11

– Tal vez -dijo Julián con esa fría indiferencia que tanto la impresionaba-, dadas las circunstancias, tengas a bien explicarme todo esto desde un principio.

Las palabras quebraron el ominoso silencio que había reinado en la biblioteca desde la llegada de Sophy, pocos momentos atrás. Desde entonces, Julián se había quedado callado, sentado tras su macizo escritorio, mirándola con su habitual expresión inescrutable, mientras se decidía a dar comienzo a lo que sin duda sería la más desagradable de todas las entrevistas.

Sophy inspiró profundamente y levantó el mentón.

– Ya conoces lo esencial de la situación.

– Sé que debes de haber recibido una de las notas de la señorita Featherstone. Te agradecería mucho si tuvieras la gentileza de explicarme por qué no me la entregaste de inmediato.

– Ella se acercó a mí, no a ti, con sus amenazas. Consideré que era una cuestión de honor responder.

Julián entrecerró los ojos.

– ¿De honor, señora?

– Si la situación hubiera sido a la inversa, milord, tú habrías procedido de la misma manera que yo. No puedes negarlo.

– ¿Si la situación hubiera sido a la inversa? -repitió-. ¿De qué rayos estás hablando?

– Estoy segura de que me entiendes bien, milord. -Sophy se dio cuenta de que estaba entre el llanto y la furia, lo que constituía una volátil combinación de emociones-. Si algún hombre te hubiera amenazado con publicar pormenores de una… indiscreción del pasado por mi parte, lo habrías retado a duelo. Sabes que habrías procedido exactamente igual que yo y no puedes negarlo.

– Sophy, eso es ridículo -gruñó Julián-. No pueden compararse las dos situaciones. No te atrevas a trazar paralelos entre tus censurables actos de esta mañana y lo que yo habría hecho en una situación similar.

– ¿Por qué no? ¿Acaso se me niega la oportunidad de satisfacer mi honor simplemente porque soy mujer?

– Sí, maldita sea. Quiero decir, no. Por Dios, no trates de confundir las cosas. El honor no requiere de ti lo mismo que requeriría de mí en una situación parecida y tú lo sabes muy bien.

– Simplemente, me pareció justo poder regirme por el mismo código que tú, milord.

¿Justo? La justicia no tiene nada que ver con todo esto.

– ¿Quiere decir que no tengo recursos en circunstancias como ésta, milord? -preguntó Sophy-. ¿Que no tengo medios para vengarme? ¿Que no tengo cómo resolver una cuestión de honor?

– Sophy, escúchame con atención. De ser necesario, es mi obligación de esposo vengarte. Y te digo aquí y ahora que lo mejor es que nunca sea necesario. Sin embargo, esta situación jamás podría darse a la inversa. Sería inconcebible.

– Bueno, entonces será mejor que empieces a concebirlo porque así es como sucedió. Ni siquiera te amenazaron a ti, sino a mí y por eso tuve que resarcir nuestro honor. No sé por qué me culpas por todo esto.

La miró. Parecía totalmente confundido por la situación aunque luego se recuperó.

– ¿Por qué te culpo? Sophy, lo que has hecho hoy fue atroz y penoso. Demuestra falta de buen juicio. Fue una estupidez extremadamente peligrosa. ¿Por qué te culpo? Sophy, ésas son pistolas, no juguetes. Son las armas más finas de Mantón.

– Sé perfectamente eso, milord. Y tenía plena conciencia de lo que estaba haciendo. Ya te dije que mi abuelo me enseñó a usar armas de fuego.

– Te podrían haber matado, idiota. -Julián se puso de pie abruptamente y se dirigió a la parte delantera del escritorio. Se apoyó sobre éste y cruzó un pie sobre el otro. Tenía una expresión casi salvaje-. ¿Pensaste en eso, Sophy? ¿Pensaste en el riesgo que corrías? ¿Se te cruzó por la mente que en este momento podrías estar muerta? ¿O ser una asesina? Sabes que está penado por la ley batirse a duelo, ¿no? ¿O para ti todo fue un juego?

– Te aseguro que no fue ningún juego para mí, milord. Yo… -Sophy se interrumpió, tragándose el dolor que representaba para ella evocar todo el miedo vivido. Esquivó los feroces ojos de Julián-. Yo tenía mucho miedo, para serte totalmente franca.

Julián maldijo por lo bajo.

– Crees que tenías miedo -murmuró y luego agregó-: ¿Y qué me dices del potencial escándalo? ¿Tuviste eso en cuenta?

Sophy siguió esquivándole la mirada.

– Tomamos las precauciones necesarias para que no hubiera escándalos.

– Ya veo. ¿Y cómo habrían explicado una herida de bala? ¿O una prostituta muerta en Leighton Field?

– Julián, por favor, ya has dicho suficiente.

– ¿Suficiente? -De pronto la voz de Julián sonó suave y peligrosa-. Sophy, te aseguro que casi no he comenzado.

– Bueno, pero yo no veo las razones por las que deba escuchar tus sermones al respecto. -Sophy se puso de pie, parpadeando repetidamente para liberarse de tas lágrimas que temblaban en sus pestañas-. Es obvio que no entiendes. Harry tiene toda la razón del mundo cuando dice que los hombres son incapaces de comprender qué cosas son importantes para una mujer.

– ¿Y qué es lo que yo no entiendo? ¿El hecho de que te hayas comportado de la manera menos apropiada cuando yo explícitamente te dije que no toleraría chismes sobre ti?

– No habrá chismes,

– Eso es lo que tú crees. Yo hice lo que pude esta mañana para amenazar a Featherstone, pero nada garantiza que ella no vaya a abrir la bocaza.

– No la abrirá. Dijo que no lo haría.

– Maldición, Sophy, no puedes ser tan inocente como para creer en la palabra de una prostituta profesional.

– En mi opinión, es una mujer de honor. Me prometió que no publicaría tu nombre y que no comentaría con nadie los hechos de esta mañana. Para mí basta.

– Entonces eres una tonta. Y aunque Featherstone se quedara callada, ¿qué me dices del muchacho que te llevó a Leighton Field? ¿Y de la mujer con el velo negro? ¿Qué control tienes tú sobre ellos?

– No hablarán de esto -dijo Sophy.

– Te refieres a que eso es lo que tú esperas.

– Ellos eran mis padrinos. Cumplirán su palabra de no hablar de lo sucedido.

– Maldita sea. ¿Quieres decirme que ambos son amigos tuyos?

– Sí, milord.

– ¿Incluso el muchacho pelirrojo? ¡Y dónde rayos conociste tú a un muchacho de esa clase y cómo fue que os conocisteis tanto como para…! -Julián se interrumpió y volvió a insultar-. Creo que por fin percibo la verdad. No era un joven el que conducía el carruaje, ¿verdad? Era una joven vestida de hombre. Por Dios. Una generación entera de mujeres está volviéndose loca.

– Si algunas veces las mujeres parecemos un poquito locas, milord, es porque vosotros, los hombres, nos estáis provocando. Sea como fuere, no pienso discutir los papeles que han jugado mis amigas en todo esto.

– Por supuesto. ¿Y ellas te ayudaron a arreglar el encuentro en Leighton Field?

– Sí.

– Gracias a Dios, al menos una de ellas tuvo el buen tino de acudir a mí esta mañana. Claro que habría sido preferible que llegase antes con la noticia. De hecho, apenas logré llegar a tiempo a Leighton Field. ¿Quiénes son ellas, Sophy?

Sophy enterró las uñas en las palmas de sus manos.

– Debes entender que no puedo decírtelo, milord.

– ¿Otra vez la cuestión de honor, querida?

– No te burles de mí, Julián. Eso es lo que no te toleraré. Tal como tú mismo has dicho, esta mañana estuve a punto de morir por tu causa. Lo menos que puedes hacer es no reírte de esto.

– ¿Y crees que me estoy riendo? -Julián se apartó del escritorio y avanzó hacía la ventana. Apoyándose en el marco de ésta, volvió la espalda a Sophy para observar el jardín-. Puedo jurarte que todo este embrollo no me resulta para nada divertido. En las últimas horas, no he dejado de pensar qué haré contigo.

– Tanta cavilación tal vez sea perjudicial para tu hígado, milord.

– Bueno, admito que no le ha hecho nada bien a mi digestión. La única razón por la que en estos momentos no estás en camino de regreso a Ravenwood o a Eslington Park es porque tu repentina ausencia causaría más habladurías. Debemos actuar como si nada hubiera pasado. Es la única esperanza que nos queda. Por eso, se te permitirá permanecer en Londres. Sin embargo, no podrás salir de esta casa a menos que yo o mi tía te escoltemos. Y en cuanto a tus madrinas, te prohibo que vuelvas a verlas, pues obviamente eres incapaz de elegir tus amistades inteligentemente.

Al escuchar ese pronunciamiento final, Sophy estalló de ira. Era demasiado. Una noche de pasión y aterradora espera, el encuentro al amanecer con Charlotte Featherstone, la arrogante indignación de Julián. Todo eso era mucho más de lo que Sophy podía tolerar. Por primera vez en su vida de adulta, Sophy perdió completamente los estribos.

– ¡No, maldito seas, Ravenwood! Estás llegando demasiado lejos. No me dirás a quién puedo y a quién no puedo ver.

Julián se volvió para mirarla por encima del hombro, con profunda frialdad.

– ¿Eso crees?

– No te permitiré que lo hagas. -Ardiendo de ira y llena de frustración, lo enfrentó con gran orgullo-. No me casé contigo para ser tu prisionera.

– ¿De verdad? -le preguntó ásperamente-. ¿Entonces por qué te casaste conmigo, madam?

– ¡Me casé contigo porque te amo! -gritó Sophy apasionadamente-. Soy tan tonta que te he amado desde que tenía dieciocho años.

– Sophy, ¿qué demonios estás diciendo?

La creciente ira la consumía totalmente. Estaba más allá de toda lógica, de todo razonamiento.

– Además, no puedes echarme la culpa a mí de todo lo que pasó esta mañana, porque en primer lugar, fue culpa tuya.

– ¿Culpa mía? -gruñó él, perdiendo la calma.

– Si tú no hubieras escrito todas esas cartas de amor a Charlotte Featherstone, todo esto no habría sucedido.

– ¿Qué cartas de amor? -farfulló Julián.

– Las que tú le escribiste durante el romance que mantuviste con ella. Charlotte me amenazó con publicarlas en sus Memoirs. No pude soportarlo, Julián. No podía tolerar que todo el mundo leyera esas bellas palabras que le habías escrito a ella cuando yo ni siquiera he recibido una lista de las compras de tu parte. Puedes protestar todo lo que quieras, pero yo también tengo mi orgullo.

Julián estaba mirándola.

– ¿Con eso te amenazó Charlotte? ¿Con mandar a imprimir mis cartas de amor?

– Sí, maldito seas. Le mandaste cartas de amor a una amante y ni siquiera te molestaste en dar a tu esposa la más mínima muestra de cariño. Pero supongo que eso es totalmente comprensible, si tenemos en cuenta que no sientes ni un ápice de cariño por mí.

– Por el amor de Dios, Sophy. Yo era muy joven cuando conocí a Charlotte Featherstone. Puede que sí o puede que no le haya garabateado alguna nota que otra. A decir verdad, casi no recuerdo esa relación. Pero de un modo u otro, debes tener bien presente que, en ocasiones, los jovencitos suelen escribir fantasías pasajeras que sería mejor no expresar jamás en una hoja de papel. Te aseguro que esas fantasías no tienen ningún significado.

– Oh, te creo, milord.

– Sophy, bajo circunstancias normales, jamás habría hablado de una mujer como Charlotte Featherstone contigo. Pero por la extraña situación en la que nos hallamos envueltos, permíteme explicarte algo con toda claridad. No existe ningún grado de cariño en la clase de relación que se da entre un hombre y una mujer como Charlotte Featherstone, por ninguna de las dos partes. Para la mujer, se trata de una cuestión de negocios; para el hombre, de conveniencia.

– Una relación así se parece mucho a la conyugal. Con una excepción, claro. La esposa no puede darse el lujo de manejar sus propios asuntos comerciales, mientras que una golfa sí puede.

– Maldición, Sophy. Hay un mundo de diferencia entre tu situación y la de Featherstone. -Era evidente el esfuerzo de Julián por controlarse en todo momento.

– ¿Sí, milord? Admito que, a menos que malgastes toda tu fortuna, probablemente yo no tendré que preocuparme tanto por mi pensión como lo hace Charlotte. Pero en otro sentido, no creo ser tan afortunada como ella.

– Has perdido la razón, Sophy. Te estás volviendo ilógica.

– Y tú, imposible, milord. -Ardía de rabia y de pronto descubrió que estaba agotada-. No hay manera de tratar esa arrogancia. No se para qué me molesto en intentarlo.

– ¿Te resulto arrogante? Créeme, Sophy, que eso no es nada comparado con lo que sentí cuando me asomé por tu ventana y te vi subirte a ese carruaje cerrado.

Sus palabras adquirieron un matiz nuevo que la alarmó.

Sophy se distrajo momentáneamente con eso.

– No me había dado cuenta de que me habías visto partir esta mañana.

– ¿Sabes qué pensé cuando te vi subir al carruaje? -La mirada de Julián fue muy dura.

– ¿Te preocupaste?

– Maldita seas, Sophy. Pensé que estabas huyendo con tu amante.

Ella le clavó la mirada.

– ¿Amante? ¿Qué amante?

– Puedes estar bien segura de que ésa fue una de las tantas preguntas que me hice mientras me dirigía a Leighton Field. No tenía ni la más remota idea de quién podría ser el bastardo, entre todos los bastardos de Londres, que estaba secuestrándote.

– Oh, Dios mío, Julián. La tuya sí que fue una conclusión de lo más idiota.

– ¿Sí?

– Por supuesto. ¿Qué rayos podría pretender yo de otro hombre? Al parecer, no puedo con el que ya tengo. -Dio media vuelta y se dirigió a la puerta.

– Sophy, detente ahí mismo. ¿Adónde crees que vas? No he acabado contigo.

– Pero yo sí contigo, milord. Ya he terminado de soportar tus sermones culpándome por haber hecho lo que el honor demandaba. Ya he terminado de tratar incansablemente de que te enamores de mí. Ya he terminado con todos mis intentos por crear un matrimonio basado en el afecto y respeto mutuos.

– Maldita sea, Sophy.

– No te preocupes, milord. Ya he aprendido la lección. De ahora en adelante, tendrás la clase de matrimonio que deseas. Me esmeraré por mantenerme bien alejada de tu camino. Me ocuparé de cosas más importantes…, cosas que tenía que haber puesto bien en claro desde un principio.

– ¿De verdad lo harás? -gruñó él-. ¿Y qué harás con este gran amor que, según tú, sientes por mí?

– No tienes que preocuparte. No volveré a hablar de él, pues sólo conseguiría incomodarte y humillarme. Te aseguro que ya me he rebajado lo suficiente como para que me dure toda la vida.

La expresión de Julián se suavizó apenas.

– Sophy, querida, vuelve aquí y siéntate. Tengo mucho que decirte.

– No deseo seguir escuchando tus aburridores sermones. ¿Sabes algo, Julián? Tu código de honor masculino me resulta bastante tonto. Pararse a veinte pasos de distancia de otra persona, congelándote mientras amanece y apuntándose con armas de fuego es una manera muy insensata de resolver una disputa.

– En eso coincidimos plenamente, madam,

– Lo dudo. Tú habrías cumplido con ese ritual sin cuestionamientos. Charlotte y yo hemos discutido el tema largo y tendido.

– ¿Estuvisteis allí conversando? -preguntó Julián sorprendido.

– Por supuesto que sí. Somos mujeres, milord, y como tales, estamos mucho más capacitadas que vosotros para emplear el intelecto en esas discusiones. Se nos acababa de informar que el honor de ambas quedaría a salvo mediante una sincera disculpa, sin necesidad de recurrir a las armas, cuando tú apareciste de la nada, como un trueno, e interferiste en algo que no era asunto tuyo.

Julián gruñó.

– Oh, no lo creo. ¿Featherstone iba a disculparse contigo?

– Sí, creo que sí. Es una mujer de honor y reconoció que me debía una disculpa. Y te diré algo más, milord. Charlotte tenía razón cuando dijo que no valía la pena levantarse a una hora tan irracional y arriesgarse a recibir un balazo, sólo por un hombre.

Sophy salió de la biblioteca y cerró muy cuidadosamente la puerta detrás de sí. Se convenció de que debía sentirse satisfecha por haberse retirado con la última palabra porque eso sería todo lo que obtendría de aquella situación tan penosa. Las lágrimas ardían en sus ojos. Subió corriendo las escaleras, buscando la soledad de su alcoba.

Mucho tiempo después, levantó la cabeza que tenía apoyada sobre sus brazos cruzados y fue a lavarse la cara. Luego se dirigió a su escritorio. Tomó los elementos necesarios y redactó una carta más para Charlotte Featherstone.


«Estimada señorita C.E:

Adjunto a la presente la suma de doscientas libras esterlinas. No se la envío con el fin de que cumpla su promesa de no publicar ciertas cartas, sino porque estoy convencida de que sus muchos admiradores le deben la misma consideración que les merecen sus esposas. Después de todo, aparentemente, han tenido la misma clase de relación con usted que la que han mantenido con las mujeres que desposaron. Claro que no tienen obligación de pasarle ninguna pensión. La suma que le adjunto es la parte que le corresponde a nuestro amigo en común.

Le deseo buena suerte con su casa en Bath.

Sin otro particular,

S.»


Sophy releyó la nota y la selló. Se la daría a Anne para que la entregara, pues aparentemente ella sabía cómo manejarse en esas situaciones.

Y eso concluía todo el fiasco, concluyó Sophy, reclinándose sobre el respaldo de la silla. Le había dicho a Julián toda la verdad. Esa mañana había aprendido una lección muy valiosa, por cierto; no tenía sentido tratar de ganarse e! respeto de su esposo rigiéndose por su masculino código de honor.

Y también supo que tenía muy pocas posibilidades de conquistar su corazón.

En suma, aparentemente no tenía mucho sentido invertir su tiempo en arreglar su matrimonio. Era inútil tratar de modificar las leyes que Julián había dictado para tal fin. Estaba atrapada en una prisión de terciopelo, de modo que tendría que tratar de encontrarle el lado positivo a la cuestión. De ahora en adelante, tendría que vivir su propia vida y a su manera. Se encontraría con Julián en bailes y reuniones ocasionalmente y también, por supuesto, en su alcoba.

Procuraría darle el heredero que tanto deseaba y Julián, a cambio, se encargaría de que ella recibiera una buena alimentación, buena vestimenta y un hogar seguro por el resto de su vida.

Decidió que no era una perspectiva muy adversa, aunque si muy solitaria y vacía.

Sophy decidió que si bien no le brindaría la oportunidad de disfrutar de una vida matrimonial con la que tanto había soñado, por fin estaba afrontando la realidad. Se puso de pie y recordó que tenía otras cosas que hacer. Ya había despilfarrado demasiado tiempo tratando de ganarse el amor de Julián. Él no tenía ningún afecto que ofrecer.

Y, tal como le había dicho a Julián, ella tenía otros proyectos que la mantendrían ocupada. Ya era hora que dedicara toda su atención a tratar de encontrar al seductor de su hermana.

Ya resuelta a abocarse a esa tarea, Sophy se dirigió a su guardarropa para examinar el disfraz de gitana que planeaba ponerse en el baile de máscaras de lady Maugrove, que tendría lugar esa noche. Se quedó contemplando el colorido vestido durante un rato; también la chalina y la máscara. Luego posó la vista en su pequeño joyero.

Necesitaba un plan de acción, un modo de averiguar quiénes habían tenido algo que ver con ese anillo negro.

Y de pronto se inspiró. ¿Qué mejor manera de comenzar su investigación que ponerse el anillo esa noche, en el baile de disfraces, donde su identidad sería un secreto? Sería interesante ver si alguien descubría la sortija y hacía algún comentario al respecto. De ser así, Sophy podría obtener algunas pistas que la llevaran a su dueño original.

Pero para el baile faltaban muchas horas y ella había pasado levantada demasiado tiempo. Descubrió que estaba exhausta, tanto física como emocionalmente. Se acostó con la intención de echar una breve siesta, pero en cuestión de minutos, se quedó profundamente dormida.


Abajo, en la biblioteca, Julián estaba contemplando la chimenea vacía. Esa frase de Sophy que decía que no valía la pena levantarse al amanecer por ningún hombre, aún le ardía en los oídos. Él mismo había dicho algo parecido después de su último duelo por Elizabeth.

Pero esa mañana, Sophy había hecho exactamente eso, pensó Julián. Por Dios, Sophy había hecho algo inconcebible, a pesar de que era una mujer razonable. Había desafiado a una popular cortesana y después se había levantado al amanecer, para arriesgar su pellejo en nombre de una cuestión de honor.

Y todo porque su esposa se creía enamorada de él y porque, según ella, no habría soportado ver publicadas las cartas de amor que él le escribiera a otra mujer.

Además, tenía que sentirse agradecido de que Charlotte hubiera tenido la discreción de no revelar a Sophy que los pendientes de perlas que se había puesto para el duelo habían sido un regalo de Julián, años atrás. Él los reconoció de inmediato. Si Sophy se hubiera enterado de lo de los pendientes, se habría enfurecido el doble. El hecho de que Charlotte no hubiera mencionado el asunto de los aretes con su joven oponente, hablaba mucho del respeto que Featherstone sentía hacia la mujer que la había retado a duelo.

Pero Sophy tenía derecho a estar enojada, pensó Julián. Si bien él le había puesto a su disposición una gran fortuna, jamás había tenido la generosidad de hacerle la clase de regalos que una mujer siempre espera de su esposo. Si una cortesana se merecía perlas, ¿qué se merecía una esposa dulce, apasionada y de corazón tierno?

Pero él casi no había pensado en comprar joyas para Sophy. Sabía que, en parte, eso se debía a su obsesión por recuperar las esmeraldas. Por raro que pareciera, a Julián le resultaba un tanto difícil contemplar a una condesa de Ravenwood con otras gemas que no fueran esmeraldas.

De todas maneras, no había razón por la que él no pudiera comprarle alguna chuchería, cara, por supuesto, que satisficiera el orgullo femenino de Sophy. Anotó entonces pasar por la joyería esa misma tarde para comprarle algo.

Julián abandonó la biblioteca y subió lentamente las escaleras, rumbo a su cuarto. El alivio que sintió al descubrir que Sophy no estaba huyendo con otro hombre colaboró poco para borrar los escalofríos que experimentó cuando se dio cuenta de que podían haberla matado.

Julián maldijo por lo bajo y se obligó a no pensar más en el tema. Pero sólo se volvió más loco. Obviamente, Sophy había dicho la verdad cuando le confesó que lo amaba, la noche anterior, mientras se estremecía en sus brazos. Realmente se creía enamorada de él.

Julián concluyó que era comprensible que Sophy no entendiera bien sus sentimientos. La diferencia entre pasión y amor no siempre era tan clara. Y él mismo podía ser testigo de ello.

Claro que no había nada de malo en que Sophy se creyera enamorada de Julián y a él tampoco le molestaba permitirle tal fantasía.

De pronto, sintió una imperiosa necesidad de escuchar a Sophy decirle otra vez exactamente por qué había retado a duelo a Charlotte Featherstone. Entonces, abrió la puerta que comunicaba ambas alcobas. Pero la pregunta se murió en sus labios al verla en la cama.

Estaba profundamente dormida, hecha un bollito. Él se le acercó para contemplarla. «Realmente es muy dulce e inocente», pensó. Al verla así, a cualquiera le habría resultado difícil imaginársela presa de la ira y la violencia, como lo había estado Sophy horas atrás.

Pero también, viéndola así en esos momentos, a cualquier hombre le habría resultado difícil imaginársela apasionada. Sophy resultaba ser una mujer con muchas facetas interesantes.

De reojo, Julián advirtió una pila de pañuelitos bordados, empapados, sobre el escritorio. No le resultó muy difícil imaginar cómo habían llegado los pañuelos a ese lamentable estado. Julián reflexionó que Elizabeth siempre había llorado frente a él. Había sido capaz de convertirse en un mar de lágrimas en cuestión de minutos. En cambio, Sophy había subido a su cuarto para llorar a solas. Julián hizo una mueca al experimentar cierta sensación de culpa. Trató de olvidarla, pues tenia todo el derecho del mundo de estar furioso con Sophy. ¡Podrían haberla matado!

«¿Y entonces, qué habría hecho yo?»

Julián pensó que Sophy estaría exhausta y como no quería despertarla, dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Luego vio el colorido traje de gitana colgado en el guardarropa abierto de su esposa. Entonces recordó los planes de Sophy de concurrir al baile de disfraces de Musgrove esa noche.

Por lo general, Julián tenía menos interés en los bailes de máscaras que en la ópera. Su idea original fue la de permitir que su tía acompañara a Sophy en esa oportunidad. Pero luego, pensándolo nuevamente, decidió que lo mejor sería aparecer allí, un poco más tarde.

De pronto le resultó esencial demostrar a Sophy que pensaba mucho más en ella que en su ex amante, en su época. Si se daba prisa, podría ir a la joyería y volver antes de que Sophy despertara.


– Sophy, he estado tan preocupada. ¿Te encuentras bien? ¿Te golpeó? Estaba segura de que no te dejaría salir de casa por un mes -murmuró Anne a su amiga. La muchacha llevaba un traje de arlequín, rojo y blanco, y una máscara plateada que le ocultaba la parte superior del rostro.

El enorme salón estaba lleno de coloridos disfraces. La iluminación, también de colores, se había dispuesto en los cielos rasos de aquél. Unas enormes plantas estratégicamente ubicadas, creaban el efecto de un jardín de invierno.

Sophy hizo una mueca, al reconocer la voz de Anne.

– No, por supuesto que no me golpeó y, como verás, tampoco me encerró. Pero no entendió nada de todo esto.

– ¿Ni tus motivos?

– Menos que nada.

Anne asintió.

– Me lo temía. Creo que Harriette tiene razón cuando dice que los hombres ni siquiera permiten a las mujeres asegurar que tenemos el mismo sentido del honor que ellos.

– ¿Dónde está Jane?

– Aquí. -Anne echó un vistazo entre la multitud-. Tiene un dominó de satén azul. Está aterrada porque piensa que le volverás la espalda de por vida por lo que hizo esta mañana.

– Por supuesto que no. Sé que sólo hizo lo que creyó que era lo mejor. Todo fue un completo desastre desde el principio.

Una silueta en un dominó azul se hizo presente junto a Sophy.

– Gracias, Sophy -dijo Jane humildemente-. Es cierto que hice lo que juzgué mejor.

– No necesitas entrar en sutilezas. Jane -dijo Anne bruscamente.

Jane la ignoró.

– Sophy, lo lamento, pero simplemente, no podía permitir que corrieras el riesgo de morir por semejante cuestión. ¿Alguna vez me perdonarás por mi interferencia de esta mañana?

– Lo pasado, pasado. Jane. Olvídalo. De hecho, Ravenwood habría interrumpido el duelo sin tu interferencia. Me vio irme de casa esta mañana.

– ¿Que te vio? ¡Por Dios! ¡Lo que debe de haber pensado cuando te vio subir a ese carruaje! -exclamó Anne, horrorizada.

Sophy se encogió de hombros.

– Pensó que estaba huyendo con otro hombre.

– Eso explica la expresión de sus ojos cuando me abrió la puerta -murmuró Jane-. Entonces supe por qué lo llaman el demonio.

– Oh, Dios Santo -dijo Anne-. Debe de haber pensado que tu comportamiento era igual al de su primera esposa. Algunos dicen que la mató por sus infidelidades.

– Tonterías -dijo Sophy. Nunca había creído completamente esa historia, pero sólo por un momento, se preguntó hasta dónde sería capaz de llegar Julián si lo presionaban demasiado. Ciertamente, esa mañana había estado furioso con ella.

Anne tenía razón, pensó Sophy con un escalofrío. Mientras estuvieron en la biblioteca, Julián había tenido la expresión del diablo en esos ojos de esmeralda.

– Si quieres saber mi opinión -dijo Jane- hoy tuviste dos desafíos. Por un lado, estuviste a punto de morir en manos de Charlotte y, por otro, arriesgaste el pellejo cuando Julián te vio subir al carruaje.

– Puedes quedarte bien tranquila de que aprendí la lección. De ahora en adelante, seré la clase de esposa que mi marido espera. No interferiré en su vida y, a cambio, espero que él no interfiera en la mía.

Anne se mordió el labio, pensativa.

– No estoy tan segura de que funcione así, Sophy.

– Yo me aseguraré de que así sea -juró Sophy-. Pero tengo que pedirte un favor más, Anne. ¿Puedes encargarte de enviarle una carta más a Charlotte Featherstone?

– Sophy, por favor -dijo Jane, incómoda-, basta ya con eso. Ya has hecho demasiado al respecto.

– No te preocupes. Jane. Esto será el fin. ¿Podrías hacerlo, Anne?

Anne asintió.

– Sí. ¿Qué vas a decirle en esa carta? Espera, déjame adivinar. Vas a enviarle las doscientas libras, ¿no?

– Es exactamente lo que pienso hacer. Julián se lo debe.

– Esto no puede creerse -dijo Jane, indignada.

– Puedes dejar de preocuparte. Jane. Como ya dije, todo terminó. Tengo cuestiones más importantes que me preocupan. Es más, esas cuestiones debieron requerir toda mi atención desde un principio. No sé por qué me distraje con todo esto del matrimonio.

Los ojos de Jane se encendieron detrás de su máscara.

– Estoy segura de que el matrimonio es algo que nos distrae a todas desde el principio. No te juzgues por ello, Sophy.

– Bueno, ella ha aprendido que es inútil tratar de modificar el esquema de comportamiento de un hombre -observó Anne-. Si una comete el error de casarse, lo menos que puede hacer es ignorar al esposo lo más que pueda y dedicarse a asuntos que revistan mayor importancia.

– ¿Eres experta en matrimonio? -preguntó Jane-

– He aprendido mucho observando a Sophy. Ahora cuéntanos cuáles son esos asuntos más importantes, Sophy.

Sophy vaciló, pues no estaba muy segura de cuánto debía revelar a sus amigas sobre la sortija negra que llevaba puesta. Antes de que pudiera contestar, un hombre vestido completamente de negro, con una capa con capucha y máscara también negra, se le acercó y le hizo una profunda reverencia, desde la cintura. Era imposible descifrar el color de sus ojos, por las luces coloridas que pendían del techo.

– Me agradaría tener el honor de bailar esta pieza con usted, Señora Gitana.

Sophy miró esos ojos sombríos y de pronto sintió escalofríos. Instintivamente, quiso rehusar, pero luego recordó lo del anillo. Tenía que empezar a investigar por alguna parte y no tenía ni la más remota idea de quién sería el que le diera las primeras pistas. Hizo una reverencia.

– Gracias, amable caballero. Será un placer bailar con usted.

El hombre de negro la condujo a la pista de baile sin agregar ni una sola palabra- Sophy notó que llevaba guantes negros y no le agradó la idea de estar tan cerca de él. Bailó con mucha gracia y decoro, pero Sophy se sintió amenazada.

– ¿Lee usted la suerte, Señora Gitana? -preguntó el hombre con una voz baja y sensual.

– Ocasionalmente.

– Yo también, ocasionalmente.

Eso la confundió.

– ¿De verdad, señor? ¿Y qué suerte me predice para mi futuro?

Sus dedos enguantados se aproximaron a la sortija negra de Sophy.

– Un destino muy interesante, milady. De lo más interesante, por cierto. Pero claro que es de esperar de una joven muy valiente que tiene la osadía de lucir este anillo en público.

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