Primer día

Lucas, tendido en la cama, miró el pequeño piloto del busca, que parpadeaba frenéticamente. Cerró el libro y lo dejó a un lado. Era la tercera vez en cuarenta y ocho horas que leía aquella historia, y no recordaba ninguna lectura que le hubiera hecho disfrutar tanto.


Acarició la tapa con la yema de los dedos. Ese tal Hilton estaba a punto de convertirse en su autor favorito; se alegraba de que un cliente se lo hubiera dejado en el cajón de la mesilla de noche de aquella habitación de hotel. Tomó de nuevo el volumen y lo lanzó con gesto decidido hacia la maleta abierta que estaba al otro lado del cuarto. Miró el reloj, se desperezó y se levantó de la cama. «Vamos, arriba y en marcha», se dijo, de buen humor. Frente al espejo del armario, se hizo el nudo de la corbata, se puso la chaqueta del traje negro, recogió las gafas de sol de la mesita que estaba junto al televisor y se las guardó en el bolsillo superior. El busca que llevaba sujeto a una trabilla del pantalón continuaba vibrando. Empujó con un pie la puerta del armario y se acercó a la ventana. Apartó el visillo grisáceo e inmóvil para observar el patio interior; ni un soplo de brisa se llevaría la contaminación que invadía la parte baja de Manhattan y se extendía hasta los límites de TriBeCa [1]. Sería un día caluroso. A Lucas le encantaba el sol, y nadie mejor que él para saber lo nocivo que era. ¿Acaso no permitía proliferar toda clase de gérmenes y de bacterias en las tierras que padecen sequía? ¿Acaso no era peor que la Guadaña para se parar a los débiles de los fuertes? «Y la luz se hizo», musitó mientras descolgaba el auricular. Pidió a recepción que le prepararan la cuenta; debía interrumpir su viaje a Nueva York. Después salió de la habitación.

Al final del pasillo, desconectó la alarma de la puerta que daba a la escalera de incendios.

Al llegar al patio, sacó el libro antes de deshacerse de la maleta tirándola a un gran contenedor de basura y se adentró a paso ligero en el callejón.

Mientras caminaba por aquella calle mal pavimentada del SoHo, Lucas observaba con deleite un balconcillo de hierro forjado que sólo resistía la tentación de desplomarse gracias a dos roblones oxidados. La inquilina del tercer piso, una joven modelo de pechos excesivamente bien formados, vientre insolente y labios carnosos, se había tendido en la tumbona sin sospechar el peligro, lo que era una situación perfecta. Al cabo de unos minutos (si la vista no lo engañaba, y no lo engañaba nunca), los roblones cederían y la belleza se encontraría tres pisos más abajo con el cuerpo destrozado. La sangre que fluiría desde su oreja por los intersticios de los adoquines subrayaría el terror pintado en su semblante. Su bonito rostro conservaría esa expresión hasta que se descompusiera dentro de una caja de pino, donde la familia de la señorita la habría metido antes de sepultarla bajo una lápida de mármol y unos cuantos litros de lágrimas inútiles. Una insignificancia a la que dedicarían como máximo cuatro líneas mal redactadas en el periódico del barrio y que le costaría un juicio al propietario del inmueble. Un responsable técnico del Ayuntamiento perdería su empleo (siempre hace falta un culpable) y uno de sus superiores, tras llegar a la conclusión de que el accidente podría haber sido un auténtico drama si el balcón hubiera caído sobre algún transeúnte, enterraría el asunto. Después de todo, había un Dios en el mundo, y ése, en definitiva, era el verdadero problema de Lucas.

El día habría podido empezar maravillosamente bien si en el interior de ese bonito piso no hubiera sonado un teléfono y si la idiota que en él vivía no hubiera dejado su móvil en el cuarto de baño. La estúpida cabeza de chorlito se levantó para ir a buscarlo; decididamente, tenía más memoria un Mac que el cerebro de una modelo, se dijo Lucas, decepcionado.

Lucas apretó las mandíbulas y los dientes le rechinaron al mismo tiempo que los frenos del camión de la basura que se dirigía hacia él chirriaban, haciendo temblar la calle. El ensamblado metálico se desprendió con un crujido seco y nítido de la fachada y empezó a caer. Un trozo de barandilla hizo añicos el cristal de una ventana del piso de abajo. Un diluvio de vigas de hierro oxidadas -habitáculos subterráneos de colonias de bacilos del tétanos- estaba descendiendo hacia el pavimento. La mirada de Lucas se iluminó de nuevo: un afilado larguero de metal caía hacia el suelo a una velocidad vertiginosa. Si sus cálculos resultaban exactos, y siempre lo eran, no había nada perdido. Cruzó despreocupadamente la calzada, obligando al conductor del camión a reducir la velocidad. La viga atravesó la cabina del camión de la basura y se clavó en el tórax del conductor; el vehículo dio un terrible bandazo. Los dos basureros que iban encaramados en la plataforma trasera no tuvieron tiempo de gritar: uno fue engullido por la boca de la caja e inmediatamente triturado por sus mandíbulas, que seguían funcionando, imperturbables; el otro fue proyectado hacia delante y aterrizó, inerte, en el suelo. El eje delantero le pasó por encima de una pierna.

En su carrera, el Dodge chocó contra una farola, que salió despedida por los aires. Los cables eléctricos, ya pelados, tuvieron la ocurrencia de ponerse a dar coletazos y meterse en el agua sucia del arroyo. Un haz de chispas anunció el tremendo cortocircuito que afectó a toda la manzana de casas. Los semáforos del barrio se quedaron, en señal de duelo, más negros que el traje de Lucas. Ya se oía a lo lejos el ruido de las primeras colisiones de vehículos en los cruces, abandonados a su suerte. En la intersección de las calles Crosby y Spring, el choque del camión descontrolado con un taxi amarillo fue inevitable. Al ser golpeado de través, el yellow cab se empotró en la tienda del Museo de Arte Moderno. «Otra obra de arte para su escaparate», murmuró Lucas. El eje delantero del camión se subió encima de un coche aparcado; los faros, ahora ciegos, apuntaban hacia el cielo. El pesado camión se retorció entre ruidos de chapa desgarrada, antes de tumbarse de lado, vomitar las toneladas de detritus que llevaba en las entrañas y dejar la calzada cubierta por una alfombra de inmundicias. Al estruendo del drama consumado siguió un silencio mortal. El sol proseguía tranquilamente su recorrido hacia el cenit; el calor de sus rayos no tardaría en volver pestilente la atmósfera del barrio.

Lucas se ajustó el cuello de la camisa; le horrorizaba que le sobresalieran los picos por encima de la chaqueta. Contempló la magnitud del desastre. Apenas eran las nueve en su reloj y, al final, estaba empezando un día espléndido.

La cabeza del taxista descansaba sobre el volante y accionaba el claxon, que sonaba al mismo tiempo que la sirena de los remolcadores en el puerto de Nueva York, un lugar precioso cuando hacía buen tiempo, como ese domingo de finales de otoño. Lucas se dirigía hacia allí, desde donde un helicóptero lo trasladaría al aeropuerto de LaGuardia. Sólo faltaban sesenta y seis minutos para que despegara su avión.


El muelle 80 del puerto mercante de San Francisco estaba desierto. Zofia colgó despacio el auricular del teléfono y salió de la cabina. Entornando los ojos a causa de la luz, contempló el malecón de enfrente. Un enjambre de hombres trajinaba alrededor de gigantescos contenedores. Los conductores de las grúas, encaramados en sus respectivas barquillas, dirigían un delicado ballet de plumas que se cruzaban sobre un inmenso carguero con destino a China. Zofia suspiró: aun poniendo la mejor voluntad del mundo, no podía hacerlo todo sola. Tenía muchos dones, pero no el de la ubicuidad.

La bruma ya cubría el tablero del Golden Gate, cuyos pilares apenas sobresalían de la densa nube que invadía progresivamente la bahía. En cuestión de instantes, la actividad portuaria tendría que paralizarse por falta de visibilidad. Zofia, preciosa con su uniforme de oficial encargada de la seguridad, contaba con muy poco tiempo para convencer a los capataces sindicados de que ordenaran detenerse a los cargadores que trabajaban a destajo. ¡Ojalá hubiera sabido enfadarse! La vida de un hombre debería tener prioridad sobre unas cuantas cajas cargadas deprisa y corriendo. Pero los hombres no cambian así como así; de lo contrario, no habría habido necesidad de que ella estuviera allí.

A Zofia le gustaba el ambiente que reinaba en los muelles de carga. Siempre tenía muchas cosas que hacer. Toda la miseria del mundo se daba cita a la sombra de los antiguos puertos francos. Los vagabundos se instalaban allí, apenas protegidos de las lluvias otoñales, de los vientos helados que el Pacífico arrastraba hacia la ciudad al llegar el invierno y de las patrullas de policía, poco amigas de adentrarse en ese universo hostil en cualquier estación.

– ¡Manca, ordéneles que paren!

El hombre corpulento fingió no haberla oído. Estaba anotando el número de matrícula de un contenedor, que se elevaba hacia el cielo, en un gran bloc de notas que mantenía apoyado contra el vientre.

– ¡Manca, no me obligue a presentar una denuncia! ¡Use la radio y ordene que dejen de trabajar ya! -Insistió Zofia-. La visibilidad es inferior a ocho metros, y sabe perfectamente que debería haber tocado el silbato en cuanto ha bajado de diez.

El capataz Manca firmó la hoja y se la tendió a su joven ayudante. Con un gesto de la mano, le indicó que se alejara.

– No se quede aquí, está en una zona peligrosa. Cuando una carga se suelta, no perdona.

– Sí, pero no se suelta nunca. Manca, ¿me ha oído? -insistió Zofia.

– ¡No tengo una mira láser en los ojos, que yo sepa! -masculló el hombre, rascándose una oreja.

– ¡Pero su mala fe es más precisa que cualquier telémetro! No intente ganar tiempo. Cierre este puerto ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde.

– Hace cuatro meses que trabaja aquí y nunca había bajado tanto la productividad como desde su llegada. ¿Va a encargarse usted de alimentar a las familias de mis compañeros cuando acabe la semana?

Un tractor estaba acercándose a la zona de descarga. El conductor no veía prácticamente nada y la horquilla frontal evitó por los pelos chocar contra una batea.

– Vamos, apártese. ¿No ve que molesta?

– No soy yo quien molesta, es la niebla. Lo único que tiene que hacer es pagar de otra forma a los cargadores. Estoy segura de que sus hijos se alegrarán más de ver a su padre esta noche que de cobrar la prima del seguro de defunción del sindicato. Dese prisa, Manca, dentro de dos minutos tramito una demanda judicial contra usted, e iré personalmente a los tribunales. -El capataz miró a Zofia antes de escupir en el agua-. ¿Se da cuenta? ¡No se ven ni sus escupitajos! -dijo ella.

Manca se encogió de hombros, empuñó el walkie-talkie y se resignó a ordenar el cese general de las actividades. Al cabo de un instante sonaron cuatro toques de bocina e inmediatamente se paralizó la danza de grúas, elevadores, tractores y todo cuanto podía moverse en los muelles y a bordo de los cargueros. A lo lejos, en lo invisible, la sirena de niebla de un remolcador respondió al cese de la actividad.

– Si seguimos parando tantos días, este puerto acabará por cerrar.

– No depende de mí que llueva o haga sol, Manca. Yo me limito a evitar que sus hombres se maten. ¡Y no ponga esa cara, odio que estemos enfadados! Vamos, le invito a un café y unos huevos revueltos.

– Puede mirarme todo lo que quiera con sus ojos de ángel, pero se lo advierto, en cuanto la visibilidad llegue a diez metros, lo pongo todo en marcha otra vez.

– En cuanto pueda leer el nombre de los barcos en el casco. ¡Venga, vamos!

El Fisher's Deli, la mejor taberna del puerto, ya estaba abarrotada. Siempre que había niebla, los cargadores se reunían allí para compartir la esperanza de que el cielo se despejara y permitiera no perder el día. Los más veteranos estaban sentados al fondo de la sala. De pie, en la barra, los jóvenes se mordían las uñas mientras trataban de distinguir por las ventanas la proa de un barco o la pluma de una grúa, primeros indicios de una mejoría del tiempo. Tras las conversaciones de compromiso, todos se ponían a rezar con un nudo en el estómago y el corazón en un puño. Para esos obreros polivalentes, que trabajaban tanto de día como de noche sin quejarse jamás del óxido y de la sal que se les calaban hasta en las articulaciones, para esos hombres que ya no sentían las manos, cubiertas de gruesos callos, era terrible volver a casa con sólo el puñado de dólares de la garantía sindical en el bolsillo.

En el bar había un estruendo de cubiertos que entrechocaban, de vapor que salía silbando de la cafetera, de cubitos extraídos de las bandejas… Los cargadores, sentados en grupos de seis en los bancos de escay, intercambiaban pocas palabras por encima del estrépito.

Mathilde, la camarera de figura frágil, con un corte de pelo estilo Audrey Hepburn y una blusa de vichy, llevaba una bandeja tan cargada que las botellas parecían mantenerse en equilibrio por arte de magia. Con el bloc de pedidos en el bolsillo del delantal, iba y venía de la cocina a la barra, del bar a las mesas, de la sala a la ventanilla del friegaplatos. Para ella, los días de bruma espesa eran agotadores, pero dada su soledad cotidiana, los prefería a los tranquilos. Con sus generosas sonrisas, sus miradas de reojo y sus réplicas mordaces, siempre acababa por levantar un poco la moral a los hombres. La puerta se abrió, ella volvió la cabeza y sonrió; conocía perfectamente a la chica que estaba entrando.

– ¡Zofia, mesa cinco! Date prisa, casi he tenido que subirme encima para guardártela. Enseguida os traigo café.

Zofia se sentó en compañía del capataz, que continuaba refunfuñando.

– Llevo cinco años diciendo que instalen un alumbrado de tungsteno. Con eso ganaríamos por lo menos veinte días de trabajo al año. Además, esas normas son una idiotez. Mis muchachos pueden currar perfectamente con una visibilidad de cinco metros, son todos profesionales.

– ¡Por favor, Manca, los aprendices representan el treinta y siete por ciento de sus efectivos!

– ¡Los aprendices están aquí para aprender! ¡Nuestro oficio se transmite de padres a hijos, y aquí nadie juega con la vida de los demás! ¡El carné de cargador se gana a pulso, y sirve igual haga buen o mal tiempo!

El rostro de Manca se dulcificó cuando Mathilde los interrumpió para servirles, orgullosa de la rapidez que había llegado a alcanzar.

– Huevos revueltos con beicon para usted, Manca. Tú, Zofia, supongo que no quieres comer nada, como de costumbre. De todas formas, te traeré un café con leche, aunque tampoco te lo tomarás… En fin, el pan, el ketchup, aquí lo tenéis todo.

Manca, con la boca ya llena, le dio las gracias. Mathilde le preguntó a Zofia, con voz vacilante, si esa noche tenía algún compromiso. Zofia le respondió que pasaría a buscarla cuando terminara de trabajar. La camarera, aliviada, desapareció en el tumulto del local, cada vez más lleno. Desde el fondo de la sala, un hombre bastante corpulento se dirigió hacia la salida. Al llegar a la altura de su mesa, se detuvo para saludar al capataz. Manca se limpió la boca y se levantó para hablar con él.

– ¿Qué haces por aquí?

– Lo mismo que tú. He venido a comer los mejores huevos revueltos de la ciudad.

– ¿Conoces a nuestra oficial de segundad, la teniente Zofia…?

– No tenemos el placer de conocernos -lo interrumpió Zofia, levantándose.

– Entonces, le presento a mi viejo amigo el inspector George Pilguez, de la policía de San Francisco.

La joven le tendió la mano al detective, que estaba mirándola, sorprendido, cuando el busca que Zofia llevaba sujeto al cinturón comenzó a sonar.

– Me parece que la llaman -dijo Pilguez.

Zofia examinó el aparatito que llevaba en el cinturón. El piloto luminoso no paraba de parpadear sobre el número siete. Pilguez la observó sonriendo.

– ¿Los suyos llegan hasta el siete? Entonces es que su trabajo debe de ser muy importante. Los nuestros no pasan del cuatro.

– Es la primera vez que se enciende ese piloto -contestó ella, desconcertada-. Discúlpenme, pero tengo que dejarlos.

Se despidió de los dos hombres, le hizo una seña a Mathilde, que no la vio, y se abrió camino hacia la puerta a través de la multitud.

Desde la mesa donde el inspector Pilguez había ocupado su lugar, el capataz gritó:

– ¡No conduzca demasiado deprisa! ¡Ningún vehículo está autorizado a circular con una visibilidad de menos de diez metros!

Pero Zofia no lo oyó. Mientras iba corriendo hacia su coche, se subió el cuello de la cazadora de piel. Nada más cerrar la portezuela, hizo girar la llave de contacto y el motor arrancó de inmediato. El Ford oficial empezó a recorrer los muelles con la sirena en marcha. A Zofia no parecía molestarle la opacidad de la niebla, cada vez más intensa. Circulaba por aquel decorado espectral deslizándose entre las patas de las grúas, sorteando alegremente los contenedores y las máquinas paradas. Le bastaron unos minutos para llegar a la entrada de la zona de actividad mercantil. En el puesto de control disminuyó la velocidad a pesar de que, con el tiempo que hacía, seguramente había vía libre. La barrera de rayas rojas y blancas estaba levantada. El vigilante del muelle 80 salió de la garita, pero le resultó imposible ver nada. Uno no veía ni su propia mano. Zofia subía por la calle Tercera bordeando la zona portuaria. Después de atravesar todo el barrio chino, la calle doblaba por fin hacia el centro de la ciudad. Zofia conducía, imperturbable, por las calles desiertas. El busca sonó de nuevo.

– ¡Hago lo que puedo! -protestó en voz alta-. ¡No tengo alas y además hay limitación de velocidad!

Apenas había terminado de pronunciar la frase cuando un enorme rayo difundió un halo de luz fulgurante en la bruma. Siguió un trueno de una violencia increíble, que hizo temblar los cristales de todas las casas. Zofia abrió los ojos como platos, sobresaltada, y apretó un poco más el acelerador. La aguja se movió ligeramente hacia la derecha. Aminoró la marcha para atravesar la calle Market (ya no se distinguía el color de los semáforos) y se adentró en Kearny. Ocho manzanas separaban aún a Zofia de su destino, nueve si se resignaba a respetar el sentido de circulación de las calles, cosa que sin duda alguna haría.

Una lluvia torrencial desgarraba el silencio en las oscuras calles, gruesas gotas se estrellaban contra los cristales haciendo un ruido ensordecedor, los limpiaparabrisas resultaban inútiles para apartar el agua. A lo lejos, tan sólo la punta del último piso de la majestuosa torre piramidal del Transamerica Building asomaba por encima de la densa nube negra que cubría la ciudad.


Arrellanado en su asiento de primera clase, Lucas disfrutaba contemplando por el ojo de buey aquel espectáculo diabólico pero de una belleza divina. El Boeing 767 daba vueltas sobre la bahía de San Francisco, a la espera de una hipotética autorización para aterrizar. Lucas, impaciente, tamborileó con los dedos sobre el busca que llevaba colgado del cinturón. El piloto número siete no cesaba de parpadear. La azafata se acercó a él para decirle que lo apagara y pusiera el respaldo en posición vertical, porque el aparato estaba realizando la maniobra de aproximación.

– ¡Pues déjense de aproximaciones y tomen tierra de una puta vez! ¡Tengo prisa!

La voz del comandante sonó a través de los altavoces: las condiciones meteorológicas en tierra eran relativamente difíciles, pero la escasa cantidad de queroseno que quedaba en los depósitos los obligaba a aterrizar. Pidió a la tripulación que se sentara y le indicó a la jefa de cabina que se dirigiera al puesto de pilotaje. A continuación colgó el micro. La expresión forzada de la azafata de primera clase merecía un Oscar: ninguna actriz del mundo habría sabido desplegar la sonrisa Charlie Brown que ella plantificó en la comisura de sus labios. La anciana que estaba sentada al lado de Lucas, y que ya no era capaz de controlar su miedo, lo agarró de la muñeca. A Lucas le divirtió la humedad de su mano y el ligero temblor que la agitaba. Una serie de sacudidas, a cual más violenta, zarandeó la carlinga. El metal parecía sufrir tanto como los pasajeros. A través del ojo de buey, se podían ver oscilar las alas del aparato, al máximo de la amplitud prevista por los ingenieros de Boeing.

– ¿Por qué han llamado a la jefa de cabina? -preguntó la anciana, al borde del llanto.

– Para que se tome un trago con el comandante -contestó Lucas, radiante-. ¿Asustada?

– Más que eso, diría yo. ¡Voy a rezar por nuestra salvación!

– ¡Ni se le ocurra! Es usted afortunada, así que conserve esa angustia. ¡Es buenísima para su salud! La adrenalina lo limpia todo. Es el desatascador líquido del circuito sanguíneo, y además hace trabajar al corazón. ¡En estos momentos está ganando dos años de vida! Veinticuatro meses de abono gratis no son como para despreciarlos, aunque, por la cara que pone, los programas no deben de ser nada del otro mundo.

La pasajera tenía la boca demasiado seca para contestar y se enjugó unas gotas de sudor de la frente con el dorso de la mano. Se le había acelerado el corazón, le costaba respirar y una multitud de estrellitas le nublaba la vista. Lucas, divertido, le dio unas palmadas amistosas en la rodilla.

– Si cierra los ojos muy fuerte, y se concentra, por supuesto, verá la Osa Mayor.

Rompió a reír. Su vecina había perdido el conocimiento y la cabeza le cayó sobre el reposabrazos. A pesar de las violentas turbulencias, la azafata se levantó. Agarrándose como pudo a los portaequipajes, avanzó hacia la mujer desvanecida. Sacó un frasquito de sales del bolsillo del delantal, lo abrió y se lo puso a la anciana inconsciente bajo la nariz. Lucas la miró, todavía más divertido.

– Tenemos que disculpar a la abuela por no mantener el tipo, porque hay que reconocer que el piloto no se anda con chiquitas. Parece que estemos en la montaña rusa. Oiga, dígame una cosa…, quedará entre nosotros, se lo prometo… Esto de aplicarle a ella su remedio de vieja, ¿es para curar el mal con el mal?

Lucas no pudo reprimir otra carcajada. La jefa de cabina lo miró, indignada. A ella no le parecía nada divertida la situación y así se lo hizo saber.

Una sacudida proyectó a la azafata hacia la puerta de la cabina. Lucas le dirigió una amplia sonrisa y abofeteó sin contemplaciones a su vecina. Ésta se sobresaltó y abrió los ojos.

– ¡Vaya, ha vuelto con nosotros! ¡Menudo viajecito!, ¿eh? -Se inclinó hacia su oído y susurró-: No se avergüence. Mire a su alrededor, están todos rezando, ¡qué ridículo!

La mujer no tuvo tiempo de contestar. Entre el ruido ensordecedor de los motores, el avión acababa de tomar tierra. El piloto invirtió el impulso de los reactores y el agua azotó violentamente la carlinga. Finalmente, el aparato se detuvo. Los pasajeros aplaudían a los pilotos o juntaban las manos para dar las gracias a Dios por haberlos salvado. Lucas, exasperado, se desabrochó el cinturón de seguridad, alzó los ojos al cielo, miró el reloj y se encaminó hacia la puerta delantera.


La lluvia había arreciado. Zofia aparcó el Ford junto a la acera que bordeaba la torre y bajó la visera del parabrisas para dejar a la vista una pequeña insignia con las siglas CIA. Salió corriendo bajo el chaparrón, rebuscó en los bolsillos y metió en el parquímetro la única moneda que encontró. Después cruzó la explanada, pasó por delante de las tres puertas giratorias por las que se accedía al vestíbulo principal del majestuoso edificio piramidal y lo rodeó. El busca vibró de nuevo y Zofia alzó los ojos al cielo.

– ¡Lo siento, pero el mármol mojado es muy resbaladizo! Todo el mundo lo sabe, salvo quizás los arquitectos…

En el último piso de la torre, muchas veces decían en broma que la diferencia entre los arquitectos y Dios era que Dios no se consideraba arquitecto.

Zofia avanzó junto a la pared del edificio hasta llegar a una placa de un color más claro y apoyó una mano sobre ella. En la fachada se desplazó un panel. La joven entró e inmediatamente el panel volvió a su sitio.


Lucas había bajado del taxi y caminaba con paso decidido por la explanada que Zofia había dejado atrás hacía unos instantes. En el lado opuesto de la misma torre, apoyó la mano sobre la piedra, igual que ella. Una placa, en este caso más oscura que las demás, se deslizó y Lucas entró en el ala oeste del Transamerica Building.


Zofia no había tenido ninguna dificultad para acostumbrarse a la penumbra del corredor. Siete recodos más adelante, accedió a un amplio vestíbulo con las paredes de granito blanco desde el que se elevaban tres ascensores. La altura hasta el techo era vertiginosa. Nueve globos monumentales, todos de tamaños diferentes y colgados de cables cuyos puntos de sujeción no se veían, difundían una luz opalina.

Cada visita a la sede de la Agencia era para ella una fuente de asombro. Decididamente, la atmósfera que reinaba en aquel lugar era insólita. Saludó al conserje, que estaba detrás del mostrador y se había levantado.

– Buenos días, Pedro, ¿cómo está?

El afecto de Zofia por el que vigilaba desde siempre el acceso a la Central era sincero. Todos los recuerdos que tenía de su paso por las ansiadas puertas estaba asociado a su presencia. ¿Acaso no se debía a él el clima apacible y tranquilizador que, pese al intenso tránsito, reinaba en la Entrada de la Morada? Ni siquiera los días de gran afluencia, cuando cientos de personas se agolpaban en las puertas, Pedro permitía el desorden y los empujones. La sede de la CIA no habría sido la misma sin la presencia de aquel ser ponderado y atento.

– Mucho trabajo últimamente -dijo Pedro-. La esperan. Si desea cambiarse, debo de tener su llave del vestuario en alguna parte. Un segundo… -Se puso a rebuscar en unos cajones y murmuró-: ¡Hay tantas! A ver…, ¿dónde la he puesto?

– ¡No tengo tiempo, Pedro! -dijo Zofia, caminando apresuradamente hacia el pórtico de seguridad.

La puerta acristalada se abrió. Zofia se dirigió al ascensor de la izquierda, pero Pedro le señaló con un dedo la cabina exprés del centro, la que llevaba directamente al último piso.

– ¿Está seguro? -preguntó ella, sorprendida.

Pedro asintió con la cabeza al tiempo que las puertas se abrían y el sonido de una campanilla rebotaba en las paredes de granito. Zofia se quedó paralizada unos segundos.

– Dese prisa, y que tenga un buen día -le dijo él con una sonrisa afectuosa.

Las puertas se cerraron tras ella y la cabina se elevó hacia el último piso de la CIA.


En el ala opuesta de la torre, el neón del viejo montacargas chisporroteaba y la luz fluctuó unos segundos. Lucas se ajustó la corbata y se estiró la chaqueta. Las rejas acababan de abrirse.

Un hombre vestido con un traje idéntico al suyo se acercó inmediatamente para recibirlo. Sin dirigirle la palabra, le señaló con gesto adusto los asientos de la sala de espera y volvió a sentarse detrás de su mesa. El perro pastor con aspecto de cancerbero que dormía atado a sus pies levantó un párpado, se lamió los belfos y cerró de nuevo el ojo. Un hilo de baba cayó sobre la moqueta negra.


La recepcionista había acompañado a Zofia hasta un mullido sofá y le ofreció las revistas extendidas sobre una mesa de centro. Antes de regresar a su mostrador, le aseguró que no tardarían en ir a buscarla.


En el mismo momento, Lucas cerró una revista y consultó su reloj. Eran casi las doce de la mañana. Se desabrochó la correa y se lo puso al revés para no olvidar ponerlo en hora cuando se marchara. Algunas veces, en la «Oficina», el tiempo se detenía, y Lucas no soportaba la falta de puntualidad.


Zofia reconoció a Miguel en cuanto apareció al fondo del pasillo, y el rostro se le iluminó en el acto. El cabello gris siempre un poco enmarañado, las patas de gallo que le alargaban las facciones y aquel irresistible acento escocés (algunos afirmaban que lo había copiado de sir Sean Connery, del que no se perdía ninguna película) le daban un aire elegante que la edad no alteraba. A Zofia le encantaba la forma que tenía su padrino de pronunciar las eses, pero todavía le chiflaba más el hoyuelo que se le formaba en la barbilla cuando sonreía. Desde su llegada a la Agencia, Miguel era su mentor, su eterno modelo. Él había acompañado todos sus pasos a medida que había ido subiendo los escalones de la jerarquía y siempre se las había arreglado para que en su expediente no figurase nada negativo. A fuerza de pacientes lecciones y de atenciones abnegadas, siempre había realzado las valiosas cualidades de su protegida: la gran generosidad de Zofia, su ingenio y la vivacidad de su alma sincera compensaban sus legendarias réplicas, que a veces sorprendían a sus compañeros. En cuanto a la forma en ocasiones poco ortodoxa que tenía de vestirse, allí todo el mundo sabía perfectamente, y desde hacía mucho tiempo, que el hábito no hace al monje.

Miguel siempre había apoyado a Zofia porque, desde el mismo momento de su admisión, la había identificado como un miembro de elite, y siempre se había esforzado para que ella no se enterase. Nadie se habría atrevido a discutir sus puntos de vista; se le reconocía por su autoridad natural, su prudencia y su devoción. Desde la noche de los tiempos, Miguel era el número dos de la Agencia, el brazo derecho del gran Jefe, a quien allá arriba todo el mundo llamaba Señor.

Miguel, con un expediente bajo el brazo, llegó a la altura de Zofia, que se levantó para darle un beso.

– Me alegro de verte. ¿Has sido tú quien me ha mandado llamar?

– Sí, bueno…, no exactamente. Espera aquí-dijo Miguel-. Vendré a buscarte.

Parecía tenso, cosa impropia de él.

– ¿Qué ocurre?

– Ahora no, ya te lo explicaré más tarde. Y tú, hazme el favor de tirar ese caramelo antes de…

La recepcionista no le dejó tiempo para acabar su consejo; lo esperaban. Se adentró en el pasillo a paso rápido y volvió la cabeza para tranquilizar a Zofia con la mirada. A través del tabique, ya oía los fragmentos de la enconada conversación que se desarrollaba en el gran despacho.

– ¡Ah, no, en París no! Están continuamente en huelga… Sería demasiado fácil para ti, hay manifestaciones casi a diario… No insistas… Llevan así mucho tiempo, en consecuencia dudo que vayan a cambiar ahora para complacernos.

Un breve silencio animó a Miguel a levantar la mano para llamar a la puerta, pero interrumpió el gesto al oír la voz del Señor añadir en un tono más fuerte:

– ¡Asia y África tampoco!

Miguel acercó los nudillos a la puerta, pero su mano se detuvo a unos centímetros porque la voz volvió a subir de tono, y esta vez retumbó hasta en el pasillo.

– ¡Texas ni hablar! ¿Por qué no en Alabama, ya puestos?

Hizo otro intento con el mismo éxito, aunque la voz se había apaciguado.

– ¿Qué te parece aquí? Después de todo, no es mala idea… Nos evitará desplazamientos inútiles, y con el tiempo que hace que competimos por este territorio… ¡Voto por San Francisco!

El silencio indicó que había llegado el momento. Zofia sonrió tímidamente a Miguel mientras éste entraba en el despacho del Señor. La puerta se cerró tras él y Zofia se volvió hacia la recepcionista.

– Está nervioso, ¿no?

– Sí, desde la salida del sol occidental -contestó la chica sin comprometerse.

– ¿Por qué?

– Aquí oigo muchas cosas, pero aun así no estoy al corriente de los secretos del Señor… Además, ya conoce las normas: no puedo decir nada. No quiero perder el puesto.

A costa de grandes esfuerzos, consiguió guardar silencio algo más de un minuto. Luego añadió:

– Esto que quede entre nosotras, pero le puedo asegurar que no es el único que está tenso. Rafael y Gabriel se han pasado toda la noche occidental trabajando, y a la hora del crepúsculo oriental, Miguel se ha reunido con ellos. Debe de tratarse de algo muy grave.

A Zofia le divertía el extraño vocabulario de la Agencia. Aunque ¿era posible pensar en horas en aquel lugar, cuando cada huso del globo tenía la suya? Cada vez que ella hacía algún comentario irónico, su padrino le recordaba que la proyección universal de las actividades de la Central y las diversidades lingüísticas de su personal justificaban determinadas expresiones y otros usos. Estaba prohibido, por ejemplo, utilizar números para identificar a los agentes de Inteligencia. El Señor había elegido a los primeros miembros de su directiva nombrándolos, y la tradición había perdurado. Por último, unas reglas sencillísimas, muy alejadas de las ideas preconcebidas que se tenían en la Tierra, facilitaban la coordinación operativa y jerárquica de la CIA. Siempre se identificaba a los ángeles por un nombre.

Porque así era como funcionaba desde la noche de los tiempos la casa de Dios, también llamada CENTRAL DE INTELIGENCIA DE LOS ÁNGELES.


El Señor caminaba arriba y abajo con las manos cruzadas tras la espalda y el semblante preocupado. De vez en cuando, se detenía para mirar por las grandes ventanas de la habitación. Abajo, el grueso colchón de nubes impedía entrever la más mínima parcela de tierra. La inmensidad azul bordeaba el ventanal de dimensiones infinitas. Lanzó una mirada enfurecida a la mesa de reuniones, que cubría la estancia en sentido longitudinal. El desmesurado tablero se extendía hasta el tabique del despacho contiguo. El Señor se volvió hacia la mesa y apartó una pila de expedientes. Todos sus gestos delataban la impaciencia que intentaba controlar.

– ¡Todo esto está viejo! ¡Viejo y polvoriento! ¿Quieres que te diga lo que pienso? ¡Que estos candidatos están decrépitos! ¿Cómo quieres que ganemos así?

Miguel se había quedado junto a la puerta y avanzó unos metros.

– Todos son agentes seleccionados por su Consejo…

– ¡Eso, hablemos de mi Consejo! ¡Menuda falta de ideas! Siempre repitiendo las mismas parábolas… ¡El Consejo ha envejecido! Cuando eran jóvenes, tenían miles de ideas para mejorar el mundo, pero ahora casi están resignados.

– Pero no han perdido sus cualidades, Señor.

– Yo no las cuestiono, ¡pero mira en qué situación nos encontramos!

Su voz se había elevado, haciendo temblar las paredes de la estancia. Lo que más temía Miguel eran los accesos de cólera de su jefe. Eran rarísimos, pero hasta entonces sus consecuencias habían sido devastadoras. Bastaba mirar por la ventana el tiempo que hacía en la ciudad para adivinar de qué humor estaba en ese momento.

– ¿Las soluciones del Consejo han hecho progresar realmente a la humanidad en los últimos tiempos? -prosiguió el Señor-. No hay motivos para echar las campanas al vuelo, ¿verdad? A este paso, nuestra influencia será menor que el simple roce del ala de una mariposa…, la Suya y la Mía -añadió, señalando la pared del fondo de la habitación-. ¡Si los eminentes miembros de mi asamblea hubieran demostrado un poco más de modernidad, no tendría que aceptar un reto tan absurdo! ¡Pero la apuesta ya está hecha, así que necesitamos algo nuevo, original, brillante y, sobre todo, creativo! ¡Ha empezado una nueva campaña, y lo que está en juego es la suerte de esta casa, qué demonios!

Se oyeron tres golpes en el tabique que separaba el despacho de la estancia contigua. El Señor miró la pared, irritado, y se sentó en un extremo de la mesa. Luego miró a Miguel con expresión maliciosa.

– ¡Enséñame lo que llevas bajo el brazo!

Su fiel adjunto se acercó, confuso, y dejó ante él una carpeta de cartulina. El Señor la abrió y pasó las primeras hojas. La mirada se le iluminó, y las arrugas de la frente revelaban el creciente interés con que leía. Pasó el último separador y examinó atentamente la serie de fotografías adjuntas.

Rubia, abstraída en una calle del viejo cementerio de Praga; morena, corriendo por los canales de San Petersburgo; pelirroja, atenta bajo la torre Eiffel; con el pelo corto en Rabat, largo y suelto en Roma, rizado en la plaza de Europa de Madrid, ambarino en las callejuelas de Tánger. Y siempre encantadora. De frente o de perfil, su rostro era sencillamente angelical. El Señor señaló con expresión inquisitiva la única foto en la que Zofia llevaba los hombros descubiertos; un pequeño detalle había atraído su atención.

– Es un dibujo -se apresuró a decir Miguel, cruzando los dedos-. Un diminuto par de alas, una coquetería sin importancia, un tatuaje… ¿Un poco moderno quizá? No importa, se puede borrar.

– Ya veo que son unas alas -masculló el Señor-. ¿Dónde está? ¿Cuándo puedo verla?

– Está esperando fuera.

– ¡Pues hazla pasar!

Miguel salió del despacho y fue a buscar a Zofia. Por el camino, le hizo una serie de recomendaciones. Zofia iba a reunirse con el gran Jefe, y el acontecimiento era lo bastante excepcional para que su padrino se pusiera nervioso si se encontrase en su lugar… Zofia debía comportarse durante toda la entrevista. Se limitaría a escuchar, salvo si el Señor hacía una pregunta y no daba él mismo la respuesta. Estaba prohibido mirarlo a los ojos. Miguel hizo una pausa para recobrar el aliento y prosiguió:

– Recógete el pelo y mantente erguida. Ah, y otra cosa: si tienes que hablar, acaba todas las frases diciendo Señor. -Miguel miró a Zofia y sonrió-. Olvida lo que acabo de decirte y sé tú misma. Al fin y al cabo, es lo que prefiere. Por eso he propuesto tu candidatura, y no me cabe duda de que también por eso Él ya te ha elegido. Estoy agotado, ya no tengo edad para esto.

– ¿Elegido para qué?

– Ahora lo sabrás. Vamos, respira hondo y entra, es tu gran día… ¡Y tira ese chicle de una vez!

Zofia no pudo evitar hacer una reverencia.


Con su rostro profundamente marcado, sus manos sublimes, su corpulencia y su voz grave, Dios era más impresionante aún de lo que ella había podido imaginar. La joven deslizó discretamente el chicle hasta colocarlo debajo de la lengua y sintió que un indescriptible estremecimiento le recorría la espalda. El Señor la invitó a sentarse. Puesto que, según su padrino (sabía que así era como llamaba a Miguel), Zofia era uno de los agentes mejor cualificados de su Morada, se disponía a confiarle la misión más importante de la Agencia desde su creación. La miró e inmediatamente ella bajó la cabeza.

– Miguel te entregará los documentos y las instrucciones necesarios para el perfecto desarrollo de las operaciones, cuya responsabilidad será exclusivamente tuya…

No podía cometer ningún error y tenía el tiempo contado para lograr el objetivo: siete días.

– Demuestra imaginación, talento. Por lo que sé, posees innumerables aptitudes. Ah, y debes ser sumamente discreta. También sé que eres muy eficaz.

Bajo su dirección, ninguna operación había expuesto tanto a la Agencia. A veces, ni siquiera él mismo sabía cómo se había dejado arrastrar hasta el extremo de aceptar aquel increíble reto.

– Aunque… sí, creo que lo sé -añadió.

Teniendo en cuenta la gravedad de lo que había en juego, sólo informaría a Miguel y, en caso de necesidad extrema o de falta de disponibilidad por su parte, a El. Lo que el Señor iba a revelarle ahora no debía salir nunca de allí. Abrió el cajón y puso ante ella un manuscrito en el que había dos firmas. El texto detallaba las disposiciones de la singular misión que la esperaba:


Las dos potencias que rigen el orden mundial no han dejado de enfrentarse desde la noche de los tiempos. Ante la evidencia de que ninguna llega a influir de acuerdo con su voluntad en el destino de la humanidad, cada una de ellas se declara neutralizada por la otra para lograr la realización perfecta de su visión del mundo…


El Señor interrumpió a Zofia en su lectura para comentar:

– Desde el día en que la manzana se le quedó atravesada en la garganta, Lucifer se opone a que deje la Tierra en manos del hombre. No ha parado de intentar demostrarme que mi criatura no es digna de ello.

Le indicó que continuara y Zofia retomó la lectura:


Todos los análisis políticos, económicos y climáticos indican que la Tierra se está convirtiendo en un infierno.


Miguel le explicó a Zofia que el Consejo había rebatido esta conclusión prematura de Lucifer aduciendo que la situación actual era el resultado de su rivalidad permanente, la cual suponía un freno para la expresión de la auténtica naturaleza humana.

Era demasiado pronto para pronunciarse; lo único seguro era que el mundo ya no funcionaba muy bien. Zofia prosiguió:


La noción de humanidad difiere radicalmente según el punto de vista de uno u otro. Tras eternas discusiones, hemos aceptado la idea de que el advenimiento del tercer milenio debería consagrar una era nueva, libre de nuestros antagonismos. De norte a sur, de este a oeste, ha llegado el momento de sustituir nuestra convivencia forzada por un modo operativo más eficaz…


– Esto no podía seguir así -dijo el Señor. Zofia observaba los lentos movimientos de las manos que acompañaban su voz-. El siglo veinte ha sido demasiado duro. Además, al ritmo que van las cosas, vamos a acabar por perder del todo el control, tanto Él como Yo. Y eso es intolerable, está en juego nuestra credibilidad. La Tierra no es lo único que existe en el universo; todo el mundo me mira. Los lugares santos están llenos de preguntas, pero la gente encuentra cada vez menos respuestas.

Miguel miraba el techo, incómodo. Tosió, y el Señor invitó a Zofia a seguir.


Para garantizar la legitimidad de aquel a quien incumba regir la Tierra en el transcurso del próximo milenio, nos hemos lanzado un último reto cuyos términos figuran descritos a continuación:

Enviaremos entre los hombres, durante siete días, al que consideremos nuestro mejor agente. El que resulte más capaz de arrastrar a la humanidad hacia el bien o hacia el mal obtendrá la victoria para su bando, preludio de la fusión de nuestras instituciones. El poder para administrar el nuevo mundo corresponderá al vencedor.


El manuscrito estaba firmado por Dios y por el Diablo.

Zofia levantó lentamente la cabeza. Quería leer de nuevo el texto desde el principio para comprender el origen del documento que tenía en las manos.

– Es una apuesta absurda -dijo el Señor, un tanto confuso-, pero lo hecho, hecho está.

La joven miró el pergamino. El Señor comprendió el estupor que delataban sus ojos.

– Considera este escrito una cláusula de mi testamento. Yo también me hago viejo. Es la primera vez que estoy impaciente, así que arréglatelas para que el tiempo pase deprisa -añadió, mirando por la ventana-. Pero no olvides lo limitado que es… Siempre lo ha sido, ésa fue mi primera concesión.

Miguel le hizo una seña a Zofia: había que levantarse y salir de la habitación. Ella obedeció inmediatamente. Al llegar a la puerta, no pudo evitar volverse.

– Señor…

Miguel contuvo la respiración. Dios volvió la cabeza hacia Zofia y el rostro de ésta se iluminó.

– Gracias -dijo.

Dios le sonrió.

– Siete días para una eternidad… ¡Confío en ti!

La miró salir de la habitación.

Ya en el pasillo, Miguel empezaba a respirar con normalidad cuando oyó que la voz grave lo llamaba. Dejó a Zofia, dio media vuelta y entró de nuevo en el despacho. El Señor frunció el entrecejo.

– El trozo de goma que ha pegado debajo de la mesa es de fresa, ¿verdad?

– No cabe duda de que es de fresa, Señor -respondió Miguel.

– Otra cosa. Cuando haya terminado su misión, te agradeceré que te encargues de hacer que se quite ese dibujito del hombro antes de que a todo el mundo le dé por ponerse uno. Nunca se está a salvo de las modas.

– Por supuesto, Señor.

– Una pregunta: ¿cómo sabías que la elegiría?

– ¡Porque hace más de dos mil años que trabajo con usted, Señor!

Miguel cerró la puerta a su espalda. Cuando el Señor estuvo solo, se sentó en un extremo de la larga mesa, miró fijamente la pared que tenía enfrente y carraspeó para anunciar con voz clara y fuerte:

– ¡Estamos a punto!

– ¡Nosotros también! -contestó en tono burlón la voz de Lucifer.


Zofia esperaba en una salita. Miguel entró y se acercó a la ventana. A sus pies, el cielo estaba despejándose; unas colinas emergían de la capa nubosa.

– Date prisa, no tenemos tiempo que perder, debo prepararte.

Se sentaron alrededor de una mesa redonda, en una esquina. Zofia hizo partícipe a Miguel de su inquietud.

– ¿Por dónde tengo que empezar una misión como ésta, padrino?

– Partes con cierta desventaja, querida Zofia. Miremos las cosas de cara: el mal se ha vuelto universal, y casi tan invisible como nosotros. Tú juegas en posición de defensa, mientras que tu adversario es el que ataca. Primero tendrás que identificar las fuerzas que él coaligue contra ti. Localiza el lugar donde va a intentar operar. Quizá sea conveniente que lo dejes actuar primero y después combatas sus proyectos lo mejor que puedas. Hasta que no lo hayas neutralizado, no tendrás oportunidad de poner en práctica un gran plan. Tu única baza es el conocimiento del terreno. Casualmente, han escogido San Francisco como teatro de operaciones.


Lucas, balanceándose en la silla, acababa de leer el mismo documento ante la mirada atenta de su Presidente. A pesar de que los estores estaban bajados, Lucifer no se había quitado las oscuras gafas de sol que ocultaban su mirada. Todos sus allegados sabían que la más tenue claridad le irritaba los ojos, quemados mucho tiempo atrás por una intensa radiación.

Rodeado de los miembros de su gabinete, que se habían sentado alrededor de la mesa de proporciones desmesuradas (se extendía hasta el tabique que separaba la inmensa sala del despacho adyacente), el Presidente comunicó a los miembros del Consejo que se levantaba la sesión. El grupo, encabezado por el director de comunicación, un tal Blaise, se dirigió hacia la única puerta de salida. El Presidente se quedó sentado y le hizo una seña a Lucas indicándole que se acercara. Cuando estuvo a su lado, lo invitó a inclinarse hacia él y le murmuró al oído algo que nadie más oyó. Una vez fuera del despacho, Blaise se reunió con Lucas y lo acompañó hasta los ascensores.

Por el camino, le entregó varios pasaportes, dinero y un manojo de llaves de coche, y agitó delante de sus nances una tarjeta de crédito de color platino.

– ¡Cuidado con las notas de gastos! ¡No abuse!

Con un gesto rápido y brusco, Lucas se apoderó del rectángulo de plástico y renunció a estrechar la mano más pegajosa de toda la organización. Blaise, acostumbrado a ello, se frotó las palmas contra el pantalón y escondió torpemente las manos en los bolsillos. Disimular era una de las especialidades del individuo que había alcanzado ese puesto, no por competencia, sino por toda la trapacería y la hipocresía que el deseo de ascender puede producir. Blaise felicitó a Lucas y le dijo que había utilizado toda su influencia para favorecer su candidatura. Lucas no concedió el menor crédito a sus palabras; consideraba a Blaise un incompetente, al que habían confiado la responsabilidad de la comunicación interna exclusivamente por razones de parentesco.

Lucas ni siquiera se tomó la molestia de cruzar los dedos cuando prometió informar regularmente a Blaise de los progresos de su misión. En el seno de la organización para la que trabajaba, engañar era el medio más seguro de que disponían los directores para perpetuar su poder. Llegaban incluso a mentirse entre sí para complacer al Presidente. El responsable de comunicación suplicó a Lucas que le dijera lo que el Presidente le había susurrado al oído. Este lo miró con desprecio y se despidió.


Zofia le besó la mano a su padrino y le aseguró que no lo decepcionaría.

Le preguntó si podía confiarle un secreto. Miguel asintió con la cabeza. Tras un instante de vacilación, la joven le confesó que el Señor tenía unos ojos increíbles, que nunca había visto nada tan azul.

– A veces cambian de color, pero no puedes decirle a nadie lo que has visto en ellos.

Ella lo prometió y salió al pasillo. Miguel la acompañó hasta el ascensor. Justo antes de que las puertas se cerraran, le susurró en un tono de complicidad:

– Le has parecido encantadora.

Zofia se sonrojó. Miguel fingió no haberse dado cuenta.

– Para ellos, este reto quizá no sea sino un maleficio más, pero para nosotros es una cuestión de supervivencia. Todos confiamos en ti.

Unos instantes después, Zofia cruzó de nuevo el gran vestíbulo. Pedro echó un vistazo a las pantallas de control: había vía libre. La puerta camuflada en la fachada volvió a deslizarse y Zofia salió a la calle.


En el mismo momento, Lucas salía por el otro lado de la torre. Un último rayo atravesó el cielo a lo lejos, por encima de las colinas de Tiburón. Lucas paró un taxi, el vehículo se detuvo ante él y el joven montó.

En la acera de enfrente, Zofia corría hacia su coche; una agente de tráfico estaba poniéndole una multa.

– Buenos días, ¿qué tal está? -le dijo Zofia a la mujer de uniforme.

La policía volvió lentamente la cabeza a fin de asegurarse de que Zofia no estaba burlándose de ella.

– ¿Nos conocemos? -preguntó la agente Jones.

– No, no creo.

La agente, dubitativa, mordisqueaba el bolígrafo observando a Zofia. Arrancó la multa del bloc.

– ¿Y usted? ¿Está bien? -dijo mientras la colocaba bajo el limpiaparabrisas.

– ¿No tendrá por casualidad un chicle de fresa? -preguntó Zofia, apoderándose del papel.

– No, de menta.

Zofia rechazó cortésmente el paquete que le ofrecía y abrió la portezuela del coche.

– ¿No quiere negociar la multa?

– No, no.

– ¿Sabe que, desde principios de año, los conductores de vehículos oficiales tienen que pagar las multas de su bolsillo?

– Sí -dijo Zofia-, lo he leído en algún sitio. Después de todo, es bastante lógico.

– ¿En el colegio se sentaba siempre en la primera fila? -preguntó la agente Jones.

– Francamente, no me acuerdo… Ahora que lo dice, creo que me sentaba cada vez en un sitio.

– ¿Está segura de que se encuentra bien?

– Esta noche habrá una puesta de sol espléndida, no se la pierda. Debería ir a verla en familia; desde Presidio Park, el espectáculo será magnífico. La dejo, tengo muchísimo trabajo -dijo Zofia, subiendo al coche.

Cuando el Ford se alejó, la agente notó que un ligero estremecimiento le recorría la espalda. Se guardó el bolígrafo en el bolsillo y sacó el teléfono móvil. Dejó un largo mensaje en el buzón de voz de su mando. Le preguntó si podía empezar el servicio media hora más tarde; ella haría todo lo posible por regresar más temprano. Le proponía dar un paseo por Presidio Park a la caída del sol. Sería excepcional, ¡se lo había dicho una empleada de la CÍA! Añadió que lo quería y que, desde que tenían horarios distintos, no había encontrado el momento de decirle lo mucho que lo echaba de menos. Unas horas más tarde, mientras hacía unas compras para un picnic improvisado, ni se dio cuenta de que el paquete de chicles que había metido en el carrito no era de menta.


Lucas, atrapado en los embotellamientos del barrio financiero, hojeaba una guía turística. Pensara lo que pensara Blaise, la envergadura de su misión justificaba un aumento de sus notas de gastos, de modo que le dijo al conductor que lo dejara en Nob Hill. Una suite en el Fairmont, el famoso hotel de lujo de la ciudad, sería perfecta. El vehículo tomó la calle California a la altura de Grace Cathedral y avanzó bajo la majestuosa marquesina del hotel hasta detenerse delante de la alfombra de terciopelo rojo con ribetes dorados. El mozo de equipajes intentó hacerse con su maletín, pero él le lanzó una mirada que lo mantuvo a distancia. Sin dar las gracias al portero, que había empujado la puerta giratoria para que pasara, se acercó al mostrador de recepción. La recepcionista no encontraba ni rastro de su reserva. Lucas levantó la voz y tachó a la joven de inútil. Inmediatamente apareció el responsable del servicio. Le tendió a Lucas una llave magnética y, en un obsequioso tono «cliente difícil», se deshizo en disculpas, esperando que una habitación de categoría «suite superior» le hiciera olvidar las ligeras molestias causadas por una empleada incompetente. Lucas tomó la tarjeta y pidió que no se le molestara bajo ningún concepto. Hizo ademán de ponerle discretamente un billete en la mano, que imaginaba igual de húmeda que la de Blaise, y se dirigió apresuradamente hacia el ascensor. El responsable de la recepción dio media vuelta con las manos vacías y cara de enfado. El ascensorista preguntó amablemente a su radiante pasajero si había tenido un buen día.

– ¿Y a ti qué te importa? -repuso Lucas, saliendo de la cabina.


Zofia aparcó el coche junto a la acera. Subió la escalera de entrada de la casita victoriana situada en Pacific Heights, abrió la puerta y se cruzó con su casera.

– Me alegro de que hayas vuelto de viaje -dijo la señora Sheridan.

– ¡Pero si sólo he estado fuera de casa desde esta mañana!

– ¿Seguro? Creía que anoche no estabas. Bueno, ya sé que sigo metiéndome en lo que no me importa, pero no me gusta que la casa esté vacía.

– Volví tarde y usted ya estaba durmiendo. Tenía un poco más de trabajo que de costumbre.

– Trabajas demasiado. A tu edad, y con lo guapa que eres, deberías pasar las noches con un amigo.

– Tengo que subir a cambiarme, Reina, pero pasaré a verla antes de marcharme, lo prometo.

La belleza de Reina Sheridan no se había ajado con el tiempo. Tenía una maravillosa voz, dulce y grave, y su mirada luminosa delataba una vida intensa de la que sólo conservaba los buenos recuerdos. Era una de las primeras mujeres que habían recorrido el mundo como reporteras. Las paredes de su salón oval estaban cubiertas de fotos amarillentas, de rostros del pasado que atestiguaban sus numerosos viajes y encuentros. Allí donde sus colegas habían tratado de fotografiar lo excepcional, Reina había captado lo corriente porque tenía lo que para ella era más preciado, la oportunidad del momento.

Cuando las piernas le impidieron viajar, se retiró a su casa de Pacific Heights. Allí había nacido y de allí había salido el 2 de febrero de 1936, el día que cumplió veinte años, para embarcar en un carguero con destino a Europa. Más adelante había regresado y vivido su único amor, durante un excesivamente breve período de felicidad.

Desde entonces, Reina había vivido sola en aquella gran casa, hasta el día que publicó un anuncio por palabras en el San Francisco Chronicle. «Soy su nueva compañera de piso», había dicho Zofia, sonriendo, cuando apareció en su puerta la misma mañana que salió el anuncio. Aquella actitud decidida había seducido a Reina, de modo que su inquilina se había mudado esa misma noche y, con el transcurso de las semanas, había cambiado la vida de una mujer que actualmente reconocía alegrarse de haber renunciado a su soledad. A Zofia le encantaba terminar la velada en compañía de su casera. Cuando no llegaba demasiado tarde, distinguía a través del cristal de la puerta de entrada el rayo de luz que atravesaba el recibidor; así era como la señora Sheridan formulaba siempre su invitación. Con la excusa de asegurarse de que todo iba bien, Zofia asomaba la cabeza por la puerta. Sobre la alfombra había un gran álbum de fotos abierto, y en un cuenco finamente cincelado traído de África, unos trozos de bizcocho. Reina esperaba sentada en su sillón, frente al olivo plantado en el patio. Entonces Zofia entraba, se tumbaba en el suelo y empezaba a pasar las páginas de uno de los álbumes de viejas tapas de piel que abarrotaban las estanterías del salón. Sin apartar jamás la mirada del olivo, Reina comentaba una por una las ilustraciones.

Zofia subió al primer piso, hizo girar la llave de sus habitaciones, empujó la puerta con un pie y dejó el llavero sobre la consola. Se quitó la chaqueta en la entrada, la camisa en el saloncito y los pantalones mientras cruzaba el dormitorio. Entró en el cuarto de baño y abrió al máximo los grifos de la ducha; las tuberías comenzaron a hacer ruido y no pararon hasta que Zofia dio un golpe seco en la llave. El agua se deslizó por sus cabellos. Por la pequeña claraboya a través de la cual se veían los tejados que descendían hasta el puerto, entraba el sonido de las campanas de Grace Cathedral, que anunciaban las siete de la tarde.

– ¡Las siete ya! -exclamó.

Salió del cuarto de baño, que olía agradablemente a eucalipto, y volvió al dormitorio. Abrió el ropero y se quedó dudando entre un jersey ajustado sin mangas y una camisa demasiado grande para ella, unos pantalones de algodón y sus viejos tejanos. Al final optó por los tejanos y la camisa y se subió las mangas. Se colgó el busca del cinturón y se dirigió a la entrada mientras se calzaba unas zapatillas de deporte dando saltitos para no tener que agacharse. Tomó las llaves, decidió dejar las ventanas abiertas y bajó la escalera.

– Esta noche volveré tarde. Nos veremos mañana. Si necesita cualquier cosa, llámeme al busca, ¿de acuerdo?

La señora Sheridan masculló una letanía que Zofia sabía interpretar perfectamente. Algo así como: «Trabajas demasiado, hija. Sólo se vive una vez».

Y era verdad. Zofia trabajaba continuamente en la causa de los demás, sin descansar, sin hacer siquiera una pequeña pausa para comer o beber, pues los ángeles no necesitan alimentarse jamás. Por muy generosa e intuitiva que fuera, Reina no podía imaginar absolutamente nada de lo que a la propia Zofia le costaba llamar «su vida».


Todavía se oía el séptimo toque de las pesadas campanas. Grace Cathedral, en la cima de Nob Hill, quedaba enfrente de las ventanas de la suite de Lucas. Éste chupó con deleite un hueso de pollo, masticó el crujiente cartílago y se levantó para limpiarse las manos en las cortinas. Se puso la chaqueta, se miró en el gran espejo que destacaba sobre la chimenea y salió de la habitación. Bajó el majestuoso tramo de escalera que conducía al vestíbulo y le dirigió una sonrisa burlona a la recepcionista, que agachó la cabeza en cuanto lo vio. Bajo la marquesina, un botones paró inmediatamente un taxi y Lucas se subió sin darle propina. Le apetecía un bonito coche nuevo y el único lugar de la ciudad donde encontrarlo un domingo era en el puerto mercante, pues quedaban muchos modelos aparcados después de que los hubieran desembarcado de los cargueros. Le dijo al taxista que lo llevara al muelle 80… Allí podría robar uno que satisficiera sus gustos.

– ¡Deprisa, se me hace tarde! -le dijo al taxista.

El Chrysler enfiló la calle California hacia la parte baja de la ciudad. Le bastaron apenas siete minutos para atravesar el barrio de los negocios. En todos los cruces, el taxista intentaba usar el bloc de notas y renunciaba a hacerlo refunfuñando; todos los semáforos se ponían en verde y le impedían anotar el destino de la carrera, tal como la ley le obligaba a hacer. «Cualquiera diría que lo hacen a propósito», masculló en el sexto cruce. Por el retrovisor, vio la sonrisa de Lucas al tiempo que el séptimo semáforo le daba paso libre.

Cuando llegaron a la entrada de la zona portuaria, un denso vapor salió por la rejilla del radiador y, tras unos estertores, se paró.

– ¡Sólo me faltaba esto! -exclamó el taxista.

– No le pago la carrera -dijo Lucas en un tono cortante-. No hemos llegado a destino.

Salió y dejó la portezuela abierta. Antes de que el taxista pudiera reaccionar, un geiser de agua oxidada que escapaba del radiador levantó el capó del coche.

– ¡La junta de la culata, tío! ¡Ya puedes despedirte del motor! -gritó Lucas mientras se alejaba.

Al llegar a la garita, le enseñó al guardia una placa de identificación y la barrera de rayas rojas y blancas se levantó. Caminó con decisión hasta el aparcamiento. Allí vio un Chevrolet Camaro descapotable que le pareció sublime y cuya cerradura forzó sin dificultad. Se sentó al volante, escogió una de las llaves del llavero que llevaba colgado del cinturón y unos segundos después arrancó. Avanzó con el coche por la calle central sin sortear ninguno de los charcos que se habían formado en los baches; de este modo, consiguió salpicar todos los contenedores que había a ambos lados y hacer que las matrículas resultaran ilegibles.

Al final de la calle, puso el freno de mano de golpe; el coche patinó de lado hasta detenerse a unos centímetros de la cristalera del Fisher's Deli, la taberna del puerto. Lucas se apeó, subió los tres escalones de madera de la entrada silbando y empujó la puerta.

La sala estaba casi vacía. Normalmente, los obreros iban a tomar un trago después de una larga jornada de trabajo, pero aquel día trataban de recuperar las horas perdidas a causa del mal tiempo. Esa noche acabarían muy tarde, aunque debían resignarse a dejar las máquinas a los equipos de noche, que no tardarían en llegar.

Lucas se sentó a una mesa y miró a Mathilde, que estaba secando vasos detrás de la barra. La joven, azorada por su extraña sonrisa, acudió enseguida a tomarle nota. Lucas no tenía sed.

– ¿Algo de comer? -preguntó la camarera.

Sólo si ella lo acompañaba. Mathilde declinó amablemente el ofrecimiento; tenía prohibido sentarse en la sala durante el horario de trabajo. Lucas disponía de todo el tiempo del mundo, no tenía hambre y se proponía invitarla a otro lugar, pues ése le parecía terriblemente vulgar.

Mathilde se sentía incómoda, ya que el encanto de Lucas distaba mucho de dejarla indiferente. En aquella parte de la ciudad, la elegancia abundaba tan poco como en su vida. Desvió la mirada mientras él la observaba con sus ojos diáfanos.

– Es usted muy amable -murmuró. En ese momento oyó dos breves toques de claxon-. No puedo, precisamente esta noche he quedado para cenar con una amiga. Es ella la que acaba de tocar el claxon para avisarme. Tal vez en otra ocasión.

Zofia entró jadeando y se acercó a la barra, donde Mathilde, recuperado el aplomo, ocupaba de nuevo su puesto.

– Perdona, llego tarde, pero es que he tenido un día de locos -dijo Zofia, sentándose en un taburete.

Una decena de hombres pertenecientes a los equipos de noche entraron en el establecimiento, lo que contrarió mucho a Lucas. Uno de los cargadores se detuvo a la altura de Zofia y le dijo que la encontraba encantadora sin uniforme. Ella le agradeció el cumplido y se volvió hacia Mathilde levantando los ojos al cielo. La atractiva camarera se inclinó hacia su amiga para pedirle que mirara discretamente al cliente de la chaqueta negra que estaba sentado al fondo de la sala.

– Visto. ¡Olvídalo!

– ¡Ya estamos! -murmuró Mathilde.

– Mathilde, tu última aventura estuvo a punto de costarte la vida, de manera que si esta vez puedo evitar que te metas en algo peor…

– No sé por qué dices eso.

– Porque lo que he visto es peor.

– ¿Y se puede saber qué has visto?

– Una mirada deliberadamente turbulenta.

– ¡Oye, oye, no dispares tan rápido! ¡Ni siquiera te había oído cargar el revólver!

– Tardaste seis meses en desintoxicarte de todas las mierdas que tu barman de O'Farrell [2] tenía la generosidad de compartir contigo. ¿Quieres desaprovechar tu segunda oportunidad? Tienes un trabajo, un sitio donde vivir, y estás «limpia» desde hace diecisiete semanas. ¿Es que quieres recaer ahora?

– Mi sangre no está limpia.

– Ten un poco de paciencia y tómate la medicación.

– Ese tipo parece de lo más simpático.

– ¡Sí, como un cocodrilo delante de un solomillo!

– ¿Lo conoces?

– No lo había visto en mi vida.

– Entonces, ¿por qué haces ese juicio tan apresurado?

– Confía en mí, tengo un sexto sentido para estas cosas.

Zofia se sobresaltó al oír la voz grave de Lucas y notar su aliento en la nuca.

– Ya que había quedado en pasar la velada con su deliciosa amiga, sea generosa y acepte una invitación común a una de las mejores mesas de la ciudad. En mi descapotable cabemos perfectamente los tres.

– Tiene usted mucha intuición: no hay nadie más generoso que Zofia -dijo Mathilde, confiando en que su amiga se adaptara a la situación.

Zofia se volvió con la intención de darle las gracias y despedirlo, pero quedó inmediatamente atrapada por los ojos que la miraban. Los dos se miraron largamente, incapaces de decir nada. Lucas intentó hablar, pero de su garganta no salió ningún sonido. Escrutaba en silencio las facciones de aquel rostro femenino tan turbador como desconocido. Ella, que se había quedado sin una gota de saliva en la boca, acercó una mano a la barra y buscó a tientas algo de beber. Un cruce de gestos torpes hizo volcar el vaso, que rodó por la barra de cinc, cayó al suelo y se hizo añicos. Zofia se agachó para recoger con precaución tres trozos de cristal; Lucas se inclinó con intención de ayudarla y recogió cuatro más. Cuando se incorporaron, siguieron mirándose.

Mathilde los había observado a ambos y dijo, irritada:

– ¡Voy a barrer!

– Quítate el delantal y vámonos. Es tardísimo -repuso Zofia apartando la mirada.

Saludó a Lucas con un gesto de cabeza y arrastró sin contemplaciones a su amiga hasta la calle. Al llegar al aparcamiento, apretó el paso. Después de haberle abierto la puerta a Mathilde, subió al coche, arrancó y salió como una exhalación.

– Pero ¿qué te pasa? -preguntó Mathilde, desconcertada.

– ¿A mí? Nada de nada.

Mathilde hizo girar el retrovisor central.

– Mírate la cara y repítemelo.

El coche circulaba deprisa por el puerto. Zofia abrió la ventanilla y un aire helado invadió el interior del vehículo. Mathilde se estremeció.

– Ese hombre es terriblemente grave -murmuró Zofia.

– A ver, los conozco altos, bajos, guapos, feos, delgados, gordos, peludos, imberbes, calvos…, pero graves…, la verdad, me has dejado de una pieza.

– Entonces, confía en mí. Ni yo misma sé cómo calificarlo. Es un hombre triste, y parece tan atormentado… Nunca había…

– Pues con lo que te gustan las almas en pena, es el candidato perfecto para ti. ¡Seguro que acabas con una pequeña herida en el ventrículo izquierdo!

– ¡No seas cáustica!

– Desde luego, esto es el mundo al revés. Te pido una opinión imparcial sobre un hombre que me parece que está para comérselo, tú ni siquiera lo miras pero lo pones de vuelta y media, y cuando por fin te dignas volver la cabeza, clavas los ojos en los suyos como una ventosa que quisiera desembozar el lavabo de mi cuarto de baño. Y después de todo eso, resulta que no tengo derecho a ser cáustica.

– ¿Tú no has notado nada, Mathilde?

– Sí, ya que insistes, que olía a perfume Habit Rouge, y como sólo lo venden en Macy's [3], yo creía que eso era más bien una buena señal.

– ¿No te has dado cuenta del aspecto tan sombrío que tenía?

Mathilde se ajustó la parka en torno al cuello y respondió:

– Bueno, vale, llevaba una chaqueta un poco oscura, ¡pero de corte italiano y de cachemir de seis hilos!

– No me refiero a eso.

– ¿Quieres que te diga una cosa? Estoy segura de que no es de los que se ponen calzoncillos corrientes y molientes.

Mathilde sacó un cigarrillo y lo encendió. Bajó su ventanilla y expulsó una larga columna de humo que salió por la abertura.

– ¡Puestos a morir de una neumonía! -exclamó-. En fin, perdona que insista, pero hay calzoncillos y calzoncillos.

– ¡No has escuchado ni una sola palabra de lo que he dicho! -repuso Zofia, preocupada.

– ¿Te imaginas qué corte para la hija de Calvin Klein ver el nombre de su padre escrito en letras grandes cuando un hombre se desnuda delante de ella?

– ¿Lo habías visto antes? -preguntó Zofia, imperturbable.

– Quizás en el bar de Mario, pero no puedo asegurártelo. En aquella época, las noches que veía claro eran bastante escasas.

– Pero eso se ha acabado, lo has dejado atrás -dijo Zofia.

– ¿Tú crees en la sensación de déjà-vu?

– Es posible. ¿Por qué?

– Hace un momento, en el bar, cuando se te ha escapado el vaso de las manos…, he tenido la sensación de que caía a cámara lenta.

– Tienes el estómago vacío. Voy a llevarte a cenar a un restaurante asiático -repuso Zofia.

– ¿Puedo hacerte otra pregunta?

– Claro.

– ¿No tienes nunca frío?

– ¿Por qué lo dices?

– Porque tengo la sensación de que soy una esquimal. ¡Por lo que más quieras, sube esa ventanilla!

El Ford circulaba en dirección a la antigua chocolatería de la calle Ghirardelli. Tras unos minutos de silencio, Mathilde conectó la radio y contempló la ciudad. En el cruce de la avenida Colombus y la calle Bay el puerto desapareció de su vista.


– ¿Tendría la amabilidad de retirar la mano para que pueda limpiar la barra?

El dueño del Fisher's Deli había sacado a Lucas de su ensimismamiento.

– Perdón…

– Hay cristales debajo de su mano. Se va a cortar.

– No se preocupe por mí. ¿Quién era?

– Una chica atractiva, cosa que no abunda por aquí.

– Sí, por eso me gusta tanto el barrio -repuso Lucas con la misma sequedad-. No ha contestado a mi pregunta.

– ¿La que le interesa es mi empleada? Lo siento, pero no doy información sobre el personal. Tendrá que volver y preguntárselo usted mismo; mañana a las diez estará otra vez aquí.

Lucas dio un puñetazo sobre la barra de cinc. Los fragmentos de cristal saltaron por los aires y el propietario del establecimiento dio un paso atrás.

– ¡Su camarera me importa un comino! ¿Conoce a la chica que se ha ido con ella? -dijo Lucas.

– Es amiga suya y trabaja en la segundad del puerto. Es lo único que le puedo decir.

Lucas le arrebató al hombre el paño que llevaba colgando de la cintura del pantalón y se frotó con él la palma de la mano, que no presentaba ni un solo rasguño. Luego lo arrojó al cubo de la basura que estaba detrás de la barra.

El patrón del Fisher's Deli frunció el entrecejo.

– No te preocupes, tío -dijo Lucas, mirando su mano intacta-. Es lo mismo que andar sobre ascuas, tiene truco. Todo tiene un truco.

A continuación se dirigió hacia la salida. Una vez fuera, se quitó una esquirla que se le había quedado entre el índice y el pulgar.

Se encaminó hacia el descapotable, se inclinó por encima de la portezuela y quitó el freno de mano. El coche que había robado se deslizó lentamente hacia el borde del muelle y cayó al mar. En cuanto la rejilla del radiador se sumergió en el agua, una sonrisa casi tan intensa como la de un niño iluminó el rostro de Lucas.

Para él, el momento en que el agua entraba por la ventanilla (que él siempre tenía la precaución de dejar entreabierta) e inundaba el vehículo era un momento de puro goce. Pero lo que más le gustaba eran las burbujas que salían del tubo de escape justo antes de que cesara la combustión; estallaban en la superficie con un blup-blup irresistible.

Cuando la muchedumbre se congregó para ver cómo desaparecían los faros traseros del Cámaro en las turbias aguas del puerto, Lucas ya caminaba lejos de allí con las manos en los bolsillos.

– Creo que acabo de encontrar una perla única -murmuró mientras se alejaba-. Sería endiabladamente raro que no ganara.


Zofia y Mathilde estaban cenando frente a la bahía, ante el inmenso ventanal que daba a la calle Beach. «Nuestra mejor mesa», había precisado el maître euroasiático, con una sonrisa que dejaba al descubierto absolutamente toda su prominente dentadura. La vista era magnífica. A la izquierda, el Golden Gate, orgulloso de sus ocres, rivalizaba en belleza con el Bay, el puente plateado construido un año antes. Delante de ellas, los mástiles de los veleros se balanceaban suavemente en el puerto deportivo, protegidos de la violencia del oleaje. Caminos de grava dividían las extensiones de césped, que llegaban hasta el borde del mar. Los paseantes nocturnos los recorrían disfrutando de la agradable temperatura de principios de otoño.

El camarero depositó sobre la mesa dos cócteles de la casa y un plato de pan de gambas.

– Regalo de la casa -dijo, mientras les daba sendas cartas. Mathilde le preguntó a Zofia si era cliente habitual. Le parecía demasiado caro para una modesta empleada pública. Zofia respondió que el dueño las invitaba.

– ¿Le has perdonado alguna multa?

– Le hice un favor hace unos meses. En realidad, fue una insignificancia -repuso Zofia, un tanto confusa.

– Tus insignificancias me resultan un poco sospechosas. ¿Qué clase de favor le hiciste?

Zofia, había visto al propietario del establecimiento una noche en los muelles de carga. Caminaba por allí en espera de que le autorizaran a retirar de la aduana un envío de vajilla procedente de China.

La tristeza de su mirada había atraído la atención de Zofia, que había temido lo peor al verlo inclinarse al borde del agua salobre y quedarse mirándola fijamente un buen rato. Entonces se había acercado a él y entablado conversación; el hombre había acabado contándole que su mujer quería abandonarlo después de cuarenta y tres años de matrimonio.

– ¿Qué edad tiene su mujer? -preguntó Mathilde, intrigada.

– Setenta y dos años.

– ¿Y hay gente que a los setenta y dos años piensa en divorciarse? -preguntó Mathilde, reprimiendo con mucho esfuerzo la risa.

– Si tu marido lleva cuarenta y tres años roncando, es una idea en la que puedes pensar muy a menudo. Yo diría que incluso todas las noches.

– ¿Y uniste de nuevo a la pareja?

– Lo convencí de que se operara prometiéndole que no le harían ningún daño. ¡Los hombres soportan tan mal el dolor físico!

– ¿Crees que se habría tirado de verdad?

– ¡Ya había tirado la alianza!

Mathilde levantó la mirada y se quedó fascinada por el techo del restaurante, totalmente decorado con vidrieras de Tiffany's que daban a la sala cierto aire de catedral. Zofia, que compartía su opinión, le sirvió un poco más de pollo.

Su amiga, intrigada, se pasó una mano por el pelo.

– ¿Es verdad esa historia de los ronquidos?

Zofia la miró y no pudo contener la risa.

– ¡No!

– ¡Ah! Entonces, ¿qué celebramos? -preguntó Mathilde levantando la copa.

Zofia le habló vagamente de un ascenso que le habían comunicado esa misma mañana. No, no cambiaría de destino y tampoco le subirían el sueldo, pero no había que reducirlo todo a consideraciones materiales. Si Mathilde tenía la amabilidad de dejar de reírse, quizá pudiera explicarle que algunas tareas aportan mucho más que dinero o autoridad: una forma sutil de realización personal. El poder que uno adquiría sobre sí mismo en beneficio -y no en detrimento- de los demás podía resultar muy gratificante.

– ¡Así sea! -dijo Mathilde, riendo.

– Desde luego, tía, está claro que contigo todavía me queda mucho por pasar -repuso Zofia, contrariada.

Mathilde sostenía la botella de sake para llenar los dos vasos cuando, en cuestión de segundos, el semblante de Zofia se transformó. Ésta asió a su amiga de la muñeca y prácticamente la levantó de la silla.

– ¡Sal de aquí! ¡Corre, ve hacia la salida! -gritó.

Mathilde se quedó paralizada. Los clientes de la mesa contigua, igual de sorprendidos, miraron a Zofia, que vociferaba girando sobre sí misma, como al acecho de una amenaza invisible.

– ¡Salgan todos, salgan lo más deprisa que puedan y aléjense de aquí, rápido!

Todos la miraban, dudosos, preguntándose qué demonios estaba sucediendo. El gerente del local se acercó a Zofia con las manos juntas, en un gesto de súplica, para que la joven a la que consideraba una amiga dejara de perturbar el orden de su establecimiento. Zofia lo agarró enérgicamente por los hombros y le suplicó que hiciera evacuar la sala de inmediato. Le pidió que confiara en ella, que era cuestión de segundos. Liu Tran no era ningún sabio, pero su instinto nunca le había fallado. Dio dos palmadas secas y pronunció unas palabras en cantones que bastaron para animar un ballet de camareros decididos. Los hombres con chaqueta blanca tiraron hacia atrás de las sillas de los comensales y guiaron con presteza a éstos hacia las tres salidas del establecimiento.

Liu Tran permaneció en medio de la sala. Zofia lo arrastró del brazo hacia una de las salidas, pero el se resistió al ver a Mathilde, petrificada a unos metros de ellos. La joven no se había movido.

– Yo saldré el último -dijo Liu, en el mismo momento que un ayudante de cocina aparecía en el comedor corriendo y gritando.

Inmediatamente se produjo una explosión de una violencia inusitada. La onda expansiva hizo caer la monumental araña, que se estrelló contra el suelo. El mobiliario parecía ser aspirado a través del gran ventanal, cuyos cristales pulverizados se diseminaban por la calzada. Miles de esquirlas rojas, verdes y azules llovían sobre los escombros. El humo gris y acre que inundaba el comedor se elevó en espesas columnas por la fachada. Al rugido que acompañó al cataclismo, sucedió un silencio asfixiante. Abajo, Lucas, después de aparcar, subió la ventanilla del coche que había robado una hora antes. Le horrorizaba el polvo y todavía más que las cosas no sucedieran como él había previsto.

Zofia apartó el aparador macizo que le había caído encima. Se frotó las rodillas y pasó por encima de un trinchero volcado. Observó el desorden que había a su alrededor. Bajo el armazón de la gran lámpara, desprovista de todos sus adornos, yacía el restaurador respirando con dificultad, entrecortadamente. Zofia se precipitó hacia él. El hombre gemía, destrozado por el dolor. La sangre afluía a sus pulmones y, cada vez que inspiraba, le comprimía un poco más el corazón. A lo lejos, las sirenas de los bomberos se propagaban por las calles de la ciudad.

Zofia le suplicó a Liu que resistiera.

– No tiene usted precio -dijo el anciano chino sonriendo.

Ella le tomó la mano. Liu estrechó la suya y se la acercó al pecho, que silbaba como un neumático pinchado. Pese a su estado, sus ojos eran capaces de leer la verdad. Hizo acopio de sus últimas fuerzas para murmurar que, gracias a Zofia, no sentía ninguna inquietud. Sabía que, sumido en el sueño eterno, no roncaría. Rió, lo que le provocó un acceso de tos.

– ¡Qué suerte para mis futuros vecinos! ¡Le deben mucho!

Un flujo de sangre brotó de su boca y le resbaló por la mejilla para ir a fundirse con el rojo de la alfombra. La sonrisa se le congeló.

– Creo que debería ocuparse de su amiga, no la he visto salir.

Zofia miró a su alrededor, pero no vio ni rastro de Mathilde ni de ningún otro cuerpo.

– Junto a la puerta, bajo la vitrina -dijo Liu, tosiendo de nuevo.

Zofia se incorporó. Liu la retuvo asiéndola de la muñeca y clavó los ojos en los suyos.

– ¿Cómo lo ha sabido?

Zofia contempló al hombre; los últimos rayos de vida escapaban de sus iris dorados.

– Lo comprenderá dentro de unos instantes.

Una inmensa sonrisa iluminó el rostro de Liu y todo su ser se apaciguó.

– Gracias por esta muestra de confianza.

Ésas fueron las últimas palabras del señor Tran. Sus pupilas se contrajeron hasta hacerse tan pequeñas como la punta de una aguja, parpadeó y su rostro se abandonó sobre la palma de la mano de su última clienta. Zofia le acarició la frente.

– Perdóneme por no acompañarlo -dijo, apoyando suavemente en el suelo la cabeza inerte del restaurador.

Se levantó, apartó una pequeña cómoda que estaba patas arriba y se dirigió hacia el gran mueble volcado. Empujó con todas sus fuerzas para levantarlo y descubrió a Mathilde, inconsciente, con un gran trinchante de patos clavado en la pierna izquierda.

El haz de la linterna del bombero barrió el suelo; se oía el crujido de sus pasos al pisar los cascotes. Se acercó a las dos mujeres e inmediatamente sacó el emisor-receptor de la funda que llevaba colgada al hombro para comunicar que había encontrado dos víctimas.

– ¡Sólo una! -lo corrigió Zofia.

– Mejor -dijo un hombre que vestía americana negra y escrutaba desde lejos los escombros.

El jefe de bomberos se encogió de hombros.

– Debe de ser un agente federal. Ahora llegan prácticamente antes que nosotros cuando se produce una explosión -refunfuñó, colocando una mascarilla de oxígeno sobre el rostro de Mathilde-. Tiene una pierna fracturada -añadió, dirigiéndose a un miembro de su equipo que se había reunido con ellos-. Está inconsciente. Avisa a los servicios paramédicos para que la evacuen enseguida. -Luego señaló el cuerpo de Tran-. Y ese de allí ¿cómo está?

– ¡Demasiado tarde! -respondió el hombre trajeado desde el otro extremo de la sala.

Zofia tenía a Mathilde entre los brazos y trataba de ahogar la tristeza que le ataba un nudo en la garganta.

– Toda la culpa es mía. No tendría que haberla traído aquí. -Miró el cielo por la ventana hecha añicos; el labio inferior le temblaba-. ¡Otra vez no! Podía conseguirlo, iba por buen camino. Habíamos acordado dejar pasar unos meses antes de tomar una decisión. ¡La palabra hay que cumplirla!

Los dos camilleros que se habían acercado a ella le preguntaron, desconcertados, si se encontraba bien. Zofia los tranquilizó con un simple gesto de la cabeza. Le ofrecieron oxígeno, pero lo rechazó. Entonces le rogaron que se apartara; ella retrocedió unos pasos y los dos hombres colocaron a Mathilde en una camilla y se dirigieron de inmediato a la salida. Zofia avanzó hasta lo que quedaba del ventanal sin apartar los ojos del cuerpo de su amiga, que desapareció en la ambulancia. Los torbellinos de girofaros rojos y naranjas de la unidad 02 se fundieron con el sonido de la sirena que se alejaba hacia el hospital Memorial de San Francisco.

– No se sienta culpable. Estar en el peor lugar, en el peor momento, es algo que puede sucederle a cualquiera. ¡Es el destino!

Zofia se sobresaltó. Había reconocido la voz grave de la persona que intentaba consolarla de un modo tan torpe. Lucas se acercaba a ella frunciendo el entrecejo.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó la joven.

– Creía que el jefe de bomberos ya se lo había dicho -contestó él, quitándose la corbata.

– … Y como todo parece indicar que se trata de una explosión de gas normal y corriente en la cocina o, en el peor de los casos, de un delito, el amable agente federal podrá irse a su casa y dejar trabajar a los policías. ¡Los terroristas no tienen ningún motivo para cazar patos a la naranja!

La voz tan cascada como hosca del inspector de policía había interrumpido su conversación.

– ¿Con quién tenemos el honor de hablar? -preguntó Lucas en un tono irónico que delataba su irritación.

– Con el inspector Pilguez de la policía de San Francisco -le respondió Zofia.

– ¡Me alegro de que esta vez me haya reconocido! -dijo Pilguez, haciendo caso omiso de la presencia de Lucas-. Si tenemos oportunidad, me encantaría que me explicara el numerito de esta mañana.

– No quería que tuviéramos que decir en qué circunstancias nos conocimos -contestó Zofia-. Ya sabe, para proteger a Mathilde. Los chismes se difunden más deprisa que la bruma en los muelles.

– Confié en usted dejándola salir antes de lo previsto, así que le agradecería que hiciera lo mismo conmigo. En la policía, el tacto no está forzosamente prohibido. Dicho esto, en vista del estado de la chica, tal vez habríamos hecho mejor dejando que cumpliera su pena.

– ¡Bonita definición del tacto, inspector! -dijo Lucas, despidiéndose de los dos. Atravesó la abertura donde yacían los restos de la monumental doble puerta cuyo traslado desde Asia había costado una fortuna y, ya desde la calle, le dijo a Zofia antes de montar en su vehículo-: Lo siento por su amiga.

El Chevrolet negro desapareció unos segundos más tarde en el cruce con la calle Beach.

Zofia no podía aclararle nada al inspector. Tan sólo un terrible presentimiento la había empujado a insistir para que todos salieran del local. Pilguez le comentó que sus explicaciones resultaban un tanto superficiales, teniendo en cuenta el número de vidas que acababa de salvar. Zofia no tenía nada más que añadir. Quizás había percibido inconscientemente el olor de gas que escapaba por el falso techo de la cocina. Pilguez protestó: en los últimos años, los casos enrevesados en los que había influido de una u otra manera el inconsciente tenían una desagradable tendencia a perseguirlo.

– Avíseme cuando haya acabado la investigación. Necesito saber qué ha pasado.

El inspector la autorizó a marcharse. Zofia fue a buscar su coche. El parabrisas estaba rajado y la carrocería marrón recubierta de un polvo gris absolutamente uniforme. De camino hacia urgencias, se cruzó con varios coches de bomberos que continuaban acudiendo al lugar del siniestro. Estacionó el Ford, atravesó el aparcamiento y entró en el edificio. Una enfermera acudió a su encuentro y la informó de que estaban atendiendo a Mathilde. Zofia le dio las gracias y se sentó en uno de los bancos vacíos de la sala de espera.


Lucas tocó dos veces el claxon con impaciencia. El guardia, sentado dentro de la garita, pulsó un botón sin apartar la mirada de la pequeña pantalla; los Yankees iban ganando por bastante diferencia. La barrera se levantó y el Chevrolet avanzó con las luces apagadas hasta el borde del muelle. Lucas bajó la ventanilla y tiró el cigarrillo. Puso la palanca del cambio de marchas en punto muerto y salió del vehículo con el motor encendido. Apoyando un pie en el parachoques trasero, dio justo el impulso necesario para que el coche se deslizara hacia delante y cayera al agua. Contempló la escena con las manos en jarras, encantado. Cuando la última burbuja de aire hubo estallado, dio media vuelta y caminó alegremente en dirección al aparcamiento. Un Honda verde oliva parecía esperarlo precisamente a él. Forzó la cerradura, levantó el capó, arrancó la alarma y la arrojó lejos. Se instaló y contempló, con escaso entusiasmo, el interior de plástico. Sacó el manojo de llaves y escogió la que le pareció más adecuada. El motor arrancó de inmediato con un sonido agudo.

– Un japonés verde, ¡lo que hay que ver! -masculló mientras quitaba el freno de mano.

Lucas miró el reloj; al ver que iba con retraso, aceleró. Sentado en una plataforma de amarre, un vagabundo llamado Jules se encogió de hombros mientras miraba alejarse el coche. Un último blup murió en la superficie.


– ¿Saldrá de ésta?

Era la tercera vez que la voz de Lucas la sobresaltaba esa noche.

– Espero que sí -respondió ella, mirándolo de arriba abajo-. ¿Quién es usted exactamente?

– Lucas. Lo siento y me alegro a la vez -dijo, tendiéndole la mano.

Era la primera vez que Zofia notaba el peso del cansancio. Se levantó y se acercó a la máquina de café.

– ¿Quiere uno?

– No tomo café -contestó Lucas.

– Yo tampoco -dijo ella, contemplando la moneda de veinte céntimos mientras la hacía girar en el hueco de la mano-. ¿Qué hace aquí?

– Lo mismo que usted. He venido a ver cómo está su amiga.

– ¿Por qué? -preguntó Zofia, guardándose la moneda en el bolsillo.

– Porque tengo que redactar un informe y, de momento, en la casilla «víctimas» he puesto la cifra 1. Así que vengo a verificar si debo corregir la información o no es necesario. Me gusta hacer los informes el mismo día; me horroriza el retraso.

– ¡Sabía que no andaba desencaminada!

– Debería haber aceptado mi invitación a cenar. Si lo hubiese hecho, ahora no estaríamos aquí.

– Ya entiendo por qué ha dicho antes lo del tacto. ¡Es usted un experto en la materia!

– Tardará en salir del quirófano. Un trinchante de patos causa muchos destrozos cuando se clava en un muslo humano. Van a necesitar horas para coser todo eso. ¿Me permite que la lleve a la cafetería de enfrente?

– No, no se lo permito.

– Como quiera. Esperaremos aquí. Es más desagradable, pero si lo prefiere… En fin ¡qué le vamos a hacer!

Estaban sentados uno de espaldas al otro desde hacía más de una hora cuando el cirujano apareció por fin al final del pasillo. No hizo chascar los guantes de látex (los cirujanos tenían la costumbre de quitárselos al salir del quirófano y echarlos a los cubos dispuestos a tal efecto). Mathilde estaba fuera de peligro: la arteria no se había visto afectada, el escáner no mostraba ninguna señal de traumatismo craneal y la columna vertebral estaba intacta.

Mathilde tenía dos fracturas no desplazadas -una en una pierna y la otra en un brazo- y le habían dado unos puntos de sutura. Estaban escayolándola. No podía descartarse que hubiera alguna complicación, pero el médico era optimista. No obstante, deseaba que permaneciera en reposo absoluto durante las siguientes horas. Le pidió a Zofia que avisara a sus allegados de que no se le permitiría recibir ninguna visita hasta la mañana siguiente.

– Eso está hecho -dijo ella-. Soy la única.

Le dio a la responsable de la planta el número de su busca. Al salir, pasó por delante de Lucas y, sin dirigirle una mirada, lo informó de que no tendría que hacer un tachón en su informe. Luego desapareció. Lucas la alcanzó en el aparcamiento desierto mientras ella buscaba las llaves.

– Si pudiera dejar de sobresaltarme, le estaría muy agradecida -dijo Zofia.

– Creo que hemos empezado con mal pie -dijo Lucas en voz baja.

– ¿Empezado qué? -replicó Zofia.

Lucas dudó antes de responder:

– Digamos que a veces soy un poco directo en mi lenguaje, pero me alegro sinceramente de que su amiga haya salido de ésta.

– Bueno, por lo menos hemos compartido algo hoy. ¡No hay nada imposible! Y ahora, si tiene la bondad de dejarme abrir la puerta…

– ¿Y si fuéramos a compartir también una taza de café? Por favor…

Zofia permaneció en silencio.

– ¡Lo borro! -prosiguió Lucas-. Usted no toma y yo tampoco. ¿Qué le parece un zumo de naranja? Justo aquí enfrente los hacen buenísimos.

– ¿Por qué tiene tantas ganas de beber algo conmigo?

– Porque acabo de llegar a la ciudad y no conozco a nadie. He pasado tres años muy solo en Nueva York, lo que no tiene nada de original. La Gran Manzana me ha vuelto poco elocuente, pero estoy decidido a cambiar.

Zofia inclinó la cabeza y escrutó a Lucas.

– Está bien, volveré a empezar -dijo éste-. Olvide Nueva York, mi soledad y todo lo demás. No sé por qué tengo tantas ganas de tomar algo con usted. En realidad, me da igual tomar algo o no; de lo que tengo ganas es de conocerla. Ya está, le he dicho la verdad. Sería una buena acción por su parte decir ahora que sí.

Zofia miró el reloj y dudó unos segundos. Luego sonrió y aceptó la invitación. Cruzaron la calle y entraron en el Krispy Kreme. El pequeño local olía a pastas recién hechas; una bandeja de buñuelos acababa de salir del horno. Se sentaron junto a la cristalera. Zofia no comió nada, pero miró perpleja a Lucas, que engulló siete buñuelos con azúcar glaseado en menos de diez minutos.

– Por lo que veo, de todos los pecados capitales, la gula no le ha traumatizado lo más mínimo -dijo en tono jocoso.

– Todo eso de los pecados es ridículo -repuso él chupándose los dedos-, trucos de monje. ¡Un día sin buñuelos es peor que un día con sol!

– ¿No le gusta el sol? -le preguntó Zofia, sorprendida.

– ¡Pues claro! ¡Me encanta! Produce quemaduras y cáncer de piel; los hombres se asfixian con la corbata bien anudada al cuello; a las mujeres les horroriza pensar que el maquillaje se les va a correr; todo el mundo acaba pillando un resfriado por culpa de los aparatos de aire acondicionado, que perforan la capa de ozono; la contaminación aumenta y los animales se mueren de sed, por no hablar de los ancianos que perecen a causa del calor. Perdone, pero el sol no lo ha inventado ni mucho menos quien la gente cree.

– Tiene usted un extraño concepto de las cosas.

Zofia escuchó con más atención a Lucas cuando éste dijo en tono grave que había que ser más honesto cuando se calificaba el mal y el bien. El orden de las palabras intrigó a Zofia. Lucas había mencionado varias veces el mal antes que el bien, cuando habitualmente la gente hacía lo contrario.

De repente se le ocurrió que quizá fuera un Ángel Verificador enviado para controlar el buen desarrollo de su misión. Muchas veces se los había encontrado en operaciones menos ambiciosas. Lucas era tan provocador que, cuanto más hablaba, más verosímil le parecía la hipótesis. Mientras se acababa el noveno buñuelo, anunció con la boca medio llena que le encantaría volver a verla. Zofia sonrió. Lucas pagó la cuenta y salieron.

En el aparcamiento desierto, Lucas levantó la cabeza hacia arriba.

– Hace un poco de fresco, pero el cielo está realmente sublime, ¿no cree?

Ella había aceptado su invitación a cenar juntos al día siguiente. Si, por casualidad, los dos trabajaban para la misma casa, quien había querido ponerla a prueba quedaría bien servido; pensaba pasárselo en grande. Zofia montó en su coche y regresó a casa.

Aparcó delante de la puerta y procuró no hacer ruido al subir la escalera de entrada. Ninguna luz bañaba el recibidor; la habitación de Reina Sheridan estaba cerrada.

Antes de entrar, alzó los ojos: en el firmamento no había ni nubes ni estrellas.


Y atardeció y amaneció…

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