11

Sterne cruzó la cubierta en pos del primer maquinista. Jack, el segundo, retirándose hacia adentro por la escalera de la sala de máquinas, y sin dejar de secarse las manos, le brindó una incomprensible sonrisa de dientes blancos en su rostro duro y contorsionado; no había rastro de Massy en ninguna parte. Sterne golpeó suavemente la puerta de éste con los nudillos, y luego, aplicando los labios a la alcachofa del ventilador, dijo:

– Tengo que hablar con usted Mr. Massy. Concédame sólo un par de minutos.

– Estoy ocupado. Aléjese de mi puerta.

– Pero, por favor, Mr. Massy…

– Lárguese. ¿No me oye? Váyase inmediatamente… a la otra punta del barco… lo más lejos que pueda…- La voz del interior bajó de tono. -Al diablo.

Sterne se detuvo, y luego, muy suave:

– Es bastante urgente. ¿Cuándo cree usted que estará libre, señor?

La respuesta fue un exasperado -Nunca-; e inmediatamente, Sterne, con expresión de firmeza en el rostro, giró el pomo.

La habitación de Mr. Massy -un camarote estrecho, de una cama- olía extrañamente a jabón, y ofrecía a la vista una desolación limpia de polvo y totalmente desprovista de ornato, no tan desnuda como desierta, no tan severa como reseca y falta de humanidad. Semejaba el patio de un hospital público, o más bien (por lo pequeño de las dimensiones) el limpio refugio de una persona desesperadamente pobre, pero ejemplar. Ni un solo marco de fotografía adornaba la cabecera; ni una sola prenda de vestir pendía de las perchas de latón, ni siquiera un sombrero. Todo el interior estaba pintado de un azul pálido liso; dos grandes cofres de mar cubiertos de lona y con cerrojos de hierro encajaban exactamente en el espacio de debajo de la litera. Bastaba una mirada para abarcar toda la franja de planchas pulimentadas que unían los cuatro visibles rincones. Era chocante la ausencia del habitual banco; la cimera de madera de teca del lavabo parecía herméticamente cerrada, lo mismo que el cajón del escritorio, que sobresalía del tabique de los pies de la cama. Esta tenía un colchón delgado como una torta bajo raído cobertor de descolorida franja roja, y una mosquitera doblada para las noches de puerto. No se veía en parte alguna ni un pedazo de papel, ni desperdicios de ningún género, ni una mota de polvo; ni siquiera ceniza, cosa moralmente turbadora tratándose de un fumador empedernido, como manifestación de hipocresía extrema; y el asiento del viejo sillón de madera (el único asiento), pulido por el mucho uso, brillaba como si hubiese cubierto de cera su decadencia. La cortina de hojas de la orilla, pasando como si se desplegase sin fin por el agujero redondo del ojo de buey, proyectaba en la estancia una temblorosa trama de luz y sombras.

Sterne, manteniendo la puerta abierta con una mano, había introducido cabeza y hombros. Ante esa intrusión increíble, Massy, que no estaba haciendo absolutamente nada, se puso en pie de un brinco, mudo.

– No me cubra de insultos, -murmuró Sterne, rápidamente. -No lo permitiría. Sólo pienso en su bien, Mr. Massy.

Siguió una pausa de pasmo extremo. Ambos parecían haber perdido la lengua. Luego el segundo siguió con discreta locuacidad:

– Le digo que no podría usted ni imaginarse lo que está sucediendo a bordo de su buque. Es usted demasiado bueno… demasiado… recto, Mr. Massy, como para sospechar de nadie tales… Se le pondrían a usted los pelos de punta.

Aguardó a ver el efecto producido: Massy parecía desconcertado, incapaz de comprender. Se limitó a pasar la palma de la mano por los emplastos negro azabache que le cruzaban la cima del cráneo. En tono repentinamente confidencial y audaz, Sterne se apresuró a añadir:

– Recuerde que sólo quedan seis semanas… -El otro le estaba mirando como petrificado… -O sea que a no tardar mucho va a necesitar usted un capitán para el barco.

Sólo entonces, como si la sugerencia le hubiese herido la carne a la manera de un hierro de marcar al rojo, Massy arrancó, y parecía dispuesto a chillar. Se contuvo con gran esfuerzo.

– Que necesitaré… un capitán -repitió con lentitud severa-. ¿Quién necesita un capitán? Se atreve usted a decirme que yo necesito que mi barco lo lleve alguno de ustedes los miserables marineros. Usted y los de su especie llevan años engordando a mi costa. No me hubiera sabido tan mal echar el dinero por la borda. Es-ta-fa-do-res inú-ti-les mi-ma-dos. Este viejo barco sabe tanto como el que más de ustedes- Cerró sonoramente las mandíbulas y gruñó entre dientes. -La maldita ley exige un capitán.

Entretanto Sterne había conseguido a duras penas recuperar ánimo.

– Y los cretinos de los seguros también, -dijo, rápidamente.- Pero no se preocupe por eso. Lo que quiero preguntarle, señor, es: ¿Por qué no iba a servirle yo? Naturalmente, usted sería tan capaz de dar la vuelta al mundo con un vapor como cualquiera de nosotros, los marineros. No pretendo explicarle precisamente a usted que eso es un gran cuento… -Emitió una breve y vacía carcajada, y siguió en tono familiar. -Yo no hice la ley, pero ahí está; y yo soy un joven activo; estoy muy de acuerdo con sus ideas; he llegado ya a conocer su forma de ver las cosas, Mr. Massy. No se me ocurriría darme unos aires como los de… ese… pff… vago viejo de ahí arriba.

Puso un énfasis muy notable en las últimas palabras, para alejar a Massy de la pista… pero ya no dudaba de que tendría éxito. El primer maquinista parecía desbordado, como un hombre lento al que invitan a coger algún molinete.

– Lo que usted necesita, señor, es un tipo que no tenga manías, y se contente con ser el jefe de navegación de usted. Pues muy bien. Yo soy tan apto para la labor como ese serang. Porque la cosa es así. ¿Sabe usted señor, que el mando de su barco lo tiene un maldito malayo que parece un mono, y nadie más que él? Ahora mismo está conduciendo el barco río arriba mientras el gran hombre se mece en la butaca,… tal vez dormido; y aunque no esté dormido, no hay mucha diferencia… le doy mi palabra.

Intentó adentrarse algo más en la habitación. Massy, con la frente baja, asido con una mano al respaldo del sillón, no se movía.

– Usted señor, piensa que le tiene a usted en un puño con aquel acuerdo… -Al oír esto Massy levantó un rostro grave y crispado… -Bien, señor, no puede uno dejar de oír esto a bordo. No es ningún secreto. Y en la costa llevan años hablando de esto; la gente ha estado haciendo apuestas sobre esto. ¡No, señor! Es usted quien lo tiene en un puño. Dirá usted que no puede despedirle por indolencia. Es difícil demostrarlo ante un tribunal, etc. De acuerdo. Pero si dice usted la palabra que hace falta, señor, puedo contarle algo sobre su indolencia que le dará el derecho clarísimo a despedirle inmediatamente y confiarme a mi el mando ya para lo que queda de este viaje… sí, señor, antes de que dejemos Batu Beru… y él tendrá que pagar un dólar al día por su manutención hasta que volvamos, si usted quiere. Vamos, ¿qué le parece? Señor mío, basta una palabra suya. Le trae a usted cuenta, y estoy dispuesto a contentarme con su palabra. Una declaración clara por su parte vale para mí lo mismo que un documento notarial.

Empezaban a brillarle los ojos. Insistió. Sólo una declaración… y pensaba para sí que conseguiría el puesto por todo el tiempo que le conviniese conservarlo. Se haría indispensable; el barco tenía mala fama en su puerto; sería fácil evitar la competencia. Massy tendría que quedarse con él.

– Bastaría con una declaración clara por mi parte, -repetía Massy lentamente.

– Sí, señor. Bastaría. -Sterne sacó la barbilla jovialmente y le hizo guiños muy de cerca con aquel descaro inconsciente que tenía la virtud de sacar a Massy de casillas más que nada en el mundo.

El maquinista dijo con toda claridad:

– Entonces, escúcheme usted bien, Mr. Sterne: No… ¿me oye? No le prometería ni dos peniques por nada que pueda contarme usted.

Apartó el brazo de Sterne con un hábil golpe, y tomando el pomo de la puerta la empujó. El terrible portazo ensombreció momentáneamente el camarote a sus ojos como ocurre tras el relámpago de una explosión. Se sumergió al instante en la silla. -¡Ah, no! ¡usted no! -susurró débilmente.

En aquel punto el barco tenía que rozar tan de cerca la orilla que la gigantesca muralla de hojas vino a deslizarse por el ojo de buey como una persiana; la oscuridad de la selva primitiva pareció fluir al interior de aquel camarote desnudo con el aroma de hojas que se pudrían, de suelo fangoso… el fuerte olor a barro de la tierra viva que humea tras el paso de un diluvio. Los matorrales daban afuera estrepitosos chasquidos; arriba se oía el crepitar que acompañaba la dura lluvia de pequeñas ramas rotas al caer sobre el puente; una enredadera golpeó con sonoro crujido el pescante de un bote, y una larga y exuberante rama verde azotó literalmente por dentro y por fuera el abierto ojo de buey dejando sobre la manta de Mr. Massy unas pocas hojas retorcidas. Luego, al adentrarse el barco en la corriente, la luz empezó a retornar, pero no pasó de media luz, pues el sol ya estaba muy bajo y el río, torciendo su sinuoso curso por entre multitud de árboles seculares, como si recorriese el fondo de un abismo, estaba ya invadido por una creciente oscuridad, temprano precursor de la noche.

– ¡Ah, no! ¡Usted no! -murmuró de nuevo el maquinista. Los labios le temblaban casi imperceptiblemente; y las manos también un poco. Para calmarse abrió el escritorio, desplegó una hoja de papel grisáceo cubierta por una masa de guarismos impresos y empezó a escudriñarlos atentamente por vigésima vez al menos en el curso de aquel viaje.

Con los hombros hundidos y el rostro entre las manos, pareció perderse en el estudio de un abstruso problema de matemáticas. Era la lista de números premiados en el último sorteo de la gran lotería que durante tantos años de su existencia había sido lo único que le estimulase. Había desaparecido completamente para él la noción de que pudiese haber una vida sin aquel trozo de papel periódico. Lo mismo que otros hombres, por su natural, hubieran sido incapaces de concebir un mundo sin aire fresco, sin actividad, o sin afecto. Había ido creciendo durante años en el escritorio, un gran montón de macilentas hojas, mientras el Sofala, accionado por el fiel Jack, gastaba sus calderas corriendo para estrechos arriba y estrechos abajo, de cabo en cabo, de río en río, de bahía en bahía. La dura labor de un barco agotado y superexplotado había acumulado aquella masa ennegrecida de documentos. Massy los guardaba bajo llave y candado, como un tesoro. Lo mismo que la experiencia de la vida, tenían la fascinación de la esperanza, la excitación de un misterio a medio entrever, la nostalgia de un deseo semisatisfecho.

Durante los viajes se encerraba días enteros en el camarote a solas con ellos; el latido de las máquinas pulsaba en sus oídos; y se calentaba los cascos estudiando detenidamente las hileras de guarismos inconexos, desconcertantes por su absurda secuencia, que semejaba los azares del propio destino. Alimentaba la convicción de que tenía que haber una lógica que rigiese de algún modo los resultados cambiantes. Creía haber detectado el patrón de esa lógica. La cabeza le flotaba; las extremidades le dolían; aspiraba mecánicamente la pipa; un estupor contemplativo suavizaba las aristas de su carácter, como la quietud corporal pasiva producida por una droga, mientras el intelecto permanece despierto y en tensión. Nueve, nueve, cero, cuatro, dos. Lo escribía en un billete. El siguiente número premiado con el gran premio era el cuarenta y siete mil cinco. Naturalmente, habría que evitar esos números al escribir a Manila pidiendo participaciones. Murmuraba, lápiz en mano… -Cinco. Hmm… hmm.- Se humedecía el dedo; los papeles crujían. ¡Ajá! ¿Pero qué es esto? Hace tres años, en el sorteo de septiembre, tocó el nueve, cero, cuatro, dos. Sumamente curioso. ¡Aquello tenía todas las trazas de ser una norma clara! Temía que le pasase desapercibido algún recóndito principio debido a la inconmensurable riqueza de aquel material. ¿Qué podía ser aquello? Pasaba media hora mudo como un muerto, encorvado sobre el escritorio, sin mover ni un solo músculo. A su espalda todo el camarote estaba lleno de una densa humareda, como si hubiese estallado una bomba sin hacer ruido, sin que nadie lo notase.

Al cabo cerraba el escritorio con la decisión de una confianza inquebrantable, se ponía en pie y salía. Echaba a andar rápidamente de acá para allá por la parte de la cubierta de proa que quedaba libre de los trastos y los cuerpos de los pasajeros nativos. Eran un gran engorro, pero también una fuente de beneficios que no se podía despreciar. Necesitaba hasta el último penique de beneficio que pudiese producir el Sofala. ¡Era bien poco, desde luego! La incertidumbre de la suerte no le preocupaba, porque con los años había llegado a la convicción de que a todo número tenía que llegarle la suerte en un momento dado. Era sólo cosa de tiempo y de tomar tantas participaciones como pudiese en cada sorteo. En general, aumentaba la cantidad; todos los ingresos del buque se iban por ese camino, y también los sueldos que se debía a sí mismo como primer maquinista. Lo que lamentaba con pesar razonado y al tiempo apasionado eran los sueldos que pagaba a otros. Les fruncía el ceño a los marineros nativos que empuñaban la escoba en cubierta, a los camareros que frotaban las barandillas de cobre con trapos grasientos; le costaba poco dar un puñetazo en la mesa y rugirle insultos en mal malayo al pobre carpintero… un chino tímido, enfermizo, lleno de opio, que llevaba por todo vestido unos anchos pantalones azules, y que invariablemente soltaba las herramientas y echaba a correr estremeciéndose de pies a cabeza y meneando la coleta ante la furia de aquel «demonio». Pero los momentos en que más le cegaba la rabia eran aquellos en que levantaba la mirada al puente, donde siempre había uno de aquellos estafadores marineros plantados por la ley al mando del buque. Abominaba de todos ellos; era un agravio antiguo, que le duraba desde el momento en que se embarcó por primera vez y se metió en una sala de máquinas, como aprendiz sin experiencia. La de injurias que había recibido. Las persecuciones que había padecido a manos de los patronos… de quienes eran realmente unos don nadie en cuanto a las máquinas de vapor se refería. Y ahora que se había elevado hasta la categoría de armador seguían siendo una plaga: se veía absolutamente obligado a pagar un dinero precioso a aquellos pretenciosos inútiles y engorrosos. Como si un maquinista plenamente cualificado… que al mismo tiempo era propietario… no fuese capaz de hacerse cargo total y exclusivamente de un barco. Bien, sin duda se lo había hecho pasar mal a todos esos. Pero era un pobre consuelo. Con el tiempo había llegado a odiar también el barco por las reparaciones que necesitaba, las facturas de carbón que tenía que pagar, por las miserables tarifas que cobraba. En mitad de sus paseos cerraba el puño y daba un súbito golpe a la barandilla, con rabia, como si pudiese hacerle daño. Pero no podía pasar sin el barco; lo necesitaba; tenía que aferrarse a él con uñas y dientes para mantener la cabeza por encima del agua hasta que llegase torrencial el esperado flujo de la fortuna y le transportase al buen recaudo de la alta costa de su ambición.

Esa meta era no hacer nada, absolutamente nada, y disponer de muchísimo dinero para mantenerse así. Había catado el poder, la más alta forma de poder de que tenía conocimiento en su limitada experiencia: el poder del armador. ¡Qué decepción! ¡Vanidad de vanidades! Le asombraba lo loco que había sido. Había despreciado la sustancia por la sombra. No conocía lo suficiente las delicias de la riqueza como para excitar la imaginación con visiones de lujo. ¿Cómo iba a poder tenerlas él, hijo de un calderero borracho… que había pasado directamente del taller a la sala de máquinas de una mina del norte? Pero podía concebir muy bien la noción del ocio absoluto que proporcionaba la riqueza. Soñaba en ella para olvidar sus apuros presentes; se imaginaba caminando por las calles de Hull (de niño había conocido muy bien las alcantarillas de esa población) con los bolsillos llenos de soberanos. Se podría comprar una casa; sus hermanas casadas, los maridos de éstas, los antiguos compañeros de taller, le rendirían homenaje infinito. Nada le podría preocupar. Su palabra sería ley. Cuando le tocó el premio, llevaba mucho tiempo sin trabajo, y recordaba que la noche que llegó la noticia, Carlo Mariani (conocido comúnmente como Charley el panzudo), el gerente maltés del hotel del extremo más sórdido de Denham Street, lleno de alegría le había hecho mil reverencias.

El pobre Charley, aunque vivía a costa de explotar varios vicios abyectos, les fiaba la comida a muchos despojos blancos. Se alegró ingenuamente al pensar que iba a cobrar tantas facturas atrasadas, y enseguida se imaginó que habría una serie de fiestas en la cavernosa taberna de los sótanos. Massy recordaba el aspecto curioso y respetable de los «despreciables» blancos que la frecuentaban. El pecho le estallaba de satisfacción. Massy dejó con pose altiva el infame garito de Charley en cuanto se dio cuenta de las posibilidades que se le abrían. Luego, el recuerdo de aquellas adulaciones le causaba gran tristeza.

Ese era el auténtico poder del dinero… y sin problemas, sin tener que preocuparse. Pensaba con dificultad y tenía sentimientos muy vivos; para su corto cerebro los problemas que se presentaban en cualquier tipo de vida le parecían crueles maquinaciones ideadas por la evidente malicia de los hombres. Siendo armador, todos habían conspirado para convertirle en un don nadie. ¿Cómo podía haber sido tan loco de comprar aquel barco maldito? Había caído en un abominable engaño; el fraude a que estaba sometido no tenía fin, y conforme las dificultades de su ambición nada previsora estrechaban el cerco, llegó realmente a odiar a todos los que en alguna forma habían estado en contacto con él. Un temperamento irritable de natural y una sorprendente sensibilidad respecto de los derechos de su propia personalidad habían acabado por convertir su vida en una especie de infierno: un lugar en que el alma perdida se veía entregada al tormento de salvajes quebraderos de cabeza.

Pero nunca había odiado a nadie tanto como a aquel viejo que se presentó cierta noche a salvarle de un desastre total… de la conspiración de los siniestros hombres de mar. Pareció caer a bordo llovido del cielo. Los pasos que resonaban en el vacío vapor, y la voz de extrañas tonalidades graves repitiendo interrogativamente en la cubierta las palabras -Mr. Massy, ¿está Mr. Massy?- habían sido una maravilla sorprendente. Saliendo de las profundidades de la fría sala de máquinas, por donde vagaba deprimido con una vela, entre las enormes sombras proyectadas en todas direcciones por los miembros esqueléticos de la maquinaria, Massy había quedado pasmado y atónito al encontrarse en presencia de aquel imponente anciano de barba cual peto de plata, que se erguía alto en una oscuridad lívida por las llamas agonizantes de la puesta del sol.

– ¿Qué quiere usted verme para tratar de negocios? ¿Qué negocios? Ahora no trabajo. ¿No ve que el barco tiene las calderas apagadas?- Ante la agobiante ironía de su desastre, Massy se había ensenado. Luego, no podía prestar crédito a sus oídos. ¿A dónde iba aquel viejo? Las cosas no suceden así. Debía de ser un sueño. Seguro que despertaría y vería que aquel hombre se había desvanecido como una forma de niebla. La gravedad, la dignidad, el tono firme y cortés de aquel forastero mayor y atlético impresionaron a Massy. Casi estaba asustado. Pero no era ningún sueño. Quinientas libras no son ningún sueño. Inmediatamente entró en sospechas. ¿Qué significaba aquello? Naturalmente era una oferta que había que aceptar a ojos cerrados. Pero ¿qué podía haber detrás?

Antes de despedirse estableciendo una cita en el bufete de un procurador para primeras horas de la mañana, Massy estaba ya preguntándose: ¿Qué motivos tendrá? Dedicó la noche a esculpir las cláusulas del acuerdo, un documento único en su género cuyo tenor se hizo en cierto modo famoso y vino a ser comidilla y asombro de todo el puerto.

El objetivo de Massy era asegurarse cuantas más formas mejor de poderse librar del socio sin tener que devolverle inmediatamente su parte. Los esfuerzos del capitán Whalley se dirigían a asegurar el dinero. ¿No era el dinero de Ivy, una parte de la fortuna de ella, que aparte de eso no tenía más recurso que el cuerpo de su viejo padre, que desafiaba al tiempo? Cargado de paciencia por la fuerza del amor hacia ella, aceptó con majestuosa serenidad los párrafos estúpidamente avisados de Massy contra su incompetencia, su deshonestidad, su embriaguez, a cambio de otras estipulaciones que le atasen. Al cabo de tres años quedaba en libertad para retirarse de la sociedad, llevándose el dinero. Se estipulaban disposiciones para formar un fondo con que pagarle. Pero si por cualquier causa (salvo la muerte), dejaba el Sofala antes de ese plazo, Massy dispondría de todo un año para pagarle. -¿Caso de enfermedad?- había sugerido el abogado, un joven recién llegado de Europa, que no estaba sobrecargado de encargos y al que casi divertía el trato. Massy empezó a quejarse zalamero, -¡No iban a imaginar que él…!

– Déjelo,- dijo el capitán Whalley con una soberbia confianza en su cuerpo. -Son cosas de Dios,- añadió. En mitad de la vida encontramos la muerte, pero él confiaba con audacia aún mayor en su hacedor, en el hacedor que conocía sus pensamientos, sus afectos humanos y sus motivos. El creador sabía qué uso estaba haciendo de la salud, cuánto la necesitaba… -Confío en que mi primera enfermedad sea la última. Nunca estuve enfermo, que recuerde,- observó. -Déjelo.

Pero ya en aquellos primeros momentos despertó la hostilidad de Massy al negarse a que fuesen seiscientas en lugar de quinientas.

– No puedo hacerlo -fue todo lo que dijo, simplemente, pero con tanta decisión que Massy desistió inmediatamente de hacer presión al respecto.

Aunque pensó para sí:

– ¡Qué no puede! Viejo canalla ¡No quiere! Tiene que tener dinero a espuertas, pero a cambio de un puesto tranquilo y la sexta parte de mis beneficios, si pudiese se ahorraría pagar ni un céntimo.

Durante aquellos años el disgusto de Massy creció bajo la coacción de algo que parecía miedo. La simplicidad de aquel hombre parecía peligrosa. Sin embargo, últimamente había cambiado. Parecía menos formidable, como si le hubiese disminuido el vigor vital, como si hubiese encajado una herida secreta. Aun con eso, seguía siendo incomprensible por la simplicidad, valor y rectitud. Y cuando Massy supo que pensaba abandonarle al expirar el plazo, dejándole confrontado con el problema de las calderas, el disgusto se convirtió en su interior en una llamarada de odio.

El odio le había abierto los ojos; ya hacía mucho tiempo que Sterne no podía contarle nada que él no supiera. Tenía mucho empeño en aterrorizar a aquella sabandija para que callase; quería afrontar la situación solo; y, por increíble que pudiese parecerle a Sterne, todavía no había perdido el deseo y la esperanza de hacer que el odiado viejo se quedase. ¡Claro! No había otra posibilidad, si quería mantener sus posibilidades de hacer fortuna. Pero ahora, de repente, desde que cruzaron el bajío de Batu Beru, todo parecía encaminarse rápidamente al desenlace. Le inquietaba esto tanto que el estudio de los números premiados no conseguía calmarle, y la media luz del camarote se iba haciendo más sombría.

Apartó la lista, musitando una vez más:

– ¡Ah, no! ¡Usted, no! No lo consentiré. -No estaba dispuesto a que el entrometido petimetre le forzase la mano con sus guiños. Se volvió a sujetar la cabeza con las manos; la inmovilidad de su figura confinada en la oscuridad de aquel rincón cerrado parecía convertirle en algo infinitamente alejado del ajetreo y los ruidos de cubierta.

Les oía. Los pasajeros estaban empezando a charlar animadamente todos a la vez; alguien arrastraba un pesado cofre por junto de su puerta. Oyó la voz del capitán Whalley arriba:

– Todo el mundo a sus puestos, Mr. Sterne -y la respuesta que venía de la parte de la cubierta de proa:

– Sí, sí, señor.

– Esta vez lo amarraremos mirando a la corriente; tenemos marea baja.

– Mirando a la corriente, señor.

– Ocúpese de ello, Mr. Sterne.

La contestación quedó sepultada por el autocrático tañido del gong de la sala de máquinas. La hélice siguió golpeando lentamente: uno, dos, tres; uno, dos, tres… con pausas como si dudase en seguir girando. El gong sonaba una y otra vez, y el agua lanzada en diversas direcciones por las palas causaba gran conmoción a todo lo largo del buque. Mr. Massy no se movió. En la otra orilla, a un cuarto de milla, giraba un faro pequeño, como una estrella diminuta, recorriendo lentamente el círculo del puerto. Desde el espigón de Mr. Van Wick otras voces contestaron a los gritos del buque; se lanzaron cuerdas que no llegaron, las volvieron a lanzar; la llama vacilante de una antorcha a bordo de un gran sampán que iba a recoger majestuosamente al rajá de la costa introdujo de repente en el camarote un resplandor rojizo, que tiñó su propia persona. Mr. Massy no se movió. Tras unas últimas y pesadas vueltas, las máquinas se pararon, y el prolongado tañer del gong señaló que el capitán las había parado. Gran número de botes y canoas de todos los tamaños abordaron al Sofala por el lado contrario al muelle. Luego, al rato, fue amainando lentamente el tumulto de chapuzones, gritos, pies que se arrastraban, bultos que caían sordamente, chillidos de los pasajeros nativos al alejarse. En la costa, una voz cultivada, levemente autoritaria, dijo muy cerca del costado del barco.

– ¿Hay correo para mí esta vez?

– Sí, Mr. Van Wick. -Era Sterne el que contestaba desde la batayola en tono de respetuosa cordialidad. -¿Se la llevo arriba?

Pero la voz preguntó de nuevo:

– ¿Dónde está el capitán?

– Todavía en el puente, creo. No se ha movido de la butaca. ¿Quiere…?

La voz le interrumpió despreocupada:

– Subiré yo a bordo.

– Mr. Van Wick.

– Saltó de repente Sterne con deliberado esfuerzo.

– ¿Querría usted hacerme el favor…?

El segundo se fue rápidamente a la pasarela. Hubo un silencio. En la oscuridad, Mr. Massy no se movió.

Ni siquiera se movió cuando oyó lentos pasos torpes por delante de su camarote. Se contentó con gritar por la puerta cerrada:

– ¡Usted… Jack!

Los pasos retrocedieron sin prisa; la cerradura crujió y apareció en el vano el segundo maquinista, como sombra obscura sobre la luz que venía de la lumbrera del pasillo con el rostro tan negro como el resto de la estampa.

– Hemos tardado mucho en subir esta vez. -Gruñó Mr. Massy, sin cambiar de actitud.

– ¿Y qué quiere usted si la mitad de las tuberías de las calderas están obturadas y tienen escapes. -El segundo se sentía locuaz.

– Mucho pico -dijo Massy.

– Muchas calderas podridas, digo yo -contestó el fiel subordinado sin animación alguna, sombrío.

– Baje y déles presión fuerte si se atreve. Yo no me atrevo.

– No merece la sal que come -dijo Massy.

El otro hizo un ruido leve que parecía una risa pero hubiera podido ser un estertor de burla.

– Mejor ir despacio que quedarse con el barco parado -advirtió el admirado superior. Al cabo Mr. Massy se movió. Se giró en la silla y enseñó los dientes.

– ¡Maldito sea y maldito sea el barco! Ojalá estuviese en el fondo del mar. Entonces se moriría usted de hambre.

El fiel segundo maquinista cerró la puerta suavemente.

Massy escuchó. En lugar de dirigirse al baño, a donde debería haber ido a limpiarse, el segundo entró en su camarote, que era el contiguo. Mr. Massy se puso en pie de un brinco y aguardó. De repente oyó que echaba el pestillo. Salió disparado y dio una enérgica patada a la puerta.

– ¡Creo que está encerrando para emborracharse!-Gritó.

Al poco llegó una respuesta apagada.

– Mi tiempo libre.

– Si empieza a emborracharse durante el viaje le despido. -Gritó Massy.

Amenaza que fue seguida por un obstinado silencio. Massy se alejó perplejo. En la orilla aparecieron dos figuras que se acercaban a la pasarela. Oyó una voz teñida de desprecio.

– Francamente, me inclino a no creerle. Pero tenga la seguridad de que le hablaré de esto.

La otra voz, que era la de Sterne, dijo con una especie de deber.

– Gracias. Es todo lo que quiero. Tenía que cumplir con mi pesar y formalidad.

Mr. Massy se sorprendió. Una silueta breve y distinguida subió ágilmente a cubierta y casi chocó con él, que estaba fuera del círculo de luz del farol de la pasarela. Cuando hubo pasado hacia el puente, tras intercambiar un apresurado:

– Buenas tardes -Massy le dijo amenazador a Sterne, que seguía al otro con pasos breves-. ¿Para qué anda ahora contándole historias a Mr. Van Wick?

– Nada de eso, Mr. Massy. No soy yo quién para que Mr. Van Wick me haga caso. Y me temo que él tampoco cree que usted sea quién. Al parecer, el capitán Whalley, sí. Ha ido a pedirle que cene en su casa esta noche.

Luego musitó sombríamente para sí.

– Espero que le parezca bien la idea.

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