10

Julián se dejó caer pesadamente sobre el delgado y suave cuerpo de su esposa, consciente de que estaba mucho más relajado de lo que se había sentido en años. Sabía que pronto tendría que levantarse de allí, al menos, para apagar las velas. Pero por el momento, sólo deseaba permanecer allí y saborear aquella satisfacción que lo embriagaba.

El olor a la piel de quienes acababan de hacer el amor aún flotaba en el aire, del mismo modo que el eco del murmullo apenas perceptible de Sophy: Te amo, Julián.

Claro que Julián concluyó que la joven no había tomado plena conciencia de lo que estaba diciendo. En ese momento, sólo había sido una mujer descubriendo su propio potencial sensual y había sentido gratitud por el hombre que por primera vez le enseñaba a gozar del sexo. Por lo tanto, Julián no tenía que tomar muy en cuenta palabras pronunciadas en esas circunstancias, aunque debía admitir que sonaron bien a sus oídos y que una parte de él se sintió muy feliz de escucharlas.

Desde la primera vez que la besó, presintió que Sophy aprendería a responderle, pero jamás imaginó que esa respuesta por parte de ella lo afectaría tan intensamente. Se sentía todopoderoso, como un héroe conquistador que acababa de obtener los frutos de la victoria. Pero de la misma manera, experimentaba una violenta necesidad de proteger su dulce tesoro.

Por fin Sophy se había entregado a él completamente y él la cuidaría.

En ese preciso instante de sus pensamientos, Sophy se movió debajo de él y alzó las pestañas lánguidamente. Julián apoyó el peso de su cuerpo sobre los codos y miró los ojos confundidos de su esposa.

– ¿Julián?

Él le rozó los labios con los suyos, reconfortándola sin palabras.

– Se supone que así deben ser las cosas entre marido y mujer. Y así serán entre nosotros desde ahora en adelante. ¿Gozaste, mi pequeña?

Ella le sonrió y le rodeó el cuello con los brazos.

– Sabes muy bien que sí.

– Claro, pero he descubierto que me gusta oírtelo decir.

– Me has proporcionado un inmenso placer -murmuró. Pero la alegría se borró de su mirada lentamente-. Nunca viví nada igual.

Julián le besó la punta de la nariz, la mejilla y la comisura de los labios.

– Entonces estamos iguales, pues tú también me brindaste mucho placer.

– ¿De verdad? -lo miró intensamente.

– De verdad. -Pensó que nunca nada había sido tan cierto en su vida.

– Me alegro. Trata de recordar eso en el futuro, suceda lo que suceda, Julián. ¿Lo harás?

La inesperada ansiedad en las palabras de Sophy lo alarmó. Mentalmente, Julián descartó la inquietud de esa frase y le sonrió.

– No podría olvidarlo.

– Ojalá pudiera creer eso. -Ella también sonrió, aunque con melancolía.

Julián apenas frunció el entrecejo, inseguro de lo que Sophy estaría sintiendo en esos momentos. En ella había algo distinto esa noche. Nunca la había visto así y eso le preocupó.

– ¿Qué es lo que te inquieta, Sophy? ¿Tienes miedo de que la próxima vez que hagas algo que me moleste yo me olvide de lo bien que la hemos pasado juntos en la cama? ¿O te molesta saber que puedo hacer que me desees aun cuando estás enfadada conmigo?

– No lo sé -respondió ella-. Este tema de la seducción es algo muy extraño, ¿no crees?

Julián se sintió molesto al escuchar que Sophy catalogaba lo que acababa de suceder entre ellos como una mera seducción. Por primera vez, se dio cuenta de que no quería que Sophy utilizara ese término para describir lo que él acababa de hacerle en la cama. Seducción era lo que le había ocurrido a la hermana menor de la muchacha y no quería que Sophy pusiera los actos de él en la misma categoría.

– No consideres esto una seducción -le ordenó, delicadamente-. Tú y yo hemos hecho el amor.

– ¿Sí? -Sus ojos se encendieron con una repentina intensidad-. ¿Tú me amas, Julián?

Esa inquietud que Julián había estado sintiendo finalmente se cristalizó en ira cuando percibió lo que Sophy estaba haciendo.

Qué tonto había sido. Qué buenas eran las mujeres para esas malditas situaciones. ¿Acaso creía que porque le había respondido, porque le había dicho que lo amaba, podría envolverlo como quisiera con sólo mover un dedo? Julián sintió que aquella trampa tan familiar lo acechaba e, instintivamente, preparó su defensa.

Julián no estaba muy seguro de lo que le habría dicho, pero en ese momento, mientras estaba aún sobre ella y las sirenas de alarma resonaban en su cerebro, Sophy le sonrió otra vez con esa extraña expresión melancólica y le puso las yemas de los dedos sobre los labios.

– No -dijo ella-. No necesitas decirme nada. Está bien. Ya entiendo.

– ¿Entiendes qué? Sophy, escúchame…

– Creo que es mejor que no hablemos más de esto- Yo me apresuré a hablar. Lo hice sin pensar. -Movía la cabeza sobre la almohada-. Debe de ser muy tarde.

Julián se quejó pero aceptó la propuesta.

– Sí, muy tarde. -Con cierta reticencia, se apartó de ella y se acostó a su lado, pasándole la mano posesivamente sobre la curvatura de la cadera.

– ¿Julián?

– ¿Qué, Sophy?

– ¿No deberías regresar a tu cuarto?

Julián se asombró.

– No había pensado en ello -dijo, casi con malos modales.

– Yo preferiría que lo hicieras -dijo Sophy muy suavemente.

– ¿Por qué? -Estaba tan irritado que se incorporó sobre un codo. Su intención había sido la de pasar toda la noche en la cama de ella.

– La última vez te fuiste.

Y se había ido sólo porque entonces sabía que de permanecer allí, habría sentido la necesidad de hacerle el amor una segunda vez y Sophy no estaba en condiciones físicas de soportarlo. Por otra parte, habría pensado que su esposo no era más que un animal en celo. Esa primera noche, Julián sólo había querido darle un respiro por todas las incomodidades que había sufrido en la primera experiencia sexual.

– Eso no significa que volveré a mi cuarto cada vez que hagamos el amor.

– Oh. -Con las luces de las velas, Sophy se reía extrañamente desconcertada.

– Preferiría tener un poco de privacidad esta noche, Julián. Por favor, debo insistir.

– Ah, creo que empiezo a entender -dijo Julián con desazón, mientras apartaba las mantas de la cama-. Insistes en que me vaya porque no te gustó que yo no te respondiera la pregunta de hace unos momentos. Como no te he permitido manipularme a través de mis promesas de amor eterno, has decidido castigarme a tu modo tan femenino.

– No, Julián, eso no es verdad.

Julián no prestó ninguna atención a la súplica de las palabras de Sophy. Con pasos enormes, cruzó todo el cuarto, recogió violentamente su bata de noche y avanzó hacia la puerta que comunicaba ambas alcobas. Allí se detuvo y se volvió violentamente hacia ella.

– Mientras estés allí acostada en tu solitaria cama, disfrutando de tu privacidad, piensa en todo el placer que podríamos estar brindándonos mutuamente. No existe ley alguna que imponga que un hombre y una mujer sólo pueden hacerlo una vez por noche, querida.

Atravesó la salida y dio un fuerte portazo que enfatízó toda su frustración y su enfado. Maldita mujer. ¿Quién se creía que era para presionarlo de ese modo? ¿Y qué la hacía pensar que podría salirse con la suya? Julián ya tenía experiencia con mujeres autoritarias con un talento mucho mayor que el de Sophy para manipular a los hombres.

Los mezquinos intentos de Sophy por controlarlo mediante el sexo le daban ganas de echarse a reír. Si no hubiera estado tan furioso con ella, se habría reído a carcajadas.

En ciertos aspectos, era muy inmadura y tonta, a pesar de sus veintitrés años. Elizabeth, al terminar la escuela, había sido mucho más madura e inteligente para manejar a un hombre a su antojo de lo que Sophy sería cuando cumpliera los cincuenta.

Julián echó su bata sobre una silla y se arrojó sobre la cama. Con los brazos cruzados detrás de la nuca y mirando fijamente el cielo raso en penumbra, tuvo la esperanza de que Sophy ya estuviera arrepintiéndose de su apresurada petición. Si pensaba que podía castigarlo y hacerlo caer rendido a sus pies con tácticas tan simples, estaba equivocada. Julián había librado batallas mucho más sutiles y estratégicamente más complejas.

Pero Sophy no era Elizabeth y jamás lo sería. No tenía motivos para temer a la seducción. Julián también sospechaba que su esposa, en el fondo, tenía cierto romanticismo.

Se quejó y se restregó los ojos cuando el enfado empezó a desvanecerse. Tal vez debía a su esposa el beneficio de la duda. Era cierto que ella había tratado de forzarlo para que él le hiciera una confesión de amor, pero también era cierto que tenía razones válidas para temer a una intensa pasión que no fuera amor.

Dentro de la limitada experiencia de Sophy, la única alternativa del amor era la cruel y descorazonadora seducción que había dejado embarazada a su hermana. Era natural entonces, que Sophy quisiera tener la certeza de que ella no correría la misma suerte. Lógicamente, deseaba creer que la amaban, pues de lo contrario tendría que seguir los pasos de su hermana.

Claro que luego Julián, enfadado, recordó que Sophy era una mujer casada, que compartía el lecho conyugal con su esposo legítimo. No tenía razones para creer que él la abandonaría en las mismas condiciones en que habían abandonado a su hermana. Rayos, él quería un heredero, lo necesitaba. Lo último que haría en consecuencia sería abandonarla si se enteraba de que ella estaba embarazada de un hijo de él.

Sophy tenía doble protección: la de la ley y la del juramento que había hecho el conde de Ravenwood de protegerla y cuidarla. Aterrarse por tener que padecer el mismo destino de su infortunada hermana sería caer en la estupidez femenina y Julián no lo toleraría. Debía hacerle entender que no podía comparar el sino de su hermana con el de ella.

Porque, decididamente, no entraba en los planes de Julián pasar muchas noches más solo en su cama.

No supo cuánto tiempo pasó elaborando la lección que le daría a su esposa al respecto, pues finalmente, se quedó dormido. Sin embargo, su sueño no le permitió descansar y horas más tarde, el sonido de la puerta del cuarto de Sophy en el pasillo lo arrancó de su estado de somnolencia.

Se desperezó, preguntándose si ya sería hora de levantarse. Pero cuando abrió un ojo y miró las ventanas, se dio cuenta de que aún no había amanecido.

Nadie, ni siquiera Sophy, se levantaba al amanecer en Londres. Julián se dio la vuelta y decidió seguir durmiendo, con la duda de quién habría sido el que abriera la puerta de Sophy a una hora tan inoportuna.

Finalmente, ante su incapacidad de soportar la curiosidad que crecía dentro de él, Julián se levantó y se dirigió a la puerta comunicante de ambos cuartos y la abrió suavemente.

Le llevó varios segundos descubrir que la cama de Sophy estaba vacía. Aun cuando todavía estaba llegando a tal conclusión, escuchó el ruido de las ruedas de un carruaje abajo, en la calle. Se quedó escuchando. El vehículo se detuvo. Un temor irracional pero violento se apoderó de él. Julián se abalanzó hacia la ventana y abrió las cortinas justo a tiempo para ver una familiar figura delgada, con pantalones de montar de hombre y una camisa, que subía al carruaje. Sophy llevaba su atezada cabellera recogida en un rodete, debajo de un sombrero con velo y un maletín de madera en la mano. El conductor, un muchacho pelirrojo vestido de negro, dio órdenes a los caballos y rápidamente el coche desapareció en las calles.

– Maldita seas, Sophy. -Julián apretó las cortinas con tanta fuerza que por poco las arrancó-. Ojalá te pudras en el infierno, perra.

«Te amo. ¿Tú me amas, Julián?»

– Perra mentirosa. Eres mía -barbotó entre dientes-. Eres mía y prefiero verte en el infierno antes que en brazos de otro.

Julián dejó las cortinas y corrió a su cuarto. Tomó rápidamente unos pantalones de montar y una camisa. Tomó las botas y salió corriendo al vestíbulo. Se detuvo al pie de la escalera para ponerse las botas de cuero y se dirigió luego a los aposentos de los sirvientes. Tenía que hacerse preparar un caballo y rápido, si no quería perder de vista el coche.

A último momento se detuvo y fue a su biblioteca. Necesitaría un arma, pues mataría al que intentara llevarse a Sophy.

Después decidiría qué hacer con su mentirosa y traicionera esposa. Si pensaba que él le toleraría lo mismo que le había tolerado a Elizabeth, estaba cometiendo un gran error.

Las pistolas habían desaparecido de la pared.

Julián apenas tuvo tiempo para considerar ese hecho cuando escuchó pisadas de caballo en la calle. Corrió a la puerta principal y la abrió. En ese momento, vio a una mujer vestida de negro, con un velo también negro, que bajaba de un tordo de gran alzada. Notó que la mujer lo había montado sin la silla correspondiente.

– Oh, gracias a Dios -dijo la mujer, obviamente confundida al ver a Julián en la puerta-. Pensaba que tendría que despertar a toda la casa para dar con usted. Es mucho mejor así. Quizá podamos evitar el escándalo. Han ido a Leighton Field.

– ¿Leighton Field? -No tenía sentido. Sólo el ganado y los duelistas iban allí.

– Dése prisa, por favor. Puede llevarse mi caballo. Como verá, no tiene silla para dama.

Julián no vaciló. Tomó las riendas del tordo y montó.

– ¿Quién rayos es usted? -le preguntó a la mujer del velo-. ¿La esposa de él?

– No, no entiende nada, pero pronto se dará cuenta. Apúrese.

– Entre a la casa -le ordenó Julián mientras el caballo no dejaba de moverse-. Puede esperar allí. Sí alguno de los criados la ve, no diga otra cosa más que yo la he invitado a pasar. -Julián hizo andar al caballo al galope, sin aguardar una respuesta. Se preguntaba, furioso, por qué rayos Sophy y su amante habrían escogido ese lugar. Pero pronto dejó de lado esa pregunta tratando de descubrir cuál sería el personaje de la alta sociedad que se había cavado su propia tumba al arrebatarle a Sophy esa mañana.


Leighton Field estaba frío y húmedo en aquellas horas previas al amanecer. Un grupo de árboles añejos, con sus gruesas ramas goteando rocío, parecían buscar amparo bajo el cielo aún oscuro. La humedad del suelo se elevaba como una espesa nube gris, a nivel de la rodilla. El pequeño carruaje de Anne, el otro coche amarillo a poca distancia y los caballos parecían flotar en el aire.

Cuando Sophy se bajó del carro, sus piernas desaparecieron en esa nube gris. Miró a Anne, que estaba sujetando el caballo del vehículo. El disfraz masculino le resultó muy astuto. Si Sophy no hubiera sabido de quién se trataba, jamás habría descubierto la identidad del pelirrojo de la cara sucia.

– ¿Sophy, estás segura de que quieres seguir adelante con todo esto? -preguntó Anne, ansiosa, cuando se le acercó.

Sophy se volvió para mirar el coche de caballos, a pocos metros de distancia. La otra persona vestida de negro, con un velo, todavía no había bajado de é!. Aparentemente, Charlotte Featherstone estaba sola.

– No tengo opción, Anne.

– ¿Dónde estará Jane? Dijo que si estabas decidida a ser una tonta, ella estaría obligada a ser testigo de tu estupidez.

– Tal vez cambió de opinión.

Anne meneó la cabeza.

– No es su estilo.

– Bueno -dijo Sophy, enderezando sus hombros-, será mejor que terminemos con esto. Pronto amanecerá y tengo entendido que estas cosas se hacen al amanecer. -Se encaminó hacia el otro vehículo, también envuelto en niebla.

La larga figura que estaba dentro de él se movió cuando Sophy emprendió la marcha. Charlotte Featherstone, con un elegante atuendo de montar negro, se bajó. Aunque la cortesana llevaba un velo, Sophy notó que se había peinado especialmente para la ocasión y que llevaba unos pendientes de perlas. Con una sola mirada al imponente atuendo de su rival, Sophy se sintió minimizada. Era obvio que la Gran Featherstone conocía todo con respecto a la moda. Hasta se había vestido perfectamente para ese duelo.

Anne avanzó para atar el caballo del coche.

– ¿Sabe, señora? -dijo Charlotte, mientras se levantaba el velo para sonreír a Sophy-. No creo que valga la pena levantarse a esta hora por un hombre.

– ¿Entonces por qué se molestó? -replicó Sophy. Se sintió tan desafiada que ella también se levantó el velo.

– No estoy segura -admitió Charlotte-. Pero no por el conde de Ravenwood, por encantador que haya sido conmigo en su momento. Quizá sea por lo novedoso de todo esto.

– Me imagino perfectamente que, después de su aventurera carrera, deben de haber muy pocas cosas novedosas en su vida.

Charlotte fijó la mirada en el rostro de Sophy. Su voz perdió el tono burlón y se tornó muy seria.

– Puedo asegurarle que el hecho de que una condesa me considere una oponente valiosa para un desafío así, me resulta muy extraño, ciertamente. Cualquiera diría que se trata de un hecho único. Por supuesto que se dará cuenta de que una mujer que ocupa su lugar en la sociedad jamás me ha dirigido la palabra y mucho menos me ha conferido semejante respeto.

Sophy levantó la cabeza mientras estudiaba a su rival.

– Puede tener la certeza de que siento un gran respeto por usted, señorita Featherstone. He leído sus Memoirs y supongo lo que debe de haberle costado llegar a lo que es hoy.

– ¿De verdad? -murmuró Charlotte-. Qué imaginativa es usted.

Sophy se puso colorada. De pronto se dio cuenta de lo inocente que debería resultarle a esa mujer tan mundana.

– Discúlpeme -le dijo-. Seguramente ni siquiera puedo empezar a comprender las cosas que habrá pasado en la vida. Pero eso no implica que no respete el lugar que se ha hecho en el mundo y bajo sus propios códigos.

– Ya veo. ¿Y por todo ese gran respeto que tiene hacia mí ha decidido atravesarme el corazón con una bala?

Sophy apretó los labios.

– Entiendo por qué escribió sus Memoirs. Hasta comprendo que le haya dado una oportunidad a sus amantes para que, mediante una suma de dinero, puedan liberarse de la publicación de sus nombres. Pero fue demasiado lejos al escoger a mi esposo como su próxima víctima. No permitiré que se publiquen esas cartas de amor para que todo el mundo las lea y se burle.

– Habría sido mucho más simple pagarme, señora, y así se habría evitado todos estos problemas.

– No puedo pagarle. Aceptar un chantaje es un recurso repulsivo y falto de todo honor. No caeré en eso. Solucionaremos esta cuestión aquí y ahora. Punto.

– ¿Sí? ¿Y qué la hace pensar que, si tengo la suerte de sobrevivir a esto, no llevaré a cabo mi idea original de publicar esas cartas?

– Usted ha aceptado mí desafío y, de ese modo, también aceptó arreglar este problema con pistolas.

– ¿Usted cree que yo obedeceré el acuerdo? ¿Cree que éste será el fin de la cuestión, independientemente del resultado del duelo?

– No se habría molestado en presentarse hoy aquí si no hubiera querido terminar todo esto ahora.

Charlotte inclinó la cabeza.

– Tiene razón. Así funciona este estúpido código masculino, ¿no? Entonces solucionaremos aquí y ahora la cuestión, con pistolas.

– Sí. Y entonces acabará.

Charlotte meneó la cabeza, divertida.

– Pobre Ravenwood. Me pregunto sí tendrá idea de la esposa que se ha buscado. Usted debe de ser algo así como un shock para él, después de Elizabeth.

– No estamos aquí para hablar de mi esposo y de su ex esposa -dijo Sophy entre dientes. El aire del crepúsculo estaba frío, pero de pronto Sophy tomó conciencia de que estaba transpirando. Tenía los nervios destrozados. Ya quería terminar con todo eso de una vez.

– No, estamos aquí porque su sentido del honor así lo demanda y porque piensa que yo lo comparto con usted. Una postura interesante. Ahora… ¿usted comprende que esta definición de honor que estamos aplicando esta mañana es la definición masculina de tal concepto?

– Aparentemente, no hay otra definición del honor más que la que exige respeto -dijo Sophy.

Los ojos de Charlotte se encendieron.

– Ya veo. Y usted quiere el respeto de Ravenwood, como mínimo, ¿verdad, señora?

– Creo que ya hemos discutido lo suficiente esta cuestión-dijo Sophy.

– Me parece muy bien lo del respeto, señora -continuó Charlotte, con aire pensativo-, pero le aconsejo que no pierda su tiempo tratando de conseguir el amor de Ravenwood. Todos saben que después de lo que sufrió con Elizabeth, jamás volverá a arriesgarse a amar. De rodas maneras, le pido me permita decirle que no vale la pena levantarse a esta hora por el honor de ningún hombre, y que tampoco vale la pena arriesgarse tanto por un hombre.

– Aquí no se trata del honor de un hombre, ni del amor de ese hombre -dijo Sophy fríamente.

– No, ya veo. Esto involucra su honor y su amor. -Charlotte sonrió-. Acepto que ambas cosas no son algo para tomar a la ligera. Que bien vale la pena derramar un poco de sangre por ellas.

– ¿Entonces empezamos? -El temor hizo presa de Sophy cuando se volvió hacia Anne, que estaba cerca de ellas, sosteniendo el estuche con las pistolas-. Estamos listas. No tiene caso seguir esperando.

Anne miró a Sophy y luego a Charlotte.

– He hecho algunas averiguaciones respecto de qué debe decirse en estos casos. Debemos seguir ciertos pasos antes que yo proceda a cargar las pistolas. Primero: es mi deber decirles que existe una alternativa honorable antes que llevar a cabo este desafío. Les pido a ambas que la consideren.

Sophy frunció el entrecejo.

– ¿Qué alternativa?

– Usted, lady Ravenwood, es la retadora. Pero si la señorita Featherstone le ofrece sus sinceras disculpas por la ofensa cometida, causante de este duelo, entonces se dará por terminada la cuestión sin necesidad de que se dispare ni una sola bala.

Sophy parpadeó.

– ¿Todo esto puede terminarse con una simple disculpa?

– Debo hacer hincapié en que es una alternativa honorable para ambas. -Anne miró a Charlotte Featherstone.

– Qué fascinante -murmuró Charlotte-. Poder salir de todo esto sin una sola manchita de sangre en la ropa. Pero no estoy segura de querer disculparme.

– Depende de usted, claro -dijo Sophy.

– Bueno, es demasiado temprano para esto, ¿no cree? Y creo firmemente en que hay que tomar el camino más sensato que una tiene a mano. -Charlotte le sonrió-. ¿Está completamente segura de que su honor quedará intacto si yo simplemente me disculpo?

– Tendría que prometer que no publicará esas cartas de amor -le recordó Sophy, presurosa. Antes de que Charlotte pudiera responder, se escucharon pisadas de caballo.

– Debe de ser Jane -dijo Anne con tono muy aliviado-. Sabía que vendría. Debemos esperarla porque es una de las madrinas.

Sophy miró a su alrededor y en ese momento se dibujó claramente la figura de un tordo entre los árboles rodeados por la niebla. El animal se precipitaba a toda marcha hacia ellas, como un fantasma. Un fantasma que traía al demonio.

– Julián -susurró Sophy.

– En cierto modo, esto no me sorprende -señaló Charlotte-. Nuestro pequeño drama se pone más divertido a cada momento.

– ¿Qué está haciendo con el caballo de Jane? -preguntó Anne, irritada.

El enorme tordo se detuvo frente a las tres mujeres. Los brillantes ojos de Julián se detuvieron en Sophy y luego en Charlotte y Anne. Vio el estuche con las pistolas en su mano.

– ¿Qué rayos está sucediendo aquí?

Sophy resistió un repentino impulso por salir corriendo.

– Estás interrumpiendo una cuestión privada, milord.

Julián la miró como si se hubiera vuelto loca. Desmontó y entregó las riendas a Anne, quien las tomó automáticamente, con la mano que le quedaba libre.

– ¿Una cuestión privada? ¿Cómo te atreves a…? -Julián trató de controlarse-. Eres mi esposa. ¿De qué rayos se trata todo esto?

¿No es obvio, Ravenwood? -De las tres mujeres presentes, Charlotte era evidentemente la única que no se sentía intimidada. Sus ojos cínicos delataban su profunda diversión.

– Tu esposa me ha retado a duelo por una cuestión de honor. -Señaló el estuche con las pistolas-. Como verás, estábamos a punto de arreglar las cosas de ese modo tan tradicional, honorable y masculino.

– No creo nada de esto. -Julián se volvió para mirar a Sophy-. ¿Tú retaste a duelo a Charlotte? ¿La desafiaste?

Sophy asintió con la cabeza, negándose a hablar.

– ¿Por qué, por el amor de Dios?

Charlotte sonrió.

– Seguramente conocerás la respuesta a esa pregunta, Ravenwood.

Julián avanzó un paso hacia ella.

– Demonios. Le mandaste una de esas malditas cartas chantajistas, ¿verdad?

– Para mí no es ningún chantaje -dijo Charlotte con toda calma-, sino una oportunidad comercial. Sin embargo, tu esposa optó por ver mi propuesta de un modo muy diferente. Según ella, sería un deshonor pagarme. Por otro lado, no soportaría ver tu nombre en mis Memoirs. Entonces eligió el único camino honorable para ella: desafiarme con pistolas al amanecer.

– Pistolas al amanecer -repitió Julián, como si todavía no pudiera creer en la evidencia que tenía frente a sus ojos. Avanzó otro paso hacia Charlotte-. Vete de aquí. Ya mismo. Vuelve a la ciudad y no digas ni una sola palabra de todo esto. Si escucho medio rumor respecto de lo acontecido hoy aquí, te aseguro que jamás conseguirás esa casita en Bath de la que tanto hablabas en un tiempo. También perderás la casa que tienes arrendada en la ciudad. Haré que tus acreedores te presionen tanto que tendrás que irte muy lejos. ¿Me entiendes, Charlotte?

– Julián, estás yendo demasiado lejos -dijo Sophy, enojada.

Charlotte levantó el mentón, pero ese aire burlón casi se había borrado completamente de su expresión. No parecía asustada, sino meramente resignada.

– Te entiendo, Ravenwood. Siempre lograste que te entendieran claramente.

– Una sola palabra de todo esto y me encargaré de arruinar todo para lo que has trabajado tanto en tu vida, Charlotte, te lo juro. Sabes que puedo hacerlo.

– No necesitas recurrir a amenazas, pues no tengo intenciones de murmurar sobre esto, Ravenwood. -Se volvió a Sophy-. Era una cuestión personal de honor entre tu esposa y yo. No concierne a nadie más.

– Estoy completamente de acuerdo -declaró Sophy con firmeza.

– Quería decirle, señora -dijo Charlotte-, que en lo que a mí concierne, este asunto termina aquí, aunque no haya habido disparos. No debe temer por lo que se publicará en mis Memoirs.

Sophy respiró.

– Gracias.

Charlotte sonrió e hizo una reverencia agraciada.

– No, señora, soy yo quien debe agradecerle. Me he divertido mucho. Mi mundo está atiborrado de hombres de su casta que se jactan mucho del honor. Pero su idea de honor está muy limitada. Esos mismos hombres no pueden comportarse honorablemente frente a ninguna mujer ni a nadie que sea más débil que ellos. Al menos, fue un gran placer para mí haber conocido a alguien que comprende el significado de esa palabra. No es ninguna sorpresa para mí descubrir que ese ser tan destacado e inteligente sea una mujer. Adieu.

Adiós -contestó Sophy, con una reverencia tan agraciada como la de la mujer.

Charlotte subió a su coche, tomó las riendas y dio una señal a su caballo. El pequeño vehículo desapareció entre la niebla.

Julián observó la partida de Charlotte y luego se volvió para clavar a Anne con la mirada. Le arrebató el estuche con las pistolas de la mano.

– ¿Quién eres, muchacho?

Anne tosió y se bajó aún más la gorra sobre los ojos. Se limpió la nariz con el dorso de la mano y resopló.

– La dama quería un caballo y un coche para la primera hora de la mañana, señor. «Tonces tomé "prestado" el carro de mi padre para sacar una tajadita de esto.»

– Yo te daré una buena tajada de todo esto si me aseguras que mantendrás la boca cerrada con respecto a lo que sucedió aquí esta mañana. Pero si me entero de que has hablado, haré que tu padre pierda el caballo, el vehículo y todo lo que tiene. Además, me aseguraré de que él se entere de que ha perdido todo por culpa tuya. ¿Me entiendes, muchacho?

– Oh, sí, milord. Muy clarito, milord.

– Muy bien. Entonces lleva a mi esposa de regreso a mi casa. Yo te seguiré. Cuando lleguemos, recogerás a una dama que estará esperando allí y la llevarás donde ella quiera. Después desaparecerás de mi vista para siempre.

– Sí, «señó».

– Bueno, Julián -comenzó Sophy severamente- No hace falta que amenaces a todo el que se te cruza en el camino.

Julián la interrumpió con una gélida mirada.

– No quiero que digas ni una sola palabra. No confío en que pueda hablarte todavía con algo parecido a la calma: -Se acercó al carruaje y le abrió la puerta-. Sube.

Subió al coche sin articular palabra. Al hacerlo, se le cayó el sombrero con el velo sobre una oreja. Una vez que la joven se sentó, Julián se le acercó para acomodárselo con un gesto iracundo. Colocó el estuche con las pistolas sobre sus piernas y cerró la puerta del vehículo violentamente.

Indudablemente, a Sophy le pareció el viaje más largo de toda su vida. Julián estaba totalmente descontrolado, hecho una furia. Sólo le quedaba esperar que Jane y Anne quedaran fuera de todo eso.

La casa apenas empezaba a despertar cuando Anne se detuvo en la puerta.

Jane, aún con su velo negro, estaba esperando ansiosamente cuando Julián entró en la biblioteca, con Sophy detrás de él.

Jane miró rápidamente a su amiga.

– ¿Estás bien? -le preguntó en un susurro.

– Tan bien como lo ves. De hecho, todos están bien. Sin embargo, todo habría podido salir mejor si no hubieras sentido la obligación de intervenir.

– Lo lamento, Sophy, pero no podía permitirte…

– Suficiente -interrumpió Julián, mientras Guppy aparecía desde la puerta que estaba detrás de la escalera, acomodándose la chaqueta a toda prisa.

– ¿Está todo en orden, milord?

– Ciertos planes que había hecho para esta mañana se han cancelado inesperadamente, pero puedes tener la certeza de que tengo todo bajo control.

– Por supuesto, milord -dijo Guppy.

Si hubiera dicho una sola palabra respecto de la extraña situación de aquella mañana, Guppy corría peligro de perder su puesto y lo sabía. Era evidente que el amo estaba en medio de una de sus peligrosas y tranquilas iras. Sin embargo, era igualmente evidente que lord Ravenwood controlaba la situación.

Con una rápida y preocupada mirada a Sophy, Guppy se dirigió a la cocina discretamente.

Julián se volvió para afrontar a Jane.

– No sé quién es usted, señora, y por el velo que lleva, entiendo que no desea revelarme su identidad. Pero quienquiera que sea, quiero que sepa que le estaré eternamente en deuda. Aparentemente, fue usted la única que demostró tener sentido común en todo esto.

– Soy famosa por mi sentido común, milord -dijo Jane, con tristeza-. Ciertamente, algunas amistades opinan que soy un poco aburrida por tener tanto sentido común.

– Si sus amistades son un poco sensatas, entonces tendrían que admirarla por sus cualidades. Buenos días, señora. Allí afuera hay un muchacho con un carruaje cerrado que la escoltará hasta su casa. Su caballo está atado al carruaje. ¿Quiere otra escolta? Puedo enviar a uno de los sirvientes con usted.

– No. El carruaje y el muchacho bastarán. -Jane miró confundida a Sophy, quien se encogió apenas de hombros-. Gracias, milord. Espero sinceramente que esto ponga punto final a la cuestión.

– Puede quedarse tranquila, pues así será. Y espero que usted no vaya a correr la voz de lo acontecido.

– Cuente con ello, milord.

Julián la acompañó hasta la puerta y la esperó allí hasta que se montó en el vehículo. Luego subió las escalinatas de la casa y entró nuevamente a la biblioteca, cerrando suavemente la puerta detrás de sí. Se quedó mirando a Sophy durante un largo rato.

Sophy contuvo la respiración, esperando el golpe de gracia.

– Sube y cámbiate la ropa. Por hoy, ya has jugado bastante a ser hombre. Hablaremos de todo esto a las diez, en la biblioteca.

– No hay nada de qué hablar, milord -le dijo ella-. Ya sabes todo.

Los ojos color de esmeralda de Julián estaban visiblemente encendidos por la ira y otra emoción, a la que Sophy catalogó de alivio.

– Estás equivocada. Señora Esposa. Hay mucho de qué hablar. Si no estás aquí a las diez en punto, puedes estar segura de que iré a buscarte.

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