Tercer día

Intentó taparse con la colcha, pero su mano la buscó en vano. Abrió un ojo y se frotó la incipiente barba. Lucas percibió su propio aliento y se dijo que el tabaco y el alcohol hacían muy mala pareja. La pantalla del radiodespertador indicaba las seis y veintiuno. A su lado sólo había una almohada hundida. Se levantó y se dirigió completamente desnudo al saloncito. Amy, enrollada en la colcha, estaba comiéndose una manzana que había tomado del frutero.

– ¿Te he despertado? -preguntó.

– Indirectamente, sí. ¿Hay café?

– Me he tomado la libertad de pedirlo al servicio de habitaciones. Me doy una ducha y me largo.

– Si no te importa -dijo Lucas-, preferiría que te ducharas en tu casa. Voy con mucho retraso.

Amy se quedó cortada. Inmediatamente fue al dormitorio y recogió sus cosas. Se vistió apresuradamente, se puso las sandalias y por el pequeño pasillo fue hacia la salida. Lucas asomó la cabeza por la puerta del cuarto de baño.

– ¿No tomas café?

– No, lo tomaré también en mi casa. Muchas gracias por la manzana.

– De nada. ¿Quieres otra?

– No, no hace falta. Encantada, y que pases un buen día.

Quitó la cadena de seguridad y empujó la manecilla. Lucas se le acercó.

– ¿Puedo hacerte una pregunta?

– Adelante.

– ¿Cuáles son tus flores preferidas?

– Lucas, tienes mucho gusto, pero esencialmente del malo. Tienes unas manos muy hábiles y realmente he pasado una noche de muerte contigo, pero dejemos las cosas ahí.

Al salir se topó de cara con el camarero que llevaba la bandeja con el desayuno. Lucas miró a Amy.

– ¿Estás segura de que no quieres café, ahora que ya está aquí?

– Segurísima.

– No seas mala y dime lo de las flores.

Amy respiró hondo, visiblemente exasperada.

– Esas cosas no se preguntan a la interesada, hacerlo rompe todo el encanto. A tu edad, deberías saberlo.

– Pues claro que lo sé -repuso Lucas en un tono de niño enfurruñado-, pero la interesada no eres tú.

Amy giró sobre sus talones y estuvo a punto de hacer caer al camarero, que seguía esperando a la entrada de la suite. Los dos hombres, inmóviles, oyeron la voz de Amy gritar desde el fondo del pasillo:

– ¡Los cactus! ¡Y puedes sentarte encima!

La siguieron con la mirada en silencio. Sonó una campanilla: había llegado el ascensor. Antes de que las puertas se cerraran, Amy añadió:

– ¡Un último detalle, Lucas! ¡Vas desnudo!


– No has pegado ojo en toda la noche.

– Siempre duermo muy poco.

– Zofia, ¿qué te preocupa?

– ¡Nada!

– Una amiga percibe lo que la otra no dice.

– Tengo muchísimo trabajo, Mathilde, no sé ni por dónde empezar. Temo estar desbordada, no ser capaz de estar a la altura de lo que se espera de mí.

– Es la primera vez que te veo dudar.

– Será que estamos conviniéndonos en verdaderas amigas.

Zofia se acercó al rincón de la cocina. Pasó al otro lado de la barra y llenó de agua el hervidor eléctrico. Desde su cama, instalada en el salón, Mathilde podía ver salir el sol por la bahía bajo una ligera llovizna matinal.

– Odio octubre -dijo Mathilde.

– ¿Qué te ha hecho?

– Es el mes que entierra el verano. En otoño, todo es mezquino: los días se acortan, el sol nunca sale cuando se le espera, el frío tarda en llegar, miramos los jerséis sin poder ponérnoslos aún. El otoño es un asco de estación perezosa en la que sólo hay humedad, lluvia y más lluvia.

– ¡Y se supone que soy yo la que ha dormido mal!

El hervidor empezó a agitarse. Un clic interrumpió el borboteo del agua. Zofia levantó la tapadera de un bote metálico, sacó una bolsita de Earl Grey, vertió el líquido humeante en una gran taza y dejó el té en infusión. Dispuso el desayuno de Mathilde en una bandeja, recogió el periódico que Reina había pasado por debajo de la puerta, como todas las mañanas, y se lo llevó. Ayudó a su amiga a incorporarse, le arregló las almohadas y se fue al dormitorio. Mathilde abrió la ventana de guillotina. La humedad otoñal se le filtró en los huesos, provocándole un dolor punzante en la pierna que la hizo gemir.

– ¡Anoche volví a ver al hombre del nenúfar! -gritó Zofia desde el cuarto de baño.

– ¡Os habéis hecho inseparables! -contestó Mathilde, gritando igual de fuerte.

– ¡Qué va! Estaba cenando en el mismo restaurante que yo.

– ¿Con quién?

– Con una rubia.

– ¿De qué tipo?

– Rubia.

– ¿Y qué más?

– Del tipo «persígueme, no te costará atraparme, llevo tacones».

– ¿Hablaste con él?

– Apenas cruzamos unas palabras. Me dijo que la chica era periodista y estaba haciéndole una entrevista.

Zofia se metió en la ducha. Abrió los chirriantes grifos y propinó un golpe seco a la llave. Las tuberías emitieron una serie de ruidos antes de que el agua empezara a resbalar sobre su cara y su cuerpo. Mathilde abrió el San Francisco Chronicle y una foto atrajo su atención.

– ¡No te mintió! -dijo.

Zofia, que tenía el pelo abundantemente enjabonado, abrió los ojos. Con el dorso de la mano intentó apartar el jabón que le producía picor, pero obtuvo el efecto contrario.

– Aunque es más bien castaña… -añadió Mathilde-, y no está nada mal.

El ruido de la ducha paró y Zofia apareció inmediatamente en el salón. Una toalla la cubría de cintura para abajo y llevaba espuma en el pelo.

– ¿Cómo dices?

Mathilde contempló a su amiga.

– ¡Tienes unos pechos preciosos! Me encantaría tenerlos tan firmes como tú.

Zofia se los tapó con los brazos.

– ¿Qué has dicho antes?

– Lo que probablemente te ha hecho salir de la ducha sin enjugarte -dijo, agitando el periódico.

– ¿Cómo puede haberse publicado ya el artículo?

– Aparatos digitales e internet. Concedes una entrevista, unas horas más tarde apareces en la primera página del periódico y al día siguiente sirves para envolver el pescado.

Zofia trató de arrebatarle el periódico a Mathilde, pero ésta se lo impidió.

– ¡No lo toques! Estás mojada.

Mathilde se puso a leer en voz alta las primeras líneas del artículo, publicado a dos columnas, que llevaba por título LA VERDADERA ASCENSIÓN DEL GRUPO A amp;H, un auténtico panegírico de Ed Heurt en el que la periodista elogiaba en treinta líneas la carrera de quien indiscutiblemente había contribuido al formidable auge económico de la región. El texto terminaba diciendo que la pequeña sociedad de los años cincuenta, convertida en un gigantesco grupo, en la actualidad reposaba totalmente sobre sus hombros.

Zofia consiguió apoderarse del diario y acabó de leer la crónica encabezada por una pequeña foto en color y firmada por Amy Steven. Luego lo dobló sin poder reprimir una sonrisa.

– Es rubia -dijo.

– ¿Vais a volver a veros?

– He aceptado comer con él.

– ¿Cuándo?

– El martes.

– ¿A qué hora?

Lucas pasaría a buscarla hacia las doce, respondió Zofia. Mathilde señaló entonces con el dedo la puerta del cuarto de baño, meneando la cabeza.

– O sea, dentro de dos horas.

– ¿Estamos a martes? -preguntó Zofia, recogiendo apresuradamente sus cosas.

– Eso es lo que pone en el periódico.

Zofia salió de la habitación unos minutos más tarde. Llevaba unos vaqueros y un jersey de malla gruesa, y se presentó delante de su amiga buscando, sin confesarlo, un cumplido. Mathilde le echó un vistazo y volvió a sumergirse en la lectura.

– ¿Qué falla? ¿No hacen juego los colores? Son los vaqueros, ¿no? -preguntó Zofia.

– Hablaremos de eso cuando te hayas enjugado el pelo -dijo Mathilde, hojeando las páginas de la programación televisiva.

Zofia se miró en el espejo colgado sobre la chimenea. Se quitó la ropa y volvió a entrar, con la cabeza gacha, en el cuarto de baño.

– Es la primera vez que te veo preocupada por cómo vas vestida… Intenta decirme que no te gusta, que no es tu tipo, que es demasiado «grave»… Sólo para ver cómo lo dices… -añadió Mathilde.

Unos suaves golpes en la puerta precedieron la entrada de Reina. Iba cargada con un cesto de verduras y una caja de cartón con un lazo que delataba su dulce contenido.

– Parece que el tiempo está hoy muy indeciso -dijo, colocando las pastas en un plato.

– Parece que no es el único -contestó Mathilde.

Reina se volvió cuando Zofia salió del cuarto de baño, esta vez con el pelo muy ahuecado. Terminó de abrocharse los pantalones y se ató los cordones de las zapatillas de deporte.

– ¿Vas a salir? -preguntó Reina.

– He quedado para comer -respondió Zofia, dándole un beso en la mejilla.

– Yo le haré compañía a Mathilde, si me acepta. Y aunque se aburra conmigo, también, porque yo me aburro todavía más que ella sola ahí abajo.

En la calle sonaron varios toques de claxon. Mathilde se asomó a la ventana.

– Es martes, confirmado -dijo.

– ¿Es él? -preguntó Zofia sin acercarse a la ventana.

– ¡No, es Federal Express! Ahora entregan los paquetes en Porsche descapotable. Desde que reclutaron a Tom Hanks, no se arredran ante nada.

El timbre sonó dos veces. Zofia besó a Reina y a Mathilde, salió de la habitación y bajó deprisa la escalera.

Lucas, sentado ante el volante, se quitó las gafas de sol y le dedicó una generosa sonrisa. En cuanto Zofia cerró su puerta, el descapotable se lanzó hacia las colinas de Pacific Heights. El coche entró en Presidio Park, lo atravesó y tomó la carretera que conducía al Golden Gate. Al otro lado de la bahía, las colinas de Tiburón emergían con dificultad de la bruma.

– ¡Voy a llevarla a comer a la orilla del mar! -gritó Lucas-. ¡Los mejores cangrejos de la región! Le gustan los cangrejos, ¿verdad?

Zofia, por educación, asintió. La ventaja de no necesitar alimentarse es que uno puede elegir sin ninguna dificultad lo que no va a comer.

Soplaba un aire cálido, el asfalto desfilaba en un trazo continuo bajo las ruedas del coche y la música que sonaba por la radio era deliciosa. El instante presente lo tenía todo para ser un momento de felicidad que sólo había que compartir. El coche salió de la carretera principal para adentrarse en una más pequeña, con curvas, que conducía hasta el puerto pesquero de Sausalito. Lucas estacionó en el aparcamiento que había frente al espigón. Rodeó el vehículo y le abrió la puerta a Zofia.

– Si tiene la bondad de acompañarme…

Le tendió el brazo y la ayudó a bajar. Caminaron por la acera que bordeaba el mar. Al otro lado de la calle, un magnífico golden retriever con el pelaje de color arena llevaba de la correa a su amo. Al pasar a su altura, el hombre miró a Zofia y se dio de narices contra una farola.

Ella hizo ademán de cruzar para ayudarlo, pero Lucas la retuvo por el brazo: ese tipo de perro estaba especializado en salvamentos. La arrastró hasta el interior del establecimiento. La camarera los acompañó a una mesa de la terraza y anotó dos menús. Lucas invitó a Zofia a sentarse en la silla que quedaba de cara al mar y pidió un vino blanco de aguja. Ella separó un trocito de pan para echárselo a una gaviota que la miraba desde la barandilla. El pájaro atrapó el pan al vuelo, echó a volar y cruzó la bahía con un amplio batir de alas.


A unos kilómetros de allí, en la otra orilla, Jules recorría los muelles. Se acercó al borde del agua y le dio una patada a una piedra, que rebotó siete veces antes de hundirse. Se metió las manos en los bolsillos de su viejo pantalón de tweed y miró la línea de la orilla opuesta, que se recortaba en el agua. Tenía una expresión tan turbia como el mar, y su estado de ánimo estaba igual de agitado. El coche del inspector Pilguez, que subía desde el Fisher's Deli hacia la ciudad con la sirena puesta, lo sacó de sus cavilaciones. Una riña había acabado en un grave disturbio en Chinatown y estaban llamando a todas las unidades para que acudieran como refuerzo. Jules frunció el entrecejo y regresó mascullando bajo su arco. Sentado sobre una caja de madera, reflexionó: algo lo contrariaba. Una hoja de periódico transportada por el viento se posó sobre un charco, justo delante de él. Se empapó de agua y, poco a poco, apareció la foto de Lucas reproducida en el reverso. A Jules no le gustó nada el escalofrío que acababa de recorrerle la espalda.


La camarera dejó en la mesa una marmita humeante de la que sobresalían pinzas de cangrejo. Lucas sirvió a Zofia y echó un vistazo a los baberos que acompañaban el lavafrutas. Le ofreció uno, pero ella lo rechazó. Lucas también renunció a atarse uno alrededor del cuello.

– Tengo que reconocer que no es un complemento que siente muy bien. ¿No come? -preguntó.

– No, creo que no.

– ¡Es vegetariana!

– La idea de comer animales siempre me ha resultado un poco rara.

– Forma parte del orden de las cosas, no tiene nada de raro.

– ¡Un poco sí!

– Todas las criaturas de la Tierra se comen a otras para sobrevivir.

– Sí, pero a mí los cangrejos no me han hecho nada. Lo siento -dijo, apartando el plato, que a todas luces le repugnaba.

– Está equivocada. Así es como la naturaleza quiere que sea. Si las arañas no se alimentaran de insectos, los insectos se nos comerían a nosotros.

– Exacto, y los cangrejos son como arañas grandes, así que hay que dejarlos tranquilos.

Lucas se volvió y llamó a la camarera. Pidió la carta de postres e indicó, muy cortésmente, que habían terminado.

– No pretendo impedirle comer a usted -dijo Zofia, poniéndose colorada.

– ¡Ha hecho que me solidarice con la causa del crustáceo!

Lucas abrió la carta y señaló con el dedo una tarta de chocolate.

– Con esto creo que sólo nos haremos daño a nosotros mismos. ¡Debe de tener mil calorías como mínimo!

Zofia, deseosa de poner a prueba lo acertado de su intuición sobre los Ángeles Verificadores, interrogó sobre sus verdaderas funciones a Lucas, que eludió responder. Había otros asuntos más interesantes que le apetecía compartir con ella; para empezar, qué hacía aparte de velar por la seguridad del puerto mercante. ¿A qué dedicaba su tiempo libre? La expresión «tiempo libre», dijo ella, le resultaba desconocida. Aparte de las horas que pasaba en los muelles, trabajaba en varias asociaciones, enseñaba en el instituto para personas con trastornos de visión y se ocupaba de ancianos y niños hospitalizados. Le gustaba su compañía, algo mágico los unía. Los niños y los ancianos veían lo que muchos hombres ignoraban: el tiempo perdido siendo adultos. Para ella, las arrugas de la vejez formaban la escritura más bella de la vida, aquella en la que los niños aprendían a leer sus sueños.

Lucas la miró, fascinado.

– ¿De verdad hace todo eso?

– Sí.

– Pero ¿por qué?

Zofia no respondió. Lucas bebió el último sorbo de café simulando aplomo y pidió otro. Se lo tomó con toda la calma del mundo, sin importarle si se enfriaba ni si el cielo gris se oscurecía todavía más. Hubiera querido que aquella conversación no se acabara, por lo menos aún no. Le propuso a Zofia dar un paseo por la orilla del mar. Ella se subió el cuello del jersey y se levantó. Le dio las gracias por la tarta; era la primera vez que probaba el chocolate y había descubierto que tenía un sabor increíble. Lucas le dijo que estaba convencido de que se burlaba de él, pero, por la expresión alegre que le dirigió la joven, supo que no le mentía. Otra cosa lo desconcertó todavía más; en ese preciso instante, Lucas leyó algo increíble en el fondo de los ojos de Zofia: no mentía nunca. Por primera vez, lo asaltó la duda y se quedó boquiabierto.

– Lucas, no sé lo que he dicho, pero, como no haya ninguna araña, corre un gran peligro.

– Perdón…

– Si sigue con la boca así de abierta, acabará por comerse una mosca.

– ¿No tiene frío? -dijo Lucas irguiéndose, más tieso que un palo.

– No, estoy bien, pero si nos ponemos en marcha estaré mejor.


La playa estaba prácticamente desierta. Una inmensa gaviota parecía correr sobre el agua tratando de alzar el vuelo. Sus patas se separaron del agua y arrancaron un poco de espuma de la cresta de las olas. El pájaro echó por fin a volar, describió con lentitud una curva y se alejó indolentemente por el rayo de luz que atravesaba la capa de nubes. El batir de alas se fundió con el chapaleteo del agua. Zofia se inclinó, luchando contra el viento que soplaba a ráfagas y levantaba arena. Un ligero estremecimiento le recorrió el cuerpo. Lucas se quitó la chaqueta para ponérsela sobre los hombros. El aire cargado de rocío le azotaba las mejillas. Una inmensa sonrisa le iluminó el rostro, como una última muralla a la risa que la invadía, una risa sin motivo, sin razón aparente.

– ¿De qué se ríe? -preguntó Lucas, intrigado.

– No tengo ni la menor idea.

– Pues no pare, le sienta de maravilla.

Empezó a caer una fina lluvia que sembró la playa de pequeños cráteres.

– Mire -dijo Zofia-, parece la Luna, ¿verdad?

– Sí, un poco.

– De repente se ha puesto triste.

– Me gustaría que el tiempo se detuviese.

Zofia bajó los ojos y echó a andar.


Lucas se volvió de cara a ella y continuó caminando de espaldas, adelantándose a los pasos de Zofia, que se divertía poniendo meticulosamente los pies encima de sus huellas.

– No sé cómo decir estas cosas -confesó con una expresión infantil.

– Entonces, no diga nada.

El viento alborotó el cabello de Zofia delante de su cara y ella se lo retiró hacia atrás. Un fino mechón se había enredado en sus largas pestañas.

– ¿Puedo? -dijo él, acercando la mano.

– Es curioso, parece haberse vuelto tímido de repente.

– No me había dado cuenta.

– Pues siga así…, le sienta muy bien.

Lucas se acercó a Zofia y la expresión de sus rostros cambió. Ella sintió en el pecho algo que no poseía: «Un ínfimo latido que le retumbaba hasta en las sienes». Los dedos de Lucas temblaban delicadamente, reteniendo la promesa de una caricia frágil que depositó en la mejilla de Zofia.

– Ya está -dijo él.

Un relámpago desgarró el oscuro cielo; el trueno rugió y una pesada lluvia empezó a caer sobre ellos.

– Me gustaría volver a verla -dijo Lucas.

– A mí también. Quizás en un ambiente un poco más seco, pero a mí también -contestó Zofia.

Lucas le pasó un brazo por los hombros y la llevó corriendo hacia el restaurante. La terraza de madera pintada de blanco se había quedado vacía. Se refugiaron bajo el sobradillo de tejas de pizarra y miraron juntos el agua que salía por el canalón. Sobre la barandilla, la gaviota glotona los observaba sin importarle el chaparrón. Zofia se agachó y cogió un trozo de pan mojado. Lo escurrió y lo lanzó a lo lejos. El animal se alejó hacia el mar con la boca llena.

– ¿Cómo volveré a verla? -preguntó Lucas.

– ¿De qué mundo viene?

Él vaciló.

– ¡Algo así como el infierno!

Zofia vaciló también, lo miró de hito en hito y sonrió.

– Es lo que suelen decir los que han vivido en Manhattan cuando llegan aquí.

La tormenta se acercaba y ya casi había que gritar para oírse. Zofia tomó a Lucas de la mano y le dijo con dulzura:

– Primero se pondrá en contacto conmigo. Me preguntará qué tal estoy y, durante la conversación, me propondrá que nos veamos. Yo le contestaré que tengo trabajo, que estoy ocupada; entonces usted sugerirá otro día y yo le diré que ése me va de maravilla, porque precisamente acabaré de anular algo.

Otro relámpago cruzó el cielo, que se había puesto negro. En la playa, el viento soplaba con fuerza. Parecía el fin del mundo.

– ¿No cree que deberíamos ponernos más a resguardo? -preguntó Zofia.

– ¿Cómo está? -dijo Lucas por toda respuesta.

– Bien. ¿Por qué? -repuso ella, sorprendida.

– Porque me habría gustado invitarla a pasar la tarde conmigo…, pero no está libre, tiene trabajo, está ocupada. ¿Qué le parece cenar esta noche?

Zofia sonrió. Él desplegó su abrigo para cubrirla y la condujo así hasta el coche. El mar embravecido inundaba la acera desierta. Lucas rodeó el vehículo con Zofia. Le costó abrir la portezuela debido a los embates del viento. El ruido ensordecedor de la tormenta quedó amortiguado una vez que estuvieron dentro y se pusieron en camino bajo la intensa lluvia. Lucas dejó a Zofia delante de un garaje, tal como ella le había pedido. Antes de despedirse, consultó el reloj. Ella se acercó a su ventanilla.

– Tengo una cena, pero intentaré anularla. Lo llamaré al móvil.

Él sonrió y arrancó. Zofia lo siguió con la mirada hasta que el coche desapareció en el río de vehículos de la avenida Van Ness.


Fue a pagar la recarga de la batería y los gastos de remolcar el coche. Cuando se adentró en Broadway, la tormenta había pasado. El túnel desembocaba directamente en el corazón del barrio de prostitutas. En un paso de cebra, vio a un carterista que se disponía a abalanzarse sobre su víctima. Aparcó en doble fila, bajó del Ford y corrió hacia él.

Abordó sin contemplaciones al hombre, que dio un paso atrás: su actitud era amenazadora.

– Es una mala idea -dijo Zofia, señalando con el dedo a la mujer del maletín, que se alejaba.

– ¿Eres poli?

– ¡No es ésa la cuestión!

– ¡Entonces esfúmate, gilipollas!

Y echó a correr a toda velocidad hacia su presa. Mientras se acercaba a ella, se torció un tobillo y cayó todo lo largo que era al suelo. La chica, que había montado en un Cable-car [4], no se dio cuenta de nada. Zofia esperó a que el hombre se levantara para regresar a su vehículo.

Al abrir la portezuela, se mordió el labio inferior, descontenta de sí misma. Algo había interferido en sus intenciones. Había alcanzado el objetivo, pero no como ella hubiera querido: razonar con el agresor no había sido suficiente. Reanudó su camino y se dirigió a los muelles.


– ¿Tengo que aparcarle el coche, señor?

Lucas se sobresaltó. Levantó la cabeza y miró al aparcacoches, que lo observaba con una expresión extraña.

– ¿Por qué me mira así?

– Lleva más de cinco minutos dentro del coche sin moverse, así que me preguntaba…

– ¿Qué se preguntaba?

– Creía que no se encontraba bien, sobre todo cuando ha apoyado la cabeza en el volante.

– Pues no crea nada y se evitará un montón de decepciones.

Lucas salió del descapotable y le lanzó las llaves al chico. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, se encontró con Elizabeth, que se inclinó hacia él para saludarlo. Lucas dio inmediatamente un paso atrás.

– Ya me saludó esta mañana, Elizabeth -dijo, haciendo una mueca.

– Tenía razón en lo de los caracoles, son deliciosos. ¡Que tenga un buen día!

Las puertas de la cabina se abrieron en la novena planta y ella desapareció por el pasillo.

Ed recibió a Lucas con los brazos abiertos.

– ¡ Ha sido una bendición haberlo conocido, querido Lucas!

– Puede decirse así -dijo Lucas, cerrando la puerta del despacho.

Avanzó hacia el vicepresidente y se sentó en un sillón. Heurt agitó el San Francisco Chronicle.

– Vamos a hacer grandes cosas juntos.

– No lo dudo.

– No tiene buen aspecto.

Lucas suspiró. Ed percibió su exasperación y agitó de nuevo la página del periódico en la que figuraba el escrito de Amy.

– ¡Un artículo fantástico! Yo no lo hubiera hecho mejor.

– ¿Ya se ha publicado?

– Esta mañana, tal como me había prometido. Esta Amy es un encanto, ¿verdad? Ha debido de pasarse toda la noche trabajando.

– Sí, algo así.

Ed señaló con el dedo la foto de Lucas.

– Soy un idiota. Debería haberle dado una foto mía, pero no importa, usted ha quedado muy bien.

– Gracias.

– ¿Está seguro de que se encuentra bien, Lucas?

– Sí, señor presidente, muy bien.

– No sé si mi instinto me engaña, pero lo noto a usted un poco raro. -Ed destapó la botella de cristal, le sirvió un vaso de agua a Lucas y añadió con un aire falsamente compasivo-: Si tiene problemas, aunque sean de tipo personal, puede confiar en mí. ¡Somos una gran empresa, pero ante todo una gran familia!

– ¿Quería verme para algo, señor presidente?

– ¡Llámeme Ed!

Heurt comentó, extasiado, su cena de la víspera, que se había desarrollado mucho mejor de lo que esperaba. Había informado a sus colaboradores de su intención de fundar en el seno del grupo un nuevo departamento al que llamaría División de Innovaciones. La finalidad de esta nueva unidad sería preparar herramientas comerciales inéditas para conquistar nuevos mercados. Lo dirigiría Ed; esa experiencia sería para él como una cura de rejuvenecimiento. Echaba de menos la acción. Mientras él hablaba, varios subdirectores ya se frotaban las manos ante la idea de formar la nueva guardia pretoriana del futuro presidente. Decididamente, Judas no envejecería nunca…, incluso era capaz de multiplicarse, pensó Lucas. Heurt finalizó su relato diciendo que cierto grado de competencia con su socio no podía ser perjudicial, sino todo lo contrario, que una aportación de oxígeno siempre resulta beneficiosa.

– ¿Está de acuerdo conmigo, Lucas?

– Absolutamente de acuerdo -respondió él, asintiendo con la cabeza.

Lucas estaba en la gloria: las intenciones de Heurt superaban en mucho sus esperanzas y permitían presagiar el éxito de su plan. En el 666 de la calle Market, la atmósfera del poder no tardaría en enrarecerse. Los dos hombres hablaron sobre la reacción de Antonio. Era más que probable que su socio se opusiera a sus nuevas ideas. Hacía falta una acción decidida para lanzar su división, pero preparar una operación de envergadura no era una cosa fácil y exigía mucho tiempo, recordó Heurt. El vicepresidente soñaba con un mercado prestigioso que legitimara el poder que quería conquistar. Lucas se levantó, puso delante de Ed la carpeta que llevaba bajo el brazo y la abrió para sacar un grueso documento.

La zona portuaria de San Francisco se extendía a lo largo de muchos kilómetros, bordeando prácticamente toda la costa este de la ciudad, y estaba en constante transformación. La actividad de los muelles se mantenía a pesar de que el mundo inmobiliario había iniciado la batalla para que se autorizara la ampliación del puerto recreativo y se recalificaran los terrenos que estaban frente al mar, los más cotizados de la ciudad. Los pequeños veleros habían encontrado amarre en otro puerto deportivo, una victoria de los mismos promotores, que habían logrado desplazar su batalla un poco más al norte. La creación de esa unidad residencial había sido codiciada por los medios empresariales y las casas se habían vendido a precio de oro. Más tarde habían construido también gigantescas terminales que acogían a los inmensos barcos. Los ríos de pasajeros que bajaban seguían un nuevo paseo que los conducía al muelle 39. La zona turística había fomentado la apertura de multitud de comercios y restaurantes. Las múltiples actividades de los muelles eran fuente de enormes beneficios y de ásperas luchas de intereses. Desde hacía diez años, el director inmobiliario de la zona portuaria cambiaba cada quince meses, un indicio de las guerras de influencia que se desarrollaban sin parar en torno a la adquisición y la explotación de las costas de la ciudad.

– ¿Adonde quiere ir a parar? -preguntó Ed.

Lucas sonrió maliciosamente y desplegó un plano. En una esquina se podía leer: Puerto de San Francisco, Muelle 80.

– ¡Hay que atacar este último bastión!

El vicepresidente quería un trono y Lucas le ofrecía una auténtica ceremonia de coronación.

Se sentó de nuevo para exponer su plan. La situación de los muelles era precaria. El trabajo era duro y muchas veces incluso peligroso, y los cargadores tenían un temperamento fogoso. Una huelga podía propagarse más deprisa que un virus. Lucas ya se había encargado de hacer lo necesario para caldear el ambiente.

– No entiendo de qué nos sirve eso -dijo Ed, bostezando.

Lucas prosiguió con una actitud de indiferencia:

– Mientras las empresas de logística y de flete paguen sus salarios y sus alquileres, nadie se atreverá a desalojarlas. Pero eso podría cambiar con una gran rapidez. Bastaría una nueva paralización de la actividad.

– La dirección del puerto no irá nunca en esa dirección. Vamos a encontrar demasiada resistencia.

– Eso depende de las corrientes de influencia -dijo Lucas.

– Tal vez -repuso Heurt, balanceando la cabeza-, pero para un proyecto de esa envergadura, necesitaríamos apoyos de las altas esferas.

– ¡Precisamente a usted no hace falta explicarle cómo se tira de los hilos del lobby! El director inmobiliario del puerto está a punto de ser sustituido. Estoy seguro de que mostraría un grandísimo interés por una prima como despedida.

– ¡No sé de qué habla!

– ¡Ed, usted podría haber sido el inventor de la cola en la solapa de los sobres que circulan por debajo de las mesas! -El vicepresidente se irguió en el sillón, sin saber si debía sentirse halagado por ese comentario. Mientras se dirigía hacia la puerta, Lucas le dijo a su jefe-: En la carpeta azul encontrará también una ficha con información detallada sobre nuestro candidato a una sustanciosa jubilación. Pasa todos los fines de semana en el lago Tahoe y está endeudado hasta el cuello. Arrégleselas para conseguirme cuanto antes una cita con él. Imponga un lugar muy confidencial y déjeme a mí hacer el resto.

Heurt hojeó con nerviosismo los folios del informe. Miró a Lucas, estupefacto, y frunció el entrecejo.

– ¿En Nueva York se dedicaba a la política?


La puerta se cerró.

El ascensor estaba en aquella planta, pero Lucas dejó que se marchara vacío. Sacó el móvil, lo conectó y marcó febrilmente el número de su buzón de voz. «No tiene ningún mensaje nuevo», repitió dos veces la voz de robot. Colgó y pulsó una tecla hasta llegar a la pantalla de mensajes: estaba vacía. Desconectó el aparato y se metió en el ascensor. Cuando bajó en la planta del aparcamiento, reconoció que algo que no acababa de identificar lo turbaba: «Un ínfimo latido en el pecho que le retumbaba hasta en las sienes».


Hacía dos horas que duraba el conciliábulo. Las repercusiones de la caída de Gómez al fondo de la bodega del Valparaíso estaban adquiriendo unas proporciones inquietantes. El hombre seguía en reanimación. Manca llamaba al hospital cada hora para interesarse por su estado, pero el diagnóstico seguía siendo reservado. Si el cargador moría, nadie podría controlar la cólera que rugía sordamente en los muelles. El jefe del sindicato de la costa oeste se había desplazado hasta allí para asistir a la reunión. Se levantó para servirse otra taza de café. Zofia aprovechó la circunstancia para abandonar discretamente la sala donde se desarrollaban las discusiones. Salió del edificio y se alejó unos pasos para esconderse detrás de un contenedor. A salvo de miradas indiscretas, marcó un número. El mensaje del contestador era breve: «Lucas». Inmediatamente después sonaba la señal.

– Soy Zofia. Esta noche estoy libre. Llámeme para decirme cómo quedamos. Hasta luego.

Al colgar, miró su teléfono móvil y, sin saber muy bien por qué, sonrió.


A última hora de la tarde, los delegados habían pospuesto por unanimidad el momento de tomar una decisión. Necesitaban tiempo para ver las cosas con más claridad. La comisión de investigación no publicaría su informe sobre las causas del accidente hasta muy entrada la noche y el Memorial de San Francisco también esperaba el examen médico de la mañana para pronunciarse sobre las posibilidades de supervivencia del cargador. En consecuencia, se levantó la sesión y fue aplazada hasta el día siguiente. Manca convocaría a los miembros de la junta en cuanto recibiera los dos informes, e inmediatamente después se celebraría una asamblea general.

Zofia necesitaba tomar el aire. Se concedió unos minutos de descanso para caminar por el muelle. A unos pasos, la proa oxidada del Valparaíso se balanceaba en un extremo de las amarras; el barco estaba encadenado como un animal de mal agüero. La sombra del gran carguero se reflejaba intermitentemente en las manchas oleosas que se ondulaban a capricho del agua. Hombres uniformados iban y venían a lo largo de las crujías, realizando toda clase de inspecciones. El comandante del buque los observaba, apoyado en la barandilla de su atalaya. A juzgar por la forma en que lanzó el cigarrillo por encima de la borda, era de temer que las horas siguientes serían todavía más movidas que las aguas en las que había caído la colilla. La voz de Jules rompió la soledad del lugar donde reinaban los graznidos de las gaviotas.

– No entran ganas de darse un chapuzón, ¿verdad? ¡A no ser que sea el definitivo!

Zofia se volvió y lo miró con ternura. Sus ojos azules estaban apagados, llevaba una barba indecorosa y unas ropas gastadas, pero la indigencia no le restaba un ápice de encanto. Aquel hombre llevaba la elegancia en el fondo del corazón. Jules había hundido las manos en los bolsillos de su viejo pantalón de tweed con motivos de cuadros.

– Es príncipe de Gales, pero creo que hace bastante tiempo que el príncipe hizo las maletas.

– ¿Y la pierna?

– Sigue aguantando al lado de la otra, y eso ya es mucho.

– ¿Ha ido a que le cambien el vendaje?

– ¿Y tú? ¿Cómo estás?

– Me duele la cabeza. Esa reunión no se acababa nunca.

– ¿También te duele un poco el corazón?

– No. ¿Por qué?

– Porque a las horas a las que últimamente paseas por aquí, dudo mucho que vengas para tomar el sol.

– Estoy bien, Jules, sólo tenía ganas de tomar un poco de aire fresco.

– Y el más fresco que has encontrado ha sido en una dársena que apesta a pescado podrido. Pero supongo que tienes razón: ¡estás muy bien!

Los hombres que inspeccionaban el viejo barco bajaron por la escala del portalón. Montaron en dos Ford negros (cuyas portezuelas no hicieron ningún ruido al cerrarse) y se alejaron lentamente hacia la salida de la zona portuaria.

– Si pensabas hacer fiesta mañana, olvídate. Me temo que será un día más agitado aún que de costumbre.

– Yo también.

– Bueno, ¿dónde nos habíamos quedado?

– En el momento en que yo iba a discutir con usted para llevarlo a que le cambien el vendaje. Espere aquí, voy a buscar el coche.

Zofia se alejó sin darle oportunidad de replicar.

– ¡Tramposa! -masculló Jules.

Después de haber acompañado a Jules de vuelta al muelle, Zofia se marchó a casa. Conducía con una mano mientras buscaba el móvil con la otra. Debía de estar perdido en el fondo de su gran bolso, y como no lo encontraba, el primer semáforo se puso en rojo. Cuando se detuvo, volcó el contenido del bolso en el asiento de al lado y recuperó el aparato de un confuso montón de cosas.

Lucas había dejado un mensaje: pasaría por su casa a buscarla a las siete y media. Zofia consultó el reloj; le quedaban exactamente cuarenta y siete minutos para llegar, saludar a Mathilde y a Reina y cambiarse. Por una vez, y sin que sirviera de precedente, se inclinó, abrió la guantera y colocó el girofaro azul sobre el techo del vehículo. Con la sirena puesta, subió por la calle Tercera a toda velocidad.


Lucas se disponía a salir del despacho. Tomó la gabardina colgada en un perchero y se la puso sobre los hombros. Al apagar la luz, la ciudad apareció en blanco y negro detrás del ventanal. Ya iba a cerrar la puerta cuando sonó el teléfono. Volvió sobre sus pasos para responder a la llamada. Ed lo informó de que la cita que había solicitado sería a las siete y media en punto. En la penumbra, Lucas escribió la dirección en un trozo de papel.

– Le llamaré en cuanto haya encontrado un terreno de entendimiento con nuestro interlocutor.

Lucas colgó sin más comentarios y se acercó al ventanal. Miraba las calles que se extendían abajo. Desde aquella altura, las hileras de luces blancas y rojas de los faros de los coches dibujaban una inmensa telaraña que titilaba en la noche. Lucas apoyó la frente en el cristal; delante de su boca se formó un círculo de vaho en cuyo centro parpadeaba un puntito de luz azul.


Zofia apagó la sirena y guardó el girofaro; había un sitio libre delante de la puerta de su casa y se apresuró a aparcar. Subió los escalones de cuatro en cuatro y entró en sus habitaciones.

– ¿Te persigue alguien? -preguntó Mathilde.

– ¿Cómo?

– ¡Ah, pero si puedes hablar! ¡Si te vieras la cara!

– Voy a arreglarme, se me ha hecho tardísimo. ¿Qué tal has pasado el día?

– A la hora de comer, he hecho una carrera con Carl Lewis y le he ganado.

– ¿Te has aburrido mucho?

– Han pasado sesenta y cuatro coches por tu calle. Diecinueve eran verdes.

Zofia se acercó a ella y se sentó a los pies de la cama.

– Haré todo lo posible para volver más pronto mañana.

Mathilde miró de reojo el reloj que estaba sobre el velador y meneó la cabeza.

– No quiero meterme en lo que no me importa…

– Voy a salir, pero no volveré tarde. Si no estás dormida, podremos hablar -dijo Zofia, levantándose.

– ¿Hablarás tú o lo haré yo? -murmuró Mathilde mientras la veía desaparecer en el dormitorio.


Zofia reapareció diez minutos más tarde en el salón. Una toalla envolvía sus cabellos mojados y otra su cuerpo, todavía húmedo. Dejó una bolsa de aseo sobre la repisa de la chimenea y se acercó al espejo.

– ¿Vas a cenar con Lu? -preguntó Mathilde.

– ¿Ha telefoneado?

– No, qué va.

– Entonces, ¿cómo lo sabes?

– Pura intuición.

Zofia se volvió hacia Mathilde con aire decidido y puso los brazos en jarras.

– ¿Has intuido, así sin más, que voy a cenar con Lucas?

– Si no me equivoco, lo que tienes en la mano derecha se llama rímel, y lo que tienes en la izquierda es una brocha para aplicar colorete.

– No veo la relación.

– ¿Quieres que te dé una pista? -dijo Mathilde en tono irónico.

– Me harías muy feliz -contestó Zofia, ligeramente irritada.

– Eres mi mejor amiga desde hace más de dos años… -Zofia inclinó la cabeza hacia un lado y una generosa sonrisa iluminó el rostro de Mathilde-. Bueno…, y es la primera vez que te veo maquillarte.

Zofia se volvió hacia el espejo sin responder. Mathilde sostuvo con indolencia el suplemento de los programas de televisión y se puso a leerlo por sexta vez en el día.

– No tenemos tele -dijo Zofia, extendiendo delicadamente con el dedo un poco de brillo de labios.

– Mejor, me horroriza -contestó Mathilde inmediatamente, pasando la página.

Dentro del bolso que Zofia había dejado sobre la cama de Mathilde sonó un teléfono.

– ¿Quieres que conteste? -preguntó ésta con voz inocente.

Zofia se precipitó sobre el bolso y metió la mano. Sacó el aparato y se fue a la otra punta de la habitación.

– No, no quieres -masculló Mathilde, consultando la programación del día siguiente.

Lucas lo sentía muchísimo, se le había hecho tarde y no podía pasar a buscarla. Tenían reservada una mesa a las ocho y media en el último piso del edificio del Bank of America, en la calle California. El restaurante de tres tenedores a cuyos pies se veía la ciudad ofrecía una magnífica vista del Golden Gate. Se reunirían allí. Zofia colgó, fue a la cocina y abrió el frigorífico. Mathilde oyó la voz cavernosa de su amiga preguntarle, con la cabeza medio metida en la nevera:

– ¿Qué te apetece? Tengo un poco de tiempo para prepararte algo de cenar.

– Un combinado «tortilla-ensalada-yogur».

Un rato después, Zofia sacó el abrigo del ropero, le dio un beso a Mathilde y cerró con suavidad la puerta.


Se sentó al volante del Ford. Antes de arrancar, bajó la visera y se miró unos segundos en el espejo. Con un mohín dubitativo, la levantó e hizo girar la llave de contacto. Cuando el coche desapareció al final de la calle, la cortina de la ventana de Reina cayó despacio sobre el cristal.

Zofia dejó el vehículo a la entrada del aparcamiento y le dio las gracias al aparcacoches con librea roja que le tendía un resguardo.

– Me gustaría ser el hombre con el que va a cenar -dijo el joven.

– Muchas gracias -dijo ella, sonrojada y feliz.

La puerta giratoria se movió y Zofia apareció en el vestíbulo. Tras el cierre de las oficinas, sólo quedaban abiertos al público el bar, en la planta baja, y el restaurante panorámico, en el último piso. Se dirigía con decisión al ascensor cuando notó una peculiar sensación de sequedad en la boca. Por primera vez, Zofia tenía sed. Consultó la hora en su reloj y comprobó que había llegado con diez minutos de antelación. Al ver la barra de cobre detrás de la cristalera de la cafetería, cambió de dirección. Se disponía a entrar en el local cuando reconoció el perfil de Lucas, sentado a una mesa y hablando con el director de los servicios inmobiliarios del puerto. Retrocedió, confusa, y volvió hacia el ascensor.


Poco después, Lucas se dejaba guiar por el maître hasta la mesa donde Zofia lo esperaba. Ella se levantó, él le besó la mano y la invitó a sentarse de cara al exterior.

Durante la cena, Lucas hizo cientos de preguntas a las que Zofia contestó con otras tantas. Él saboreaba con deleite el menú gastronómico; ella no tocaba la comida, se limitaba a apartarla delicadamente hacia los bordes del plato. Las interrupciones del camarero les parecía que duraban minutos eternos. Cuando éste se acercó otra vez, armado con un recogemigas que parecía una hoz barbuda, Lucas se sentó al lado de Zofia y sopló con fuerza sobre el mantel.

– ¡Ya está limpio! Puede retirarse, muchas gracias -le espetó al camarero.

La conversación se reanudó de inmediato. Lucas apoyó el brazo en el respaldo del asiento y Zofia notó el calor de su mano, muy cerca de su nuca.

El camarero se acercó de nuevo, provocando la indignación de Lucas, y depositó ante ellos dos cucharas y una tarta caliente de chocolate. Hizo girar el plato para presentárselo, se puso más tieso que un palo y anunció con orgullo su contenido.

– Ha hecho bien en precisarlo -dijo Lucas, irritado-, si no, habríamos podido confundirlo con un soufflé de zanahorias.

El camarero se alejó discretamente. Lucas se inclinó hacia Zofia.

– No has comido nada.

– Como muy poco -contestó ella, bajando la cabeza.

– Pruébalo para complacerme. El chocolate es un trozo de paraíso en la boca.

– ¡Y un infierno para las caderas! -repuso ella.

Lucas no le dejó elección, tomó una cucharada de tarta, se la acercó a la boca y depositó el chocolate caliente sobre su lengua. En el pecho de Zofia, los latidos eran cada vez más fuertes, y ella ocultó su miedo en el fondo de los ojos de Lucas.

– Está caliente y frío a la vez, y dulce -dijo.

La bandeja que llevaba el sumiller se inclinó ligeramente y la copa de coñac resbaló. Cuando chocó contra el suelo, se rompió en siete trozos, todos idénticos. Toda la sala se calló, Lucas carraspeó y Zofia rompió el silencio.

Todavía tenía dos preguntas que hacerle a Lucas, pero le pidió que le prometiera que respondería a ellas sin rodeos y él lo hizo.

– ¿Qué hacías con el director inmobiliario del puerto?

– Es extraño que me preguntes eso.

– Habíamos dicho sin rodeos.

Lucas miró fijamente a Zofia, que había apoyado una mano en la mesa. Él acercó la suya.

– Era una cita profesional, igual que la otra vez.

– No es una verdadera respuesta, pero se anticipa a mi segunda pregunta. ¿A qué te dedicas? ¿Para quién trabajas?

– Podría decirse que cumplo una misión.

Los dedos de Lucas tamborilearon nerviosamente sobre el mantel.

– ¿Qué tipo de misión? -insistió Zofia.

Lucas apartó un instante los ojos de Zofia; una mirada había desviado su atención. Acababa de ver al fondo de la sala a Blaise, con su maligna sonrisa en la comisura de los labios.

– ¿Qué ocurre?-preguntó Zofia-. ¿No te encuentras bien?

Lucas se había transformado. Zofia apenas reconocía al hombre con el que había compartido esa velada rica en sentimientos inéditos.

– No me hagas ninguna pregunta -dijo-. Ve al guardarropa, recoge el abrigo y vuelve a casa. Te llamaré mañana. Ahora no puedo explicarte nada, lo siento.

– ¿Qué te pasa? -dijo ella, desconcertada.

– ¡Márchate ya!

Zofia se levantó y cruzó la sala. Oía los menores ruidos y veía los detalles más imperceptibles: un cubierto al caer, un entrechocar de copas, un anciano limpiándose el labio superior con un pañuelo casi tan viejo como él, una mujer mal vestida a la que se le van los ojos detrás de los postres, un hombre de negocios que interpreta su propio papel leyendo un periódico, esa pareja que ha dejado de hablar desde que ella se ha levantado. Apretó el paso; las puertas del ascensor se cerraron por fin. Todo en ella eran emociones contradictorias.

Corrió hasta la calle, donde el viento la sobrecogió. En el coche que huía, sólo estaba ella y un estremecimiento de melancolía.


Cuando Blaise se sentó en el sitio que Zofia acababa de dejar libre, Lucas apretó los puños.

– ¿Qué, cómo van nuestros asuntos? -dijo Blaise, jovial.

– ¿Qué hace aquí? -preguntó Lucas en un tono que no intentaba en absoluto ocultar su irritación.

– Soy responsable de la comunicación interna y externa, así que vengo a comunicarme un poco… con usted.

– Yo no tengo que rendirle cuentas.

– Vamos, vamos, Lucas… ¿Quién ha hablado de contabilidad? He venido simplemente a interesarme por la salud de mi pupilo, y, por lo que he visto, parece estar en plena forma. -Blaise adoptó un tono tan meloso como falsamente amigable-. Sabía que era usted brillante, pero debo confesar que lo había subestimado.

– Si eso es todo lo que tenía que decirme, le invito a largarse.

– Le he observado mientras la arrullaba con sus serenatas y tengo que reconocer que en el momento del postre me ha impresionado. ¡Amigo mío, es usted un genio!

Lucas escrutó a Blaise atentamente, tratando de descifrar lo que podía alegrar tanto a aquel perfecto imbécil.

– La naturaleza no ha sido muy generosa con usted, Blaise, pero no desespere. Algún día habrá entre nosotros una penitente que haya hecho algo lo bastante grave para ser condenada a pasar unas horas entre sus brazos.

– No se haga el modesto, Lucas, he entendido la jugada y la apruebo. Su inteligencia nunca dejará de sorprenderme.

Lucas se volvió e hizo una seña con la mano para que le llevaran la cuenta. Blaise se la arrebató y le tendió una tarjeta de crédito al maître.

– Deje, esto es cosa mía.

– ¿Adonde exactamente quiere ir a parar? -preguntó Lucas, recuperando la cuenta de entre los dedos húmedos de Blaise.

– Podría otorgarme más confianza. Le recuerdo que se le ha encargado esta misión gracias a mí, así que, puesto que los dos lo sabemos, no juguemos a hacernos los tontos.

– ¿Qué sabemos? -preguntó Lucas, levantándose.

– ¡Quien es ella!

Lucas volvió a sentarse muy despacio y miró fijamente a Blaise.

– ¿Y quién es ella?

– Pues ella es el otro…, ¡su oponente!

Lucas entreabrió ligeramente la boca, como si de pronto le faltara aire. Blaise prosiguió:

– La que han enviado contra usted. Usted es nuestro demonio y ella es su ángel, su mejor agente. -Blaise se inclinó hacia Lucas, que retrocedió instintivamente-. No se lo tome así, hombre. Al fin y al cabo, mi trabajo es estar enterado de todo. Era mi deber felicitarlo. La tentación del ángel no es una victoria para nuestro bando, ¡es un triunfo! Y de eso es de lo que se trata, ¿no?

Lucas había percibido una pizca de temor en la última pregunta de Blaise.

– ¿No es ése su trabajo, saberlo todo? -repuso Lucas con una ironía teñida de cólera.

Se levantó de la mesa. Mientras atravesaba la sala, oyó la voz de Blaise:

– También había venido para decirle que conecte el móvil. ¡Le buscan! A la persona con la que ha contactado en las últimas horas le gustaría mucho hacer un trato esta noche.

El ascensor se cerró con Lucas dentro. Blaise vio el plato del postre a medias, se sentó y sumergió un dedo húmedo en el chocolate.


El coche de Zofia circulaba por la avenida Van Ness; todos los semáforos que encontraba en su camino se ponían en verde. Encendió la radio y buscó una emisora de rock. Sus dedos golpeaban el volante siguiendo el ritmo de la música y siguieron golpeando cada vez más fuerte hasta que las falanges empezaron a dolerle. Se desvió en Pacific Heights y aparcó sin esmerarse mucho delante de casa.


Las ventanas de la planta baja estaban apagadas. Zofia empezó a subir hacia el primer piso. Cuando puso el pie en el tercer peldaño, la puerta de la señora Sheridan se entreabrió. Zofia siguió el rayo de luz que atravesaba la penumbra hasta las habitaciones de Reina.

– ¡Te lo había advertido!

– Buenas noches, Reina.

– Siéntate a mi lado, ya me darás las buenas noches cuando te vayas. Aunque, viéndote la cara, es posible que en ese momento nos demos los buenos días.

Zofia se acercó al sillón. Se sentó sobre la moqueta y apoyó la cabeza en el brazo del asiento. Reina le acarició el cabello antes de tomar la palabra:

– Supongo que tienes una pregunta que hacer, porque yo tengo una respuesta que dar.

– Soy absolutamente incapaz de decir lo que siento.

Zofia se levantó, avanzó hacia la ventana y apartó la cortina. El Ford parecía dormir en la calle.

– Lejos de mí la idea de ser indiscreta -prosiguió Reina-. ¡En fin, nadie puede hacer lo imposible! A mi edad, el futuro mengua a ojos vista, y cuando se tiene presbicia como yo, hay motivos para preocuparse. Así que cada día que pasa miro ante mí, con la molesta sensación de que la carretera va a acabar en la punta de mis zapatos.

– ¿Por qué dice eso, Reina?

– Porque conozco tu generosidad y también tu pudor. Para una mujer de mi edad, las alegrías y las tristezas de las personas a las que se quiere son como kilómetros recorridos en la noche que se avecina. Vuestras esperanzas y vuestros deseos nos recuerdan que después de nosotros el camino continúa, que lo que hemos hecho con nuestra vida ha tenido un sentido, aunque sea ínfimo…, una minúscula pizca de razón de ser. Así que ahora vas a contarme lo que te pasa.

– ¡No lo sé!

– Lo que sientes se llama añoranza.

– ¡Hay tantas cosas que me gustaría poder decirle!

– No te preocupes, me las imagino. -Reina le levantó suavemente la barbilla con la yema de los dedos-. Vamos, quiero verte sonreír; basta una minúscula semilla de esperanza para que crezca un campo entero de felicidad…, y un poco más de paciencia para darle tiempo de crecer.

– ¿Ha estado enamorada alguna vez, Reina?

– ¿Ves todas esas viejas fotos de los álbumes? Pues no sirven absolutamente para nada. La mayoría de las personas que aparecen en ellas hace tiempo que están muertas, pero aun así son muy importantes para mí. ¿Sabes por qué?… Porque las he apreciado. ¡Si supieras cómo me gustaría que las piernas me llevaran otra vez allí! ¡Aprovecha, Zofia! ¡Corre, no pierdas tiempo! Unas veces los lunes son duros, otras los domingos son tristes, pero el comienzo de una nueva semana siempre es una bendición. -Reina abrió la mano, le sujetó el dedo índice y le hizo recorrer su línea de la vida-. ¿Sabes qué es el Bachert, Zofia? -Zofia no respondió y Reina continuó hablando en voz todavía más baja-: Es la historia más hermosa del mundo: el Bachert es la persona que Dios te ha destinado, la otra mitad de ti misma, tu verdadero amor. El sentido de tu vida será encontrarla… y, sobre todo, reconocerla.

Zofia miró a Reina en silencio. Se levantó, le dio un beso lleno de ternura en la frente y le deseó buenas noches. Antes de salir, se volvió para decirle otra cosa:

– Me gustaría mucho ver uno de sus álbumes.

– ¿Cuál? ¡Los has visto todos por lo menos diez veces!

– El suyo, Reina.

La puerta se cerró suavemente a su espalda.

Zofia subió la escalera. Cuando llegó al rellano, cambió de opinión, bajó de nuevo sin hacer ruido y despertó el viejo Ford. La ciudad estaba prácticamente desierta. Bajó por la calle California. Un semáforo la obligó a detenerse ante la entrada del edificio donde había cenado. El aparcacoches le hizo una seña amistosa con la mano, ella volvió la cabeza y miró Chinatown, que se abría a su izquierda. Unas manzanas más abajo, aparcó el coche junto a la acera, cruzó la explanada a pie, apoyó una mano en la pared este de la torre piramidal y entró en el vestíbulo.

Saludó a Pedro y se encaminó al ascensor que conducía al último piso. Cuando las puertas se abrieron, pidió ver a Miguel. La recepcionista lo sentía muchísimo, pero el día oriental había comenzado y su padrino estaba ocupado en el otro extremo del mundo.

Zofia vaciló un instante y luego preguntó si el Señor estaba disponible.

– En principio sí, pero es posible que sea un poco difícil verlo.

Al ver la expresión intrigada de Zofia, la recepcionista no pudo resistirse a la tentación de darle una explicación.

– ¡A usted puedo decírselo! El Señor tiene una manía una afición, si prefiere llamarlo así: los cohetes. ¡Le chiflan! Le entusiasma la idea de que los hombres lancen tantos al cielo. No se pierde nunca un lanzamiento. Se encierra en su despacho, enciende todas las pantallas y nadie puede hablar con Él. La verdad es que está resultando un poco problemático desde que los chinos también se dedican a esto.

– ¿Y en este momento hay un lanzamiento? -preguntó Zofia, impasible.

– Salvo que se presente algún problema técnico, el despegue está previsto para dentro de treinta y siete minutos y veinticuatro segundos. ¿Quiere que le transmita un mensaje? ¿Se trata de algo importante?

– No, no lo moleste, sólo quería preguntarle una cosa, pero ya volveré.

– ¿Dónde estará dentro de un rato? Cuando dejo incompleto un memorando, siempre me cae un pequeño rapapolvo.

– Probablemente iré a pasear por los muelles…, bueno, creo. Buenas noches occidentales, o buenos días orientales, como prefiera.

Zofia salió de la torre. Caía una fina lluvia. Anduvo sin prisa hasta el coche y se puso al volante para dirigirse al muelle 80, el otro lugar de la ciudad que era su refugio.

Por el camino, sintió deseos de respirar aire puro, de ver árboles, y se encaminó hacia el norte. Entró en el parque Golden Gate por Martin Luther King hasta el lago central. A lo largo del paseo, las farolas dibujaban miríadas de halos en la noche estrellada. Sus faros iluminaron la pequeña cabaña de madera donde los paseantes alquilaban barcas los días de buen tiempo. El aparcamiento estaba vacío; dejó el Ford, caminó hasta un banco que quedaba bajo una farola y se sentó. Un gran cisne blanco que, impulsado por una ligera brisa, se desplazaba sobre el agua con los ojos cerrados, pasó junto a una rana dormida sobre un nenúfar. Zofia suspiró.

Lo vio avanzar por el final del paseo. El Señor caminaba indolentemente, con las manos en los bolsillos. Pasó por encima de la pequeña verja y atajó por el césped, evitando los macizos de flores. Se acercó y se sentó a su lado.

– ;Has solicitado verme?

– No quería molestarlo, Señor.

– Tú no me molestas nunca. ¿Tienes algún problema?

– No, una pregunta.

Los ojos del Señor se iluminaron un poco más.

– Te escucho, hija mía.

– Los ángeles nos pasamos el tiempo predicando el amor, pero nuestros conocimientos son sólo teóricos, así que quisiera saber qué es realmente el amor en la Tierra.

Él miró hacia el cielo y rodeó a Zofia por los hombros.

– ¡Es lo más bello que he inventado! El amor es una parcela de esperanza, la renovación perpetua del mundo, el camino de la tierra prometida. Creé la diferencia para que la humanidad cultivara la inteligencia. ¡Un mundo homogéneo habría sido mortalmente triste! Además, la muerte no es más que un instante de la vida para quien ha sabido amar y ser amado.

Zofia, nerviosa, trazó un círculo en la grava con la punta del pie.

– Pero la historia del Bachert ¿es cierta?

Dios sonrió y le tomó la mano.

– Hermosa idea la de que quien encuentra a su otra mitad llega a ser más completo que la humanidad entera, ¿verdad? El hombre en sí no es único…, si hubiera querido que fuera así, sólo habría creado uno. Cuando empieza a amar es cuando consigue serlo. Quizá la creación humana sea imperfecta, pero no hay nada más perfecto en el universo que dos seres que se aman.

– Ahora lo entiendo mejor -dijo Zofia, trazando una línea recta justo en el centro del círculo.

El Señor se levantó y se metió de nuevo las manos en los bolsillos. Ya se disponía a irse cuando puso una mano sobre la cabeza de Zofia y le dijo en un tono dulce y de complicidad:

– Voy a revelarte un secreto. La única pregunta que me hago desde el primer día es: ¿he sido realmente yo quien ha inventado el amor, o ha sido el amor el que me ha inventado a mí?

Mientras se alejaba a paso ligero, Dios miró su reflejo en el agua y Zofia lo oyó mascullar:

– Señor por aquí, Señor por allá… Tengo que buscarme de una vez un nombre…, ya me envejecen bastante en esta casa con la barba…

Se volvió y le preguntó a Zofia:

– ¿Qué te parece Houston como nombre?

Zofia, desconcertada, lo miró marcharse. Llevaba las sublimes manos cruzadas tras la espalda y continuaba barbotando solo.

– Tal vez señor Houston… No, no, Houston a secas, es perfecto.

Y la voz se perdió detrás del gran árbol.

Zofia permaneció sola un buen rato. La rana encaramada en el nenúfar la miraba fijamente. Croó dos veces y Zofia se inclinó y le dijo:

– ¿Croac qué?

Zofia se levantó, fue hasta el coche y se marchó del parque Golden Gate. En la colina de Nob Hill, una campana daba las once.


Las ruedas delanteras dejaron de girar a unos centímetros del borde y la rejilla del radiador del Aston Martin quedó en la vertical del agua. Lucas bajó y dejó la portezuela abierta. Apoyó el pie derecho en el parachoques trasero, suspiró profundamente y bajó el pie. Se alejó unos pasos notando que la cabeza le daba vueltas. Se inclinó sobre el agua y vomitó.

– No parece que te encuentres muy bien.

Lucas se incorporó y miró al viejo vagabundo que le tendía un paquete de tabaco.

– Es negro. Un poco fuerte, pero dadas las circunstancias… -dijo Jules.

Lucas aceptó uno; Jules acercó el encendedor y la llama iluminó los dos rostros un breve instante. El joven dio una profunda calada e inmediatamente se puso a toser.

– Es bueno -dijo, arrojando la colilla a lo lejos.

– ¿El estómago revuelto? -preguntó Jules.

– No -respondió Lucas.

– Entonces debe de haber sido una contrariedad.

– ¿Y usted, Jules? ¿Qué tal la pierna?

– Como lo demás. Cojea.

– Pues cámbiese el vendaje antes de que se le infecte -dijo Lucas alejándose.

Jules lo miró dirigirse hacia los viejos edificios que había a un centenar de metros de allí. Lucas subió los peldaños de la escalera herrumbrosa y avanzó por la galería que recorría la fachada del primer piso.

– ¿Esa contrariedad es rubia o morena? -le gritó Jules.

Pero Lucas no lo oyó. La puerta del único despacho con la ventana iluminada se cerró tras él.


Zofia no tenía ningunas ganas de volver a su casa. Pese a que estaba encantada de acoger a Mathilde, echaba en falta cierta intimidad. Caminaba bajo la vieja torre de ladrillo rojo que dominaba los muelles desiertos. El reloj empotrado en el capitel cónico dio la media. Se acercó al borde del muelle. La proa del viejo carguero cabeceaba a la luz de una luna apenas enturbiada por un ligero velo de bruma.

– Le tengo mucho cariño a ese barcucho. Somos de la misma edad. Él también se tambalea al moverse, y está más oxidado aún que yo.

Zofia se volvió y sonrió a Jules.

– Yo no tengo nada contra él -dijo-, pero lo querría más si sus escalas estuvieran en mejor estado.

– El material no ha tenido nada que ver con este accidente.

– ¿Cómo lo sabe?

– Las paredes de los muelles tienen oídos, fragmentos de palabras por aquí forman fragmentos de frase por allá…

– ¿Sabe cómo se cayó Gómez?

– Ahí reside todo el misterio. Si hubiera sido un hombre joven, podría creerse que se había tratado de un descuido. Desde que oímos decir en la tele que los jóvenes están más chochos que los viejos… Pero yo no tengo tele y el cargador era un veterano. Nadie va a tragarse que resbaló solo al pisar un barrote.

– Quizá le dio un mareo.

– Es una posibilidad, pero falta saber qué le causó ese mareo.

– Usted tiene una teoría, ¿verdad?

– Yo tengo sobre todo un poco de frío; esta asquerosa humedad se me mete hasta en los huesos. Me gustaría proseguir la conversación, pero un poco más lejos, junto a la escalera que lleva a las oficinas, allí hay una especie de microclima. ¿Te molesta que andemos unos metros juntos?

Zofia le ofreció un brazo al anciano. Se refugiaron bajo la galería que recorría la fachada. Jules dio unos pasos para instalarse justo debajo de la única ventana todavía iluminada a aquella hora tardía. Zofia sabía que todas las personas mayores tienen sus manías y que para quererlas hay que saber no contravenir sus hábitos.

– ¿Ves? Aquí estamos bien -dijo Jules-. ¡Es donde mejor se está!

Se sentaron al pie del muro. Jules alisó las arrugas de su eterno pantalón príncipe de Gales.

– ¿Y respecto a Gómez? -dijo Zofia.

– ¡Ah, yo no sé nada! Pero si escuchas, es muy posible que esta ligera brisa nos cuente algo.

Zofia frunció el entrecejo, pero Jules le puso un dedo sobre los labios. En el silencio de la noche, Zofia oyó la voz grave de Lucas dentro del despacho, justo encima de su cabeza.


Heurt, sentado en una esquina de la mesa de fórmica, empujó un pequeño paquete envuelto en papel de embalar hacia el director de los servicios inmobiliarios del puerto. Terence Wallace estaba sentado frente a Lucas.

– Un tercio ahora, otro cuando el consejo de administración haya votado a favor de la expropiación de los muelles, y el último en cuanto firme el contrato exclusivo de comercialización de los terrenos -dijo el vicepresidente.

– Sus administradores tendrán que reunirse antes de que acabe la semana, ¿de acuerdo? -añadió Lucas.

– Es un plazo excesivamente corto -protestó el hombre, que aún no se había atrevido a recoger el paquete marrón.

– Las elecciones se acercan. El Ayuntamiento estará encantado de anunciar la transformación de una zona contaminante en bonitas y limpias residencias. Será como un regalo caído del cielo -insistió Lucas, empujando el paquete hacia las manos de Wallace-. ¡Su trabajo no es tan complicado! -Lucas se levantó para acercarse a la ventana y la entornó antes de añadir-: Y como muy pronto ya no tendrá necesidad de trabajar, incluso podrá rechazar el ascenso que le ofrezcan para darle las gracias por haberlos enriquecido…

– ¡Por haber encontrado una solución para una crisis anunciada! -dijo Wallace con afectación, tendiéndole un gran sobre blanco a Ed-. En este informe confidencial se indica el valor de cada parcela -prosiguió-. Suban los precios el diez por ciento y mis administradores no podrán rechazar su oferta. -Wallace tomó el paquete y lo sacudió alegremente-. Los habré reunido a todos el viernes como muy tarde -añadió.

La mirada de Lucas, que escapaba por la ventana, fue atraída por la leve sombra que huía abajo. Cuando Zofia montó en su coche, le pareció que lo miraba directamente a los ojos. Las luces traseras del Ford desaparecieron a lo lejos. Lucas agachó la cabeza.

– ¿No tiene nunca arrebatos, Terence?

– ¡No soy yo quien va a provocar esa huelga! -repuso éste saliendo del despacho.

Lucas no quiso que Ed lo acompañara y se quedó solo.


Las campanas de Grace Cathedral dieron las doce. Lucas se puso la gabardina y metió las manos en los bolsillos. Al abrir la puerta, acarició con la yema de los dedos la tapa del librito del que no se separaba. Sonrió, contempló las estrellas y recitó:

– Haya en el firmamento de los cielos lumbreras para separar el día de la noche… y que sirvan de señales para separar la luz de las tinieblas.

»Y vio Dios que esto era bueno.


Y atardeció y amaneció…

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