Todo aquello que puede soñarse es cierto.
Inventos, 12
La sombra que se cernía sobre el Noveno Mundo, la del pájaro negro con plumas de fuego, sobrepasaba a cualquier otra cosa que se hubiera visto desde el Ragnarók.
Era Surt el Destructor en su pleno aspecto. Todo aquello sobre lo que caía la sombra de sus alas se desvanecía como si nunca hubiera existido, dejando tan sólo Caos en su lugar; un Caos cuajado de estrellas que crecía y se hinchaba conforme el mundo retrocedía.
Apenas quedaba nada de la Fortaleza Negra, que sillar a sillar volvía a transformarse en sus materias primas: encantamientos, efémeros y sueños. Había fragmentos que seguían flotando en el vacío. Aquí se veía un lienzo de muralla, allí una roca, una zanja o el meandro de un río, todo flotando como copos de nieve en el viento tenebroso.
Para la resistencia final, los æsir habían elegido uno de esos fragmentos, el saliente de un acantilado rocoso que se asomaba al Inframundo. Allí estaban Tor bajo su propio aspecto, empuñando rayos mentales, y Tyr armado con su guantelete y listo para golpear. Frig contemplaba la escena que se desarrollaba en el Hel, Loki estaba agazapado tras una piedra y Sif, que no era guerrera, se dedicaba a comentar todo el rato cómo y cuándo iban a morir. Según ella, eso sucedería de forma inmediata.
– Todo por tu culpa -dijo señalando a Loki.
Éste, haciendo caso omiso de sus pullas, se dedicaba a derribar demonios con ensalmos rápidos y ligeros que cortaban el aire como metralla.
– Es culpa tuya -insistió Sif-. Ahora estás muerto y todo se va a ir al Pandemónium y… ¿Se puede saber por qué diantre sonríes?
Loki no la escuchaba. Estaba dejando vagar sus pensamientos -acababa de descubrir que abatir demonios agudizaba su concentración- y repasando los acontecimientos de los últimos días. Aunque ya era demasiado tarde, acababa de percatarse de que le habían manipulado con gran astucia.
Gracias a las palabras de Frig lo comprendía todo. Le habían utilizado desde el principio, enviándole a la muerte en una misión imposible. Mientras, el Susurrante llevaba a cabo su trato con Hel, a la que había engañado para que sirviera a sus propios fines. La traición de Hel había abierto una grieta en el Caos. Ahora el Susurrante mandaba todo un ejército preparado, no para plantar batalla, como suponía Odín, sino para desencadenar el Caos en los mundos y contemplar cómo caían uno por uno.
Se dio cuenta de que había subestimado la ambición del Susurrante. Dando por sentado que se trataba de una simple venganza, había creído que, una vez saldada su deuda con Odín, tal vez se quedaría satisfecho, pero ahora sabía la verdad. El Susurrante había decidido que era su momento; deseaba el poder del Orden y del Caos, quería ser el Único Dios.
Loki formó Kaen, la lanzó contra una nube de efémeros y los dispersó como un enjambre de abejas. La desesperación le había devuelto su sentido del humor. Le daba igual lo que hiciera el Susurrante: en los últimos minutos que le quedaban estaba dispuesto a extinguirse en una gloriosa explosión de llamas. De sus dedos brotaban runas ígneas, sus ojos lanzaban destellos y su semblante, aunque mostraba señales de agotamiento, resplandecía de alegría. Supuso que debía de tratarse del Caos que llevaba en su propia sangre; pero el caso es que, para su propia sorpresa, Loki descubrió que se estaba divirtiendo más que en los últimos quinientos años.
Tras él, Tor y Tyr aguantaban espalda contra espalda, cubriéndose el uno al otro mientras lanzaban relámpagos mentales contra la sombra del pájaro negro. Éste seguía acercándose. A su estela venían el silencio, el espacio interestelar que giraba sobre sí mismo y el vacío inconcebible del Más Allá.
Palmo a palmo se aproximaba a ellos. Nubes de efémeros se agostaban y morían a su paso. Sus fauces devoraban demonios, algunos tan grandes como elefantes. Y seguía acercándose, inexorable, ajeno a la destrucción que desataba. Ya casi se encontraba encima de ellos. El Averno había caído y tan sólo las orillas del río seguían existiendo.
Así llegó Surt. Su sombra rozó el borde de la roca sobre la que resistían los æsir.
Entonces, de repente, mientras la propia piedra empezaba a desintegrarse bajo sus pies…
…todo se detuvo. Se hizo el silencio. El Averno se paralizó en el mismo momento de su destrucción. Mientras, Odín y el Innombrable se acercaban. Al principio lo hacían muy despacio, girando el uno alrededor del otro de forma casi imperceptible, como danzarines en un baile ritual lento y prolongado.
Maddy, a la que se le había acelerado el pulso al ver a su viejo amigo, dio un paso adelante, pero Bálder la detuvo agarrándola por el brazo.
– Déjalo -dijo en voz queda-. Si intervienes, puedes poner en peligro tanto tu vida como la suya.
Maddy sabía que Bálder tenía razón, pues ese combate le correspondía a Odín, no a ella. Mas no pudo evitar sentirse herida al ver que su amigo ni siquiera la había reconocido. ¿Acaso estaba enfadado con ella? ¿Es que ya no le importaba? ¿O, tras servir a sus propósitos, Odín había decidido apartarla a un lado tal como había hecho en el pasado con tantas otras personas?
Los dos guerreros seguían acercándose. Odín parecía cansado y descolorido junto a la deslumbrante figura del Innombrable, en cuyo bastón crepitaban las runas. La espada mental de Odín brillaba con el tono azul de un martín pescador.
Tras ellos, las diez mil voces del Orden empezaron a recitar el Libro de las Invocaciones.
Yo te llamo Odín, hijo de Bor…
– Has perdido -dijo el Innombrable-. Tu tiempo se acabó. ¡Abajo los viejos dioses! ¡Arriba los nuevos!
Odín sonrió.
– ¿Los nuevos? No hay ninguna novedad en esto, mi viejo amigo. Así es como funcionan y se mueven los mundos. La traición sirve a un bando o al otro. E incluso el Caos tiene sus reglas.
– Esta vez no -dijo el Innombrable-. Ahora soy yo quien dicta las normas.
– Las reglas ya están estipuladas. Tú también las sirves, te guste o no.
El Susurrante siseó.
– Yo no sirvo a nadie. Ni al Orden ni al Caos. Si todo lo demás tiene que derrumbarse, que así sea. Gobernaré solo. Lo único que existirá en todos los mundos seré yo. Un yo omnipotente que lo ve todo y lo sabe todo.
– Así que Mímir el Sabio no ha perdido ni un ápice de su sapiencia -se burló Odín.
En realidad, no estaba de humor para bromas. El poder del Innombrable era mayor incluso de lo que había imaginado. Su energía mágica era como el corazón de una estrella, y aunque su aspecto estaba tan sólo a medio formar, Odín sabía que ya era letal.
A su espalda, el ejército del Orden entonó:
Te llamo Grim y Gangleri,
Herían, Hialmberi,
Tekk y Tridi; Tund y Unn.
Cada nombre lo debilitaba más. Lanzó un golpe contra la figura que adivinaba borrosa gracias a su visión verdadera, pero su espada mental tan sólo azotó el aire. Detrás de él, en el ejército de los muertos, un hombre cayó, y otro se adelantó para ocupar su puesto.
El Innombrable atacó a su vez. El bastón rúnico tan sólo rozó la muñeca de Odín, pero quemaba como un hierro candente, y la fuerza del impacto lo derribó de espaldas y aturdido en la arena.
Te llamo Bólverk,
te llamo Grímnir,
te llamo Helblindi,
te llamo Svídrir…
Odín se enderezó, frotándose la muñeca.
– Te has hecho más fuerte -comentó con voz fría mientras se pasaba la espada mental a la mano ilesa.
– Ojalá pudiera decir lo mismo de ti -manifestó el Innombrable.
Odín amagó una finta, desvió un golpe y atacó de nuevo. La espada que aferraba en la mano se aceleró como un dardo, pero un ademán del bastón rúnico bastó para desviarla. El arma voló inofensiva por los aires y al caer al suelo abrió un cráter de casi dos metros de profundidad.
Te llamo Omi, el Altísimo,
te llamo Hárbard,
Hroptatyr.
El bastón rúnico volvió a relampaguear. Odín trató de esquivarlo, pero el Innombrable fue más rápido. La punta del báculo le tocó apenas la rodilla. El Tuerto cayó y rodó sobre sí mismo al mismo tiempo que arrojaba Yr con una sola mano. El bastón volvió a atacar, esta vez buscando su cabeza, pero erró el golpe, mientras Odín lanzaba Tyr contra su adversario.
En las filas de los examinadores cayó otro hombre que se desvaneció como una nubécula de humo en el aire del desierto. El Innombrable seguía incólume, más fuerte que nunca y con una sonrisa de triunfo en sus ásperas facciones.
Odín acometió de nuevo con la fuerza que da la desesperación. En el ejército se desplomó otro examinador, pero el Innombrable contraatacó con la rapidez de una serpiente y esta vez alcanzó a Odín de lleno en un hombro.
Te llamo Sann y Sanngetal,
Fiólsvid, Skílfing…
Era un punto débil, ya que apenas se había curado del disparo de la ballesta. Odín se desplomó como un leño. Ya en el suelo, rodó sobre sí mismo para apartarse del alcance de su adversario y lanzó Tyr con la mano izquierda al mismo tiempo que se incorporaba.
La runa impactó entre los ojos del Innombrable.
Tambaleándose, Odín retrocedió un paso para comprobar el resultado.
En el ejército, un grupo de examinadores se esfumó, mientras el resto cerraba filas para ocupar su hueco. Odín, atento al Innombrable, observó cómo su disparo atravesaba el cuerpo etéreo de su enemigo y dispersaba su energía mágica en aquella atmósfera muerta sin causarle ningún daño.
El Innombrable soltó una carcajada seca.
El río Sueño seguía creciendo más y más.
Con gesto torvo, Odín volvió a desenvainar su espada mental.
Los vanir oían hablar al Innombrable al otro lado del campo de batalla. Cada sílaba les llegaba transmitida por diez mil voces.
Yo te llamo Odín, hijo de Bor…
«Ya está empezando», pensó Héimdal. Ocho contra aquella multitud.
Dio un paso hacia la línea de hombres. Esta vez no le siguió ninguna mirada. Todos le daban la espalda y tenían los ojos fijos en el mismo lugar; Héimdal podía notar cuan profunda era su concentración. Sopló una racha de viento seco cargada de polvo, pero nadie se tapó los ojos. En el remolino de nubes negras brilló un intenso fulgor del color de la sangre fresca.
Le había dado su palabra a Odín de que no lo seguiría. Aquello le dolía, pero un juramento es un juramento. Sin embargo, ese juramento no decía nada acerca de los muertos que formaban en actitud pasiva, aparentemente abismados en sus pensamientos mientras contemplaban la lucha que se libraba junto a la orilla del río.
Héimdal percibía el poder de aquel cántico y sabía que cada palabra era como un golpe para Odín. Pensó que si podía romper la comunión de los muertos, tal vez conseguiría interrumpir aquel maldito himno, aunque fuese tan sólo por un instante.
Sacó un dardo mental de la runa Hagall y lo lanzó contra la columna más cercana.
No sucedió nada. Ninguno de los muertos cayó.
Frey se le unió, empuñando una espada mental, pero la hoja del Cosechador fue tan inefectiva como el arma de Héimdal y atravesó la línea de los muertos como si éstos fueran de bruma.
Llamó a Skadi y también a Njord, pero ni el látigo mental ni el tridente lograron nada, y las runas de fuego, de hielo y de la victoria también resultaron inútiles. Los oídos de los muertos eran sordos a las melodías más poderosas de Bragi, sus ojos eran ciegos a los encantamientos más seductores de Freya. Impertérritos, seguían recitando los nombres secretos del Padre de Todo.
Jalk, Ygg y Veratyr,
Vakr, Tror y Farmatyr.
Hérteir, Bíleyg, Oski y Gaut…
En medio de la consternación general y los ataques de la Palabra, pasaron doce versos más hasta que los vanir se dieron cuenta de que Parson y su aprendiz -por no mencionar al campesino, la mujer y la cerda- habían desaparecido.
Sabía que la batalla casi había terminado. Odín, que sangraba por más de diez heridas, había golpeado una y otra vez, pero no había conseguido infligir el menor daño al Susurrante. Al menos, sus ataques habían abierto una estrecha franja entre las silenciosas tropas del Orden; pero por cada hombre que caía, otro ocupaba su lugar, de modo que su espectral comunión no se rompía en ningún momento. El Tuerto luchaba como una rata acorralada, pero en el fondo de su corazón empezaba a convencerse de que aquella criatura era invencible.
El General se aproximaba a su fin. Cada nombre y cada verso le abrían una herida más profunda. Había agotado su energía mágica, su brazo derecho había quedado inutilizado y la espada mental era poco más que un muñón. Aunque había golpeado al Innombrable un centenar de veces, no había conseguido hacerle ni un solo rasguño.
Por el contrario, el Susurrante había ido acrecentando sus fuerzas conforme batallaban. Su aspecto se iba materializando de tal forma que, incluso ciego, Odín casi podía ver el rostro que se escondía bajo la capucha de ermitaño, la forma de su boca, la viva inteligencia que iluminaba sus ojos. Y en cuanto a sus colores, de sobra conocía aquella señal de óxido que en los bordes resplandecía con brillantes tonos naranja.
Pero aún no era la Palabra hecha carne. Odín sabía que con el aspecto actual el Innombrable sólo podía ejercer su poder aquí, en el país de los muertos, pero para conquistar los mundos necesitaba huesos, músculos, carne viva.
Una vida a cambio de otra.
Su carne. Sus huesos.
Te llamo Wotan. Vili y Ve.
– ¿Es esto lo que querías, Mímir, viejo amigo? Espero que disfrutes con ello. En cuanto a mí, me estoy cansando ya de este cuerpo.
El Innombrable respondió con una carcajada sarcástica.
– Oh, no. Tu cuerpo no me vale. Para nada. Hace cien años a lo mejor me habría servido, pero ahora está demasiado dañado. No, amigo mío: esto sólo lo hago por divertirme… y porque me gusta saldar viejas deudas.
Enarboló el bastón para atacar de nuevo. Odín se apartó rodando sobre sí mismo, ignorando el dolor lacerante de su hombro herido.
– Entonces, ¿en quién estás pensando? -preguntó-. Por si no te has dado cuenta, éste es el país de los muertos.
Y entonces, de repente, lo comprendió.
Una vida por otra.
Sin un cuerpo, o tan siquiera una cabeza, aquel ser nunca podría abandonar el Inframundo. De modo que, si quería conquistar todos los mundos…
Una vida por otra.
La vida de Maddy.
Ahora, al comprender el plan del Innombrable, atacó con ciega rabia y desesperación a la criatura que bailaba fuera de su alcance. Clavó una rodilla en el suelo…
El Innombrable detuvo su golpe sin ningún problema.
– Así que eso es lo que querías desde el principio -jadeó Odín, mientras atacaba de nuevo-. Reencarnarte, reconstruir Ásgard y gobernar tú solo. Convertirte en Modi, robarle su energía mágica para crear la tuya y cumplir la profecía que tú mismo debías hacer.
– Al fin te das cuenta -dijo el Innombrable-. Siempre has sido un poco lento. Bien, viejo amigo, ya sabes lo que dicen. Nunca confíes en un oráculo.
En el Libro de las Invocaciones había treinta y tres versos con los nombres de Odín el Padre de Todo y en esos momentos ya habían llegado al final. Diez mil voces recitaron los dos últimos versos.
Te nombro a ti, Guerrero, Tuerto y Vagabundo.
Tales son tus nombres y tal eres tú…
Y entonces, por fin, el General se desplomó sobre la arena, derrotado.
Ahora Maddy había escuchado la profecía. «Hablo cuando es mi deber», había dicho el Oráculo. Y aunque los había desorientado, revelándoles verdades parciales para engañarlos y retrasarlos, ella sabía que un oráculo no podía mentir.
Veo un barco funerario en las costas del Hel
y, con el perro a sus pies, al hijo de Bor en él…
Aun así, mientras contemplaba a aquellos dos adversarios tan terriblemente disparejos, Maddy no había llegado a perder la convicción de que, de algún modo, tenía que suceder algo que decantara la batalla a favor del Tuerto. Tal vez un giro inesperado de los acontecimientos, como ocurría en sus relatos favoritos.
Pero todo había terminado. Su amigo yacía boca abajo en aquel suelo gris, y sus colores se veían tan desvaídos que pensó que probablemente estaba muerto.
«No, tú no», sollozó. Se quitó de encima la mano de Bálder y corrió por la arena salpicada de sangre hasta donde yacía Odín. El Innombrable se alzaba sobre ellos con el bastón rúnico en alto y el semblante iluminado en un gesto de triunfo, pero Maddy apenas reparó en él.
Se arrodilló y tocó el cabello del Tuerto. Todavía seguía con vida.
– Maddy.
– Estoy aquí.
A duras penas logró levantar la cabeza. Fuera de su aspecto parecía muy anciano, muy humano, como si hubieran pasado cien años desde su último encuentro en la colina del Caballo Rojo. Había perdido el parche del ojo durante la pelea, y su rostro era una máscara devastada, sucia de sangre y polvo. Su único ojo la miraba sin ver, y Maddy se dio cuenta de que estaba completamente ciego. Notó una punzada de lástima y dolor en el corazón; pero por debajo, los sentimientos de injusticia y de rabia que había experimentado al conocer la verdad seguían vivos, pidiendo a gritos que los liberase.
– ¿Por qué has venido? -le preguntó-. Sabía que si venías aquí, morirías.
Odin suspiró.
– La misma… impaciente… Maddy.
Hablaba en susurros quebrados, casi sin aliento. Pero Maddy captó en su voz trazas del viejo e irascible Tuerto, y eso hizo que aún tuviera más ganas de llorar.
– Quería detener la guerra -dijo-. Intentaba evitar todo esto. Quería salvarte…
– Imposible -respondió Odín-. La profecía.
Maddy empezó a protestar, pero Odín sacudió la cabeza.
– Deja que te vea… otra vez -dijo.
A ciegas y con toda la ternura del mundo, levantó la mano para palpar el rostro de la muchacha.
Durante unos instantes, ella contuvo el aliento mientras los dedos de Odín recorrían su cara desde las mejillas hasta la barbilla y se entretenían en su frente, seguían el trazado de las líneas de pena y de determinación que rodeaban su boca y acariciaban la leve humedad bajo sus ojos.
«Un hermoso rostro -pensó Odín-, fuerte y a la vez bondadoso. Aunque tal vez no tan sabio como debería…»
Sonrió y dejó caer la cabeza sobre la arena.
Detrás de ellos, el Innombrable se acercó para descargar el golpe definitivo.
Mientras, por fin, Nat y los otros habían llegado al claro. Atravesando las filas fantasmales sin ser vistos, se quedaron hipnotizados por la escena que tenía lugar ante ellos.
Ethel reconoció lo que estaba pasando y suspiró.
Adam se quedó mirando con la boca abierta.
Dorian abrazó con fuerza a Lízzy la Gorda.
Bolsa se miró la palma de la mano, donde sostenía la piedra rúnica del Capitán, y se le encogió el estómago al ver que latía con una luz violeta. Lo hizo una sola vez, de forma débil, como un corazón que todavía no ha dejado de palpitar del todo.
«Oh, no -pensó Bolsa-. No puede ser. Ahora no…»
La piedra rúnica brilló de nuevo, ahora con algo más de intensidad. Un extraño escalofrío recorrió la espina dorsal del trasgo, casi como una voz familiar…
«No hay perdón posible para ti. Tú mismo te lo has dicho. No hay nada que yo pueda hacer».
Hizo ademán de tirar la piedra, pero cuando salió de entre las filas del Orden, descubrió que aún seguía aferrándola con fuerza y la guardó en el fondo de su bolsa. Tal vez había algo que podía hacer, después de todo. Con las runas nunca se sabía.
Nat Parson se quedó mirando asombrado, dejando que la gloria del Innombrable le llenara los ojos. Había viajado y sufrido tanto por presenciar este momento que ahora casi no se atrevía a pensar que al fin había llegado.
Aquel Ser rodeado de luces portentosas, aquella Entidad terrible, omnipotente y gloriosa, nacida del aspecto de la cabeza de piedra, ¿podía ser la Palabra que el corazón de Nat tanto anhelaba? Poco a poco se abrió paso atravesando un aire cuajado de encantamientos y dardos. Nadie intentó detenerle, nadie vio el brillo de felicidad de sus ojos mientras se acercaba a los dos adversarios.
– No llores, querida. Ya te dije que eras especial.
Maddy se volvió hacia el Innombrable, que se alzaba sobre ella levantando su bastón. De su punta brotaban encantamientos como lana enganchada a un huso, y escupía haces de energía estática al aire muerto. Impactante. De hecho, Maddy pensó que debería sentirse impresionada. Sin embargo, lo único que veía era el color de la sangre del Tuerto, que empapaba el suelo. Aquel rojo sobre la arena del desierto se le antojó el de las amapolas en el mes de la Cosecha.
– No tengo miedo.
Eran las mismas palabras que mucho tiempo atrás le había dicho a un caminante tuerto en la colina del Caballo Rojo.
El Innombrable sonrió.
– Me alegro. Porque tú y yo vamos a hacer algo especial.
Maddy no había escuchado la conversación sostenida por Odín y el Innombrable mientras peleaban en la llanura, pero no era tonta, y ya se le había ocurrido que si el cadáver de Loki podía usarse para resucitar a Bálder, lo mismo podía pasar con el suyo. Un cuerpo intacto era mucho mejor, por supuesto. El del Tuerto había sufrido daños tal vez irreparables, pero el de Maddy se encontraba sano y, algo incluso más importante, su energía mágica estaba entera y brindaría a su portador el poder de los dioses.
Maddy entrecerró los ojos y miró al Innombrable.
– ¿Especial?
– Muy especial, Maddy -dijo él-.Tú vas a conducirnos hasta las estrellas. Juntos reescribiremos la Creación desde el principio. Reconstruiremos la Ciudadela del Cielo. Crearemos de nuevo todo aquello que los æsir destruyeron por culpa de su negligencia y su codicia. En vez de Nueve Mundos en oposición, tan sólo existirá un Mundo Único. Nuestro mundo. Un lugar donde las cosas tendrán lógica y sentido. Un mundo donde el Bien y el Mal ocupen sus respectivos lugares y un solo Dios lo gobierne todo durante el resto de la eternidad.
Maddy le miró con desdén.
– Eso suena a lo que el Tuerto solía llamar «mierda de trasgo» -dijo.
El Innombrable se iluminó con un brillo de furia.
– ¿Crees que tienes elección? Ya has oído la profecía.
Maddy sonrió.
– «Veo un ejército listo para la batalla. Un general solo a su frente veo. Veo un traidor en la puerta. Un sacrificio también veo». -Levantó los ojos para enfrentarse a la mirada del Susurrante-. Te pregunté una vez si creías que yo era la víctima del sacrificio.
– No… -susurró Odín.
Nadie le oyó.
Maddy miró en derredor. A Hel, silenciosa y con su perfil muerto vuelto hacia el otro lado. A Bálder, encarnado en el cuerpo de Loki. A los diez mil guerreros -bueno, ya eran unos cuantos menos- que aguardaban en lúgubre silencio.
– No lo veas como un sacrificio -dijo el Innombrable en el más relajante de los tonos-. Piensa en ello como un nuevo principio. No estarás muerta. Formarás parte de mí, al igual que todos los demás seres. Dejaré mi marca en cada brizna de hierba, en cada gota de agua, en cada corazón humano. Todas las criaturas me adorarán, me amarán y me temerán, y yo las juzgaré.
Tras marcar una pausa dramática, se echó atrás la capucha. Su aspecto ya estaba casi completo, y la cabeza de piedra en la que había morado durante tantos años yacía olvidada a un lado. Maddy pudo ver sus propios colores bajo los del Susurrante, muy tenues, y sintió una especie de electricidad estática en el cabello y en los clientes cuando la Palabra se concentró rodeándola.
Diez mil muertos, listos para pronunciarla, tomaron aliento. A la espera de la Palabra, nadie reparó en la pequeña y cautelosa figura de La-Bolsa-o-la-Vida, que abandonó el refugio que le brindaba su grupo y, moviéndose con paso sigiloso por la arena muerta, se dirigió hacia los dos adversarios sin que nadie lo advirtiera.
No es que Bolsa tuviera madera de héroe. En primer lugar, si por él hubiese sido, jamás habría formado parte de toda aquella historia. El General estaba muerto -o casi-, el Capitán también estaba muerto, o algo peor, y, en cuanto a Maddy, el Innombrable parecía a punto de absorberla, lo que significaba que estaba tan muerta como los otros dos.
En realidad, ni él mismo sabía por qué no se había limitado a huir. No estaba actuando obligado por ninguna runa ni ensalmo. Ni siquiera le ataba ya la piedra rúnica, aunque todavía podía sentir la fuerza de su latido, como si una pequeña parte del Capitán siguiera encerrada en ella y se dirigiera a él en voz baja.
Ni siquiera sabía muy bien qué se suponía que debía hacer, ni por qué razón. Sin embargo, siguió moviéndose, casi pegado al suelo, hacia aquella vieja y desagradable energía mágica -el Susurrante- que había desencadenado todo aquello y que ahora yacía olvidada a un lado, mientras la criatura que había brotado del interior de la piedra se acercaba a Maddy y hablaba.
– Mi querida niña -dijo el Innombrable-. Escúchame.
Tal era su encanto que ella sintió que estaba a punto de obedecer y sucumbir a aquella meliflua voz.
– Estás agotada, Maddy -prosiguió el Innombrable-.Te mereces un descanso. No te resistas a mí ahora que estamos tan cerca el uno del otro…
Los muertos empezaron a hablar con voces tan átonas como el movimiento de la arena.
Yo te llamo Modi, hija de Tor,
hija de Jarnsaxa, hija de la ira.
Yo te llamo Aesk,
yo te llamo Fresno…
Maddy tenía menos nombres que el Tuerto, y sabía que probablemente su cántico sería breve. Ya podía sentir cómo actuaba sobre ella: le pesaba la cabeza y sus piernas parecían haber echado raíces en el suelo…
Con un esfuerzo se sacudió.
– ¿Resistirme? -dijo-. Creo que puedo intentarlo.
De su bolsa no sacó una runa ni un encantamiento, ni siquiera una espada mental, sino una sencilla navaja de campo, igual que la que podría haber llevado encima un herrero o el hijo de un granjero de Malbry.
En ese momento, Maddy presenció algo realmente asombroso, ella, que había llegado a creer que nada volvería a sorprenderla jamás. Se dijo que debía de tratarse de un milagro, pero ¿aquélla no era Ethelberta Parson, con Dorian Scattergood a su lado, y también Adam Scattergood, Nat Parson… e incluso un cerdito enano?
Pensó que se estaba volviendo loca. Esa era la única explicación posible. Le molestaba un poco soportar la visión de Nat Parson y Adam Scattergood en los últimos y desesperados instantes de su vida. Pero se dijo que, si todo acontecía conforme al plan, al menos no tendría que verlos mucho más tiempo.
– ¿Con eso? -preguntó el Innombrable, y empezó a reír.
Los diez mil se carcajearon con él. Sus voces sonaban como una bandada de aves de rapiña levantando el vuelo bajo aquel cielo metálico.
Pero la mirada de Maddy era directa y sincera.
– Necesitas mi cuerpo intacto -dijo-. Si muero aquí, mi espíritu se quedará en el Hel y el resto de mí se convertirá en polvo. No puedo matarte, pero sí puedo hacer esto.
Y Maddy apretó la punta de la navaja contra su propia garganta.
Una vez más el silencio se adueñó del Hel. Todo el mundo contemplaba a la muchacha, que, en el centro de un círculo de dioses y Gente, apretaba la navaja contra su cuello.
Loki, que veía lo que pasaba desde el Averno, sonrió a pesar del peligro.
Tor pensó: «Ésa es mi chica».
Odín no podía ver, pero sabía lo que estaba ocurriendo, así que daba igual.
Bálder, que también estaba mirando, había visto claro desde el primer momento cuál era la solución. No una batalla, ni siquiera una guerra, sino un sacrificio.
– ¡Maddy! ¡No! -aulló el Innombrable, y diez mil voces replicaron su grito como un eco-. Piensa en lo que te estoy ofreciendo. Mundos, Maddy…
La interpelada respiró hondo. Calculó que debía dar un golpe certero, pues tal vez no tendría una segunda oportunidad. Se imaginó su sangre dibujando un collar rojo y derramándose sobre la arena.
Comprobó que la mano le temblaba un poco. Trató de controlarla y…
…se dio cuenta de que no podía mover ninguna de las dos manos.
Era demasiado tarde. Estaba paralizada. Finalmente, el Libro de las Invocaciones había cumplido su misión. Lo único que podía hacer era observar con desesperación cómo el Innombrable se acercaba a ella, eufórico y con su voz ponzoñosa susurrando promesas en sus oídos.
– Mundos, Maddy, ¿qué otra cosa puede haber?
A Nat Parson se le escapó un grito sofocado. No sabía lo que estaba haciendo; ni siquiera se le pasó por la mente la posibilidad de que estuviera en peligro. Sólo podía pensar en aquella maldita chica. La misma que se había reído de él, que había frustrado todas sus maniobras y desbaratado sus planes, que le había dejado en ridículo. Y que ahora estaba a punto de llevarse lo que él ansiaba: la Palabra que por derecho le pertenecía.
– ¡No! -Se abalanzó sobre ella cuchillo en mano, con la cabeza agachada como un carnero que embiste-. ¡Ella nunca la ha querido! ¡Dámela a mí!
Agarró a Maddy por los cabellos y, recordando las cacerías con su padre, tantos años ha, tiró de su cabeza hacia atrás para cortarle el cuello.
Bolsa llegó junto a la cabeza abandonada y, cogiéndola con ambas manos, emprendió una carrera frenética por la explanada. Quemaba su piel como azufre, pero el trasgo no la soltó, y siguió corriendo y esquivando, con los ojos cerrados como dos ranuras en un gesto de concentración.
Encuéntrala, le había dicho el Capitán. Y arrójala a la parte más profunda…
El lugar que se le había ocurrido parecía lo bastante profundo. La cuestión era si lograría llegar a tiempo.
Se coló entre las piernas de Nat Parson, exclamando «huy, huy, huy», porque la cabeza de piedra le quemaba y las manos se le estaban llenando de ampollas mientras corría como una ardilla cargada con una manzana asada. A toda la velocidad que le permitían sus piernas achaparradas, más de lo que uno habría esperado viendo su tamaño, se dirigió hacia el río Sueño.
A Nat le cogió por sorpresa. Tenía toda su atención puesta en la chica, y cuando el trasgo se le metió entre las piernas, tropezó y estuvo a punto de besar el suelo. Se le cayó el cuchillo, se agachó para recogerlo y se encontró cara a cara con algo que siseaba, soltaba chispas y parecía bullir de furia y ambición frustrada. Nat no dudó ni un segundo, abrió los brazos, lo agarró y lo apretó, todavía aullando, contra su pecho.
El Innombrable no había visto acercarse a Parson, ya que apenas había prestado atención a aquel pequeño grupo de Gente, pero primero había aparecido aquella criatura chiflada que se interpuso entre él y la chica, y después el clérigo loco salió del desierto con ojos de poseso, la boca contorsionada y gritando: «¡No! ¡Tómame a mí!», mientras tendía unas manos ya agarrotadas y ennegrecidas por su contacto.
Diez mil guerreros gritaron alarmados, pero Parson siguió bramando «¡Tómame a mí!», arqueándose, estirándose, suplicando, ardiendo por la comunión, con la boca abierta en forma de O a causa del asombro y el horror. El Innombrable luchó para zafarse de él, y la Palabra brotó como una rosa prematura…
Para Nat fue como caer en un pozo lleno de serpientes. La mente del Innombrable no era como la de Elías Rede. Éste, al menos, había sido una vez un ser humano, con pensamientos y anhelos propios de un mortal, pero no existía nada humano, ni siquiera divino, en el Innombrable. Ni piedad ni amor, sólo un hondo sumidero de odio y de furia.
Ninguna conciencia humana podría haber sobrevivido a un impacto como aquél. Un segundo después, Nat cayó al suelo sangrando por la nariz y por los oídos. Pues si la Palabra tenía efectos violentos desde lejos, aquí, en su misma fuente, era un cataclismo. Aquella fuerza hizo que los respiraderos ardientes del Susurrante parecieran una simple cazuela hirviendo sobre el hogar. Las ondas de choque derribaron a los vivos y dispersaron a los muertos como motas de polvo.
El Innombrable profirió un alarido de rabia. Privado de su víctima, se encontró de pronto dentro del cuerpo del hombre equivocado, alguien que no poseía energía mágica ni estaba adiestrado, y al verse así actuó sin contención ni raciocinio. Su primer impulso fue aniquilar al intruso, y el segundo regresar a la seguridad de su receptáculo original…
…Pero la cabeza de piedra en la que había morado desde el principio de la Era Antigua ya no estaba allí. El Innombrable volvió a aullar, esta vez de desesperación. Sabía que sin un recipiente adecuado tan sólo sería otra alma en aquel mundo, propiedad y esclavo de Hel. Sin su caudillo, su ejército se desperdigaría como el polvo que era, y no podría cumplir su grandioso plan. Los diez mil guerreros hicieron eco a su grito cuando el Innombrable concentró todas y cada una de sus partículas de energía mágica en un objetivo desesperado y vital.
Poseer a la chica. De una vez por todas.
Fue en ese momento cuando el río se desbordó. Finalmente la Palabra, desatada y sin control, multiplicada por diez mil voces y disparada contra la brecha que se abría entre los mundos, había demostrado que era irresistible.
– ¡Todavía no, todavía no! -gimió la criatura que antaño fuera el Antiguo de los Días cuando el río Sueño se precipitó hacia ellos barriendo el desierto como un maremoto.
Ethel Parson sabía lo que eso significaba. Ignoraba cómo, pero lo cierto era que sabía que la única esperanza de los Nueve Mundos se hallaba al otro lado del río, y que casi no les quedaba tiempo.
Bolsa lo oyó y soltó la cabeza antes de cambiar de dirección y correr en sentido contrario con tanta velocidad como antes.
Odín lo oyó y pensó: «Por fin».
En la explanada, los vanir lo oyeron y se prepararon para recibir el Fin de Todas las Cosas.
En el Averno, los æsir también lo escucharon, mientras la sombra del pájaro negro empezaba a descender una vez más sobre ellos. Aferrados todavía a aquel saliente de roca, el único fragmento de materia sólida que quedaba ante sus ojos, sintieron cómo el Caos se aproximaba como un viento negro y aullante. Retrocedieron de nuevo, sin dejar de arrojar relámpagos mentales contra la tenebrosa boca de aquella criatura, hasta que se vieron literalmente empujando contra la puerta que separaba un mundo de otro y sintieron su áspero tacto en la espalda.
«Esta maldita puerta debería cobrarme alquiler a estas alturas», pensó Loki cuando de pronto la entrada se abrió y él cayó dando tumbos y de espaldas al otro lado.
El ojo vivo de Hel se abrió de golpe para posarse sobre las manecillas del cronófago, y al ver que empezaban a moverse una vez más comprendió de súbito lo que pasaba. Apenas le dio tiempo a lamentarse: «Dioses, ¿qué he hecho?», cuando el maremoto golpeó y todo el desierto quedó sumergido bajo el Sueño.
El mundo de Sueño no es del todo un mundo, sino más bien un cúmulo de todos los mundos posibles. Un lugar donde las masas terrestres van y vienen con tanta facilidad como bancos de arena en los rápidos de un río y nada es nunca lo que parece.
Tampoco el río en sí es en realidad un río. Por mucho que presente a la vista medidas fluviales, como longitud y anchura, lo que corre a lo largo de su curso es extrañamente volátil. Luminoso, mercurial, casi vivo, listo para tomar nueva forma cada vez que toca un pensamiento descarriado.
En Sueño existe poco sentido de la distancia, de la escala o del tiempo. El territorio de Sueño es rigurosamente neutral, igual que el de Muerte. Existe asimismo en el Orden y en el Caos, y en él no se aplica ninguna ley, o se aplican todas a la vez. Como el Averno, está más allá de todas esas cosas, y es diferente para cada criatura que cae bajo su influencia.
Aquí, en sus fuentes, puede ser mortal.
Loki cayó en un sueño de serpientes y se hundió luchando con ellas y esforzándose por respirar.
Tor tuvo una pesadilla en la que se encontraba completamente desnudo en una importante función, durante la cual una hermosa mujer con flores en lugar de ojos y dos bocas plagadas de colmillos de carnívoro recitaba un diálogo en un idioma que él no entendía, pero al que se suponía que debía responder.
Frig soñó con una mujer que no era joven ni hermosa, aunque sí cariñosa, y que poseía una fuerza tranquila. Llevaba una simple bata hecha en casa, y tenía una mejilla arañada y sucia. La mujer se levantó la manga y la Madre de los dioses vio energía mágica en su brazo. Todavía era débil, pero cada vez se veía más clara. Frig extendió la mano…
Maddy soñó con una roca flotante, y al encaramarse a ella entró en otro sueño. Se encontraba de vuelta en Malbry, en la colina del Caballo Rojo, y las aulagas de sus laderas estaban en flor. Sentado junto a ella vio al Tuerto. No era Odín, sino el viejo Tuerto tal como lo había conocido la primera vez, y volvía a mirarla con su peculiar sonrisa.
– ¡Tuerto! -gritó Maddy aliviada.
De repente cayó en la cuenta de que todo lo acaecido durante los últimos días había sido otro sueño, una pesadilla de la que acababa de despertar, pero cuando le tendió los brazos a su viejo amigo, él estiró una mano para evitar que se acercara.
«Ten cuidado -la previno-. Aquí estás a salvo. Pero si te encuentras con alguien, no le toques si quieres seguir siendo tú misma. Hoy se ven cosas muy raras flotando en el aire».
Maddy dijo:
– He soñado que estabas muerto.
El Tuerto se encogió de hombros.
«No sería la primera vez. Ahora tengo que irme. He prometido asistir a una cosecha en Pog Hill.»
– Pero volverás, ¿a que sí? -preguntó Maddy
«Sí, entre Beltane y el mes de la Cosecha. Búscame entonces…, en tus sueños».
Odín soñó con su hijo Tor. Era consciente de que se trataba tan sólo de un sueño, y sin embargo le vio de forma vivida. Se sumergió bajo la superficie y se encontró sentado a la sombra de un árbol en Ásgard, cuando éste aún existía, y veía pasar las nubes. Odín todavía conservaba ambos ojos, Loki no había caído en desgracia (al menos, no demasiado), y Maddy, aunque aún no había nacido, también estaba allí. Además vio a Frig, a Erda -la madre de Tor- y al propio Tor, todos ellos con el mismo aspecto que tenían quinientos años antes.
«Eso es porque estás muerto, padre», dijo Tor, como si le hubiera leído la mente.
«¿Muerto? -inquirió Odín-. Pero si esto es…»
«Considera los hechos -repuso Tor en tono amable-. Tus ojos, este lugar, nosotros. ¿Qué otra explicación puede haber?»
«Bueno, puedo estar soñando», repuso Odín.
«Tú siempre fuiste un soñador», respondió Tor.
Al sumergirse más en las profundidades de aquella visión onírica, a Odín le pareció oír la voz de Loki, que gritaba pidiendo auxilio. Comprendió que éste se encontraba dentro de otro sueño que lo estaba matando.
«Tengo que ayudarle», dijo Odín.
«Déjalo -repuso Tor-. Merece morir».
«Él te rescató del Averno», le recordó Odín.
«¡Sólo nos liberó para salvar su propio pellejo!»
Odín se dijo que ese argumento sonaba típico. Desde el principio de la Edad Antigua, Loki ayudaba a los dioses a solucionar los problemas que él mismo provocaba. Sin embargo, ¿acaso no lo sabía Odín desde el principio? Y, en su arrogancia, ¿no había estado siempre demasiado dispuesto a culpar a Loki de sus propios errores?
Loki seguía gritando en el sueño de la puerta contigua. «Sonaba tan cerca…», pensó Odín. Todo cuanto tenía que hacer era extender la mano…
«Si lo haces -le dijo Tor-, no respondo de la integridad ni la continuidad de este lugar. ¿No prefieres morir aquí, rodeado por tus seres queridos y en un lugar que ya tan sólo puede existir en sueños? ¿O te parece mejor perecer en el Hel, derrotado, mientras el mundo se acaba a tu alrededor? Tú eliges, padre. ¿Crees que merece la pena?»
«Es mi hermano», dijo Odín.
«Nunca aprenderás, ¿verdad?» Odín sonrió y extendió la mano.
Bolsa soñaba con un cochinillo asado, y mantenía un ojo abierto por si el azar traía a Lizzy la Gorda por allí cerca.
Dorian soñaba con Ethel Parson. «Vos siempre habéis sido muy buena conmigo, y ahora…»
Ahora Ethel era dos mujeres en una; por un lado, la esposa de Parson, carente de todo atractivo, y por otro, la mujer de belleza casi cegadora que había vislumbrado en ocasiones mientras se acercaban a su meta. Ambas estaban espalda contra espalda, como Jano. Ethel miraba hacia delante, la otra miraba hacia atrás con gesto dulce.
«No me dejéis», pidió Dorian.
«Entonces tomad mi mano», respondió la mujer doble.
Cuando Dorian extendió la mano para coger la de Ethel, vio que un hombre ocupaba el lugar de ésta. Era grande, tenía la barba pelirroja y unas manos que, aunque enormes, distaban mucho de ser torpes. Pensó que debería conocer su cara, y durante un segundo se detuvo…
Lizzy la Gorda soñó con Dorian Scattergood y suspiró.
Hel la Nonata nunca soñaba. Soñar era para seres inferiores y, en cualquier caso, llevaba demasiado tiempo viviendo cerca de Sueño como para verse afectada por sus caprichos y sus mareas. Con una palabra conjuró su ciudadela y se apostó junto a Bálder en el torreón más alto, desde donde gozaba del mejor panorama para contemplar qué ocurría a continuación.
El tiempo funciona de otra forma en Sueño. Aunque parecía que habían pasado horas desde entonces, la puerta entre los mundos llevaba abierta tan sólo seis de los trece segundos que quedaban en el cronófago de Loki.
Seis breves segundos, pero el daño ya estaba hecho. La Fortaleza Negra no era ya más que un montón de escombros que se estaban yendo a pique ante el empuje del caudal desbordado del río. Demonios, prisioneros y efémeros giraban y daban tumbos en medio de aquella frenética corriente. Y ahora el espacio entre los mundos parecía como una inmensa tromba marina que absorbía objetos al azar y, en medio de unos obscenos ruidos de succión, lanzaba restos y desechos grandes como arrecifes por el aire, que cada vez estaba más sucio.
– Hay que detenerlo -le dijo Bálder a Hel-. El Caos conseguirá abrirse paso hasta los demás mundos como esto siga así.
Hel le miró con su ojo vivo.
– Aquí estamos a salvo -respondió-. Incluso Surt se lo pensará dos veces antes de meterse en líos con la Muerte.
– ¿Y los demás?
Hel se encogió de hombros.
– Conocían los riesgos cuando vinieron aquí. No soy responsable de lo que les ocurra.
«Qué cargante es Bálder», se dijo Hel. Por primera vez en muchos siglos lo tenía para ella, y lo único que se le ocurría era evitar posibles trastornos en otros mundos. Sin duda, Hel había cometido un error estúpido.
«Has roto tu palabra, Hel, y le has robado a Loki trece segundos…»
Y ahora había llegado el momento de pagar por ese error.
Bálder el Bello estaba asomado a su torreón, y aunque sus ojos eran azules como el cielo estival, en aquel momento no había en ellos nada de ensoñador. Muy abajo vio a Odín, que combatía contra un sueño en el que se ahogaba.
También vio a Ethel y Dorian, cogidos de la mano, y a Lizzy la Gorda encaramada a un espolón de piedra. Divisó a Adam Scattergood, perdido en una pesadilla de arañas gigantes, y a Loki, rodeado por serpientes venenosas.
Vio a Nat Parson, y supo que se estaba muriendo.
Vio a la criatura que había sido el Innombrable, con el rostro deformado de rabia y frustración. Estaba sumergido hasta la cintura en las aguas del Sueño y, como el Rey Loco del viejo cuento, le gritaba a la crecida del río:
– ¡DETENTE, TE DIGO! ¡TE ORDENO QUE TE DETENGAS!
Pero las palabras, incluso la Palabra, carecen de poder en el reino de Sueño, pues éste no conoce de gobernantes, ni de reyes ni de sirvientes. No se puede invocar al Sueño, ni darle órdenes o desterrarlo. Mientras el Innombrable despotricaba y se desgañitaba, Nat Parson -Nathaniel Potter de nuevo- se hundía en su propio sueño, uno en el que volvía a ser un niño en casa de su padre y contemplaba cómo éste trabajaba en la tienda.
«Observa la arcilla», le dijo su padre.
«Ya la veo», respondió Nathaniel.
La arcilla era azul, y olía al lecho del río junto al que la habían recogido. El padre de Nat la sujetaba haciendo hueco entre sus manos, como si fuera un pajaruelo a punto de escapar. Conforme pisaba el pedal, el torno de alfarero giraba y la masa de arcilla empezaba a cobrar forma.
Era una vasija de fondo ancho, con un cuello que se iba afinando con cada vuelta del torno. Nat pensó que nunca había visto nada tan delicado como las grandes manos de su padre acariciando la arcilla, moldeándola y alisándola.
«Prueba tú», le invitó Fred Potter.
Nat rodeó la vasija con sus dedos.
Pero no era ni siquiera un aprendiz, sino tan sólo un niño. Aquella hermosa ánfora de cuello de cisne y curvas elegantes se ladeó, se inclinó y acabó derrumbándose sobre el torno.
Nathaniel empezó a llorar.
«No llores -le pidió Fred, y rodeó los hombros del chico con su brazo-. Siempre podemos hacer otra».
Empezó a accionar el pedal otra vez, y la vasija volvió a levantarse de nuevo para convertirse en una pieza, si cabe, incluso más bella que la anterior.
Fred Potter se volvió y sonrió a su hijo.
«¿Lo ves? -le dijo-. Nuestras vidas son como estas ánforas que fabrico. Las torneas, las moldeas, las horneas en el fuego. Igual que tú, hijo. Tú has sido cocido y endurecido en el horno, pero una vasija de barro no tiene derecho a escoger si quiere contener agua, vino o quedarse vacía. Tú sí posees ese derecho, hijo. Tú sí».
Fue entonces cuando Nat se dio cuenta, para su pesar, de que se trataba de un sueño. Fred Potter nunca habría sido capaz de expresar tales nociones. Sin embargo, aunque apenas había vuelto a pensar en su padre desde que murió, Nat se descubrió a sí mismo deseando creer que estaba a su lado.
«Es demasiado tarde, padre. Todo me ha salido mal».
«Nunca es demasiado tarde. Vamos, agárrate de mi mano…»
Y cuando Nat Potter tomó la mano de su padre, se encontró en paz por primera vez en muchos años, y se dejó llevar en silencio a un lugar donde ni siquiera el Innombrable podría encontrarle.
El Innombrable rugió de frustración cuando se zambulló, sin cuerpo, en Sueño. Al mismo tiempo se oyó una especie de suspiro, como el sonido del mar al romper contra la arena. Diez mil almas a la vez emitieron un único estertor cuando el río Sueño las golpeó como una ola gigante, y todas ellas fueron barridas al instante como granos de arena, rodando, hirviendo, ahogándose, maldiciendo, incluso maravillándose, pues muy pocos de entre ellos habían llegado a soñar alguna vez, y ahora se hallaban aquí, en las mismísimas fuentes del río Sueño.
Algunos sollozaron.
Otros se dedicaron a correr chapoteando como críos en la playa.
Algunos perdieron la cordura.
Los muertos del Hel, que se habían congregado en sus desiertos durante siglos como polvo, ceniza, humo y arena, se sintieron atraídos por aquel movimiento y acudieron como bandadas de pájaros a las orillas del Sueño.
Elías Rede, el examinador conocido en su momento como 4.421.974, tuvo tiempo para decirse: «Se acabaron los números para mí», mientras se zambullía gozoso en las olas.
– La grieta en el Averno -dijo Bálder-. Tú sabes cuál ha sido su causa, ¿verdad, Hel?
El rostro de la diosa siguió inexpresivo, pero a Bálder le pareció ver que su lado vivo enrojecía un poco.
– Has de enmendarlo cuanto antes -afirmó Bálder-. Los muertos se están escapando, y tu reino se halla en peligro.
– Siempre hay muertos de sobra -respondió Hel-. Puedo soportar unas cuantas pérdidas.
– Pero la brecha se está ensanchando. Si el Caos consigue atravesarla…
– No lo haré. El Sueño lo contendrá.
– Tal vez no, Hel. Ya ha destruido tu mundo.
La palabra de Hel era inquebrantable. Como cualquier otra persona, Bálder lo sabía de sobra: era uno de los axiomas de las Tierras Medias.
Pero al parecer lo inquebrantable se había roto, y ahora su reino era un desbarajuste. Bálder sabía lo que eso significaba: que las fuerzas del Caos estaban muy cerca. Si no se hacía nada por detenerlas, la grieta entre los mundos seguiría creciendo hasta provocar brechas similares en el Octavo Mundo, y también en el Séptimo, abriéndose paso por el tejido de los mundos como una carrera en unas medias de seda. Por último, el Caos llegaría a todas partes y sería el momento de un nuevo Ragnarók.
Hel la Nonata también lo sabía. La promesa de recuperar a Bálder la había cegado hasta el punto de no prever ni el peligro que corría ni las consecuencias de sus actos, pero lo que decía el cronófago era indiscutible. Mientras el Sueño inundaba aquel lugar, lentas pero inexorables las manecillas del cronófago seguían acercándose, y cuando se encontraran…
Habló con una voz todavía oxidada por la falta de uso.
– Puedo apuntalar esta torre si el Caos se abre paso hasta aquí, y sellarla para aislarla del resto de los mundos. Podemos estar más allá del Orden y del Caos. Tú y yo solos…, mi amor.
El gesto de Bálder, normalmente risueño, era frío.
– No puedo quedarme aquí y ver cómo los mundos son devorados uno tras otro por mi causa…
– No tienes elección -dijo Hel en tono lúgubre. Los seis segundos de tiempo onírico se habían reducido a tres-. Ninguno de nosotros dos puede hacer nada.
Hel había soñado tantas veces con este momento, ella, que nunca soñaba, y ahora que lo tenía al alcance de su mano…
– Tú sí que puedes -respondió Bálder-. Paga a Loki lo que le debes.
Hel se quedó mirándole un instante.
– ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? A estas alturas nadie puede detener lo que está pasando. Incluso aunque tomara tu vida de nuevo… Además, estamos hablando de Loki. Fue su perfidia lo que provocó tu muerte.
– No importa -insistió Bálder-. Has incumplido tu palabra para resucitarme. ¿Qué clase de fundamento es ése para una relación de verdad?
– Pero aquí estarás a salvo -protestó Hel-. Puedes tener cualquier cosa, lo que quieras. ¿Te molesta mi rostro? Existen encantamientos a los que puedo recurrir para convertirme en hermosa. Puedo parecerme a cualquier diosa: a Sif, incluso a Freya…
Los ojos de Bálder eran fríos como el invierno.
– Sólo son trampas -dijo.
Hel contrajo el ojo vivo en un rictus, cada vez más irritada. «¿Trampas? -pensó-. ¿Qué piensa que utilizan las demás? ¿De verdad cree que el cabello de Freya siempre ha sido de ese color natural? ¿Es que no sabe que Sif usa corsé para tener esa cintura tan estrecha?»
Por primera vez empezó a preguntarse si no había cometido un terrible error trayendo a Bálder a este lugar. Debería haberlo drogado antes. Un simple trago del río Sueño habría bastado para asegurarse su colaboración, al menos hasta que el peligro hubiese pasado.
Sin embargo, ya era demasiado tarde para eso. Bálder se había asomado de nuevo por la ventana, oteando el panorama con los ojos entrecerrados en un gesto de concentración. Durante un segundo le pareció ver a Loki colgando sobre un pozo de serpientes, mientras Odín intentaba desesperadamente agarrar su mano.
Con un chasquido de sus dedos muertos, Hel hizo que la ventana desapareciera, sustituida por un fino tapiz de seda bordado con sofisticadas y lascivas escenas de amantes entrelazados.
Bálder lo vio y se giró.
– Envíame de regreso -dijo con voz plana.
Hel no le hizo caso. Otro gesto, y a su alrededor se materializó una sala de banquetes. Había mesas con cristalería fina, granadas -una tradición en Hel-, pasteles de miel, ostras, dulces y vinos de todos los colores: verde primavera, ámbar oscuro, rosado con tonos dorados y negro tulipán.
Pero Bálder miró todo aquello con gesto de fastidio.
– ¿De verdad quieres complacerme? Pues entonces deja que me vaya.
Una vez más volvió la espalda. Hel, rechinando los dientes, hizo un último gesto en el aire.
– Mi amor -le dijo, y se presentó ante él como Nanna, su esposa, que había preferido sacrificarse en la pira funeraria de Bálder antes que vivir un solo día sin él. Nada podía superar la dulzura y la alegría de su sonrisa, ni la suavidad de su lustroso cabello, pero Bálder cerró los ojos con gesto de aborrecimiento, apretó los labios y no dijo nada.
Hel dio un chillido de rabia y despecho. Volvió a mirar el cronófago. Tan sólo una minúscula brizna de tiempo separaba sus manecillas.
– ¡Pues vete! -gritó.
Al momento su ciudadela desapareció. Bálder se encontró una vez más en el desierto, con el río agitándose en resplandecientes remolinos a su alrededor, mientras a sus pies se desplegaba el fabuloso desorden del Sueño.
«Loki», pensó, y se zambulló de cabeza en los rápidos.
Mientras tanto, Odín sentía cómo le abandonaban sus fuerzas. El tirón de la pesadilla de Loki era cada vez más intenso, como si el propio sueño luchara contra su intento de escapar. Por debajo, Odín podía ver la brecha entre los mundos, que se había convertido ya en un vórtice que dejaba vislumbrar el abismo del Caos, como la pupila de un ojo monstruoso.
«¡Aguanta!», le instó, pero se le estaba durmiendo el brazo y tenía la mano resbaladiza por el sudor de Loki., Sabía que era inútil. Pronto la grieta entre los mundos los absorbería a ambos, y una vez allí la sombra del pájaro negro los borraría de la existencia como si jamás hubieran existido.
«Bueno -dijo Loki, apretando los dientes-, al menos lo has intentado, hermano. Para ser sincero, es más de lo que esperaba de ti».
Loki estaba colgado de la punta de sus dedos. Sintió cómo resbalaban uno a uno: el índice, el medio, el anular. «Este se fue al Caos -pensó Loki con un repentino y desesperado arrebato de risa-. Y este pícaro gordo se quedó en casa…»
«¡Aguanta!», pidió Odín una última vez. Después, los dedos de Loki resbalaron y Odín se quedó agarrando tan sólo la oscuridad, pero entonces…
Otra mano apareció detrás de él y agarró a Loki por el pelo.
«Te tengo», dijo una voz que Odín creyó reconocer. Apenas le había dado tiempo a maravillarse de lo parecida que sonaba a la de Bálder, cuando se oyó un estrépito ensordecedor, como si todas y cada una de las puertas de los Nueve Mundos se hubieran cerrado a la vez, y todas estas cosas sucedieron al mismo tiempo:
Las manecillas del cronófago se juntaron.
La brecha entre los mundos se cerró como si nunca hubiese existido.
El río Sueño retrocedió, dejando la llanura desierta del Hel sembrada de vastos humedales de los que se levantaban vapores de tiempo onírico.
Los soñantes suspendidos en aquel lugar despertaron con un sobresalto. Algunos regresaron a sus anteriores personalidades, mientras que otros se paraban como bailarines de una complicada pavana que, al cesar la música, se encontraran de repente emparejados con un desconocido.
Maddy despertó sollozando en la otra orilla del río Sueño, pero no podía recordar exactamente el motivo del llanto.
Frig se encontró dentro del cuerpo de una mujer que a primera vista le había parecido vulgar y entrada en años, pero gracias a la runa Ethel, que despedía destellos desde su brazo, tanto su vulgaridad como su edad se convertían en virtudes muy superiores a la más espectacular de las bellezas.
Al volver en sí, Dorian Scattergood descubrió el signo de Thuris grabado en su brazo derecho, que estaba abrasado. Ethel lo contemplaba con expresión de curiosidad en su cara; una cara que ya no era del todo la suya, pero que no obstante irradiaba belleza y amor.
– Tor -dijo, y extendió la mano para tocarle.
Cuando Adam Scattergood despertó, se encontraba perfectamente normal…, salvo por la diminuta vocecilla que susurraba y gemía dentro de su cabeza.
El valiente Tyr descubrió al despertarse que medía casi un metro menos que antes.
Bolsa se encontró apretando a Lizzy la Corda entre ambos brazos como un poseso. Durante un instante se miraron perplejos el uno al otro. Después, la cerda enana dio un chillido de rabia, mientras en torno a ella empezaba a materializarse un aspecto: el de una mujer de silueta torneada y llena de curvas, con cabello trigueño y un gesto de furia e incredulidad en el rostro.
Sif, la Reina de la Cosecha, despertó en tal estado de cólera que, de haberse manifestado en las Tierras Medias, habría derribado árboles, arruinado cosechas y marchitado todas las flores hasta Finismundi, pero el caso es que allí no había árboles ni flores. La diosa profirió un chillido tan agudo que, si hubiese tenido una copa delante, la habría hecho añicos.
– ¿Un cerdo? ¿Me has traído de vuelta como un cerdo apestoso?
Loki despertó en su propio cuerpo y se rió hasta que le dolió el estomago. Y…
– ¡Hombres! -siseó Hel.
Y cerró los ojos, mientras a su alrededor los muertos volvían al polvo para reposar en silencio durante otra larga era.
En silencio, Maddy dejó vagar los ojos por las marismas del Hel.
Aún estaban llenas de materia onírica, que tenía el mismo aspecto que los pecios y algas que pueden verse a la orilla de cualquier río o de cualquier mar, pero a nadie del pequeño grupo que se había congregado junto a la ribera del Sueño se le ocurrió acercarse para examinar los brillantes fragmentos, las rocas que no eran tales ni los seductores efluvios que habían quedado detrás.
Los vanir se habían unido a ellos desde su posición estratégica en el corazón del desierto. Durante un rato habían discutido sobre lo sucedido, pero en general no habían alcanzado ninguna conclusión. Skadi estaba especialmente resentida, ya que Odín se encontraba ya fuera del alcance de su venganza, y en cuanto a Loki…
– Básicamente, lo que me estáis diciendo es que no se me permite matarle -dijo por cuarta vez.
Ya había mantenido esta misma discusión con Njord, Freya y Bragi, y ahora el turno de aplacarla le correspondía a Héimdal, puesto que ninguno de los demás lo había conseguido.
Héimdal sonrió mostrando sus dientes de oro.
– ¿Por qué? -preguntó la Cazadora-. ¿Porque ha salvado al mundo? Si ése es tu pretexto…
– No lo es -intervino Idún, con una voz más terrenal de lo habitual en ella, lo que pilló a Skadi por sorpresa-. No puedes matar a Loki -resumió- porque Bálder quería que viviera.
Tras un prolongado silencio, Skadi se extrañó:
– ¿Bálder?
Idún asintió.
Se produjo otro silencio. Durante ese rato, Idún observó con cierta extrañeza que los ojos de hielo de Skadi parecían ligeramente empañados. No era ningún secreto que en vida Bálder era un auténtico rompecorazones, pero…
– ¿Bálder quería que viviera? -repitió Skadi con voz titubeante.
– Ha sacrificado su vida por él. Por todos nosotros -respondió Idún.
Hubo otra larga e incómoda pausa.
– Es lo más ridículo que he escuchado en mi vida -dijo Skadi-. Seguro que lo próximo que se te ocurre es que ahora Loki está al mando.
– Bueno… -respondió Idún-. Oficialmente, como lugarteniente del General…
– ¡Que me aspen! -gruñó la Cazadora.
Dejó caer su látigo mental y se alejó arrastrando los pies por la arena.
Adam contemplaba todo aquello desde la distancia. Para su propia sorpresa, no tenía miedo. Pensó que tal vez los acontecimientos de los últimos días lo habían curado para siempre de sus temores. Pero sus ojos miraban con odio, estrechos como dos rendijas, mientras su cuerpo enjuto se acurrucaba tras un peñasco a cierta distancia del lugar donde se habían congregado los dioses.
Nadie le había prestado atención, ni le habían llamado ni buscado. De hecho, ni siquiera habían reparado en su ausencia.
«Eso está bien», se dijo Adam. Si tomaba el ancho camino que atravesaba la llanura, podía desaparecer de la vista mucho antes de que alguien recordase que había estado allí.
Se movió con rapidez y con una seguridad peculiar, a diferencia del Adam Scattergood que había salido de Malbry media vida antes. Al acordarse de ese Adam lo hacía con cierto desprecio: el chico que tenía miedo a los sueños. Ahora había renacido como un hombre, quizás incluso el Último Hombre, y era consciente de la gran responsabilidad que eso suponía. Llevaba una llave dorada en una mano, y la mantuvo bien cerrada mientras arrancaba a correr con rapidez y siempre pegado al terreno por la vasta e incolora llanura del Hel. En su mente, una vocecilla seguía susurrando y adulando, prometiendo:
¿Mundos?
Los muertos se apartaban a su paso, lo cual no le sorprendió en absoluto.
Mientras, Maddy intentaba asimilar cuanto había acaecido. Por si no fuese bastante difícil creer que habían sobrevivido, aún tenía que aceptar a los cuatro recién llegados del otro lado del río, los æsir, que estaban entre ellos en aspecto.
Tor el Tonante, que a la vez era Dorian Scattergood. Frig la Madre, que en tiempos había sido Ethel Parson. Sif la de lustrosos cabellos, la Reina de la Cosecha, cuyo sello Ár aparecía repetido en la panza de una cerdita enana. Y finalmente Tyr, que había dejado de ser el Manco, pero que parecía tener problemas con su anfitrión.
– ¡Yo no puedo ser Tyr! -protestó La-Bolsa-o-la-Vida-. Éste es Tyr el Bravo, Tyr el Guerrero. Vamos a ver, ¿tengo yo pinta de guerrero? Es un maldito error. Me habéis confundido con alguien valiente.
– Porque te has comportado como un valiente -dijo Maddy-. Has robado la cabeza de Mímir.
– ¡No pretendía hacerlo! -dijo Bolsa, alarmado-. ¡Fue el Capitán quien me obligó! ¡Es a él a quien debéis buscar, no a mí!
A su alrededor y sobre él, el aspecto del guerrero se erguía en toda su estatura, y sus colores, un rojo vibrante con matices de oro de trasgo en los bordes, destellaban con fiereza. En la palma de la mano izquierda ardía una runiforma: Tyr invertida, brillante como la sangre.
– ¡Quitádmela! -exigió Bolsa mientras extendía la mano.
La Madre sonrió.
– No es tan fácil.
– ¡Pero es que ya no soy yo mismo! -gimió aquel reticente guerrero.
– Claro que lo eres -respondió Maddy con dulzura-. Aunque lleves su aspecto, siempre serás tú. Del mismo modo que yo seguiré siendo Maddy Smith, aunque al mismo tiempo seré Modi, hija de Tor. Piensa en ello, Bolsa. Has hecho algo maravilloso. Todos vosotros lo habéis hecho -dijo.
Miró a Ethel, Dorian y Lizzy, a la que se veía muy rara bajo el aspecto de Sif, y por último a Loki, que permanecía vuelto de espaldas y apartado de los demás.
Maddy se acercó a él. Pero en lugar de mirar a la chica, Loki se dedicó a contemplar el río Sueño con sus islas, sus remolinos, sus bajíos y sus escollos. Por una vez no había vestigio alguno de risa en sus ojos, tan sólo una desolación que Maddy era incapaz de identificar.
– Anímate. ¡Has escapado! -le dijo.
Loki siguió sin mirarla. Al otro lado del río, la Fortaleza Negra del Averno se estaba reconstruyendo a sí misma, sillar por sillar, torreón imposible por torreón imposible.
– Me pregunto quién más habrá escapado -comentó Loki, sin apartar los ojos de la fortaleza.
– Puede que algunos æsir más.
– Puede.
Maddy pensó que Loki no parecía demasiado convencido.
– Tal vez incluso Bálder, ¿no crees?
– Bálder está muerto. -Loki la miró por fin. Además de tristeza, en sus ojos también había indignación-. Bálder ha muerto para salvarme a mí. O más bien ha muerto para asegurarse de que Hel no rompiera su palabra, la palabra que mantiene el equilibrio entre Orden y Caos en este lugar -tras una pausa, el dios añadió-: Bastardo engreído…
A su pesar, Maddy sonrió.
– Bueno, mejor será que Bálder no espere gratitud por mi parte. Nunca se me ha dado bien. Y en cuanto al General… -Loki hizo de nuevo una pausa, volviendo los ojos al lugar donde había caído Odín-. Si cree que por esto tengo algún tipo de deuda con él…
Hubo un largo silencio, durante el cual los ojos de Loki miraron a ninguna parte con gesto de fiera determinación.
– No pasa nada -aseguró Maddy-.Yo también le echaré de menos.
Cogidos de la mano, se dirigieron a la orilla del río Sueño, donde se estaba preparando el funeral.
Maddy pensó que deberían haber tenido un barco, una nave gris y alargada a la que pudieran prender fuego y empujar al río, pero en su lugar se las tuvieron que apañar con un fragmento de escombro plano flotante, un residuo de la fortaleza que se había desplomado. Colocaron el cuerpo de Odín en aquella embarcación improvisada junto con sus armas y su sombrero, y después todos ellos, los hijos perdidos del Orden y del Caos, se quedaron mirando mientras Loki se acercaba al pie de la barca y la incendiaba con fuego desatado.
Ninguno de ellos habló mientras el río se llevaba los restos de Odín el Tuerto hacia el fuego y la oscuridad. Nadie se atrevió a expresar en voz alta la esperanza de que, de algún modo, se las hubiera arreglado para sobrevivir dentro del Sueño. Aunque, si hubiera muerto en el Hel, reflexionó Maddy, seguramente ella lo habría reclamado como a los demás, y ahora no tendrían cadáver que quemar.
Pero Hel se había encerrado en su ciudadela, y ninguna invocación ni súplica conseguiría persuadirla para que volviese a mostrar su rostro de nuevo.
Y así todos ellos se quedaron ensimismados en sus pensamientos, los harapientos supervivientes de los æsir y los vanir, pálidos, magullados, afligidos.
«¿Se supone que esto ha de terminar así? -se preguntó Maddy-. ¿Con el General muerto, el equilibrio restablecido, el Orden aniquilado y nosotros, los dioses de antaño, esperando como mendigos junto a la orilla del Sueño? ¿Esperando a qué?»
Alzó la mirada, furiosa por las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos. Y vio…
A los dioses en su aspecto pleno. Los doce dioses, elevándose como columnas de luz y color, héroes y heroínas de la Era Antigua. Al verlos, las lágrimas corrieron a raudales por su rostro, el rostro de Maddy Smith, la que nunca lloraba, pero en ese momento de pena e incertidumbre sintió un repentino e inesperado arrebato de alegría.
Siempre había sido una niña solitaria que jugaba por su cuenta, lejos de los demás, odiada y temida por su propia gente e incluso por su padre y su hermana. Durante todo aquel tiempo en Malbry la única compañía que había tenido era la del Tuerto, y tan sólo unos pocos días al año. Jamás llegó a esperar que las cosas pudiesen cambiar. Siempre había creído que moriría sola, anónima, sin cariño, sin amigos, sin hijos, sin padre.
Pero esas personas que estaban en la orilla…
Contempló uno por uno a los vanir cuando se adelantaron para rendir homenaje a Odín. El Centinela, el Cosechador, el Hombre del Mar, la Sanadora, el Poeta, la Cazadora, la diosa del deseo. Desfilaron despacio, uno a uno, para saludar a la pequeña barcaza y lanzar sus runas protectoras y de buena suerte al río Sueño.
Y después vinieron los æsir. No faltó ninguno: el Tonante, la Madre, la Reina de la Cosecha, el Guerrero, el Embaucador…
Ellos eran su familia, pensó la muchacha. Allí estaba su padre, y también su abuela, sus amigos y sus aliados. Todos compartían su dolor. Estaban atados a Maddy del mismo modo que Maddy estaba vinculada a ellos. De pronto albergó la súbita y firme convicción de que pasara lo que pasase, bueno o malo, lo afrontarían juntos.
«Esto no ha terminado -se dijo Maddy-. Esta batalla ya se ha librado muchas veces antes, y volverá a librarse otras tantas. ¿Quién sabe qué nuevo rostro adoptará el enemigo? ¿Quién sabe cómo acabará la próxima vez?»
Lo único que sabía era que quería formar parte de ello, que ya formaba parte de ello, lo quisiera o no, del mismo modo que las hojas y raíces del gran Árbol del Mundo desempeñaban su función en el equilibrio del Orden y el Caos. Todo estaba relacionado: alegría y dolor, curación y pérdida, principio y final y todos los estadios intermedios.
El Orden ya no existía, al menos por ahora, pero habría otros enemigos, otros candidatos que pretenderían amenazar el equilibrio. También había una ciudadela que reconstruir, Ásgard, nuevos amigos por hacer, un hermano al que aún debía encontrar y todo un mundo de relatos por descubrir y contar.
El Tuerto, que coleccionaba relatos como navajas, mariposas o piedras, lo habría entendido, pues los narradores nunca mueren, sino que perviven en sus historias…, al menos mientras haya gente para escucharlas.
El Orden lo sabía, y por esa razón había prohibido los relatos y los libros. La primera cosa que pretendía hacer Maddy era modificar esa Ley y liberar a todos los habitantes de Malbry y de otros lugares. Sí, liberarlos de su letargo para que pudieran soñar…
Porque Maddy sabía que allí donde la gente soñara, los dioses nunca estarían muy lejos. Sonrió al recordar algo que le había dicho el Tuerto en los días en que aquellas cosas le parecían tan remotas e inalcanzables como el propio Ásgard.
Todo aquello que puede soñarse es cierto.
El río Sueño, al igual que el Fresno del Mundo, tiene muchas ramas y muchas rutas. En el Trasmundo se une al Strond y se filtra hasta el Supramundo. Después brota a chorros bajo la colina del Caballo Rojo y burbujea por el bosque del Osezno, corre bajo las montañas, atraviesa los valles y los pantanos hasta llegar a Finismundi y desembocar en el mar Único, el lugar del que proceden todas las cosas y al que algún día retornarán.
«Búscame en tus sueños», le había dicho Odín.
Maddy sonrió mientras contemplaba cómo el barco en llamas se alejaba río abajo y se perdía de vista.