Libro primero . EL SEGUNDO ESTADOS UNIDOS…

Mantén siempre la cabeza bien alta,

con esta marea

y con todas las mareas,

porque él era el hijo que criaste

y entregaste al vendaval y al oleaje.

Rudyard Kipling


Capítulo 1

Hospital de Morozovo, 13 de marzo de 1943

Entrada la noche, en el pueblecito pesquero donde el Ejército Rojo había instalado su cuartel general, un herido esperaba la muerte en la cama del hospital militar.

El herido estuvo varias horas con los brazos cruzados, hasta que se apagaron las luces y la sala quedó en silencio.

No tardarían en venir a buscarlo.

El herido era un soldado de veintitrés años castigado por la guerra. Los meses pasados en aquella cama de hospital habían dado a su rostro una palidez que no tenía que ver con el miedo ni con la añoranza. Iba sin afeitar y llevaba la cabeza rapada casi al cero. Sus ojos de color caramelo estaban clavados en la lejanía. Alexander Belov no era un hombre frío ni cruel, pero en esos momentos tenía una mirada sombría y resignada.

Unos meses antes, durante la batalla de Leningrado, Alexander había corrido a ayudar a su amigo Anatoli Marazov, caído sobre la superficie helada del Neva con una bala en la garganta. Además de Alexander, otra persona que corrió hacia el pobre Anatoli fue un médico de la Cruz Roja Internacional nacido en Boston y llamado Matthew Sayers. Pero el imprudente médico se hundió en el hielo y Alexander tuvo que sacarlo del agua arriesgando su vida y arrastrarlo sobre la superficie congelada del río hasta guarecerse con él detrás de un camión blindado. Los aviones alemanes bombardearon el camión y uno de los proyectiles cayó sobre Alexander. De pronto se acordó de Luga al principio de la guerra, cuando los alemanes bombardearon las tierras de labor llenas de civiles y de soldados. Ahora entendía por qué le habían causado tanta impresión: bajo las ráfagas de la Luftwaffe, había visto su propia muerte.

Fue Tatiana la que lo salvó de los cuatro jinetes que habían ido a buscarlo contando con sus dedos enfundados en guantes negros las buenas y las malas acciones de su vida. Tatiana, a la que Alexander había dicho: «Sal de inmediato de Leningrado y vete a Lazarevo». Lazarevo, la aldea de pescadores al pie de los Urales, en la ribera del caudaloso Kama, rodeada de bosques de coníferas. Lazarevo, donde Tatiana habría podido ponerse a salvo momentáneamente, si no hubiera sido tan imprudente como aquel médico de la Cruz Roja. «No iré», declaró; y no fue. Lo que hizo fue trasladarse al frente sin que Alexander lo supiera y plantar cara a los cuatro jinetes: «No os lo llevaréis, haré cuanto esté en mi mano para impedirlo», les dijo, desafiante.

Y Tatiana había cumplido su palabra. Había donado su propia sangre para impedir que los jinetes se llevaran a Alexander. Había vaciado sus arterias para alimentar las venas de Alexander, y lo había salvado.

Alexander le debía a Tatiana la vida, pero el doctor Sayers le debía la vida a él y por eso había aceptado llevarlos a los dos a Helsinki, para que desde allí pudieran trasladarse a Estados Unidos. Urdieron un plan con ayuda de Tatiana, y Alexander esperó dos meses en el hospital mientras se le curaban las heridas de la espalda, tallando figuritas y espadas de madera e imaginándose que atravesaba Estados Unidos con ella. Cerraba los ojos y pensaba que el dolor desaparecía y que hacía calor y que en el coche estaban solamente Tatiana y él, oyendo la radio y cantando.

Durante todo ese tiempo, Alexander se apoyó en las frágiles alas de la esperanza. Sabía que era una esperanza muy pequeña, pero aun así se dejó llevar por ella. Era la esperanza del hombre que corre en un último intento de salvación, suplicando a Dios que le dé tiempo a zambullirse en el agua antes de que el enemigo recargue sus armas y lo acribille. Alexander oye los chasquidos de los fusiles y los gritos de los soldados a sus espaldas, pero sigue corriendo. Zambullirse en el agua o morir. Zambullirse en las aguas del Kama.

Y después, tres días antes del momento actual, Alexander abrió los ojos y se encontró con su «buen» amigo Dimitri Chernenko delante de su cama, sujetando la mochila que creía haber perdido al caer sobre el hielo. Dimitri sacó el vestido blanco con rosas rojas de Tatiana y lo sostuvo en el aire en un gesto de amenaza: le estaba exigiendo que se olvidara de ella y se fuera a Estados Unidos con él. Lo estaba retando, pidiéndole que renunciara a su vida.

Alexander debería haberlo matado. De hecho, si no lo hubiera detenido un estúpido celador, habría acabado con él de una paliza. En cualquier caso, con Dimitri vivo o muerto, su destino estaba marcado. Alexander no sabía cuándo había quedado marcado, y tampoco quería saberlo.

Su destino había quedado marcado en diciembre de 1930, en el momento en que él y su familia salieron del último cuarto alquilado que habían ocupado en Boston.

Ahora, en 1943, si hubiera matado a Dimitri, Alexander estaría en el calabozo, esperando a comparecer ante un consejo de guerra por homicidio. Y Tatiana se habría quedado en la Unión Soviética para estar cerca de él, y Matthew Sayers, el médico de la Cruz Roja, se habría marchado solo a Helsinki.

Pero Alexander no lo había matado. Y lo primero que hizo Dimitri al volver en sí fue ir a hablar con el general Mejlis, el jefe de la rama militar del NKVD, para contarle todo lo que sabía de Alexander Belov. Y sabía muchas cosas.

Sin embargo, Dimitri no mencionó a Tatiana. Lo único que quería era arruinar la vida de Alexander, no la de ella. Tatiana, que era capaz de ver la verdadera naturaleza de las personas, había advertido a Alexander desde el principio de las malas intenciones de Dimitri. Alexander y ella actuaron con cautela, fingiendo que no se conocían y procurando no dejarse ver juntos en público. Pero Dimitri encontró el vestido blanco con rosas rojas en la mochila de Alexander y supo que se habían casado en secreto. Los tenía acorralados y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para arruinarles la vida. Y lo hizo.

A pesar de todo, Alexander aún veía arder delante de él una pequeña llamita de esperanza. Dimitri estaba obsesionado con escapar de la Unión Soviética. Por eso, cuando corrió a hablar con el general Mejlis con el brazo medio arrancado y la cara llena de sangre, se limitó a delatar a su amigo Alexander Belov pero no mencionó a Tatiana Metanova. No dijo que Tatiana era la esposa de Alexander porque no quería que ella se marchara de la Unión Soviética; mejor dicho, quería que se marchara con él y no con Alexander.

Para salvar a Tatiana, Alexander Belov tuvo que armarse de valor y alejarse de ella. Más aún: tuvo que allanarle el camino para animarla a marcharse.

Ahora sólo le quedaba una cosa por hacer: curarse, reponer fuerzas y felicitar al médico que sacaría a su esposa de la Unión Soviética. Después regresaría al campo de batalla y volvería a enfrentarse al enemigo. Por el momento, lo único que podía hacer era esperar.

Alexander pidió a la enfermera del turno de noche que le trajera su uniforme de comandante y su gorra de oficial. Se afeitó con el cuchillo de combate y el vaso de agua de la mesilla, se vistió y se sentó a esperar con las manos en el regazo. Cuando fueran a buscarlo los esbirros del NKVD, y sabía que lo harían, quería recibirlos con toda la dignidad posible. Oyó la pesada respiración del soldado que ocupaba la cama contigua, oculta a la vista por una cortina de aislamiento.

¿Cuál era la situación de Alexander aquella noche? ¿Qué le había llevado a adoptar su decisión? Y lo más importante, ¿qué sería de él dos horas después, cuando el NKVD pusiera en cuestión todo lo que había sido hasta entonces? Es decir, cuando el jefe de la policía secreta, el general Mejlis, alzara sus ojillos incrustados en unos párpados grasientos y le ordenara: «Díganos quién es usted, comandante». ¿Cuál sería la respuesta de Alexander?

¿Era el marido de Tatiana?

Sí.

– No llores, cariño.

– No acabes. Por favor, no acabes. Aún no.

– Tania, tengo que marcharme.

Había asegurado al coronel Stepanov que estaría de vuelta el domingo por la noche a la hora del recuento y no podía retrasarse.

– Por favor. Aún no.

– Tania, me darán más permisos de fin de semana… -dice Alexander entre jadeos-. Volveré después de la batalla de Leningrado. Pero ahora…

– Por favor, Shura. Aún no…

– Me estás apretando. Relaja las piernas…

– No, no te muevas. Por favor. Espera…

– Son casi las seis, mi amor. Tengo que marcharme.

– Shura, cariño… Por favor, no te marches.

– No acabes, no te marches… ¿Qué puedo hacer?

– Quédate como estás. Dentro de mí, para siempre. No te retires aún, aún no…

– Shhh… Tania…

Cinco minutos después, Alexander corre hacia la puerta de la habitación.

– Tengo que irme. No, no me acompañes al cuartel, no quiero que andes sola de noche. ¿Tienes la pistola que te di? Quédate aquí. No hace falta que me despidas desde el corredor. Sólo… ven aquí. -Alexander la estrecha contra él, la envuelve con la guerrera y le besa el pelo y los labios-. Sé buena, Tania. No es una despedida.

Ella hace el saludo militar.

– Hasta pronto, capitán de mi corazón -dice Tatiana, a la que ya no quedan lágrimas porque las ha derramado todas entre el viernes y el domingo.

¿Era un soldado del Ejército Rojo?

Sí.

¿Era el hombre que había confiado su vida a Dimitri Chernenko, aquel canalla desalmado que se había hecho pasar por su amigo?

Sí, también era ese hombre.

Sin embargo, en otro tiempo había sido un ciudadano estadounidense, un Barrington. Hablaba como un estadounidense. Se reía como un estadounidense. En verano practicaba deporte al aire libre como cualquier estadounidense, nadaba como cualquier estadounidense y, como cualquier estadounidense, tenía una vida que daba por sentada. Como cualquier estadounidense, tenía amigos que pensaba conservar hasta la muerte y, como cualquier estadounidense, quería a sus padres.

En otro tiempo estaban los bosques de Massachusetts, su tierra natal. Y estaba la bolsa de tela donde guardaba sus pequeños tesoros infantiles: las conchas y los pedazos de cristal que recogía en la playa de Nantucket Sound, el envoltorio de un algodón de azúcar, los trozos de cordel y la foto de su amigo Teddy.

En otro tiempo tenía una madre, y su rostro moreno y de ojos grandes seguía sonriendo en su memoria.

En otro tiempo, cuando la luna era azul y el cielo era negro y las estrellas lo bañaban con su luz, durante un breve instante de la eternidad, Alexander había descubierto algo que no había vuelto a ver durante todo el tiempo que había pasado en la Unión Soviética.

En otro tiempo.

Alexander Barrington se acercaba a su fin. Pero no llegaría al final sin resistirse.

Se puso las tres medallas al valor y la Estrella Roja que le habían concedido por atravesar la peligrosa superficie helada de un lago al volante de un tanque, se encasquetó la gorra de oficial, se sentó en la butaca que había junto a la cama y esperó.

Alexander sabía cómo actuaban los agentes del NKVD cuando querían detener a alguien. Tenían que actuar en silencio, procurando que los viera el menor número de gente posible. Llegaban en medio de la noche o se presentaban en el andén abarrotado donde esperabas el tren que iba a llevarte a un centro de veraneo en Crimea. Aparecían entre los puestos del mercado, o bien obligaban a un vecino a llamarte un momento a su habitación. Te preguntaban si podían sentarse a tu lado cuando estabas tomándote un pelmeni en la taberna. Se colocaban detrás de ti en la cola de la tienda, carraspeaban y te decían que los acompañaras al departamento de entregas especiales. Se sentaban en el banco que ocupabas en el parque. Se mostraban siempre corteses y hablaban en voz baja e iban impecablemente vestidos. Al principio no veías las pistolas ni el coche que aparcaría junto al bordillo para llevarte a la Casa Grande. Una vez, una mujer a la que intentaron detener en plena calle se subió a una farola y comenzó a gritar hasta que los transeúntes abandonaron su indiferencia habitual. Los agentes del NKVD la dejaron en paz por el momento, pero ella, en lugar de esconderse en el campo, se fue a dormir a su casa, de donde se la llevaron aquella misma noche.

A Alexander habían ido a buscarlo una tarde a las puertas del instituto, cuando charlaba con un amigo. Se le acercaron dos hombres y le dijeron que su profesor de historia quería verlo un momento en el despacho. Alexander desconfió de inmediato. Sin alterarse, se aferró al brazo de su amigo y movió la cabeza negativamente. Pero su compañero decidió que su presencia no era deseada y se marchó a toda prisa. Cuando se quedó solo con los dos agentes, Alexander consideró sus posibilidades de escapar, pero al ver el coche negro que aparcaba lentamente junto al bordillo comprendió que eran muy pocas. Al final decidió que no se atreverían a dispararle por la espalda a plena luz del día y echó a correr. Los dos agentes echaron a correr tras él, pero tenían unos cuantos años más que Alexander y no lo alcanzaron. Al cabo de unos minutos los perdió de vista y se escondió en un callejón. Más tarde se fue al mercado de la iglesia de San Nicolás, compró un panecillo y pensó que no podía volver a casa. Como su padre no lo echaría de menos y su madre no se daría ni cuenta, pasó la noche al raso.

A la mañana siguiente volvió al instituto, pensando que en el aula estaría más seguro. El director en persona le envió una nota pidiéndole que fuera a verlo a su despacho.

En cuanto salió al pasillo, los dos agentes lo agarraron y lo obligaron a salir a la calle y a subir al coche que aguardaba junto a la acera.

En la Casa Grande le dieron una paliza y luego lo enviaron a la cárcel de Kresti. Alexander no se hacía muchas ilusiones sobre su destino. No podían acusarlo de nada, pero sabía que su inocencia o culpabilidad eran lo de menos. Además, tal vez no era tan inocente. Después de todo, era estadounidense y se llamaba Alexander Barrington. Ése era su delito. Lo demás eran detalles superfluos.

Fueran quienes fueran los que acudieran a buscarlo aquella noche a la sala de convalecencia del hospital militar, procurarían no armar ningún jaleo. Alexander suponía que el pretexto que se habían buscado (llevarlo a Voljov para ascenderlo a teniente coronel) bastaría para contentar a los apparatchik. Sin embargo, estaba decidido a no llegar a Voljov, donde debían «juzgarlo» y ejecutarlo. En Morozovo, rodeado de novatos, tenía más posibilidades de sobrevivir.

Según el artículo 58 del Código Penal soviético de 1928, Alexander no era un delincuente político. El Código se subdividía en 14 capítulos y utilizaba definiciones muy vagas. Daba igual que Alexander fuera o no estadounidense, que fuera o no prófugo de la justicia, que fuera o no agente extranjero, espía o pacifista e incluso que hubiera cometido o no un acto delictivo, ya que la mera intención de traicionar al Estado equivalía a un acto de traición y estaba sujeta a una severa pena. El gobierno soviético se enorgullecía de esta muestra de superioridad sobre las legislaciones occidentales, que esperaban ridículamente a que los delitos se llevaran a la práctica antes de aplicar el castigo pertinente.

Cualquier acto, efectivo o en grado de intención, contrario al Estado o a la estructura militar de la Unión Soviética estaba penado con la muerte. Y no sólo los actos. También la inacción se consideraba contrarrevolucionaria.

En cuanto a Tatiana, no viviría mucho tiempo si se quedaba en la Unión Soviética. Si Alexander y Dimitri hubiesen huido a Estados Unidos tal como tenían planeado, ella habría pasado a ser la esposa de un desertor del Ejército Rojo. Si él hubiera muerto en el frente, ella, viuda y huérfana, habría tenido pocas posibilidades de sobrevivir. Y si Dimitri denunciaba a Alexander al NKVD, como realmente había hecho, Tatiana se convertía en la única pariente viva de Alexander Barrington, la esposa rusa de un «espía» estadounidense, un enemigo de clase o, como se decía por entonces, un enemigo del pueblo. Ésas eran las únicas posibilidades de futuro que se abrían ante Alexander y la infortunada muchacha que se había casado con él.

«Cuando Mejlis me pregunte quién soy, ¿agacharé la cabeza y diré "Alexander Barrington" sin pensar en el pasado?»

¿Podría hacerlo? ¿No pensaría en el pasado?

Alexander no se veía capaz.


La llegada a Moscú, 1930

A los once años, Alexander entró con sus padres en una habitación pequeña y fría y sintió náuseas en cuanto traspasó el umbral.

– ¿Qué es ese olor, mamá? -preguntó.

La habitación estaba a oscuras y Alexander no veía bien qué había en su interior. Cuando su padre encendió la luz, siguió sin ver apenas nada porque la bombilla estaba sucia y amarillenta. Alexander se tapó la nariz y volvió a preguntar qué era aquel olor. Su madre no dijo nada; se quitó el sombrerito y el abrigo, pero al sentir frío se los volvió a poner y encendió un cigarrillo.

El padre de Alexander recorrió la habitación con pasos viriles, palpando la cómoda, la mesa de madera y los visillos polvorientos.

– No está mal -concluyó-. Estaremos muy cómodos. Alexander, tú tendrás una habitación para ti solo y tu madre y yo nos quedaremos en ésta. Ven, voy a enseñarte tu dormitorio.

Alexander le dio la mano y salió detrás de él.

– Pero huele raro, papá…

– No te preocupes. -Harold sonrió-. Tu madre lo limpiará todo. Además, no pasa nada. Es sólo que… aquí vivían muchas personas. -Oprimió la mano del niño-. Es el olor a comunismo, hijo.

Ya era de noche cuando los llevaron por fin a la residencia. Alexander imaginó que no quedaba lejos del centro, pero no habría podido decirlo con seguridad. Habían llegado a Moscú al amanecer, después de viajar dieciséis horas en tren desde Praga. Antes habían viajado otras veinte horas desde París, donde habían tenido que aguardar dos días a que les dieran los documentos, los permisos o los billetes de tren, no sabía muy bien qué. Pero le había gustado París. Los adultos estaban muy atareados y le hacían poco caso, y él se entretenía leyendo su libro favorito, Las aventuras de Tom Sawyer. Cada vez que quería olvidarse de los mayores, abría el libro y se sentía mejor. Claro que luego su madre intentaba explicarle por qué había discutido con su padre, y Alexander tenía ganas de decirle que hiciera caso a papá y no le fuera a él con historias.

Alexander no quería escuchar las explicaciones de su madre.

Pero esta vez sí: esta vez quería una explicación.

– ¿Olor a comunismo, papá? ¿Y eso qué puñetas es?

– ¡Alexander! -protestó Harold-. ¿Dónde has aprendido a hablar así? Tu madre y yo no usamos estas palabrotas.

A Alexander no le gustaba criticar a su padre, pero tuvo ganas de recordarle que cuando discutían, Jane y él soltaban palabrotas como aquélla y otras aún peores. Su padre se comportaba como si no estuvieran en la habitación de al lado, o justo delante de su hijo. En Barrington, el dormitorio de sus padres estaba al final del pasillo, en el piso de arriba, a bastante distancia de su cuarto, y nunca oyó ni una palabra. Y así debía ser.

– Por favor, papá -insistió-, ¿qué olor es ése?

– Son los retretes, Alexander -respondió su padre, incómodo.

– ¿Y dónde están? -preguntó Alexander, paseando la mirada por el dormitorio.

– Aquí no. Están cerca, en el pasillo. -Harold sonrió-. Míralo por el lado bueno: no tendrás que ir muy lejos si te despiertas en medio de la noche.

Alexander soltó la mochila y se quitó el abrigo. Le daba igual que hiciera frío. No pensaba dormir con el abrigo puesto.

– Papá -dijo, respirando por la boca para contener las náuseas-. ¿No sabes que nunca me despierto en medio de la noche? Tengo un sueño muy profundo.

En la habitación había un camastro cubierto con una mantita de lana. Cuando se fue Harold, Alexander se asomó a la ventana para ver qué había fuera. Hacía mucho frío en Moscú. Era diciembre y la temperatura era de varios grados bajo cero. Al asomarse a la calle desde el segundo piso, Alexander vio que en el suelo de uno de los portales dormían cinco personas. Dejó la ventana abierta. Hacía frío pero no le importaba. Prefería que se ventilara la habitación.

Salió al pasillo pero no pudo entrar en el baño y optó por bajar a la calle. Al volver se desvistió y se metió en la cama. El día había sido largo y Alexander sólo tardó unos segundos en dormirse, pero tuvo tiempo de preguntarse si también existiría el olor a capitalismo.

Capítulo 2

La llegada a la isla de Ellis, 1943

Tatiana se levantó de la cama y se acercó a la ventana. Ya había amanecido y la enfermera no tardaría en traerle al niño para que le diera de mamar. Apartó los visillos, quitó el pestillo y trató de levantar la ventana, pero no pudo moverla porque se había secado un poco de pintura blanca entre el marco y la pared. Tiró más fuerte para desengancharla, la subió del todo y asomó la cabeza al exterior. El aire era agradable y olía a agua salada.

Agua salada. Tatiana respiró hondo y sonrió. Le gustaba aquel olor. Era distinto de los demás olores que le resultaban familiares.

Las gaviotas que cortaban el aire con sus chillidos también le resultaban familiares.

Pero la vista no le resultaba familiar.

Bajo la bruma matinal, las aguas del puerto de Nueva York eran como un cristal verdoso. Al fondo se veían rascacielos, y a la derecha, entre la omnipresente niebla, una estatua que enarbolaba una antorcha encendida.

Tatiana se sentó frente a la ventana y contempló fascinada los edificios que se alzaban al otro lado del agua. ¡Eran tan altos y tan bellos! La línea del horizonte estaba formada por innumerables torres y bloques que proclamaban el poder de la humanidad mortal sobre los cielos inmortales. Los pájaros que volaban en el aire, la quietud del agua, la grandiosidad de los rascacielos del otro lado del puerto y la verde superficie de la bahía abierta al Atlántico: eso fue lo que vio Tatiana, hasta que empezó a darle el sol en los ojos y tuvo que apartarse. El puerto se fue animando a medida que entraban barcazas y cargueros y toda clase de embarcaciones, haciendo sonar los silbatos y las sirenas en un clamor tan bullicioso que Tatiana estuvo a punto de cerrar la ventana. Pero no la cerró.

Siempre había querido ver el océano. Había visto el mar Negro y el Báltico y muchos lagos, entre ellos uno tan grande como el Ladoga, pero nunca el océano, y el Atlántico era precisamente el océano que había cruzado Alexander de pequeño, cuando zarpó de las costas estadounidenses entre los fuegos del Cuatro de Julio. ¿No faltaban pocos días para la celebración? A lo mejor podría ver los fuegos artificiales. Se lo preguntaría a Brenda, su enfermera, una mujer más bien antipática que le informaba de todo con brusquedad, cubriéndose media cara (y el corazón entero) con una mascarilla que la protegía de Tatiana.

– Sí -respondió Brenda a su pregunta-. Habrá fuegos artificiales. Faltan dos días para el Cuatro de Julio. No serán tan espectaculares como antes de la guerra, pero algo habrá. Pero ¿por qué le interesan los fuegos? ¿Lleva menos de una semana en Estados Unidos y ya me pregunta por eso? En lo que tiene que pensar es en recuperarse y proteger a su bebé de la infección. ¿Ha salido a pasear? Ya sabe que el médico le dijo que saliera de vez en cuando y que se tapara la cara para no toser sobre el niño y que no lo llevara en brazos para no fatigarse. ¿Ha salido? ¿Y ha desayunado?

Tatiana pensó que la enfermera hablaba siempre muy deprisa, como si no quisiera que ella la entendiera.

Pero ni siquiera la presencia de Brenda podía arruinarle el desayuno: huevos, jamón, tomates y café con leche (normal o deshidratada). Tatiana lo devoró sentada en la cama. Tenía que reconocer que la blandura del colchón, la suavidad de las sábanas y el grosor de la manta de lana eran comodidades tan básicas como el pan.

– ¿Podría traerme al niño? Tengo que darle de mamar.

Tatiana se notaba los pechos rebosantes.

Brenda subió la ventana de golpe.

– No vuelva a abrirla -le advirtió-. El niño podría resfriarse.

– ¿Resfriarse con la brisa veraniega? -respondió Tatiana, soltando una risita.

– Sí, por la humedad.

– Pero si acaba de decirme que me conviene salir…

– Una cosa es el aire del exterior y otra el del interior -contestó Brenda.

– El niño no tiene tuberculosis como yo -dijo Tatiana, y tosió audiblemente para añadir énfasis a sus palabras-. Tráigamelo, por favor.

Después de amamantar al niño, Tatiana se acercó otra vez a la ventana y se sentó en el alféizar con el bebé en brazos.

– Mira, Anthony -susurró al oído del niño en su lengua natal-, ¿Lo ves? ¿Ves el agua de la bahía? Es bonita, ¿verdad? Y al otro lado del puerto hay una ciudad muy grande, llena de gente, de calles y de parques. En cuanto esté mejor, subiremos a uno de esos transbordadores y daremos un paseo por Nueva York. ¿Verdad que te gustará, Anthony? -Tatiana acarició la carita del niño y contempló el horizonte-. A tu padre le encantaría -susurró.

Capítulo 3

Morozovo, 1943

Matthew Sayers se acercó a la cama de Alexander a la una de la madrugada y constató lo obvio:

– Sigue usted aquí. -Tras una pausa, añadió-: A lo mejor no vienen a buscarlo.

Como buen estadounidense, el doctor Sayers era un eterno optimista.

Alexander negó con la cabeza.

– ¿Ha guardado la medalla de Héroe de la Unión Soviética en la mochila de Tatiana? -fue todo lo que dijo. El médico asintió-. ¿La ha escondido bien, tal como le dije?

– La he escondido tan bien como he podido.

Esta vez fue Alexander el que asintió.

Sayers se sacó del bolsillo una jeringuilla, una ampolla y un frasquito de medicinas.

– Le hará falta esto.

– Lo que me hace falta es fumar. ¿Tiene tabaco?

Sayers sacó una pitillera repleta de cigarrillos.

– Ya están liados.

– Perfecto. Mechero ya tengo.

Sayers le enseñó una ampollita llena de un líquido incoloro.

– Le he traído 650 miligramos de solución de morfina. No la utilice de una sola vez.

– ¿Y por qué razón iba a hacerlo? Hace semanas que no me dan morfina.

– ¿Quién sabe? Podría necesitarla. Inyéctese 15 miligramos, 30 como máximo; 650 bastan para matar a dos hombres fornidos. ¿Ha visto administrarla alguna vez?

– Sí -respondió Alexander.

Entonces le vino a la mente la imagen de Tatiana con la jeringuilla en la mano.

– Muy bien. Como no podrá abrir una vía intravenosa, será mejor que se la inyecte en el estómago. También le he traído sulfamidas para combatir la infección. Y aquí tiene una botellita de ácido fénico: úselo para esterilizar la herida si se queda sin medicamentos. Y un rollo de vendas. Tendrá que cambiarse el apósito diariamente.

– Gracias, doctor.

Guardaron silencio durante un momento.

– ¿Tiene las granadas de mano?

– Una en la mochila y la otra en la bota -respondió Alexander, asintiendo con un gesto.

– ¿Y armas de fuego?

Alexander dio una palmadita a la funda de la pistola.

– Se lo quitarán todo.

– Tendrán que obligarme. No pienso entregarles nada.

El doctor Sayers le estrechó la mano.

– ¿Recuerda lo que le dije? -preguntó Alexander-. Pase lo que pase, no pierda esto. -Se quitó la gorra de oficial y se la dio al médico-. Redacte un certificado de defunción y a ella dígale que me vio muerto sobre el lago y que luego arrojó mi cadáver por un agujero del hielo. ¿Está claro?

– Le ayudaré en la medida que pueda -asintió Sayers-. Pero no me gusta lo que me pide.

– Ya lo sé.

Sus rostros se ensombrecieron.

– Comandante… ¿qué hago si realmente lo encuentro muerto en el hielo?

Alexander había pensado en ello.

– Redacte mi certificado de defunción y sepúlteme en el Ladoga. Persígneme antes de arrojarme al lago. -Se estremeció un momento-. Y no se olvide de darle mi gorra a Tatiana.

– Chernenko anda siempre rondando el jeep -dijo Sayers.

– Sí. No los dejará marcharse sin él, téngalo por seguro. Tendrá que llevárselo con usted.

– No quiero llevármelo.

– Quiere salvarla a ella, ¿no? Si Chernenko no los acompaña, Tatiana no tiene ninguna oportunidad. Así que deje de dar vueltas a algo que no tiene remedio. Limítese a vigilarlo, sin confiar en él en ningún momento.

– ¿Y qué voy a hacer con él en Helsinki?

– En eso no le puedo aconsejar -respondió Alexander, con una pequeña sonrisa-. Simplemente… no haga nada que pueda ponerlo en peligro a usted o poner en peligro a Tatiana.

– Claro que no.

– Tiene que actuar con cautela, con valentía y discreción -añadió Alexander-. Llévesela tan pronto como pueda. ¿Ha avisado a Stepanov de que se marcha?

El coronel Mijaíl Stepanov era el superior de Alexander.

– Le he dicho que voy a regresar a Finlandia, y él me ha pedido que acompañe a su esposa a Leningrado. Dice que no le conviene quedarse en Morozovo.

Alexander asintió.

– Ya he hablado con él y le he pedido que la deje marcharse con usted -explicó-. Tiene su permiso. Mejor, así le será más fácil salir de la base.

– Stepanov me ha dicho que es habitual que se concedan ascensos en Voljov, al otro lado del lago. ¿Debo creerlo? Me cuesta distinguir la verdad de la mentira.

– Bienvenido a mi mundo -dijo Alexander.

– ¿Sabe lo que le va a suceder?

– Él es el único que me ha informado de lo que está a punto de sucederme. Me llevan a la otra orilla del lago porque aquí no hay cárcel -explicó Alexander-. Pero cuando mi mujer le haga preguntas, Stepanov le dirá lo mismo que le he dicho yo: que van a ascenderme. Cuando estalle el camión, a los del NKVD les será más fácil ceñirse a la versión oficial… No les gusta hablar de oficiales arrestados. ¡Es mucho más fácil decir que he muerto!

– En Morozovo sí que hay cárcel. -Sayers bajó la voz-. El otro día me llamaron para atender a dos soldados que se estaban muriendo de disentería. Los tenían en la escuela abandonada, en un cuartito del sótano. Han dividido el refugio antiaéreo en varias celdas minúsculas. Creo que los tenían aislados. -Sayers clavó la mirada en Alexander-. No pude ayudarlos. No sé por qué no los dejaron morir sin más, la cuestión es que me llamaron demasiado tarde.

– Le avisaron cuando les convenía, para que no se diga que no les proporcionaron atención médica. Así pueden decir que intervino la Cruz Roja Internacional. Todo muy legal.

– ¿Tiene miedo? -preguntó el doctor Sayers, con la respiración entrecortada.

– Tengo miedo por ella -respondió Alexander-. ¿Y usted?

– Muchísimo.

Alexander asintió y se acomodó contra el respaldo de la butaca.

– Una cosa más, doctor. Tal como tengo ahora la herida, ¿estoy en condiciones de luchar?

– No.

– ¿Volverá a abrirse?

– No, pero podría infectarse. No se olvide de tomar las sulfa-midas.

– No me olvidaré.

– No se preocupe por Tania -añadió en voz baja el doctor Sayers antes de marcharse-. Todo irá bien. No la perderé de vista hasta que lleguemos a Nueva York, y una vez allá estará a salvo.

– Estará tan bien como la situación lo permita -admitió Alexander, con un pequeño gesto de asentimiento-. Ofrézcale chocolate.

– ¿Cree que así se sentirá mejor?

– Usted ofrézcaselo -repitió Alexander-. Las cinco primeras veces le contestará que no, pero a la sexta aceptará.

Antes de salir de la sala, el doctor Sayers se dio la vuelta y se encaró con Alexander. Los dos se miraron a los ojos durante un breve instante y acto seguido Alexander despidió al médico con el saludo marcial.


La vida en Moscú, 1930

Después de ir a buscarlos a la estación de tren y antes de dejarlos en la residencia, los llevaron a un restaurante y les dejaron comer y beber cuanto quisieran. Alexander estaba contento de ver feliz a su padre; parecía que las cosas iban a salir bien. La comida era pasable y abundante, pero el pan no era del día y el pollo tampoco. La mantequilla estaba fría como el tiempo y el agua también, pero les dieron té caliente con azúcar y cuando todos alzaron los vasitos de cristal y brindaron gritando «Na zdorovye!» o «¡Salud!», Harold dejó que su hijo tomara un sorbo de vodka.

– ¡Harold! -protestó la madre-. ¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre darle vodka al niño?

Ella, que no era bebedora, se limitó a acercarse el vasito a los labios.

Alexander probó el vodka por curiosidad pero le pareció horrible y sintió su quemazón durante un tiempo que le pareció interminable. Su madre se rió al ver la cara que había puesto. Cuando dejó de escocerle la garganta, Alexander se quedó dormido con la cabeza apoyada en la mesa.

Luego vino la llegada a la residencia.

Luego vino lo de los retretes.

La residencia era fétida y oscura. Era oscuro el papel de la pared y eran oscuros los suelos, que en algunas habitaciones (entre ellas la de Alexander) no eran del todo perpendiculares a las paredes. Alexander siempre había pensado que las paredes tenían que formar ángulo recto con los techos, pero ¿él qué sabía? A lo mejor las revolucionarias técnicas arquitectónicas soviéticas no habían llegado aún a Estados Unidos. A juzgar por cómo ensalzaba su padre el prometedor futuro de Rusia, a Alexander no le habría extrañado descubrir que la rueda no se había inventado hasta la Gloriosa Revolución de Octubre de 1917.

También eran oscuras las colchas de las camas y las tapicerías de los sofás, y las cortinas eran de color marrón oscuro, las alacenas eran de madera oscura y la cocina de leña era negra. Al fondo del pasillo mal iluminado vivían tres hermanos nacidos en Georgia, al borde del mar Negro, los tres de pelo rizado y oscuro, ojos oscuros y piel oscura. Enseguida acogieron a Alexander como un georgiano más, a pesar de su piel clara y su pelo liso. Lo llamaban Sasha, decían que era su niño y le daban a probar un yogur líquido al que llamaban kéfir y que a Alexander le parecía repugnante.

Para su desgracia, Alexander descubrió que ésa no era la única especialidad de la gastronomía rusa que le resultaba repugnante. No era capaz de sentarse a una mesa donde hubiera cualquier cosa rebosante de cebolla y vinagre. Y casi todos los platos rusos que les ofrecían los amables extranjeros que compartían con ellos la residencia rebosaban de cebolla y vinagre.

Aparte de los tres georgianos, ningún otro inquilino de la planta sabía hablar ruso. En el segundo piso del Hotel Derzhava («fortaleza»), vivían otras treinta personas que se habían trasladado a la

Unión Soviética por razones parecidas a las de los Barrington. Había una familia de comunistas italianos que habían tenido que huir de Roma a finales de los años veinte y que la Unión Soviética había acogido como a sus hijos. En opinión de Harold y de Alexander, era una cuestión de honor.

También había una familia de Bélgica y dos de Inglaterra. A Alexander le caían especialmente bien los británicos porque hablaban algo parecido a su idioma. Pero Harold quería que su hijo hablara ruso y no le caían demasiado bien los ingleses ni los italianos, y en realidad casi ninguno de sus compañeros de planta. Cada vez que tenía ocasión trataba de impedir que Alexander jugara con las hermanas Tarantella o con Simon Lowell, el chaval de Liverpool. Harold Barrington quería que su hijo se hiciera amigo de niños soviéticos. Quería que se sumergiera en la cultura moscovita y que aprendiera ruso, y Alexander, deseoso de complacerlo, hizo lo que su padre quería.

Harold no tuvo problemas para encontrar trabajo en Moscú. En Estados Unidos se había dedicado a muchas cosas distintas a pesar de que no necesitaba trabajar, y aunque no dominaba ningún oficio en particular, aprendía muy deprisa. Las autoridades moscovitas lo colocaron en la rotativa del Pravda, el diario oficial, donde manejaba las planchas de impresión diez horas al día. Todas las noches volvía a casa con los dedos tan cubiertos de tinta azul que parecían negros. Por mucho rato que estuviera lavándose las manos, las manchas no se iban.

También podría haberse dedicado a techar casas, pero en Moscú el sector de la construcción no estaba demasiado activo. «De momento se construye poco, pero dentro de nada ya veréis», solía decir Harold. Podría haberse dedicado a asfaltar pero tampoco se construían ni reparaban demasiadas carreteras: «De momento no, pero dentro de poco ya veréis…».

La madre de Alexander siguió los pasos del padre. Todo le parecía bien, excepto el mal estado de las instalaciones y los edificios. A pesar de las bromas de Alexander («Papá, ¿te parece bien que mamá friegue el baño para que no huela a proletariado? Mamá, deja de limpiar, que papá protesta…»), Jane estaba una hora fregando con estropajo la bañera comunitaria antes de meterse dentro. Todos los días, al volver del trabajo y antes de hacer la cena, salía a limpiar el baño. Alexander y su padre tenían que esperar a que volviera para poder comer algo.

– Alexander, lávate las manos al salir del baño…

– Ya no soy un niño, mamá… -protestaba Alexander-. Ya sé que tengo que lavarme las manos. -Luego husmeaba el aire y añadía-: ¡Ah, el eau de comunismo! ¡Qué perfume tan denso y embriagador…!

– ¡No hagas bromas con eso! Y acuérdate de lavarte las manos siempre, en el colegio también…

– Sí, mamá.

– Ya sabes -concluía su madre, encogiéndose de hombros-: aquí huele mal, pero al final del pasillo es peor. ¿Has visto cómo apesta la habitación de Marta?

– Claro. Allí se ha impuesto más el nuevo orden soviético.

– ¿Sabes por qué huele tan mal? Vive con sus dos hijos en una sola habitación. ¡Señor, qué mugre y qué peste tan insoportables!

– No sabía que Marta tuviera dos hijos.

– Pues sí. El mes pasado vinieron a verla desde Leningrado y se van a quedar aquí.

Alexander sonrió.

– ¿Y dices que el mal olor es por ellos?

– No es por ellos -respondió Jane con un mohín de repugnancia-. Es por las putas que trajeron de la estación de tren. Y la otra noche tenían a otra lagartona. Son ellas las que lo han dejado todo apestoso.

– Eres demasiado crítica, mamá. No todo el mundo ha tenido ocasión de comprarse perfume francés al pasar por París. Si quieres que se refinen las putas, dales un poco del tuyo -propuso Alexander, riendo.

– No digas palabrotas, se lo diré a tu padre…

– A lo mejor no diría palabrotas si tú no hablaras de estas cosas con un niño de once años -dijo el padre, que estaba en la misma habitación.

Jane sonrió irónicamente y decidió cambiar de tema:

– Feliz Nochebuena, Alexander, cariño. A papá no le gusta que recordemos estos rituales absurdos…

– No es que no me guste… -la interrumpió Harold-. Sólo quiero situarlos en la perspectiva adecuada.… Son superfluos y una reliquia del pasado.

– Y yo estoy totalmente de acuerdo contigo -continuó Jane-, pero de vez en cuando es agradable recordarlos, ¿no? -Sobre todo hoy -reconoció Alexander.

– Muy bien. Pues haremos una cena especial. Y tú tendrás un regalo de Año Nuevo, como todos los niños soviéticos. -Jane hizo una pausa y luego añadió-: Es un regalo que te hacemos nosotros, no Papá Noel. -Hizo otra pausa-. Tú ya no crees en Papá Noel, ¿verdad, hijo?

– No, mamá -contestó dubitativamente Alexander, sin mirar a su madre.

– ¿Desde cuándo?

– Desde ahora mismo -contestó el niño, y se levantó y comenzó a quitar la mesa.

Jane Barrington consiguió trabajo en la sección de préstamo de una biblioteca universitaria pero al cabo de unos meses la trasladaron a la sección de referencia y luego a la de cartografía y al final la pusieron de camarera en el comedor de la facultad. Todas las noches, después de limpiar los baños, preparaba platos rusos para la familia y de vez en cuando se quejaba de la falta de mozzarella, aceite de oliva o albahaca fresca para cocinar unos espaguetis. Alexander y Harold no protestaban y engullían sin rechistar la col, las patatas, las salchichas, los champiñones y el pan negro con cristales de sal. Harold insistió en que su mujer aprendiera a cocinar un borscbt de ternera como el que preparaban tradicionalmente las madres rusas.

Una noche, a Alexander lo despertaron los gritos de su madre. Se levantó de mala gana, salió al pasillo y vio a Jane vestida con su camisón blanco y lanzando improperios a uno de los hijos de Marta, que se alejaba por el pasillo sin mirarla. Jane tenía una cacerola en la mano.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Alexander.

Harold no se había levantado.

– He salido al baño y me han entrado ganas de beber agua. Pensaba que a estas horas no habría nadie en la cocina, pero me he encontrado a ese guarro metiendo las zarpas en mi borscht. ¡Estaba sacando los pedazos de carne! ¡Comiéndose mi borscht directamente de la cacerola, el muy cerdo! -chilló en dirección al vestíbulo-. ¡No hay respeto por la propiedad privada!

Su madre soltó unos cuantos insultos más y arrojó furiosamente por el fregadero lo que quedaba del guiso.

– Y pensar que nos lo habríamos comido sin saber que ese bruto había metido sus manazas… -suspiró.

– Buenas noches, madre -se despidió Alexander antes de volver a la cama.

Jane siguió hablando de lo sucedido a la mañana siguiente, y también cuando su hijo volvió del colegio por la tarde, y durante la cena, que no consistió en un delicioso borscht sino en un plato de verdura hervida que a Alexander no le gustaba nada. Prefería la carne porque le daba fuerza. Su cuerpo crecía de una forma desconcertante, pero se había dado cuenta de que necesitaba alimentarlo con pollo, ternera, cerdo… y pescado cuando había. No le gustaba cenar solamente verdura.

– Cálmate, Jane -dijo Harold-. Este asunto te ha afectado demasiado.

– ¿Y cómo no me va afectar? ¿Crees que el muy guarro se había lavado las manos después de sobar a esa puta que trajo de la estación y que es aún más guarra que él?

– Ya tiraste el guiso. ¿Por qué sigues tan rabiosa? -dijo Harold.

Alexander, esforzándose para no echarse a reír, miró a Harold. Como vio que su padre no decía nada más, carraspeó y decidió intervenir:

– Bueno, mamá, tengo que decirte que tu actitud no me parece demasiado socialista. El hijo de Marta tiene todo el derecho a compartir tu borscht contigo, igual que tú tienes derecho a compartir a su puta con él. Ya sé, ya sé que no quieres nada de esa mujer. Pero si quisieras, y si ella fuera propiedad de ese hombre (cosa que no es así, por supuesto, porque las personas no pertenecen a nadie), tendrías derecho a compartirla con él. Igual que tienes derecho a compartir su mantequilla. ¿Quieres la mantequilla del hijo de Marta? Voy a traerte un poco.

Harold y Jane miraron severamente a Alexander.

– ¿Te has vuelto loco, Alexander? ¿Por qué voy a querer yo algo que pertenezca a ese hombre?

– Por eso lo digo, mamá. No hay nada que le pertenezca. Todo es tuyo también. Y por eso mismo, tampoco hay nada que te pertenezca a ti, puesto que también es suyo. Él tiene todo el derecho a hurgar en tu cacerola de borscht. Eso es lo que me habéis enseñado vosotros, y es lo que me enseñan en el colegio, aquí en Moscú. Así es mejor para todos. Y nos trasladamos aquí para prosperar en la prosperidad común, para que todo el mundo pueda beneficiarse de los logros de todo el mundo. Personalmente, no entiendo que prepararas tan poca cantidad de borscht. ¿No sabes que Nastia, la del fondo del pasillo, lleva un año sin añadir carne al guiso?

Alexander miró a sus padres con los ojos resplandecientes.

– Por amor de Dios, ¿qué te pasa, hijo? -preguntó Jane.

Alexander terminó de comerse la col con cebolla.

– ¿Cuándo es la próxima reunión del Partido? -preguntó a su padre al final de la cena-. Estoy impaciente por ir.

– ¿Sabes qué, hijo? Creo que para ti no habrá más reuniones del Partido -anunció Jane.

– Al contrario -protestó Harold, y acarició el pelo de su hijo-. Creo que necesita unas cuantas más.

Alexander sonrió.

Habían llegado a Moscú el invierno anterior, y tres meses después de su llegada se daban cuenta de que para conseguir cualquier cosa que necesitaran -desde un saquito de harina de trigo o de centeno hasta unas bombillas- tenían que comprársela a los vendedores clandestinos que merodeaban por los alrededores de las estaciones para colocar la fruta o el jamón que escondían bajo los abrigos de pieles. No había muchos y los precios eran exorbitantes. Harold estaba en contra de la venta clandestina y se conformaba con el escaso pan negro del racionamiento, el borscht sin carne y las patatas sin mantequilla pero con abundante aceite de linaza… que hasta entonces habían pensado que servía solamente para desleír pintura, fabricar linóleo o barnizar madera.

– No estamos en situación de malgastar en el estraperlo -decía-. Podemos aguantar un invierno sin fruta; ya habrá el año próximo. No andamos sobrados. ¿De dónde vamos a sacar el dinero para pagar los productos clandestinos?

Jane callaba y Alexander se encogía de hombros sin saber qué contestar, pero por la noche, cuando el padre ya dormía, Jane entraba de puntillas en la habitación de su hijo y entre susurros le decía que a la mañana siguiente se comprara unas naranjas para prevenir el escorbuto, o jamón para combatir la distrofia muscular, o un poco de leche, que escaseaba y no solía ser muy fresca.

– Escúchame bien, Alexander. Te he puesto unos dólares en el bolsillo interior de la cartera del colegio, ¿me has entendido?

– Muy bien, mamá. ¿De dónde los has sacado?

– No te preocupes por eso, hijo. Traje un poco de dinero extra, por si acaso. -Jane se acercaba en la oscuridad a la cabecera de la

cama y le daba un beso en la frente-. Las cosas no pueden cambiar de la noche a la mañana. ¿Sabes cómo está la situación en Estados Unidos? Depresión económica, pobreza, paro… son tiempos duros en todas partes. Pero nosotros vivimos de acuerdo con nuestros principios, participamos en la construcción de un nuevo orden que no se basa en la explotación sino en la fraternidad y en la cooperación mutua.

– ¿Con unos dólares extra por si acaso? -susurraba Alexander.

– Con unos dólares extra por si acaso -reconocía Jane, tomándole la cara entre las manos-. Pero no se lo digas a tu padre, porque se sentiría traicionado y se enfadaría.

– No le diré nada.

Al invierno siguiente, Alexander ya tenía doce años y en Moscú seguía sin haber fruta. Y el frío era tan terrible como el año anterior, y la única diferencia entre el invierno de 1931 y el invierno de 1930 era que los vendedores clandestinos que merodeaban junto a las estaciones habían desaparecido. A todos les habían caído diez años en Siberia por sus actividades contrarrevolucionarias y antiproletarias.

Capítulo 4

La vida en la isla de Ellis, 1943

Tatiana, aprovechando que tenía poca cosa que hacer aparte de guardar cama y recuperarse, decidió leer para mejorar sus nociones del idioma. En la pequeña pero bien surtida biblioteca de Ellis había libros en inglés donados por enfermeros, médicos y otros benefactores, además de algunas obras en ruso, de Mayakovski, Gorki, Tolstoi…! Tatiana se llevaba los libros a la habitación pero le costaba concentrarse leyendo en inglés, y cuando no se concentraba le venían a la mente escenas de hielo y sangre, mezcladas con imágenes de aviones y bombas, de mujeres que tejían y cosían, de madres mirando atónitas las bolsas que contenían los restos mortales de sus hijos, de hermanas muertas de hambre y frío y arrojadas a una pila de cadáveres, de hermanos que desaparecían en el incendio de un tren, de padres que acababan carbonizados, de abuelos que fallecían con los pulmones infectados y de abuelas que morían de pena. Una superficie blanca, un charco de sangre, un pelo negro y ensortijado, una gorra de oficial caída sobre el hielo… las imágenes eran tan vividas que Tatiana no tenía más remedio que levantarse, salir tambaleándose de la habitación para vomitar en el baño común y a la vuelta esforzarse en seguir practicando hasta leer en inglés con la concentración necesaria para no verse arrastrada a aquel lugar donde su corazón no podía evitar agitarse desbocado en el agujero abierto en medio de su pecho, un agujero hueco y muy parecido al miedo que le inundaba todo el cuerpo en cuanto cerraba los ojos.

Entonces sacaba a Anthony de la cuna y se lo ponía en el regazo para consolarse con su cercanía. Sin embargo, ni el dulce olor de la piel del niño ni la suavidad de su pelo oscuro podían evitar que la mente de Tatiana comenzara a divagar otra vez. Si al menos…

A pesar de todo, le gustaba sentir el olor de su bebé. Le gustaba desvestirlo cuando no hacía frío y acariciar su cuerpecito rosado y gordezuelo. Le gustaba olisquear su pelo y su cuello y el aroma lechoso de su aliento. Le gustaba tumbarlo boca abajo y acariciarle la espalda y las piernas y los largos piececitos y husmearle la nuca. El niño dormía plácidamente, ajeno a las caricias y los olisqueos de su madre.

– ¿Ese niño se despierta alguna vez? -le preguntó un día el doctor Edward Ludlow.

– Es como león -respondió Tatiana en su inglés balbuceante-. Duerme veinte horas al día y de noche se despierta para cazar.

– Parece que estás mejor. -Edward sonrió-. Ya bromeas.

Tatiana le dedicó una débil sonrisa. El doctor Ludlow era un hombre delgado y elegante que nunca alzaba la voz ni agitaba las manos. Su mirada, su forma de hablar y sus movimientos transmitían serenidad. Sabía qué expresión adoptar junto al lecho del enfermo, un conocimiento esencial para ser un buen médico. Andaba por la treintena y tenía un porte tan erguido que Tatiana estaba convencida de que había sido militar. La seriedad de sus ojos le inspiraba confianza.

Un mes atrás, cuando Tatiana había llegado al puerto de Nueva York, el doctor Ludlow la había asistido en el parto. Ahora pasaba todos los días a preguntarle cómo se encontraba, aunque Tatiana sabía por Brenda que el doctor sólo trabajaba dos días a la semana en Ellis.

– Es casi la hora de comer -añadió Edward después de mirar el reloj-. Si te encuentras bien, ¿te apetece dar un paseo hasta la cafetería? Anda, ponte la bata.

– No, no.

A Tatiana no le gustaba salir de la habitación.

– Sí, mujer. Vamos.

– ¿Y la tuberculosis?

– Ponte la mascarilla para salir al vestíbulo -respondió el médico, agitando la mano con un gesto de despreocupación.

Tatiana obedeció sin muchas ganas. Se sentaron a una de las mesas rectangulares que flanqueaban las altas ventanas del comedor.

– Hay poca cosa -observó Edward, contemplando la bandeja-. He cogido un poco de carne. Ten, pruébala tú también.

Cortó la hamburguesa y puso la mitad en el plato de Tatiana.

– Gracias, pero mira todo lo que tengo yo -dijo Tatiana-. Pan blanco, margarina, patatas, arroz y maíz. Un montón de cosas.

Está sentada en la oscuridad y delante de ella hay un plato y en el plato hay una rebanada de pan negro gruesa como una baraja de cartas. El pan lleva aserrín y restos de cartón. Tatiana coge un cuchillo y un tenedor y corta lentamente la rebanada en cuatro trozos. Se lleva uno a la boca, lo mastica lentamente, lo hace bajar con dificultad por su garganta reseca, coge otro trozo y luego otro y por último el cuarto. Con éste se demora especialmente porque sabe que en cuanto haya desaparecido, no habrá más comida hasta la mañana siguiente. Le gustaría tener la fuerza necesaria para guardarse la mitad del pan hasta la cena, pero no puede. Cuando levanta la vista, ve a su hermana Dasha mirándola fijamente. El plato de Dasha hace rato que está vacío.

– Ojalá volviera Alexander -dice Dasha-, Nos traería comida.

«Ojalá volviera Alexander», piensa Tatiana.

Tatiana se estremece y se le cae al suelo el trozo de patata. Se agacha a recogerlo, sopla para limpiarlo y lo engulle sin decir palabra.

Edward la observa con seriedad, con el tenedor suspendido en el aire, entre el plato y la boca.

– Y hay azúcar, té, café y leche condensada -continúa Tatiana con voz temblorosa-. Y manzanas y naranjas.

– Apenas se encuentra pollo, prácticamente no hay ternera, la leche escasea y no hay mantequilla -observa Edward-. Los heridos se recuperan antes cuando comen mantequilla, pero no tenemos para darles.

– A lo mejor no quieren recuperarse antes, a lo mejor les gusta estar aquí-opina Tatiana, y Edward vuelve a mirarla muy serio. Tatiana recuerda algo y añade-: Edward, ¿has dicho que hay leche?

– No mucha, pero puedo encontrar leche normal, no condensada.

– Tráeme leche y un barreño grande y una cuchara larga de madera. Necesito diez litros de leche, o veinte. Cuantos más, mejor. Mañana tendremos mantequilla.

– ¿Qué tiene que ver la leche con la mantequilla? -pregunta Edward.

Esta vez es Tatiana la que mira atónita a Edward.

– Soy médico, no granjero -añade él con una sonrisa-. Come, come. Lo necesitas. Y tienes razón. A pesar de todo, hay un montón de comida.

Capítulo 5

Morozovo, 1943

Fueron a buscarlo de madrugada, cuando Alexander se había quedado dormido en la butaca. Lo zarandearon para despertarlo, y cuando abrió los ojos se encontró con cuatro hombres trajeados que le indicaban con un gesto que se pusiera de pie.

Alexander se levantó pausadamente.

– Vamos a llevarlo a Voljov para concederle un ascenso. Dése prisa, no hay tiempo que perder. Tenemos que atravesar el Ladoga antes de que se haga de día. Los alemanes están bombardeando el lago.

Era obvio que el tipo de tez amarillenta y voz áspera que acababa de hablar era el que estaba al mando. Los otros tres no llegaron a abrir la boca.

Alexander cogió su mochila.

– Déjela aquí -le indicó el hombre.

– ¿Eso es que voy a volver?

– Sí, mañana -contestó el hombre, parpadeando.

– Me alegro de saberlo, pero soy un soldado y siempre llevo la mochila conmigo. Tengo el tabaco y algo para leer. Si no les importa, voy a cogerla.

– ¿Lleva pistola en la cartuchera?

– Por supuesto.

– ¿Puede entregárnosla?

Alexander dio entonces un paso hacia ellos. Era una cabeza más alto que el más alto de los tres. Envueltos en sus gruesos abrigos grises, tenían pinta de matones. Las franjas azules de los abrigos eran el símbolo del NKVD, el Comisariado Popular para Asuntos Internos, igual que la cruz roja era el símbolo de la compasión internacional.

– A ver si entiendo lo que quieren -dijo Alexander, hablando en voz baja pero suficientemente audible-. ¿Me están pidiendo que les entregue la pistola?

– Sí. Será más cómodo para usted -masculló el primer agente-. Está herido y no está en condiciones de cargar con todo el equipo…

– No es todo el equipo, sólo algunos objetos personales. Vámonos -contestó Alexander, elevando un poco el tono. Se alejó de la cama y les dio un codazo para que lo dejaran pasar-. Vamos, cama-radas. No perdamos más tiempo.

No era una discusión entre pares. Alexander era oficial militar. En cambio, ni los galones ni el comportamiento de los tres hombres señalaban una posición de autoridad. Para poder darle órdenes, tendrían que salir del edificio. Dentro del hospital, los agentes del NKVD tenían que procurar que sus palabras no llegaran a los oídos de una enfermera o de un soldado medio dormido. Actuaban como si su presencia estuviera justificada, como si fuera normal sacar a un herido de la cama en medio de la noche y obligarlo a atravesar el lago para concederle un ascenso. ¿Qué había de raro en eso? Pero si querían seguir con la farsa, tendrían que dejarle la pistola. De todos modos, no habrían podido arrebatársela por la fuerza.

Cuando iban a salir, Alexander observó que las dos camas contiguas a la suya estaban vacías. El soldado que tenía problemas respiratorios y otro de los heridos habían desaparecido.

– ¿A ellos también los van a ascender? -preguntó secamente, meneando la cabeza.

– No haga preguntas y camine -dijo uno de los agentes-. Dese prisa.

Alexander tenía cierta dificultad para caminar deprisa.

Mientras avanzaban por el corredor, pensó que Tatiana podía estar durmiendo detrás de una de aquellas puertas. Sentía su presencia muy cercana. Alexander respiró hondo, como si buscara en el aire el olor de su esposa.

El camión blindado los estaba esperando en el exterior, detrás del hospital. Estaba aparcado junto al jeep de la Cruz Roja que conducía el doctor Sayers. Alexander reconoció el emblema rojo y blanco en la oscuridad. Cuando se acercaban emergió una silueta de entre las sombras. Era Dimitri. El brazo en cabestrillo lo obligaba a andar torcido y su cara era un amasijo oscuro con una protuberancia tumefacta en lugar de nariz.

Dimitri se quedó un momento mirándolos, sin moverse ni decir nada.

– ¿Vas a alguna parte, comandante Belov? -preguntó al final.

Pronunció con retintín el apellido. Sonó Belofffff.

– No te me acerques, Dimitri -le advirtió Alexander.

Dimitri se apartó unos pasos, pero de pronto abrió la boca y emitió una risa silenciosa.

– Ya no puedes hacerme daño, Alexander.

– Ni tú a mí.

– ¡Ah, créeme! -dijo Dimitri, con voz untuosa y agridulce-. Yo a ti sí que puedo hacerte daño.

Justo antes de que los milicianos del NKVD empujaran a Alexander para obligarlo a subir al camión, Dimitri inclinó la cabeza para atrás y lo amenazó con un dedo tembloroso, en una especie de delirio ensayado. Al abrir la boca dejó ver la dentadura amarillenta bajo la nariz tumefacta y sus ojos achinados se estrecharon aún más.

Alexander le dio la espalda, cuadró los hombros y se dispuso a subir al camión sin molestarse en mirarlo.

– ¡Vete a la mierda! -gritó, en tono fuerte y claro y con todo el orgullo que su voz fue capaz de transmitir.

– Suba al camión y cierre el pico -le ordenó entre dientes uno de los agentes del NKVD. Se volvió hacia Dimitri y añadió-: Y usted vuelva al hospital, ya hace rato que empezó el toque de queda. ¿Qué hace aquí fuera?

En la trasera del camión, Alexander se encontró con sus dos compañeros de habitación temblando de miedo. No había imaginado que los acompañarían dos soldados del Ejército Rojo. Pensaba que sólo estarían él y los milicianos del NKVD, que nadie más correría el riesgo de morir. ¿Qué podía hacer ahora?

Uno de los milicianos aferró la tela de la mochila. Alexander intentó arrebatársela de un tirón, pero el hombre no la soltó.

– No está en condiciones de cargar con esto -dijo el agente mientras forcejeaban-. Ya se la daré cuando hayamos atravesado el lago.

– No, ya la llevo yo -protestó Alexander, negando con la cabeza.

Y se la arrancó de las manos con un gesto brusco.

– ¡Belov!

– Está usted hablando con un oficial, sargento -precisó Alexander en voz alta-. Para usted soy el comandante Belov. Dejen en paz mis cosas, y arranquen de una vez. Nos queda un largo camino.

Sonrió para sí y volvió la cara sin mirar al agente. La espalda le dolía menos de lo que se había imaginado. Podía caminar, saltar, hablar, doblar la cintura y sentarse en el suelo. Pero se sentía muy débil y eso le inquietaba.

El motor se puso en marcha y el camión comenzó a alejarse del hospital, de Morozovo y de Tatiana. Alexander respiró hondo y miró a los dos hombres que estaban sentados delante de él.

– ¿Quién coño son ustedes? -preguntó.

A pesar de la brusquedad de sus palabras, el tono era resignado. Alexander les lanzó una rápida ojeada. Estaba oscuro y apenas distinguía sus rasgos. Se habían acurrucado contra la pared del camión; el más bajito usaba gafas y sólo tenía un brazo y el más corpulento se había envuelto en el abrigo y el vendaje de la cabeza sólo dejaba ver sus ojos y su boca. Su mirada vigilante brillaba en la oscuridad de la noche. «Brillar» tal vez no sea el verbo más adecuado: sus ojos emitían un resplandor engañoso. El otro, en cambio, tenía una mirada opaca.

– ¿Quiénes son ustedes? -repitió Alexander.

– Soy el teniente Nikolai Ouspenski y mi compañero es el cabo Boris Maikov. El 15 de enero caímos heridos a orillas del Voljov, cuando participábamos en la Operación Iskra, y estuvimos en un hospital de campaña hasta…

– No siga -ordenó Alexander, haciéndolo callar con un gesto.

Antes de continuar quiso estrecharles la mano para saber de qué pasta estaban hechos. Ouspenski le pareció correcto; el apretón de manos era firme, amistoso y tranquilo. Tenía una mano fuerte. No era el caso de Maikov, que tendió a Alexander su frágil mano izquierda.

Alexander se recostó contra la pared del camión y palpó la bota en busca de la granada. Maldijo para sí al oír la respiración entrecortada de Ouspenski. Era el enfermo que Tatiana había colocado bajo una tienda de oxígeno al lado de Alexander, el herido que sólo tenía un pulmón y no oía ni hablaba. Y sin embargo, allí estaba, respirando sin ayuda y charlando con él.

– No parece que estén siguiendo el procedimiento habitual…

– No es una situación normal -lo interrumpió Alexander-. Escúchenme los dos, y estén preparados. Procuren ahorrar fuerzas.

– ¿Para recibir una medalla? -le preguntó Maikov con desconfianza.

– Si no se calma y deja de temblar, será una medalla postuma -replicó Alexander.

– ¿Cómo sabe que estoy temblando?

– Oigo el entrechocar de las botas -contestó Alexander-. Tranquilícese, soldado.

Maikov se volvió hacia Ouspenski.

– Ya se lo he dicho, teniente. No es normal que nos despierten en medio de la noche.

– Y yo le he dicho que cierre la boca -insistió Alexander.

Por la ventanilla que comunicaba la parte trasera del camión con la cabina entraba un tenue resplandor azulado.

– Teniente -dijo Alexander mirando a Ouspenski-, ¿puede ponerse de pie para que no me vean?

– La última vez que alguien me dijo eso, iban a hacerle una mamada a mi compañero de cuartel -explicó Ouspenski con una sonrisa.

– No se preocupe, aquí no habrá mamadas -dijo Alexander-. Póngase de pie.

Ouspenski obedeció.

– Díganos, ¿es verdad que van a ascendernos?

– ¿Cómo voy a saberlo?

Cuando Nikolai tapó la ventanilla, Alexander se quitó la bota y sacó una de las granadas. El camión estaba a oscuras y ni Maikov ni Ouspenski se dieron cuenta de lo que hacía.

– Pues debería saberlo -respondió Nikolai-. Tengo la sensación de que estamos aquí por culpa suya.

Alexander estaba convencido de ello, pero no dijo nada. Gateó hasta el fondo y se sentó con la espalda apoyada contra las puertas. En la cabina sólo había dos agentes del NKVD. Eran jóvenes e inexpertos y ninguno de ellos tenía ganas de cruzar el lago, donde el peligro de las bombas alemanas siempre estaba presente. La juventud del conductor se apreciaba en su incapacidad para superar los veinte kilómetros por hora. Alexander pensó que si los alemanes estuvieran controlándolos en ese momento desde los altos de Siniavino, no les habría pasado inadvertido un camión tan lento. Irían más deprisa si cruzaran a pie el lago helado.

– Y a usted, comandante, ¿van a ascenderlo? -preguntó Ouspenski.

– Eso es lo que me han dicho, y no me han quitado el arma. Mientras no me digan otra cosa, soy optimista.

– Antes los he oído, y yo no diría que tuvieran intención de dejarle la pistola. Lo que pasa es que no han podido arrebatársela por la fuerza.

– Estoy herido -replicó Alexander, y sacó un cigarrillo-. De haber querido, me la habrían quitado.

Accionó el mechero.

– ¿Tendría otro cigarro? Llevo tres meses sin fumar -preguntó Ouspenski, mirando a Alexander a los ojos-. Y sin ver a nadie aparte de las enfermeras -añadió, e hizo una pausa-. Pero le oía hablar a usted.

– No le conviene fumar -dijo Alexander-. Por lo que me han dicho, no tiene pulmones.

– Me queda uno, y la enfermera me mantuvo enfermo expresamente para que no me enviaran al frente otra vez. Eso hizo por mí.

– Ah, ¿sí? -preguntó Alexander.

Trató de no cerrar los ojos para no recordar a la enfermera de Nikolai, la muchachita menuda y dulce, rubia y con los ojos azules como el cielo de una clara mañana de verano en Lazarevo.

– Me traía hielo y me hacía respirar vapores fríos para que me siguiera sonando el pulmón. Ojalá hubiera hecho otra cosita por mí…

Alexander le dio un cigarrillo para no seguir escuchándolo. No creía que Ouspenski se alegrara de saber que salvarse sólo le había servido para terminar en la guarida de Mejlis.

– Camaradas -dijo Alexander-. ¿Qué voy a hacer con ustedes?

– ¿Con nosotros? -preguntó Maikov, suspicaz e impaciente-. ¿Y usted qué está haciendo aquí?

Alexander no contestó. Desenfundó la Tokarev, se levantó, apuntó a la puerta trasera y disparó sobre el cerrojo. Maikov soltó un chillido. El camión redujo la velocidad. En la cabina se formó cierta confusión; era obvio que los milicianos no tenían muy claro el origen del ruido. Ouspenski se había caído al suelo y ya no tapaba la ventanilla. Alexander tenía sólo unos segundos de margen antes de que el camión se detuviera. Abrió las puertas de par en par y retiró la espoleta de la granada de mano. Trepando al techo de un salto, la arrojó delante del vehículo. La granada aterrizó a unos metros del camión y unos segundos después hubo un potente estallido. Alexander sólo tuvo tiempo de oír la voz de Maikov mascullando «¿Qué pasa…?», antes de salir despedido y caer sobre el hielo. El dolor que notó en la espalda tras el impacto fue tan agudo, que pensó que todas las cicatrices se le estaban abriendo milímetro a milímetro.

El camión dio una sacudida y avanzó traqueteando hasta detenerse. Resbaló sobre el hielo, osciló y terminó volcado sobre la superficie congelada, sin llegar a hundirse en el agujero abierto por la granada. El hueco era aún pequeño, pero el peso del vehículo comenzó a resquebrajar el hielo y ensanchar la abertura.

Alexander se incorporó y corrió cojeando hacia el camión, haciendo señas a los dos soldados para que saltaran.

– ¿Qué ha sido eso? -gritó Maikov.

Se había golpeado la cabeza y le sangraba la nariz.

– ¡Bajen! -chilló Alexander.

Ouspenski y Maikov obedecieron justo a tiempo, cuando la cabina empezaba a hundirse lentamente bajo la superficie helada del Ladoga. Los conductores debían de haber perdido el conocimiento, ya que no intentaron salir en ningún momento.

– Comandante, ¿qué demonios…?

– Cállese. Los alemanes empezarán a dispararle al camión dentro de nada.

Alexander no tenía ninguna intención de morir en el lago helado. Antes de ver a Ouspenski y a Maikov había supuesto que se quedaría solo y podría volver caminando a Morozovo y esconderse en el bosque. Por aquellos días, todas sus esperanzas parecían tener un denominador común: salvarse por los pelos.

– ¿Quieren quedarse a comprobar la eficiencia del ejército alemán o prefieren venir conmigo?

– ¿Y los conductores? -preguntó Ouspenski.

– ¿Qué más da? Eran milicianos del NKVD. ¿Adónde pensaba que nos llevaban a estas horas de la madrugada?

Maikov intentó ponerse de pie. Sin darle tiempo a protestar, Alexander lo tumbó de un empujón sobre el hielo.

Estaban a unos dos kilómetros de la orilla. Aún no había amanecido y había niebla. La cabina del camión ya estaba bajo el agua y el hueco empezaba a ser lo suficientemente amplio para dejar pasar el resto del vehículo.

– Perdone, comandante -intervino Ouspenski-, pero lo que dice no tiene sentido. No he hecho nada malo en todo el tiempo que llevo en el ejército. No podían venir a por mí.

– No -dijo Alexander-. Venían a por mí.

– ¿Y quién coño es usted?

El camión empezaba a desaparecer bajo el agua.

Ouspenski miró el hielo, miró al ensangrentado, tembloroso y desconcertado Maikov, miró a Alexander y se echó a reír.

– Comandante, ¿y si nos dice qué vamos a hacer los tres aquí solos cuando el camión termine de hundirse bajo el hielo?

– No se preocupe -contestó Alexander con un suspiro-. Le aseguro que no estaremos solos mucho tiempo.

Señaló con la cabeza hacia Morozovo y desenfundó las dos pistolas. Se acercaban los faros de un vehículo militar. El jeep se detuvo a unos quince metros y de él salieron cinco milicianos armados con cinco metralletas, todas ellas apuntando a Alexander.

– ¡De pie! ¡Pónganse de pie sobre el hielo!

Ouspenski y Maikov se levantaron y alzaron las manos enseguida, pero a Alexander no le gustaba acatar órdenes de militares de categoría inferior a la suya y no tenía ninguna intención de ponerse de pie. Oyó el silbido de un proyectil y se cubrió la cabeza con las manos.

Al alzar la vista vio que dos de los milicianos del NKVD se habían tumbado boca abajo sobre el hielo y los otros tres gateaban hacia él, apuntándole con los fusiles y gritando: «¡No se mueva!». «Con suerte, los alemanes los matarán antes que yo», pensó Alexander. Gateó en dirección a la orilla. ¿Dónde estaba Sayers? No había llegado aún al lago, pero el jeep del NKVD estaba inmóvil y era un blanco fácil. Cuando llegó al alcance del oído de los milicianos, Alexander les propuso subir al vehículo y regresar a Morozovo a toda velocidad.

– ¡No! -chilló uno de ellos-. ¡Tenemos que llevarlo a Voljov!

Otro proyectil pasó rozando y cayó a veinte metros del jeep, el único medio de transporte que podía llevarlos a Voljov o a Morozovo. En cuanto alcanzaran el vehículo, los alemanes sólo tardarían unos segundos en acribillar al grupo expuesto sobre el hielo.

Tumbado boca abajo, Alexander observó a los milicianos del NKVD, que también estaban tumbados sobre el hielo.

– ¿Qué quieren hacer, camaradas? A ver si lo adivino. ¿Quieren conducir hasta Voljov bajo el fuego alemán? En marcha, pues.

Los agentes del NKVD miraron el camión blindado, que estaba a punto de desaparecer bajo la superficie del agua. Alexander observó divertido cómo se debatían entre su instinto de conservación y su deseo de acatar las órdenes.

– Volvamos a Morozovo y esperemos nuevas instrucciones -dijo uno de ellos-. Podemos llevarlo mañana a Voljov.

– Sabia decisión -opinó Alexander, ante la mirada de asombro de Ouspenski-. En marcha. Arranquen antes de que bombardeen el jeep.

Entre otras cosas, no quería que se le mojara la ropa. Si se mojaba no le habría servido de nada salvarse, porque tanto en Voljov como en Morozovo tardaría una eternidad en recibir un recambio, pillaría una neumonía mortal y acabarían enterrándolo con el uniforme empapado.

Gatearon todos hasta el jeep. Los tres milicianos del NKVD les ordenaron sentarse en la parte de atrás. Ouspenski y Maikov miraron inquietos a Alexander.

– ¿Le parece una buena idea, señor? -preguntó Ouspenski.

– Suban.

Dos de los milicianos se sentaron con ellos en la parte de atrás del jeep. Ouspenski y Maikov suspiraron aliviados.

Alexander sacó el tabaco y ofreció un cigarrillo a Nikolai y otro a Maikov, que lo rechazó con la cara muy pálida.

– ¿Por qué ha hecho eso? -susurró Ouspenski a Alexander.

– ¿El qué?

– Ojalá pudiera decir que me encantaría que algún día me lo explicara, pero la verdad es que espero no volver a verlo nunca más a partir de hoy.

– Se lo explicaré de todos modos -dijo Alexander-, No me apetecía recibir un ascenso.

Cuando ya habían atravesado el lago, se cruzaron con un vehículo sanitario que iba hacia la orilla. Alexander vio al doctor Sayers sentado al lado del conductor. Sonrió sin dejar de fumar, aunque le temblaron las puntas de los dedos. Todo había salido a la perfección. El lago tenía todo el aspecto de haber sufrido un ataque alemán: soldados muertos sobre el hielo, un camión volcado… Sayers firmaría el certificado de defunción, y sería como si Alexander nunca hubiera existido. En el NKVD estarían contentos porque nadie hablaría de detenciones, y para cuando Stepanov se enterase de que Alexander seguía vivo, no tendría que mentir a Tatiana porque Sayers y ella llevarían ya tiempo fuera del país. Al principio creería que Alexander había muerto en el lago, junto con Ouspenski y Maikov.

Alexander se frotó las sienes y cerró los ojos, pero volvió a abrirlos enseguida. Prefería ver el desolado paisaje ruso que las imágenes que se agolpaban tras sus párpados cerrados.

Todos salían ganando. El NKVD no tendría que responder a las inoportunas preguntas de la Cruz Roja Internacional, el Ejército Rojo fingiría lamentar la muerte de unos cuantos soldados y Mejlis tendría entre sus garras a Alexander. Si hubieran querido matarlo lo habrían hecho desde el principio, pero tenían otras órdenes. Y Alexander sabía el motivo: el gato quería jugar un poco con el ratón antes de destrozarlo.

Cuando llegaron a Morozovo eran las ocho de la mañana. Como la base empezaba a cobrar vida y había que mantenerlos escondidos hasta poder trasladarlos sin peligro a un lugar mucho más peligroso, Alexander, Ouspenski y Maikov terminaron en el calabozo instalado en los sótanos de la antigua escuela. Los metieron en una celda de poco más de un metro de ancho y dos de largo. Maikov se había imaginado que lo llevarían otra vez a la cama del hospital, pero los agentes del NKVD se echaron a reír y les dijeron que se tumbaran en el suelo de cemento y que no se movieran.

La celda era demasiado pequeña para que Alexander se tumbara. En cuanto se marcharon los guardianes, los tres se sentaron. A Alexander le dolía mucho la herida, y el contacto con el cemento helado no mejoraba las cosas. La incomodidad se iba manifestando gradualmente, como si le dijera: «Vete acostumbrando porque dentro de nada, lo de ahora te parecerá tan dulce como tu infancia».

Ouspenski insistía en pedirle explicaciones.

– ¿Qué quiere? -terminó diciéndole Alexander-. No me pregunte más. Así, si le interrogan, no tendrá que mentir.

– ¿Y por qué iban a interrogarme?

– Está detenido. ¿Aún no se ha dado cuenta?

– ¡Oh, no es posible! -exclamó Maikov, dejando de mirarse las manos-. Tengo una mujer, una madre, dos niños pequeños. ¿Qué me va a pasar?

– ¿A usted? -preguntó Nikolai-. Yo también tengo una mujer y dos niños, dos niños pequeños. Y creo que mi madre aún vive.

Maikov no contestó, pero tanto él como Ouspenski se volvieron hacia Alexander. Maikov desvió enseguida la mirada; Ouspenski la mantuvo clavada en sus ojos.

– Vamos a ver -dijo Ouspenski-, Y usted ¿qué ha hecho?

– ¡No quiero oírlo más, teniente!

Alexander les recordaba la diferencia de categoría cada vez que hacía falta.

– No tiene pinta de fanático religioso -insistió Ouspenski, sin dejarse intimidar.

Alexander no dijo nada.

– Ni de judío o de pervertido. -Ouspenski lo miró de arriba abajo-. ¿Es kulak? ¿Pertenece a la rama política de la Cruz Roja? ¿Es filósofo, socialista, historiador, especulador agrícola, saboteador de fábricas, agitador antisoviético…?

– Conduzco una carreta tártara -dijo Alexander.

– Le caerán diez años por eso… ¿Y dónde ha dejado la carreta? A mi mujer le vendría bien para transportar las cebollas que cultiva por aquí cerca. ¿Me está diciendo que nos han detenido porque tuvimos la puta mala suerte de ser vecinos de cama?

– ¡Pero nosotros no sabemos nada! ¡No hemos hecho nada! -protestó Maikov con una voz sibilante que parecía un gemido.

– Ah, ¿no? -dijo Alexander-. Cuéntenselo a los músicos y los pocos melómanos que a principios de los años treinta decidieron organizar un pequeño concierto sin pedir permiso a la comisión de control de viviendas. Cada asistente pagó unos kopeks para financiar las bebidas. Terminaron todos detenidos por actividades antisoviéticas, acusados de recaudar dinero para favorecer a la casi extinta burguesía. Músicos y público fueron condenados a penas de entre tres y diez años. -Alexander hizo una pausa-. Bueno, no todos. Sólo los que confesaron sus delitos. Los que se negaron a confesar fueron ejecutados.

Ouspenski y Maikov lo miraron atónitos.

– ¿Y cómo sabe usted eso?

– Porque yo tenía catorce años y pude escapar por la ventana antes de que me atraparan -contestó Alexander, encogiéndose de hombros.

Oyeron unos pasos y se quedaron callados. Alexander se puso de pie cuando se abrió la puerta de la celda.

– Cabo -dijo, dirigiéndose a Maikov-, imagine que la vida que ha llevado hasta ahora se acerca a su fin. Imagine que le han arrebatado todo lo que tenía y no le queda nada…

– ¡Salga ya, Belov! -gritó un hombre corpulento, apuntándolo con un Nagant.

– Necesitas el fusil para convencerme -dijo Alexander.

Salió de la celda y la puerta se cerró de golpe detrás de él.

Entró en una de las aulas de la escuela abandonada y se sentó en una silla infantil, frente a un pupitre encarado hacia la pizarra. Pensó que en cualquier momento aparecería el maestro con un libro debajo del brazo, dispuesto a impartir una clase sobre los desastres del imperialismo.

Pero quienes aparecieron fueron dos milicianos del NKVD. Con ellos había cuatro personas en el aula: Alexander frente al pupitre, un guardián al fondo del aula y los dos agentes detrás de la mesa del profesor. Uno de ellos era calvo y muy delgado y tenía una nariz larga y reflexiva. Se presentó como Riduard Morozov.

– Pero no es el que da nombre a este pueblo, ¿verdad? -preguntó Alexander.

– No -contestó Morozov, con una pequeña sonrisa.

El otro era muy grueso y muy calvo y tenía una nariz bulbosa y cubierta de venillas rojas. Tenía pinta de borrachín. En tono menos amable, se presentó como Mitterand; a Alexander le pareció cómico que se llamara igual que el jefe de la resistencia francesa contra los nazis.

– ¿Sabe por qué está aquí, comandante Belov? -comenzó Morozov, esbozando una sonrisa cortés y hablando en un tono casi cordial.

Estaban teniendo una conversación. Alexander pensó que Mitterand no tardaría en invitarle a un té o a un vasito de vodka. Lo pensó en broma, pero detrás de un pupitre aparecieron realmente una botella de vodka y tres vasitos de cristal. Morozov llenó los vasos.

– Sí -respondió jovialmente Alexander-. Ayer me comunicaron que iba a recibir un ascenso. Voy a ser teniente coronel. -Cuando Morozov le ofreció una copa, añadió-: No, gracias.

– ¿Rechaza usted nuestra hospitalidad, camarada Belov?

– Comandante Belov -rectificó Alexander, poniéndose de pie y elevando el tono-. ¿Cuál es su rango? -preguntó a su interrogador. Esperó la respuesta, pero el otro no dijo nada-. Imagino que no es oficial, puesto que no lo veo con uniforme. Le contesto: no quiero vodka, y tampoco pienso quedarme aquí sentado hasta que se decidan a explicarme qué quieren. Estoy dispuesto a colaborar en la medida de lo posible, camaradas, pero no me insulten obligándome a sentarme con ustedes como si fuéramos amigos. ¿Qué es lo que pasa?

– Está usted detenido.

– Ah. ¿Así que no van a ascenderme? Sólo han necesitado diez horas para reconocerlo, desde que vinieron a buscarme a las cuatro

de la madrugada. Pero aún no me han dicho qué quieren de mí. No sé si ustedes mismos lo saben. ¿Por qué no traen a alguien que esté en condiciones de informarme? Mientras tanto, llévenme a la celda y no me hagan perder el tiempo.

– ¡Comandante!

Esta vez había hablado Morozov, con una voz menos amable.

Los dos agentes ya habían empezado a dar cuenta del vodka. Alexander sonrió. Si continuaban bebiendo a aquel ritmo, terminarían hablándole en inglés y acompañándolo ellos mismos a la frontera de Finlandia. De hecho, ya lo habían llamado «comandante». Alexander conocía bien la psicología militar. La única norma que regía en el ejército era la de tratar con respeto a los superiores, y en este caso la jerarquía había quedado establecida.

– No se mueva, comandante -repitió Morozov.

Alexander volvió a ocupar la silla.

Mitterand se dirigió en voz baja al joven guardián que esperaba junto a la puerta. Alexander no lo oyó, pero captó la esencia de la orden. Era obvio que el asunto quedaba fuera de las competencias de Morozov. Tendría que venir un pez gordo para hablar con Alexander. Y aunque el pez gordo no tardaría en llegar, primero intentarían acabar con la resistencia del detenido.

– Ponga las manos en la espalda, comandante -le ordenó Morozov.

Alexander arrojó el cigarrillo al suelo, lo apagó con el pie y se levantó.

Le quitaron la pistola y el cuchillo y le registraron la mochila. Como sólo encontraron vendas, bolígrafos y el vestido blanco de Tatiana, nada de lo cual les pareció interesante, le quitaron las medallas, le arrancaron los galones y le dijeron que ya no tenía derecho a usar el título de comandante. Aún no le habían dicho de qué se le acusaba ni le habían hecho ninguna pregunta.

Se quedaron con su mochila y se rieron cuando la reclamó. Alexander miró la mochila con resignación, sabiendo que dentro estaba el vestido de Tatiana. Una cosa más que quedaba atrás.

Lo llevaron a una celda sin ventanas, en la que no estaban ni Ouspenski ni Maikov. No había ningún banco, ningún catre, ninguna manta. Alexander estaba solo, y las únicas fuentes de oxígeno eran la puerta cuando la abrían los carceleros, la ventanilla metálica Por donde introducían la bandeja de la comida, la mirilla que usaban para vigilarlo o el agujerito del techo que probablemente servía para introducir gas venenoso.

Le dejaron quedarse con el reloj, y no le quitaron los medicamentos que llevaba ocultos en las botas porque no lo cachearon. Alexander pensó que no estaban a buen recaudo, pero ¿dónde podía esconderlos? Se quitó las botas, sacó la jeringuilla, la ampolla de morfina y las píldoras de sulfamida y se lo metió todo en el bolsillo de los calzoncillos largos. Para encontrarlos tendrían que hacerle un registro más concienzudo de lo habitual.

Cuando se agachó recordó el dolor de espalda, que se había intensificado a medida que transcurrían las horas. Pensó en inyectarse morfina pero decidió que era mejor estar alerta durante los siguientes acontecimientos. Engulló una de las pastillas de sulfamida, amarga y ácida, sin machacarla y sin disolverla en agua. Simplemente se la llevó a la boca, la masticó un poco y se la tragó con un escalofrío. Se sentó en el suelo de cemento y cerró los ojos cuando se dio cuenta de que la celda estaba a oscuras y los carceleros no podían verlo. O quizá no llegó a cerrarlos, era difícil saberlo. A fin de cuentas, no había diferencia. Se sentó y esperó. ¿Era ya de noche? ¿Había pasado más de un día? Tenía ganas de fumar. Siguió esperando sin moverse. ¿Habrían escapado ya Sayers y Tatiana? ¿Sayers habría logrado convencerla, consolarla? ¿Habría cogido Tatiana sus cosas y habría subido al jeep? ¿Habrían dejado atrás Morozovo? No tenía ni idea. Temía que el doctor Sayers se hubiera venido abajo, que no hubiera podido convencer a su mujer y que ella hubiera decidido quedarse. Intentó imaginarla a su lado, pero sólo notó el frío de la celda. Si Tatiana se había quedado en Morozovo, el NKVD lo sabría y todo habría terminado para él. Empezó a respirar entrecortadamente al pensar que Tatiana podía seguir allí. Tenía que mantener controlados a los agentes del NKVD durante unas horas más, hasta estar seguro de que su mujer se había ido. Cuanto antes saliera ella de la Unión Soviética, antes podría entregarse él a las autoridades.

Tenía la sensación de tenerla a su lado. Casi podía extender el brazo hacia la mochila y ver a Tatiana con su vestido blanco de flores rojas, con su melena ondulante y su sonrisa resplandeciente. La sentía literalmente a su lado; en realidad, no necesitaba extender el brazo para tocar el vestido. Alexander necesitaba consuelo, y Tatiana también. Lo necesitaba para superar lo que le esperaba. ¿Cómo iba a superar la pérdida de Alexander sin la ayuda de Alexander?

Tenía que pensar en otra cosa.

Al cabo de un rato, no le hizo falta buscar otra cosa en la que pensar.

– ¡Idiota! -atronó una voz fuera de la celda-. ¿Cómo vas a vigilar al prisionero si la celda está a oscuras? Podría suicidarse sin que te enterases. ¡Inútil!

La puerta se abrió y un hombre al que Alexander no podía ver y que sostenía en la mano una lámpara de queroseno irrumpió en el interior de la celda.

– ¡Tiene que haber luz todo el tiempo! -dijo el hombre.

Se dio la vuelta hacia Alexander. Era Mitterand.

– ¿Cuándo me va a decir alguien qué es lo que pasa? -quiso saber Alexander.

– ¡No es usted el que hace las preguntas! -chilló Mitterand-. Ya no es comandante. No es nada. Se quedará sentado y esperará a que vengamos a buscarlo.

Al parecer, el único objetivo de su visita era soltarle unos cuantos gritos. Cuando se marchó Mitterand, el guardián entró con una jarra de agua y una hogaza de pan. Alexander se comió el pan, se bebió el agua y luego palpó el suelo de la celda en busca de un desagüe. Quería estar a oscuras y no quería repartirse el oxígeno con la lámpara de queroseno. Abrió la base y vertió el queroseno por el desagüe, dejando una pequeña cantidad que se consumió al cabo de diez minutos.

– ¿Por qué está apagada la lámpara? -gritó el guardián, abriendo la puerta.

– Se ha acabado el queroseno -contestó jovialmente Alexander-. ¿No tienen más?

El carcelero no tenía más.

– Qué pena -comentó Alexander.

Durmió en la oscuridad, sentado en un rincón. Cuando se despertó, la celda seguía a oscuras. Alexander no sabía si seguía durmiendo. Soñó que abría los ojos y que todo estaba oscuro. Soñó con Tatiana y pensó en ella nada más despertarse. Ya no sabía dónde terminaba la pesadilla y dónde empezaba la vida real. Soñó que cerraba los ojos y dormía.

Se sentía desconectado de sí mismo, de Morozovo, del hospital, de su vida… pero esta desconexión, curiosamente, lo confortaba. Sintió frío, y la sensación de frío le devolvió la conciencia de su cuerpo agarrotado e incómodo. Prefería no sentir. La herida de la espalda era implacable. Alexander apretó los dientes y parpadeó para alejar la oscuridad.


Harold y Jane Barrington, 1933

Hitler se había convertido en el nuevo canciller de Alemania después de que el presidente Von Hindenburg «dejara el cargo». Alexander percibía una amenaza flotando en el ambiente, pero no habría sido capaz de definirla. Había dejado de desear más comida, más zapatos o un abrigo más grueso; era verano y no le hacía falta abrigarse. Por suerte, pasarían el mes de julio en una dacha de Kras-naia Poliana. Habían alquilado dos habitaciones en casa de una viuda lituana que tenía un hijo alcohólico que le pegaba para quedarse con el dinero.

Una tarde extendieron una manta sobre la hierba, cerca de un estanque, y dieron cuenta de una merienda a base de huevos duros, tomates y un poco de carne fría. Su madre se tomó un vasito de vodka («¿desde cuándo bebes, mamá?») y Alexander se tumbó a leer en la hamaca. Al cabo de un rato oyó unos pasos detrás de él, se volvió perezosamente y vio que sus padres arrojaban guijarros al agua mientras conversaban en voz baja. Alexander no estaba acostumbrado a verlos tan calmados, ya que el choque entre sus diferentes necesidades e intereses solía provocar estridentes discusiones. En circunstancias normales habría vuelto a concentrarse en la lectura, pero le intrigó aquella intimidad afectuosa… Jane soltó los guijarros y Harold la atrajo hacia él, tomó su mano y le enlazó la cintura. La besó y los dos comenzaron a bailar un vals. Bailaron lentamente en el claro, y Alexander oyó cantar a su padre.

Con los labios juntos, sus padres dieron varias piruetas en un abrazo conyugal, y Alexander sintió que le embargaban una felicidad y una nostalgia que no sabía cómo definir.

Sus padres deshicieron el abrazo, se volvieron hacia él y le sonrieron. Alexander les devolvió una sonrisa vacilante, avergonzado pero incapaz de desviar la mirada.

Sus padres se acercaron a la hamaca. Harold aún enlazaba con el brazo la cintura de Jane.

– Hoy es nuestro aniversario, hijo.

– Tu padre cantaba la canción que bailamos el día en que nos casarnos, hace treinta y un años; yo tenía diecinueve -explicó Jane.

Miró a Harold y sonrió.

– ¿Te vas a quedar leyendo un rato en la hamaca, hijo?

– No pensaba ir a ningún lado.

– Muy bien -dijo su padre, y cogiendo a Jane de la mano, se dirigió hacia la casa.

Alexander se enfrascó otra vez en el libro. Después de pasar páginas durante una hora, no era capaz de recordar ni una sola palabra de lo que había leído.

El invierno llegó demasiado pronto. Y todos los jueves del invierno, después de cenar, Harold cogía a Alexander de la mano y los dos andaban en el frío de la noche hasta la calle Arbat, el punto de reunión de músicos, escritores, poetas, rapsodas y ancianas que vendían shashkas de los tiempos del zar. Cerca de Arbat, en un apartamento de dos habitaciones cargado de humo, un grupo de soviéticos y de extranjeros, todos ellos acérrimos comunistas, se reunían entre las ocho y las diez para beber, fumar y debatir las posibilidades de implantar el comunismo en la Unión Soviética y acelerar el advenimiento de una sociedad sin clases en la que ya no serían necesarios el Estado, la policía o el ejército porque habría desaparecido toda fuente de conflicto.

– Marx dijo que el único conflicto verdadero es el conflicto económico entre clases. Cuando las diferencias de clase desaparezcan, ya no se necesitará la policía. ¿A qué estamos esperando, ciudadanos? ¿No se demora el cambio más de lo que pensábamos?

Ésas eran las palabras de Harold.

Alexander también intervenía de vez en cuando, recordando frases que había leído:

– «Mientras exista el Estado, no hay libertad. Cuando haya libertad, no habrá Estado.»

Harold dedicó a su hijo una sonrisa de aprobación al oír la cita de Lenin.

En estas reuniones, Alexander hizo amistad con Slavan, un hombre de sesenta y siete años, fatigado, canoso y con arrugas hasta en la calva, pero con unos ojos azules y despiertos que brillaban como estrellas y una boca que lucía eternamente una sonrisita burlona. Slavan no hablaba mucho, pero a Alexander le gustaba su expresión irónica y la mirada que se posaba con afecto sobre él.

Después de dos años, Harold y sus quince compañeros tuvieron que acudir a la sede local del Partido, el Obkom (Oblastni Kommitet), donde les insinuaron que sería mejor que debatieran algo que no fuera la posibilidad de mejorar la implantación del comunismo en Rusia, ya que este tema daba a entender que el sistema no funcionaba. Cuando su padre se lo explicó, Alexander preguntó cómo se enteraban en el Partido de lo que discutían quince borrachínes una vez por semana en una ciudad donde vivían cinco millones de personas.

– «La libertad es algo precioso, tan precioso que debe ser racionado» -respondió Harold, citando a su vez a Lenin-, Es obvio que tienen alguna forma de acceder a nuestras conversaciones. Puede que sea Slavan. En tu lugar, yo dejaría de hablar con él.

– No es él, papá.

A partir de entonces siguieron reuniéndose los jueves pero dejaron de leer en voz alta el ¿Qué hacer? de Lenin, los panfletos de Rosa Luxemburgo o los pasajes del Manifiesto comunista de Marx.

Harold solía sacar a colación a los comunistas estadounidenses para demostrar que la doctrina soviética contaba con seguidores en todo el mundo y que su implantación general era sólo cuestión de tiempo.

– ¿Sabéis qué dijo Isadora Duncan sobre Lenin? -preguntó, y citó las palabras de la bailarina-: «Otros se amaban a sí mismos o amaban el dinero, las teorías o el poder. Lenin amaba a sus congéneres… Lenin era Dios y Cristo era Dios, porque Dios es amor y Cristo y Lenin eran sólo amor».

Alexander miró a su padre con una sonrisa de aprobación.

Una noche, los quince amigos, excepto un silencioso y sonriente Slavan, estuvieron horas tratando de explicar a Alexander, que por entonces tenía catorce años, el significado de la expresión «valor añadido negativo»: es decir, el hecho de que un artículo manufacturado (por ejemplo, un par de zapatos) se vendiera por un precio inferior al coste global de los materiales y la mano de obra.

– ¿Qué es lo que no entiendes? -exclamaba un frustrado comunista que de día trabajaba de ingeniero.

– ¿Cómo queréis ganar dinero vendiendo los zapatos?

– ¿Quién habla de ganar dinero?.¿No has leído el Manifiesto comunista?

– Sí.

– ¿No recuerdas lo que dice Marx? La diferencia entre lo que la fábrica paga al obrero que fabrica los zapatos y el precio al que se venden es un robo capitalista y una forma de explotación del proletariado. Y eso es lo que el comunismo trata de erradicar. ¿No nos escuchabas?

– Sí, pero el valor añadido negativo no consiste solamente en eliminar el margen de beneficio -respondió Alexander-. Cuando hay un valor añadido negativo, fabricar los zapatos sale más caro que venderlos. ¿Quién pagará la diferencia?

– El Estado.

– ¿Y de dónde sacará el Estado el dinero?

– Durante un tiempo pagará menos a los obreros que fabrican los zapatos.

– O sea que -dijo Alexander después de una pausa-, en un momento de inflación galopante en todo el mundo, ¿la Unión Soviética pagará menos dinero a sus trabajadores? ¿Cuánto menos?

– Menos, simplemente.

– Y entonces, ¿cómo compraremos zapatos?

– Estaremos un tiempo sin comprar, usaremos el mismo par del año pasado. Hasta que el Estado pueda andar solo…

El ingeniero sonrió.

– Muy bueno -observó pausadamente Alexander-. Hasta que el Estado pueda andar solo y hacerse cargo del Rolls Royce de Lenin, ¿no es así?

– ¿Qué tiene que ver el Rolls Royce de Lenin con el tema que estamos debatiendo? -protestó el ingeniero. Slavan se echó a reír al oírlo-. La Unión Soviética encontrará el modo de salir adelante. Estamos en una fase inicial. Pediremos préstamos al extranjero si es necesario.

– Con todos mis respetos, ciudadano: ningún país del mundo volverá a prestar dinero a la Unión Soviética -puntualizó Alexander-. La deuda externa quedó cancelada en 1917, después de la Revolución Bolchevique. Pasará bastante tiempo antes de que podamos disponer de dinero extranjero. Los bancos del mundo tienen las puertas cerradas para la Unión Soviética.

– Debemos ser pacientes. Las cosas no cambian de la noche a la mañana. Y tú deberías tener una actitud más positiva. ¿Qué le enseñas a tu hijo, Harold?

Harold no dijo nada, pero cuando volvían a casa, preguntó:

– ¿Qué te pasa, Alexander?

– Nada. -Alexander tenía ganas de darle la mano como siempre hacía, pero se sentía demasiado mayor de repente. Continuó andando junto a su padre y al final le tendió la mano-. Por el motivo que sea, la economía no funciona. Y el Estado revolucionario, que se apoya esencialmente en la economía, lo ha previsto todo, excepto cómo pagar la mano de obra. Los obreros cada vez se sienten menos proletarios y más una propiedad del Estado, como las fábricas o la maquinaria. Llevamos más de tres años en este país. Hace poco que ha terminado el primer plan quinquenal, y la comida escasea, las tiendas están vacías y…

Alexander quiso añadir: «y la gente desaparece», pero cerró la boca.

– ¿Y qué crees que está pasando en Estados Unidos? -preguntó Harold-. Tienen un treinta por ciento de paro, Alexander. ¿Crees que viven mejor que nosotros? Las cosas van mal en todo el mundo. Acuérdate de la brutal inflación de Alemania. Y ahora ha salido ese tipo, Adolf Hitler, prometiéndoles que acabará con todos sus problemas. A lo mejor lo consigue. Al menos, sus compatriotas así lo esperan. Pues ya ves, el camarada Lenin y el camarada Stalin prometieron lo mismo en el caso de la Unión Soviética. ¿Cómo llamaba Stalin a Rusia? «El segundo Estados Unidos», ¿no? Debemos confiar en sus directrices, y ya verás cómo las cosas mejoran.

– Ya lo sé, papá. Puede que tengas razón. Aun así, el Estado tiene que encontrar la manera de pagar a la gente. ¿Cuánto tiempo estarán rebajándote el sueldo? Ya no podemos pagar ni la carne ni la leche, suponiendo que hubiera. Y a ti te irán rebajando el sueldo hasta… ¿hasta qué? Llegará el momento en que se den cuenta de que necesitan más dinero para gestionar los asuntos públicos, y tu trabajo es el coste variable más importante. ¿Qué harán entonces? Seguir bajándote la paga cada año, hasta… ¿hasta qué?

– ¿De qué tienes miedo? -preguntó Harold, y oprimió con cariño la mano de su hijo-. Cuando seas mayor tendrás un buen trabajo. ¿Aún quieres ser arquitecto? Lo serás, tendrás una buena profesión.

– Me temo que no falta mucho para que tú y yo y todos nosotros terminemos siendo mero capital fijo -concluyó Alexander, y soltó la mano de su padre.

Capítulo 6

Edward y Vikki, 1943

Tatiana se había sentado junto a la ventana, con un libro en una mano y su bebé de dos semanas en el regazo. Tenía los ojos cerrados pero los abrió de golpe al oír el sonido de una respiración.

Edward Ludlow estaba a su lado, mirándola con expresión preocupada. Tatiana lo achacó a que la veía muy silenciosa desde que había nacido el niño. No era tan extraño; de hecho, les sucedía lo mismo a muchos de los refugiados que llegaban a la isla, como si al ver la túnica de la Estatua de la Libertad desde las habitaciones de Ellis se les hiciera súbitamente patente la enormidad de lo que dejaban atrás y de lo que les aguardaba en el futuro.

– Tenía miedo de que se te cayera el niño -explicó Edward-. No quería asustarte.

– No te preocupes -contestó Tatiana, mostrándole que lo tenía bien sujeto.

– ¿Qué estás leyendo?

Tatiana echó un vistazo al libro.

– Nada, sólo me he sentado un rato.

Era El jinete de bronce y otros poemas, de Aleksandr Pushkin.

– ¿Te encuentras bien? No quería despertarte.

Tatiana se frotó los ojos. El niño seguía durmiendo.

– Es que este niño sólo duerme de día.

– Como su madre…

– La madre se ha adaptado a sus horarios… -Tatiana sonrió-. ¿Todo bien?

– Sí, sí… -contestó apresuradamente el doctor Ludlow-. Quería decirte que ha venido a verte una persona del departamento de inmigración.

– ¿Y qué quiere?

– ¿Que qué quiere…? Ofrecerte la oportunidad de quedarte en Estados Unidos.

– Yo creía… como mi hijo ha nacido en terreno estadounidense…

– Territorio estadounidense -la corrigió amablemente el doctor Ludlow-. La fiscalía general tiene que estudiar tu caso. -Hizo una pausa-. Compréndelo, no es habitual que lleguen inmigrantes clandestinos en plena guerra. Y menos desde la Unión Soviética.

– ¿Y no le ha parecido peligroso presentarse aquí personalmente? -inquirió Tatiana-. ¿Le has dicho que tengo tuberculosis?

– Se lo he dicho, y se pondrá una mascarilla. Por cierto, ¿cómo te encuentras? ¿Has esputado sangre?

– No. Y ya no tengo fiebre. Me encuentro mejor.

– ¿Has salido a pasear?

– Sí, el aire del mar me sienta bien.

– Claro, el aire del mar es muy sano. -Edward la miró con una expresión seria y ella le dedicó una mirada similar. El médico se aclaró la voz y continuó-: Las enfermeras están admiradas de que no hayas contagiado la tuberculosis al niño.

– Edward -dijo Tatiana-, explícales que si vinieran a verme diez mil personas cada día durante un año entero y yo estuviera enferma todos los días de ese año, únicamente entre diez y dieciséis de los visitantes contraerían la tuberculosis. -Se interrumpió un momento y concluyó-: No es una enfermedad tan contagiosa como cree la gente. Así que ese señor puede venir a verme si se siente con ánimos. Pero explícale posibilidades de contagio y dile que no hablo inglés demasiado bien.

Con una sonrisa, Edward le dijo que no hablaba tan mal y le preguntó si quería que estuviera presente durante la entrevista.

– No, no hace falta. Gracias.

Tom, el funcionario de inmigración, empezó hablando con ella durante unos quince minutos para comprobar si tenía nociones de inglés. Sí, Tatiana tenía nociones de inglés. Tom le preguntó qué sabía hacer y ella le explicó que era enfermera y que también sabía coser y cocinar.

– Perfecto, durante la guerra se necesitan enfermeras -dijo Tom.

– Sí, sobre todo en Ellis -admitió Tatiana.

Pensó que Brenda no ejercía la profesión más adecuada para ella.

– No nos llegan muchos casos como el suyo.

Tatiana no dijo nada.

– ¿Quiere quedarse en Estados Unidos?

– Por supuesto.

– ¿Cree que podrá conseguir trabajo o colaborar en el esfuerzo bélico?

– Por supuesto.

– ¿No será una carga para el Estado? Es una cuestión muy importante en tiempos de guerra, ¿me comprende? La fiscalía general debe pasar una investigación si se le escapa una persona como usted. El país está agitado. Tenemos que asegurarnos de que será una ciudadana productiva y leal a su tierra de acogida y no a su tierra de origen.

– Por eso no se preocupe -aseguró Tatiana-. Buscaré empleo en cuanto me cure de la tuberculosis y esté en condiciones de trabajar. Haré de enfermera o coseré o cocinaré. Las tres cosas si hace falta. Cumpliré con mi obligación tan pronto como me recupere.

Como si recordara de repente que Tatiana estaba enferma, Tom se levantó y comenzó a dirigirse hacia la puerta, tapándose la boca con la mascarilla.

– ¿Y dónde vivirá? -preguntó con la voz ahogada por la tela.

– Quisiera quedarme aquí.

– Cuando se encuentre mejor, tendrá que buscar casa.

– Sí, no se preocupe.

Tom asintió y escribió algo en la libreta.

– ¿Con qué nombre quiere registrarse? He visto que en los papeles que usó para salir de la Unión Soviética consta como Jane Barrington, enfermera de la Cruz Roja.

– Así es.

– ¿Qué grado de falsedad había en esos documentos?

– No entiendo qué quiere decir.

– ¿Quién es Jane Barrington? -precisó Tom tras una pausa.

Esta vez fue Tatiana la que guardó silencio.

– La madre de mi marido -dijo al final.

– ¿Barrington? -preguntó Tom tras exhalar un suspiro-. No suena muy ruso.

– Mi marido era estadounidense -explicó Tatiana, bajando la vista.

– ¿Es ése el nombre que quiere usar en su tarjeta de residencia? -insistió Tom, abriendo ya la puerta para salir.

– Sí.

– ¿No prefiere un nombre ruso?

Tatiana lo pensó un momento.

– A veces, las personas que llegan refugiadas desean conservar algún vínculo con su pasado -le explicó Tom, acercándose otra vez-. Mantienen el nombre de pila y se cambian el apellido, por ejemplo. Piénselo.

– No es mi caso -respondió Tatiana-. Cámbienlo todo. No quiero… ¿cómo ha dicho? No quiero ningún vínculo.

Tom escribió otra anotación en la libreta.

– Entonces dejaremos «Jane Barrington».

Cuando se marchó, Tatiana abrió El jinete de bronce y se sentó otra vez junto a la ventana, frente al puerto de Nueva York y a la Estatua de la Libertad. Pasó los dedos por la foto que guardaba entre las páginas. Sin mirar la imagen, acarició la cara y el cuerpo uniformado de su marido y susurró palabras cariñosas en ruso, palabras que esta vez no estaban destinadas a confortar a Alexander o a Anthony sino a ella misma. «Shura, Shura, Shura…», susurró Jane Barrington, hasta entonces conocida como Tatiana Metanova.

La jornada de Tatiana consistía en dar de mamar a Anthony y en cambiar a Anthony y en lavar los pocos pañales y pijamas de Anthony en la pileta del baño y en dar cortos y estimulantes paseos por los alrededores del hospital y en sentarse en un banco a respirar aire fresco con Anthony envuelto en una mantita en el regazo. Brenda le llevaba el desayuno a la habitación y Tatiana desayunaba y comía allí mismo. Cuando el niño no dormía, Tatiana lo cogía en brazos. Sólo veía dos cosas: el puerto de Nueva York y el rostro de su hijo. Pero el hecho de estar sola todo el día mitigaba el consuelo que le proporcionaba el contacto con el bebé. Brenda y el doctor Ludlow lo llamaban «convalecencia»; Tatiana lo llamaba «confinamiento».

Una mañana de finales de julio, harta de estar a solas en la habitación cuando ya empezaba a encontrarse mejor físicamente, Tatiana decidió dar un paseo por el corredor mientras Anthony dormía.

Oyó unos gemidos y los siguió hasta llegar a una sala repleta de heridos. Brenda estaba cumpliendo sus funciones -era la única persona cumpliendo sus funciones-, con cara de estar poco contenta con su suerte y dispuesta a que sus pacientes supieran exactamente cómo se sentía. Gruñendo y con desagradable altanería, levantaba la pierna herida de un soldado a pesar de la insistencia del hombre en que lo tratara con más delicadeza o lo rematara de un disparo.

Tatiana se acercó y le preguntó si necesitaba ayuda, pero Brenda replicó que lo que menos necesitaba era que una enferma enfermara aún más a sus cautivos y le ordenó que volviera de inmediato a su habitación. Tatiana la miró fríamente, miró la brecha abierta en la pantorrilla del soldado y miró al soldado a los ojos.

– Déjeme que lo lave yo -insistió-. Mire, me he tapado boca y nariz con mascarilla. Hay cuatro heridos más reclamándola a gritos en la otra punta del hospital. A uno se le ha caído un diente esta mañana mientras se tomaba desayuno, el otro tiene una fiebre altísima, a otro le está sangrando la oreja…

Brenda soltó la palangana y la pierna y se marchó, aunque le costó un poco decidir si le molestaba más atender a los soldados o dejar que Tatiana ocupara su lugar.

Tatiana lavó la herida del soldado, que ya no rechistó más. O estaba dormido o estaba muerto, concluyó Tatiana cuando terminó de vendarlo.

Desinfectó la herida de un brazo y la herida de un cráneo y abrió una vía intravenosa para administrar morfina, deseando poder inyectarse un poco ella también para mitigar su desolación interior y pensando en lo afortunados que habían sido los tripulantes del submarino alemán que habían logrado llegar a las costas de Estados Unidos y pasar la convalecencia en Ellis como prisioneros de guerra.

Brenda entró de repente en la sala y, como si le sorprendiera ver a Tatiana aún por allí, le ordenó volver a su habitación antes de contagiar la tuberculosis a todos sus pacientes, con una voz que casi hacía pensar que la suerte de sus pacientes le importaba un poco.

En el corredor, Tatiana vio a una chica alta y delgada que lloraba junto al distribuidor de agua. Llevaba una bata de enfermera, tenia el pelo muy largo y las piernas muy largas y era bastante guapa si uno no se fijaba en las ojeras marcadas, la palidez de su cara y los regueros de rímel que le surcaban las mejillas. Como Tatiana tenía mucha sed, caminó hacia el distribuidor y se detuvo a un paso de la joven, que sollozaba desconsolada.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó Tatiana, poniéndole una mano en el hombro.

– Sí -gimió la joven.

– Ah.

La chica siguió llorando. Tenía un cigarrillo mojado de lágrimas entre los dedos.

– Si supiera lo desgraciada que me siento en estos momentos

– ¿Puedo ayudarla en algo?

La chica dejó de mirarse las manos y miró a Tatiana.

– ¿Quién es usted?

– Me llamo Tania.

– ¿La refugiada tuberculosa?

– Ya me encuentro mejor -respondió Tatiana en voz baja.

– No se llama Tania. Tom me pasó su documentación para que la tramitase. Usted es Jane Barrington. En fin, no es cosa mía. Mi vida se viene abajo y estoy aquí hablando de su nombre. Ojalá tuviera sus problemas.

Tatiana se esforzó en pronunciar una frase de consuelo en inglés.

– Podría ser peor -dijo.

– Se equivoca. Es lo peor que puede pasar. No puede haber nada peor que esto, nada.

– Lo siento -dijo Tatiana, compadeciéndose al ver la alianza que la joven llevaba en el dedo-. ¿Llora por su marido?

La joven asintió, sin dejar de mirarse las manos.

– Es terrible, ya lo sé -añadió Tatiana-. Esta guerra…

– Es un desastre -concluyó la muchacha, asintiendo otra vez.

– Su marido… ¿no va a volver?

– ¿Si no va a volver? -exclamó la joven-. ¡Ahí está el problema! Claro que vuelve. Y muy pronto: la semana próxima.

Tatiana se apartó, desconcertada.

– ¿Qué le pasa? Parece que se vaya a desmayar. No ponga esa cara, si mi marido vuelve no es por su culpa. Supongo que en una guerra pueden pasarle cosas peores a una chica, pero no se me ocurre cuáles. ¿Quiere un café? ¿Un cigarrillo?

– Tomaré un café -contestó Tatiana tras una pausa.

Se sentaron a una de las mesas rectangulares del comedor. Tatiana se acomodó frente a la chica, que dijo llamarse Viktoria Sabatella («pero llámame Vikki, podemos tutearnos», añadió) y le estrechó vigorosamente la mano.

– ¿Estás aquí con tus padres? -preguntó-. No he visto que ningún inmigrante entre en el país por esta vía desde hace meses. Ya no vienen en los barcos. Llegan tan pocos… ¿Qué te pasa a ti? ¿Estás enferma?

– Ya estoy mejor. Estoy sola -explicó Tatiana. Se interrumpió y añadió-: Con mi hijo.

– ¡Es imposible que tú tengas un hijo! -exclamó Viktoria, soltando la taza de golpe.

– Tiene casi un mes.

– ¿Cuántos años tienes?

– Diecinueve. -¡Señor, sí que empezáis pronto en tu país! ¿De dónde eres?

– De la Unión Soviética.

– ¡Caramba! ¿Y tienes marido? ¿Cómo te quedaste embarazada? Tatiana abrió la boca pero Vikki siguió hablando como si no hubiera habido ninguna pregunta. Casi sin respirar, contó que no había conocido a su padre («está muerto o desaparecido, da lo mismo») y muy poco a su madre («me tuvo muy joven»), y que ésta se había trasladado a San Francisco, estaba con dos hombres («pero no viven en la misma casa») y siempre decía estar enferma («sí, de la cabeza») o muriéndose («los excesos…»). Vikki se había educado con sus abuelos maternos («quieren a mamá, pero no aprueban su vida») y vivía con ellos («no es muy divertido»). Primero había querido ser periodista, luego manicura («fue una progresión natural, en las dos profesiones trabajas con las, manos»), y al final decidió («mejor dicho, me obligaron») hacerse enfermera, cuando Estados Unidos parecía que iba a incorporarse a la guerra europea. Tatiana la escuchaba en silencio.

– ¿Con quién has dicho que estás? -dijo de repente Vikki.

– Con mi hijo.

– ¿Tienes marido?

– En otro tiempo lo tuve.

– Ah, ¿sí? -Vikki suspiró-. En otro tiempo. Ojalá yo hubiera tenido a mi marido en otro tiempo…

La conversación quedó interrumpida por la aparición de una mujer muy alta y terriblemente angulosa, impecablemente vestida y tocada con una pamela blanca.

– ¡Vikki! -gritó mientras atravesaba el comedor agitando su bolsito blanco-. ¡Te estoy hablando, Vikki! ¿Lo has visto?

Vikki suspiró y miró a Tatiana con una expresión de fastidio.

– No, señora Ludlow. Hoy no lo he visto. Creo que está al otro lado de la ciudad, en el hospital universitario. Aquí viene los martes y los jueves por la tarde.

– ¿Por la tarde? ¡No está en la universidad! ¿Y cómo es que sabes tan bien sus horarios?

– Llevo dos años trabajando con él.

– Muy bien, pues yo llevo ocho casada con él y no sé dónde demonios está. -Se acercó a la mesa y miró con altivez a las dos jóvenes-. ¿Y usted quién es? -preguntó, observando a Tatiana con suspicacia.

Tatiana se tapó la boca con la mascarilla, pero fue Vikki la que habló:

– Es de la Unión Soviética. Casi no habla inglés.

– Ah, pues si espera ganarse la vida en este país tendría que aprender, ¿no? Estamos en guerra, no podemos dedicarnos a mantener a los refugiados.

Y agitando el bolsito, que casi le dio a Tatiana en la cabeza, salió del comedor.

– ¿Quién era? -preguntó Tatiana.

– No te preocupes -dijo Vikki, con un gesto displicente-. Cuanto menos sepas de ella, mejor. Es la mujer del doctor Ludlow y está loca. Aparece por aquí una vez a la semana, buscando a su marido.

– ¿Y por qué no lo encuentra?

Vikki se echó a reír.

– Lo que habría que preguntar es por qué el doctor Ludlow se pierde tan a menudo.

– Exacto, ¿por qué?

Vikki hizo otro gesto de displicencia, dando a entender que no quería seguir hablando del doctor Ludlow. Tatiana la observó con una sonrisita. Ahora que había dejado de llorar se veía que era una mujer muy guapa, una chica bonita que sabía que lo era y procuraba que los demás también lo supieran. La melena larga y brillante le enmarcaba la cara y los hombros. Llevaba los ojos maquillados con rímel y delineador negro y en sus voluptuosos labios quedaban rastros de carmín. La bata blanca de enfermera le ceñía la esbelta figura y le llegaba justo por encima de la rodilla. Tatiana se preguntó cómo responderían los soldados heridos ante tanta… tanta Vikki.

– ¿Por qué llorabas, Vikki? ¿No quieres a tu marido?

– Ah, sí. Lo quiero, lo quiero. -Vikki suspiró-. Pero me gustaría poder quererlo a ocho mil kilómetros de distancia. -Bajó la voz y añadió-: El momento de volver es inoportuno.

– ¿Desde cuándo es inoportuno el momento en que marido vuelve con mujer?

– No estaba previsto.

Vikki se echó a llorar otra vez y las lágrimas cayeron sobre el café. Tatiana apartó la taza para que Vikki pudiera tomárselo más tarde.

– ¿Cuándo…? ¿Qué palabra has usado…? ¿Cuándo estaba previsto?

– En Navidad.

– Ah. ¿Y por qué vuelve tan pronto?

– ¿No es increíble? Cayó herido en el Pacífico.

Tatiana abrió unos ojos como platos.

– ¡Bah, se encuentra bien! -añadió Vikki sin darle importancia-. Es un rasguño, una herida superficial en el hombro. Siguió pilotando el avión durante ciento cincuenta kilómetros después de recibir el impacto. No puede ser tan grave.

Tatiana se levantó e hizo ademán de marcharse.

– Tengo que ir a darle el pecho al niño -explicó.

– La cuestión es que Chris lo pasará mal.

– ¿Quién es Chris?

– El doctor Pandolfi. ¿No lo conoces? Trabaja con el doctor Ludlow en el hospital.

Chris Pandolfi. Ahora lo recordaba.

– Ah, sí, lo conozco.

El doctor Pandolfi era el médico que había subido al barco y se había negado a ayudarla a parir en terreno… en territorio estadounidense. Quería devolverla de inmediato a la Unión Soviética, sin importarle que estuviera tuberculosa y a punto de dar a luz. Pero Edward Ludlow protestó y convenció al doctor Pandolfi para que la dejara ingresar en el hospital de Ellis. Tatiana miró a Vikki y le dio una palmadita en el hombro. No le parecía que Chris Pandolfi fuera muy buen partido.

– Todo irá bien, Viktoria. Quizá te convenga distanciarte del doctor Pandolfi. Eres afortunada de que tu marido vuelva a casa.

Viktoria se levantó también y acompañó a Tatiana hasta su habitación.

– Llámame Vikki -insistió-. ¿Puedo llamarte Jane?

– ¿Cómo?

– ¿No te llamas Jane?

– Llámame Tania.

– ¿Y por qué voy a llamarte Tania si te llamas Jane?

– Me llamo Tania. Jane es sólo en papeles. -Advirtió la expresión de perplejidad y desinterés de Vikki y concluyó-: Llámame como quieras.

– ¿Cuándo sales?

– ¿Salir?

– De Ellis.

– No creo que vaya a salir de momento -respondió Tatiana tras pensarlo un poco-. No tengo ningún sitio adonde ir.

Vikki entró con ella en la habitación y lanzó una rápida mirada al niño que dormía en la cunita.

– Qué pequeño es -dijo con aire ausente, y alargó la mano hacia el pelo rubio de Tatiana-. ¿Su padre tenía el pelo oscuro?

– Sí.

– ¿Y qué se siente cuando eres madre?

– Pues…

– Bueno, cuando te encuentres mejor, quiero que vengas a casa. Te presentaré a mis abuelos, les encantan los niños. Siempre me preguntan cuándo voy a tener uno. ¡Dios no lo quiera! -suspiró. Miró otra vez a Anthony-. ¡Qué lindo es! Qué pena que su padre no lo haya visto nunca.

– Sí.

Tatiana no sabía qué más decir.

El niño era tan vulnerable… No podía moverse ni sostener la cabeza. A Tatiana le costaba tanto vestirlo con aquellos bracitos inertes y aquella cabecita oscilante que desafiaba sus torpes conocimientos maternales, que algunos días lo dejaba desnudo, envuelto solamente con el pañal y tapado con la manta. La única ropa que podía ponerle eran unos pijamas que le había dado Edward. Afortunadamente, era verano y hacía calor y el niño no necesitaba mucho más, porque su cabecita se negaba a pasar por el cuello de la prenda y los bracitos se negaban a introducirse en las largas mangas. Bañarlo era aún más difícil. Como el ombligo no le había cicatrizado del todo, Tatiana le limpiaba el cuerpo con un paño, lo cual no era tan complicado, pero lavarle el pelo quedaba más allá de sus habilidades. El niño no hacía nada, no podía ayudarla de ninguna manera, no podía levantar los brazos o quedarse quieto o incorporarse. La cabecita se le inclinaba hacia atrás, su cuerpo se escurría de entre los brazos de Tatiana, las piernecitas se balanceaban precariamente sobre la pila. Tatiana vivía en constante temor de que el bebé le resbalara de entre las manos y se desplomara sobre el suelo de baldosas blancas y negras. Los sentimientos que le inspiraba su absoluta dependencia iban desde una intensa angustia por el futuro del niño hasta una ternura casi asfixiante. Sin embargo, quizá porque así estaba previsto en la naturaleza, saber que Anthony la necesitaba la hacía sentir más fuerte.

Y le hacía falta fortalecerse. A menudo, cuando el niño dormía plácidamente, Tatiana tenía la impresión de que eran su propia cabeza, sus brazos, sus piernas y su cuerpo frágil y oscilante los que estaban a punto de caerse del alféizar y desplomarse sobre el asfalto de la calle.

Por eso, para sentir que su bebé le daba fuerzas, lo destapaba y comenzaba a acariciarlo. Lo sacaba de la cuna y se lo ponía sobre el pecho y lo dejaba dormir con la cabecita apoyada sobre su corazón. El niño tenía los brazos largos y las piernas largas, y mientras lo acariciaba, Tatiana se imaginaba que estaba viendo a un niño distinto a través de los ojos de otra mujer, a un niño larguirucho como Anthony, moreno y suave como él, un niño al que tocaba, bañaba, acunaba y acariciaba su propia madre, una madre que había esperado una vida entera para tener a su único hijo.

Capítulo 7

El interrogatorio, 1943

Se oyeron unas voces fuera de la celda y la puerta se abrió.

– ¿Alexander Belov?

Alexander iba a decir «sí», pero sin saber por qué se acordó de los Romanov, asesinados en un sótano en medio de la noche. ¿Era de noche ya? ¿Era la misma noche, era la noche siguiente?

– ¿Voy con usted? -decidió contestar.

– Sí, venga.

Acompañó al guardián hasta una pequeña habitación en el piso superior. Esta vez no era un aula sino un antiguo almacén, quizá la oficina de enfermería.

Le ordenaron que se sentara en la silla. Luego le ordenaron que se pusiera de pie, y después, que volviera a sentarse. Fuera aún no había luz. Preguntó qué hora era, pero le dijeron «¡cierra el pico!» y no volvió a preguntarlo. Al cabo de un rato entraron dos hombres en la habitación. Uno de ellos era el gordo Mitterand, y el otro, un agente al que Alexander no conocía.

El agente encendió una lámpara y enfocó directamente la cara de Alexander, que cerró los ojos.

– ¡Abra los ojos, comandante!

– Calma, Vladimir -advirtió en voz baja el gordo Mitterand-. No hay por qué actuar así.

Alexander se alegró de que aún lo llamaran «comandante». Por lo visto, no habían conseguido traer a un coronel para interrogarlo. Como sospechaba, en Morozovo no había nadie que pudiera ocuparse de su caso. Por eso debían enviarlo a Voljov, pero no querían arriesgar la vida de más soldados atravesando el río en un camión. Ya habían fracasado una vez. Más adelante podrían ir en barca, pero tenían que esperar a que el hielo se fundiera. De modo que Alexander podía pasarse otro mes en la celda de Morozovo. ¿Sería capaz de soportar allí dentro un minuto más?

– Comandante Belov -comenzó Mitterand-, estoy aquí para comunicarle que está usted arrestado por alta traición. Disponemos de pruebas irrefutables que lo acusan de espionaje y traición a su patria. ¿Qué tiene usted que alegar?

– Son acusaciones infundadas -aseguró Alexander-. ¿Algo más?

– ¡Se le acusa de ser un espía extranjero!

– No es cierto.

– Sabemos que lleva tiempo viviendo con una identidad falsa -dijo Mitterand.

– No es cierto, es mi identidad verdadera -dijo Alexander.

– Nos gustaría que firmara este papel donde se detallan los derechos que le concede el artículo 58 del Código Penal de 1928.

– No pienso firmar nada -dijo Alexander.

– El soldado que dormía a su lado en el hospital nos ha dicho que le oyó hablar en inglés con el médico de la Cruz Roja que lo visitaba todos los días. ¿Es cierto eso?

– No.

– ¿Por qué lo visitaba el médico?

– Por si no conocen las razones que pueden llevar a un militar a una sala de cuidados intensivos, les diré que caí herido en combate. Pueden preguntárselo a mis mandos. El comandante Orlov…

– ¡Orlov está muerto! -soltó Mitterand.

– Me apena saberlo -exclamó Alexander.

Se sintió flaquear por un momento. Orlov era un buen jefe. No era Mijaíl Stepanov, pero ¿quién podía estar a la altura de Stepanov?

– Comandante, se lo acusa de haberse alistado en el ejército con un nombre falso. Se lo acusa de ser el ciudadano estadounidense Alexander Barrington. Se lo acusa de fugarse mientras era conducido a un campo de castigo en Vladivostok, después de ser condenado por espionaje y actividades subversivas contra la Unión Soviética.

– Todo son mentiras -aseguró Alexander-. ¿Dónde está la persona que me acusa? Me gustaría verla.

¿Qué noche era? ¿Había pasado un día? ¿Habían logrado escapar Sayers y Tania? De ser así, Dimitri se habría ido con ellos, y en ese caso el NKVD tendría dificultades para defender la existencia de un acusador cuando el propio acusador habría desaparecido como si fuera un ministro del Politburo de Stalin.

– Tengo tanto interés como ustedes en llegar al fondo de la cuestión -aseguró Alexander con una sonrisa amigable-. O quizá más. ¿Dónde está esa persona?

– ¡Las preguntas las hacemos nosotros, no usted! -vociferó Mitterand.

El problema era que no tenían más preguntas. Mejor dicho, se limitaban a preguntarle lo mismo una y otra vez.

– ¿Es usted el ciudadano estadounidense llamado Alexander Barrington?

– No -contestó el ciudadano estadounidense llamado Alexander Barrington-. No sé de qué me hablan.

Alexander no sabía cuánto tiempo llevaban interrogándolo. Le enfocaron la cara con una lámpara y se limitó a cerrar los ojos. Le ordenaron que se pusiera de pie y aprovechó para estirar las piernas. Aguantó de pie durante lo que pareció una hora y lamentó tener que volver a sentarse. No sabía si había sido una hora exactamente, pero para entretenerse durante el monótono interrogatorio estuvo contando los segundos que duraba cada ciclo, desde «¿Es usted el ciudadano estadounidense llamado Alexander Barrington?» hasta «No; no sé de qué me hablan».

Siete segundos. Doce si Alexander se demoraba en responder, si juntaba los pies, ponía los ojos en blanco o soltaba un suspiro. Una vez no pudo contenerse y estuvo bostezando durante treinta segundos. Le pareció que el tiempo pasaba más deprisa.

Repitieron la misma pregunta 147 veces. Cada seis, antes de proseguir, Mitterand tomaba un trago. Al final pasó el relevo a Vladimir, que bebía menos y era más amable e incluso le ofreció una copa. Alexander la rechazó cortésmente pero agradeció la distracción. Sabía que no debía aceptar nada de lo que le ofrecieran. Sólo pretendían congraciarse con él.

Pero la distracción no fue suficiente.

– Guardián, llévelo a la celda -dijo Vladimir al cabo de 147 intentos, con la frustración reflejada en la voz y en el rostro. Y añadió-: Terminará confesando, comandante. Sabemos que las acusaciones son ciertas y haremos todo lo que esté en nuestras manos para que confiese.

Normalmente, cuando los apparatchik del Partido interrogaban a un detenido con la intención de condenarlo y enviarlo cuanto antes a un campo de trabajo, todo el mundo sabía que se estaba desarrollando una farsa. Los que preguntaban sabían que las acusaciones eran falsas y el desconcertado prisionero lo sabía también, pero la alternativa que le presentaban era tan dura, que terminaba reconociendo la obvia falacia. «Usted, vecino de un agitador antiproletario, confiese que conspiró con él o le caerán veinticinco años en Magadán; si confiesa, serán sólo diez.» Ésa era la disyuntiva, y los prisioneros terminaban confesando para salvarse o para salvar a sus familiares, o porque la sucesión de palizas y humillaciones los dejaba sin fuerzas para negar el entramado de mentiras. Alexander pensó que ésa debía de ser la primera vez en varias décadas en que el detenido era acusado de un hecho auténtico (puesto que él era realmente Alexander Barrington), y la primera vez en que los interrogadores podían escudarse en la verdad, una verdad que el propio interrogado no tenía más remedio que ocultar bajo un entramado de mentiras si quería sobrevivir. Le habría gustado señalar la paradoja a Mitterand y a Vladimir, pero no creía que estuvieran en condiciones de apreciarla.

Dos guardianes lo devolvieron a la celda, lo apuntaron con los fusiles y le ordenaron que se desnudara.

– Hay que llevar el uniforme a la lavandería -dijeron.

Alexander se quitó toda la ropa menos los calzoncillos largos. Le ordenaron que se desprendiera también del reloj, las botas y los calcetines. Alexander no quería quitarse los calcetines porque el suelo de la celda estaba helado.

– ¿Para qué quieren las botas?

– Para lustrarlas.

Alexander se alegró de haber guardado los medicamentos del doctor Sayers en el bolsillo de los calzoncillos.

Les tendió las botas de mala gana, y los guardianes se las arrebataron de un tirón y se fueron sin decir palabra.

Cuando se cerró la puerta y se quedó solo en la celda, Alexander cogió la lámpara de queroseno y se la acercó al cuerpo para entrar en calor. Ya no le preocupaba la falta de oxígeno.

Le ordenaron a gritos que no tocara la lámpara, pero Alexander no la soltó. Uno de los guardianes entró y se la arrebató bruscamente, dejándolo otra vez en una celda fría y oscura.

A pesar del vendaje que le había puesto Tatiana alrededor del torso, le dolía mucho la herida de la espalda. Deseó poder envolverse todo el cuerpo con la gasa blanca.

Tenía que tocar el suelo lo menos posible. Se irguió en el centro de la celda para que lo único que estuviera en contacto con el cemento helado fuera las plantas de los pies. Imaginó el calor.

Se llevó las manos a la nuca, se las puso detrás de la espalda delante del pecho…

E imaginó…

Tania de pie delante de él, con la cabeza apoyada en su torso desnudo para oír los latidos de su corazón, alzando los ojos hacia él y sonriéndole. Tatiana de puntillas sobre los pies de él, aferrada a sus brazos, irguiéndose para acercar su cara a la de él.

Calor.

Ya no era ni de día ni de noche. Ya no había resplandor ni luz. No había nada que sirviera para calcular el tiempo. Las imágenes de Tatiana se sucedían sin parar en la cabeza de Alexander, era incapaz de calcular cuánto tiempo llevaba pensando en ella. Intentó contar los segundos y se sintió exhausto. Necesitaba dormir.

¿Dormir o pasar frío? ¿Dormir o pasar frío?

Dormir.

Se acurrucó en el rincón sin dejar de temblar, tratando de mantener a raya la desesperación. ¿Había pasado un día, o una noche?

Un día o una noche, ¿a partir de qué momento?

«Esperarán a que muera de hambre o de sed. Me matarán de una paliza. Pero primero se me congelarán los pies, y luego las piernas, y luego mis entrañas se volverán de hielo. Y la sangre también, y el corazón, y llegará el olvido.»


Tamara y sus historias, 1935

Una babushka llamada Tamara llevaba veinte años viviendo en la planta donde se habían instalado los Barrington. Tenía siempre abierta la puerta de su habitación y Alexander, al volver del colegio, entraba a veces a charlar un rato con ella porque sabía que los ancianos agradecían la posibilidad de transmitir su experiencia vital a las nuevas generaciones. Una tarde, Tamara, sentada en una incómoda silla de madera junto a la ventana, le contó que a su marido lo habían detenido por delitos religiosos en 1928 y lo habían condenado a diez años…

– Un momento, Tamara Mijailovna. ¿Diez años dónde?

– En un campo de trabajo en Siberia, claro. ¿Dónde va a ser?

– ¿Lo declararon culpable y lo enviaron a trabajar a Siberia?

– Lo enviaron a un presidio…

– ¿Y trabajaba gratis…?

– Ay, Alexander, te ruego que no me interrumpas cuando te estoy contando algo.

El muchacho calló.

– En 1930 detuvieron a las prostitutas de la calle Arbat, y no sólo volvían a estar aquí al cabo de unos meses, sino que les habían permitido ver a sus familiares. Pero a mi marido y a sus compañeros de religión no los dejaron volver, en todo caso no a Moscú.

– Sólo faltan tres años… -intervino Alexander-. Tres años de trabajos forzados.

Tamara negó con la cabeza.

– En 1932 -añadió, bajando la voz- recibí un telegrama de la dirección de Kolima: «Sin derecho a correspondencia», decía. Sabes qué significa, ¿verdad?

Alexander no se atrevió a aventurar una respuesta.

– Significa que la persona con la que mantenías correspondencia ya no vive -explicó Tamara con la voz temblorosa, agachando la cabeza.

A Alexander le gustaba escucharla, igual que le sucedía con Slavan. Tamara le contó que tres sacerdotes de la iglesia de la esquina habían sido condenados a siete años por no renunciar a las herramientas del capitalismo, es decir: por conservar en privado su fe cristiana.

– ¿También los mandaron a un campo de trabajo?

– ¡Claro! -Alexander calló y la dejó continuar-. Lo curioso es que… ¿Te fijaste en que hace unos meses había rameras en la puerta del hotel que hay en esta misma calle?

– Ajá…

Alexander se había fijado.

– Las detuvieron por alteración del orden público…

– Y por no renunciar a las herramientas del capitalismo -observó secamente Alexander.

– Exacto, chico, exacto. -Tamara rió y le acarició el pelo-. ¿Y sabes cuántos años les cayeron en ese campo de trabajo que tanto te interesaba? Tres. No lo olvides: cristianismo, siete años; prostitución, tres años.

Jane entró en la habitación y agarró a su hijo de la mano.

– ¡Vámonos! -exclamó.

Antes de salir se dio la vuelta y añadió en tono acusatorio, dirigiéndose a Alexander pero mirando a Tamara:

– ¿Podrías dejar de hablar de prostitutas con viejas desdentadas?

– ¿Y con quién quieres que hable de prostitutas, mamá? -preguntó Alexander.

– Hijo, tu madre quiere que hable contigo de una cosa.

Harold carraspeó. Alexander apretó los labios y se sentó en silencio. Vio a su padre muy nervioso y se pisó las manos con los muslos para contener la risa. Su madre fingía limpiar algo en la otra punta de la habitación. Harold lanzó una mirada en dirección a Jane.

– ¿Sí, papá? -dijo Alexander con su voz más profunda.

Le había cambiado la voz hacía unos meses y le gustaba mucho cómo sonaba su nueva personalidad. Muy adulta. También había crecido más de veinte centímetros de estatura en los últimos seis meses, pero no parecía tener mucha carne sobre los huesos. Aún le faltaba… de todo.

– Papá, ¿quieres que hablemos dando un paseo?

– ¡No! -dijo Jane-. No podré escucharos. Podéis hablar aquí.

– Muy bien, papá, hablemos aquí -concedió Alexander, con un gesto de asentimiento.

Alzó la cara e intentó no reírse. Habría dado igual que cruzara los ojos o que sacara la lengua, porque su padre era incapaz de mirarlo.

– Hijo -comenzó Harold-, estás a punto de alcanzar esa edad en la que… en fin, estoy seguro de que será así, de hecho es así ya… estás hecho un chaval muy simpático y muy guapo, y necesitas mi consejo porque no tardarás en… bueno, quizá ya has… estoy seguro de que ya has…

Jane soltó un bufido reprobatorio al fondo de la habitación, y Harold se interrumpió.

Al cabo de unos segundos, Alexander se puso de pie y palmeó cariñosamente el hombro de su padre.

– Gracias, papá -dijo-. Sí que ha sido una ayuda.

Se marchó a su habitación, y Harold no lo siguió. Oyó discutir a sus padres y al cabo de un minuto llamaron a la puerta. Era su madre.

– ¿Puedo hablar contigo?

– No hace falta, mamá -contestó Alexander, intentando mantenerse serio-, creo que papá ya ha dicho lo que tenía que decir y no hay nada más que añadir…

Jane se sentó en la cama y Alexander se acomodó en la silla que había junto a la ventana. En mayo cumpliría dieciséis años. Le gustaba el verano. A lo mejor alquilaban una habitación en una dacha de Krasnaia Poliana, como el año anterior.

– Alexander, lo que tu padre no ha llegado a decir…

– Pero ¿hay algo que no haya llegado a decir?

– Hijo…

– Perdona, sigue…

– No voy a darte una lección sobre las chicas…

– Menos mal.

– Pero escúchame, quiero que tengas en cuenta una cosa… -Jane hizo una pausa. Alexander esperó-. Martha me ha contado que a uno de sus asquerosos hijos han tenido que extirparle el aparato -susurró-. ¡Extirpárselo! ¿Y sabes por qué?

– No sé si quiero saberlo.

– Porque pilló purgaciones. ¿Sabes qué es eso?

– Creo que…

– Y el otro hijo tiene el cuerpo lleno de bubas. ¡Es repugnante!

– Sí, es…

– ¡El mal francés! ¡La sífilis! Lenin murió de eso, con el cerebro consumido -susurró-. Nadie lo dice, pero es así. ¿Eso es lo que quieres que te pase?

– La verdad es que no -repuso Alexander.

– Pues está por todas partes. Tu padre y yo conocíamos a un hombre que se quedó sin nariz por lo mismo.

– Personalmente, prefiero quedarme sin nariz que sin…

– ¡Alexander!

– Lo siento.

– Es un asunto muy serio, hijo. He hecho todo lo que he podido para educarte bien, para que seas un chico limpio y sano, pero mira dónde tenemos que vivir, y tú no tardarás en independizarte.

– Ah, ¿piensas que será pronto…?

– ¿Qué va a pasar cuando te encames con una lagartona que vete a saber con quién ha estado antes? -preguntó resueltamente Jane-. Hijo, yo no quiero que cuando crezcas seas un santo ni un eunuco; sólo quiero que vayas con cuidado y que protejas en todo momento lo que es tuyo. Tienes que mantener la higiene, ir con cuidado… y no olvides que si no usas protección terminarás haciéndole un bombo a una chica y entonces ¿qué? ¿Terminarás casándote con alguien a quien no quieres?

– ¿Un bombo? -preguntó Alexander, mirando a su madre.

– Te dirá que es tuyo pero nunca lo sabrás con seguridad, sólo sabrás que te has casado y que el aparato ya no te funciona.

– Para ya, madre, por favor -suplicó Alexander.

– ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

– ¿Cómo no voy a entenderte?

– Tenía que explicártelo tu padre.

– Y lo ha hecho. En mi opinión, me lo ha explicado muy bien.

– ¿Podrías tomarte algo en serio alguna vez, para variar? -preguntó Jane, poniéndose de pie para marcharse.

– Sí, mamá. Gracias por venir. Me alegro de que hayamos tenido esta conversación.

– ¿Tienes alguna pregunta?

– Ninguna.


El cambio de nombre de la residencia, 1935

Una gélida tarde de enero, Alexander y su padre se dirigían a la reunión de todos los jueves.

– Papá -preguntó Alexander-, ¿por qué van a cambiar otra vez el nombre de la residencia? Es la tercera vez en seis meses.

– No lo han cambiado tantas veces.

– Sí, papá. -Caminaban el uno al lado del otro, sin darse la mano-. Cuando nos instalamos se llamaba «Hotel Derzhava». Luego lo cambiaron a «Hotel Kamenev», y luego se llamó «Zinoviev». Y ahora es el «Hotel Kirov». ¿Por qué? ¿Y quién es ese tal Kirov?

– Era el jefe del Partido en Leningrado -explicó Harold.

En la reunión, el viejo Slavan soltó una carcajada cuando Alexander repitió la pregunta.

– No te preocupes, hijo -lo tranquilizó, dándole una palmadita en la cabeza-. Ahora que es «Kirov», «Kirov» se quedará.

– Bueno, dejad ya el tema -dijo Harold.

Intentó apartar a su hijo, pero Alexander no quería perderse la explicación.-¿Por qué, Slavan Ivanovich?

– Porque Kirov está muerto -le explicó Slavan-. Lo asesinaron en Leningrado hace un mes. Ahora hay una persecución en marcha.

– Ah, ¿es que no han encontrado al asesino?

– A él lo encontraron, sí. -El viejo sonrió amargamente-. Pero ¿qué pasa con los demás?

– ¿Quiénes?

Alexander bajó la voz.

– Los demás conspiradores -explicó el viejo-. También tienen que morir.

– ¿Fue una conspiración?

– Sí, claro. ¿Habría una persecución en marcha de no ser así?

Harold llamó en tono áspero a Alexander.

Más tarde, cuando volvían a casa, le preguntó:

– Hijo, ¿por qué hablas tanto con Slavan? ¿Qué cosas te ha estado contando?

– Es un hombre fascinante -aseguró Alexander-. ¿Sabías que estuvo cinco años en Akatui? -Akatui era un presidio siberiano de la época zarista-. Dice que le dieron una camisa blanca y que en verano trabajaba sólo ocho horas al día y en invierno seis, y que nunca llevaba la camisa sucia, y que le daban un kilo de pan al día y carne también. Dice que fueron los mejores años de su vida.

– Pues no lo envidio -masculló Harold-. Oye, no quiero que hables tanto con él. Siéntate con nosotros.

– Ajá… -repuso Alexander-. Vosotros fumáis mucho y me pican los ojos.

– Echaré el humo en otra dirección. Slavan es conflictivo. Mantente alejado de él, ¿me oyes? -Harold hizo una pausa y añadió-: No durará mucho.

– ¿No durará mucho dónde?

Dos meses después, Slavan desapareció de las reuniones.

Alexander lo echaba de menos y echaba de menos sus historias.

– Papá, en nuestro piso sigue desapareciendo gente. Ya no está la señora Támara.

– Nunca me cayó bien -opinó Jane, tomando un sorbito de vodka-. Creo que está enferma y la han llevado al hospital. Era muy mayor, Alexander.

– Mamá, ahora hay dos hombres jóvenes ocupando su habitación. ¿Van a vivir con ella cuando vuelva del hospital?

– No tengo ni idea -respondió resueltamente Jane, y con la misma resolución se sirvió otro vasito de vodka.

– La familia italiana ya no está. ¿Tú sabías que se habían marchado, mamá?

– ¿Quiénes? -dijo Harold, alzando la voz-. ¿Quién desaparece? Los Frasca no han desaparecido: están de vacaciones.

– Es invierno, papá. ¿Adónde quieres que vayan de vacaciones?

– A Crimea. Están en un centro de veraneo cerca de Krasnodar. En Dzhugba, creo. Volverán dentro de dos meses.

– Ah, ¿sí? ¿Y qué me dices de los Van Doren? ¿Adónde se han ido? ¿A Crimea también? Ahora hay una familia rusa ocupando su habitación. Pensaba que esa planta era sólo para extranjeros.

– Se han trasladado a otro edificio en el mismo Moscú -dijo Harold, hincando el tenedor en el plato-. El Obkom quiere integrar a los extranjeros en la sociedad soviética.

– ¿Que se han trasladado, dices? -inquirió Alexander, soltando los cubiertos de golpe-. ¿Adónde? Porque Nikita está durmiendo en nuestro baño.

– ¿Quién es Nikita?

– Papá, ¿no has visto que se ha instalado un hombre en la bañera?

– ¿Quién es?

– Nikita.

– Ah. ¿Y cuánto tiempo lleva ahí?

Alexander y su madre intercambiaron una mirada de perplejidad.

– Tres meses.

– ¿Lleva tres meses en la bañera? ¿Por qué?

– Porque no ha conseguido ni una sola habitación de alquiler en todo Moscú. Venía de Novosibirsk.

– No lo he visto -dijo Harold, en un tono que implicaba que, como nunca lo había visto, era imposible que Nikita existiera-. ¿Qué hace cuando quiero bañarme?

– Pues deja libre el cuarto de baño durante media hora -explicó Jane-. Le doy un vasito de vodka y sale a dar un paseo.

– Mamá -dijo Alexander, sin dejar de masticar-, su mujer viene en marzo. Nikita me ha pedido que pregunte a todos los del piso si podemos adelantar la hora del baño por la noche, para dejarles un poco de…

– Dejadlo ya, os estáis burlando de mí -dijo Harold.

Alexander y su madre intercambiaron otra mirada.

– Sal a comprobarlo, papá -propuso Alexander-. Y cuando vuelvas, dime a qué sitio de Moscú pueden haberse trasladado los Van Doren.

Al volver, Harold se encogió de hombros y declaró:

– Ese hombre es un vagabundo. No es de fiar.

– Ese hombre -dijo Alexander, mirando el vaso de vodka de su madre- es el responsable de mantenimiento de la flota del Báltico.

Un mes después, en febrero de 1935, a la vuelta del instituto, Alexander oyó que su madre y su padre se peleaban otra vez. Les oyó gritar dos veces su nombre.

Así que su madre estaba preocupada por él. Pero ¿por qué? El estaba bien: hablaba ruso con soltura, cantaba canciones, bebía cerveza y jugaba al hockey con sus amigos en el parque Gorki. Estaba perfectamente. ¿Por qué se preocupaba su madre? Le habría gustado entrar y decirle que todo iba bien, pero prefería no interferir en sus peleas.

De pronto oyó que uno lanzaba algo por el aire y otro recibía un golpe. Entró corriendo en la habitación y vio a su madre en el suelo, con la cara roja, y a su padre inclinándose hacia ella. Alexander corrió hacia él y lo apartó de un empujón.

– Pero ¿qué haces, papá? -chilló-. ¿Qué estás haciendo?

Alexander se arrodilló junto a su madre, que se incorporó y miró muy seria a Harold.

– Qué bonito lo que le estás enseñando a tu hijo -dijo-. ¿Para esto lo trajiste a la Unión Soviética, para que aprendiera a tratar así a las mujeres? ¿A su esposa, quizá?

– ¡Calla! -gritó Harold, y apretó los puños-. ¡Calla!

– ¡Basta ya, papá! -Alexander se puso de pie de un salto-. ¿Qué estás haciendo?

– Tu padre nos abandona, Alexander…

– ¡No os estoy abandonando!

Alexander se enfrentó a su padre y le dio otro empujón.

– ¿Qué estás haciendo, papá? -repitió.

Harold lo apartó y le dio un manotazo en la cara. Jane ahogó un grito. Alexander se tambaleó pero no llegó a caerse. Harold intento golpearlo otra vez, pero su hijo lo esquivó. Jane agarró a su marido por las piernas y lo tiró al suelo. Al caer, Harold se dio de cabeza contra el sofá.

– ¡No te atrevas a tocarlo! -chilló Jane.

Harold estaba en el suelo y Jane también; el único que estaba de pie era Alexander. Los tres respiraban entrecortadamente y evitaban mirarse. Alexander se pasó la mano por el labio ensangrentado.

– Harold -dijo Jane, todavía arrodillada-. ¡Mira cómo estamos! ¡Esta mierda de país está acabando con nosotros! -Estaba llorando-. Volvamos a nuestra tierra y empecemos de nuevo.

– ¿Estás loca? -masculló Harold, mirando a Alexander y a Jane-. ¿Te das cuenta de lo que dices?

– Sí.

– ¿Has olvidado que renunciamos a la nacionalidad estadounidense? ¿Has olvidado que en este momento tú y yo somos apatridas y estamos esperando a que nos concedan la nacionalidad soviética para poder seguir adelante? ¿Crees que en Estados Unidos nos aceptarán si volvemos? ¡Si prácticamente nos echaron a patadas…! ¿Y cómo se sentirán las autoridades soviéticas si ven que también les damos la espalda?

– Me da igual lo que piensen las autoridades soviéticas.

– ¡Señor, qué ingenua eres!

– ¿Eso soy? ¿Y tú qué eres, entonces? ¿Sabías que serían así las cosas y nos trajiste igualmente? ¿Trajiste a tu hijo?

– No vinimos buscando una vida regalada -contestó Harold, con una mirada de decepción-. Eso podríamos haberlo tenido en Estados Unidos.

– Es verdad, y lo tuvimos. Nosotros dos podemos conformarnos con las condiciones de este país, pero Alexander no tiene por qué quedarse, Harold. Al menos mándalo a él de vuelta.

– ¿Qué?

Harold no era capaz de hablar más que en susurros.

– Sí. -Jane se incorporó con la ayuda de Alexander y se plantó frente a su marido-. Tiene quince años. Mándalo a casa.

– ¡Mamá! -protestó Alexander.

– No lo dejes morir en este país… ¿No comprendes que debe irse? Alexander lo entiende. ¿Por qué tú no?

– Alexander no lo entiende. ¿O sí, hijo?

Alexander permaneció en silencio. No quería tomar partido contra su padre.

– ¿Lo ves? -exclamó Jane en tono triunfal-. Por favor, Harold. Dentro de nada será demasiado tarde.

– Qué tonterías dices. ¿Demasiado tarde para qué?

– Demasiado tarde para Alexander -respondió Jane con la voz desfalleciente, pálida de desesperación-. Trágate el orgullo por un momento, hazlo por él. Antes de que cumpla los dieciséis en mayo y tenga que alistarse en el Ejército Rojo, antes de que la tragedia caiga sobre todos nosotros, mientras aún tenga la nacionalidad estadounidense… mándalo de vuelta. Él no ha renunciado a sus derechos como ciudadano de Estados Unidos. Yo me quedaré aquí, viviendo contigo hasta el fin de mis días, pero…

– ¡No! -exclamó Harold, con la voz desmayada-. Si las cosas no han salido como esperaba, lo sien…

– No digas que lo sientes por mí, cabrón. No lo sientas por mí… Cuando me acosté contigo, sabía lo que estaba haciendo. Siéntelo por tu hijo. ¿Qué va a ser de él?

Jane se dio la vuelta y se alejó.

Alexander se acercó a la ventana y miró a la calle. Era una noche de febrero. Oía las voces de su padre y de su madre detrás de él.

– Janie, tranquila, todo saldrá bien, ya lo verás. A Alexander le irá mejor dentro de un tiempo. El comunismo es el futuro del mundo, lo sabes tan bien como yo. Cuanto más se agranda la brecha entre ricos y pobres, más importante se vuelve el comunismo. Estados Unidos es una causa perdida. ¿Quién se va a preocupar de la gente común, quién va a proteger sus derechos, si no los comunistas? Estamos atravesando la fase más dura. Pero no me cabe duda, y sé que a ti tampoco, de que el comunismo es el futuro.

– ¡Señor! -exclamó Jane-. ¿Nunca lo dejarás?

– No podemos dejarlo ahora -se justificó Harold-. Seremos testigos del proceso hasta el final.

– Exacto -replicó Jane-. El propio Marx escribió: «El capitalismo produce sus propios sepultureros». ¿No crees que quizá no hablaba del capitalismo?

– Por supuesto -aceptó Harold, mientras Alexander desviaba la mirada-. Los comunistas reconocen abiertamente que, para alcanzar sus objetivos, deben acabar por la fuerza con los males preexistentes. Acabar con el egoísmo, con la codicia, con el individualismo, con los intereses personales…

– Con la prosperidad, la tranquilidad, la comodidad, la privacidad, la libertad… -añadió Jane remarcando cada palabra, mientras Alexander seguía mirando obstinadamente por la ventana-. «El segundo Estados Unidos»… Vaya mierda de segundo Estados Unidos

Sin necesidad de volverse, Alexander vio la mirada furiosa de su padre y la mirada desesperada de su madre y la habitación gris de paredes descascarilladas y la manecilla de la puerta sujeta con cinta adhesiva y sintió el olor de los retretes que estaban a pocos metros, y no dijo nada.

Antes de llegar a la Unión Soviética, el único mundo que tenía sentido para él era Estados Unidos, un país donde su padre podía subirse a un pulpito a predicar contra el gobierno, y la policía encargada de proteger a ese gobierno lo obligaba a bajar y lo metía en una celda de Boston para curarlo de su afán agitador, y al día siguiente o al cabo de dos días lo dejaba salir para que retomara con renovado fervor sus prédicas sobre las lamentables deficiencias del Estados Unidos de los años veinte. Y según Harold estas deficiencias eran muchas, aunque alguna vez había dicho que le impresionaban los inmigrantes que acudían en masa a Nueva York y a Boston para vivir en condiciones deplorables y trabajar por cuatro perras y que avergonzaban a generaciones de estadounidenses siendo capaces de vivir en condiciones deplorables y trabajar por cuatro perras y aceptarlo con alegría… una alegría que sólo quedaba mitigada por la imposibilidad de traer a otros familiares suyos a Estados Unidos para que también vivieran en condiciones deplorables y trabajaran por cuatro perras.

Harold Barrington podía predicar la revolución en Estados Unidos y a Alexander le parecía algo perfectamente normal porque había leído Sobre la libertad de John Stuart Mill y John Stuart Mill le había enseñado que la libertad no consiste en hacer lo que a uno le venga en gana sino en decir lo que a uno le venga en gana. Su padre era seguidor de Mill en la mejor tradición de la democracia estadounidense. ¿Qué tenía eso de extraño?

Lo que le pareció extraño cuando llegaron a Moscú fue el propio Moscú. Y a medida que pasaron los años, Moscú le fue pareciendo cada vez más extraño. Su vitalidad juvenil se apagaba al observar aquella miseria, aquel caos y aquellas incomodidades. Había dejado de dar la mano a su padre cuando se dirigían a las reuniones de los jueves, pero el vacío que sentía en los dedos era el de una naranja en invierno.

En la misma época en que ensalzaba a Rusia como el «segundo Estados Unidos», el camarada Stalin había anunciado que en pocos años las líneas férreas, las carreteras y las viviendas de la Unión Soviética estarían a la altura de las norteamericanas. Según él, la URSS se estaba industrializando a mayor velocidad que Estados Unidos porque el capitalismo fomentaba el progreso de forma caótica y el socialismo lo impulsaba en todos los frentes. En Estados Unidos había un 35 % de paro, mientras que en la Unión Soviética se alcanzaba prácticamente el pleno empleo. Todos los soviéticos trabajaban (lo cual era una prueba de la superioridad de la URSS), mientras que los estadounidenses dependían del estado del bienestar porque no había suficiente trabajo para todos. Todo eso eran datos objetivos e innegables. Entonces, ¿por qué la sensación de malestar era tan acuciante?

Sin embargo, el malestar y el desconcierto de Alexander eran accesorios; lo que no era accesorio era su juventud. Y Alexander era joven, incluso en Moscú.

Se limpió la sangre de la boca con la manga y tendió una servilleta a su madre.

– No la escuches -dijo mirando a Harold, antes de salir de la habitación y dejar a sus padres con sus miserias-. No pienso volver a Estados Unidos sin vosotros. Mi futuro está aquí, para bien o para mal. -Se acercó un paso a su padre y añadió-: Pero no vuelvas a pegar a mamá. -Alexander era varios centímetros más alto que Harold-. Si vuelves a hacerlo, tendrás que vértelas conmigo.

Una semana después, a Harold lo despidieron del periódico porque las nuevas leyes prohibían que los extranjeros manejaran maquinaria de impresión, por muy cualificados que estuvieran y por leales que fueran a la Unión Soviética. Al parecer, trabajar en una rotativa era una oportunidad para el sabotaje ya que permitía falsificar documentos y difundir mentiras subversivas contra la causa soviética. Habían pillado a un montón de extranjeros publicando malévolos panfletos y distribuyéndolos entre los laboriosos ciudadanos soviéticos, de manera que Harold no seguiría trabajando de impresor.

Lo destinaron a una fábrica de herramientas donde se dedicó a fundir metal para hacer trinquetes y destornilladores.

Este trabajo le duró solamente unas semanas. Al parecer tampoco era seguro, ya que habían pillado a un montón de extranjeros fabricando cuchillos y navajas para su uso personal en lugar de herramientas para el Estado soviético.

Harold pasó a trabajar de zapatero. A Alexander le hacía gracia. «¿Y tú qué sabes de zapatos, papá?», le preguntaba.

Este empleo le duró solamente unos días. «¿Qué? ¿Tampoco es seguro hacer zapatos?», quiso saber Alexander.

Al parecer, no lo era. Habían pillado a un montón de extranjeros haciendo botas de montaña o botas de agua para que los ciudadanos soviéticos pudieran huir del país a través de los montes o las marismas.

Una noche de abril de 1935, Harold llegó a casa con expresión sombría y en lugar de ponerse a cocinar (ahora era él el que preparaba la cena para la familia), se desplomó en la silla y dijo que un miembro del Obkom había ido a verlo a la escuela donde trabajaba como limpiador y le había dicho que debían irse a vivir a otro sitio.

– Quieren que nos busquemos unas habitaciones, que seamos más independientes. -Se encogió de hombros-. No pasa nada. Lo hemos tenido relativamente fácil en estos cuatro años. Tenemos que devolver algo al Estado.

Hizo una pausa y encendió un pitillo.

Alexander vio que su padre lo miraba de soslayo. Carraspeó e intervino:

– Bueno, Nikita ha desaparecido. Podríamos ocupar nosotros la bañera.

No fue posible encontrar una sola habitación para los Barrington en todo Moscú.

Después de un mes de búsqueda, al volver del trabajo, Harold anunció:

– El tipo del Obkom ha venido a verme otra vez. No podemos quedarnos aquí. Tenemos que irnos.

– ¿Cuándo? -exclamó Jane.

– Nos quieren fuera dentro de dos días como mucho.

– ¡Pero no tenemos a donde ir!

Harold suspiró.

– Me han propuesto un traslado a Leningrado. Dicen que hay más trabajo: un polígono industrial, varias fábricas de muebles, una central eléctrica…

– ¿Qué pasa? ¿No hay centrales eléctricas en Moscú, papá? -preguntó Alexander.

– Iremos a Leningrado -dijo Harold, sin hacerle caso-. Habrá más habitaciones disponibles. Y tú ya verás cómo encuentras trabajo en la biblioteca pública, Janie.

– ¿A Leningrado? -protestó Alexander-. Papá, no pienso irme de Moscú. Aquí están mis amigos, el instituto… Por favor…

– No tenemos elección, Alexander. Te apuntarás a otro instituto y harás nuevos amigos.

– Vaya, genial.

– No tenemos elección -repitió Harold.

– Claro -dijo Alexander, en voz alta-. Pero antes sí la teníamos, ¿no es así?

– ¡No me levantes la voz, Alexander! -lo riñó Harold-. ¿Me he explicado bien?

– ¡Con toda claridad! -gritó Alexander-. No pienso ir. ¿Me he explicado yo?

Harold se levantó de un salto. Jane se levantó de un salto. Alexander se levantó de un salto.

– ¡Callaos los dos! -exclamó Jane.

– Alexander, no consiento que me hables de ese modo -dijo Harold-, Vamos a trasladarnos, y no quiero que se hable del tema ni un minuto más. Ah, una cosa -añadió, volviéndose hacia su mujer. Adoptó una expresión contrita y carraspeó antes de añadir-: Quieren que nos cambiemos el apellido por otro más ruso.

Alexander soltó un bufido de incredulidad.

– ¿Por qué ahora, después de tantos años? -preguntó.

– ¡Porque sí! -gritó Harold, fuera de sus casillas-. ¡Tenemos que demostrar nuestra lealtad! El mes que viene cumples dieciséis años y tendrás que alistarte en el Ejército Rojo. Necesitas un apellido ruso. Cuanto menos te pregunten, mejor. Ahora tenemos que ser rusos. Nos irá mejor así.

Bajó la mirada.

– Por Dios, papá… -exclamó Alexander-. ¿Cuándo acabará esta historia? ¿Ahora resulta que no podemos conservar nuestro apellido? ¿No les basta con echarnos a patadas de casa y obligarnos a trasladarnos a otra ciudad? ¿También tenemos que perder nuestro nombre? ¿Qué más nos queda?

– ¡No nos escondemos! Hacemos lo que hay que hacer. Nuestro apellido es estadounidense. Tendríamos que habérnoslo cambiado hace mucho.

– Exacto -dijo Alexander-. Los Frasca no lo hicieron, y los Van Doren tampoco. Y mira lo que les ha pasado: se han ido de vacaciones. Vacaciones indefinidas, ¿no, papá?

Harold se incorporó y le levantó la mano, pero su hijo lo apartó de un empujón.

– No me toques -dijo con frialdad-. Ya no tengo edad para eso.

Harold hizo otro intento de pegarle y Alexander lo volvió a empujar, pero esta vez no pudo esquivar a su padre. No quería que su madre lo viera perder el control. Su pobre madre, que temblaba y lloraba y se aferraba a los dos hombres de su familia, implorándoles que parasen.

– Harold, Alexander… por favor, dejadlo ya.

– ¡Díselo a él! -protestó Harold-. Eres tú quien lo ha educado así. No respeta a nadie.

Su madre se acercó a Alexander y lo agarró del brazo.

– Por favor, hijo. Cálmate. Todo irá bien.

– ¿Tú crees, mamá? Nos vamos a otra ciudad y nos cambiamos de nombre igual que ha cambiado de nombre esta residencia. ¿Tú crees que eso es ir bien?

– Sí -aseguró su madre-. Nos tenemos los unos a los otros. Tenemos nuestra vida.

– Cómo cambia la definición de «bien»… -concluyó Alexander, apartándose y cogiendo el abrigo.

– No cruces esa puerta, Alexander -le advirtió Harold-. Te prohíbo que cruces esa puerta.

– Adelante, detenme -lo retó Alexander, mirándolo a los ojos.

Salió de la habitación y no regresó hasta dos días después. Y cuando volvió, empaquetó sus cosas y se marchó del Hotel Kirov.

Su madre estaba borracha y no lo ayudó a llevar las maletas hasta la estación de tren.

¿Cuándo había empezado Alexander a intuir, a notar, a saber, que su madre tenía un problema? Era obvio que le pasaba algo. Al principio sólo eran pequeños cambios, pero Alexander era el hijo y no le correspondía preguntar a los adultos qué les pasaba. Quien tendría que haberse dado cuenta era su padre, pero estaba ciego. Alexander sabía que Harold era de esa clase de personas incapaces de pensar a la vez en los asuntos personales y los asuntos del mundo.

Pero daba igual que no se hubiera enterado o que sí se hubiera enterado y hubiera decidido hacer caso omiso: la cuestión era que Jane Barrington, sin previo aviso y sin gran parafernalia, poco a poco; estaba dejando de ser la persona que había sido y se estaba convirtiendo en la persona que no era.

Capítulo 8

La isla de Ellis, 1943

A mediados de agosto, cuando Tatiana ya llevaba siete semanas en Estados Unidos, Edward pasó a visitarla y la encontró sentada junto a la ventana, como de costumbre. Tenía a Anthony en el regazo y le hacía cosquillas en los dedos de los pies. Se encontraba mucho mejor. Respiraba con más facilidad y apenas tosía. Hacía un mes que no veía sangre en las expectoraciones. El aire de Nueva York le estaba sentando bien.

– Edward -dijo mientras el médico la auscultaba-, tu mujer te estaba buscando.

El médico la miró, desvió los ojos y sonrió.

– Sí… A veces me busca.

Tatiana lo miró con seriedad mientras Edward retiraba el estetoscopio.

– Vaya, estás mucho mejor. Creo que voy a tener que darte el alta.

Tatiana no dijo nada.

– ¿Tienes algún sitio adonde ir? -Edward hizo una pausa-. Necesitarás un trabajo.

– Me gusta estar aquí, Edward -explicó Tatiana.

– Ya lo sé. Pero ya te encuentras bien.

– Estaba pensando… ¿y si trabajo aquí? Necesitáis más enfermeras.

– ¿Quieres trabajar en Ellis?

– Me encantaría.

Edward habló con el jefe de cirugía del Departamento de Sanidad, que visitó a Tatiana y le dijo que tendría que pasar un período de prueba de tres meses para comprobar si tenía los conocimientos necesarios para desempeñar aquel trabajo. El cirujano le explicó que no la contrataría el hospital de Ellis sino el propio Departamento de Sanidad y que ocasionalmente tendría que acudir a la Universidad de Nueva York, donde había escasez de enfermeras. Tatiana aceptó, pero preguntó si podía seguir viviendo en Ellis.

– Y quizá trabajar en el turno de noche… -propuso.

El cirujano no parecía muy conforme.

– ¿Por qué quiere vivir aquí? Puede buscar casa al otro lado de la bahía. Aquí no residen ciudadanos de nuestro país.

Tatiana intentó explicarle que aunque deseaba trabajar no tenía con quién dejar al niño, y que si seguía ocupando la habitación donde había pasado la convalecencia, podría cuidarlo alguno de los refugiados acogidos en la isla.

– Pero el espacio es muy pequeño.

– Me basta con una habitación.

Tatiana, que no se atrevía a ir a Manhattan, pidió a Vikki que le comprara una bata de enfermera y un par de zapatos.

– ¿Sabes que con la cartilla de racionamiento sólo puedes comprar dos pares? -le explicó Vikki-. ¿Quieres que uno de tus dos pares sean los zapatos de enfermera?

– Quiero que mi único par sean los zapatos de enfermera -precisó Tatiana-. ¿Para qué quiero más?

– ¿Y si quieres salir a bailar? -preguntó Vikki.

– ¿A qué?

– ¡A bailar! Ya sabes, mover un poco el esqueleto… ¿Y si quieres ponerte guapa? ¿Es que no va a volver tu marido?

– No -dijo Tatiana-, mi marido ya no volverá.

– Bueno, pues siendo viuda, está claro que necesitarás unos zapatos bonitos.

Tatiana negó con la cabeza.

– Necesito unos zapatos de enfermera y una bata blanca, y necesito seguir en Ellis, y no necesito nada más.

Vikki meneó la cabeza y pestañeó sorprendida.

– Necesitas todo lo demás. ¿Cuándo vienes a cenar a casa? ¿Te parece bien el domingo? El doctor Ludlow dice que te ha dado el alta.

Vikki le compró una bata que le iba un poco grande y unos zapatos de su número, y en cuanto Edward le dio el alta, Tatiana siguió haciendo lo mismo que había hecho hasta entonces con el camisón blanco y la bata gris del hospital: atender a los militares extranjeros que llegaban a Nueva York para pasar la convalecencia antes de que los trasladaran a otro lugar del continente a cumplir la pena que les correspondía como prisioneros de guerra. La mayoría eran soldados alemanes, pero también había algunos italianos, varios etíopes y uno o dos franceses. No había ningún soviético.

– ¿Qué voy a hacer, Tania? -Vikki se había sentado en el borde de la cama mientras su amiga le daba el pecho a Anthony-. ¿Es tu hora de descanso?

– Sí, hora de la comida.

Tatiana sonrió fugazmente, pero los oídos poco atentos de Vikki no habían captado la ironía.

– ¿Quién te cuida al niño cuando tienes turno?

– Me lo llevo y lo dejo en una cama libre mientras atiendo a soldados.

Tenía ganas de contarle que Brenda se ponía nerviosa cada vez que veía al niño, pero Tatiana no quería dejarlo solo en la habitación y le daba lo mismo si la enfermera lo aceptaba o no. Si hubiera habido más inmigrantes, podría haberlo dejado con alguien mientras trabajaba. Pero pocas personas entraban en Estados Unidos a través de la isla. Sólo habían llegado doce en el mes de julio y ocho en el de agosto. Y todos tenían sus propios niños y sus propios problemas.

– ¿Qué vas a hacer con qué, Vikki?

– ¡Con mi situación, Tania! Ya sabes que tengo a mi marido en casa, ¿no?

– Ya lo sé -dijo Tatiana-. Espera un poco… a lo mejor lo mandan otra vez a combatir.

– ¡Ése es el problema! No lo quieren. No puede manejar armas pesadas y lo han licenciado. Quiere que tengamos un niño. ¿Te lo puedes imaginar?

Tatiana no dijo nada.

– ¿Por qué te casaste, Vikki? -preguntó después.

– ¡Por la guerra! ¿Por qué me preguntas eso? ¿Por qué te casaste tú? Se iba a la guerra y me pidió que me casara con él y yo le dije que sí. Pensé: «¿Qué más da? Estamos en guerra. ¿Qué es lo peor que puede pasar?».

– Esto -respondió Tatiana.

– No sabía que volvería tan pronto, pensaba que lo vería en Navidad y una o dos veces más como mucho. O que lo matarían, y entonces podría decir que estuve casada con un héroe de guerra.

– Pero ya es un héroe de guerra, ¿no?

– Eso no cuenta… ¡está vivo!

– ¡Ah!

– Antes de que volviera, yo salía a bailar todos los fines de semana, y ahora no puedo hacer nada. ¡Ay, Señor! -exclamó-. ¡Estar casada es una lata!

– ¿Lo quieres?

– Claro. -Vikki se encogió de hombros-. Pero también quiero a Chris. Y hace dos semanas conocí a un médico muy simpático… Pero todo eso se ha acabado por ahora.

– Tienes razón -dijo Tatiana-, el matrimonio es incómodo. -Se interrumpió y añadió-: ¿Y por qué no le pides…? ¿Cómo se dice…?

– ¿El divorcio?

– Eso es.

– ¿Te has vuelto loca? ¿De qué país vienes tú? ¿Qué costumbres tenéis allá?

– En mi país -explicó Tatiana- somos fieles a maridos.

– ¡Él no estaba! No iba a esperar que le fuera fiel cuando él estaba divirtiéndose en Asia, a miles de kilómetros… En cuanto al divorcio… soy demasiado joven para ser una divorciada.

– ¿Y para ser viuda no?

Tatiana sintió un estremecimiento mientras lo decía.

– ¡No! Ser viuda es un honor. Pero no puedo ser una divorciada. ¿Quieres que me convierta en una Wallis Simpson?

– ¿En quién?

– Estás haciendo una labor excelente, Tania. Brenda (a regañadientes, eso sí) -Edward sonrió- me ha dicho que los pacientes están muy contentos contigo.

Edward y Tatiana estaban haciendo la ronda entre las camas de los pacientes. Tatiana llevaba en brazos a Anthony, que lo miraba todo muy atento.

– Ah, muchas gracias por decírmelo, Edward.

– ¿No tienes miedo de que el niño contraiga una enfermedad por estar entre enfermos?

– No son enfermos -replicó Tatiana-. ¿Verdad, Anthony? Son heridos. Y cuando les dejo al niño se ponen contentos. Algunos tienen esposa e hijos en su país. Se animan cuando juegan con el bebé.

Edward sonrió.

– Es un niño muy guapo. -Acarició el pelo oscuro de Anthony, y el niño lo recompensó con una amplia sonrisa desdentada-. ¿Ya lo sacas a pasear?

– Todo el tiempo.

– Muy bien, muy bien. Los niños necesitan estar al aire libre. Y tú también.

– Salimos todos los días.

Edward carraspeó.

– ¿Sabes una cosa? Los domingos, los médicos de la Universidad de Nueva York y del Departamento de Sanidad jugamos al béisbol en Central Park y las enfermeras vienen a animarnos. ¿Te gustaría venir con Anthony este fin de semana?

Tatiana estaba demasiado desconcertada para responder.

– ¿Y tú tienes hijos, Edward? -fue lo único que se le ocurrió preguntar.

Edward negó con la cabeza.

– Mi mujer no está en condiciones de tener hijos -explicó-. Está…

Habían llegado a la escalera y oyeron el taconeo de unos zapatos altos contra los peldaños.

– ¿Edward? -chilló una voz estridente desde el piso inferior-. ¿Eres tú?

– Sí, cariño, soy yo.

La voz de Edward parecía resignada.

– Gracias a Dios que te encuentro. Te he estado buscando por todas partes.

– Estoy aquí, cariño.

La señora Ludlow subió los escalones jadeando y se reunió con los dos en el rellano. Tatiana estrechó al niño contra su cuerpo.

– ¿Una enfermera nueva, Edward? -preguntó la esposa del médico, lanzando una mirada reprobatoria a Tatiana.

– ¿Conoce usted a Marion, enfermera Barrington?

– Sí -respondió Tatiana.

– No, no nos conocemos -se apresuró a decir Marion-. Nunca olvido una cara.

– Nos vemos todos los martes en el comedor, señora Ludlow -replicó Tatiana-. Usted me pregunta dónde está Edward y yo le digo que no lo sé.

– No nos conocemos -repitió la señora Ludlow, con firmeza.

Tatiana no dijo nada y Edward tampoco.

– ¿Podemos hablar en privado, Edward? -Miró gélidamente a Tatiana y añadió-: Y usted es demasiado joven para llevar a un bebé en brazos. No lo está sosteniendo bien. Tiene que sujetarle la cabeza. ¿Dónde está la madre?

– Ella es la madre del niño, Marion -explicó Edward.

La señora Ludlow guardó un silencio reprobatorio durante un momento, soltó un bufido y, antes de que los otros dos pudieran decir nada, volvió a bufar con más énfasis, masculló la palabra «inmigrantes» y se marchó acompañada de Edward.

Vikki irrumpió en la sala del hospital, agarró a Tatiana del brazo y la obligó a salir al pasillo.

– ¡Me ha pedido el divorcio! -susurró con voz indignada-. ¿No es increíble?

– Bueno…

– Le he dicho que no pensaba dárselo porque divorciarse no está bien, y me ha dicho que presentará la demanda y la ganará porque yo… no sé qué ha dicho exactamente… porque no he respetado lo pactado. Le he dicho: «Ah, como si tú no te hubieras ido de putas en Asia», y ¿sabes qué me ha dicho?

– ¿Ha dicho que no?

– ¡Ha dicho que sí! Pero que en el caso de los soldados es distinto, ha dicho. ¿No es increíble? -Vikki cabeceó, se encogió de hombros e intentó controlar la expresión ofendida de su mirada. El rimel se mantuvo en su sitio y sus labios no perdieron el brillo-. Le he dicho: «Muy bien, pues te vas a arrepentir», y él ha dicho que ya se arrepentía. ¡Uf! -Se encogió de hombros otra vez y pareció animarse-: Oye, ven a cenar el domingo. La abuela hará lasaña.

Tatiana no fue.

«Ven a cenar, Tania. Ven a Nueva York, Tania. Ven a ver el béisbol a Central Park, Tania. Sube al transbordador con nosotros, Tania. Acompáñanos de excursión al monte Bear, Tania. Ven, Tania, regresa con nosotros, los vivos…»

Capítulo 9

Con Stepanov, 1943

Cuando Alexander abrió los ojos (¿los había abierto?), la celda seguía igual de oscura y fría. Se echó a temblar y se rodeó el torso con los brazos. No había nada deshonroso en morir en la guerra, en morir joven, en morir en una celda helada, en tratar de salvar el propio cuerpo de la humillación.

Una vez, mientras le vendaba las heridas, Tatiana le había preguntado sin mirarlo a los ojos: «¿Viste la luz?», y él había respondido que no la había visto.

Era una verdad parcial.

Porque sí que había oído…

El galope del caballo rojo.

Pero todos los colores se habían secado.

Alexander, en un estado de semiestupor, oyó el sonido de la aldaba deslizándose y de la llave girando en la cerradura. Su superior, el coronel Mijaíl Stepanov, entró en la celda con una linterna. Alexander estaba acurrucado en un rincón.

– Ah -dijo Stepanov-. Así que es verdad: está usted vivo.

Alexander quiso sonreír y estrecharle la mano, pero tenía demasiado frío y le dolía demasiado la espalda, de modo que no se movió y no dijo nada.

Stepanov se agachó a su lado.

– ¿Qué demonios le pasó al camión? He visto el certificado de defunción firmado por ese médico de la Cruz Roja. Le dije a su mujer que usted había muerto. ¡Su esposa embarazada cree que está usted muerto! ¿Por qué?

– Todo ha ido como debía ir -replicó Alexander-, Me alegro de verlo, señor. Procure no inhalar, porque no hay suficiente oxígeno para los dos.

– ¿No quería que ella supiera cuál era su situación, Alexander? -dijo Stepanov, acercándose un poco más.

Alexander negó con la cabeza.

– Pero ¿por qué el accidente del camión, y por qué el certificado?

– Quería que pensase que no había esperanzas para mí.

– ¿Por qué?

Alexander no respondió.

– Dondequiera que vayas, iré contigo -dice Tatiana-. Pero si te quedas, yo también me quedaré. No pienso dejar en la Unión Soviética al padre de mi hijo. -Se inclina hacia Alexander, abrumado por la emoción-. ¿Recuerdas lo que me dijiste en Leningrado? Dijiste: «¿Qué vida voy a tener si sé que te dejo a ti pudriéndote en la Unión Soviética?». Esas fueron tus palabras. -Tatiana sonríe-. Y en esto, estoy de acuerdo contigo. -Baja la voz y añade-: Si te dejo, durante toda la noche el jinete de bronce irá al galope detrás de mí y al amanecer habré enloquecido.

Alexander no podía contarle aquello a su superior, porque no sabía si Tatiana había salido de la Unión Soviética.

– ¿Quiere un cigarrillo?

– Sí -aceptó Alexander-. Pero aquí no puedo fumar. No hay suficiente oxígeno.

Stepanov le tendió la mano para ayudarlo a levantarse.

– Estire un momento las piernas -le dijo. Observó la cabeza ladeada de Alexander y añadió-: Esta celda es demasiado pequeña para usted. No esperaban que fuera tan alto.

– Ah, sí que lo esperaban. Por eso me han metido aquí.

Stepanov tenía la espalda apoyada en la puerta y Alexander estaba de pie delante de él.

– ¿A qué día estamos, señor? -preguntó Alexander-. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Cuatro días, cinco…?

– Es la mañana del dieciséis de marzo -le informó Stepanov-. Lleva aquí tres días.

«¡Tres días!», pensó Alexander, sorprendido.

«¡Tres días!», pensó Alexander, emocionado. Eso quería decir que quizá Tatiana…

Dejó de pensar. Con un gesto fugaz y casi inaudible, Stepanov se inclinó hacia él.-Siga hablando en voz alta para que nos oigan -creyó oír Alexander-, pero esté atento a mis palabras. En la pradera nos reiremos y comeremos tréboles…

Alexander miró la cara de Stepanov, más demacrada que nunca, miró sus ojos grises y su boca que dibujaba un rictus de compasión y angustia.

– ¿Señor…?

– No he dicho nada, comandante.

Alexander meneó la cabeza para alejar la alucinación de un prado soleado y cubierto de tréboles.

– ¿Señor…? -repitió en voz baja.

– Todo se ha fastidiado, comandante -susurró Stepanov-. Están buscando a su esposa, pero… parece que ha desaparecido. La convencí de que volviera a Leningrado con el doctor Sayers, como usted me pidió. Le facilité las cosas.

Alexander no dijo nada y se clavó las uñas en las palmas de las manos.

– Y ahora no está. ¿Y sabe quién más ha desaparecido? El doctor Sayers. Me comunicó que pensaba volver a Leningrado con ella.

Alexander se clavó las uñas con más fuerza para no mirar a Stepanov.

– Tenía que volver a Helsinki, pero antes pensaba pasar por Leningrado -prosiguió Stepanov-. Dijo que dejaría allá a Tatiana y recogería a una enfermera de la Cruz Roja que lo estaba esperando en el hospital Gresheski. ¿Me está escuchando? Pero no llegaron a Leningrado. Hace dos días encontraron el jeep de la Cruz Roja volcado e incendiado en Lisii Nos, en la frontera entre Finlandia y la Unión Soviética. Hubo un incidente con soldados finlandeses y cuatro de nuestros hombres murieron en el tiroteo. No hay rastro de Sayers ni de la enfermera Metanova.

Alexander no dijo nada. Quería recoger su corazón del suelo, pero la celda estaba a oscuras y no lo veía. Lo oyó alejarse de él rodando, lo oyó latir, sangrar y palpitar en un rincón.

– Y los soldados finlandeses también murieron en el incidente -añadió Stepanov, bajando la voz.

Alexander respondió con un silencio.

– Y eso no es todo.

– ¿No? -creyó decir Alexander.

Sólo fue un suspiro: «¿No?».-No hay rastro del doctor Sayers, pero… -Stepanov hizo una pausa-. Su querido amigo Dimitri Chernenko apareció acribillado sobre la nieve.

Alexander no sintió un gran alivio al saber que Dimitri había muerto, pero sí cierto alivio.

– ¿Qué hacía Chernenko en la frontera, comandante?

Alexander no respondió. ¿Dónde estaba Tatiana? Lo único que le importaba era la respuesta a esta pregunta. Sin vehículo, ¿cómo llegaría a ningún sitio? Sin vehículo, ¿qué harían el doctor Sayers y ella? ¿Atravesar a pie las marismas de Carelia?

– Comandante, su esposa está en paradero desconocido, Sayers se ha marchado y Chernenko está muerto. -Stepanov titubeó un momento, antes de añadir-: Y no sólo eso: apareció acribillado y vestido con un uniforme finlandés. Llevaba ropa de piloto y tenía unos documentos de identidad finlandeses en lugar del pasaporte interior soviético.

Alexander no dijo nada. No tenía nada que ocultar, pero no quería desvelar una información que podría poner en peligro la vida de Stepanov.

– ¡Alexander! -exclamó Stepanov en un susurro enojado-. No me ignore. Intento ayudarlo.

– Señor -dijo Alexander, tratando de disimular su miedo-. Le pido por favor que no siga ayudándome.

Quería contemplar un retrato de Tatiana. Quería tocar una vez más su vestido blanco bordado con rosas rojas. Quería verla de recién casada, de pie a su lado en las escalinatas de la iglesia de Molotov.

El miedo que sentía se parecía mucho al duelo, y el agudo pavor que lo embargaba le impedía imaginarse a Tania de pie, con el cuerpo pegado al suyo, su cuerpo, su rostro, sus ojos, sus labios… todo le resultaba insoportable en aquel momento, aunque fuera en el recuerdo. Tenía que aprender a no mirarla, aunque fuera en el recuerdo. No podía respirar ni decir nada.

Se persignó con manos temblorosas.

– Me encontraba perfectamente -consiguió decir al final-, hasta que ha venido usted a decirme que mi mujer está en paradero desconocido. ¿No se da cuenta de qué efecto me produce saberlo?

Se echó a temblar como una hoja.

Stepanov se quitó la guerrera y se la tendió a Alexander. -Tenga, cúbrase los hombros.

Alexander obedeció.

– ¡Ya es la hora! -chilló una voz fuera de la celda.

– Dígame la verdad -añadió Stepanov en un susurro-, ¿pidió a su esposa que se marchara con Sayers a Helsinki? ¿Era ése su plan desde el principio?

Alexander no respondió. No quería que Stepanov supiera que… Una vida, dos, tres, eran suficientes. Un millón de personas eran un millón de individuos diferentes. Stepanov no se merecía morir por Alexander.

– ¿Por qué es tan testarudo? ¡Déjelo ya! Como no han conseguido nada por el momento, han hecho venir a otro agente para interrogarlo. Al parecer es durísimo y siempre termina obteniendo una confesión firmada. Lo han tenido medio desnudo en una celda helada y no tardarán en idear otra cosa para acabar con su resistencia. Le pegarán, le sumergirán la cabeza en un cubo de agua helada, le enfocarán la cara con una bombilla hasta volverlo loco, lo insultarán… necesitará toda su fuerza para resistir. Si no, no tiene ninguna posibilidad de salvarse.

– ¿Cree que Tatiana está a salvo? -preguntó Alexander con voz temblorosa.

– No, no lo creo. ¿Quién está a salvo en este país? -susurró Stepanov-. ¿Usted? ¿Yo? Su esposa no, desde luego. La están buscando por todas partes. En Leningrado, en Molotov, en Lazarevo… Si está en Helsinki, la encontrarán y la obligarán a volver. Es usted consciente de ello, ¿no? Hoy tenían que llamar al hospital de la Cruz Roja en Helsinki.

– ¡Ya es la hora! -volvió a chillar el carcelero.

– ¿Cuántas veces en la vida tendré que oír estas palabras? -dijo Alexander en voz alta-. Se las dijeron a mi madre, se las dijeron a mi padre, se las dijeron a mi mujer y ahora me las dicen a mí. ¿Cuándo acabará esta historia?

Stepanov recuperó su guerrera.

– Las acusaciones que le imputan…

– No me haga preguntas, señor.

– Niéguelo todo, Alexander.

– Señor… -intervino Alexander cuando Stepanov ya se daba la vuelta para marcharse-. El día en que me detuvieron… ¿fue Tania a verlo? -Estaba tan débil que apenas podía articular las palabras. Le daba igual el frío, no podía seguir más tiempo de pie. Se sentó en el suelo, apoyando la espalda en la gélida superficie de cemento-. ¿La vio? -Alexander alzó los ojos hacia Stepanov, que asintió con un gesto-. ¿Cómo estaba ella?

– No me haga preguntas, Alexander.

– ¿Estaba…?

– No me haga preguntas.

– Cuéntemelo.

– ¿Recuerda cuando fue a buscar a mi hijo? -preguntó Stepanov, esforzándose para que no se le quebrara la voz. Alexander desvió la mirada-. Gracias a usted, tuve el consuelo de verlo antes de que muriera y pude enterrarlo.

– De acuerdo, no haré más preguntas -dijo Alexander.

– ¿Quién le dará ese consuelo a su mujer?

Alexander hundió la cara entre las manos.

Stepanov salió de la celda.

Alexander siguió inmóvil en el suelo durante un minuto más, un día más, varios años más. No quería morfina, no quería medicamentos, no quería fenobarbital. Lo que quería era una bala que acabara con el dolor de su corazón.

Abrieron la puerta de la celda. No le habían dado ni pan, ni agua, ni nada de ropa. Alexander no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba desnudo en el interior de aquella celda helada.

Entró un hombre alto, calvo y de cara desagradable. Por lo visto no quería estar de pie, ya que detrás de él entró uno de los guardianes con una silla para que se pusiera cómodo.

– ¿Sabe qué tengo en las manos, comandante? -preguntó el hombre con una meliflua voz nasal.

Alexander negó con la cabeza. Entre los dos había una lámpara de queroseno. Alexander se incorporó y se separó de la pared.

– Tengo aquí su ropa, comandante, y una manta de lana. Y mire, le traigo también un buen pedazo de carne de cerdo, con el hueso y todo. Está caliente todavía. Y unas patatas, con crema de leche y mantequilla. Y un vasito de vodka. Y tabaco. ¿No le gustaría salir de esta celda fría y húmeda, vestirse y comer un poquito?

– Sí que me gustaría -respondió Alexander, impasible.

No quería que le temblase la voz frente a un desconocido.

El hombre sonrió.-Sabía que le gustaría. He venido expresamente desde Leningrado para hablar con usted. ¿Le parece bien que hablemos un rato'

– No veo inconveniente -contestó Alexander-. No tengo mucho más que hacer.

El hombre se rió.

– No mucho más, es verdad.

Sus ojos nada risueños escudriñaron a Alexander.

– ¿De qué quiere que hablemos?

– Básicamente de usted, comandante Belov. Y de un par de cositas más.

– Perfecto.

– ¿Quiere que le dé la ropa?

– Estoy seguro de que la respuesta a esta pregunta es obvia para una persona inteligente como usted -respondió Alexander.

– Le he reservado otra celda. Es menos fría y más espaciosa y tiene una ventana. Mucho menos fría. Ahora debe de estar a veinticinco grados centígrados, no como aquí, donde seguramente no pasamos de los cinco grados. -El hombre volvió a sonreír-. ¿Quiere que se lo traduzca a grados Fahrenheit, comandante?

– ¿Fahrenheit? -Los ojos de Alexander se estrecharon-. No será necesario.

– ¿Le he dicho que tengo tabaco?

– Me lo ha dicho.

– De todas las cosas que le he dicho, comandante… de estas comodidades… ¿Hay alguna que desee en especial?

– ¿No le he respondido ya a esa pregunta?

– A ésta, sí. Pero tengo más preguntas.

– Ah, ¿sí?

– ¿Es usted Alexander Barrington, hijo de Harold Barrington, un estadounidense que llegó a la URSS en diciembre de 1930, acompañado de su bonita esposa y de su guapo hijo de once años?

Alexander, de pie frente al policía sentado en la silla, se mantuvo impasible.

– ¿Cómo se llama? -preguntó-. Normalmente, la gente como usted empieza presentándose.

– ¿La gente como yo? -El agente sonrió-. Le diré una cosa. Usted me responde y yo le responderé a usted.

– ¿Cuál es su pregunta?

– ¿Es usted Alexander Barrington?

– No. ¿Cómo se llama usted?

El hombre cabeceó reprobatoriamente.

– ¿Qué pasa? -dijo Alexander-. Me ha pedido que responda a su pregunta, y eso he hecho. Ahora responda usted a la mía.

– Leonid Slonko -dijo el agente-. ¿Hay alguna diferencia ahora?

Alexander lo observó con atención.

– ¿Ha dicho que ha venido expresamente de Leningrado para hablar conmigo?

– Sí.

– ¿Trabaja usted en Leningrado?

– Sí.

– ¿Lleva mucho tiempo allí, camarada Slonko? Me han dicho que es usted muy bueno en su trabajo. ¿Lleva mucho tiempo en el servicio? Yo diría que diez años por lo menos…

– Veintitrés.

Alexander soltó un silbido de aprobación.

– ¿En qué sitio de Leningrado?

– ¿En qué sitio qué?

– ¿En qué sitio trabaja? ¿En Kresti? ¿O en el Centro de Detención de la calle Milionaia?

– ¿Qué sabe usted del Centro de Detención, comandante?

– Sé que se construyó en 1864, durante el reinado de Alejandro II. ¿Es allí donde trabaja usted?

– A veces interrogo a algunos de los prisioneros, sí.

Alexander asintió y siguió hablando:

– Bonita ciudad, Leningrado. Aunque no termino de acostumbrarme a ella.

– Ah, ¿no? Bueno, ¿y por qué iba a acostumbrarse?

– Eso es, ¿por qué? Prefiero Krasnodar, hace más calor. -Alexander sonrió-. ¿Y cuál es su categoría, camarada?

– Soy director de operaciones -contestó Slonko.

– Entonces, ¿no es militar? Ya me imaginaba que no.

Slonko se levantó de la silla, sin soltar la ropa de Alexander.

– Acabo de decidir, comandante -dijo pausadamente-, que no tenemos nada más que decirnos.

– Estoy de acuerdo -respondió Alexander-. Gracias por su visita. Slonko salió de la celda con tanta furia que se dejó la lámpara y la silla. Pasó un tiempo antes de que el guardián entrara a buscarlas. Otra vez la oscuridad. La oscuridad era muy debilitante. Pero no tanto como el miedo.

Esta vez, Alexander no tuvo que esperar mucho rato.

Se abrió la puerta, entraron dos guardianes y le ordenaron que los acompañara.

– No estoy vestido -respondió Alexander.

– En el sitio al que vamos no le hará falta ropa.

«Mal augurio», pensó Alexander. Los guardianes eran jóvenes e impacientes… la peor clase. Alexander caminó primero entre los dos y luego unos pasos por delante de ellos, subió la escalera de piedra, atravesó todo el corredor, salió de la antigua escuela por la puerta de atrás y se adentró en el bosque, pisando descalzo la tierra cubierta por la escarcha de marzo. ¿Le obligarían a cavar un hoyo? Notó la presión de los fusiles contra su espalda. No sentía los pies, no sentía el cuerpo, y si hubiera podido detener los latidos de su corazón, habría podido soportarlo todo mejor.

Recordó al chaval de diez años que se había apuntado a los Boy Scouts, al chaval estadounidense, al chaval soviético. Los árboles deshojados tenían un aspecto fantasmal, pero agradeció respirar aire fresco y ver el cielo gris. «Todo irá bien -pensó-. Si Tania está en Helsinki y recuerda lo que le dije, habrá convencido a Sayers para marcharse lo antes posible. Puede que ya estén en el barco, camino de Nueva York. Si es así, nada más tiene importancia.»

– Dése la vuelta -ordenó uno de los guardianes.

– ¿Primero dejo de andar? -preguntó Alexander.

Le castañeteaban los dientes.

– Deje de andar -precisó el guardián, desconcertado-, y dése la vuelta.

Alexander dejó de andar y se dio la vuelta.

– Alexander Belov -dijo el guardián en voz más baja, con toda la solemnidad que fue capaz de transmitir-, se le acusa de traición y de espionaje contra nuestro país en época de guerra. La traición militar se castiga con la muerte y la pena debe ejecutarse de inmediato.

Alexander lo escuchó sin moverse, con los pies muy juntos y las manos en los costados. Miró sin pestañear a los guardas, que sí pestañearon.

– Bueno, ¿y ahora qué? -preguntó al cabo de un momento.

– La traición se castiga con la muerte -repitió el más bajo. Se acercó a Alexander y le tendió un antifaz negro-. Tome -dijo.

Alexander vio que al joven le temblaban las manos.

– ¿Cuántos años tiene, cabo? -preguntó en voz baja.

– Veintitrés -contestó el guardián.

– Qué curioso… yo también -dijo Alexander-. Figúrese, hace tres días era comandante del Ejército Rojo. Hace tres días llevaba prendida en la pechera una medalla de Héroe de la Unión Soviética. Es asombroso, ¿no?

Las manos del guardián no dejaron de temblar mientras acercaban el antifaz a la cara del prisionero. Alexander dio un paso atrás y meneó la cabeza.

– Olvídelo. Y tampoco pienso colocarme de espaldas. Ande, vuelva con su compañero.

– Me limito a cumplir órdenes, comandante -replicó el joven guardián.

En ese momento, Alexander lo reconoció: era uno de los cabos que habían compartido destino con él tres meses atrás, cuando atravesaron el Neva para romper el cerco de Leningrado. Era el cabo que se había quedado a cargo de la ametralladora antiaérea mientras él corría a ayudar a Anatoli Marazov.

– ¿Cabo Ivanov…? -preguntó Alexander-. Vaya, vaya. Espero que se le dé mejor ejecutarme que abatir a los malditos aviones de la Luftwaffe que estuvieron a punto de matarnos.

El cabo no se atrevía a mirarlo.

– Tendrá que mirarme cuando apunte, cabo -añadió Alexander, manteniéndose muy erguido-. Si no, no acertará.

Ivanov se alejó y se colocó al lado del otro soldado.

– Póngase de espaldas, comandante -dijo.

– No -protestó Alexander, manteniéndose firme y sin apartar la mirada de los dos hombres armados con fusiles-. Aquí estoy. ¿De qué tiene miedo? Como ve, estoy casi desnudo y voy desarmado…

Se irguió para remarcar su estatura. Los dos guardianes estaban paralizados.

– Camaradas -dijo Alexander-. No seré yo quien les dé la orden de alzar el fusil. Tendrán que hacerlo ustedes.

– Muy bien -concedió el otro cabo-. Alce el fusil, Ivanov.

Alzaron los fusiles. Alexander miró uno de los cañones y parpadeo. «Señor, cuida de mi Tania, sola en el mundo», pensó.

– A la de tres -dijo el cabo, mientras los dos hombres se llevaban al hombro la culata del arma.

– Uno…

– Dos…

Alexander los miró. Los dos estaban muertos de miedo. Alexander dirigió la mirada hacia su propio corazón. No tenía miedo. Tenía frío y sentía que le quedaban cosas por hacer en este mundo, cosas que no podían esperar una eternidad. En lugar de ver a los dos soldados temblorosos, veía su cara a los once años, reflejada en el espejo de Boston el día en que se marchaban de Estados Unidos. «¿En qué clase de hombre me he convertido? -pensó-. ¿Soy el hombre que mi padre quería que fuese?» Apretó los labios con resolución. No podía responder a esa pregunta, pero al menos sabía que se había convertido en el hombre que él mismo deseaba ser. En un momento como aquél, debería bastarle con eso. «No me he decepcionado a mí mismo», pensó, y cuadró los hombros y alzó la barbilla. Estaba listo para oír el «tres».

Pero el «tres» no se oyó.

– ¡Esperen!

Era otra voz la que había hablado. Los soldados bajaron las armas. Slonko, con un abrigo grueso, una gorra de fieltro y unos guantes de cuero, caminó resueltamente hacia Alexander.

– Descansen, cabos.

Slonko arropó los hombros de Alexander con la chaqueta que llevaba en la mano.

– Comandante Belov, es usted un hombre afortunado. El general Mejlis en persona ha emitido un indulto a su favor.

Slonko le tendió la mano. ¿Por qué la reacción de Alexander fue estremecerse?

– Volvamos. Tiene que vestirse. Se va a congelar con este frío.

Alexander lo miró. Años atrás había leído el relato de una situación similar vivida por Fiodor Dostoievski en tiempos de Alejandro II. Dostoievski se salvó de la ejecución en el último minuto porque el emperador lo indultó y le conmutó la pena por el exilio. La experiencia de ver la muerte de frente justo antes de recibir un indulto había cambiado para siempre la personalidad de Dostoievski. Alexander no había tenido tiempo de contemplar el fondo de su alma y no había sufrido un cambio tan drástico. Pensó que el indulto no era una muestra de clemencia sino una trampa. Estaba sereno antes de la ejecución y seguía estando sereno después del indulto, aparte de los escalofríos que lo sacudían de vez en cuando. Por lo demás, a diferencia de Dostoievski, Alexander había visto tantas veces la muerte de frente en los últimos seis años, que ya no le impresionaba.

Alexander y Slonko, seguidos por los dos cabos, regresaron al edificio de la escuela. En una habitación más caldeada que la celda, lo esperaban su ropa y sus botas y una mesa con comida. Se vistió, con el cuerpo temblándole de frío. Se puso los calcetines, que (sorprendentemente) habían pasado por la lavandería, y se frotó los pies durante un buen rato para activar la circulación sanguínea.

Se había visto unos puntitos negros en los dedos y por un momento pensó en congelaciones, infecciones, amputaciones… sólo por un momento, porque la herida de la espalda le dolía tanto que reclamaba toda su atención. Más tarde apareció el cabo Ivanov y le ofreció un vaso de vodka para entrar en calor. Alexander se bebió el vodka y pidió una taza de té.

Después de terminarse la comida y el té en la habitación caldeada, Alexander se sintió ahíto y soñoliento. Más que soñoliento, cercano a la inconsciencia. No recordaba cuánto tiempo lo habían mantenido despierto… ¿dos días, tres? Cerró los ojos un momento y cuando volvió a abrirlos, se encontró con Slonko sentado delante de él.

– Ha salvado la vida gracias a la intervención del general Mejlis -le dijo Slonko-. El general ha querido demostrarle que somos gente razonable e inclinada al perdón.

Alexander ni siquiera hizo un gesto de asentimiento. Tenía que ahorrar fuerzas para mantenerse despierto.

– ¿Cómo se encuentra, comandante Belov? -preguntó Slonko, sacando una botella de vodka y dos vasitos-. Oiga, los dos somos personas razonables. Podemos tomar una copa. No estamos enfrentados.

Alexander movió la cabeza para manifestar su aceptación.

– He comido, he bebido té… -explicó-. Estoy tan bien como se puede estar en mi situación.

No era capaz de mantenerse erguido.

– Quiero hablar un momento con usted.

– Parece que espera de mí una mentira, y yo no puedo dársela. Por mucho frío que me haga pasar.

Hizo como si pestañeara, pero la realidad era que estaba cerrando los ojos.

– Comandante, acabamos de perdonarle la vida. Con enorme esfuerzo, Alexander volvió a abrir los ojos.

– Sí, pero ¿por qué? ¿Me han perdonado la vida porque creen en mi inocencia?

– Mire, es muy sencillo -respondió Slonko, encogiéndose de hombros. Colocó un papel frente a Alexander-. Lo único que tiene que hacer es firmar este documento donde reconoce que se le ha perdonado la vida. Se exiliará a Siberia y vivirá allí tranquilamente hasta el fin de sus días, lejos de la guerra. ¿No le gustaría?

– No lo sé -dijo Alexander-. Pero no pienso firmar nada.

– Tiene que firmar, comandante. Es nuestro prisionero y debe hacer lo que se le ordene.

– No tengo nada que añadir a lo que ya le he dicho.

– No añada nada, limítese a firmar el papel.

– No pienso poner mi nombre en ningún papel.

– ¿Y cuál sería ese nombre? -preguntó de repente Slonko-. ¿Sabe cuál es, acaso?

– Lo sé muy bien -contestó Alexander.

Slonko se sirvió una copa. La cabeza de Alexander siguió balanceándose. Afortunadamente, llevar otra vez puestos el uniforme y las botas le daba más fuerzas para resistir.

– No me parece bien que me deje beber solo, comandante. Es una descortesía.

– A lo mejor no debería usted beber, camarada Slonko. Es fácil caer en el abismo.

Slonko apartó los ojos del vaso y sostuvo la mirada de Alexander durante un momento que pareció prolongarse varios minutos.

– ¿Sabe? -dijo al final-. Hace mucho tiempo conocí a una mujer muy guapa que se había dado a la bebida.

El comentario no reclamaba una respuesta, de modo que Alexander no dijo nada.

– Pues sí. Era una mujer muy especial. Era valiente y lo pasaba muy mal en la cárcel porque no la dejaban beber. Cuando la detuvimos, estaba muy borracha y tardó varios días en serenarse. Cuando estuvo sobria tuvimos una larga conversación. Le ofrecí una copa y la aceptó, y le ofrecí un papel para que lo firmara y lo firmó agradecida. Sólo quería una cosa de mí… ¿sabe qué era?

Alexander hizo un esfuerzo para negar con la cabeza.

– Que salvara a su hijo. Fue lo único que me pidió. Que salvara su único hijo: Alexander Barrington.

– Una buena petición -observó Alexander.

Juntó las manos con fuerza para controlar el temblor. Quería paralizar su cuerpo. Quería ser como la silla, como la mesa, como a alacena. No quería ser como el cristal de la ventana, batido por el viento de marzo. En cualquier momento se saldría del marco. Como el cristal emplomado de aquella iglesia en Lazarevo.

– Le voy a hacer una pregunta, comandante -dijo amistosamente Slonko, dejando la copa vacía sobre la mesa de madera-. Si sólo pudiera pedirme una cosa antes de que lo llevaran a la muerte, ¿qué me pediría?

– Un cigarrillo -contestó Alexander.

– ¿No pediría clemencia?

– No.

– ¿Sabe que su padre también me pidió que lo tratara con clemencia? ¿Lo sabía?

Alexander palideció.

– Su madre me pidió que me la follara pero yo me negué -dijo Slonko en inglés. Hizo una pausa y añadió con una sonrisa-: Al principio.

Alexander apretó los dientes. Fue la única parte de su cuerpo que se alteró.

– ¿Está usted hablando conmigo, camarada? -preguntó en ruso-. Porque yo sólo hablo ruso. En la escuela intentaron enseñarme francés, pero me temo que no se me dan demasiado bien los idiomas.

Después de eso ya no dijo nada más. Tenía la boca seca.

– Voy a hacerle otra pregunta -anunció Slonko-. Con ánimo sereno y conciliador, le pregunto: ¿es usted Alexander Barrington, hijo de Jane y Harold Barrington?

– Con ánimo sereno y conciliador, le voy a responder -dijo Alexander con ánimo sereno y conciliador-, aunque me han preguntado lo mismo ciento cincuenta veces más: no lo soy.

– Pero, comandante, ¿por qué iba a mentir la persona que nos lo dijo? ¿De dónde sacaría esa información? No es razonable que la inventara. Ese hombre sabía detalles de su vida que nadie más podía conocer.

– ¿Y dónde está? -quiso saber Alexander-. Me gustaría verlo. Me gustaría verlo y preguntarle si está seguro de que se refería a mí. porque yo estoy convencido de que se confunde.

– No. Él está seguro de que usted es Alexander Barrington.

– Si está tan seguro -exclamó Alexander, alzando la voz-, que venga y me identifique. ¿Es un camarada importante? ¿Es un digno ciudadano soviético? ¿No es ningún traidor que ha escupido sobre su patria? ¿Ha servido al ejército con tanto orgullo como yo? ¿Ha sido condecorado, ha aceptado valerosamente cualquier batalla que le encomendaran, aunque fuera imposible de ganar? El hombre al que se refiere es un ejemplo para todos, ¿no es así? Por favor, presénteme a ese parangón de la nueva conciencia soviética. Quiero que me mire, me señale con el dedo y diga: «Ése es Alexander Barrington». -Alexander sonrió-. Y entonces ya veremos.

Esta vez fue Slonko el que se puso pálido.

– He venido desde Leningrado para tener con usted una conversación entre personas razonables -masculló.

Apretó los dientes y entrecerró los ojos, que perdieron parte de su falsa humildad.

– Y yo estoy encantado de poder hablar con usted -aseguró Alexander, mientras sus ojos se oscurecían-. Como siempre, estoy encantado de hablar con un probo funcionario soviético que persigue la verdad y no piensa escatimar esfuerzos hasta descubrirla. Y quiero ayudarlo. De modo que tráigame a la persona que me acusa y aclaremos este asunto de una vez por todas. -Alexander se puso de pie y dio un paso en dirección a la mesa, en un gesto que era también una amenaza-. Y cuando todo se aclare, quiero que retiren las indignidades lanzadas contra mi buen nombre.

– ¿Y cuál es ese nombre, comandante?

– Mi verdadero nombre: Alexander Belov.

– ¿Sabe usted que se parece a su madre? -dijo de pronto Slonko.

– Mi madre murió hace mucho, del tifus, en Krasnodar. ¿No se lo han dicho sus espías?

– Me refiero a su auténtica madre. A la mujer que era capaz de chupársela a cualquier carcelero por un vasito de vodka.

Alexander no se inmutó.

– Interesante… pero no creo que mi madre, que era una mujer de campo, hubiera visto nunca a un carcelero.

Slonko escupió y salió de la habitación.

Uno de los guardianes entró en la habitación para vigilar al prisionero. No era el cabo Ivanov. Lo único que quería Alexander era cerrar los ojos y dormir. Pero cada vez que cerraba los ojos, el guardián le levantaba la barbilla con la punta del fusil y lo obligaba a despertarse. Alexander tendría que aprender a dormir con los ojos abiertos.

El sol terminó de ponerse y la habitación quedó a oscuras. El cabo encendió la lámpara y enfocó directamente la cara de Alexander. Se puso más agresivo con el fusil. La tercera vez que intentó meterle el cañón en la boca, Alexander le arrebató el arma de un tirón y la giró hacia el vigilante.

– Sólo tiene que decirme que no me duerma -le dijo, irguiéndose para remarcar su estatura-. La brutalidad es innecesaria. ¿Será capaz de hacerlo?

– Devuélvame el fusil.

– Respóndame.

– Sí, seré capaz de hacerlo.

Alexander devolvió el fusil al guardián, que lo agarró y le golpeó en la frente con la culata. Alexander pestañeó y lo vio todo negro durante un momento pero no dijo nada. El guardián salió de la habitación y volvió al cabo de unos minutos con su sustituto, el cabo Ivanov.

– Puede cerrar los ojos, comandante -dijo Ivanov-. Si viene alguien, gritaré y usted volverá a abrirlos enseguida, ¿verdad?

– Enseguida -contestó Alexander, agradecido.

Sentado en una silla sin brazos y de respaldo bajo que debía de ser la más incómoda del mundo, cerró los ojos. Esperaba no caerse.

– Así es como actúan, ya sabe -oyó que decía Ivanov-. Lo dejan día y noche sin dormir, no le dan de comer, lo mantienen desnudo, empapado y congelado, a oscuras de día y con la luz encendida de noche, hasta que acaban con su resistencia y le obligan a decir que lo blanco es negro y lo negro es blanco y a firmar el puto papel.

– Ya lo sé -aceptó Alexander, sin abrir los ojos.

– El cabo Boris Maikov firmó el puto papel -explicó Ivanov-. Ayer lo ejecutaron.

– ¿Y el otro…? ¿El teniente Ouspenski? -preguntó Alexander sin abrir los ojos.

– Está otra vez en la enfermería. Vieron que sólo tenía un pulmón y están esperando a que muera. ¿Para qué malgastar una bala?

Alexander estaba demasiado exhausto para responder.

– Comandante -añadió Ivanov bajando un poco la voz-, hace unas horas he oído que Slonko discutía con Mitterand. Slonko decía: «No se preocupe; o se viene abajo o muere».Alexander no hizo ningún comentario.

– No se venga abajo, comandante -oyó que susurraba Ivanov Alexander no dijo nada. Se había quedado dormido.


Leningrado, 1935

En Leningrado, los Barrington encontraron dos habitaciones contiguas en un piso comunal de un destartalado edificio del siglo XIX Alexander se buscó otro instituto, desempaquetó los libros y la ropa y siguió siendo un chaval de quince años. Harold encontró empleo en una fábrica de mesas. Jane se quedaba en casa y bebía. Alexander procuraba estar lo menos posible en las dos habitaciones a las que llamaban «hogar». Se pasaba casi todo el tiempo paseando por Leningrado, que le parecía más bonito que Moscú. Las casas de colores pastel, las noches blancas, el río Neva… Leningrado le parecía un lugar repleto de historia y romanticismo, con aquellos jardines y palacios, las amplias avenidas y los ríos y canales que se entrecruzaban en la ciudad que nunca dormía.

A los dieciséis años, como era su obligación, se alistó en el Ejército Rojo con el nombre de Alexander Barrington. Era un acto de rebeldía: no estaba dispuesto a cambiar de apellido.

En el piso comunal, la familia de Alexander intentaba no relacionarse con demasiada gente (tenían muy poco para sí mismos y nada para los demás), pero un matrimonio que residía en el segundo piso, Svetlana y Vladimir Viselski, les dieron muestras de amistad. La pareja compartía una sola habitación con la madre de Vladimir y al principio mostraron interés por los Barrington y cierta envidia por las dos habitaciones que les habían adjudicado. Vladimir era ingeniero de caminos y Svetlana trabajaba en una biblioteca y le decía siempre a Jane que allí podía encontrar empleo. A Jane terminaron contratándola en la biblioteca, pero no conseguía levantarse a tiempo por las mañanas para acudir al trabajo.

A Alexander le caía bien Svetlana. Era una mujer que rondaba los cuarenta años, elegante, atractiva e irónica. A Alexander le gustaba la forma en que le hablaba, como si fuera un adulto. En el verano de 1935 estaba bastante inquieto. Sus padres, en plena crisis personal y económica, no alquilaron ninguna dacha. Pasar el verano en Leningrado sin la posibilidad de hacer amigos nuevos no era una perspectiva demasiado halagüeña, y Alexander no hacía más que pasear por la ciudad durante el día y leer por la noche. Se sacó el carné de la biblioteca donde trabajaba Svetlana e iba a menudo a charlar con ella. Y también, muy ocasionalmente, leía. Solían volver juntos a casa.

Su madre pareció animarse un poco con la nueva amistad de Svetlana, pero no tardó en retomar la bebida por las tardes.

Alexander pasaba cada vez más días en la biblioteca. Cuando volvían juntos a casa, Svetlana le ofrecía un cigarrillo, que él siempre rechazaba, o un vasito de vodka, que él también rechazaba. El vodka no le interesaba especialmente. Los cigarrillos pensaba que no le interesaban especialmente, pero poco a poco se acostumbró a desear el sabor del tabaco en la boca. El vodka le producía un efecto desagradable, pero los cigarrillos eran como una muleta que le ayudaba a controlar su frenesí adolescente.

Una tarde llegaron a casa antes de lo habitual y se encontraron a Jane aturdida en el dormitorio. Fueron a sentarse un rato a la habitación de Alexander antes de que Svetlana bajara a su casa. Svetlana le ofreció otro cigarrillo y se acercó un poco más en el sofá. Alexander la miró a los ojos sin saber si había interpretado bien sus intenciones, pero Svetlana se sacó el cigarrillo de la boca, se lo puso en la suya y le dio un beso fugaz en la mejilla.

– No te preocupes -dijo-. No muerdo.

Por lo visto, Alexander no había interpretado mal sus intenciones.

Alexander tenía dieciséis años y ya estaba preparado.

Los labios de Svetlana se acercaron a su boca.

– ¿Estás asustado? -le preguntó.

– No -contestó Alexander, y tiró el cigarrillo y el mechero al suelo-. Pero tú deberías estarlo.

Pasaron dos horas juntos en el sofá, y cuando Svetlana salió de la habitación recorrió el pasillo con los pasos temblorosos del soldado que ha entrado en batalla convencido de lograr una rápida conquista y termina retirándose completamente desarmado.

Al bajar, Svetlana se cruzó con Harold, que volvía a casa del trabajo y que al verla la saludó con una inclinación de cabeza.

– ¿Quieres quedarte a cenar? -la invitó Harold.

– Hoy no hay cena -contestó Svetlana con la voz temblorosa-. Tu mujer está durmiendo.

Alexander cerró la puerta y sonrió.

Harold preparó la cena para él y Alexander, que se pasó la noche fingiendo leer en su cuarto, aunque lo único que hizo fue esperar a que llegara el día siguiente.

El día siguiente tardó demasiado en llegar.

Hubo otra tarde de Svetlana, y otra, y otra.

Aquel verano, Alexander y ella se encontraron a última hora de la tarde durante todo un mes.

Alexander disfrutaba con Svetlana. Ella sabía indicarle lo que debía hacer para complacerla y él hacía exactamente lo que ella le decía. Todo lo que llegó a saber de la paciencia y la perseverancia lo aprendió con ella, un aprendizaje que se combinó con su talento natural para perseguir cualquier objetivo hasta el final. Como resultado, Svetlana salía cada vez más temprano del trabajo. Alexander se sentía halagado. El verano pasó volando.

Los fines de semana, cuando Svetlana subía con su marido a ver a los Barrington y Alexander y ella tenían que disimular su relación, Alexander descubrió que la tensión sexual podía casi ser un fin en sí mismo.

Después, Svetlana comenzó a hacerle preguntas cuando Alexander pasaba la noche fuera de casa.

El problema era que, ahora que había descubierto lo que había al otro lado de la valla, en lo único en que pensaba Alexander era en divertirse al otro lado de la valla, pero no sólo con Svetlana.

De hecho, él no habría tenido inconveniente en seguir viéndola y reservarse algún rato para estar con chicas de su edad. Pero un domingo, cuando los cinco estaban cenando patatas con arenques, el marido de Svetlana, sin dirigirse a nadie en particular, hizo un comentario:

– Creo que mi Svetoshka necesita un segundo empleo -dijo-. Por lo visto, en la biblioteca le han reducido el horario a media jornada.

– Entonces, ¿cuándo pasaría a hacer compañía a mi mujer? -preguntó Harold, sirviéndose otra ración de patatas.

Estaban en la habitación de los padres de Alexander, apretujados en torno a la mesa.

– ¿Tú vienes a hacerme compañía? -preguntó Jane a Svetlana.

Por un momento, todos se quedaron callados.

– Ah, claro. Vienes todas las tardes a verme -añadió Jane, asintiendo con un gesto.

– Se ve que lo pasáis bien juntas -dijo Vladimir, el marido de Svetlana-. Siempre vuelve a casa muy contenta. Si no la conociera, diría que está teniendo una aventura.

Se rió con el tono de un hombre que piensa que la mera idea de que su mujer esté teniendo una aventura es tan absurda que casi resulta deliciosa.

Svetlana echó la cabeza para atrás y también soltó una carcajada. Hasta Harold ahogó una risita. Sólo Jane y Alexander permanecieron callados y atónitos. Durante el resto de la cena, Jane ya no volvió a hablar y se dedicó a beber cada vez más. Al final se quedó dormida en el sofá mientras los demás recogían la mesa. Al día siguiente, al volver del instituto, Alexander se encontró a su madre esperándolo, sobria y seria.

– La he echado -dijo mirando a su hijo con los brazos cruzados mientras Alexander dejaba caer al suelo la chaqueta y la bolsa con los libros de la biblioteca.

– Muy bien -respondió Alexander.

– ¿Qué estás haciendo, hijo? -preguntó Jane en voz baja.

Alexander vio que había llorado.

– No lo sé, mamá. ¿Qué estás haciendo tú?

– Alexander…

– ¿Qué te preocupa?

– Pensar que no he cuidado bien de mi hijo -contestó Jane.

– ¿Eso es lo que te preocupa?

– No quiero pensar que es demasiado tarde -respondió ella, con una voz débil y contrita-. Es culpa mía, ya lo sé. Últimamente no he sido de gran… -Rompió a llorar-. De ninguna ayuda… Pero al margen de lo que está pasando en nuestra familia, Svetlana no puede seguir viniendo por aquí, al menos si no quiere que se entere su marido.

– ¿Como tú cuando no quieres que tu marido sepa lo que haces por las tardes? -preguntó Alexander.

– Como si a él le importara -replicó Jane.

– Como si a Vladimir le importara -contestó Alexander.

– ¡Tienes que acabar con esta historia! -chilló su madre-. ¿Por qué la empezaste? ¿Para llamar mi atención?

– Mamá, sé que te parecerá difícil de creer, pero no tiene nada que ver contigo.

– La verdad es que sí me parece difícil de creer, Alexander -replicó Jane con amargura-. Tú, que eres el chico más guapo de toda Rusia, ¿me estás diciendo que no has encontrado a una compañera de instituto con la que divertirte, en lugar de una mujer de casi mi edad que, además, es amiga mía?

– ¿Quién dice que no la he encontrado? ¿Y tú habrías dejado de emborracharte si me vieras saliendo con una compañera del instituto?

– ¡Ah, ya veo que sí tiene que ver conmigo después de todo! -Jane siguió sentada en el sofá mientras Alexander permanecía de pie frente a ella, con los brazos cruzados-. ¿Es eso lo que quieres hacer con tu vida? ¿Ser el juguete de mujeres maduras y aburridas?

Alexander se dio cuenta de que estaba a punto de perder los nervios y apretó los dientes. Su madre lo irritaba sobremanera.

– ¡Contéstame! -ordenó Jane, levantando la voz-. ¿Es eso lo que quieres?

– ¿Qué? -preguntó Alexander, alzando también la voz-. ¿Crees que tengo muchas más opciones? ¿Qué parte es la que te parece más repugnante?

Jane se puso de pie de un salto.

– No te olvides de que sigo siendo tu madre -dijo.

– ¡Pues compórtate como tal! -chilló Alexander.

– Te he cuidado toda la vida.

– Y mira dónde estamos… buscándonos la vida en Leningrado mientras tú te gastas en vodka medio sueldo de papá, y ni con eso te alcanza. Has vendido las joyas, los libros y los vestidos de seda para comprarte vodka. ¿Qué te queda, mamá? ¿Qué te falta por vender?

Por primera vez en toda su vida, Jane le levantó la mano y le pegó una bofetada. Alexander sabía que se la merecía, pero protestó:

– Mamá, dices que venías a proponerme una solución. De repente, después de pasarte meses sin hablarme, vienes a decirme qué tengo que hacer. Pues olvídalo, porque no pienso escucharte. Tendrás que hacerlo mejor. -Hizo una pausa-. Deja de beber.

– Ahora estoy sobria.

– Pues volvamos a hablarlo mañana.

Al día siguiente, Jane volvía a estar borracha. Y al otro día también.

Comenzó el curso. Alexander se entretuvo con una chica que se llamaba Nadia. Una tarde, Svetlana lo fue a buscar al instituto y lo vio riendo con ella. Alexander se excusó y la acompañó hasta el final de la calle.-Tengo que hablar contigo, Alexander -le dijo Svetlana.

Fueron andando hasta un parquecillo y se sentaron bajo los árboles otoñales.

Alexander carraspeó.

– Oye, tenemos que dejarlo de todos modos -dijo.

– ¿Dejarlo? -Svetlana pronunció la palabra como si nunca se le hubiera ocurrido, ante la mirada sorprendida de Alexander-. ¡No vamos a dejarlo! -exclamó-. ¿Por qué demonios quieres dejarlo?

– ¿Que por qué…?

– ¿No te das cuenta, Alexander? -dijo Svetlana, temblando y cogiéndolo del brazo-. Es una prueba por la que tenemos que pasar.

Alexander le apartó la mano.

– Es una prueba condenada a fracasar, Svetlana. No sé en qué estás pensando, pero yo estoy todavía en el instituto. Tengo dieciséis años, y tú eres una mujer casada de treinta y nueve. ¿Cuánto imaginabas que iba a durar esto?

– Cuando empezamos -dijo Svetlana con la voz ronca- no imaginé nada.

– Mejor.

– Pero ahora…

– Ay, Svetlana… -suspiró Alexander, desviando la mirada.

Svetlana se levantó de un salto y emitió un grito gutural que Alexander acusó como un pinchazo en los pulmones, como si ella acabara de inyectarle su miserable adicción.

– Claro, soy ridícula. -Svetlana se esforzaba en respirar serenamente y agitaba la mano con displicencia-. Tienes razón, claro. -Intentó sonreír pero no pudo-. ¿Lo hacemos una última vez por los viejos tiempos? Como despedida.

Alexander negó con la cabeza a modo de contestación.

Svetlana se apartó con pasos tambaleantes.

– Alexander -dijo con tanta serenidad como pudo-, hay una cosa que debes recordar siempre: tienes unas capacidades excepcionales. No las malgastes. No las derroches, no las estropees ni las des por hechas… Tú mismo eres el arma que te defenderá hasta el fin de tus días.

No volvieron a verse. Alexander se sacó el carné de otra biblioteca. Vladimir y Svetlana dejaron de visitarlos. Al principio Harold se mostró extrañado, pero terminó olvidándose de la pareja. Alexander sabía que su padre tenía demasiadas preocupaciones por entonces para pensar en la ausencia de unas personas que para empezar nunca le habían caído especialmente bien.

El otoño dio paso al invierno; 1935 dio paso a 1936. Alexander y su padre celebraron el Año Nuevo solos, en una cervecería del barrio, donde Harold se tomó un vaso de vodka e intentó hablar con su hijo. La conversación fue breve y tensa. Harold Barrington, con su carácter sobrio y desafiante, había ido distanciándose cada vez más de su mujer y de su hijo. Alexander ya no sabía en qué mundo vivía su padre, había dejado de entenderlo, y aunque hubiera podido entenderlo tampoco habría querido. Sabía que a su padre le habría hecho feliz que su hijo lo apoyara y siguiera compartiendo sus convicciones, como cuando era más joven. Pero el momento había pasado hacía mucho, y Alexander ya no se veía capaz. Los días del idealismo habían terminado. Sólo quedaba la vida.


La pérdida de una habitación, 1936

¿Podía haber algo más intolerable?

Difícilmente.

Un oscuro sábado de enero, un minúsculo funcionario del Upravdom (el departamento de distribución de viviendas) se presentó en la puerta de los Barrington acompañado de dos personas más y les enseñó un papel que los obligaba a ceder una de sus habitaciones a otra familia. Harold no se sentía con fuerzas para discutir y Jane estaba demasiado borracha para protestar. Alexander alzó la voz, pero sólo un momento. Era inútil. No podían acudir a nadie para que rectificara la decisión.

– Reconozca que es injusto -argumentó el representante del Upravdom, lanzando una malévola sonrisita a Alexander-. Ustedes tienen dos hermosas habitaciones para tres personas. Dos para ustedes y ninguna para esa otra familia, con la madre embarazada. ¿Dónde está su espíritu socialista, joven camarada que no tardará en ingresar en el Konsomol?

El Konsomol eran las juventudes del Partido Comunista de la Unión Soviética.

Alexander y su padre trasladaron de habitación el camastro de Alexander y la cómoda y sus pocos efectos personales y la estantería con los libros. Alexander puso el camastro junto a la ventana y colocó la cómoda y la estantería a modo de airada barrera entre sus padres y él.

– Siempre soñé con compartir una habitación con vosotros a los dieciséis años -rezongó cuando Harold le preguntó si estaba enfadado-. Ahora sé que vosotros tampoco queréis ningún tipo de privacidad.

Hablaban en inglés, lo cual les permitía usar la palabra privacy, sin equivalente en ruso.

A la mañana siguiente, al levantarse, Jane quiso saber qué hacía Alexander en su habitación. Era domingo.

– Ahora vivo aquí -le explicó su hijo, antes de salir y pasarse todo el día fuera de casa.

Alexander cogió un tren hasta Peterhof y estuvo todo el día paseando por los jardines, triste y malhumorado. Siempre había estado convencido de que había venido al mundo para hacer algo especial, y esta convicción, aunque no lo había abandonado del todo, se había difuminado en su interior, ya no palpitaba con tanta fuerza en sus venas. La sensación de tener un objetivo, aquella sensación que lo había acompañado a lo largo de toda la adolescencia, había desaparecido y había sido sustituida por la desesperación.

«Mi infancia y mi adolescencia estuvieron bien -pensó Alexander-. Y podría soportar mi existencia actual si siguiera teniendo la sensación de que después de la infancia y la adolescencia habría algo que sería mío, algo que podría construir con mis propias manos para después decir: "Esto es lo que he hecho con mi vida; así la he construido".»

La esperanza.

Aquella fría mañana de domingo, la esperanza había abandonado a Alexander, y su convicción de tener un objetivo había perdido la batalla y se había disipado en su interior.


El final, 1936

Harold dejó de llevar vodka a casa.

– Papá, ¿no crees que mamá conseguirá bebida de otra manera?

– ¿Con qué? No tiene dinero.

Alexander no quiso mencionar los miles de dólares estadounidenses que su madre había mantenido escondidos desde que llegaron a la Unión Soviética.-¡Dejad de hablar de mí como si yo no estuviera! -gritó Jane. Los dos la miraron con sorpresa.

Jane comenzó a hurgar en los bolsillos de Harold para comprarse vodka, y Harold empezó a guardar el dinero fuera de la casa. A Jane la pillaron emborrachándose con un frasco de perfume francés en la habitación de unos vecinos.

Alexander empezó a temer que su madre terminaría gastándose todo el dinero que había traído desde Estados Unidos. Primero se gastaría los rublos que había ahorrado en Moscú y luego los dólares. Aunque estuviera todo un año comprando vodka en el mercado negro, se esfumarían todos sus ahorros, y entonces, ¿qué? Luego, nada.

Sin aquel dinero, Alexander estaba acabado. Tenía que mantener a su madre sobria mientras escondía el dinero en algún sitio que no fuera la casa. Si se llevaba los dólares sin su permiso, Jane tendría un ataque de histeria y Harold descubriría que ella lo había traicionado. Y cuando Harold supiera que su mujer, pese a todas sus manifestaciones de amor y de respeto, no había confiado en él al salir de Estados Unidos; cuando descubriera que en realidad no compartía sus motivaciones y sus ideales y sus sueños, sufriría una desilusión de la que ya no se recobraría. Alexander no quería ser responsable del futuro de su padre; sólo quería aquellos dólares, para poder ser responsable de sí mismo. Y sabía que lo mismo deseaba su madre cuando estaba sobria. Si no estuviera borracha, le dejaría esconder el dinero. El truco estaba en mantenerla sobria.

Durante un difícil y triste fin de semana, Alexander lo intentó todo para que su madre aguantara sin beber. En un ataque de rabia convulsiva, Jane le dedicó un torrente de improperios y comentarios vitriólicos, hasta el punto de que Harold terminó implorando: «Por Dios, hijo, dale una copa y que se calle».

Pero Alexander, en lugar de darle una copa, se sentó al lado de su madre y le leyó fragmentos de Dickens en inglés, fragmentos de Pushkin en ruso y los cuentos más divertidos de Zoshshenko, y le preparó una sopa y le dio pan y café y le puso toallas húmedas en la frente, sin que ella dejara de proferir obscenidades.

– ¿Qué ha querido decir cuando os ha nombrado a Svetlana y a ti? ¿De qué estaba hablando? -preguntó Harold en un momento de tranquilidad.

– Papá, ¿no sabes que no hay que hacerle caso? No creas ni una palabra de lo que dice.

– No, claro que no -murmuró Harold, y se alejó unos pasos; no muchos porque en la habitación no había mucho sitio donde meterse.

El lunes, cuando su padre se marchó a trabajar, Alexander faltó a clase y se pasó el día entero tratando de convencer a su aturdida, patética y sobria madre de que era necesario esconder el dinero en un lugar seguro. Al principio trató de hablarle en un tono pausado, pero terminó perdiendo la paciencia y diciéndole a gritos que si los detenían a todos, que Dios no lo quisiera…

– No digas tonterías, Alexander. ¿Por qué van a detenernos? Somos de los suyos. No vivimos bien, pero no tenemos por qué vivir mejor que los demás rusos. Nos trasladamos aquí para compartir su suerte.

– Y bien que lo estamos haciendo -repuso Alexander-. Espabila, mamá. ¿Qué crees que les pasó a los extranjeros que vivían con nosotros en Moscú? -Hizo una pausa mientras su madre lo pensaba-. Aunque me equivoque, no estaría de más tener la precaución de esconder el dinero. ¿Cuánto queda, por cierto?

Jane lo pensó un momento y respondió que no lo sabía. Dejó que Alexander lo contara. Había diez mil dólares y cuatrocientos rublos.

– ¿Cuántos dólares trajiste de Estados Unidos? -preguntó Alexander.

– No lo sé. Diecisiete mil, creo. O veinte mil.

– ¡Mamá…!

– ¿Qué pasa? Una parte se fue en comprarte naranjas y leche en Moscú, ¿o ya lo has olvidado?

– No lo he olvidado -contestó Alexander, fatigado.

No quería saber cuánto habían costado las naranjas y la leche. ¿Cincuenta dólares? ¿Cien?

Jane, con el cigarrillo en la boca, escrutó a Alexander con los ojos entrecerrados.

– Si te dejo esconder el dinero, ¿me dejarás beber una copa como agradecimiento?

– Sí. Sólo una.

– Claro. Sólo quiero un vasito. Me siento mucho mejor ahora que estoy sobria, ¿sabes? Pero me vendrá muy bien una copita para controlar los nervios. Lo entiendes, ¿verdad?

Alexander pestañeó y no dijo nada, aunque le había gustado preguntarle si realmente pensaba que era tan ingenuo.

– Muy bien -concluyó Jane-, pues acabemos de una vez. ¿Dónde piensas esconderlo?

Alexander propuso encolar el dinero en el interior ce las tapas de un libro, y sacó un volumen de encuadernación dura y gruesa para que su madre entendiera qué quería decir.

– Si tu padre se entera, nunca te lo perdonará.

– Puede añadirlo a la lista de cosas que nunca me va a perdonar. No será tan grave como disentir de él en política. Vamos, mamá. Tengo que volver al instituto. Cuando el libro esté listo, lo dejaré en la biblioteca.

Jane observó el libro que proponía su hijo. Era su viejo ejemplar de El jinete de bronce y otros poemas, de Pushkin.

– ¿Por qué no lo pegamos en la Biblia que trajimos de Estados Unidos?

– Porque nadie se extrañará de encontrar un libro de Pushkin en la sección de Pushkin de la Biblioteca de Leningrado. En cambio, encontrar una Biblia en inglés en una biblioteca rusa podría resultar un poco sospechoso, ¿no crees?

Alexander sonrió.

Jane casi sonrió también.

– Alexander, siento haber estado tan mal -dijo.

Alexander agachó la cabeza.

– No quiero hablar de esto con tu padre porque ya no tiene paciencia conmigo, pero me está costando mucho soportar esta vida.

– Ya nos hemos dado cuenta -dijo Alexander.

Jane lo abrazó y le dio una palmadita en la espalda.

– Shhh… -la tranquilizó su hijo-. No pasa nada.

– Este dinero, Alexander… -añadió Jane, alzando la cara hacia él-, ¿crees que te será útil?

– No lo sé. Pero es mejor tenerlo que no tenerlo.

Se llevó el libro al instituto y al salir pasó por la Biblioteca Pública de Leningrado. Al fondo, en la sección de Pushkin, vio un hueco en uno de los estantes bajos. Dejó el libro entre dos volúmenes de aspecto erudito que nadie había sacado desde 1927. No le parecía muy probable que algún lector se llevara el libro en préstamo, pero no estaba convencido del todo y habría preferido encontrar un escondite mejor. Aquella noche, cuando Alexander volvió a casa, se encontró a su madre borracha otra vez, con una mirada en la que ya no quedaban trazas del cariño y el remordimiento que había demostrado por la mañana. Alexander cenó apresuradamente con su padre, con la radio puesta.

– ¿Van bien las clases?

– Sí, papá. Van bien.

– ¿Tienes buenos amigos?

– Claro.

– ¿Y alguna buena amiga?

Su padre intentaba darle conversación.

– En mi grupo de amigos hay chicas, sí.

– ¿Rusitas guapas? -precisó su padre, tras aclararse la voz.

– ¿Con quién quieres que las compare? -respondió Alexander con una sonrisa.

Harold también sonrió.

– Y a esas rusitas tan guapas… -preguntó cautelosamente-, ¿les cae bien mi chico?

– Parece que les caigo bien -replicó Alexander, encogiéndose de hombros.

– Recuerdo que Teddy y tú erais amigos de una chavalita… -dijo su padre-. ¿Cómo se llamaba?

– Belinda.

– ¡Ah, sí! Belinda. Era muy bonita.

– ¡Papá! -Alexander se echó a reír-. ¡Teníamos ocho años! Sí, era muy bonita para ser una niña de ocho años.

– ¡Y hay que ver qué coladita estaba por ti!

– ¡Y hay que ver qué coladito estaba Teddy por ella…!

– Así son las relaciones en este mundo de Dios…

Una vez que terminaron de cenar, Alexander y su padre salieron a tomar una copa.

– Echo de menos nuestra casa de Barrington -reconoció Harold-. Pero es sólo porque no he estado viviendo de otro modo el tiempo suficiente para cambiar de mentalidad y convertirme en la persona que debo ser.

– Llevas suficiente tiempo con este tipo de vida. Por eso precisamente echas de menos nuestra casa de Barrington.

– No. ¿Sabes qué pienso, hijo? Pienso que si aquí las cosas no funcionan del todo bien, es precisamente porque es Rusia. El comunismo funcionaría mucho mejor en Estados Unidos. -Sonrió a Alexander con expresión implorante-. ¿No estás de acuerdo?

– ¡Por el amor de Dios, papá!

Harold ya no habló más del tema.

– Da igual -concluyó-. Me voy un rato a casa de Leo. ¿Quieres venir?

La alternativa era volver al cuarto donde estaba su madre inconsciente o sentarse en una habitación llena de humo, escuchando cómo los camaradas de su padre regurgitaban oscuros pasajes de El capital y propugnaban la participación de su país en la guerra.

Alexander quería estar con su padre pero solo. Al final volvió a casa con su madre. Quería estar solo en compañía.

A la mañana siguiente, cuando Harold y Alexander se preparaban para empezar el día, Jane, aún con la borrachera de la noche anterior, agarró a su hijo de la mano.

– Quédate un momento -le pidió-. Tengo que hablar contigo.

Cuando Harold se marchó, Jane añadió en tono impaciente:

– He estado pensando en lo que dijiste. Recoge tus cosas. ¿Dónde está el libro? Date prisa, ve a buscarlo.

– ¿Para qué?

– Tú y yo nos vamos ahora mismo a Moscú.

– ¿A Moscú?

– Sí, te voy a acompañar a la embajada de Estados Unidos.

– Mamá…

– Llegaremos a Moscú al anochecer. Mañana, lo primero que haré será acompañarte a la embajada. Te dejarán quedarte hasta que hablen con el Departamento de Estado en Washington, y entonces te enviarán de regreso.

– No, mamá.

– Sí, Alexander. Ya cuidaré yo a tu padre.

– Ni siquiera puedes cuidar de ti misma.

– No te preocupes por mí -dijo Jane-, Mi futuro está marcado; pero tú lo tienes todo por delante. Preocúpate sólo de ti mismo. Tu padre tiene sus reuniones y piensa que con ese juego de niños grandes se librará del castigo. Pero lo tienen controlado, y a mí también. A ti no. Tienes que irte.

– No pienso irme sin papá y sin ti.

– Claro que te irás. A tu padre y a mí nunca nos dejarán volver, pero es mejor que tú regreses. Sé que en Estados Unidos las cosas están difíciles, no hay trabajo… pero serás libre y podrás hacer tu vida, así que deja de discutir. Soy tu madre y sé lo que digo.

– Mamá, ¿vas a llevarme a Moscú para entregarme a los estadounidenses?

– Sí. Podrás vivir con tu tía Esther hasta que termines la secundaria. El Departamento de Estado le avisará para que vaya a recogerte al puerto de Boston. Sólo tienes dieciséis años, Alexander. No pueden desentenderse de ti en el consulado.

Alexander recordaba con cariño a la hermana de su padre. La mujer lo adoraba, pero había dejado de hablarse con Harold tras una desagradable disputa sobre el incierto futuro que esperaba al niño en la Unión Soviética.

– Dos cosas, mamá -dijo Alexander-: el mes que viene cumpliré diecisiete años, y cuando cumplí los dieciséis me alisté en el Ejército Rojo. ¿Lo recuerdas? El servicio militar obligatorio… Al alistarme pasé a ser ciudadano soviético. Tengo un pasaporte interior que lo atestigua.

– El consulado no tiene por qué saberlo.

– Seguro que ya lo saben. Es su trabajo saber esas cosas. Y la segunda cosa es… -A Alexander le tembló la voz-. No puedo marcharme sin despedirme de mi padre.

– Escríbele una carta.

Alexander, con el corazón en un puño, hizo lo que le ordenaba su madre. Sacó el libro de Pushkin de la biblioteca y dejó escrita una carta para su padre. El trayecto en tren era largo; tuvo doce horas para reflexionar. No sabía cómo su madre había conseguido aguantar tanto tiempo sin una copa. A Jane le temblaban las manos cuando llegaron a la Estación de Leningrado en Moscú. Era de noche y los dos estaban cansados y hambrientos. No tenían ningún sitio donde dormir. No tenían comida. Era una noche de finales de abril no demasiado fría y terminaron durmiendo en un banco del parque Gorki. Alexander se acordó de cuando jugaba al hockey con sus amigos. Recuerdos agridulces que se le agolpaban en la mente y le hacían sentir un nudo en la garganta.

– Necesito una copa, Alexander -susurró Jane-. Necesito una copa para poder seguir viviendo. Quédate aquí, enseguida vuelvo.

– Madre -dijo Alexander, y la contuvo con mano firme-. Si te vas, me voy directo a la estación y cojo el próximo tren que vuelva a Leningrado.

Jane emitió un hondo suspiro, se acercó a Alexander y le hizo un gesto para que apoyara la cabeza en su regazo.

– Túmbate y duerme un poco. Mañana nos espera un día largo.

Alexander apoyó la cabeza en el hombro de su madre y se quedó dormido.

A la mañana siguiente, a las ocho en punto, estaban en la puerta de la embajada. Tuvieron que esperar una hora hasta que un centinela apareció al otro lado de la verja y les dijo que no podían pasar. Jane se presentó y le dio una carta en la que explicaba la situación de su hijo. Aguardaron impacientes dos horas más, hasta que el centinela volvió a llamarlos y les dijo que el cónsul no podía ayudarlos. Jane le suplicó que la dejase entrar para hablar cinco minutos con el cónsul. El centinela movió la cabeza y aseguró que no podía hacer nada. Jane levantó la mano para pegarle y Alexander tuvo que contenerla. Al final la soltó y trató de convencer al centinela.

– Lo siento -se disculpó el hombre en inglés, encogiéndose de hombros-. Puedo decirles que han estado buscando el expediente de sus padres, pero está en Washington, en el Departamento de Estado. -El hombre hizo una pausa-. Y el de usted también. Son ciudadanos soviéticos y no están bajo nuestra jurisdicción. No se puede hacer nada desde el consulado.

– ¿Y si pedimos asilo político?

– ¿Basándose en qué? Además, ¿sabe cuántos soviéticos vienen a pedirnos asilo? Docenas cada día. Los lunes, casi cien. Estamos aquí gracias a una invitación del gobierno de este país y no queremos perder los vínculos con el pueblo soviético. Si empezamos a acoger a sus ciudadanos, ¿cuánto tiempo nos dejarán seguir aquí? Usted sería el último. La semana pasada nos apiadamos de un viudo con dos niños pequeños. Era ruso pero tenía parientes en Estados Unidos y dijo que buscaría trabajo. Tenía un oficio útil, era electricista. Pero se armó un escándalo diplomático y tuvimos que echarlo. No podemos hacer nada. -Hizo una pausa-. Usted no es electricista, ¿verdad?

– No, no soy electricista -dijo Alexander-. Pero soy ciudadano estadounidense.

El centinela negó con la cabeza.

– No puede ser. Sabe que no se puede servir a dos señores en el ejército.

Alexander lo sabía, pero hizo otro intento:

– Tengo familiares en Estados Unidos, puedo vivir con ellos. Y puedo trabajar. Puedo conducir un taxi, poner un puesto de frutas y verduras, cultivar la tierra, talar árboles… Haré cualquier cosa que esté en mis manos.

– No es por usted, es por sus padres -explicó el centinela, bajando la voz-. Son demasiado famosos. Cuando se trasladaron a la URSS no fueron muy discretos; querían que todo el mundo los conociera. Bueno, pues ya los conocen. Sus padres deberían haberlo pensado dos veces antes de renunciar a la nacionalidad estadounidense. ¿Por qué tanta prisa? Primero tendrían que haber estado convencidos…

– Mi padre sí lo estaba -manifestó Alexander.

De Moscú a Leningrado había los mismos kilómetros que a la ida, ¿por qué les pareció que el viaje duraba varias décadas más? Su madre se pasó horas sin decir palabra. Por la ventanilla sólo veían campos desolados. No tenían nada para comer.

Al cabo de unas horas, la madre de Alexander carraspeó y dijo:

– Yo deseaba desesperadamente un hijo. Sufrí cuatro abortos y tardé cinco años en tenerte. El año en que tú naciste, la epidemia de gripe mató a miles de personas en Boston, entre ellas a mi hermana, a los padres y al hermano de tu padre y a muchos de nuestros amigos más cercanos. Todos nuestros conocidos habían perdido a alguien. Fui al médico porque me notaba febril y me aterraba haber contraído la enfermedad, y él me dijo que estaba embarazada. Contesté: «No puede ser. Hemos renunciado a nuestra herencia familiar y estamos prácticamente arruinados, ¿dónde vamos a vivir?, ¿y de qué?, ¿y cómo haremos para pagar las medicinas?», y el médico me miró y me dijo: «Los niños vienen con un pan debajo del brazo».

Jane oprimió la mano de Alexander, que no la retiró.

– Y tú, hijo… viniste con un pan debajo del brazo. Tanto Harold como yo nos dimos cuenta enseguida. Naciste de noche, llegaste de repente y no me dio tiempo a ir al hospital. El médico vino a casa, me ayudó a dar a luz en la cama y dijo que parecías tener prisa por empezar a vivir. Nunca había visto un bebé tan grande. Recuerdo que cuando le dijimos que te llamarías Anthony Alexander por tu bisabuelo, el médico te alzó en el aire y exclamó: «¡Alejandro Magno!»… por lo grande que eras, ¿sabes? -Jane hizo una pausa y susurró-: Eras un niño tan guapo…Alexander retiró la mano y se volvió hacia la ventanilla.

– Teníamos grandes esperanzas para tu futuro. Si supieras las cosas que me imaginaba cuando te sacaba a pasear en el cochecito por el muelle de Boston y todas las señoras se paraban a admirar a aquel niño de pelo tan negro y ojos tan brillantes…

Alexander no dijo nada.

– Cuando puedas, pregúntale a tu padre si era esto lo que imaginaba cuando pensaba en el futuro de su único hijo.

– ¿El pan que traje no era bastante grande, mamá? – preguntó Alexander, el niño de pelo tan negro y ojos tan brillantes.

Capítulo 10

Los fantasmas de la isla de Ellis, 1943

Había algo reconfortante en el hecho de vivir y trabajar en Ellis. El mundo de Tatiana era tan pequeño, tan insular, tan específico y pleno, que no le dejaba espacio para imaginar una vida distinta, para prever la vivencia de Nueva York, del Estados Unidos real, o para revivir la memoria de Leningrado, del Alexander real. Durante su estancia en la isla, Tatiana ocupó con su hijo una pequeña habitación de paredes de piedra con una gran ventana blanca, durmió en una cama individual equipada con sábanas blancas y se vistió con una única bata blanca y un único par de cómodos zapatos blancos. Por eso, mientras vivió en aquella habitación con la única compañía de Anthony y de una mochila negra, no necesitó imaginarse una vida imposible sin Alexander en Estados Unidos.

Tatiana procuraba no pensar en la mochila y echaba de menos el bullicio, el caos y las discusiones de la casa familiar, el olor del tabaco y las canciones de los bebedores de vodka. Añoraba a su testarudo hermano, a su protectora hermana, a su ajada madre, a su adusto padre y a sus adorados y reverenciados abuelos. Los extrañaba con la misma intensidad con que extrañaba el pan durante el asedio de Leningrado. Quería oírlos caminar por los pasillos de Ellis, igual que caminaban ahora sus silenciosos fantasmas, siempre al lado de Tatiana pero incapaces de defenderla del otro fantasma ruidoso que la acompañaba en todo momento.

Durante el día atendía a los heridos y se llevaba al niño a todas Partes. Sus heridas las dejaba olvidadas hasta la noche, momento en que se dedicaba a lamerlas y alimentarlas, recordando los abetos y los peces y el río y el hacha y los bosques y el fuego y los arándanos y el olor a humo de tabaco y la risotada surgida de una garganta masculina. Tatiana era incapaz de recorrer los desnudos corredores del tercer pabellón de Ellis sin pensar en los millones de pasos que en otro momento habían resonado en aquellos suelos ajedrezados. Y la sensación se agudizaba cuando se atrevía a cruzar el puentecillo que conducía al gran vestíbulo del pabellón principal, que, a diferencia del tercero, estaba abandonado. En las escaleras, los vestíbulos, los pasadizos y las habitaciones grises y polvorientas del edificio neogótico flotaba el espíritu de las personas que habían llegado a Nueva York antes de 1894, los inmigrantes que desembarcaban en masa en los muelles de Castle Garden, el centro de recepción del otro lado de la bahía, o que bajaban de los buques en la propia isla de Ellis y subían directamente a la vasta sala de registro, cargados con sus niños y sus fardos y ajustándose la gorra o el pañuelo de la cabeza después de dejarlo todo en el Viejo Mundo: a sus madres, a sus padres, a sus maridos, a sus hermanos y a sus hermanas, a quienes habían prometido volver a buscarlos o a quienes no se habían atrevido a prometer nada. Cinco mil al día; treinta mil, cincuenta mil u ochenta mil al mes; ocho millones al año; veinte millones entre 1892 y 1924… inmigrantes que llegaban sin visado, sin documentación, sin dinero, sólo con lo puesto y con su experiencia como carpinteros, costureras, cocineros, herreros, albañiles o vendedores.

Mamá podría ganarse la vida cosiendo. Y papá podría hacer de fontanero, y Pasha estaría siempre a mi lado como cuando éramos niños. Y Dasha cuidaría al niño de Alexander cuando yo estuviera en el trabajo. Resultaría extraño, pero lo cuidaría.

Llegaban con niños porque nadie abandona a sus hijos para emprender un viaje como aquél: habían venido por ellos, para regalarles las calles de Estados Unidos, la primavera y el otoño de la gran ciudad norteamericana. Y la gran ciudad estaba al otro lado de la bahía, tan cercana y sin embargo tan inaccesible para quienes no superaban los exámenes que autorizaban a pisar las orillas de la isla de Nueva York. Muchos estaban tan enfermos como Tatiana, o peor. Cuando tenían alguna enfermedad contagiosa o carecían de capacitación laboral y de nociones de inglés, los médicos y funcionarios del servicio de inmigración podían descartarlos. Había muy pocos rechazos al día, pero podía suceder que unos padres de edad avanzada quedaran separados de sus hijos, o un marido de su mujer.

Igual que yo quedé separada de él. Y ahora me siento partida por la mitad.

El miedo a no pasar los exámenes y tener que regresar y el anhelo de recibir la autorización oficial para entrar en el país eran tan intensos que habían terminado impregnando las paredes y los suelos y los muros de ventanas rotas del primer pabellón, y la acumulación de todas aquellas esperanzas angustiadas y sombrías resonaba en el edificio igual que resonaba en las entrañas de Tatiana cuando pisaba las baldosas de los corredores con Anthony en brazos.

A partir de las restricciones introducidas en 1924, la isla de Ellis dejó de ser el principal punto de entrada de la inmigración en Estados Unidos. Durante algún tiempo siguieron llegando barcos, primero todos los días, luego todas las semanas y finalmente todos los meses. Los millones de solicitudes tramitadas anualmente bajaron a unos miles y más tarde a unos cuantos centenares. La nueva normativa obligaba a expulsar a todo aquel que no trajera un visado en regla. A partir de 1924, la mayoría de los inmigrantes que llegaban al puerto de Nueva York disponían ya de autorización, ya que cada vez eran menos las personas que se arriesgaban a emprender un viaje tan peligroso y definitivo sabiendo que podían ser expulsadas al llegar al puerto de destino. Con todo, el año anterior a la guerra llegaron a Ellis 748 polizones sin dinero ni papeles, escondidos entre cajas de tomates.

No fueron expulsados.

Justo cuando se empezaba a hablar de clausurar las obsoletas instalaciones de Ellis, estalló la Segunda Guerra Mundial. En los años 1939, 1940 y 1941, los pabellones de la isla se usaron como hospital para los refugiados de guerra y los polizones que llegaban indocumentados. Cuando Estados Unidos se sumó al conflicto, también sirvieron para albergar a los prisioneros alemanes e italianos que llegaban heridos.

Fue entonces cuando llegó Tatiana.

Y allá, Tatiana sintió que la necesitaban. Nadie quería trabajar en Ellis, ni siquiera Vikki, que advertía instintivamente que era una pena malgastar su prodigiosa capacidad natural para el flirteo en aquellos heridos extranjeros que acabarían regresando a su país o trabajando de peones en la campiña estadounidense. Vikki cumplía sus obligaciones, pero prefería claramente el hospital universitario, donde los heridos, antes de morir, tenían la posibilidad de disfrutar de los encantos de una encantadora joven norteamericana.

Poco a poco fue aumentando el número de heridos alemanes que convalecían en la isla de Ellis. Los italianos, que charlaban por los codos aunque estuvieran agonizando, hablaban un idioma que a Tatiana le resultaba incomprensible pero que sonaba con una cadencia, una pasión y una fuerza que sí podía comprender. Bajaban de los barcos soltando risotadas y exclamaciones guturales y se aferraban a ella con manos crispadas y la miraban fijamente a los ojos mientras murmuraban palabras de esperanza y agradecimiento. Y a veces si no tenían bastante con oprimirle la mano antes de morir, y si no padecían ninguna enfermedad contagiosa o infecciosa, ella les ponía sobre el pecho a su bebé para que sus corazones exhaustos se reconfortaran y latieran en paz al calor de su cuerpecito dormido.

Tatiana hubiera querido poder reconfortar también a Alexander dejando que su hijo durmiera sobre su pecho.

Los gustos de los heridos se repartían entre Brenda, Tatiana y Vikki. Los italianos y los alemanes querían alegrarse la vista con Vikki pero preferían que los atendiera Tatiana. Y nadie quería a Brenda, que ni era atractiva ni hacía bien su trabajo de enfermera. Por la noche, cuando sus compañeras ya se habían marchado, Tatiana cogía a Anthony en brazos e intentaba reconfortar a los heridos.

A ella, lo que la reconfortaba era el ambiente limitado y confinado de Ellis. Podía vivir con el niño en su habitación de paredes pulcramente pintadas y sábanas limpias y podía hacer tres comidas al día en la cantina del hospital y ahorrarse la carne y la mantequilla del racionamiento. Podía amamantar a su hijo y sentir el consuelo que le proporcionaba el contacto de su cuerpecito y el aura de salud que envolvía al niño.

Una tarde de verano, Edward y Vikki la invitaron a sentarse en el comedor, le pusieron enfrente una taza de café e intentaron convencerla para que se mudara a Nueva York. Le dijeron que la ciudad bullía a pesar de la guerra, que podría asistir a un sinfín de fiestas y espectáculos nocturnos, comprarse ropa y zapatos y alquilar un estudio con cocina y quizás hasta un piso con un dormitorio para ella y otro para Anthony y quizá, quizá, quizá…

A miles de kilómetros estaba la guerra. A miles de kilómetros estaban el río Kama y los Urales, que todo lo habían visto y todo lo sabían. Y las galaxias. Las galaxias lo sabían todo. A medianoche, sus rayos entraban por la ventana de la habitación de Tatiana en la isla de Ellis y le susurraban: «No te rindas. Ya lloraremos nosotras. Tú vive».Los ecos del edificio hablaban con Tatiana, los pasillos tenían un aire familiar, las sábanas blancas, el olor a salitre, la espalda de la Estatua de la Libertad, la brisa nocturna, las luces de la ciudad de ensueño que palpitaba al otro lado de la bahía… Tatiana vivía ya en una isla de ensueño, y lo que necesitaba no podía encontrarlo en Nueva York.

El fuego se ha apagado. Ya ha oscurecido y ellos siguen en el claro, sentados sobre la manta. Alexander separa las piernas y Tatiana se acomoda entre ellas, apoyando la espalda en el pecho de él. Los brazos de Alexander la envuelven. Los dos alzan los ojos hacia el cielo, en silencio.

– Tania -susurra Alexander, y le da un beso en lo alto de la cabeza-, ¿ves las estrellas?

– Claro.

– ¿Quieres que hagamos el amor aquí mismo? Apartemos la manta y hagamos el amor para que nos vean las estrellas… así nunca nos olvidarán.

– Shura… -La voz de Tatiana es dulce y triste-. Ya nos han visto, ya lo saben. ¿Ves esa constelación de la derecha? ¿Ves las estrellas de abajo, que dibujan una sonrisa? Nos están sonriendo… -Hace una pausa-. La he visto a menudo mirándote desde arriba.

– Sí-concede Alexander, y la abraza más fuerte y ciñe la manta alrededor de su cuerpo-. Creo que es la constelación de Perseo, el héroe griego…

– Ya sé quién es Perseo… -Tatiana asiente con un gesto-. Cuando era pequeña, vivía sumergida en la mitología griega. -Se acurruca contra él-. Me gusta que Perseo nos sonría mientras me haces el amor.

– ¿Sabías que en la constelación de Perseo, las estrellas amarillas son las que se aproximan a la implosión y las azules, que son las más grandes y brillantes…?

– Y que se llaman «novas»…

– Si… ¿sabías que ésas se van volviendo cada vez más luminosas, hasta que explotan y se apagan? Mira cuántas estrellas azules hay alrededor de la sonrisa, Tatia.

– Las veo.

– ¿Oyes el viento estelar?

– Oigo un rumor.

– ¿Oyes el susurro del viento que sopla desde el firmamento, ese susurro que viene de la antigüedad y viaja hacia la eternidad…?

– ¿Qué es lo que susurra?

– Tatiana… Tatiana… Ta… tiana…

– Calla, por favor.

– No lo olvides. Dondequiera que estés, si puedes mirar al cielo y ver la constelación de Verseo, si ves su sonrisa y oyes cómo el viento estelar susurra tu nombre, sabrás que te estoy llamando para que vuelvas a Lazarevo.

– No tendrás que llamarme, soldado -dice Tatiana, apoyando la cara en el brazo de Alexander-. Nunca me iré de aquí.

Capítulo 11

Béisbol en Central Park, 1943

Terminó julio, terminó agosto, terminó septiembre… Ya habían pasado siete meses desde que Tatiana había salido de la Unión Soviética. Seguía en Ellis y no se había aventurado ni una sola vez al otro lado del puerto, hasta que Edward y Vikki se cansaron y una tarde casi la obligaron a subir con Anthony al transbordador para hacer una visita a Nueva York. Contra las protestas de Tatiana («No tengo cochecito para el niño…»), Vikki compró uno por cuatro dólares en una tienda de segunda mano. «No es para ti, es para el bebé. No puedes rechazar un regalo para tu bebé», le dijo.

Tatiana no lo rechazó. Solía echar en falta más ropa y juguetes para su hijo, o un cochecito para llevarlo de paseo por Ellis. En la misma tienda, Tatiana compró dos sonajeros y un osito de peluche, aunque a Anthony le gustaron más los envoltorios de papel de los regalos.

– Edward, ¿qué dirá tu mujer cuando se entere de que has salido a dar un paseo por el bullicioso Nueva York no con una sino con dos de tus enfermeras? -preguntó Vikki con una sonrisa.

– Le arrancará los ojos a la cotilla que se lo cuente.

– Yo no pienso abrir la boca. ¿Y tú, Tatiana?

– Yo no hablo inglés -respondió Tatiana, y los tres se echaron a reír.

– No puedo creer que esta chica no haya estado ni una sola vez en Nueva York. ¿Cómo es que no te has presentado en el Departamento de Inmigración, Tatiana? ¿No tienes que ir a hablar con ellos cada cierto tiempo para explicarles lo que haces?

– El departamento vino a mí… -explicó Tatiana, mirando agradecida a Edward.

– Pero ¡tres meses! ¿No querías ver por ti misma por qué se habla tanto de Nueva York?

– He estado ocupada trabajando.

– Y amamantando -bromeó Vikki, riéndose-. Es un niño muy hermoso. Dentro de poco ya no cabrá en el cochecito. Creo que es más grande de lo normal para su edad. Tanta leche…

Carraspeó y lanzó una mirada al escote de Tatiana.

– Pues no sé… -contestó Tatiana, y contempló a Anthony, rebosante de orgullo-. No sé cómo son niños de su edad.

– Está enorme, créeme. ¿Cuándo piensas venir a cenar? ¿Te parece bien mañana? Estoy harta de que la abuela saque el tema de mi divorcio. Ya es oficial, ¿sabes? Estoy divorciada. Y todos los domingos, a la hora de cenar, la abuela empieza a decir que ya no me querrá ningún otro hombre porque me he convertido en una mujer marcada.

Vikki puso los ojos en blanco.

– ¿Y por qué no le demuestras que se equivoca, Vikki? -preguntó Edward.

Tatiana ahogó una risita.

– Sólo tengo ojos para un hombre: Chris Pandolfi.

Tatiana resopló con disgusto.

– A nuestra Tatiana no le cae muy bien Chris. ¿Verdad, Tania? -preguntó Edward, sonriente.

– ¿Por qué? -quiso saber Vikki.

– Porque me llama «amapola». Creo que se burla de mí. ¿Qué quiere decir «amapola»?

– Es una flor muy bonita -respondió Edward con una sonrisa, apoyando la mano en el hombro de Tatiana.

Pero Vikki ya había empezado a decir que Chris pensaba llevarla a pasar el fin de semana de Acción de Gracias a Cape Cod y que había encontrado un vestido precioso de chiffon para salir a bailar el sábado.

El mercadillo de Battery Park estaba abarrotado de gente.

Tatiana, Vikki y Edward caminaron entre los puestos empujando el cochecito donde dormía Anthony, salieron a la calle Church, doblaron por Wall Street y avanzaron en dirección a South Street, atravesaron el mercado de pescado de Fulton y luego siguieron subiendo en dirección a Chinatown y Little Italy. Edward y Vikki estaban exhaustos pero Tatiana no paraba de caminar, fascinada por los altos edificios y la multitud que abarrotaba las calles, por los gritos y las risas, por las voces de los vendedores callejeros que anunciaban velas, libros viejos o manzanas, por los músicos que tocaban la armónica o el acordeón en las esquinas… Andaba como si los pies que goleaban el duro pavimento no fueran suyos. Miraba sorprendida las patatas, los guisantes y las coles que llenaban las carretillas aparcadas junto a las aceras, los melocotones, las manzanas y las uvas, los carros donde los comerciantes transportaban sus telas de lino y algodón los taxis y los coches, los miles y millones de coches, los autobuses de dos pisos, el traqueteo constante del tren elevado de la Tercera y la Segunda avenidas… lo miraba todo boquiabierta de asombro.

Entraron en una cafetería de la calle Mulberry y Vikki y Edward se derrumbaron en los sillones. Tatiana se quedó de pie, sujetando el cochecito con la mano. Miraba a la pareja de novios que en ese momento salían de la iglesia que había al otro lado de la calle. Estaban rodeados de gente y parecían felices.

– Con lo pequeñita que es Tatiana, tendría que estar desmayada. Y mírala, Edward: sigue de pie, tan tranquila -dijo Vikki.

– En cambio yo he perdido varios kilos. No había andado tanto desde que estuve en el ejército -contestó Edward.

Así que Edward había sido militar…

– Pero si en el hospital andas lo mismo todos los días, Edward… -intervino Tatiana, sin apartar la mirada de los recién casados que posaban frente a la iglesia-. Pero tenéis razón, Nueva York es impresionante.

– ¿Te gusta más o menos que la Unión Soviética? -le preguntó Vikki.

– Más -opinó Tatiana.

– Algún día tendrás que hablarme de tu país -añadió Vikki-. ¡Eh, mirad! ¡Melocotones! ¿Compramos?

– ¿Nueva York es siempre así? -preguntó Tatiana, tratando de disimular su asombro.

– Qué va. Está así por la guerra. Normalmente es una ciudad muy animada.

Dos domingos después, Tatiana, Anthony y Vikki fueron a Central Park a ver a Edward disputando un partido de béisbol contra el equipo del Departamento de Sanidad, entre cuyos jugadores estaba Chris Pandolfi. La mujer de Edward no asistió. Edward dijo que se había quedado descansando.

Tatiana sonreía a los transeúntes y a los vendedores de fruta. Los pájaros piaban encima de su cabeza y la vida burbujeaba a su alrededor como una fuente de colores. Tatiana, con el niño en brazos, compró melocotones maduros y no tuvo más remedio que reconocer que olían estupendamente. Hasta pensó en acompañar un domingo a Vikki y Edward al monte Bear, cuando Edward consiguiera unos galones de gasolina de racionamiento, su mujer se quedara en casa descansando y los árboles mudaran las hojas. Pero aquel domingo soleado Tatiana estaba en Central Park, en Nueva York, en Estados Unidos de América, sosteniendo a Anthony en brazos mientras miraba a Edward jugando al béisbol y a Vikki celebrando cada tanto con saltitos… y nada de todo aquello era un sueño.

Pero ¿dónde estaba realmente la mamá de Anthony? ¿Qué le había sucedido? Tatiana quería recuperar a aquella muchacha a la muchacha de antes del 22 de junio de 1941, la que se había puesto un vestido blanco bordado con rosas rojas confeccionado en Francia y comprado en Polonia y se había sentado en un banco para comerse un helado en el que fue el primer día de guerra para Rusia. ¿Qué había sido de la muchacha que nadaba con su hermano Pasha y se pasaba todo el verano leyendo, la muchacha que tenía todo el futuro por delante? ¿La muchacha a la que un teniente del Ejército Rojo engalanado con su mejor uniforme contemplaba embobado desde el otro lado de la calle? Esa muchacha podría no haberse parado a comprar un helado, o podría haber subido al autobús anterior y haber atravesado la ciudad en una dirección distinta, que la habría llevado a una vida distinta. Sin embargo, no había tenido más remedio que comprarse un helado, porque así era ella. Y por culpa de ese helado, ahora estaba donde estaba.

Ahora, Nueva York con su bullicio de los tiempos de guerra y Vikki con su risa jovial y Anthony con su llanto furioso y Edward con su carácter tierno conspiraban para traer de nuevo a la tierra a la muchacha de antaño. Todo lo que antes había sido futuro, ahora era pasado. Lo peor y lo mejor. Tatiana alzó su cara pecosa hacia Vikki, que saltaba y gritaba en la linde del campo, sonrió y se marchó hacia el quiosco de bebidas, a comprar Coca-Cola para sus amigos. Llevaba la melena rubia peinada en una trenza y se había puesto un vestido azul de tirantes que le quedaba demasiado largo y demasiado holgado.

Después del partido, Edward le pidió que le dejara un ratito a Anthony. Tatiana asintió con un gesto y agachó la cabeza para no ver cómo el médico cogía en brazos al hijo de Alexander, para que el pasado siguiera donde debía estar, lejos de aquella tarde que estaba pasando en Central Park con sus amigos Vikki y Edward.

Compraron unas Coca-Colas, una botella de agua y unas fresas y volvieron tranquilamente a la manta que acababan de extender sobre la hierba. Tatiana no hablaba.

– Mira cómo sonríe Anthony, Tania -dijo Edward, riendo-. No hay nada como la sonrisa de un niño, ¿verdad?

– Mmm -murmuró Tatiana, sin mirarlo.

Sabía que la sonrisa amplia y desdentada de Anthony creaba un vínculo instantáneo entre el oferente y el receptor. Lo había comprobado en la enfermería de Ellis. Los soldados alemanes e italianos adoraban a su bebé.

– He comprado esto para ti y para el niño. ¿Es demasiado pequeño para comer fresas?

– Sí, aún es pequeño.

– Pero mira… ¿verdad que son bonitas? Hay muchas, llévate unas cuantas. A lo mejor sabes preparar algo con ellas.

– Puedo preparar muchas cosas -dijo Tatiana en voz baja, y tomó un largo sorbo de agua-. Puedo preparar mermelada o confitura, puedo glasearlas, puedo hacer una tarta o un pastel, o puedo congelarlas para el invierno. Soy la reina de las conservas de fruta.

– ¿Cuántas formas hay de usar los arándanos, Tania?

– Te sorprendería saberlo.

– Ya estoy sorprendido. De hecho, estoy atónito. ¿Qué me estás preparando esta vez?

– Mermelada de arándanos.

– Me gusta la espumilla.

– Acércate, pruébala.

Ella le acerca la cuchara a la boca y le deja probar la mermelada. Él se relame los labios y sonríe.

– Me encanta.

– Mmm… -Tatiana advierte la expresión de sus ojos-. No, Shura. Tengo que terminar esto, hay que estar removiéndolo todo el rato. Es para que las viejas tengan mermelada este invierno.

– Tania…

– Shura…

Los brazos de Alexander la rodean.

– ¿Te he dicho que los arándanos me vuelven loco?

– Eres incorregible.

Capítulo 12

Conversaciones con Slonko, 1943

– ¡Comandante!

Alexander abrió los ojos de inmediato. Seguía sentado en el aula donde se había llevado a cabo el interrogatorio, bajo la vigilancia de Ivanov. Slonko entró con pasos malhumorados. Su gesto amable y su tono amistoso habían desaparecido.

– Bueno, comandante. Parece que va a tener que dejarse de jueguecitos.

– Muy bien -dijo Alexander-. No tengo muchas ganas de jugar.

– ¡Comandante!

– ¿Por qué grita? -preguntó Alexander, frotándose las sienes.

La cabeza le dolía como si fuera a romperse en pedazos.

– ¿Conoce a una mujer que responde al nombre de Tatiana Metanova, comandante?

Esta vez, mantener la compostura le costó más que cuando habían mencionado a su madre. Alexander necesitó toda su fuerza de voluntad para no dar un respingo. «Sí supero esto -pensó-, podré superar cualquier cosa; mejor dicho, es indudable que superaré cualquier cosa.» No sabía si era preferible mentir o decir la verdad. Era obvio que Slonko tramaba algo.

– Sí -respondió al final.

– ¿Y quién es?

– Era una de las enfermeras del hospital de Morozovo.

– ¿Era?

– Bueno, yo ya no estoy en el hospital, ¿verdad? -contestó dócilmente Alexander.

– Resulta que ella tampoco está allí.

No era una pregunta. Alexander no dijo nada.

– Pero es más que una enfermera, ¿no es cierto, comandante -preguntó Slonko, y se sacó del bolsillo el pasaporte interior de Alexander-. Aquí dice que es su esposa…

– Sí -asintió Alexander.

Su vida, resumida en una sola frase. Intentó serenarse. Sabía Slonko que no había hecho más que empezar. Tenía que estar preparado para lo que vendría después.

– Vaya, así que de verdad es su esposa.

– Sí.

– ¿Y dónde está ella en este momento? ¿Lo sabe usted?

– Tendría que ser omnisciente para saberlo -respondió Alexander-. No tengo ni idea.

– Está con nosotros -dijo Slonko, y se inclinó hacia él-. Bajo nuestra custodia. -Se rió satisfecho-. ¿Qué le parece eso, comandante?

– ¿Qué me parece qué? -respondió Alexander, sin desviar la mirada. Se cruzó de brazos y esperó-. ¿Puedo fumarme un cigarrillo?

Le trajeron un cigarro y Alexander logró que no le temblaran las manos al encenderlo. Antes de que ninguno de los dos tuviera tiempo de decir algo, Alexander llegó a la conclusión de que Slonko se estaba marcando un farol; mejor dicho, decidió creer que era un farol. La víspera, Stepanov le había dicho que los hombres de Mejlis estaban desorientados, pero Slonko no había dejado traslucir nada al respecto en sus dos conversaciones anteriores. Nada en absoluto, como si desconociera el asunto. Y ahora, de repente, se sacaba a Tatiana del sombrero, ufano como un gallito. Era un farol. Si realmente la hubieran detenido, habrían tardado menos en preguntarle por ella. Sin embargo, Slonko ni siquiera había sacado a relucir que la buscaban; en realidad no había dicho ni una palabra de Dimitri ni de Sayers ni de Tatiana.

Aun así, Slonko estaba protegido por tres guardianes y Alexander no tenía a nadie. Y estaba aquella bombilla enfocada hacia su cara, y estaba el hecho de que todo su cuerpo acusaba la debilidad, la taita de sueño y el agotamiento mental y el lacerante dolor de la espalda, y estaba su ánimo abatido. Alexander no dijo nada, pero fue a costa de un considerable esfuerzo. ¿Cuánta resistencia le quedaba? Cuando lo habían detenido en 1936, era joven y no estaba herido.

¿Por qué no podía haber conocido a Slonko en ese momento? Se resignó, preparándose para el siguiente golpe. Sabía que no tardaría en llegar.

– En este mismo momento, su esposa está siendo interrogada…

– ¿Y no la interroga usted? -dijo Alexander-. Me sorprende que confíe una tarea tan importante a otra persona, camarada. Seguro que tiene a gente muy cualificada trabajando a su servicio.

– Comandante, ¿recuerda qué sucedió hace tres años, en 1940?

– Sí, ese año combatí en la guerra contra Finlandia. Resulté herido, recibí una medalla al valor y me ascendieron a teniente.

– No me refiero a eso.

– Ah.

– En 1940, el gobierno soviético promulgó una ley que castiga a las mujeres que no repudian a su marido si éste ha cometido un delito tipificado en el artículo 58 del Código Penal. No denunciar al cónyuge se castiga con diez años en un campo de trabajo. ¿Le suena algo de eso?

– Afortunadamente no mucho, camarada. En 1940 no estaba casado.

– Estoy harto de jueguecitos y voy a ser franco con usted, comandante Belov. Su esposa, el doctor Sayers y un soldado llamado Dimitri Chernenko intentaron escapar del país…

– Un momento -intervino Alexander-. ¿Dice que el doctor Sayers ha intentado escapar…? ¿No trabaja con la Cruz Roja? Los miembros de la Cruz Roja Internacional tienen libertad para cruzar las fronteras, ¿no?

– Sí -contestó secamente Slonko-, pero no es el caso de su esposa ni de su compañero. Hubo un incidente fronterizo durante el cual el soldado Chernenko recibió varios impactos de bala.

– ¿Era él su testigo? -Alexander sonrió-. Espero que no fuera el único.

– Su esposa y el doctor Sayers consiguieron llegar a Helsinki.

Alexander no perdió la sonrisa.

– Pero el doctor estaba gravemente herido. ¿Sabe cómo lo hemos sabido, comandante? Porque llamamos al hospital de Helsinki y nos dijeron que el doctor había muerto dos días antes.

La sonrisa se congeló en la cara de Alexander.

– También nos dijeron que el muy eficiente doctor Sayers había llegado acompañado de una enfermera de la Cruz Roja que estaba herida. La descripción encaja con la de Tatiana Metanova. Bajita, rubia y al parecer embarazada. Y con una cicatriz en la cara. ¿Podría ser ella?

Alexander no se movió.

– Yo creo que sí -continuó Slonko-. Les ordenamos que la retuvieran hasta que llegaran nuestros hombres. Fuimos a buscarla al hospital de Helsinki y esta mañana estaba de vuelta en Rusia. ¿Tiene alguna pregunta?

– Sí-dijo Alexander, haciendo un esfuerzo para ponerse de pie; al final decidió seguir sentado. Intentó controlar su expresión, sus brazos, todo su cuerpo; pero no le sirvió de nada, porque las piernas empezaron a temblarle sin control. Al final, en tono gélido, preguntó-: ¿Qué quieren de mí?

– La verdad.

El tiempo era algo extraño… En Lazarevo, durante su dulce luna de miel, un mes entero había transcurrido en un abrir y cerrar de ojos. Y ahora, en cambio, el tiempo se paralizaba y Alexander tenía que respirar hondo para que los segundos pasaran más deprisa. Por un momento, bajó los ojos hacia el sucio suelo de madera y pensó: «Para salvarla a ella, voy a decirles la verdad y a firmar ese puto papel. Por lo que a mí respecta, soy realmente el que dicen». Pero luego pensó: «¿Y lo que le han hecho al cabo Maikov? Sólo podía decirles que no sabía nada; de hecho, no me conocía. ¿Qué verdad pudo revelar antes de que lo mataran? A ojos de Slonko, las mentiras son verdades y la verdad es una falsedad. Sabe que tanto lo que le decimos como lo que le ocultamos es engañoso y, sin embargo, mide su éxito por las mentiras que consigue sonsacarnos. No está más convencido que Stepanov, o que Maikov en su momento, de que yo sea realmente Alexander Barrington. Lo que quiere es que le mienta para que su misión pueda ser declarada un éxito. Quiere al chico de diecisiete años al que no llegó a interrogar. Actúa de este modo porque en su momento no fue capaz de vencer el coraje (¡la audacia!) de un preso que escapó a la muerte. Lo que quiere es que le firme un papel que ahora, siete años después, lo autorice a matarme, al margen de que yo sea o no sea Alexander Barrington. Quiere que yo muera para disfrutar de la absolución. Eso es lo que tendrá si confieso».

Slonko trataba de distorsionar la verdad para acabar con la resistencia de Alexander. Tatiana había desaparecido: cierto. La estaban buscando: cierto. Habían llamado a la Cruz Roja en Helsinki: quizás. Habían descubierto que Sayers había fallecido: quizá. Pobre Sayers… Quizás habían averiguado que lo acompañaba una enfermera y sin saber su nombre, solamente por la descripción, habían deducido que era la esposa de Alexander. Sólo habían pasado unos días.¿Habrían tardado tan poco en enviar a uno de sus agentes en su busca? Estaban a quinientos kilómetros de Helsinki. ¿Habían tenido tiempo de localizar a Tatiana y de traerla de vuelta a la URSS?

Y ella, ¿se habría quedado realmente en Helsinki? Sí, Alexander le había aconsejado que saliera de la ciudad, pero ¿habría recordado su consejo en aquel momento de soledad e infortunio?

Alexander volvió a mirar a Slonko, que lo observó con la expresión del glotón que se frota las manos antes de abalanzarse sobre un festín, o con la expresión del espectador que está a punto de asistir a la muerte del toro en la plaza.

– ¿Hay algún dato que no haya obtenido aún de mí, camarada? -preguntó Alexander en un tono gélido.

– A lo mejor no le importa su propia vida, comandante Belov, pero estoy convencido de que, si es la vida de su esposa embarazada la que está en peligro, aceptará usted hablar con nosotros.

– Por si no me ha oído, voy a repetirle la pregunta, camarada -insistió Alexander-. ¿Hay algo que quiera usted de mí y que yo aún no le haya dado?

– ¡Sí, todavía no tengo la verdad! -exclamó Slonko, y le asestó un fuerte bofetón.

– ¡No! -Alexander apretó los dientes-. Lo que no tiene es la satisfacción de saber que está en lo cierto. Cree que por fin ha atrapado al hombre al que lleva tiempo persiguiendo, y yo le digo que se equivoca. No va a sonsacarme nada haciendo gala de su impotencia. Tendrá que llevarme ante un consejo de guerra. No soy uno de los presos de poca monta a los que está acostumbrado a intimidar. Soy un oficial condecorado del Ejército Rojo. ¿Ha servido a su país en una guerra, camarada? -Alexander se puso de pie. Era una cabeza más alto que Slonko-. Lo dudo. Quiero comparecer ante el general Mejlis, que resolverá la cuestión en un momento. ¿Quiere llegar a la verdad, Slonko? Pues veamos cuál es la verdad. La guerra me necesita todavía. Usted, en cambio… tendrá que volver a su cárcel de Leningrado.

Slonko soltó una palabrota y ordenó a los dos guardianes que obligaran a sentarse al prisionero, cosa que hicieron con cierta dificultad.

– No puede argumentar nada en mi contra -gritó Alexander-. La persona que me acusó está muerta, ya que de no ser así la habría traído aquí. Los únicos que tienen autoridad sobre mí son mi mando inmediato, que es el coronel Stepanov, y el general Mejlis, que ha ordenado mi detención. Ellos le explicarán que, antes de la Operación Iskra, cinco generales del Ejército Rojo me concedieron la Estrella Roja porque resulté herido en el ataque al río, y también le explicarán que me dieron una medalla de Héroe de la Unión Soviética por mi contribución al esfuerzo bélico.

– ¿Dónde está esa medalla, comandante? -preguntó Slonko, articulando lentamente las palabras.

– Se la llevó mi esposa. Como está bajo su custodia, a lo mejor los deja verla. -Alexander sonrió-. Será la única ocasión que tendrá usted de ver una medalla.

– ¡Soy el oficial encargado de su interrogatorio! -vociferó Slonko con las mejillas y la frente rojas como la grana, y asestó otro bofetón a Alexander.

– ¡Váyase a la mierda! -chilló Alexander a su vez-. Usted no es oficial, y yo sí. Podrá intimidar a las mujeres, pero a mí no puede dominarme.

– En eso se equivoca, comandante -dijo Slonko-. Sí que puedo dominarlo, ¿sabe por qué? -Como Alexander no respondía, Slonko se inclinó hacia él y dijo con voz malévola-: Porque muy pronto voy a dominar a su mujer.

– ¿De verdad? -contestó Alexander. Se sacudió a los guardianes de encima, se puso de pie y tiró la silla de una patada-. Me sorprendería. ¿Acaso domina a la suya? Dudo que pueda dominar a la mía.

– Pues esté seguro de que lo haré y así se lo haré saber -respondió Slonko, sin moverse.

– Sí, hágalo -respondió Alexander, y se alejó unos pasos de la silla caída en el suelo-. Así sabré que está mintiendo.

Slonko soltó un gruñido.

– Camarada -insistió Alexander-, yo no soy el hombre al que está buscando.

– Sí lo es, comandante. Y todas sus palabras y sus acciones sólo sirven para convencerme aún más de ello.

De vuelta en la celda minúscula y fría, Alexander dio gracias a Dios por llevar puesto el uniforme.

Le habían dejado la lámpara de queroseno y el guardián no se apartaba de la mirilla.

A Alexander le parecía increíble que lo que le estaba sucediendo no tuviera que ver con la ideología, con la lucha entre comunismo e imperialismo, con la traición, ni siquiera con el espionaje, sino tan sólo con el orgullo de un hombre bajito.

Pensó que Dimitri y Slonko estaban cortados por el mismo patrón. Dimitri, mezquino de carácter y de corazón, era igual que Slonko, sólo que éste tenía un cargo de poder con el que reforzar su maldad. Dimitri no tenía nada, y su impotencia lo volvía aún más violento. Ahora estaba muerto. Ojalá hubiera muerto antes.

Sentado en el rincón, Alexander oyó girar la llave en la cerradura y suspiró. ¿Es que no iban a dejarlo tranquilo?

Slonko entró en la celda y dejó la puerta abierta detrás de él. El guardián esperaba en el umbral. A Slonko le faltaban veinte centímetros para llegar al techo. Ordenó a Alexander que se pusiera de pie. Alexander se incorporó de mala gana, pero tenía que doblar un poco las rodillas porque superaba en cinco o seis centímetros la altura de la celda. Su cuerpo inclinado parecía a punto de saltar como un resorte, aunque tenía que agachar la cabeza en un gesto que Slonko podría interpretar como sumisión.

– Bueno, bueno… su esposa Tatiana es una mujer muy interesante -declaró Slonko.

– Ah, ¿sí?

– Sí. He terminado hace un momento con ella. -Slonko se frotó las manos-. Muy interesante, sí.

Alexander lanzó una rápida mirada a la puerta abierta. ¿Dónde estaba el guardián? Se llevó la mano al bolsillo interior de los calzoncillos.

– ¿Qué está haciendo? -exclamó Slonko.

Pero no sacó ninguna arma.

– Busco la penicilina -explicó Alexander-. El coronel Stepanov me permitió que siguiera pinchándome. Me duele mucho la herida de la espalda y tengo que ponerme mi dosis. -Sonrió-. Ya no soy el mismo hombre que era en enero, camarada.

– Está bien saberlo -respondió Slonko-. ¿Y es usted el hombre que era en 1936?

– Sí, sigo siendo ese hombre -repuso Alexander.

– Mientras usted se pone la inyección, le explicaré lo que nos ha contado su esposa…

– Antes de que siga -lo interrumpió Alexander, abriendo la ampolla de morfina sin mirar a Slonko-, he leído que en algunos países del mundo es ilegal obligar a una mujer a proporcionar información sobre su marido. Curioso, ¿no?

Hundió la aguja en la ampolla e introdujo lentamente la solución de morfina en el cartucho de la jeringuilla.

– Ah no la hemos obligado. -Slonko sonrió-. Nos la ha dado voluntariamente. -Volvió a sonreír-. Y no ha sido lo único que…

– Camarada, se lo advierto: no siga! -protestó Alexander, dando un paso hacia él.

Estaba a medio metro de Slonko. Podría haberle apoyado las manos en los hombros en un gesto fraternal si un gesto así hubiera sido apropiado en ese momento. Pero no lo era.

– ¿No?

– No -repitió Alexander-. Créame, camarada Slonko. Está provocando usted al hombre equivocado.

– Ah, ¿y eso por qué? -dijo amablemente Slonko-. ¿Porque lo que le digo no es una provocación para usted?

– Al contrario -respondió Alexander-. Porque sí lo es.

Slonko calló. Alexander calló.

– Bueno, ¿se va a poner ya esa inyección de penicilina, comandante?

– Sí, cuando usted se vaya.

– No voy a irme.

Alexander meneó la cabeza pero no volvió a acercarse a la pared.

– Volvamos a nuestro asunto. ¿Ha convocado ya un consejo de guerra? Estoy seguro de que lo dejarán asistir al juicio para que vea cómo se absuelve a un inocente en un país comunista.

– En su país, comandante -corrigió Slonko.

– En-mi-país comunista -aceptó Alexander, sin mover ni una sola parte de su cuerpo.

La celda medía apenas dos metros de largo y uno de ancho. Alexander esperó. Sabía que Slonko no podía convocar un consejo de guerra. No tenía autoridad para nada, ni para organizar un consejo de guerra, ni para ordenar una ejecución, ni para llevar a cabo una investigación completa… Quería sonsacarle una confesión y todo lo demás le importaba un comino. Ahora que el testigo principal yacía muerto sobre la nieve, era muy posible que el propio Mejlis hubiera ordenado a Slonko que liberase a Belov: «No podemos perder a nuestros buenos soldados; los únicos datos sobre su presunto espionaje proceden de un desertor muerto, y Stalin, el único que puede mandarme, no ha emitido ninguna orden de ejecución contra Belov». Aun así, Slonko no pensaba rendirse. ¿Por qué?

Slonko no tenía ningún poder sobre él. Si Alexander se cruzara por la calle con un tipo como él, ni lo vería. Cuánto había avanzado el proletariado… Un hombre como Slonko, esbirro del Partido durante toda su vida, no tenía ningún poder sobre alguien como Alexander, que había sido objeto de su persecución durante siete años.

Así eran las cosas en el mundo de Alexander, aunque obviamente eran distintas en el de Slonko.

– Camarada -dijo Alexander al cabo de un rato-, ¿por qué no vuelve cuando tenga algo más que ofrecerme? Convoque un consejo de guerra o tráigame una orden de liberación.

– Comandante, no volverá a ser libre nunca más -dijo Slonko-. Me he pronunciado en contra de su libertad.

– Cuando muera seré libre.

– No pienso autorizar su ejecución. Ahora que su madre y su padre están muertos, quiero que tenga la vida que habían planeado para usted, la que querían darle cuando lo trajeron a este país. Estaban muy orgullosos de usted, Alexander Barrington. Los dos lo decían. ¿Cree que ha estado a la altura de sus ilusiones?

– No sé nada de esas personas, pero sí puedo decirle que he estado a la altura de las ilusiones de mis padres. Eran campesinos, gente sencilla, y estarían muy orgullosos de mi carrera en el Ejército Rojo.

– ¿Y qué me dice de las esperanzas de su esposa, comandante? ¿Cree que ha estado a su altura también?

– Como le he dicho antes, camarada, no quiero oírlo hablar de mi mujer.

– Ah, ¿no? Pues ella estaba muy dispuesta a hablar de usted. Cuando no… ejem… cuando no estaba haciendo otra cosa.

– ¡Camarada! -Alexander dio un paso hacia Slonko-. Es la última vez que se lo digo. No voy a repetirlo más.

– No me voy a ir.

– Sí que se irá. Está despedido. Vuelva cuando tenga algo.

– No pienso irme, comandante -repitió Slonko-. Cuanto más insiste, menos intención tengo de irme.

– No lo dudo. Pero se irá.

Ni el más mínimo temblor agitaba a Alexander, que se mantenía inmóvil como una estatua. Casi ni respiraba.

– ¡Comandante! No soy yo el detenido. No soy yo el que tiene una mujer detenida. No soy yo el estadounidense.

– Respecto a lo último que ha dicho, yo tampoco.

– Ah, sí que lo es, comandante, sí que lo es. Su propia esposa me lo ha dicho mientras me chupaba la polla.

La mano de Alexander se abalanzó hacia la garganta de Slonko, que con la sorpresa no tuvo ni tiempo de respirar. Su cabeza, con los ojos desorbitados y la boca abierta, chocó contra la pared de cemento. Con la otra mano, Alexander le clavó una jeringuilla con diez gramos de morfina en el esternón, justo en el ventrículo derecho del corazón. Le cerró la mandíbula con la palma de la mano, aunque Slonko no habría podido emitir ni un solo sonido aunque hubiera querido.

– Me sorprende, camarada -dijo Alexander en inglés-. ¿No sabía con quién se las tenía? Es curioso: creemos saber tanto y sabemos tan poco… -Apretó los dientes y retorció el cuello de Slonko, viendo cómo se le nublaban los ojos hasta quedar sin expresión-. Esto es por mi madre… -susurró- y por mi padre… y por Tatiana.

Slonko se estaba convulsionando y era incapaz de sostenerse en pie. Alexander lo agarró de la garganta con una mano y observó cómo su cuello se tensaba y se relajaba y cómo se dilataban sus pupilas. Cuando los ojos dejaron de parpadear, Alexander lo soltó y Slonko se desplomó en el suelo como un saco de patatas. Alexander le arrancó del pecho la jeringuilla vacía y la tiró por el desagüe.

– ¡Guardián, guardián! -gritó, asomándose a la puerta-. ¡El camarada Slonko no se encuentra bien!

El guardián llegó corriendo, entró en la celda y miró a Slonko tumbado en el suelo.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó, perplejo.

– No lo sé -respondió Alexander tranquilamente-. No soy médico. Pero será mejor que llamen a uno. Es posible que el camarada haya sufrido un ataque al corazón.

El guardián no sabía si salir corriendo o quedarse en la celda, si dejar solo a Alexander o llevárselo con él, si cerrar la puerta o dejarla abierta. El desconcierto se hizo tan visible en su cara aterrada y pálida, que Alexander decidió ayudarlo.

– Déjelo aquí, yo voy con usted -propuso con una sonrisa-. No hace falta que cierre la puerta de la celda. El camarada no se irá.

El guardián y Alexander subieron corriendo la escalera, atravesaron el edificio de la escuela, salieron a la calle y se dirigieron a la comandancia.

– No sé ni con quién tengo que hablar… -dijo el guardián con voz de desamparo.

– Busquemos al coronel Stepanov. Él sabrá qué hacer.

Decir que Stepanov se sorprendió al ver a Alexander sería decir muy poco. El guardián estaba tan aterrado que era incapaz de hablar. Murmuró unas palabras inaudibles sobre Slonko y dijo que él estaba cumpliendo su deber junto a la puerta pero no había oído ningún ruido. Stepanov le dijo varias veces que se calmara, pero el joven guardián era incapaz de entender una simple frase. Al final, Stepanov le ofreció un vasito de vodka y se volvió hacia Alexander con expresión de desconcierto.

– Señor -dijo Alexander-, el camarada Slonko ha perdido el conocimiento mientras estaba en mi celda. Es obvio que el guardián se había alejado un momento… -Hizo una pausa y añadió-: Quizá tenía que hacer sus necesidades. Al parecer, tiene miedo de que lo acusen de no cumplir con su deber, pero yo puedo atestiguar su diligencia, y estoy seguro de que no podría haber hecho nada por el camarada aunque hubiera tenido ocasión.

– Por Dios, Alexander -exclamó Stepanov, levantándose y poniéndose la guerrera a toda prisa-. ¿Me está diciendo que Slonko ha muerto?

– No lo sé, señor. No soy médico, pero le recomiendo que llame a uno. Tal vez aún pueda hacerse algo.

El médico al que llamaron acudió a la celda, se encogió de hombros y declaró muerto a Slonko sin ni siquiera tomarle el pulso. En la celda flotaba un olor fétido que hasta entonces no se había hecho notar. Al salir, todos contenían la respiración.

– Caramba, Alexander… -exclamó Stepanov.

– Parece que tengo mala suerte, señor.

Nadie tenía idea de qué hacer con Slonko. Había acudido a la celda a las dos de la madrugada. A esa hora todo el mundo dormía y nadie quería ocuparse del asunto. Como no había ningún sitio donde meterlo, Alexander se ofreció a dormir en el antedespacho de Stepanov, vigilado por el guardián. Stepanov y el guardián estuvieron de acuerdo. Alexander se tumbó en el suelo y Stepanov le dejó una manta.

– Gracias, señor -dijo Alexander, apoyando la cabeza contra el suelo.

Stepanov lanzó una mirada al guardián, que temblaba en un rincón, y luego miró a Alexander.

– ¿Qué demonios está pasando, comandante? -susurró.

– Dígamelo usted, coronel -replicó Alexander-. ¿Qué está pasando? ¿Qué quería Slonko? Me dijo que Tatiana había sido detenida en Helsinki y que había confesado. ¿De qué estaba hablando?

– Están todos nerviosos -dijo Stepanov-. Han intentado localizarla y no la han encontrado. En la Unión Soviética, la gente no desaparece sin más.

– De hecho desaparece gente constantemente, señor.

– Pero no sin dejar rastro.

– Sí, desaparecen sin dejar rastro.

– No insista, Alexander.

– Señor…

– Puedo decirle que cuando el hospital de Gresheski habló con el NKGB…

– ¿Con el qué?

– Ah, ¿no le han informado? El NKVD ya no existe, ahora es el NKGB, el Comisariado Popular para la Seguridad del Estado. El mismo organismo pero con otro nombre. El primer cambio de denominación desde 1934. -Stepanov se encogió de hombros-. En fin, cuando los del NKGB fueron informados de que Sayers y Metanova no habían ido al hospital de Leningrado, empezaron a sospechar. Había un camión volcado, había cuatro soldados soviéticos y varios finlandeses muertos, no había ningún botiquín en el camión y el símbolo de la Cruz Roja había sido arrancado de la tela de la cabina. Era inexplicable. No había ni rastro del médico ni de la enfermera. Sin embargo, en seis puestos fronterizos aseguran que revisaron la documentación de un médico y una enfermera que regresaban a Helsinki con un piloto finlandés herido para llevar a cabo un canje de prisioneros. No recuerdan el nombre de la enfermera, pero juran que era estadounidense. Empecemos por el piloto finlandés: resulta que ni es finlandés ni es piloto, y lo de herido es un eufemismo. Es su amigo Dimitri, y está más agujereado que un colador. La situación es la siguiente: Dimitri ha muerto y el médico y la enfermera se han esfumado. Por eso Mitterand llamó al hospital de la Cruz Roja en Helsinki y habló con un médico que no sabía ni palabra de ruso. Los muy burros -a estas alturas, Stepanov hablaba ya en susurros- tardaron un día entero en encontrar a alguien capaz de hablar con ese hombre en inglés. -Stepanov sonrió-. Estuve a punto de proponerlo a usted como intérprete.

Alexander lo miró impasible.

– Al final encontraron a una persona de Voljov que hablaba inglés. Por lo que sé, Matthew Sayers está muerto.

– Así que esa parte era cierta. -Alexander suspiró-. Tienen una forma de mezclar las mentiras más descaradas con algunos datos reales, que uno se vuelve loco intentando distinguir lo que es verdad de lo que no.

– Pues sí, Sayers murió de septicemia en Helsinki. En cuanto a la enfermera que lo acompañaba, el médico finlandés dijo que llevaba dos días sin verla. Daba por hecho que ella ya no seguía allá.

Alexander miró a Stepanov con una mezcla de tristeza, remordimiento y alivio. Eran tantas las emociones que lo invadían, que no sabía qué debía sentir ni qué debía decir primero. Durante un angustioso momento, lamentó que Tatiana no estuviera de vuelta en Rusia; quizás habría podido verla por última vez. Al final, algo real asomó a la superficie.

– Gracias, señor -susurró.

– Ahora duerma -respondió Stepanov, dándole una palmadita afectuosa en la espalda-. Necesita recobrar fuerzas. ¿Tiene hambre? Queda un poco de pan y salchichón ahumado.

– Guárdemelo. De momento voy a dormir.

Stepanov volvió a sus aposentos y Alexander, mientras la pesadumbre de su corazón se iba disipando como la bruma matinal, pensó que Tania había seguido sus recomendaciones al pie de la letra y no se había quedado en Helsinki. Seguramente se había trasladado a Estocolmo. Tal vez estaba allí en ese mismo momento. También pensó que Sayers debía de haber actuado bien, porque si le hubiera contado a Tatiana la verdad sobre la «muerte» de Alexander, ella habría regresado a la Unión Soviética y habría caído en las garras del hombre que… Pobre Tatiana…

Pero aquel hombre no la había atrapado.

Y al menos, el cabrón de Dimitri estaba muerto.

Poco a poco, Alexander se quedó dormido.


El puente del Volga, 1936

Cuando Alexander tenía diecisiete años y estaba detenido en la prisión de Kresti, le preguntaron quién era. Se trataba de una pregunta rutinaria, puesto que ya lo sabían. Le preguntaron quién era, se marcharon y al cabo de varios días volvieron a preguntárselo.

– ¿Es usted Alexander Barrington?

– Sí, lo soy -contestó Alexander, porque en ese momento no tenía otra respuesta y porque pensaba que decir la verdad lo protegería.

Y entonces le informaron de su condena. En aquel tiempo, Alexander no tuvo derecho a comparecer ante un consejo de guerra. Lo único que tuvo fue una celda de paredes de cemento, sin ventanas y con una reja que servía de puerta, un cubo para hacer sus necesidades en un rincón, una bombilla pelada en el techo y ninguna intimidad. Le obligaron a permanecer de pie mientras leían un papel con voz altisonante. Eran dos hombres, y cuando el primero terminó de leer, como si Alexander no lo hubiera entendido, el segundo cogió el papel y volvió a leerlo.

Alexander oyó pronunciar claramente su nombre: «Alexander Barrington», y oyó aún más claramente la sentencia: «Diez años en un campo de trabajo de Vladivostok por desarrollar actividades subversivas en Moscú en 1935 y por criticar las enseñanzas económicas de nuestro Padre y Maestro, perjudicando al gobierno soviético».

Oyó que lo condenaban a diez años y pensó que había oído mal. Pero volvieron a leerlo por segunda vez. Estuvo a punto de decir: «¿Dónde está mi padre?, él lo arreglará, él me dirá qué debo hacer».

Pero no dijo nada. Sabía que todo lo que le estaba sucediendo les había sucedido antes a su madre y a su padre, al igual que a las setenta y ocho personas que compartían con ellos la residencia de Moscú, al igual que al grupo de melómanos que frecuentaba Alexander, al igual que al grupo de comunistas al que pertenecían su padre y él, y al igual que a su viejo amigo Slavan, el que había vivido felizmente exiliado en tiempos de Nicolás II.

«¿Estaría Nikita en la bañera de algún otro hotel?», se preguntó Alexander. Lo dudaba.

Le preguntaron si tenía claras las acusaciones y si había entendido la pena que le correspondía.

Alexander no tenía claras las acusaciones ni había entendido la pena que le correspondía. De todos modos, asintió con un gesto.

Se distrajo tratando de imaginar la vida que debería haber tenido, la que su padre había deseado para él. Le habría gustado preguntar a Harold si quería que su hijo pasara su juventud trabajando gratis durante dos de los cinco planes quinquenales ideados por Stalin para impulsar la industrialización de Rusia (como una parte más del capital fijo, ese concepto que Alexander entendía tan bien precisamente porque sabía lo que era trabajar fuera del Estado Soviético). Pero Harold no estaba allí para responderle.

Trabajar gratis en una mina de oro de la tundra siberiana porque un régimen utópico era incapaz de pagarle, ¿formaba parte de su destino?

– ¿Tiene alguna pregunta?

– ¿Dónde está mi madre? -quiso saber Alexander-. Quiero despedirme de ella.

– ¿Su madre? -Los guardianes se rieron-. ¿Cómo coño quiere que sepamos dónde está su madre? Se va de viaje mañana por la mañana. Tendrá que encontrarla antes.

Se marcharon entre risotadas, dejando a Alexander de pie en medio de la celda.

– Tenemos suerte de ir a Vladivostok -le dijo el preso cubierto de cicatrices que se había sentado a su lado-. Acabo de salir del Perm 35 y es un infierno.

– Ah, ¿y dónde está eso?

– Cerca de la ciudad de Molotov. ¿Ha oído hablar del Perm? Está a orillas del Kama, cerca de los Urales. No está tan lejos como Vladivostok pero es mucho peor. Nadie sobrevive al Perm.

– Usted ha sobrevivido.

– Porque superé en cinco cuartos mi cuota de producción y me han dejado salir a los dos años. Les gustó mi productividad capitalista y decidieron que el proletario que llevo dentro ya había trabajado bastante para el hombre común.

Cuando terminó de ubicar Vladivostok en el mapa de la Unión Soviética, Alexander comprendió que no tenía más remedio que escapar, aunque no tuviera dinero y ningún sitio al que dirigirse, quería tener alguna posibilidad de seguir viviendo. Sí había un infierno en la tierra, estaba en Vladivostok. Tendría que atravesar los Urales en un vagón de ganado, cruzar la llanura siberiana y la meseta central y toda Mongolia y bordear toda China para terminar pudriéndose en una ciudad de hormigón erigida en una estrecha franja de tierra junto al mar de Japón. Alexander estaba seguro de que era imposible salir de la eternidad de Vladivostok. A lo largo de mil kilómetros, se asomó siempre que pudo a la ranilla o a la puerta cuando la abrían los guardianes para que los respirasen. Y la oportunidad se presentó cuando se aproximaban al Volga. «Voy a saltar», pensó. El río estaba muy abajo, el inestable puente ferroviario cruzaba el abismo a unos treinta metros de altura. Alexander no sabía nada del Volga. ¿Era pedregoso? ¿Era profundo? ¿Era rápido? Pero vio que era ancho y recordó que desembocaba a mil kilómetros, en Astracán, en el mar Caspio. No sabía si tendría otra oportunidad (una mejor), pero sí sabía que si sobrevivía al Volga podría llegar a alguna de las repúblicas del sur, a Georgia o quizás a Armenia, cruzar la frontera y entrar en Turquía. Ojalá llevara encima los dólares de su madre. Alexander había devuelto el libro a la biblioteca a la vuelta del fallido viaje a Moscú, y poco después lo habían detenido y ya no había tenido ocasión de sacarlo. Pero aun sin el dinero, su única alternativa era escapar o morir.

Miró hacia abajo y sintió un vuelco en el estómago. ¿Sobreviviría? De repente pensó que no quería morir. Se acordó de William Miller, su amigo de Barrington. Recordó al chico rubio, guapo y popular que había sido William Miller. Le habían enseñado a nadar cuando sólo tenía cinco semanas. Podía saltar y dar volteretas y contener la respiración bajo el agua, y era capaz de nadar y saltar mejor que cualquier otro niño de Barrington, incluido Alexander, que se había atrevido a hacer la prueba. Y una tarde de verano, cuando tenían ocho años, jugaban a imitar a Tarzán en la piscina olímpica de la casa de William, lanzándose de cabeza en la parte donde el agua medía tres metros y medio de profundidad. William saltó desde un trampolín de menos de un metro de altura sobre más de tres metros de agua, pero no tuvo en cuenta que Ben, el chaval gordinflón que vivía al final de la calle, estaba chapoteando muy cerca del trampolín en el momento del infortunado salto. William lo vio una fracción de segundo demasiado tarde y se desvió hacia la izquierda para esquivar su cuerpo regordete. Se oyó un chasquido cuando su cabeza golpeó la pared de la piscina, y a partir de entonces William Miller tuvo que desplazarse permanentemente en una silla de ruedas empujada por una enfermera y alimentarse mediante un tubo introducido en el estómago. ¿Raro? ¿Podía haber algo más raro que un joven de diecisiete años, que superaba el metro noventa de estatura y pesaba ochenta kilos, se lanzara desde una altura de treinta metros a una corriente de agua que aparentemente no llegaba a los tres metros de profundidad y estaba llena de rocas? Alexander no sabía que determinaban sobre la cuestión las inexorables leyes de la física pero algo le decía que no estaban a su favor. No tenía tiempo de asustarse ni de reflexionar. Sabía que el salto podía ser mortal. Lo sabía. Su estómago lo sabía. Lo sabía su corazón a punto de estallar. Pero al menos sería una muerte rápida. Se persignó. En Vladivostok estaría muriéndose el resto de su vida.

Murmuró «Dios mío, ayúdame» y saltó del tren, solamente con el uniforme de presidiario.

Treinta metros eran muchos metros, aunque el salto duró únicamente unos segundos; en el momento en que Alexander tocó el agua, el tren estaba casi al otro lado del río. Había saltado de pie otras veces y deseó que el Volga fuera lo bastante hondo para amortiguar la caída. Lo era. También era un río de aguas frías y rápidas. La corriente lo atrapó y lo arrastró durante medio kilómetro, tuvo que agitar los brazos todo el tiempo para dar alguna bocanada de aire, y cuando pudo volver la cara hacia el puente, el tren no era más que un puntito en la distancia. Al parecer, no se había detenido. Alexander no sabía si alguien lo habría visto saltar, aparte del preso que iba a su lado y que se había pasado desde Leningrado hasta el Volga sonriendo y murmurando: «Jovencito, ya verás la que te espera cuando llegues a Vladivostok».

No quiso arriesgarse a salir mientras aún viera el puente. Se dejó llevar por la corriente a lo largo de cinco kilómetros, hasta que estuvo demasiado cansado. Era verano y no tardó en secarse. Desenterró unas patatas y se las comió crudas, se quitó la ropa, armó un catre con unas hojas y un toldo con unas ramas (dando las gracias a los Boy Scouts) y se echó a dormir. Cuando se despertó, le dolían las piernas y tenía el uniforme empapado. Como no tenía modo de hacerse ropa nueva encendió fuego, puso el uniforme a secar y lo volvió del revés para ocultar un poco el gris carcelario. Lo embadurno con hojas verdes para disimular aún más el color, añadió barro y unas fresas machacadas y cuando ya no se veía que era un uniforme proporcionado por el NKVD, se puso en marcha, procurando no alejarse demasiado del curso del río.

Alexander se acercó a la desembocadura del Volga en barcazas de carga y barcos de pesca, ofreciendo su ayuda a las tripulaciones, hasta que un pescador le pidió el pasaporte. A partir de entonces se alejó del río y decidió atravesar las montañas que separan Georgia de Turquía. Se mantuvo apartado de pescadores y campesinos porque sabía que antes o después le pedirían la documentación y él no tenía pasaporte sino un carné de presidiario, que obviamente no podía enseñar. Lo había quemado.

Desplazarse sin ayuda tenía el gran inconveniente de la lentitud. Andando podía recorrer treinta kilómetros al día, como mucho. De vez en cuando se arriesgaba a subir a algún carro para llegar un poco antes al sur.

Un día, cuando cruzaba un campo de labor, se detuvo a hablar con una muchacha de unos quince años. Le pidió agua y un poco de pan y le preguntó si podía hacer algún trabajo para ganar unas monedas. La joven lo llevó a su casa y le presentó a sus bondadosos padres. Era una muchacha de callosas manos de campesina; la muchacha de pelo castaño y denso, mejillas redondas y carnes abundantes; la muchacha que tenía el cuello y los brazos cubiertos de sudor y un escote reluciente en el que destacaba una crucecita de oro que de tanta juventud y lozanía se mantenía casi horizontal.

Alexander no llegó a Georgia. Se quedó en Belii Gor, una aldea cercana a Krasnodar, en la costa del mar Negro, perteneciente aún a la república de Rusia, donde (porque se había fijado en Larisa y porque era agosto, el mes de la cosecha) ofreció su ayuda a los Belov, la familia de la joven. Yefim y Mariza Belov tenían cuatro hijos: Grisha, Valery, Sasha y Anton, y una hija.

Los Belov no tenían ninguna habitación libre en su casita de campo, pero Alexander dormía agradecido entre el heno del establo, trabajaba de sol a sol y por las noches pensaba en Larisa. Ella entreabría la boca en una semisonrisa y siempre parecía jadear un poco al respirar. Alexander sabía que era un ardid, pero funcionó porque él estaba ávido y necesitaba alimento. Su cuerpo llevaba demasiado tiempo sometido a la tensión de la huida, y Larisa era una promesa de consuelo.

Sin embargo, Alexander mantuvo las distancias por miedo a los hermanos. Tantas horas desenterrando patatas, zanahorias y cebollas y segando trigo para el koljós los habían convertido en una especie de animales de labor, y vivir junto a su hermana adolescente, exuberante y ávida de vida los había hecho recelar de los peones errantes que se quitaban la camisa para trabajar bajo el sol y a cada día que pasaba se volvían más morenos y más esbeltos. Alexander tenía diecisiete años, pero parecía un hombre y comía como un hombre y trabajaba como un hombre. En todos los sentidos, tenía el apetito de hombre y el corazón de un hombre. Larisa se había dado cuenta, sus hermanos también. Por eso Alexander mantuvo las distancias Se ofreció a armar balas de paja. Se ofreció a cortar leña para las reservas del invierno. Se ofreció a construir una mesa más grande, pensando que recordaría la época en que su padre usaba serruchos, cepillos, martillos y clavos. Se ofreció a todo eso con la esperanza de que el trabajo lo mantuviera en el establo, alejado del campo.

Por supuesto, cuanto más esquivo se mostraba, más insistía Larisa, que se volvió tan descarada como podía serlo una campesina de quince años que vivía con sus padres y sus cuatro hermanos varones en una pequeña granja.

Una tarde de finales de agosto en la calurosa Krasnodar, la aldea de las orillas del mar Negro, Alexander había entrado en el establo y estaba armando balas de paja. Vio una rendija de luz en el suelo, y al volverse dejó de verla porque la tapaba el cuerpo de Larisa, de pie delante de él.

Alexander tenía en las manos una horca, un ovillo de cordel y un cuchillo. Larisa le preguntó en voz baja qué estaba haciendo. «Hago balas de paja», estuvo a punto de contestar Alexander, pero comprendió que ella no esperaba respuesta. En otras circunstancias, Alexander no habría podido contenerse. Le costaba contenerse a pesar de la situación, pero sabía que era peligroso acercarse a la muchacha.

– Esto no puede terminar bien, Larisa -dijo.

– No sé de qué me hablas -contestó ella, caminando hacia él.

Iba descalza y llevaba un vestido que era apenas un pedacito de tela.

– Hace un calor terrible ahí afuera. He entrado a refugiarme un momento en la sombra. No te importa, ¿verdad?

– Tus hermanos me matarán -dijo Alexander, dándole la espalda y agachándose para seguir recogiendo heno.

– ¿Por qué iban a hacerlo? Trabajas mucho y están contentos.

Se acercó un poco más. Alexander sintió el olor del sudor veraniego que le cubría la piel. Larisa respiró hondo. También podía oler el sudor que lo cubría a él.

– Pára.

Ella dio otro paso en su dirección y se detuvo. Alexander no movió la espalda, pero por el rabillo del ojo la vio encaramarse a la barra de madera que cerraba un corral.

– Te miraré desde aquí -oyó que decía Larisa.

Alexander le lanzó una mirada y retomó el trabajo. Su cuerpo estaba a punto de rendirse. Pensó que podría disfrutar de un dulce alivio y que sería tan sólo un instante sin consecuencias. Larisa estaba tan cerca que Alexander podía oler su cuerpo joven, su pelo lavado, su aliento. Cerró los ojos un momento.

– Alexander -dijo Larisa con una voz profunda-. Mírame, quiero enseñarte una cosa.

Dolorosa, reticente, desesperadamente, Alexander la miró. Larisa se levantó poco a poco la falda y separó las piernas. Sus caderas quedaban muy cerca de la cara de Alexander, que clavó la mirada entre sus muslos desnudos sin poder reprimir un gemido.

– Ven, Alexander.

Alexander obedeció. Le apartó las manos, se colocó de pie entre las piernas de Larisa y le subió el vestido para dejar su cuerpo a la vista. Jadeante y sudoroso, con voracidad, acercó la boca a los labios de Larisa y luego se inclinó febrilmente hacia sus pechos, mientras sus dedos acariciaban la suave y cálida piel de la muchacha… Larisa gemía y se aferraba a la barra de madera. Se oyeron unas risas repentinas fuera del establo y Larisa lo apartó de un empujón. Pero Alexander no quería separarse.

Larisa le dio otro empujón y bajó de un salto de la barra a la que se había encaramado. Un chorro de luz iluminó el heno y Grisha, el hermano mayor, entró en el establo.

– Ah, estás aquí, Larisa -dijo-. Te he estado buscando por todas partes. Sal de ahí, no molestes a Alexander. ¿No ves que tiene mucho trabajo? Mamá pregunta por qué no has sacado aún a pastar las vacas. La koljoniz no tardará en venir a por la leche.

– Ya voy -respondió Larisa, y pasó junto a Alexander.

Grisha salió del establo seguido de Larisa, que antes de desaparecer por la puerta se volvió a mirarlo, con una deliciosa sonrisa en la cara.

– Alexander -susurró-, te prometo que la próxima vez no nos interrumpirán. Te comeré a besos y te llamaré Shura, no Sasha como llaman a mi hermano. Ya verás.

Alexander no pudo pensar en otra cosa en lo que quedaba del día, y sobre todo al anochecer, cuando se fue a dormir solo al establo. Pero al día siguiente ocurrió algo que lo salvó de la autoinmolación. Por la mañana vio a Larisa con la cara muy pálida.

– No me encuentro bien -dijo sin mirarlo cuando él se le acercó, y levantó las manos para apartarlo.

– No importa -contestó Alexander-. Yo haré que te encuentres mejor.

– No te acerques, Alexander -respondió Larisa, apartándolo con un gesto débil y desviando la mirada-. No te me acerques, por tu bien.

Alexander, perplejo, volvió al trabajo. No vio a Larisa en todo el día, y por la noche, cuando cenaban, vio que a su palidez se había sumado la fiebre. Y la fiebre había subido más a la noche siguiente y un día después le apareció una erupción rojiza en la cara.

– Oh, no -dijeron aterrados los familiares de Larisa-. Se ha puesto enferma.

Y luego vinieron la fiebre y la erupción de Alexander, pero cuando enfermó él nadie dijo «oh, no» con la voz aterrada. Y es que el jinete del Apocalipsis había llegado a lomos de un caballo pálido que todos sabían que era el incurable y contagioso tifus. El dolor de cabeza que precedía al primer brote era tan fuerte, tan terrible, tan penoso, que cuando apareció la fiebre de 40 grados y la erupción acompañada de inflamación, costras y picores, Alexander agradeció la distracción que le proporcionaba el delirio. Los hermanos tenían fiebre y Larisa perdía sangre, y luego los padres empezaron a delirar, y luego Larisa murió. En cierto momento estaba recibiendo las ardientes caricias de Alexander, y al momento siguiente estaba muerta y sin enterrar porque todo el mundo estaba demasiado débil para cavar un hoyo, de manera que su cadáver se quedó en la isba, y todos siguieron gimiendo y esperando a que el jinete fuera a buscarlos. Y el jinete llegó.

Sólo sobrevivieron Yefim, el padre de Larisa, y Alexander. Llevaban varios días, semanas tal vez, sin salir al exterior. Se ayudaban el uno al otro, bebían agua y rezaban, y Alexander empezó a mezclar el inglés y el ruso en sus oraciones, a rogar por la paz, por su madre y su padre, a implorar por sus vidas, por Estados Unidos, por la salud, por su vida, por su madre, por Teddy, por Belinda, por Boston, por Barrington, por los bosques, porque llegara finalmente la muerte porque no podía soportarlo más, y de pronto vio que lo escrutaban los ojos angustiados de Yefim, sintió el contacto de la mano de Yefim, oyó el susurro que salía de la boca sanguinolenta de Yefim: «No te mueras, hijo, no te mueras aquí, de esta manera. Vuelve con tu padre y tu madre. Vuelve a tu casa. ¿Dónde está tu casa, hijo?».

Yefim murió. Pero Alexander no. Al cabo de seis semanas de cuarentena, empezó a encontrarse mejor. Las autoridades soviéticas, para evitar que el calor del otoño propagara la enfermedad por toda la región del Cáucaso, incendiaron la aldea de Belii Gor con todos los cadáveres y las cabañas y los establos y los campos que había en su perímetro. Alexander, que había sobrevivido pero no era nadie, se arrogó una identidad nueva con el nombre de Alexander Belov, el tercer hijo de Yefim. Cuando aparecieron los miembros del soviet regional, con mascarillas en la cara y carpetas en las manos, y le preguntaron cómo se llamaba, Alexander respondió sin vacilación: «Alexander Belov». Los miembros del soviet buscaron el nombre en el registro de Belii Gor, lo cotejaron con los datos de la familia Belov y entregaron a Alexander un nuevo pasaporte interior que le permitiría desplazarse dentro de la Unión Soviética sin que lo detuvieran por falta de documentación. Alexander se subió a un tren y con el permiso escrito del soviet regional regresó a Leningrado y se instaló en casa de Mira Belov, la hermana de Yefim. Mira le lanzó una mirada atónita cuando se presentó en su puerta. Por suerte, la mujer llevaba doce años sin ver al auténtico Alexander Belov y a su familia y aunque señaló sorprendida su pelo y sus ojos negros y su cuerpo alto y flaco («Sasha, no me lo puedo creer… a los cinco años eras bajito, rubio y regordete»), la vaguedad de sus recuerdos le impidió sospechar. Alexander se instaló con ella y ocupó un camastro en el vestíbulo, un camastro que era medio metro más corto que él. Cenaba con Mira y su marido y los padres del marido y trataba de estar lo menos posible en la casa. Tenía un plan: terminar el instituto e ingresar después en el ejército.

Alexander no tenía tiempo para recordar, pensar o sentir dolor, Tenía una única misión (volver a ver a sus padres), un único objetivo, un único sueño y un único imperativo: de una forma u otra, estaba decidido a abandonar la Unión Soviética.


Un nuevo amigo, 1937

En los últimos seis meses de la secundaria, Alexander conoció a Dimitri Chernenko. Dimitri, bajito y anodino, lo abordaba con una curiosidad invasora, insistente y a veces irritante. Era como el perrito que Alexander nunca había tenido. Parecía inofensivo y solitario y necesitado de afecto. Era un muchacho escuálido, de pelo crespo y rizado y cara redonda, con unos ojos que bailaban constantemente de una cara a otra y no se detenían más que unos segundos en cada cosa que observaban. No era una mirada serena. Pero a Alexander le divertía la forma en que Dimitri alzaba los ojos hacia él (en el sentido literal dada su pequeña estatura) y le divertía la expresión de obsequioso respeto que adquiría su cara cuando lo escuchaba. Además, Dimitri sabía reírse de sí mismo cuando le hacían burla por llegar siempre el último en las carreras, por no acertar nunca en la portería cuando jugaba al fútbol, por caerse cuando intentaba trepar a un árbol.

Sin embargo, Alexander lo encontró un par de veces intimidando a compañeros más jóvenes en el patio del colegio. La segunda vez, cuando Dimitri quiso que su amigo se sumara al escarnio de un chaval muerto de miedo, Alexander le preguntó qué demonios estaba haciendo.

Dimitri ya no volvió a molestar a sus compañeros. Alexander decidió que Dimitri intentaba compensar su falta de popularidad y lo perdonó, igual que se perdonaba a sí mismo cuando trataba con grosería a las chicas («¿Has visto qué culo? ¡Eh, culona!»). Fue señalándole pacientemente sus faltas de tacto y Dimitri le hizo caso como un estudiante esmerado, aunque ninguno de los consejos de Alexander podía ayudarlo a marcar más goles o a ganar una carrera o a evitar que las chicas criticasen su pelo con una mueca de desprecio. Pero Dimitri mejoró mucho en otros aspectos. Además, reía de todos los chistes de Alexander, lo cual contribuyó en gran medida a reforzar su amistad.

Dimitri mostró curiosidad por el acento de Alexander, pero el siempre eludía sus preguntas. No confiaba en su amigo, lo cual le parecía más indicativo de su desconfianza respecto al mundo en general que del carácter del propio Dimitri. Pero Alexander y Dimitri hablaban sobre muchos otros temas: la política comunista (en un tono discretamente burlón), de las chicas (asunto en el que Dimitri tenia menos experiencia, por no decir ninguna) y de sus familias. Una tarde, al volver del instituto, Dimitri comentó que su padre trabajaba en una de las cárceles de la ciudad, y no en una cualquiera sino (según especificó con voz susurrante) en el centro de detención más temido y odiado de todo Leningrado. Aunque Alexander había que Dimitri había sacado el tema porque la posición del padre lo hacía parecer más poderoso, a partir de entonces empezó a verlo con otros ojos.

Pensó que se abría una rendija en la puerta de su destino, vislumbró la posibilidad de averiguar qué les había sucedido a sus padres, y eso bastó para que dejara momentáneamente de lado su desconfianza hacia la humanidad y reconociera su origen estadounidense. Alexander confesó su pasado a Dimitri y le pidió que lo ayudase a localizar a Harold y Jane Barrington. Dimitri, con los ojos flameantes, declaró que estaría encantado de ayudarlo, y Alexander se lo agradeció con un abrazo.

– Dima -le dijo-, si me ayudas, te juro que seré tu amigo para siempre y haré cualquier cosa por ti.

Dimitri le dio una palmadita en la espalda y le dijo que no le diera las gracias, que estaba contento de ayudarlo porque él era su mejor amigo, ¿o no?

– Claro que sí -respondió Alexander.

Unos días después, Dimitri le trajo noticias sobre su madre: estaba «sin derecho a correspondencia».

Alexander se acordó del marido de la babushka Tamara. Conocía el significado de esa frase. Delante de su amigo mantuvo la compostura, pero esa noche lloró por su madre.

Con la excusa de escribir una redacción escolar sobre los logros del Estado soviético contra los agitadores extranjeros que traicionaban la causa socialista, lograron que les permitieran visitar brevemente el centro de detención para entrevistarse con el padre de Dimitri.

En la incongruentemente soleada tarde de junio, Alexander pudo ver a su padre unos minutos. Literalmente unos minutos. Pensaba que lo dejarían visitar el centro durante un cuarto de hora por menos y que tendría ocasión de quedarse a solas con su padre. Y sí, pudo estar dos minutos en el centro, pero acompañado todo el tiempo de Dimitri, el padre de Dimitri y otro carcelero. Harold y Alexander Barrington no tenían derecho a la privacidad.

Alexander había estado meditando tanto tiempo sobre lo que iba a decirle a su padre, que las palabras habían quedado grabada en su memoria y ni el miedo ni el nerviosismo podían borrarlas.

Quería decirle: «Papá… una vez, cuando cumplí los siete años mamá y tú me llevasteis a Revere Beach, ¿te acuerdas? Estuve nadando hasta que los dientes me castañeteaban, y luego hicimos un hoyo y lo rodeamos de una barrera de arena y esperamos a que se llenara de agua con la marea creciente. El sol nos quemó la piel, y por la tarde me dejasteis subir tres veces a la noria y me dejasteis comer algodón de azúcar y helado hasta que empezó a dolerme el estómago. Tú olías a agua salada y a arena, y al darme la mano me dijiste que yo también olía a mar. Fue el día más feliz de mi vida, y fuiste tú quien me lo regaló, y será mi mejor recuerdo cuando cierre los ojos para siempre. No sufras por mí; aquí o donde sea, me las arreglaré. No sufras por nada».

Pero Alexander no tuvo oportunidad de estar a solas con su padre para decirle aquellas frases en inglés o en ruso, y era difícil que Harold, con los ojos nublados por las lágrimas, pudiera leerle el pensamiento. Alexander pensó que la emoción de su padre terminaría alertando al carcelero de que aquel encuentro en la celda desnuda y minúscula tenía un carácter personal. Por suerte, el carcelero no sospechó nada.

El padre fue el único que habló, en inglés además, gracias a la intervención de Alexander.

– ¿Podríamos escuchar al prisionero hablando en su idioma? -se le ocurrió preguntar.

– De acuerdo, pero que sea breve -rezongó el carcelero-. No tengo mucho tiempo.

– Voy a decir unas palabras en inglés, inspiradas en unos versos de Kipling -anunció Harold, sin apenas fuerza para articular las palabras. Aferró las manos de su hijo y añadió-: «Si puedes soportar que tu frase sincera sea trampa de necios en boca de malvados, si puedes ver hecha trizas tu adorada quimera… entonces, hijo mío, vuelve a forjarla con útiles mellados».

Alexander lo entendió perfectamente.

Con los ojos húmedos, su padre lo estrechó contra él y susurro:

– «¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!»

Sin pronunciar palabra, Alexander se alejó unos pasos y parpadeó para eludir los recuerdos de sus padres y de Estados Unidos que se agolpaban en su corazón. Consiguió mantener la compostura, pero sintió que su alma inmortal se desgarraba. Miró a su padre y moviendo los labios articuló «te quiero» en inglés, salió y los carceleros cerraron la puerta de la celda.

– ¿Ése era tu padre? -preguntó Dimitri, trotando para seguir sus pasos-. Por suerte no os parecéis mucho.

– Me parezco más a mi madre -explicó Alexander.

– ¿Y qué ha dicho? ¿Era interesante?

– No ha hablado mucho.

– Pero ¿qué ha dicho en inglés?

– Eran unos versos de If, de Rudyard Kipling. ¿Conoces ese poema?

– Lo leí hace tiempo en el colegio -contestó Dimitri, encogiéndose de hombros-. No me pareció tan bueno. ¿Quieres decir que tu padre, en vez de decirte algo personal, ha preferido citar a un imperialista muerto?

If es un gran poema.

A partir de entonces Dimitri no dejó a Alexander ni a sol ni a sombra, y Alexander no protestó porque necesitaba un amigo.

No mucho tiempo después, Dimitri comenzó a urdir planes para fugarse de la Unión Soviética. Alexander no trató de disuadirlo, pues muchas de las propuestas se parecían a lo que él mismo había estado considerando por su cuenta. Además, no veía razón para no acompañarlo en la fuga; siendo dos podían cubrirse uno al otro las espaldas. Alexander veía a Dimitri como una especie de compañero de batalla que velaría por él.

El problema era que Alexander era paciente y Dimitri no. Alexander sabía que el momento propicio estaba por llegar. Hablaron de acercarse a Turquía en tren o de viajar a Siberia en invierno y atravesar a pie las aguas congeladas del estrecho de Bering. Al final decidieron ir a Finlandia, el país más cercano y accesible.

Alexander iba todas las semanas a la biblioteca para comprobar si El jinete de bronce seguía allí. ¿Y si alguien lo pedía en préstamo? ¿Y si se lo quedaban? No podía evitar pensar que su dinero no estaba en lugar seguro. Al acabar la secundaria, Alexander y Dimitri se apuntaron a un cursillo de tres meses para ingresar en la Escuela de Oficiales del Ejército Rojo. Había sido idea de Dimitri, convencido de que con el uniforme de oficial impresionarían a las chicas. A Alexander le pareció una buena forma de acceder a Finlandia si los finlandeses y los soviéticos entraban en guerra, lo cual parecía bastante probable, ya que Rusia no quería tener a un enemigo histórico a sólo veinte kilómetros de una ciudad tan importante como Leningrado.

La Escuela de Oficiales no era como Alexander se la había imaginado. La brutalidad de los instructores, los extenuantes ejercicios de entrenamiento, las constantes humillaciones a que los sometían los sargentos, tenían como objetivo acabar con la resistencia de los alumnos antes de que lo lograra la guerra. Era más duro soportar las humillaciones que correr bajo la lluvia y el frío. Pero lo peor era cuando los despertaban justo después de apagarse las luces y los hacían estar horas de pie mientras un cadete que se había olvidado de lustrar las putas botas recibía una reprimenda.

En la Escuela de Oficiales, Alexander lo aprendió todo sobre la imperfección, la autoridad y el respeto. Aprendió a cerrar la boca y a tener la taquilla impecable y a ser puntual y a decir «sí señor» cuando hubiera preferido decir «vete a la mierda». También aprendió que era más fuerte y más rápido y más listo que los demás, y que era más limpio, más valiente y más capaz de mantener la calma en los momentos de tensión.

Por otra parte, aprendió que si alguien lo insultaba para provocarlo, podía lograr su propósito.

Después de conocer la paradójica dualidad de la escuela de oficiales, aquel lugar donde acababan con la resistencia de los alumnos para convertirlos en hombres, Alexander decidió que ser soldado raso debía de ser todavía peor.

Dimitri no aprobó los exámenes de ingreso en la Escuela de Oficiales.

– ¿Puedes creerlo? ¡Esos cabrones me hacen pasar un infierno y luego no me dan el título! -exclamó-. ¿Qué absurdo es ése? Pienso enviar una protesta al director… ¿Quién dirige la escuela, Alexander? ¿Has visto la carta que he recibido? Me dicen que era demasiado lento preparando el fusil, que fallaba cuando me obligaban a reptar por el puto suelo como una serpiente, que hacía demasiado ruido en las pruebas de combate y que no tengo las dotes de mando necesaria para ingresar en la jerarquía de oficiales. Y me invitan a alistarme como soldado raso. Si no cargo el fusil lo bastante rápido para ser oficial, ¿qué coño voy a hacer siendo un puto soldado de mierda?

– Es posible que pidan un nivel diferente para los oficiales y para los soldados.

– ¡Ya lo sé! ¡Pero precisamente para ser frontovik deberían exigir mejor nivel! Al fin y al cabo, ellos están en la línea de fuego. ¿No me dejan estar como oficial en la retaguardia, donde causaría menos problemas, y en cambio me ofrecen un puesto en plena zona de combate? No, gracias. -Dimitri alzó los ojos hacia Alexander-. Y a ti, ¿te ha llegado la carta?

Por supuesto, Alexander había recibido la carta que le informaba de su próxima graduación como subteniente, pero no pensaba que Dimitri estuviera de humor para saberlo. Sin embargo, como no podía mentirle, terminó explicándoselo.

– Vaya, nuestros planes se van a la mierda. ¿Cómo podemos ayudarnos el uno al otro si tú eres oficial y yo un simple soldado? -protestó Dimitri. Al cabo de un momento se dio una palmada en la frente y añadió-: ¡Ya está, tengo una idea! Hay una solución… ¿sabes cuál?

– No.

– Tienes que rechazar el empleo de subteniente. Di que agradeces el honor pero que lo has pensado mejor. Y al cabo de unos días, te alistas como soldado raso. Así podremos estar juntos en la misma unidad y fugarnos en cuanto surja la oportunidad. -Dimitri sonreía, exultante-. Por un momento he pensado que nuestros planes no tenían ninguna posibilidad.

– Un momento… -Alexander lo miró con suspicacia-. ¿Qué me estás pidiendo, Dima?

– Que renuncies a ser oficial.

– ¿Y por qué iba a hacer eso?

– Para que podamos llevar a cabo nuestros planes.

– Nuestros planes siguen en pie. Como subteniente, llevaré una unidad en la que habrá un sargento que estará a cargo de tu pelotón. Ya verás cómo, pase lo que pase, terminaremos huyendo juntos a Finlandia.

– Sí, pero ¿y si no estamos en la misma unidad? Eso era lo que habíamos planeado, Alexander.

– Lo que planeamos era ser oficiales los dos. No hablamos de ser soldados rasos.

– Muy bien, pues el plan ha cambiado. Hay que ser flexibles

– De acuerdo. Pero si los dos somos soldados, no tendremos poder para hacer nada.

– ¿Quién quiere el poder? -Dimitri entrecerró los ojos-. ¿Tú?

– Yo no quiero el poder -dijo Alexander-. Pero quiero un empleo que nos sea de utilidad. No puedes negar que si uno de los dos es oficial, tendremos más posibilidades de llegar a donde queremos. Si hubiera sucedido lo contrario, si hubiera suspendido yo y tú hubieras aprobado, me parecería perfecto que fueras oficial porque podrías hacer mucho por los dos.

– Claro -respondió pausadamente Dimitri-, pero no soy yo el que ha ascendido a oficial, ¿verdad?

– Eso es cuestión de suerte, Dima -aseguró Alexander-. No hay que darle más vueltas.

– Será difícil que no le dé vueltas cuando estoy a punto de convertirme en una puta mierda -respondió Dimitri.

Alexander no dijo nada.

– Creo que sería mejor que los dos estuviéramos en el mismo pelotón -insistió Dimitri.

– No hay ninguna garantía de que nos destinen al mismo -replicó Alexander-. A ti te enviarán a Carelia, y a mí, a Crimea…

Alexander terminó perdiendo la paciencia y dijo que era absurdo discutir por eso y que no pensaba renunciar a su empleo. Pero por la mirada que vio en los ojos de Dimitri, por el gesto ofendido de sus hombros y la sonrisilla suspicaz que dibujaba su boca, casi oyó cómo se formaba el primer desgarrón en el tejido de su amistad. «Tejido soviético, no podía ser de calidad…», pensó, y buscó otro argumento mejor para convencer a Dimitri de que su plan funcionaría.

– Dima, piensa que te irá mejor en el ejército si yo soy uno de tus mandos y te facilito las cosas. La comida, el tabaco, el vodka, las puntuaciones y los destinos serán mejores.

Dimitri lo miró con escepticismo.

– Soy tu amigo y tu aliado, y mi posición me permitirá ayudarte -insistió Alexander.

Pero Dimitri siguió mirándolo con escepticismo.

En realidad tenía motivos para mostrarse escéptico, porque por mucho que su amigo lo apoyase, era difícil que le fueran bien las cosas como soldado raso. En cambio, era innegable que la vida se volvía mucho más fácil para Alexander: ocuparía mejores habitaciones, comería mejor, tendría más libertades y una paga más alta, le darían mejores armas, podría acceder a información privilegiada y las mujeres se le acercaran en el club de oficiales serían menos vulgares.

La ventaja para Dimitri fue que Alexander terminó siendo uno de sus mandos en la guarnición de Leningrado, con dos sargentos y un cabo entre los dos. Pero la primera vez que Alexander le ordenó a gritos que no perdiera el paso durante una marcha, a Dimitri no le pareció que su situación fuera tan ventajosa. En cualquier caso, Alexander sólo tenía una opción: o gritaba a todos sus subordinados sin excepción, cosa que Dimitri encontraba inaceptable, o dejaba de gritar a todo el mundo, cosa que el Ejército Rojo encontraría obviamente inaceptable.

Alexander decidió transferir a Dimitri a otra unidad dirigida por el teniente Sergei Komkov, lo cual estropeó para siempre su amistad con Komkov.

– Eres un traidor, Belov -le dijo una noche el bajito, rechoncho y casi calvo Komkov mientras jugaban a las cartas-. ¿En qué estabas pensando cuando me pediste que aceptara a Chernenko bajo mi mando? Es el tipo más cagado que he visto nunca. La vergüenza de cualquier ejército. Mi hermanita pequeña es más valiente que él. Podría trabajar bien pero no soporta que le den órdenes. ¿No podríamos someterlo a un consejo de guerra por cobardía?

– No es mal chico -respondió Alexander, riendo-. Ya verás cómo lo hará mejor cuando entre en combate.

– Ni hablar, Belov. Si Chernenko entra en combate, nos matarán a todos.


Llegan las chicas, 1939

Cuando empezaron a ir a locales de baile, Alexander hizo amistad con una chica llamada Luba. Al cabo de poco, Luba empezó a acompañaros más a menudo y Alexander empezó a perder el interés por conocer a otras mujeres. Pero un día Dimitri expresó su interés por ella, y Alexander agachó la cabeza y le dejó el campo libre. Luba se sintió herida, y Dimitri se divirtió un tiempo y luego la dejó.

Esta misma situación se repitió un par de veces más. A Alexander no le importaba porque siempre terminaba conociendo a alguna otra chica. Trató que Dimitri fuera solo al local de Sadko mientras él acudía al club de oficiales, pero Dimitri protestó porque no lo de dejaban entrar en el club. De modo que Alexander siguió acompañándolo al local de Sadko y actuando como si no le interesara ninguna chica en particular. Y era cierto. Le gustaban todas.

A Sveta le gustaba ponerse encima y no quería que la tocaran A Olga le gustaba que la tocaran. Sólo que la tocaran. Mila hablaba demasiado de la economía comunista. Lena hablaba demasiado. Punto.

Isabel lo pasó bien con Alexander una vez, repitió una segunda vez y a la tercera vez le preguntó si quería casarse.

Dina le aseguró que él le gustaba más que todos los demás hombres con los que había estado, y al fin de semana siguiente, Alexander la vio tonteando con Anatoli Marazov.

Maya quería hacerlo en todas las posturas, y él se lo hizo en todas las posturas, y lo volvieron a hacer un montón de veces, y al final ella dijo que él sólo pensaba en sí mismo.

Megan no paraba de hablar mientras se lo hacía a Alexander con la boca.

Nina no paraba de hablar mientras Alexander se lo hacía a ella con la boca.

Nadia quería jugar a las cartas, pero no antes ni después sino en lugar de.

Kira dijo que sólo lo haría si los acompañaba su mejor amiga, que se llamaba Ela.

Zoe era muy lanzada y terminaron en quince minutos.

Masha era muy lanzada y terminaron en dos horas.

Marisa era la chica a la que le gustaba que le dijeran cosas, y Marta era la chica a la que no le gustaba que le dijeran cosas.

Sofía era la chica a la que le gustaba todo mientras ella no tuviera que hacer nada.

Sonia era la más divertida de todas, hasta que una noche de sábado se convirtió en la chica a la que habían roto el corazón y dejó de ser divertida, y más tarde dejó de tener roto el corazón y pasó a estar solamente furiosa.

Lara estaba interesada en saber si Alexander había matado alguna vez a alguien.

Zhenia quería saber si Alexander deseaba tener hijos. Y después, Alexander empezó a olvidarse de sus nombres. Eso fue cuando empezó a pasar más tiempo sin dejarse llevar. Todavía las buscaba, las miraba a los ojos y a la boca e intentaba que se desnudasen, buscaba una conexión con ellas, pero las deseaba y las olvidaba y empezaba de nuevo. Estaba con varias cada viernes por la noche, cada sábado y domingo por la noche, y las noches de guardia y las tardes de los domingos… pocas veces a la luz de día, para su consternación, porque le gustaba mucho verles la cara en el momento del placer.

Aunque le gustaban, las necesitaba y las deseaba, empezó a marcar distancias, a contemplarlas con expresión severa, a tratarlas con displicencia y a mostrarse cada vez más indiferente a su placer, y de pronto, inexplicablemente, ellas le tomaron más cariño.

Cada vez eran más las chicas que buscaban su compañía, que querían pasear cogidas de su mano por la avenida Nevski y que después lo abrazaban, susurraban un «gracias» y volvían a buscarlo al fin de semana siguiente, cuando él ya pensaba en la próxima o en las próximas tres. Cada vez eran más las que querían algo de él… algo que Alexander no sabía qué era y que, sobre todo, era incapaz de darles.

– Quiero más, Alexander -le dijo una-. Quiero más.

– Ya te lo he dado todo, créeme -contestó él con una sonrisa.

– No -insistió ella-. Quiero más.

En el camino de vuelta, Alexander habló en tono frío y resignado.

– Lo siento -le dijo-, no puedo darte lo que quieres. Es imposible. Te he dado todo lo que soy capaz de dar.

A pesar de todo, cada vez que miraba, saludaba, tocaba y besaba a una chica, pensaba: «¿Será ésta? He estado con todas, ¿habré encontrado ya a la mía? ¿Llegó y se fue sin que me diera cuenta?».

Pero de vez en cuando, antes de los sueños, antes de que la negra noche cayera sobre él, en un vagón de tren parado o en una barcaza del río o en algún carro abandonado, Alexander volvía a sentir durante un segundo el olor de Larisa y oía sus gemidos de placer y añoraba algo que quizá ya nunca lograría recuperar.

Capítulo 13

La cena con los Sabatella, 1943

Finalmente, un domingo de octubre, Tatiana se animó a ir a cenar a casa de Vikki. Los Sabatella vivían en Little Italy, en la esquina de Mulberry y Grand.

Al cruzar la puerta, Tatiana oyó un chillido estridente y una voz de contralto que gritaba: «¡¡Gelsomiiiiiiiiina!!». Una mujer de cuerpo regordete y baja estatura, morena de pelo y de piel, salió de la cocina.

– Dijiste que vendrías hace tres horas.

– Lo siento, abuela. Tania no había terminado con… Ni siquiera sé qué hace en el hospital. Te presento a mi abuela Isabella, Tania. Mira, abuela: éste es Anthony, el bebé de Tania.

La abuela estrechó a Tatiana con sus brazos manchados de harina y enseguida se apoderó del cuerpecito de tres meses y medio del bebé y se lo llevó a la cocina para depositarlo sobre la encimera, y Tatiana pensó que tenía que entrar a rescatar a su hijo antes de que Isabella preparase con él un zeppole.

– ¿«Gelsomina»? -preguntó en voz baja, cuando tomaba un vaso de vino con Vikki en la cocina.

– No preguntes. Significa «jazmín». Tiene algo que ver con mi difunta madre.

– ¡Tu madre no está muerta! -gritó Isabella con rabia, jugando con el bebé-. Está en California.

– En California -repitió Vikki-. En italiano llaman así al Purgatorio.

– No digas eso. Ya sabes lo enferma que está tu madre.

– ¿Tu madre está enferma? -susurró Tatiana.

– Sí, de la cabeza -respondió Vikki en un susurro.

– No seas mala -protestó Isabella, sin dejar de mirar muy sonriente a Anthony.-Les he dicho que no te pregunten en ningún momento por el padre del niño -susurró Vikki-. ¿Te parece bien?

– Está bien, Vikki -respondió Tatiana con otro susurro. A Tatiana le gustó la casa, que era grande y acogedora, con ventanales altos y muebles macizos y estanterías llenas de libros, pero le inquietó un poco la decoración: todo el piso, desde los suelos enmoquetados hasta las paredes, pasando por el remate de los cortinajes de terciopelo, tenía el mismo color del vino tinto que le dieron de beber. En el comedor revestido de maderas oscuras y telas de color borgoña, conoció a Travis, el bajito, delgado y discreto marido de Isabella.

– Cuando conocí a mi Travis, el abuelo de Vikki… -comenzó a explicar Isabella durante la cena, sujetando a Anthony con una mano y sirviendo lasaña con la otra-. Vikki, no te quedes ahí parada, pásale el pan y la ensalada a Tania, y sírvele un poco más de vino, por el amor de Dios… ¿Por dónde iba? Ah, sí. Cuando conocí a Travis…

– Eso ya lo has dicho, mujer -intervino en voz baja Travis, lanzando una mirada a Tatiana y rascándose la calva como si se disculpara.

– No me interrumpas, prego. Cuando te conocí, estabas a punto de casarte con mi tía Sofía.

– ¡Yo ya lo sé, no me lo cuentes a mí! Cuéntaselo a ella.

– Ajá… -dijo Tatiana.

Si cogía un poco más de pan, tendría la boca ocupada. Ella masticaría y ellos hablarían y todo iría bien.

– Era la hermana menor de mi madre -precisó Isabella-. Travis y yo nos conocimos en un pueblecito cercano a Florencia. ¿Sabes dónde está Florencia?

– Sí -dijo Tatiana-. La madre de mi marido era italiana.

– Mi madre me pidió que fuera a buscar a Travis a la estación porque él no sabía cómo llegar al pueblo. Vivíamos en el valle, entre montañas. Yo tenía que ir a buscarlo para llevarlo a casa de mi tía Sofía, que lo estaba esperando.

– Y gracias a tu ayuda nunca encontró el camino, abuela… -dijo Vikki.

– Calla, niña. La estación estaba a diez kilómetros. A los dos kilómetros supe que ya no podría vivir ni un solo día sin él. Entramos a tomar un vasito de vino en una taberna. Yo no bebía nunca. Era demasiado joven, tenía dieciséis años, pero Travis me invitó. Bebimos del mismo cáliz…La abuela dejó de servir la comida y se volvió sonriente hacia Travis, que masticaba la lasaña y fingía que no le prestaba atención

– No sabíamos qué hacer -continuó Isabella-. Mi tía tenía veintisiete años, igual que Travis. Iban a casarse, no había forma de impedirlo. Estábamos sentados en aquella taberna de las cercanías de Florencia, sin saber qué hacer. ¿Y sabes qué? -Isabella dio una palmadita a Travis, que soltó el tenedor-. Al final no fuimos al pueblo. Nos dijimos: «Vámonos a Roma, ya escribiremos una carta a la familia». Pero en lugar de ir a Roma cogimos el tren de Nápoles y allí tomamos el barco que nos trajo a la isla de Ellis. Llegamos a este país en 1902. No teníamos nada, sólo nos teníamos el uno al otro.

Tatiana había dejado de comer y miraba boquiabierta a Isabella y a Travis.

– ¿La perdonó su tía?

– Nadie me perdonó -dijo Isabella.

– Su madre no le ha escrito desde entonces -explicó Travis, con la boca llena.

– Bueno, Travis, mi madre ya murió, ahora es difícil que me escriba.

– ¿Cuánto hace que estás enamorado de mi hermana, Alexander? -pregunta Dasha, agonizante.

– Nunca he estado enamorado de ella -contesta Alexander-. Estoy enamorado de ti. Tú sabes lo que hay entre nosotros.

– Dijiste que en el verano, cuando estuvieras de permiso, vendrías a buscarme a Lazarevo y te casarías conmigo -dice Dasha entre estertores.

– Sí. Cuando esté de permiso, vendré a buscarte a Lazarevo y me casaré contigo -promete Alexander a Dasha, la hermana de Tatiana.

Tatiana agachó la cabeza y se pellizcó las manos crispadas.

– En Estados Unidos tuvimos dos hijas -continuó Isabella-. Travis quería un varoncito, pero Dios no quiso dárnoslo. -Suspiró-. Fui-mos en busca de un niño, pero tuve tres abortos.

Isabella miró a Anthony con tanta añoranza que Tatiana quiso arrebatárselo de las manos, como si el deseo fuera una forma de posesión.

– En 1923, Annabella, nuestra hija mayor, tuvo a Gelsomina.

– Y me puso de nombre Viktoria-precisó Vikki.

– ¿Y tú qué sabes? -contestó Isabella con desdén-. ¿Acaso Viktoria es un nombre italiano?… Nuestra hija menor, Francesca, vive en Darien, en Connecticut. Viene a vernos una vez al mes. Está casada con un buen hombre y de momento no tienen hijos.

– Abuela, la tía Francesca tiene treinta y siete años. Nadie tiene hijos con treinta y siete años -declaró Vikki.

– Nosotros estábamos hechos para tener un niño… -repuso Isabella con tristeza.

– No es verdad -dijo Travis-. De ser así, lo habríamos tenido. Y ahora devuelve este bebé a su legítima madre y come algo, mujer.

– Tania, ¿quién te cuida al niño cuando estás trabajando? -preguntó Isabella, mientras devolvía de mala gana el niño a su madre, que lo tomó agradecida y lo estrechó contra su pecho antes de seguir comiendo.

– Me lo llevo, o lo dejo durmiendo en la habitación, o me lo cuida algún refugiado o un soldado herido.

– Pues eso no está bien -opinó Isabella-. Si quieres, podría cuidarlo yo.

– Gracias -contestó Tatiana-. No será necesario…

– Podría ir a buscarlo a Ellis y llevártelo de vuelta.

– ¡Isabella! -exclamó Travis-. Por mucho que quieras, el niño no será tu hijo. Come, por amor de Dios.

– Muy bien, lo pensaré -respondió Tatiana, mirando sonriente a Isabella-. Y ustedes dos son muy afortunados de tenerse el uno al otro. Es una historia preciosa.

– Tú eres afortunada de tener a tu niño -opinó Isabella.

– Es verdad -reconoció Tatiana.

– Cuéntanos. ¿Dónde está tu familia?

Tatiana no dijo nada.

– ¿Tienes madre, chiquilla?

– Ya no -dijo al final Tatiana.

– ¿Y padre?

– También murió.

– ¿Y hermanas o hermanos?

– También. Todos han muerto.

– ¿ Y abuelos?

Tatiana negó con la cabeza.

– Todos se han ido.

Isabella y Travis dejaron de masticar. Vikki siguió comiendo pero miró a Tatiana sin pestañear.

– Hace dos años, los alemanes cercaron Leningrado. No había comida -explicó Tatiana, y dejó de hablar.

Es el 23 de junio de 1940. Tatiana y Pasha cumplen dieciséis años y los Metanov lo celebran en su dacha de Luga. Les han prestado una mesa alargada y la han instalado en el jardín porque en el porche no caben diecisiete personas: los siete miembros de la familia Metanov; la hermana del padre, con su marido y su hija; la babushka de Tatiana, Maya, y los seis miembros de la familia Iglenko. Papá ha traído caviar negro y esturión ahumado de Leningrado. También ha traído arenques con patatas y cebollas, y la madre ha preparado borscht y cinco clases de ensalada. La prima Marina ha preparado tarta de champiñones, Dasha ha hecho un pastel de manzana, la abuela paterna de Tatiana ha hecho buñuelos de crema, la babushka Maya le ha pintado un cuadro y papá ha comprado bombones porque sabe que a Tatiana le encanta el chocolate. Tatiana se ha puesto su vestido blanco bordado con rosas rojas. Es el único vestido bonito que tiene. Se lo trajo su padre de Polonia dos años antes y es su vestido preferido.

Todo el mundo bebe vodka, todos menos ella; beben hasta que ya no son capaces de sostener los vasos. Cuentan anécdotas políticas y comen hasta reventar. Papá saca la guitarra y toca canciones populares y todo el mundo canta aunque no tenga oído y aunque no sepa la letra:

Si supieras

cómo adoro

las noches de Moscú…

– Cuando cumplas los dieciocho, Tania -dice el padre-, alquilaré un salón del Hotel Astoria para Pasha y para ti y celebraremos un banquete de verdad.

– A mí no me organizaste ninguna fiesta, papá -interviene Dasha, que cumplió los dieciocho hace cinco años.

– Las cosas estaban muy mal en 1935 -explica el padre-. Nos faltaba de todo, y en cambio ahora las cosas nos van mejor y dentro de dos años será mejor aún. En el Astoria brindaremos también por ti, Dasha, ¿te parece bien?

Tania quisiera que su próximo cumpleaños fuera al día siguiente para disfrutar de otra fiesta como ésa. La brisa nocturna es cálida y huele a lilas marchitas y a cerezos en flor, los grillos cantan y los mosquitos acechan. Sus hermanos la tumban sobre la hierba, se le echan encima y empiezan a hacerle cosquillas hasta que Tatiana no puede más y chilla «parad, me estropearéis el vestido…», mientras los adultos alzan los vasos con manos temblorosas y papá vuelve a coger la guitarra y su voz embriagada llega hasta Tatiana a través de las ramas floridas de los cerezos, entonando con voz estridente el lamento por Leningrado que escribió Alexander Vertinski en el exilio:

Palabras remotas oídas al pasar,

palabras dulces y superfinas,

Jardín de Verano, Fontanka, Neva,

¿por qué habéis llegado hasta aquí, queridas palabras?

Aquí, donde el bullicio es el de una ciudad forastera

y son olas forasteras las que lamen la playa.

Capítulo 14

La cárcel de Voljov, 1943

Slonko había muerto, pero el destino de Alexander aún no estaba claro. Lo enviaron a Voljov, donde tuvo que vérselas con otro idiota de una variedad aún más nociva. Cuando supo que Tatiana había escapado de las garras de la Unión Soviética su estado de ánimo mejoró, pero el alivio se mezclaba con la melancolía. Ahora que la partida de Tatiana era irremediable, Alexander no sabía contra quién despotricar antes, si contra su interrogador o contra el carcelero que lo apuntaba con el fusil. En realidad, a quien detestaba por encima de todo mientras recorría a grandes pasos la celda algo más espaciosa que le habían adjudicado en Voljov era a sí mismo.

Tatiana se había ido, y su marcha se había debido a Alexander. Tatiana se había marchado mientras llevaba en el vientre al hijo de los dos. ¿A qué mes estaban? ¿No salía de cuentas ya?

En Voljov, al igual que en Leningrado y a diferencia de Morozovo, había dos cárceles: una para los presos comunes y otra para los políticos. La distinción no era demasiado precisa, y Alexander terminó en la cárcel común, donde las celdas parecían ser más confortables. Recordó los días que había pasado en Kresti en 1936, antes de que lo metieran en el tren que debía llevarlo a Vladivostok. En Kresti, las celdas eran pequeñas y malolientes. En Voljov eran más espaciosas y tenían dos literas, un lavamanos y un retrete. Y había una puerta metálica con un ventanuco enrejado que se abría fugazmente para dejar pasar la bandeja de comida.

Le daban pan, gachas y a veces un pedazo de carne de origen desconocido. Le daban agua y ocasionalmente té, y también un vale que podía cambiar por tabaco o por vodka.

Alexander se guardó los dos o tres vales que le daban cada día, sin cambiarlos ni por tabaco ni por vodka. No quería saber nada del vodka, pero el tabaco era otra historia: se moría por fumar. Su boca y su garganta ansiaban el cálido contacto del humo y sus pulmones anhelaban la nicotina. Sin embargo, se propuso no fumar, ya que el ansia de nicotina mitigaba en parte el ansia de volver a ver a Tatiana y el lacerante vacío producido por su ausencia. Hacía cinco meses que se había abierto la espalda durante la batalla de Leningrado y, aunque la herida se había curado, las terminaciones nerviosas que rodeaban la prominente cicatriz eran muy sensibles al dolor.

Alexander pasaba el tiempo coleccionando los vales de tabaco y dando grandes pasos por la celda. Conservaba el uniforme y las botas, pero se había quedado sin sulfamidas hacía mucho, y toda la morfina había ido a parar a Slonko. La mochila negra ya no estaba. Alexander no había vuelto a ver a Stepanov desde la noche en que había muerto Slonko, y no había podido preguntarle adónde había ido a parar su mochila, que además de varias cosas inútiles o prescindibles, contenía lo único que para él no sería nunca inútil ni prescindible: el vestido de novia de Tatiana. De todos modos, no habría sido capaz de mirarlo sin desmoronarse. Ni siquiera era capaz de pensar en él. En cualquier caso, no era eso lo que lo atormentaba mientras andaba a grandes zancadas por la celda. Seis pasos desde una pared hasta la pared opuesta, diez desde la puerta hasta la ventana del fondo. Durante todo el día, mientras el sol estaba en el cielo, Alexander daba pasos por la celda y los contaba para no pensar. Una tarde dio 4.572 pasos; otra, 6.207. Cuando no estaba desayunando o comiendo o cenando, Alexander contaba los pasos que separaban las paredes de la cárcel, los contaba para olvidarse de Tatiana y soportar la oscuridad. No pensaba en el futuro ni en el pasado. No podía prever ni siquiera lo que le aguardaba a corto plazo. Ignoraba lo que iba a sucederle en los próximos años, y quizá, de haberlo sabido, se habría dado muerte en los días grises que pasó en aquella celda. Pero como lo ignoraba, eligió la vida.

Por fin convocaron un consejo de guerra. Después de un mes dando pasos por la celda y recopilando noventa vales de tabaco, Alexander compareció ante tres generales, dos coroneles y un único Stepanov. Se plantó ante el tribunal, vestido con el uniforme y un gorro de visera porque su hermosa gorra de oficial estaba en manos de su esposa.

– Alexander Belov: nos hemos reunido para decidir qué vamos hacer con usted -anunció el general Mejlis, un hombre delgado y nervioso que parecía una cruz de madera castigada por la intemperie.

– Estoy preparado -dijo Alexander.

Ya era hora. Se había pasado un mes en la celda. ¿Por qué le había parecido que pasaba más lentamente que el mes de luna de miel con Tatiana en Lazarevo?

– Se lo acusa de varios delitos.

– Sé de qué se me acusa, señor.

– Se lo acusa de ser un ciudadano estadounidense, un extranjero que se hizo pasar por oficial del Ejército Rojo para llevar a cabo actos subversivos contra el Estado soviético durante la peor crisis experimentada por nuestro país en toda la historia. En estos momentos corremos el riesgo de perecer a manos de los alemanes. ¿Entiende que no podemos permitir que un espía extranjero se infiltre en nuestras filas?

– Lo entiendo, pero puedo alegar algo en mi defensa.

– Adelante.

– Lo que acaba de mencionar son mentiras sin fundamento que alguien ha propagado con la única intención de perjudicar mi buen nombre. La carrera que he desarrollado en el Ejército Rojo desde 1937 habla por sí sola. Soy un soldado leal que ha obedecido siempre a sus mandos. Nunca he eludido la batalla, y he servido orgullosamente a mi país contra Finlandia y contra Alemania. Durante la Gran Guerra Patria participé en cuatro tentativas de romper el cerco de Leningrado. He resultado herido dos veces; la segunda, de gravedad. El hombre que me acusó de ser un subversivo extranjero murió acribillado por nuestras propias tropas cuanto intentaba fugarse de la Unión Soviética. Les recuerdo que ese hombre era un soldado raso que trabajaba en la retaguardia, transportando provisiones para los soldados destacados en el frente de la frontera. Su intento de fuga fue un acto de traición. ¿Va a conceder más crédito a la palabra de un desertor que a la de un oficial del Ejército Rojo condecorado con varias medallas?

– No me diga cuál debe ser mi opinión, comandante Belov -protestó el general Mejlis.

– No es ésa mi intención, señor. Sólo he hecho una pregunta.

Mientras esperaba que los miembros del consejo terminasen de deliberar, Alexander se asomó a la ventana. Contempló el aire libre, al otro lado del cristal, y respiró hondo. Llevaba mucho tiempo sin salir al exterior.

– Comandante Belov, ¿es usted en realidad Alexander Barrington, hijo de Jane y de Harold Barrington, ejecutados por traición en 1936 y 1937?

Alexander parpadeó. Fue su única reacción.

– No, señor -respondió.

– Es usted el Alexander Barrington que saltó del tren que lo conducía a un campo de trabajo en 1936 y fue dado por muerto?

– No, señor.

– ¿Ha oído hablar alguna vez de Alexander Barrington?

– Sólo al escuchar sus acusaciones.

– ¿Sabe usted que su esposa, Tatiana Metanova, se encuentra en paradero desconocido, presuntamente tras escapar con el doctor Sayers y el soldado Chernenko?

– No. Sé que el doctor Sayers no escapaba, y sé que el soldado Chernenko murió en un tiroteo. Sé que mi esposa está en paradero desconocido. -Alexander carraspeó un momento para añadir énfasis a sus palabras y añadió-: Pero el camarada Slonko, antes de morir, me aseguró que mi esposa se encontraba bajo la custodia del NKVD (es decir, del NKGB). Y también dijo que mi esposa había firmado una confesión que me identificaba como el hombre al que el camarada Slonko perseguía desde 1936.

Los miembros del tribunal se miraron con sorpresa.

– Su esposa no se encuentra bajo nuestra custodia -respondió pausadamente Mejlis-. Y ni el camarada Slonko ni Chernenko están aquí para defenderse.

– Es cierto. Pero yo sí que estoy aquí para defenderme.

– Comandante Belov, ¿cómo explica el comportamiento de su esposa? ¿No le parece raro que lo dejara aquí mientras ella se fugaba…?

– Permítame que lo interrumpa, general. Mi esposa no se fugaba. Se trasladó a Morozovo a petición del doctor Sayers y con el permiso del gerente del hospital Gresheski. Estaba bajo su supervisión.

– Creo que, aunque estuviera bajo su supervisión, su esposa no estaba autorizada a salir de la Unión Soviética -observó Mejlis.

– No sé con seguridad si lo estaba o no. He oído informaciones dispares.

– ¿Se ha puesto su esposa en contacto con usted? -No, señor.-¿Y no está preocupado?

Parpadeo.

– No, señor.

– Su esposa embarazada está en paradero desconocido, no se ha puesto en contacto con usted, ¿y no está preocupado?

– No, señor.

– Los soldados de los puestos fronterizos afirman que la enfermera no llevaba documentación soviética. No recuerdan su nombre pero aseguran que llevaba papeles emitidos por la Cruz Roja estadounidense. Este dato no les favorece ni a usted ni a su esposa.

Alexander quiso señalar que a su esposa sí la favorecía, pero no dijo nada.

– No es mi esposa la que está siendo juzgada, ¿no es así? -preguntó.

– Lo sería si estuviera aquí.

– Pero ahora mismo no está siendo juzgada -repitió Alexander-. Me han preguntado si soy el ciudadano estadounidense llamado Alexander Barrington y yo les he dicho que no lo soy. No sé qué tienen que ver las andanzas de mi esposa con los cargos de los que me acusan.

– ¿Dónde está su esposa?

– No lo sé.

– ¿Cuánto tiempo llevan casados?

– En junio hará un año.

– Comandante, espero que se le dé mejor controlar el paradero de sus soldados que el de su esposa.

Parpadeo.

Todos los miembros del consejo volvieron la mirada hacia Alexander. Stepanov lo escrutó con expresión inquisitiva.

– Comandante -intervino Mejlis-, permítame que le haga una pregunta: ¿por qué iba a acusarlo nadie de ser estadounidense si no fuera verdad? La información que nos proporcionó el soldado Chernenko era demasiado detallada para haberla inventado.

– No estoy diciendo que la inventara. Digo que me confundió con otra persona.

– ¿Con quién?

– No lo sé.

– Pero ¿por qué lo señaló a usted, comandante?

– No lo sé, señor. La relación que mantuvimos Dimitri Chernenko y a lo largo de los años fue complicada. A veces creo que estaba celoso y que me guardaba rencor porque yo había ascendido más que él en el Ejército Rojo. Quizá deseaba perjudicarme, sabotear mi carrera. Además, es posible que albergara sentimientos no correspondidos hacia mi esposa; de hecho, es bastante posible. Nuestra amistad se había enfriado considerablemente en los años anteriores a su muerte.

– Comandante, está usted acabando con la paciencia de los mandos del Ejército 67.

– Lo siento. Pero mis únicas posesiones son mis méritos profesionales y mi buen nombre. No quiero que mi honor se vea mancillado por las declaraciones de un cobarde muerto.

– Comandante, ¿qué cree que le sucederá si nos dice la verdad? Si es usted Alexander Barrington, lo confiaremos a las autoridades de Estados Unidos y organizaremos el traslado a su país.

Alexander soltó una risita.

– Con el debido respeto, señor. Estoy acusado de traición y sabotaje. Lo único que organizarán será mi traslado al otro mundo.

– Se equivoca, comandante. Somos gente razonable.

– Claro, si todo lo que necesitara hacer para que me enviasen al país de mi elección fuera decir que soy originario de Estados Unidos o de Inglaterra o de Francia, ¿qué nos impediría a todos hacer lo mismo?

– ¡Nuestra Madre Rusia! -exclamó Mejlis-. ¡La lealtad a su país!

– Es esa lealtad, señor, la que me impide decir que soy estadounidense.

– Acérquese al estrado, comandante Belov -declaró Mejlis, quitándose un momento los anteojos y escrutando a Alexander-. Quiero verlo bien.

Alexander se acercó al borde de la tarima. Con su estatura, no le hizo falta erguirse para mirar sin inmutarse a los ojos de Mejlis, que le devolvió la mirada en silencio.

– Comandante -dijo finalmente Mejlis-, voy a hacerle una última pregunta, pero antes de que vuelva a decir lo mismo que ha estado diciendo hasta ahora, le concedo treinta minutos para que medite su contestación. Saldrá de la sala, y cuando vuelva a entrar se lo preguntaré por última vez. Lo que quiero saber es lo siguiente: ¿Es usted Alexander Barrington, hijo de los estadounidenses Jane y Harold Barrington? ¿Fue usted detenido por actividades antipatrióticas en 1936 y se fugó del tren que lo trasladaba a Vladivostok? ¿Se infiltró con la identidad falsa de Alexander Belov en el escalafón de mando del Ejército Rojo en 1937, después de terminar la secundaria? ¿Intentó desertar y huir a través de Carelia en 1940, durante la guerra con Finlandia, pero fue disuadido por Dimitri Chernenko? ¿Fue espía durante los siete años en que perteneció al Ejército Rojo? No, no me conteste ahora. Tiene treinta minutos.

Alexander salió de la sala, y por fin, ¡por fin!, lo dejaron salir al exterior. Se sentó en un banco entre los dos guardianes, sintiendo la cálida brisa de mayo a su alrededor. Recordó que al cabo de unos días cumplía veinticuatro años. Permaneció sentado mientras disfrutaba de la luz del sol y del azul del cielo y del olor a lilas y a flores de jazmín y a agua fresca.


Llega la guerra, 1939

Como parte de la guarnición de Leningrado, que ocupaba el cuartel de Pavlov (antes de la Guardia Imperial del zar), Alexander se encargaba de hacer la ronda por las calles de la ciudad, vigilar las orillas del Neva y trabajar en la fortificación de la frontera fino-soviética. En marzo de 1918, Vladimir Lenin había vendido media Rusia (Carelia, Ucrania, Polonia, Besarabia, Letonia, Estonia y Lituania) para consolidar el tambaleante Estado comunista, y el istmo de Carelia había pasado a manos de Finlandia.

En septiembre de 1939, cuando los alemanes y los rusos se repartieron Polonia, Hitler declaró que, si Stalin iniciaba una «campaña» para reconquistar las tierras en disputa con Finlandia, Alemania no interpretaría el gesto como una agresión. En noviembre de 1939, Stalin intentó apoderarse de nuevo del istmo de Carelia. Pese a la insistencia de sus superiores, Alexander se negó a calificar de «campaña» la guerra contra Finlandia. Para él, una «campaña» era cuando dos políticos recorrían un país estrechando las manos de los electores antes de enfrentarse en unas elecciones. En el momento en que se movilizaban tanques, fusiles, morteros y soldados para conquistar un territorio, ya no se podía hablar de campaña sino de guerra.

Alexander combatió por primera vez en los húmedos bosques de Carelia. Por desgracia, Komkov tenía razón respecto a Dimitri. En. el campo de batalla, Dimitri demostró ser un miserable cobarde sin sangre en las venas, como le dijo a gritos el propio Komkov antes de atarlo a un árbol para impedir su deserción. Alexander tuvo que intervenir para evitar que Komkov acabara con Dimitri de un disparo, y más adelante se arrepintió muchas veces de su intervención.

Con Dimitri o sin Dimitri, los soviéticos consiguieron vencer a los indómitos finlandeses. Alexander contó las bajas al final de la batalla. Los veinte finlandeses que los habían atacado en el bosque estaban muertos; el dato se podría considerar un éxito, si no fuera porque Alexander había tenido que sacrificar a 155 soldados del Ejército Rojo para conseguirlo. Solamente veinticuatro combatientes soviéticos regresaron a Lisii Nos. Veinticuatro y Dimitri. Komkov ya no volvió.

En 1940, otro grupo de finlandeses se adentró en el sur de Carelia y se apoderó de los treinta metros de bosque que habían conquistado los soviéticos, junto con otros veinte kilómetros y la vida de varios miles de soldados soviéticos. Alexander quedó al mando de tres secciones compuestas por hombres con los que nunca había trabajado, con la orden de expulsar a los finlandeses del istmo. Al Ejército Rojo le convenía que Viborg volviese a manos soviéticas… y a Alexander también, porque le permitía atravesar la frontera de Finlandia a no mucha distancia de Helsinki. Atravesarla con Dimitri. Porque pese a todo estaba dispuesto cumplir la promesa hecha a su antiguo amigo. Alexander decidió que había llegado la oportunidad de escapar.

En marzo de 1940, en los últimos días de la llamada «campaña» contra Finlandia, Alexander estuvo a las órdenes del comandante Mijaíl Stepanov, un militar austero y de mirada impenetrable. Con la ayuda de un mortero y de treinta soldados, uno de los cuales era Yuri, el hijo de Stepanov, Alexander intentó conquistar las tierras pantanosas de los alrededores de Viborg. Pero treinta fusiles y tres morteros no podían hacer nada frente al mucho mejor pertrechado ejército finlandés. La sección de Alexander no logró adentrarse entre las filas enemigas, como tampoco lo lograron las otras cinco secciones que avanzaron hacia el interior desde el golfo de Finlandia.

A su regreso a Lisii Nos, sólo le quedaban cuatro soldados. Cuando el comandante Stepanov le preguntó por su hijo, Alexander sólo pudo responder que no sabía qué había sido de Yuri. Lo único que sabía era que su compañero de armas había caído en el combate. Alexander se ofreció a volver a los pantanos en busca del joven. El comandante aceptó, pero le ordenó que fuera acompañado de otro soldado.

Alexander eligió a Dimitri, y antes de marcharse cogió los dos mil dólares. Dimitri y él, llevando solamente los dólares, unos fusiles y unas granadas, se adentraron en los humedales del golfo sin ninguna intención de regresar a la Unión Soviética.

Encontraron a Yuri Stepanov.

– ¡Menos mal que está vivo, Dima! -exclamó Alexander mientras daba la vuelta al cuerpo. El muchacho apenas respiraba. Alexander le introdujo los dedos en la boca y le bajó la lengua para ayudarlo a inhalar-. Está vivo -repitió, mirando a Dimitri.

– Sí, apenas… -Dimitri lanzó una mirada en derredor-. Vámonos ya, no hay tiempo. Pongámonos en marcha.

Alexander desgarró la camisa de Yuri y vio el torso cubierto de sangre marrón y viscosa. No se podía saber cuánta había perdido pero debía de ser mucha, a juzgar por la palidez del muchacho.

Yuri Stepanov abrió los ojos, tendió la mano hacia Alexander y balbuceó algo imposible de entender.

– ¡Vámonos, Alexander! -gritó Dimitri.

– ¡Calla, Dimitri! -protestó Alexander, sin mirarlo-. Déjame pensar un momento. Sólo un momento, ¿de acuerdo?

Siguió agachado en el barro, oyendo la respiración entrecortada de Stepanov y mirando su cara cetrina. A treinta metros había un tramo de frontera sin vigilar. A treinta metros estaban las orillas del golfo. A treinta metros estaba Finlandia, un país que no era la Unión Soviética. Y en aquel país estaba el mar que podría conducir a Alexander hasta Estocolmo, y en Estocolmo estaba el edificio en el que Alexander podría encontrar la libertad. Y después… Alexander casi vio las casas blancas de Barrington entre los troncos rojizos de los arces. Casi sintió el olor de Barrington. Respiró tan hondo, que le dolieron los pulmones. Se salvaría y salvaría a Dimitri, el hombre que lo había ayudado a encontrar a su padre. Volvería a respirar el aire de su tierra natal.

Había imaginado que la lucha sería dura, que tendría que pasar frío y privaciones, avanzar con dificultad por los pantanos y disparar contra todos los soldados que se interpusieran en su camino. Pero no se había imaginado aquello: un muchacho herido y un padre expectante.

Suspiró otra vez. Barrington se había esfumado y sólo quedaba el olor orgánico y algo rancio de la sangre seca, el olor metálico de los fusiles el olor sulfuroso de la pólvora. Y lo único que se escuchaba era la laboriosa agitación de los pulmones de Stepanov cada vez que el joven tomaba aliento.

Huyendo, Alexander abandonaría a un joven agonizante, a un hijo agonizante. Pagaría su libertad con la muerte del chico. «Dios ha decidido ponerme a prueba para hacerme saber de qué pasta estoy hecho», pensó, persignándose.

Alexander levantó al muchacho del suelo y se lo cargó a la espalda.

– Tenemos que llevarlo a la base, Dima.

– ¿Qué? -preguntó Dimitri, pálido de repente.

– Ya me has oído.

– ¿Te has vuelto loco? No puedes volver. No vamos a volver.

– Yo sí.

En la tranquilidad del bosque se agitó el grito silencioso de Dimitri. Ya no se oía el canto de los pájaros ni el de los grillos, sólo gotas, crujidos y la rabia muda de Dimitri.

– ¿Qué estás diciendo? -preguntó con voz furiosa-. No hemos venido aquí por él, era un ardid. Vinimos para seguir adelante con nuestro plan.

– Ya lo sé -dijo Alexander-. Pero yo no puedo. ¿Tú sí?

– ¡Por supuesto! -exclamó Dimitri-. Es la guerra, Alexander. ¿Qué te pasa? ¿De repente te vas a preocupar por los mil soldados a los que dejaste morir cuando estaban a tus órdenes?

– Yo no los dejé morir -protestó Alexander.

– Seguiremos adelante -declaró Dimitri con firmeza.

– Muy bien -aceptó Alexander-. Si te vas, te doy la mitad del dinero. Arréglatelas para llegar a Estocolmo, desde allí podrás trasladarte a Estados Unidos.

– ¿Qué me estás diciendo? ¿Quieres que me vaya solo? Vamos a irnos los dos.

– No, Dimitri. Ya te lo he dicho, yo me vuelvo a la base con Yuri. Pero tú quédate, no hay motivo para que vuelvas conmigo.

– No pienso irme sin ti -respondió Dimitri, con una voz muy aguda que se abrió paso entre los árboles.

– Muy bien -concluyó Alexander-. Entonces, pongámonos en marcha ahora que aún vive.

Dimitri no se movió.

– Si te marchas -dijo entre dientes-, lo último que harás como militar será llevar a Stepanov de vuelta a Lisii Nos.

Alexander, sin soltar a Stepanov, se colocó muy cerca de Dimitri y le habló también entre dientes:

– ¿Me estás amenazando?

– Sí -dijo Dimitri.

Alexander se apartó un paso y miró a Dimitri con resignación

– Muy bien, pues escúchame tú ahora: haz lo que quieras. Adelante, delátame. En ese caso, es aún más importante que lo último que haga en esta vida sea salvar a una persona.

– ¡Vete a la mierda!

– ¡Habrá más ocasiones de escapar! Piensa en lo que hemos visto en el bosque. Podemos volver e intentarlo. Esta era nuestra primera oportunidad, pero no la última. Si me delatas al NKVD, ya no podrás salir de la Unión Soviética. Yo estaré muerto, pero tú tendrás que pudrirte en este país toda tu vida. -Alexander hizo una pausa y añadió-: Óyeme bien: Europa está a punto de entrar en guerra con Hitler. Tendremos más oportunidades de escapar, pero sólo si estoy vivo. ¿Qué vas a hacer? Acabas de decir que no te atreves a irte solo. Si quieres mi ayuda para huir, tendrás que mantener la boca cerrada. -Hizo otra pausa y concluyó-: Déjate de tonterías y llevemos a este muchacho con su padre.

– ¡No! -dijo Dimitri.

– ¡Haz lo que te dé la gana, joder!

Alexander ya estaba harto de hablar. Sin esperar a Dimitri, dio media vuelta y comenzó a andar. Al cabo de un momento, oyó los pasos de su compañero detrás de él. Dimitri era un cobarde, y por lo tanto capaz de matar a otra persona por la espalda, pero no si esa persona le había prometido cubrirle algún día las espaldas.

Después de andar en silencio por el lúgubre marjal durante varias horas, llegaron a la base. Aunque era casi de noche, Mijaíl Stepanov estaba esperándolos en la linde del bosque, junto a uno de los agentes de frontera del NKVD. Stepanov se acercó con pasos temblorosos.

– ¿Está vivo? -preguntó a Alexander, sin apenas fuerza para articular las palabras.

– Sí -contestó Alexander-. Pero necesita un médico.

Mijaíl Stepanov cogió a su hijo en brazos y lo llevó hasta el hospital de campaña. Lo tendió en una camilla y se sentó en silencio al lado de su hijo, mientras los enfermeros le hacían una transfusión de sangre, le ponían una inyección de morfina y le daban sulfamidas.

Stepanov y Alexander lo lavaron, y el médico le cosió las tres heridas del torso. Yuri había estado demasiado tiempo a la intemperie y las heridas de bala se le habían infectado.

Alexander salió de la tienda a fumar un cigarrillo. Fue en busca de algo que comer y volvió a sentarse al lado de Stepanov. Yuri parecía algo recuperado.

– ¿Me voy a poner bien, paposhka? -preguntó con voz desmayada.

– Sí, hijo -contestó Stepanov, sin soltarle la mano.

– He tenido suerte. Podría haber sido mucho peor. -Yuri lanzó una mirada a Alexander-. ¿No es así, teniente?

– Así es, soldado -contestó Alexander.

– Mamá estará orgullosa de mí -dijo Yuri-. ¿Tengo que volver al frente, teniente? ¿O me dará permiso para ir a verla?

– Puedes tomarte el tiempo que quieras -respondió Alexander. Calló al ver la cara demudada de Stepanov, y al cabo de un momento preguntó-: ¿Dónde está su madre?

– Murió en 1930 -contestó Stepanov.

– ¿Papá?

– ¿Sí?

– ¿Tú también estás orgulloso de mí?

– Mucho, hijo.

Durante varias horas esperaron al lado de Yuri, sumidos en sus pensamientos, escuchando la laboriosa respiración del joven y contemplando el lento parpadeo de sus ojos.

Al final la respiración dejó de ser laboriosa y los ojos dejaron de parpadear y el comandante Stepanov agachó la cabeza y lloró, y Alexander, incapaz de contener la emoción, salió de la tienda.

Stepanov, al salir, encontró a Alexander fumando, apoyado en un camión de abastecimiento.

– Lo lamento, señor -dijo Alexander.

Stepanov le dio la mano.

– Es usted un buen soldado, teniente Belov -respondió, conmovido-. Llevo desde 1921 en el Ejército Rojo y puedo decirle que es usted un militar excepcional. ¿De dónde ha sacado ese valor que le impide abandonar a sus soldados? No diga que lo lamenta, diga que hizo lo que pudo. Y ha sido suficiente, porque gracias a usted he podido despedirme de mi único hijo y voy a poder enterrarlo. Él descansará, y yo también.

Stepanov le oprimió la mano.

– No tiene importancia, señor-dijo Alexander, y agachó la cabeza

La guerra de Invierno terminó unos días después, el 13 de marzo de 1940.

Los soviéticos no recuperaron Viborg.


Frente a Mejlis, 1943

Le habían preguntado quién era, y el plazo para contestar se estaba terminando. Alexander se puso de pie y recordó otra estrofa del poema de Kipling, como si la oyera en la voz de su padre:

Si todas tus ganancias pones en un montón, y osas arriesgarlas en un golpe de azar, y las pierdes, y luego, con bravo corazón, sin hablar de tus pérdidas vuelves a comenzar…

Cuando volvió a presentarse ante el tribunal, estaba casi contento.

– ¿Ha reflexionado, comandante?

– Sí, señor.

– ¿Cuál es su respuesta?

– Mi respuesta es que soy Alexander Belov, nativo de Krasnodar y comandante del Ejército Rojo.

– ¿Es usted el expatriado estadounidense Alexander Barrington?

– No, señor.

Los miembros del consejo guardaron silencio. Alexander tenía ganas de salir otra vez al exterior y disfrutar del fresco día de mayo. Los rostros que lo contemplaban tenían una expresión sombría y no parpadeaban. Él también adoptó una expresión sombría y dejo de parpadear. Uno de los miembros del consejo daba golpecitos con el lápiz en la mesa. Stepanov miraba a Alexander con ojos escrutadores. Cuando se cruzaron sus miradas, Stepanov inclinó discretamente la cabeza.

Finalmente, intervino el general Mejlis:

– Me temía que ésa sería su respuesta, comandante. Si hubiera dicho que sí, ya estaríamos hablando con el Departamento de Estado norteamericano, pero ahora debemos plantearnos que hacer con usted. Me han concedido plenas competencias para decidir sobre su futuro. Mis colegas y yo hemos estado deliberando mientras usted aguardaba fuera de la sala. La decisión que se nos pide es difícil. Aunque nos esté diciendo la verdad, sobre sus hombros engalonados siguen pesando las mismas acusaciones, y estas acusaciones lo acompañarán a cualquier destino que le corresponda en el Ejército Rojo. Habrá un torrente de rumores, suspicacias y críticas, lo cual dificultará en gran medida su cometido como oficial, y dificultará nuestra obligación de defenderlo en el futuro, cuando alguno de los soldados bajo su mando lo acuse falsamente para que no lo envíe a combatir.

– Estoy acostumbrado a las dificultades, señor.

– Sí, pero nosotros preferimos ahorrárnoslas. -Mejlis alzó una mano-. Y no me interrumpa, comandante. Si nos ha mentido, la situación será la misma, con la única salvedad de que, en ese caso, los miembros de este tribunal sufriremos la humillación de haber cometido un error terrible. ¿Comprende que, tanto si nos está mintiendo como si nos está diciendo la verdad, la decisión que debemos tomar es complicada?

– Si me lo permite, general -intervino Stepanov-: le recuerdo que nuestro país está inmerso en una guerra salvaje donde los soldados mueren antes de que haya tiempo de reclutar otros nuevos, las armas desaparecen antes de que haya tiempo de fabricar más y los oficiales caen antes de que haya tiempo de sustituirlos. El comandante Belov es un soldado ejemplar y estoy seguro de que se le podrá adjudicar algún cometido en el Ejército Rojo… -Como nadie lo contradijo, Stepanov continuó-: Podemos enviarlo a fabricar tanques y cañones a Sverdlovsk o a extraer hierro en una mina de Vladivostok, o mandarlo a Kolima o al Perm 35. En cualquiera de estos lugares seguirá siendo un miembro productivo de la sociedad soviética.

– Ya hay muchos para trabajar en las minas de hierro -protestó Mejlis-. ¿Y por qué malgastar a un comandante del Ejército Rojo en una fábrica de cañones?

Alexander, divertido, hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza. «Buena jugada, coronel Stepanov -pensó-. Hace un minuto pensaban ejecutarme y ahora están a punto de suplicarme que me quede en el ejército.»

– Ya no es comandante -continuó Stepanov-. Fue degradad cuando lo arrestaron. No veo inconveniente en mandarlo a Kolima.

– ¿Y por qué seguimos llamándolo «comandante»? -protestó Mejlis.

– Porque aunque le hayan quitado los galones, sigue siendo lo que es. Ocupó puestos de mando durante siete años. Fue oficial en la guerra de Invierno, luchó contra los alemanes en el Neva, abasteció la Ruta de la Vida y el verano pasado participó junto a sus hombres en cuatro intentos por romper el cerco de Leningrado.

– Ya hemos tenido varias ocasiones de escuchar estas hazañas coronel Stepanov -dijo Mejlis, frotándose las sienes con gesto cansado-. Ahora hay que decidir qué vamos a hacer con el acusado.

– Sugiero que lo enviemos a Sverdlovsk -propuso Stepanov.

– No podemos.

– Entonces, devuélvanle su empleo.

– Tampoco podemos.

Mejlis permaneció unos momentos en silencio, reflexionando.

– Comandante Belov -añadió después de emitir un hondo suspiro-, cerca de Voljov, en el valle que se abre entre el lago Ladoga y los montes de Siniavino, hay una línea férrea que los alemanes bombardean todos los días desde sus posiciones en la montaña. ¿Sabe de qué le hablo?

– Sí, señor. Mi esposa ayudó a construir esa línea cuando rompimos el cerco.

– Por favor, comandante: no mencione a su esposa, es un punto doloroso. En cualquier caso, es una línea vital para enviar víveres y combustible a la ciudad de Leningrado. He decidido asignarlo a un batallón disciplinario encargado de reconstruir un tramo de diez kilómetros de vía entre los montes de Siniavino y el Ladoga. ¿Sabe que es un batallón disciplinario?

Alexander permaneció en silencio. Sabía qué era. En el ejército había miles de presos enviados a atacar puentes, cruzar ríos o construir líneas férreas bajo el fuego enemigo sin protección; eran los primeros en entrar en combate sin el apoyo de la artillería y sin armamento suficiente. Los soldados de los batallones disciplinarios tenían que alternarse los fusiles. Cuando uno caía, el de al lado se quedaba con su arma, si no había caído él mismo antes. Los batallones disciplinarios eran murallas humanas enviadas contra los piquetes de ejecución de Hitler.

– ¿Tiene algo que añadir, comandante? -preguntó Mejlis tras un silencio-. Ah, algo más: queda usted oficialmente relevado de su categoría.

– Perfecto. Me piden que me integre en un batallón disciplinario pero no quieren que mande a los soldados, ¿es eso?

– No es correcto. Se le ordena que mande a los soldados de ese batallón.

– En ese caso, tendré que conservar mi categoría.

– No, no puede conservarla.

– Con el debido respeto, señor. Si el Ejército Rojo no me concede una categoría de mando, no podré dirigir a nadie: ni a una ardilla ni a los asustados soldados de un batallón disciplinario, que viven bajo la amenaza constante de la muerte. Si quieren que esté al mando del batallón tendrán que darme las herramientas necesarias. De no ser así, no seré de ninguna utilidad para el Ejército Rojo ni podré contribuir al esfuerzo bélico. Los soldados no obedecerán ni una sola de mis órdenes, la vía férrea seguirá sin funcionar y morirán tanto los soldados como los encargados del servicio de abastecimiento. No pueden pedirme que siga en el ejército…

– No se lo pido, se lo ordeno.

– Señor, sin mi categoría dejo de ser oficial, y ejercer de oficial es lo único que sé hacer. Pónganme en un batallón disciplinario, pero no me pidan que lo dirija. Pueden darme algún empleo de suboficial, sargento o cabo, lo que ustedes gusten. Ahora bien, si quieren que sea útil para el ejército, déjenme conservar mis galones -Alexander no pestañeaba cuando añadió-: Sé que usted, como general, puede entenderlo mejor que nadie. ¿Se acuerda de Meretskov? Cuando esperaba su ejecución en las mazmorras de Moscú, las autoridades decidieron conmutarle la pena y lo mandaron dirigir el frente del Voljov. Lo pusieron al mando de un ejército entero, no sólo de una división, y lo ascendieron a general. ¿Cómo si no, siendo un campesino como era, habría podido mandar sobre un ejército? ¿Cuántos hombres habría podido enviar a la muerte si hubiera sido un simple cabo? ¿Quiere expulsar a los alemaes de Siniavino? Puedo ayudarlo, pero necesito mantener mi categoría.

– Me agota usted, comandante Belov -dijo Mejlis, mirándolo con resignación-. Muy bien. Dentro de una hora saldrá hacia Siniavino. El guardián lo acompañará a su celda para que recoja sus pertenencias. Voy a degradarlo, pero le permitiré seguir siendo capitán, nada más. ¿Dónde están sus medallas?

Alexander, aliviado, quiso sonreír pero no pudo.

– Me las quitaron antes de interrogarme. No sé dónde está mí insignia de Héroe de la Unión Soviética.

– Lástima -se lamentó Mejlis.

– Sí, es una lástima. También necesitaré calzoncillos nuevos y más armas, un cuchillo y una tienda de campaña. Necesito un nuevo equipo, señor. El que tenía ha desaparecido.

– Debería controlar mejor sus pertenencias, comandante Belov

– Lo tendré en cuenta -dijo Alexander, haciendo el saludo militar-. Y soy el capitán Belov, señor.

Capítulo 15

Aparición de Ouspenski, 1943

En la retaguardia, Alexander recuperó su equipo, se vistió y subió al camión que lo llevó al lugar donde se alojaba un batallón disciplinario compuesto por cientos de soldados exhaustos, todos ellos presos comunes o políticos que se habían salvado de la ejecución. Los encontró sentados en el suelo embarrado, descansando, fumando y jugando a las cartas. Tres de ellos estaban enfrascados en una discusión cuando apareció Alexander. Uno de ellos era Nikolai Ouspenski.

– ¡Oh, no! ¡Es usted! -exclamó Ouspenski al verlo.

– ¿Qué demonios está haciendo aquí, soldado? -preguntó Alexander mientras le estrechaba la mano-. Sólo tiene un pulmón.

– ¿Y qué está haciendo usted? Creía que lo habían ejecutado -respondió jovialmente Ouspenski-. Después del interrogatorio al que me sometieron, no creí que fueran a dejarlo vivo.

– ¿Cuál es su categoría en este batallón? ¿Es usted cabo? -preguntó Alexander, ofreciéndole un cigarrillo.

– No -respondió Ouspenski con indignación. Luego, en voz más tranquila, añadió-: Me rebajaron de teniente a subteniente.

– Muy bien. Pues va a estar a mi mando. Elija a veinte hombres y llévelos a poner nuevas vías. Y no proteste por el cambio de categoría: si le oyen, pierde autoridad.

– Gracias por el consejo.

– Elija a sus hombres. ¿Quién era su mando antes de mi llegada?

– No hablará en serio… Nadie. En las dos últimas semanas han muerto tres capitanes. Después empezaron a enviar comandantes, y murieron dos. Esos idiotas no comprenden que si los alemanes pueden bombardear la línea desde sus posiciones, también pueden ver a los soldados que intentan repararla. Esta mañana hemos perdido a cinco hombres sin llegar a trazar ni un solo milímetro de vía.

– Veremos qué se puede hacer durante la noche.

De noche no les fue mucho mejor. Ouspenski partió con veinte hombres y volvieron trece, contándolo a él. Tres estaban gravemente heridos, dos habían recibido daños menores y uno se había queda do ciego.

El ciego se fugó por la noche, llegó hasta la orilla del Ladoga y murió allí mismo, acribillado por el NKGB.

La base militar instalada entre Siniavino y el Ladoga ocupaba una estrecha franja de tierra donde había varias tiendas de campaña y unos cuantos barracones de madera para los coroneles y los generales de brigada. En la base se alojaban dos batallones, compuestos por seis compañías, dieciocho secciones y 54 pelotones: 43 hombres en total. Dada la escasez de oficiales, Alexander tenía a su cargo un batallón entero: 216 hombres a los que enviar a la muerte.

Stepanov no era uno de ellos. Alexander no había vuelto a verlo después del consejo de guerra. Seguramente había regresado a la guarnición de Leningrado, que había sido su casa durante varios años. Al menos, Alexander así lo esperaba.


Aparición de Dasha Metanova, 1941

Alexander estaba acodado en la barra del local de Sadko, como de costumbre. En realidad hubiera preferido ir al club de oficiales, porque no le gustaba compartir los momentos de ocio con los soldados rasos. En aquellos momentos, la brecha que los separaba era demasiado grande.

Era un sábado de junio y Alexander charlaba con Dimitri cuando se les acercaron dos chicas. Alexander les dirigió una ojeada fugaz. La segunda vez que las miró, vio que una de ellas lo escrutaba con franco interés. Alexander le sonrió cortésmente. Dimitri se volvió, las miró de arriba abajo, alzó los ojos hacia su compañero y cambió de lugar en la barra para ponerse de cara a ellas.

– ¿Queréis una cerveza, chicas? -les preguntó.

– Claro -dijo la morena, que era la más alta.

Era la que había mirado a Alexander con interés.

Dimitri comenzó a charlar con la más bajita y menos atractiva. Como en el local había mucho ruido, Alexander preguntó a la morena si quería dar un paseo.

– Claro -respondió ella, sonriendo.

Salieron a la noche cálida y clara. Era poco después de medianoche y aún había luz. La chica se puso a canturrear una canción y luego tomó la mano de Alexander y se rió.

– ¿Me dirás cómo te llamas o voy a tener que adivinarlo? -preguntó.

– Alexander -respondió él, sin preguntarle a ella el suyo porque le costaba acordarse de los nombres.

– ¿No me vas a preguntar cómo me llamo?

– ¿Seguro que quieres que lo sepa? -dijo Alexander, sonriente.

– ¿Que si quiero que lo sepas? -Ella lo miró con sorpresa-. ¿Tan groseros os habéis vuelto los soldados, que ya no preguntáis a las chicas cómo se llaman?

– No sé si los demás soldados son groseros o no -dijo Alexander, dándole una palmadita en el brazo-, sólo sé que yo tiendo a olvidarme de los nombres.

– Bueno, a lo mejor después de esta noche ya no te olvidas del mío.

La joven sonrió sugestivamente.

Alexander meneó la cabeza con poca convicción. Quería decirle que necesitaría hacer algo extraordinario para que él no se olvidara de su nombre, pero sólo dijo:

– De acuerdo. ¿Cómo te llamas?

– Daria -dijo la chica-. Pero todo el mundo me llama Dasha.

– Muy bien, Daria-Dasha. ¿Tienes algún sitio adonde ir? ¿Hay alguien en tu casa?

– ¿Que si hay alguien? Pero ¿tú dónde vives? No estoy sola ni un segundo. Todos están en mi casa: mi madre, mi padre, mi babushka, mi dedushka, mi hermano… Y mi hermanita, que comparte la cama conmigo. -Alzó las cejas y se rió-. Creo que incluso un oficial tendría problemas con dos hermanas a la vez.

– Depende -contestó Alexander, y la rodeó con el brazo-. ¿Qué aspecto tiene tu hermana?

– Parece una niña de doce años -contestó Dasha-. Y tú, ¿tienes algún sitio adonde llevarme?

Alexander la llevó al cuartel. Esa noche le tocaba a él.

Dasha le preguntó si quería que se desnudara.

– No quiero que nos sorprendan -dijo.

– Pues ya ves, esto es un cuartel, no el Hotel Europeo -repuso Alexander-. Si quieres desnúdate, Dasha. Tú misma.

– ¿Y tú te vas a desnudar?

– A mí ya me han visto todos -comentó Alexander.

Dasha se desnudó y Alexander también.

Con Dasha disfrutó lo mismo que con tantas otras. Tenía el cuerpo voluptuoso de las rusas, con caderas anchas y pechos grandes ese tipo de cuerpo que volvía loco a hombres como Grinkov, el compañero de cuartel de Alexander. Pero lo que a Alexander más le gustaba de Dasha era una cualidad que le resultaba vagamente familiar: el hecho de que lo tratara con la actitud afable y relajada que normalmente sólo se adopta con las personas a las que uno conoce mucho. Además, la reacción de Dasha también había sido especial.

– Dios mío, Alexander, ¿de dónde has salido? -le dijo.

– ¿De dónde he salido?

Alexander se incorporó para mirarla.

– Sí -añadió ella-. Me gusta cómo te mueves.

– Gracias -respondió Alexander.

Estuvieron juntos una hora, hasta que apareció Grinkov con una chica y con cara de no estar dispuesto a aceptar un «hoy no te toca a ti» como respuesta.

Después de vestirse, Alexander acompañó a Dasha hasta la salida del cuartel.

– Dime -le dijo Dasha-, cuando vuelva al local la próxima semana, ¿recordarás mi nombre?

– Claro… Dasha, ¿no?

Alexander sonrió.

A la semana siguiente, Dasha volvió al bar con la misma amiga. Por desgracia, Dimitri se había marchado con otra chica y Dasha no quería dejar sola a su amiga. Terminaron paseando los tres por la avenida Nevski. Al final, la amiga tomó el autobús de vuelta a su casa y Alexander se fue con Dasha al cuartel. Aquella noche no era su turno y ya había mucha gente en la habitación.

– Tienes dos opciones -propuso Alexander-. O te vas a tu casa, o entras conmigo y haces como si no hubiera nadie más.

Dasha lo miró con una expresión que él no supo interpretar.

– Bueno, ¿por qué no? -concluyó-. Mis padres hacen como si nosotros no estuviéramos y sus hijos nos hacemos los dormidos. ¿Tus compañeros estarán durmiendo?

– ¡Ni mucho menos! -contestó Alexander.

– Ah. Me resultará un poco raro.

Alexander asintió.

– ¿Quieres que te acompañe a tu casa?

– No, no pasa nada. Lo pasé muy bien la otra semana -dijo Dasha, acercándose.

– Y yo también -contestó Alexander después de una pausa-. Vamos a los jardines del Almirantazgo.

Al tercer sábado volvió a quedar con ella y se fueron a un rincón tranquilo bajo el parapeto del Moika, junto a los barcos atracados. Quedaba bastante retirado y Dasha estuvo muy silenciosa, y Alexander tenía ya práctica en controlar los gemidos. No había sitio para que Dasha se tumbara en el suelo, pero sí para que Alexander se sentara.

– Alex… ¿Te molesta si te llamo Alex? -preguntó Dasha.

– No -respondió él.

– Cuéntame algo de ti, Alex. -Dasha le sonrió-. Eres muy interesante.

Ya habían terminado y él tenía ganas de volver al cuartel para dormir. Los domingos tenía que levantarse a las siete, por mucho que trasnochara.

– ¿Por qué no me cuentas tú algo de ti?

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Muchos soldados antes que yo?

– No muchos. -Dasha sonrió-. Alexander, no creo que quieras hablar de eso. Porque de ser así, yo también tengo algo que preguntarte.

– Pregunta.

– ¿Muchas mujeres antes que yo?

– No muchas.

Alexander sonrió.

Dasha se echó a reír, y Alexander también.

– ¿Sabes una cosa, Alex? Cuando te conocí hace tres semanas, no podía dejar de pensar en ti.

– Ah, ¿sí?

– Sí. Y no he estado con ningún hombre desde entonces. -Dasha hizo una pausa-. ¿Tú puedes decir lo mismo?

– Claro. Yo tampoco he estado con ningún hombre desde entonces.

– Calla… -dijo Dasha, dándole una palmadita en el brazo-. Tienes tiempo de echar otro?

– No. -Alexander no quería decirle que ya no le quedaban condones-. Ven a verme la semana próxima. Tendré más tiempo.

– Anda, te prometo que acabaré rápido -insistió Dasha, metiéndole mano.

– No, Dasha. La semana que viene.

De vuelta al cuartel, Alexander se cruzó en el corredor con una chica que había salido con él en mayo, una chica simpática, borracha y atractiva y que no estaba dispuesta a dejarlo tranquilo hasta que se desabrochara la bragueta de los pantalones. Alexander se desabrochó la bragueta.

Y la semana fue larga, y durante la semana Alexander tuvo turno de guardia, y cuando tenía turno aparecieron dos chicas que Dimitri había traído para los dos. Cuando llegó la noche del sábado, Alexander volvió al local de Sadko con un interés marginal en conocer a alguna chica, sólo porque era sábado y había ocasión. Coincidió con una a la que llevaba tiempo sin ver y, después de tomarse un par de copas y de invitarla a ella a otro par, se la llevó al callejón de atrás y lo hicieron contra la pared, y cuando la chica le preguntó «¿No escupes el cigarrillo?», él se dio cuenta con sorpresa de que aún llevaba el pitillo en la boca. Mandó a la chica a casa y volvió a entrar en el bar de Sadko.

Allá, alguien se le acercó desde atrás, le tapó los ojos con las manos y dijo: «Adivina quién soy».

Al darse la vuelta, Alexander vio a Dasha y le sonrió. Esta vez, Dasha no iba acompañada.

Alexander ya había dado por terminada la noche, pero como para Dasha estaba empezando, se sintió obligado a invitarla a unas cervezas y a darle conversación. Se fumaron unos cigarrillos, se rieron un rato, y luego ella lo sacó del bar.

– Es tarde, Dasha -protestó Alexander-. Mañana tengo que levantarme a las siete.

– Ya lo sé -contestó ella, y le acarició el brazo-. Siempre parece que vas huyendo de algo. ¿Por qué tanta prisa, Alex?

Alexander suspiró.

– ¿Qué propones? -preguntó, dedicándole una mirada divertida y fatigada a la vez.

– No lo sé. -Dasha sonrió-. ¿Lo mismo que la semana pasada?

Alexander intentó recordar, pero el fin de semana anterior se le había borrado de la memoria. Tenía que responder algo si no quería que Dasha se molestara. Pero entre el fin de semana anterior y el actual había habido… Trató de concentrarse. Había habido muchos rumores sobre la inminencia de la guerra.

– ¿No te acuerdas? Estuvimos bajo el parapeto del Moika.

Ahora lo recordaba. Había bajado con ella a la orilla del canal.

– ¿Quieres que vayamos allá otra vez?

– No deseo otra cosa.

– Vamos.

Cuando terminaron, era casi la una.

– Alexander -dijo Dasha con voz jadeante, sentada sobre él-. Tienes tanta energía que me dejas extenuada… y no es algo que me suceda a menudo.

– Gracias.

– ¿Lo estás pasando bien?

– Mucho.

– No eres muy hablador, ¿verdad?

– ¿De qué quieres que hablemos?

– ¿Crees que ya hemos hablado de todo? -dijo Dasha, riendo.

– Hemos hablado de todo lo que necesito saber.

– ¿Quieres que nos veamos la semana que viene?

– Claro.

– ¿Tienes algún día libre? ¿Quieres venir a cenar a casa? Vivo cerca de aquí, en la calle del Quinto Soviet. Te presentaría a mi familia.

– No tengo muchos días libres.

– ¿Qué te parece el lunes o el martes?

– ¿Quieres decir el lunes o el martes de la semana próxima?

– Sí.

– Ya veremos. No, espera… tengo que… Oye, será mejor que to dejemos para otra semana.

– No podemos continuar encontrándonos así.

– Ah, ¿no?

– Bueno, sí que podemos -contestó Dasha con una gran sonrisa-. Pero también podríamos ir a algún sitio, ¿no?

– ¿Adónde te gustaría ir?

– No lo sé. A algún sitio bonito. A Tsarkoie Selo o a Peterhof…

– Ya veremos… -respondió Alexander sin comprometerse. La aparto, se incorporó y se desperezó-. Es tarde, Dash. Tengo que volver.

Regresó al cuartel y se sentó con el sargento Iván Petrenko, que estaba de centinela, para charlar un momento, fumarse un pitillo y compartir un vaso de vodka antes de volver a su habitación.

– ¿Cree que los rumores son ciertos, teniente? ¿Vamos a entrar en guerra contra Hitler?

– Creo que es inevitable, sargento.

– Pero ¿cómo puede ser? Es como si Inglaterra declarara la guerra a Francia. Alemania y la Unión Soviética son aliadas desde hace casi dos años. Firmamos un pacto de no agresión.

– Y nos repartimos Polonia como dos buenos amigos. -Alexander sonrió-. Petrenko, ¿se fía usted de Hitler?

– No lo sé. No creo que cometa la estupidez de invadirnos.

– Ojalá tenga razón -concluyó Alexander, y apagó la colilla-. Buenas noches.

Lo único que quería era dormir. ¿Era pedir mucho? Pero Marazov y Grinkov estaban con mujeres, tapados hasta la cabeza con las sábanas. Alexander captó una mirada de Grinkov cuando subía a la litera, antes de taparse la cara con una almohada y cerrar los ojos.

– Eres un cabrón, Alexander -declaró una estridente voz femenina.

Alexander soltó un suspiro, apartó la almohada y abrió los ojos. La chica que un momento antes estaba con Grinkov, ahora estaba de pie frente a su litera. Alexander oyó la risita ahogada de Grinkov detrás de él.

– ¿Qué he hecho? -preguntó Alexander con voz fatigada.

Reconoció la cara un poco abotargada y muy ebria de la chica.

– ¿No te acuerdas? La semana pasada me dijiste que viniera a verte hoy al cuartel. ¡Te he estado esperando tres horas en la puta puerta! Al final me he hartado, he ido al bar de Sadko y he visto que te lo estabas montando con una mujer que no era yo.

Alexander no tenía ganas de levantarse, pero pensó que de un momento a otro iba a recibir una bofetada y no quería que le pegaran mientras estaba tumbado.

– Lo siento mucho -se disculpó. Se sentó y dejó las piernas colgando fuera de la litera. Recordaba vagamente a la chica-. No quería molestarte.

– Ah, ¿no? -exclamó ella, en voz muy alta.

Grinkov se había tapado la cara con la almohada y se estaba riendo. Marazov y su amiga seguían en lo suyo, aparentemente ajenos a lo que pasaba. Como Alexander.

No recordaba el nombre de la chica. Quería decirle que se fuera, pero no quería avergonzarla más aún delante de los demás soldados de la litera de un salto, y ella apretó el puño para pegarle. Alexander le sujetó la muñeca.

– No estoy de humor para escenas -anunció.

– Todos sois iguales -protestó la chica-. Unos misóginos y unos puteros, y ninguna de nosotras os importa una mierda.

– No somos misóginos -opinó Alexander, sorprendido-. Al menos yo no. Pero… -(Por Dios, ¿cómo se llamaba esa mujer?)- si somos puteros, ¿en qué te convierte a ti eso?

La chica soltó un gritito de protesta.

– Estoy muy cansado… -añadió Alexander-. ¿Qué quieres de mí?

– Un poco de respeto, Alexander. Nada más. Sólo un poco de consideración.

Alexander se frotó los ojos. Era una conversación absurda.

– Oye, lo siento… -empezó.

– Ni siquiera recuerdas mi nombre, ¿verdad? -lo interrumpió la chica.

Volvió a apretar el puño. Esta vez, a Alexander le costó parar el golpe.

Pero lo paró. Odiaba que le pegaran. Se le erizó todo el vello del cuerpo.

– ¡Qué pena me dará la que se enamore de ti, cabrón! ¡Porque le vas a arruinar la vida, cerdo asqueroso! -gritó la chica.

Y giró en redondo para dirigirse hacia el pasillo y la escalera, mientras Alexander soltaba un suspiro.

– Ya me acuerdo… -gritó Alexander a sus espaldas-. ¡Eres Elena!

– Vete a la mierda -contestó Elena, y desapareció pasillo abajo.

«Si esto no es una despedida oficial, no sé qué es», pensó Alexander, y volvió a su litera. Lo único que le apetecía era fumarse un cigarrillo tras otro entre aquellas paredes carcelarias, y tener un momento de silencio y tranquilidad en la habitación para reponer su orgullo herido y pensar en sí mismo y en el punto al que había llegado, tan lejos de Krasnodar y de la joven Larisa, que le había regalado un poco de su dulzura antes de morir; tan lejos de la camarada Svetlana Viselskaia, la amiga de su madre, que le había dicho: «Alexander, tienes unas capacidades excepcionales; no las malgastes». Pensó que cualquiera de las chicas a las que había dejado sin pensarlo dos veces aparecería de un momento a otro por el cuartel dispuesta a volarle la cabeza de un tiro, y en su epitafio pondría: «Aquí yace Alexander, incapaz de recordar el nombre de ninguna de las mujeres a las que se tiró».

Sintiendo un poco de desprecio por sí mismo, intentó dormir. Eran las tres de la madrugada del 22 de Junio de 1941.

Capítulo 16

La línea férrea de Siniavino, 1943

Alexander quiso que Ouspenski fuera a verlo a su tienda.

– ¿Qué le pasa al sargento Verenkov, teniente? -le preguntó.

– No sé a qué se refiere, señor.

– Esta mañana me ha traído su ración de café y una parte de la ración de gachas. No toda entera, afortunadamente…

– Así es, capitán.

– Dígame, teniente: ¿por qué me trae gachas Verenkov? ¿Por qué me ofrece condones el sargento Telikov? ¿Para qué quiero yo los profilácticos del sargento? ¿Qué está pasando aquí?

– Es usted nuestro mando, señor.

– Pero yo no les mando que me traigan condones o gachas…

– Verenkov quiere mostrarse amable.

– ¿Por qué?

– No lo sé, señor.

– Terminará diciéndome la verdad, teniente.

La base quedaba a un kilómetro del Ladoga y todas las mañanas Alexander andaba hasta la orilla para asearse. En los días plácidos y cálidos del comienzo del verano, el lago olía a aquello en lo que se había convertido: la sepultura de miles de soldados soviéticos.

Una mañana, cuando volvía del lago y pasaba junto al comedor de campaña, Alexander oyó la voz de Ouspenski al otro lado de la lona. En circunstancias normales habría seguido caminando, pero oyó mencionar su nombre en tono conspiratorio y redujo el paso. Ouspenski hablaba con el sargento Verenkov, un joven preso político que hasta entonces nunca había estado en el ejército, y con el sargento Telikov, militar de carrera desde hacía diez años.

– Manténganse alejados de nuestro superior, sargentos -dijo Ouspenski-. No hablen con él y no lo miren a los ojos. Si tienen que pedirle algo, pídanmelo a mí. Y avisen a todos sus hombres. Yo haré de intercesor.

Alexander sonrió.

– ¿Es que necesitamos intercesores?

El que había hablado era Telikov. Era un hombre prudente.

– Los necesitan, se lo aseguro -respondió Ouspenski-. El capitán Belov parece un hombre razonable, pero si no llevan cuidado es capaz de estrangularlos con sus propias manos.

– Cállese, no dice más que tonterías -protestó Verenkov, escéptico.

– ¿No sabían que le arrancó el brazo a un tal Dimitri Chernenko, del servicio de suministros? -añadió Ouspenski, sin inmutarse pero bajando el tono-. Le retorció el brazo hasta dejarle un muñón ensangrentado. Y lo peor es que por poco lo mata de un puñetazo en la cara. ¡De un puñetazo, Verenkov! Piénsenlo.

Alexander se rió en silencio. Ojalá fuera verdad.

– Y como no lo había matado, desde el hospital donde convalecía ordenó que ejecutaran a Chernenko en la frontera finlandesa.

– ¡No hablará en serio!

– Ya les digo que no le teme a nada. Ni a los compañeros del servicio de suministros, ni a los alemanes, ni a la muerte, ni siquiera al NKGB. Escuchen bien lo que les voy a decir y no se lo cuenten a nadie… -Ouspenski bajó la voz y siguió hablando en un susurro-: Cuando lo encerraron en el calabozo de Morozovo, fue a interrogarlo un agente…

– ¿Por qué estaba arrestado?

– Por espionaje.

– ¡Anda ya!

– Es verdad.

– ¿Para quién espiaba?

– Creo que para los japoneses… en fin, no importa. Como les digo, fue a interrogarlo un agente. Nuestro superior iba desarmado, pero ¿saben qué pasó?

– ¿Lo mató?

– ¡Exacto! ¡Se lo cargó!

– ¿Cómo?

– Nadie lo sabe.

– ¿Le dio un puñetazo?

– No tenía marcas.

– ¿Lo estranguló?

– No tenía marcas, se lo acabo de decir.

– ¿Cómo, pues? ¿Con veneno?

– ¡Con nada! -respondió Ouspenski muy exaltado-. ¡Ahí está la cuestión! Nadie lo sabe. Pero no olviden que es capaz de matar a un hombre en una celda minúscula sólo con la fuerza de la voluntad. Manténganse alejados de él, si no quieren que a unos alfeñiques como ustedes se los coma con patatas.

– ¡Teniente! -exclamó Alexander, irrumpiendo en la tienda.

Ouspenski, Verenkov y Telikov se levantaron de un salto.

– Sí, señor…

– Teniente, no me asuste a los sargentos. Y no me gusta que vaya difundiendo mentiras. Para su información: no soy espía de los japoneses. ¿Queda claro?

– Sí, señor -dijeron tras una pausa tres voces temblorosas.

– Y ahora vuelvan a sus ocupaciones. ¡Todos!

– Sí, señor.

Sus subordinados salieron apresuradamente de la tienda, desviando la mirada. Alexander apenas podía disimular la sonrisa que pugnaba por asomarle a los labios.

Al cabo de unas semanas, era obvio que se repetía siempre la misma situación: Alexander enviaba a la línea férrea a dos o tres pelotones, a una o dos secciones, a cincuenta hombres, y no volvían. Y no había suficientes vendas, antibióticos, sangre ni morfina para los pocos que sí lo hacían. Los alemanes se habían apostado entre los árboles de los altos de Siniavino y desde su posición gozaban de una excelente perspectiva sobre el tramo averiado de la línea férrea. Sin embargo, había que hacer llegar provisiones a Leningrado fuera como fuera, de modo que Alexander tenía que seguir enviando soldados a las vías. Aunque el tramo averiado no llegaba a cinco kilómetros, sus hombres no conseguían reparar ni cien metros sin que les cayera una lluvia de proyectiles desde las colinas. Era junio y no hacía demasiado frío. Todas las tardes, Alexander mandaba retirar los cadáveres. Los llevaban al campo que se extendía detrás de los álamos y los echaban en una fosa común sin molestarse en cubrirlos de tierra. Habían aprovechado los cráteres abiertos por las minas unas semanas antes y los cuerpos amontonados no llegaban aún al borde. Todo el campo olía a tierra removida, a barro y a muerte. A guerra.

Llegó el 22 de junio de 1943, el día en que se cumplían dos años del comienzo de la guerra. Dos años del comienzo de todo.


Orbeli y su arte, 1941

A Alexander lo despertaron a las cuatro de la madrugada, cuando llevaba apenas una hora durmiendo. Su único consuelo fue comprobar que todos sus compañeros habían recibido la orden de salir al patio.

Era el domingo 22 de junio, solsticio de verano, el día más largo del año 1941. El patio estaba bañado en la luz rosada del amanecer. El coronel Mijaíl Stepanov se dirigió a sus tropas:

– Hace una hora, Hitler ha destruido la flota soviética destacada en el mar Negro. Ha acabado con nuestros aviones, nuestros barcos y nuestros hombres y sus soldados han entrado en territorio soviético. Además, han atravesado la frontera por el norte de Ucrania, desde Prusia. El ministro de Defensa, Molotov, hará una proclama oficial este mediodía.

Un clamor recorrió las filas de soldados medio dormidos. Alexander se mantuvo en silencio. La noticia no le había sorprendido porque los oficiales del Ejército Rojo venían hablando de la guerra desde hacía algún tiempo y el invierno anterior habían empezado a circular rumores sobre las fortificaciones que Hitler estaba instalando en la frontera. Lo primero que pensó fue: «¡La guerra! Otra oportunidad para escapar…».

Alexander aguantó a base de café y cigarrillos las cuatro horas de reunión sobre los nuevos planes defensivos. Después lo mandaron a hacer la ronda por la ciudad hasta las seis de la tarde, momento en que debía volver al cuartel para el turno de guardia. A las once de la mañana se alegró de poder salir a la calle.

Cruzó animadamente la plaza del Heno y bajó por la avenida Nevski, donde tuvo que interceder en una pelea entre una mujer y un hombre bastante más corpulento que ella, al que la mujer estaba arreando bolsazos e insultando a gritos. Alexander tardó unos minutos en comprender que estaba tan enfadada porque el otro había intentado colarse.

– ¿El camarada no sabe que ha estallado la guerra? ¿Qué cree que estamos haciendo aquí? Ya pueden mandarme el Ejército Rojo al completo, que no pienso dejarlo pasar.

– Ya la ha oído -dijo Alexander, enarcando las cejas-. No piensa dejarlo pasar.

Frente a la tienda de comestibles Elisei había ocho mujeres enfrascadas en una trifulca. A una se le había caído una salchicha, otra se había apresurado a quedársela y, mientras las dos primeras discutían una tercera había aprovechado para birlarle un paquete de harina a otra clienta. Alexander no se sentía con ánimos para ejercer de rey Salomón con ocho mujeres airadas y no se quedó mucho tiempo tratando de apaciguarlas, pero nada más irse tuvo que apaciguar otra pelea entre los pasajeros que esperaban un autobús.

Al final optó por alejarse de la Nevski, que le parecía peor que la guerra; al menos, en la guerra uno podía disparar contra el enemigo. Se encaminó hacia San Isaac, donde reinaba un ambiente mucho más tranquilo, y se paró a fumar delante de la estatua del Jinete de Bronce. Hacía semanas que no había ido a la biblioteca a comprobar si el libro seguía allí. Pensó que ahora que había empezado la guerra sería más prudente recuperarlo, porque las bibliotecas y los museos tratarían de poner a buen recaudo sus fondos más valiosos. Parado frente a la estatua, Alexander rememoró su poema preferido: «Y por la luna pálida alumbrado, con el brazo tendido hacia la altura, el jinete de bronce lo persigue montado en su caballo retumbante». Sonrió al ver que aún recordaba unos versos que llevaba años sin leer, encendió otro cigarrillo y echó a andar por la orilla del río, dejando atrás los jardines del Almirantazgo y el puente del Palacio. Al llegar a la altura del Hermitage vio a un caballero alto y bien vestido que contemplaba el río desde el parapeto. Con el rostro serio, el hombre saco un cigarrillo y le hizo un gesto. Alexander contestó con otro gesto y redujo el paso.

– ¿Tiene fuego? -le preguntó el hombre.

Alexander se paró y sacó el mechero.

– Gracias, me he dejado las cerillas en el museo -explicó rápidamente el hombre.

– No hay de qué -respondió Alexander.

El hombre le tendió la mano.

– Me llamo Josif Abgarovich Orbeli -se presentó, sacudiéndose una mota de ceniza de la barba canosa y descuidada.

– Soy el teniente Alexander Belov -respondió Alexander, estrechándole la mano.

– Ajá -dijo Orbeli, y se volvió otra vez hacia el río-. Dígame teniente: ¿es verdad que ha estallado la guerra?

– Es verdad, ciudadano. ¿Dónde lo ha oído?

Orbeli, sin mirarlo, señaló el Hermitage.

– En el trabajo. Soy el conservador del museo. Dígame, ¿usted qué opina? ¿Cree que los alemanes llegarán hasta Leningrado?

– ¿Por qué no? -respondió Alexander-. Han entrado en Checoslovaquia, Austria, Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega y Polonia. Toda Europa está en manos de Hitler. ¿Qué más le falta por conquistar? No puede ir a Inglaterra porque le asusta el agua; por eso ha venido hacia aquí. Ése era su plan desde el principio. Y sí, llegará hasta Leningrado.

«Con la ayuda de los finlandeses», quiso añadir, pero no lo dijo para no preocupar aún más al conservador.

– Bozhe moil Koshmar! -exclamó Orbeli-. ¿Qué va a pasar? ¿Qué será de mi Hermitage? Lo bombardearán tal como han hecho con Londres. No quedará ninguna iglesia y ningún monumento en nuestra ciudad… Destruirán todo nuestro arte -dijo con voz desfalleciente.

– La catedral de San Pablo sigue en pie -le recordó Alexander para animarlo-. Y la abadía de Westminster, y el Big Ben, y el puente de Londres… Los alemanes no se atrevieron a tocar los monumentos británicos. Aunque es cierto que murieron cuarenta mil londinenses…

– Sí, sí -reconoció Orbeli, con un gesto de impaciencia-. En las guerras siempre muere gente. Pero ¿qué será de mis obras de arte?

– Bueno, no podemos sacar de Leningrado la catedral de San Isaac o la estatua del Jinete de Bronce, pero sí que podemos evacuar a sus habitantes. Y también podremos evacuar sus obras de arte… -dijo Alexander, haciendo ademán de marcharse.

– ¿Y adónde las mandaremos? -exclamó Orbeli, elevando la voz-. ¿Quién cuidará de ellas? ¿Dónde estarán a salvo?

– El arte tendrá que cuidarse solo -respondió Alexander-. Da igual adónde envíe las obras del museo, en cualquier sitio estarán más seguras que en Leningrado.

– ¿Mis tamerlane? ¿Mis renoir? ¿Mis rembrandt? ¿Mis fabergé? ¿Tendré que dejar solos a mis valiosos tesoros?

– Estarán más seguros en otro sitio, y un día u otro se acabará la guerra. Que tenga un buen día, ciudadano.

Alexander se descubrió para despedirse.

– El día de hoy no tiene nada de bueno -rezongó Orbeli, y se dio la vuelta para regresar al museo.

Con una sonrisa, Alexander siguió caminando junto al Neva hasta dejar atrás el Palacio de Invierno y el canal Moika. Aquella tarde de domingo la orilla del río estaba muy poco concurrida, no como la Nevski, donde las filas de compradores llegaban hasta la calle y todo el mundo se insultaba a gritos. Alexander prefería caminar por la orilla del río, donde había mucho menos bullicio. Con el fusil al hombro, dejó atrás el Jardín de Verano y siguió andando en dirección al monasterio de Smolni.

Se paró un momento al llegar a la esquina de la calle Ulitsa Saltykov-Schedrin. A su derecha, a dos manzanas de distancia, comenzaba la apacible extensión del parque de Táuride, donde tanto le gustaba pasear en verano. Pero en los alrededores de Smolni podía haber alguna trifulca que reclamara su intervención. ¿Qué camino debía tomar? ¿Continuar hacia Smolni y bordear después el parque de Táuride, o acercarse a la entrada del parque y seguir después hacia el monasterio?

Encendió un cigarrillo y se detuvo un momento a mirar el reloj.

Tenía tiempo. ¿Qué necesidad había de correr? Si se había formado algún altercado en Smolni, daba lo mismo que tardara quince minutos o media hora en llegar. Iba solo y no podía estar en todos los sitios a la vez. De manera que dobló a la derecha y entró en Ulitsa Saltykov-Schedrin.

La calle estaba desierta y la brisa agitaba las ramas de los árboles. Alexander pensó en los bosques de Barrington; recordó cuando Teddy y él se tumbaban en el suelo y escuchaban el rumor de las hojas sobre sus cabezas. Era un sonido agradable.

Pero esta vez el sonido era diferente. Era la voz de alguien que cantaba.

La voz era apenas audible. Alexander miró hacia el final de la calle pero no vio a nadie.

Luego se volvió hacia la acera opuesta y vio a una muchacha sentada en un banco.

Lo primero en lo que se fijó fue en la melena larga y rubia que le ocultaba la cara, y después en su vestido blanco bordado con rosas rojas. Sentada bajo el dosel de hojas verdes, con su pelo muy claro, su vestido blanco y sus rosas color sangre, la muchacha era como un soplo de aire fresco. Se estaba comiendo un helado y canturreaba en voz baja. Alexander reconoció la melodía de «Algún día nos encontraremos en Lvov, mi amor y yo…», una canción de moda. La chica se las arreglaba para cantar, lamer el cucurucho, balancear una pierna desnuda y un pie ataviado con una sandalia roja y apartarse el pelo de la cara, todo al mismo tiempo. Estaba totalmente ensimismada, ajena no sólo a la presencia de Alexander, que la miraba embobado desde el otro lado de la calle, sino también a la guerra al mundo, a todas las cosas que regían la actividad de aquella tarde de domingo en Leningrado. Estaba inmersa en un instante donde sólo existían ella, su resplandeciente cabellera, su magnífico vestido, su helado y su melodiosa voz. Se encontraba en un lugar que Alexander no había visto nunca hasta entonces, sumergida en el mar lunar de la tranquilidad. Alexander era incapaz de apartarse del punto donde se había detenido a contemplarla.

Y ahora, años después, seguía viéndola por primera vez, sin poder alejarse del punto al que lo había llevado aquel domingo. Alexander sabía muy bien que si ese día hubiera seguido andando en línea recta en lugar de doblar a la derecha, su vida presente sería muy distinta. O si hubiera seguido caminando y no se hubiera detenido al verla. Podría haber sido precavido y no cruzar la calle. Podría haberla mirado embobado un momento para retomar enseguida su camino… ¿o no?

Sin embargo, aquella luminosa tarde de domingo, Alexander no sabía nada, no pensaba en nada, no imaginaba nada. Se olvidó de Dimitri y de la guerra y de la Unión Soviética y de sus planes de fuga, se olvidó incluso de Estados Unidos, y cruzó la calle para encontrarse con Tatiana Metanova.

Más tarde observó cómo movía ella las manos al hablar. Sus dedos eran finos y bien formados y las uñas estaban muy cuidadas. Le preguntó por qué tenía aquellas manos tan impecables y ella le dijo que una vez había conocido a una chica que llevaba las uñas sucias y era bastante problemática, y siempre lo había tenido en cuenta.

– ¿Piensas que era problemática porque llevaba las uñas sucias.

– Estoy bastante convencida.

Alexander deseó que las impecables manos de la muchacha lo acariciaran.

– ¿Dónde vives, Tania?

– En la calle del Quinto Soviet. ¿Sabes dónde está?

Alexander hacía la ronda por esa zona.

– Cerca de la avenida Gresheski. No muy lejos hay una iglesia.

– Sí, justo enfrente -explicó Tatiana.

– Aunque me parece que llamarla «iglesia» no es del todo correcto. Es un archivo de documentos.

Ella se echó a reír.

– Sí -contestó, divertida-. Es una iglesia soviética.

Los momentos que Alexander compartió con Tatiana aquel domingo le parecieron muy breves.

Todos los momentos que pasó con ella le parecieron breves, acorralados como estaban por la guerra, por los padres de Tatiana, por la falsa identidad de Alexander, por la ascendencia que Dimitri había adquirido sobre él, por la actitud de Dasha… ¡pobre Dasha! Y ahora estaba acorralado por Slonko y por Nikolai Ouspenski, perseguido por la Unión Soviética en todas sus facetas. Alexander tenía que encontrar la manera de sobrellevar todo aquello, dejar de recordar, apagar el eco de los cien minutos que había pasado con Tatiana a solas, aquel eco que resonaba sin cesar dentro de su cabeza. Un viaje en autobús con Tatiana sentada a su lado, toda para él, un paseo con ella por el Campo de Marte, la intuición de lo que podría haber sido, una súbita emoción en un corazón inflamado y ¿cuál era el resultado? La eternidad en la Rusia Soviética.

¿Dónde podrían esconderse? ¿Adónde irían si querían desaparecer?

El domingo llegó y se fue.

El Campo de Marte, el mes de junio, la muerte, la vida, las noches blancas, Dasha, Dimitri… todos llegaron y se fueron.

Pero Alexander seguía allí, de pie en la acera soleada, mirando a Tatiana sentada bajo los olmos, contemplando aquel soplo de aire fresco que había frente a él, con su vestido blanco de rosas rojas, cantando y saboreando un helado con una boca muy roja. Tatiana, que había sido suya y sólo suya durante cien minutos fugaces como un Parpadeo. Había sido suya pero el momento ya había pasado, arrastrado por una tormenta de nieve que no había dejado más que luz y vacío. El momento había llegado a su inexorable final y él seguía plantado en la acera, sin poder moverse, recomponiendo una y mil veces su corazón afligido.


La pérdida de Pasha, 1941

Pasha, el hermano mellizo de Tatiana, había desaparecido. Al principio sólo se había marchado una temporada a un campamento juvenil, pero los aviones de la Luftwaffe bombardearon el campamento, el Ejército Rojo mandó a los muchachos a enfrentarse contra los panzer y Pasha se esfumó. Tatiana, que no estaba dispuesta a aceptarlo, se fue a buscarlo a Luga, con los nazis al otro lado del río. Cometió aquella locura para recuperar a su hermano, que también la quería con locura.

Otro instante fugaz en que Tatiana casi había sido de Alexander. Se acostaron juntos en la tienda de campaña y los dos sabían que aquél era el único lugar en el que querían estar. A pesar de la presencia de los soldados de Hitler a unos cientos de metros, a pesar de las costillas rotas de Tatiana, de su pierna rota y de su corazón destrozado, a pesar de la pérdida de Pasha.

Alexander la oyó sollozar.

– Tenemos que encontrarlo, Shura -exclamó Tatiana.

– Tania…

– Tenemos que encontrarlo. No puedo volver a casa sin encontrarlo. No puedo fracasar. No conoces a mi familia. No me conoces.

– Sí que te conozco, Tania. Tendrás… tendréis que aprender a vivir con lo que os queda.

– No digas eso. No puedo vivir sin Pasha.

– Lo siento, Tania -contestó Alexander, que apenas podía articular las palabras.

– No puedo, sencillamente. Es mi hermano, ¿no lo entiendes? ¿Y si está esperándome en algún sitio y yo no voy en su busca? ¿Quien lo rescatará del enemigo si no es su familia? ¿Y si se está preguntando por qué tardo tanto en ir a salvarlo, Alexander?

– ¿Y por qué iba a estar esperándote?

– Porque sabe lo que soy para él y sabe que no puedo abandonarlo.

Alexander no dijo nada. Pasha era afortunado de contar con una persona como Tatiana.

– No hay ni rastro de él, Tania. Os separan dos millones de soldados alemanes. No puedes caminar, no puedes doblar la cintura. Estás herida y él está desaparecido. Déjalo en paz con Dios.

A la mañana siguiente, cuando estaban solos en el bosque y empezaron a caer bombas y él se tumbó encima de ella para protegerla con su cuerpo, no pudo contenerse más y la besó. Podrían haber muerto allí mismo, entre los árboles. Alexander casi deseó morir cuando pensó fugazmente en lo que les esperaba: la desesperación, las decepciones, Dasha, Dimitri, Hitler, Stalin, guerra por todas partes. Deseó ser eternamente joven, vivir para siempre en aquel mismo instante, bajo los árboles en llamas.

Pero Alexander sobrevivió y llevó a Tatiana de vuelta con sus afligidos familiares.

Pasha no apareció. Unas semanas después les dijeron que había muerto en el incendio de un tren. El padre no se recuperó de la impresión y se dio a la bebida, hasta que tampoco quedó nada de él. Pasha era su único hijo varón. Alexander, que también era el único hijo de sus padres, se alegró de haber podido confortar a Harold en la cárcel. ¿Cómo era tener un padre, una madre que por la noche se acercaba a la cabecera de tu cama a darte un lloroso beso de buenas noches?

Era incapaz de recordarlo.

Empezó a ver a Tatiana como una posibilidad desperdiciada, un momento que había pasado hacía tiempo. No podía negar sus sentimientos, pero decidió que a ella le correspondía otra vida, otro tiempo, otro hombre.

Sin embargo, Tatiana quería más.

El problema era que Alexander no podía darle nada más. No tenía nada.

Capítulo 17

Navidad en Nueva York, 1943

Vikki invitó a Tatiana y al niño a pasar la Nochebuena en casa de sus abuelos.

Cuando llegaron, Tatiana vio que también estaba Edward.

– ¿Por qué lo has invitado? -susurró a Vikki en la cocina.

– Él también celebra la Navidad, Tania.

Un rato después, Tatiana estaba sentada al lado de Edward en el sofá, tomando sorbitos de un brebaje que recibía el nombre de ponche y sosteniendo en el regazo a su bebé de seis meses, que también quería probar el ponche. Edward le contó que cuatro días antes lo habían echado de casa. Al parecer su mujer estaba harta de que trabajara tanto y pasara tan poco tiempo con ella.

– A ver si lo entiendo -dijo Tatiana-. ¿Te ha echado porque no pasabas suficiente tiempo con ella?

– Exacto.

– ¿Y eso no significa que aún pasarás menos tiempo con ella? -insistió Tatiana.

Edward se echó a reír.

– Me parece que mi mujer no me apreciaba mucho, Tania -concluyó.

– Es triste que una esposa sienta eso por su marido -comentó Tatiana.

Vikki se les acercó con una bandeja de galletitas con miel. Su expresión orgullosa hizo que Tatiana la definiera silenciosamente como «problemática».

Habían puesto un disco de música navideña, la casa olía a jengibre, a tarta de manzana y al ajo de la salsa para los espaguetis, incluso los colores rojizos del apartamento resultaban muy adecuados para la celebración y Vikki llevaba un vestido de terciopelo marrón que combinaba muy bien con el castaño aterciopelado de su pelo y de sus ojos. Isabella y Travis les dieron de comer como si el país no estuviera en guerra. La conversación fluía ligera como el vino.

Después de la cena, Tatiana se retiró un momento para dar de mamar a su hijo. El rumor de las conversaciones navideñas inundaba el resto del piso, pero el dormitorio donde ella acunaba a su hijo con los ojos cerrados estaba oscuro, caldeado y silencioso.

Aquella Nochebuena, la joven Tatiana no encontró consuelo en las oraciones de la misa del Gallo, ni en la cena familiar, ni en la compañía de Vikki, ni en su habitación de la isla de Ellis. Mientras daba de mamar a su hijo, una única palabra le golpeaba el alma a cada segundo y retumbaba en las lágrimas que le resbalaban por las mejillas, en la leche que fluía de sus pechos y en los latidos de su corazón: Alexander.


En Navidad, Ellis era un lugar triste. A Tatiana, sin embargo, la reconfortaba sentirse necesitada por alguien que no era su hijo. Daba de comer a los heridos cubiertos por las sábanas blancas y les decía que pensaran en sus hermanos de armas, que no tenían una cama donde descansar ni a nadie que los consolara.

– Eso es porque no está usted cuidándolos -comentó con un acento muy marcado un piloto que se llamaba Paul Schmidt.

Era un militar alemán que había combatido en North Channel, bombardeando los buques que transportaban alimentos y armas hacia el mar del Norte. Los norteamericanos lo habían rescatado cuando su avión había caído al agua. En el barco que lo llevaba a Estados Unidos le habían amputado las piernas, y ahora que estaba a punto de terminar la convalecencia iban a repatriarlo. Paul explicó que no quería regresar a su país.

– Si no estuviera tullido, me obligarían a trabajar como han hecho con los demás prisioneros alemanes, ¿no?

– Puede que lo envíen a trabajar a algún lado -observó Tatiana-. Podría ordeñar vacas en una granja, por ejemplo.

– Lo que me gustaría -explicó el piloto con una sonrisa- es que una americanita guapa se casara conmigo para no tener que volver.

– Pídaselo a otra enfermera -dijo Tatiana, con otra sonrisa-. Yo no soy norteamericana.

– No me importa -contestó el piloto, sin que el interés de su mirada se desvaneciera.

– ¿Y cree que la esposa que lo espera en su país estaría contenta si usted se volviera a casar?

– No hay por qué decírselo -contestó el soldado, risueño.

Tatiana le contó algunas cosas de su pasado. Le resultaba más fácil charlar con los soldados italianos y alemanes que con Vikki y con Edward, a los que no se atrevía a describir su vida anterior a Estados Unidos, entre las nieves de Leningrado y las lluvias de Lazarevo. En cambio, aquellos soldados moribundos y desarraigados la entendían muy bien, se identificaban con ella.

– Me alegro de no estar en el Frente Oriental -manifestó Paul Schmidt.

«Yo no -quiso decir Tatiana-, porque allí, mi vida tenía sentido.»

– Pero no fue allá donde cayó herido -observó.

Se inclinó para seguir dándole de comer, sin apartar la mirada de la cuchara metálica y el plato de esmalte. Trató de pensar únicamente en el aroma del caldo, la textura de la sábana almidonada y de las mantas de lana y el frescor de la sala. Quería alejar las imágenes del Frente Oriental. Dando de comer a su marido… acercándole la cuchara a los labios… durmiendo en la butaca contigua a su cama… apartándose unos pasos y dándole la espalda…

No. ¡No!

– No se puede imaginar cómo nos están tratando los soviéticos -insistió el piloto.

– Me hago una idea, Paul -aseguró Tatiana-. El año pasado era enfermera en Leningrado. Y poco antes, vi lo que sus compatriotas hacían con nuestros soldados.

El piloto meneó la cabeza con tanta vehemencia que el caldo se le salió de la boca. Tatiana le limpió la barbilla con la servilleta y le acercó otra cucharada.

– Los soviéticos ganarán la guerra -dijo él, y bajó la voz-. ¿Y sabe por qué?

– ¿Por qué?

– Porque no valoran la vida de sus hombres.

– ¿Y Hitler valora la de los suyos? -preguntó Tatiana tras un momento de silencio.

– Más que Stalin. Hitler se esfuerza en curarnos para que podamos volver al frente, pero Stalin deja morir a sus hombres y luego manda al frente a chavales de trece o catorce años que también terminan muriendo.

– Pronto no quedara nadie a quien enviar -reflexiono Tatiana.

– Antes de llegar a ese punto, Stalin habrá ganado la guerra.

Tatiana tuvo que dejar a Paul para atender a otros heridos, pero más tarde volvió con él y le llevó un té con leche y unas pastitas navideñas.

– Por cierto, se equivoca respecto a mí -aseguró Paul-. Caí herido en Rusia, en Ucrania. Derribaron el bombardero que pilotaba y estuve a punto de perder el estómago en la caída. -Hizo una pausa como si recordara algo-. De perderlo literalmente.

– Lo entiendo -dijo Tatiana.

– Cuando me curé me enviaron a North Channel porque era menos peligroso. Qué paradoja, ¿no? Mi capitán decidió que ya no era tan buen piloto. Pero ¿sabe?, los partisanos soviéticos que me recogieron el año pasado en Ucrania no me mataron. No sé por qué se apiadaron de mí, quizá porque era Navidad.

– No creo que se apiadaran porque fuera Navidad -contestó amablemente Tatiana-. Los soviéticos no la celebran.

El piloto alemán la miró muy serio.

– ¿Por eso está usted aquí? ¿Porque para usted no es fiesta?

Tatiana negó con la cabeza. Quiso persignarse para darle ánimos, pero se contuvo. Sintió ganas de llorar, pero se contuvo. Quería exhibir una fachada inexpugnable y dura como una roca, ser como Alexander… Pero no podía.

– Estoy aquí para que los heridos sepan que no están solos aunque estén lejos de su tierra -explicó con voz temblorosa-. Estoy aquí porque tengo la esperanza de que si los trato bien, si les doy un poco de consuelo, entonces quizás, en otro lugar, alguien tratará bien a…

Le resbaló una lágrima por la mejilla.

– ¿Cree que las cosas funcionan así? -preguntó Paul, mirándola sorprendido.

– No sé cómo funcionan las cosas -respondió Tatiana.

– ¿Él está en el Frente Oriental?

– No sé dónde está-dijo Tatiana.

Seguía sin dar crédito al certificado que guardaba en su habitación, en el interior de la mochila negra.

– Pues rece para que no esté en el Frente Oriental. No duraría ni una semana.

– ¿No?

El rostro de Tatiana reflejó seguramente su desánimo, porque Paul le dio una palmadita en la mano y añadió:

– No piense en eso, enfermera… ¿Sabe qué es lo que él más desea, esté donde esté?

– ¿Qué?-susurró Tatiana.

– Que usted esté a salvo -contestó Paul.


Navidad en Nueva York.

Navidad en el Nueva York de los tiempos de guerra. El año anterior Tatiana había celebrado la Nochevieja en el hospital Gresheski, con el doctor Matthew Sayers y las demás enfermeras. Bebieron vodka y brindaron con los pocos pacientes que no dormían y tenían fuerzas suficientes para alzar el vaso. Tatiana sólo pensaba en ir al frente para encontrarse con Alexander. Tenían previsto marcharse al cabo de cinco días. Alexander aún no lo sabía, pero Tatiana encontraría el modo de salir con él de la Unión Soviética. No había luces de Navidad en Leningrado. La ciudad estaba cubierta de escombros. En Nochevieja los alemanes lanzaron proyectiles desde Pulkovo, y el primer día del año los bombardearon desde el aire. Cuatro días después, Tatiana salía de Leningrado en un jeep de la Cruz Roja conducido por el doctor Sayers y pensaba: «¿Volveré a ver Leningrado alguna vez?».

Y ahora tenía la impresión de que nunca volvería a verlo.

Lo que veía ahora no era Leningrado sino Nueva York en Navidad. Veía las calles de Little Italy adornadas con lucecitas verdes y rojas, y la calle Cincuenta y siete adornada con bombillas blancas, y el remate del Empire State iluminado en rojo y verde, y el árbol del Rockefeller Center. Por ser Navidad, el gobierno permitió encender las luces de los rascacielos durante una hora, pero después tuvieron que apagarlas por la guerra.

Tatiana empujaba el cochecito de Anthony bajo la nieve, rodeada de una multitud bulliciosa y cargada con bolsas de regalos. Ella no llevaba nada porque sólo había salido a pasear por las calles nevadas y alegres del Nueva York de los tiempos de guerra, pensando que Alexander, en Boston, había vivido diez diciembres como ése. Diez diciembres con canciones navideñas, con bolsas y paquetes bajo los brazos, con el constante tintineo de los cascabeles, con árboles cubiertos de guirnaldas luminosas, con cafeterías que proclamaban en el escaparate: «JESÚS ES EL MOTIVO DE LA CELEBRACIÓN».

Alexander había vivido todo eso, y sus padres le habían hecho regalos, y Santa Claus había visitado su casa en Navidad. Tatiana entró en una juguetería y compró un trencito para Anthony. El niño demasiado pequeño para jugar con él, pero ya crecería.

En el escaparate de Bergdoff, en la esquina de la calle Cincuenta v ocho y la Quinta Avenida, Tatiana vio unas mantas con dibujos navideños y, como hacía frío y estaba pensando en Alexander, entró en la tienda y preguntó cuánto costaban. Eran de cachemira pura y valían la escandalosa cantidad de cien dólares cada una. La dependienta le dijo el precio y le dio la espalda como si diera por terminada la conversación. Acto seguido se giró como si acabara de recordar algo, le arrebató la manta de las manos y volvió a darle la espalda.

– Me llevaré tres -dijo Tatiana, sacando el dinero del monedero-. ¿En qué colores las tienen?

Aquella noche, en la isla, madre e hijo durmieron en la cama de Tatiana, abrigados con dos mantas de cachemira. La tercera estaba reservada para el padre de Anthony.

Nueva York en Navidad. Había jamón, y había queso, y había leche y chocolate y cien gramos de carne para cada uno, y había la alegría de las madres que buscaban juguetes para sus hijos y esperaban a los soldados que volvían a casa a pasar las fiestas.

No era el caso de Vikki, que ya se había divorciado de su marido. Y tampoco el de Tatiana, que había perdido al suyo. Pero sí el de otras mujeres.

Los árboles de la ciudad resplandecían bajo las guirnaldas de luces blancas. En Ellis, las enfermeras decoraron un abeto para los soldados alemanes e italianos; el problema era que ninguna quería trabajar en Navidad, aunque les duplicaran o triplicaran el sueldo o les dieran una semana de vacaciones. Tatiana trabajó por el triple del sueldo y por una semana de vacaciones.

Nueva York en Navidad.

Mientras empujaba el carrito de Anthony por la calle Mulberry, camino de la casa de Vikki en Little Italy, Tatiana entonaba en voz baja El largo sendero, una canción que había oído en la radio del hospital:

Un largo sendero se adentra,

en la tierra de mis sueños,

donde cantan las alondras

y brilla la luna blanca.

Me espera una larga noche

hasta que mis sueños se cumplan,

hasta el día en que recorra

este largo sendero contigo.

Capítulo 18

Alexander y los alemanes, 1943

Los soviéticos seguían muriendo en Siniavino, y los alemanes seguían apostados en las colinas.

Alexander seguía enviando soldados a reparar las vías, y los soldados seguían cayendo. El teniente coronel Muraviev, al mando de varios batallones regulares y disciplinarios, no se mostró muy dispuesto a escuchar sus protestas.

– Es un batallón de castigo -le dijo-. ¿Sabe qué quiere decir eso, capitán?

– Lo sé -respondió Alexander-. Pero déjeme que le haga una pregunta. Sólo estudié matemáticas hasta la secundaria, pero… si el ritmo de bajas es de treinta al día, ¿cuánto durarán mis doscientos hombres?

– Ésta me la sé -exclamó Muraviev-: ¡seis días!

– Exacto. Ni una semana. Los alemanes tienen a trescientos soldados apostados en las montañas, y a nosotros no nos queda prácticamente ninguno.

– No se preocupe. Le proporcionaremos más soldados para que los envíe a la línea férrea. Como siempre.

– ¿Es ése el objetivo? ¿Que los alemanes hagan prácticas de puntería con nuestros hombres?

– Ya me avisaron de que era usted conflictivo -declaró Muraviev, lanzándole una mirada torva-. No olvide que está al mando de un batallón disciplinario. La seguridad de sus hombres no es asunto mío. Ocúpese de arreglar las vías y cierre el pico.

Alexander salió de la tienda sin hacer el saludo reglamentario.

Estaba claro que tendría que tomar cartas en el asunto. No esperaba a Stepanov, pero se habría conformado con un superior que tuviera sólo el 10 % de su talento. ¿Por qué iba a preocuparse Muraviev por los soldados del batallón de Alexander? Todos eran reos de la justicia. Entre sus delitos estaba haber tenido una madre perteneciente a una orquesta que mantenía correspondencia con músicos franceses, aunque la mujer ya estuviera muerta y la orquesta se hubiera disuelto muchos años atrás. A otros los habían visto entrar en una iglesia, antes de que Stalin declarase al Pravda que él también creía en «cierto tipo de Dios». Otros habían estrechado casualmente la mano de un ciudadano a punto de ser detenido. Algunos habían sido vecinos de una persona acusada de algún delito.

– Yo soy uno de ésos: tuve la mala suerte de ocupar la cama contigua a la suya, capitán -manifestó Ouspenski.

Alexander sonrió. Se dirigían al cobertizo que se empleaba como arsenal. Alexander había pedido a Ouspenski que lo acompañara porque quería solicitar un mortero de 160 milímetros.

El día anterior, al amanecer, había subido a una colina cercana a las vías para observar cómo caían sus hombres. Oculto entre los arbustos y usando unos prismáticos de campaña, localizó el punto de partida de las tres bombas que arrojaron los alemanes. Estaban a dos kilómetros por lo menos. Por eso necesitaba un mortero de 160 milímetros, el único capaz de hacer blanco a esa distancia.

Por supuesto, el responsable del arsenal se negó a darle el mortero. El sargento que atendía el mostrador le dijo que un batallón disciplinario no estaba autorizado a emplear morteros y que la solicitud tenía que estar firmada por su mando inmediato. Pero Muraviev se rió de Alexander y se negó a ayudarlo.

– He perdido a ciento noventa y dos hombres en siete días. ¿Habrá reos suficientes para reparar la línea?

– ¡Órdenes son órdenes, Belov! El mortero es para la compañía que tiene que atacar a los alemanes en Siniavino la semana próxima.

– ¿Sus hombres pretenden subir hasta la cima de una montana pertrechados con un arma tan pesada, coronel?

Muraviev le ordenó que saliera de la tienda.

Alexander terminó hartándose y convocó al sargento Melkov. Aquella noche, Melkov, el que mejor aguantaba el vodka de todo el batallón, invitó a beber al vigilante del cobertizo hasta que éste se quedó dormido en la silla y no pudo oír los crujidos de la desvencijada puerta de madera cuando Alexander y Ouspenski entraron a por el mortero. Tuvieron que hacerlo rodar a lo largo de un kilómetro, en plena noche. Entretanto, Melkov, que se había tomado el encargo en serio, los esperó junto al vigilante, echándole tragos de vodka por el gaznate cada quince minutos.

Poco antes de las cinco de la mañana, siete de los hombres de Alexander bajaron a las vías como cebo.

A través de los prismáticos, Alexander vio cómo la primera bomba dibujaba una curva sibilante desde el punto de origen hasta la línea férrea. Sus hombres lograron escapar indemnes. Alexander y Ouspenski tuvieron que aunar sus fuerzas para introducir la bomba explosiva dentro de la recámara.

– No lo olvide, Nikolai -dijo Alexander mientras dirigía el cañón hacia las montañas-. Sólo tenemos dos proyectiles: dos únicas oportunidades de acabar con los putos alemanes. Y este trasto tiene que estar en el arsenal dentro de veinte minutos, antes del cambio de guardia de las seis.

– ¿No se darán cuenta de que faltan las dos bombas mayores?

Alexander dirigió los prismáticos hacia la montaña bañada en la luz azul del amanecer.

– Me da igual que se enteren, mientras consigamos aplastar a esos alemanes de mierda. De todos modos, no creo que se fijen. ¿Cree que alguien lleva algún tipo de inventario? ¿El vigilante borracho, tal vez? De ése ya se encarga Melkov, que además aprovechará para sacar treinta ametralladoras.

Ouspenski soltó una carcajada.

– No se ría, desequilibrará el mortero -dijo Alexander-. ¿Está listo?

Encendió la mecha.

La mecha ardió durante dos segundos, el retroceso retumbó como un terremoto y el primer proyectil salió silbando del cañón y dibujó un arco de un kilómetro y medio. Alexander lo vio caer y estallar entre los árboles. En el momento en que la primera bomba alcanzo su objetivo, la segunda ya estaba en camino. Alexander no se fijó dónde caía el segundo proyectil porque ya había empezado a desmontar el mortero. Dejando a Ouspenski a cargo de los soldados, devolvió la pesada pieza de artillería al arsenal y tuvo tiempo de cerrar la puerta y arrojar el manojo de llaves en el regazo del vigilante inconsciente cuando faltaban dos minutos para las seis.

– Buen trabajo -dijo cuando Melkov y él se apresuraban a volver a sus respectivas tiendas para la inspección matinal.

– Gracias, señor -respondió Melkov-. Ha sido un placer.

– Ya lo veo -contestó Alexander, sonriente-. Que no lo pille en otro momento bebiendo así, o irá directo al calabozo.

El vigilante estuvo cuatro horas inconsciente y fue relevado de sus funciones por negligencia grave.

– ¡Tiene suerte de que no falte nada, cabo! -lo reprendió Muraviev.

Como castigo, el vigilante tuvo que trabajar una semana en el comando encargado de reparar las vías.

– Tiene suerte de que los alemanes lleven dos días tranquilos cabo. De no ser así, ya estaría usted muerto -le aseguró Alexander

Sus hombres pudieron reparar las vías mientras los alemanes se reorganizaban, y cinco trenes cargados de alimentos y medicinas consiguieron llegar a Leningrado.

Los alemanes retomaron más tarde los bombardeos, pero no por mucho tiempo porque Muraviev terminó cediendo el mortero a Alexander. Después de localizar la posición de los alemanes en Siniavino y dispararles unos cuantos proyectiles, un batallón del Ejército 67 subió hasta la cima del monte mientras los hombres de Alexander los defendían desde el valle con la artillería.

El batallón no regresó, pero los alemanes ya no volvieron a bombardear el ferrocarril.

En el otoño de 1943, el Ejército 67 ordenó al batallón disciplinario de Alexander (reducido a sólo dos compañías, con 144 soldados en total) que cruzara el Neva al sur de Pulkovo para atacar los últimos bastiones del cerco de Leningrado. Esta vez le proporcionaron algunas piezas de artillería (ametralladoras pesadas, morteros, bombas antitanque y una caja de granadas). Cada uno de sus hombres disponía de una ametralladora ligera y de abundante munición. Durante doce días del mes de septiembre de 1943, el séptimo batallón, junto con dos batallones más y una compañía motorizada, bombardearon a los alemanes en Pulkovo. Contaron con el apoyo aéreo de dos Shtukarevich, pero no les sirvió de nada.

Los árboles se quedaron sin hojas, el sargento Melkov murió, llegó el frío, el decimocuarto invierno desde que la familia Barrington se había trasladado a la Unión Soviética, el segundo desde el que se había llevado a todos los familiares de Tatiana, y Alexander no cejó en su sangriento avance hacia la cima de la montaña. Recibió cientos de soldados más. En diciembre de 1943 logró expulsar a los alemanes de la ladera oriental de la montaña.

Desde lo alto del Pulkovo, mirando al norte, Alexander podía ver las escasas luces que aún brillaban en Leningrado. A menor distancia en un día claro, veía las columnas de humo de la Kirov, que seguía produciendo armas para la defensa de la ciudad. Con los prismáticos alcanzaba a ver el muro exterior, y podía verse a sí mismo con la gorra en la mano, esperando día tras día, semana tras semana, a que saliera Tatiana por las puertas de la fábrica.

Pero para eso no necesitaba subir a la cima del Pulkovo.

Alexander celebró la Nochevieja de 1943 sentado frente a una hoguera acompañado de sus tres tenientes, sus tres subtenientes y sus tres sargentos. Bebió vodka con Ouspenski. Todos veían con optimismo el futuro y pensaban que los alemanes no tardarían en irse de Rusia. Después de los acontecimientos del verano, de los hechos de Siniavino y de la batalla de Kursk, de la liberación de Kiev en noviembre y la de Crimea hacía tan sólo unas semanas, Alexander estaba convencido de que 1944 sería el último año con alemanes en suelo soviético. Su misión era avanzar hacia el oeste con el batallón disciplinario y enviar a los alemanes de vuelta a su tierra.

Ésta fue su decisión de Año Nuevo: avanzar hacia el oeste, donde estaba su única esperanza.

Se animó a beber otro vaso. Alguien que ya estaba borracho contó un chiste malo sobre Stalin. Otro lloró por su mujer. Alexander estaba casi seguro de que no había sido él. Intentaba mantener una fachada de dureza. Ouspenski brindó con él y se terminó la botella de vodka.

– ¿Por qué no nos dan permiso como a los demás soldados? -se quejó Ouspenski, bebido, deprimido y sentimental-. ¿Por qué no podemos pasar el Año Nuevo en casa?

– No sé si se ha dado cuenta, teniente, pero estamos en guerra. Mañana dormiremos hasta que se nos pase la resaca, y el martes volveremos a la batalla. Antes de un mes habremos roto el cerco de Leningrado. Habremos echado a los nazis y la ciudad se habrá salvado gracias a nuestros esfuerzos.

– Me importan una mierda los nazis. Lo que quiero es ver a mi mujer -exclamó Ouspenski-. Usted no tiene a donde ir… por eso piensa en expulsar a los alemanes.

– Sí tengo a donde ir -respondió pausadamente Alexander.

– ¿Tiene familia? -le preguntó Ouspenski, mirándolo con suspicacia.

– Por aquí no.

Por algún motivo, su respuesta sólo sirvió para poner aún más melancólico a Ouspenski.

– Mírelo por el lado bueno, Nikolai -dijo Alexander, animándose a llamarlo por el nombre de pila-. Ahora mismo no estamos rodeados por el enemigo, ¿no?

Ouspenski no dijo nada.

– Nos hemos acabado una botella de vodka en un par de horas -continuó Alexander-. Hemos podido comer jamón, arenque ahumado, encurtidos y hasta pan negro recién hecho. Hemos contado chistes, nos hemos reído, hemos fumado… Piense que podría ser mucho peor.

Alexander no quería que su mente se adentrase en sus propias cámaras de tortura.

– No sé usted, capitán, pero yo tengo una mujer y dos niños y no los veo desde hace diez meses. La última vez fue justo antes de caer herido. Mi mujer cree que estoy muerto. Estoy seguro de que no le llegan mis cartas, porque no me contesta.

Ouspenski hizo una pausa y se echó a temblar como una hoja.

Alexander no respondió.

«Yo tengo una mujer y un hijo y tampoco puedo verlos. ¿Qué ha sido de ella, qué ha sido del niño? ¿Habrán llegado a algún sitio? ¿Estarán a salvo? ¿Cómo puedo continuar viviendo sin saber si Tatiana está bien?

»No puedo.

»No puedo seguir viviendo sin saber si ella está bien.»

No temerás los terrores de la noche… ni la flecha que vuela de día…

Ouspenski abrió otra botella de vodka y tomó directamente un trago.

– ¡A la mierda todo! -exclamó-. La vida es muy dura.

Alexander le arrebató la botella de las manos y bebió un trago él también.

– ¿Comparada con qué? -preguntó.

Dio una calada al cigarrillo, dejando que el humo acre pasara a través del nudo que le oprimía la garganta.

– Vamos a emborracharnos, Tania.

– ¿Por qué?

– Para fumar, para beber, para celebrar tu cumpleaños y nuestra boda para divertirnos -contesta Alexander, encogiéndose de hombros.

– Tonto… Mi cumpleaños fue hace una semana y ya lo celebramos. -Tatiana sonríe-. Hiciste helado, ¿no te acuerdas?

Alexander la levanta hasta que sus pies no tocan el suelo.

Ella lo rodea con sus brazos.

– De acuerdo, tomaré un poquito de vodka.

– Un poquito no. Una cantidad inconmensurable. ¡Alcemos los vasos…!

En el claro del bosque, junto al fuego, Alexander sirve dos vasos de vodka. Ella está arrodillada sobre la manta, mirándolo expectante. Él se arrodilla delante de ella.

– …Y brindemos por nuestra maravillosa vida.

Tatiana alza el vaso.

– De acuerdo, Alexander. Brindemos por nuestra maravillosa vida.

Capítulo 19

Nueva York, junio de 1944

La habitación es totalmente blanca. Los visillos blancos apenas se mueven. La ventana está cerrada y no hay corriente. No entra el aire rosado y luminoso del exterior.

Estoy sentada en el suelo de mi habitación blanca. La puerta marrón claro está cerrada. La aldaba metálica está en su sitio. Las bisagras están oxidadas y crujen al girar.

Abrir y cerrar.

Sostengo frente a mí la mochila negra, y dentro de la mochila, él está vivo. Su gorra beige, su fotografía en blanco y negro, con sus dientes tan blancos y sus ojos de color caramelo.

Estoy sentada en el suelo de baldosas grises, y fuera, a menos de una hora de aquí, está el monte Bear. Y los árboles de la montaña se tiñen de bermellón y sepia a la luz cobriza del atardecer. Como sus ojos del color del cobre y sus labios del color del ocaso. En Central Park puedo jugar al béisbol con mi bate marrón. Como él cuando era niño… cuando era un Boy Scout.

Puedo hacer un nudo corredizo como él me enseñó.

Puedo subirme a un árbol.

Puedo balancearme a la luz de la luna.

Hundirme en el agua, bajo el cielo carmesí.

A través de la ventana, justo detrás del blanco, amarillo y rojo de la bandera norteamericana, más allá de la puerta dorada y los pabellones neogóticos de Ellis, resplandece la bahía de aguas turquesa que conduce al mar salobre y agitado, al océano rugiente y sollozante.

Mis colores van de la luna al sol, del óxido al cielo. Los océanos nos separan cuando nos sumergimos en la tormenta blanca de la que fue y será mi vida. La tormenta de cielo y de hielo y de niebla y de bruma. El hielo resquebrajado se cubre de sangre. Bajo el hielo estás tú, y también estoy yo. Estoy sentada sobre las baldosas grises, pasó los dedos por la tela negra de la mochila, por el cañón metálico de la pistola, por las hojas amarillentas de tu libro salvador, por los billetes de dólar nuevecitos y verdes, de los que aún quedan tantos.

Toco la fotografía en la que estamos tú y yo recién casados, volando el uno hacia el otro tras despegar las alas rojas del fuego prometeico.

Fuera ululan las sirenas, la pelota choca con el bate, llora el niño sangra el hielo grisáceo. Y yo sigo sentada sobre las baldosas, y delante tengo la mochila negra que contiene nuestra súbita esperanza. Eternamente sobre el suelo, la mochila del color de mi tristeza.

– ¿Qué te pasa, Tania?

Vikki estaba de pie en el umbral de la habitación. Anthony jugaba sentado en el suelo. Tatiana se había tumbado en el suelo y había reclinado la cabeza en las baldosas.

– Nada.

– ¿No trabajas hoy?

– Ya me levanto…

– Pero ¿qué te pasa? -insistió Vikki, perpleja.

– Nada… -contestó Tatiana.

Pensó que había hablado en un susurro. Tenía los ojos tan hinchados que no los podía abrir. Casi no veía.

– ¡Son las ocho! ¿Has estado llorando? Acaba de empezar el día…

– Ahora me visto. Tengo turno.

– ¿Quieres que hablemos?

– No. Estoy bien. Hoy cumplo veinte años.

– ¡Felicidades! ¿Por qué no me lo habías dicho? Saldremos a celebrarlo… ¿Qué te pasa? ¿Por qué te entristece tanto un cumpleaños?

– Me parece increíble que nos hayamos casado el día de mi cumpleaños -dice Tatiana.

– Así nunca me olvidarás.

– ¿Cómo podría olvidarte, Alexander? -pregunta Tatiana, tendiendo una mano hacia él.

Tatiana no celebró su cumpleaños. Trabajó durante todo el día y por la tarde jugó con el niño. Por la noche, con las cortinas descorridas y las ventanas abiertas para que la brisa del mar circulara a sus anchas por la habitación, se arrodilló al lado de la cama y oprimió con la mano las alianzas que pendían de su cuello. Hacía casi un año que estaba en Estados Unidos. En la noche de su vigésimo aniversario, en su habitación de Ellis, Tatiana se sentó en el suelo después de dar de mamar a Anthony y por primera vez desde que había salid de la Unión Soviética vació la mochila negra y fue sacando todo lo que había en el interior: la pistola alemana, el ejemplar de El jinete de bronce, el diccionario ruso-inglés, la foto de Alexander, su foto de bodas, la gorra de oficial y todo lo que había en los bolsillos.

Fue entonces cuando descubrió la medalla de Héroe de la Unión Soviética que en otro tiempo había pertenecido a Alexander.

Se quedó mirándola desconcertada durante lo que le parecieron varias horas, e incluso salió a echarle un vistazo a la luz del día por si se había equivocado.

El sol llegó a la cúspide y empezó a bajar. Hacía calor. Las aguas de la bahía centelleaban. Y Tatiana seguía contemplando atónita la medalla. ¿Era un error?

Tatiana, con la misma claridad con que veía los veleros en el agua, veía la medalla colgada del respaldo de una silla la última vez que había ido a visitar a Alexander con el doctor Sayers. Alexander había dicho: «Mañana por la tarde me tendréis aquí otra vez, ascendido a teniente coronel», y Tatiana había sonreído feliz y había contemplado la medalla en el respaldo de una silla, junto a la cama que ocupaba su marido en el hospital.

¿Cómo había ido a parar a la mochila? Tatiana no se la había quitado a su marido.

«¿Qué significa esto?», susurró. Cada vez lo entendía menos. Cuanto más se esforzaba en pensar con claridad, más infranqueable se volvía la barrera de hormigón erigida por su mente.

Sabía que el doctor Sayers le había dado la mochila poco después de que ella se desplomara en el suelo del despacho al saber que el camión de Alexander había sufrido un accidente y se había hundido en el Ladoga, y antes de que el doctor y ella se subieran al jeep de la Cruz Roja que los llevó a Finlandia.

Tatiana seguía desplomada en el suelo mañana y noche, entre los heridos y las compras, entre la comida y la cena, entre Vikki y Edward, entre Ellis y Anthony. Subía al transbordador pero seguía tumbada sobre las baldosas, y delante de ella estaba la mochila, y en la mochila estaba la medalla que pertenecía a Alexander.

¿Se la habría dado él mismo? ¿Podría haber olvidado una cosa así? El doctor Sayers le había entregado la gorra de oficial justo después de contarle lo que le había sucedido a Alexander. ¿Le había dado la medalla, además? Tatiana lo dudaba. ¿Había sido el coronel Stepanov? También lo dudaba. Tatiana se incorporó y se puso la medalla al cuello, al lado de las alianzas.

Pasó un día, pasó otro, pasó un día más…

– ¿De dónde ha sacado eso? -le preguntó en un rudimentario inglés uno de los soldados heridos-. Es una medalla que se otorga únicamente a los militares más destacados. ¿De dónde la ha sacado?

Cada vez que Tatiana daba de mamar a su hijo, cada vez que contemplaba su carita cuando lo tenía en brazos, no podía evitar pensar que si Alexander hubiera llevado puesta la medalla el día en que se lo llevaron, las cosas habrían sido diferentes. Sabía que un militar al que se llevaban para concederle un supuesto ascenso podía intentar defenderse hablando de su coraje, de sus hazañas militares, de su patriotismo.

«El doctor me dio la gorra, pero es imposible que le quitara la medalla a Alexander. Y de haberlo hecho, habría dicho claramente: «Toma, Tania, ésta es la gorra de tu marido y ésta es su medalla; quédatelo todo tú.»

No. La medalla estaba escondida en un bolsillo secreto del compartimiento más pequeño de la mochila. Y no había nada más en el bolsillo, y Tatiana no la habría encontrado si no hubiera vaciado la mochila y palpado la tela para ver si quedaba algo dentro.

¿Por qué la había escondido el doctor Sayers?

¿Por qué no se la había dado junto con la gorra?

Porque temía que suscitara demasiadas preguntas.

Tatiana pensó que tal vez se había vuelto demasiado suspicaz. ¿De qué sospechaba?

Por muchas vueltas que daba al asunto, no conseguía imaginar qué había sucedido. Siguió haciendo su vida, trabajando y dando de mamar al niño, hasta que una tarde de finales de junio abrió los ojos y ahogó una exclamación.

Por fin sabía qué había sucedido.

Si el doctor Sayers le hubiera enseñado la medalla, Tatiana habría aceptado de otro modo la noticia. Se habría puesto a elucubrar y se habría hecho demasiadas preguntas. Habría empezado a sospechar de detalles concretos.

Ahora bien, el doctor Sayers no sabía que Tatiana podía reaccionar así.

La única persona que podía saberlo era el hombre moreno y de brazos envolventes. Él sí que podía saberlo.

Alexander quería dejar su condecoración más preciada en manos de Tatiana, pero debía ocultársela al principio para evitar sospechas. Por eso, cuando estaba caído sobre el hielo, o en el hospital, o donde fuera, habló con el doctor Sayers y le pidió que esperase.

Lo cual quería decir que todo era un montaje en el que había colaborado el doctor Sayers.

¿También formaba parte del plan la muerte de Alexander?

¿O la muerte de Dimitri?

Tatiasha… Acuérdate de Orbeli.

Éstas eran las últimas palabras que Alexander había dicho a Tatiana. «Acuérdate de Orbeli.» ¿La estaba animando a recordar en ese momento algo que conocían los dos o le estaba pidiendo que más adelante pensara en Orbeli?

Tatiana no durmió en toda la noche.

Capítulo 20

Bielorrusia, junio de 1944

Alexander llamó a Nikolai Ouspenski a la tienda. Llevaban dos días acampados en el oeste de Lituania, esperando nuevas instrucciones.

– ¿Qué le pasa al sargento Verenkov, teniente?

– No sé a qué se refiere, capitán.

– Esta mañana ha venido a verme muy contento y me ha dicho que el tanque ya estaba reparado.

Ouspenski sonrió de oreja a oreja.

– Y así es, capitán.

– Me sorprende saberlo, teniente.

– ¿Por qué, señor?

– Por un motivo muy sencillo -respondió Alexander con paciencia-: porque no sabía que el tanque necesitase reparación.

– No funcionaba, señor. Había que regular los pistones del motor diesel.

– Muy bien, teniente -asintió Alexander-. Pero esto nos lleva a la segunda cosa que me ha sorprendido.

– ¿Y cuál es, señor?

– ¡Que en este puto batallón no tenemos ningún tanque!

– No es así, señor -contestó Ouspenski, sonriente-. Tenemos uno. Venga conmigo.

Cuando salieron de la tienda, Alexander vio que entre los árboles había un vehículo ligero de color verde, con el emblema de la Cruz Roja y el lema «¡Por Stalin!» pintados en uno de los lados. Era como los carros de combate que Tania fabricaba en la Kirov, pero un poco más pequeño: un T-34. Alexander dio unos pasos alrededor del tanque. Estaba algo castigado por la guerra, pero básicamente en buen estado. Las cadenas estaban intactas. Le gustó el número: 623. La torreta era grande, y el cañón más grande aún.

– ¡Cien milímetros! -exclamó Ouspenski.

– ¿Por qué coño está tan orgulloso? -le preguntó Alexander-. ¿Lo ha construido usted?

– No. Pero lo he robado yo.

Alexander no pudo reprimir una carcajada.

– ¿De dónde? -preguntó.

– Lo he rescatado de esa charca.

– ¿Estaba dentro del agua? ¿Se ha mojado la munición?

– No, no. Dentro del agua sólo estaban las ruedas y las cadenas Se encalló y ya no pudieron ponerlo en marcha.

– ¿Y cómo consiguió ponerlo en marcha usted?

– Yo no lo puse en marcha. Lo saqué del agua con la ayuda de treinta hombres, y luego Verenkov lo reparó. Ahora va como la seda.

– ¿De quién era?

– ¿Qué más da? ¿Del batallón anterior al nuestro?

– Aquí no ha habido ningún batallón antes del nuestro. ¿Aún no se ha dado cuenta de que somos los primeros en llegar a la línea de fuego?

– No sé, puede que estuvieran en el bosque y se retirasen. Había un cadáver flotando en la charca, quizás era el artillero.

– Un artillero no demasiado bueno -comentó Alexander.

– ¿No es fantástico?

– Sí, es estupendo. Pero nos lo quitarán. ¿Lleva mucha munición?

– Hasta los topes. Supongo que por eso encalló. En teoría sólo puede llevar 3.000 cartuchos de 7,62 milímetros y llevaba 6.000.

– ¿Alguno de cien milímetros?

– Sí, treinta. -Ouspenski sonrió-. Y quinientos de 11,63 milímetros para los morteros. También hay quince cohetes, y mire, una ametralladora pesada. Estamos bien servidos, capitán.

– Nos lo quitarán todo.

– Antes tendrán que enfrentarse a usted: será nuestro comandante de tanque -concluyó Ouspenski, llevándose la mano a la gorra.

– Es un placer que el teniente asigne tareas al capitán -observó Alexander.

Con Ouspenski de conductor, Telikov de artillero y Verenkov de cargador, Alexander defendió a sus hombres en las escaramuzas que se sucedieron a partir del verano de 1944 en los trescientos kilómetros que separaban Bielorrusia del este de Polonia. La lucha era encarnizada. Los alemanes no querían irse, cosa que a Alexander le parecía muy comprensible. Se calaba el casco y hacia avanzar al batallón a través del paisaje bielorruso sin dejarse detener por los lagos, los bosques, las muertes, las aldeas, las mujeres o el sueño. Alexander siguió avanzando hasta que las cadenas del tanque empezaban a soltarse, con un único objetivo en la cabeza: Alemania…

Dejaron atrás campo tras campo y bosque tras bosque, sin miedo del barro, los pantanos, las minas o las tormentas. Plantaban las tiendas a la orilla de los ríos, encendían una hoguera y cocinaban lo que podían pescar en las escudillas de latón que compartían de dos en dos (Ouspenski se repartía la comida con Alexander), intentaban dormir y al día siguiente seguían avanzando hacia las balas enemigas. En el territorio ruso había tres frentes soviéticos combatiendo a los alemanes: el frente de Ucrania, al sur; el frente del centro, y el frente del norte, del que formaba parte Alexander y que estaba a las órdenes del general Rokossovski. Pero los soviéticos no sólo querían expulsar a los alemanes, sino también apoderarse de una parte de su territorio en represalia por los estragos que habían causado en Rusia en los últimos dos años y medio. Por eso había millones de soviéticos marchando dificultosamente a través de Lituania, Letonia, Bielorrusia y Polonia. Stalin quería entrar en Berlín antes del otoño. Alexander no lo veía posible, pero no sería porque él no se esforzara. Atravesaba un terreno minado tras otro, dejando los antiguos campos de patatas cubiertos por los cadáveres de sus hombres. Los supervivientes empuñaban el fusil y seguían avanzando. Su batallón contaba con un equipo de doce zapadores que se encargaban de localizar y desactivar las minas. Pero también fueron cayendo uno tras otro y Alexander tuvo que pedir que le enviaran más. Al final decidió enseñar a sus soldados a localizar las minas y desactivar las espoletas. Y cuando terminaban de atravesar un campo minado, entraban en un bosque y se encontraban con los alemanes esperándolos entre los árboles. Cinco batallones disciplinarios tenían que adentrarse los primeros en los bosques y cruzar los primeros los ríos y los marjales, abriendo el camino a las divisiones regulares. Y después venían otros bosques y otros campos.

Por suerte aún no había llegado el invierno, pero las noches eran frías y húmedas. Los soldados del batallón se salvaron del tifus porque podían lavarse en los ríos, que aún no se habían congelado.

El tifus significaba la muerte frente al pelotón de ejecución, ya que el ejército no podía permitirse una epidemia. Los soldados de los batallones disciplinarios eran los primeros en caer y también los primeros en ser sustituidos, dada la abundancia de presos políticos que podían morir por la Madre Rusia. Para levantar la moral de los batallones de castigo, Stalin decidió introducir un toque de distinción proporcionándoles uniformes nuevos… o no tan nuevos. En 1943 ordenó que todos los soldados de estos batallones, mandos incluidos usaran el uniforme del Ejército Imperial del zar, de tela gris con hombreras rojas y galones dorados, con el que morir en el fango, pues se revestía de dignidad, y tropezar con una mina se convertía en un gran honor. Hasta Ouspenski parecía respirar mejor con su único pulmón si iba vestido con el mismo uniforme que habría llevado puesto para dar su vida por el emperador.

Alexander había ordenado a sus soldados que se rasurasen para controlar los piojos. No tenían pelo en la cabeza ni en las axilas ni en ninguna parte de sus cuerpos. Después de combatir varios días seguidos, estaban un día entero afeitándose en el río.

A Alexander le costaba distinguirlos. Unos eran un poco más altos que la media, otros más bajos, los había con marcas de nacimiento y los había totalmente lisos, y algunos tenían la piel morena aunque la mayoría eran de piel clara y enrojecida por el sol. Muy pocos eran pecosos. Algunos tenían los ojos verdes, y otros, castaños, y uno, el cabo Yermenko, tenía un ojo verde y el otro castaño.

En la vida civil, lo que distinguía a unos hombres de otros era el pelo, tanto el de la cabeza como el del cuerpo. En la guerra, en cambio, el rasgo más distintivo de los soldados eran sus cicatrices de batalla. Cicatrices producidas por cortes de bayoneta, por impactos de bala, por fracturas abiertas, por el roce de un proyectil, por las quemaduras de la pólvora. Cicatrices en los brazos, en los hombros, a veces en las pantorrillas. Eran muy pocos los que sobrevivían con una cicatriz en el pecho, el abdomen o el cráneo.

Alexander reconocía al teniente Ouspenski por su respiración sibilante y por la cicatriz a la altura del pulmón derecho, y al sargento Telikov por su cuerpo largo y flaco y de piel muy blanca, y al sargento Verenkov por su cuerpo rechoncho que en otro tiempo estaba casi completamente cubierto de vello negro y ahora estaba casi completamente cubierto de una pelusilla oscura.

Alexander los prefería cuando tenían menos rasgos distintivos, porque la pérdida era más fácil de superar. Y cada pérdida iba seguida de una sustitución, por la llegada de otro soldado rasurado y con cicatrices.

Su batallón dejó atrás el norte de Rusia y empezó a bajar hacia Lituania y Letonia. Cuando llegaron a Bielorrusia, les ordenaron dejar el frente del norte, al mando de Rokossovski, y trasladarse al del centro al mando de Zhukov. El Ejército Rojo derrotó clamorosamente a los alemanes de las llanuras de Bielorrusia, pero para lograrlo tuvo que perder a más de 125.000 hombres y a veinticinco divisiones y el batallón de Alexander tuvo que desplazarse al sur y sumarse al grupo de Ucrania, al mando de Konev.

En junio de 1944, cuando se supo que los estadounidenses y los británicos habían desembarcado en Normandía, el batallón de Alexander avanzó cien kilómetros en diez días y obligó a retroceder a cuatro compañías alemanas compuestas por quinientos hombres cada una. En la retaguardia los esperaban los camiones que transportaban los víveres y el material, además de otros soldados para sustituir a los caídos. Nada podía parar a Alexander. Como el camarada Stalin, necesitaba entrar en Alemania. Stalin quería conseguirlo para castigar a los alemanes, y Alexander porque estaba convencido de que allí encontraría su liberación.


El corcel negro del Apocalipsis, 1941

Alexander, harto de los Metanov, se ofreció voluntario para combatir a los finlandeses en Carelia.

Para convencer a Dimitri de que fuera con él le habló de medallas y de ascensos, aunque en realidad esperaba tiroteos y muertes.

Dimitri no quiso acompañarlo y le tocó combatir en el matadero de Tijvin, donde los alemanes superaban claramente en armamento y en número de tropas a los rusos.

A Alexander lo pusieron al mando de mil soldados y lo enviaron a defender la ruta que abastecía la ciudad de Leningrado. Durante varias semanas fue ganando territorio metro a metro, en una lucha encarnizada y sangrienta. Un frío atardecer de septiembre se encontró solo en medio de un campo, contemplando los estragos de una batalla en la que habían caído trescientos soldados del Ejército Rojo, rodeado de cadáveres soviéticos y con cadáveres finlandeses frente a sus ojos. La línea de fuego estaba en silencio y los milicianos del NKVD se encontraban a medio kilómetro, escondidos entre la vegetación. Ardían algunas llamas, se oía el crujir de ramas que se rompían y algunos gemidos aislados, los charcos de sangre ennegrecían la nieve y en el aire flotaba un olor acre a carne quemada, y Alexander estaba solo.

Todo estaba tranquilo, excepto su corazón. Alexander giró la cara y no vio ningún movimiento detrás de él. Tenía la ametralladora en la mano. Dio un paso, y otro, y otro más. Tenía la Shpagin, el fusil, la pistola y el uniforme. Ya estaba entre los cadáveres de los finlandeses, cerca de la linde del bosque. En dos minutos llevaría puesto el uniforme de un oficial muerto y sostendría una ametralladora finlandesa.

Oscuridad y silencio. Alexander giró otra vez la cara. Los milicianos del NKVD no se habían movido de donde estaban.

Había estado con ella unos meses solamente. Las semanas transcurridas hasta entonces, los momentos robados, la noche de Luga, los ratos en el hospital, el dulce trayecto en autobús, el vestido blanco, los ojos verdes, la sonrisa… todo aquello no era más que una pequeña mota de color en el vasto paisaje de su vida, una manchita roja en la esquina del tapiz. Alexander dio un paso más. No podía ayudarla, como tampoco podía ayudar a Dasha o a Dimitri. Leningrado se los llevaría, y él estaría perdido si se quedaba. Dio un paso más. Moriría en las calles en ruinas y hambrientas de la ciudad cercada.

En el terreno llano no había nada que se moviera, ni camiones ni soldados, sólo trincheras y cadáveres y Alexander… Un paso más en la dirección correcta, y otro más, y otro más. Lo único que lo rodeaban ahora eran finlandeses muertos. Agacharse, buscar un cadáver de su estatura, arrebatarle el uniforme y la ametralladora, dejar el arma soviética, dejar una vida que detestaba, dar un paso mas y seguir avanzando. Avanza, Alexander. No puedes salvarla. Avanza.

Estuvo varios minutos rodeado de enemigos muertos.

En la vida que detestaba estaba lo único que no podía dejar atrás.

Si entonces…

Giró en redondo y volvió lentamente sobre sus pasos, iluminado por las linternas encendidas y las llamas vacilantes… Se volvió una única vez hacia los bosques de lo que era Finlandia.

Si entonces, en aquella fría noche de septiembre, hubiera sido capaz de huir de Rusia, ahora no le pesaría tanto el corazón. Sentiría un vacío, pero no el miedo y la pesadumbre que lo invadían. Stalin, que se había implicado a muerte en la defensa de Moscú, regaló Leningrado a los alemanes. Por su parte, Hitler decidió matar de hambre a la ciudad, sin malgastar ni una bala en ella. Al cabo de meses las calles de Leningrado estaban cubiertas de cadáveres, el frío impedía que se corrompieran los cuerpos que yacían sobre la nieve cubiertos por sábanas blancas. Los enflaquecidos supervivientes los llamaban «muñecos».

Cuanto más les faltaba a Tatiana y a su familia, cuanto más escaseaba la harina de trigo y de avena en su despensa, más volvían las caras hacia Alexander para suplicarle que les trajera más comida más raciones, más, más, más… Tatiana se quedaba mirándolos desde la puerta, sin decir ni una palabra. Y cuanto más delgada la veía Alexander, más cariño le tomaba. En la guerra, en el fragor de la batalla, entre cadáveres sin enterrar, entre el frío y la humedad y el hambre, sus sentimientos por ella crecieron como una planta bien regada.

No tenían suficiente con el pan repleto de virutas de cartón que les proporcionaba el gobierno, ni con las habas de soja o el aceite de linaza que Alexander robaba para ellos. De todos modos, Alexander se sentía reconfortado cuando compartía con ellos el pan negro con aserrín y semillas de algodón.

Tatiana tenía que salir de la ciudad. Tenía que salir a toda costa.

Noviembre terminó y dio paso a diciembre. En las calles nevadas y bombardeadas de Leningrado siguieron apareciendo cadáveres que nadie retiraba ni llevaba al cementerio, porque quienes deberían encargarse de enterrarlos también habían muerto. Las centrales eléctricas no funcionaban. No había agua corriente. No había queroseno para los hornos donde se cocía el pan, pero daba igual porque tampoco había harina.

– Alexander, dime: ¿cuánto hace que estás enamorado de mi hermana?

– Dime: ¿cuánto hace que estás enamorado de mi hermana?

– ¿Cuánto hace que estás enamorado de mi hermana?

Alexander podría haber contestado: «Dasha, si me hubieras visto embobado en la acera aquel domingo, viendo cómo aquella renacuaja cantaba "Un día nos encontraremos en Lvov, mi amor y yo", tendrías la respuesta».


Lazarevo, 1942

Lazarevo, un nombre de reminiscencias míticas, legendarias de revelación. Lázaro, el hermano de Marta y María, el hombre al que Jesús resucitó cuando llevaba cuatro días muerto. Un milagro que pretendía reforzar la fe del hombre en Dios y que en cambio incitó a sus enemigos a acabar con lo divino y con lo humano.

Lazarevo, la aldea de pescadores en la ribera del Kama el río que desde hacía diez millones de años recorría 1.600 kilómetros para desembocar en el mar más extenso del mundo. Todos los ríos desembocaban en el mar y el mar nunca terminaba de llenarse.

La fe condujo a Alexander hasta Lazarevo.

No sabía nada de ella desde hacía seis meses. Lo único que tenía que hacer para olvidarla era decirse: «No puede haber sobrevivido, he visto con mis propios ojos cómo sucumbían miles de hombres y mujeres más fuertes y más sanos que ella. Ellos enfermaron, y ella enfermó. Ellos se quedaron sin comida y pasaron hambre, y ella pasó hambre. Ellos se quedaron sin defensas, y ella también. Ellos no tenían a nadie, y ella tampoco. Era pequeña y débil y no sobrevivió».

Habría podido decirse eso, llegar a la conclusión de que tenía que ser así. ¡Era tan fácil!

Sin embargo, Alexander sabía que no hay nada fácil en la vida, no hay días fáciles ni elecciones fáciles ni salidas fáciles.

Sólo tenía una vida, era lo único que tenía. Y en junio de 1942., Alexander partió hacia Lazarevo, sosteniendo su vida en las manos.

La encontró en la ribera del Kama, preciosa y recuperada, no sólo con el fulgor de antaño sino con otro fulgor aún más claro y poderoso. Mirara hacia donde mirara, Tatiana siempre reflejaba la luz.

No tardaron en descender hasta la orilla del poderoso río Kama. Ella bajó con él, sin mirar atrás.

Tatiana nunca sabría lo que había significado su inocencia para él, el pecador impenitente que había visto y hecho tantas cosas poco santas. Pero Alexander lo sabía, lo sentía a través de ella, y sabia que si Tatiana había decidido entregarse a él en la tienda plantada en la orilla del Kama era porque él era el único hombre al que había deseado, el único al que había amado jamás.

Llevaba demasiado tiempo soñando con verla desnuda, hermosa y desnuda, preparada para aceptarlo.

La abrazó. Tenía miedo de hacerle daño. Hasta entonces nunca había estado con una muchacha virgen, ni siquiera sabía si debía hacer algo especial. Tatiana iba a bautizarlo con su cuerpo. Alexander dejaba de existir: el hombre que había sido hasta entonces iba a morir y a renacer en el interior de un corazón perfecto, de un alma perfecta que estaba dispuesta a entregarse como un regalo de Dios. Entregarse a él, por él.

Pensó que Tatiana no tenía a nadie en el mundo. A nadie, sólo a él. Igual que él.

Antes del ejército, Alexander tenía a sus padres, pero ya no podía contar con ellos.

Antes de la Unión Soviética tenía a sus abuelos y a una tía, pero tampoco podía contar con ellos.

Antes de la Unión Soviética tenía a Estados Unidos, pero tampoco podía contar ya con Estados Unidos.

En los últimos cinco años de su vida había estado con mujeres de las que ya no recordaba los nombres ni las caras, mujeres que para él no significaban más que un rato agradable en una noche de sábado. Con ellas establecía vínculos fugaces, que desaparecían en cuanto el momento terminaba. No había nada perdurable en el Ejército Rojo, ni en la Unión Soviética, ni en el interior de Alexander.

En los últimos cinco años de su vida había vivido rodeado de mujeres jóvenes que podían morir en cualquier momento, delante de él, mientras las protegía, mientras las salvaba, mientras las llevaba de vuelta a la base. Los vínculos que establecía con ellas eran reales pero transitorios. Alexander conocía mejor que nadie la fragilidad de la vida en la guerra soviética.

Sin embargo, Tatiana había perdurado más allá del hambre, se había abierto camino sobre la nieve del Volga y había conseguido llegar hasta su tienda para enseñarle que en la vida había una sola cosa permanente. En el tapiz de la existencia de Alexander había un único hilo que no podría romperse con la muerte, el dolor, la distancia, el tiempo, la guerra o el comunismo. «No hay nada capaz de romperlo -susurró Tatiana. Y con su aliento, su cuerpo y sus labios, añadió-; Mientras yo esté en el mundo, mientras respire, tú perdurarás, soldado.»

Y él tuvo fe. Y quedaron unidos ante Dios.

Alexander estaba sentado sobre la manta, con la espalda apoyada en el tronco de un abedul, y ella se había sentado a horcajadas sobre él y lo besaba con tanta pasión que no le dejaba tomar aliento.

– Para un momento, Tania -susurró Alexander.

Era su tercera mañana como marido y mujer. Se levantaron, se lavaron, bebieron y se acomodaron bajo las ramas del abedul.

– Shura, cariño, me parece increíble que seas mi marido. ¿A quién puedo llamar «mi marido»?

– A mí, por ejemplo.

– Shura, mi marido para toda la vida.

– Mmm…

Sus manos acariciaban los muslos de Tatiana.

– ¿Sabes qué significa eso? Has jurado que durante el resto de tu vida sólo harás el amor conmigo.

– Me gusta la perspectiva.

– ¿Sabes? He leído que en algunas culturas africanas podría quedarme con tu hígado en señal de amor.

Tatiana ahogó una risita.

– Quédate con mi hígado, Tatia, pero ya no te serviré de mucho. Tal vez deberías hacerme el amor primero.

– Espera, Shura.

– No. Quítate el vestido. Quítatelo todo.

Ella obedeció.

– Y ahora, siéntate encima de mí.

– Pero tú estás vestido.

– Ya lo sé. Siéntate encima de mí.

Alexander la miró con auténtica avidez. Tatiana tenía un cuerpo bello, y Alexander podía verlo entero. Tania, compacta, menuda, suave, dulce desde la clavícula hasta las plantas de los pies, estaba hecha a la medida de su deseo. Su joven esposa tenía todo lo que le gustaba del cuerpo femenino. Tenía una cintura estrecha y unas caderas finamente redondeadas, unos muslos delgados y unos senos turgentes de pezones perpetuamente erectos. Todo su cuerpo, desde el cabello suave y dorado hasta las plantas de los pies, tenía el don de la sedosidad. Alexander empezó a respirar entrecortadamente.

– Ven conmigo -dijo, abriendo los brazos.

Tatiana se sentó a horcajadas sobre él.

– ¿Así?

– Fantástico -respondió Alexander, acariciando el espléndido cuerpo de Tatiana.

Gimió al sentir el tacto de su piel. Tatiana se irguió un poco más para que él pudiera besarle los pechos. Alexander le puso las manos en las caderas y cerró los ojos.

– Tania, ¿sabías que en Etiopia las recién casadas que quieren estar más guapas para sus maridos se hacen cortes en el pecho y les echan ceniza para que se formen cicatrices?

Tatiana volvió a sentarse, lo miró a los ojos y contestó:

– ¿A ti eso te parecería atractivo?

– No especialmente. -Alexander sonrió-. Lo que encuentro interesante es la idea del sacrificio.

– Quieres sacrificio… Yo te diré qué es sacrificio. Creo que es también en Etiopía -añadió- donde las mujeres se rasuran todo el cuerpo.

– Mmm…

– ¿Eso te parece interesante?

Alexander la había estrechado contra su cuerpo y había empezado a lamerle los labios.

– No puedo decir que no me gustaría…

– ¡Shura!

– ¿Qué pasa? ¿No sabes que en algunas culturas africanas, las mujeres no pueden hablar con sus maridos si ellos no les dirigen antes la palabra?

– Sí. Y en otras, el marido y su primo pueden compartir el lecho nupcial con la mujer si ella así lo desea. ¿Qué te parece eso? -sin esperar respuesta, añadió-: Y en otras, yo tendría que ir completamente cubierta por una… ¿cómo se llama eso?

– Una caja negra -respondió Alexander con una sonrisa.

– No, el nombre verdadero.

– Un burka.

– ¡Ah, sí! Un burka. Tendría que pasarme la vida cubierta con un burka de la cabeza a los pies, pero el día de nuestra boda tendríamos que descubrir mi cara entre los dos y el que colocara antes la mano sobre la tela sería quien mandaría en el matrimonio. -Tatiana se echó a reír con una risa contagiosa-. ¿Qué tradición prefieres, marido mío?

Alexander le rodeó el trasero con las manos. Se quedó un momento sin poder hablar, mientras ella seguía besándolo implacablemente.

– En primer lugar -dijo al final Alexander, con voz ronca de deseo-, la hermana de mi padre no tuvo hijos, así que la tradición del primo queda descartada. Y sí, me gustaría que llevaras una caja negra para que nadie más pudiera mirarte. Y en cuanto a la tercera tradición, me cuesta imaginar que una renacuaja como tú pueda mandar en nada.

– No imagines tanto, soldado -dijo Tatiana con resolución

Sus labios lo devoraron.

Alexander tenía que quitarse la ropa, pero no podía moverse Tatiana le sujetaba las costillas con las rodillas y la cara con las manos y le estaba comiendo la boca.

Alexander soltó un gemido.

– Barrington no era África, pero ¿sabes qué hacíamos? Nos cortábamos y juntábamos las palmas de las manos y eso quería decir que seríamos amigos para siempre.

– Si quieres nos cortamos las manos, pero en Rusia, cuando queremos consumar el matrimonio, lo que hacemos es tener un hijo.

Le dio un mordisquito en el cuello.

– Te diré qué podemos hacer -propuso Alexander-. Apártate un momento y vamos a ver cómo consumamos el matrimonio. -En lugar de apartarse, Tatiana lo sujetó con más fuerza-. Tania… -insistió Alexander.

Lo único que tenía de ella eran sus labios. Se sentía flaquear por momentos.

– Hace un momento era una renacuaja -susurró Tatiana-, y de pronto eres incapaz de apartarme.

Alexander no sólo la apartó sino que la levantó en el aire con una sola mano y se puso de pie sin dejar de sostenerla.

– Cariño, pesas menos que el equipo de combate y el mortero que cargo conmigo -aseguró.

Con la mano libre, se desabrochó la bragueta.

– ¿Y dónde está ese mortero que cargas contigo? -dijo Tatiana con voz gutural, sin apartar los labios de su cuello.


El tiempo el tiempo el tiempo.

Parar parar parar.

Parar el tiempo parar el tiempo parar el tiempo.

Capítulo 21

Sam Gulotta, Washington, julio de 1944

Tatiana no podía olvidarse de la medalla ni de Orbeli. Se tomó un inesperado día libre, se fue con Anthony a la estación de tren, compró un billete y se trasladó a Washington, donde localizó el Departamento de Justicia en la avenida de Pennsylvania. Cuando llevaba cuatro horas yendo y viniendo entre el Servicio de Acogida de Inmigrantes, el Servicio de Regularización, el Departamento Central y la Oficina de la Interpol, un funcionario le explicó que estaba en el edificio y el organismo equivocados y que en realidad tenía que ir al Departamento de Estado, en la calle C. Tatiana entró con Anthony en una cafetería y pidió una sopa y unos sándwiches de beicon que pagó con los vales de racionamiento. Seguía pareciéndole un milagro la posibilidad de consumir aquellos deliciosos productos en un país en guerra.

En el Departamento de Estado, Tatiana se entretuvo entre el Servicio de Asuntos Europeos y el de Población, Refugiados e Inmigración, hasta que llegó a la Oficina de Asuntos Consulares, donde, con las piernas agotadas y el niño agotado, no se movió del mostrador de recepción hasta que consiguió que la pusieran en contacto con una persona que podía informarle de los requisitos necesarios para que un expatriado saliera de Estados Unidos. Y así fue cómo conoció a Sam Gulotta.

Sam era un hombre de unos treinta años, de pelo castaño y rizado y cuerpo atlético. Tatiana pensó que tenía más aspecto de profesor de educación física que de secretario consular y casi acertó, pues Sam le explicó que por las tardes y en las vacaciones de verano entrenaba al equipo de béisbol infantil donde jugaba su hijo. Sam se inclinó sobre la mesa cubierta de papeles, hizo tamborilear los dedos sobre el gastado tablero de madera y le dijo:

– A ver, cuénteme qué quiere saber.

Tatiana tomó aliento y estrechó al niño contra su pecho.

– ¿Aquí? -preguntó.

– ¿Dónde va a ser? ¿Cenando? Sí, aquí.

En realidad lo había dicho sonriendo. No quería ser brusco, pero eran las cinco de la tarde de un jueves laborable.

– Pues mire, señor Gulotta. Cuando vivía en la Unión Soviética, me casé con un hombre que se había trasladado a Moscú con familia, de pequeño. Creo que aún tenía la nacionalidad estadounidense.

– Ah, ¿sí? -contestó Gulotta-. ¿Y qué hace usted en Estados Unidos? ¿Cuál es su nombre actual?

– Me llamo Jane Barrington -explicó Tatiana, enseñándole la tarjeta de residente-. Me han concedido la residencia definitiva y pronto me darán la nacionalidad. Pero mi marido… ¿cómo se lo explico?

Tomó aliento y se lo contó todo, empezando por Alexander y terminando por el certificado de defunción firmado por el doctor Sayers y la fuga de la Unión Soviética.

Gulotta la escuchó en silencio.

– Me ha contado demasiadas cosas, señora Barrington -dijo al final.

– Ya lo sé, pero necesito su ayuda para averiguar qué le ha pasado a mi marido -contestó Tatiana con voz desmayada.

– Ya sabe lo que le sucedió. Tiene un certificado de defunción.

Tatiana no podía hablarle de la medalla porque Gulotta no la entendería. ¿Quién iba a entenderla? ¿Y cómo podía explicar lo de Orbeli?

– Es posible que no esté muerto.

– Señora Barrington, sobre este punto, usted tiene más información que yo.

¿Cómo podía explicar a un estadounidense qué era un batallón disciplinario? Lo intentó de todos modos.

– Perdone que la interrumpa, señora Barrington -intervino Gulotta-. ¿Por qué me habla de batallones disciplinarios y de oficiales castigados? Tiene un certificado de defunción. Su marido, fuera quien fuera, no fue arrestado. Se ahogó en un lago. Esta fuera de mis competencias.

– Señor Gulotta, creo que es posible que no se ahogara. Creo que el certificado podría ser falso y que mi marido podría haber sido arrestado y estar ahora en un batallón disciplinario.

– ¿Por qué piensa eso?

Tatiana no podía explicárselo. No podía ni siquiera intentarlo.

– Por circunstancias impresentidas…

– ¿«Impresentidas»?

Gulotta no pudo contener una sonrisita.

– Pues…

– ¿Quiere decir «imprevistas»?

– Sí. -Tatiana se sonrojó-. Aún estoy aprendiendo inglés…

– Lo habla muy bien. Continúe, por favor…

En un rincón de la sala, tras el mostrador iluminado por los fluorescentes del techo, una mujer rolliza de mediana edad dedicó a Tatiana una ceñuda mirada de desdén.

– Señor Gulotta -continuó Tatiana-. ¿Es usted realmente la persona con la que debo hablar? ¿Hay alguien más a quien pueda consultárselo?

– No sé si soy la persona con la que debe hablar -Gulotta lanzó otra mirada ceñuda a su compañera de oficina- porque para empezar no sé por qué está usted aquí. Pero mi jefe ya se ha marchado, así que dígame qué es lo que quiere.

– Quiero que averigüen qué le ha sucedido a mi marido.

– ¿Eso es todo? -inquirió irónicamente Gulotta.

– Sí, eso es todo -respondió Tatiana sin ironía.

– Veré qué puedo hacer. ¿Es muy tarde si le digo algo la semana que viene?

Esta vez, Tatiana captó la ironía.

– Señor Gulotta…

– Escúcheme -la interrumpió Gulotta, dando una palmada sobre la mesa-. En realidad, creo que no soy yo la persona con la que debe hablar. No creo que haya nadie en este departamento, mejor dicho, en toda la Administración, capaz de ayudarla. ¿Puede repetirme el nombre de su marido?

– Alexander Barrington.

– No me suena de nada.

– ¿Trabajaba usted en el Departamento de Estado en 1930? Fue entonces cuando mi marido y su familia se marcharon del país.

– No, en 1930 aún estaba estudiando en la universidad. Pero ésa no es la cuestión.

– Ya le he explicado que…

– Ah, sí, las circunstancias «impresentidas».

Tatiana se dio la vuelta para marcharse, y ya en la puerta sintió que le apoyaban una mano en el hombro. Sam Gulotta había dejado la mesa y la había seguido.

– No se vaya. Ya es hora de cerrar, pero puede venir a verme mañana por la mañana.

– Señor Gulotta, he salido de Nueva York en el tren de las cinco de la mañana. Sólo me he tomado dos días libres, el jueves y el viernes. Me he pasado el día de departamento en departamento, y usted ha sido la única persona que ha aceptado hablar conmigo. Estaba a punto de dirigirme a la Casa Blanca.

– Creo que nuestro presidente está ocupado con una invasión en Normandía o algo así. Creo que hay una guerra en marcha…

– Sí -dijo Tatiana-. He atendido como enfermera a los heridos de esa guerra, y sigo atendiéndolos. ¿No pueden ayudarlo los soviéticos? Son aliados nuestros. Lo único que necesita es un poco de información.

Tatiana se aferró con manos crispadas al cochecito del niño.

Sam Gulotta la miró.

Tatiana estaba a punto de rendirse, pero Sam tenía unos ojos bondadosos. Unos ojos capaces de oír, percibir, sentir…

– Busque su expediente -continuó Tatiana-. Seguro que abrieron expediente a los norteamericanos que se trasladaron a la Unión Soviética. ¿Cuántos podían ser? Búsquelo, tal vez encuentre algo. Vera que no era más que un niño cuando se marchó de Estados Unidos.

Sam emitió un leve sonido de incredulidad, algo que estaba entre una risita y un gruñido.

– De acuerdo, buscaré su expediente y comprobaré que, en efecto, él era menor de edad cuando salió de Estados Unidos, ¿Y qué? Eso usted ya lo sabe.

– Es posible que encuentre algo más. La Unión Soviética y Estados Unidos están en contacto, ¿no? Es posible que averigüe que sucedió, algún dato concluyente.

– ¿Qué puede haber más concluyente que un certificado de defunción? -rezongó Gulotta en voz baja, y alzando la voz añadió-: Muy bien, y si por milagro descubro que su marido aun vive, ¿qué quiere que haga?

– Entonces deje que me preocupe yo… -dijo Tatiana.

Sam suspiró.

– Vuelva mañana a las diez. Intentaré localizar el expediente de su marido ¿En qué año dice que dejó Estados Unidos su familia?

– En diciembre de 1930 -precisó Tatiana, sonriendo por fin.

Durmió con el niño en un hotelito de la calle C, cerca del Departamento de Estado. Le gustó ocupar una habitación de hotel. Sin nervios, sin negativas, sin peticiones de documentos… Se dirigió al mostrador, sacó tres dólares del monedero y recibió la llave de una bonita habitación con cuarto de baño. Así de fácil. Nadie la miró con suspicacia al oír su acento ruso.

A la mañana siguiente se presentó en la Oficina de Asuntos Consulares antes de las nueve y estuvo una hora en una butaca del vestíbulo con el niño en el regazo, leyendo con él un libro ilustrado. Gulotta salió de su despacho a las nueve cuarenta y cinco y le indicó con una seña que pasara.

– Siéntese, señora Barrington -dijo.

Sobre la mesa había una carpeta de veinticinco centímetros de grosor.

Durante un momento, un minuto quizá, Sam mantuvo los ojos clavados en el expediente, sin decir nada. Al final emitió un hondo suspiro.

– ¿Qué relación dijo que tenía con Alexander Barrington?

– Soy su esposa -dijo Tatiana en voz muy baja.

– ¿Se llama usted Jane Barrington?

– Sí.

– Jane Barrington era el nombre de la madre de Alexander.

– Ya lo sé. Por eso lo elegí. No soy la madre de Alexander -dijo Tatiana, dirigiendo una mirada suspicaz a Gulotta, que también la miró con suspicacia-. Adopté su nombre para salir de la Unión Soviética. -No sabía por qué estaba tan preocupado Gulotta-. ¿Cuál es Problema? ¿Que pueda ser comunista?

– ¿Cuál es su verdadero nombre?

– Tatiana.

– ¿Tatiana qué más? ¿Cuál era su apellido soviético?

– Tatiana Metanova. Sam Gulotta la miró durante lo que le parecieron horas sin apartar sus manos crispadas del expediente, ni siquiera cuando añadió:

– ¿Puedo tutearte?

– Claro.

– ¿Dices que saliste de la Unión Soviética como enfermera de la Cruz Roja?

– Sí.

– Vaya, vaya. Pues tuviste mucha suerte -aseguró Gulotta

– Sí.

Tatiana bajó la vista hacia sus manos.

– Ya no hay Cruz Roja en la Unión Soviética. Verboten prohibida. Hace unos meses el Departamento de Estado norteamericano exigió que la Cruz Roja inspeccionara los hospitales y los campos de detención de la Unión Soviética, pero el ministro de Asuntos Exteriores, Molotov, no lo autorizó. Es impresionante que hayas conseguido huir.

Gulotta la miró con renovado asombro y Tatiana deseó apartar la vista otra vez.

– Te cuento qué he averiguado de Alexander Barrington y de sus padres -continuó Gulotta-. Alexander salió de Estados Unidos con su familia en 1930. Harold y Jane Barrington, comunistas acérrimos, solicitaron asilo en la Unión Soviética a pesar de que las autoridades estadounidenses les dijeron que no podrían garantizar su seguridad. Harold Barrington había llevado a cabo actividades subversivas en Estados Unidos, pero seguía siendo ciudadano de este país y el gobierno estaba obligado a protegerlos a él y a su familia. ¿Sabes cuántas veces lo detuvieron? Treinta y dos. Y según nuestros datos, a Alexander lo detuvieron tres veces cuando acompañaba a su padre. Pasó dos veranos en un reformatorio de menores porque sus padres estaban en la cárcel y preferían que el niño pasara las vacaciones entre rejas antes que con sus familiares…

– ¿Qué familiares? -preguntó Tatiana.

– Harold tenía una hermana llamada Esther Barrington.

Alexander sólo había mencionado a su tía una vez, de pasada. A Tatiana le preocupaba que Gulotta hablase en voz baja, como si midiera sus palabras para que no dejaran traslucir la terrible realidad.

– ¿Puedes decirme qué pasa realmente? -le preguntó-. ¿De qué estás hablando?

– Déjame terminar. Alexander no renunció a su nacionalidad, pero sus padres devolvieron los pasaportes en 1933 aunque la embajada norteamericana en Moscú intentó disuadirlos. Mas en 1936, la madre solicitó asilo para su hijo en la embajada.

– Ya lo sé. La visita que hizo a la embajada en 1936 terminó costándoles la vida a ella y a su marido, y Alexander se habría encontrado en el mismo caso si no se hubiera fugado cuando lo llevaban al presidio.

– Sí, es cierto -dijo Gulotta-. Pero aquí terminan nuestras competencias. En el momento en que escapó, Alexander ya era ciudadano soviético.

– No quería serlo, pero ingresó en el ejército.

– ¿Ingresó voluntariamente?

– Entró voluntariamente en el Cuerpo de Oficiales, pero los chicos estaban obligados a alistarse al cumplir dieciséis años y él tuvo que hacer lo mismo.

Sam se quedó un momento pensativo.

– El hecho es que en cuanto ingresó se convirtió en ciudadano soviético -concluyó.

– Ajá.

– En 1936, las autoridades soviéticas solicitaron nuestra ayuda para localizar a Alexander Barrington. Dijeron que no podíamos darle asilo porque era prófugo de la justicia, y de hecho hay un convenio internacional que nos obligaba a devolverlo a la Unión Soviética en caso de que se pusiera en contacto con nosotros. -Gulotta hizo una pausa-. Dijeron que si aparecía Alexander Barrington debíamos notificárselo de inmediato porque era un ciudadano soviético condenado por delitos políticos.

Tatiana se levantó de la silla.

– Está en manos de los soviéticos -resumió Gulotta-. No podemos ayudarte.

– Gracias por tu tiempo -dijo Tatiana con voz temblorosa, aferrándose al cochecito de su hijo-. Siento haberte molestado.

Gulotta también se incorporó.

– La relación con la Unión Soviética se mantiene en pie porque estamos luchando en el mismo bando, pero existe una desconfianza mutua. ¿Qué pasará cuando acabe la guerra?

– No lo sé -contestó Tatiana-. ¿Qué pasa cuando acaba una guerra?

– Espera -dijo Gulotta.

Salió de detrás de la mesa y se paró frente a la puerta antes de darle tiempo a abrirla.

– Me voy ya, tengo que tomar el tren de vuelta -se excusó Tatiana con una voz apenas audible.

– Espera -repitió Sam, extendiendo la mano-. Siéntate un momento.

– No quiero sentarme.

– Escúchame -insistió Gulotta, indicándole con una seña que se sentara. Tatiana se desplomó en la butaca-. Hay una cosa más… -Sam se sentó en la butaca contigua. Anthony se le abrazó a una pierna y Gulotta sonrió-. ¿Te has vuelto a casar?

– Por supuesto que no -respondió Tatiana con voz cansada

Gulotta contempló al niño.

– Es su hijo -explicó Tatiana.

Gulotta no dijo nada durante un momento.

– No hables con nadie de Alexander Barrington -dijo al final-No hables con el Departamento de Justicia o con el Servicio de Inmigración, ni en Nueva York ni en Boston. No preguntes por sus familiares.

– ¿Por qué?

– No lo hagas hoy, ni mañana, ni el año próximo. No te fíes de ellos. El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. No te conviene que empiecen a hacer indagaciones para intentar localizarlo. Si pregunto por un tal Alexander Barrington, es muy posible que los soviéticos estén menos dispuestos a colaborar. Y si pido información sobre un tal Alexander Belov que en realidad es Alexander Barrington y que podría estar vivo, puede que lo único que consiga sea poner a las autoridades soviéticas sobre su pista.

– Entiendo la situación incluso mejor que tú -aseguró Tatiana, volviéndose hacia su niño para no ver los ojos de Gulotta.

– ¿Dices que ya tienes la residencia?

Tatiana asintió.

– Procura que te den la nacionalidad lo antes posible. Tu hijo, ¿es estadounidense o…?

– Es estadounidense.

– Perfecto, perfecto. -Sam carraspeó-. Una cosa más…

Tatiana no dijo nada.

– Según el expediente de Alexander, en marzo del año pasado, autoridades soviéticas preguntaron al Departamento de Estado Norteamericano por una tal Tatiana Metanova, en busca y captura por espionaje, deserción y traición y de la que se sospechaba que había huido a Occidente. Mandaron un cable preguntando si Tatiana Metanova había solicitado asilo en Estados Unidos o había preguntado por su marido, que respondía al nombre de Alexander Belov pero que presuntamente era Alexander Barrington. Al parecer, Tatiana Metanova no había renunciado a la ciudadanía soviética. El año pasado contestamos que no se había puesto en contacto con nosotros. Nos dijeron que los mantuviésemos informados en caso de que Tatiana Metanova diera señales de vida y que no le concediéramos el estatuto de refugiada. Tatiana y Sam guardaron silencio durante un largo momento.

– ¿Ha solicitado Tatiana Metanova información sobre Alexander Barrington? -preguntó finalmente Sam.

– No- respondió Tatiana.

Fue apenas un suspiro.

Sam asintió.

– Eso pensé. No voy a consignar nada más en el expediente.

– Ajá -dijo Tatiana.

Notó las palmaditas compasivas de Sam en su espalda.

– Si me das tu dirección, te escribiré en caso de averiguar algo. Pero comprende que…

– Lo comprendo todo -susurró Tatiana.

– Puede que esta maldita guerra acabe algún día, y que acabe también lo que está pasando en la Unión Soviética. Cuando las cosas se calmen podré hacer más averiguaciones. Será más fácil después de la guerra.

– ¿Después de qué guerra? -preguntó Tatiana, sin alzar los ojos-. Ya te escribiré yo, así no tienes que apuntar mi dirección. Si hace falta, me encontrarás en el hospital de la isla de Ellis. No tengo domicilio definitivo, no vivo en…

Tatiana no pudo continuar. Apretó los dientes para no llorar y no fue capaz de tender la mano para despedirse de Sam Gulotta. Quería hacerlo pero no pudo.

– Si pudiera te ayudaría. Yo no soy el enemigo -dijo Sam en voz baja.

– No, no lo eres -aceptó ella, cuando se disponía a salir del despacho-. Pero parece que yo sí lo soy.


Tatiana dijo que necesitaba vacaciones y se tomó dos semanas libres.

Quiso marcharse con Vikki, pero su amiga estaba muy entretenida con dos médicos en prácticas y un músico ciego y no pudo acompañarla.

– No pienso apuntarme a un viaje misterioso. ¿Adónde quieres ir?

– Anthony quiere ver Gran Cañón.

– ¡No le eches la culpa a él! Lo que quiere Anthony es que su madre encuentre casa y marido, no necesariamente en este orden.

– No. Sólo quiere ver Gran Cañón.

– Dijiste que buscaríamos un piso.

– Ven con nosotros y a la vuelta buscaremos piso.

– Qué mentirosa eres.

– Vikki, estoy muy bien en Ellis -contestó Tatiana, riendo.

– Ahí está el problema. No estás bien en Ellis. Estás sola, compartes una habitación con tu niño y tienes que compartir el cuarto de baño. ¡Vives en Estados Unidos, por Dios! Búscate un piso de alquiler. Así hacemos las cosas en este país.

– Pero tú no estás en piso de alquiler.

– ¡Jesús, María y José! Yo tengo casa.

– Y yo también.

– Tú no quieres tener un piso propio porque así evitas tener que buscarte novio.

– No necesito evitar eso.

– ¿Cuándo empezarás a hacer la vida de una chica joven? ¿Crees que él te sería fiel si estuviera vivo? Te aseguro que no iba a estar esperándote. Seguro que ahora mismo estaría divirtiéndose por ahí.

– ¿Por qué estás tan segura de todo cuando en realidad no sabes nada, Vikki?

– Porque conozco a los hombres y todos son iguales. Y no me digas que el tuyo es distinto. Es un soldado, y los soldados son peores que los músicos.

– ¿Que los músicos…?

– No me hagas caso.

– Esto es absurdo, no pienso seguir hablando contigo. Tengo pacientes que atender y luego tengo que ir a la Cruz Roja. ¿Te he dicho que me han contratado a media jornada? Podrías enviar tu currículum, necesitan gente.

– Te lo repito: él estaría divirtiéndose por ahí. Y lo mismo deberías hacer tú.

«¿Tania?», lo oye susurrar detrás de ella. Está oscuro y Tatiana no puede ver nada, tiene la impresión de estar durmiendo.

– ¿Duermes, Tania?

– Ya no-responde ella, y se vuelve hacia él.

Tatiana siente su aliento, en el que se mezclan el vodka y los cigarrillos y el té y el agua de seltz y el bicarbonato y el peróxido, y también percibe su olor masculino, olor a jabón y a Alexander. Tatiana extiende la mano hacia sus labios.

– ¿Qué te pasa, Shura, cariño? ¿No puedes dormir? Normalmente duermes enseguida.

– ¿Oyes la tormenta? Si mañana no llueve, me levantaré temprano y saldré a pescar.

– Perfecto. Despiértame a mí también, soldadito mío. Te acompañaré.

Alexander tantea en la oscuridad en busca de su cara y deposita un beso en la frente de Tatiana. Ella se acurruca contra su torso y cierra los ojos, ¿o ya los había cerrado?

– Hoy ha sido un día muy agradable, ¿verdad, Tatia?

– Claro que sí, cariño. Como todos los días de nuestra luna de miel.

Sonríe en la oscuridad.

Él la estrecha contra su cuerpo.

– ¿Me perdonarás si muero, Tania?

– Sí.

– ¿Me perdonarás si voy a la cárcel?

– Sí.

– ¿Me perdonarás si…?

– Te lo perdonaré todo.

Se aprietan el uno contra el otro en la oscuridad.

– Ha sido un día perfecto -susurra Alexander-. Pero al final llega el dolor.

– No -dice Tania, y le rodea el cuerpo con los brazos-. No es el dolor, es el amor, Shura.

Capítulo 22

Majdanek, julio de 1944

El batallón de Alexander había acampado en un bosque del este de Polonia, para reponer fuerzas y preparar las armas.

– ¿Por qué siempre hablamos de Dios y de los alemanes y de los norteamericanos y de la guerra y del camarada Stalin? -protestó Ouspenski.

– Es usted el único que saca esos temas -dijo Telikov-. ¿Sabe de qué estábamos hablando el camarada Belov y yo hace un momento?

– ¿De qué? -masculló Ouspenski.

– Estábamos hablando de si las percas se limpian bien y de qué pescado es mejor para hacer sopa. En mi opinión, con la perca sale una sopa buenísima.

– Eso es que no ha probado la sopa de mero. Cuidado, se le está cayendo la munición… -advirtió Alexander-. Pero ¿qué clase de soldado es usted?

– Un soldado que necesita acostarse con una mujer, señor. O hacer algo de pie con una mujer. Básicamente, hacer algo con una mujer -contestó Telikov, agachándose a recoger los cargadores.

– Nos ha quedado claro, Telikov. El servicio de abastecimiento no se encarga de enviar mujeres al frente.

– Ya nos hemos dado cuenta. Pero me he enterado de que hay tres enfermeras acompañando al Batallón 84, que está a sólo unos kilómetros de aquí. ¿Por qué nosotros sólo tenemos personal sanitario masculino?

– Ustedes son una panda de delincuentes. ¿Quién va a enviarles una enfermera? Hay doscientos soldados en nuestro batallón. La pobre no aguantaría ni una hora viva.

– Estamos tan desesperados que creo que nos daría lo mismo, señor.

– Precisamente por eso no verán a ninguna enfermera por aquí -insistió Alexander.

– ¿Es usted el que ha dicho que no la envíen? -quiso saber Telikov, mirándolo con asombro.

– Capitán -intervino Ouspenski-, no me parece justo que nosotros tengamos que sufrir porque a usted se le hayan congelado las pelotas. Los demás somos de carne y hueso.

– Como vuelva a nombrar mis pelotas no le quedará ni un hueso entero teniente. Ocúpese de preparar a sus hombres para mandarlos a la línea de tiro.

Alexander se puso en marcha con los doscientos soldados y llegó a Majdanek con ochenta.

A finales de julio de 1944, tres días después de que los soviéticos lo liberasen, Alexander y sus tropas entraron en el campo de concentración de Majdanek. El campo estaba en medio de un prado y los barracones estaban pintados de verde, como si quisieran camuflarlos. Alexander percibió el acre olor a carne quemada que flotaba en el aire; no dijo nada, pero por el silencio que se instaló en el tanque y en las filas de soldados que lo rodeaban, se dio cuenta de que sus tropas también lo habían notado.

– ¿Por qué nos han mandado aquí? -preguntó Telikov, mirando la ciudad de Lublin a través de la alambrada.

Lublin estaba al otro lado del prado, al pie de una pendiente.

– El alto mando quiere que sepamos con qué nos vamos a encontrar cuando nos adentremos en Alemania, para que no nos apiademos del enemigo -explicó Alexander.

Ouspenski preguntó si el olor llegaría hasta Lublin, y Alexander le respondió que lo más probable era que los habitantes de la ciudad llevaran meses notándolo.

El campo de concentración no era muy grande y parecía tranquilo, como si todo lo humano hubiera desaparecido, dejando solamente fantasmas…

Y cenizas…

Y huesos…

Y restos azules del gas Ziclón-B en las paredes de hormigón. Fémures y clavículas…

Mirillas en las puertas de acero.

Unas «duchas» en uno de los laterales.

Y unos hornos con una alta chimenea en el lateral opuesto.

Un camino que unía un lado del campo con el otro barracones que se extendían a uno y otro lado.

Una vivienda para el personal del campo.

Un cuartel para los miembros de las SS.

Y nada más.

Los soldados lo atravesaron en silencio y con la cabeza gacha y cuando llegaron al fondo se pararon y se quitaron las gorras.

– No pueden hacerlo pasar por un campo de trabajo, ¿verdad? -preguntó Ouspenski a Alexander.

– No, no pueden.

Y eso no era todo… Detrás de los hornos repletos de blancos huesos humanos, había varios montones de cenizas. No eran como hormigueros sino como dunas o pirámides, pilas de ceniza de dos pisos de altura, y alrededor había cenizas blancas esparcidas, y entre ellas habían brotado unas calabazas gigantescas. Alexander, junto con el teniente, los sargentos, los cabos y los soldados, miró con incredulidad aquellas calabazas enormes como mutantes, y de pronto alguien dijo que nunca había visto unas calabazas tan grandes y que si arrancaban una, podrían cenar los ochenta componentes del batallón.

Alexander no les permitió arrancar ninguna calabaza. En un almacén repleto de sandalias y zapatos de todas las tallas, les dejó coger un par de botas forradas a cada uno porque sabía cuánto tardaba el Ejército Rojo en enviar recambios, sobre todo a los batallones disciplinarios. Los zapatos estaban apilados desde el suelo hasta el techo, protegidos tras una malla metálica de tres metros de altura.

– ¿Cuántos zapatos puede haber aquí dentro? -preguntó Ouspenski.

– ¿Acaso soy matemático? -soltó Alexander-. Yo diría que cientos de miles.

Abandonaron el campo en silencio y cuando llegaron a la alambrada no se detuvieron a admirar los campanarios de la católica Lublin, a sólo un par de kilómetros de distancia.

– ¿Quiénes había aquí, capitán? ¿Polacos?

– Pues… polacos, sí-respondió Alexander-. Supongo que sobre todo judíos polacos. Pero el alto mando dirá otra cosa para que los soldados soviéticos no dejen de sentirse ultrajados.

– ¿Cuánto tiempo estuvieron aquí? -preguntó Ouspenski.

– Majdanek empezó a funcionar hace ocho meses. Doscientos cuarenta días. En poco menos de lo que tarda una mujer en traer una nueva vida al mundo, extinguieron un millón y medio de vidas.

Nadie dijo nada hasta que estuvieron a varios kilómetros de distancia.

– Un sitio así es la prueba de que los comunistas tienen razón cuando niegan la existencia de Dios -opinó Ouspenski más tarde.

– A mí esto no me parece obra de Dios, Ouspenski -respondió Alexander.

– ¿Y cómo puede permitir Dios que exista algo así? -exclamó Ouspenski.

– Del mismo modo que permite las erupciones volcánicas o las violaciones colectivas. La violencia es algo terrible.

– Dios no existe -repitió Ouspenski, testarudo-. Majdanek, los comunistas y la ciencia demuestran su inexistencia.

– No puedo hablar por los comunistas. Pero lo único que demuestra Majdanek es lo cruel que puede ser el hombre con sus semejantes, lo que es capaz de hacer con el libre albedrío que le otorgó Dios. Si Dios nos hubiera hecho buenos a todos, no hablaríamos de libre albedrío, ¿verdad? Y no es cometido de la ciencia demostrar si más allá del universo hay o no hay un Dios.

– Sí, sí lo es. ¿Para qué está la ciencia si no?

– Para hacer experimentos.

– Ah, ¿sí?

– Experimentos como éste: tal día dormí tantas horas y después me sentí de tal manera… o: tal día consumí X cantidad de alimentos o trabajé X tiempo… o: a los cuarenta años, el momento en que teóricamente empieza la madurez, constaté que empezaban a salirme arrugas… La ciencia, a pesar de sus cálculos, sus observaciones y sus recopilaciones de datos, no puede decirnos qué hay más allá del sueño, por ejemplo… -Alexander se echó a reír-. Piénselo, Ouspenski: la ciencia es capaz de determinar cuánto tiempo llevo durmiendo, pero ¿puede decirme qué he soñado? Puede observar mis reacciones, saber si he tenido un sueño agitado, si me he reído o he llorado, pero ¿puede decir qué me ha pasado por la cabeza?

– ¿Por qué iba a hacer eso?

– La ciencia sólo es capaz de describir lo visible, lo tangible. No puede entrar en mi cabeza ni en la suya. ¿Cómo puede demostrar la existencia o inexistencia de Dios cuando no es capaz de decir que está usted pensando ahora mismo, y eso que es usted transparente como el cristal?

– Ah, ¿sí, capitán? Le sorprenderá saber que ahora mismo estoy pensando en…

– ¿… en dónde puede estar el burdel más próximo?

– ¿Cómo lo ha sabido?

– Es transparente como el cristal, teniente.

Siguieron avanzando con el tanque.

– ¿Y usted en qué está pensando, capitán? -preguntó Ouspenski al cabo de un rato.

– Yo trato de no pensar, teniente.

– ¿Y cuando no puede evitarlo?

– Entonces pienso en si los Red Sox de Boston tendrán buenos resultados este año -explicó Alexander.

– ¿En quiénes?

– No me haga caso…

– ¡Por Dios!

– Ya está invocándolo otra vez. ¿No ha dicho que no existía…?

– ¿Y usted no ha dicho que intentaba no pensar?

Alexander se echó a reír.

– Ouspenski, voy a demostrarle que para la ciencia es absolutamente imposible desmentir la existencia de Dios.

Se dio la vuelta y observó la columna de soldados que caminaban esforzadamente detrás del tanque.

– Mire: ese de ahí es el cabo Valeri Yermenko. Le diré qué sabe de él el ejército: tiene dieciocho años y hasta ahora había vivido con su madre; después de salir de la granja familiar, pasó directamente a Stalingrado; participó en la defensa de la ciudad y se entregó a los alemanes; un mes después, cuando los alemanes se rindieron, tu «liberado» fue enviado a un campo de trabajo forzado junto al Volga. Y ahora le pregunto: ¿cómo ha llegado aquí? ¿Cómo es este muchacho que camina a nuestro lado por el este de Polonia, en un batallón disciplinario compuesto por la chusma que no han querido aceptar en los campos de castigo de Siberia? Ésta es mi pregunta: ¿como ha venido a parar aquí?

Ouspenski clavó los ojos en Yermenko y luego en Alexander.

– ¿Me está diciendo que Dios existe porque un cabrón llamado Yermenko ha luchado con uñas y dientes para terminar en este batallón disciplinario.

– Sí.

– ¿Y puedo saber por qué?

– No puede. Pero si habla dos minutos con él, entenderá que el universo no surgió de la nada sino que fue creado por Dios.

– ¿Tenemos tiempo para eso?

– ¿Tiene algún otro sitio adonde ir?

Estaban muy cerca de Lublin y avanzaban lentamente, en varias filas a través de un campo lleno de minas. El jefe de zapadores logró desactivarlas todas excepto la última. Lo enterraron en el agujero abierto por la explosión.

– Muy bien -dijo Alexander-. ¿Quién quiere ser el próximo jefe de zapadores?

Nadie dijo nada.

– Si no sale un voluntario, lo nombraré yo. ¿Quién será el próximo jefe?

Un soldado que estaba al final de la fila levantó la mano. Era delgado y bajito y podría pasar por una chica, pensó Alexander. Por una chica bajita. El soldado Estevich temblaba cuando dio un paso al frente,

– Tardaremos un tiempo en entrar en otro campo minado, ¿verdad, señor? -preguntó.

– Vamos a entrar en una población que ha estado cuatro años ocupada por los alemanes; antes de retirarse, el enemigo lo minó todo para recibirnos adecuadamente. Si quiere dormir esta noche, antes tendrá que limpiar de minas el lugar donde nos instalemos, soldado.

Estevich no dejó de temblar.


Cuando volvieron a ponerse en marcha, de nuevo en el tanque, Ouspenski preguntó:

– ¿No me va a contar el final de su fascinante teoría? Ardo en deseos de escucharlo.

– Tendrá que seguir ardiendo un rato más, teniente. Se lo contaré esta noche, si llegamos vivos a Lublin.

Estevich trabajó bien. Encontró cinco minas en una casa pequeña e intacta. Los alemanes habían dejado un solo sitio en la ciudad en condiciones de ser ocupado por los soldados soviéticos y antes de irse lo habían minado. Ochenta hombres instalaron los catres de campaña en el edificio medio derruido.

– Ouspenski -preguntó Alexander cuando estaban en el patio, reunidos en torno a una hoguera-, ¿nunca le da por pensar en todas las cosas que no sabe?

– Me gusta el comienzo… -dijo Ouspenski, riendo.

– Piense en cuántas cosas hay que le hacen pensar: «¿Cómo voy a saberlo?».

– Nunca me digo eso, señor -respondió Ouspenski-. Me digo-«¿Cómo coño voy a saberlo?».

– Ni siquiera sabe cómo un insignificante cabo de la primera brigada ha llegado a estar bajo mi mando cuando es obvio que no debería estar aquí, y sin embargo es capaz de sentarse a mi lado y decirme que está convencido de que Dios no existe.

– En realidad, empiezo a odiar a ese Yermenko -respondió Ouspenski, después de meditar un momento-. Me entran ganas de ponerle una mina…

– Vamos a llamarlo.

– ¡No, no…!

– Antes de hablar con él, le recuerdo que en las últimas cuatro horas ha estado usted haciendo un experimento científico con Yermenko. Ha observado la forma en que camina, la forma en que sostiene el rifle y la forma en que yergue la cabeza. ¿Lo ha visto perder el paso? ¿Ha mostrado señales de cansancio? ¿Tiene hambre? ¿Echa de menos a su madre? ¿Se ha acostado alguna vez con una mujer? -Alexander sonrió-. ¿Cuántas de estas preguntas es capaz de responder.

– Unas cuantas, señor -contestó Ouspenski, enojado-. Sí, tiene hambre. Sí, está cansado. Sí, le gustaría estar en otro sitio. Sí, echa de menos a su madre. Sí, se ha acostado con una mujer. En Minsk, sólo necesitaba la paga de medio mes.

– ¿Y cómo ha sabido todo eso?

– Porque encaja con mi descripción -contestó Ouspenski.

– Perfecto. De modo que puede responder a estas sencillas preguntas porque se conoce a sí mismo.

– ¿Qué?

– Conoce las respuestas porque se ha observado a sí mismo y sabe que, aunque sostenga el rifle bien alto y siga a su compañero sin perder el paso, está usted cansado, tiene hambre y quiere acostarse con una mujer.

– Eso es…

– Así pues, lo que me está diciendo es que existe otra cosa detrás e vemos, y puede decírmelo porque sabe que existe otra cosa detrás de usted mismo. Hay algo en su interior que lo incita a decir una cosa y hacer otra distinta, que lo incita a seguir avanzando aunque lo invada la añoranza, a ir en busca de una puta aunque ame a su mujer a disparar contra un alemán inocente aunque sea incapaz de hacer daño al ratón que se escabulle entre las minas.

– No hay ningún alemán inocente.

– Lo que lo incita a usted a mentir y sentir remordimientos -continuó Alexander-, lo que lo incita a traicionar a su esposa y sentirse culpable, o a robar a los aldeanos sabiendo que está haciendo algo malo, es algo que está también en el interior de Yermenko, y es algo que la ciencia es incapaz de medir. Vaya a hablar con él, y le demostraré lo lejos que está aún de la verdad.

Alexander envió a Ouspenski a hablar con Yermenko. Los invitó a los dos a un cigarrillo y a un vaso de vodka y echó otro tronco al fuego. Yermenko se mostró suspicaz al principio, pero al cabo de poco se animó y bebió con ellos. Era joven y muy reservado. Era incapaz de mirar a Ouspenski a la cara, desviaba continuamente la mirada y decía «sí señor», «no señor», a todo lo que le preguntaban. Les habló de su madre, que vivía en Jarkov; de su hermana, que había muerto de escarlatina al principio de la guerra, y de su vida en la granja. Cuando le preguntaron qué pensaba de la guerra, Yermenko se encogió de hombros y dijo que no leía los periódicos ni oía la radio. No tenía muy claro de qué iba el conflicto y se limitaba a hacer lo que le ordenaban. Contó un chiste a costa de los alemanes, se tomó otro trago de vodka y tímidamente pidió otro cigarrillo antes de irse a dormir. Alexander lo dejó marcharse.

– Muy bien… -comenzó Ouspenski, enarcando las cejas-. Veo que es un hombre sin interés. Un soldado corriente, como Telikov o como el zapador que ha muerto hace poco… Es igual que yo.

Alexander estaba liando cigarrillos.

– No quiere saber nada de los alemanes y se limita a disparar cuando usted se lo ordena -siguió Ouspenski-. Es un buen soldado, el tipo de soldado que se necesita en un batallón. Tiene cierta experiencia en el combate, acata las órdenes y no se queja. ¿Y qué?

– Bueno, ha estado usted observándolo y ha hablado con él. Hemos charlado tranquilamente, nos hemos reído, hemos contado chistes, sabemos algo más de esta persona… la ciencia ha llegado a conclusión, ¿no es así?

– Eso es.

– Igual que la ciencia observa la Tierra y la rotación de la Luna y del Sol y el movimiento de las estrellas en las galaxias. Del mismo modo que el telescopio permitió descubrir la Vía Láctea y los nueve planetas, o el microscopio ayudó a Fleming a descubrir la penicilina y a Lister a descubrir el ácido fénico. ¿No es así? Hemos observado a Yermenko con un telescopio mientras caminaba y mientras conversaba con nosotros. Lo hemos observado del mismo modo en que la ciencia observa el universo, del único modo en que la ciencia puede observar el universo. Quizá durante menos tiempo, pero aplicando los mismos principios que aplican los científicos para decirnos de qué está compuesto el universo y qué son los átomos, los electrones o las células… ¿Podríamos averiguar cuál es el grupo sanguíneo de Yermenko? ¿Podríamos calcular cuál es su estatura? ¿Cuántos abdominales es capaz de hacer? ¿Cree usted que estos datos nos ayudarían a entender qué hay detrás de este hombre que avanza por el campo a nuestro lado?

– Sí -contestó Ouspenski-. Creo que nos ayudarían.

Alexander encendió un cigarrillo y ofreció otro a Nikolai.

– Teniente Ouspenski: Valeri Yermenko tiene sólo dieciséis años. Cuando tenía doce mató a su padre. Dijeron que había sido en represalia por las palizas que el padre pegaba continuamente a la madre. Yermenko, harto, le dio garrotazos hasta matarlo. ¿Sabe lo difícil que es matar a golpes a un hombre adulto, especialmente si quien lo intenta es un niño? Para evitar el castigo huyó de la aldea y se alistó en el ejército. Mintió sobre su edad (dijo que tenía catorce) y lo aceptaron. En el período de instrucción discutió constantemente con su sargento, hasta que una tarde lo abordó y lo estranguló por humillarlo en un ejercicio. En Stalingrado se destacó por matar a mas de trescientos alemanes con el cuchillo de combate (el ejército no se había atrevido a darle un fusil). El edificio que ocupó estuvo bajo dominio soviético desde el principio hasta el final del asedio. Los soviéticos entregaron a Yermenko a los alemanes porque no querían saber nada de él. Cuando los alemanes se rindieron, Yermenko quedó bajo la custodia del Ejército Rojo. Lo enviaron al Gulag y acuchillo al carcelero, le quitó el uniforme y el fusil, escapó del presidio y recorrió mil kilómetros a pie hasta llegar a la orilla del Ladoga. ¿Sabe adónde se dirigía? Quería llegar a la base de Murmansk y embarcar en uno de los buques cedidos por los norteamericanos. Al parecer leía la prensa lo suficiente para saber cuántos barcos enviaba Estados Unidos a los soviéticos dentro del plan de Préstamo y Arriendo. Lo arrestaron en Voljov, y el general Meretskov, que no sabía qué hacer con él, decidió incorporarlo a mi batallón.

Ouspenski no había dado ni una sola chupada al cigarrillo encendido.

– No eche a perder mis valiosos cigarrillos, teniente -le advirtió Alexander-. Fúmeselos o devuélvamelos.

Ouspenski tiró la colilla al suelo.

– Todo eso es mentira -respondió sin dejar de mirar a Alexander.

– ¿No me cree porque se lo estoy diciendo yo?

– Me está mintiendo.

– Es obvio que no quiere creerme.

Alexander sonrió.

– A ver si lo entiendo…

– Detrás de lo que vemos de Yermenko está el verdadero Yermenko, y sólo él sabe quién es. Sólo Yermenko sabe cómo funciona su alma. Sólo usted sabe por qué camina siempre unos pasos por delante de mí aunque yo sea su jefe, y sólo yo sé por qué coño se lo permito. Y eso es lo que quería demostrarle. Detrás de nuestra fachada vulgar están nuestras almas, la de Yermenko, la de usted, la mía y la de cualquier otra persona. Y aunque la ciencia fuera capaz de observar nuestro interior, no conseguiría saber qué hay en realidad. ¡Cuánto más debe de ser lo que se oculta al otro lado del vasto y desconocido universo!

Ouspenski lo miró pensativo.

– ¿Y por qué ese cabrón de Yermenko es tan leal con usted, capitán?

– Porque Meretskov me mandó que lo ejecutara y yo no lo hice. Por eso me será leal hasta la muerte.

– ¿ Y por culpa del cabrón de Yermenko está usted tan convencido de que Dios existe? -preguntó Ouspenski junto a la hoguera.

– No. Es porque a Dios lo he visto con mis propios ojos -contestó Alexander.

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