4

Dando vueltas a estos pensamientos se paseaba por junto a las verjas del muelle, con el pecho hinchado, erguido como si sus grandes hombros nunca hubieran sentido el peso de las cargas que tenemos que llevar entre la cuna y la tumba. Ni una sola arruga traidora, ni una señal de preocupación desfiguraba la estampa reposada de su rostro. Era éste lleno y sin broncear; y de la exuberancia de pelo plateado de abajo emergía imponente y calma la parte superior, con tez clara de chocante delicadeza y poderosa anchura de frente. El primer destello de su mirada le resultaba a uno cándido y pronto, como de chiquillo; pero el irregular alero de paja blanca de las cejas daba a su afable atención el carácter de un agudo e inquisitivo indagar. La edad le había hecho más abundante de carnes, aumentando su diámetro como un viejo árbol que no presenta síntomas de decadencia; e incluso el opulento y lustroso vello blanco del pecho parecía atributo de vitalidad y vigor inextinguibles.

Orgulloso en otro tiempo de su gran fortaleza física, e incluso de su aspecto personal, consciente de lo que valía y firme en su rectitud, le había quedado como herencia de una prosperidad pasada el porte tranquilo de un hombre que en todo se había mostrado a la altura de la vida que eligiera. Caminaba sin vacilaciones bajo la ancha ala de un antiguo sombrero de Panamá. Tenía copa baja, reborde alrededor y una cinta negra estrecha. Imperecedera y un tanto descolorida, esta prenda permitía distinguirle de lejos en medio de las multitudes más abigarradas. Nunca había querido pasarse a la moda relativamente moderna de los salacot.

Le desagradaba la forma; y confiaba en poder mantener la cabeza fría hasta el fin de sus días sin todos esos ingenios para la ventilación higiénica. Llevaba pelo corto y camisas de blancura inmaculada; el terno de franela gris liviana, desgastado pero cepillado escrupulosamente, flotaba en torno a sus recias piernas, dando mayor amplitud aún a su aspecto por lo holgado del corte. Los años habían moderado el buen humor y la audacia imperturbable de los años mozos, tornándolos en un aire sereno y resuelto; y el tranquilo repiqueteo de la punta de hierro del bastón acompañaba sus pasos con sonido que daba confianza. Era imposible relacionar un porte tan distinguido y un talante tan tranquilo con las angustias de la pobreza; toda la existencia de aquel hombre parecía pasar por delante de uno, fácil y cómoda, con libertad de medios tan anchurosa como el corte del traje.

El miedo irracional a tener que morder las quinientas libras para gastos personales en el hotel turbaba el equilibrio de su mente. No había tiempo que perder. La factura estaba subiendo. Acariciaba la esperanza de que si todo lo demás fallaba las quinientas le sirviesen para conseguir algún trabajo que, garantizándole la subsistencia (no muy costosa), le permitiese ser útil a su hija. En su forma de verlo, estaba invirtiendo un dinero de ella para respaldar al padre en beneficio de ella misma. Una vez trabajase, podría ayudarla con la mayor parte de lo que ganase; todavía podía durar muchos años, y aquel asunto de la casa de huéspedes, se decía, fuesen las que fuesen las perspectivas, en ningún caso resultaría desde el principio una mina de oro. Pero ¿en qué podía trabajar? Estaba dispuesto a asirse a cualquier posibilidad decente con tal de resolver pronto el problema; porque las quinientas libras había que guardarlas para cualquier eventualidad. Eso era lo fundamental. Con las quinientas intactas, se sentía como respaldado; pero le parecía que si bajaban a cuatrocientas cincuenta, o incluso a cuatrocientas ochenta, aquel dinero perdería toda su virtud, como si la cifra redonda tuviese cualidades mágicas. Pero ¿en qué podía trabajar?

Asediado por esta pregunta, como por un espectro molesto que no tuviese fórmula para exorcizar, el capitán Whalley se detuvo en lo alto de un puentecillo que cruzaba a gran altura el lecho de un entrante marino canalizado con costas de granito. Anclado entre los macizos bloques, medio oculto por el arco, flotaba un prao malayo de navegación de altura, con las vergas bajadas, sin que se oyese a bordo ni el más leve sonido, cubierto de proa a popa por una estera de hojas de palmera. Había dejado atrás las ardientes calzadas flanqueadas por fachadas de piedra que seguían la ondulación de los muelles como imponente acantilado; y se abría ante él un panorama ilimitado de aspecto ordenado y silvestre, con enormes manchas de hierba acamada, como piezas de una alfombra verde suavemente ensartadas, largas hileras de árboles alineados en colosales porches de oscuros pilares y bóvedas de ramaje.

Algunas de aquellas avenidas acababan en el mar. Era una costa rodeada de columnatas; y más allá, en el llano panorama, profundo y brillante como la mirada de un ojo azul oscuro, una franja oblicua de difuminada púrpura se alargaba indefinidamente por la brecha que dejaban un par de islas gemelas verdes. Muy lejos, en los fondeaderos exteriores, surgían directamente del agua los mástiles y vergas de unos pocos barcos, formando fino enrejado de líneas rosas trazadas a pincel sobre la clara sombra del flanco oriental. El capitán Whalley les dirigió una larga mirada. Allí estaba anclado el barco que fuera suyo. Le descuadraba pensar que ya no podía tomar un bote en el muelle para que le llevase hasta allá al llegar la noche. A ningún barco. Tal vez nunca más. Antes de que la compraventa se hubiese consumado, cuando todavía tenían que entregarle dinero, pasaba cada día algún tiempo a bordo del Fair Maid. Pero aquella misma mañana le habían dado todo el dinero y de repente, no había ya ningún barco al que pudiese subir cuando le viniese en gana; ningún barco que necesitase su presencia para trabajar… para vivir. Era una situación increíble, demasiado extraña como para poder durar mucho. Si el mar estaba lleno de embarcaciones de todos tipos. Allá estaba aquel prao tan quieto, resguardado por el cobertor de hojas de palmera cosidas… también el prao tenía su hombre indispensable. El malayo que él nunca había visto, y aquella cosa de popa alta y escaso tamaño que parecía descansar tras larga travesía, vivían uno gracias al otro. Y cada uno de aquellos barcos que se veían cerca o lejos, cada uno tenía un hombre, el hombre sin el que el mejor barco es algo muerto, un tronco que flota sin objeto.

Tras echar esa única mirada al fondeadero siguió adelante, pues no había motivo para mirar atrás, y hay que pasar el tiempo. Las avenidas de grandes árboles desembocaban rectas en la Explanada, cortándose entre sí con ángulos diversos, columnares abajo y exuberantes arriba. Allá arriba, las entrelazadas ramas parecían dormir; no se movía ni una hoja, y en mitad de la avenida las estiradas farolas de hierro fundido, doradas cual cetros que empequeñecían en la profunda perspectiva, con sus globos de porcelana blanca en lo alto, semejaban bárbaro decorado de huevos de avestruz desplegados en hilera. El cielo llameante llenaba de tenue resplandor carmesí la brillante superficie de cada concha de cristal.

Con la barbilla un poco hundida, las manos tras la espalda, y trazando en la grava con la punta del bastón una leve línea ondulada tras los tacones, el capitán Whalley meditaba que si un barco sin hombre era como cuerpo sin alma, un marinero sin barco no valía mucho más en este mundo que un tronco a la deriva en el mar. El tronco podía ser muy bueno, lleno de nervio, difícil de destruir… pero ¡para qué! Un repentino sentimiento de inutilidad irremediable lastró sus pies como una enorme fatiga.

Por el recién abierto paseo marítimo venía rodando una retahíla de coches descubiertos. Al otro lado de los parterres de césped se podían ver los discos vibrátiles que formaban los radios al girar. Las rutilantes copas de las sombrillas se inclinaban levemente hacia fuera como prietas flores en el cuello de un jarrón; y la quieta sábana de agua azul oscuro, cruzada por una franja de púrpura, servía de fondo al girar de las ruedas y a la vigorosa acción de los caballos, mientras los turbantes de los criados indios se elevaban sobre la línea del horizonte marino para adentrarse en el azul más pálido del cielo. En un espacio abierto cerca del puentecillo cada carruaje describía al trote una solemne curva alejándose de la puesta del sol; y entonces, de una embestida, enfilaban la gran avenida formando una fila de lento movimiento con la quietud aún muy roja del cielo a la espalda. Los troncos de potentes árboles se erguían teñidos todos de rojo por el mismo flanco, el aire parecía encendido bajo el alto follaje, y hasta el suelo que pisaban los cascos era rojo. Las ruedas giraban majestuosamente; una tras otra las sombrillas bajaban, plegando sus colores como ubérrimas flores que cerrasen sus pétalos al final del día. En todo aquel kilómetro de seres humanos ninguna voz emitía un sonido diferenciado, sólo el apagado ruido de los cascos se entremezclaba con leves campanilleos, y las cabezas y hombros inmóviles de hombres y mujeres sentados por parejas emergían impasibles de las caperuzas bajadas, como si fuesen de madera. Pero luego llegó un coche y un tiro que no se pusieron en la fila.

Adelantó a los demás en rápida y sigilosa carrera; mas al enfilar la avenida uno de los obscuros alazanes relinchó, arqueando el cuello y revolviéndose contra la vara de guardia rematada en acero; un copo de espuma cayó del freno hasta el encaje de un hombro de satén, y la cara hosca del cochero se echó enseguida hacia adelante, mientras las manos cogían con brío las riendas. Era un largo landó verde oscuro, de digno y flotante balanceo sobre los dos muelles en C, y cuya elegancia tenía cierta majestad estrictamente oficial. Parecía mayor de lo normal, y los caballos también sobresalían por su talla; los jaeces y ornato tenían un punto de perfección, y los lacayos del pescante parecían ir más elevados y erguidos. Los vestidos de las tres damas -dos jóvenes y bellas y otra agradable, de amplias proporciones y edad madura parecían llenar completamente el cuerpo poco profundo del carruaje. El cuarto rostro era el de un hombre de pesados párpados, distinguido y de tez cetrina, con perilla y mostacho espesos de color gris acero oscuro, que en cierto modo parecían apéndices sólidos. “Su Excelencia…” pensó el capitán Whalley.

El rápido movimiento de aquel carruaje singular hizo que todos los demás pareciesen claramente inferiores, deficientes, condenados a arrastrarse laboriosamente a paso de tortuga. El landó dejó atrás a toda la hilera en una especie de arremetida sostenida; los rasgos de sus ocupantes desaparecieron de la vista dejando una impresión de miradas fijas y ausencia impasible; y una vez que se hubo desvanecido como de un vuelo, a pesar de la larga fila de vehículos que refrenaban sus caballerías al paso, el amplio panorama de la avenida pareció quedar desierto de vida, como en augusta soledad.

El capitán Whalley había levantado la cabeza para mirar, y su mente, viendo interrumpida la meditación, se volvió admirada (como ocurre con las mentes humanas) hacia materias sin importancia. Le chocó que fuese a este mismo puerto en que acababa de vender el último barco, a donde había venido con el primer buque de su propiedad, con la cabeza llena de planes para inaugurar una nueva ruta comercial con una zona distante del archipiélago. El gobernador de entonces le había dado ánimo sin fin. Aquel Mr. Denham no era ninguna Excelencia, era un gobernador que se sacaba la chaqueta; un hombre que por así decir pasaba día y noche al pie del cañón, velando por la creciente prosperidad del enclave con la entrega abnegada de una nodriza para con el niño al que ama; soltero que vivía como acampado con unos pocos criados y con sus tres perros en lo que entonces llamaban el Bungalow del Gobernador: una estructura de techo bajo en la ladera a medio talar de un monte, con un asta nueva de bandera delante y un policía de guardia en la galería. Recordaba cómo subía aquella cuesta bajo un sol de justicia para tener audiencia con él; el aspecto desnudo de la estancia fría y sombría; el largo escritorio cubierto en un extremo de papeles, y en el otro por un par de fusiles, un telescopio de latón, una pequeña botella de petróleo con una pluma en el cuello… y la aduladora atención que le prestaba aquella autoridad. Había ido a exponerle una empresa llena de riesgos, pero veinte minutos de conversación en el Bungalow del Gobierno, en la colina, sirvieron para que ésta se desarrollase desde el principio sobre ruedas. Y cuando él se retiraba, Mr. Denham, sumergido ya en sus papeles, le llamó de nuevo.

– El mes que viene el Dido va a zarpar en esa dirección, y le pediré oficialmente al capitán que no pierda de vista el asunto de ustedes y vea cómo les va.

El Dido era una de las fragatas rápidas de que disponía la base de China, y… treinta y cinco años era mucho tiempo. Treinta y cinco años antes una empresa como aquella tenía suficiente importancia para la colonia como para que velase por ella un buque de Su Majestad la Reina. Mucho tiempo había pasado. En aquella época los individuos contaban. Hombres como él mismo. O como el pobre Evans, por ejemplo, con su cara rubicunda, barba negro azabache y ojos inquietos, que había establecido el primer dique registrado para la reparación de pequeños buques, al borde mismo de la jungla, en una solitaria bahía tres millas más arriba. Mr. Denham había alentado también aquella empresa, y sin embargo, el caso fue que el pobre Evans acabó muriendo en Inglaterra olvidado y hundido. Se decía que su hijo se ganaba el sustento sacando aceite de los cocos en alguna isla perdida del Océano Indico; pero de aquel dique registrado de una solitaria bahía boscosa habían salido los astilleros de la Consolidated Docks Company, con sus tres enormes diques secos, excavados en roca sólida, sus muelles y sus espigones, central eléctrica, instalaciones de vapor que accionaban grúas gigantescas capaces de elevar las cargas más pesadas que se pudiesen transportar por mar, y cuyas cabezas emergían sobre los promontorios arenosos y franjas de jungla a los ojos del que se acercaba al Puerto Nuevo procedente del Oeste, como extrañas cimas de un monumento blanco.

Había habido un tiempo en que los hombres contaban. Entonces no había en la colonia tantos carruajes, aunque suponía que Mr. Denham tenía un buggy. Y parecía que el capitán Whalley hubiese sido barrido de la gran avenida por el torbellino de un vendaval mental. Recordaba costas fangosas, un puerto sin muelles, con un solitario malecón de madera, arqueado, que se adentraba en el agua (era una instalación pública), los primeros almacenes de carbón levantados en Monkey Point, que se incendiaron misteriosamente y ardieron durante días, de modo que los atónitos buques llegaban a un fondeadero lleno de niebla sulfurosa, y a mediodía el sol brillaba rojizo. Recordaba las cosas, los rostros, y también algo más: como el débil aroma de una copa apurada hasta el fondo, como una sutil luminosidad del aire que era imposible encontrar en la atmósfera de hoy.

En esta evocación, rápida y llena de detalles como un flash de magnesio proyectado sobre los nichos de una obscura cripta, el capitán Whalley contemplaba cosas en otro tiempo importantes, los esfuerzos de hombres pequeños, el crecimiento de una gran base, despojada ya sin embargo de relevancia por la magnitud de las realizaciones posteriores, por esperanzas mayores todavía; y todo ello le dio por un instante una aprehensión casi física del tiempo, una comprensión tal de nuestros sentimientos inmutables, que se detuvo en seco, dio un golpe en el suelo con el bastón y exclamó mentalmente:

– ¡Qué diablos estoy haciendo aquí!

Parecía perdido en una especie de sorpresa; pero oyó que le llamaban por su nombre en tono de susurro una vez, y otra… y se dio vuelta lentamente.

Percibió entonces a un hombre de aspecto a la antigua, como gotoso, de pelo tan blanco como el suyo, pero mejillas afeitadas y floridas, con una corbata que era casi un pañuelo de extremos almidonados que se proyectaban más allá de la barbilla; piernas redondas, brazos redondos, cuerpo redondo, aquella corta estampa producía el efecto de haber sido hinchada con una bomba de aire lo más que diesen de sí los pliegues del traje. Se dirigía hacia él con porte autocrático. Era el Delegado General del puerto. Un delegado general es un comisario de puerto con el grado máximo; en Oriente es una autoridad de importancia en ese campo, como funcionario magistrado de las aguas del puerto, y poseía una autoridad amplia aunque mal definida sobre los marineros de todo tipo. De aquel Delegado General en concreto se decía que consideraba totalmente inadecuada su autoridad por el hecho de que no incluía derecho sobre la vida o muerte de sus súbditos. Era una exageración chistosa. El capitán Eliott estaba muy satisfecho con su cargo, y no alimentaba ningún sentimiento inconsiderado del poder que detentaba. Su talante pagado de sí y autoritario no le permitía dejar que ese poder vacilase en sus manos por falta de uso. La franqueza tormentosa y colérica de sus comentarios sobre el carácter y comportamiento de la gente le hacía profundamente temido. Aunque de boquilla muchos se las daban de no hacer caso de él, otros se limitaban a sonreír irónicamente al oír su nombre y los había que incluso osaban llamarle «viejo rufián entrometido». Pero para casi todos ellos un estallido de cólera del capitán Eliott resultaba una perspectiva casi tan desagradable como verse al borde del aniquilamiento.

Загрузка...