5

En cuanto estuvo cerca profirió en una especie de gruñido:

– Whalley, ¿qué me dicen de que vendes el Fair Maid?

El capitán Whalley, apartando la mirada, dijo que ya era cosa hecha, que esa mañana le habían pagado; y el otro expresó inmediatamente su aprobación por un paso tan extremadamente sensible. Había salido del cabriolé para estirar las piernas, le explicó, antes de ir a casa a cenar. Sir Frederick tenía buen aspecto para estar en la vejez, ¿no?

El capitán Whalley no podía decirle; sólo había visto pasar el coche.

El Delegado General, sumergiendo las manos en los bolsillos de una chaqueta de alpaca demasiado corta y ajustada para un hombre de su edad y aspecto, caminaba con una leve cojera, y la cabeza le llegaba apenas al hombro al capitán Whalley, que caminaba ágilmente, mirando al frente. Años atrás habían sido buenos compañeros, casi íntimos. Por entonces Whalley mandaba el famoso Cóndor, y Eliott tenía a su cargo el casi tan célebre Ringdove, propiedad de los mismos armadores; y cuando se creó el puesto de Delegado General Whalley hubiera sido el único candidato que le pudiese hacer sombra. Pero el capitán Whalley, que entonces estaba en la flor de la vida, había decidido no servir a nadie más que a su benévola fortuna. Muy lejos, atendiendo a sus negocios, se alegraba al oír que al otro le había ido bien. El fofo Ned Eliott tenía una flexibilidad mundana que le sería muy útil en aquella especie de cargo oficial. Y en el fondo ambos eran tan distintos que cuando llegaban lentamente al fin de la avenida, delante de la catedral, a Whalley no se le hubiera ocurrido que él pudiese estar en el lugar de aquel hombre, en su puesto vitalicio.

El sagrado edificio, erguido en solemne aislamiento entre las convergentes avenidas de árboles enormes, como para inspirar graves pensamientos celestiales en las horas de ocio, presentaba a la luz y la gloria de Poniente, un portal gótico cerrado. El rosetón de encima de la ojiva brillaba como recio carbón en el labrado profundo de una rueda de piedra. Los dos hombres se pararon a contemplarlo.

– ¿Sabe usted lo que tendrían que hacer ahora, Whalley? -gruñó de repente el capitán Eliott.

– Pues…

– Tendrían que mandar a un auténtico lord de sangre real acá cuando le llegué la hora a Sir Frederick. ¿No le parece?

El capitán Whalley simplemente no podía ver por qué un lord de sangre real no podría cumplir tan bien como cualquier otro. Pero no era este el punto de vista de su acompañante.

– No, no. Esto marcha por sí solo. No hay quien lo pare ya. Es ideal para un gran lord -gruñó en frases sentenciosas-. -Observe los cambios de nuestra época. Ahora aquí necesitamos un lord. En Bombay ya tienen uno.

Cada año cenaba un par de veces en Gobierno -un palacio con arcadas y muchas ventanas en lo alto de una colina llena de jardines y carreteras-. Y últimamente había estado llevando en su lancha de vapor a un duque a visitar las reformas del puerto. Antes de eso había ido «con toda deferencia» a buscar personalmente una buena dotación para el yate ducal. Luego, le habían invitado a comer a bordo. La propia duquesa almorzó con ellos. Una opulenta dama de rostro rubicundo. Tenía la piel completamente quemada por el sol. Una ruina. Modales muy graciosos. Iban camino del Japón…

Espetó todos esos detalles para edificación del capitán Whalley, deteniéndose a hinchar los carrillos como con un sentimiento contenido de importancia, y proyectando repetidamente hacia fuera sus gruesos labios hasta que el extremo carmesí de la nariz parecía hundirse en la leche de su mostacho. Aquel lugar se gobernaba solo; era idóneo para cualquier lord; no había problemas salvo en el departamento de Marina… en el Departamento de Marina, repitió por dos veces, y tras un pesado suspiro empezó a contarle que el otro día el Cónsul General de Su Majestad en la Conchinchina francesa le había cablegrafiado -oficialmente- pidiéndole que mandase a un hombre cualificado a hacerse cargo de un mercante de Glasgow cuyo capitán había muerto en Saigón.

– Pasé aviso a la sede de los oficiales de la Casa del Mar -continuó, mientras la cojera parecía acentuarse con la irritación creciente de la voz-. Los hay a docenas. El doble de los puestos disponibles en el mercado local. Todos buscan un trabajo fácil. Y hay el doble de los necesarios… y, ¿a usted qué le parece, Whalley?…

Se detuvo en seco. Con los puños cerrados y profundamente hundidos, parecía dispuesto a romper los bolsillos de la chaqueta. Al capitán Whalley se le escapó un leve suspiro.

– ¿Eh? Se imaginaría uno que iban a pisarse el trabajo unos a otros. Pues ni asomo de esto. Les daba miedo volver a Inglaterra. Es bonito y agradable estar tumbado en una terraza aguardando a que haya trabajo. Y yo aguardando la respuesta en el despacho. Nadie venía. ¿Qué se imaginaban? ¿Qué me iba a quedar allí pasmado como un tonto con el cable del Cónsul General encima de la mesa? Faltaría más. Revisé una lista que tenía y mandé a por Hamilton -el más vago de todos ellos- y le dije sin más que fuese. Amenacé con dar instrucciones al director de la Casa del Mar para que le pusiese de patitas en la calle. El consideraba que el puesto no era lo bastante bueno… por… favor.

– Tengo aquí su pequeña ficha -le dije-. Usted desembarcó aquí hace dieciocho meses, y desde entonces no ha trabajado ni seis meses. Tiene usted una fuerte deuda con la Casa, y supongo que se imaginará que a fin de cuentas pagará el Departamento de Marina, ¿no? De acuerdo; pero si no aprovecha usted esta oportunidad, va a salir para Inglaterra en el primer vapor que pase por aquí en dirección a la metrópoli. Usted no es más que un mendigo. Aquí no queremos mendigos blancos -le increpé-. Pero fíjese el trabajo que me dio el asunto.

– Pues se lo hubiera podido ahorrar -dijo el capitán Whalley casi involuntariamente-, si hubiese mandado a por mí.

Al capitán Eliott le divirtió enormemente la salida; se estremecía todo él de risa conforme caminaba. Pero de repente dejó de reír. Le había pasado por la mente un vago recuerdo. ¿No había oído decir cuando la catástrofe del Travancore y Decán que el pobre Whalley había perdido absolutamente todo? Este tío lo tiene mal, ¡cielos!, pensó; e inmediatamente dirigió una mirada de reojo hacia su compañero. Pero el capitán Whalley sonreía austeramente con la mirada fija al frente, erguida la cabeza con gesto que no hubiera podido presentar ningún hombre que estuviese sin un penique. Y se tranquilizó. Imposible. No podía haber perdido todo. Aquel barco era sólo un hobby. Y un hombre que le acababa de confesar que a la mañana había recibido una suma de dinero presumiblemente notable no era fácil que se le echase encima pidiendo un pequeño préstamo, pensamiento que le dejó completamente tranquilo. Sin embargo, se había producido una larga pausa en la conversación, y sin saber reanudarla, gruñó sobriamente:

– Nosotros, los viejos, deberíamos descansar ya. -Para algunos de nosotros, lo mejor sería morir con el remo en la mano -respondió despreocupadamente el capitán Whalley.

– Vamos, vamos. A estas alturas, ¿no está un poco cansado de todo esto? -murmuró el otro sombrío.

– ¿Se siente usted cansado?

El capitán Eliott sí se sentía. Sólo se aferraba al puesto para conseguir la pensión máxima, y retirarse entonces a Inglaterra. Aunque de todos modos sería una miseria; pero era lo único que le libraba del asilo. Y además, tenía una familia. Tres chicas, como Whalley sabía. Le dio a entender al «viejo Harry» que las tres chicas eran lo que más ansiedad y preocupación le causaba. Como para sacarle de quicio a uno.

– ¿Y pues? ¿Qué han hecho? -preguntó el capitán Whalley con una especie de divertida ausencia mental.

– ¿Hacer? ¡Nada! Precisamente. Desde la mañana a la noche con tenis sobre hierba y sucias novelas…

¡Si al menos una hubiese sido un chico! ¡Pero las tres chicas! Y para colmo de mala suerte, no parecía que quedase en el mundo ningún chico decente. Cuando pasaba revista en el club sólo veía una colección de petimetres presumidos demasiado egoístas para pensar en hacer feliz a una mujer buena. Con toda aquella cuadrilla que mantener en casa, se veía abocado a una indigencia extrema. Había acariciado la idea de construirse una casita en el campo -en Surrey- donde terminar sus días, pero se temía que no había ni que pensar en aquello… y su errante mirada se dirigió hacia arriba con ansiedad tan patética que el capitán Whalley asintió caritativamente con la cabeza, reprimiendo un deseo enfermizo de reír. -Tú también sabes por experiencia lo que es esto, Harry. Las chicas son una auténtica calamidad por las preocupaciones y ansias que te hacen pasar.

– Ya. Pero la mía anda bien -dijo lentamente el capitán Whalley, mirando hacia el fondo de la avenida.

El Delegado General se alegró de eso. Extraordinariamente. La recordaba muy bien. Era una chica encantadora.

El capitán Whalley, caminando despreocupadamente, asintió como soñando:

– Era muy linda.

La procesión de coches se estaba rompiendo. Uno tras otro dejaban la fila para salir al trote, animando la vasta avenida con su despliegue de vida y movimiento; pero pronto volvió a tomar posesión de la ancha y recta vía el aspecto de majestuosa soledad.

Un edecán de blanco iba conduciendo a pie un poney birmano enganchado a un coche de dos ruedas barnizado; y el conjunto, parado en la curva, no parecía mayor que un juguete de niño olvidado bajo los exuberantes árboles. El capitán Eliott se dirigió hacia allí con andares balanceantes, como si fuese a trepar adentro, pero se contuvo; apoyando lánguidamente una mano en la barandilla, cambió de conversación, pasando de la pensión, las hijas y la pobreza de nuevo al único otro tema de su vida: el Departamento de Marina, los hombres y barcos del puerto.

Se puso a sacar ejemplos de lo que tenía que hacer; y su gruesa voz se adormeció en la calmada atmósfera como si fuese el obstinado zumbido de un enorme moscardón. El capitán Whalley ignoraba qué fuerza o qué debilidad le impedía decir buenas noches y alejarse. Como si se sintiese demasiado cansado para hacer ese esfuerzo. Qué raro. Más extraño que ninguno de los ejemplos de Ned. ¿O sería que un sentimiento apabullante de vacío le hacía permanecer allí escuchando aquellas historias? Ned Eliott no se había visto tumbado nunca por nada realmente serio; y gradualmente empezó a detectar en él, como envuelto en aquel monótono y sonoro zumbido, un resto de la voz clara y animosa del joven capitán del Ringdove. Se preguntaba si él habría cambiado también en la misma forma; y le parecía que la voz del antiguo compañero no había cambiado tanto… que era el mismo. No era mal tipo aquel agradable y jovial Ned Eliott, siempre amigable, siempre responsable en sus tareas…, y siempre un poco fanfarrón. Recordó cuánto divertía a su pobre esposa. Esta le adivinaba los pensamientos. Cuando el Cóndor y el Ringdove coincidían en el mismo puerto, ella le pedía muchas veces que invitase al capitán Eliott a cenar. Desde aquella época no se habían visto con frecuencia. A veces pasaban cinco años sin verse. Miraba desde debajo de las blancas cejas a aquel hombre a quien no podía confiarse en aquel momento. Y el otro seguía con sus desahogos íntimos, tan alejado de su oyente como si estuviese hablando desde lo alto de una colina, a dos kilómetros de distancia.

Ahora andaba un tanto perplejo por el vapor Sofala. Últimamente le tocaba desenredar todos los líos que le producían en el puerto. Le echarían de menos cuando se fuese al cabo de dieciocho meses, y nombrasen, para cubrir el puesto, cosa probable, a algún oficial retirado de la Armada: un hombre que ni entendería nada ni se ocuparía de nada. Aquel vapor cubría una ruta costera que aseguraba el tráfico comercial hasta un punto tan al norte como era Tenasserim; pero el problema era que no había capitán que quisiese hacerse cargo de él. Nadie estaba dispuesto. Y, naturalmente, él no tenía autoridad para obligar a nadie a coger el puesto. Dar un empujón a petición de un cónsul general, muy bien, pero…

¿Y qué ocurre con ese barco? -le interrumpió el capitán Whalley en tono mesurado.

– Al barco no le ocurre nada. Es un viejo vapor en buen estado. Su propietario ha estado esta tarde en mi despacho tirándose de los pelos.

– ¿Es un blanco? -preguntó Whalley con voz interesada.

– Se hace pasar por tal -contestó el Delegado General con desprecio-; pero lo más que puede tener de blanco es la piel. Y eso se lo dije a él a la cara.

– Pero, ¿quién es entonces?

– Es el maquinista primero del barco. ¿Se da cuenta, Harry?

– Ya caigo -dijo el capitán Whalley pensativo-. El maquinista. Entiendo.

Como el tío se había convertido a la vez en propietario del buque, era una auténtica historia. El capital Eliott recordaba que había llegado como tercero de un buque de la metrópoli quince años antes, y le habían despedido junto con el patrón y su jefe a consecuencia de una riña de la peor especie. Él caso es que parecieron aprovechar la ocasión para sacárselo de encima. Sin duda, era un tipo pendenciero. Y se quedó allí como auténtico estorbo, embarcado y desembarcado una y otra vez, incapaz de mantener un trabajo mucho tiempo; apenas habría ningún cuarto de máquinas a flote en aquella colonia que no le hubiese visto desfilar. Luego, de repente:

– ¿Qué cree usted que ocurrió, Harry?

El capitán Whalley, que parecía perdido en un esfuerzo mental como si estuviese efectuando sumas, se sobresaltó un poco. No podía ocurrírsele. La voz del Delegado General vibró sordamente con un ostensible énfasis. Aquel hombre había tenido la suerte de que le tocase el segundo premio de la lotería de Manila. Todos los maquinistas y oficiales compraban participaciones de ese juego. Parecían tener una auténtica manía. Todo el mundo pensaba que se volvería a Inglaterra con el dinero, y se iría al diablo como le pareciese. Pero no. Los propietarios del Sofala habían encargado en Europa un nuevo vapor porque éste resultaba demasiado pequeño y poco moderno para el tráfico que realizaba, y lo vendían a buen precio. Se lanzó a comprarlo. Aquel hombre nunca había mostrado síntomas de ese tipo de intoxicación mental que puede producir la posesión de una gran suma de dinero… hasta que consiguió un buque propio; pero entonces se salió de casillas inmediatamente: irrumpió en el Departamento de Marina por un asunto de transferencias, con el sombrero caído sobre el ojo izquierdo y jugando con un pequeño bastón, y les contó a cada uno de los oficinistas que: «Ahora nadie me puede echar ya. Ahora me toca a mí. Ya no tengo a nadie por encima, ni nunca más tendré a nadie encima». Daba vueltas hinchado por entre las mesas de la oficina, hablando a pleno pulmón, y temblando todo el rato como una hoja, de forma que todo el tiempo que estuvo allí se interrumpió el trabajo de la oficina, y todos los presentes se quedaron con la boca abierta contemplando al bufón. Luego le vieron en las horas más cálidas del día, con el rostro colorado como el fuego recorriendo arriba y abajo los muelles para contemplar su barco desde distintas perspectivas; parecía dispuesto a detener a cualquier desconocido con que se cruzase sólo para hacerle saber que ya no habría nadie por encima de él; que había comprado un barco: que nadie le podría echar ya de su sala de máquinas.

Aun siendo una buena compra, el precio del Sofala le llevó casi todo el dinero que le había tocado. No le quedó capital para trabajar. No era mucho problema, porque aquellos eran tiempos de prosperidad para el tráfico costero de vapor, hasta que algunas navieras de la metrópoli pensaron en establecer flotas locales para alimentar sus líneas principales. Una vez se organizaron estas flotas, naturalmente, se llevaron la parte del león; y al mismo tiempo una banda de condenados bribones alemanes pasó al este del Canal de Suez y fue a por todas las migajas. Recorrían ávidamente la costa y todas las islas, yendo a lo barato, como una manada de tiburones, dispuestos a zamparse todo lo que uno dejase caer. Se habían acabado para siempre los buenos tiempos; él valoraba que durante años el Sofala no había hecho otra cosa que ir tirando bien. El capitán Eliott consideraba como un deber ayudar por todos los medios a que no fuese desplazado un navío inglés; y era evidente que si por falta de capitán el Sofala empezaba a perder viajes, pronto perdería el mercado. Ahí venía la perplejidad. Aquel hombre era demasiado imposible.

– Desde el principio ha sido como un mendigo a caballo, -explicó-.

– Y parecía hacerse peor conforme pasaba el tiempo. En los últimos tres años han desfilado once patronos; él había hecho gestiones con todo oficial allí presente, salvo los de las líneas regulares. Ya le había advertido que así no conseguiría nada. Y claro, ahora, nadie quiere saber del Sofala. Estuve hablando en mi despacho con un par de hombres; pero, como me decían, ¿para qué coger el puesto, llevar una mala vida durante un mes y quedar en tierra después del primer viaje? Naturalmente, el tío me dijo que todo esto era absurdo; que desde hacía años le amenazaba un complot y ahora había fraguado. Todos los malditos marineros del puerto se habían conjurado para ponerle de rodillas, porque él es un maquinista.

El capitán Eliott dejó escapar una risa gutural:

– Y lo cierto es que si pierde un par más de viajes no vale la pena que se preocupe ya de volver a empezar. No encontrará ninguna mercancía en su antigua ruta. Actualmente hay demasiada competencia como para que la gente tenga la carga almacenada aguardando a un barco que no llega a su tiempo. Tiene una perspectiva muy negra. El jura y perjura que se va a encerrar a bordo y morirá de hambre en el camarote antes que vender el barco… aunque encontrase un comprador. Y esto es sumamente difícil. Ni siquiera los japoneses pagarían el valor por el que está asegurado, Esto no es como vender veleros. Los vapores, además de envejecer quedan anticuados.

– Pero tiene que haber acumulado cantidad de dinero -observó tranquilamente el capitán Whalley.

El jefe del puerto hincho increíblemente sus colorados mofletes.

– Ni un real, Harry. Ni-un-so-lo-real.

Aguardó. Pero como el capitán Whalley, mesándose lentamente la barba, miraba al suelo sin decir palabra, le dio unas palmadas en el antebrazo, y susurró sordamente:

– La lotería de Manila se lo ha ido comiendo todo.

Frunció el ceño levemente, y asintió con pequeñas muecas afirmativas. Todos andaban tras eso; una tercera parte de los sueldos pagados a los oficiales («en mi puerto», respondió) van a parar a Manila. Era una manía. Aquel Massy la había padecido desde el principio, como los demás; pero después de ganar una vez parecía haberse convencido de que le bastaba con volver a probar para conseguir otro premio gordo. Desde entonces cogía cantidad de participaciones de cada sorteo. Con ese vicio y su falta de conocimiento en el oficio, había andado más o menos corto de dinero desde que compró con tan poca previsión el barco.

En opinión del capitán Eliott, esto ofrecía una ocasión a que algún hombre de mar sensible que dispusiese de algunas pocas libras se lanzase a salvar a aquel loco de las consecuencias de su locura. En realidad, había contratado a algunos hombres muy competentes, que habrían querido quedarse en el barco si él se lo hubiese permitido. Pero de ningún modo. Parecía pensar que no era propietario si no andaba despidiendo a alguien a la mañana y no reñía a la noche con el sustituto. Lo que necesitaba era que un patrón con doscientas libras o algo así entrase como socio en el barco estableciendo unas condiciones convenientes. Si uno sabe que tiene que devolverle al otro su parte, no anda despidiendo a nadie solo por el gusto de decirle que recoja sus trastos y desembarque. Y de otro lado, un hombre que tenga intereses en el barco no es fácil que deje el puesto por cualquier nadería. Se lo había dicho a Massy. Le había dicho:

– Mr. Massy, así no vamos a ninguna parte. Empieza usted a tener todo el Departamento de Marina hasta el gorro. Lo que tiene que hacer ahora es buscarse un patrón que entre como socio. Me parece que es la única forma. Y le he dado un buen consejo, Harry.

El capitán Whalley, apoyado en el bastón, estaba absolutamente inmóvil. La mano se quedó a medio camino de un gesto violento y abrazó toda la barba. ¿Y qué había dicho el hombre?

El tipo tuvo la osadía de meterse con el Delegado General. Había recibido el consejo con la mayor de las desvergüenzas.

– No vine acá para que se burlen de mí -había chillado-. Apelo a usted como armador y como inglés llevado al borde de la ruina por una conspiración ilegal de sus miserables marineros, ¡y todo lo que usted se aviene a hacer por mí es decirme que me busque un socio!…

El tipo había osado dar una patada de rabia en el suelo del despacho particular. ¿De dónde iba a sacar un socio? ¿Le tomaba por tonto? Ni uno solo de la despreciable banda que estaba en tierra en la «Casa» tenía ni dos peniques en el bolsillo. Eso lo sabían hasta los propios perros nativos del bazar…

– Y es muy cierto, Harry -dijo el capitán Eliott con voz bronca y poco articulada, como sentenciando-. Lo más fácil es que no haya ni uno solo que les deba dinero a los chinos de Denham Road por la ropa que lleva puesta.

– Bien -le dije-, creo que usted arma demasiado escándalo por esto, Mr. Massy. Buenos días. -Salió dando un portazo. ¡Dios, un portazo en mi despacho, maldito sea!

El jefe del Departamento de Marina jadeaba de indignación; luego, como volviendo a orientarse.

– Acabaré por llegar tarde a la cena si sigo aquí soltando la tarabilla con usted… Y a mi mujer no le agrada esto.

Trepó pesadamente al cabriolé; se recostó sobre un lado, y sólo entonces dio un silbido preguntándose qué sería de la vida del capitán Whalley. Llevaban años y años sin verse hasta que el otro día le había visto inesperadamente en la oficina.

– ¿Qué diablos…?

El capitán Whalley parecía sonreír para sí entre sus blancas barbas.

– El mundo es muy grande -dijo vagamente.

El otro, como para comprobar la afirmación, miró en torno desde su asiento. La Explanada estaba muy calma; sólo a lo lejos, muy lejos, a gran distancia del mar, se oía lánguidamente el tut-tut-tut del teleférico que iniciaba ante el vacío peristilo de la Biblioteca Pública su recorrido de cinco kilómetros hasta los Nuevos Docks del Puerto.

– Y todavía parece que resulte pequeño -gruñó el Delegado General-, porque esos alemanes vienen a darnos codazos a cada paso. En nuestra época eso no pasaba.

Cayó en profunda meditación, respirando con estertores, como si estuviese echando una siesta con los ojos abiertos. Tal vez también él había detectado en la silenciosa figura como de peregrino que estaba en pie junto a las ruedas del coche, como peatón que se hubiese detenido, los trazos enterrados de los rasgos del joven capitán del Cóndor. Buen tío, aquel Harry Whalley. De pocas palabras siempre. Nunca sabías a ciencia cierta qué buscaba, era un tanto más espontáneo de la cuenta en el trato con gente importante, y capaz de ver mal las acciones de un compañero. Se tenía en demasiado buen concepto. Hubiese tenido ganas de decirle que subiese para ir a cenar con él. Pero nunca se sabía. A la esposa le disgustaría.

– Y es curioso pensar, Harry -siguió en un tono bajo muy sonoro-, que da la impresión de que los únicos que aquí podamos recordar cómo era esta parte del mundo somos usted y yo…

Estaba a punto de dejarse llevar por la ternura de un acceso sentimental, pero de repente le llamó la atención que el capitán Whalley, sin pestañear ni decir palabra, parecía estar aguardando algo… tal vez esperaba… Recogió las riendas al instante y saltó con exclamaciones cordiales:

– ¡Ah! ¡Muchacho! A cuántos hombres hemos conocido… Los barcos que hemos llevado… ¡ay! Y la de cosas que hemos hecho…

El poney se lanzó hacia adelante, el edecán se apartó del camino. El capitán Whalley levantó el brazo.

– Adiós.

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