A Mahoma
El recluso de la celda 273 recibió con marcada resignación a la señora de Anglada y a su marido.
– Seré rotundo; daré la espalda a toda metáfora -prometió gravemente Carlos Anglada-. Mi cerebro es una cámara frigorífica: las circunstancias de la muerte de Julia Ruiz Villalba -Pumita, para los de su clase- perduran en ese recipiente gris incorruptas. Seré implacable, fidedigno; miro estas cosas con la indiferencia del deux ex machina. Le impondré un corte transversal de los hechos. Lo conmino, Parodi: sea usted un nervio auditivo.
Parodi no levantó los ojos, siguió iluminando una fotografía del doctor Irigoyen; el introito del vigoroso poeta no le comunicaba hechos nuevos: días antes había leído un sueltito de Molinari sobre la brusca desaparición de la señorita de Ruiz Villalba, uno de los elementos juveniles más animados de nuestro mundillo social.
Anglada impostó la voz; Mariana, su mujer, tomó la palabra:
– Ya Carlos hizo que me costeara a la cárcel y yo que tenía que ir a opiarme en la conferencia de Mario sobre Concepción Arenal. Qué salvada la suya, señor Parodi, no tener que ir a La Casade Arte: hay cada figurón que es un plomo, aunque yo siempre digo que Monseñor habla con mucha altura. Carlos, como toda la vida, va a querer meter su cuchara, pero al fin y al cabo es mi hermana, y no me han arrastrado hasta aquí para que yo esté callada como una ente. Además las mujeres, con la intuición, nos damos más cuenta de todo, como dijo Mario a la vez que me felicitó por el luto (yo estaba hecha una loca, pero a las platinadas nos sienta el negro). Mire, yo con la suite que tengo, voy a contarle las cosas desde el principio, aunque no me hago la difícil con la manía de los libros. Usted habrá visto en la rotogravure que la pobre Pumita, mi hermana, se había comprometido con Rica Sangiácomo, que tiene un apellido que es matador. Aunque parezca un cache, era una pareja ideal: la Pumita tan mona, con el cachet Ruiz Villalba y los ojos de Norma Shearer, que ahora se nos fue, como dijo Mario, ya no quedan más que los míos. Es claro que era una india y que no leía más que Vogue y por eso le faltaba ese charme que tiene el teatro francés, aunque Madeleine Ozeray es un adefesio. Es el colmo venir a decirme a mí que se ha suicidado, yo que estoy tan católica desde el Congreso y ella con esa joie de vivre que yo también la tengo, aunque no soy una mosca muerta. No me diga que es una plancha y una falta de consideración este escándalo como si yo no tuviera bastante con lo del pobre Formento, que le clavó el cuchillito por el sillón a Manuel, que estaba embobado con los toros. A veces me da que pensar y digo que es llover sobre mojado.
»Rica tiene fama de buenmocísimo, pero qué más quería él que entrar en una familia como la gente, ellos que son unos parvenus, aunque al padre yo lo respeto porque vino al Rosario con una mano atrás y otra adelante. La Pumita no se chupaba el dedo, y mamá con el faible que le tenía tiró la casa por la ventana cuando la presentaron, y así no es gracia que se comprometiera cuando era una mosca. Dice que se conocieron de un modo lo más romántico, en Llavallol, como Errol Flynn y Olivia de Havilland, en Vamos a Méjico, que en inglés se llama Sombrero: a la Pumita se le había desbocado el pony del tonneau al llegar al macadam y Ricardo, que no tiene más horizonte que los petizos de polo, se quiso hacer el Douglas Fairbanks y le paró el pony, que no es una cosa del otro mundo. Él se quedó chocho cuando supo que era mi hermana, y la pobre Pumita, ya se sabe, le gustaba afilar hasta con los mucamos de adentro. La cuestión es que se lo invitó a Rica a La Moncha, y eso que no nos habíamos visto ni en caja de fósforos. El Commendatore -el padre de Rica, usted recuerda- les hacía un gancho bárbaro, y Rica me tenía enferma con las orquídeas que le mandaba todos los días a la Pumita, así que yo hice rancho aparte con Bonfanti, que es otra cosa.
– Tómese un resuello, señora -intercaló respetuosamente Parodi-. Ahora que no garúa, usted podría aprovechar, don Anglada, para hacerme un resumido.
– Abro fuego…
– Ya tuviste que salir con tus pesadeces -observó Mariana aplicando a sus labios desganados un cuidadoso rouge.
– El panorama erigido por mi señora es terminante. Falta, sin embargo, tirar las coordenadas de práctica. Seré el agrimensor, el catastro. Acometo la vigorosa síntesis.
»En Pilar, contiguos a La Moncha, se afirman los parques, los viveros, los invernáculos, el observatorio, los jardines, la pileta, las jaulas de los animales, el acuario subterráneo, las dependencias, el gimnasio, el reducto del Commendatore Sangiácomo. Este florido anciano -ojos irrefutables, estatura mediocre, tinte sanguíneo, níveos mostachos que interrumpe el toscano festivo- es un moño de músculos, en la pista, en la pedana y en el trampolín de madera. Paso de la instantánea al cinematógrafo: abordo sin ambages la biografía de este vulgarizador del abono. El oxidado siglo XIX se revolvía y gimoteaba en su silla de ruedas -años del biombo japonista y del velocípedo tarambana- cuando el Rosario abrió la generosidad de sus fauces a un inmigrante itálico; miento, a un niño italiano. Pregunto: ¿quién era ese niño? Contesto: el Commendatore Sangiácomo. El analfabetismo, la maffia, la intemperie, una fe ciega en el porvenir de la Patria fueron sus pilotos de cabotaje. Un varón consular -confirmo: el cónsul de Italia, conde Isidoro Fosco- adivinó el encaje moral que encerraba el joven y más de una vez le brindó un consejo desinteresado.
»En 1902 Sangiácomo encaraba la vida desde el pescante de madera de un carro de la Dirección de Limpieza; en 1903 presidía una flota pertinaz de carros atmosféricos; desde 1908 -año en que salió de la cárcel- vinculó definitivamente su nombre a la saponificación de las grasas; en 1910 abarcaba las curtiembres y el guano; en 1915 columbró con ojo de cíclope las posibilidades de la gamorresina del asa fétida; la guerra disipó ese espejismo; nuestro luchador, al borde de la catástrofe, dio un golpe de timón y se consolidó en el ruibarbo. Italia no tardó en detonar su grito y su músculo; Sangiácomo, desde la otra margen atlántica, gritó ¡presente! y fletó un barco de ruibarbo para los modernos inquilinos de las trincheras. No lo desanimaron los motines de una soldadesca ignorante; sus cargamentos nutritivos abarrotaron dársenas y almacenes en Génova, en Salerno y en Castellammare, desalojando más de una vez a densas barriadas. Esa plétora alimenticia tuvo su premio: el novel millonario crucificó su pecho con la cruz y el mandil de Commendatore.
– Qué manera de contar que parece que estás hecho un sonámbulo -dijo desapasionadamente Mariana, y siguió levantando sus faldas-. Antes que lo hicieran Commendatore ya se había casado con la prima carnal que mandó buscar a Italia a propósito, y también te comiste lo de los hijos.
– Ratifico: me he dejado arrastrar por el ferryboat de mi verba. Wells rioplatense, remonto la corriente del tiempo. Desembarco en el tálamo posesivo. Ya nuestro luchador engendra a su vástago. Nace: es Ricardo Sangiácomo. La madre, figura vislumbrada, secundaria, desaparece: muere en 1921. La muerte (que a semejanza del cartero llama dos veces) lo privó ese mismo año del propulsor que nunca le negara su aliento, conde Isidoro Fosco. Lo digo, lo redigo, sin trepidar: el Commendatore se asomó a la locura. El horno crematorio había mascado la carne de su esposa; quedaba su producto, su impronta: el párvulo unigénito. Monolito moral, el padre se consagró a educarlo, a adorarlo. Subrayo un contraste: el Commendatore -duro y dictatorial entre sus máquinas como una prensa hidráulica- fue, at home, el más agradable de los polichinelas del hijo.
»Enfoco a este heredero: chambergo gris, los ojos de la madre, bigote circunflejo, movimientos dictados por Juan Lomuto, piernas de centauro argentino. Este protagonista de las piscinas y del turf es también un jurisconsulto, un contemporáneo. Admito que su poemario Peinar el viento no constituye una férrea cadena de metáforas, pero no falta la visión espesa, el atisbo noviestructural. Sin embargo, es en el terreno de la novela donde nuestro poeta rendirá todo su voltaje. Predigo: algún crítico musculoso no dejará tal vez de subrayar que nuestro iconoclasta, antes de romper los viejos moldes, los ha reproducido; pero habrá de admitir la fidelidad científica de la copia. Ricardo es una promesa argentina; su relato sobre la condesa de Chinchón aglutinará el buceo arqueológico y el espasmo neofuturista. Esa labor exige la compulsa de los infolios de Gandía, de Levene, de Grosso, de Radaelli. Felizmente, nuestro explorador no está solo; Eliseo Requena, su abnegado hermano de leche, lo secunda y lo empuja en el periplo. Para definir a este acólito seré conciso como un puño: el gran novelista se ocupa de las figuras centrales de la novela y deja que las plumas menores se ocupen de las figuras menores. Requena (estimable sin duda como factotum) es uno de tantos hijos naturales del Commendatore, ni mejor ni peor que los otros. Miento: acusa un rasgo individual: la insospechable devoción por Ricardo. Acude ahora a mi lente un personaje pecuniario, bursátil. Le arranco la máscara: presento al administrador del Commendatore, Giovanni Croce. Sus detractores fingen que es riojano y que su verdadero nombre es Juan Cruz. La verdad es muy otra: su patriotismo es notorio; su devoción al Commendatore, perpetua; su acento, muy desagradable. El Commendatore Sangiácomo, Ricardo Sangiácomo, Eliseo Requena, Giovanni Croce, he aquí el cuarteto humano que presenció los últimos días de Pumita. Relego al justo anonimato la turba asalariada: jardineros, peones, cocheros, masajistas…
Mariana intervino irresistiblemente:
– Cómo vas a negar esta vez que sos un envidioso y un mal pensado. No has dicho ni un poquito de Mario, que tenía la pieza llena de libros al lado de la nuestra y que se da cuenta muy bien cuando una mujer distinguida sale de lo vulgar, y no pierde tiempo mandando cartitas como un pavo. Bien que te dejó con la boca abierta cuando no dijiste ni mu. Es bestial como sabe.
– Exacto; suelo darme una mano de silencio. El doctor Mario Bonfanti es un hispanista adscripto a la propiedad del Commendatore. Ha publicado una adaptación para adultos del Cantar de Myo Cid; premedita una severa gauchización de las Soledades, de Góngora, a las que dotará de bebedores y de jagüeles, de cojinillos y de nutrias.
– Don Anglada, ya me tiene mareado con tanto libro -dijo Parodi-. Si quiere que le sirva de algo, hábleme de su cuñada, la finadita. Total nadie me salva de oírlo.
– Usted, como la crítica, no me capta. El gran pincel -he dicho: Picasso- ubica en los primeros planos el fondo del cuadro y posterga en la línea del horizonte la figura central. Mi plan de batalla es el mismo. Abocetadas las comparsas ambientes, Bonfanti, etc., caigo de lleno en la Pumita Ruiz Villalba, corpus delicti.
»El plástico no se deja arrastrar por las apariencias. Pumita, con su travesura de Efebo, con su gracia algo despeinada, era, ante todo, un telón de fondo: su función era destacar la belleza opulenta de mi señora. La Pumita ha muerto; en el recuerdo esa función es indeciblemente patética. Brochazo de gran guiñol: el 23 de junio, a la noche, reía y chapoteaba en la sobremesa al calor de mi verba; el 24, yacía envenenada en su dormitorio. El destino, que no es un caballero, hizo que mi señora la descubriese.
La tarde del 23 de junio, víspera de su muerte, la Pumita vio morir tres veces a Emil Jannings en copias imperfectas y veneradas de Alta traición, del Ángel azul y de La última orden. Mariana sugirió esa expedición al Club Pathé-Baby; al regreso, ella y Mario Bonfanti se relegaron al asiento de atrás del Rolls-Royce. Dejaron que la Pumita fuera adelante con Ricardo y completara la reconciliación iniciada en la compartida penumbra del cinematógrafo. Bonfanti deploró la ausencia de Anglada: este polígrafo componía, esa tarde, una Historia Científica del Cinematógrafo, y prefería documentarse en su inefable memoria de artista, no contaminada por una visión directa del espectáculo, siempre ambigua y falaz.
Esa noche, en Villa Castellammare, la sobremesa fue dialéctica.
– Otra vez doy la palabra a mi viejo amigo, el Maestro Correas -dijo eruditamente Bonfanti, que animaba un saco tejido en punto de arroz, una doble tricota de Huracán, una corbata escocesa, una sobria camisa color ladrillo, un juego de lápiz, y estilográfica tamaño coloso y un cronómetro pulsera de referee-. Fuimos por lana y volvimos trasquilados. Los boquirrubios que detentan el cacicazgo del Pathé-Baby Club nos han fastidiado: dieron un muestrario de Jannings en el que falta lo más enjundioso y egregio. Nos han escamoteado la adaptación de la sátira butleriana Ainsi va toute chair, De carne somos.
– Es como si la hubieran dado -dijo la Pumita -. Todos los films de Jannings son De carne somos. Siempre el mismo argumento: primero le van acumulando felicidades; después lo enyetan y lo hunden. Es una cosa tan aburrida y tan igual a la realidad. Apuesto que el Commendatore me da la razón.
El Commendatore vaciló; Mariana intervino inmediatamente:
– Todo porque fui yo la de la idea que fuéramos. Bien que lloraste como una cache a pesar del rimmel.
– Es cierto -dijo Ricardo-. Yo te vi llorar. Después te ponés nerviosa, y tomás esas gotas para dormir que tenés en la cómoda.
– Serás más que sonsa -observó Mariana-: Ya sabés que el doctor ha dicho que esas porquerías no son buenas para la salud. Yo es otra cosa, porque tengo que lidiar con los mucamos.
– Si no duermo, no me faltará qué pensar. Además, no será ésta la última noche. ¿Usted no cree, Commendatore, que hay vidas que son idénticas a las vistas de Jannings?
Ricardo comprendió que Pumita quería eludir el tema del insomnio.
– Tiene razón la Pumita: nadie se salva de su destino. Morganti era una fiera para el polo, hasta que se compró el tobiano que le trajo yeta.
– No -gritó el Commendatore-. El hommo pensante no cree en la yeta, porque yo la venzo con esta pata de conejo. -La sacó de un bolsillo interior del smocking y la esgrimió con exaltación.
– Eso es lo que se llama un directo a la mandíbula -aplaudió Anglada-. Razón pura, más razón pura.
– Lo que es yo, estoy segura que hay vidas en que no sucede nada por casualidad- insistió la Pumita.
– Mirá, si lo decís por mí, estás paf -declaró Mariana-. Si mi casa está hecha un barullo, la culpa la tiene Carlos, que siempre me está espiando.
– En las vidas no debe suceder nada por casualidad -zumbó la voz luctuosa de Croce-. Si no hay una dirección, una policía, caemos directamente en el caos ruso, en la tiranía de la Cheka. Debemos confesarlo: en el país de Iván el Terrible, ya no queda libre albedrío.
Ricardo, visiblemente reflexivo, acabó por decir:
– Las cosas, es una cosa que no pueden suceder por casualidad. Y… si no hay orden, por la ventana entra volando una vaca.
– Aun los místicos de vuelo más aguileño, una Teresa de Cepeda y Ahumada, un Ruysbrokio, un Blosio -confirmó Bonfanti- se ciñen al imprimatur de la Iglesia, al marchamo eclesiástico.
El Commendatore golpeó la mesa.
– Bonfanti, yo no quiero ofenderlo, pero es inútil que se esconda: usted es propiamente un católico. Vaya sabiendo que nosotros, los del Gran Oriente del Rito Escocés, nos vestimos como si fuéramos curas y no tenemos que envidiarle a nadie. La sangre se me enferma cuando oigo decir que el hombre no puede hacer todo lo que le pasa por la fantasía.
Hubo un silencio incómodo. A los pocos minutos, Anglada -pálido- se atrevió a balbucir:
– Knock-out técnico. La primera línea de los deterministas ha sido rota. Nos desbordamos por la brecha; huyen en completo desorden. Hasta donde alcanza la vista, el campo de batalla queda sembrado de armas y de bagajes.
– No te hagás el que ganaste la discusión, porque no fuiste vos, que estabas como mudo -dijo implacablemente Mariana.
– Pensar que todo lo que decimos va a pasar a la libreta que trajo de Salerno el Commendatore -dijo abstraídamente la Pumita.
Croce, el lóbrego administrador, quiso cambiar el rumbo de la conversación:
– ¿Y qué nos dice el amigo Eliseo Requena?
Le contestó con una voz de laucha un joven inmenso y albino:
– Estoy muy atareado: Ricardito va a concluir su novela.
El aludido se ruborizó y aclaró:
– Trabajo como un topo, pero la Pumita me aconseja que no me apure.
– Yo guardaría los cuadernos en un cajón y los dejaría nueve años -dijo la Pumita.
– ¿Nueve años? -exclamó el Commendatore, casi apoplético-. ¿Nueve años? ¡Hace quinientos años que el Dante publicó la Divina Comedia!
Con noble urgencia, Bonfanti apoyó al Commendatore.
– Bravo, bravo. Esa vacilación es netamente hamletiana, boreal. Los romanos entendían el arte de otra manera. Para ellos, escribir era un gesto armonioso, una danza, no la sombría disciplina del bárbaro, que procura suplir con mortificaciones monjiles la sal que le deniega Minerva.
El Commendatore insistió:
– El que no escribe todo lo que le fermenta en la testa es un eunuco de la Capilla Sixtina. Eso no es un hombre.
– Yo también opino que el escritor debe darse entero -afirmó Requena-. Las contradicciones no importan; la cuestión es volcar en el papel toda esa confusión que es lo humano.
Mariana intervino:
– Yo cuando le escribo a mamá, si me paro a pensar no se me ocurre nada, en cambio si me dejo llevar es una maravilla, son páginas y páginas que lleno sin darme cuenta. Vos mismo, Carlos, me prometiste que yo había nacido para la pluma.
– Mirá, Ricardo – la Pumita insistió-, yo que vos no oiría más que mi consejo. Hay que poner mucho ojo en lo que se publica. Acordate de Bustos Domecq, el santafecino ese que le publicaron un cuento y después resultó que ya lo había escrito Villiers de l'Isle Adam.
Ricardo respondió con aspereza:
– Hace dos horas hicimos las paces. Ya estás provocando de nuevo.
– Tranquilícese, Pumita -aclaró Requena-. La novela de Ricardito no se parece nada a Villiers.
– No me entendés, Ricardo, yo lo hago por tu bien. Esta noche estoy muy nerviosa, pero mañana tenemos que hablar.
Bonfanti quiso lograr una victoria, y pontificó:
– Ricardo es demasiado sensato para rendirse a los reclamos falaces de un arte novelero, sin raigambre americana, española. El escritor que no siente ascender por su savia el mensaje de la sangre y del terruño es un déraciné, un descastado.
– No lo reconozco, Mario -aprobó el Commendatore-, esta vuelta no habló como un bufón. El arte verdadero sale de la tierra. Es una ley que se cumple: el más noble Maddaloni yo lo tengo en el fondo de la bodega; en toda Europa, mismo en América, están guardando en sótanos reforzados las obras de los grandes maestros, para que no las importunen las bombas; la semana pasada un arqueólogo serio tenía en la valija un pumita en barro cocido, que desenterró en el Perú. Me lo dio a precio de costo y ahora lo guardo en el tercer cajón de mi escritorio particular.
– ¿Un pumita? -dijo la Pumita asombrada.
– Así es -dijo Anglada-. Los aztecas la presintieron. No les exijamos demasiado. Por futuristas que fueran, no podían concebir la belleza funcional de Mariana.
(Con bastante fidelidad, Carlos Anglada transmitió a Parodi esta conversación.)
El viernes, a primera hora, Ricardo Sangiácomo conversaba con don Isidro. La sinceridad de su congoja era evidente. Estaba pálido, enlutado y sin afeitar. Dijo que no había dormido esa noche, que hacía varias noches que no dormía.
– Es una brutalidad lo que me pasa -dijo sombríamente-. Una verdadera brutalidad. Usted, señor, que habrá llevado una vida más bien pareja, del inquilinato a la cárcel, como quien dice, no puede sospechar ni remotamente lo que esto representa para mí. Yo he vivido mucho, pero nunca he tenido un contratiempo que no lo haya resuelto en seguida. Mire: cuando la Dolly Sister me vino con el cuento del hijo natural, el viejo, que parece todo un señor incapaz de comprender estas cosas, la arregló acto continuo con seis mil pesos. Además, hay que reconocer que tengo una cancha bárbara. Vez pasada, en Carrasco, la ruleta me limpió hasta el último centésimo. Era imponente: los tipos sudaban para verme jugar, en menos de veinte minutos perdí veinte mil pesos oro. Fíjese la situación mía: no tenía ni para telefonear a Buenos Aires. Sin embargo, salí lo más fresco a la terraza. ¿Quiere creer que resolví ipso facto el problema? Apareció un petizo gangoso que había seguido mi juego con mucha aplicación, y me prestó cinco mil pesos. Al día siguiente estaba de vuelta en Villa Castellammare, habiendo rescatado cinco mil pesos de los veinte mil que me robaron los uruguayos. El gangoso ni me vio el pelo.
»De los programas con mujeres ni le hablo. Si quiere divertirse un rato, pregúntele a Mickey Montenegro qué clase de pantera soy yo. En todo soy así: vaya usted a averiguar cómo estudio. Ni abro los libros, y, cuando llega el día del examen, el tipo se manda un bromuro y la mesa lo felicita. Ahora el viejo, para que me saque de la cabeza el disgusto de la Pumita, quiere meterme en política. El doctor Saponaro, que es un lince, dice que todavía no sabe qué partido me conviene; pero le juego lo que quiera que el próximo half-time me corro un clásico en el Congreso. En polo es igual: ¿quién tiene los mejores petizos?, ¿quién es crack en Tortugas? No sigo para no aburrirlo.
»Yo no hablo por gusto, como la Barcina, que iba a ser mi cuñada, o como su marido, que se mete a hablar de football y que nunca ha visto una pelota número cinco. Quiero que usted se vaya haciendo su composición de lugar. Yo estaba por casarme con la Pumita, que tenía sus lunas, pero que era una maravilla. De la noche a la mañana aparece envenenada con cianuro, muerta, para serle franco. Primero hacen correr la bola de que se ha suicidado. Un loquero, porque estábamos por casarnos. Imagínese que yo no voy a dar mi nombre a una alienada que se suicida. Después dicen que tomó el veneno por distracción, como si no tuviera dos dedos de frente. Ahora salen con la novedad del asesinato, que a todos nos salpica. Yo, qué quiere que le diga, entre asesinato y suicidio, me quedo con el suicidio, aunque también es un disparate.
– Mire, mozo; con tanta charla esta celda parece Belisario Roldán. En cuanto me descuido, ya se me ha colado un payaso con el cuento de las figuras del almanaque, o del tren que no para en ninguna parte, o de su señorita novia que no se suicidó, que no tomó el veneno por casualidad y que no la mataron. Yo le voy a dar orden al subcomisario Grondona, que en cuanto los vislumbre los meta de cabeza en el calabozo.
– Pero si yo quiero ayudarlo, señor Parodi; es decir, quiero pedirle que usted me ayude…
– Muy bien. Así me gustan los hombres. A ver, vamos por partes. ¿La finada había apechugado con la idea de casarse con usted? ¿Está seguro?
– Como que soy hijo de mi padre. La Pumita tenía sus lunas, pero me quería.
– Ponga atención a mis preguntas. ¿Estaba encinta? ¿Algún otro sonso la festejaba? ¿Necesitaba dinero? ¿Estaba enferma? ¿Usted la aburría mucho?
Sangiácomo, después de meditar, respondió negativamente.
– Explíqueme ahora lo de la medicina para dormir.
– Y, doctor, nosotros no queríamos que tomara. Pero ella la compraba vuelta a vuelta y la tenía escondida en el cuarto.
– ¿Usted podía entrar en el cuarto de ella? ¿Nadie podía entrar?
– Todos podían entrar -aseguró el joven-. Usted sabe, todos los dormitorios de ese pabellón dan a la rotonda de las estatuas.
El 19 de julio, Mario Bonfanti irrumpió en la celda 273. Se despojó resueltamente del perramus blanco y del chambergo peludo, arrojó el bastón de malaca sobre la cucheta reglamentaria, encendió con un briqueta kerosene una moderna pipa de espuma de mar y extrajo de un bolsillo secreto un cuadrilongo de gamuza color mostaza con el cual frotó vigorosamente los cristales oscuros de sus antiparras. Durante dos o tres minutos su respiración audible agitó la bufanda tornasolada y el denso chaleco lanar. Su fresca voz italiana, exornada por el ceceo ibérico, resonó gallarda y dogmática a través del freno dental.
– Usted, maese Parodi, ya se sabrá de corro los tejemanejes policíacos, la cartilla detectivesca. Palmariamente le confieso que a mí, más dado al papeleo erudito que no al intríngulis delictuoso, me tomaron de sopetón. En fin, ahí están los esbirros, erre que erre con que el suicidio de la Pumita fue un asesinato. El hecho es que esos Edgar Wallace de rebotica me tienen entre ojos. Soy netamente futurista, porvenirista; días pasados, juzgué prudente hacer un "donoso escrutinio" de cartas amatorias; quise higienizar el espíritu, aligerarme de todo lastre sentimental. Superfluo traer a colación el nombre de la dama: ni a usted ni a mí, Isidro Parodi, nos interesa el pormenor patronímico. Merced a este briquet, si usted me pasa el galicismo -añadió Bonfanti, esgrimiento con exultación el considerable artefacto-, hice en la chimenea de mi dormitorio-bufete una resoluta pira postal. Pues vea usted: los sabuesos pusieron el grito en el cielo. Esa pirotecnia inocente me ha valido un week-end en Villa Devoto, un duro exilio de la petaca doméstica y de la cuartilla consuetudinaria. Claro está que en mi fuero interno les puse de oro y azul. Pero ya he perdido la euforia: hasta en la sopa me parece encontrar a esos tíos feísimos. Le pregunto con máxima lealtad: ¿juzga usted que estoy en peligro?
– De seguir hablando hasta después del Juicio Final -respondió Parodi-. Si no amaina, todavía lo van a tomar por gallego. Hágase el que no está mamado, y dígame lo que sepa de la muerte de Ricardo Sangiácomo.
– Disponga usted de todos mis recursos expositivos, de mi cornucopia verbal. En un santiamén le bosquejaré a grandes rasgos la sinopsis del caso. No ocultaré a su perspicacia, Parodi cordialísimo, que la muerte de la Pumita había afectado -mejor, desbarajustado- a Ricardo. Doña Mariana Ruiz Villalba de Anglada no chochea, de cierto, al refirmar con ese su envidiado gracejo que "los jacos de polo son el horizonte de Ricardo"; cale usted nuestro pasmo cuando supimos que de puro marchito y avinagrado había vendido a no sé qué chalán de City Bell esas caballerías supernas, que ayer eran las niñas de sus ojos y que hoy miraba capotudo, sin afición. Ya no estaba de grox ni de regolax. Ni siquiera le desaturdió la publicación de su crónica novelesca La espada al medio día, cuyo manuscrito adobé yo mismo para las prensas y en las que usted, que es todo un veterano en estas lides, no habrá dejado de advertir, y aplaudir más de una contrafirma de mi estilo personalísimo, tamaña como huevo de avestruz. Trátase de una fineza del Comendador, de una treta longánima: el padre, para puntofinalizar la murria del hijo, apresuró a lo somorgujo la impresión de la otra, y, en menos que trepa un cerdo, le sorprendió con seiscientos cincuenta ejemplares en papel Wathman, formato Teufelsbibel. A la chiticallando el Comendador es proteiforme: dialoga con los médicos de cabecera, conferencia con los testaferros del Banco, niega su óbolo a la baronesa de Servus, que blande el cetro perentorio del Socorro Antihebreo, biseca su caudal en dos ramas, de las cuales destina la mayor al hijo legítimo -una millonada sumida en los raudos convoyes del Soterraño, que se triplicará en un lustro- y la menor, dormijosa en frugales cédulas, para el hijo habido en buena guerra, Eliseo Requena; todo ello sin desmedro de postergar sine die mis honorarios y de entigrecerse con el regente de la imprenta, moroso de suyo.
»Más vale favor que justicia: a la semana de la publicación de La espada, etc., don José María Pemán dio al papel un encomio, a no dudar engolosinado por ciertos arrequives y galanuras que no se le ocultaron al muy certero y que no se compadecen con lo ramplón de la sintaxis de Requena y con su desmayado vocabulario. La buena fortuna le bailaba el agua delante, pero Ricardo, desconsiderado y monótono, se empecinaba en estérilmente plañir el deceso de la Pumita. Ya le oigo a usted murmujear para su coleto: Dejad que los muertos entierren a sus muertos. Sin enfrascarnos por ahora en disputaciones inútiles sobre la validez del versículo, puntualizaré que yo mismo sugerí a Ricardo la necesidad, más aún, la conveniencia, de cancelar la cuita inmediata y recabar conforte en las fuentes muníficas del pasado, arsenal y aparador de todo rebrote. Le sugerí que reviviera alguna aventurilla carnal, anterior al advenimiento de la Pumita. Consejo de Oldrado, pleito ganado: sus y manos a la obra. En menos que tose un viejo, nuestro Ricardo, redivivo y jovial, tripulaba el ascensor de la residencia de la baronesa de Servus. Reportero de raza, no le escatimo el pormenor auténtico, el nombre propio. La historia, por otra parte, sintomatiza el refinado primitivismo que es monopolio incuestionable de la gran dama teutónica. El primer acto se desliza en una tribuna acuática, anfibia, en esa candorosa primavera de 1937. Nuestro Ricardo avizoraba con un distraído prismático los altibajos de una regata preliminar, femenina: las walkirias del Ruderverein contra las colombinas del Neptunia. De súbito el cristal meterete se detiene; queda boquiabierto: absorbe sediento la grácil y garrida figura de la baronesa de Servus, jineta en su clinker. Esa misma tarde, un número obsoleto del Gráfico fue mutilado; esa noche, una efigie de la baronesa, realzada por la fidelidad del dobermann pinscher, presidió el insomnio del joven. Una semana después, Ricardo me dijo: "Una francesa loca me está pudriendo por teléfono. Para que se deje de secar voy a verla." Como usted ve, repito los ipsissima verba del interfecto. Bosquejo la primeriza noche de amor: llega Ricardo a la residencia de marras; asciende, vertical, en el ascensor; le introducen a un saloncete íntimo; le dejan; de súbito se apaga la luz; dos conjeturas tironean la mente del imberbe: un cortocircuito, un secuestro. Ya gimotea, ya se plañe, ya maldice la hora en que vio la luz, ya extiende los brazos; una voz cansada le impetra con dulce autoridad. La sombra es grata y el diván es propicio. La Aurora, mujer al fin, le devolvió la vista. No postergaré la revelación, Parodi amicísimo: Ricardo se desperezó en los brazos de la baronesa de Servus.
»Su vida de usted y la mía, más apoltronadas, más sedentarias, quizá más reflexivas, por ende prescinden de lances de esa estofa; en la vida de Ricardo pululan.
»Éste, cariacontecido por la muerte de la Pumita, busca a la baronesa. Severo, pero justo, fue nuestro Gregorio Martínez Sierra cuando estampó aquello de que la mujer es una esfinge moderna. Por de contado que usted no exigirá de mi hidalguía que yo refiera punto por punto el diálogo de la gran dama tornadiza y del importuno galán que la quería rebajar a paño de lágrimas. Esas hablillas, esa cocina chismográfica bien están en manos de zafios novelistas afrancesados, que no de pesquisidores de la verdad. Además, no sé de qué hablaron. El hecho es que a la media hora, Ricardo, conejuno y alicaído, bajaba en el mismo ascensor Otis que otrora le encumbró tan ufano. Aquí empieza la trágica zarabanda, aquí principia, aquí da comienzo. ¡Que te pierdes, Ricardo, que te despeñas! ¡Guay, que ya ruedas por la sima de tu locura! No le escamotearé ninguna etapa de la incomprensible vía crucis: luego de departir con la baronesa, Ricardo fue a casa de Miss Dollie Vavassour, una deleznable cómica de la legua, a la que ningún lazo le ataba y de quien sé que estuvo amancebada con él. Usted farfullará su enojo, Parodi, si me rezago, si me alongo, en esta mujerzuela baladí. Un solo trozo basta para pintarla de cuerpo entero, tuve con ella la atención de mandarle mi Ya todo lo dijo Góngora, avalorado por una dedicatoria de puño y letra y por mi firma ológrafa; la muy grosera me dio la callada por respuesta, sin que la ablandaran mis envíos de confites, de pastas y de jarabes, a los que sobreañadí mi Rebusco de aragonesismos en algunos folletos de J. Cejador y Frauca, en ejemplar de lujo y portado a su domicilio particular por las Mensajerías Gran Splendid. Me devano los sesos preguntando y repreguntando qué aberración, qué bancarrota moral indujo a Ricardo a dirigir sus pasos a esa madriguera, que yo me jacto de ignorar y que es el notorio y público precio de quién sabe qué complacencias. En el pecado está el castigo: Ricardo, al cabo de una plática desolada con esa anglosajona, salió huidizo y disminuido a la calle mascando y remascando el amargo fruto de la derrota, abanicado el altanero chambergo por los aletazos insanos de la locura. Próximo aún a la casa de la extranjera -en Juncal y Esmeralda, para no desdeñar el brochazo urbano-, tuvo un arresto varonil; no vaciló en abordar un taxi, que muy luego le depositó frente a una pensión familiar, en Maipú al 900. Buen céfiro insuflaba sus velas: en ese recoleto asilo, que el rebaño transeúnte motorizado por el dios Dólar tal vez no señala con el dedo, habitaba y habita Miss Amy Evans: mujer que, sin abdicar su femineidad, baraja horizontes, husmea climas, y, para decirlo todo en una palabra, trabaja en un consorcio interamericano, cuya cabeza local es Gervasio Montenegro, y cuyo loado propósito es fomentar la migración de la mujer sudamericana -"nuestra hermana latina", que dice garbosamente Miss Evans-, a Salt Lake City y a las verdes granjas que la ciñen. El tiempo de Miss Evans es un Perú. No embargante, esta dama hurtó un mauvais quart d'heure a los apremios de la estafeta y recibió con toda altura al amigo que, tras la quimera de un noviazgo frustrado, había esquivado el bulto a sus fuegos. Diez minutos de cháchara con Miss Evans bastan para vigorar el temple más feble [3]; Ricardo, ¡pesia!, ganó el ascensor descendente con el ánimo por el suelo y con la palabra suicidio grabada claramente en los ojos, a la vista y paciencia del zahorí que la descifrara.
»En horas de negra melancolía no hay farmacopea que valga la simple y reiterada Naturaleza, que, atenta a los reclamos de abril, se desborda profusa y veraneante por las llanadas y congostos. Ricardo, amaestrado por los reveses, buscó la soledad campesina, marchó sin detenciones a Avellaneda. La vieja casona de los Montenegro abrió sus cortinadas puertas vidrieras para recibirle. El anfitrión, que en achaques de hospitalidad es mucho hombre, aceptó un Corona extralargo, y, entre pitada y pitada, chanza va y chanza viene, parló como un oráculo, y dijo tantas y tales cosas que nuestro Ricardo, apesadumbrado y mohíno, hubo de contramarchar a Villa Castellammare, que no corriera más ligero si veinte mil feísimos demonios le persiguiesen.
»Sombríos antecámaras de la locura, salas de espera del suicidio: Ricardo, esa noche, no departe con quien pudiera alzaprimarle, con un camarada, un filólogo: se empoza en el primero de una luenga serie de conciliábulos con ese desmantelado Croce, más árido y reseco que el álgebra de su contabilidad.
»Tres días malgastó nuestro Ricardo en esas peroratas malsanas. El viernes tuvo un destello de lucidez: apareció de motu proprio en mi dormitorio-bufete. Yo, para desapestarle el ánima, le invité a corregir las pruebas de galeras de mi reedición de Ariel, de Rodó, maestro que, al decir de González Blanco, "supera a Valera en flexibilidad, a Pérez Galdós en elegancia, a la Pardo Bazán en exquisitez, a Pereda en modernidad, a Valle Inclán en doctrina, a Azorín en espíritu crítico"; barrunto que otro que yo hubiera recetado a Ricardo una papilla al uso, que no ese tuétano de león. Sin embargo, pocos minutos de magnetizante labor fueron bastantes para que el extinto se despidiera, campechano y gustoso. No había concluido yo de calzarme las antiparras para proseguir la fajina, cuando, del otro lado de la rotonda, retumbó el balazo fatídico.
»Afuera me crucé con Requena. La puerta del dormitorio de Ricardo estaba entornada. En el suelo, infamando de sangre reprobada el mullido quillango, yacía de cúbito dorsal el cadáver. El revólver, caliente aún, custodiaba su eterno sueño.
»Lo proclamo bien alto. La decisión fue premeditada. Así lo corrobora y confirma la deplorable nota que nos dejó: indigente, como de quien ignora los recursos riquísimos del romance; pobre, como de chapucero que no dispone de un stock de adjetivos; insulsa, como de quien no juega del vocablo. Viene a patentizar lo que no pocas veces he insinuado desde la cátedra: los egresados de nuestros sedicentes colegios desconocen los misterios del diccionario. La leeré: usted será el más inflamado guerrero en esta cruzada por el buen decir.
Ésta es la carta que Bonfanti leyó, momentos antes de que don Isidro lo expulsara.
Lo peor es que siempre he sido feliz. Ahora las cosas han cambiado y seguirán cambiando. Me mato porque ya no comprendo nada. Todo lo que he vivido es mentira. De la Pumita no me puedo despedir, porque ya se murió. Lo que mi padre ha hecho por mí no lo ha hecho ningún padre en el mundo; quiero que todos lo sepan. Adiós y olvídenme.
Fdo.: Ricardo Sangiácomo,
Pilar, 11 de julio de 1941
Poco después Parodi recibió la visita del doctor Bernardo Castillo, médico de familia de los Sangiácomo. El diálogo fue largo y confidencial. Cabe aplicar los mismos epítetos a la conversación que don Isidro mantuvo, en esos días, con el contador Giovanni Croce.
El día viernes 17 de julio de 1942, Mario Bonfanti -perramus desvaído, chambergo fatigado, pálida corbata escocesa y flamante sweater de Racing- entró confusamente en la celda 273. Lo entorpecía una fuente espaciosa, envuelta en una servilleta sin mácula.
– Municiones de boca -gritó-. En menos que cuento un dedo usted se chupará los suyos, Parodi amenísimo. ¡Miel sobre hojuelas! Las empanadas las estofaron manos atezadas; la fuente que las porta se ufana con las armas y el lema -Hic jacet- de la Princesa.
Un bastón de malaca lo moderó. Lo esgrimía ese triple mosquetero, Gervasio Montenegro -clac Houdin, monóculo Chamberlain, negro bigote sentimental, sobre todo con bocamangas y cuello de piel de nutria, plastrón con una sola perla Mendax, pie calzado por Nimbo, mano por Bulpington.
– Celebro encontrarlo, mi querido Parodi -exclamó con elegancia-. Usted disculpará la fadaise de mi secretario. No nos dejemos ofuscar por los sofismos de Ciudadela y de San Fernando: todo espíritu ponderado reconoce que Avellaneda, por derecho propio, está en la plana de honor. No me canso de repetir a Bonfanti que su juego de refranes y de arcaísmos resulta, decididamente, vieux jeu, fuera de ambiente; en vano dirijo sus lecturas: un riguroso régimen de Anatole France, de Oscar Wilde, de Toulet, de don Juan Valera, de Fradique Mendes y de Roberto Gache, no ha penetrado en su entendimiento rebelde. Bonfanti no sea terco y révolté, prescinda bruscamente de la empanada que acaba de substraer y diríjase motu proprio a La Rosa Formada, Costa Rica 5791, empresa de obras sanitarias, donde su presencia puede ser útil.
Bonfanti murmuró las palabras atentamente, zalemas albricias, besamanos y huyó con dignidad.
– Usted, don Montenegro, que está en caballo manso -dijo Parodi-, tenga la fineza de abrir ese respiradero, no vaya a ser que se nos ataje el resuello con estas empanaditas que por el olor parecen de grasa de chancho.
Montenegro, ágil como un duelista, se trepó a un banco y obedeció la orden del maestro. Bajó con un salto escénico.
– No hay plazo que no se cumpla -dijo mirando fijamente un pucho aplastado. Sacó un potente reloj de oro; le dio cuerda y lo consultó-: Hoy es el día 17 de julio; hace precisamente un año que usted descifró el cruel enigma de Villa Castellammare. En este ambiente de cordial camaradería alzo la copa y le recuerdo que entonces me prometió, para esta fecha, año vista, la franca revelación del misterio. No disimularé, querido Parodi, que el soñador ha perfilado, en minutos escamoteados al hombre de bufete y de pluma, una teoría interesantísima, novedosa. Quizá usted, con su mente disciplinada, logre aportar a esa teoría, a ese noble edificio intelectual, algunos materiales aprovechables. No soy un arquitecto cerrado: tiendo la mano a su valioso grano de arena, reservándome, cela va sans dire, el derecho de repudiar lo deleznable y lo quimérico.
– No se aflija -dijo Parodi-. Su grano de arena va a resultar idéntico al mío, sobre todo si habla antes. Tiene la palabra, amigo Montenegro. El primer maíz es para los loros.
Montenegro se apresuró a responder:
– De ningún modo. Après vous, messieurs les Anglais. Por lo demás, inútil ocultarle que mi interés ha decaído prodigiosamente. El Commendatore me defraudó: yo lo creía un hombre más sólido. Ha muerto -prepárese para una vigorosa metáfora- en la calle. El remate judicial apenas bastó para pagar las deudas. No le discuto que la situación de Requena es envidiable y que el oratorio Hamburgués y el casal de tapires que adquirí a precio irrisorio en esas enchères me han resultado mucho. Tampoco la Princesa puede quejarse: ha rescatado de la plebe ultramarina una serpiente de barro cocido, una fouille del Perú, que otrora atesorara el Commendatore en un cajón de su escritorio particular, y que ahora preside, densa de mitológicas sugestiones, nuestra sala de espera. Pardon: en otra visita ya le hablé de ese ofidio inquietante. Hombre de gusto, yo me había reservado in petto un agolpado bronce de Boccioni, monstruo dinámico y sugestivo, del que tuve que prescindir, pues esa deliciosa Mariana -substituyo: la señora de Anglada- le había echado el ojo, y opté por una retirada elegante.
»Este gambito ha sido recompensado: ahora el clima de nuestras relaciones es decididamente estival. Pero me distraigo y lo distraigo, querido Parodi. Espero a pie firme su boceto y le adelanto desde ya mi palabra de estímulo. Le hablo con la frente bien alta. Sin duda, esta afirmación motivará la sonrisa de más de un espíritu maligno; pero usted sabe que no giro en descubierto. He cumplido punto por punto mi compromiso: le he bosquejado un raccourci de mis gestiones ante la baronesa de Servus, ante Loló Vicuña de De Kruif y ante esa obsesionante fausse maigre, Dolores Vavassour; he logrado, poniendo en juego un mélange de subterfugios y de amenazas, que Giovanni Croce, verdadero Catón de la contabilidad, arriesgara su prestigio y visitara esta cárcel penitenciaria, poco antes de darse a la fuga; le he brindado no menos de un ejemplar de ese viperino folleto que inundó la Capital Federal y las localidades suburbanas, y cuyo autor, respaldado por la máscara del anonimato y ante el cenotafio aún abierto, se cubrió del más soberano ridículo denunciando no sé qué absurdas coincidencias entre la novela de Ricardo y la Santa Virreina, de Pemán, obra que sus mentores literarios, Eliseo Requena y Mario Bonfanti, eligieran como riguroso modelo. Felizmente, ese don Gaiferos que se llama el doctor Sevasco subió a la pedana y dio el do de pecho: demostró que el opúsculo de Ricardo, a pesar de consentir algunos capítulos del romanzón de Pemán -coincidencia harto disculpable en el primer hervor de la inspiración- debía más bien considerarse un facsímil del Billete de totería, de Paul Groussac, rápidamente retrotraído al siglo XVII y prestigiado por una evocación incesante del descubrimiento sensacional de las virtudes salutíferas de la quina.
»Parlors d'autre chose. Atento a sus más seniles caprichos, mi querido Parodi, logré que el doctor Castillo, ese obsesionante Blakamán del pan bazo y del agua panada, desertara momentáneamente de su consultorio hidropático y lo examinara con ojo clínico.
– Déle un descanso a las payasadas -dijo el criminalista-. El enredo de los Sangiácomo tiene más vueltas que un reloj. Mire, yo empecé a atar cabos la tarde que don Anglada y la señora Barcina me contaron la discusión que hubo en lo del Comendador la víspera de la primera muerte. Lo que me dijeron después el finado Ricardo y Mario Bonfanti y usted y el tesorero y el médico confirmó la sospecha. También la carta que el pobre muchacho dejó explicaba todas las cosas. Como decía Ernesto Ponzio:
El destino, que es prolijo,
no da puntada sin nudo.
»Hasta la muerte de Sangiácomo viejo y el librito ese de la máscara del anónimo sirven para entender el misterio. Si yo no lo conociera a don Anglada, sospecharía que había empezado a ver claro. La prueba está que, para contar la muerte de la Pumita, se remontó hasta el desembarco de Sangiácomo viejo en el Rosario. Dios habla por la boca de los sonsos: en esa fecha y en ese lugar empieza realmente la historia. Los de la policía, que son muy noveleros, no descubrieron nada porque pensaban en la Pumita y en Villa Castellammare y en el año 1941. Pero yo, de tanto estar a galpón, me he puesto muy histórico, y me gusta recordar esos tiempos cuando el hombre es joven y todavía no lo han mandado a la cárcel y no le faltan tres nacionales para darse un gusto. La historia, le repito, viene de lejos, y el Comendador es la carta brava. Vaya tomándole el peso al extranjero. En 1921 casi se volvió loco, me dijo don Anglada. Vamos a ver qué le había pasado. Se le murió la señora emigranta que le mandaron de Italia. Apenas la conocía. ¿Usted se figura que un hombre como el Comendador va a volverse loco por eso? Hágase a un lado que voy a escupir. Según el mismo Anglada, también le quitaba el sueño la muerte de su amigo el conde Isidoro Fosco. Eso no lo creo, aunque lo diga el almanaque. El conde era un millonario, un cónsul, y al otro, cuando era basurero, no le daba más que consejos. La muerte de un amigo como ése es más bien un descanso, a no ser que usted lo precise para ablandarlo a golpes. Tampoco en los negocios andaba mal: a todos los ejércitos de italianos los tenía atorados con el ruibarbo que les vendía a precio de alimento, y hasta le habían dado las jinetas de Comendador. Entonces, ¿qué le pasaba? Lo de siempre; amigo: la italiana le jugó sucio con el conde Fosco. Para peor, cuando Sangiácomo descubrió la falsía, los dos ladinos ya se le habían muerto.
»Usted sabe lo vengativos, y hasta rencorosos, que son los calabreses. Ni que fueran escribientes de la 8. El Comendador, ya que no podía vengarse de la mujer ni del farsante de los consejos, se vengó en el hijo de los dos, en Ricardo.
»Un sujeto cualquiera, usted, por ejemplo, en trance de vengarse, hubiera rigoreado un poco al putativo, y san se acabó. A Sangiácomo viejo lo agrandó el odio. Se formó un plan que no se le ocurre ni a Mitre. Como trabajo fino y de aguante, hay que sacarle el sombrero. Planeó toda la vida de Ricardo: destinó los primeros veinte años a la felicidad, los veinte últimos a la ruina. Aunque parezca fábula, nada casual hubo en esa vida. Vamos a empezar por lo que usted entiende: las cosas de mujeres. Ahí tiene la baronesa de Servus y la Sister y la Dolores y la Vicuña; todos esos amoríos el viejo se los preparó sin que él maliciara. Tan luego a usted contarle esas cosas, don Montenegro, que habrá engordado como novillo con las comisiones. Hasta el encuentro con la Pumita parece más preparado que una elección en La Rioja. Con los exámenes de abogado, la misma historia. El muchacho no se esmeraba, y le llovían clasificaciones. En la política ya iba a sucederle lo mismo: con Saponaro en el pescante, nadie la falla. Mire, es matarse: en todo era igual. Acuérdese de los seis mil pesos para amansar a la Dolly Sister; acuérdese del petizo gangoso que le brotó de golpe en Montevideo. Era un elemento del padre: la prueba es que no trató de cobrar los cinco mil de oro que le prestó. Y ahora, tome el caso de la novela. Usted mismo ha dicho hace un rato que Requena y Mario Bonfanti le sirvieron de testaferros. El mismo Requena, la víspera de la muerte de la Pumita, se mandó una agachada: dijo que estaba muy atareado, porque Ricardo iba a concluir la novela. Más claro, echarle agua: el encargado del librito era él. Después Bonfanti le puso unas contrafirmas del tamaño de un huevo de avestruz.
»Así llegamos al año 41. Ricardo creía desempeñarse con libertad, como cualquiera de nosotros, y el hecho es que lo manejaban como a las piezas de ajedrez. Lo habían ennoviado con la Pumita, que era una niña de mérito, bajo cualquier concepto. Todo iba como sobre ruedas, cuando el padre, que había tenido la soberbia de imitar al destino, descubrió que el destino estaba manejándolo a él, tuvo un atraso en la salud; el doctor Castillo le dijo que apenas le quedaba un año de vida. Sobre el nombre del mal, el doctor dirá lo que se le antoje; para mí que tenía, como Tavolara, un pasmo en el corazón. Sangiácomo apuró el baile. En el año que le quedaba, tuvo que amontonar las últimas dichas y todas las calamidades y las penurias. La tarea no le asustó; pero, en la cena del 23 de junio, la Pumita le dio a entender que había descubierto el enredo: claro que no lo dijo directamente. No estaban solos. Le habló de las vistas del biógrafo. Dijo que a un tal Juárez primero le acumulaban triunfos y después lo enyetan. Sangiácomo quiso hablar de otra cosa; ella volvió a la carga y repitió que hay vidas en las que no sucede nada por casualidad. Sacó también a relucir la libreta en que el viejo escribía su diario; lo dijo para darle a entender que la había leído. Sangiácomo, para estar bien seguro, le tendió una celada: trajo a cuento una sabandija de barro, que un ruso le mostró en una valija y que él tenía guardada en el escritorio, en el mismo cajón de la libreta. Mintió que la sabandija era un león; la Pumita, que sabía que era una víbora, pegó un respingo: de puro celosa, le había andado en los cajones al viejo, buscando cartas de Ricardo. Ahí encontró la libreta y, como era muy estudiosa, la leyó y se enteró del plan. En la conversación de esa noche cometió muchas imprudencias: la más grave fue decir que el día siguiente iba a hablar con Ricardo. El viejo, para salvar el plan que había construido con un odio tan esmerado, decidió matar a la Pumita. Le puso veneno en el remedio que tomaba para dormir. Usted se acordará que Ricardo había dicho que el remedio estaba en la cómoda. No había dificultad para entrar en el dormitorio. Todas las piezas daban al corredor de las estatuas.
»Le mentaré otros aspectos de la conversación de esa noche. La moza le pidió a Ricardo que atrasara unos años la publicación de la novelita. Sangiácomo se le retobó francamente, quería que la novelita saliera, para repartir en seguida un folleto que mostrara que era toda copia. Para mí que el folleto lo escribió Anglada, la vez que dijo que se quedaba para componer la historia del cinematógrafo. Aquí mismo anunció que algún entendido iba a fijarse que la novela de Ricardo estaba copiada.
» Como la ley no permitía desheredar a Ricardo, el Comendador prefirió perder su fortuna. La parte de Requena la puso en cédulas, que por más que no rindan mucho son seguras; la de Ricardo la puso en el subterráneo: basta ver la ganancia que daba, para saber que era una inversión peligrosa. Croce lo robaba sin asco: el Comendador lo dejó para estar bien tranquilo de que Ricardo no tendría nunca ese dinero.
»Muy pronto la plata empezó a ralear. A Bonfanti le cortaron el sueldo; a la baronesa la sacaron como chijete; Ricardo tuvo que vender los petizos de polo.
»¡Pobre mozo, que nunca había andado en la mala! Para entonarse fue a visitar a la baronesa; ella, despechaba porque le había fallado el sablazo, lo puso como un suelo y le juró que, si alguna vez había tenido amores con él, fue porque el padre le pagaba. Ricardo vio cambiar su destino, y no comprendía. En esa confusión tan grande tuvo un presentimiento: fue a interrogar a la Dolly Sister y a la Evans; las dos reconocieron que si antes lo habían recibido fue por causa de una contrata que tenían con el padre. Luego lo vio a usted, Montenegro. Usted confesó que le había apalabrado todas esas mujeres, y otras. ¿No es verdad?
– Al César lo que es del César -arbitró Montenegro, bostezando con disimulo-. Usted no ignorará que la orquestación de esas ententes cordiales ya constituye para mí una segunda naturaleza.
– Preocupado por la falta de plata, Ricardo consultó a Croce; estos parlamentos le demostraron que el Comendador se estaba arruinando a propósito.
»Lo azoraba y humillaba la convicción de que toda su vida era falsa. Fue como si de golpe a usted le dijeran que usted es otra persona. Ricardo se había creído una gran cosa: ahora entendió que todo su pasado y todos sus éxitos eran obra de su padre, y que éste, quién sabe por qué razón, era su enemigo y le estaba preparando un infierno. Por eso pensó que no le valía mucho vivir. No se quejó, no dijo nada contra el Comendador, a quien seguía queriendo; pero dejó una carta para despedirse de todos y para que su padre la comprendiera. Esa carta decía.
Ahora las cosas han cambiado y seguirán cambiando… Lo que mi padre ha hecho por mí no lo ha hecho ningún padre en el mundo.
»Será porque hace tantos años que vivo en esta casa, pero ya no creo en los castigos. Allá se lo haya cada uno con su pecado. No es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres. Al Comendador le quedaban pocos meses de vida; a qué amargárselos delatándolo y revolviendo un avispero inútil de abogados y jueces y comisarios.
Pujato, 4 de agosto de 1942