Segundo día

Mathilde se había despertado al amanecer. Durante la noche la habían trasladado a una habitación, donde el tedio ya empezaba a abrirse camino. Desde hacía quince meses, la hiperactividad había sido el único remedio para curarse las lesiones de otra vida en la que el cóctel explosivo de desesperación y drogas casi había acabado con ella. El neón que crepitaba sobre su cabeza le recordaba las largas horas pasadas luchando contra el mono, que tiempo atrás le desgarraba las entrañas provocándole increíbles dolores. Un recuerdo de días dantescos en los que Zofia, a quien ella llamaba su ángel de la guarda, tenía que sujetarle las manos. Para sobrevivir, Mathilde se mutilaba el cuerpo, lo arañaba hasta arrancarse la piel para inventar nuevas heridas que diluyeran los castigos insoportables de los placeres pasados.


A veces le parecía notar aún en la parte posterior del cráneo las punzadas de los hematomas, consecuencia de los múltiples golpes que se asestaba en el transcurso de noches abandonadas a sufrimientos interminables. Se miró la sangradura del codo; semana tras semana, las marcas de los pinchazos se habían borrado en signo de redención. Tan sólo quedaba aún un puntito violáceo sobre una vena, como un recordatorio del lugar por el que la muerte lenta había entrado. Zofia empujó la puerta de la habitación.

– Justo a tiempo -dijo, dejando un ramo de peonías sobre la mesilla de noche.

– ¿Por qué justo a tiempo? -preguntó Mathilde.

– Te he visto la cara al entrar y la predicción meteorológica de tu moral tenía pinta de muy variable con tendencias tormentosas. Voy a pedirles un jarrón a las enfermeras.

– Quédate conmigo -dijo Mathilde con voz apagada.

– Las peonías están casi tan impacientes como tú; necesitan mucha agua. No te muevas, vuelvo enseguida.

Mathilde, sola en la habitación, contemplaba las flores. Con el brazo indemne, acarició las sedosas corolas. Los pétalos de peonía tenían el mismo tacto que el pelaje de los gatos, y a Mathilde le encantaban los felinos. Zofia interrumpió su ensoñación entrando con un cubo en la mano.

– Es lo único que tenían. En fin, no pasa nada, no son flores con ínfulas de grandeza.

– Son mis preferidas.

– Lo sé.

– ¿Cómo has podido conseguirlas en esta época del año?

– ¡Ah, eso es un secreto!

Zofia contempló la pierna escayolada de su amiga y después la tablilla que le inmovilizaba el brazo. Mathilde sorprendió su mirada.

– ¡Te pasaste un poco jugando con el encendedor! ¿Qué ocurrió exactamente? No recuerdo casi nada. Estábamos hablando, tú te levantaste, yo no, y después… un inmenso agujero negro.

– No, un escape de gas en el falso techo de la antecocina. ¿Cuánto tiempo tienes que quedarte aquí?

Los médicos habrían aceptado dejar salir a Mathilde al día siguiente, pero no tenía medios para disponer de asistencia a domicilio y su estado la privaba de autonomía. Cuando Zofia se disponía a irse, Mathilde rompió a llorar.

– No me dejes aquí, este olor de desinfectante me vuelve loca. Ya he pagado bastante, te lo juro. No aguantaré. Tengo tanto miedo de volver a caer que finjo tomarme los calmantes que me dan. ¡Sé que soy una carga para ti, Zofia, pero sácame ahora mismo de aquí!

Zofia se acercó a la cabecera de la cama y acarició la frente de su amiga para calmarla. Le prometió que haría todo lo posible para encontrar una solución cuanto antes. Volvería a pasar a verla por la noche.

Al salir del hospital, Zofia se dirigió a los muelles; la esperaba un día agitado. El tiempo pasaba deprisa y ella tenía una misión que cumplir y algunos protegidos a los que no podía abandonar. Fue a hacerle una visita a su viejo amigo vagabundo. Jules había abandonado el mundo sin haber identificado nunca el camino que lo había conducido al arco número siete, donde había establecido su domicilio provisional: sencillamente, una serie de terribles jugarretas que le había hecho la vida. Una reducción de plantilla había puesto fin a su carrera. Una simple carta le había anunciado que ya no formaba parte de la compañía que había sido toda su existencia.

A los cincuenta y ocho años aún se es muy joven, y aunque las empresas de cosméticos juraban que al acercarse a los sesenta uno todavía tenía la vida por delante cuidando mínimamente su capital estético, esa afirmación no convencía a sus propios departamentos de recursos humanos cuando evaluaban la evolución de la carrera de sus mandos. Así fue como Jules Minsky se encontró en el paro. Un guardia de seguridad le había confiscado la tarjeta de identificación en la entrada del inmueble donde había pasado más tiempo que en su propia casa. Sin pronunciar una sola palabra, el hombre uniformado lo había acompañado hasta su despacho. Allí, Jules había tenido que recoger sus cosas ante la mirada silenciosa de sus compañeros. Un siniestro día de lluvia, se había marchado con una caja de cartón bajo el brazo por todo equipaje, después de treinta y dos años de leales servicios.

La vida de Jules Minsky, estadístico y apasionado de las matemáticas aplicadas, se resumía en una aritmética muy imperfecta: suma de fines de semana pasados trabajando en detrimento de su propia vida; división aceptada en provecho del poder de los jefes (todos se sentían orgullosos de trabajar para ellos, formaban una gran familia en la que cada uno tenía un papel que desempeñar con la condición de que se mantuviera en su sitio); multiplicación de humillaciones y de ideas pasadas por alto por ciertas autoridades ilegítimas con poderes desigualmente adquiridos y, por último, sustracción del derecho de acabar su vida laboral con dignidad. La existencia de Jules, semejante a la cuadratura del círculo, se reducía a una ecuación de iniquidades irresolubles.

De pequeño, a Jules le gustaba vagar junto al vertedero de chatarra, donde una enorme presa comprimía las carcasas de los coches viejos. Para alejar la sensación de soledad que lo atormentaba por las noches, muchas veces había imaginado la vida del joven ejecutivo privilegiado que, «evaluándolo» apropiado para ser despedido, había arruinado la suya. Sus tarjetas de crédito habían desaparecido en otoño, su cuenta bancaria no había sobrevivido al invierno y él se había marchado de casa en primavera. El verano siguiente, había sacrificado un inmenso amor llevándose su orgullo a realizar un último viaje. Sin siquiera darse cuenta, el hombre llamado Jules Minsky, de cincuenta y ocho años, había establecido su domicilio provisional bajo el arco número siete del muelle 80 del puerto mercante de San Francisco. Muy pronto podría celebrar su décimo aniversario de vida al aire libre. Se complacía en contar a quien quisiera escucharlo que el día de su gran partida no se había dado realmente cuenta de nada.

Zofia descubrió la cicatriz que supuraba bajo el desgarrón de los pantalones de tweed con motivos príncipe de Gales.

– ¡Jules, tiene que ir a que le curen la pierna!

– No empieces, por favor, mi pierna está perfectamente.

– Si no le limpian esa herida, dentro de menos de una semana la tendrá gangrenada, lo sabe perfectamente.

– Yo ya he vivido la peor de las gangrenas, cielo, así que una más o una menos… Además, con el tiempo que hace que le pido a Dios que venga a buscarme, tengo que dejarlo actuar. Si me curo cada vez que se me presenta alguna complicación, ¿de qué sirve implorar que se me lleve de esta maldita tierra? Así que, como ves, esto es mi billete de lotería para el más allá.

– ¿Quién le mete esas ideas tan estúpidas en la cabeza?

– Nadie, pero hay un chico que anda por aquí y que está totalmente de acuerdo conmigo. Me gusta mucho charlar con él. Cuando lo veo, es como si mirara mi reflejo en un espejo pasado. Viste el mismo tipo de trajes que yo llevaba antes de que mi sastre sintiera vértigo al descubrir los abismos de mis bolsillos. Yo le predico la palabra de Dios y él a mí la del demonio; hacemos un trueque, y así me distraigo.

Ni paredes ni techo, nadie a quien odiar, tan pocos alimentos ante la puerta como barrotes que estaría deseando serrar… Jules Minsky había estado en peores condiciones que un prisionero. Soñar podía convertirse en un lujo cuando se luchaba por la supervivencia. De día, había que buscar comida en los vertederos; en invierno, andar continuamente para luchar contra la alianza mortal del sueño y el frío.

– Jules, voy a llevarlo al dispensario.

– Creía que trabajabas en la seguridad del puerto, no en el Ejército de Salvación.

Zofia tiró con todas sus fuerzas del brazo del vagabundo para ayudarlo a levantarse. El no le facilitó la tarea, pero acabó por acompañarla a regañadientes hasta su coche. La joven le abrió la portezuela; Jules se pasó la mano por la barba, dudoso. Zofia lo miró en silencio. Las magníficas arrugas que tenía alrededor de los ojos azules constituían los fortines de un alma rica en emociones. En torno a la boca, de labios gruesos y sonrientes, se dibujaban otras caligrafías: las de una existencia en la que la pobreza sólo afectaba al aspecto.

– Tu carro no va a oler muy bien. Con la pierna así, últimamente no he podido ir a las duchas.

– Jules, si dicen que el dinero no tiene olor, ¿por qué va a tenerlo un poco de miseria? Deje de discutir y suba.

Tras haber confiado a su pasajero a los cuidados del dispensario, Zofia bajó de nuevo hacia los muelles. De camino, se desvió para ir a visitar a la señora Sheridan; tenía que pedirle un gran favor. La encontró en el umbral de la puerta. Reina tenía que hacer algunas compras y, en aquella ciudad famosa por sus calles en pendiente, donde cada paso constituye un reto para una persona mayor, encontrarse a Zofia a esa hora parecía un milagro. La chica le rogó que se sentara en el coche y subió corriendo a sus habitaciones. Entró, echó un vistazo al contestador automático, que no tenía grabado ningún mensaje, y bajó de inmediato. Por el camino le expuso el caso de Mathilde a Reina, que aceptó acogerla en su casa hasta que se restableciera. Habría que encontrar un sistema para subirla al primer piso y unos buenos pares de brazos para bajar la cama metálica guardada en el desván.


Lucas, cómodamente instalado en la cafetería del 666 de la calle Market, hacía unas cuentas directamente sobre la mesa de fórmica tras haber tomado posesión de su nuevo cargo en el seno del mayor grupo inmobiliario de California. Estaba mojando el séptimo cruasán en un café con leche, inclinado sobre la apasionante obra que contaba cómo se había desarrollado Silicon Valley: «Una vasta franja de tierras convertidas en treinta años en la zona más estratégica de tecnologías punta, conocida como el pulmón de la informática del mundo». Para aquel especialista del cambio de identidad, hacer que lo contrataran había sido de una facilidad desconcertante, y ya disfrutaba preparando su plan maquiavélico.

El día antes, en el avión de Nueva York, la lectura de un artículo del San Francisco Chronicle sobre el grupo inmobiliario A amp;H había iluminado los ojos de Lucas: la fisonomía rolliza de su vicepresidente se ofrecía sin contención al objetivo del fotógrafo. Ed Heurt, la «H» de A amp;H, era un genio en el arte de pavonearse en entrevistas y conferencias de prensa, y se jactaba sin parar de las inconmensurables contribuciones de su grupo al auge económico de la región. Aquel hombre, que desde hacía veinte años ambicionaba hacer carrera como diputado, no faltaba nunca a una ceremonia oficial. En aquellos momentos se disponía a inaugurar oficialmente, a bombo y platillo, la temporada de pesca del cangrejo. En tales circunstancias, Lucas se había cruzado en el camino de Ed Heurt.

Gracias a la impresionante libreta de direcciones influyentes con la que había alimentado hábilmente la conversación, Lucas había conseguido el puesto de consejero de la vicepresidencia, creado en el acto para él. Los engranajes del oportunismo no tenían ningún secreto para Ed Heurt, y el acuerdo se selló antes de que el número dos del grupo hubiera terminado de engullir una pinza de cangrejo, generosamente acompañada de una mayonesa al azafrán que manchó con igual generosidad la pechera de su esmoquin.

Esa mañana eran las once, y una hora más tarde Ed presentaría a Lucas a su socio, Antonio Andric, el presidente del grupo.

La «A» de A amp;H dirigía con una mano férrea enfundada en un guante de terciopelo la vasta red comercial que había tejido a lo largo de los años. Un sentido innato del negocio inmobiliario y una constancia inigualable en el trabajo habían permitido a Antonio Andric desarrollar un inmenso imperio que empleaba a más de trescientos agentes y a casi igual número de juristas, contables y asesores.

Lucas vaciló antes de renunciar a la octava pasta. Hizo chascar los dedos corazón y pulgar para pedir un capuchino. Mordisqueando el rotulador negro, consultó los papeles y continuó reflexionando. Las estadísticas que había obtenido del departamento de informática de A amp;H eran elocuentes.

Finalmente se permitió pedir un bollo relleno de chocolate y, mientras se lo comía, llegó a la conclusión de que era imposible alquilar, vender o comprar un solo inmueble o parcela de terreno en todo el valle sin tratar con el grupo para el que trabajaba desde la noche anterior. El folleto publicitario y su inefable eslogan («La inmobiliaria inteligente») le permitieron pulir sus planes.

A amp;H era una entidad con dos cabezas; su talón de Aquiles estaba en el punto de unión de los dos cuellos de la hidra. Bastaría que los dos cerebros de la organización aspiraran el mismo aire para ahogarse mutuamente. Si Andric y Heurt se disputaban el timón del barco, el grupo no tardaría en ir a la deriva. El naufragio brutal del imperio A amp;H abriría de inmediato el apetito a los grandes propietarios, que provocarían la desestabilización del mercado inmobiliario en un valle donde los alquileres eran pilares fundamentales de la vida económica. Las reacciones de las plazas financieras no se harían esperar y las empresas de la región quedarían asfixiadas en el acto.

Lucas comprobó unos datos para establecer sus hipótesis: la más probable era que un gran número de empresas no sobrevivieran al aumento de sus alquileres y el descenso de sus cotizaciones. Incluso siendo pesimista, los cálculos de Lucas permitían prever que al menos diez mil personas perderían su empleo; una cifra suficiente para hacer que la economía de toda la región sufriera una implosión y provocara la embolia más maravillosa que jamás se hubiera imaginado, la del «pulmón de la informática del mundo».

Dado que las certezas pasajeras de los medios financieros sólo eran comparables a su pusilanimidad permanente, los miles de millones que se invertían en las empresas de alta tecnología en Wall Street se volatilizarían en unas semanas, lo que provocaría un soberbio infarto en el corazón del país.

– ¡Algo tiene de bueno la globalización! -le dijo Lucas a la camarera, que esta vez le llevó un chocolate caliente.

– ¿Por qué? ¿Es que piensa limpiar toda esa porquería con un producto coreano? -repuso ella, dubitativa, mirando las anotaciones hechas en la mesa.

– Lo borraré todo antes de irme -masculló Lucas, retomando el hilo de sus pensamientos.

Puesto que se decía que el simple roce de las alas de una mariposa podía provocar un ciclón, Lucas demostraría que ese teorema se podía aplicar a la economía. La crisis americana no tardaría en propagarse por Europa y Asia. A amp;H sería su mariposa, Ed Heurt el roce de alas, y los muelles de la ciudad podrían muy bien ser el escenario de su victoria.

Tras haber rayado metódicamente la fórmica con un tenedor, Lucas salió de la cafetería y rodeó el edificio. Vio en la calle un Chrysler deportivo y forzó la cerradura. En el semáforo, accionó el mecanismo de la capota y ésta se plegó. Mientras bajaba la rampa del aparcamiento de sus nuevas oficinas, Lucas tomó el teléfono móvil. Se detuvo delante del aparcacoches y le hizo una señal amistosa con la mano para que esperase hasta que terminara de hablar. En voz alta, le contaba a un interlocutor imaginario que había sorprendido a Ed Heurt diciéndole a una encantadora periodista que la auténtica cabeza del grupo era él y que su socio era simplemente las piernas. Acto seguido, soltó una sonora carcajada, abrió la portezuela y le tendió las llaves al joven, quien le comentó que el cilindro no funcionaba bien.

– Lo sé -dijo Lucas con aire contrito-. ¡Ya no se está seguro en ninguna parte!

El aparcacoches, que no se había perdido una sola palabra de la conversación, lo observó alejarse en dirección al vestíbulo del edificio. Fue a aparcar el descapotable con mano hábil y experta… La ayudante personal de Antonio Andric siempre le encargaba a él la tarea de aparcar su 4 x 4. El rumor tardó dos horas en llegar al noveno y último piso del 666 de la calle Market, la prestigiosa sede social de A amp;H; la pausa para comer había frenado su avance. A las trece y diecisiete horas, Antonio Andric entraba iracundo en el despacho de Ed Heurt; a las trece y veintinueve, el mismo Antonio salía del despacho de su socio dando un portazo. En el rellano, dijo a voz en cuello que «las piernas» iban a relajarse a un campo de golf y que las «meninges» no tenían más que asistir en su lugar a la reunión mensual de directores comerciales.

Lucas dirigió una mirada de complicidad al aparcacoches al ir a recoger su vehículo. Faltaba una hora para la cita que tenía con su jefe, así que le daba tiempo de hacer una insignificante adquisición. Tenía unas ganas locas de cambiar de coche, y para aparcar a su manera el que ahora conducía, el puerto no quedaba muy lejos.


Zofia había dejado a Reina en la peluquería y prometido ir a buscarla al cabo de dos horas. Justo el tiempo de ir a dar clase de historia al centro de formación para personas con trastornos de visión. Los alumnos de Zofia se habían levantado al cruzar ella el umbral del aula.

– No lo digo por coquetería, pero soy la más joven de esta clase, así que sentaos, por favor.

Hubo un murmullo y después Zofia retomó la lección en el punto donde la había dejado. Abrió el libro en braille que tenía sobre la mesa y empezó a leer. A Zofia le gustaba esa escritura en la que las palabras se descifraban con la yema de los dedos, en la que las frases se componían mediante el tacto, en la que los textos cobraban vida en el hueco de la mano. Apreciaba ese universo ambliope, tan misterioso para los que creían verlo todo aunque con frecuencia estaban ciegos para muchas cosas esenciales. Cuando sonó el timbre, dio por terminada la clase y se despidió de sus alumnos hasta el jueves siguiente. Montó en su coche y fue a buscar a Reina para acompañarla a casa. Después cruzó de nuevo la ciudad para llevar a Jules del dispensario a los muelles. El vendaje que llevaba en la pierna le daba aspecto de filibustero, y el hombre no disimuló cierto orgullo cuando Zofia se lo dijo.

– ¿Estás preocupada? -preguntó Jules.

– No, sólo un poco desbordada.

– Siempre estás desbordada. Te escucho.

– Jules, he aceptado un desafío un poco estrambótico. Si usted tuviera que hacer algo increíblemente bueno, algo que cambiara el curso del mundo, ¿qué decidiría hacer?

– Si fuera utopista o creyera en los milagros, te diría que erradicaría el hambre del mundo, eliminaría todas las enfermedades, prohibiría que se atentara contra la dignidad de los niños, reconciliaría todas las religiones, sembraría la Tierra de tolerancia y creo que haría desaparecer toda clase de pobreza. Sí, haría todo eso… ¡si fuera Dios!

– ¿Y se ha preguntado por qué El no lo hace?

– Lo sabes tan bien como yo. Todo eso no depende de Su voluntad, sino de la de los hombres a los que ha confiado la Tierra. Zofia, no existe ningún bien inmenso que podamos representarnos por la sencilla razón de que el bien, al contrario que el mal, es invisible. No se puede calcular ni describir sin que pierda su elegancia y su sentido. El bien se compone de una cantidad infinita de pequeñas atenciones que, puestas una detrás de otra, tal vez un día acaben por cambiar el mundo. Pídele a cualquiera que te cite cinco personajes que hayan cambiado para bien el curso de la humanidad. No sé…, por ejemplo, el primer demócrata, o el inventor de los antibióticos, o un mediador de conflictos. Por raro que parezca, poca gente será capaz de dar su nombre, mientras que dirán sin ninguna dificultad el de cinco dictadores. Todos conocemos el nombre de las grandes enfermedades, pero casi nadie sabe el de los que las han vencido. El apogeo del mal que todos tememos no es otra cosa que el fin del mundo, pero parecemos ignorar que el apogeo del bien ya tuvo lugar… el día de la Creación.

– Pero entonces, Jules, ¿qué haría usted para hacer el bien, el bien máximo?

– ¡Haría exactamente lo que tú haces! Daría a todas las personas con las que me relaciono la esperanza de todos los posibles. Hace un rato has inventado una cosa maravillosa sin darte cuenta.

– ¿Qué he hecho?

– Al pasar por delante de mi arco, me has sonreído. Poco después, ese detective que viene muchas veces a comer aquí ha pasado en coche y me ha mirado con su eterna cara de gruñón. Nuestras miradas se han cruzado, le he ofrecido tu sonrisa y, cuando se ha marchado, la llevaba en los labios. Sí, lo he visto. Así que, si confiamos un poco, se la habrá trasladado a la persona que haya ido a ver. ¿Ves ahora lo que has hecho? Has inventado una especie de vacuna contra el instante de malestar. Si todo el mundo hiciera eso, dar simplemente una sonrisa una vez al día, ¿te imaginas el increíble contagio de felicidad que se extendería por la Tierra? Entonces ganarías esa apuesta. -El viejo Jules se tapó la boca con la mano para toser-. Pero en fin, ya te he dicho que no era un utopista, así que me conformaré con darte las gracias por haberme traído hasta aquí.

El vagabundo salió del coche y se dirigió a su refugio. Se volvió y le hizo una seña a Zofia.

– Sean cuales sean las preguntas que te hagas, confía en tu instinto y continúa haciendo lo que haces.

Zofia se quedó mirándolo.

– Jules, ¿qué hacía usted antes de vivir aquí?

Jules desapareció bajo el arco sin responder.


Zofia fue a ver a Manca al Fisher's Deli. Ya era la hora de comer y, por segunda vez en el día, tenía que pedir un favor. El capataz no había tocado el plato. Ella se sentó a su mesa.

– ¿No se come los huevos revueltos?

Manca se inclinó para susurrarle al oído:

– Cuando Mathilde no está, la comida no sabe a nada.

– Precisamente de ella he venido a hablarle.

Zofia se marchó del puerto media hora más tarde en compañía del capataz y de cuatro de sus cargadores. Al pasar por delante del arco número siete, se detuvo en seco. Había reconocido al hombre elegantemente trajeado que estaba fumando un cigarrillo junto a Jules. Los dos cargadores que habían subido a su coche y los otros dos que la seguían en una camioneta le preguntaron por qué había frenado tan bruscamente. Ella aceleró sin responder y se dirigió al hospital Memorial.


Los faros del flamante Lexus se encendieron en cuanto éste se adentró en el sótano. Lucas caminó a paso vivo hacia la puerta de acceso a la escalera. Consultó su reloj; llegaba diez minutos antes de la hora.

Las puertas del ascensor se abrieron en la novena planta. Dio un rodeo para pasar por delante del despacho de la ayudante de Antonio Andric, se invitó a entrar y se sentó en una esquina de su mesa. Ella no levantó la cabeza y continuó escribiendo en el ordenador.

– Está usted totalmente consagrada a su trabajo, ¿verdad?

Elizabeth le sonrió y prosiguió su tarea.

– ¿Sabe que en Europa la jornada de trabajo está legislada? En Francia -añadió Lucas-, incluso piensan que más de treinta y cinco horas a la semana son perjudiciales para la realización del individuo.

Elizabeth se levantó para servirse una taza de café.

– ¿Y si uno quiere trabajar más? -preguntó.

– ¡No puede! ¡Francia fomenta el arte de vivir!

Elizabeth se sentó de nuevo ante la pantalla y se dirigió a Lucas en un tono distante:

– Tengo cuarenta y ocho años, estoy divorciada, mis dos hijos están en la universidad, soy propietaria del pequeño piso donde vivo en Sausalito y de un bonito apartamento a orillas del lago Tahoe que habré terminado de pagar dentro de dos años. Para ser sincera, no cuento el tiempo que paso aquí. Me gusta lo que hago, mucho más que deambular por delante de los escaparates constatando que no he trabajado lo suficiente para pagar lo que me apetece comprar. En cuanto a los franceses, le recuerdo que comen caracoles. El señor Heurt está en su despacho y ustedes están citados a las dos, lo cual es perfecto ya que son las dos en punto.

Lucas se dirigió hacia la puerta. Antes de salir al pasillo, se volvió.

– Se nota que no ha comido nunca mantequilla de ajo. Si lo hubiera hecho, no diría eso.


Zofia había organizado la salida anticipada de Mathilde. Ésta aceptaba firmar el alta voluntaria, y Zofia había jurado que, al menor síntoma anormal, la llevaría inmediatamente a urgencias. El jefe del servicio dio su autorización, condicionada a que el examen médico previsto para las tres de la tarde no contradijera la evolución favorable del estado de salud de su paciente.

Los cuatro cargadores se ocuparon de Mathilde en el aparcamiento del hospital. No paraban de bromear sobre la fragilidad de la carga; se divertían utilizando la jerga del oficio aplicada a una situación en la que Mathilde interpretaba el papel de contenedor. La tendieron con mucha precaución sobre la camilla que habían improvisado en la parte trasera de la camioneta. Zofia conducía lo más despacio que podía, pero el menor bache despertaba en la pierna de Mathilde un vivo dolor que le subía hasta la ingle. Tardaron media hora en llegar a buen puerto.

Los cargadores bajaron la cama metálica del desván y la instalaron en el salón de Zofia. Manca la empujó hasta la ventana y acercó el velador que haría de mesilla de noche. Entonces empezó la lenta ascensión de Mathilde, transportada por los cargadores bajo la dirección de Manca. Cada vez que subían un escalón, Zofia apretaba los puños al oír gritar de miedo a Mathilde y ellos respondían cantando a voz en cuello. Las chicas acabaron cediendo a la risa una vez que hubieron pasado el recodo que hacía la escalera. Con mil atenciones, los hombres depositaron a su camarera preferida en su nueva cama.

Zofia dijo que los invitaría a comer para agradecerles el favor, pero Manca contestó que no era necesario, que Mathilde los había mimado bastante en el Deli para que hicieran lo mismo por ella. Zofia los llevó de vuelta al puerto. Cuando el coche se alejó, Reina preparó dos tazas de café, acompañadas de unos trozos de bizcocho servidos en su cuenco de plata cincelada, y subió al primer piso.

Al marcharse del muelle 80, Zofia decidió dar un ligero rodeo. Encendió la radio y buscó una emisora hasta que la voz de Louis Armstrong revoloteó por el habitáculo. What a Wonderful World era una de sus canciones preferidas. Canturreó con el viejo bluesman. El Ford giró en la esquina de los depósitos y se dirigió a los arcos que bordeaban las inmensas grúas. Aceleró y, al pasar sobre los reductores de velocidad, el coche dio una serie de tumbos. Zofia sonrió y bajó del todo la ventanilla. El viento le azotaba el cabello. Hizo girar el botón del volumen y la canción sonó todavía más fuerte. Radiante, se divirtió sorteando los conos de seguridad hasta llegar al séptimo arco. Cuando vio a Jules, le hizo una seña con la mano e inmediatamente él le devolvió el saludo. Estaba solo… Entonces Zofia apagó la radio, cerró la ventanilla y se encaminó a la salida.


Heurt había salido de la sala del consejo entre los aplausos cautelosos de los directores, estupefactos por las promesas que se les acababan de hacer. Convencido de ser un lince en la práctica de la comunicación, Ed había expuesto con todo detalle sus visiones megaloexpansionistas, transformando la reunión comercial en la parodia de una conferencia de prensa. En el ascensor que lo conducía de vuelta a la novena planta, se sentía en la gloria: manejar a los hombres no era, después de todo, tan complicado como decían; si fuera preciso, podría muy bien ocuparse solo del destino del grupo. Loco de contento, levantó el puño cerrado hacia el cielo en señal de victoria.


Antes de desaparecer, la pelota de golf había hecho que la bandera se tambaleara. Antonio Andric acababa de conseguir un magnífico hoyo en uno en un par cuatro. Loco de contento, levantó el puño cerrado hacia el cielo en señal de victoria.


Lucas, encantado, bajó el puño hacia el suelo en señal de victoria: el vicepresidente había logrado sembrar un desconcierto sin precedentes entre los dirigentes de su imperio, y la confusión mental no tardaría en propagarse a las plantas inferiores.

Ed lo esperaba junto a la máquina de refrescos y al verlo abrió los brazos.

– Una reunión fantástica, ¿verdad? Me he dado cuenta de que casi siempre estoy lejos de mis tropas y debo poner remedio. Tengo que pedirle un favor relacionado con eso.

Ed tenía una cita esa noche con una periodista que debía redactar un artículo sobre él en un diario local. Por una vez, sacrificaría sus deberes para con la prensa en favor de las necesidades de sus fieles colaboradores. Acababa de invitar a cenar al jefe de desarrollo, al responsable de marketing y a los cuatro directores de la red comercial. Debido a su pequeño altercado con Antonio, prefería no informar a su socio de su iniciativa y dejarlo disfrutar de una auténtica noche de descanso que a todas luces necesitaba. Si Lucas tenía la amabilidad de ocuparse de la entrevista por él, le haría un inestimable favor, y además, los elogios de un tercero siempre resultaban más convincentes. Ed contaba con la eficiencia de su nuevo consejero, al que animó dándole una amistosa palmada en el hombro. La mesa estaba reservada para las nueve de la noche en Simbad, una marisquería de Fisherman's Wharf: un marco con un toque de romanticismo, unos cangrejos deliciosos, una cuenta respetable… El artículo tendría que ser elocuente.


Después de haberse ocupado del traslado de Mathilde, Zofia regresó al Memorial, pero esta vez con otro propósito. Entró en el pabellón número tres y subió a la tercera planta.

El servicio de pediatría estaba, como de costumbre, atestado. En cuanto el pequeño Thomas reconoció sus pasos al fondo del pasillo, todo su rostro se iluminó. Para él, los martes y los viernes eran días sin sombra de tristeza. Zofia le acarició una mejilla, se sentó en el borde de la cama, depositó un beso en su mano y sopló hacia él para enviárselo (era un gesto de complicidad entre ambos). Luego reanudó la lectura a partir de la página doblada. Nadie podía tocar el libro que ella guardaba en el cajón de la mesilla de noche al final de todas sus visitas. Thomas lo vigilaba como si se tratara de un tesoro. Ni siquiera él se permitía leer una sola palabra en su ausencia. El chiquillo de cabeza calva conocía mejor que nadie el valor del instante mágico. Tan sólo Zofia podía contarle ese cuento. Nadie confiscaría un minuto de las historias fantásticas del conejo Teodoro. Ella, con su entonación, hacía que cada línea fuera preciosa. De vez en cuando, se levantaba y recorría la habitación de un lado a otro; cada una de sus zancadas, que acompañaba con amplios movimientos de brazos y gestos de la cara, provocaba inmediatamente la risa incontenible del niño. Durante la maravillosa hora en que los personajes se materializaban en su habitación, la vida reconquistaba sus derechos. Incluso cuando abría los ojos, Thomas olvidaba las paredes, su miedo y el dolor.

Zofia cerró el libro, lo guardó en su sitio y miró a Thomas, que tenía el entrecejo fruncido.

– ¿Te has puesto serio de golpe?

– No -contestó el niño.

– ¿Hay algo en el cuento que no hayas entendido?

– Sí.

– ¿Qué? -preguntó ella, tomándolo de la mano.

– ¿Por qué me lo cuentas?

Zofia no encontró las palabras adecuadas para formular su respuesta y Thomas sonrió.

– Yo lo sé -dijo.

– Pues dímelo.

El niño se sonrojó.

– Porque me quieres -murmuró, pasando los dedos sobre la sábana de algodón.

Las mejillas de Zofia se tiñeron también de rojo.

– Tienes razón, era justo ésa la palabra que buscaba -dijo en voz baja.

– ¿Por qué los adultos no dicen siempre la verdad?

– Porque a veces les da miedo, creo.

– Pero tú no eres como ellos, ¿a que no?

– Digamos que lo intento, Thomas.

Zofia le levantó la barbilla al niño y lo besó. El se echó en sus brazos y la estrechó con fuerza. Tras esta cariñosa despedida, Zofia se dirigió hacia la puerta, pero Thomas la llamó.

– ¿Voy a morirme?

Thomas la miraba fijamente. Zofia escrutó largamente la profunda mirada del niño.

– Tal vez.

– Si tú estás aquí, no, así que hasta el viernes -dijo el niño.

– Hasta el viernes -contestó Zofia, soplando para enviarle el beso depositado en la palma de su mano.


Tomó el camino de los muelles para ir a controlar el buen desarrollo de la descarga de un barco. Se acercó a una pila de bastidores de carga; un detalle había atraído su atención. Se arrodilló para mirar el precinto sanitario que garantizaba el mantenimiento de la cadena de frío. El indicador se había ennegrecido. Zofia empuñó de inmediato el walkie-talkie y buscó el quinto canal. La oficina de servicios sanitarios no respondió a su llamada. El camión refrigerado que esperaba junto al buque no tardaría en llevar la mercancía en mal estado a los numerosos restaurantes de la ciudad. Tenía que encontrar una solución cuanto antes. Cambió al tercer canal.

– Manca, soy Zofia, ¿dónde está?

El aparato crepitó.

– En la atalaya -dijo Manca-, y hace un tiempo espléndido, por si tiene alguna duda al respecto. ¡Casi puedo ver la costa china!

– El Vasco de Gama está descargando, ¿puede reunirse conmigo enseguida?

– ¿Hay algún problema?

– Preferiría hablar del asunto aquí -contestó antes de cortar la comunicación.

Esperó a Manca al pie de la grúa que transportaba las cajas desde el barco hasta tierra firme. Éste llegó unos minutos después, al volante de un Fenwick.

– Bien, ¿qué puedo hacer por usted? -preguntó Manca.

– De esa grúa cuelgan diez cajas de gambas incomestibles.

– ¿Y?

– Los del servicio sanitario no están aquí, como puede ver, y no consigo localizarlos.

– Yo tengo dos perros y un hámster en casa, y aun así no soy veterinario. Vamos a ver, ¿qué sabe usted de crustáceos?

Zofia le mostró el indicador.

– ¡Las gambas no tienen secretos para mí! Si no nos ocupamos de esto, no va a ser nada aconsejable ir esta noche a un restaurante…

– Sí, vale, pero ¿qué quiere que haga yo, aparte de comerme un bistec en casa?

– Ni para los niños comer mañana en el colegio…

No era una frase inocente. Manca no soportaba que se le tocara un pelo a ningún niño; para él, los niños eran sagrados. La miró unos instantes frotándose la barbilla.

– ¡Está bien, de acuerdo! -dijo, apoderándose del emisor de Zofia.

Cambió la frecuencia para establecer contacto con el hombre que manejaba la grúa.

– ¡Samy, colócate sobre el mar!

– ¿Eres tú, Manca? Voy cargado con trescientos kilos. ¿Puedes esperar?

– ¡No!

La pluma giró poco a poco, arrastrando la carga en un lento balanceo, y se detuvo sobre el agua.

– ¡Bien! -dijo Manca-. Ahora voy a pasarte a la oficial de seguridad, que acaba de descubrir un gran defecto en tu estiba. Va a ordenarte que la sueltes de inmediato para que no corras ningún peligro, y tú la obedecerás a la misma velocidad porque su oficio es hacer este tipo de cosas.

Le tendió a Zofia el aparato sonriendo de oreja a oreja. Zofia vaciló y carraspeó antes de transmitir la orden. Se oyó un ruido seco y el gancho se abrió. La carga de crustáceos se hundió en las aguas del puerto. Manca volvió a montar en el Fenwick. Al arrancar, olvidó que había puesto la marcha atrás y derribó las cajas que había en el suelo. Se detuvo a la altura de Zofia.

– Si esta noche los peces se ponen enfermos, es cosa suya, yo no quiero saber nada del asunto. ¡Y de los papeles del seguro tampoco!

Acto seguido, el tractor avanzó sobre el asfalto sin hacer ruido.

La tarde tocaba a su fin. Zofia cruzó la ciudad; la panadería donde hacían los mostachones preferidos de Mathilde estaba en el extremo norte de Richmond con la calle Cuarenta y cinco. Aprovechó la ocasión para hacer algunas compras.


Zofia llegó a casa una hora más tarde, cargada, y subió al primer piso. Empujó la puerta con un pie; apenas veía lo que tenía delante y pasó directamente detrás de la barra de la cocina. Resopló al dejar las bolsas de papel marrón sobre la encimera de madera y levantó la cabeza: Reina y Mathilde la miraban con una expresión más que extraña.

– ¿Puedo saber de qué os reís? -preguntó Zofia.

– ¡No nos reímos! -repuso Mathilde.

– Todavía no…, pero viendo vuestras caras, apuesto lo que sea a que no vais a tardar.

– ¡Te han mandado flores! -susurró Reina con los labios apretados.

Zofia miró primero a una y luego a la otra.

– Reina las ha puesto en el cuarto de baño -dijo Mathilde.

– ¿Por qué en el cuarto de baño? -preguntó Zofia, recelosa.

– ¡Por la humedad, supongo! -contestó Mathilde, risueña.

Zofia apartó la cortina de la ducha y oyó a Reina añadir:

– ¡Esa clase de vegetal necesita mucha agua!

Se hizo el silencio en las dos estancias. Cuando Zofia preguntó quién había tenido la delicadeza de enviarle un nenúfar, en el salón estalló la risa de Reina, a la que no tardó en seguir la de Mathilde. Reina pudo contenerse lo suficiente para decir que sobre el lavabo había una tarjeta. Zofia, dubitativa, abrió el sobre: «Sintiéndolo mucho, un enojoso compromiso profesional me obliga a aplazar nuestra cena. La espero a las siete y media en el bar del embarcadero Hyatt para pedirle perdón y tomar el aperitivo. No falte, su compañía me resulta indispensable».

La nota estaba firmada por Lucas. Zofia la arrugó y la tiró a la papelera. Luego regresó al salón.

– Bueno, ¿quién es? -preguntó Mathilde, secándose los ojos.

Zofia se acercó al armario y lo abrió enérgicamente. Se puso un cárdigan, recogió las llaves de la mesita de la entrada y, antes de salir, se volvió para decirles a Reina y a Mathilde que estaba encantada de que se hubieran conocido. Sobre la barra había ingredientes para preparar una cena. Ella tenía trabajo y volvería tarde. Hizo una reverencia forzada y desapareció. Mathilde y Reina oyeron subir un glacial «buenas noches» por el hueco de la escalera justo antes de que la puerta de entrada se cerrara. El ruido del motor del Ford se desvaneció unos segundos más tarde. Mathilde miró a Reina sin ocultar la amplia sonrisa en la comisura de los labios.

– ¿Cree que está molesta?

– ¿A ti te han mandado alguna vez un nenúfar?

Reina se enjugó el rabillo del ojo.


Zofia conducía con brusquedad. Encendió la radio y masculló:

– Pero bueno, ¿me ha tomado por una rana o qué?

En el cruce de la Tercera Avenida, dio un volantazo al tiempo que tocaba inopinadamente el claxon. Delante de su parabrisas, un peatón señaló con un ademán grosero que todavía tenía el semáforo en rojo. Zofia asomó la cabeza por la ventanilla y le gritó:

– ¡Lo siento! ¡Los batracios son daltónicos!

Condujo deprisa en dirección a los muelles.

– Un enojoso compromiso… -barbotó-. Pero ¿quién se cree que es?

Cuando Zofia llegó al muelle 80, el vigilante salió de la garita. Tenía un mensaje de parte de Manca: quería verla urgentemente. Ella miró el reloj y se dirigió al despacho de los capataces. Al entrar, comprendió enseguida por la cara de Manca que había habido un accidente; éste le confirmó que un cargador llamado Gómez se había caído. La causa de la caída era, probablemente, una escala defectuosa. La carga suelta que había en la cala apenas había amortiguado el golpe; el hombre había sido trasladado al hospital en un estado lamentable. Las causas del accidente habían provocado la cólera de sus compañeros. Zofia no estaba de servicio en el momento de la desgracia, pero eso no hacía que se sintiera menos responsable. Desde que se había producido la tragedia, la tensión no había cesado de aumentar, y entre los muelles 96 y 80 ya circulaban rumores de huelga. Para calmar los ánimos, Manca había prometido que haría inmovilizar el barco en el muelle. Si la investigación confirmaba las sospechas, el sindicato se personaría como acusación particular contra el armador. Mientras tanto, para debatir la pertinencia de una huelga, Manca había invitado a cenar esa noche a los tres jefes de sección de la Unión de Cargadores. Con semblante grave, Manca escribió la dirección del restaurante en un pedazo de papel que arrancó del bloc de notas.

– Estaría bien que vinieses. He hecho la reserva para las nueve.

Le tendió el papel a Zofia y ésta se despidió de él.

El viento frío que soplaba en los muelles le azotaba las mejillas. Se llenó los pulmones de aire helado y lo soltó lentamente. Una gaviota se posó sobre una amarra que chirriaba al estirarse. El pájaro inclinó la cabeza y clavó los ojos en Zofia.

– ¿Eres tú, Gabriel? -preguntó ella con voz tímida.

La gaviota levantó el vuelo profiriendo un fuerte graznido.

– No, no eras tú…

Mientras caminaba junto al agua, experimentó una sensación que no conocía, como si un velo de tristeza se mezclara con el rocío.

– ¿Algún problema?

La voz de Jules la sobresaltó.

– No lo había oído llegar.

– Yo sí que te he oído a ti -dijo el hombre, acercándose a ella-. ¿Qué haces aquí a estas horas? Ya no estás de servicio.

– He venido a meditar sobre un día que ha ido de mal en peor.

– No te fíes de las apariencias, ya sabes que suelen ser engañosas.

Zofia se encogió de hombros y se sentó en el primer peldaño de la escalera de piedra que descendía hacia el agua. Jules se instaló a su lado.

– ¿Le duele la pierna? -preguntó la joven.

– ¡Olvídate de mi pierna, haz el favor! A ver, ¿qué es lo que va mal?

– Creo que estoy cansada.

– Tú nunca estás cansada… Te escucho.

– No sé qué me pasa, Jules…, me siento…, no sé, un poco harta…

– ¡Acabáramos!

– ¿Por qué dice eso?

– Por nada, por decir algo. ¿Y cuál es la causa de esta repentina «depre»?

– No tengo ni idea.

– Sí, uno nunca nota cómo avanza esa sensación. Se presenta de repente y un buen día, no se sabe cómo, desaparece.

Jules intentó levantarse. Zofia le tendió la mano para ayudarlo a que se apoyara en ella. Él gimió al incorporarse.

– Son las siete y cuarto…, creo que debes irte.

– ¿Por qué dice eso?

– ¡Para de repetir la misma pregunta! Digamos que porque es tarde. Buenas noches, Zofia.

Jules se alejó sin cojear. Antes de meterse bajo su arco, se volvió y le preguntó:

– ¿Tu «depre» tiene el cabello rubio o moreno?

A continuación desapareció en la penumbra, dejándola sola en el aparcamiento.


El primer intento de poner en marcha el Ford no dejaba lugar para la esperanza: los faros apenas iluminaron la proa del barco. El arranque hizo más o menos el mismo ruido que si alguien hubiera removido un puré de patata con la mano. Zofia salió, cerró de un portazo y se encaminó hacia la garita.

– ¡Mierda! -exclamó, subiéndose el cuello de la chaqueta.

Un cuarto de hora más tarde, un taxi la dejó al pie del embarcadero Center. Zofia subió corriendo la escalera mecánica que desembocaba en el gran patio del complejo hotelero. Allí montó en el ascensor que subía de un tirón hasta el último piso.

El bar panorámico giraba lentamente sobre un eje. En media hora se podían admirar la isla de Alcatraz al este, el puente Bay al sur y los barrios financieros y sus torres magistrales al oeste. La mirada de Zofia habría apreciado también el majestuoso Golden Gate, que unía las verdes tierras del Presidio a los acantilados alfombrados de menta que caían en vertical sobre Sausalito…, si hubiera estado sentada frente a la cristalera, pero Lucas había ocupado el sitio bueno.

Cerró la carta de cócteles y llamó al camarero con un chasquido de dedos. Zofia agachó la cabeza. Lucas escupió en su mano el hueso que estaba chupando meticulosamente con la lengua.

– Los precios aquí son demenciales, pero debo reconocer que la vista es excepcional -dijo, metiéndose en la boca otra aceituna.

– Sí, tiene razón, la vista es bastante bonita -dijo Zofia-. Creo que hasta puedo intuir un pedazo del Golden Gate en el trocito de espejo que tengo enfrente. A no ser que sea el reflejo de la puerta de los lavabos, que también es roja.

Lucas sacó la lengua y bizqueó al tratar de mirar la punta, tomó el hueso limpio, lo dejó en el cuenco y concluyó:

– De todas formas, está oscuro, ¿no?

Con mano trémula, el camarero dejó sobre la mesa un Dry Martini y dos cócteles de cangrejo y se alejó a paso vivo.

– ¿No le parece que está un poco tenso? -preguntó Zofia.

Lucas había tenido que esperar diez minutos para sentarse a esa mesa y había reconvenido al camarero.

– Con estos precios se puede ser exigente, ¡créame!

– Deduzco que tiene usted una tarjeta de crédito platino -le soltó Zofia sin más.

– ¡Por supuesto! ¿Cómo lo sabe? -preguntó Lucas, sorprendido y encantado a la vez.

– Porque suelen volver arrogante… Créame: las cuentas y el sueldo de los empleados no se miden con el mismo rasero.

– Es una manera de verlo -dijo Lucas, masticando la enésima aceituna.

Después de eso, cuando pidió unas almendras…, otra copa…, una servilleta limpia…, se esforzó en mascullar un gracias que parecía realmente quemarle la garganta. Zofia manifestó su preocupación por el problema que tenía y él rompió a reír escandalosamente. Todo iba sobre ruedas y se alegraba muchísimo de haberla conocido. Diecisiete aceitunas más tarde, pagó la cuenta sin dejar propina. Al salir del local, Zofia puso discretamente un billete de cinco dólares en la mano del botones que había ido a buscar el coche de Lucas.

– ¿La llevo? -dijo Lucas.

– No, gracias, tomaré un taxi.

Con un gesto amplio, Lucas abrió la portezuela del lado del pasajero.

– Suba, la llevo.

El descapotable circulaba deprisa. Lucas hizo rugir el motor e introdujo un disco compacto en el lector del salpicadero. Con una amplia sonrisa en los labios, sacó una tarjeta de crédito platino del bolsillo y la agitó entre el índice y el pulgar.

– ¡Reconocerá que no sólo tienen defectos!

Zofia lo observó unos segundos. A la velocidad del rayo, le quitó el pedazo de plástico plateado de los dedos y lo arrojó por encima de la puerta.

– ¡Al parecer, hasta te hacen una nueva en veinticuatro horas!

El coche frenó bruscamente con un chirrido de neumáticos y Lucas se echó a reír.

– ¡En una mujer, el sentido del humor es irresistible!

Cuando el coche se detuvo delante de la parada de taxis, Zofia hizo girar la llave de contacto para detener el ruido ensordecedor del motor. Bajó y cerró con delicadeza la portezuela.

– ¿Está segura de que no quiere que la acompañe a su casa? -preguntó Lucas.

– Se lo agradezco, pero he quedado. Lo que sí quisiera es pedirle un pequeño favor.

– Délo por hecho.

Zofia se inclinó sobre la ventanilla de Lucas.

– ¿Podría esperar hasta que haya girado la esquina para volver a poner en marcha su supercortadora de césped?

Retrocedió un paso y él la asió por la muñeca.

– He pasado un rato delicioso -dijo.

Le rogó que aceptara cenar con él otro día. Los primeros encuentros siempre le resultaban difíciles e incómodos porque era tímido. Debía darle una oportunidad para conocerlo mejor. A Zofia la dejó perpleja su definición de la timidez.

– No se puede juzgar a la gente basándose en la primera impresión, ¿verdad?

Había una pizca de encanto en el tono que había adoptado. Ella aceptó una comida, nada más. Después giró sobre sus talones y se dirigió hacia el taxi que estaba al principio de la parada. El V12 de Lucas ya rugía a su espalda.


El taxi se detuvo junto a la acera. Las campanas de Grace Cathedral acabaron de dar las nueve. Zofia entró en Simbad; había llegado a la hora en punto. Cerró la carta, se la devolvió a la camarera y bebió un sorbo de agua, decidida a abordar directamente el meollo de la cuestión que la había llevado a aquella mesa. Debía convencer a los jefes del sindicato de que frenaran el movimiento de protesta en los muelles.

– Aunque los apoyen, los cargadores no aguantarán más de una semana sin cobrar. Si cesa la actividad, los cargueros amarrarán al otro lado de la bahía. Será la muerte de los muelles -dijo con voz firme.

Oakland, el vecino puerto rival, competía con ellos por controlar la actividad mercantil. Otro bloqueo podía provocar la marcha de las empresas de flete. La ambición de los promotores, que desde hacía diez años tenían puestos los ojos en los mejores terrenos de la ciudad, ya estaba suficientemente estimulada para que, además, hicieran de Caperucita Roja con aromas de huelga en un cesto.

– Ha sucedido en Nueva York y en Baltimore y puede suceder aquí -añadió, convencida de la causa que defendía.

Y si los puertos mercantes cerraban sus puertas, las consecuencias no sólo serían desastrosas para la vida de los cargadores. Muy pronto, el flujo incesante de camiones que atravesaban a diario los puentes terminaría de atascar los accesos de la península. La gente tendría que salir de su casa todavía más temprano para ir al trabajo y volvería todavía más tarde. No pasarían ni seis meses antes de que muchos se resignaran a emigrar más al sur.

– ¿No le parece que lleva las cosas demasiado lejos? -preguntó uno de los hombres-. ¡Sólo se trata de renegociar las primas de peligrosidad! Además, yo creo que nuestros colegas de Oakland serán solidarios.

– Es lo que llaman la teoría del batir de alas de la mariposa -insistió Zofia, rasgando un trozo del mantel de papel.

– ¿Qué pintan aquí las mariposas? -preguntó Manca.

El hombre con traje negro que estaba cenando detrás de ellos se volvió para intervenir en su conversación. A Zofia se le heló la sangre en las venas al ver que era Lucas.

– Es un principio geofísico según el cual el movimiento de las alas de una mariposa en Asia provoca un desplazamiento de aire que puede convertirse en un ciclón que devaste las costas de Florida.

Los delegados sindicales, desconcertados, se miraron en silencio. Manca mojó un trozo de pan en la mayonesa y resopló antes de decir:

– Puestos a hacer el imbécil en Vietnam, deberíamos haber aprovechado para sulfatar las orugas. ¡Por lo menos habríamos ido para algo!

Lucas saludó a Zofia y se volvió hacia la periodista que estaba entrevistándolo. El rostro de Zofia estaba de color grana. Uno de los delegados le preguntó si era alérgica a los crustáceos, puesto que no había tocado el plato. Zofia se sentía un poco mareada, se justificó, ofreciéndoles compartir su plato. Les suplicó que reflexionaran antes de hacer algo irreparable y pidió disculpas por irse antes de terminar la cena; la verdad era que no se encontraba muy bien.

Todos se levantaron cuando se marchó. Al pasar junto a la mesa de al lado, se inclinó hacia la chica y la miró fijamente. Esta, sorprendida, retrocedió instintivamente y estuvo a punto de caerse hacia atrás. Zofia le dedicó una sonrisa forzada.

– ¡Debe de gustarle usted mucho para que la haya dejado sentarse de cara al exterior! ¡Aparte de eso, es rubia! Les deseo a los dos una feliz velada… profesional.

Se dirigió con decisión hacia el guardarropa. Lucas salió tras ella, la retuvo por el brazo y la obligó a volverse.

– ¿Qué mosca le ha picado?

– Me da la impresión de que la palabra «profesional» no significa lo mismo para los dos.

– ¡Es periodista!

– Sí, claro. Yo también: los domingos paso las notas de toda la semana a mi diario íntimo.

– ¡Pero Amy es periodista de verdad!

– ¡Ya! ¡Y en este momento el gobierno parece muy ocupado comunicándose con Amy!

– Exacto, y no hable tan fuerte, va a cargarse mi tapadera.

– ¿Su tapadera o su portada de revista? Por cierto, ofrézcale un postre. He visto en la carta uno por menos de seis dólares.

– ¿Le importaría bajar la voz? Me gustaría seguir pasando de incógnito.

– ¡Esta sí que es buena! Dentro de muchos años, cuando sea abuela, podré contarles a mis nietos que una noche tomé el aperitivo con James Bond. Cuando esté jubilado, ¿podrá levantar el secreto de Estado?

– ¡Bueno, ya está bien! ¡Por lo que he visto, usted no estaba cenando con tres compañeras de colegio!

– Es usted un encanto, Lucas, un verdadero encanto, y su acompañante también. Tiene unos rasgos deliciosos y un precioso cuello de pájaro. ¡Es una mujer con suerte! Dentro de cuarenta y ocho horas recibirá una sublime jaula de mimbre trenzado.

– Eso va con segundas. ¿Qué pasa? ¿No le ha gustado el nenúfar?

– ¡Todo lo contrario! ¡Me ha halagado muchísimo que no me haya mandado también un acuario! ¡Vamos, corra, parece abatida! Para una mujer, es terrible aburrirse en la mesa de un hombre. Y créame, sé de lo que hablo.

Zofia dio media vuelta y la puerta del restaurante se cerró a su espalda. Lucas se encogió de hombros, echó un vistazo a la mesa de la que Zofia se había levantado y se reunió con su acompañante.

– ¿Quién era? -preguntó la periodista, que empezaba a impacientarse.

– Una amiga.

– No es asunto mío, pero parecía cualquier cosa menos eso.

– En efecto, no es asunto suyo.

Durante toda la cena, Lucas no paró de ensalzar los méritos de su jefe. Contó que, en contra de las ideas preconcebidas, era a Ed Heurt a quien la compañía debía su formidable auge. Su legendaria modestia y un exceso de fidelidad hacia su socio habían llevado al vicepresidente a conformarse con ser el número dos, pues para Ed Heurt lo único importante era la causa. Sin embargo, la verdadera cabeza pensante del binomio era él y sólo él. La periodista tecleaba con agilidad en su ordenador de bolsillo. Lucas le rogó hipócritamente que no mencionara en su artículo algunos comentarios que le había hecho de modo confidencial porque sus ojos azules eran irresistibles. Se inclinó para servirle vino y ella lo invitó a que le contara otros secretos de alcoba, a título puramente amistoso, por supuesto. Lucas se echó a reír y contestó que aún no estaba lo bastante ebrio para eso. Al tiempo que se subía un tirante del top de seda, Amy preguntó qué podría sumirlo en un estado de ebriedad.


Zofia subió de puntillas la escalera de entrada. Era tarde, pero la puerta de Reina todavía estaba entornada y Zofia la empujó suavemente con un dedo. No había ningún álbum sobre la alfombra ni ningún cuenco con trozos de bizcocho. La señora Sheridan la esperaba sentada en el sillón. Zofia entró.

– Te gusta ese chico, ¿verdad?

– ¿Quién?

– No te hagas la tonta, el del nenúfar, con el que has salido esta noche.

– Sólo hemos tomado una copa. ¿Por qué?

– Porque a mí no me gusta.

– Tranquila, a mí tampoco. Es odioso.

– Lo que yo decía: te gusta.

– ¡Que no! Es vulgar, presuntuoso, engreído.

– ¡Dios mío, ya se ha enamorado! -exclamó Reina, levantando los brazos hacia el cielo.

– ¡De verdad que no! Es un hombre que no se siente a gusto consigo mismo, y yo pensaba que podría ayudarlo.

– Entonces ¡es todavía peor de lo que creía! -dijo Reina, levantando de nuevo los brazos.

– ¡Pero bueno!

– No hables tan fuerte, vas a despertar a Mathilde.

– De todas formas, es usted la que no para de decirme que necesito tener a alguien en mi vida.

– Eso, cielo, es lo que todas las madres judías les dicen a sus hijos… mientras son solteros. El día que les llevan a alguien a casa, cantan la misma canción pero con las palabras cambiadas.

– Pero, Reina, usted no es judía.

– ¿Y qué?

Reina se levantó y sacó la bandeja del aparador; abrió la caja metálica y puso unas galletas en el cuenco plateado. Le ordenó a Zofia que se comiera por lo menos una, y sin rechistar, ya había sufrido bastante esperándola toda la noche.

– Siéntate y cuéntamelo todo -dijo Reina, acomodándose en el sillón.

Escuchó a Zofia sin interrumpirla, tratando de comprender las intenciones del hombre que se había cruzado varias veces en su camino. Miró a Zofia con ojos inquisitivos y sólo rompió el silencio que se había impuesto para pedirle que le pasara una galleta. Sólo tomaba después de las comidas, pero la circunstancia justificaba la asimilación inmediata de azúcares rápidos.

– Descríbemelo otra vez -dijo Reina, después de haber mordido la galleta.

A Zofia le resultaba muy divertido el comportamiento de su casera. Teniendo en cuenta lo tarde que era, habría podido poner fin a la conversación y retirarse, pero el pretexto era perfecto para saborear esos instantes preciosos en que la caricia de una voz resulta más cautivadora que la de una mano. Respondiendo lo más sinceramente posible a su interlocutora, le sorprendió no poder atribuir ni una sola cualidad al hombre con el que había pasado la velada, salvo quizá cierto ingenio en el que parecía predominar la lógica.

Reina le dio unas tiernas palmadas a Zofia en la rodilla.

– Este encuentro no es fruto del azar. Estás en peligro y ni siquiera lo sabes.

La venerable mujer se percató de que Zofia no había captado la intención de sus palabras. Se arrellanó en el sillón.

– Ya lo tienes metido en las venas, y llegará hasta tu corazón. Recogerá las emociones que has cultivado en él con tantas precauciones y después te alimentará de esperanzas. La conquista amorosa es la más egoísta de las cruzadas.

– Reina, en serio, creo que se equivoca de medio a medio.

– No, eres tú quien está equivocada. Sé que me tomas por una vieja chocha, pero ya verás como lo que digo es cierto. Cada día, cada hora que pase, te reafirmarás en tu resistencia, en tu manera de comportarte, en tus regates, pero el deseo de su presencia será mucho más fuerte que una droga. Así que no te engañes a ti misma, es todo lo que te pido. Invadirá tu mente, y nada podrá liberarte de la añoranza. Ni la razón ni el tiempo, que se habrá convertido en tu peor enemigo. La mera idea de volver a verlo, tal como tú lo imaginas, te hará vencer el más terrible de los miedos: el abandono… de él, de ti misma. Es la elección más delicada que nos impone la vida.

– ¿Por qué me dice todo esto, Reina?

Reina contempló en la biblioteca el lomo de uno de sus álbumes. Unas líneas de nostalgia acababan de escribirse en sus ojos.

– Porque tengo la vida a mi espalda. Una de dos: no hagas nada o hazlo todo. Sin trampas, sin falsas excusas y, sobre todo, sin compromisos.

Zofia entrelazaba los flecos de la alfombra entre sus dedos. Reina le dirigió una mirada de ternura y le acarició el cabello.

– Bueno, no pongas esa cara, parece ser que de vez en cuando las historias de amor acaban bien. Venga, ya está bien de palabras trilladas, no me atrevo ni a mirar el reloj.

Zofia cerró despacio la puerta y subió a sus habitaciones. Mathilde dormía como una bendita.


Los dos margaritas chocaron con un tintineo de cristal. Arrellanado en el sofá de su suite, Lucas presumió de preparar ese cóctel como nadie. Amy se llevó la copa a los labios y asintió con la mirada. Con una voz terriblemente acariciadora, él confesó estar celoso de los granos de sal que habían invadido su boca. Ella los hizo crujir entre los dientes y jugueteó con la lengua; la de Lucas se deslizó sobre los labios de Amy antes de adentrarse más, mucho más.


Zofia no encendió la luz. Atravesó la habitación en penumbra para acercarse a la ventana y abrirla con cuidado. Se sentó en el alféizar y contempló el mar que lamía la costa. Se llenó los pulmones del rocío que la brisa oceánica esparcía por la ciudad y miró el cielo, pensativa. No había estrellas.


Y atardeció y amaneció…

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