A la memoria de Ernest Bramah
"¡Lo que faltaba! Un japonés cuatro ojos", pensó, casi audiblemente, Parodi.
Sin perder el sombrero de paja y el paraguas, el doctor Shu T'ung, habituado al modus vivendi de las grandes embajadas, besó la mano del recluso de la celda 273.
– ¿Usted permitirá que un cuerpo extraño abuse de este prestigioso banco? -indagó en perfecto español y con voz de pájaro-. El cuadrúpedo es de madera y no emite quejas. Mi censurable nombre es Shu T'ung y ejerzo, ante el escarnio unánime, el cargo de agregado cultural de la Embajada china, gruta desacreditada y malsana. Ya he taponado, con mi narración asimétrica, las dos orejas tan sagaces del doctor Montenegro. Este fénix de la investigación policial es infalible como la tortuga, pero también es majestuoso y lento corro un observatorio astronómico admirablemente sepultado por las arenas de un desierto infructuoso. Bien dicen que para detener un grano de arroz, no es superflua una dotación de nueve dedos en cada mano; yo, que sólo dispongo de una cabeza por acuerdo tácito de los peluqueros y sombrereros, aspiro a coronarme con dos cabezas de reconocida prudencia: la del doctor Montenegro, considerable; la suya, del tamaño de una marsopa. Hasta el Emperador Amarillo, a pesar de sus aulas y bibliotecas, tuvo que reconocer que un besugo privado del océano difícilmente logra una edad provecta y la veneración de sus nietos. Lejos de ser un besugo viejo, soy apenas un hombre joven. ¿Qué puedo hacer ahora que el abismo se abre, como una suculenta ostra, para devorarme? Además, no se trata meramente de mi dañina y desaforada persona; la prodigiosa Madame Hsin abusa noche a noche del veronal, a causa del desvelo infatigable de los pilares de la ley, que la desesperan y la incomodan. Los esbirros no parecen tener en cuenta que ha sido asesinado su protector, en circunstancias nada tranquilizantes, que ahora la dejan huérfana y sin amparo, a la cabeza del Dragón que se aturde, salón florido que ocupa su local propio en Leandro Alem y Tucumán. ¡Abnegada y versátil Madame Hsin! Mientras el ojo derecho llora la desaparición del amigo, el ojo izquierdo tiene que reír para excitar a los marineros.
»Ay de su tímpano. Esperar que la elocuencia y la información hablen por mi boca es como esperar que la oruga hable con la mesura del dromedario, o siquiera con la variedad de una jaula de grillos labrada en cartón y exornada con los doce matices razonables. No soy el prodigioso Meng Tseu, que, para denunciar al Colegio Astrológico la aparición de la luna nueva, habló veintinueve años seguidos, hasta que lo relevaron sus hijos.
»Inútil negarlo: poco tiempo ha quedado para el presente; ni yo soy Meng Tseu ni sus muchos y ponderados oídos exceden literalmente el número de las aplicadas hormigas que socaban el mundo. No soy un orador: mi arenga será breve como si la pronunciara un enano; no tengo un instrumento de cinco cuerdas: mi arenga será inexacta y monótona.
»Usted me supeditará a los más exquisitos instrumentos de tortura que atesora este palacio versátil, si yo despliego una vez más, ante su nutrida memoria, los pormenores y misterios del culto del Hada del Terrible Despertar. Se trata, como usted está a punto de articular, de una secta mágica del taoísmo, que recluta devotos en el gremio de los mendigos y de los intérpretes, y que sólo un sinólogo como usted, un europeo entre teteras, conoce como su propia espalda.
»Hace diecinueve años ocurrió el hecho aborrecido que aflojó las patas del mundo y del cual han llegado algunos ecos a esta consternada ciudad. Mi lengua, que más bien parece un ladrillo, ha recordado el robo del talismán de la Diosa. Hay en el centro del Yunnan un lago secreto; en el centro de ese lago, una isla; en el centro de la isla, un santuario; en el santuario resplandece el ídolo de la Diosa; en la aureola del ídolo, el talismán. Describir esta joya, en una sala rectangular, es una imprudencia. Tan sólo recordaré que es de jade, que no da sombra, que su tamaño conciso es el de una nuez y que sus atributos fundamentales son la sabiduría y la magia. Hay espíritus pervertidos por los misioneros, que fingen refutar estos axiomas, pero, si un mortal se apoderara del talismán y lo retuviera veinte años fuera del templo, sería el rey secreto del mundo. Sin embargo esta conjetura es ociosa: desde la primera aurora del tiempo hasta el último ocaso la joya perdurará en el santuario, aunque en el presente fugaz la tiene escondida un ladrón, hace ya dieciocho años.
»El jefe de los sacerdotes encomendó al mago Tai An la recuperación de la joya. Éste, según es fama, buscó una conjunción favorable de los planetas, ejecutó las operaciones debidas y aplicó el oído a la tierra. Nítidamente oyó los pasos de todos los hombres del mundo y reconoció en el acto los del ladrón. Estos lejanos pasos recorrían una ciudad remota: una ciudad de barro y con paraísos, desprovista de almohadas de madera y de torres de porcelana, cercada por desiertos de pasto y por desiertos de agua sombría. La ciudad se ocultaba en el occidente, detrás de muchas puestas de sol; Tai An, para alcanzarla, no desdeñó los riesgos de un vapor movido por el humo. Desembarcó en Samerang, con una piara de cerdos narcotizados; disfrazado de polizón, estuvo sepultado veintitrés días en el vientre de un barco dinamarqués, sin otra comida ni bebida que una inagotable sucesión de quesos de bola; en la Ciudad del Cabo se afilió al honorable gremio de basureros y no escatimó su aporte a la huelga de la Semana Fétida; un año después, la turba ignara se disputaba en calles y bocacalles de Montevideo las frugales obleas de maicena que expendía un joven trajeado a la extranjera; ese nutritivo joven era Tai An. Tras cruenta lucha con la indiferencia de esos carnívoros, el mago se trasladó a Buenos Aires, que adivinó más apto para recibir la doctrina de las obleas y donde no tardó en establecer una vigorosa carbonería. Ese establecimiento renegrido lo arrimó a la mesa larga y vacía de la pobreza; Tai An, harto de esos festines de hambre, se dijo: para el paladar exigente, el perro comestible; para el hombre, el Celeste Imperio, y entró impetuosamente en un consorcio con Samuel Nemirovsky, ponderado ebanista que, en el centro mismo del Once, fabrica todos los armarios y biombos que los admiradores de su destreza reciben directamente de Pekín. El piadoso local de ventas prosperó; Tai An pasó de una casilla carbonífera a un departamento amueblado, situado exactamente en el número 347 de la calle Deán Funes; la incesante emisión de biombos y armarios no lo distrajo del propósito capital: la recuperación de la joya. Sabía con seguridad que el ladrón estaba en Buenos Aires, la remota ciudad que le habían mostrado en la isla del templo los círculos y triángulos mágicos. El gimnasta del alfabeto repasa los diarios para ejercitar su habilidad; Tai An, menos expansivo y feliz, se atenía a la columna de marítimas y fluviales. Temía que el ladrón se evadiera o que un barco trajera un cómplice a quien le pasaran el talismán. Tenaz como los círculos concéntricos que se aproximan a la piedra lanzada, Tai An se aproximaba al ladrón. Más de una vez cambió de nombre y de barrio. La magia, como las otras ciencias exactas, es apenas una luciérnaga que guía nuestros vanos tropezones en la noche considerable; sus veraces figuras delimitaban la zona donde se ocultaba el ladrón, pero no la casa ni el rostro. El mago, sin embargo, persistía en el infatigable propósito.
– El veterano del Salón Doré tampoco se fatiga y también persiste -exclamó con espontaneidad Montenegro, que había estado espiando en cuclillas el ojo en la cerradura y el bastón de ballena entre los dientes; ahora, irreprimible, irrumpía con un traje blanco y un canotier maleable-. De la mésure avant toute chose. No exagero: no he descubierto aún el paradero del asesino, pero sí el de este consultor indeciso. Tonifíquelo, mi querido Parodi, tonifíquelo: refiera, con la autoridad que soy el primero en concederle, cómo ese detective por derecho propio, que se llama Gervasio Montenegro, salvó en un tren expreso la amenazada joya de la Princesa a quien muy luego otorgara su mano. Pero dirijamos nuestros potentes focos al porvenir, que nos devora. Messieurs, faites vos jeux: apuesto doble contra sencillo que nuestro diplomático amigo no se ha apersonado a esta celda, impelido por el mero placer -muy encomiable, desde luego- de presentar sus respetos. Mi ya proverbial intuición me dice por lo bajo que este acto de presencia del doctor T'ung no carece de toda relación con el original homicidio de la calle Deán Funes. ¡Ja, ja, ja! He dado en el blanco. No duermo en los laureles; descargo una segunda ofensiva, a la que auguro desde ya el éxito de la primera. Apuesto que el doctor ha condimentado su narración con todo ese misterio de oriente, que es la marca de fuego de sus interesantes monosílabos y hasta de su color y su aspecto. Lejos de mí la sombra de una censura al lenguaje bíblico, grávido de sermones y de parábolas; me atrevo, sin embargo, a sospechar que usted preferirá mi compte rendu -todo nervio, músculo y osatura- a las adiposas metáforas de mi cliente.
El doctor Shu T'ung encontró su voz y prosiguió dócilmente:
– Su copioso colega habla con la elocuencia del orador que ostenta una doble fila de dientes de oro. Retomo la maligna correa de mi relato y digo con trivialidad: Semejante al sol, que ve todo y a quien hace invisible su propio brillo, Tai An, fiel y tenaz, persistía en la busca implacable, estudiaba los hábitos de todas las personas de la colectividad y casi era ignorado por ellas. ¡Ay de la flaqueza del hombre! Ni siquiera es perfecta la tortuga, que medita bajo una cúpula de carey. La reserva del mago tuvo una falla. En una noche del invierno de 1927, bajo los arcos de la plaza del Once, vio un círculo de vagabundos y de mendigos que se burlaban de un desdichado que yacía en el suelo de piedra, derribado por el hambre y el frío. La piedad de Tai An se duplicó al descubrir que ese vilipendiado era chino. El hombre de oro puede prestar una hoja de té sin perder el conocimiento; Tai An alojó al forastero, cuyo expresivo nombre es Fang She, en el taller de ebanistería de Nemirovsky.
»Pocas noticias refinadas y eufónicas puedo comunicarle de Fang She; si los diarios de mayor riqueza de abecedario no se equivocan, es oriundo del Yunnan y arribó a este puerto en 1923, un año antes que el mago. Más de una vez me recibió con su natural afectación en la calle Deán Funes. Juntos practicamos la caligrafía a la sombra de un sauce que hay en el patio y que delicadamente le recordaba, me dijo, las iteradas selvas que decoran las márgenes terrestres del acuoso Ling-Kiang.
– Yo que usted me dejaba de caligrafías y adornos -observó el investigador-. Hábleme de la gente que había en la casa.
– El buen actor no entra en escena antes que edifiquen el teatro -replicó Shu T'ung-. Primero, describiré absurdamente la casa; después, intentaré sin éxito un débil y grosero retrato de las personas.
– Mi palabra de estímulo -dijo Montenegro fogosamente-. El edificio de la calle Deán Funes es una interesante masure de principios de siglo, uno de tantos monumentos de nuestra arquitectura instintiva, en el que invenciblemente persiste la ingenua profusión del capataz italiano, apenas refaccionada por el severo canon latino de Le Corbusier. Mi evocación es definitiva. Usted ya ve la casa: en la fachada de hoy, el celeste de ayer es blanco y aséptico; adentro, el pacífico patio de nuestra infancia, donde hemos visto corretear a la esclavita negra con el mate de plata, sobrelleva mal de su grado la pleamar del progreso, que lo inunda de exóticos dragones y de lacas milenarias, hijas del cepillo falaz de ese industrializado Nemirovsky; al fondo, la casilla de madera indica el habitáculo de Fang She, junto a la verde melancolía del sauce, que acaricia con su mano de hojas las nostalgias del exilado. Vigoroso alambre chanchero de metro y medio separa nuestra propiedad de un hueco vecino: uno de esos pintorescos baldíos, para emplear el insubstituible vocablo criollo, que aún perduran invictos en el corazón de la urbe y donde el gato del barrio acude tal vez a buscar las hierbas curativas que mitigarán sus dolencias de huraño célibataire de las tejas. El piso bajo está consagrado al salón de ventas y al atelier [5](1); el piso alto -me refiero, cela va sans dire, a épocas anteriores al incendio- constituía la casa de familia, el intocable at home de esa partícula de Extremo Oriente, transplantada con todas sus peculiaridades y riesgos a la Capital Federal.
– En el zapato del preceptor los alumnos ponen los pies -dijo el doctor Shu T'ung-. Después de la victoria del ruiseñor, las orejas reciben y perdonan la tosca melodía del pato. El doctor Montenegro ha erigido la casa; mi lengua indocumentada y obtusa propondrá las personas. Reservo el primer trono para Madame Hsin.
– A mi juego me llamaron – Montenegro dijo oportunamente-. No incurra en un error que le pesará, mi estimable Parodi. No sueñe en confundir a Madame Hsin con esas poules de luxe, que usted habrá tolerado, y adorado, en los grandes hoteles de la Riviera y que decoran su pomposa frivolidad con un pekinés contrahecho y con un impecable quarante chevaux. El caso de Madame Hsin es muy otro. Se trata de una subyugante combinación de la gran dama de salón y de la tigresa oriental. Desde la oblicuidad de sus ojos nos guiña, tentadora, la eterna Venus; la boca es una sola flor encarnada; las manos son la seda y son el marfil; el cuerpo, subrayado por la victoriosa cambrure, es una coqueta avant-garde del peligro amarillo, y ha conquistado ya las telas de Paquin y las líneas ambiguas de Schiaparelli. Mil perdones, mi querido confrère: el poeta ha primado sobre el historiador. Para lapicear el retrato de Madame Hsin, he recurrido al pastel; para la efigie de Tai An, acudo a la masculina aguafuerte. Ningún prejuicio, por inveterado que sea, deformará mi visión. Me ceñiré a la documentación fotográfica de los periódicos de toda hora. Por lo demás, la raza devora al individuo: murmuramos "un chino" y proseguimos nuestra ruta febril, a la conquista de un dorado espejismo, sin sospechar acaso las tragedias banales o grotescas, pero invenciblemente humanas, del exótico personaje. Quede el mismo retrato para Fang She, cuyo aspecto recuerdo perfectamente, cuyos oídos han hospedado mi consejo paterno, cuyas manos han estrechado mi guante de cabritilla. Contraste: al cuarto medallón de mi galería se asoma un personaje oriental. No lo he llamado ni le ruego que se demore: es el extranjero, el judío que acecha en el oscuro fondo de mi relato como acecha y acechará, si una legislación prudente no lo fulmina, en todos los carrefours de la Historia. En este caso, nuestro convidado de piedra se llama Samuel Nemirovsky. Le ahorro hasta el menor detalle de ese ebanista vulgarísimo: frente serena y despejada, ojos de triste dignidad, negra barba profética, estatura canjeable por la mía.
– El comercio continuo con elefantes hace que el ojo perspicaz no distinga la mosca más ridícula -opinó bruscamente el doctor Shu T'ung-. Observo con chillidos de placer que mi retrato perjudicial no entorpece la galería del señor Montenegro. Sin embargo, si la voz de un crustáceo algo significa, yo también he desmejorado con mi presencia el edificio de la calle Deán Funes, aunque mi imperceptible morada se oculta de los dioses y de los hombres en el ángulo de Rivadavia y Jujuy. Uno de mis agobiadores pasatiempos es la venta domiciliaria de consolas, biombos, camas y aparadores, que incesantemente elabora el prolífico Nemirovsky; la piedad de ese artífice me permite que yo guarde y use los muebles, hasta venderlos. Ahora, precisamente, duermo en el interior de un jarrón apócrifo de la dinastía de Sung, porque la plétora de lechos nupciales me desvía del dormitorio y un solo trono plegadizo me niega el comedor.
»He osado incluirme en el honorable círculo de la calle Deán Funes, pues Madame Hsin me estimulaba indirectamente a desoír las justas imprecaciones de los demás y a rebasar alguna vez la puerta cancel. Esta incomprensible indulgencia no logró el apoyo incondicional de Tai An, que de día y de noche era el preceptor, el maestro mágico, de Madame. Por lo demás, mi efímero paraíso no logró los años de la tortuga o del sapo. Madame Hsin, fiel a los intereses del mago, se consagró a halagar a Nemirovsky, para que la dicha de éste fuera redonda y el número de muebles procreados excediera las permutaciones de una persona sentada alrededor de unas cuantas mesas. En lucha con las náuseas y el tedio, se resignaba con abnegación a la inmediata cercanía de esa cara occidental y barbuda, aunque, para mitigar el martirio, prefería encararla en las tinieblas o en el cinematógrafo Loria.
»Este noble régimen ligó para siempre a la fábrica el ciempiés de la prosperidad comercial. Nemirovsky, infiel a su admirable avaricia, expendía en anillos y en zorros el papel moneda que ahora le redondeaba lo cartera como un lechón. A riesgo de que algún censor viperino lo motejara de monótono, acumulaba esas frecuentes dádivas en dedos y pescuezo de Madame Hsin.
»Señor Parodi, antes de seguir adelante permítame una aclaración estúpida. Sólo un decapitado se atrevería a suponer que estos ejercicios penosos y por lo general vespertinos alejaron de Tai An a la proporcionada discípula. Concedo a mis ilustres contradictores que la dama no permanecía inmóvil como un axioma, en la casa del mago. Cuando su propia cara no podía vigilarlo y atenderlo por intercalación de varias manzanas edificadas, encargaba esas tareas a otra cara muy inferior -la que humildemente enarbolo y que ahora saluda y sonríe [6]-. Yo ejecutaba esa refinada misión con legítimo servilismo: para no importunar al mago, trataba de moderar mi presencia; para no aburrirlo, cambiaba de disfraces. A veces, colgado de la percha, fingía con escasa fortuna ser el sobretodo de lana que me ocultaba; otras, rápidamente caracterizado de mueble, aparecía en el corredor en cuatro patas y con un florero en la espalda. Desgraciadamente, macaco viejo no sube a palo podrido; Tai An, ebanista al fin, me reconocía segundos antes del primer puntapié y me obligaba a impresionar a otros seres inanimados.
»Pero la Bóveda Celeste es más envidiosa que el hombre a quien acaban de revelarle que uno de sus vecinos ha adquirido una muleta de sándalo, y otro, un ojo de mármol. Ni siquiera es eterno el momento en que damos cuenta de un grano de alpiste: tanta felicidad tuvo término. El séptimo día de octubre nos deparó el incendio combustible que amenazó la anatomía personal de Fang She, dispersó para siempre nuestra suspirada tertulia; quemó imperfectamente la casa y devoró una cifra exagerada de lamparillas de madera. No cave en busca de agua, señor Parodi, no deshidrate su honorable organismo: el incendio ha sido apagado. Ay, también se apagó el instructivo calor de nuestra tertulia. Madame Hsin y Tai An se trasladaron bajo capotas y sobre ruedas a la calle Cerrito; Nemirovsky dedicó los dineros del seguro a fundar una Empresa de Fuegos Artificiales; Fang She, quieto como una sucesión infinita de teteras idénticas, perduró en la casilla de madera, junto al único sauce.
»No he violado las treinta y nueve leyes adicionales de la verdad, cuando admití que había sido apagado el incendio, pero sólo un costoso recipiente de agua llovida podría jactarse de apagar su recuerdo. Desde el amanecer, Nemirovsky y el mago estaban ocupados en fabricar tenues lámparas de bambú, en número indefinido y quizá infinito. Yo, considerando imparcialmente la exigüidad de mi casa y la ininterrumpida afluencia de muebles, llegué a pensar que el desvelo de los artífices era inútil y que alguna de esas lámparas nunca se encendería. Ay de mí, antes que se acabara la noche confesé mi error: a las once y cuarto p.m. todas las lámparas ardían y con ellas el depósito de virutas y un enrejado de madera pintado superficialmente de verde. El hombre valeroso no es el que pisa la cola del tigre, sino el que se embosca en la selva y aguarda el momento prefijado desde el principio del universo para dar el salto mortal. Así obré yo, perseveré trepado al sauce del fondo, reservándome como una salamandra para invadir el fuego, al primer grito refinado de Madame Hsin. Bien dicen que ve mejor el pez en el tejado que un casal de águilas en el fondo del mar. Yo, sin pretender engalanarme con el título de pez, vi muchos espectáculos aflictivos, pero los toleré sin caerme, sostenido por el ameno propósito de referírselos a usted, científicamente. Vi la sed y el hambre del fuego; vi la consternación deforme de Nemirovsky, que apenas atinaba a saciarlo con donaciones de aserrín y papel impreso; vi a la ceremoniosa Madame Hsin, que seguía cada movimiento del mago, como la felicidad sigue a los petardos; vi, finalmente, al mago, que después de ayudar a Nemirovsky, corrió a la casilla del fondo y salvó a Fang She, cuya felicidad, esa noche, no era redonda por obra y gracia de la fiebre de heno. Este salvataje es tanto más admirable si minuciosamente enumeramos las veintiocho circunstancias que lo distinguen, de las que sólo expondré cuatro, en gracia de la mezquina brevedad:
»a) La desacreditada fiebre que aceleraba todos los pulsos de Fang She no era bastante prestigiosa para inmovilizarlo en el lecho y vedar su elegante fuga.
»b) La insípida persona que ahora gruñe esta narración estaba encaramada en el sauce, lista para fugarse con Fang She, si una atendible masa de fuego lo aconsejara.
»c) La combustión plenaria de Fang She no hubiera perjudicado a Tai An, que lo nutría y hospedaba.
»d) Así como en el cuerpo del hombre el diente no ve, el ojo no araña y la pezuña no mastica, en el cuerpo que por una convención llamamos país no es decente que un individuo usurpe la función de los otros. El emperador no abusa de su poder y barre las calles; el presidiario no compite con el andarín y se desplaza en todas direcciones. Tai An, al rescatar a Fang She, usurpó las funciones de los bomberos, con grave riesgo de ofenderlos y de que éstos lo mojaran con sus caudalosas mangueras.
»Bien dicen que después del pleito perdido hay que pagar la cuenta del verdugo; después del incendio, empezaron las disputas. El mago y el ebanista se enemistaron. El general Su Wu ha celebrado en monosílabos inmortales el deleite de contemplar la cacería del oso, pero nadie ignora que primero recibió en plena espalda las flechas de los infalibles arqueros y luego fue alcanzado y devorado por la irritada presa. Esta imperfecta analogía se aplica a Madame Hsin, no menos vulnerada y equidistante que el general. En vano procuró reconciliar a los dos amigos: corría de la carbonizada alcoba de Tai An al ahora ilimitado escritorio de Nemirovsky, como una divinidad que protege las ruinas de su templo. El Libro de las Transformaciones advierte que para regocijar al hombre colérico es inútil disparar muchos petardos y lucir innumerables caretas; los tentadores alegatos de Madame Hsin no apaciguaban esa incomprensible discordia -me atreveré a decir que la encendían-. Esta situación dibujó en el plano de Buenos Aires una interesante figura con propensión al triángulo. Tai An y Madame Hsin enaltecieron un departamento en la calle Cerrito; Nemirovsky, con su empresa de Fuegos Artificiales, abrió nuevos y lúcidos horizontes en la calle Catamarca 95; el uniforme Fang She quedó en la casilla.
»Si el artífice y el mago se hubieran atenido a esa figura, yo no gozaría en este momento del inmerecido placer de conversar con ustedes; infortunadamente, Nemirovsky no quiso dejar pasar el Día de la Raza sin visitar a su antiguo colega. Cuando llegaron los gendarmes, fue necesario recurrir a la Asistencia Pública. Tan confuso era el equilibrio mental de los beligerantes, que Nemirovsky (desatendiendo una monótona hemorragia nasal) entonaba versículos instructivos de Tao Te King, mientras el mago (indiferente a la supresión de un colmillo) desplegaba una serie interminable de cuentos judíos.
»Madame Hsin quedó tan dolida por este desacuerdo, que me vedó con toda franqueza las puertas de su casa. Dice el adagio que el mendigo a quien expulsan de la casilla del perro se hospeda en los palacios de la memoria; yo, para engañar mi soledad, hice una peregrinación a la ruina de la calle Deán Funes. Detrás del sauce declinaba el sol de la tarde, como en mi aplicada niñez; Fang She me recibió con resignación y me ofreció una taza de té solo, con piñones, nuez y vinagre. La ubicua y densa imagen de la señora no me impidió advertir un desmesurado baúl ropero que por su aspecto general parecía un bisabuelo venerable, en estado de putrefacción. Delatado por el baúl, Fang She me confesó que los catorce años pasados en esta república paradisiaca apenas equivalían a un minuto de la más intolerable tortura y que ya había obtenido de nuestro cónsul un acartonado y cuadrangular pasaje de vuelta en el Yellow Fish, que zarpaba para Shanghai la semana próxima. El vistoso dragón de su alegría ostentaba un solo defecto: la certidumbre de contrariar a Tai An. En verdad, si, para computar el valor de un incalculable gabán de piel de nutria con ribetes de morsa, el juez más reputado se atiene al número de polillas que lo recorren, así también la solidez de un hombre se estima por el exacto número de pordioseros que lo devoran. La emigración de Fang She minaría sin duda el inamovible crédito de Tai An; éste, para conjurar el peligro, no era incapaz de recurrir a cerrojos o a centinelas, a nudos o a narcóticos. Fang She agolpó esos argumentos con agradable lentitud y me rogó por todos los antepasados de mi línea materna que no apesadumbrara a Tai An con la insignificante noticia de su partida. Como lo exige el Libro de los Ritos, yo agregué la dudosa garantía de la línea viril; los dos nos abrazamos bajo el sauce, no sin alguna lágrima.
»Minutos después, un automóvil taxímetro me depositó en la calle Cerrito. Sin dejarme abolir por las diatribas del mucamo -mero instrumento de Madame Hsin y de Tai An-, me embosqué en la farmacia. En esa institución venal me atendieron el ojo y me prestaron un teléfono numerado. Lo puse en marcha; como no atendió Madame Hsin, confié directamente a Tai An la proyectada fuga de su protegido. Mi recompensa fue un silencio elocuente, que perduró hasta que me expulsaron de la farmacia.
»Bien dicen que el cartero de pies veloces que corre a distribuir la correspondencia es más digno de encomios y ditirambos que su compañero que duerme junto a un fuego alimentado con la misma correspondencia. Tai An obró con eficaz prontitud: para exterminar de raíz toda evasión de su protegido, acudió, como si los astros lo hubieran dotado de más de un pie y más de un remo, a la calle Deán Funes. En la casa, dos sorpresas lo saludaron: la primera, no encontrar a Fang She; la segunda, encontrar a Nemirovsky. Éste le dijo que unos mercaderes del barrio habían visto a Fang She cargar un coche de caballos con el baúl y con su persona y huir en dirección al norte con mediocre velocidad. Inútilmente lo buscaron los dos. Luego se despidieron: Tai An para dirigirse a un remate de muebles en la calle Maipú; Nemirovsky, para encontrarse conmigo en el Western Bar.
– Halte là! -profirió Montenegro -. El borracho del artista se impone. Admire usted el cuadro, Parodi: ambos duelistas deponen gravemente las armas, heridos en quién sabe qué fibra hermana por la sensible pérdida común. Peculiaridad que subrayo: la empresa que los embarga es idéntica; los personajes tenazmente difieren. Presentimientos enlutados abanican tal vez la frente de Tai An; quiere, interroga, pregunta. Confieso que la tercer figura me atrae: ese jemenfoutiste que se aleja del marco de nuestra historia, en un coche abierto, es también una incógnita sugerente.
– Señores -prosiguió con dulzura el doctor Shu T'ung-, mi cenagosa narración ha llegado a la memorable noche del 14 de octubre. Me permito llamarla memorable, porque mi estómago incivil y anticuado no supo comprender las dobles raciones de mazamorra, que eran el decoro y el plato único de la mesa de Nemirovsky. Mi candoroso proyecto había sido: a) cenar en casa de Nemirovsky; b) desaprobar, en el cine Once, tres películas musicales que, según Nemirovsky, no habían saciado a Madame Hsin; c) paladear un anís en la confitería La Perla; d) volver a casa. La vivida y quizá dolorosa evocación de la mazamorra me obligó a eliminar los puntos b y c, y a subvertir el orden natural de vuestro reputado alfabeto, pasando de la a a la d. Un resultado secundario fue que no dejé la casa en toda la noche, a pesar del insomnio.
– Esas manifestaciones lo honran -observó Montenegro -. Aunque los platos nativistas de nuestra infancia resultan, en su género, impagables trouvailles del acervo criollo, estoy calurosamente de acuerdo con el doctor: en la cumbre de la haute cuisine el galo no reconoce rivales.
– El 15, dos pesquisas me despertaron personalmente -continuó Shu T'ung- y me invitaron a custodiarlos hasta la sólida jefatura Central. Ahí supe lo que ustedes ya saben: el afectuoso Nemirovsky, inquieto por la brusca movilidad de Fang She, había penetrado, poco antes de la lúcida aurora, en la casa de la calle Deán Funes. Bien dice el Libro de los Ritos: si tu honorable concubina cohabita en el encendido verano con personas de ínfima calidad, alguno de tus hijos será bastardo; si abrumas los palacios de tus amigos fuera de las horas establecidas, una sonrisa enigmática hermoseará la cara de los porteros. Nemirovsky padeció en carne propia el golpe de ese adagio: no sólo no encontró a Fang She; encontró, semienterrado bajo el sauce local, el cadáver del mago.
– La perspectiva, mi estimable Parodi -bruscamente sentenció Montenegro -, es el talón de Aquiles de las grandes paletas orientales. Yo, entre dos bocanadas azules, dotaré a su álbum interior de un ágil raccourci de la escena. En el hombro de Tai An, el augusto beso de la Muerte había estampado su rouge: una herida de arma blanca, de unos diez centímetros de ancho. Del culpable acero, ni rastros. Trataba en vano de suplir esa ausencia, la pala sepulcral: vulgarísimo enser de jardinería, relegado -muy justamente- a unos pocos metros. En el rústico mango de la herramienta, los policías (ineptos para el vuelo genial y tercos parroquianos de la minucia) han descubierto no sé qué impresiones digitales de Nemirovsky. El sabio, el intuitivo, se mofa de esa cocina científica; su rol es incubar, pieza por pieza, el edificio perdurable y esbelto. Me sofreno: reservo para un mañana la hora de anticipar y burilar mis atisbos.
– Siempre a la espera de que su mañana amanezca -intercaló Shu T'ung- reincido en mi relato servil. La entrada ilesa de Tai An a la casa de la calle Deán Funes, no fue advertida por los negligentes vecinos que dormían como una rectilínea biblioteca de libros clásicos. Se conjetura, sin embargo, que debió entrar después de las once, pues a las once menos cuarto lo vieron asomarse al inagotable remate de la calle Maipú.
– Adhiero – Montenegro corroboró-. Le susurro, inter nos, que la picardía porteña comentó a su modo la aparición fugaz del exótico personaje. Por lo demás, he aquí la ubicación de las piezas en el tablero: la dama -he aludido a Madame Hsin- deja entrever sus ojos rasgados y su delicioso perfil entre el bullicio multicolor del Dragón que se aturde, a eso de las once p.m. De once a doce atendió en su domicilio a un cliente que reserva su incógnita. Le coeur a des raisons… En cuanto al inestable Fang She, la policía declara que antes de las once p.m. se alojó en la célebre "sala larga" o "sala de los millonarios" del Hotel El Nuevo Imparcial, indeseable madriguera de nuestro suburbio, de la que ni usted ni yo, querido confrère, tenemos la más leve noticia. El 15 de octubre se embarcó en el vapor Yellow Fish, rumbo al misterio y a la fascinación del oriente. Fue arrestado en Montevideo y ahora vegeta oscuramente en la calle Moreno, a disposición de las autoridades. ¿Y Tai An?, preguntarán los escépticos. Sordo a la frívola curiosidad policial, encajonado herméticamente en el típico ataúd de vivos colores, boga y boga en la plácida bodega del Yellow Fish, rumbo, en su viaje eterno, a la China milenaria y ceremoniosa.
Cuatro meses después, Fang She fue a visitar a Isidro Parodi. Era un hombre alto, fofo; su cara era redonda, vacua y tal vez misteriosa. Tenía un sombrero negro de paja y un guardapolvo blanco.
– Muy justo [7](3)-respondió Parodi-. Si no le parece mal, le contaré lo que sé y lo que no sé del asunto de la calle Deán Funes. Su paisano, el doctor Shu T'ung, aquí ausente, nos hizo un cuento largo y enrevesado, donde colijo que en 1922 algún hereje le robó una reliquia a una imagen muy milagrosa que ustedes saben venerar en su tierra. Los curas se hacían cruces con la novedad y mandaron un misionero para castigar al hereje y recuperar la reliquia. El doctor dijo que Tai An, según confesión propia, era el misionero. Pero a los hechos me atengo, dijera el sabio Merlino. El misionero Tai An cambiaba de apelativo y de barrio, sabía por los diarios el nombre de cuanto buque llegaba a la Capital y espiaba a cuanto chino desembarcaba. Estos floreos pueden ser del que está buscando, pero también del que se está escondiendo. Usted llegó primero a Buenos Aires; después llegó Tai An. Cualquiera pensaría que el ladrón era usted, y el otro, el perseguidor. Sin embargo, el mismo doctor dijo que Tai An se demoró un año en el Uruguay, con la ilusión de vender obleas. Como usted ve, el que primero llegó a América fue Tai An.
»Mire, yo le referiré lo que saco en limpio. Si me equivoco, usted me dirá "la embarraste, hermano" y me ayudará a salir del error. Doy por seguro que el ladrón es Tai An, y usted, el misionero: si no el enredo no tiene ni pies ni cabeza.
»Hacía tiempo que Tai An le mezquinaba el cuerpo, amigo Fang She. Por eso cambiaba sin parar de nombre y de domicilio. Al fin se cansó. Inventó un plan que era prudente a fuerza de ser temerario, y tuvo la decisión y el coraje de llevarlo a la práctica. Empezó por una compadrada: hizo que usted fuera a vivir a su casa. Ahí vivía la señora china, que era su querida, y el mueblista ruso. La señora también andaba atrás de la alhaja. Cuando salía con el ruso que también hablaba con ella, lo dejaba de campana a ese doctor de tantos recursos, que si la circunstancia lo exige se pone tranquilamente un florero en el traste y queda disfrazado de mueble. De tanto pagar el biógrafo y otros locales, el ruso, estaba sin un cobre. Echó mano a la historia antigua y le prendió fuego a la mueblería, para cobrar el seguro; Tai An estaba de acuerdo con él: le ayudó a hacer esas lámparas que fueron leña para el incendio; después el doctor, que estaba más trepado al sauce que una salamandra, los pescó a los dos avivando el fuego con diarios viejos y aserrín. Vamos a ver qué hace la gente durante el siniestro. La señora lo sigue como una sombra a Tai An; está esperando el momento, en que el hombre se decida a sacar la alhaja del escondrijo. Tai An no se preocupa por la alhaja. Le da por salvarlo a usted. Este auxilio puede aclararse de dos maneras. Lo fácil es pensar que usted es el ladrón y que lo salvan para que no se muera con el secreto. Mi opinión es que Tai An lo hizo para que usted no lo persiguiera después; para comprarlo moralmente, si hablo claro.
– Es cierto -dijo sencillamente Fang She-. Pero yo no me he dejado comprar.
– El primer supuesto no me gustó -continuó Parodi-. Aunque usted hubiera sido el ladrón, ¿quién podía temer que se muriera con el secreto? Además, de haber realmente algún peligro, el doctor hubiera salido como telegrama, con florero y todo.
»El otro día todos se fueron, y a usted me lo dejaron más solo que a un ojo de vidrio. Tai An fingió una pelea con Nemirovsky. Yo le atribuyo dos motivos: primero, hacer creer que no estaba combinado con el ruso y que desaprobaba el incendio; segundo, llevarse a la señora y desapartarla del ruso. Después éste la siguió cortejando y entonces se pelearon de veras.
»Usted enfrentaba un problema difícil: el talismán podía estar escondido en cualquier lugar. A primera vista, un lugar parecía libre de toda sospecha: la casa. Había tres razones para descartarla: ahí lo habían instalado a usted; ahí lo dejaron viviendo solo después del incendio; la había incendiado el mismo Tai An. Barrunto, sin embargo, que al hombre se le fue la mano: yo, en su caso, don Pancho, hubiera desconfiado de tanta prueba demostrando un hecho que no precisaba demostración.
Fang She se puso de pie y dijo gravemente:
– Lo que usted ha dicho es verdad, pero hay cosas que no puede saber. Yo las referiré. Cuando todos se fueron, tuve la convicción de que el talismán estaba escondido en la casa. No lo busqué. Le pedí a nuestro cónsul que me repatriara, y confié la noticia de mi viaje al doctor Shu T'ung. Éste, como era de esperar, habló inmediatamente con Tai An. Salí, dejé el baúl en el Yellow Fish y regresé a la casa. Entré por el terreno baldío y me escondí.
»Al rato llegó Nemirovsky; los vecinos habían comentado mi partida. Después llegó Tai An. Juntos, simularon buscarme. Tai An dijo que tenía que ir a un remate de muebles, en la calle Maipú. Cada uno se fue por su lado. Tai An había mentido: a los pocos minutos volvió. Entró en la casilla y salió trayendo la pala con la que tantas veces yo había trabajado el jardín [8](4). Encorvado bajo la luna, se puso a cavar junto al sauce. Pasó un tiempo que no sé computar; desenterró una cosa resplandeciente; al fin, vi el talismán de la Diosa. Entonces me arrojé sobre el ladrón y ejecuté el castigo.
»Yo sabía que tarde o temprano me arrestarían. Había que salvar el talismán. Lo escondí en la boca del muerto. Ahora vuelve a la patria, vuelve al santuario de la Diosa, donde mis compañeros lo encontrarán al quemar el cadáver.
»Después, busqué en un diario la página de los remates. Había dos o tres remates de muebles en la calle Maipú. Me asomé a uno de ellos. A las once menos cinco ya estaba en el Hotel El Nuevo Imparcial.
ȃsta es mi historia. Usted puede entregarme a las autoridades.
– Por mí, puede esperar sentado -dijo Parodi-. La gente de ahora no hace más que pedir que el gobierno le arregle todo. Ande usted pobre, y el gobierno tiene que darle un empleo; sufra un atraso en la salud, y el gobierno tiene que atenderlo en el hospital; deba una muerte, y, en vez de expiarla por su cuenta, pida al gobierno que lo castigue. Usted dirá que yo no soy quién para hablar así, porque el Estado me mantiene. Pero yo sigo creyendo, señor, que el hombre tiene que bastarse.
– Yo también lo creo, señor Parodi -dijo pausadamente Fang She-. Muchos hombres están muriendo ahora en el mundo para defender esa creencia.
Pujato, 21 de octubre de 1942