Ley, ¡tendrías que haber oído el ruido que hizo! Se podía escuchar desde el bosque del Osezno, y la verdad, pensé que iba a explotar…

Riéndose, se volvió hacia el Tuerto y le encontró mirándola sin atisbo alguno de júbilo, sino con una expresión bastante sombría.

– ¿Qué fue lo que hiciste exactamente?-preguntó-. Esto es importante, Maddy. Cuéntame todo lo que recuerdes.

La interpelada dejó de reír y abordó la tarea de recordar con precisión lo que había ocurrido en la bodega. Obediente, repitió la conversación con el trasgo. Tuvo la impresión de que el rostro de su interlocutor se endurecía cuando ella repitió la mención al «Capitán», pero no estaba segura. Después, repasó todas las runas empleadas y entonces intentó explicar lo sucedido a continuación.

– Bien, en primer lugar formé Thuris -enumeró-, y en ese momento, simplemente… señalé hacia el agujero e hice algo como… gritarlo en esa dirección…

– ¿Qué has dicho? -la apremió el Tuerto.

Pero la muchacha empezaba a ponerse nerviosa a estas alturas.

– ¿Qué es lo que va mal? -inquirió-. ¿Es que hice algo incorrecto?

– Tú sólo contéstame, Maddy, ¿qué fue lo que dijiste?

– Bueno, nada, eso es. Sólo fue ruido. Ni siquiera un ensalmo. Sucedió todo tan deprisa que no puedo acordarme. -Se interrumpió de pronto, alarmada-. ¿Ocurre algo malo? -insistió-. ¿Qué es lo que he hecho?

– Nada -repuso él con voz sorda-. Sabía que únicamente era cuestión de tiempo.

– Pero ¿qué pasa? -preguntaba ella.

El Tuerto permaneció callado, mirando hacia el Caballo Rojo con su crin de larga hierba iluminada por la luz del sol. Finalmente, comenzó a hablar.

– Maddy -dijo-, estás creciendo.

– Eso parece -replicó ella con cara de pocos amigos.

Tenía la esperanza de que esto no se convirtiera en un sermón, como los que otras veces había soportado de las bienintencionadas señoras del pueblo, sobre «hacerse una mujer».

– Y lo que más ha crecido son tus poderes -prosiguió el Tuerto-.Ya eran fuertes al comienzo, pero ahora tus habilidades están despertando a la vida. Claro, tú aún no las controlas, pero podemos esperar que eso ocurra. Aprenderás.

«Esto va a ser un sermón -pensó Maddy-. Ojalá no sea tan embarazoso como el de que voy a hacerme una mujer, pero…»

El Tuerto continuó:

– La energía mágica, como ya sabes, puede permanecer años en estado latente, del mismo modo que esta colina lleva haciendo durante mucho tiempo. Siempre he sospechado que cuando uno despierta, el otro no tarda mucho en irle a la zaga.

Hizo un alto para llenar la pipa y los dedos le temblaron un poco cuando apretujó la hierba de tabaco en la cazoleta. Una bandada de gansos en forma de uve sobrevoló el camino hacia el Hindarfial. Maddy se ensimismó en la contemplación del vuelo hasta que sintió la mordedura del frío en la piel. El verano había terminado y el otoño pronto daría paso al invierno. Por algún motivo, el pensamiento hizo que brotaran lágrimas de sus ojos.

– Esta colina vuestra ha estado tan quieta durante tanto tiempo que pensé que quizá me había equivocado al interpretar los signos y que no pasaba de ser otro precioso túmulo de los Tiempos Antiguos, tal y como sospeché en un principio -habló el Tuerto al fin-. Ha habido muchas otras colinas, ya sabes, y manantiales, círculos de piedra, menhires, cuevas y pozos, que mostraban los mismos signos y al final no pasaba nada en ellos, pero cuando te encontré, y con esa runiforma… -Se interrumpió de forma abrupta y le hizo una señal para que escuchara-. ¿Has oído eso?

La interpelada meneó la cabeza.

– Me pareció haber oído…

«…algo parecido a las abejas -pensó el Tuerto-, un enjambre de abejas atrapado bajo tierra. Algo que lucha por escapar…»

Por un momento, la oyente consideró la idea de preguntarle a qué se refería con lo de «esa runiforma», pero era la primera vez que veía a su viejo amigo hecho un manojo de nervios y sentirse mal con tanta claridad, así que pensó que lo mejor era concederle tiempo.

Él miró de nuevo en dirección a la colina del Caballo Rojo, y estudió el caballo rampante a la luz del sol. «Qué cosa tan hermosa -pensó el Bárbaro. Lástima que algo tan bonito sea tan mortífero».

– Me sorprende que podáis vivir aquí -dijo-, con lo que se oculta justo debajo.

– ¿Te refieres… al tesoro? -musitó Maddy, que nunca había dejado de creer en los cuentos del oro enterrado bajo la colina.

El Tuerto le dirigió una de sus nostálgicas sonrisas.

– ¿Así que de verdad se encuentra aquí?

– En efecto -admitió él-. Lleva enterrado aquí quinientos años, esperando una oportunidad para escapar. Sin ti, le habría dado la espalda y nunca hubiera vuelto a pensar en él, pero albergué la esperanza de que contigo podría tener una oportunidad. Y tú eras tan joven, tan tremendamente joven… Con el tiempo, ¿quién sabía qué habilidades podrías desarrollar? ¿Quién sabía, con esa runa, en lo que podrías convertirte algún día? -Maddy puso unos ojos como platos al oír aquello-. Y así fue -continuó él-. Te enseñé, te enseñé cuanto sabía, y te mantuve cuidadosamente vigilada, sabiendo lo fuerte que llegarías a ser y que lo más probable era que terminaras alterando de forma accidental lo que yace bajo la colina.

– ¿Te refieres a los trasgos? -inquirió ella.

El Tuerto sacudió lentamente la cabeza.

– Los trasgos y sus mandarrias han sabido de ti desde tu nacimiento, pero hasta este momento no han tenido motivo para temer tus capacidades. Cuento con que la aventura de esta mañana haya hecho cambiar todo.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Maddy con nerviosismo.

– Quiero decir que el líder de los trasgos no es ningún estúpido, y que si él sospecha que vamos detrás del… tesoro…

– ¿Quieres decir que los trasgos podrían haber encontrado el oro?

El Tuerto hizo un sonido impaciente.

– ¿Oro? -preguntó-. ¿Ese cuento de viejas comadres?

– Pero tú dijiste que había un tesoro debajo de la colina.

– Ah, sí -admitió él-. Y lo hay. Un tesoro de la Era Antigua, pero no es oro, Maddy, no son lingotes ni pepitas ni siquiera un penique de níquel.

– Entonces, ¿qué clase de tesoro es? -quiso saber ella.

Él hizo una pausa.

– Lo llaman el Susurrante.

– ¿Y qué es eso? -preguntó Maddy.

– No puedo decírtelo. Quizá más tarde, cuando lo pongamos a salvo.

– Pero tú sabes lo que es, ¿no?

El interpelado mantuvo la calma con una cierta dificultad.

– Maddy -dijo-, aún no es el momento. Ese tesoro… puede convertirse en algo tan dañino como valioso. Esta simple conversación acerca de él ya nos pone en situación de peligro, y en muchos sentidos es más seguro para él permanecer dormido y olvidado. -Encendió la pipa con la runa de fuego, Kaen, y un hábil y leve giro de sus dedos-. Pero ahora está despierto, para bien o para mal, y correríamos todavía un peligro más grande si alguien más lo encuentra; si lo encuentra y lo pone en uso.

– ¿A quién te refieres con «alguien»? -inquirió Maddy.

El la miró.

– A alguien como nosotros, claro.

Ahora el corazón de Maddy latía más rápido que uno de los martillos en la forja de su padre.

– ¿«Como nosotros»? -repitió ella-. ¿Hay otros como yo? ¿Tú los conoces? -El asintió con la cabeza-. ¿Cuántos? -preguntó ella.

– ¿Es que eso importa?

– A mí, sí -replicó la joven con fiereza.

Había otros, pero el Tuerto nunca los había mencionado. ¿Quiénes eran? ¿Dónde estaban? Y si él había sabido de su existencia durante todo este tiempo, entonces…

– Maddy -intervino él-, soy consciente de que es duro, pero debes confiar en mí. Has de creerme con independencia de que haya podido ocultarte algunas cosas, incluso aunque te haya engañado en ocasiones.

– Me has mentido -concluyó Maddy.

– Lo he hecho para mantenerte a salvo -le explicó el Tuerto con paciencia-. Los lobos de manadas distintas no cazan juntos. Incluso algunas veces se cazan entre ellos.

Se volvió hacia él con los ojos ardientes.

– ¿Por qué? -le demandó-. ¿Qué es el Susurrante? ¿Por qué es tan importante para ti? Y sobre todo, ¿cómo es que sabes tanto acerca de él?

– Ten paciencia -repuso el Tuerto-. Vamos primero a por el Susurrante. Después te prometo contestar a todas tus preguntas, pero ahora, por favor, tenemos una tarea pendiente. Esta colina no ha sido abierta desde hace cientos de años. Habrá trampas defensivas para proteger la entrada, tendremos que encontrar las runas, y romper lo que nos impida entrar. Eh…, vas a necesitar esto.

Sacó un objeto familiar de su mochila y se lo dio a Maddy.

– ¿Qué es eso?

– Es una pala -comentó él-. Porque la magia, como el liderazgo, es una décima parte de genio y las otras nueve de trabajo preparatorio. Necesitarás limpiar el contorno del Caballo hasta una profundidad de unos quince a veinte centímetros. Nos va a llevar un rato.

Maddy le dirigió una mirada suspicaz.

– Veo que sólo hay una pala -le reprochó ella.

– El genio no la necesita -comentó el Bárbaro con voz seca mientras se sentaba en la hierba para terminarse la pipa.

Fue una tarea larga y laboriosa. El Caballo medía unos sesenta metros desde el morro hasta la cola y los siglos de inclemencias climáticas, mal uso y negligencia se habían cobrado lo suyo en buena parte del trabajo más delicado, pero la arcilla de la colina era densa y dura, y la forma del Caballo se había hecho con el fin de que perdurase, con guardas y runiformas grabadas a intervalos para asegurar que no se perdiera el diseño.

El Tuerto suponía que habría por lo menos nueve, una por cada uno de los Nueve Mundos, e iban a tener que encontrarlas todas antes de que pudieran entrar.

Fue él quien descubrió la primera, tallada en un guijarro y enterrada al lado de la cola del Caballo.

Madr, la Tierra Media. La Gente.

– Un buen comienzo -le aseguró mientras rozaba la runa para hacerla brillar y susurraba un ensalmo-: Madr er moldar auki[5].

De repente, un lugar en la cabeza del Caballo se iluminó con el brillo correspondiente, y casi a la vez, bajo el césped, Maddy encontró la runa Yr.

– Yr. El Trasmundo. Los Cimientos. Las cosas irán más deprisa a partir de ahora.

En cuanto la tocaron, Yr iluminó el camino a Raedo, las Tierras Bárbaras, metida debajo del vientre del Caballo, y después Logr, el Mar, situada en la boca del Caballo…

…y un poco más allá, en cada una de las patas, descubrieron Bjarkán, por el mundo del Sueño, y Naudr, por el Inframundo…

…Hagall, para el Averno, y Kaen, por el Caos o el Más Allá…

…y finalmente, justo en la mitad del ojo, la runa de la Ciudadela del Cielo…

Os, la de los æsir, la más brillante de todas, como la estrella central en la constelación de Tiazi, el Cazador, que cae sobre los Siete Durmientes en las noches claras de invierno.

Os. Los æsir. El Firmamento. Maddy contempló esta runa en silencio. Éste era el momento con el que ella había soñado, y ahora que se sentía tan cerca, experimentaba una curiosa renuencia a actuar. Esto la ponía algo furiosa, y aun así era consciente de que una pequeña parte de ella quería por encima de todo dar un paso atrás y alejarse de ese umbral hacia lo desconocido para regresar a Malbry y la seguridad de su hogareña ratonera.

El Tuerto debió de darse cuenta, porque esbozó una ligera sonrisa y le puso una mano en el hombro a Maddy.

– No tendrás miedo, ¿verdad, chica?

– No. ¿Y tú?

– Un poco -admitió él-. Ha pasado tanto tiempo… -Se sacó la pipa de la boca, volvió a prender la hierba de la cazoleta y lanzó una bocanada de humo dulce-. Maldito hábito -comentó-, lo adquirí del Pueblo del Túnel en una de mis expediciones. Son unos herreros magistrales, ¿sabes? pero con unos hábitos higiénicos terribles. Creo que el humo les ayuda a disimular la peste.

Maddy tocó la runa final. Relumbró con colores opalinos como los del sol estival. Recitó el ensalmo:

– Ós byth ordfruma célere spræce [6].

La colina se abrió con un chirrido deslizante; y donde antes había estado el ojo del Caballo, ahora había un estrecho túnel de paredes terrizas que se hundía en las entrañas de la tierra.

Capítulo 6

Hace quinientos años, en los albores de la Era Nueva, había pocas fortalezas más seguras que el castillo de la colina del Caballo Rojo. Construido sobre el escarpado alcor que dominaba el valle, ostentaba el mando de toda la llanura y su cañón apuntaba de forma permanente hacia el paso del Hindarfial, el único lugar en toda la cordillera de los Siete Durmientes por el que podía atacar un posible enemigo.

De hecho, era un misterio para la gente de Malbry cómo sucumbió, a menos que fuera por una epidemia o a consecuencia de un acto de traición, porque desde el destrozado círculo de piedra se podía divisar todo el camino en dirección norte hasta Farnley Tyas, y por el sur, hasta Posta de la Fragua, al pie de las montañas.

El camino estaba muy al descubierto, apenas protegido por dispersos matorrales de aulagas, y las mismas laderas de la colina eran demasiado empinadas para que hombres acorazados pudieran subir por ellas.

Pero Adam Scattergood no llevaba armadura, el cañón había sido fundido hacía mucho tiempo y habían pasado más de cinco siglos desde que el último centinela hubiera vigilado la colina del Caballo Rojo. En consecuencia, se las arregló para ascender la colina sin que le vieran, y arrastrándose a través de los matorrales de cola de liebre a sotavento del Caballo, se escondió detrás de una piedra caída para escuchar lo que estaban hablando la pequeña bruja y el pillastre del Tuerto.

Adam nunca había confiado en Maddy. La gente con imaginación le ponía nervioso pues vivía en un universo extraño y oscuro donde Adam Scattergood o bien pasaba desapercibido o bien no era querido, lo cual le hacía sentirse bastante incómodo. Sin embargo, lo que nunca admitiría ante sí mismo era que Maddy le asustaba. Eso habría sido totalmente ridículo. Ella tenía la sangre sucia, ¿o no? Nadie iba a quererla nunca, al menos con esa runiforma en la mano. Ella nunca iba a llegar a nada mientras que él…

…era un chico guapo con un brillante futuro, loada fuera la Ley. Era ya el aprendiz del párroco y con un poco de suerte, y con los ahorros de su madre, incluso podrían enviarle a estudiar a Finismundi, a la Ciudad Universal. En resumidas cuentas, era de lo mejorcito de Malbry, y por eso se encontraba allí, espiando a la chica y a su compinche, el Bárbaro, sin ningún amigo a su lado, como un chivato, un pensamiento de lo más irritante. Se arrastró un poco más cerca de la base de la piedra y aguzó el oído a fin de captar algo secreto, algo importante, algo con lo que luego pudiera zaherirla.

Su sonrisa se ensanchó de forma notable cuando oyó la parte relativa al tesoro de debajo de la colina. Aquello daba mucho juego para poder burlarse de ella. «Trasguita -pensaba mofarse-, ¿has encontrado ya algo de oro para comprarte un vestido nuevo? ¿Has pillado un anillo de Faerie, trasguita?»

La idea era tan excitante que estuvo a punto de salir de su escondrijo en ese momento, pero estaba solo, y de repente la chica y el Bárbaro no parecían tan divertidos como cuando Adam se encontraba con sus compinches. De hecho, parecían casi peligrosos, y él estaba muy contento de hallarse a salvo y fuera de su vista detrás de la piedra grande.

Su júbilo se duplicó en cuanto escuchó lo del Susurrante. Él no quería guardar relación alguna con reliquias de la Era Antigua, por muy valiosas que pudieran ser, ya que de cualquier modo, probablemente estarían malditas o poseídas por algún demonio. Adam se felicitó y se habría dado abrazos de alegría en cuanto se abrió la colina de no ser porque lo extraño le causaba verdadero pavor, y estaba claro que Maddy y su amigo tuerto se habían pasado de la raya en esta ocasión.

¡Abrir la Colina al Trasmundo! Nat Parson seguramente tendría alguna palabra bien fuerte que decir al respecto. Incluso Matt Law, que no sentía demasiada simpatía por el párroco, se vería forzado a admitir que esta vez la hija menor del herrero había ido demasiado lejos. No había forma de ignorar una violación tan descarada de las leyes asentadas en el Buen Libro.

Esto significaría el final de la pequeña bruja de una vez por todas. Los habitantes de Malbry habían tolerado sus peculiaridades durante mucho tiempo en consideración a su padre, pero este uso de la magia era un crimen serio, y Maddy tendría que ser examinada, o incluso depurada, en cuanto Adam cumpliera con su obligación, como estaba decidido a hacer, de informar a Nat Parson.

Adam nunca había visto una Depuración real. Esas cosas no sucedían mucho fuera de Finismundi, pero «la civilización sigue extendiéndose», como decía el párroco tan a menudo, y era sólo cuestión de tiempo el que el Orden estableciera un puesto de avanzada al alcance de Malbry. Eso no ocurriría lo suficientemente pronto para Adam. El final de la magia; la colina excavada, con sus demonios quemados y el Orden restaurado en el valle del Strond.

Empezó a adormilarse detrás de la roca conforme pasaba el tiempo sin que ocurriera nada y al final se quedó amodorrado hasta que Maddy abrió por fin el Ojo del Caballo, momento en que se despertó sobresaltado y profirió un sofocado grito de asombro. El Tuerto levantó la cabeza, con los dedos torcidos, y de pronto Adam estuvo seguro de que el Bárbaro era capaz de ver de verdad a través del viejo granito de la piedra caída y sus ojos podían llegar hasta su escondrijo.

El joven se sintió dominado por un gran pavor y se aplastó aún más contra el suelo, casi esperando escuchar los pesados pasos dirigirse hacia él a través de la colina.

Pero no sucedió nada.

Adam se fue relajando a medida que pasaban los segundos y recobró su arrogancia natural en cuanto quedó claro que no le habían visto. Intentó convencerse de que lo que le había puesto nervioso era aquel lugar, esa colina, con sus fantasmas y sus ruidos. No tenía miedo del pillo tuerto. Y esa niña no le asustaba, desde luego.

En cualquier caso, ¿qué hacía ella ahí arriba con la mano en alto? El muchacho únicamente era capaz de distinguir su sombra en la hierba y no había forma de que pudiera adivinar que ella estaba usando Bjarkán ni que ahora estaba viendo al acosador, encorvado contra la piedra caída, con el rostro confuso por el miedo y la malicia.

Maddy no necesitaba hacer un gran esfuerzo de imaginación para suponer qué hacía allí su enemigo. Lo entendió todo al primer golpe de vista. Contempló sus colores y gracias a ellos supo cómo la había seguido, cómo los había espiado a ella y al Tuerto. También se enteró de que pensaba regresar al pueblo para contar lo que había averiguado con el propósito de echarlo todo a perder, tal y como había hecho siempre con todo lo demás.

Y ahora su cólera encontró al fin un objetivo. No se lo pensó dos veces y con la runiforma bastarda relumbrando con fuerza en la palma, proyectó la ira y la voz hacia el chico acuclillado con la misma saña con la que Adam la había apedreado tantas veces.

Actuó por instinto. Su grito barrió la colina y precisamente en ese mismo instante hubo un relámpago de luz y un crujido ensordecedor cuando la piedra erguida se partió en dos y las esquirlas de roca se dispersaron por la cima de la colina.

Adam Scattergood se quedó allí, agachado entre las dos mitades de la piedra rota, con el rostro del color del queso fresco y una mancha de humedad extendiéndose por la entrepierna de sus finos pantalones de sarga.

Maddy no pudo evitarlo y se echó a reír. El ataque la había dejado casi tan aterrorizada como al mismo Adam, pero aun así, vinieron las carcajadas y no era capaz de parar, mientras el chico la miraba, primero con miedo, luego sobrecogido, y finalmente, tan pronto como se dio cuenta de que no estaba herido, con un odio ciego y amargo.

– Lo lamentarás, bruja -tartamudeó, irguiéndose tembloroso-. Les diré a todos lo que estáis planeando. Les diré que intentaste asesinarme.

Sin embargo, ella estaba totalmente descontrolada y no dejó de reír a mandíbula batiente. Le rodaron unos lagrimones por las mejillas y le dolía el estómago de tanto carcajearse, pero las risotadas le estaban sentando demasiado bien como para refrenarse. Al final, apenas era capaz de respirar y estuvo a punto de asfixiarse. El rostro de Adam adquirió un rictus cada vez más sombrío. Abandonó el círculo de piedras, huyó ladera abajo y se alejó de la colina en dirección al camino de Malbry. Ni Maddy ni el Tuerto hicieron intento alguno por detenerle.

En ese momento, Maddy se acercó a la piedra partida. Las risotadas se le pasaron tan pronto como habían venido y se sintió algo vacía y un poco mareada. La roca de granito tenía un metro de alto y casi lo mismo de ancho, y sin embargo se había fraccionado limpiamente en dos. Acarició el bisel rugoso de la rasgadura dentro de la cual brillaban de forma desperdigada las pepitas de mica.

– Vaya, vaya, de modo que puedes lanzar rayos mentales -comentó el Tuerto, que la había seguido-. Bien hecho, Maddy. Con un poco de práctica, ésta puede ser una habilidad de lo más útil.

– Yo no he lanzado nada -repuso Maddy, algo atontada-. Me limité a gritar, pero no le lancé una runa, era algo sin sentido, sólo gritar por gritar, como hoy en la bodega.

El Tuerto esbozó una sonrisa.

– El sentido es un concepto del Orden -le explicó-. El lenguaje del Caos carece de sentido por definición.

– ¿El lenguaje del Caos? -retrucó Maddy-, pero yo no lo conozco. Nunca he oído hablar de él…

– Sí, sí lo has oído -respondió el Tuerto-. Lo llevas en la sangre.

Maddy dirigió la vista al pie de la colina, donde la distante figura de Adam Scattergood se iba empequeñeciendo a lo largo del camino que conducía a Malbry. El fugitivo daba rienda suelta a su rabia de vez en cuando y profería agudos gritos mientras corría.

– Podría haberle matado -comentó ella, al tiempo que comenzaba a temblar.

– Quizás en otra ocasión.

– ¿No lo entiendes? ¡Podría haberle matado!

El Bárbaro no parecía impresionado.

– Bueno, pero ¿no era eso lo que querías hacer?

– ¡No! -Él sonrió sin decir nada, por lo que ella se sintió obligada a añadir-: Es la verdad, Tuerto. Simplemente ocurrió.

Él se encogió de hombros y volvió a encender la pipa.

– Querida mía, cosas como éstas no pasan porque sí.

– No lo entiendo.

– Oh, sí, ya lo creo que sí.

Y en realidad, lo entendía; naturalmente que sí. Ni ella era la hija de un herrero ni lo que le había lanzado a Adam, el rayo mental, había salido del aire enrarecido por arte de birlibirloque, sino que había sido forjado por ella. La sensación había tenido la misma intensidad que cuando se libraba un enfrentamiento con ballestas. Ella se lo había arrojado al hijo de la tabernera con la fuerza y la intención de años y años de ira reprimida.

Una vez más sintió un momento de terror cuando se imaginó lo que podría haber sucedido si la piedra no hubiera absorbido el impacto. Y con el miedo vino la conciencia aún más terrible de que podría y, seguramente, lo haría otra vez.

El Tuerto pareció leerle los pensamientos.

– ¿Recuerdas lo que te enseñé? -dijo con dulzura-. El fuego arde, ésa es su naturaleza. Úsalo o no, pero recuerda esto: un rayo mental no es un trabuco. No sale porque sí. – Sonrió-.Y en cuanto al chico, no ha sufrido daño alguno. Es una pena que nos haya escuchado, claro, ya que nos concede menos tiempo, pero eso no cambia nada.

– Espera un minuto -pidió Maddy mientras miraba el túnel abierto-. ¿De veras crees que deberíamos entrar ahora mismo después de lo que ha pasado?

– Tras lo ocurrido -repuso él-, ¿qué otra opción nos queda?

La muchacha le estuvo dando vueltas durante un rato. A esas alturas, Adam ya debía de haberse chivado, a menos que antes se hubiera detenido a cambiarse de pantalones, y sin duda, habría embellecido el relato con cuantos demonios fuera capaz de inventar su limitada imaginación.

Se lo contarían a Jed Smith, a Matt Law, al obispo, sin olvidar a Nat Parson, que había estado esperando una crisis como ésta desde su legendaria peregrinación a Finismundi. El párroco iba a estar encantado de poder lidiar con una perturbación tan importante como la actual. Y sea lo que fuere lo que terminara ocurriendo, el incidente se consignaría en el Libro de Eventos de Malbry, junto con los otros sucesos importantes de la historia del pueblo, y Adam Scattergood sería recordado por ello hasta mucho después de que sus huesos se hubieran convertido en polvo.

El sol estaba alto ahora en el cielo y el valle se veía verde y dorado bajo su luz clara. Un humo ligero flotaba sobre los tejados y el olor de los rastrojos quemados le llegó a Maddy desde lejos, llenándole los ojos de repentinas lágrimas. Pensó en la herrería y en la casita contigua, en el olor del metal caliente y el humo, en el anillo de caléndulas que rodeaba la puerta principal.

Había creído que aquél era su mundo y hasta ese momento, cuando estaba a punto de abandonarlo, no se había percatado de lo mucho que significaba para ella. Su marcha equivalía tácitamente a admitir la culpa y no habría marcha atrás, nada volvería a ser lo mismo.

– ¿Merece la pena, Tuerto? -le preguntó-. Ese Susurrante, sea lo que sea.

El Tuerto asintió

– La merece -admitió.

– ¿Más que el oro? -inquirió Maddy.

– Mucho más que el oro.

La muchacha miró hacia el valle una vez más. Podría quedarse y luchar por su causa, claro. Al menos, le prestarían algo de atención. No había habido ningún ahorcamiento en el valle desde el de Nell la Negra, una cerda ensillada con una runiforma en la espalda que se había comido a sus lechones haría cosa de diez años, pero el Tuerto era un Bárbaro, miembro de una tribu de mendigos y ladrones, y su juicio tenía todo el aspecto de ser corto y expeditivo. Ella no tenía elección, y además, con la entrada de la colina abierta a sus pies y la promesa de tesoros escondidos allí abajo, ¿cómo iba a volverse?

El angosto pasaje de bordes toscos se adentraba en la ladera de la colina. Dio un paso al interior, tropezando un poco, y probando amargamente el techo de tierra, al darse un golpe en la cabeza. Para su alivio, estaba seco y era firme; desde las profundidades del túnel venía olor a bodega. Maddy dio otro paso, pero el Tuerto se quedó donde estaba, observándola, y no hizo ningún movimiento para seguirla.

– Bien -dijo Maddy-. ¿Vienes o qué?

Su acompañante no dijo nada por un momento, y luego sacudió lentamente la cabeza.

– No puedo entrar ahí, Maddy -contestó-. Me reconocerá en cuanto ponga el pie en el Trasmundo. Y sabrá bien pronto que estoy ahí y con qué fin.

– ¿Quién? -inquirió Maddy.

– Desearía poder decírtelo -comentó él-, pero disponemos de poco tiempo y no hay ocasión de contar una historia tan larga. El tesoro que buscas, el Susurrante, no es una pieza normal de botín. Puede disimularse en forma de un bloque de vidrio, un pedazo de mena de hierro, incluso de una roca. Está en su naturaleza el ocultarse, pero lo conocerás por sus colores, porque no puede esconderlos. Búscalo en un pozo o en una montaña. Tal vez esté enterrado a mucha profundidad, pero acudirá a tu reclamo si tú lo llamas.

Maddy lanzaba continuas miradas hacia el pasaje, donde reinaba la oscuridad del sepulcro, y recordó las historias del Tuerto sobre los caminos que discurrían debajo de la colina y cuyo final concluía en el Sueño, la Muerte y aún más lejos…

Se estremeció y se volvió otra vez hacia él.

– Pero ¿cómo sabemos que permanece aún aquí? ¿Qué pasa si alguien se lo ha llevado?

– No lo han hecho -le aseguró el Tuerto-. Yo lo habría sabido.

– Pero tú me aseguraste que había otros, y ahora…

– Es la verdad, Maddy -la interrumpió-. No estoy seguro de que él me espere ahí abajo, en absoluto, ni de sus pretensiones en caso de que esté en las entrañas de la colina, pero si entro contigo y está esperando allí abajo con sea cual sea el artefacto mágico que haya sido capaz de preparar…

– ¿Quién es? -repitió Maddy, una vez más.

El Tuerto le dedicó una de sus sonrisas torcidas.

– Un… amigo de antaño -contestó-, de hace mucho tiempo. Uno que se convirtió en un traidor en la Guerra del Invierno. Le di por muerto, y quizá lo esté, pero los de su especie tienen nueve vidas y a él siempre le sonríe la suerte. -La muchacha hizo ademán de hablar, pero él la interrumpió-. Escucha, Maddy. Él me está esperando y no sospechará de ti. Tal vez incluso ni se percate. Y tú puedes encontrar al Susurrante y traérmelo antes de que él se dé cuenta de lo que está pasando. ¿Lo harás?

Una vez más Maddy miró dentro del Ojo del Caballo. Se abría lóbrego a sus pies, como si el Caballo se hubiera despertado después de siglos de sueño.

– ¿Y qué harás tú? -le preguntó al final.

El Bárbaro sonrió, pero su ojo bueno relampagueó.

– Puede que sea viejo, muchacha, pero creo que todavía me las puedo apañar con un puñado de pueblerinos.

Y quizá fue un truco de la luz, pero le pareció a Maddy que su amigo había crecido de algún modo y parecía más joven, más fuerte, con sus colores más brillantes y poderosos, como si los años se hubieran limitado a pasar por él, años, pensó, o quizá más. Por lo que Maddy sabía, la Guerra del Invierno había terminado hacía quinientos años; los lobos demonio se habían tragado el sol y la luna y el Strond se había desbordado hasta el punto de que las aguas llegaron hasta las laderas de las montañas, arrasándolo todo a su paso.

Nat Parson llamaba a esto la Tribulación y en sus sermones hablaba de cómo el Antiguo de los Días se había cansado de la maldad de la humanidad y había enviado fuego y hielo para limpiar el mundo.

El Tuerto lo había llamado Ragnarók.

– ¿Quién eres tú? -le preguntó.

– ¿Eso importa? -le respondió él.

El debía de haber visto la respuesta en el rostro de Maddy, porque asintió y se desprendió algo de la tensión que soportaba.

– Bien -dijo-. Ahora, corre y encuentra al Susurrante, o déjale encontrarte si puede. Mantente oculta y alerta. No confíes en nadie, sea cual sea la manera en que se presente antes, y por encima de todo, no hables ni una palabra a nadie sobre mí.

– ¡Espera! -le llamó Maddy cuando se dio la vuelta.

– Ya he aguardado bastante -respondió el Bárbaro, y sin una mirada o un gesto de despedida comenzó a andar de nuevo hacia la colina del Caballo Rojo.

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