Quinto día

Estaba clareando el quinto día y los dos dormían. Hasta ellos llegaba el fresco del amanecer perfumado de otoño por la ventana abierta. Zofia se acurrucó contra Lucas. Los gemidos de Mathilde la habían sacado de su agitado sueño. Se desperezó y enseguida se quedó inmóvil al percatarse de que no estaba sola. Apartó despacio la manta y se levantó vestida con la ropa del día anterior. Salió al salón de puntillas.

– ¿Te duele?

– Es que estaba en una mala postura. Lo siento, no quería despertarte.

– No te preocupes, estaba medio despierta. Voy a prepararte un té. -Zofia entró en la cocina y contempló el semblante huraño de su amiga-. ¡Acabas de ganarte un chocolate caliente! -dijo, abriendo el frigorífico.

Mathilde apartó la cortina. En la calle, todavía desierta, un hombre salía de una casa con un perro sujeto de una correa.

– Me encantaría tener un labrador, pero sólo de pensar en que tendría que pasearlo todas las mañanas me entran ganas de inyectarme Prozac directamente en vena -dijo Mathilde, soltando la cortina.

– Uno es responsable de lo que domestica -afirmó Zofia-, y no es una frase mía.

– Has hecho bien en precisarlo. ¿Tenéis planes, Lu y tú?

– ¡Hace dos días que nos conocemos! Además, se llama Lucas.

– ¿Y yo qué he dicho?

– No, no tenemos planes.

– Pues eso no puede ser. Cuando se son dos, siempre se tienen planes.

– ¿Y de dónde has sacado eso?

– Es así, hay estampas de felicidad que no tenemos derecho a cambiar; podemos colorearlas, pero sin salimos de los bordes. Uno y uno son dos, dos es igual a pareja y pareja es igual a proyectos. ¡Es así y no de otra manera!

Zofia rompió a reír. En el cazo, la leche subió; la vertió en la taza y removió despacio el chocolate en polvo.

– Toma, bebe en vez de decir tonterías -dijo, llevándole el preparado humeante-. ¿Dónde has visto una pareja?

– ¡Me pones frenética! Hace tres años que te oigo hablar del amor, que si el amor esto, que si el amor aquello… ¿De qué te sirven todos esos cuentos de hadas, si te niegas desde el principio a interpretar el papel de princesa?

– ¡Qué metáfora tan romántica!

– Sí, mucho, pero si no te importa, ve a «metaforear» con él. Te advierto que, si no haces nada, en cuanto tenga la pierna en condiciones te lo robo sin ningún remordimiento.

– Ya veremos. La situación no es tan sencilla como parece.

– ¿Conoces alguna historia de amor que sea sencilla? Zofia, siempre te he visto sola, y eras tú quien me decía: «Somos los únicos responsables de nuestra felicidad». Pues bien, hija mía, tu felicidad mide un metro ochenta y cinco y pesa setenta y ocho kilos de puro músculo, así que, por favor, no pases por su lado. Tratándose de felicidad, hay que ponerse debajo.

– ¡Muy ingenioso y muy delicado!

– No, es pragmático. Por cierto, creo que «felicidad» está despertándose, así que haz el favor de ir a verlo ahora mismo, porque me gustaría respirar un poco de aire. ¡Vamos, despeja el salón, largo!

Zofia meneó la cabeza y volvió al dormitorio. Se sentó a los pies de la cama y observó el despertar de Lucas. Desperezarse bostezando le daba aspecto de felino. El joven entreabrió los ojos e inmediatamente una sonrisa le iluminó el rostro.

– ¿Hace mucho rato que estás ahí? -le preguntó.

– ¿Qué tal el brazo?

– Ya no noto casi nada -dijo él, efectuando un movimiento de rotación del hombro acompañado de una mueca de dolor.

– Ahora sin hacerte el macho: ¿qué tal el brazo?

– ¡Me duele horrores!

– Entonces, descansa. Quería prepararte algo, pero no sé qué tomas para desayunar.

– Veinte creps y otros tantos cruasanes.

– ¿Café o té? -preguntó ella levantándose.

Lucas la contempló; su semblante se había ensombrecido. La asió de la muñeca y la atrajo hacia sí.

– ¿Has tenido alguna vez la impresión de que el mundo te abandonaría tras de sí, la sensación de que, al mirar cada rincón de la habitación que ocupas, el espacio mengua, la convicción de que tu ropa se ha quedado vieja durante la noche, de que en cada espejo tu reflejo interpreta el papel de tu miseria sin ningún espectador, sin que ello te produzca ya ninguna sensación de bienestar, porque piensas que nadie te quiere y que tú no quieres a nadie, que toda esa nada no será más que el vacío de tu propia existencia?

Zofia rozó los labios de Lucas con la yema de los dedos.

– No pienses eso.

– Entonces, no me dejes.

– Sólo iba a preparar un café. -Se acercó a él-. No sé si la solución existe, pero la encontraremos -susurró.

– No debo dejar que se me entumezca el hombro. Ve a ducharte, yo me ocuparé del desayuno.

Ella aceptó de buen grado y desapareció. Lucas miró su camisa colgada en la estructura de la cama: tenía una manga manchada de sangre seca y se la arrancó. Se acercó a la ventana, la abrió y contempló los tejados que se extendían a sus pies; en la bahía sonaba la sirena de niebla de un gran carguero, como en respuesta a las campanadas de Grace Cathedral. Hizo una bola con la tela manchada y la arrojó a lo lejos antes de cerrar la ventana. Después dio unos pasos hacia el cuarto de baño y pegó una oreja a la puerta. El ruido del agua lo reconfortó; respiró hondo y salió del dormitorio.

– Voy a hacer café, ¿quieres? -le preguntó a Mathilde.

Ella le mostró la taza de chocolate caliente.

– He dejado los excitantes junto con todo lo demás, pero he oído lo de las creps y me conformaré con el diez por ciento del botín.

– El cinco como máximo -contestó Lucas, pasando al otro lado de la barra-, y sólo si me dices dónde está la cafetera.

– Lucas, anoche oí algunos fragmentos de vuestra conversación y la verdad es que era como para pellizcarse para comprobar si estabas despierta. En la época en que me drogaba, no digo…, en fin, no me habría hecho ninguna pregunta, pero ahora…, bueno, no creo que la aspirina provoque viajes así. ¿De qué hablabais exactamente?

– Habíamos bebido mucho los dos, debimos de decir muchas tonterías. No te preocupes, puedes continuar tomando analgésicos sin miedo a los efectos secundarios.

Mathilde miró la chaqueta que Lucas llevaba el día anterior; estaba colgada del respaldo de una silla y tenía la espalda acribillada de impactos de bala.

– ¿Y siempre que pilláis una tajada os da por dedicaros al tiro de pichón?

– Siempre -respondió él, abriendo la puerta del dormitorio.

– En cualquier caso, el corte es bueno. Lástima que el sastre no le reforzara las hombreras.

– Se lo diré para la próxima vez, confía en mí.

– Confío en ti. Que te siente bien la ducha.


Reina entró en la habitación y, mirando a Mathilde, dejó el periódico y una gran bolsa de pastas sobre la mesa.

– Creo que voy a dedicarme al Bed amp; Breakfast, y que nadie critique mis desayunos porque podría quitarme clientes, nunca se sabe. ¿Se han despertado los tortolitos?

– Están en el dormitorio -dijo Mathilde.

– Cuando le dije que lo contrario de todo es nada, no pensé que se lo tomaría tan al pie de la letra.

– ¡Usted no ha visto al animal con el torso desnudo!

– No, pero a mi edad no hay mucha diferencia entre eso y un chimpancé.

Reina disponía los cruasanes en una fuente al tiempo que miraba, intrigada, la chaqueta de Lucas.

– Diles que procuren no llevarla a la tintorería de la esquina. Soy clienta. Bueno, me vuelvo abajo.

Y sin añadir nada más, salió al rellano.


Zofia y Lucas se sentaron a la mesa para compartir el desayuno en trío. En cuanto Lucas hubo engullido la última pasta, recogieron las cosas e instalaron cómodamente a Mathilde en la cama. Zofia decidió que Lucas la acompañara, y lo primero que tenía que hacer era una visita a los muelles. Descolgó la gabardina del perchero; Lucas dirigió una mirada de asco a la chaqueta, cuyo aspecto era lamentable. Mathilde comentó que una camisa con una sola manga le parecía demasiado original para el barrio adonde iba. Ella tenía una camisa de hombre y se ofrecía a prestársela con la condición de que le prometiera devolvérsela tal como se la había llevado; él le dio las gracias. Unos minutos más tarde, se disponían a salir a la calle cuando la voz de Reina los llamó al orden. Estaba en medio de la entrada con los brazos en jarras y observaba de arriba abajo a Lucas.

– Viéndolo así, hay buenas razones para pensar que es de constitución fuerte, pero así y todo no tiente al demonio exponiéndose a pasar frío. Acompáñeme.

Entró en sus habitaciones y abrió su viejo ropero. La puerta de madera chirrió sobre sus goznes. Reina apartó algunas cosas para sacar una chaqueta colgada de una percha y se la tendió a Lucas.

– Está un poco anticuada, aunque, en mi opinión, el príncipe de Gales no pasará nunca de moda, y además, el tweed abriga mucho.

Ayudó a Lucas a ponerse la americana, que parecía hecha a su medida, y miró a Zofia por el rabillo del ojo.

– No intentes averiguar de quién era, haz el favor. A mi edad, una hace lo que le da la gana con sus recuerdos.

Se dobló en dos y se apoyó en la repisa de la chimenea haciendo una mueca. Zofia se precipitó hacia ella.

– ¿Qué le pasa, Reina?

– Nada grave, un simple dolor de vientre, no tienes por qué alarmarte.

– ¡Está blanca como el papel, y parece agotada!

– Hace diez años que no tomo el sol, y además, a mi edad es inevitable levantarse algunos días cansada, así que no te preocupes.

– ¿No quiere que la lleve a que la vea un médico?

– ¡Sólo me faltaría eso! ¡Los médicos que se queden en su casa, que yo me quedo en la mía! Es la única manera de llevarme bien con ellos.

Les hizo una seña con la mano que significaba «marchaos, marchaos, se nota que los dos tenéis prisa».

Zofia vaciló antes de obedecer.

– Zofia…

– Dime, Reina.

– Ese álbum que tenías tantas ganas de ver, creo que me gustaría enseñártelo. Pero son fotos muy especiales y quisiera que las vieras a la luz del atardecer. Es la que mejor les va.

– Como quiera, Reina.

– Entonces, ven a verme esta tarde a las cinco. Y sé puntual.

– Vendré, se lo prometo.

– Y ahora, marchaos los dos, ya os he entretenido bastante con mis historias de vieja. Lucas, cuide la chaqueta… Apreciaba al hombre que la llevaba más que a nada en el mundo.

Cuando el coche se alejó, Reina dejó caer la cortina de la ventana y masculló mientras arreglaba uno de los ramos que adornaban la mesa:

– Comida, techo…, ¡sólo faltaba la ropa!

Bajaron por la calle California. En el semáforo del cruce con la calle Polk se detuvieron justo al lado del coche del inspector Pilguez. Zofia bajó la ventanilla para saludarlo. El policía estaba escuchando un mensaje que le transmitían por radio.

– No sé qué pasa esta semana, pero todo el mundo se está volviendo loco. Es la quinta pelea seria en Chinatown. Los dejo, que pasen un buen día -dijo, poniéndose en marcha.

El vehículo del policía giró a la izquierda con la sirena en marcha; el suyo se detuvo, diez minutos después, al final del muelle 80. Miraron el viejo carguero que se balanceaba indolentemente en el extremo de las amarras.

– Se me ha ocurrido una idea que quizá pueda evitar lo inevitable -dijo Zofia-: llevarte conmigo.

Lucas la miró, inquieto.

– ¿Adonde?

– Con los míos. Ven conmigo, Lucas.

– ¿Cómo? ¿Por obra y gracia del Espíritu Santo? -repuso Lucas con ironía.

– Cuando uno no quiere seguir trabajando para una empresa, tiene que hacer todo lo contrario de lo que se espera de él. ¡Haz que te despidan!

– ¿Tú has leído mi currículo? ¿Crees que puedo borrarlo o reescribirlo en cuarenta y ocho horas? Y aunque pudiera, ¿crees de verdad que tu familia me recibiría con los brazos abiertos y el corazón rebosante de buenos sentimientos? Zofia, antes de que hubiera cruzado el umbral de tu casa, una horda de guardias se abalanzaría sobre mí para devolverme al lugar del que procedo, y dudo mucho que hiciera el viaje de vuelta en primera clase.

– He dedicado mi alma a los demás, a convencerlos de que no se resignen nunca a la fatalidad, así que ahora me toca a mí, me ha llegado el momento de saborear la felicidad, de ser feliz. El paraíso es ser dos, y me lo merezco.

– Pides lo imposible. Su oposición es demasiado grande, jamás dejarán que nos amemos.

– Bastaría un poco de esperanza, un indicio. Tan sólo tú puedes decidir cambiar, Lucas; dales una prueba de buena voluntad.

– ¡Me gustaría tanto que lo que dices fuese verdad y que resultara tan fácil!

– ¡Entonces inténtalo, por favor!

Lucas no contestó y se hizo el silencio. Se alejó unos pasos hacia el estrave herrumbroso del gran buque. Cada vez que sus amarras crujían al tensarse, emitiendo unos chirridos salvajes, el Valparaíso adoptaba el aspecto de un animal que lucha para conquistar la libertad, para escoger su última morada: un hermoso naufragio en alta mar.

– Tengo miedo, Zofia…

– Yo también. Deja que te lleve a mi mundo, guiaré todos tus pasos, aprenderé tus despertares, inventaré tus noches, permaneceré junto a ti. Borrare todos los destinos escritos, coseré todas las heridas. Los días que la cólera te domine, te ataré las manos a la espalda para que no te hagas daño, pegaré mi boca a la tuya para ahogar tus gritos y nada será nunca más igual. Y si tú estás solo, estaremos solos en pareja.

Lucas la tomó entre sus brazos, le rozó una mejilla y le acarició una oreja con el timbre grave de su voz.

– Si supieras todos los caminos que he tomado para llegar hasta ti… No sabía, Zofia, me he equivocado muchas veces y siempre he vuelto a empezar con más alegría aún, con más orgullo. Quisiera que nuestro tiempo se detuviese para poder vivirlo, descubrirte y amarte como mereces, pero este tiempo nos une sin pertenecemos. Yo soy de otra sociedad donde todo es nadie, donde todo es único; yo soy el mal y tú el bien, yo soy tu diferencia, pero creo que te amo, así que pídeme lo que quieras.

– Tu confianza.

Abandonaron la zona portuaria y el coche subió por la calle Tercera. Zofia buscaba una gran arteria, un lugar de mucho tránsito, poblado de hombres y de vehículos.


Blaise entró avergonzado, con el semblante macilento, en el gran despacho.

– ¿Vienes a darme la clase particular de ajedrez? -gritó el Presidente caminando arriba y abajo junto al interminable ventanal-. Vuelve a definirme el concepto de «jaque mate».

Blaise se acercó un gran sillón negro.

– ¡Quédate de pie, cretino! ¡Aunque no, siéntate, cuanto menos te veo, mejor me siento! Bien, para resumir la situación, parece ser que nuestra elite ha cambiado de chaqueta.

– Presidente…

– ¡Calla! ¿Me has oído pedirte que hables? ¿Has visto que mi boca dijera que mis oídos desean escuchar el sonido de tu voz gangosa?

– Yo…

– ¡Cállate!

El Presidente había chillado tan fuerte que Blaise se encogió cinco buenos centímetros.

– Es inadmisible que lo perdamos para nuestra causa -prosiguió el Presidente- y es inadmisible que perdamos sin más. ¡Llevaba toda la eternidad esperando esta semana y no voy a permitir que lo estropees todo, gusano! ¡No sé cuál era tu definición del infierno hasta ahora, pero es posible que tenga una nueva para ti! ¡Sigue callado! Arréglatelas para que no vuelva a ver moverse tus labios adiposos. ¿Tienes algún plan?

Blaise tomó una hoja de papel y escribió unas líneas a toda prisa. El Presidente le arrebató la nota y la leyó mientras se alejaba hacia el otro extremo de la mesa. Si la victoria parecía comprometida, se podía interrumpir la partida y empezar de nuevo. Blaise proponía llamar a Lucas antes de que finalizara el plazo. Lucifer, furibundo, arrugó el papel antes de arrojarlo contra Blaise.

– Lucas me lo pagará muy caro. Tráelo aquí antes del anochecer, ¡y esta vez que no se te ocurra fallar!

– No vendrá de buen grado.

– ¿Insinúas que su voluntad es superior a la mía?

– Insinúo simplemente que tendrá que morir…

– ¡Dejando a un lado un pequeño detalle…, hace tiempo que está muerto, imbécil!

– Si una bala ha podido herirlo, existen otros medios de alcanzarlo.

– Entonces, ¡encuéntralos en vez de hablar!

Blaise se eclipsó. Era mediodía; el sol se pondría al cabo de cinco horas, lo que le dejaba poco tiempo para redactar un terrible contrato. Para organizar el asesinato de su mejor agente, no podía dejar nada en manos del azar.


El Ford estaba aparcado en la intersección de Polk y California, frente a una gran superficie comercial. A esas horas del día, la caravana de coches era interminable. Zofia vio a un hombre mayor con un bastón, que parecía dudar en aventurarse a cruzar por el paso de cebra. Disponía de muy poco tiempo para atravesar los cuatro carriles.

– Y ahora ¿qué hacemos? -preguntó Lucas, desanimado.

– Ayúdalo -respondió ella, señalando al anciano.

– ¿Es una broma?

– En absoluto.

– ¿Quieres que ayude a un viejo a cruzar una avenida? No me parece tan complicado…

– Entonces, hazlo.

– Muy bien, voy a hacerlo -dijo Lucas, andando hacia atrás. Se acercó al hombre, pero enseguida volvió sobre sus pasos-. No le encuentro ningún sentido a lo que me pides.

– ¿Prefieres empezar pasándote la tarde animando a personas hospitalizadas? Tampoco es una cosa muy complicada; basta con ayudarlos a asearse, preguntarles cómo les va, tranquilizarlos sobre la evolución de su estado, sentarse a su lado y leerles el periódico…

– ¡Está bien! ¡Voy a ocuparme del viejo!

Se alejó de nuevo… e inmediatamente regresó junto a Zofia.

– ¡Te lo advierto, si ese mocoso de ahí enfrente que está jugando con su teléfono con cámara digital hace una sola foto, lo mando a jugar al satélite de una patada en el culo!

– ¡Lucas!

– ¡Vale, vale! ¡Ya voy!

Lucas, sin ningún miramiento, arrastró de un brazo al hombre, que lo miraba desconcertado.

– ¡No creo que hayas venido a contar los coches, así que agarra bien fuerte el bastón o harás en solitario la travesía de la calle California!

El semáforo se puso en rojo y la pareja avanzó por la calzada. En la segunda raya del paso de cebra, Lucas empezó a sudar; en la tercera, tuvo la impresión de que una colonia de hormigas se había instalado en los músculos de sus piernas; en la cuarta, le dio un violento calambre. Tenía el corazón desbocado, y al aire cada vez le costaba más encontrar sus pulmones. Antes de llegar al centro de la calzada, Lucas se ahogaba. La zona protegida permitía hacer un alto, de cualquier forma impuesto por el color del semáforo, que acababa de ponerse en verde, igual que el semblante de Lucas.

– ¿Se encuentra bien, joven? -preguntó el anciano-. ¿Quiere que lo ayude a cruzar? No se suelte de mi brazo, ya falta poco.

Lucas cogió el pañuelo de papel que el hombre le tendía para secarse la frente.

– ¡No puedo! -dijo con voz trémula-. ¡Me resulta imposible! ¡Lo siento, lo siento mucho!

Y salió corriendo hacia el coche donde Zofia lo esperaba sentada sobre el capó, con los brazos cruzados.

– ¿Piensas dejarlo ahí?

– ¡He estado a punto de dejarme el pellejo! -dijo Lucas, jadeando.

Zofia, sin siquiera oír el final de la frase, se precipitó entre los coches, que tocaban el claxon, para alcanzar la plataforma central. Una vez allí, asió al anciano.

– Estoy avergonzada, terriblemente avergonzada. Es un principiante, era la primera vez que lo hacía -dijo, nerviosa.

El hombre se rascó la nuca mirando a Zofia cada vez más intrigado. Mientras el semáforo se ponía en rojo, Lucas llamó a Zofia.

– ¡Déjalo ahí! -gritó.

– ¿Qué dices?

– ¡Me has oído perfectamente! Yo he recorrido la mitad del camino hacia ti; ahora te toca a ti recorrer la otra mitad hacia mí. ¡Déjalo donde está!

– ¿Te has vuelto loco?

– ¡No, lógico! He leído en un magnífico libro de Hilton que amar es compartir, dar cada uno un paso hacia el otro. Tú me has pedido lo imposible y yo lo he hecho por ti; acepta tú también renunciar a una parte de ti misma. Deja a ese hombre donde está. ¡O el viejecito o yo!

El anciano le dio unas palmadas en el hombro a Zofia.

– No quiero interrumpirlos, pero al final van a conseguir que llegue tarde. Vamos, vaya a reunirse con su amigo.

Y sin esperar más, el hombre cruzó la otra mitad de la avenida.

Zofia encontró a Lucas apoyado en el coche; había tristeza en su mirada. Él le abrió la puerta, esperó a que se sentara y se instaló al volante, pero el Ford permaneció inmóvil.

– No me mires así, siento muchísimo no haber podido llegar hasta el final -dijo.

Ella respiró hondo antes de decir, pensativa:

– Hacen falta cien años para que crezca un árbol y sólo unos minutos para quemarlo…

– Sí, pero ¿adonde quieres ir a parar?

– Iré a vivir a tu casa. Yo te acompañaré a ti, Lucas.

– ¡Ni lo pienses!

– Ya lo creo que sí.

– No te dejaré hacer eso por nada del mundo.

– Me voy contigo, Lucas, está decidido.

– No podrás.

– Has sido tú quien me ha dicho que no me subestime. Es realmente paradójico, pero los tuyos me recibirán con los brazos abiertos. ¡Enséñame el mal, Lucas!

Él miró largamente su singular belleza. Zofia, perdida en el silencio de un entre-dos-universos, estaba resuelta a emprender un viaje cuyo destino ignoraba pero cuya intención le hacía no temer nada. Y por primera vez el deseo se volvió más fuerte que la consecuencia, por primera vez amar adquiría un sentido distinto de todo lo que había podido imaginar. Lucas arrancó y condujo deprisa hacia los bajos fondos.


Blaise, sobreexcitado, descolgó el teléfono y masculló que lo pusieran con el Presidente o, mejor aún, que le anunciaran su inminente visita. Se secó las manos en los pantalones y retiró la cinta de la grabadora. Se dirigió corriendo hacia el final del pasillo todo lo deprisa que le permitían sus cortas piernas, como un auténtico pato. Inmediatamente después de haber llamado, entró en el despacho del Presidente, que lo recibió levantando una mano.

– ¡Cállate! ¡Ya lo sé!

– ¡Yo tenía razón! -exclamó el inefable Blaise sin poder contenerse.

– ¡Tal vez! -repuso el Presidente con altanería.

Blaise dio un brinco de alegría y se golpeó con fuerza la palma de una mano con el puño de la otra.

– ¡Habrá jaque mate! -siguió diciendo en un tono de satisfacción-. Porque yo estaba en lo cierto, sí, ¡Lucas es un genio! Ha atraído a su agente de elite a nuestro bando, ¡qué sublime victoria! -Blaise tragó saliva antes de continuar-: Hay que interrumpir inmediatamente el procedimiento, pero necesito su firma.

Lucifer se levantó y se puso a caminar junto al ventanal.

– Pobre Blaise, eres tan tonto que algunos días me pregunto si tu presencia aquí no es un error de orientación. ¿A qué hora se ejecutará nuestro contrato?

– La explosión tendrá lugar a las cinco en punto de la tarde -contestó su subordinado, consultando febrilmente el reloj.

Contaban exactamente con cuarenta y dos minutos para cancelar la operación que Blaise había preparado.

– ¡No podemos perder ni un segundo, Presidente!

– Tenemos tiempo de sobra, y nos aseguraremos la victoria sin correr el menor riesgo de redención. No cambiaremos nada de lo que estaba previsto…, salvo un detalle -dijo Satán frotándose la barbilla-. A las cinco en punto, los traeremos a los dos.

– Pero ¿cómo reaccionará nuestro adversario? -preguntó Blaise, presa del nerviosismo.

– Un accidente es un accidente. Por lo que sé, no he sido yo quien ha inventado el azar. Prepara una recepción para cuando lleguen. ¡Sólo tienes cuarenta minutos!


El cruce de Broadway con la avenida Colombus siempre ha sido el lugar predilecto de todos los vicios del género humano. Allí se traficaba con droga, con cuerpos de mujeres y de hombres abandonados por la vida. Lucas se situó a la entrada de una estrecha y sombría callejuela. Bajo una escalera medio en ruinas, una joven prostituta era víctima de malos tratos por parte de su chulo, que le estaba dando una paliza brutal.

– Mira atentamente -dijo Lucas-. Éste es mi universo, la otra cara de la naturaleza humana, ésa contra la que tú quieres luchar. Ve a buscar tu parte de bondad en ese montón de inmundicia, abre bien los ojos y verás la podredumbre, la decadencia, la violencia en estado puro. La puta que está muriendo ante ti se deja humillar y golpear sin oponer resistencia por el hombre que la vende. Le quedan unos instantes de vida; unos golpes más y entregará su degradada alma. Esa es la razón de esta terrible apuesta que nos une. ¿Querías que te enseñara el mal, Zofia? Con una clase es suficiente para que toda su dimensión te pertenezca y te comprometa para siempre. Recorre esa calleja, acepta no intervenir; ya verás, no hacer nada es de una facilidad desconcertante. Haz como ellos, sigue tu camino haciendo caso omiso de esa miseria, yo te esperaré al otro lado. Cuando llegues, habrás cambiado. Es el paso del entre-dos-mundos, el paso del que no hay esperanza de volver.

Zofia bajó del coche y éste se alejó. Se adentró en una penumbra en la que cada vez le resultaba más difícil dar el siguiente paso. Miró a lo lejos e intentó con todas su fuerzas resistir. Bajo sus pies, la calleja se extendía hasta el infinito en una alfombra de piltrafas desperdigadas que ensuciaban el tortuoso pavimento.

Las paredes estaban mugrientas. Vio a Sarah, la prostituta, postrada por los golpes que llovían sobre ella a ráfagas. Tenía en la boca múltiples heridas de las que manaba una sangre negra como un abismo, su cabeza se bamboleaba, su espalda estaba destrozada, sus costillas crujían una tras otra bajo el aluvión de golpes, pero de repente se puso a luchar. Luchaba para no caerse, para no dejar su vientre a merced de las patadas que acabarían con la poca vida que le quedaba. Al recibir un puñetazo en la mandíbula, su cabeza se estrelló contra la pared; el choque fue inusitado, la resonancia en el interior de su cráneo, terrible.

Sarah la vio, como un último destello de esperanza, como un milagro concedido a alguien que creía en Dios desde siempre. Entonces Zofia apretó los dientes, apretó los puños, siguió su camino… y aminoró el paso. Detrás de ella, la mujer apoyó una rodilla en el suelo, sin encontrar ya fuerzas ni siquiera para gemir. Zofia no veía la mano del hombre, que se alzaba como un mazo sobre la nuca resignada de la prostituta. Entre una bruma de lágrimas, dominada por unas náuseas indescriptibles, reconoció en el otro extremo de la calleja la sombra de Lucas, que la esperaba con los brazos cruzados.

Se detuvo, todo su ser se inmovilizó, y gritó su nombre. Con un grito de dolor que no podía imaginar, lo llamó tan fuerte que desgarró todos los silencios del mundo, condenó todos los abismos durante una fracción de segundo que nadie vio. Lucas corrió hacia ella, pasó de largo, agarró al hombre y lo arrojó al suelo. Éste se levantó de inmediato y se abalanzó sobre él. Lucas le respondió con una violencia indescriptible y el hombre se retorció. Desangrándose, delataba la tragedia de su arrogancia derrotada, último terror que lo acompañaba en la muerte.

Lucas se agachó ante el cuerpo inanimado de Sarah. Le tomó el pulso, deslizó las manos por debajo de su cuerpo y la levantó.

– Ven -le dijo a Zofia en voz baja-, no podemos perder tiempo. Tú conoces mejor que nadie el camino del hospital; guíame, yo conduciré, tú no estás en condiciones de hacerlo.

Tendieron a la joven en el asiento trasero, Zofia sacó el girofaro de la guantera y conectó la sirena. Eran las cuatro y media, el Ford se dirigía a toda velocidad al hospital Memorial de San Francisco, estarían allí apenas un cuarto de hora más tarde.

En cuanto llegaron a urgencias, dos médicos, uno de ellos reanimador, se hicieron cargo inmediatamente de Sarah. La chica tenía la caja torácica hundida, las radiografías mostraron un hematoma en el lóbulo occipital sin lesión cerebral aparente y un politraumatismo facial. Un escáner confirmaría que su vida no estaba en peligro, aunque había faltado poco.

Lucas y Zofia salieron del aparcamiento.

– Estás más blanca que el papel. No has sido tú quien le ha pegado, Zofia, he sido yo.

– He fracasado, Lucas, soy incapaz de cambiar, como tú.

– Si lo hubieras conseguido, te habría odiado. Lo que me atrae de ti es lo que eres, Zofia, no lo que serías para adaptarte a mí. Yo no quiero que cambies.

– Entonces, ¿por qué has hecho eso?

– Para que comprendas que mi diferencia es también la tuya, para que no me juzgues, como tampoco yo te juzgo a ti, porque la falta de tiempo que nos aleja podría también acercarnos.

Zofia miró el reloj del salpicadero y se sobresaltó.

– ¿Qué te pasa?

– Voy a faltar a la promesa que le he hecho a Reina y voy a darle un disgusto. Sé que habrá hecho un té, que se habrá pasado la tarde preparando dulces y que me espera.

– No es tan grave. Te disculpará.

– Sí, pero se sentirá decepcionada. Le he jurado que sería puntual; era importante para ella.

– ¿A qué hora habíais quedado?

– A las cinco en punto.

Lucas miró su reloj; eran las cinco menos diez y el tránsito que había les dejaba pocas esperanzas de cumplir la promesa de Zofia.

– Llegarás con un cuarto de hora de retraso como mucho.

– Será demasiado tarde, se habrá puesto el sol. Ella necesitaba determinada luz para enseñarme las fotos; era una especie de apoyo, de pretexto para abrir ciertas páginas de su memoria. He trabajado tanto para que su corazón se liberara… Le debía estar a su lado. La verdad es que ya no soy gran cosa.

Lucas miró de nuevo su reloj y le acarició la mejilla a Zofia haciendo un mohín.

– Vamos a dar otra vueltecita con el girofaro y la sirena puestos. Nos quedan siete minutos para llegar a tiempo, así que no hay que eternizarse. ¡Abróchate el cinturón!

El Ford se pasó inmediatamente al carril izquierdo y subió por la calle California a toda velocidad. En el norte de la ciudad, todos los semáforos se acompasaron para formar una magnífica avenida de luces rojas y dejar libres todos los cruces por los que pasaban.


– ¡Ya voy, ya voy! -contestó Reina a la campanilla que avisaba del final de la cocción.

Se agachó para sacar el bizcocho del horno de gas. La bandeja caliente pesaba demasiado para que pudiera sostenerla con una sola mano. Dejó abierta la puerta del horno y puso el bizcocho sobre el banco de la cocina. Procurando no quemarse, lo pasó a una tabla de madera y, con un cuchillo ancho y fino, empezó a cortarlo. Se enjugó la frente y notó que unas gotas le resbalaban por la nuca. Ella nunca sudaba; debía de ser a causa de ese terrible cansancio que sentía desde la mañana. Dejó un momento el bizcocho para ir al dormitorio. Una ráfaga de aire entró entonces en la cocina. Cuando regresó, Reina miró el reloj y se apresuró a colocar las tazas en la bandeja. A su espalda, una de las siete velas dispuestas sobre la superficie de trabajo se había apagado, la que estaba más cerca de la cocina de gas.


El Ford giró en Van Ness y Lucas aprovechó la curva para consultar el reloj: aún tenían cinco minutos para llegar a la hora. La aguja del cuentakilómetros se desplazó hacia los números más altos.


Reina se acercó al viejo armario y abrió la puerta, cuya madera crujió. Sus manos, delicadamente manchadas por los años, se metieron bajo la pila de ropa blanca de encaje, antigua, y sus frágiles dedos se cerraron sobre el álbum de tapas de piel cuarteadas. Cerró los ojos y las olió antes de dejar el álbum en el suelo, sobre la alfombra extendida en el centro del salón. Sólo le faltaba calentar el agua y toda estaría a punto; Zofia llegaría de un momento a otro. Notó que el corazón le latía un poco más deprisa y se concentró en controlar la emoción que la dominaba. Volvió a la cocina y se preguntó dónde había podido dejar las cerillas.


Zofia se agarraba lo mejor que podía del asa de encima de la portezuela. Lucas le sonrió.

– ¡No te puedes ni imaginar la cantidad de coches que he conducido sin rayar jamás ninguno! Dos semáforos más y llegaremos a tu calle. Relájate, sólo son las cinco menos dos minutos.


Reina rebuscó en los cajones del aparador, después en los del trinchero y por último en los de la despensa sin ningún resultado. Apartó la cortina de debajo del banco y miró atentamente en los estantes. Al levantarse, sintió un ligero vértigo y sacudió la cabeza antes de seguir buscando.

– Pero ¿dónde las habré metido? -masculló.

Miró a su alrededor y finalmente vio la cajita sobre el reborde del fogón.

– Si llega a ser un toro… -se dijo, haciendo girar la llave del quemador.


Los neumáticos del coche chirriaron en la curva. Lucas acababa de adentrarse en Pacific Heights y la casa estaba a menos de cien metros. Le anunció con orgullo a Zofia que llegaría como mucho con quince segundos de retraso. Desconectó la sirena… y, en la cocina, Reina encendió la cerilla.


La explosión hizo estallar al instante todos los cristales de la casa. Lucas pisó con los dos pies el pedal del freno y el Ford dio un bandazo, evitando por los pelos la puerta de entrada, que había salido disparada hacia la calle. Zofia y Lucas se miraron, horrorizados: la planta baja estaba envuelta en llamas, les era imposible cruzar semejante muro de fuego. Eran las cinco… y apenas unos segundos.


Mathilde había sido proyectada al centro del salón. A su alrededor, todo estaba por el suelo: la mesita yacía a su lado, el cuadro de encima de la chimenea se había roto al caer, esparciendo mil fragmentos de cristal sobre la alfombra. La puerta del frigorífico colgaba de las bisagras, la gran lámpara se balanceaba, peligrosamente suspendida de los cables eléctricos. Un olor acre de humo se filtraba ya a través del suelo. Mathilde se incorporó y se pasó las manos por la cara para retirar el polvo que la cubría. La escayola se había rajado de arriba abajo. Separó con decisión los bordes y la arrojó lejos. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, se apoyó en el respaldo de la silla volcada y se levantó. Avanzó cojeando entre los escombros, tocó la puerta de entrada y, como no estaba caliente, salió al rellano y se acercó a la barandilla. Al asomarse, vio por dónde podría abrirse camino entre los numerosos focos del incendio y empezó a bajar la escalera haciendo caso omiso de las dolorosas punzadas que sentía en la pierna. En el recibidor, la temperatura era insoportable; tenía la impresión de que el pelo y las pestañas se le iban a incendiar de un momento a otro. Delante de ella, una viga al rojo vivo se desprendió del techo, arrastrando en su caída una lluvia de brasas rojizas. El concierto de crujidos de madera era ensordecedor, el aire que aspiraba le quemaba los pulmones; cada vez que inspiraba, Mathilde se asfixiaba. El último peldaño le despertó demasiado vivamente el dolor, las piernas le fallaron y cayó cuan larga era. En el suelo, aprovechó el poco oxígeno que quedaba en la habitación. Inspiró y espiró a costa de grandes esfuerzos y se rehízo. A su derecha había un enorme boquete en la pared; le bastaría arrastrarse unos metros para salvar la vida. Pero a su izquierda, a la misma distancia. Reina yacía boca arriba. Sus miradas se cruzaron a través de un velo de humo. Reina le indicó con la mano que se marchara y le señaló la abertura.

Mathilde se puso en pie con un grito de dolor. Apretando las mandíbulas hasta casi partirse los dientes, avanzó hacia Reina. Cada paso asestaba un puñetazo en su carne. Apartó los jirones de artesonado lamidos por el fuego y continuó avanzando. Entró en las habitaciones de Reina y se tendió a su lado para recobrar el aliento.

– Voy a ayudarla a levantarse, usted agárrese a mí -dijo, jadeando.

Reina pestañeó en señal de asentimiento. Mathilde pasó un brazo por debajo de la nuca de la anciana e intentó levantarla.


El dolor fue insoportable, una constelación de estrellas la cegó, perdió el equilibrio.

– Sálvate tú -dijo Reina-. No discutas y sal de aquí. Dile a Zofia de mi parte que la quiero; dile también que me ha encantado conversar contigo, que eres muy cariñosa. Eres una chica maravillosa, Mathilde, tienes un corazón de oro; simplemente debes tratar de escoger mejor a quién se lo entregas. Vamos, vete antes de que sea demasiado tarde. De todas formas, quería que esparcieran mis cenizas alrededor de la casa, así que más o menos se habrá cumplido mi voluntad.

– ¿Cree que hay una pequeña posibilidad de que yo sea menos cabezota que usted a su edad? Recupero el aliento en dos segundos y volvemos a intentarlo. Saldremos de aquí las dos juntas… o no saldremos.

Lucas apareció en el hueco de la puerta y avanzó hacia ellas. Se arrodilló delante de Mathilde y le explicó cómo iban a salir los tres de entre las llamas.

Se quitó la chaqueta de tweed, le cubrió la cabeza a Reina para protegerle la cara y la tomó en brazos. Cuando dio la señal, Mathilde se agarró a sus caderas y lo siguió perfectamente pegada a su cuerpo, que hacía de pantalla. Unos segundos más tarde, los tres escapaban del infierno.

Lucas continuó sosteniendo en brazos a Reina, mientras que Mathilde se abandonó entre los de Zofia, que se había acercado corriendo a ella. Las sirenas de los servicios de urgencias se aproximaban. Zofia tendió a su amiga sobre el césped de la casa contigua.

Reina abrió los ojos y miró a Lucas con una sonrisa maliciosa en la comisura de los labios.

– Si me hubieran dicho que un joven tan guapo…

Pero un acceso de tos le impidió proseguir.

– Conserve las fuerzas.

– Te sienta bien el papel de príncipe azul, pero debes de estar miope perdido, porque, francamente, a tu alrededor hay cosas mucho mejores que la que tienes en brazos.

– Usted posee un gran encanto, Reina.

– ¡Sí, tanto como una bicicleta antigua en un museo! No la pierdas, Lucas; hay errores que uno no se perdona nunca, créeme. Y ahora, si tienes la bondad de dejarme en el suelo, creo que otro va a venir a buscarme.

– No diga tonterías.

– Y tú no las hagas.

Los servicios de urgencias acababan de llegar. Los bomberos se ocuparon inmediatamente del incendio. Pilguez corrió hacia Mathilde y Lucas se acercó a los dos hombres que empujaban una camilla. Los ayudó a tumbar a Reina. Zofia se reunió con él y subió a la ambulancia.

– ¡Nos veremos en el hospital! ¡Dejo a Mathilde a tu cargo!

Un policía había pedido otra ambulancia, pero Pilguez hizo cancelar la orden. Para ganar tiempo, llevaría a Mathilde él mismo. Ordenó a Lucas que lo acompañara y entre los dos la levantaron para instalarla en el asiento trasero del vehículo. La ambulancia de Reina ya estaba lejos.

En la ambulancia, un torbellino de luces azules y rojas centelleaba dentro del habitáculo. Reina miró por la ventanilla y apretó la mano de Zofia.

– Es curioso, el día que nos vamos, pensamos en todo lo que no hemos visto.

– Estoy aquí, Reina -murmuró Zofia-. Descanse.

– Todas mis fotos se han quemado menos una. La he llevado encima, escondida, toda la vida. Era para ti, quería dártela esta noche.

Reina alargó un brazo y abrió la mano, que estaba vacía. Zofia la miró, desconcertada, y Reina le sonrió.

– Has pensado que había perdido la chaveta, ¿eh? Es la foto del hijo que nunca tuve, sin duda habría sido la más bonita. Tómala y guárdatela junto al corazón; el mío la ha echado mucho de menos. Zofia, sé que un día harás algo que me enorgullecerá para siempre. Querías saber si el Bachert era simplemente un cuento bonito… Te diré la verdad. Le corresponde a cada uno hacer que su historia sea verdadera. No renuncies a tu vida y lucha.

Reina le acarició una mejilla con ternura.

– Y acércate que te dé un beso. ¡Si supieras cuánto te quiero! Me has dado años de auténtica felicidad.

Estrechó a Zofia entre sus brazos y le ofreció en ese abrazo todas las fuerzas que le quedaban.

– Ahora voy a descansar un poco, voy a tener mucho tiempo para descansar.

Zofia respiró hondo para contener las lágrimas. Apoyó la cabeza en el pecho de Reina, que respiraba lentamente.

La ambulancia llegó a la entrada de urgencias y las puertas se abrieron. Se llevaron a Reina y, por segunda vez esa semana, Zofia se sentó en la sala de espera reservada a los familiares de los pacientes.

En el interior de la casa de Reina, las tapas de piel cuarteadas de un viejo álbum acababan de consumirse.


Las puertas se abrieron de nuevo para dar paso a Mathilde, sostenida por Lucas y Pilguez. Una enfermera se precipitó hacia ellos empujando una silla de ruedas.

– ¡Déjelo! -dijo Pilguez-. ¡Nos ha amenazado con irse si la sentábamos ahí!

La enfermera recitó de memoria el reglamento de las admisiones en el hospital y Mathilde se plegó a las razones de las aseguradoras sentándose a regañadientes en la silla de ruedas. Zofia se acercó a ella.

– ¿Cómo te encuentras?

– De maravilla.

Un interno fue a buscar a Mathilde y la llevó a un box para examinarla. Zofia prometió esperarla.

– ¡No demasiado! -dijo Pilguez a su espalda.

Zofia se volvió hacia él.

– Lucas me lo ha contado todo en el coche -añadió.

– ¿Qué le ha dicho?

– Que ciertos asuntos inmobiliarios no sólo le habían granjeado amigos. Zofia, creo muy en serio que están los dos en peligro. Cuando vi a su amigo en el restaurante hace unos días, pensé que trabajaba para el gobierno y no que había ido a verla a usted. Dos explosiones de gas en una semana, en dos lugares donde usted estaba, es demasiada coincidencia.

– La primera, la del restaurante, creo que fue un accidente de verdad -dijo Lucas desde el otro extremo de la sala.

– Tal vez -contestó el inspector-. En cualquier caso, es un trabajo de profesionales, porque no hemos conseguido encontrar el menor indicio que permita suponer que se trata de otra cosa. Los que han organizado esto son demoníacos, y no sé qué puede detenerlos mientras no hayan alcanzado su objetivo. A ustedes habrá que protegerlos, y tendrá que ayudarme a convencer a su amiguito de que colabore.

– Será difícil.

– ¡Hágalo antes de que ardan todos los barrios de la ciudad! Entretanto, la llevaré a un lugar seguro donde pasar la noche. El director del Sheraton del aeropuerto me debe algunos favores y ha llegado el momento de que se los cobre. La recibirá en el más absoluto secreto. Voy a llamarlo y la acompañaré. Vaya a despedirse de su amiga.

Zofia apartó la cortina y entró en el box donde estaba Mathilde.

– ¿Qué te han dicho? -le preguntó, acercándose a ella.

– Nada importante. Van a ponerme una escayola nueva y quieren tenerme en observación para asegurarse de que no he inhalado demasiados humos tóxicos. ¡Los pobres! ¡Si supieran todas las cosas tóxicas que me he tragado, no estarían tan preocupados! ¿Cómo está Reina?

– No muy bien. Se la han llevado a la unidad de quemados. Está durmiendo y no podemos verla; la han puesto en una habitación esterilizada, en la cuarta planta.

– ¿Vendrás a buscarme mañana?

Zofia se volvió de espaldas y miró el panel luminoso donde estaban colgadas las radiografías.

– Mathilde, no creo que pueda venir.

– No sé por qué, pero lo sospechaba. Es el destino de los amigos, alegrarse de que el otro rompa un día su celibato, aunque eso signifique la soledad para uno. Voy a añorar mucho los ratos que hemos pasado juntas.

– Yo también. Me voy de viaje, Mathilde.

– ¿Estarás mucho tiempo fuera?

– Sí, bastante.

– Pero volverás, ¿no?

– No lo sé.

La tristeza nubló los ojos a Mathilde.

– Creo que comprendo. Vive, Zofia, el amor acaba pronto, pero los recuerdos duran mucho tiempo.

Zofia abrazó con fuerza a Mathilde.

– ¿Serás feliz? -preguntó ésta.

– Todavía no lo sé.

– ¿Podremos telefonearnos de vez en cuando?

– No, no creo que sea posible.

– ¿Tan lejos está el sitio adonde te lleva?

– Muy lejos. Por favor, no llores.

– No lloro, es que todavía me pican los ojos del humo. Vamos, vete.

– Cuídate -dijo Zofia en voz baja, alejándose.

Apartó la cortina y volvió a mirar a su amiga con los ojos llenos de tristeza.

– ¿Podrás arreglártelas sola?

– Cuídate tú también… por una vez -dijo Mathilde.

Zofia sonrió y el velo blanco cayó de nuevo.


El inspector Pilguez iba al volante y Lucas a su lado. El motor ya estaba en marcha. Zofia subió detrás. El vehículo se alejó del hospital y tomó la dirección de la autopista. Ninguno decía nada.

Zofia, muy afectada, revivía algunos recuerdos proyectados en las fachadas y los cruces que desfilaban tras la ventanilla. Lucas inclinó el retrovisor para mirarla; Pilguez hizo una mueca y lo enderezó. Lucas esperó unos segundos y volvió a desplazarlo.

– ¿Le molesta que conduzca? -gruñó Pilguez, colocándolo bien de nuevo.

Bajó la visera del lado del pasajero, dejó a la vista el espejo y apoyó las manos en el volante.

El coche salió de la autopista 101 a la altura del paseo South Airport. Al cabo de unos instantes, el inspector estacionaba en el aparcamiento del Sheraton.

El director del hotel les había reservado una suite en la sexta planta, la última. Habían sido registrados con el nombre de Oliver y Mary Sweet. Pilguez les había explicado, encogiéndose de hombros, que no había nada mejor para llamar la atención que los Doe y los Smith. Antes de despedirse, les aconsejó que no salieran de la suite y que llamaran al servicio de habitaciones para que les llevaran lo que les apeteciera comer. Les dio el número de su busca y les informó de que iría a buscarlos al día siguiente antes de mediodía. Si se aburrían, podían ponerse a redactar un informe sobre los acontecimientos de la semana, así le ahorrarían trabajo a él. Lucas y Zofia le dieron las gracias lo suficiente para que se sintiera incómodo y se marchó, ceñudo, alternando los «adiós» con algunos «ya vale, ya vale». Eran las diez de la noche cuando la puerta de la suite se cerró tras ellos.

Zofia se metió en el cuarto de baño. Lucas se tumbó en la cama, cogió el mando a distancia del televisor y empezó a pasar de una cadena a otra. Los programas le hicieron bostezar enseguida y apagó el aparato. Oía el ruido del agua al otro lado de la puerta; Zofia estaba duchándose. Se miró la punta de los zapatos, colocó bien la vuelta de los pantalones, juntó las rodillas y tiró de la raya. Se levantó, abrió el minibar, lo cerró enseguida, se acercó a la ventana, apartó el visillo, vio el aparcamiento desierto y volvió a tumbarse. Observó su caja torácica, que se hinchaba y deshinchaba al ritmo de su respiración, suspiró, examinó la pantalla de la lámpara de la mesilla de noche, desplazó el cenicero ligeramente a la derecha y abrió el cajón. Le llamó la atención el libro, de tapa dura, con el nombre del hotel grabado; lo sacó y empezó a leer. Las primeras líneas lo sumieron en un completo desconcierto. Prosiguió la lectura pasando las páginas cada vez más deprisa. Al llegar a la séptima, se levantó fuera de sí y llamó a la puerta del cuarto de baño.

– ¿Puedo pasar?

– Un momento -dijo Zofia, poniéndose un albornoz.

Cuando abrió, lo encontró indignado, caminando arriba y abajo ante la puerta.

– ¿Qué pasa? -preguntó, inquieta.

– ¡Pasa que nadie respeta ya nada! -Agitó el librito que tenía en la mano y prosiguió, señalando la cubierta-: ¡Este Sheraton ha copiado de cabo a rabo el libro de Hilton! Y sé de lo que hablo, es mi autor preferido.

Zofia le quitó el libro de las manos y se lo devolvió de inmediato.

– ¡Es la Biblia, Lucas! -Ante su expresión interrogativa, añadió, desanimada-: ¡Olvídalo!

No se atrevía a decirle que tenía hambre, pero él lo adivinó por la forma en que hojeaba el folleto del servicio de habitaciones.

– Hay una cosa que me gustaría entender -dijo Zofia-. ¿Por qué ponen horarios delante del menú de cada comida del día? ¿Qué significa eso? ¿Que pasadas las diez y media de la mañana tienen que guardar los cereales en una caja fuerte provista de cerradura programada, que no podrán abrir hasta el día siguiente? ¡Es un poco raro, la verdad! ¿Y si te apetece comer cereales a las diez y media de la noche? ¡Y mira, hacen lo mismo con las creps! ¡Claro que no hay más que mirar la longitud del cable del secador de pelo para entenderlo todo! El que inventó ese sistema debía de ser calvo. Tienes que ponerte a diez centímetros de la pared para secarte un mechón.

Lucas la tomó entre sus brazos y la estrechó contra sí para calmarla.

– ¡Te estás volviendo muy exigente!

Ella miró a su alrededor y se sonrojó.

– Puede ser.

– Tienes hambre.

– En absoluto.

– Yo creo que sí.

– Está bien, tomaré un bocado, pero sólo para complacerte.

– ¿Frosties o Special K?

– Esos que crujen al mascarlos.

– Rice Krispies. Yo me encargo de pedirlos.

– Sin leche.

– Nada de leche -dijo Lucas, descolgando el teléfono.

– Pero azúcar sí, mucho azúcar.

– Lo pido también.

Cuando colgó, fue a sentarse al lado de ella.

– ¿No has pedido nada para ti? -preguntó Zofia.

– No, no tengo hambre -respondió Lucas.

Después de que el servicio de habitaciones les entregara lo que habían pedido, Zofia extendió una toalla sobre la cama y puso la comida encima. Cada vez que tomaba una cucharada, le daba otra a Lucas, que la aceptaba de buen grado. Un relámpago iluminó el cielo a lo lejos. Lucas se levantó y corrió las cortinas. Luego volvió a tenderse al lado de ella.

– Mañana encontraré una solución para escapar de ellos -dijo Zofia-. Tiene que haber una manera.

– No digas nada -murmuró Lucas-. Hubiera querido pasar domingos fantásticos, vivir mañanas contigo soñando que habría muchos más, pero sólo nos queda un día, y quiero que ése lo vivamos de verdad.

El albornoz de Zofia se abrió un poco y él lo cerró. Ella acercó los labios a los suyos y murmuró.

– Tómame.

– No, Zofia, las pequeñas alas que llevas tatuadas en el hombro te sientan muy bien y no quiero que las quemes.

– Quiero ir contigo.

– Pero no así, no para eso.

Lucas buscó a tientas el interruptor de la lámpara. Zofia se acurrucó contra él.


En su habitación del hospital, Mathilde apagó la luz. Esa noche también se dormiría justo encima de la cama de Reina. Las campanas de la catedral dieron las doce.


Y atardeció y amaneció…

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