A la memoria de José S. Álvarez
El Capricornio, el Acuario, los Peces, el Carnero, el Toro, pensaba Aquiles Molinari, dormido. Después, tuvo un momento de incertidumbre. Vio la Balanza, el Escorpión. Comprendió que se había equivocado; se despertó temblando.
El sol le había calentado la cara. En la mesa de luz, encima del Almanaque Bristol y de algunos números de La Fija, el reloj despertador Tic Tac marcaba las diez menos veinte. Siempre repitiendo los signos, Molinari se levantó. Miró por la ventana. En la esquina estaba el desconocido.
Sonrió astutamente. Se fue a los fondos; volvió con la máquina de afeitar, la brocha, los restos del jabón amarillo y una taza de agua hirviendo. Abrió de par en par la ventana, con enfática serenidad miró al desconocido y lentamente se afeitó, silbando el tango Naipe Marcado.
Diez minutos después estaba en la calle, con el traje marrón cuyas últimas dos mensualidades aún las debía a las Grandes Sastrerías Inglesas Rabuffi. Fue hasta la esquina; el desconocido bruscamente se interesó en un extracto de la lotería. Molinari, habituado ya a esos monótonos disimulos, se dirigió a la esquina de Humberto I. El ómnibus llegó en seguida; Molinari subió. Para facilitar el trabajo a su perseguidor, ocupó uno de los asientos de adelante. A las dos o tres cuadras se dio vuelta; el desconocido, fácilmente reconocible por sus anteojos negros, leía el diario. Antes de llegar al Centro, el ómnibus estaba completo; Molinari hubiera podido bajar sin que el desconocido lo notara, pero su plan era mejor. Siguió hasta la Cervecería Palermo. Después, sin darse vuelta, dobló hacia el Norte, siguió el paredón de la Penitenciaría, entró en los jardines; creía proceder con tranquilidad, pero, antes de llegar al puesto de guardia, arrojó un cigarrillo que había encendido poco antes. Tuvo un diálogo nada memorable con un empleado en mangas de camisa. Un guardiacárceles lo acompañó hasta la celda 273.
Hace catorce años, el carnicero Agustín R. Bonorino, que había asistido al corso de Belgrano disfrazado de cocoliche, recibió un mortal botellazo en la sien. Nadie ignoraba que la botella de Bilz que lo derribó había sido esgrimida por uno de los muchachos de la barra de Pata Santa. Pero como Pata Santa era un precioso elemento electoral, la policía resolvió que el culpable era Isidro Parodi, de quien algunos afirmaban que era ácrata, queriendo decir que era espiritista. En realidad, Isidro Parodi no era ninguna de las dos cosas: era dueño de una barbería en el barrio Sur y había cometido la imprudencia de alquilar una pieza a un escribiente de la comisaría 8, que ya le debía de un año. Esa conjunción de circunstancias adversas selló la suerte de Parodi: las declaraciones de los testigos (que pertenecían a la barra de Pata Santa) fueron unánimes: el juez lo condenó a veintiún años de reclusión. La vida sedentaria había influido en el homicida de 1919: hoy era un hombre cuarentón, sentencioso, obeso, con la cabeza afeitada y ojos singularmente sabios. Esos ojos, ahora, miraban al joven Molinari.
– ¿Qué se le ofrece, amigo?
Su voz no era excesivamente cordial, pero Molinari sabía que las visitas no le desagradaban. Además, la posible reacción de Parodi le importaba menos que la necesidad de encontrar un confidente y un consejero. Lento y eficaz, el viejo Parodi cebaba un mate en un jarrito celeste. Se lo ofreció a Molinari. Éste, aunque muy impaciente por explicar la aventura irrevocable que había trastornado su vida, sabía que era inútil querer apresurar a Isidro Parodi; con una tranquilidad que lo asombró, inició un diálogo trivial sobre las carreras, que son pura trampa y nadie sabe quién va a ganar. Don Isidro no le hizo caso; volvió a su rencor predilecto: se despachó contra los italianos, que se habían metido en todas partes, no respetando tan siquiera la Penitenciaría Nacional.
– Ahora está llena de extranjeros de antecedentes de lo más dudosos y nadie sabe de dónde vienen.
Molinari, fácilmente nacionalista, colaboró en esas quejas y dijo que él ya estaba hartó de italianos y drusos, sin contar los capitalistas ingleses que habían llenado el país de ferrocarriles y frigoríficos. Ayer no más entró en la Gran Pizzería Los Hinchas y lo primero que vio fue un italiano.
– ¿Es un italiano o una italiana lo que lo tiene mal?
– Ni un italiano ni una italiana -dijo sencillamente Molinari-. Don Isidro, he matado a un hombre.
– Dicen que yo también maté a uno, y sin embargo aquí me tiene. No se ponga nervioso; el asunto ese de los drusos es complicado, pero, si no lo tiene entre ojos algún escribiente de la 8, tal vez pueda salvar el cuero.
Molinari lo miró atónito. Luego recordó que su nombre había sido vinculado al misterio de la quinta de Abenjaldún, por un diario inescrupuloso -muy distinto, por cierto, del dinámico diario de Cordone, donde él hacía los deportes elegantes y el football-. Recordó que Parodi mantenía su agilidad espiritual y, gracias a su viveza y a la generosa distracción del subcomisario Grondona, sometía a lúcido examen los diarios de la tarde. En efecto, don Isidro no ignoraba la reciente desaparición de Abenjaldún; sin embargo le pidió a Molinari que le contara los hechos, pero que no hablara tan rápido, porque él ya estaba medio duro de oído. Molinari, casi tranquilo, narró la historia:
– Créame, yo soy un muchacho moderno, un hombre de mi época; he vivido, pero también me gusta meditar. Comprendo que ya hemos superado la etapa del materialismo; las comuniones y la aglomeración de gente del Congreso Eucarístico me han dejado un rastro imborrable. Como usted decía vez pasada, y, créame, la sentencia no ha caído en saco roto, hay que despejar la incógnita. Mire, los faquires y los yoguis, con sus ejercicios respiratorios y sus macanas, saben una porción de cosas. Yo, como católico, renuncié al centro espiritista Honor y Patria, pero he comprendido que los drusos forman una colectividad progresista y están más cerca del misterio que muchos que van a misa todos los domingos. Por lo pronto, el doctor Abenjaldún tenía una quinta papal en Villa Mazzini, con una biblioteca fenómeno. Lo conocí en Radio Fénix, el Día del Árbol. Pronunció un discurso muy conceptuoso, y le gustó un sueltito que yo hice y que alguien le mandó. Me llevó a su casa, me prestó libros serios y me invitó a la fiesta que daba en la quinta; falta elemento femenino, pero son torneos de cultura, yo le prometo. Algunos dicen que creen en ídolos, pero en la sala de actos hay un toro de metal que vale más que un tramway. Todos los viernes se reúnen alrededor del toro los akils, que son, como quien dice, los iniciados. Hace tiempo que el doctor Abenjaldún quería que me iniciaran; yo no podía negarme, me convenía estar bien con el viejo y no sólo de pan vive el hombre. Los drusos son gente muy cerrada y algunos no creían que un occidental fuera digno de entrar en la cofradía. Sin ir más lejos, Abul Hasán, el dueño de la flota de camiones para carne en tránsito, había recordado que el número de electos es fijo y que es ilícito hacer conversos; también se opuso el tesorero Izedín; pero es un infeliz que se pasa el día escribiendo, y el doctor Abenjaldún se reía de él y de sus libritos. Sin embargo, esos reaccionarios, con sus anticuados prejuicios, siguieron el trabajo de zapa y no trepido en afirmar que, indirectamente, ellos tienen la culpa de todo.
»El 11 de agosto recibí una carta de Abenjaldún, anunciándome que el 14 me someterían a una prueba un poco difícil, para la cual tenía que prepararme.
– ¿Y cómo tenía que prepararse? -inquirió Parodi.
– Y, como usted sabe, tres días a té solo, aprendiendo los signos del zodíaco, en orden, como están en el Almanaque Bristol. Di parte de enfermo a las Obras Sanitarias, donde trabajo por la mañana. Al principio, me asombró que la ceremonia se efectuara un domingo y no un viernes, pero la carta explicaba que para un examen tan importante convenía más el día del Señor. Yo tenía que presentarme en la quinta, antes de medianoche. El viernes y el sábado los pasé de lo más tranquilo, pero el domingo amanecí nervioso. Mire, don Isidro, ahora que pienso, estoy seguro que ya presentía lo que iba a suceder. Pero no aflojé, estuve todo el día con el libro. Era cómico, miraba cada cinco minutos el reloj a ver si ya podía tomar otro vaso de té; no sé para qué miraba, de todos modos tenía que tomarlo: la garganta estaba reseca y pedía líquido. Tanto esperar la hora del examen y sin embargo llegué tarde a Retiro y tuve que tomar el tren carreta de las veintitrés y veintiocho en vez del anterior.
»Aunque estaba preparadísimo, seguí estudiando el almanaque en el tren. Me tenían fastidiado unos imbéciles que discutían el triunfo de los Millonarios versus Chacarita Juniors y, créame, no sabían ni medio de football. Bajé en Belgrano R. La quinta viene a quedar a trece cuadras de la estación. Yo pensé que la caminata iba a refrescarme, pero me dejó medio muerto. Cumpliendo las instrucciones de Abenjaldún lo llamé por teléfono desde el almacén de la calle Rosetti.
»Frente a la quinta había una fila de coches; la casa tenía más luces que un velorio y desde lejos se oía el rumorear de la gente. Abenjaldún estaba esperándome en el portón. Lo noté envejecido. Yo lo había visto muchas veces de día; recién esa noche me di cuenta que se parecía un poco a Repetto, pero con barba. Ironías de la suerte, como quien dice: esa noche, que me tenía loco el examen, voy y me fijo en ese disparate. Fuimos por el camino de ladrillos que rodea la casa, y entramos por los fondos. En la secretaría estaba Izedín, del lado del archivo.
– Hace catorce años que estoy archivado -observó dulcemente don Isidro-. Pero ese archivo no lo conozco. Descríbame un poco el lugar.
– Mire, es muy sencillo. La secretaría está en el piso alto: una escalera baja directamente a la sala de actos. Ahí estaban los drusos, unos ciento cincuenta, todos velados y con túnicas blancas, alrededor del toro de metal. El archivo es una piecita pegada a la secretaría: es un cuarto interior. Yo siempre digo que un recinto sin una ventana como la gente, a la larga resulta insalubre. ¿Usted no comparte mi criterio?
– No me hable. Desde que me establecí en el Norte me tienen cansado los recintos. Descríbame la secretaría.
– Es una pieza grande. Hay un escritorio de roble, donde está la Olivetti, unos sillones comodísimos, en los que usted se hunde hasta el cogote, una pipa turca medio podrida, que vale un dineral, una araña de caireles, una alfombra persa, futurista, un busto de Napoleón, una biblioteca de libros serios: la Historia Universal de César Cantú, Las Maravillas del Mundo y del Hombre, la Biblioteca Internacionalde obras Famosas, el Anuario de " La Razón ", El Jardinero Ilustrado de Peluffo, El Tesoro de la Juventud, La Donna Delinquente de Lombroso, y qué sé yo.
»Izedín estaba nervioso. Yo descubrí en seguida el porqué: había vuelto a la carga con su literatura. En la mesa había un enorme paquete de libros. El doctor, preocupado con mi examen, quería zafarse de Izedín, y le dijo:
»-Pierda cuidado. Esta noche leeré sus libros.
»Ignoro si el otro le creyó; fue a ponerse la túnica para entrar en la sala de actos; ni siquiera me echó una mirada.
»En cuanto nos quedamos solos, el doctor Abenjaldún me dijo:
»-¿Has ayunado con fidelidad, has aprendido las doce figuras del mundo?
»Le aseguré que desde el jueves a las diez (esa noche, en compañía de algunos tigres de la nueva sensibilidad, había cenado una buseca liviana y un pesceto al horno, en el Mercado de Abasto) estaba a té solo.
»Después Abenjaldún me pidió que le recitara los nombres de las doce figuras. Los recité sin un solo error; me hizo repetir esa lista cinco o seis veces. Al fin me dijo:
»-Veo que has acatado las instrucciones. De nada te valdrían, sin embargo, si no fueras aplicado y valiente. Me consta que lo eres; he resuelto desoír a los que niegan tu capacidad: te someteré a una sola prueba, la más desamparada y la más difícil. Hace treinta años, en las cumbres del Líbano, yo la ejecuté con felicidad; pero antes los maestros me concedieron otras pruebas más fáciles: yo descubrí una moneda en el fondo del mar, una selva hecha de aire, un cáliz en el centro de la tierra, un alfanje condenado al Infierno. Tú no buscarás cuatro objetos mágicos; buscarás a los cuatro maestros que forman el velado tetrágono de la Divinidad. Ahora, entregados a piadosas tareas, rodean el toro de metal; rezan con sus hermanos, los akils, velados como ellos; ningún indicio los distingue, pero tu corazón los reconocerá. Yo te ordenaré que traigas a Yusuf; tú bajarás a la sala de actos imaginando en su orden preciso las figuras del cielo; cuando llegues a la última figura, la de los Peces, volverás a la primera, que es Aries, y así, continuamente; darás tres vueltas alrededor de los akils y tus pasos te llevarán a Yusuf, si no has alterado el orden de las figuras. Le dirás: "Abenjaldún te llama", y lo traerás aquí. Después te ordenaré que traigas al segundo maestro; luego al tercero, luego al cuarto.
»Felizmente, de tanto leer y releer el Almanaque Bristol, las doce figuras se me habían quedado grabadas; pero basta que a uno le digan que no se equivoque, para que tema equivocarse. No me acobardé, le aseguro, pero tuve un presentimiento. Abenjaldún me estrechó la mano, me dijo que sus plegarias me acompañarían, y bajé la escalera que da a la sala de actos. Yo estaba muy atareado con las figuras; además esas espaldas blancas, esas cabezas agachadas, esas máscaras lisas y ese toro sagrado que yo no había visto nunca de cerca me tenían inquieto. Sin embargo, di mis tres vueltas como la gente, y me encontré detrás de un ensabanado, que me pareció igual a todos los otros; pero, como estaba imaginando las figuras del zodíaco, no tuve tiempo de pensar, y le dije: "Abenjaldún lo llama". El hombre me siguió; siempre imaginándome las figuras, subimos la escalera, y entramos en la secretaría. Abenjaldún estaba rezando; lo hizo entrar a Yusuf al archivo, y casi en seguida volvió y me dijo: "Trae ahora a Ibrahim". Volví a la sala de actos, di mis tres vueltas, me paré detrás de otro ensabanado y le dije: "Abenjaldún lo llama". Con él volví a la secretaría.
– Pare el carro, amigo -dijo Parodi-. ¿Está seguro de que mientras usted daba sus vueltas nadie salió de la secretaría?
– Mire, le aseguro que no. Yo estaba muy atento a las figuras y todo lo que quiera, pero no soy tan sonso. No le quitaba el ojo a esa puerta. Pierda cuidado: nadie entró ni salió.
»Abenjaldún tomó del brazo a Ibrahim y lo llevó al archivo; después me dijo: "Trae ahora a Izedín". Cosa rara, don Isidro, las dos primeras veces había tenido confianza en mí; esta vuelta estaba acobardado. Bajé, caminé tres veces alrededor de los drusos y volví con Izedín. Yo estaba cansadísimo: en la escalera se me nubló la vista, cosas del riñón; todo me pareció distinto, hasta mi compañero. El mismo Abenjaldún, que ya me tenía tanta fe que en lugar de rezar se había puesto a jugar al solitario, se lo llevó a Izedín al archivo, y me dijo, hablándome como un padre:
»-Este ejercicio te ha rendido. Yo buscaré al cuarto iniciado, que es Jalil.
»La fatiga es el enemigo de la atención, pero en cuanto salió Abenjaldún me prendí a los barrotes de la galería y me puse a espiarlo. El hombre dio sus tres vueltas lo más chato, agarró de un brazo a Jalil y se lo trajo para arriba. Ya le dije que el archivo no tiene más puerta que la que da a la secretaría. Por esa puerta entró Abenjaldún con Jalil; en seguida salió con los cuatro drusos velados; me hizo la señal de la cruz, porque son gente muy devota; después les dijo en criollo que se quitaran los velos; usted dirá que es pura fábula, pero ahí estaban Izedín, con su cara de extranjero, y Jalil, el subgerente de La Formal, y Yusuf, el cuñado del que es gangoso, e Ibrahim, pálido como un muerto y barbudo, el socio de Abenjaldún, usted sabe. ¡Ciento cincuenta drusos iguales y ahí estaban los cuatro maestros!
»El doctor Abenjaldún casi me abrazó; pero los otros, que son personas refractarias a la evidencia, y llenas de supersticiones y agüerías, no dieron su brazo a torcer y se le enojaron en druso. El pobre Abenjaldún quiso convencerlos, pero al fin tuvo que ceder. Dijo que me sometería a otra prueba, dificilísima, pero que en esa prueba se jugaría la vida de todos ellos y tal vez la suerte del mundo. Continuó:
»-Te vendaremos los ojos con este velo, pondremos en tu mano derecha esta larga caña, y cada uno de nosotros se ocultará en algún rincón de la casa o de los jardines. Esperarás aquí hasta que el reloj dé las doce; después nos encontrarás sucesivamente, guiado por las figuras. Esas figuras rigen el mundo; mientras dure el examen, te confiamos el curso de las figuras: el cosmos estará en tu poder. Si no alteras el orden del zodíaco, nuestros destinos y el destino del mundo seguirán el curso prefijado; si tu imaginación se equivoca, si después de la Balanza imaginas el León y no el Escorpión, el maestro a quien buscas perecerá y el mundo conocerá la amenaza del aire, del agua y del fuego.
»Todos dijeron que sí, menos Izedín, que había ingerido tanto salame que ya se le cerraban los ojos y que estaba tan distraído que al irse nos dio la mano a todos, uno por uno, cosa que no hace nunca.
»Me dieron una caña de bambú, me pusieron la venda y se fueron. Me quedé solo. Qué ansiedad la mía: imaginarme las figuras, sin alterar el orden; esperar las campanadas que no sonaban nunca; el miedo que sonaran y echar a andar por esa casa, que de golpe me pareció interminable y desconocida. Sin querer pensé en la escalera, en los descansos, en los muebles que habría en mi camino, en los sótanos, en el patio, en las claraboyas, qué sé yo. Empecé a oír de todo: las ramas de los árboles del jardín, unos pasos arriba, los drusos que se iban de la quinta, el arranque del viejo Issota de Abd-el-Melek: usted sabe, el que se ganó la rifa del aceite Raggio. En fin, todos se iban y yo me quedaba solo en el caserón, con esos drusos escondidos quién sabe dónde. Ahí tiene, cuando sonó el reloj me llevé un susto. Salí con mi cañita, yo, un muchacho joven, pletórico de vida, caminando como inválido, como un ciego, si usted me interpreta; agarré en seguida para la izquierda, porque el cuñado del gangoso tiene mucho savoir faire y yo pensé que iba a encontrarlo bajo de la mesa; todo el tiempo veía patente la Balanza, el Escorpión, el Sagitario y todas esas ilustraciones; me olvidé del primer descanso de la escalera y seguí bajando en falso; después me entré en el jardín de invierno. De golpe me perdí. No encontraba ni la puerta ni las paredes. También hay que ver: tres días a puro té solo y el gran desgaste mental que yo me exigía. Dominé, con todo, la situación, y agarré por el lado del montaplatos; yo malicié que alguno se habría introducido en la carbonera; pero esos drusos, por instruidos que sean, no tienen nuestra viveza criolla. Entonces me volví para la sala. Tropecé con una mesita de tres patas, que usan algunos drusos que todavía creen en el espiritismo, como si estuvieran en la Edad Media. Me pareció que me miraban todos los ojos de los cuadros al óleo -usted se reirá, tal vez; mi hermanita siempre dice que tengo algo de loco y de poeta-. Pero no me dormí y en seguida lo descubrí a Abenjaldún: estiré el brazo y ahí estaba. Sin mayor dificultad, encontramos la escalera, que estaba mucho más cerca de lo que yo imaginaba, y ganamos la secretaría. En el trayecto no dijimos ni una sola palabra. Yo estaba ocupado con las figuras. Lo dejé y salí a buscar otro druso. En eso oí como una risa ahogada. Por primera vez tuve una duda: llegué a pensar que se reían de mí. En seguida oí un grito. Yo juraría que no me equivoqué en las imágenes; pero, primero con la rabia y después con la sorpresa, tal vez me haya confundido. Yo nunca niego la evidencia. Me di vuelta y tanteando con la caña entré en la secretaría. Tropecé con algo en el suelo. Me agaché. Toqué el pelo con la mano. Toqué una nariz, unos ojos. Sin darme cuenta de lo que hacía, me arranqué la venda.
»Abenjaldún estaba tirado en la alfombra, tenía la boca toda babosa y con sangre; lo palpé; estaba calentito todavía, pero ya era cadáver. En el cuarto no había nadie. Vi la caña, que se me había caído de la mano; tenía sangre en la punta. Recién entonces comprendí que yo lo había matado. Sin duda, cuando oí la risa y el grito, me confundí un momento y cambié el orden de las figuras: esa confusión había costado la vida de un hombre. Tal vez la de los cuatro maestros… Me asomé a la galería y los llamé. Nadie me contestó. Aterrado, huí por los fondos, repitiendo en voz baja el Carnero, el Toro, los Gemelos, para que el mundo no se viniera abajo. En seguida llegué a la tapia y eso que la quinta tiene tres cuartos de manzana; siempre el Tullido Ferrarotti me sabía decir que mi porvenir estaba en las carreras de medio fondo. Pero esa noche fui una revelación en salto en alto. De un saque salvé la tapia, que tiene casi dos metros; cuando estaba levantándome de la zanja y sacándome una porción de cascos de botella que se me habían incrustado por todos lados, empecé a toser con el humo. De la quinta salía un humo negro y espeso como lana de colchón. Aunque no estaba entrenado, corrí como en mis buenos tiempos; al llegar a Rosetti me di vuelta: había una luz como de 25 de Mayo en el cielo, la casa estaba ardiendo. ¡Ahí tiene lo que puede significar un cambio en las figuras! De pensarlo, la boca se me puso más seca que lengua de loro. Divisé un agente en la esquina, y di marcha atrás; después me metí en unos andurriales que es una vergüenza que haya todavía en la Capital; yo sufría como argentino, le aseguro, y me tenían mareado unos perros, que bastó que uno solo ladrara para que todos se pusieran a ensordecerme desde muy cerca, y en esos barriales del oeste no hay seguridad para el peatón ni vigilancia de ninguna especie. De pronto me tranquilicé, porque vi que estaba en la calle Charlone; unos infelices que estaban de patota en un almacén se pusieron a decir "el Carnero, el Toro" y a hacer ruidos que están mal en una boca; pero yo no les llevé el apunte y pasé de largo. ¿Quiere creer que sólo al rato me di cuenta que yo había estado repitiendo las figuras, en voz alta? Volví a perderme. Usted sabe que en esos barrios ignoran los rudimentos del urbanismo y las calles están perdidas en un laberinto. Ni se me pasó por la cabeza tomar algún vehículo: llegué a casa con el calzado hecho una miseria, a la hora en que salen los basureros. Yo estaba enfermo de cansancio esa madrugada. Creo que hasta tenía temperatura. Me tiré en la cama, pero resolví no dormir, para no distraerme de las figuras.
»A las doce del día mandé parte de enfermo a la redacción y a las Obras Sanitarias. En eso entró mi vecino, el viajante de la Brancato, y se hizo firme y me llevó a su pieza a tomar una tallarinada. Le hablo con el corazón en la mano: al principio me sentí un poco mejor. Mi amigo tiene mucho mundo y destapó un moscato del país. Pero yo no estaba para diálogos finos y, aprovechando que el tuco me había caído como un plomo, me fui a mi pieza. No salí en todo el día. Sin embargo, como no soy un ermitaño y me tenía preocupado lo de la víspera, le pedí a la patrona que me trajera las Noticias. Sin tan siquiera examinar la página de los deportes, me engolfé en la crónica policial y vi la fotografía del siniestro: a las 0,23 de la madrugada había estallado un incendio de vastas proporciones en la casaquinta del doctor Abenjaldún, sita en Villa Mazzini. A pesar de la encomiable intervención de la Seccional de Bomberos, el inmueble fue pasto de las llamas, habiendo perecido en la combustión su propietario, el distinguido miembro de la colectividad siriolibanesa, doctor Abenjaldún, uno de los grandes pioneers de la importación de substitutos del linóleum. Quedé horrorizado. Baudizzone, que siempre descuida su página, había cometido algunos errores: por ejemplo; no había mencionado para nada la ceremonia religiosa, y decía que esa noche se habían reunido para leer la Memoria y renovar autoridades. Poco antes del siniestro habían abandonado la quinta los señores Jalil, Yusuf e Ibrahim. Estos declararon que hasta las 24 estuvieron departiendo amigablemente con el extinto, que, lejos de presentir la tragedia que pondría un punto final a sus días y convertiría en cenizas una residencia tradicional de la zona del oeste, hizo gala de su habitual sprit. El origen de la magna conflagración quedaba por aclarar.
»A mí no me asusta el trabajo, pero desde entonces no he vuelto al diario ni a las Obras, y ando con el ánimo por el suelo. A los dos días me vino a visitar un señor muy afable, que me interrogó sobre mi participación en la compra de escobillones y trapos de rejilla para la cantina del personal del corralón de la calle Bucarelli; después cambió de tema y habló de las colectividades extranjeras y se interesó especialmente en la siriolibanesa. Prometió, sin mayor seguridad, repetir la visita. Pero no volvió. En cambio, un desconocido se instaló en la esquina y me sigue con sumo disimulo por todos lados. Yo sé que usted no es hombre de dejarse enredar por la policía ni por nadie. Sálveme, don Isidro, ¡estoy desesperado!
– Yo no soy brujo ni ayunador para andar resolviendo adivinanzas. Pero no te voy a negar una manita. Eso sí, con una condición. Prométeme que me vas a hacer caso en todo.
– Como usted diga, don Isidro.
– Muy bien. Vamos a empezar en seguida. Decí en orden las figuras del almanaque.
– El Carnero, el Toro, los Gemelos, el Cangrejo, el León, la Virgen, la Balanza, el Escorpión, el Sagitario, el Capricornio, el Acuario, los Peces.
– Muy bien. Ahora decilos al revés.
Molinari, pálido, balbuceó:
– El Ronecar, el Roto…
– Salí de ahí con esas compadradas. Te digo que cambies el orden, que digas de cualquier modo las figuras.
– ¿Que cambie el orden? Usted no me ha entendido, don Isidro, eso no se puede…
– ¿No? Decí la primera, la última y la penúltima.
Molinari, aterrado, obedeció. Después miró a su alrededor.
– Bueno, ahora que te has sacado de la cabeza esas fantasías, te vas para el diario. No te hagás mala sangre.
Mudo, redimido, aturdido, Molinari salió de la cárcel. Afuera, estaba esperándolo el otro.
A la semana, Molinari admitió que no podía postergar una segunda visita a la Penitenciaría. Sin embargo, le molestaba encararse con Parodi, que había penetrado su presunción y su miserable credulidad. ¡Un hombre moderno, como él, haberse dejado embaucar por unos extranjeros fanáticos! Las apariciones del señor afable se hicieron más frecuentes y más siniestras: no sólo hablaba de los siriolibaneses, sino de los drusos del Líbano; su diálogo se había enriquecido de temas nuevos; por ejemplo, la abolición de la tortura en 1813, las ventajas de una picana eléctrica recién importada de Bremen por la Sección Investigaciones, etc.
Una mañana de lluvia, Molinari tomó el ómnibus en la esquina de Humberto I. Cuando bajó en Palermo, bajó también el desconocido, que había pasado de los anteojos a la barba rubia…
Parodi, como siempre, lo recibió con cierta sequedad; tuvo el tino de no aludir al misterio de Villa Mazzini: habló, tema habitual en él, de lo que puede hacer el hombre que tiene un sólido conocimiento de la baraja. Evocó la memoria tutelar del Lince Rivarola, que recibió un sillazo en el momento mismo de extraer un segundo as de espadas de un dispositivo especial que tenía en la manga. Para complementar esa anécdota, extrajo de un cajón un mazo grasiento, lo hizo barajar por Molinari y le pidió que extendiera los naipes sobre la mesa, con las figuras para abajo. Le dijo:
– Amiguito, usted que es brujo, le va a dar a este pobre anciano el cuatro de copas.
Molinari balbuceó:
– Yo nunca he pretendido ser brujo, señor… Usted sabe que yo he cortado toda relación con esos fanáticos.
– Has cortado y has barajado; dame en seguidita el cuatro de copas. No tengas miedo; es la primer carta que vas a agarrar.
Trémulo, Molinari extendió la mano, tomó una carta cualquiera y se la dio a Parodi. Éste la miró y dijo:
– Sos un tigre. Ahora me vas a dar la sota de espadas.
Molinari sacó otra carta y se la entregó.
– Ahora el siete de bastos.
Molinari le dio una carta.
– El ejercicio te ha cansado. Yo sacaré por vos la última carta, que es el rey de copas.
Tomó, casi con negligencia, una carta y la agregó a las tres anteriores. Después le dijo a Molinari que las diera vuelta. Eran el rey de copas, el siete de bastos, la sota de espadas y el cuatro de copas.
– No abrás tanto los ojos -dijo Parodi-. Entre todos esos naipes iguales hay uno marcado; el primero que te pedí pero no el primero que me diste. Te pedí el cuatro de copas, me diste la sota de espadas; te pedí la sota de espadas, me diste el siete de bastos; te pedí el siete de bastos y me diste el rey de copas; dije que estabas cansado y que yo mismo iba a sacar el cuarto naipe, el rey de copas. Saqué el cuatro de copas, que tiene estas pintitas negras.
»Abenjaldún hizo lo mismo. Te dijo que buscaras el druso número 1, vos le trajiste el número 2; te dijo que trajeras el 2, vos le trajiste el 3; te dijo que trajeras el 3, vos le trajiste el 4; te dijo que iba a buscar el 4 y trajo el 1. El 1 era Ibrahim, su amigo íntimo. Abenjaldún podía reconocerlo entre muchos… Esto les pasa a los que se meten con extranjeros. Vos mismo me dijiste que los drusos son una gente muy cerrada. Decías bien, y el más cerrado de todos era Abenjaldún, el decano de la colectividad. A los otros les bastaba desairar a un criollo; él quiso tomarlo para risa. Te dijo que fueras un domingo y vos mismo me dijiste que el viernes era el día de sus misas; para que estuvieras nervioso, te hizo tres días a puro té y Almanaque Bristol; encima te hizo caminar no sé cuántas cuadras; te largó a una función de drusos ensabanados y, como si el miedo fuera poco para confundirte, inventó el asunto de las figuras del almanaque. El hombre estaba de bromas; todavía no había revisado (ni revisaría nunca) los libros de contabilidad de Izedín; de esos libros hablaban cuando vos entraste; vos creíste que hablaban de novelitas y de versos. Quién sabe qué manejos había hecho el tesorero; lo cierto es que mató a Abenjaldún y quemó la casa, para que nadie viera los libros. Se despidió de ustedes, les dio la mano -cosa que no hacía nunca-, para que dieran por sentado que se había ido. Se escondió por ahí cerca, esperó que se fueran los otros, que ya estaban hartos de la broma, y cuando vos, con la caña y la venda, estabas buscándolo a Abenjaldún, volvió a la secretaría. Cuando volviste con el viejo, los dos se rieron de verte caminando como un cieguito. Saliste a buscar un segundo druso; Abenjaldún te siguió para que volvieras a encontrarlo y te hicieras cuatro viajes a puro golpe, trayendo siempre la misma persona. El tesorero, entonces, le dio una puñalada en la espalda: vos oíste su grito. Mientras volvías a la pieza, tanteando, Izedín huyó, prendió fuego a los libros. Luego, para justificar que hubieran desaparecido los libros, prendió fuego a la casa.
Pujato, 27 de diciembre de 1941