14

El profundo e interminable alarido de la sirena de vapor tenía en su grave y vibrante nota un algo intolerable que causó un leve estremecimiento en la espalda de Mr. Van Wick. Eran las primeras horas de la tarde; el Sofala estaba zarpando de Batu Beru para Pangu, la próxima escala. Surcó la corriente, mal escoltado por algunas canoas, y deslizándose por el ancho río dejó de verse desde el bungalow de Van Wick.

Esta vez, el hacendado no había ido a despedirlo. Generalmente bajaba hasta el embarcadero, intercambiaba algunas palabras con el puente mientras el buque se alejaba y en el último momento saludaba con la mano al capitán Whalley. Aquel día no salió ni a la balaustrada de la galería.

– Tampoco me iba a ver, -dijo para sí-. Me gustaría saber si puede siquiera distinguir la casa.

En cierto modo, ese pensamiento le hizo sentirse más solo que en ningún otro momento de aquellos años. ¿Cuántos eran? ¿Seis o siete? Siete. Era mucho tiempo.

Se sentó en la galería con un libro cerrado sobre las rodillas, y contempló por así decir su soledad, como si el hecho de la ceguera del capitán Whalley le hubiese abierto los ojos. Había muchos tipos de penas y dolores del corazón, y no había lugar en que pudiese uno ponerse a salvo. Y se sintió avergonzado, como si durante seis años se hubiese comportado como un chiquillo enfurruñado.

Su pensamiento seguía la ruta del Sofala. Apremiado por las circunstancias, había actuado impulsivamente, atendiendo a lo más urgente. ¿Qué otra cosa pudiera haber hecho? Más adelante vería. Parecía necesario que saliese al mundo, al menos por un tiempo. Tenía dinero… algo podría hacer; no ahorraría tiempo, ni esfuerzos, ni pérdida de soledad. Sentía un peso en el corazón… veía al capitán Whalley cubriéndose los ojos con la mano, allí sentado, como si decepcionado en la confianza de su fe, se encontrase más allá de todo el bien y todo el mal que puedan hacer manos humanas.

El pensamiento de Mr. Van Wick seguía al Sofala río abajo, dando giros, cruzando la franja costera de la selva, entre los troncos enormes de los grandes árboles, luego entre mangles y finalmente cruzando el bajío. En pleno día el barco lo atravesó fácilmente, pilotado en aquellos momentos por Mr. Sterne, que tenía la guardia de cuatro a seis, y luego bajó a sumergirse con fruición en la perspectiva de estar virtualmente empleado por un hombre rico… como Mr. Van Wick. No concebía que pudiese interponerse ya ningún obstáculo. No parecía capaz de sobreponerse al sentimiento de que «al fin estaba instalado». De seis a ocho, cumpliendo con su deber, el serang veló sólo por el barco. Tenían un camino sencillo hasta las tres de la madrugada aproximadamente, cuando se acercarían al archipiélago Pangu. A las ocho Mr. Sterne salió contento a tomar el mando hasta la medianoche. A las diez estaba todavía gorjeando y tarareando en el puente, y para ese tiempo el pensamiento de Mr. Van Wick abandonaba al Sofala. Mr. Van Wick había caído dormido al cabo.

Massy, cerrando la escotilla de la sala de máquinas, se enfundó airado en la chaqueta de tweed, mientras el segundo aguardaba con el ceño fruncido.

– ¡Ah! ¡Ahora aparece! ¡Será imbécil! Bien, ¿qué alega en su defensa?

Había cuidado las máquinas hasta entonces. Una rabia sombría le obscurecía la mente: una rabia enconada contra el barco, contra los hechos de la vida, contra lo falsa que era la gente, contra sí mismo también… por el temblor que le sacudía el alma.

Por toda respuesta recibió un gruñido incomprensible.

– ¿Cómo? ¿No puede abrir la boca ahora? Pues bien sabe chillar sus tonterías cuando está borracho. ¿Qué pretende molestando a la gente de esa forma? ¡Un inútil cocido es lo que es usted!

– No puedo evitarlo. No recuerdo nada de eso. Usted no debería escuchar.

– ¡Encima! ¿Qué pretende usted cogiendo cogorzas como esa?

– No me pregunte. Me habían puesto malo las malditas calderas… A usted le pasaría lo mismo. Estoy harto de la vida.

– Entonces, ojalá estuviese muerto. A mí me puso malo usted ¿No recuerda el escándalo que montó anoche? ¡Miserable cuba de licor!

– No… no. No pretendía. La bebida es la bebida.

– Pues no sé por qué no le echo. ¿Qué pretende usted?

– Relevarle. Lleva usted ya bastante tiempo aquí, George.

– De George nada… ¡Viejo canalla harto de vino! Si yo me muero mañana, se muere de hambre. ¡Recuérdelo. Diga Mr. Massy.

– Mr. Massy -repitió el otro, estúpidamente.

Hecho un cristo, con ojos inyectados de sangre, camisa grasienta y llena de hollín, pantalones manchados por todas partes, pies desnudos metidos en alpargatas rotas, se lanzó hacia abajo en cuanto Massy le dejó paso.

El primer maquinista miró en torno. La cubierta estaba vacía hasta el coronamiento de popa. Todos los pasajeros nativos se habían apeado en Batu Beru esta vez, y no había subido ninguno. En el extremo del barco, el limbo de la corredera tintineaba, periódicamente. Había una calma chicha, y bajo el cielo nublado, por una atmósfera quieta que parecía abrazarse cálida con aroma de algas a su alargado casco, el barco avanzaba con la quilla inconmovible, como si flotase totalmente libre en un espacio vacío. Pero Mr. Massy se dio una palmada en la frente, se tambaleó, y se asió a una cobilla del pie del mástil.

– Voy a volverme loco -musitó caminando por cubierta con paso inseguro. Una pala estaba recogiendo el carbón esparcido abajo… se cerró una portezuela del fogón. En el puente, Sterne empezó a silbar una nueva melodía.

El capitán Whalley, sentado en el lecho, despierto y totalmente vestido, oyó que abrían la puerta de su camarote. No hizo el menor movimiento, aguardando a reconocer la voz, con un tremendo esfuerzo de prudencia.

La luz de una lámpara del mamparo cayó sobre la blanca pintura, la pana carmesí, el barniz tostado de las cimeras de caoba. La blanca caja de embalaje de madera de debajo de la cama había permanecido cerrada desde tres años antes, como si el capitán Whalley hubiese sentido que tras perderse el Fair Maid no pudiese haber en el mundo lugar seguro para sus afectos. Mantuvo las manos sobre las rodillas; su agradable rostro de grandes cejas presentaba un perfil rígido al que lo veía desde el pasillo. Al fin, la voz esperada habló.

– Una vez más: ¿Cómo debo llamarlo?

Ah Massy. De nuevo. El hastío de aquella insistencia le hacía migas el corazón… y el dolor de la vergüenza era casi mayor que lo que podía soportar sin chillar.

– Bien. ¿Seguiremos siendo socios?

– No sabe lo que me pide.

– Al menos, sé lo que quiero… Y quiero intentar convencerle una vez más.

El tono era mitad persuasivo, mitad amenazador.

Massy entró y cerró la puerta.

– Porque no sirve de nada que me diga que es pobre. Cierto que no gasta nada para usted, esto es muy cierto; pero eso tiene otro nombre. Usted piensa que va a arrancarme lo que quiere durante tres años, y luego va a dejarme tirado sin oír siquiera lo que pienso de usted. Se imagina que yo iba a someterme a sus antojos si hubiese sabido que tenía sólo quinientas miserables libras. Tendría usted que habérmelo dicho.

– Tal vez -dijo el capitán Whalley bajando la cabeza. -De todos modos, ese dinero le salvó…

– Massy se echó a reír despreciativo…

– Se lo he dicho muchas veces.

– Y ahora no le creo. ¡Cuando pienso cómo le he dejado señorear en mi barco! ¿No recuerda Vd. Las broncas que me echaba por dejar la chaqueta en su puente? Así era. ¡Su puente! «Yo no puedo consentir esto. Nunca se me hubiera ocurrido hacer esto». ¡El honrado! Y ahora sale la realidad. «Soy pobre, no puedo. Lo único que tengo son esas quinientas».

Contemplaba la inmovilidad del capitán Whalley, que parecía interponer un obstáculo insuperable en su camino. Su rostro tomó un aire sombrío.

– Es usted un hombre duro.

– Bastante -dijo el capitán Whalley, volviéndose hacia él.

– No me sacará usted nada, porque ya no tengo nada mío que darle.

– Eso cuénteselo a su abuela.

Mr. Massy volvió la vista al salir; luego cerró la puerta, y el capitán Whalley, solo, quedó tan quieto como antes. No tenía nada suyo… incluso había perdido su propio pasado de honor, de verdad, de justo orgullo. Toda su vida sin mancha se había hundido en el abismo. Se había despedido ya de eso. Pero lo que le pertenecía a ella, iba a salvarlo. Era sólo un poco de dinero. Se lo llevaría personalmente, como último regalo de un hombre que había durado demasiado. Un impulso inmenso e imparable, la pasión misma de la paternidad, llameó con todo el vigor inquebrantable de su inútil vida en un deseo de verle la cara.

Exactamente al otro lado de la cubierta, Massy se dirigía recto a su camarote, encendía una luz y cogía ávidamente el papel en que había anotado el número soñado, aquellos guarismos que llamearan con el ardor de otra pasión. Tenía que arreglárselas para no perder el sorteo. Aquel número significaba algo. Pero ¿a qué podía recurrir para mantenerse a flote?

– ¡Condenado miserable! -musitó.

En ningún momento pudiera Mr. Sterne haberle contado nada nuevo sobre su socio, pero él podría haberle dicho a Mr. Sterne que cabía utilizar la desgracia de otro para algo más que para echarle y diferir así el pago durante un año. Guardar el secreto de esa desgracia e inducirle a quedarse era una jugada mejor. Si estaba desprovisto de medios, ansiaría quedarse; y esto zanjaba la cuestión de devolverle su parte. No sabía exactamente hasta qué punto estaba el capitán Whalley hundido en la miseria; pero si ocurría que encallaba el barco irremediablemente en cualquier costa, eso no era culpa del propietario ¿no? Este no tenía obligación de saber que había problemas en la ruta. Pero probablemente nadie plantearía siquiera la cuestión, y el barco estaba totalmente asegurado. Se había contenido lo suficiente como para recibir ahora el justo pago. Más no era eso todo. No podía pensar que el capitán Whalley estuviese tan totalmente desprovisto como para no tener algún dinero guardado. Si él, Massy, podía echarle mano a ese dinero, con eso cubriría el gasto de las calderas, y todo seguiría como antes. Y si al cabo se perdía el barco, tanto mejor. Lo odiaba; maldecía las preocupaciones que apartaban su mente de la labor de perseguir a la fortuna. Deseaba verlo en el fondo del mar y tener en el bolsillo el dinero de la póliza. Y cuando dejó el camarote del capitán Whalley, frustrado, su odio abarcaba tanto al barco y sus calderas como al hombre de ojos obscuros.

En definitiva, nuestro comportamiento viene tan determinado por sugerencias exteriores que de no haber sido por la cháchara del borracho Jack, habría ajustado cuentas allí mismo, sin más demora, con aquel miserable que no quería ayudar, ni quedarse, pero tampoco echar a perder el barco. ¡Viejo falso! Ansiaba ponerle de patitas en el puerto. Pero se contuvo. Había tiempo para eso… podía hacerlo cuando quisiese. Ahora daba vueltas a otro pensamiento, terrible. ¿No estaba ya decidido a ello, en definitiva? ¡Cómo deliraba esa bestia de Jack! «Encontrar un truco seguro para librarse de él.» Bien, Jack no andaba tan descaminado. Se le había ocurrido un truco muy ingenioso. Pero ¡ay! ¿Y el riesgo que comportaba?

Se le hinchó el pecho con un sentimiento de orgullo -el orgullo de estar por encima de los prejuicios vulgares-, el corazón le latió más rápido, la boca se le secó. No todo el mundo se atrevería a eso; pero él era Massy, y estaba decidido.

En cubierta dieron seis campanadas. Bebió un vaso de agua y se sentó cosa de diez minutos para serenarse. Luego sacó del cajón una pequeña linterna que tenía y la encendió.

Casi enfrente del camarote, al otro lado del estrecho pasadizo de debajo del puente, en la estructura de acero que en aquella cubierta rodeaba la zona de calderas y dependencias de la sala de máquinas, había un pañol de mamparas de hierro, techo de hierro y suelo cubierto de hierro, debido al calor de abajo. Allí se amontonaban todo tipo de desperdicios; en un rincón había un cúmulo de chatarra; también había rimeros de latas de petróleo vacías; sacos de borra de algodón, un montón de carbón, una fragua de cubierta, fragmentos de jaulas de gallinas con las paredes hechas jirones, restos de faroles y un sombrero marrón de fieltro, tirado por un hombre ya muerto (de unas fiebres, en la costa del Brasil) que había sido segundo del Sofala, llevaba años aprisionado tras un tramo de tubo de cobre requemado, sacado en alguna época de la sala de máquinas. Una negrura total e implacable dominaba aquel Cafarnaún de cosas olvidadas. Un delgado haz de luz de la linterna de Mr. Massy la atravesó sesgado.

Llevaba la chaqueta desabrochada; echó el pestillo (no había otra puerta), y agachándose ante el montón de chatarra, empezó a llenarse los bolsillos de trozos de hierro. Los recogía con cuidado, cual si las tuercas oxidadas, los cerrojos rotos, los eslabones de cadena, hubiesen sido piezas de oro que sólo podía salvar cogiéndolos en aquel momento. Se llenó los bolsillos laterales hasta que se hincharon, el bolsillo de pecho, los interiores. Daba vuelta a las piezas para examinarlas. Rechazaba algunas. En torno a sus ocupadas manos empezó a formarse una fina niebla de óxido en polvo. Mr. Massy tenía cierto conocimiento de la base científica de su astuto truco. Si uno quiere desviar la aguja magnética de la brújula de un barco, el hierro fundido es lo mejor; y muchas piezas pequeñas en el bolsillo de una chaqueta causan mayor efecto que unos pocos trozos mayores, porque de ese modo se consigue una superficie mucho mayor de hierro, y lo que cuenta es la superficie.

Se escabulló rápidamente -dos pasos bastaron- y en el camarote se dio cuenta de que llevaba todas las manos rojas, llenas de orín. Esto le desconcertó, como si las hubiese visto llenas de sangre; se miró la ropa. ¡Toma, los pantalones también! Se había frotado las manos en las perneras.

Con las prisas arrancó el botón interior del pecho. Cepilló la chaqueta, se lavó las manos. Con esto perdió ya el aire de culpabilidad, y se sentó a aguardar.

Estaba erguido y cargado de hierro. Tenía una abultada y dura masa contra cada cadera, sentía el hierro de los bolsillos en las costillas a cada respiración, y el peso de las bolsas de hierro le cargaba sus hombros. Parecía muy embotado durante aquella espera, y el rostro amarillo, de inmóviles ojos negros, tenía algo de pasivo y triste.

Cuando oyó que encima de su cabeza daban ocho campanadas, se levantó y se dispuso a salir. Sus movimientos parecían desorientados, el labio inferior le colgaba un poco, la mirada vagaba por el camarote, y la tremenda tensión de voluntad le había arrebatado todo vestigio de inteligencia.

Con el último tañido de la campana apareció en el puente el serang a relevar al segundo. Sterne se deshizo en amabilidades, pues no deseaba otra cosa.

– Lleva los ojos bien abiertos, serang. Está bastante obscuro; aguardaré hasta que te acostumbres.

El viejo malayo murmuró algo entre dientes, miró hacia arriba con sus gastados ojos, se fue hacia la luz de la bitácora, y asiéndose las manos por la espalda, clavó la vista en la rosa de los vientos.

– A eso de las tres y media tendrás que mirar adelante con cuidado, para avistar tierra. Aunque es bastante claro. Al pasar habrás avisado al capitán, ¿no? ¿Sabe la hora que es? Bien, entonces me voy.

Al pie de la escalera se apartó para dejar paso al capitán. Observó cómo éste subía con paso regular y seguro, y quedó un momento pensativo. -Es curioso-, se dijo. -pero nunca puedes saber si ese hombre te ha visto o no. Esta vez hasta tiene que haberme oído la respiración.

Una vez todo resuelto, había que reconocer que aquel hombres era admirable. Se decía que en su época había sido famoso. Y Mr. Sterne podía creerlo; concluyó serenamente que el capitán Whalley tenía que ser capaz de ver más o menos a la gente -como a él mismo, hacía un momento- pero no estando seguro de nada tenía que mantener aquel talante silencioso por miedo a traicionarse. Mr. Sterne era un agudo observador.

Esa necesidad constante llenaba el corazón del capitán Whalley de la humillación de ser falso. Había caído en ello por amor paternal, por incredulidad, por confianza sin límites en la justicia divina, ajustada a los sentimientos humanos en esta tierra. Le daría a su pobre Ivy otro mes de trabajo; tal vez la desgracia fuese sólo temporal. Sin duda Dios no privaría a su criatura de ayuda, ni le echaría desnudo a una noche sin fin. Se asía a cualquier esperanza; y cuando la evidencia de la catástrofe fue más fuerte que la esperanza, intentaba no creer lo obvio.

En vano. Conforme el universo se obscurecía tenazmente, sus ideas adquirían una claridad siniestra. Los momentos lúcidos de sufrimiento le hacían ver la vida, los hombres, todas las cosas y el mundo entero con su carga de naturaleza creada, como no lo había visto nunca.

A veces le asaltaba un vértigo sutil y un terror abrumador; y entonces aparecía la imagen de la hija. Tampoco a ella la había visto con tal claridad anteriormente. ¿Era posible que se viese incapacitado para hacer ya nada por ella? Nada. ¿Y que no la viese más? ¿Nunca?

¿Por qué? Era un castigo demasiado grande sólo por un poco de presunción v orgullo. Al cabo llegó a aferrarse a esa decepción con decisión v empeño de llegar hasta el fin, de mantener intacto el dinero de ella, y de volver a verla, otra vez. Y luego, ¿qué? La idea del suicidio hacía rebelar el vigor de su humanidad. Había rezado pidiendo la muerte hasta que las oraciones se le atravesaban en la garganta. Cada día de su vida había rezado pidiendo el pan diario, no caer en la tentación, con la humildad de espíritu de un niño. ¿Significaban algo las palabras? ¿De dónde venía el don de la palabra? Los violentos latidos del corazón le reverberaban en la cabeza… y parecían hacerle añicos el cerebro.

Se sentó pesadamente en la butaca de cubierta para fingir que hacia su guardia. La noche era cerrada. Ahora, todas las noches eran cerradas.

– Serang-; dijo a media voz.

– Si Tuan, aquí estoy.

– ¿Hay nubes?

– Sí, Tuan.

– Rumbo recto. Al Norte.

– Vamos al Norte, Tuan.

El serang se echó para atrás. El capitán Whalley reconoció los pasos de Massy en el puente.

El maquinista fue hacia babor y volvió, pasando varias veces por detrás de la butaca. El capitán Whalley notó que sus andares tenían un carácter inusual de prudente cuidado. La presencia próxima de aquel hombre tenía siempre la virtud de recrudecer el sufrimiento moral del capitán Whalley. No era remordimiento. Al fin y al cabo, no le había hecho ningún mal a aquel pobre diablo. Tenía también una sensación de peligro, de que había que llevar más cuidado.

Massy se detuvo y dijo:

– ¿O sea, que se empeña usted en irse?

– Tengo que irme, desde luego.

– ¿Y no podría usted, al menos, dejar el dinero para un plazo de algunos años?

– Imposible.

– ¿No quiere confiármelo sin estar usted controlándolo, no?

El capitán Whalley guardó silencio. A espaldas de su butaca, Massy suspiró profundamente.

– Sería lo suficiente para salvarme -dijo con voz trémula.

– Ya le salvé una vez.

El primer maquinista se sacó la chaqueta con movimientos cuidadosos y procedió a palpar el gancho de latón atornillado en el poste de madera. A tal efecto se colocó delante mismo de la bitácora, ocultando completamente la rosa de los vientos al timonel de guardia.

– ¡Tuan! -musitó suavemente al cabo el nativo, para indicar al blanco que no podía ver para guiar el timón.

Mr. Massy había conseguido su propósito. La chaqueta colgaba del clavo, a quince centímetros de la bitácora. Y en cuanto se hubo apartado, el timonel, un malayo de Sumatra de media edad, con viruela, tan obscuro casi como un negro, percibió asombrado que en tan breve espacio, con mar en calma, sin el menor viento, el barco se había apartado tanto del rumbo. Nunca en la vida había visto que se escapase así. Con un leve gruñido de asombro giró rápidamente el timón para poner proa al norte, como debía ser. El chirrido de las cadenas del timón, los murmullos enfurruñados del serang, provocaron cierto revuelo, que atrajo la atención del ansioso capitán Whalley.

– Lleva más cuidado -dijo.

Y en el puente todo volvió a la habitual calma. Mr. Massy había desaparecido.

Pero el hierro de los bolsillos de la chaqueta había cumplido su misión; y el Sofala, rumbo al norte según una brújula falseada por tan simple ardid, ya no se dirigía por camino seguro a la bahía de Pangu.

El silbido del agua al hender la proa, el palpitar de las máquinas, todos los sonidos de su vida fiel y laboriosa, seguían ininterrumpidos en la gran calma del mar que por todos lados se fundía con la inmóvil capa de nubes que cubría el firmamento. Una quietud agradable tan vasta como el mundo parecía aguardar su paso, envolviéndolo cariñosamente en una caricia suprema. Mr. Massy pensaba que no podía haber noche mejor que aquella para un naufragio provocado.

Encallar a seco en uno de los escollos del Este de Pangu… aguardar al amanecer… agujero en el fondo… sacar los botes… y la misma tarde estarían en Pangu. Algo así. En cuanto chocase él se precipitaría al puente, cogería la chaqueta (a obscuras nadie se daría cuenta), y vaciaría los bolsillos por la borda, o bien la soltaría al mar. Era un pequeño detalle. ¿Quién podría imaginar? La chaqueta había colgado de aquel gancho cientos de veces. Sin embargo, mientras aguardaba sentado en el peldaño inferior de la escalera del puente las rodillas entrechocaban temblorosas. Lo peor era la espera. A veces empezaba a jadear rápidamente, como si estuviese corriendo, y luego respiraba profundamente, hinchándose, con un sentimiento íntimo de dominio del destino. De cuando en cuando oía los desnudos pies del serang que se arrastraban por allá arriba; voces tranquilas y bajas intercambiaban unas pocas palabras y caían casi enseguida en el silencio.

– Serang, avísame en cuanto avistes tierra.

– Sí, Tuan. Todavía no.

– No, todavía no -asentía el capitán Whalley.

El barco había sido el mejor amigo de su decadencia. Todo el dinero que había conseguido en y gracias al Sofala se lo había mandado a la hija. Su pensamiento se detuvo al mentar a ésta. Cuántas veces habían hablado la mujer y él inclinados sobre su cuna en el gran camarote de popa del Cóndor; crecería, se casaría, les querría, vivirían cerca de ella contemplando su felicidad… así siempre. Y bien, la esposa había muerto, a la hija le había dado todo lo que tenía; esperaba poder ir donde ella algún día, verla, ver una vez más su cara, vivir con el sonido de su voz, que podía hacer soportable la negrura de la tumba viviente que le aguardaba. Llevaba demasiado tiempo privado de cariño. Imaginaba la ternura de la hija.

El serang había estado escudriñando a proa, y de cuando en cuando echaba una mirada a la butaca. Iba inquieto de un lado para otro y, de repente, estalló, al lado mismo del capitán.

– Tuan, ¿ve usted tierra por alguna parte?

Aquella voz alarmada puso en pie inmediatamente al capitán. ¡El! ¡Ver! Ante aquella pregunta, la maldición de su ceguera pareció aplastarle con fuerza redoblada.

– ¿Qué hora es? -gritó.

– Las tres y media, Tuan.

– Estamos cerca. Tenemos que ver tierra. Mira, te digo. Mira.

Mr. Massy, despertado por el repentino ruido de voces cuando dormitaba en el peldaño inferior, se preguntó qué hacía allí. ¡Ah! Sintió un desmayo. Una cosa es sembrar la semilla de un accidente y otra muy distinta ver que el fruto monstruoso pende sobre la cabeza de uno a punto de caer por el temblor de una voz agitada.

– No hay peligro -musitó con energía para sí.

El horror de la incertidumbre se había apoderado del capitán Whalley. La miserable desconfianza en los hombres, en las cosas… en la tierra misma. Había dirigido aquella ruta treinta y seis veces con el mismo rumbo. Si de algo estaba seguro en el mundo era de la absoluta e infalible corrección del rumbo. Entonces, ¿qué había sucedido? ¿Mentía el serang? ¿Y por qué mentía? ¿Por qué? ¿Se estaría volviendo ciego también?

– ¿Hay niebla? Mira por abajo, encima mismo del agua. Muy abajo, te digo.

– Tuan, no hay nada de niebla. Observe usted mismo.

El capitán Whalley reprimió con un esfuerzo el temblor de las piernas. ¿Debería parar las máquinas inmediatamente y rendirse? El sabor de la indecisión hacía bailar en su mente todas las nociones firmes. Se había producido lo inusual, y no estaba en condiciones de afrontarlo. En aquel instante de inexpresable angustia vio el rostro de ella -la cara de una niña- con una tremenda fuerza de sugestión. No, no tenía que rendirse después de haber llegado tan lejos por mor de ella.

– ¿Has mantenido el rumbo? Dime la verdad.

– Sí, Tuan. Estamos en la ruta. Mire.

El capitán Whalley se dirigió a la bitácora, que para él constituía un débil punto de luz en medio de una infinita sombra amorfa. Antes, agachándose para mirar muy de cerca, era capaz…

Como tenía que agacharse tanto sacó instintivamente el brazo para donde sabía se encontraba un poste y asirse a el. La mano dio con algo que no era madera, sino ropa. Al aumentar el peso con el leve empujón, el garfio se rompió y la chaqueta de Mr. Massy cayó a cubierta con sordo ruido, acompañado por unos repiqueteos.

– ¿Qué es esto?

El capitán Whalley se arrodilló extendiendo las manos abiertas en un gesto de ceguera ostensible. Aquellas manos temblaban buscando la verdad. La vio. Hierro cerca de la bitácora. Curso errado. ¡Hundirlo! Su barco. ¡Ah, no! Eso no.

– ¡Corre a pararlo! -rugió con una voz que no era la suya.

El mismo corrió… con las manos por delante, como un ciego, y mientras el clamor del gong resonaba en todo el barco, éste pareció erguirse para embestir el flanco de una montaña.

Había marea baja en toda la parte norte del estrecho. Mr. Massy no había prestado atención a esto. En lugar de embarrancar medio casco, el Sofala chocó con el filo agudo de un acantilado que hubiera quedado cubierto por la marea alta. Con esto, el choque fue absolutamente terrible. Derribó a todos los que estaban en pie en el buque; las jarcias rotas azotaban hasta los motones. Todas las luces se apagaron. Varios tirantes saltaron y daban contra la chimenea; se oían choques, cables que estallaban, ruidos de astillado y de grandes quiebras; el farol del mástil saltó de las argollas volando, y todas las puertas de cubierta echaron a abrirse y cerrarse con estruendo. Luego, el barco, reboteado, volvió a chocar en el mismo lugar como un ariete. Con esto se consumó la ruina: la chimenea, soltados todos dos tirantes, se derrumbó con un estrépito vacío de trueno, haciendo añicos la rueda del timón, aplastando el armazón de los toldos, rompiendo los compartimentos estancos, llenando el puente de una masa de maderamen roto. El capitán Whalley se puso en pie, con los escombros hasta la rodilla, zarandeado, sangrando, consciente del peligro de que había escapado sobre todo por el sonido, y sosteniendo en el brazo la chaqueta de Mr. Massy.

Para entonces Sterne (que había caído del jergón rodando) había puesto marcha atrás. Las máquinas dieron unos cuantos giros, y luego una voz aulló:

– ¡Salga de la condenada sala de máquinas, Jack?

…y se pararon! Pero el barco se había soltado del acantilado y estaba quieto, emanando espesas nubes de humo de los tubos rotos de cubierta y desvaneciéndose en la noche con formas frágiles. A pesar de lo repentino del desastre nadie gritaba, como si la propia violencia del choque hubiese medio atontado a la sombría serie de gente que iban de un lado para otro por las cubiertas. La voz del serang se dejó oír clara por encima de los murmullos confusos.

– No da con fondo -había recogido la sonda.

A continuación gritó Mr. Sterne con timbre agudo y forzado.

– ¿A dónde diablos fue a parar el barco? ¿Dónde estamos?

El capitán Whalley replicó con voz grave y pausada.

– Entre los escollos del Este.

– ¿Es cierto eso, señor? Entonces, nunca saldrá de aquí.

– En cinco minutos se habrá ido a pique. Botes Sterne. Con esta calma, uno solo podría salvarles a todos.

Los fogoneros chinos se dirigían desordenadamente hacia los botes de babor. Los malayos, tras un momento de confusión, se quedaron quietos, y Mr. Sterne mostró un gran aplomo. El capitán Whalley no se había movido. Sus pensamientos eran negros en aquella noche en que había perdido el primer barco.

– Me hizo perder un barco.

Otra silueta alta situada ante él, entre los escombros del puente, susurró insanamente:

– No diga nada de esto.

Massy se acercó, tropezando. El capitán Whalley oyó el rechinar de sus dientes.

– Tengo la chaqueta.

– Échela y vámonos -acució la voz temblorosa-. ¡B-b-b-bote!

– Esto le va a costar cinco años.

Mr. Massy había quedado mudo. Sus palabras quedaban en mero carraspeo.

– ¡Tenga piedad!

– ¿La tuvo usted cuando me hizo perder el barco? Mr. Massy, ¡esto le va a costar cinco años!

– ¡Necesitaba dinero! ¡Dinero! ¡Mi propio dinero! Le daré parte a usted. Quédese la mitad. A usted también le gusta el dinero.

– Pero hay una justicia…

Massy hizo un esfuerzo terrible, y consiguió exclamar a espasmos, extrañamente:

– ¡Condenado ciego! ¡Fue usted el que me empujó a esto!

El capitán Whalley, apretando la chaqueta contra el pecho, no dijo nada. La luz había desaparecido del mundo para siempre… que se hundiese todo. Pero aquel hombre no debía escapar impune.

La voz de Sterne daba órdenes:

– ¡Bajadlo!

Las poleas crepitaron.

– ¡Ahora! -gritó-. Bajad vosotros. Por ahí. Usted Jack, aquí. ¡Mr. Massy! ¡Mr. Massy! ¡Capitán! ¡Rápido, señor! Vámonos.

– Yo iré a la cárcel por tratar de estafar a la compañía, pero usted quedará en la miseria; usted, el hombre honrado que ha estado engañándome. Usted es pobre, ¿no? No tiene más que las quinientas libras. Pues bien, ahora ya no tiene nada: el barco se ha perdido, y el seguro no va a pagar.

El capitán Whalley no se movió. ¡Cierto! El dinero de Ivy. Perdido en el naufragio. Tuvo de nuevo un relámpago de lucidez. Estaba realmente llegando al fin del camino.

Voces acuciantes gritaron a la vez junto al casco. Massy no parecía capaz de apartarse del puente. Mascullaba frases ininteligibles, silbaba.

– ¡Entrégueme esto! ¡Entréguemelo!

– No -dijo el capitán Whalley-. No puedo dárselo. Será mejor que se vaya. Si quiere vivir, no se quede aquí. Está hundiéndose por la proa muy rápido. No; me voy a quedar con esto, pero permaneceré a bordo.

Massy no parecía comprender; pero el amor a la vida, despertado repentinamente, le apartó del puente.

El capitán Whalley dejó la chaqueta en el suelo, y avanzó por entre los escombros hacia el flanco.

– ¿Está Mr. Massy con usted? -gritó en la noche.

Le contestó la voz de Sterne desde el bote:

– Sí, ya le tenemos. Véngase, señor. Es una locura quedarse más tiempo.

El capitán Whalley palpó cuidadosamente la batayola, y sin decir palabra, soltó el cabo del bote. Todavía estaban esperándole abajo. Le esperaron hasta que, de repente, una voz exclamó:

– ¡Estamos a la deriva! ¡Fuera!

– ¡Capitán Whalley! ¡Salte…! Dése un pequeño impulso…, ¡salte! Puede usted nadar.

En aquel corazón viejo y aquel cuerpo vigoroso, había un horror a la muerte que, al parecer, no podía ser superado por el horror a la ceguera. Pero, al fin y al cabo, por Ivy había llegado hasta ese punto, caminando a obscuras hasta el borde mismo de un crimen. Dios no había escuchado sus plegarias. La luz había acabado por desaparecer del mundo; ni un destello. Una inmensa negrura solitaria; pero era inverosímil que un Whalley que había llegado tan lejos para conseguir algo, siguiese con vida. Tenía que pagarlo.

– Salte lo más lejos que pueda, señor; le recogeremos. No le oyeron responder. Pero sus gritos parecieron recordarle algo. Deshizo el camino recorrido, y buscó la chaqueta de Mr. Massy. Sin duda, podría nadar. Gente arrastrada por el remolino de un barco al hundirse vuelven a veces a la superficie, y era impensable que un Whalley que había decidido morirse se viese empujado por el azar a la lucha. Se puso todos aquellos trozos de hierro en los bolsillos.

Los otros, mirando desde el bote, vieron el Sofala, negra mole en mitad de un mar negro, inclinado de forma sorprendente. No se oía en el ningún sonido. Luego, con un insólito ruido de resbalón, como si las calderas se hubiesen abierto paso por las mamparas y con una detonación sorda, donde había estado el barco apareció por un instante algo delgado que se elevaba, como una roca que saliese del mar. Luego, desapareció también eso.

Cuando el Sofala faltó a la cita regular en Batu Beru, Mr. Van Wick comprendió inmediatamente que nunca volvería a verlo. Pero ignoraba lo sucedido hasta que algunas semanas más tarde el sultán le dejó una embarcación nativa para que se llegase al puerto de registro del Sofala, donde empezaba ya a olvidarse la existencia del buque y la investigación oficial sobre su pérdida.

No había sido un caso notable ni interesante, salvo por el hecho de que el capitán se había hundido con el barco. Era la única vida que se perdiera; y Mr. Van Wick no hubiera podido enterarse de ningún detalle de no ser por Sterne, con quien tropezó cierto día en el muelle cercano al puente del riachuelo, casi en el mismo lugar a donde se había dirigido el capitán Whalley en busca de un sampán que le llevase al Sofala para preservar intactos las quinientas libras de su hija.

Desde lejos, Mr. Van Wick vio que Sterne le guiñaba el ojo y se llevaba la mano al sombrero. Se refugiaron en la sombra de un edificio (un banco), y el segundo relató la llegada de los botes a la bahía de Pangu con la tripulación a bordo unas seis horas después del accidente, y cómo habían vivido desprovistos de todo un par de semanas, hasta que encontraron medios para salir de aquel lugar de bestias. La investigación había eximido de culpa a todos. La pérdida del barco fue atribuida a una desviación inusual de la corriente. Y, realmente, no podía haber sido otra cosa: no había forma de explicar que el barco se encontrase a siete millas al este de su posición durante la guardia de medianoche.

– He tenido muy mala suerte, señor.

Sterne se pasó la lengua por los labios y miró de reojo.

– He perdido la fortuna de que me emplease usted, señor. Sumamente lamentable. Pero ahí tiene: el veneno de uno es comida para otro. A Mr. Massy no le hubiera podido resultar más oportuno; ni que el naufragio lo hubiese preparado él. Es la pérdida más oportuna que oí en la vida.

– ¿Y qué se ha hecho de ese Massy? -preguntó Mr. Van Wick.

– ¿Ese, señor? ¡Ja, ja! Andaba contándome que se compraría otro barco; pero en cuanto tuvo el dinero en el bolsillo se fugó a Manila en el primer vapor de la mañana. Le perseguí a bordo, y me dijo que iba a poner a buen recaudo su fortuna en Manila. Por su parte, yo podía irme al diablo. Y, sin embargo, bien me había prometido darme el mando de un barco si no hablaba más de la cuenta.

– Usted no diría nada… -empezó Mr. Van Wick.

– No señor. ¿Por qué iba a hacerlo? Yo pretendo abrirme camino, pero los muertos no son ningún obstáculo -dijo Sterne. Sus párpados subían y bajaban rápidamente, y quedaron un instante cerrados-. Además, señor, hubiera sido mal negocio. Usted me hizo callar la boca algo más tiempo de lo preciso.

– ¿Sabe usted cómo fue que el capitán Whalley se quedó a bordo? ¿Se negó realmente a abandonar el barco? ¡Vamos! ¿O fue tal vez un casual…?

– ¡Nada! -Sterne le interrumpió con energía-. Le digo que yo le grité que saltase por la borda. Y la verdad, tuvo que ser él mismo el que soltase el cabo del bote. Todos nosotros, le gritamos… es decir, Jack y yo. Ni siquiera nos contestó. Al final el barco estaba más silencioso que una tumba. Luego las calderas saltaron, y se hundió. ¡Accidente! ¡De ningún modo! La partida se había terminado, señor, yo se lo dije. Era todo lo que Sterne tenía que decir.

Naturalmente, Mr. Van Wick fue recibido como huésped en el club durante dos semanas, y allí fue donde encontró al abogado en cuyo bufete se había firmado el acuerdo entre Massy y el capitán Whalley.

– Un viejo extraordinario -dijo-. Apareció en mi despacho como llovido del cielo, con sus quinientas libras a invertir, y con aquel maquinista que le pisaba los talones ansioso. Ahora ha desaparecido de manera un tanto inexplicable, lo mismo que se había presentado. Nunca conseguí comprenderle completamente. En cuanto a Massy no había misterio alguno, ¿eh? Me preguntó si Whalley se negaría a abandonar el barco. Hubiera sido una locura. No tenía ninguna culpa, y así lo estableció el tribunal.

Mr. Van Wick le había conocido muy bien, dijo, y no podía creer que se tratase de un suicidio. Un acto de este tipo no encajaba con lo que sabía de aquel hombre.

– Lo mismo opino yo -asintió el abogado. La teoría más extendida era que el capitán había permanecido demasiado tiempo a bordo tratando de salvar algo de importancia. Tal vez el mapa que demostraría su inocencia, o algo de valor que tuviese en el camarote. El cabo del bote se habría desprendido solo, a lo que suponían. Sin embargo, cosa bien extraña, algún tiempo antes de ese viaje el pobre Whalley había acudido a su bufete para confiarle un sobre sellado dirigido a su hija, remitir en caso de que él muriese. De todos modos, no era nada fuera de lo común, particularmente en un hombre de su edad. Mr. Van Wick meneó la cabeza. El capitán Whalley tenía aspecto de quien va a llegar a los cien.

– Totalmente cierto -asintió el abogado-. Parecía como si ese viejo hubiese venido al mundo ya crecido y con esa barba. En cierto modo, era imposible imaginarle más joven ni más viejo…, ¿sabe usted? Daba una sensación de fuerza física notable. Y tal vez fuese ése el secreto de aquel aire peculiar de su persona que sorprendía a todo el que entraba en contacto con él. A uno se le antojaba que ninguno de los medios que ponen fin a la vida de cualquiera de nosotros pudiese destruirle. Sus modales, deliberada y majestuosamente corteses, estaban llenos de significado. Como si estuviese convencido de que le sobraba tiempo para todo. Sí, había en él algo indestructible; y la forma en que hablaba a veces podía inducir a pensar que él lo creía así. Cuando vino a verme por última vez con aquella carta que quería encomendarme, no estaba en modo alguno deprimido. Tal vez algo más reflexivo en su habla y porte. Pero deprimido, no, en absoluto. Me pregunto si tendría algún presentimiento. ¡Quién sabe! De todos modos, ese final parece demasiado miserable para un personaje tan espléndido.

– ¡Oh, sí! Fue un fin miserable -dijo Mr. Van Wick, con tanto ardor que el abogado levantó la mirada, curioso, para observarle; y luego, tras despedirse de él, le comentó a un amigo.

– Ese plantador holandés de tabaco de Batu Beru es un personaje curioso. ¿Sabe algo de él?

– Tiene montañas de dinero -contestó el gerente bancario-. Se dice que en el próximo vapor va a ir a la metrópoli a formar una sociedad que se haga cargo de sus tierras. Ha abierto otro distrito tabaquero. Creo que sabe lo que se hace. Estos tiempos de prosperidad no van a ser eternos.


En el Hemisferio Sur la hija del capitán Whalley no tenía ningún presentimiento de desgracias cuando abrió el sobre que le llegaba, escrito de puño y letra del abogado. Lo había recibido después de comer; todos los huéspedes habían salido, los chicos estaban en la escuela, y el marido sentado en el piso de arriba en el gran sillón, con un libro, chupado el rostro y envuelto en mantas hasta el pecho. La casa estaba en calma, y la grisura de un día nublado se pegaba a los cristales de las ventanas. En la sombría salita, donde todo el año flotaba un leve olor frío a platos, sentada en el extremo de una larga mesa rodeada por numerosas sillas con el respaldo pegado al mantel siempre puesto, leyó las frases introductorias: «Lamento profundamente… un deber doloroso… su padre ha dejado de existir… de acuerdo con sus instrucciones… una casualidad fatal… consuelo… no empañe su recuerdo…

Tenía el rostro demacrado, las sienes un poco hundidas bajo los mechones suavísimos de pelo negro, los labios permanecieron absolutamente apretados mientras los obscuros ojos se ensanchaban, hasta que, al fin, con un grito apagado, se levanto y al instante tuvo que agacharse a recoger otro sobre que se se había caído de las rodillas al suelo.

Lo rasgó, y cogió ávidamente el contenido…


«Queridísima niña -decía-, te escribo esto aprovechando que todavía soy capaz de escribir de forma legible. Me estoy esforzando por guardarte todo el dinero que me queda; sólo lo tengo para servirte mejor. Es tuyo. No tiene que perderse; no hay que tocarlo. Son quinientas libras. Hasta ahora no me he reservado nada de lo que gano. En cuanto al futuro, si vivo, tendré que guardarme algo, un poco, para poder ir a donde tú. Tengo que ir. Tengo que verte otra vez.

»Es duro pensar que algún día puedas leer estas líneas. Dios parece haberme olvidado. Quiero verte… y, sin embargo, la muerte sería el mayor favor. Si alguna vez lees estas palabras, te ruego que ante todo des gracias a un Dios que al cabo se habrá mostrado misericordioso, pues estaré muerto, y eso estará bien. Querida, estoy en las últimas.»


El siguiente párrafo empezaba con las palabras:

«La vista se me va…».


Aquel día, la hija no pudo leer más. La mano que sostenía el papel pegado a sus ojos cayó lentamente, y su entera figura con vestido negro liso caminó rígida hacia la ventana. Tenía los ojos secos; de sus labios no partió hacia el cielo ningún grito de pena, ningún susurro de gracias. La vida había sido demasiado dura, a pesar de todo lo que su amor se esforzara. Había silenciado sus emociones. Pero, por primera vez en todos aquellos años, había desaparecido su estigma, el agobio de la pobreza que la carcomía, los apuros de la dura lucha por el pan. Incluso parecieron desvanecerse en la media luz del atardecer la imagen del marido y de los hijos; sólo veía el rostro de su padre, como si hubiese ido a verla, siempre tranquilo y grande, tal como le viera la última vez, pero con aspecto un tanto más augusto y tierno.

Se guardó la carta doblada entre los dos botones del liso corpiño negro, y apoyando la frente en el cristal de la ventana permaneció allí hasta que anocheció, totalmente inmóvil, dedicándole todo el tiempo de que podía disponer. ¡Se había ido! ¿Era posible? Dios mío, ¿era posible? El golpe había llegado amortiguado por los vastos espacios terráqueos, por años de ausencia. Había habido días enteros en que no le había dedicado ni un pensamiento… no tenía tiempo. Pero le amaba, y sentía que al fin y al cabo, le había amado siempre.

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