Epílogo

Ese mismo día, un avión llevó a Alexander y Tatiana hasta Hamburgo. Estuvieron viviendo en la embajada durante dos semanas, hasta que Alexander recibió el pasaporte. Tatiana se aclaró otra vez el pelo. Celebraron su vigésimo segundo cumpleaños y el cuarto aniversario de bodas en Hamburgo y unos días después zarparon hacia Nueva York en el White Star. Tatiana envió un telegrama a Vikki: «Regresamos». Se pasaron los veintidós días de travesía en el camarote, del que salían tan sólo a la hora de las comidas, si es que salían.

La intensa luz del sol cegaba a Alexander mientras el barco se adentraba en el puerto y los rascacielos neoyorquinos aparecían en el horizonte. En el Battery Park se habían concentrado miles de ciudadanos deseosos de recibir a los soldados que volvían de Europa. Dos de esos ciudadanos eran Anthony y Vikki, que, vestidos de rojo, blanco y azul, agitaban banderitas norteamericanas. Cuando bajaban por la pasarela, Alexander y Tatiana distinguieron a Vikki corriendo hacia ellos con el niño en brazos. Anthony saltó al suelo, se lanzó contra su madre y hasta cinco minutos después no apartó los bracitos de su cuello. A unos pasos de distancia, Alexander los miraba. Tatiana se deshizo del abrazo de Anthony, le señaló a Alexander y fue a saludar a Vikki.

Alexander cogió en brazos a su hijo y lo estrechó contra él. Estaban los dos muy serios.

– ¿Sabes quién es, Anthony?

– Sí -contestó Anthony-. Es mi papá.

Alexander no dijo nada. No podía dejar de abrazar al niño, que alzó una mano y la depositó suavemente en el hombro de Alexander. Después inclinó la cabeza para mirar el cinturón de su padre, le miró la espalda y preguntó:

– ¿Y la pistola?

– No la he traído.

– ¿Ya no la tienes?

– No la llevo encima.

– ¿Está en otro sitio?

Alexander contuvo una sonrisa.

– Puede que sí.

– ¿Me la dejas ver?

– No -dijo Tatiana.

– Tu madre dice que no -dijo Alexander.

Vikki, con una enorme sonrisa, preguntó:

– ¿Así que éste es Alexander?

– Éste es Alexander.

Vikki le estrechó la mano, asintió con la cabeza y se echó a reír.

– ¡Ahora lo entiendo todo!

El padre llevó a su hijo en brazos hasta la casa. La mano de Anthony reposó todo el tiempo en el cuello de Alexander. El niño se acercó a su oído y susurró:

– ¿Podré verla más tarde?

– Tu madre se enfadará.

– No se lo diremos.

– Se enterará, créeme.

Vikki propuso celebrar el retorno fuera de la casa.

– Mis abuelos se mueren por conocerte.

Tatiana dijo que prefería no salir y que no tardaría en ir a visitar a Isabella y a Travis.

– ¿Cenar en casa? ¡Oh, no! Alexander no querrá comer beicon.

– Sí, sí. Me apetece comida estadounidense. ¿Qué os parece una hamburguesa con beicon?

– Sí -dijo Tatiana-. Eso es baconburger.

– ¡Ah, ahora vas a enseñarme tú inglés! -dijo Alexander abrazándola.

– En realidad eso es «una baconburger», no lo olvides -añadió Vikki.

Tatiana preparó baconburgers y patatas asadas («Con taquitos de beicon», precisó Vikki), y Alexander bebió y fumó y tomó té, y después de la cena cogió las manos de Tatiana entre las suyas, la abrazó por las caderas y la hizo colocarse en su regazo.

– Siéntate aquí -le dijo-. Estoy muy feliz.

Vikki contó que Edward la había ayudado a cuidar a Anthony, que acudía a la casa cuatro veces por semana «por lo menos», para cenar y para jugar con el niño, y que había pasado con ellos casi todos los fines de semana.

– ¿Quién es Edward? -preguntó Alexander, con el brazo en torno a las caderas de Tatiana.

– Un médico que trabaja con nosotras en Ellis y en la Universidad de Nueva York -respondió Vikki sin pestañear-. Un buen amigo. ¿Quieres que pasemos mañana por el hospital universitario, Tanía? Edward se alegrará de verte.

Tatiana lanzó una mirada a Alexander, que se encogió de hombros y dijo:

– Lo que tú quieras.

Alexander y Tatiana acostaron al niño, que oprimía la mano de su madre y no paraba de hacer preguntas a su padre.

Después pasaron casi toda la noche en vela, con una almohada sobre la boca de Tatiana para ahogar sus gemidos. Al amanecer se quedó dormida, y a las ocho, Anthony abrió la puerta de su habitación. Alexander llevó al niño a la cocina.

– Mamá duerme -le dijo-. ¿Tienes hambre?

– ¿Puedes hacer el desayuno?

– Lo intentaré. ¿Qué te apetece?

– ¿Qué sabes hacer?

– Nada.

– Pues tomaré nada y un vaso de leche -dijo Anthony, y se echó a reír.

A las once, Tatiana salió de la habitación y se los encontró sentados en el sofá. Anthony hojeaba Buenas noches, luna y recitaba el texto de memoria para su padre, que se había quedado profundamente dormido.

Cuando se despertó, Tatiana y él desayunaron y luego salieron los tres a la calle y se dirigieron a la Universidad de Nueva York.

Tatiana no sabía hasta qué punto podía hablar de Edward con Alexander, y decidió no decir nada hasta después de presentárselo. Quizá podría reducir al mínimo las explicaciones innecesarias. En todo caso, tenía que ir a ver a Edward sin más dilación. Le avisaron por el busca mientras lo esperaban en la cafetería donde habían comido juntos tantas veces. Cuando Edward atravesó las puertas batientes de la cafetería, Anthony saltó del regazo de Alexander y corrió hacia él.

– ¡Ven a conocer a mi papá, Edward! -gritaba.

Edward y Alexander se saludaron con un apretón de manos, mientras Anthony tironeaba de la falda de su madre para que lo cogiera en brazos.

Después, Edward abrazó a Tatiana con timidez y le preguntó qué tal estaba, cómo había ido el regreso y si pensaba volver pronto al trabajo.

– No lo sé -contestó Tatiana.

Edward pestañeó y asintió con la cabeza.

Estuvieron un rato más de pie en el comedor, pero Alexander y Tatiana cada vez sabían menos qué decir y Edward hacía rato que se había quedado callado.

Cuando ya habían salido del hospital y estaban en el autobús, de camino a Central Park, Alexander seguía sin decir nada. Tatiana le dio un codazo, pero él no apartó la vista de la ventanilla.

– El cariño que siente por Anthony va más allá de la cortesía -dijo al final.

– Es verdad. Bueno… fue el médico que me asistió en el parto.

– ¡Ah! -respondió Alexander, y añadió-: Pero no sólo muestra cariño por Anthony, Tania.

Tatiana le cogió la mano.

– Cuando llegué y estaba sola, me ayudó mucho. Mucho. Y Vikki e Isabella también.

Alexander no retiró la mano.

– ¿Habrías dejado que fuera tu señor? -preguntó en voz baja.

Tatiana no contestó.

Fueron a pasear en bote por el lago de Central Park. Tatiana movía los remos mientras Alexander la miraba, tumbado en el fondo de la embarcación, con sus largas piernas enlazadas con las de ella y el niño sentado sobre su torso.

En el centro del lago, Tatiana apartó los remos y dejó que el bote quedara a la deriva. Alexander se incorporó y se dio la vuelta, se sentó rodeando a Tatiana con sus piernas y dejando que ella apoyara la espalda en su pecho, y Anthony se asomó al borde y hundió las manos en el agua. Tatiana tomó la cabeza de Alexander entre sus manos y dejó que su pelo lo acariciara.

– Había una vez -susurró Alexander- una tierna doncella que huyó al país de las lilas…

– Y cuando se cansó de esperar la llegada de su Príncipe Resplandeciente -siguió Tatiana-, decidió ir en su busca…

– Y nunca lo traicionó casándose con el señor local…

– Aunque estaba tan harta de esperar, que él habría tenido que entender que lo hiciera.

Alexander le dio un pellizco.

– No sé de qué te quejas. Tenías que esperar cuarenta años.

Al día siguiente fueron en tren a Washington.

– Tenemos que dar las gracias a una persona que se ha portado muy bien con nosotros -dijo Tatiana, cargada con una bolsa llena de pirozhki.

Después fueron en tren a Barrington, a visitar a Esther. Se quedaron una semana porque ni Esther ni Rosa (que había cuidado a Alexander cuando era pequeño) querían dejarlos marchar.

Alexander se entristeció mucho al saber que Teddy y Belinda habían fallecido hacía tiempo, que su antigua casa había sido vendida hacía mucho, y que en el bosque donde solía jugar se habían construido nuevas viviendas también hacía tiempo. Pero todos los amigos de Esther se acordaban de él, le contaban anécdotas de la infancia y lo abrazaban y acariciaban como si fuera todavía un niño de nueve años.

– No pasa nada, Tatiasha -dijo Alexander, con Anthony encaramado a sus hombros, mientras paseaban por la calle principal del pueblo-. Tantas cosas siguen igual que tengo la impresión de que nunca me he ido. Las mismas casas pintadas de blanco, los mismos bares… Sí, hay alguna tienda nueva y los coches son más modernos, pero los jardines están tan cuidados como siempre y las calles están muy limpias. La iglesia está impecable, las ventanas están enteras, las puertas no se salen de los goznes… Así es Estados Unidos, y me encanta. Piensa en qué tendrías que ver si hubieras regresado a Leningrado.

– Puede que allá también repinten las fachadas -dijo Tatiana en voz baja, caminando del brazo de su marido-. Después de la guerra, el ayuntamiento habrá introducido algún plan de reconstrucción…

Alexander la miró y ella lo miró a él.

– Barrington ha prosperado -dijo Alexander, dándole un beso-. Es una población más limpia, más blanca, más poderosa… Hay más habitantes, más iglesias, más vida, más energía… Todo es como tiene que ser.

– Y se te olvida mencionar -dijo Tatiana- que tiene tu mismo nombre.

Durante el viaje de vuelta, en el tren, Anthony se durmió en el regazo de su padre.

– Tenemos que hablar de qué vamos a hacer durante el resto de nuestra vida, Tania -dijo Alexander.

– ¿Qué quieres decir? ¿No quieres vivir en Nueva York con Vikki y conmigo? -Tatiana sonrió al preguntarlo-. Aceptaré tu decisión, soldado. Lo que tú quieras.

Se compraron una caravana y a finales de agosto empaquetaron las cosas de Tatiana, cogieron al niño, se despidieron de Vikki, Edward e Isabella y empezaron a viajar por todo el país. Alexander trabajaba en lo que encontraba. En la recogida de la manzana, en las plantaciones de tabaco («Eso sí que te gusta, ¿eh, Shura?»), ayudaba a construir establos y graneros, conducía tractores… Se instalaron durante un tiempo en el valle de Napa, en California, para trabajar en la vendimia, y les gustó tanto que pensaron que no les importaría quedarse allá para siempre.

Estuvieron tres años viajando de un lugar a otro, recorriendo todo Estados Unidos. Por la noche, si el tiempo lo permitía, dejaban a Anthony durmiendo en la caravana, plantaban una tienda al lado y se encerraban en ella para hacer el amor.

Desde el alba hasta medianoche y desde medianoche hasta el alba estaban el uno en presencia del otro, durmiendo en la tienda, turnándose para conducir, cantando con la música de la radio, contando chistes, discutiendo de geografía, hablando de la guerra, de la isla de Ellis, de Dasha y Pasha Metanov, de Jane y Harold Barrington…

Estados Unidos los sanó. California curó a Alexander de la guerra, y Nueva York y la presencia de Alexander curaron a Tatiana. San Francisco y Chicago y Nueva Orleans lo curaron a él de la cárcel y a ella de su soledad. Idaho y Montana y las montañas Rocosas lo curaron a él del dolor de la traición y a ella de la muerte de su familia. Barrington curó a Alexander de la pérdida de sus padres. En algún lugar, más allá de Ellis, del monte Washington, de los montes Blancos, de los montes Verdes de Vermont y de los Flint de Kansas, en algún punto de los montes Azules o quizá de los Apalaches, o tal vez cuando descendían a las profundidades del Gran Cañón, los fragmentos dispersos de sus vidas volvieron a reunirse en una entidad completa, capaz de enfrentarse al mundo exterior.

El verano en que Anthony cumplió seis años estaban en Cayo Hueso. Se tumbaron en una hamaca colgada entre dos palmeras, en la playa, contemplando el cielo tropical y las copas de los árboles, y jugaron a inventar historias picantes.

– Seguro que ha cambiado el vocabulario desde la época en que te enseñaba inglés -dijo Alexander.

– ¿Eso era enseñarme inglés? -se burló Tatiana-. Si hubiera usado la cuarta parte de las palabras que aprendí contigo, hace tiempo que habría sido expulsada de la sociedad bienpensante.

– Sí, pero habrías conservado a tu marido. Y valdría la pena, ¿no?

Alexander sonrió.

Tatiana le sonrió también y empezó a hacerle cosquillas.

– Espera, se me ha ocurrido una. Una chica fue al mercado a comprar un conejo…

Alexander soltó una carcajada.

– ¡Calla, que me va a dar un ataque!

– ¿Qué pasa?

– ¿Seguro que es así? ¿Para qué va a comprar un conejo si ya tiene?

– ¡Ah!

A la noche siguiente, se tumbaron otra vez en la hamaca.

– Tania, Anthony tiene que empezar el colegio dentro de dos meses-dijo Alexander.

– Así es.

– Tenemos que ir pensando en dónde matricularlo.

– Es verdad.

– Conocemos todo el país. Cualquier sitio me parecerá bien,

– Algún lugar soleado -propuso Tatiana.

– Sí, preferiría que no hubiera nieve.

– Yo también -respondió Tatiana, y los dos quedaron en silencio.

– Cualquier sitio cálido estará bien, ¿no te parece? -continuó Alexander al cabo de un momento-. Pero busquemos algo permanente, para que el niño tenga estabilidad.

– Sí.

Tatiana no dijo nada más.

Alexander le besó la mano.

– ¿Te gustaría vivir en Arizona, la tierra de los escasos manantiales, Tatiasha? -susurró.

– Claro que sí, mi amor…

Querían instalarse en el terreno de su propiedad, pero no tenían suficiente dinero para construir la casa de sus sueños. Por eso decidieron comprar una vivienda prefabricada, y como eran prudentes eligieron una de tamaño medio y la pagaron al contado, aunque Alexander, menos prudente que Tatiana, hubiera preferido una más grande. La instalaron cerca de la carretera, en una esquina del terreno de noventa y siete acres que poseían en el desierto de Sonora, y matricularon a Anthony en una escuela de primaria en el pueblo de Mesa.

Tatiana encontró trabajo de enfermera en el Memorial Hospital de Phoenix.

– Trabajando en urgencias me siento como si hubiera vuelto a la guerra -dijo.

– ¿Y eso es bueno? A Alexander lo contrataron como maestro de obras.

– Trabajando en la construcción me siento muy lejos de la guerra -declaró.

Como habían invertido poco dinero en la casa y procuraban controlar los gastos, empezaron a ahorrar. Alexander aprendió a enyesar y pintar paredes, a instalar conducciones eléctricas y tuberías, a encajar ventanas y puertas, a montar armarios y estanterías, a colocar baldosas y parqués.

– Así podré construir una casa enorme para ti y todos los niños que vas a tener.

– ¿Tengo que recordarte que lo único que has construido en tu vida fueron unos taburetes y una mesa de cocina para las patatas que no llegamos a cultivar?

Se miraron sonriendo, recordando los viejos tiempos. -He dicho niños, Tatiana.

– Hagamos uno ahora mismo.

Sin embargo, pasaron siete años más antes de que Tatiana quedara embarazada de su segundo hijo, quince años después del primer encuentro entre ella y Alexander.

Cuando nació el niño, Alexander había fundado su propia empresa de construcción y había levantado una casa de paredes amarillas y techos rojizos en pleno desierto de Sonora, frente a los montes de Maricopa.


Se han puesto a trabajar en el huerto. Alexander contempla los armazones que instaló la semana pasada para las matas de pepinos, mientras espera a que Tatiana regrese de la cocina con una jarra de té helado. Tatiana llena un vaso y lo sostiene frente a Alexander mientras él absorbe la bebida con una cañita y la observa con sus ojos de color caramelo.

– Antes me traías cigarrillos, y ahora me traes un vaso de té helado -se lamenta.

– El té es mejor, ¿no?

– ¡Ni hablar! -contesta Alexander, mirándola con una expresión que significa: «¿Te has vuelto loca?».

– Así vivirás más tiempo -añade Tatiana, apartándole el flequillo de la frente.

– El tabaco es un veneno muy lento -rezonga Alexander, y vuelve a coger la azada para remover la tierra en torno a las matas de pepinos. Entre los dos siguen hablando en ruso-. ¿Quién ha llamado antes? -pregunta al cabo de un rato.

– Era el señor McAllister.

Alexander se echa a reír.

– ¿Cuánto ofrece esta vez?

– Dice que está dispuesto a comprarnos noventa acres, a cinco mil dólares el acre. Buena oferta, ¿verdad?

– No lo suficiente.

– Dice que la fiebre constructora no durará eternamente, que el mercado está tocando techo y que deberíamos vender ahora, mientras aún hay demanda de suelo. Dice que somos unos avariciosos, y que si le vendemos lo que dice, todavía nos quedarán siete acres. Según parece, eso son casi seis acres y tres cuartos más de lo que poseen la mayoría de los terratenientes de Phoenix.

– La próxima vez avísame, Tania. Hablaré con él y le diré claramente que no pienso vender nada hasta que me pague un millón por acre.

Los dos se echan a reír y se preparan para plantar las tomateras. Alexander la ayuda a sentarse en un taburete y ella abre las bolsas de semillas, las esparce en una bandejita y aparta las que no parecen sanas. Sonríe y piensa que las matas de pepinos están creciendo bien. Alexander montó los armazones la semana anterior y los frutos no tardarán en aparecer.

– ¿Has pensado más nombres, Shura?

– No se me ocurren más. Si tienes otro chico, no sabré cómo llamarlo.

Ya tienen tres hijos varones: Anthony, que acaba de ingresar en la academia militar de King's Point Merchant; Harry, y Charles Gordon, al que llaman Gordon Pasha o Pasha a secas, que significa «rey» en turco.

– No puedo ser la única mujer de la casa, ya hay demasiados hombres en la familia Barrington.

– Por decir eso, vas a tener gemelos.

– Quiero una niña para poder llamarla Janie.

– Aja. Me encantaría tener una Janie.

Tatiana se queda pensativa.

– ¿Te dije que Vikki ha vuelto de Australia? Quiere venir y quedarse hasta que nazca el niño. ¿Te parece bien?

– Claro. Dile que Steve vuelve a estar soltero y que estará encantado de acompañarla al cine.

– Vikki no quiere salir. Dice que viéndote a ti lo pasa mejor que en cualquier cine.

– Qué simpática. Bueno, pues invítala a ver el espectáculo nocturno.

Tatiana alza la cabeza, y Alexander le sonríe. Lleva unos pantalones cortos de color crema, y su torso desnudo y musculoso está curtido por el implacable sol de Arizona. Las cicatrices de guerra destacan en color más claro por todo su cuerpo. Tatiana sonríe para sí, coge unas tijeras de podar y aparta la bandeja de las semillas.

– ¿Sabes qué pasó el otro día en Mesa, Shura? Un furgón de la cárcel chocó con una hormigonera, y ahora la policía anda buscando a los dieciocho delincuentes más duros del estado…

Alexander se echa a reír ante lo inesperado del chiste. Tatiana lleva una camiseta blanca de tirantes y unos pantaloncitos blancos. Sus brazos y sus hombros están muy bronceados. Se recoge el pelo rubio con un clip para que no le vaya a la cara. Canturrea una tonada conocida: «Había luna llena y las estrellas brillaban en el cielo y en tus ojos…».

– ¿Qué hay para comer? -pregunta Alexander.

– ¿Comer? -Tatiana no lo mira, concentrada en la poda de las hojas que crecen en la base de las matas-. Hace sólo un momento que hemos desayunado.

– Me muero de hambre.

– Siempre te mueres de hambre. ¿Te apetece un sandwich de atún?

– Perfecto. ¿Me harás uno? -Alexander levanta la azada para seguir removiendo la tierra-. Y no creas que es demasiado temprano para pensar en la cena…

Alexander observa los hombros de Tatiana, que se agitan levemente con su risa.

– Para la cena, puedes elegir entre un bocadillo de beicon o lo que quede en la nevera -dice Tatiana, y vuelve a cantar.

– Mmm… -responde Alexander.

Suelta la azada y se acerca a ella. Contempla su espalda y la recuerda (más que recordarla, la ve) inclinándose hacia el hogar en la cabaña de Lazarevo, arrodillada en el claro, agachada junto a los sacos de azúcar que guardaban en el vestíbulo de la casa de Quinto Soviet durante la hambruna de 1941, sacando los mapas de Finlandia de la mochila, preguntándole «¿Qué llevas en esas bolsas, hombretón?»… Observa sus pecas y su pelo rubio, oye su suave y cantarina voz y no puede resistirlo más. Como siempre, su cercanía lo afecta hasta el punto de que empieza a dolerle el corazón.

– Mírame -le dice.

Tatiana alza la cara y lo ve frente a ella, contemplándola con una expresión que ella conoce muy bien. En la mano, Alexander tiene una vaina de guisantes tiernos.

– Suelta las armas y levántate -dice.

Tatiana, sonriente, aparta las tijeras y se incorpora con ayuda de Alexander, porque el embarazo está muy avanzado. Alexander abre la vaina para darle los guisantes, pero ella no espera, inclina la cara hacia las manos de él y se lleva la vaina a la boca. Alexander la observa mientras le acaricia la tripa.

– ¿Qué miras? -pregunta Tatiana.

Engulle los guisantes dulces y tiernos, lo rodea con sus brazos y apoya la cara en su torso desnudo y cubierto de sudor. Los rítmicos latidos del corazón, que insufla la vida en el cuerpo de Alexander, resuenan en su mejilla y en su oído. Tatiana le acaricia la cicatriz de la espalda y le besa el pecho.

– ¿Qué es un trío de cuerda ruso, Tania?

Tatiana sonríe y lo mira a los ojos.

– No lo sé. ¿Qué?

– Un cuarteto que ha vuelto de Europa.

Tatiana clava la mirada en sus ojos.

– ¿Qué pasa cuando cruzas a un oso blanco con un oso negro? -continúa Alexander.

– Déjate de osos…

Los brazos de Alexander la rodean.

– ¿Qué te pasa, mi amor? -le pregunta Tatiana, estrechándolo con cariño.

Los ojos de Alexander son del color del jarabe de chocolate.

Tatiana vuelve a besarle el torso.

Él no deja de abrazarla.

– Estoy aquí -susurra Tatiana-. Aquí para siempre. Siénteme, soldado.

Alexander la estrecha contra él con más fuerza si cabe, le hace alzar la cara y se inclina para besarla.

– Te estoy sintiendo, Tatiasha -dice.

Los dos ardieron en llamas y resurgieron de sus cenizas, convertidos en huérfanos, pero más afectuosos y felices, más apasionados y más íntegros de lo que eran antes. Ellos, que en otro tiempo se bautizaron en las aguas del Kama, supieron alejar un sufrimiento tan antiguo como las pirámides, y de las ruinas de la pena extrajeron el amor que habían dejado atrás después de pasar toda una vida buscando el camino de vuelta.

Se sienten como si hubieran andado errantes por el mundo durante quinientos años, entre mil pérdidas y mil sufrimientos, pero también saben que han amado sin dudas ni temores, con un amor que es el testamento que se conceden el uno al otro y el monumento que erigen a Dios.

Alexander besa a Tatiana y vuelve a estar en Luga, tumbado sobre ella, besándola por primera vez. Tatiana lo besa y está de nuevo en Lazarevo, riendo, con la cabeza cubierta por la gorra de oficial de Alexander.

Aunque mucho perdimos, mucho queda. Y aunque ya no tenemos aquel vigor capaz de mover los cielos y la tierra, seguimos siendo lo que somos…

Indoblegables.

Barrington, Leningrado, Luga, Ladoga, Lazarevo, Ellis, Swietokryzst, Sachsenhausen, Sonora, los hermanos y los padres muertos, todo ha quedado grabado en sus almas y en sus rostros, y como la luna mercurial, como Júpiter sobre la isla de Maui, como la constelación de Perseo con sus estrellas azules y sonrientes, próximas a la implosión… todo sigue en pie mientras el viento estelar sopla sobre los Urales y el Kama, sobre la tierra y los océanos, y al atravesar el firmamento plateado murmura…

– Tatiana…

– Alexander…

Y el jinete de bronce ha dejado de galopar.

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