10

Realmente, era un hallazgo demasiado turbador. Había «una debilidad», y con recochineo, y era simplemente aterrador encarar la certidumbre moral de lo que ocurría. Sterne había estado vagando por la popa tan despreocupado que, por una vez, no pensaba mal de nadie. En el puente, su capitán se le ofrecía como una visión totalmente natural. Qué insignificante y casual fue el pensamiento que disparó el curso del descubrimiento… como una chispa casual que hace estallar la carga de una mina tremenda.

Bajo la arremetida de la brisa, los toldos de popa se hinchaban y deprimían lentamente, y por encima de su pesado palmoteo, la tela gris de la amplia chaqueta del capitán Whalley ondeaba sin cesar en torno a brazos y tronco. Afrontaba el viento con toda decisión, apretada contra el pecho, la gran barba plateada; las cejas colgaban pesadamente sobre las sombras desde las que sus ojos parecían mirar agudamente al frente. Sterne podía detectar apenas el brillo gemelo del blanco del ojo deslizándose bajo los sombríos arcos del ceño. A corta distancia, a pesar de los afables modales del hombre, aquellos ojos parecían penetrarle a uno hasta el tuétano. Sterne nunca podía evitar ese sentimiento cuando tenía ocasión de hablar con su capitán. Le disgustaba. Qué hombrón parecía allá arriba, con aquella menudencia de serang atento a todos sus deseos… como era normal en aquel extraordinario vapor. Maldita y absurda costumbre. Le hacía daño. Bien podría el viejo cuidar del barco sin tener al lado a aquel engorroso nativo. Sterne se encogió de hombros disgustado. ¿Qué era aquello? ¿Indolencia?

El viejo patrón tenía que haberse vuelto vago con los años. Todos se volvían vagos allí en Oriente (Sterne era muy consciente de su propia actividad sin par); se cansaban. Pero aquel hombre estaba muy erguido en el puente, imponente; y abajo, a su lado, como un niño que apenas asoma del borde de la mesa, el gastado sombrero blando y el rostro moreno del serang miraba por encima de la lona blanca de la batayola.

Sin duda, el malayo estaba más atrás, más cerca del timón; pero la gran disparidad de talla entre ambos divirtió a Sterne como si observase un extraño fenómeno de la naturaleza. Eran los más exóticos peces que pudiese ver uno en el mar.

Vio al capitán Whalley volver rápidamente la cabeza para hablar a su serang; el viento azotaba de lado toda la gran masa de la barba blanca. Le estaría indicando al tipo que mirase la brújula por él o algo así. Claro. Sería demasiado trabajo dar unos pasos para mirar él mismo. El desprecio de Sterne por aquella indolencia corporal que a veces se apodera de los blancos en el Oriente se hizo más intenso. Los había que se encontrarían completamente perdidos de no tener nativos a su disposición en cualquier momento, y perdían todo sentido de la vergüenza al respecto. Él no era de esos, gracias a Dios. No le iba el depender para su trabajo de cualquier malayo enano y arrugado como aquél. ¡Como si pudiese uno fiarse alguna vez para algo de un sucio nativo! Pero aquel distinguido anciano pensaba de forma distinta, al parecer. Ahí estaban los dos, siempre cerca uno de otro; formaban una pareja que recordaba a una vieja ballena auxiliada por un pequeño pez piloto.

Esta comparación fantástica le hizo sonreír. ¡Una ballena con el inseparable pez piloto! Eso parecía el viejo; porque no se podía decir que tuviese pintas de tiburón, aunque Mr. Massy le llamase así a veces. Mr. Massy ni se enteraba de lo que llegaba a decir en sus salvajes arrebatos de cólera. Sterne sonrió para sí… y poco a poco se le impusieron las ideas evocadas por el sonido por la imagen de la palabra pez piloto; las ideas de ayuda, de guía necesitada y recibida: la palabra piloto sugería el pensamiento de confianza, de dependencia, la idea de una bienvenida ayuda clarividente a un hombre de mar que buscase a tientas la costa, en la oscuridad, entre brumas, presintiendo el camino en medio de tormentas que llenasen el aire de una neblina salada surgida del mar, estrechando por todos lados el horizonte, hasta dejar sólo visible lo que está al alcance de la mano.

Un piloto ve mejor que un forastero, porque su conocimiento local, cual visión más aguda, completa el perfil de las cosas apenas entrevistas; penetra los velos de espuma extendidos sobre la tierra por las tormentas marinas; define con certeza los rasgos de una costa que yace bajo el manto de la niebla, las formas de puntos de referencia medio enterrados en una noche sin estrellas como en tumba poco profunda. Reconoce porque ya conoce. El piloto busca la certeza no en una visión más penetrante, sino en un conocimiento más extenso, la certeza sobre la posición del barco, de la que puede depender la buena fama de uno y la paz de su conciencia, la justificación de que hayan depositado en sus manos confianza, y su propia vida, que rara vez le pertenece a él solo, y las vidas humildes de otros arraigados en afectos distantes, tal vez, y que vienen a ser tan gravosas como si fuesen vidas de reyes, por el peso de los misterios desconocidos. El conocimiento del piloto alivia al capitán del barco y le da seguridad; pero el serang, comparado fantásticamente a un pez piloto que auxilia a una ballena, no podía tener, por ningún concepto, un conocimiento superior. ¿Por qué iba a tenerlo? Los dos habían embarcado a la vez, el mismo día: el blanco y el moreno; y, naturalmente, un blanco podía aprender más en una semana que un hombre de color en un mes. El capitán lo tenía pegado a sí como si le fuese de alguna utilidad, como dicen que el pez piloto es útil a la ballena. Pero, ¿en qué?, ¿cómo? Un pez piloto… un piloto… un… Si no tenía un conocimiento superior, entonces…

Se había producido el descubrimiento de Sterne. Repugnaba a la imaginación, chocaba con su concepto de la honradez, con su idea de la humanidad. Aquella barbaridad trastornaba toda su perspectiva de lo que era posible en este mundo; era como si el sol se hubiese vuelto azul, proyectando una luz nueva y siniestra sobre los hombres y la naturaleza. La verdad es que en los primeros momentos, sintió un mareo, como si le hubiesen dado un golpe bajo: por un segundo hasta el color mismo del mar cambió, y se hizo raro a su mirada errante; y una sensación pasajera de inseguridad le recorrió todas las extremidades, como si la tierra se hubiese puesto a girar en sentido contrario.

La incredulidad, muy natural, que sucedió a ese sentimiento de trastorno le alivió un tanto. Habría soñado; basta. Pero durante todo aquel día le asaltaron en mitad de sus ocupaciones repentinos paroxismos de duda. Tenía que detenerse y sacudir la cabeza. La rebelión de incredulidad se había desvanecido casi tan rápido como la emoción inicial del descubrimiento, y en las siguientes veinticuatro horas no pudo conciliar el sueño. Imposible. A las horas de las comidas (en la mesa dispuesta en el puente para los cuatro blancos, él ocupada el lado opuesto a la cabecera) no podía evitar perderse en una contemplación absorta del capitán Whalley, que tenía enfrente. Observaba los movimientos deliberados con que levantaba el brazo; el viejo se llevaba la comida a la boca como si nunca esperase hallar el menor gusto en la comida diaria, como si no se enterase. Se alimentaba como un sonámbulo.

– Es un espectáculo terrible-, pensaba Sterne; y observaba el largo período de inmovilidad silenciosa y sombría, la gran mano morena asida despreocupadamente al plato, hasta que advertía que los dos maquinistas que tenía a derecha e izquierda le contemplaban a él atónitos. Entonces cerraba apresuradamente la boca, bajaba la mirada al plato y parpadeaba. Era terrible ver al viejo allí, y terrible pensar que con tres palabras podría asestarle un golpe que le hiciese salir volando. Le hubiera bastado con elevar la voz y pronunciar una sola frase breve, pero parecía tan imposible intentar siquiera ese acto tan simple como sacar al sol del lugar que ocupaba en el firmamento. El viejo podía comer en aquella forma mecánica, horrorosa; pero Sterne, debido a la excitación mental, no podía… aquella noche no podía, de ningún modo.

Luego, había tenido suficiente tiempo como para acostumbrarse a la tensión de las horas de comer. Nunca lo hubiera creído. Pero la costumbre lo puede todo; sólo que la propia potencia de su éxito le impedía ninguna reacción que semejase orgullo. Se sentía como quien, al buscar un arma cargada que necesite para abrirse camino por el mundo diese con un torpedo… un torpedo viviente, con carga devastadora en la cabeza y una presión de muchas atmósferas en la cola. Un tipo de arma que pone nervioso y consume de ansia a quien la posee. No tenía ningunas ganas de volar él también; y no podía librarse de la idea de que la explosión le iba a dañar a él también, de algún modo.

Esa vaga aprensión le había agarrotado al principio. Ahora era ya capaz de comer y dormir con aquel arma terrible al lado, teniendo siempre presente la idea de su potencia. No lo había conseguido mediante ningún proceso reflexivo; pero una vez que la idea había penetrado en su cabeza, se había ido desarrollando una convicción aplastante basada en multitud de hechos pequeños a los que antes apenas prestaba atención. La entonación abrupta e insegura de aquella voz profunda; la taciturnidad que le cubría como una armadura; los movimientos deliberados y como precavidos; las prolongadas inmovilidades, como si el hombre al que observaba temiese molestar al aire mismo, todo gesto familiar, toda palabra pronunciada, todo suspiro mas profundo de la cuenta adquirió significado especial, carácter de prueba.

Cada día pasado a bordo del Sofala le parecía a Sterne repleto de pruebas incontrovertibles. A la noche, cuando no estaba de servicio, salía sigilosamente del camarote en pijama (en busca de más pruebas) y era capaz de pasar una hora entera con los pies desnudos debajo del puente, tan absolutamente inmóvil como el poste del toldo sujeto a la cubierta, que tenía al lado. En los tramos de navegación fácil no es habitual que un capitán de buque costero pase todo el tiempo de guardia en cubierta. Es normal que se quede el serang en su puesto; en alta mar, con rumbo recto, se le suele confiar la vigilancia del buque. Pero aquel viejo parecía incapaz de quedarse tranquilamente abajo. Sin duda, no podía dormir. Nada extraño. Eso también era una prueba. De repente, en el silencio del buque que jadeaba sobre el mar oscuro y calmo, Sterne oía encima una voz que exclamaba nerviosa:

– ¡Serang!

– ¡Tuan!

– ¿Vigilas bien la brújula?

– Sí, estoy vigilando, Tuan.

– ¿Sigue el barco su rumbo?

– Sí, Tuan, muy recto.

– Bien; recuerda, serang, que tienes orden de dar órdenes al timonel y vigilar atentamente, como si yo no estuviese en cubierta.

Luego, tras la respuesta del serang, cesaban en el puente las graves palabras y en torno a Sterne todo parecía quedar en una calma y silencio más profundos que antes. Lleno de frío y sintiendo dolor en la espalda por la inmovilidad, se volvía sigilosamente a su camarote de babor, en la cubierta. Hacía largo tiempo había abandonado los últimos vestigios de incredulidad; del cúmulo de emociones desencadenadas por el descubrimiento, sólo le quedaba algún rastro de temor reverencial. No era temor del hombre mismo -le podía mandar por los aires con sólo decir seis palabras- sino más bien una indignación llena de temor ante la perversidad desconsiderada de la avaricia (¿qué otra cosa podía ser?), ante la decisión loca y siniestra que por mor de unos pocos dólares parecía aniquilar las normas habituales de la conciencia y pretendía luchar contra el decreto mismo de la Providencia.

Era imposible encontrar otro hombre como aquél en todo el mundo, gracias a Dios. La naturaleza de aquel engaño tenía un algo de desfachatez diabólica que le dejaba a uno sin respiración.

Otras consideraciones producto de la prudencia le habían hecho cerrar el pico día tras día. Le parecía que hubiese sido más fácil hablar nada más realizar el descubrimiento. Casi lamentaba no haber montado el escándalo inmediatamente. Pero luego, la propia monstruosidad del descubrimiento… ¡Vamos! Apenas se atrevía a encararlo él mismo, ¿cómo señalárselo a otros? Además, con un desesperado como aquél, nunca se sabía. El objetivo no era echarle a él (cosa prácticamente hecha), sino ocupar su lugar. Por extraño que pareciese, el hombre podía pelear. Un hombre que se lanza a tal fraude tenía que tener redaños para cualquier cosa; diríase que era un hombre que se enfrentaba al propio Dios Todopoderoso. Era un prodigio siniestro. Ni más ni menos. Perfectamente capaz de enfrentar el asunto con el mayor descaro hasta conseguir echarle del barco a él (Sterne) y dañar irreparablemente su porvenir en aquella parte del Oriente. Sin embargo, si quieres conseguir algo, tienes que arriesgarte. A veces Sterne pensaba que había sido indebidamente tímido a la hora de pasar a la acción; y peor aún, había llegado un momento en que ya no sabía qué acción emprender.

La taciturnidad rabiosa de Massy era demasiado desconcertante. Constituía un factor incalculable de aquella situación. Era imposible decir qué había tras su ferocidad insultante. ¿Cómo podía uno confiar en un temperamento así? No causaba en Sterne ningún terror visceral de tipo personal, pero le hacía temer sobre manera por sus perspectivas.

Aunque naturalmente inclinado a atribuirse excepcionales poderes de observación, había vivido ya demasiado tiempo a solas con su descubrimiento. No prestaba atención a nada más, hasta que al cabo cierto día se le ocurrió que aquello era demasiado obvio como para que a nadie le pudiese pasar desapercibido. A bordo del Sofala no había más que cuatro blancos. Jack, el segundo maquinista, era demasiado romo para darse cuenta de nada que ocurriese fuera de su sala de máquinas. Quedaba Massy -el propietario, el interesado- casi loco de preocupación. Sterne había oído y visto a bordo demasiado como para saber qué le calentaba los cascos; pero la exasperación parecía volverle sordo a sus cautas insinuaciones. Si lo hubiese sabido, era precisamente lo que buscaba. Pero ¿cómo se podía negociar con un hombre de aquella especie? Era como ir a la cueva de un tigre con un trozo de carne en la mano. Cabía perfectamente que no le recompensase a uno por el trabajo que se había tomado. En realidad, siempre andaba amenazando con hacer algo así; y lo urgente del caso, la imposibilidad de manejarlo con seguridad, hacían revolcarse a Sterne en su jergón, jurando con los ojos abiertos, durante horas, como si ardiese de fiebre.

Sucesos como el roce del bajío que acababa de producirse resultaban extremadamente alarmantes para sus perspectivas. No quería encontrarse en seco debido a alguna catástrofe repentina. Claro, estando Massy en el puente, el viejo tendría que animarse a hacer algún número. Pero las cosas le estaban ya saliendo muy mal. Esta vez, incluso Massy se había visto con valor para echarle en cara el fallo; Sterne, que escuchaba al pie de la escalera, había oído los quejidos y denuncias torpes del otro. Por suerte, el bestia era muy estúpido y no podía ver la razón de todo aquello. Sin embargo, no había que reprochárselo; se necesitaba ser muy listo para dar en el clavo. Y sin embargo, ya era hora de hacer algo. El juego del viejo no podía durar muchos días más.

– Todavía puedo perder la vida en esta locura… y no digamos la oportunidad, -musitaba Sterne para sí, muy irritado, una vez que la espalda gibosa del primer maquinista hubo desaparecido por el rincón de la lumbrera. Sí, sin duda -pensaba-; pero espetar por las buenas lo que sabía no le iba a servir para promocionarse. Al contrario, podía arruinar sus perspectivas. Tenía miedo de otro fracaso. Tenía cierta conciencia de no ser muy apreciado por sus compañeros en aquella parte del mundo; cosa inexplicable, porque no les había hecho nada. Sería envidia, suponía. La gente siempre se echa encima de cualquier tío listo que declare abiertamente su intención de abrirse camino en la vida. Sería la mayor de las locuras pensar que cumplir con su deber le granjearía la gratitud de aquel bestia de Massy. Era malo, malo. ¡Inhumano! ¡Perverso! ¡Pésimo elemento! ¡Una bestia! Un bestia sin ningún destello de humanidad en toda su persona; sin ni siquiera un mínimo de curiosidad, pues de lo contrario sin duda habría reaccionado de alguna forma a las incansables insinuaciones que le había hecho… Aquella insensibilidad resultaba casi misteriosa. El estado de exasperación de Massy le hacía a los ojos de Sterne más estúpido de lo que es normal en los armadores.

Meditando en lo engorroso de aquella estupidez, Sterne se abandonó completamente. Su mirada pétrea, estaba clavada sin pestañear en las planchas de la cubierta.

El leve temblor que agitaba toda la fábrica del barco era más perceptible en el silencioso río, sombrío y en calma como un sendero de la jungla. El Sofala, deslizándose con movimiento regular, había dejado atrás el cinturón costero de barro y mangles. Las márgenes eran más elevadas, formando recias moles inclinadas, y la selva de grandes árboles llegaba hasta la orilla misma. Donde la tierra había cedido a los embates del agua, un empinado corte pardo dejaba al desnudo una masa de raíces enredadas como si peleasen bajo tierra. Y en el aire, las copas entrelazadas, trabadas y cargadas de enredaderas, seguían la lucha por la vida, entremezclando sus follajes en una sólida muralla de hojas, en la que destacaba acá y allá un enorme pilar oscuro, o una brecha, como desgarrón hecho por bala de cañón, que mostraba la impenetrable oscuridad del interior, la sombra secular e inviolable de la selva virgen. El golpeteo de las máquinas reverberaba como latidos de metrónomo que midiesen el vasto silencio, la sombra de la muralla oeste había caído sobre el río, y el humo que salía de la chimenea hacia atrás formaba un torbellino tras el barco, extendiendo un leve velo oscuro sobre las aguas obscuras que, chocando con la marea, parecían permanecer estancadas en toda la longitud de aquel tramo del río.

El cuerpo de Sterne, como si tuviese raíces en aquel lugar, temblaba levemente de punta a cabo con la vibración infernal del barco; bajo sus pies se oía a veces un repentino resonar de acero, o el estallido ruidoso de un grito; por la derecha las hojas de las copas capturaban los rayos del sol bajo y parecían brillar con luz propia, verde-dorada, rutilante, en torno a las ramas más elevadas, negras sobre el cielo azul claro que parecía pender sobre el lecho del río como el techo de una tienda. Los pasajeros para Batu Beru, arrodillados sobre las planchas, estaban ocupados en enrollar sus jergones de estera; liaban hatillos, aseguraban las cerraduras de cofres de madera. Un chamarilero marcado por la viruela echó la cabeza atrás para beber las últimas gotas de una botella de arcilla antes de envolverla en un lío de sábanas. Grupos de vendedores ambulantes conversaban en voz baja en la cubierta; el séquito de un pequeño rajá de la costa, simples jóvenes de rostro aplanado con bombachos blancos, gorros redondos de algodón blanco y sarongs de colores vivos cruzados sobre hombros de bronce, aguardaban de cuclillas en la escotilla, mascando betel con bocas rojas brillantes como si estuviesen saboreando sangre. Sus lanzas, amontonadas en medio del círculo que formaban los pies desnudos, parecían un desordenado haz de bambúes secos; un chino lívido y flaco, con un gran bulto envuelto en hojas ya bajo el brazo, miraba alerta hacia adelante; un rey errante se frotaba la dentadura con un pedazo de madera, echando por la borda con los labios un brillante chorro de agua; el grueso rajá dormitaba en una tumbona destartalada… y a la vuelta de cada curva reaparecían las dos murallas de hojas, paralelas a las orillas, con su impenetrable solidez que se desvanecía en lo alto entre la leve niebla vaporosa de incontables ramitas libres que surgían de la punta más alta de vetustos troncos, y velludas puntas de enredadera cual delicados surtidores de plata que se erguían sin el menor temblor. En ninguna parte había señales de algún claro; ni rastro de habitación humana, excepto en cierto punto en que sobre la desnudez de una punta plana, bajo un grupo aislado de frágiles helechos arborescentes, aparecieron los restos embarullados y maltrechos de una antigua cabaña, con ese aspecto peculiar de las paredes de bambú en ruinas, que parecen como aplastadas con alguna porra. Más adelante, medio oculta bajo la vegetación que caía sobre las aguas, una canoa con un hombre, una mujer y un montón de cocos, retembló fuertemente tras el paso del Sofala, como ingenio navegador de aventurados insectos, de hormigas viajeras; mientras dos cristalinos pliegues de agua salían disparados de cada flanco del vapor y recorrían toda la anchura del río ascendiendo suavemente a contracorriente, frotando sus puntas con ruidosos espumarajos marrones contra los pies de limo de cada orilla.

– Tengo que hacer comprender su situación a ese bestia de Massy- pensaba Sterne. -Está resultando demasiado absurdo. Ahí está el viejo sepultado en la butaca -que lo mismo podría ser su tumba para lo que de útil puede ya hacer en el mundo- y el serang tiene el mando. Eso es lo que ocurre. Tiene el mando. Ocupa el lugar que me corresponde por derecho. Tengo que hacer entrar en razón a ese bestia salvaje. Y lo voy a hacer inmediatamente…

Cuando el segundo salió disparado, un chaval moreno semi-desnudo, de grandes ojos negros, que llevaba escrita la buenaventura en un collar, quedó muerto de pánico. Soltó la banana que estaba mordisqueando y corrió a refugiarse entre las rodillas de un grave árabe moreno de ropajes ampulosos, sentado cual figura bíblica, incongruentemente, en un cofre de cinc amarillo, amarrado con una cuerda de rota trenzada. El padre, impasible, puso la mano en la cabecita rapada y la palmeó.

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