La víctima de Tadeo Limardo

A la memoria de Franz Kafka


I

El penado de la celda 273, don Isidro Parodi, recibió con algún desgano a su visitante: "otro compadrito que viene a fastidiar", pensó. No sospechaba que veinte años atrás, antes de ascender a criollo viejo, él se expresaba del mismo modo, arrastrando las eses y prodigando los ademanes.

Savastano se ajustó la corbata y arrojó el chambergo marrón sobre la cucheta reglamentaria. Era moreno, buen mozo y ligeramente desagradable.

– El señor Molinari me dijo que lo molestara -aclaró-. Vengo por el hecho de sangre del Hotel El Nuevo Imparcial. El misterio que tiene en jaque a todos los cráneos. Quiero que usted interprete: yo estoy aquí de puro patriota, pero los pesquisas me tienen entre ojos y he sabido que para arrancar el velo del enigma usted es una fiera. Le expondré los hechos grosso modo, sin subterfugios, que son ajenos a mi carácter.

»Los virajes de la vida me han impuesto, por el momento, un compás de espera. Ahora estoy en el llano, contemplando lo más tranquilo cómo pintan las cosas. No me acaloro por un miserable centavo. El tipo estudia, toma soda, y, cuando le conviene, da el zarpazo. Usted se reirá si le digo que hace un año que no concurro al Mercado de Abasto. Los muchachos, cuando me vean, se van a preguntar: ¿Quién es éste? Le juego lo que quiera que abren la boca cuando me vean llegar en el camioncito. En el entre tanto me he retirado a cuarteles de invierno. Para serle franco: al Hotel El Nuevo Imparcial, Cangallo al 3400, un rincón porteño que aporta su acento propio al cuadro de la metrópoli. Lo que es yo, no es por mi gusto que me domicilio en esa barriada, y el día menos pensado

toco la polca 'el espiante,

silbando un modesto tango.

»Los impulsivos que ven en la puerta el cartel que dice Camas para caballeros desde $ 0,60 palpitan que el establecimiento es una roña viva. Le pido sinceramente que no se deje alucinar, don Isidro. Aquí donde me ve, dispongo de un dormitorio particular que provisoriamente comparto con Simón Fainberg, conocido vulgarmente por el Gran Perfil, pero que siempre está en la Casa del Catequista. Se trata de un pasajero golondrina, de esos que un día aparecen en Merlo y otro en Berazategui, y que ya ocupaba el recinto cuando llegué hace dos años, y para mí que ya no se va más. Le hablo con el corazón en la mano: esos rutinarios me sublevan, no vivimos en el tiempo de la carreta y yo soy como esos viajantes que gustan renovar su horizonte. Concretando: Fainberg es un muchacho que no está en el ambiente y que piensa que el mundo gira en torno de su baúl cerrado con llave, pero que en un momento de apuro no es capaz de facilitar a un argentino un peso con cuarenta y cinco centavos. La muchacha se divierte y goza, la farándula sigue, y sólo tienen una carcajada sardónica para estos muertos que caminan.

»Usted, en su nicho, en su punto de mira, como quien dice, va a agradecerme el cuadro vivo que le voy a brindar: la atmósfera del Nuevo Imparcial tiene su interés para el estudioso. Es un verdadero muestrario que hay que reírse. Yo siempre le digo a Fainberg: ¿A qué te vas a patinar dos pesos con Ratti, si ya tenemos en casa el zoológico? Para serle franco, él lo tiene en la cara, porque es un miserable huevo de tero con pelo colorado, que no me extraña que la Juana Musante le haya parado el carro. La Musante, usted sabe, viene a ser como la patrona: para eso es la mujer de Claudio Zarlenga. El señor Vicente Renovales y el mencionado Zarlenga integran el binomio que dirige el establecimiento. Hace tres años que Renovales lo tomó de socio a Zarlenga. El viejo estaba cansado de lidiar solo, y esa infusión de sangre joven le dio un empujón saludable al Nuevo Imparcial. Entre nosotros le paso el dato que es un secreto a voces: ahora las cosas andan peor que antes y el establecimiento es un pálido fantasma de lo que fue. La llegada fatídica de Zarlenga se debe a que llegó de la Pampa; para mí que es un prófugo. Usted calcule, le había sacado la Musante a un empleado del correo en Banderaló, un matón. El presupuestívoro se quedó papando moscas; Zarlenga, que sabe que en la Pampa no se anda con rodeos para estas cosas, echó mano a la red ferroviaria y se vino al Once. Vino a esconderse entre el gentío, si usted me capta. Yo, en cambio, no necesité ni un Lacroze para ser el hombre invisible; me lo paso de sol a sol metido en la piecita, que es un buraco, y me río de la barra de jugo de Carne, que anda compadreando por el Abasto, y no me ve el pelo. Por las dudas me la pasé en el colectivo haciendo visajes, para que me tomaran por otro.

»Zarlenga es un animal con ropa, carente de roce, un compadrón, mejorando lo presente. No tengo por qué negarle que a mí me trata con guante blanco, porque la única vez que me levantó la mano estaba con copas y yo no le llevé el apunte, porque era mi cumpleaños. Intriga negra de la calumnia: a la Juana Musante se le había metido entre ceja y ceja que yo aprovechaba la oscuridad ambiente para aventurarme antes de comer hasta mitad de cuadra y hacerle la pasada a la ñata de la gomería. Es lo que ya le dije: la Musante ve turbio con los celos y, aunque sabe que yo me atengo al patio del fondo, siempre firme en la brecha, como quien dice, le fue a Zarlenga con el cuento de que yo me había conseguido infiltrar en el lavadero con el propósito pecaminoso. El hombre se me vino como leche hervida, y yo le doy la razón. A no ser por el señor Renovales, que de propia mano me puso la carnaza cruda en el ojo, yo de repente me sulfuro. Fábulas que disipa el somero examen: le acepto que la Juana Musante tiene un cuerpo que a uno lo deja de cama, pero un tipo como yo que tuvo una historia con una señorita que ya es manicura, y después con una menor que iba a ser astro de la radio, no se perturba con ese corpachón atractivo, que puede suscitar la atención en Banderaló, pero que a la muchachada del Centro la pone apática.

» Como dice Anteojito en su columnita de Última Hora, la llegada misma de Tadeo Limardo al Nuevo Imparcial está signada por el misterio. Llegó con Momo, entre pomos y bombitas de mal olor, pero Momo no lo verá el otro carnaval. Le pusieron el sobretodo de madera y se radicó en la Quinta del Ñato: los infantes de Aragón ¿qué se fizieron?

»Yo, que palpito al unísono con la urbe, le había sustraído un traje de oso al peón de cocina, que es un misántropo que no acude a la milonga, que no es danzante. Munido de esa piel enteriza, calculé que iba a pasar desapercibido, y me di el lujo de hacerle una reverencia al patio del fondo y salí como un señor, en busca de oxígeno. Usted no me dejará mentir: esa noche la columna mercurial batió el récord de altura; hacía tanto calor que la gente ya se reía. A la tarde hubo como nueve insolados y víctimas de la ola tórrida. Haga su composición de lugar: yo, con el hocico peludo, sudaba tinta, y vuelta a vuelta me sorprendió la tentación de sacarme la cabeza de oso, aprovechando algunos lugares que son como boca de lobo, que si el Concejo Deliberante los ve se le cae la cara de vergüenza. Pero yo, cuando me prendo a la idea, soy un fanático. Le prometo que no me saqué la cabeza, no fuera de repente a aparecer uno de los feriantes del Abasto, que saben correrse hasta el Once. Ya mis pulmones se alegraban con el aire benéfico de la plaza, que hervía de rotiserías y de parrillas, cuando perdí el conocimiento, frente mismo a un anciano que se había disfrazado de tony, y que desde hace treinta y ocho años no se pierde un carnaval sin mojar al vigilante, que es paisano suyo, porque es de Temperley. Este veterano, a pesar de la nieve de los años, obró con sangre fría: de un envión me sacó la cabeza de oso, y no se llevó mis orejas porque estaban pegadas. Para mí que él o su tata, que se había caracterizado con un bonete, me sustrajeron la cabeza de oso; pero no les guardo canina: me hicieron engullir una sopa seca, que con cuchara de madera me la empujaban, que me despertó con la temperatura. La molestia es que ahora el peón de cocina ya no me quiere hablar porque malicia que la cabeza de oso que yo extravié es la misma con que salió fotografiado en un carro alegórico el doctor Rodolfo Carbone. Hablando de carros, uno con un bromista en el pescante y un avispero de angelotes en la caja, se comedió a depositarme en mi domicilio, en vista de que los carnavales van cediendo terreno y de que yo no podía materialmente con mis piernas a cuestas. Mis nuevos amigos me tiraron al fondo del vehículo, y me despedí con una risotada oportuna. Yo iba como un magnate en el carro y tuve que reírme: orillando el paredón del ferrocarril venía un pobre rústico a pie, un cadáver desnutrido y de mal semblante, que apenas podía con una valijita de fibra y un paquete medio deshecho. Uno de los angelotes quiso meterse donde no lo llamaron y le dijo al pajuerano que subiera. Yo, para que no decayera el nivel de la farra, le grité al del pescante que nuestro carro no era de recoger basura. Una de las señoritas se rió con el chiste y acto continuo le sonsaqué una cita para un terreno de la calle Hamahuaca, donde no pude concurrir por proximidad del Abasto. Yo les hice tragar la bola de que me domiciliaba en el Depósito de Forrajes, cosa que no me tomaran por un patógeno; pero Renovales, que no tiene ni el rudimento, me retó desde la vereda porque Paja Brava carecía de quince centavos que había descuidado en el chaleco mientras pasaba al fondo, y todos calumniaban que yo los había invertido en Laponias. Para peor tengo un ojo clínico, y divisé a menos de media cuadra el cadáver de la valijita que venía dando tumbos con la fatiga. Cortando en seco los adioses, que siempre duelen, me tiré del carro como pude y gané el zaguán para evitar un casus belli con el extenuado. Pero es lo que yo siempre digo: vaya usted a aplicar la razón con estos muertos de hambre. Yo salía de la pieza de los 0,60, donde a cambio de un traje de oso que me sancochaba me obsequiaron con una legumbre fría y una emulsión de vino casero, cuando en el patio me topé con el rústico, que ni me devolvió el saludo.

»Vea usted lo que es la casualidad: once días justos pasó el cadáver en la sala larga, que, por supuesto, da al primer patio. Usted sabe, a todos los que duermen ahí la soberbia se les sube al cogote; pongo por caso a Paja Brava, que ejerce la mendicidad de puro lujo, aunque algunos dicen que es millonario. Al principio no faltaron profetas que insinuaron que el rústico mostraría la hilacha en ese ambiente, que no era para él. El escrúpulo resultó una quimera. A ver, le desafío que nombre una sola queja de los inquilinos del cuarto. No se mate: nadie levantó un chisme ni elevó una protesta viril. El recién venido se portaba como un chiche en la pieza. Tomaba el guisote a sus horas, no empeñaba las frazadas, no se equivocaba de monedas, no llenaba de cerda todo el recinto en pos de los papeles de un peso que algunos románticos piensan que les van a llover de los colchones… Yo me le ofrecí francamente para toda clase de changas dentro del mismo hotel; recuerdo que hasta un día de neblina le traje de la barbería un atado de Nobleza, y me cedió uno para fumarlo cuando se me diera la gana. No puedo olvidar ese tiempo sin sacarme el sombrero.

»Un sábado, que estaba casi restablecido, nos dijo que no disponía de arriba de cincuenta centavos; yo me reía solo pensando que el domingo a primera hora, Zarlenga, previo decomiso de la valija, lo iba a echar desnudo a la calle por no poder abonar la cuota de la cama. Como todo lo humano, el Nuevo Imparcial tiene sus lunares, pero hay que proclamar a los cuatro vientos que en materia de disciplina el establecimiento se parece más a una cárcel que a otra cosa. Antes que amaneciera, yo tenté despertar al elemento farrista, que habita en número de tres la pieza del altillo y se lo pasa todo el día remedando el Gran Perfil y hablando de football. Créase o no, esos flemáticos perdieron la función, pero no tiene nada que reprocharme: la víspera los puse sobre aviso, haciendo circular un papelito noticioso, con el letrero: Noticia bomba. ¿A quién le dan el espiantujen? La solución, mañana. Le confieso que no perdieron gran cosa. Claudio Zarlenga nos defraudó: es el hombre tómbola, y nadie sabe por dónde le da la loca. Hasta pasadas las nueve de la mañana yo me mantuve al pie del cañón, malquistándome con el cocinero por no observar la primera sopa y haciéndome sospechoso a la Juana Musante, que imputaba mi estacionamiento en la azotea de chapas a cualquier propósito de substraer la ropa tendida. Si hago mi balance, da fiasco. Precisamente a eso de las siete de la mañana, el rústico salió vestido al patio, donde Zarlenga estaba barriendo. ¿Usted cree que se detuvo a considerar que el otro tenía la escoba en la mano? Nada de eso. Le habló como un libro abierto; yo no oí lo que decían, pero Zarlenga le dio una palmadita en el hombro, y para mí se acabó el teatro. Yo me golpeaba la frente y no quería creerlo. Dos horas más pasé hirviéndome sobre las chapas, a la espera de ulteriores complicaciones, hasta que las calores me disuadieron. Cuando bajé, el rústico estaba activo en la cocina, y no trepidó en favorecerme con una sopita nutritiva. Yo, como soy muy franco y me doy con cualquiera, entablé un chamuyo liviano y, al desflorar los tópicos del día, le sonsaqué la procedencia: venía de Banderaló, y para mí que era una batilana, vulgo un observador remitido por el marido de la Musante, con miras al espionaje. Para salir de la duda que me quemaba, le conté un caso que tiene que apasionar al oyente: la historia del bono-cupón del calzado Titán, canjeable por una camiseta de punto, que Fainberg le endosó a la sobrina de la mercería, sin fijarse que ya estaba cobrado. Usted vendrá calvito si le sugiero que el campesino no vibró con el palpitante relato y que ni siquiera cayó redondo cuando le revelé que Fainberg, al otorgar el bono-cupón, vestía la camiseta de punto, indumento que la damnificada no sorprendió en todo su terrible significado, engatusada por la charla fina y por los cuentos verdolaga del catequista. Pesqué al vuelo que el hombre estaba como embarcado en una causa que lo tenía acaparado de pies y manos. Para poner el dedo en la llaga, le pregunté el apelativo a boca de jarro. Mi amigo, entre la espada y la pared, no tuvo tiempo de inventar un despropósito y me dio una prueba de confianza que soy el primero en aplaudir, diciéndome que se llamaba Tadeo Limardo, dato que me apresuré a recibir con beneficio de inventario, si vocé m'entende. A batilana, batilana y medio, me dije, y lo seguí por todas partes con disimulo, hasta que lo fatigué enteramente y esa misma tarde me prometió que, si yo lo seguía como un perro, me iba a dar a probar un guiso de muelas. Mi manganeta había sido coronada por el éxito más rotundo: ese hombre tenía algo que ocultar. Hágase cargo de mi situación: pisar los talones del misterio y quedarme encerrado en mi piecita, como si el cocinero anduviera despótico.

»Le diré que el cuadro brindado esa tarde por el hotel era poco ameno: el elemento femenino había registrado un fuerte descenso por haberse ausentado a Gorchs, por veinticuatro horas, la Juana Musante.

»El lunes di la cara como si tal cosa y me apersoné al comedor. El cocinero, cuestión de principios, pasaba con el balde de la sopa y no me servía; yo comprendí que ese tirano me iba a sitiar por hambre, causa de mi rabona de la víspera, y le mentí que estaba inapetente; el hombre, que es la contradicción con bigotes, me invitó a dar cuenta de dos raciones para gordo, que me van a enterrar con ellas adentro y he quedado macizo como una estatua.

»Mientras los otros reían con franca espontaneidad, nos aguó la fiesta el rusticano, que se mandó una cara de velorio y hasta desapartó con el codo el tazón de la avena. Le juro por su tata, señor Parodi, que yo estaba feliz espiando el momento que el cocinero iba a encajarle un sosegate al ver desatendida la sopa, pero Limardo lo intimidó con la impavidez y el otro tuvo que enfundar el violín y tuve que reírme. En eso entró la Juana Musante, con los ojos que bramaban y las caderas que tuvieron que darme oxígeno. Esa crinuda siempre me anda buscando, pero yo me hago el soldado desconocido. Con la manía que tiene de no mirarme, se puso a recoger los tazones, y le dijo al cocinero, vulgo al Enemigo del Hombre, que, para lidiar con marmotas como él, más le valía conchavarme a mí y hacer el trabajo ella sola. De repente se encaró con Limardo y quedó como muerta al ver que no había sorbido la sopa. Limardo la miraba como si nunca hubiera visto una mujer; imposible la duda: el espía pugnaba por grabar en su retina esa fisonomía imborrable. La escena, tan operante en su sencillez humana, se quebró cuando la Juana le dijo al mirón que, después de tantos días encamado solo, le convenía tomar el aire del campo. Limardo no respondió a esa fineza, absorto como estaba en hacer bolitas de pan con la miga, que es una fea costumbre que nos ha quitado el cocinero.

»Horas después ocurrió un cuadro vivo que, si yo se lo cuento, usted dará gracias al código de estar encerrado. A las siete de la tarde, según mi costumbre inveterada, yo me había asomado al primer patio con el propósito de interceptar la buseca que saben mandar a buscar de la esquina los magnates de la sala larga. Usted, con todo su cacumen, ¿a que no adivina a quién divisé? Al Pardo Salivazo en persona, con chambergo de ala finita, vestuario papa y calzado Fray Mocho. Ver a ese viejo amigo del Abasto y clausurarme una semana entera en mi pieza, fue todo uno. A los tres días Fainberg me dijo que podía salir, porque el Pardo se había disipado sin abonar, y, con él, todas las bombitas del tercer patio (salvo la que Fainberg tenía en el bolsillo). Yo sospeché en el acto que la idea fija de la ventilación lo había hecho tramar esa fábula, y me quedé hasta fin de semana como un patriarca, hasta que me evacuó el cocinero. Debo reconocer que esa vuelta el Perfil dijo la verdad; de la satisfacción legítima que me cupo, me distrajo uno de esos episodios vulgares – corrientes, si se quiere-, pero que el observador de pulso tranquilo sabe enfocar. Limardo había pasado de la sala larga a las cuchetas de 0,60; como no abonaba en metálico, le hacían llevar la contabilidad. A mí, que tengo el sueño liviano, el asunto me olió a un gambito del batintín para colarse en la administración de la casa y levantar una estadística de los movimientos de la misma. Con el cuento de los libros, el rusticano se pasaba el día entero infiltrado en el escritorio; yo, que carezco de obligaciones fijas en el establecimiento, y si alguna vuelta secundo al cocinero lo hago para no quedar como un egoísta, pasaba y repasaba delante de él, para marcar la diferencia, hasta que el señor Renovales me habló como un padre y tuve que ganar la piecita.

»A los viente días, una chismografía autorizada pasó el boleto de que el señor Renovales había querido echar a Limardo, y que Zarlenga se había opuesto. Esa bola no me la trago, aunque la vea en letras de molde; si usted no lo toma a mal, le presentaré mi reconstrucción del hecho por Rojas. Francamente ¿usted lo ve al señor Renovales castigando a un pobre infeliz? ¿Concibe que Zarlenga, con sus principios, pueda colocarse un ratito del lado de la justicia? Desengáñese, caro amigo, salga de ese cartón pintado: la verdad se produjo de otra manera. El que lo quiso echar al rústico fue Zarlenga, que siempre lo andaba ofendiendo; el que lo protegió, Renovales. Le adelanto que a esa interpretación personal adhieren los farristas del altillo.

»Lo cierto es que Limardo no tardó en rebasar el estrecho marco del escritorio; en breve se extendió por el hotel como un derrame de aceite: un día tapaba la clásica gotera de los 0,60; otro, modernizaba con la pintura mondongo el enrejado de madera; otro, frotaba con alcohol la mancha del pantalón de Zarlenga; otro, le daban el derecho de lavar todos los días el primer patio y de poner como un espejo la sala larga, desemporcándola de residuos.

»Con el pretexto de incursionar donde no lo llamaban, Limardo metía la cizaña. Pongo por caso el día que los farristas estaban lo más tranquilos pintando de colorado el barcino de la ferretera, que si no me dieron parte fue porque adivinaron que yo estaba repasando el Patoruzú, que me había cedido el doctor Escudero. El asunto pinta fácil al estudioso: la ferretera, que anda con el paso cambiado, pretendió recriminar a uno de la barra por hurto de tapones y embudo; los muchachos quedaron dolidos y aspiraban a desquitarse en la persona del gato. Limardo fue el obstáculo imprevisto. Los privó del felino a medio pintar y lo expedió a los fondos de la ferretería, con riesgo de fractura y de intervención de la Sociedad Protectora. Señor Parodi, ni por un queso me haga pensar en cómo lo dejaron al rusticano. Los farristas francamente se resistieron: lo acostaron en la baldosa, uno se le sentó en la busarda, otro le pisó la cara, otro le hizo hacer buches con la pintura. Yo de buena gana hubiera contribuido con un coscorrón suplementario, pero le juro que temí que el rústico, a pesar del mareo de la biaba, me identificara. Además, hay que reconocer que los farristas son muy delicados y quién le dice a usted que, si me meto, ligo. En eso cayó Renovales y se armó el desbande. Dos de los agresores lograron ganar la antecocina; otro quiso imitar mi ejemplo y perderse de vista en el gallinero, pero la mano pesada de Renovales le dio el sosegate. Ante esa intervención tan paterna yo estuve por estallar en aplausos, pero transé por reírme para mis adentros. El rusticano se levantó que era una lástima, pero tuvo su recompensa. El señor Zarlenga le trajo de propia mamo un candial y se lo hizo tragar entero con estas palabras de aliento: "No me le haga asco. Tómelo como un hombre."

»Le encarezco, señor Parodi, que en base al incidente del gato no vaya a formarse un concepto pesimista de la vida de hotel. También para nosotros brilla el sol, y hay colisiones que, aunque son muy amargas en el momento, después yo las recuerdo con filosofía y me río del chucho que pasé. Sin ir más lejos, le contaré la historia de la circular con lápiz azul. Hay batintines que no pierden un frunce, y que con tanta sabiduría y tanta macana terminan por dar sueño, pero, para pescar la noticia fresca, traviesa, yo no le envidio a nadie. Un martes recorté con tijera unos corazones de papel, porque un pajarito me había dicho que Josefa Mamberto, que es la sobrina de la mercería, andaba con Fainberg, pretexto de reclamarle la camiseta del bono-cupón. Para que hasta las moscas del Imparcial se enteraran del sucedido, escribí en cada corazón un letrero gracioso -claro que con letra de anónimo-, que decía: Noticia bomba. ¿Quién se desposa día por medio con la J.M.? Solución: Un pensionista en camiseta. Yo mismo me encargué personalmente de la distribución de la broma, que cuando nadie me veía la deslizaba por debajo de las puertas, hasta en los excusados. Le participo: ese día yo tenía menos ganas de comer que de besarme el codo, pero el comezón por el éxito de la broma y el escrúpulo de no perder el guiso de restos me hicieron ocurrir antes de hora a la mesa larga. Yo estaba en mangas de camiseta, lo más orondo, sentado en mi porción de banco y haciendo ruido con la cuchara para hacer valer la puntualidad. En eso apareció el cocinero, y fingí estar imbuido en la lectura de uno de los corazones. Viera usted la diligencia del hombre. Antes que yo atinara a tirarme al suelo, ya me había levantado con la derecha y con la zurda me estrujaba mis corazoncitos en la nariz, arrugándolos todos. No condene a ese hombre enfadado, señor Parodi; la culpa es mía. Después de repartir ese chiste, yo me presenté en camiseta, facilitando la confusión.

»El 6 de mayo, a hora indeterminada, amaneció un charuto del país a pocos centímetros del tintero con Napoleón de Zarlenga. Éste, que sabe marear al cliente, quería convencer de la solidez del establecimiento a un mendigo serio, hombre que es el brazo derecho de la Sociedad Los Primeros Fríos y que ya lo quisiera para un día de fiesta el Asilo Unzué. A fin de que el barbudo se aviniera a sacar pensión, Zarlenga le obsequió el fumatérico. El de arpillera, que no es manco, lo abarajó en el aire y lo prendió en seguida, como si fuera todo un Papa. Apenas hubo ese Fumasoli egoísta dado la pitada de práctica, cuando la tagarnina estalló, tiznando de manera novedosa la cara de ese renegrido que vino toda oscura con el hollín. Quedó hecho una lástima: la barra de los mirones nos agarrábamos al abdomen de risa. Después de esa hilaridad, el bolsudo se desertó del hotel, privando a la caja de un valioso aporte. Zarlenga se llegó a enojar con la furia y preguntó quién era el gracioso que había depositado el fumante. Mi lema es que más vale no meterse con los coléricos: al avanzar a paso redoblado hacia mi cuartito, casi doy de lleno en el rusticano, que venía con los ojos redondos, como un espiritista. Para mí que ese tocame un gato, con la pavura, estaba huyendo a contramano, porque se metió en la boca de lobo, vulgo en el escritorio del broncoso. Entró sin permiso, que siempre es una cosa tan fea, y, encarándose con Zarlenga, le dijo: "El cigarro sorpresa lo traje yo, porque me dio la santísima." La vanidad es la ruina de Limardo, pensaba yo en mi reino interior. Ya tuvo que mostrar la hilacha: ¿Por qué no dejó que otro pagara el pato por él? Un muchacho del ambiente nunca se traiciona… Viera qué raro lo que pasó con Zarlenga. Se encogió de hombros, y escupió como si no estuviera en su propio domicilio. Se desenojó de golpe y se hizo el soñador; palpito que aflojó, porque temía que, si le daba su merecido, más de uno de nosotros no trepidaría en desertar esa misma noche, aprovechando el sueño pesado que le produce el ejercicio. Limardo se quedó con su cara pan que no se vende, y el trompa logró una victoria moral que a todos nos tiene anchos. Ipso facto olí la matufia: esa broma no era de un rústico, porque la señorita hermana de Fainberg ha vuelto a dar que hablar con el socio del Bazar de Cachadas, sito en Pueyrredón y Valentín Gómez.

»Me duele darle una noticia que lo afectará en la fibra, señor Parodi, pero al día siguiente del estallido nos turbó la paz una crisis que puso preocupados a los espíritus más propensos a la francachela. Es una cosa fácil de decir, pero que hay que haberla vivido: ¡Zarlenga y la Musante se disgustaron! Me rompo la cabeza de que se haya efectuado un conflicto así en el Nuevo Imparcial. Desde la vez que un turco retacón, provisto de una media tijera y chillando como un marrano, se despachó antes de la sopa de queda al Tigre Bengolea, cualquier disgusto, cualquier contestación de mal modo está formalmente prohibida por la dirección. Por eso nadie le mezquina una manito al cocinero, cuando pone en razón a los revoltosos. Pero, como nos inculcaba el avisito contra la tos, el ejemplo tiene que venir de arriba. Si las esferas dirigentes son pasto del desquicio, qué nos queda a nosotros, a la masa compacta de pensionistas. Le notifico que he vivido ratos amargos, con el espíritu por el suelo, carente de rumbo moral. De mí puede decirse lo que se quiera, pero no que en la hora de la prueba he sido un derrotista. ¿A qué sembrar el pánico? Yo estaba como con un candado en la boca. Cada cinco minutos desfilaba con pretextos surtidos por el corredor que da al escritorio, donde Zarlenga y la Musante juntaban rabia, sin la franqueza de un insulto; después volvía al tinglado de los 0,60, repitiendo con aire sobrador: ¡Chimento!, ¡chimento! Esos oscurantistas, metidos en su escoba de cuatro, ni me llevaban el apunte; pero perro porfiado saca mendrugo. Limardo, que limpiaba con las uñas los dientes del peine de Paja Brava, acabó por tener que oírme. Sin dejarme concluir, se levantó como si fuera la hora de la leche y se perdió de vista hacia el escritorio. Yo me hacía cruces y lo seguía como una sombra. De golpe se dio vuelta y habló con una voz que me puso obediente: "Sirva de algo, y traiga para aquí en seguida a todos los pensionistas." No me lo hice decir dos veces, y salí a juntar esa basura. Todos acudimos como un solo hombre, menos el Gran Perfil, que se dio de baja en el primer patio, y después descubrimos que faltaba el alambre-cadena del water. Esa columna viva era un muestrario de las napas sociales: el misántropo se codeaba con el bufón, el 0,95 con el 0,60, el vivillo con Paja Brava, el mendigo con el pedigüeño, el punguista liviano, sin carpeta, con el gran scrushante. El viejo espíritu del hotel revivió una hora de franca expansión. Era un cuadro que parecía más bien un friso: el pueblo detrás de su pastor; todos, en el confusionismo, sentimos que Limardo era nuestro jefe. Se adelantó, y, cuando llegó al escritorio, abrió sin permiso la puerta. Yo me dije al oído: Savastano, a la piecita. La voz de la razón clamó en el desierto; yo estaba rodeado por una pared de fanáticos, que me cerraban la retirada.

»Mis ojos, empañados por la nerviosidad de la hora, retuvieron una escena que ni Lorusso. A Zarlenga me lo medio tapaba el Napoleón, pero a esa carnudita Juana Musante la devoré a mis anchas con la visual; estaba con el batón colorado y las babuchas con rosetones y yo me tuve que apoyar en uno de los 0,95. Limardo, cargado de amenazas como una nube, ocupó el centro del escenario. Quien más, quien menos, nadie dejó de comprender en ese momento que el Imparcial iba a cambiar de patrón. Ya nos corría un hilo frío por la espalda con el estampido de las cachetadas que Limardo iba a sacudirle a Zarlenga.

»En vez, tomó la palabra, que siempre es impotente ante el misterio. Habló con su pico de oro, y dijo cosas que todavía me fermentan el seso. En tales ocasiones el orador suele resultar un solemne turiferario, pero Limardo, sin tanto voulez vous, atropelló derecho viejo y se mandó unas parrafadas al uso nostro sobre la desavenencia de la discordia. Dijo que el matrimonio era una cosa tan unida que había que cuidar de no separarla, y que la Musante y Zarlenga tenían que darse un beso delante de todos, para que la clientela supiera que se querían.

»¡Usted lo viera a Zarlenga! Ante un consejo tan sano, se quedó como embalsamado y no sabía qué línea de conducta seguir; pero la Musante, que tiene la pensadora bien puesta, no es sujeto propicio para embuchar esas fiorituras. Se levantó como si le hubieran impugnado la carbonada. Ver esa grela tan grandiosa y tan enojada sobró para que si me descubre un facultativo me manda como por un tubo a Villa María. La Musante no anduvo con paños tibios; le fajó al rusticano que se ocupara de su matrimonio, si lo tenía, y que, si volvía a meter el hocico, se lo iban a rebanar como a chancho. Zarlenga, para cerrar el debate, reconoció que el señor Renovales (ausente a la sazón por Quilmes Bock en confitería La Perla) había estado en lo cierto al querer expulsar a Tadeo Limardo. Le ordenó que saliera como chijete, sin consultar que ya eran las ocho pasadas. El pobre iluso de Limardo tuvo con apuro que hacer la valija y paquete, pero las manos le temblaban enteramente y Simón Fainberg se brindó a coadyuvar; a río revuelto, el rusticano perdió una cortaplumas de hueso y un peto de franela. Al rústico los ojos se le preñaron de lágrimas al mirar por última vez el establecimiento que le dio techo. Nos dijo adiós con el movimiento de la cabeza, entró en la noche y se perdió, rumbo a lo desconocido.

»Con los primeros gallos del otro día, Limardo me despertó, portador de un mate de leche que impulsivamente insumí, sin exigirle rendición de cuentas de cómo había regresado al hotel. Ese mate de persona expulsada todavía me quema la boca. Usted me dirá que Limardo se manifestó como un anarquista al desacatar de ese modo la orden de su hotelero, pero hay que ver también lo que significa privarse de un recinto que le ha costado tanto dolor de cabeza a los propietarios y que ya es una segunda naturaleza.

»Mi arrebatada participación en el mate me había puesto cola de paja; así que preferí reducirme en la piecita, dando parte de enfermo. Cuando me aventuré al pasillo, a los pocos días, uno de los farristas me anotició que Zarlenga había ensayado hasta la puerta la expulsión de Limardo, pero que éste se tiró al suelo y se dejó patear y golpear, dominándolo con la resistencia pasiva. Fainberg no me confirmó el dato, porque es un egoísta que todo se lo guarda, para no tenerme al corriente de la chismografía más necesaria. Yo me sonrío, causa de mi cuña fenómeno con los 0,95, pero esa vuelta no abusé, porque el mes anterior ya les había tirado la lengua. Mi experiencia personal es que le habilitaron a Limardo, con la instalación de una cama jaula y un cajoncito de kerosene, el depósito de escobas y enseres de limpieza, que hay debajo de la escalera. La ventaja era que podía escuchar todo lo que hacían en el cuarto de Zarlenga, porque no lo separaba más que un tabique de tabla, fulerongo. El damnificado resulté yo, porque las escobas, luego de inventariadas y numeradas, las mudaron a mi piecita, y Fainberg puso en juego el maquiavelismo para que las ubicaran de mi lado.

»Berretines de la naturaleza del hombre: Fainberg, en punto a escobas, se revela un fanático rutinario; en punto a la concordia del hotel, embrolla a los farristas y a Limardo, para que hagan las paces. Como el litigio de la pintura colorada del gato ya estaba relegado al olvido, Fainberg tuvo que refrescar la memoria de los beligerantes, enconándolos con el abuso cáustico de las jodas y de la pifia. Cuando el único problema era averiguar si estaban por tirarse con los botines o patearse calzados, Fainberg los consiguió distraer con ese tema de los vinos-remedio, que hay que embromarse y confesar que domina fácil, porque días antes el doctor Pertiné le deslizó un prospecto para que correteara botellas y medias botellas de Apache (gran vino sanitario aprobado por el doctor Pertiné). Yo siempre he dicho que no hay como el alcohol para conciliar los espíritus, aunque absorbido con exceso la dirección del Nuevo Imparcial tiene que proceder. El hecho es que con el cuento de que unos eran tres y el otro estaba armado, Fainberg les hizo comprender que la unión era la fuerza y que, si querían brindar, les facilitaba a precio irrisorio el líquido elemento. El pichinchero que todos llevamos adentro los vendió: abonaron doce botellas y al doblar el codo de la octava eran el Cuarteto Curdela. Los farristas, que son el egoísmo en su tinta, no hicieron caso de que yo rondara con un vasito, hasta que el rusticano intervino diciendo en broma que no me desairaran a mí, porque él también era un perro. Yo aproveché la risa espontánea, para mandarme sin asco un trago que más bien resultó una gárgara, porque uno tarda en aclimatarse al vinito, que después le prometo es un verdadero jarabe y la lengua del consumidor viene gorda, como si hubiera dado cuenta de una olla de almíbar. Fainberg, con la afición que le tenía al Banco de Préstamos, también se interesaba en armas de fuego y dijo que, si le habían cobrado a Limardo un precio de cortar la meada, por el bufoso que portaba en el cinto, él podía conseguirle otro igual a precio de retazo. Si ya la charla presentaba un signo inequívoco de animación, usted se puede figurar los contornos que asumiría cuando el Gran Perfil se mandó ese globo. Había tantos pareceres que ni partición amistosa. Según Paja Brava, adquirir armas nuevas era prontuariarse de arriba; un farrista se reveló patriota decidido del Tiro Suizo versus el Tiro Federal; yo me dejé caer con la puya de que las armas las carga el diablo; Limardo, que estaba deformado con la bebida, dijo que se había venido con el revólver porque estaba siguiendo un plan para matar a un hombre; Fainberg contó el caso de un ruso que no le quiso comprar un revólver y lo asustaron la víspera con uno de chocolate.

»Al otro día, cosa de no parecer un indiferente, me fui arrimando a la plana mayor del hotel, que sabe congregarse a la fresca en el primer patio para consumir unos mates y preparar su plan de batalla. Se trata de batimentos en forma, donde el pensionista más cogotudo recoge una lección a cambio de algunas verdades y de que lo descubran espiando y lo dejen como Meccano desarmado. Ahí estaba la misma Trinidad, como dicen los tres farristas: Zarlenga, la Musante y Renovales. La circunstancia de que no mosquearan medio me animó. Me aventuré con toda naturalidad y para que no me sacaran cortito les prometí un chimento bomba. Les conté como si no tuviera un pelo en la lengua el batuque de la reconciliación sin dejar en el tintero el revólver de Limardo y el vino-remedio de Fainberg. Viera la cara de naranja amarga que me pusieron. Yo, por un si acaso, volví grupas, no fuera algún cuentero a decir que voy con historias a la dirección, defecto que no está en mi carácter.

»Me retiré en buen orden, siempre con el ojo clavado sobre todos los movimientos del trío. No pasó un rato largo sin que Zarlenga se dirigiera con paso firme al depósito de escobas y enseres donde el rústico pernoctaba. Con un salto más bien de mono me situé en la escalera, y apliqué la oreja a los escalones, para no perder ni una letra de lo que decían abajo. Zarlenga le exigió al rusticano la entrega del revólver. El otro redondamente se lo negó. Zarlenga le dijo una amenaza, que no la quiero recordar por no apesadumbrarlo, señor Parodi. Limardo, con una especie de soberbia tranquila, dijo que las amenazas no lo tocaban, porque él era invulnerable, como si tuviera el chaleco a prueba de balas y que más de un Zarlenga juntos no le iban a meter miedo. Inter nos, de poco le valió el chaleco, si lo tenía, porque antes de alcanzar el Día del Kilo amaneció cadáver en mi piecita.

– ¿Cómo finiquitó la discusión? -preguntó Parodi.

– Como finiquitan todas las cosas. Zarlenga no iba a perder su tiempo con un pobre alienado. Se fue como había venido, lo más chato.

»Ahora llegamos al domingo fatídico. Me duele confesar que ese día el hotel está muerto, falto de animación. Como yo me aburría como un bendito, se me ocurrió sacarlo a Fainberg de la negra ignorancia y le enseñé a jugar al truco, para que no hiciera un triste papel en los bares de cada esquina. Señor Parodi, yo tengo pasta para enseñar; la prueba es que el alumno me ganó ipso facto dos pesos, de los cuales me cobró uno cuarenta en metálico, y para saldar la deuda me convidó a que lo invitara a una matinée en el Excelsior. Por algo dicen que Rosita Rosenberg tiene el cetro de la risa. Las plateas gozaban cono si les hicieran cosquillas, aunque yo no pescaba una palabra, porque hablaban en un idioma que tienen los rusos para que no los manye al vuelo ni el Pibe Sinagoga, y yo estaba impaciente por llegar al hotel para que Fainberg me contara los chistes. Como para chistes estábamos cuando me reintegré a la piecita sano y salvo. Usted viera la lástima de mi cama; ya la frazada y la cubija eran una sola mancha; la almohada no estaba mucho mejor que digamos; la sangre había ganado hasta las bolsas y yo me preguntaba dónde iba a dormir esa noche, porque el finado Tadeo Limardo estaba tendido en la cama, más muerto que un salame.

»Mi primer pensamiento fue, como es natural, para el hotel. Con tal que algún enemigo no fuera a creerse que yo había sacrificado a Limardo y manchado toda la ropa de cama. Adiviné en seguida que ese cadáver no le iba a caer en gracia a Zarlenga; y así fue, porque los tiras lo interrogaron hasta ya pasadas las once, que es una hora que en el Nuevo Imparcial ya no se puede prender luz. Mientras completaba esas reflexiones, yo no cesaba de chillar como un borrachín, porque soy como Napoleón y hago muchas cosas a un tiempo. No le exagero: todo el establecimiento acudió a mis gritos de auxilio, sin excluir el peón de cocina, que me tapó la boca con un trapo y casi obtiene otro cadáver. Llegaron Fainberg, la Musante, los farristas, el cocinero, Paja Brava y el último el señor Renovales. El otro día lo pasamos todos en la cafúa. Yo estaba en mi elemento, satisfaciendo toda laya de preguntones y mandándome cada cuadro vivo que los dejaba turumba. No desatendí el trabajo de zapa, y saqué el dato que a Limardo lo habían liquidado a eso de las cinco de la tarde, con su propia cortapluma de hueso.

»Mire, los veo descentrados a los que opinan que esta cosa tan inexplicable es un misterio, porque mayor embrollo hubiera sido si el crimen se produce a la noche, cuando el hotel se llena de caras desconocidas, que yo no llamo pensionistas, porque después de pagar la cama se han ido, y si te vi no me acuerdo.

»Con la excepción de Fainberg y un servidor, casi todos estaban en el hotel, al efectuarse el hecho de sangre. Resultó después que Zarlenga también faltó a la cita de honor, por causa de una riña en Saavedra, a la que había ocurrido para correr un gallo batarás del padre Argañaraz.

II

A los ocho días, Tulio Savastano irrumpió en la celda, agitado y feliz. Apenas pudo balbucear:

– Le hice la changuita, señor. ¡Aquí viene mi trompa!

Lo siguió un señor algo asmático, rasurado, de melena canosa y ojos celestes. Su ropa era aseada y oscura; usaba una chalina de vicuña, y Parodi notó que tenía las uñas lustradas. Las dos personas de respeto ocuparon con naturalidad los dos bancos; Savastano, ebrio de servilismo, recorría y volvía a recorrer la cortísima celda.

– El 42, este caballerito me entregó su mensaje -dijo el señor canoso-. Mire, si es para hablarme del asunto Limardo, yo no tengo nada que ver. Esa muerte ya me tiene cansado, y en el hotel tenemos un charleta que no es para menos. Si usted sabe algo, señor, más bien póngase al habla con ese mocito Pagola, que está a cargo de la pesquisa. De fijo que se lo agradece, porque andan más perdidos que un negro en la cerrazón.

– ¿Por quién me toma, don Zarlenga? Con esa mafia yo no me trato. Tengo, eso sí, algunas vislumbres, que, si usted me hace el obsequio de atender, quizá no le pese.

»Si quiere vamos a empezar por Limardo. Este joven, que es una luz, lo tenía por un espía mandado por el marido de la señora Juana Musante. Respeto el parecer, pero me pregunto, ¿a qué enredar la historia con un espía? [4] Limardo era el empleado de Correos de Banderaló; directamente, el marido de la señora. Usted no me va a negar que es así.

»Mire, voy a contarle toda la historia, tal como yo me la figuro. Usted a Limardo le sacó la mujer y lo dejó penando en Banderaló. A los tres años de abandono, el hombre no aguantó y decidió venirse a la Capital. Quién sabe el viaje que hizo; la cosa es que llegó deshecho cuando los carnavales. Había empeñado la salud y el dinero en una peregrinación de penurias, y encima le tocaron diez días de encierro, antes de ver a la mujer por la que se había costeado desde tan lejos. Esos días a 0,90 cada uno le acabaron el capital.

»Usted, en parte por darse corte, en parte por lástima, dejaba decir que Limardo era muy hombre; hasta se le fue la mano, y lo hizo matón. Después, cuando lo vio aparecer en su propio hotel, sin un peso de muestra, no perdió la ocasión de favorecerlo, que era afrentarlo de nuevo. Ahí empezó el contrapunto: usted, empeñado en rebajarlo; el otro, en rebajarse. Usted lo relegó al tinglado de los 0,60 y encima le encajó la contabilidad; nada le bastaba a Limardo y a los pocos días ya estaba tapando las goteras y hasta limpiándole su pantalón. La señora, la primera vez que lo vio, se le enconó y le dijo que se fuera.

»Renovales también apadrinó la expulsión, disgustado por los procederes del hombre y por el trato descomedido que usted le daba. Limardo se quedó en el hotel y buscó nuevas humillaciones. Un día, unos desocupados estaban pintando un gato; Limardo se entrometió, no tanto por buenos sentimientos, sino porque buscaba que lo castigaran. Lo castigaron, y encima usted le hizo embuchar un candial y más de un insulto. Después ocurrió lo del cigarro. Esa broma del ruso le costó a su hotel un limosnero serio. Limardo se hizo el culpable, pero esta vez usted no lo castigó, porque empezaba a maliciar que algo muy feo se proponía con esas humillaciones. Pero hasta entonces todo había sido cuestión de golpes o de injurias; Limardo buscó una afrenta más íntima; la vez que usted se había disgustado con la señora, el hombre juntó público y les pidió que se amigaran y se besaran delante de todos. Fíjese lo que eso representa: el marido juntando mirones para pedirle a la mujer y al amante que vuelvan a quererse. Usted lo echó. A la mañana siguiente estaba de vuelta, cebando mates al último infeliz del hotel. Vino después lo de la resistencia pasiva, que es otro nombre para dejarse patear. Usted, para cansarlo, le destinó ese bichadero al lado de su cuarto, donde podía oír a satisfacción las ternezas de ustedes dos.

»Luego dejó que el ruso lo reconciliara con los farristas. También apechugó con eso, porque su plan era que todo el mundo lo rebajara. Hasta él mismo se insultó: se puso a la altura de este caballero, aquí presente -se trató a sí mismo de perro. Esa tarde la bebida lo hizo hablar y dijo que había traído el revólver para matar a un hombre. Un chismoso fue con el cuento a la dirección del hotel; usted lo quiso volver a echar, pero Limardo le hizo frente esa vez y le dio a saber que él era invulnerable. Usted no vio muy claro lo que le decían, pero se asustó. Ahora llegamos a lo peliagudo.

El joven Savastano se sentó en cuclillas, para atender mejor. Parodi lo miró distraídamente y le rogó que tuviera la fineza de retirarse, porque tal vez no convenía que él escuchara lo demás. Savastano, alelado, apenas atinó con la puerta. Parodi prosiguió sin apuro:

– Días antes, este joven que nos acaba de favorecer con su ausencia había sorprendido no sé qué enredo entre el ruso Fainberg y una señorita Josefa Mamberto, de la mercería. Escribió esa pavada en unos corazoncitos y en lugar de los nombres puso iniciales. Su señora mujer, que los vio, entendió que J.M. quería decir Juana Musante. Hizo que el cocinero que ustedes tienen lo castigara al pobre infeliz, y encima le guardó rencor. Ella también había maliciado un propósito detrás de las humillaciones de Limardo; cuando oyó que se había venido con el revólver "para matar a un hombre", supo que ella no estaba amenazada y temió, como era natural, por usted. Sabía que Limardo era cobarde; pensó que estaba juntando ignominias para ponerse en una situación imposible y verse obligado a matar. Veía justo, la señora; el hombre estaba resuelto a matar; pero no a usted: a otro.

»El domingo era un día muerto en el hotel, como dijo su compañero. Usted había salido; estaba en Saavedra corriendo un gallo del cura Argañaraz. Limardo se ganó a la pieza de ustedes con el revólver en la mano. La señora Musante, que lo vio aparecer, creyó que él había entrado a matarlo a usted. Lo despreciaba tanto, que no había tenido asco en sacarle un cortaplumas de hueso, cuando lo expulsaron. Ahora usó de ese cortaplumas para matarlo. Limardo, que tenía un revólver en la mano, no se resistió. La Juana Musante puso el cadáver en el catre de Savastano, para vengarse del cuento de los corazones. Como usted recordará, Savastano y Fainberg estaban en el teatro.

»Limardo logró al fin su propósito. Era cierto que había traído el revólver para matar a un hombre; pero ese hombre era él. Había venido de lejos; meses y meses había mendigado el deshonor y la afrenta, para darse valor para el suicidio, porque la muerte es lo que anhelaba. Yo pienso que también, antes de morir, quería ver a la señora.

Pujato, 2 de septiembre de 1942

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