Cuarto día

Mathilde no había parado de quejarse en toda la noche; el dolor no la había dejado descansar y no había conseguido conciliar el sueño hasta el amanecer. Zofia se había levantado sin hacer ruido, se había vestido y había salido de puntillas. Por la ventana del rellano entraba un sol espléndido. Al pie de la escalera se había encontrado con Reina, que empujaba con un pie la puerta de entrada porque llevaba en las manos un enorme ramo de flores.

– Buenos días, Reina.

Reina, que sujetaba una carta entre los labios, no pudo contestar. Zofia se acercó enseguida para ayudarla, se apoderó del inmenso ramo y lo dejó sobre la consola del recibidor.

– ¡Cómo la miman, Reina!

– A mí no, a ti. Toma, la carta también tiene aspecto de ser para ti -dijo, tendiéndole el sobre.

Zofia, intrigada, lo abrió: «Te debo una explicación. Llámame, por favor. Lucas».

Se guardó la nota en el bolsillo. Reina contemplaba las flores con una expresión entre admirativa y burlona.

– ¡Este chico sabe cómo quedar bien! ¡Hay más de trescientas flores, y todas distintas! ¡No tengo un jarrón tan grande!

La señora Sheridan empezó a dar vueltas por la casa. Zofia la siguió con el suntuoso ramo en las manos.

– Déjalo junto al fregadero. Haré ramos de tamaño normal y ya te los subirás cuando vuelvas. Vete, que ya veo que se te hace tarde.

– Gracias, Reina, vendré dentro de un rato.

– Sí, sí, claro… Venga, desaparece, odio verte a medias, y además, ya tienes la cabeza en otro sitio.

Zofia besó a su casera y salió de casa. Reina sacó cinco jarrones de un mueble y los alineó sobre la mesa, buscó las tijeras de podar en un cajón de la cocina y empezó a separar las flores. Se quedó mirando una larga rama de lilas y la dejó a un lado. Cuando oyó crujir el parqué sobre su cabeza, interrumpió su labor para prepararle el desayuno a Mathilde. Unos instantes después subía la escalera mascullando:

– Hostelera, florista… ¿y qué más? ¡Esto no puede ser!


Zofia aparcó delante del Fisher's Deli. Al entrar en el bar vio al inspector Pilguez, que la invitó a sentarse.

– ¿Cómo está nuestra protegida?

– Se recupera poco a poco. La pierna le duele más que el brazo.

– Normal -dijo él-. En los últimos tiempos ya no tenemos muchos motivos para andar con las manos.

– ¿Qué le trae por aquí, inspector?

– La caída del cargador.

– ¿Y qué es lo que le pone de tan mal humor?

– La investigación sobre la caída del cargador. ¿Quiere tomar algo? -dijo Pilguez, volviéndose hacia la barra.

Desde el accidente de Mathilde, el establecimiento ofrecía un servicio mínimo: fuera de las horas punta, había que armarse de paciencia para conseguir un café.

– ¿Se sabe por qué se cayó? -preguntó Zofia.

– La comisión de investigación cree que la causa fue un barrote de la escala.

– No es una noticia nada buena -murmuró Zofia.

– Sus métodos de investigación no me convencen. He tenido una agarrada con el responsable.

– ¿Sobre qué?

– Me daba la impresión de que repetía la palabra «carcomido» con muy poco convencimiento. El problema -continuó Pilguez, perdido en sus pensamientos- es que el tablero de fusibles parece no interesar a ninguno de los comisarios.

– ¿Qué pinta aquí el tablero de fusibles?

– Aquí, nada, pero junto a la bodega, mucho. No hay muchas razones para que un cargador experimentado se caiga. O bien la escala está podrida, y no es que yo diga que acabaran de cambiarla…, o bien se trata de un descuido, y eso no encaja con Gómez. A no ser que la bodega esté a oscuras, cosa que puede ocurrir si la luz se apaga de repente. En tal caso, el accidente es casi inevitable.

– ¿Sugiere que se trata de un acto de sabotaje?

– Sugiero que la mejor manera de hacer resbalar a Gómez era apagar los focos mientras estaba en la escala. Prácticamente hay que ponerse gafas de sol para trabajar ahí dentro cuando está iluminado, ¿y qué cree usted que pasa cuando de repente todo queda sumido en la oscuridad? Mientras los ojos se acostumbran, pierdes el equilibrio. ¿Nunca ha sentido vértigo al entrar en un cine después de haber estado a pleno sol? ¡Imagínese el efecto, encaramado en lo alto de una escala de veinte metros!

– ¿Tiene pruebas de lo que dice?

Pilguez se metió una mano en el bolsillo, sacó un pañuelo y lo dejó sobre la mesa. Lo desdobló, dejando al descubierto un pequeño cilindro completamente chamuscado.

– Tengo un fusible carbonizado al que le falta un cero en el amperaje -dijo en respuesta a la expresión interrogativa de Zofia.

– La electricidad no es mi fuerte.

– Este trasto era diez veces menos potente de lo necesario para la carga que debía soportar.

– ¿Eso es una prueba?

– En cualquier caso, es una prueba de mala fe. La resistencia podía aguantar cinco minutos como máximo antes de saltar.

– Pero ¿todo eso qué demuestra?

– Que la bodega del Valparaíso no es el único sitio donde no se ve con claridad.

– ¿Qué opina de esto la comisión de investigación?

Pilguez toqueteaba el fusible sin poder disimular su cólera.

– Opina que lo que tengo en las manos no demuestra nada, puesto que no lo he encontrado en el tablero.

– Pero usted opina lo contrario.

– Sí.

– ¿Por qué?

Pilguez hizo rodar el fusible sobre la mesa. Zofia lo tomó para examinarlo con atención.

– Lo he encontrado debajo de la escalera; la sobrecarga de tensión debió de hacerlo saltar y la persona que fue a eliminar las pistas no lo encontró. En el tablero había uno completamente nuevo.

– ¿Piensa abrir una investigación criminal?

– Todavía no. Con eso también tengo un problema.

– ¿Cuál?

– El motivo. ¿Qué interés podía haber en hacer que Gómez cayera al fondo de ese barcucho? ¿A quién podía beneficiar el accidente? ¿Tiene alguna idea?

Zofia trató de controlar el malestar que la invadía. Tosió y se puso una mano delante de la cara.

– Ninguna.

– ¿Ni la más leve? -insistió Pilguez, receloso.

– Ni eso -dijo ella, tosiendo de nuevo.

– Lástima -dijo Pilguez, levantándose.

Cruzó el bar, salió después de ceder el paso a Zofia y se acercó a su coche. Se apoyó en la portezuela y se volvió hacia Zofia.

– No intente nunca mentir, se le da fatal.

Le dirigió una sonrisa forzada y se sentó ante el volante. Zofia corrió hacia él.

– ¡Hay una cosa que no le he dicho!

Pilguez miró el reloj y suspiró.

– Anoche, la comisión de investigación había decidido que el barco estaba fuera de sospecha, y nadie ha vuelto a inspeccionarlo desde entonces.

– Entonces, ¿qué puede haberlos convencido de que cambien de opinión durante la noche? -preguntó el inspector.

– Lo único que sé es que el hecho de que las sospechas recaigan sobre el barco va a provocar otra huelga.

– ¿En qué beneficia eso a la comisión?

– Debe de haber una relación. Búsquela.

– Si la hay, es lo que ha provocado la caída de Gómez.

– Un accidente, una consecuencia, una sola finalidad -murmuró Zofia, alarmada.

– Empezaré por investigar en el pasado de la víctima para descartar otras hipótesis.

– Supongo que es lo mejor que se puede hacer -dijo Zofia.

– ¿Y usted adonde va?

– A la asamblea general de los cargadores.

Se apartó del coche. Pilguez puso el motor en marcha y se alejó.

Al salir de la zona portuaria, telefoneó a su despacho. La coordinadora descolgó después de la séptima señal y Pilguez le espetó de inmediato:

– Buenos días, aquí las pompas fúnebres, al detective Pilguez le ha dado un patatús. Ha fallecido intentando reunirse con usted y queríamos saber si prefiere que depositemos su cuerpo en la comisaría o se lo llevemos directamente a casa.

– ¡Vale! Hay un vertedero a dos manzanas de aquí, deposítenlo allí y yo iré a verlo en cuanto me pongan una ayudante y no tenga que descolgar este teléfono cada dos minutos -contestó Nathalia.

– ¡Muy ingeniosa!

– ¿Qué quieres?

– ¿No te has asustado ni siquiera un poco?

– No te da ningún patatús desde que te controlo la glucemia y el colesterol. Claro que a veces echo de menos la época en que te ibas a comer huevos a escondidas; por lo menos tu mal humor tenía sus horas bajas. ¿Esta encantadora llamada es para saber algo de mí?

– Tengo que pedirte un favor.

– ¡A eso lo llamo yo tener mano izquierda! Te escucho…

– Mira en el servidor central todo lo que puedas encontrar sobre Félix Gómez, 56 de la calle Fillmore, carné de cargador 54.687. Por cierto, me encantaría saber quién te ha contado que comía huevos a escondidas.

– Yo también trabajo en la policía, ¿sabes? ¡Y tú comes con la misma delicadeza que hablas!

– ¿Y eso qué demuestra?

– ¿Quién lleva tus camisas a la tintorería? Bueno, te dejo, tengo seis llamadas en espera y a lo mejor hay una urgencia de verdad.

Una vez que Nathalia hubo cortado la comunicación, Pilguez conectó la sirena de su vehículo y dio media vuelta.


Había hecho falta más de media hora para que la multitud se callara; la reunión había empezado hacía apenas un momento en la explanada. Manca acababa de leer el informe médico del Memorial de San Francisco. Gómez había sido sometido a tres intervenciones quirúrgicas. Los médicos no podían predecir si algún día llegaría a estar en condiciones de reincorporarse al trabajo, pero las dos fisuras en las vértebras lumbares no habían afectado a la médula espinal. Seguía inconsciente, pero estaba fuera de peligro. Un murmullo de alivio recorrió la asamblea, aunque eso no atenuó la tensión que reinaba. Los cargadores permanecían de pie frente a la tribuna improvisada entre dos contenedores. Zofia se había quedado un poco aparte, en la última fila. Manca pidió silencio.

– La comisión de investigación ha concluido que probablemente el estado de la escala de la bodega sea la causa del accidente de nuestro compañero.

El responsable sindical tenía el semblante grave. Las condiciones de trabajo que les imponían habían puesto en peligro la vida de uno de sus compañeros; una vez más, uno de ellos había pagado con su integridad física.

Un hilillo de humo acre asomaba por detrás de la puerta de un contenedor que lindaba con la tribuna desde la que Manca se dirigía a los cargadores.

Tras encender un cigarrillo, Ed Heurt había abierto la ventanilla del Jaguar. Colocó el encendedor en su sitio y escupió las briznas de tabaco que se le habían adherido a la punta de la lengua. Se frotó las manos, encantado de percibir cómo aumentaba la cólera a unos metros de él.

– No me queda más remedio que proponeros un paro indefinido del trabajo -concluyó Manca.

Un pesado silencio planeaba por encima de sus cabezas. Una a una, las manos se levantaban; cien brazos se habían alzado, y Manca aprobó con un movimiento de cabeza la decisión unánime de sus compañeros. Zofia inspiró profundamente antes de tomar la palabra.

– ¡No lo hagáis! ¡Estáis a punto de caer en una trampa!

Vio cómo la sorpresa se mezclaba con la cólera en los rostros que se habían vuelto hacia ella.

– No ha sido la escala lo que ha provocado la caída de Gómez -prosiguió Zofia, elevando la voz.

– ¿Por qué se mete en esto? -gritó un cargador.

– ¡A ti te iría muy bien que tu responsabilidad como jefe de seguridad no se cuestionara! -vociferó otro.

– ¡Esa afirmación es injusta! -replicó Zofia, sintiendo que la agresividad del ambiente se volvía contra ella-. ¡Se me reprocha constantemente que tomo demasiadas precauciones respecto a su segundad, lo saben perfectamente!

El murmullo cesó unos segundos antes de que otro hombre interviniera:

– Entonces, ¿por qué se ha caído Gómez?

– Desde luego, por culpa de la escala no -contestó Zofia, bajando la voz y la cabeza.

Un conductor de tractor avanzó empuñando una barra de hierro.

– ¡Lárgate, Zofia! ¡Aquí no eres bien recibida!

De pronto se sintió amenazada por los cargadores, que se acercaban. Dio un paso atrás y tropezó con un hombre que estaba detrás de ella.

– Intercambio de favores -le susurró Pilguez al oído-. Usted me explica a quién beneficia esta huelga, y yo la saco de este apuro. Creo que tiene una ligera idea sobre el asunto, y ni siquiera tendrá que decirme a quién intenta proteger. -Zofia volvió la cabeza hacia el inspector, que sonreía burlón-. Instinto policial -añadió éste, haciendo rodar el fusible entre los dedos.

Se colocó delante de ella y presentó su placa a la multitud, que se detuvo de inmediato.

– Es muy probable que la señorita tenga razón -dijo, saboreando el silencio que acababa de imponer-. Soy el inspector Pilguez, de la brigada criminal de San Francisco, y les ruego que hagan el favor de retroceder unos pasos. Padezco de claustrofobia.

Nadie obedeció y, desde el estrado, Manca preguntó:

– ¿Para qué ha venido, inspector?

– Para evitar que sus amigos cometan una tontería y caigan en una trampa, como dice la señorita.

– ¿Y qué tiene que ver esto con usted? -insistió el jefe del sindicato.

– ¡Esto! ¡Esto tiene que ver conmigo! -dijo Pilguez, levantando el brazo con el fusible entre los dedos.

– ¿Qué es eso? -preguntó Manca.

– Lo que debería haber garantizado que no se cortara la luz en la bodega donde Gómez cayó.

Todos los rostros se volvieron hacia Manca, que alzó la voz.

– No veo adonde quiere ir a parar, inspector.

– Gómez tampoco podía ver gran cosa en la bodega, amigo mío.

El pequeño cilindro de cobre describió una parábola por encima de la cabeza de los cargadores. Manca lo agarró al vuelo.

– El accidente de su compañero se debió a un acto de sabotaje -prosiguió Pilguez-. Este fusible es diez veces menos potente de lo que debería ser, compruébenlo ustedes mismos.

– ¿Por qué iba a hacer alguien eso? -preguntó una voz anónima.

– Para que se pusieran en huelga -respondió lacónicamente Pilguez.

– En los barcos hay fusibles por todas partes -dijo un hombre.

– Lo que usted dice no tiene nada que ver con el informe de la comisión de investigación -dijo otro.

– ¡Silencio! -gritó Manca-. Aceptando que dice la verdad, ¿quién se supone que está detrás de esto?

Pilguez miró a Zofia y suspiró antes de responder al jefe del sindicato:

– Digamos que ese aspecto de la cuestión todavía no está claro.

– Entonces váyase de aquí con sus cuentos chinos -dijo un cargador, empuñando un eje de cabrestante.

La mano del policía descendió lentamente hacia su pistolera. La amenazadora masa se desplazaba hacia ellos, como una marea ascendente que no tardaría en cubrirlos. Zofia reconoció al hombre que la miraba junto al estrado, delante de un contenedor abierto.

– ¡Yo conozco al que ha ordenado cometer el crimen!

La voz serena de Lucas había paralizado a los cargadores. Todos los rostros se volvieron hacia él. El joven empujó la puerta abierta del contenedor, que chirrió al girar sobre sus goznes y dejó a la vista de todos el Jaguar. Lucas apuntó con el dedo al conductor, que hacía girar febrilmente la llave de contacto.

– Circulan abultados sobres para comprar los terrenos en los que trabajáis…, después de la huelga, por supuesto. ¡Preguntádselo a él, es el comprador!

Heurt puso bruscamente la primera, los neumáticos patinaron sobre el asfalto y el coche del vicepresidente de A amp;H comenzó su loca carrera entre las grúas para escapar del furor de los cargadores.

Pilguez le ordenó a Manca que contuviera a sus hombres.

– ¡Muévase, antes de que esto acabe en un linchamiento!

El jefe del sindicato hizo una mueca al tiempo que se frotaba la rodilla.

– Tengo una artritis terrible -se quejó-. La humedad de los muelles… ¡Qué le vamos a hacer! ¡Son gajes del oficio!

Manca se alejó cojeando.

– Ustedes dos no se muevan de aquí -masculló Pilguez.

El inspector dejó a Lucas y a Zofia para correr en la dirección hacia la que se habían precipitado los cargadores. Lucas lo siguió con la mirada.

Mientras la sombra del policía se escabullía detrás de un tractor, Lucas se acercó a Zofia y tomó sus manos entre las suyas. Ella vaciló antes de formularle una pregunta.

– No eres un Verificador, ¿verdad? -dijo en un tono lleno de esperanza.

– No. No sé de qué me hablas.

– Y tampoco trabajas para el gobierno.

– Digamos que trabajo para algo… comparable. Pero, de todos modos, te debo otras explicaciones.

Se oyó un ruido de chapa a lo lejos. Lucas y Zofia se miraron y ambos echaron a correr en la dirección de donde había venido el estruendo.

– ¡Si le echan el guante, no doy un centavo por su pellejo! -dijo Lucas, corriendo a pequeñas zancadas.

– Entonces, reza para que eso no suceda -repuso Zofia, colocándose a su altura.

– ¡Bah, de todas formas, no vale gran cosa! -contestó Lucas, adelantándola dos pasos.

Zofia volvió a atraparlo y lo dejó atrás.

– ¡Tienes buenos pulmones! -exclamó Lucas.

– ¡De eso no puedo quejarme!

Lucas hizo una mueca de dolor mientras redoblaba sus esfuerzos para situarse en cabeza en el tramo en zigzag, entre dos pilas de contenedores, al que se acercaban. Zofia aceleró para impedir que la alcanzara.

– Están allí-dijo, sin aliento pero todavía en cabeza.

Lucas hizo un sprint para atraparla. A lo lejos, una humareda blanca salía por la rejilla del radiador del Jaguar, clavado en la horca de un cargador. Zofia inspiró profundamente para mantener el ritmo.

– Yo me ocupo de él y tú de los cargadores… cuando me hayas alcanzado -dijo, dando otro acelerón.

Rodeó la compacta multitud que cercaba el vehículo, sin volverse para evitar perder unos segundos preciosos. Se deleitaba imaginando la cara que debía de poner Lucas a su espalda.

– ¡Esto es ridículo! ¡No estamos haciendo una carrera, que yo sepa! -le oyó gritar, tres pasos atrás.

La gente contemplaba en silencio el coche vacío. Uno de los cargadores llegó corriendo: el vigilante no había visto pasar a nadie por delante de la garita; Ed seguía atrapado en los muelles y sin duda estaba escondido en un contenedor. La multitud se dispersó y cada uno fue en una dirección, decidido a encontrar al fugitivo. Lucas se acercó a Zofia.

– ¡No me gustaría estar en su lugar!

– ¡Se diría que disfrutas con esto! -repuso ella, exasperada-. ¡Lo que tienes que hacer es ayudarme a localizarlo antes que ellos!

– Me he quedado sin aliento, pero la culpa no es mía.

– ¡Qué cara! -exclamó Zofia con los brazos en jarras-. ¿Quién ha empezado?

– ¡Tú!

La voz de Jules los interrumpió.

– Vuestra conversación parece apasionante, pero si pudierais dejarla para más tarde, quizá podríamos salvar una vida. ¡Seguidme!

Jules les explicó por el camino que Ed había saltado del coche justo después del choque y se había precipitado hacia la salida del puerto. La jauría estaba acercándose peligrosamente a él cuando pasó a la altura del arco número 7.

– ¿Dónde está? -preguntó Zofia, preocupada, caminando junto al viejo vagabundo.

– Debajo de un montón de trapos.

A Jules le había costado Dios y ayuda convencerlo de que se escondiera dentro de su carrito.

– He conocido a pocas personas tan antipáticas. ¿Podéis creer que se ha puesto exigente? -gruñó Jules-. Pero cuando le he enseñado el agua donde los cargadores iban a hacerle darse un baño, el color de la espuma lo ha convencido de que mi ropa no estaba tan sucia.

Lucas, que seguía rezagado, apretó el paso para acercarse a ellos y murmuró:

– ¡Sí! ¡Has sido tú!

– ¡De eso nada! -susurró ella, volviendo la cabeza.

– Tú has acelerado primero.

– ¡Que no!

– Bueno, ya está bien -intervino Jules-. El inspector está con él. Hay que encontrar una manera de sacar discretamente a ese hombre de aquí.

Pilguez les hizo una seña con la mano y los tres se le acercaron. El inspector tomó el mando de la operación.

– Están todos en la zona de las grúas registrando hasta el último rincón y no tardarán en venir hacia aquí. ¿Uno de ustedes puede ir a buscar su coche sin llamar la atención?

El Ford estaba aparcado en mal sitio; probablemente los cargadores verían a Zofia cuando fuera a buscarlo. Lucas permaneció en silencio, dibujando un círculo con la punta del pie en la tierra polvorienta del muelle.

Jules le señaló a Lucas con la mirada la grúa que estaba depositando en los muelles, no lejos de ellos, un Chevrolet Cámaro en un estado lamentable. Era el séptimo vehículo que sacaba del agua.

– Yo sé dónde encontrar coches cerca de aquí, pero el motor hace un extraño gorgoteo cuando lo pones en marcha -susurró el viejo vagabundo al oído de Lucas.

Ante la mirada interrogativa del inspector Pilguez, Lucas se alejó mascullando:

– Voy a buscar lo que necesita.

Regresó al cabo de tres minutos al volante de un espacioso Chrysler y lo aparcó delante del arco. Jules empujó el carrito; Pilguez y Zofia ayudaron a Heurt a salir. El vicepresidente se tumbó en el asiento trasero y Jules lo tapó por completo con una de sus mantas.

– ¡Y haced el favor de llevarla a limpiar antes de devolvérmela! -dijo éste al cerrar la portezuela.

Zofia se sentó al lado de Lucas y Pilguez se asomó a la ventanilla.

– No se entretengan.

– ¿Lo dejamos en la comisaría? -preguntó Lucas.

– ¿Para qué? -repuso el policía, contrariado.

– ¿Va a dejarlo libre? -preguntó Zofia.

– La única prueba que tenía era un pequeño cilindro de cobre de dos centímetros de largo, y he tenido que desprenderme de él para sacarla del apuro. Después de todo -añadió el inspector, encogiéndose de hombros-, los fusibles sirven precisamente para eso, ¿no?…, para evitar las sobrecargas de tensión… ¡Vamos, lárguense!

Lucas puso la primera y el coche se alejó entre una nube de polvo. Mientras todavía circulaba por los muelles, se oyó la voz amortiguada de Ed:

– ¡Me las pagará, Lucas!

Zofia levantó un extremo de la manta, destapando el rostro congestionado de Heurt.

– No creo que haya escogido el momento más oportuno -dijo en un tono circunspecto.

Pero el vicepresidente, que pestañeaba de un modo incontrolable, añadió:

– ¡Está acabado, Lucas! ¡No tiene ni idea del poder que tengo!

Lucas frenó en seco y el coche patinó a lo largo de varios metros. Con las dos manos apoyadas en el volante, Lucas se volvió hacia Zofia.

– ¡Baja!

– ¿Qué vas a hacer? -repuso ella, inquieta.

El tono en el que el joven repitió la orden no admitía réplica. Zofia bajó y la ventanilla se cerró con un chirrido. Heurt vio en el retrovisor los ojos oscuros de Lucas, que parecían tornarse negros.

– ¡Es usted el que no conoce mi poder, amigo! -dijo Lucas-. Pero tranquilo, voy a hacerle una demostración ahora mismo.

Retiró la llave de contacto y salió también del vehículo. Antes de que hubiera dado un paso, todas las puertas se bloquearon. El régimen del motor subió progresivamente, y cuando Ed Heurt se incorporó, la aguja de la esfera que estaba en el centro del salpicadero ya marcaba 4.500 revoluciones por minuto. Los neumáticos patinaban sobre el asfalto sin que el coche se moviera. Lucas cruzó los brazos con cara de preocupación y murmuró:

– Algo no funciona, pero ¿qué es?

Zofia se acercó a él y lo zarandeó sin contemplaciones.

– ¿Qué estás haciendo?

En el interior del habitáculo, Ed se sintió atrapado por una fuerza invisible que lo aplastaba contra el asiento. El respaldo fue brutalmente arrancado y propulsado contra el cristal posterior. Para resistirse a la fuerza que tiraba de él hacia atrás, Heurt se agarró a la correa de piel del sillón; la costura se desgarró y la correa cedió. Se asió desesperadamente a la empuñadura de la puerta, pero la aspiración era tan fuerte que las articulaciones se le amorataron antes de abandonar su vana resistencia. Cuanto más luchaba Ed, más retrocedía. Con el cuerpo comprimido por un peso desmesurado, se hundía inexorablemente hacia el interior del maletero. Sus uñas arañaron la piel del asiento sin más éxito; en cuanto estuvo en el interior del portaequipajes, el respaldo del asiento volvió a ocupar su lugar y la fuerza cesó. Ed estaba a oscuras. En el salpicadero, la aguja del cuentarrevoluciones rebotaba contra el tope de la esfera. En el exterior, el rugido del motor se había vuelto ensordecedor. Bajo las ruedas humeantes, la goma dejaba grasientas marcas negras. Todo el coche temblaba. Zofia, angustiada, se precipitó para liberar al pasajero; al ver que el habitáculo estaba vacío, se asustó y se volvió hacia Lucas, que toqueteaba la llave de contacto con expresión preocupada.

– ¿Qué has hecho con él? -preguntó Zofia.

– Está en el maletero -respondió él, absorto-. Algo funciona mal… ¿Qué he olvidado hacer?

– ¡Estás completamente loco! Si se sueltan los frenos…

Zofia no tuvo tiempo de acabar la frase. Lucas, visiblemente aliviado, meneó la cabeza e hizo chascar los dedos. En el interior del vehículo, la palanca del freno de mano se liberó y el coche se precipitó hacia el mar. Zofia corrió hasta el borde del muelle y se concentró en la parte trasera del vehículo, que aún sobresalía del agua: el maletero se abrió y el vicepresidente apareció dando manotadas en las sucias aguas que bordeaban el muelle 80. Ed Heurt se alejó como un tapón de corcho a la deriva, dando torpes brazadas hacia la escalera de piedra y escupiendo cuanto podía. El coche se hundió, arrastrando con él los grandes proyectos inmobiliarios de Lucas, en cuyos ojos se leía el apuro de un niño al que han pillado con las manos en la masa.

– ¿No tienes un poco de hambre? -le dijo a Zofia, que se acercaba a él con paso decidido-. Con todo este lío, nos hemos saltado la comida.

Ella lo fulminó con la mirada.

– ¿Quién eres?

– Resulta un poco difícil de explicar -respondió él, incómodo.

Zofia le arrebató la llave de las manos.

– ¡Debes de ser el hijo del diablo o su mejor discípulo, para conseguir hacer esas cosas!

Con la punta del pie, Lucas trazó una línea recta justo en el centro del círculo que había dibujado en el polvo. Agachó la cabeza y contestó, como avergonzado:

– Entonces, ¿aún no te has dado cuenta?

Zofia retrocedió un paso, luego dos.

– Soy su enviado…, su agente de elite.

Ella se tapó la boca con la mano para ahogar el grito que escapaba de su garganta.

– No, tú no… -murmuró, mirando a Lucas por última vez antes de alejarse corriendo.

Lo oyó gritar su nombre, pero las palabras de Lucas ya no eran más que unas sílabas entrecortadas por el viento.

– ¡Mierda, tú tampoco me habías dicho la verdad! -dijo Lucas, borrando furiosamente el círculo con el pie.


En su inmenso despacho, Lucifer apagó la pantalla de control y el rostro de Lucas se convirtió en un ínfimo punto blanco que desapareció en el centro del monitor. Satán hizo girar el sillón y pulsó el botón del interfono.

– ¡Haga venir a Blaise inmediatamente!


Lucas fue andando hasta el aparcamiento y abandonó los muelles a bordo de un Dodge gris claro. Una vez cruzada la barrera, buscó en el fondo de sus bolsillos una pequeña tarjeta de visita y la introdujo en la visera. Cogió el teléfono móvil y marcó el número de la única periodista a la que conocía bíblicamente. Amy descolgó después de la tercera señal.

– Sigo sin saber por qué te fuiste enfadada -dijo Lucas.

– No esperaba que me llamaras. Has marcado un punto.

– Tengo que pedirte un favor.

– Acabas de perder el punto. ¿Y yo qué gano?

– Digamos que tengo un regalo para ti.

– ¡Si son flores, guárdatelas!

– Es una exclusiva.

– Que te interesa que publique, supongo.

– Sí, algo así.

– Sólo si la noticia va acompañada de una noche tan ardiente como la última.

– No, Amy, no puede ser.

– Y si renuncio a la ducha, ¿la respuesta sigue siendo no?

– Sí.

– Es desesperante que tipos como tú se enamoren.

– Conecta el magnetófono. Es sobre un magnate del mundo inmobiliario, cuyas contrariedades van a convertirte en la más feliz de las periodistas.

El Dodge circulaba por la calle Tercera. Lucas cortó la comunicación y giró en Van Ness camino de Pacific Heights.


Blaise dio tres golpes con los nudillos, se secó las manos húmedas en el pantalón y entró.

– ¿Quería verme, Presidente?

– ¿Tienes que hacer siempre preguntas idiotas cuya respuesta conoces? ¡Quédate de pie!

Blaise se irguió, terriblemente inquieto. El Presidente abrió un cajón, sacó una carpeta roja y la empujó para que se deslizara hasta el otro extremo de la mesa. Blaise fue a buscarla dando pequeñas zancadas, regresó inmediatamente y se quedó plantado delante de su jefe.

– ¿Crees que te he hecho venir para mirar cómo das vueltas por mi despacho, imbécil? ¡Abre la carpeta, cretino!

Blaise levantó con nerviosismo la solapa de cartón y reconoció en el acto la foto en que Lucas tenía a Zofia entre los brazos.

– Me encantaría utilizarla para hacer la tarjeta de felicitación de fin de año, pero me falta una leyenda -añadió Lucifer, dando un puñetazo en la mesa-. Supongo que tú me la encontrarás, puesto que eres tú quien ha elegido a nuestro mejor agente.

– Una foto sensacional, ¿verdad? -balbució Blaise, al que le sudaba todo el cuerpo.

– A ver -dijo Satán, apagando el cigarrillo en la bandeja de mármol-, o tu sentido del humor es incomprensible, o a mí se me escapa algún detalle.

– No pensará que…, en fin, Presidente…, ¡por favor! -repuso Blaise con afectación-. Todo esto estaba previsto y está absolutamente controlado. Lucas tiene recursos insospechados, decididamente es increíble.

Satanás sacó otro cigarrillo del bolsillo y lo encendió.

Aspiró una profunda bocanada y expulsó el humo delante de la cara de Blaise.

– Ten mucho cuidado con lo que dices.

– Vamos a por el jaque mate y…, bueno, ahora estamos comiéndonos a la reina del adversario.

Lucifer se levantó y se acercó al ventanal. Con las dos manos apoyadas en el cristal, se quedó unos instantes pensativo.

– Déjate de metáforas, me horrorizan. Esperemos que digas la verdad, porque las consecuencias de una mentira serían infernales para ti.

– ¡No tiene que preocuparse por nada! -dijo Blaise, retirándose de puntillas.

En cuanto se hubo quedado solo, Satán volvió a sentarse en un extremo de la larga mesa y encendió la pantalla de control.

– De todas formas, vamos a comprobar dos o tres cosas -masculló, pulsando de nuevo el botón del interfono.


Lucas circulaba por Van Ness. Aminoró la marcha para volver la cabeza en la intersección con la calle Pacific, abrió la ventanilla, encendió la radio y un cigarrillo. Al pasar bajo los pilares del Golden Gate, apagó la radio, tiró el cigarrillo, cerró la ventanilla y se dirigió en silencio hacia Sausalito.


Zofia había estacionado el Ford al final del aparcamiento. Había subido por la escalera y salido a la superficie en Union Square. Atravesó el pequeño parque y caminó sin rumbo. En el paseo que cruzaba en diagonal, se sentó en un banco junto a una muchacha que estaba llorando. Le preguntó qué le pasaba, pero antes de poder oír su respuesta, sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

– Lo siento -dijo, alejándose.

Vagó por las aceras, parándose ante los escaparates de las tiendas de lujo. Miró la puerta giratoria de los grandes almacenes Macy's y, sin siquiera darse cuenta, se metió por ella. Nada más entrar, una chica vestida de arriba abajo con un uniforme amarillo canario le ofreció rociarla generosamente con el último perfume de moda, Canary Wharf. Zofia rechazó cortésmente el ofrecimiento con una sonrisa apagada y le preguntó dónde podía encontrar la colonia Habit Rouge.

La joven no intentó disimular su irritación.

– Segundo mostrador a la derecha -dijo, encogiéndose de hombros.

Cuando Zofia se alejó, la vendedora presionó dos veces hacia su espalda el vaporizador amarillo.

– ¡Los demás también tienen derecho a existir!

Zofia se acercó al expositor. Levantó tímidamente el frasco de muestra, desenroscó el tapón rectangular y se puso dos gotas de perfume en el reverso de la muñeca. Se acercó la mano a la cara, aspiró la sutil esencia y cerró los ojos. Bajo sus párpados cerrados, la ligera bruma que flotaba bajo el Golden Gate ponía rumbo al norte, hacia Sausalito; en el paseo desierto, un hombre con traje negro caminaba solo junto a la orilla del mar.

La voz de una dependienta la devolvió a la realidad. Zofia miró a su alrededor. Mujeres cargadas con bolsas y paquetes iban de aquí para allá.

Zofia bajó la cabeza, dejó el frasco en su sitio y salió de los almacenes. Después se dirigió en coche al centro de formación para personas con trastornos de visión. La lección del día no fue más que silencio; sus alumnos lo respetaron durante toda la clase. Cuando sonó el timbre, se levantó de la silla, sobre el estrado, y les dijo simplemente «gracias» antes de abandonar la sala. Regresó a casa y, al entrar, vio un gran jarrón lleno de suntuosas flores que adornaba el vestíbulo.

– ¡Imposible subirlo arriba! -dijo Reina, abriendo la puerta-. ¿Te gusta? Queda bien en la entrada, ¿no?

– Sí-dijo Zofia mordisqueándose el labio.

– ¿Qué te pasa?

– Reina, usted no es de las que dicen «te lo había advertido», ¿verdad?

– No, ése no es mi estilo.

– Entonces, ¿podría poner este jarrón en sus habitaciones, por favor? -le pidió Zofia con la voz quebrada.

Acto seguido subió al primer piso. Reina la miró mientras subía la escalera; cuando desapareció de su vista, murmuró:

– ¡Te lo había dicho!


Mathilde dejó el periódico y miró a su amiga.

– ¿Has pasado un buen día?

– ¿Y tú? -contestó Zofia, dejando el bolso al pie del perchero.

– ¡Vaya respuesta! Claro que, viéndote la cara, la pregunta sobraba.

– Estoy cansada, Mathilde.

– Ven a sentarte en mi cama.

Zofia obedeció. Cuando se dejó caer sobre el colchón, Mathilde gimió.

– Lo siento -dijo Zofia, levantándose-. Y a ti ¿qué tal te ha ido el día?

– Ha sido apasionante -respondió Mathilde haciendo una mueca-. He abierto la nevera y he soltado un buen improperio, ya conoces mi sentido del humor…, eso ha hecho que un tomate se partiera de risa, y después me he lavado la cabeza con un champú al perejil.

– ¿Te ha dolido mucho hoy?

– Sólo durante la clase de aerobic. Puedes sentarte, pero con cuidado.

Mathilde miró por la ventana e inmediatamente añadió:

– ¡No, quédate de pie!

– ¿Por qué? -preguntó Zofia, intrigada.

– Porque vas a volver a levantarte enseguida -respondió Mathilde sin dejar de mirar hacia la calle.

– ¿Qué pasa?

– No puedo creer que te traiga otro -dijo Mathilde riendo.

Zofia dio un paso atrás con cara de sorpresa.

– ¿Está abajo?

– Es una monada. ¡Ojalá tuviera un hermano gemelo para mí! Te espera sentado en el capó del coche con flores. ¡Vamos, baja! -dijo Mathilde, ya sola en la habitación.

Zofia estaba en la calle. Lucas se puso de pie y le tendió un nenúfar rojo que sobresalía orgullosamente de un tiesto de barro.

– Sigo sin saber cuáles son tus flores preferidas, pero por lo menos ésta te incita a hablarme.

Zofia lo miró sin decir nada. Lucas avanzó hacia ella.

– Déjame por lo menos que te dé una explicación.

– ¿Una explicación de qué? -repuso ella-. No hay nada que explicar.

Le dio la espalda y entró en casa, se detuvo en medio del recibidor para dar media vuelta, salió de nuevo a la calle, se acercó a él sin pronunciar una sola palabra, se apoderó del nenúfar y volvió a entrar en casa. La puerta se cerró tras ella. Reina le cortó el paso y confiscó la flor acuática.

– Yo me ocupo de ella, y a ti, te doy tres minutos para subir a arreglarte. Coquetea y hazte la tiquismiquis, es muy femenino, pero no olvides que lo contrario de todo es nada. Y nada no es gran cosa… ¡Venga, rápido!

Zofia intentó replicar, pero Reina puso los brazos en jarras y dijo en un tono autoritario:

– ¡No hay «peros» que valgan!

Al entrar en sus habitaciones, Zofia fue directamente al ropero.

– No sé por qué, pero en cuanto lo he visto, he presentido que esta noche compartiría una cena ligera a solas con Reina -dijo Mathilde, admirando a Lucas a través de la ventana.

– ¡Ya está bien! -repuso Zofia, exasperada.

– Ya lo creo que está bien, ¡pero que muy bien!

– No me pinches, Mathilde, no es un buen momento.

Zofia descolgó la gabardina del perchero y se dirigió hacia la puerta sin despedirse de su amiga, que dijo en tono categórico:

– Las historias de amor siempre acaban arreglándose… salvo en mi caso.

– Para de una vez, ¿quieres? No tienes ni idea de lo que estás diciendo -repuso Zofia.

– Si hubieras conocido a mi ex, te habrías hecho una idea de lo que es el infierno. Vamos, vete y pásatelo bien.

Reina había puesto el nenúfar en una mesita. Lo miró atentamente y murmuró:

– ¡En fin!

Echando una mirada a su reflejo en el espejo de encima de la chimenea, se arregló apresuradamente los cabellos plateados y se dirigió sin hacer ruido a la entrada. Asomó la cabeza por la puerta y le dijo en voz baja a Lucas, que caminaba arriba y abajo por la acera:

– Ya sale.

Al oír los pasos de Zofia, se apresuró a entrar en sus habitaciones.

Zofia se acercó al coche malva en el que Lucas estaba apoyado.

– ¿Para qué has venido? ¿Qué quieres?

– Una segunda oportunidad.

– Nunca se tiene una segunda oportunidad para causar una primera impresión buena.

– Me encantaría demostrarte esta noche que eso es falso.

– ¿Por qué?

– Porque sí.

– Es una respuesta poco satisfactoria.

– Porque esta tarde he vuelto a Sausalito -dijo Lucas.

Zofia lo miró. Era la primera vez que percibía en él cierta fragilidad.

– Yo no quería que cayera la noche -prosiguió-. No, es más complicado. «No querer» siempre ha formado parte de mí; lo que resultaba extraño hace un rato era sentir lo contrario. ¡Por una vez he querido!

– ¿Has querido qué?

– Verte, oírte, hablar contigo.

– ¿Y qué más? ¿Que encuentre una razón para creerte?

– Deja que te lleve a cenar. No rechaces mi invitación.

– No tengo hambre -dijo ella, bajando los ojos.

– Nunca has tenido hambre. No soy sólo yo quien no lo ha dicho todo… -Lucas abrió la portezuela del coche y sonrió-. Sé quién eres.

Zofia lo miró fijamente y subió al coche.

Mathilde soltó la cortina, que se deslizó lentamente sobre el cristal. En el mismo momento, un visillo cubrió una ventana de la planta baja.

El coche desapareció al final de la calle desierta. Circulaban sin decir nada bajo una fina lluvia otoñal. Lucas conducía despacio; Zofia miraba hacia fuera, buscando en el cielo respuestas a las preguntas que se hacía.

– ¿Desde cuándo lo sabes? -preguntó.

– Desde hace unos días -respondió Lucas, incómodo, frotándose la barbilla.

– ¡Maravilloso! ¡Y durante todo este tiempo no has dicho nada!

– Tú tampoco has dicho nada.

– ¡Yo no sé mentir!

– Y yo no estoy programado para decir la verdad.

– Entonces, ¿cómo quieres que no piense que todo es un montaje, que has estado manipulándome desde el principio?

– Porque eso sería subestimarse. Además, podría ser a la inversa, todos los contrarios existen. La situación actual parece darme la razón.

– ¿Qué situación?

– Este bienestar desbordante y extraño. Tú y yo en este coche sin saber adonde ir.

– ¿Qué quieres hacer? -preguntó Zofia, con la mirada ausente vuelta hacia los peatones que caminaban por las aceras húmedas.

– No sé, ni idea. Estar a tu lado.

– ¡Para ya!

Lucas frenó en seco y el coche se deslizó sobre el asfalto mojado para acabar su carrera al pie de un semáforo.

– Te he echado de menos toda la noche y todo el día. He ido hasta Sausalito para pasear porque te añoraba, pero allí también te echaba de menos. Te añoraba y era una sensación agradable.

– Desconoces el significado de esas palabras.

– Sólo conocía su antónimo.

– ¡Deja de hacerme la corte!

El semáforo se puso en ámbar y después en verde, después otra vez en ámbar y después en rojo. Los limpiaparabrisas apartaban el agua imponiendo su ritmo al silencio.

– Yo no te hago la corte -dijo Lucas.

– Yo no he dicho que me la hicieras -repuso Zofia, moviendo vehementemente la cabeza-, he dicho que me la hacías. ¡Es distinto!

– ¿Y puedo continuar? -preguntó Lucas.

– Están haciéndonos señas con los faros.

– ¡Que esperen! ¡Está rojo!

– Sí, por tercera vez.

– No entiendo qué me pasa, claro que ya no entiendo nada, pero sé que me siento bien junto a ti y que esas palabras tampoco forman parte de mi vocabulario.

– Es un poco pronto para decir ese tipo de cosas.

– ¿Es que encima hay momentos para decir la verdad?

– ¡Sí, los hay!

– Pues entonces necesito urgentemente ayuda. Ser sincero es más complicado aún de lo que pensaba.

– Sí, ser honrado es difícil, Lucas, mucho más de lo que crees, y casi siempre es ingrato e injusto; pero no serlo es ver y afirmar que se es ciego. Resulta muy complicado explicarte todo esto. Somos muy diferentes el uno del otro, demasiado diferentes.

– Complementarios -dijo él, lleno de esperanza-, en eso estoy de acuerdo contigo.

– ¡No, completamente distintos!

– Y pensar que esas palabras salen de tu boca… De verdad, yo creía que…

– Ah, ¿ahora crees?

– No seas mala. Yo pensaba que, en todo caso, la diferencia… Pero debía de estar equivocado, o más bien tenía razón, lo que, paradójicamente, es desolador.

Lucas bajó del coche y dejó la puerta abierta. El estruendo de bocinas aumentó cuando Zofia echó a correr detrás de él bajo la lluvia. Lo llamaba, pero él no la oía; el chaparrón había arreciado. Por fin lo alcanzó y lo asió de un brazo; él se volvió y la miró a la cara. Zofia tenía el cabello pegado a la cara; Lucas le apartó con delicadeza un mechón rebelde de la comisura de los labios y ella hizo un ademán de rechazo.

– Nuestros mundos no tienen nada en común, nuestras creencias son opuestas, nuestras esperanzas, divergentes, nuestras culturas, completamente distintas… ¿Adonde quieres que vayamos, si todo nos enfrenta?

– ¡Tienes miedo! -dijo él-. Sí, es eso, el terror te paraliza. Eres tú quien, en contra de las órdenes establecidas, se niega a ver, tú, que hablabas de ceguera y de sinceridad. Te pasas el día predicando, pero las promesas no son nada si no las acompañan los actos. No me juzgues. Sí, es cierto que soy tu opuesto, tu contrario, tu disímil, pero también soy tu semejante, tu otra mitad. No puedo describirte lo que siento porque no conozco las palabras necesarias para calificar lo que me obsesiona desde hace dos días, hasta el punto de permitirme creer que todo podría cambiar, mi mundo, como tú dices, el tuyo, el de ellos. No me importan nada los combates que he librado, me dan absolutamente igual mis noches negras y mis domingos, soy un inmortal que por primera vez tiene ganas de vivir. Podríamos enseñarnos uno a otro, descubrirnos y acabar por parecemos…, con el tiempo.

Zofia le puso un dedo sobre la boca para interrumpirlo.

– ¿En dos días?

– ¡Y tres noches! ¡Pero bien valen una parte de mi eternidad! -respondió Lucas.

– ¡Ya empiezas otra vez!

Un trueno estalló en el cielo; el aguacero estaba convirtiéndose en una amenazadora tormenta. Lucas levantó la cabeza y miró la noche, que era más oscura que nunca.

– ¡Deprisa! -dijo con decisión-. Tenemos que irnos de aquí enseguida, tengo un mal presentimiento.

Sin esperar más, arrastró a Zofia de la mano. En cuanto las portezuelas estuvieron cerradas, se saltó el semáforo, alejándose de los conductores pegados a su parachoques. Giró bruscamente a la izquierda y se adentró, a salvo de las miradas indiscretas, en el túnel que pasaba bajo la colina. El paso subterráneo estaba desierto y Lucas aceleró en la larga recta que desembocaba en las puertas de Chinatown. Los tubos de neón desfilaban por encima del parabrisas, iluminando el habitáculo con destellos blancos intermitentes. El limpiaparabrisas se detuvo.

– Debe de ser una mala conexión -dijo Lucas en el momento en que las bombillas de los faros estallaban simultáneamente.

– ¡Más de una! -repuso Zofia-. ¡Frena, no se ve casi nada!

– Me encantaría -contestó Lucas pisando el pedal, que no oponía ninguna resistencia.

Aunque había levantado el pie del acelerador, el coche había alcanzado tal velocidad que no se detendría antes del final del túnel, donde se cruzaban cinco avenidas. Eso no implicaba ninguna consecuencia para él, sabía que era invencible, pero volvió la cabeza y miró a Zofia. En una fracción de segundo, apretó el volante con todas sus fuerzas y gritó:

– ¡Agárrate!

Con mano firme, desvió el vehículo hacia la pared hasta tocar el bordillo; grandes haces de chispas saltaron junto a la ventanilla. Sonaron dos detonaciones: acababan de reventarse los neumáticos. El coche dio una serie de bandazos antes de atravesarse en la calzada. La rejilla del radiador chocó contra el raíl de segundad, el eje trasero se levantó y el vehículo comenzó a dar vueltas de campana. El Buick acabó con el techo en el suelo, deslizándose inexorablemente hacia la salida del túnel. Zofia apretó los puños y el coche se quedó por fin inmóvil a tan sólo unos metros del cruce. Incluso cabeza abajo, a Lucas le bastó mirar a Zofia para saber que estaba indemne.

– ¿No te has hecho nada? -le preguntó ella.

– ¿Estás de broma? -repuso él, sacudiéndose el polvo.

– Esto es lo que se llama una reacción en cadena -dijo Zofia, contorsionándose para colocarse en una postura menos incómoda.

– Probablemente, así que salgamos de aquí antes de que el próximo eslabón nos caiga encima -contestó Lucas, dando una patada a la puerta para abrirla.

Rodeó la carcasa humeante para ayudar a Zofia a salir. En cuanto ella estuvo en pie, la agarró de la mano y se la llevó corriendo. Los dos se escabulleron a toda prisa hacia el centro del barrio chino.

– ¿Por qué corremos tanto? -preguntó Zofia. Lucas continuó sin decir nada-. ¿Puedo al menos recuperar mi mano? -dijo ella, jadeando.

Lucas la soltó y se detuvo ante una calleja iluminada por unas débiles luces.

– Entremos ahí -dijo, señalando un pequeño restaurante-. Estaremos menos expuestos.

– ¿Expuestos a qué? ¿Qué pasa? Pareces un zorro al acecho perseguido por una jauría de perros.

– ¡Deprisa! -Lucas abrió la puerta, pero en vista de que Zofia no se movía ni un centímetro, se acercó a ella para arrastrarla hacia el interior. Ella se resistió-. ¡No es el momento! -insistió Lucas, tirándole del brazo.

Zofia, se desasió y lo apartó.

– Acabas de hacer que tengamos un accidente, me obligas a correr a toda velocidad cuando nadie nos persigue, tengo los pulmones que me estallan y no me das ni la más mínima explicación…

– Ven conmigo, no tenemos tiempo de discutir.

– ¿Por qué debo confiar en ti?

Lucas retrocedió hacia el pequeño local. Zofia lo observaba, vacilante, pero acabó por seguirlo. La sala era diminuta; había ocho mesas. Lucas escogió la del fondo, le ofreció una silla a Zofia y se sentó también. No abrió la carta que el anciano vestido con traje tradicional le presentaba; se limitó a pedirle cortésmente, en un mandarín perfecto, una infusión que no figuraba en la carta. El hombre se inclinó antes de dirigirse a la cocina.

– ¡O me explicas lo que pasa, Lucas, o me voy!

– Creo que acabo de recibir una advertencia.

– ¿No ha sido un accidente? ¿De qué quieren advertirte?

– ¡De ti!

– Pero ¿por qué?

Lucas inspiró antes de responder:

– PORQUE LO HABÍAN PREVISTO TODO, SALVO QUE NOS CONOCIÉRAMOS.

Zofia tomó una porción de pan de gamba del pequeño bol de porcelana azul y se lo comió despacio ante la mirada desconcertada de Lucas. Él le sirvió una taza del té humeante que el anciano acababa de dejar sobre la mesa.

– Me gustaría muchísimo creerte, pero ¿qué harías tú en mi lugar?

– Me levantaría ahora mismo y me iría de aquí.

– ¡No irás a empezar otra vez!

– Y preferentemente por la puerta de atrás.

– ¿Y es eso lo que desearías que hiciera?

– Desde luego. Sin volverte bajo ningún pretexto, cuando cuente tres te levantas y cruzamos la cortina. ¡Ya!

La agarró de la muñeca y la arrastró sin miramientos. Después de atravesar la cocina a toda velocidad, golpeó con el hombro la puerta que daba al patio y se abrió paso empujando un contenedor de basura, cuyas ruedas chirriaron. Zofia comprendió por fin lo que ocurría al ver una silueta que se recortaba en la oscuridad. A la sombra de figura humana se sumaba la del arma automática que apuntaba en su dirección. Zofia tuvo unos segundos para constatar con una rápida mirada que tres paredes los cercaban, antes de que cinco detonaciones desgarraran el silencio.

Lucas se abalanzó sobre ella para cubrirla con su cuerpo. Zofia intentó apartarlo, pero él la inmovilizó contra la pared.

El primer disparo le dio en un muslo; el segundo le rozó la pelvis e hizo que se le doblaran las rodillas, pero se recuperó enseguida; el tercer impacto rebotó en sus costillas, produciéndole un dolor sorprendente; el cuarto proyectil hizo lo mismo contra la columna vertebral; Lucas se quedó sin respiración y le costó recobrarla. Cuando el quinto proyectil lo alcanzó, fue como si una llama le quemara la carne; la quinta bala era la primera que penetraba en su cuerpo…, bajo el hombro izquierdo.

El agresor huyó inmediatamente después de haber cometido el crimen. Cuando el eco de las detonaciones se apagó, sólo quedó la respiración de Zofia para turbar el silencio. La joven estrechaba entre sus brazos a Lucas, cuya cabeza descansaba en su hombro. Él tenía los ojos cerrados y parecía sonreírle aún.

– Lucas… -le susurró al oído, acunando su cuerpo inerte. En vista de que no respondía, lo sacudió un poco más fuerte.

– ¡Lucas, no hagas el tonto, abre los ojos! El parecía dormir con la misma placidez que un niño abandonado al sueño. Y cuanto más invadía el miedo a Zofia, más fuerte lo abrazaba. Cuando una lágrima empezó a correrle por la mejilla, sintió que una fuerza inaudita le oprimía el pecho y se sobresaltó.

– Esto no podía sucedemos, somos…

– ¿Invencibles?… ¿Inmortales? ¡Sí! Todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes, ¿verdad? -dijo Lucas en un tono casi jovial mientras se enderezaba.

Zofia, lo miró, incapaz de comprender el estado de ánimo que la invadía. Lucas acercó lentamente el rostro al suyo; ella se resistió hasta que los labios de él rozaron los suyos en un beso de sabor opiáceo. Zofia retrocedió y se miró la palma enrojecida de la mano.

– Entonces, ¿por qué sangras?

Lucas siguió el hilillo rojo que le corría por el brazo.

– ¡Es absolutamente imposible! ¡Esto tampoco estaba previsto! -dijo.

Luego se desvaneció.

Zofia lo sostuvo entre sus brazos.

– ¿Qué nos está pasando? -preguntó Lucas cuando volvió en sí.

– En lo que a mí respecta, es bastante complicado. En lo que respecta a ti, creo que una bala te ha atravesado el hombro.

– ¡Me duele!

– Tal vez te parezca ilógico, pero es normal. Tenemos que ir al hospital.

– ¡Ni hablar!

– Lucas, no poseo ningún conocimiento médico en demonología, pero yo diría que tienes sangre y que estás perdiéndola.

– Conozco a alguien en la otra punta de la ciudad que puede coserme la herida -dijo, apretándose el hombro.

– Yo también conozco a alguien, y tú vas a acompañarme sin discutir, porque la noche ya ha sido bastante agitada. Creo que he cubierto mi cupo de emociones.

Zofia lo sujetó y lo llevó hacia el callejón. En la entrada vio el cuerpo de su agresor, que yacía inánime bajo un montón de cubos de basura. Zofia miró sorprendida a Lucas.

– Bueno, tengo un mínimo de amor propio -dijo él, pasando de largo.

Pararon un taxi, que diez minutos más tarde los dejó en la puerta de la casa de Zofia. Esta lo guió hacia la escalera de entrada y le indicó con una seña que no hiciera ruido. Abrió la puerta con mil precauciones y subieron la escalera en silencio. Cuando llegaron al descansillo, la puerta de Reina se cerró muy despacio.


Petrificado tras su mesa de trabajo, Blaise apagó la pantalla de control. Las manos le chorreaban y tenía la frente bañada en abundante sudor. Cuando sonó el teléfono, conectó el contestador automático y oyó a Lucifer invitándolo en un tono poco afable al comité de crisis que se celebraría a la hora del ocaso oriental.

– Te conviene llegar puntual, con soluciones y una nueva definición de «¡está todo controlado!» -concluyó el Presidente antes de colgar, furioso.

Se agarró la cabeza entre las manos. Temblando de arriba abajo, descolgó el auricular, que se le escurrió de entre los dedos.


Miguel miraba la pared cubierta de pantallas que tenía enfrente. Descolgó el auricular y marcó el número de la línea directa de Houston. El contestador automático saltó. Se encogió de hombros y consultó el reloj: diez minutos más tarde, el Ariane V saldría de la rampa de lanzamiento en Guayana.


Después de haber instalado a Lucas en su cama, con el hombro apoyado sobre dos gruesas almohadas, Zofia se acercó al armario. Sacó la caja de costura que estaba en el estante superior, escogió una botella de alcohol del botiquín del cuarto de baño y volvió al dormitorio. Se sentó a su lado, destapó la botella y sumergió el hilo de coser en el desinfectante. A continuación trató de enhebrar la aguja. -El zurcido va a ser una carnicería -dijo Lucas sonriendo, burlón-. ¡Estás temblando!

– ¡De eso nada! -repuso ella en tono triunfal, al tiempo que el hilo pasaba por fin a través del ojo de la aguja.

Lucas le asió la mano y la apartó con suavidad. Le acarició una mejilla y la atrajo hacia sí.

– Temo que mi presencia resulte comprometedora para ti.

– Tengo que confesar que las noches en tu compañía están plagadas de sucesos imprevistos.

– Cosas del jefe.

– ¿Por qué ha hecho que te disparen?

– Para ponerme a prueba y llegar a las mismas conclusiones que tú, supongo. No debería haber resultado herido. Pierdo mis poderes por estar en contacto contigo, y casi sería capaz de rezar para que también sucediera lo contrario.

– ¿Qué piensas hacer?

– A ti no se atreverá a atacarte.

Zofia miró a Lucas al fondo de los ojos.

– No me refiero a eso. ¿Qué haremos dentro de dos días?

Lucas rozó con la yema de los dedos los labios de Zofia y ella dejó que lo hiciera.

– ¿En qué estás pensando? -le preguntó la joven, confusa, reanudando la sutura.

– El día que cayó el muro de Berlín, los hombres y las mujeres descubrieron que sus calles eran muy parecidas. A ambos lados las bordeaban casas, circulaban coches por ellas, había farolas que las iluminaban de noche. Sus dichas y desdichas no eran las mismas, pero tanto los niños del Este como los del Oeste se dieron cuenta de que lo opuesto no se parecía a lo que les habían contado.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque oigo a Rostropovitch tocar el violonchelo.

– ¿Qué obra? -preguntó Zofia, acabando el tercer punto de sutura.

– Es la primera vez que la oigo. ¡Eh, me has hecho daño!

Zofia se acercó a Lucas para cortar el hilo con los dientes. Apoyó la cabeza sobre su torso desnudo y esta vez se abandonó. El silencio los unía. Lucas deslizaba los dedos entre el cabello de Zofia, acunándole la cabeza con caricias. Ella se estremeció.

– Dos días pasan volando.

– Sí -susurró él.

– Nos separarán. Es inevitable.

Y por primera vez, tanto Zofia como Lucas temieron la eternidad.

– ¿Se podría negociar que te dejara venir conmigo? -dijo Zofia con voz insegura.

– No es posible negociar con el Presidente, sobre todo cuando le has plantado cara. De todas formas, mucho me temo que el acceso a tu mundo esté fuera de mi alcance.

– Pero antes había muchos lugares de paso entre el Este y el Oeste, ¿no? -dijo Zofia, acercando de nuevo la aguja al borde de la herida. Lucas hizo una mueca y profirió un grito-. Esta zona la tienes muy sensible, apenas te he tocado. Tengo que darte algunos puntos más.

De repente, la puerta se abrió y apareció Mathilde, apoyada en la escoba que le servía de muleta.

– Yo no tengo la culpa de que las paredes de tu casa sean de papel -dijo mientras se acercaba a ellos cojeando. Se sentó a los pies de la cama-. Dame esa aguja -le dijo en tono autoritario a Zofia-. Y tú, acércate -le ordenó a Lucas-. ¡Menuda suerte tienes! Soy zurda. -Cosió las heridas con mano ágil. Tres puntos de sutura a cada lado del hombro bastaron para cerrarlas-. Después de dos años detrás de la barra de un tugurio, acabas teniendo unas aptitudes de enfermera insospechadas, sobre todo cuando estás enamorada del jefe. Por cierto, sobre esa cuestión tengo dos o tres cosas que deciros a los dos antes de volver a mi cama. Después haré todo lo que pueda para convencerme de que estoy durmiendo y de que mañana por la mañana me partiré de risa recordando el sueño que estoy teniendo en estos momentos.

Mathilde se dirigió a su habitación con la muleta improvisada. En el umbral de la puerta, se volvió para mirarlos.

– Da igual que seáis o no lo que creo que sois. Antes de conocerte, Zofia, pensaba que las verdaderas oportunidades de esta Tierra sólo existían en las novelas malas; al parecer, se las reconocía precisamente por eso. Pero fuiste tú quien me dijo un día que lo peor de nosotros siempre tiene unas alas escondidas en algún sitio, que hay que ayudarlo a abrirlas en lugar de condenarlo. Así que date una verdadera oportunidad, porque si yo hubiera tenido una con él, te aseguro que no la habría desaprovechado. En cuanto a ti, el herido, si le chafas aunque sólo sea una pluma, volveré a darte los puntos de sutura con una aguja de hacer media. Y no pongáis esa cara. Sea lo que sea lo que tengáis que afrontar, os prohíbo terminantemente a los dos que os deis por vencidos, porque, si lo hacéis, el mundo entero se va a venir abajo, o en cualquier caso, el mío.

La puerta se cerró a su espalda. Lucas y Zofia permanecieron callados. Escucharon sus pasos sobre el parqué del salón. Desde la cama, Mathilde gritó:

– ¡Hace mucho que te decía que esos aires de mosquita muerta te hacían parecer un ángel! ¡Pues ya puedes dejar de encogerte de hombros! ¡No era tan tonta como parecía!

Agarró el interruptor de la lámpara que estaba sobre la mesita y dio un brusco tirón del cable. El disyuntor saltó de inmediato. La luz de la luna se filtró a través de los visillos de todas las ventanas. Mathilde se tapó la cabeza con la almohada. En el dormitorio, Zofia se acurrucó contra Lucas.

El sonido de las campanas de Grace Cathedral entró por la ventana entreabierta del cuarto de baño. El eco de la duodécima campanada se extendió sobre la ciudad.


Y atardeció y amaneció…

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