Libro tercero . ALEXANDER

Ella se acerca, mi vida, mi destino.

La rosa roja grita: «Se acerca…»,

la rosa blanca solloza: «Se retrasa»,

la espuela de caballero escucha: «La oigo»

y el lirio susurra: «La espero».

Lord Alfred Tennyson


Capítulo 39

Alemania del Este, marzo de 1946

La fe llevó a Tatiana hasta Alemania.

Formaba equipo con una enfermera muy bajita (incluso más que ella) llamada Penny y con un médico que acababa de terminar las prácticas y que se llamaba Martin Flanagan. Penny era una chica regordeta, alegre y divertida. Martin era un hombre de estatura mediana, peso mediano y una tripa que formaba un bulto de tamaño mediano bajo su camisa, y de una seriedad exasperante. Tatiana pensaba que el hecho de estar perdiendo el escaso pelo con el que había nacido podía contribuir a su falta de jovialidad. A pesar de todo le caía bien, hasta que, en la víspera de la partida, Martin la riñó por poner demasiados rollos de gasa en los botiquines.

– ¿Es que puede haber exceso de material en un botiquín? -preguntó Tatiana.

– Sí. Tenemos instrucciones de incluir un rollo de gasas y un rollo de esparadrapo y usted está poniendo dos de cada.

– ¿Y…?

– No es lo que nos han ordenado, enfermera Barrington.

Tatiana retiró el segundo rollo de gasas, pero en cuanto el médico se dio la vuelta metió otros tres en la caja de cartón. Penny la vio y ahogó una risita.

– No te enfades con él. Es muy meticuloso con todo.

– Por lo visto tiene pocas cosas de las que ocuparse -dijo Tatiana.

¿Qué diría Martin cuando la viera maquillada y con el pelo teñido? ¿Qué diría cuando empezara a tutearlo? Lo descubrió a la mañana siguiente.

– ¿Estás listo para zarpar, Martin? -le dijo.

El médico carraspeó y contestó:

– Prefiero que me llame doctor Flanagan, enfermera Barrington. No hizo ningún comentario sobre el maquillaje y el pelo de Tatiana se lo había teñido de negro por la mañana, después de despedirse de Anthony. No quería que el niño recordara a su madre con un aspecto distinto del habitual, de modo que lo dejó en la guardería como de costumbre, le dio un abrazo y le dijo, con la voz más serena que pudo:

– Te acuerdas de lo que hablamos, ¿verdad, Anthony? Mamá tiene que irse de viaje con la Cruz Roja, pero volverá tan pronto como pueda y te llevará a pasar las vacaciones a un sitio bonito, ¿de acuerdo?

– Sí, mamá.

– ¿Adonde te gustaría ir?

– A Florida.

– Me parece muy bien. Iremos a Florida.

El niño no dijo nada, pero no apartó la mano del cuello de su madre.

– Vikki te cuidará muy bien, ya sabes que te quiere mucho. Podrás comer rosquillas y helado todos los días.

– Sí, mamá.

Tatiana lo vio caminar hacia las puertas del colegio, con la mochila a la espalda, y echó a correr hacia él.

– ¡Anthony!

El niño se giro.

– Dale otro abrazo a tu madre, cariño.

Vikki se tomó el día libre para ayudarla con los preparativos. Tatiana había decidido maquillarse y teñirse el pelo para evitar que la reconocieran. Tardaron tres horas en convertir en morena la larga melena rubia de Tatiana.

– Esta fase es la que más cuesta, ya sabes. Después sólo tienes que retocarte las raíces cada cinco o seis semanas. Quizá ya hayas vuelto para entonces…

– No lo sé. -Tatiana no lo creía-. Será mejor que me des material para varios retoques.

– ¿Cuántos?

– No lo sé. Dame para una docena.

Vikki le maquilló los ojos con delineador negro y máscara de pestañas, le cubrió la tez con una base que disimulaba las pecas y añadió un poco de colorete.

– Me parece increíble que tú te hagas eso todos los días -declaró Tatiana.

– A mí me parece increíble que necesites irte en misión suicida a una zona de guerra para ponerte maquillaje.

– No es una misión suicida. Y ¿cómo quieres que me maquille si no me ayudas? ¡No me pongas tanto carmín! -El carmín destacaba demasiado la voluptuosidad de su boca, y no era ése el efecto que estaba buscando. Tatiana se contempló en el espejo. No se reconocía-. ¿Qué te parece?

Vikki se acercó y le dio un beso en la comisura de los labios.

– Estás desconocida.

Martin (el doctor Flanagan) no dijo nada cuando las vio aparecer en el muelle, pero carraspeó y desvió la mirada. Penny miró atónita a Tatiana.

– Con ese precioso pelo rubio que tienes, ¿vas y te tiñes de negro? -preguntó, incrédula.

Ella tenía una melena corta y rala de color castaño.

– La gente no me toma en serio -respondió Tatiana, en tono solemne-. Me he teñido y maquillado un poco para ver si así me hacen más caso.

– Doctor Flanagan -dijo Penny-. ¿Usted se toma en serio a Tatiana?

– Muy en serio -respondió Martin.

Las chicas no pudieron contener la risa.

Vikki no quería separarse de Tatiana.

– Vuelve pronto, por favor -susurró.

Tatiana no contestó.

Martin y Penny las estaban mirando.

– Los italianos son tan expresivos… -se justificó Tatiana mientras subía por la pasarela, antes de volverse para despedirse de Vikki.

Durante la travesía, Tatiana usó unos pantalones anchos de color blanco, una blusa ancha de color blanco y una toquilla blanca con el emblema de la Cruz Roja. En una tienda de material militar había comprado la mochila más grande que tenían, repleta de bolsillos con cremallera y provista de un rollo de tela impermeable que podía servir de manta, capelina o tienda de campaña. Llevaba otro uniforme de repuesto, productos de aseo y dos cepillos de dientes, ropa interior y dos juegos de prendas de paisano de color verde oliva, uno para ella y otro para un hombre corpulento. También se llevó una de las tres mantas de cachemira que había comprado en Navidad y la P-3 8 que Alexander le había dado durante el asedio de Leningrado. Llenó el maletín de enfermera hasta los topes con rollos de esparadrapo y gasas, jeringuillas previamente cargadas de penicilina y monodosis de morfina de la compañía Squibb. En otro compartimento de la mochila metió una Colt 1911 y un Colt Python que le había costado carísimo (doscientos dólares), pero que al parecer era el mejor revólver del mundo y disparaba unos proyectiles que eran prácticamente bombas. Compró cien cargadores de ocho balas para la pistola, 100 proyectiles de calibre 357 para el revólver, tres peines de 9 milímetros para la P-38 y dos cuchillos de combate. Lo compró todo en «la armería más famosa del mundo», a cargo de Frank Lava.

– Si quiere usted lo mejor -le había dicho el dueño en persona-, llévese el Python. Es el revólver más preciso y potente del mundo.

Frank alzó sus pobladas cejas una sola vez, cuando Tatiana le pidió una caja de cien cargadores.

– Eso son ochocientos cartuchos.

– Sí, y también quiero cartuchos de revólver. ¿No son suficientes? ¿Tengo que llevarme más?

– Eso depende… -dijo Frank-. ¿Cuál es su objetivo?

– Pues… -empezó a decir Tatiana-. Será mejor que me dé cincuenta más para… el Python.

Estaba aprendiendo ya a usar los artículos.

También compró cigarrillos.

Cuando terminó de guardarlo todo en la mochila, no pudo levantarla del suelo. Al final cogió otra mochila de Vikki, más pequeña, para llevar las armas. Llevaría sus cosas a la espalda y la mochila con las armas en la mano. Pesaba bastante y pensó que tal vez había exagerado.

Sacó la cinta con las dos alianzas de la mochila negra y se la colgó del cuello.

Cuando Edward se enteró de que Tatiana había rescindido su contrato con el Departamento de Sanidad, se molestó mucho.

– No quiero hablar contigo -le dijo cuando ella entró en su despacho para despedirse.

– Ya lo sé, Edward, y lo siento -repuso Tatiana-. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer?

– Quedarte aquí.

– Él está vivo… -se justificó Tatiana.

– Lo estaba hace un año.

– ¡Exacto: estaba vivo! ¿Qué quieres que haga, dejarlo abandonado?

– Es una locura. ¡Ahora estás abandonando a tu hijo!

– Lo siento mucho, Edward -dijo Tatiana, cogiéndole la mano y dirigiéndole una mirada suplicante-. Estuvimos a punto de… Pero no soy soltera, ni viuda. Soy una mujer casada, y mi marido está vivo en algún lugar. Debo ir en su busca.


El buque White Star de la Cunard tardó doce días en llegar a Hamburgo. En las bodegas llevaba cien mil botiquines, además de lotes con alimentos y productos de higiene personal, donados por el gobierno de Estados Unidos. Los estibadores tardaron medio día en cargar los vehículos que debían llevar el material al hospital de la Cruz Roja para repartirlo posteriormente entre los campos de prisioneros.

Los jeeps de reparto tenían que llevar las provisiones y el material sanitario que pudieran necesitar en cuatro semanas los equipos formados por tres enfermeros o por dos enfermeros y un médico. A menudo se necesitaba la intervención del médico, ya que los ocupantes de los campos sufrían todos los males conocidos por la humanidad: hongos, infecciones oculares, eccemas, garrapatas, piojos y ladillas, cortes, quemaduras, abrasiones, heridas abiertas, hambre, diarrea y deshidratación.

En uno de estos jeeps blancos, Tatiana, Penny y Martin comenzaron a recorrer los campos instalados en Bélgica, los Países Bajos y el norte de Alemania. En todos ellos escaseaba la comida, y los lotes que repartía la Cruz Roja resultaban insuficientes. Además, Martin tenía que parar el jeep varias veces al día para atender a alguien que andaba cojeando por la carretera o que se había desplomado en la cuneta. En los países de la Europa occidental había miles de personas sin hogar, y por todo el paisaje asomaban campos de desplazados.

Sin embargo, lo que no se veía por ninguna parte eran refugiados soviéticos. Y contrastando con la abundante presencia de militares franceses, italianos, marroquíes, checos o ingleses, tampoco se veían militares soviéticos.


Después de inspeccionar diecisiete campos y observar miles y miles de rostros, Tatiana no había encontrado a ningún soviético que hubiera combatido en las cercanías de Leningrado, y mucho menos a alguno que hubiera oído hablar de un tal Alexander Belov

Miles de rostros, miles de manos extendidas, miles de frentes febriles, miles de seres humanos desesperados, sucios y enfermos.

Cuando entraba en un nuevo campo, Tatiana presentía que Alexander tampoco estaría allí. Entonces se alejaba de Penny y de Martin y caminaba sola hasta el campo siguiente, a diez kilómetros de distancia, porque no quería compañía ni charla, sólo llegar a algún lugar donde pudiera encontrar por fin a su marido. Pero cuando llegaba al siguiente campo, el corazón se le hundía dentro del pecho porque seguía sin sentir la presencia de Alexander.

Para olvidarse de Penny y de Martin, pensaba en los atardeceres neoyorquinos y en el rostro de su hijo, que llevaba tres meses sin ver a su madre. Pensaba en panecillos calientes y en el café recién hecho, en la felicidad de sentarse en el sofá, taparse con una manta de cachemira y leer un libro, con Vikki al lado y Anthony en la habitación contigua. El pelo le había crecido sin darle tiempo a encontrar un cuarto de baño con espejo para retocarse las raíces. Llevaba siempre puesta la cofia de enfermera.

Tres meses. Desde marzo había estado conduciendo, repartiendo lotes, vendando heridas, administrando curas, atravesando una Europa en la miseria, arrodillándose en el suelo para atender a un refugiado, o para enterrarlo. ¡Señor, haz que Alexander esté aquí! Otro cuartel, otra enfermería, otra base militar… ¡Que esté aquí!

Y sin embargo… sin embargo…

La esperanza no se había apagado por completo.

La fe no se había apagado por completo.

Todas las mañanas, Tatiana se despertaba con fuerzas renovadas y reanudaba la búsqueda de Alexander.

Cuando un ucraniano murió prácticamente en sus brazos, Tatiana se quedó con su P-38 y con su petate, que contenía ocho granadas y cinco peines de ocho cartuchos. Subió al jeep sin que la vieran sus compañeros y metió el botín en la mochila donde llevaba las armas y que había escondido bajo el suelo del vehículo, en un compartimento alargado, previsto para alojar unas muletas, una camilla y una litera de campaña pero que ahora contenía un arsenal.

Por fin, cuando comprendió que en aquella parte de Europa no había rastro de su marido, propuso que se trasladaran a otro lugar.

– ¿Qué ocurre, Barrington? ¿Ha decidido que los desplazados no necesitan nuestra ayuda? -preguntó Martin.

Estaban en Amberes en ese momento.

– Sí, claro que nos necesitan, pero no son los únicos. Deberíamos hablar con el coronel Charles Moss, el director de la base militar norteamericana.

La Cruz Roja Internacional les había proporcionado la lista de todas las instalaciones norteamericanas existentes en Europa.

– Según usted, ¿dónde somos más necesarios? -preguntó Tatiana al coronel Moss.

– Yo diría que en Berlín, pero no les recomiendo que vayan.

– ¿Por qué no?

– No vamos a ir a Berlín -declaró Martin.

– Los soviéticos mantienen confinados a los militares alemanes -explicó Moss-. Comparados con las condiciones de Berlín, los campos de desplazados que han visto hasta ahora son mansiones de la Costa Azul. Los soviéticos han prohibido la entrada de la Cruz Roja en sus campos, y es una lástima, porque se necesita urgentemente su ayuda.

– ¿Dónde están confinados los alemanes? -quiso saber Tatiana.

– Paradójicamente, en los mismos campos de concentración que construyeron los nazis.

– ¿Y por qué no nos recomienda ir?

– Porque Berlín es una bomba de relojería que estallará en cualquier momento. Falta comida para tres millones de personas.

Tatiana sabía de qué estaba hablando.

– Se necesitarían tres mil quinientas toneladas de alimentos al día, y Berlín sólo produce el dos por ciento de esa cantidad.

Tatiana sabía perfectamente de qué estaba hablando…

– ¡Imagínense! Las alcantarillas no funcionan, los depósitos de agua están vacíos, los hospitales están colapsados y apenas hay médicos. La población sufre disentería y tifus, nada que ver con los problemillas oculares que han podido encontrar por aquí. Se necesitan medicinas, agua, trigo, manteca, azúcar, patatas…

– ¿En los sectores occidentales también? -preguntó Tatiana.

– Allí las condiciones son un poco mejores. Pero para acceder a los campos de concentración del este hay que entrar en el sector soviético, cosa que no les aconsejo.

– Y los soviéticos, ¿se muestran colaboradores? -quiso saber Tatiana.

– Sí, como los hunos… -respondió Moss.

Cuando salían de Amberes, Tatiana preguntó:

– ¿Qué opina, doctor Flanagan? ¿Le parece bien ir a Berlín? Es donde están los campos soviéticos.

– Berlín no entra en nuestros planes -dijo el médico, meneando la cabeza-. Nuestra misión es muy clara: los Países Bajos y el norte de Alemania.

– Sí, pero en Berlín se nos necesita más. Ya ha oído al coronel. Aquí ya cuentan con ayuda…

– No la suficiente -observó Martin.

– Sin embargo, en Alemania del Este no hay nada.

– Tania tiene razón, Martin -intervino Penny-. Es mejor que vayamos a Berlín.

Martin soltó un bufido.

– ¿Deja que mi compañera lo llame por el nombre de pila? -se quejó Tatiana.

– Yo no le he dado permiso, es ella quien lo decidió -precisó Martin.

– Martin y yo hemos estado viajando juntos por Europa desde 1943 -explicó Penny-. Cuando empezamos, él todavía estaba haciendo las prácticas. Si insiste en que lo llame «doctor Flanagan», tendrá que llamarme a mí «señorita Davenport».

– Pero Penny -dijo Tatiana, riendo-. Tú no te apellidas Davenport, te apellidas Woester.

– Siempre me gustó Davenport.

Estaban los tres sentados en la cabina del jeep. Tatiana estaba apretujada entre el circunspecto Martin, que llevaba el volante, y la jovial Penny.

– Vayamos a los campos, doctor Flanagan -insistió Tatiana-. ¿No tiene la impresión de que allá lo necesitan? Hay escasez de medicos en Berlín.

– En todas partes hay escasez de médicos -repuso Martin-. Berlín es un terreno pantanoso, demasiado peligro…

Sin embargo, hicieron escala en Hamburgo para recoger más material y partieron hacia Berlín. Cuando colocaban los lotes, Martin les recordó que según el reglamento la carga no podía superar el metro de altura, pero Penny y Tatiana no le hicieron caso y llenaron el jeep del suelo al techo. Tatiana no podía acceder a su arsenal, pero pensó que el jeep iría menos cargado cuando lo necesitara.

Tatiana había hecho acopio de armas y municiones como para bombardear ella sólita toda la ciudad de Berlín. Además, en Hamburgo adquirió de su propio bolsillo una caja con veinte botellas de vodka de litro y medio.

– ¿Para qué queremos vodka?

– Ya verá, Martin. Sin el vodka no iremos a ninguna parte.

– No quiero vodka en mi jeep.

– Créame, no se arrepentirá.

– Consumir alcohol es un hábito repugnante, un comportamiento que yo, como médico, no puedo excusar.

– Y tiene toda la razón. Es inexcusable…

Tatiana cerró la trasera del jeep de un portazo, como si no hubiera más que hablar. Penny ahogó una risita.

– No me está usted ayudando, enfermera Woester. Y usted, Barrington, ¿no me ha oído? No podemos llevar alcohol.

– ¿Ha estado alguna vez en territorio soviético, doctor Flanagan?

– La verdad es que no.

– Ya decía yo… Por eso mismo le pido que confíe en mí. Sólo por esta vez, ¿de acuerdo? El vodka nos será muy útil.

– ¿Usted qué opina? -dijo Martin, mirando a Penny.

– Tatiana trabaja para el Departamento de Sanidad de Nueva York: es la jefa de enfermería de la isla de Ellis -aseguró Penny-. Si ella dice que debemos llevar vodka, llevaremos vodka.

Tatiana pensó que no valía la pena precisar que ya no era la jefa de enfermería de Ellis.

En los campos de desplazados de la parte occidental de Alemania, Tatiana encontró algo más valioso que el dinero y las joyas o que la tinta y el papel: el contacto con los miles de soldados que añoraban desesperadamente sus hogares. Casi todos le tendían la mano y le susurraban palabras en francés, italiano o alemán, o en un familiar y tranquilizador inglés, diciéndole que era muy guapa y muy buena y preguntándole si se sentía sola, si estaba casada, si estaba disponible, si, si, si… y Tatiana, mientras les acariciaba la frente para Proporcionarles un poco de consuelo, respondía siempre en voz baja: «No soy la chica que necesitas, estoy aquí porque ando buscando a mi marido…

Penny, en cambio, estaba soltera y disponible y no buscaba a ningún marido. ¿Qué buscaba? Tatiana se alegró de que Vikki no la hubiera acompañado a aquella caldera de deseos masculinos insatisfechos, porque habría pensado que los dioses se habían decidido por fin a atender sus plegarias… Penny, menos atractiva que Vikki (tal vez ahí radicaba el problema), se sentía halagada y sucumbía sin poder evitarlo a los ruegos de los soldados, y cada pocas semanas tenía que inyectarse penicilina para prevenir problemas cuya simple imaginación erizaba la piel de Tatiana.


A pesar de sus esperanzas y su fe y su amor por él, Tatiana no podía evitar pensar que Alexander, confinado en alguno de los centenares de campos repartidos por Alemania, podía estar diciendo en ese mismo momento a una enfermera complaciente como Penny: «¿De qué tienes miedo? No pido mucho… sólo que vengas a verme cuando haya oscurecido». Alexander, que había copulado con Tatiana en una cama del hospital de Morozovo pocos días antes de que ella huyera de la Unión Soviética… Alexander, que por las noches era incapaz de pensar en otra cosa o hablar de otra cosa. ¿Sería él uno de los hombres que esperaban en la litera del barracón a que apareciera su enfermera?

Tatiana no tenía la ingenuidad de creer que Alexander no podría ser uno de ellos.

Sin embargo… ella no era como Penny. Y quizás Alexander tampoco era como esos hombres. Tatiana había visto a algunos prisioneros que habían dejado atrás a sus esposas o a sus novias o habían sido abandonados por ellas y que no la llamaban ni le decían nada desde las literas. Pero eran muy pocos.

En algunos campos, el de Bremen por ejemplo, se había llegado a prohibir la presencia de enfermeras de la Cruz Roja que no fueran acompañadas de un compañero de sexo masculino o de un escolta armado. El problema era que algunos prisioneros sobornaban a los escoltas para que hicieran la vista gorda; por otra parte, los compañeros de las enfermeras tampoco eran muy fiables. Francamente, ¿a quién habría podido detener Martin?

Tatiana decidió llevar siempre encima la P-38, en la cartuchera de la espalda. A menudo no se sentía segura.


Antes de llegar a Berlín había que atravesar varios puntos de control de los soviéticos. Cada ocho o diez kilómetros, el jeep se paraba ante una caseta militar. A Tatiana le parecían emboscadas. Cada vez que los soldados hojeaban su pasaporte, se le aceleraba el corazón. ¿Y si sospechaban del nombre que aparecía en el documento?

– ¿Por qué se hace llamar Tania si su nombre es Jane Barrington? -dijo Martin cuando dejaban atrás uno de estos controles. Tras una pausa, añadió-: Mejor dicho, ¿por qué se hace llamar Jane Barrington si su nombre es Tania?

– ¡No te enteras, Martin…! -exclamó Penny-. Cuando Tania se instaló en Estados Unidos después de huir de la Unión Soviética, se puso un nombre norteamericano. ¿No es así, Tania?

– Más o menos.

– Y si huyó usted de la URSS, ¿por qué quiere entrar en la zona ocupada por los soviéticos?

– Buena pregunta, Martin -observó Penny-. ¿Por qué, Tania?

– Quiero ir a donde más se me necesita -respondió Tatiana con cautela-, no a donde sea más fácil.

En otros puntos de control los soldados quisieron inspeccionar el jeep, pero se limitaron a abrir las puertas y cerrarlas otra vez al verlo cargado hasta los topes. Como ignoraban que hubiera un compartimento secreto, nunca lo inspeccionaron a fondo y tampoco registraron sus pertenencias personales. Martin habría entrado en cólera si hubiera visto la cantidad de morfina que Tatiana llevaba en el maletín de enfermera.

– ¿Falta mucho para Berlín? -preguntó Tatiana.

– Ya estás en Berlín -contestó Penny.

Tatiana contempló las hileras de casas que desfilaban al otro lado de la ventanilla.

– Esto no es Berlín -dijo.

– Sí lo es. ¿Qué esperabas?

– Monumentos. El Reichstag, la Puerta de Brandeburgo…

– ¿No sabe usted qué es un bombardeo? -preguntó altivamente Martin-. El Reichstag ya no existe, y ya no quedan monumentos.

El jeep se acercó al centro de la ciudad.

– Veo que la Puerta de Brandeburgo sigue en pie -señaló Tatiana.

Martin no dijo nada.

Berlín.

El Berlín de la posguerra.

Aunque Tatiana había conocido los bombardeos de Leningrado y esperaba lo peor, le impresionó el grado de devastación que vio en Berlín. No era una ciudad, era un desastre de proporciones bíblicas… En el centro, la mayor parte de los edificios se estaban cayendo a pedazos y los habitantes vivían al pie de las ruinas, secaban la ropa en cuerdas que tendían entre postes de teléfono mellados y dejaban que sus hijos jugaran entre los socavones de las calles. Plantaban tiendas junto a sus antiguos domicilios, encendían hogueras en los solares, comían lo que podían y vivían cómo podían. Todo eso, en el sector norteamericano.

En el célebre Tiergarten se hacinaban miles de personas sin hogar y las aguas del Spree estaban contaminadas con cenizas de cemento y de vidrio, azufre y nitrato sódico… los vestigios de los bombardeos que habían arrasado tres cuartas partes del centro urbano.

Penny tenía razón. Berlín no era como Nueva York, comprimida en una isla, ni siquiera como Leningrado, limitada por el golfo. Los edificios en ruinas de Berlín se extendían en todas las direcciones, a lo largo de varios kilómetros.

Tatiana entendía que fuera difícil contener la afluencia de personas entre los diferentes sectores, ya que no había un único punto de acceso sino varios centenares. No sabía cómo se las arreglarían los soviéticos para impedir que los alemanes escaparan hacia el sector norteamericano, el francés o el inglés.

– Ya le dije que los tienen confinados -le recordó Martin.

– ¿A todos?

– Los demás están muertos.

Fueron a hablar con el gobernador militar del sector norteamericano, el general de brigada Mark Bishop, nacido en Manhattan. Bishop los invitó a comer, se mostró muy interesado por la actualidad de su país, permitió que Tatiana enviara un telegrama a Vikki y a su hijo («Sana y salva. Os extraño. Os quiero») y otro a Sam Gulotta («En Berlín. ¿Tienes noticias? ¿Algo útil?») y les recomendó una pensión instalada en un edificio bombardeado pero habitable. Aunque faltaban algunos tabiques y todas las ventanas estaban rotas, era el alojamiento escogido por numerosos médicos y militares, y Martin, Penny y Tatiana siguieron su ejemplo. Tatiana y Penny compartieron una habitación. Era una ventosa noche de junio, y todo el tiempo oyeron pasos en el corredor. Tatiana durmió mal, aferrada a la pistola.

¡Alexander de los afligidos! Alexander de los inocentes, de los elocuentes, de los invencibles, de los invisibles, de los desmedidos… Alexander del guerrero, del combatiente, del comandante… Alexander del agua, del fuego y del cielo… Alexander de mi alma… Señor, líbrame de mis males y llévame junto a ti, llévame junto a mi soldado, el hombre de los tanques y de las trincheras, del humo y de la tierra, junto al Alexander de mis anhelos y de mis alegrías, junto al dueño de mi reino y mi vacío, llévame junto a ti, estés donde estés, condúceme al lugar donde por fin pueda encontrarte, deja que mis brazos te envuelvan mientras duermes y que mi pelo te acaricie el rostro y que mis labios susurren junto a tus labios: «Te busco y ruego a Dios que me conduzca al lugar de este mundo en el que tú te encuentras, Alexander de mi corazón».


A la mañana siguiente, Bishop les comunicó que había llegado un telegrama de Sam para Tatiana: «Estás loca. Habla con John Ravenstock en consulado».

También había telegrafiado Vikki: «Vuelve. No tenemos pan».

Mark Bishop, muy interesado en que la Cruz Roja inspeccionara el sector ocupado por la URSS, atravesó con ellos la Puerta de Brandeburgo para entrevistarse con el general de la guarnición soviética, que a su vez era el comandante militar de la ciudad de Berlín.

– No habla inglés -dijo Bishop-. ¿Alguno de ustedes habla ruso, o prefieren que avise a un intérprete?

– Ella habla ruso -dijo Martin, señalando a Tatiana.

Habría que decirle que no tomara las decisiones por ella.

– No te importa traducir la conversación, ¿verdad, Tania? -preguntó Penny.

– No, no. Haré lo que pueda -contestó Tatiana. Pero apartó un momento a Penny y le dijo-: No me llames Tania, por favor. No quiero que oigan mi nombre ruso en el sector soviético. Llámame «enfermera Barrington».

– Lo siento, no lo había pensado -se disculpó Penny. Con una sonrisa, añadió-: Tanto amor me está atontando…

– ¿Te has puesto la inyección de penicilina? Ayer se te olvidó.

– Sí, ya me la he puesto. Me encuentro mucho mejor. Menos mal que existe la penicilina, ¿verdad?

Tatiana le dedicó una sonrisa vaga, casi una mueca.

Las casas de la avenida Unter den Linden que habían sido requisadas para alojar al ejército soviético estaban en condiciones tan precarias como la pensión donde habían pasado la noche. Pero lo que más impresionó a Tatiana no fue el grado de devastación sino la total ausencia de obras de reconstrucción un año después de la guerra. En Nueva York, que no había sido bombardeada, se construía a un ritmo febril, como si la ciudad se preparase para el siguiente siglo. En cambio, la sección oriental de Berlín seguía en ruinas, paralizada y triste.

– ¿Por qué está tan tranquila esta parte, comandante? ¿Por qué no se ven obras de reconstrucción?

– Las hay, pero avanzan lentamente.

– Yo no he visto nada.

– Es imposible describir la trágica situación de Berlín en los cinco minutos que faltan para que nos reciba el comandante de la guarnición soviética, enfermera Barrington -se justificó Bishop-. La URSS se niega a aportar dinero para las obras de reconstrucción de la ciudad, alegando que la financiación debe ir a cargo de los alemanes.

– Es normal, puesto que Berlín es una ciudad alemana -observó Tatiana.

– Y los soviéticos prefieren empezar reconstruyendo la URSS. También es normal.

– Así es.

– Por eso, no hay subvenciones para el sector oriental de Berlín. Ni técnicos, ya que todos los arquitectos e ingenieros están trabajando en la URSS.

– ¿Y por qué no aportan dinero los aliados occidentales?

– Ojalá fuera tan sencillo… Lo último que quieren los soviéticos es intromisiones en su sector. Nos odian, y no cejarán hasta sacarnos de Berlín. No quieren ninguna ayuda. No les será fácil convencer al comandante de la guarnición de que les permita acceder a los campos de concentración, ni siquiera alegando razones humanitarias.

– No quieren que se sepa cómo están tratando a los alemanes -observó Tatiana.

– Puede ser. En cualquier caso, no desean nuestra presencia. Y no creo que esta entrevista sirva de mucho.

Las escalinatas del edificio eran de mármol. Tenían los peldaños mellados, pero eran de mármol. El teniente general los estaba esperando en su despacho.

Cuando entraron, el general se volvió hacia la puerta y los recibió con una sonrisa. Tatiana reprimió una exclamación al verlo.

Era Mijaíl Stepanov.


Penny y Martin se volvieron a mirarla. Tatiana se escondió detrás de Martin, intentando serenarse. ¿Stepanov la reconocería, con el pelo teñido y las pecas cubiertas por el maquillaje?

El gobernador procedió a las presentaciones y añadió:

– Por favor, enfermera Barrington, acérquese para llevar a cabo la traducción.

No había ningún sitio donde esconderse. Tatiana avanzó un paso. Ni ella ni Stepanov sonrieron. Stepanov la miró impasible, casi sin pestañear. El único indicio de que la había reconocido fue su mano crispada en el borde de la mesa.

– Encantada, general Stepanov -dijo Tatiana, en ruso.

– Encantado, enfermera Barrington -contestó Stepanov.

Los labios de Tatiana temblaban mientras traducía la conversación, que se resumía en lo siguiente: la Cruz Roja solicitaba permiso para proporcionar ayuda sanitaria a los miles de prisioneros alemanes que los soviéticos tenían confinados en los campos de la zona oriental de Alemania.

– En mi opinión, es una ayuda necesaria -observó Stepanov.

Se mantenía erguido en la butaca, pero parecía más viejo y cansado. La expresión fatigada de sus ojos indicaba que había visto muchas cosas y que casi todas lo habían asqueado.

– Me temo que las condiciones de los campos no son buenas. El programa de indemnizaciones de guerra estipula que los prisioneros alemanes deben contribuir a la reconstrucción de la Rusia Soviética, pero la mayoría de ellos no tienen fuerzas para trabajar.

– Nosotros podemos ayudarlos -dijo Tatiana.

Stepanov los invitó a sentarse. Tatiana se derrumbó en la butaca, dando gracias a Dios por no tener que seguir de pie.

– Por desgracia, hay un problema importante -añadió Stepanov-, y dudo que los lotes de la Cruz Roja puedan ser de ayuda en este aspecto. Aumenta la animosidad contra los prisioneros alemanes, los campos carecen de la disciplina militar necesaria para llevar a cabo una gestión organizada y los guardianes no tienen formación ni experiencia. Todo ello provoca una sucesión de infracciones: intentos de fuga, resistencia a la autoridad y altercados violentos. Los costes políticos son muy altos. Muchos berlineses se niegan a trabajar para nosotros y se están fugando a los sectores controlados por los demás países. Se requiere una solución urgente, y me temo que la presencia de la Cruz Roja sólo serviría para inflamar todavía más los ánimos.

– El teniente general tiene toda la razón -declaró Martin cuando Tatiana terminó de traducir las palabras de Stepanov-. No tenemos nada que hacer aquí, no sabemos en qué terreno nos estamos moviendo.

Pero Tatiana, en lugar de traducir esta frase al ruso, dijo:

– La Cruz Roja es una entidad neutral que no puede tomar partido por ningún bando.

– Si vieran los campos, lo tomarían… -aseguró Stepanov, moviendo la cabeza consternado-. He intentado resolver los problemas del reparto de alimentos, las malas condiciones higiénicas y la arbitraria aplicación del reglamento. Hace cuatro meses introduje una serie de medidas destinadas a mejorar la situación, pero no sirvió de nada. El organismo encargado de gestionar los campos rusos se niega a castigar a los soldados que no cumplen sus funciones, lo cual no hace más que exacerbar las hostilidades.

– ¿Los campos rusos? -repitió Tatiana-. ¿No estamos hablando de campos para prisioneros alemanes?

– En ellos también hay prisioneros rusos, enfermera Barrington -precisó Stepanov, mirándola a los ojos-. O al menos los había hace cuatro meses.

Tatiana se echó a temblar.

– ¿Cuál es el organismo responsable de administrar los campos? Tendría… Tendríamos que hablar con ellos.

– En ese caso, deberán ir a Moscú y hablar con Lavrenti Beria -dijo Stepanov, con una sonrisa desalentada-. Pero no se lo recomiendo… Dicen que «tomar café» con Beria puede ser una experiencia letal.

Tatiana apretó las manos entre los muslos para controlar el temblor de su cuerpo. ¡De modo que el NKVD gestionaba los campos de concentración instalados en Alemania!

– ¿Qué ha dicho el coronel, Tat… enfermera Barrington? -preguntó Penny-. Se ha olvidado de seguir traduciendo.

– No vamos a ir, está decidido -intervino Martin-. Sería mal gastar recursos.

Tatiana se volvió hacia él.

– Tenemos recursos de sobra, doctor Flanagan. Todo Estados Unidos es un recurso… El teniente general dice que en los campos hace falta ayuda urgente. ¿Vamos a echarnos atrás, sabiendo que nos necesitan aún más de lo que imaginábamos?

– La enfermera Barrington ha hablado muy bien, doctor Flanagan -dijo Penny, muy seria.

– Lo esencial es ayudar a quienes tienen posibilidades de salvarse -declaró Martin.

– Propongo una cosa: primero los ayudamos, y luego dejamos que ellos decidan si se salvan o no. -Tatiana se volvió hacia Stepanov y preguntó en voz baja-: ¿Cómo ha venido a parar aquí, señor?

– ¿Qué le ha preguntado? -dijo Bishop.

– Me trasladaron tras la caída de Berlín -contestó Stepanov-. Estaba consiguiendo demasiadas cosas en Leningrado… Me servirá de escarmiento. Pensaron que aquí podría hacer lo mismo, pero esto no es Leningrado ni los problemas son los mismos. Hay escasez de comida, de viviendas, de ropa de abrigo y de combustible, sí, pero además hay un enfrentamiento entre diferentes países, diferentes poblaciones, diferentes sistemas económicos y diferentes visiones de la justicia, los castigos y las represalias. Es un terreno pantanoso, que amenaza con engullirme. -Stepanov hizo una pausa y luego añadió-: Creo que no estaré mucho tiempo por aquí.

Tatiana le cogió la mano. El gobernador militar, Martin y Penny la miraron boquiabiertos.

– ¿Dónde está el hombre que fue en busca de su hijo? -susurró Tatiana.

Stepanov agitó la cabeza, mirando fijamente las manos de Tatiana.

– ¿Dónde?

Stepanov alzó la vista.

– En Sachsenhausen, el campo especial número 7.

Tatiana le oprimió la mano y la soltó.

– Gracias, teniente general.

– ¿Qué ha dicho de Sachsenhausen? -preguntó Martin-. Está usted dejando cosas sin traducir. Tal vez deberíamos llamar a un intérprete.

– Ha dicho que es donde más se me necesita -dijo Tatiana, haciendo un esfuerzo para incorporarse del asiento. Tenía la boca seca y apenas se sostenía en pie-. Le agradecería que nos indicara cómo llegar a los campos, señor. ¿No tendría un mapa de la zona? ¿Podría enviar un telegrama anunciando nuestra visita? Nosotros telegrafíaremos a la Cruz Roja de Hamburgo para solicitar que envíen más convoyes a Berlín. Le prometo que repartiremos alimentos y medicinas en los campos rusos. No resolveremos la situación, pero podremos mejorarla un poco.

Se despidieron con un apretón de manos. Tatiana miró a Stepanov, que asintió moviendo la cabeza.

– No esperen mucho, los prisioneros rusos lo están pasando muy mal -dijo-. En los últimos meses han empezado a enviarlos a los presidios de Kolima. Es posible que lleguen demasiado tarde para servirles de ayuda.

Cuando salían del despacho, Tatiana se volvió y lanzó una última mirada a Stepanov, que volvía a sentarse muy erguido detrás del escritorio. Stepanov alzó la mano en su dirección.

– Corre usted peligro -le advirtió-. Está en la lista de enemigos de clase. Y yo también. Pero quien más peligro corre es él.


– ¿Qué ha dicho? -preguntó Martin en el corredor.

– Nada.

– ¡Esto es ridículo! -protestó Martin. Se volvió hacia Bishop y añadió-: Gobernador, es obvio que la enfermera Barrington nos está ocultando información importante.

– Creo que usted habla solamente un idioma, doctor Flanagan -dijo Bishop-. No sabe que cuando se traduce una conversación, se resumen los puntos esenciales.

– Eso es lo que he hecho -aseguró Tatiana.

Cuando salieron del edificio, tuvo que sentarse en un bloque de cemento que afeaba lo que antes había sido una preciosa fuente.

Bishop se le acercó y se inclinó para hablarle al oído:

– Cuando salíamos, he oído pronunciar la palabra «vrag», «enemigo». ¿Qué le ha dicho Stepanov?

Tatiana tuvo que tomar aire varias veces para poder hablar.

– Ha dicho que el ejército soviético considera a Estados Unidos su enemigo -explicó en voz baja-. No podemos hacer nada al respecto, pero no he querido traducirlo porque el doctor -señaló a Martin con la cabeza- es muy susceptible con estos temas.

– Entendido -dijo el gobernador, sonriendo. Le dio una palmada en el hombro y miró a Tatiana con expresión satisfecha-. Usted no lo es tanto, ¿verdad?

Tatiana se levantó y los dos volvieron junto a Martin y Penny.

– ¿Cree usted que deberíamos ir a Sachsenhausen, gobernador? -preguntó Martin.

– En mi opinión, doctor, no tienen más remedio. Para eso vinieron a Europa. Su enfermera ha conseguido que nos autoricen a entrar en los campos. ¿Cómo lo ha logrado, enfermera Barrington? Es un hito muy importante para la Cruz Roja. Voy a telefonear a Hamburgo inmediatamente para pedir que envíen cuarenta mil lotes más.

– Sí, Tania -dijo Penny-. Explícanos cómo te las has arreglado para cogerle la mano a un general soviético y convencerlo de que nos permita entrar en los campos sin que nos enviara a la policía secreta.

– Soy enfermera, le doy la mano a todo el mundo -dijo Tatiana.

– No debería mostrarse tan amistosa con los soviéticos -la censuró Martin-. Recuerde que la Cruz Roja es neutral.

– Neutral no significa indiferente, Martin -dijo Tatiana-. Y tampoco insolidario o frío. Neutral significa que no podemos tomar partido por ningún bando.

– Al menos en el ámbito profesional -precisó el gobernador-. Pero no olvide, enfermera Barrington, que los soviéticos son unos salvajes. ¿No sabe que tras la rendición alemana acordonaron durante ocho semanas la ciudad de Berlín? Ninguno de nuestros ejércitos estaba autorizado a entrar. ¿Qué cree que estaban haciendo mientras tanto?

– No quiero imaginarlo -dijo Tatiana.

– Violaban a mujeres jóvenes como usted, asesinaban a hombres jóvenes como el doctor Flanagan, saqueaban las pocas casas que quedaban en pie, arrasaban la ciudad… ¡Durante ocho semanas!

– Así es. ¿Y sabe usted qué hicieron con Rusia los alemanes?

– ¡Vaya! -exclamó Martin-. Pensaba que no podíamos tomar partido por ningún bando, enfermera Barrington.

– Ni dar la mano al enemigo -añadió Penny.

– El no era el enemigo -dijo Tatiana.

Se volvió de espaldas para que no la vieran llorar.


Capítulo 40

Sachsenkausen, junio de 1946

Martin propuso esperar al día siguiente, pero Tatiana se negó e insistió en que subieran al jeep y partieran de inmediato.

Martin justificó su propuesta con un montón de razones: en los campos no habrían recibido todavía el telegrama de Stepanov; era preferible esperar a que llegaran más jeeps para formar un convoy como el que había entrado en Buchenwald al final de la guerra; mientras tanto podían ofrecer su ayuda a los hospitales berlineses; además, tenían que comer antes de partir… de hecho estaban invitados a la casa del gobernador militar norteamericano, que quería presentarles a los generales del Cuerpo de Marines destacados en Berlín. Tatiana lo estuvo escuchando mientras preparaba unos bocadillos y subía las cosas al jeep. Luego le arrebató el llavero de las manos, abrió las puertas, señaló el volante y dijo:

– Ya terminará de contármelo por el camino. ¿Conduzco yo o conduce usted?

– ¿No ha estado atenta a lo que le decía, enfermera?

– Lo he estado escuchando con mucha atención. Ha dicho que quería comer, y aquí tiene unos bocadillos. Ha dicho que quería hablar con no sé qué militares: dentro de una hora, si salimos enseguida y no nos perdemos por el camino, tendrá ocasión de conocer al comandante del mayor campo de concentración de Alemania.

Sachsenhausen estaba a unos cuarenta kilómetros de Berlín, al norte de la ciudad.

– Tenemos que llamar a la delegación de la Cruz Roja en Hamburgo…

– De eso se encarga Bishop. Lo que tenemos que hacer nosotros es ponernos en marcha inmediatamente.

Los tres subieron al jeep.

– ¿Por dónde empezamos? -dijo Martin, rindiéndose de mala gana-. Páseme el mapa, por favor. Tal vez deberíamos empezar por los cien subcampos asociados a Sachsenhausen. Son más pequeños y podremos inspeccionarlos en poco tiempo.

– Según lo que encontremos -precisó Tatiana-. No: iremos directos a Sachsenhausen -añadió, sin darle el mapa a Martin.

– No me convence -dijo Martin-. Según la documentación que nos dieron, en Sachsenhausen hay doce mil prisioneros. No llevamos suficientes lotes para todos.

– Tienen que llegar más.

– Entonces, ¿por qué salimos ya? ¿No sería mejor esperar a tener los demás lotes?

– ¿Cuánto quiere esperar antes de que empecemos a salvar vidas, doctor Flanagan? -dijo Tatiana-. Confío que no mucho tiempo.

– Si han aguantado varios meses sin nosotros, podrán esperar un par de días más, ¿no?

– No, no lo creo.


Evgeni Brestov, el comandante del campo, se mostró muy sorprendido («¡desconcertado, en realidad!») al verlos en la puerta de su despacho.

– ¿Que vienen a inspeccionar qué? -preguntó en ruso, mirando a Tatiana.

Al parecer se fiaba del uniforme de enfermera, ya que no le pidió sus credenciales. Brestov era un hombre obeso, sucio y desaliñado, que tenía aspecto de beber sin moderación.

– Venimos a atender a los enfermos. ¿No se lo ha comunicado el comandante militar de Berlín?

Tatiana era la única que podía hablar con él.

– ¿Dónde aprendió ruso? -le preguntó Brestov.

– En Estados Unidos, en la universidad -contestó Tatiana-. Me temo que no lo hablo muy bien.

– ¡Qué va! Lo habla perfectamente.

Brestov los acompañó a las oficinas, donde lo estaba esperando un telegrama de Stepanov con el sello de «urgente».

– Si es urgente, es urgente… ¿Por qué no me lo han traído a la casa? -protestó Brestov. Acto seguido, añadió-: Lo que no entiendo es a qué viene tanta urgencia. Todo está en orden, estamos empezando a aplicar la nueva normativa. Si quieren saber mi opinión, les diré que hay un exceso de ordenanzas. Nos piden lo imposible y luego se quejan si las cosas no salen a su gusto.

– Lo comprendo, tiene que ser difícil.

Brestov asintió con un gesto enfático.

– ¡Mucho! Los guardianes no tienen ninguna experiencia. ¿Cómo quieren que vigilen a los militares alemanes, que formaban parte de una fuerza entrenada para matar? El letrero del portón dice «El trabajo os hace libres», o algo así. Deberían estar dispuestos a trabajar ellos también…

– A lo mejor saben que de todos modos no van a salir libres…

– Podría ser. Aún estamos discutiendo las condiciones con el gobierno alemán. Desde luego, no saldrán de aquí si siguen mostrándose tan poco dispuestos a colaborar…

– Entonces, ¿quién trabaja?

– Bueno, ya sabe… -dijo Brestov tras una pausa, y cambió de tema enseguida-: Mi colaborador, el teniente Iván Karolich, se encarga de supervisar la actividad diaria del campo.

– ¿Dónde estará a salvo el jeep?

– ¿A salvo? En ninguna parte. Apárquenlo delante de mi casa y cierren las puertas con llave.

Tatiana miró hacia el camino flanqueado de árboles y vio que la casa del comandante estaba a unos cientos de metros de la entrada del campo.

– ¿No podríamos dejarlo dentro del recinto? Tendremos que transportar miles de lotes. ¿Cuántos prisioneros hay aquí, doce mil?

– Más o menos…

– ¿Más de doce mil, o menos?

– Más.

– ¿Cuántos más?

– Cuatro mil.

– ¡Dieciséis mil hombres! -exclamó Tatiana, Algo más serena, añadió-: Pensaba que el campo sólo tenía capacidad para doce mil. ¿Han construido nuevos barracones?

– No. Están en los sesenta barracones que ya existían. No podemos construir más, porque todos los árboles que se talan se utilizan en la reconstrucción de las ciudades soviéticas.

– Ya entiendo. ¿Podríamos aparcar al otro lado de la valla.

– De acuerdo, aparquen dentro. ¿Qué llevan en el jeep?

– Medicinas para los enfermos. Y también carne enlatada, leche en polvo, dos fanegas de manzanas, mantas de lana…

– Los enfermos se curarán. Y los prisioneros ya reciben demasiada comida. Además, es verano y no necesitan mantas -Brestov se aclaró la voz y añadió-: Y aparte de la leche en polvo, ¿no han traído nada para beber?

– ¡Claro que sí, comandante! -dijo Tatiana, lanzando una mirada a Martin.

Agarró a Brestov del brazo y lo llevó a la trasera del jeep.

– ¡Tengo justo lo que necesita!

Sacó una botella de vodka, que Brestov le arrebató rápidamente de las manos.

Martin se puso dócilmente al volante y dejó el jeep aparcado junto a la garita.

– Esto parece una base militar -dijo en voz baja a Tatiana-. Está tan bien diseñado…

– Sí. Pero apuesto a que cuando lo dirigían los alemanes estaba más limpio y mejor organizado. Fíjese.

Las paredes de los edificios se estaban desmoronando, y entre el césped mal segado asomaban pedazos de madera caídos de los marcos de las ventanas. Las piezas de metal estaban oxidadas. Todo tenía un aspecto descuidado típicamente soviético.

– ¿Sabía que éste era uno de los llamados «campos modelo», donde se formaban los miembros de las SS? -preguntó Brestov-. Puede traducírselo a sus compañeros.

– Sí… Realmente, los alemanes eran buenos construyendo campos -repuso Tatiana.

– Y ya ve, ahora, los muy cabrones (perdone mi vocabulario) tienen que pudrirse en sus campos modelo -exclamó Brestov.

– ¿Dónde está su colaborador? -preguntó Tatiana, mirando severamente a Brestov, que carraspeó avergonzado.

Brestov les presentó al teniente Karolich, un tipo alto y atildado, con pinta de disfrutar de la comida. Aunque era bastante joven, tenía la papada de quien lleva muchos años abusando de la manteca. Cuando les tendió la mano, Tatiana observó que Karolich llevaba las uñas muy bien cuidadas, y pensó en lo incongruente que resultaba que una persona con unas manos tan pulcras dirigiera una institución repleta de prisioneros sucios y aquejados de mil enfermedades. Le dijo que querían ver las dependencias del campo.

El recinto era grande y tenía una forma triangular que facilitaba la vigilancia, ya que los guardianes podían disparar hasta varios centenares de metros desde la garita del fondo. En los barracones, distribuidos en tres semicírculos concéntricos, se alojaba la mayoría de los militares y civiles de origen alemán.

Las ejecuciones se llevaban a cabo en la horca instalada frente al primer semicírculo, normalmente tras el recuento de la mañana.

– ¿Dónde están los oficiales rusos? -preguntó Tatiana cuando se acercaban a la enfermería.

– Bueno… -empezó a decir Karolich-. Están en lo que antes eran los barracones de los prisioneros aliados.

– ¿Y eso dónde es?

– En un anexo, fuera del perímetro principal.

– Dígame, teniente Karolich, ¿es que los oficiales alemanes están tan bien atendidos que no necesitan nuestra ayuda?

– No creo que sea así.

– Ah, ¿no? Entonces acompáñenos a verlos.

Karolich carraspeó.

– Me temo que también habrá militares rusos en esa parte.

– Perfecto.

– Por eso no puedo dejarlos visitar esos barracones.

– ¿Por qué? También los ayudaremos. Quizá no me ha entendido bien, teniente. Traemos lotes de medicinas y de alimentos, tenemos a un médico que puede atender a los enfermos… ¿A qué estamos esperando? ¿Por qué no acompaña al doctor Flanagan y a la señorita Davenport hasta la enfermería para que puedan trabajar en paz, y luego usted y yo nos vamos a ver a los prisioneros de los barracones? Empecemos por la zona de los oficiales, ¿le parece?

Karolich la miró, desconcertado.

– El comandante ha dicho que… En fin, que querrían comer. -Se le atropellaban las palabras-. He encargado un almuerzo especial en la cocina… ¿Y no querrán descansar un poco? El comandante ha mandado preparar las habitaciones para usted y sus compañeros.

– Se lo agradecemos mucho. Comeremos y descansaremos cuando esté terminado el trabajo, teniente. Empecemos de una vez.

– ¿Qué puede hacer usted sin un médico?

– Prácticamente todo. A no ser que alguien necesite cirugía cerebral, pero creo que en ese caso ni siquiera nuestro médico podría serle de ayuda…

– ¡No, no…!

Tatiana estaba demasiado nerviosa para sonreír. Prosiguió:

– Puedo aplicar todo tipo de curas. Puedo poner puntos, lavar heridas y vendarlas, hacer transfusiones, administrar morfina, tratar infecciones, preparar remedios, anotar diagnósticos, bajar la fiebre, eliminar los piojos y afeitar cabezas para prevenir futuros problemas… -Dio una palmadita al maletín de enfermera-. Aquí tengo prácticamente todo lo que necesito. Y cuando se acabe, tengo más material en el jeep.

Karolich balbuceó algo ininteligible y dijo que no se necesitaría sangre ni morfina, que se trataba tan sólo de un campo de internamiento.

– ¿No ha habido nunca ninguna baja?

– Las personas mueren, enfermera -respondió Karolich con altivez-. Por supuesto que hay bajas. Pero no puede hacer gran cosa por los muertos, ¿verdad?

Tatiana no dijo nada. Pestañeó, recordando súbitamente a todos los seres queridos a los que no había podido salvar de la muerte.

– Tania -susurró Martin-, el comandante ha dicho algo de ir a comer, ¿no?

– Pues sí, pero le he dicho que hemos comido hace poco -explicó Tatiana, cogiendo el maletín. Miró a Martin a los ojos y añadió-: Porque hemos comido ya, ¿no es cierto, doctor?

El médico no supo qué contestarle.

– Eso pensaba… Usted y Penny pueden ir directamente a la enfermería. Yo empezaré por los barracones de los oficiales, a ver qué se puede hacer.

Tatiana, que ejercía de puente entre dos culturas, dos idiomas y dos países, era la única que podía dar órdenes. Martin y Penny se encaminaron a la enfermería.

Karolich y Tatiana volvieron al jeep y abrieron la parte trasera. Tatiana se quedó mirando los botiquines, los paquetes de comida y los sacos de manzanas, pensando en cómo accedería a sus pertenencias. Dio la espalda a Karolich durante un momento, para que no pudiera advertir que tenía miedo. Sin mirarlo, para ganar un poco más de tiempo, le dijo:

– ¿Tiene algún asistente? Creo que necesitaremos a alguien más. -Hizo una pausa y añadió-: Y también nos vendría bien una carretilla para transportar los sacos de manzanas y los botiquines.

– Ya lo llevaré yo -se ofreció Karolich.

Esta vez, Tatiana se volvió hacia él. Estaba más tranquila.

– Entonces, ¿quién llevará la ametralladora, teniente? Se miraron unos momentos en silencio, hasta que Tatiana supo que el otro había entendido las implicaciones de su frase.

Karolich se sonrojó, incómodo.

– Los prisioneros no son agresivos, enfermera. No la molestaran.

– Teniente Karolich, no dudo ni por un momento de que tal vez en otra vida muchos de ellos fueron gente pacífica, pero llevo tres meses rodeada de realidad, en Estados Unidos he atendido durante tres años a prisioneros de guerra alemanes, y no me hago muchas ilusiones. Y una enfermera armada no crea una buena impresión, ¿no le parece?

– Tiene usted toda la razón.

Sin atreverse a mirarla, el teniente le dijo que esperara y llamó al sargento que le hacía de asistente. Entre los dos colocaron un saco de manzanas y treinta botiquines en una bamboleante carretilla y la condujeron hasta los barracones de los oficiales.

Mientras el sargento esperaba fuera con los botiquines, Tatiana cogió una bolsa llena de manzanas y recorrió los dos primeros barracones asida al brazo de Karolich. Había comprendido que, si se encontraba a Alexander en uno de aquellos cobertizos sucios y atestados, tendría dificultades para disimular su reacción. Se paraba junto a las literas compartidas entre dos prisioneros, les daba una manzana a cada uno y seguía avanzando. Si alguno dormía, lo zarandeaba y a veces apartaba las mantas. Escuchaba sus gritos y sus bravatas intentando distinguir el timbre de sus voces. Se quedó enseguida sin manzanas. No abrió ni una sola vez el maletín de enfermera.

– ¿Qué opina? -dijo Karolich cuando salieron del barracón.

– ¿Que qué opino? Me parece terrible -dijo Tatiana, respirando el aire fresco del exterior-. Pero al menos, aquí, todos los prisioneros estaban vivos.

– No se ha parado a examinar a ninguno.

– Le haré un resumen de mis impresiones cuando hayamos visitado todos los barracones, teniente -dijo Tatiana-. Tengo que hacer una lista con los prisioneros que habrá que visitar de nuevo y los que necesitarán la atención inmediata del doctor Flanagan, pero tengo mi propio sistema para confeccionarla. Por el olor, la temperatura de la piel y el color de la cara, puedo distinguir a los que están enfermos y saber qué necesitan, y sé quiénes conservan la vitalidad y quiénes se acercan a la muerte. También me ayuda el timbre de sus voces. Si gritan palabras en alemán o extienden la mano hacia mí, sé que no se encuentran tan mal. Cuando no se mueven, o peor aún, cuando me siguen con la mirada sin decir nada, es cuando empiezo a preocuparme. En estos dos barracones, los prisioneros estaban vivos. Ordene a su sargento que distribuya los botiquines pequeños, y pasemos al siguiente.

Inspeccionaron otros dos barracones donde la situación no era tan buena. Tatiana cubrió a dos de los prisioneros con las sábanas y dijo a Karolich que los sacaran al exterior para enterrarlos. Cinco tenían fiebre. Tatiana tuvo que tratar diecisiete heridas abiertas, se quedó sin vendas y tuvo que volver al jeep a por más. Al volver pasó por la enfermería y pidió a Penny y al doctor Flanagan que la acompañaran.

– La situación es peor de lo que pensaba -les dijo.

– No puede ser peor que aquí, donde se están muriendo de disentería -dijo el doctor Flanagan.

– Pues la disentería se ha extendido a los barracones -aseguró Tatiana.

– ¿Hay algún caso de tifus?

– De momento no, aunque he visto a dos o tres con fiebre. Claro que hasta ahora sólo he inspeccionado cuatro barracones.

– ¡Cuatro! ¿Cuántos hay en total?

– Sesenta.

– ¡Enfermera Barrington!

– Tenemos que darnos prisa, doctor. En cada barracón se apiñan ciento treinta y cuatro literas, con doscientos sesenta y ocho hombres en total. ¿Qué esperaba?

– No vamos a terminar nunca.

– Ánimo…-lo alentó Tatiana.

En uno de los barracones, los prisioneros habían salido al patio, y en el otro, estaban en las duchas.

– Dígale a ese tal Karolich que en éste acabarán todos muertos si no manda directamente a la enfermería a los enfermos de difteria -dijo Martin, después de examinar el undécimo barracón.

En el decimotercer barracón, cuando Tatiana estaba vendando un brazo, el herido se resbaló de la litera y se le cayó encima. Tatiana pensó que había sido sin querer, pero el prisionero la sujetó contra el suelo y comenzó a restregarse contra ella. Karolich intentó separarlos sin éxito, y los demás prisioneros no querían inmiscuirse El hombre no paró de moverse hasta que perdió el conocimiento después de que Karolich le golpeara en la cabeza con la culata de la Shpagin.

Karolich tendió la mano a Tatiana para ayudarla a levantarse.

– Lo siento. Nos ocuparemos de él.

– No se preocupe -contestó Tatiana, jadeando y sacudiéndose el uniforme. Cogió el maletín de enfermera y añadió-: Sigamos.

No terminó de vendar a su agresor.

Eran las ocho de la noche cuando terminaron de revisar el decimoctavo barracón. Karolich dijo que tenían que parar y Martin y Penny lo secundaron, pero Tatiana quería continuar porque en los dos últimos barracones había oído hablar en ruso por primera vez. Los inspeccionó con más atención, apartando todas las mantas, repartiendo botiquines y manzanas y hablando con algunos de los prisioneros, pero no encontró ni rastro de Alexander.

Karolich, Martin y Penny dijeron que no podían más y que ya retomarían el trabajo al día siguiente. Como no podía trabajar sola, Tatiana los acompañó de mala gana a casa del comandante. Se lavaron y cambiaron, Penny se puso otra inyección de penicilina, y los tres se sentaron a la mesa con Karolich y Brestov.

– ¿Qué opina su jefe, enfermera? -preguntó Brestov-. ¿Cómo está la situación?

– Regular… -respondió Tatiana, sin molestarse en traducir la pregunta para Martin y Penny, concentrados en la cena-. Las condiciones sanitarias son preocupantes. El principal problema es la suciedad. Los prisioneros están llenos de ronchas y costras. ¿No funcionan las duchas y la lavandería?

– Claro que sí -contestó Brestov, indignado.

– Debería estar en funcionamiento las veinticuatro horas. Si mantiene limpios a sus prisioneros, tendrá la mitad de problemas. Y tampoco iría mal desinfectar los inodoros…

– Oiga, salen a caminar por el patio, no pueden estar tan enfermos… Hacen gimnasia y reciben tres comidas al día.

– ¿Qué les dan de comer?

– Esto no es un hotel, enfermera Barrington. Les damos lo habitual en una cárcel.

Tatiana observó el bistec del plato de Brestov.

– ¿Y eso qué significa? ¿Gachas para desayunar, caldo para comer y patatas para cenar? -preguntó.

– Y pan -precisó Brestov-. Y a veces toman sopa de ave.

– No se lavan, comen poco, las literas están apiñadas, los barracones son un caldo de infecciones… y por si piensa que el estado de salud de sus prisioneros no es asunto suyo, sepa que los carceleros terminarán enfermando también. La difteria se contagia, como la fiebre tifoidea y el tifus.

– ¡Un momento! No hay casos de tifus.

– Por ahora… -le respondió Tatiana con voz serena-. Pero hay piojos y garrapatas y los presos no se afeitan ni se rasuran la cabeza. Y cuando ellos enfermen de tifus, sus hombres tendrán que seguir vigilándolos…

Brestov estuvo un momento callado, con el tenedor suspendido en el aire.

– ¡Al menos no se están muriendo de sífilis! -dijo al final.

Echó la cabeza para atrás y soltó una carcajada.

– Se equivoca, comandante -dijo Tatiana, incorporándose-. He contado sesenta y cuatro casos de sífilis, diecisiete en la fase terciaria.

– Es imposible -dijo Brestov.

– Sea como sea, han enfermado. Y por cierto, la situación de los prisioneros soviéticos parece ser peor que la de los alemanes, si cabe. Gracias por la agradable velada. Me despido de ustedes hasta mañana.

Antes de que Tatiana saliera del comedor, Brestov tomó un largo trago de vodka y dijo:

– No queremos que estén demasiado sanos. ¿Me comprende, enfermera Barrington? La salud los vuelve… menos dóciles.

Tatiana se fue sin contestarle.

A la mañana siguiente se levantó a las cinco de la mañana, pero tuvo que esperar mano sobre mano hasta las seis porque sus compañeros aún dormían.

Martin y Penny se levantaron y se arreglaron con parsimonia, desayunaron con más parsimonia todavía, y por fin reanudaron la inspección de los cinco barracones que faltaban en la sección de oficiales.

– ¿Se encuentra usted bien? -preguntó Karolich con una sonrisa cortés. El cuello almidonado de su uniforme y su pelo pulcramente peinado le daban un aspecto incongruente-. ¿La afectó mucho lo de ayer?

– Un poco, pero estoy bien -respondió Tatiana.

– Lo han mandado al calabozo.

– ¿A quién? ¡Ah, al prisionero alemán! No se preocupe…

– ¿Le sucede a menudo?

– No mucho.

Karolich asintió.

– Habla muy bien el ruso -declaró.

– Gracias. Es usted muy amable.

Repartieron más botiquines y manzanas, aplicaron curas a los que estaban en condiciones de recibirlas y llevaron a la enfermería a los que tenían alguna dolencia infecciosa. Tatiana se paseó entre las camas, pero siguió sin ver a Alexander.

– Me han sorprendido las condiciones en las que viven los soviéticos -dijo Martin cuando salieron un momento a descansar.

Llovía, pero se habían refugiado debajo de un alero para respirar un poco de aire fresco.

– ¿Por qué? -preguntó Tatiana.

– No lo sé. Pensaba que los tratarían mejor que a los alemanes.

– ¿Y por qué iban a hacerlo? Ningún organismo internacional supervisa la situación de los prisioneros soviéticos, que por otro lado están a punto de ser enviados a los campos de trabajo de la URSS. ¿Qué cree que les espera allá? -Tatiana se encogió de hombros-. Al menos, aquí hay veranos.

En el decimonoveno barracón, cuando se había arrodillado junto a una litera para desinfectar una quemadura con ácido bórico, Tatiana oyó una voz y una risa que le parecieron familiares. Se volvió, miró al otro lado del pasillo y se encontró cara a cara con el teniente Ouspenski, al que había conocido en el hospital de Morozovo. Con el corazón en vilo, se giró hacia el herido al que estaba atendiendo y esperó a que Ouspenski gritara tras ella: «¡Caramba, enfermera Metanova! ¿Qué la trae por aquí?».

Pero Ouspenski no gritó nada de eso. Lo que hizo fue decirle, en ruso, cuando Tatiana ya había terminado de curar la herida y se disponía a marcharse:

– Acerqúese, enfermera.

Tatiana volvió la cara lentamente. Ouspenski la miraba con una sonrisa de oreja a oreja.

– Tengo un problemilla que sólo usted puede solucionar, como enfermera y todo eso. Venga, venga…

El maquillaje y el tinte habían funcionado. Ouspenski no la había reconocido. Tatiana recogió sus cosas, cerró el maletín y se puso de pie.

– Yo lo veo muy sano -dijo.

– Pero no me ha palpado la cabeza ni el corazón ni el estómago… Ni…

– Soy una profesional y no me hace falta tocar nada para saber que está bien.

Ouspenski soltó una carcajada.

– ¿Sabe que me suena su cara? -añadió, con una amplia sonrisa-. Habla ruso muy bien. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

Tatiana encargó a Penny que diera a Ouspenski un botiquín y un lote de alimentos y salió apresuradamente del barracón. ¿Cuánto tardaría en recordar de qué le sonaba su cara?

En el último barracón se demoró especialmente, deteniéndose junto a todas las literas y hablando con algunos de los prisioneros. Si había visto a Ouspenski, ¿por qué no podía encontrar a Alexander? Pero el vigésimo barracón no arrojó ningún fruto. Doscientos sesenta y ocho hombres, y ninguno era Alexander. Veinte barracones, cinco mil hombres, y ninguno era Alexander. Aún no habían visto el resto del campo, pero era improbable que se alojara con los civiles. Karolich había dicho que intentaban no mezclar a los soviéticos con los alemanes para evitar que estallaran altercados.

Cuando salieron del barracón, Tatiana dejó a sus compañeros y caminó hacia la alambrada que bordeaba el cementerio. Era un húmedo día de junio y no había parado de lloviznar desde el amanecer. Tatiana, con el uniforme blanco lleno de manchas y el pelo negro mal recogido bajo la cofia, se paró junto a la alambrada, cruzó los brazos y contempló los pequeños montículos, sin cruces y sin nombres.

Karolich caminó hacia ella.

– ¿Se encuentra usted bien? -le preguntó.

Tatiana se volvió y emitió un suspiro de desaliento.

– Teniente, ¿dónde enterraron a los hombres que encontramos ayer muertos en el barracón?

– Aún no los hemos enterrado.

– ¿Y adonde los llevaron?

– De momento están en el depósito, junto a la sala de autopsias.

Tatiana no supo cómo logró articular las siguientes palabras:

– ¿Puedo visitar el depósito de cadáveres?

Karolich se echó a reír.

– No hay problema. ¿Cree que no atendemos bien a los muertos?

Mientras Martin y Penny regresaban a la enfermería, Tatiana se fue con Karolich. La sala de autopsias consistía en una pequeña estancia subterránea revestida de baldosas, con unas camillas altas para colocar los cadáveres.

– ¿Dónde está el depósito?

– Echamos los cadáveres por aquí -señaló Karolich.

En un extremo de la sala se abría un conducto metálico que terminaba en la oscuridad, seis metros más abajo. Tatiana contempló en silencio la abertura.

– ¿Y cómo hacen para subirlos? -preguntó con perplejidad.

– Normalmente no los subimos. El conducto lleva directamente al horno crematorio -dijo Karolich con una sonrisa-. Estos alemanes lo tenían todo previsto.

Tatiana estuvo unos momentos inmóvil, con la vista clavada en el oscuro final del conducto. Después se dio la vuelta y abandonó la sala de autopsias.

– Necesito descansar un minuto, teniente. Me sentaré en aquel banco -dijo, tratando de sonreír-. Les será más fácil llevar el campo cuando hayan trasladado a los soviéticos, ¿no? Habrá más espacio.

– Sí, pero vendrán más, esto no se acaba nunca -contestó Karolich, con un gesto displicente-. Cuidado, el banco está mojado.

Tatiana se sentó pesadamente. Karolich esperó un momento a su lado.

– ¿Prefiere que la deje sola? -preguntó al final.

– Sí, por favor. Sólo unos minutos.

Notaba una dolorosa quemazón en el estómago, como si sus entrañas se estuvieran consumiendo lentamente. Llegaría el momento en que se sentiría mejor, ¿no? No podía sentirse eternamente tan vieja como se sentía en aquellos momentos…

En la eternidad, ¿sería siempre joven?

¿Sería siempre joven, llevaría eternamente el vestido blanco bordado con rosas rojas y la melena rubia que le llegaba más abajo de los hombros?

Pasearía por el Jardín de Verano al atardecer, entre las fantasmales esculturas que se erguirían solicitando su atención, y echaría a correr con el cabello al viento y una sonrisa en la cara.

En la eternidad, estaría siempre corriendo.

Tatiana pensó en Leningrado, en las noches blancas, en el majestuoso Neva, en los puentes, en la figura del Jinete de Bronce, en la catedral de San Isaac, con su portal y sus balaustradas y la barandilla de hierro que rodeaba la cúpula, la barandilla a la que se habían asomado los dos una vez, en otra vida, para contemplar la oscuridad de la noche mientras esperaban a que la guerra los devorase. Y la guerra los había devorado.

Tatiana siguió sentada en el banco, cansada y perpleja.

Algo se estaba apagando dentro de ella.

Entretanto no había dejado de llover, y ni siquiera se había dado cuenta. Lo único que quería era tumbarse en el banco, bajo la lluvia.

Tatiana se tumbó en el banco, bajo la lluvia.


– Enfermera Barrington…

Tatiana abrió los ojos.

– Si no se encuentra bien, la acompañaré a la casa -dijo Karolich, ayudándola a incorporarse-. Descanse un poco. Ya inspeccionará los demás barracones y la cárcel en otro momento. No hay prisa.

Tatiana se puso de pie.

– No -dijo-. Vamos a ver la cárcel. ¿Hay muchos presos?

– Está dividida en tres secciones. Dos están cerradas, pero la que funciona está abarrotada. -Karolich escupió-. Se pasan todo el tiempo contraviniendo el reglamento. Desobedecen las órdenes, no se presentan al recuento… tenemos incluso a uno que ha intentado escaparse diecisiete veces. ¡Al parecer, no escarmienta!

La cárcel sólo tenía una puerta de acceso, vigilada por un soldado sentado en una silla, que había apoyado la ametralladora en la pared mientras jugaba un solitario.

– ¿Cómo va el día, cabo Perdov?

– Está tranquilo -dijo el cabo, y se incorporó para saludar.

Sonrió a Tatiana, que no le sonrió.

La cárcel era un edificio alargado, con un corredor central cubierto de serrín y celdas a uno y otro lado.

– ¿Cuántos presos hay aquí? -preguntó Tatiana cuando terminaron de inspeccionar las cinco primeras celdas.

– Unos treinta -contestó Karolich.

El ocupante de la sexta celda se había desmayado, y Tatiana le dio sales para reanimarlo. Karolich se había alejado para abrir la siguiente puerta. Cuando el preso de la celda número seis recuperó la conciencia, Tatiana le dio un vaso de agua y salió al corredor.

Oyó la voz burlona de Karolich en la celda número siete:

– ¿Cómo está mi preso favorito?

– Vete a la mierda -fue la respuesta.

A Tatiana empezaron a temblarle las rodillas.

Salió al corredor y fue hacia la puerta de la siguiente celda, un cuarto largo y estrecho con un desnivel central. Delante de Tatiana, a unos cinco metros, debajo de un ventanuco por el que no entraba nada de luz, tumbado sobre un lecho de paja, estaba Alexander.

El silencio invadió la celda y cayó sobre el rostro y los hombros de Tatiana. Sin aliento, con el corazón en vilo, miró al preso flaco y barbudo y esposado, vestido con unos pantalones oscuros y una camisa blanca manchada de sangre. Tatiana soltó el maletín y se llevó la mano a la cara para ahogar un gemido.

– Sí, ya lo sé. Es el peor de todos, enfermera -declaró Karolich-. Nos trae locos, pero ya no sabemos qué hacer con él.


En el momento en que se abrió la puerta de la celda y entró un chorro de luz, Alexander estaba durmiendo. Mejor dicho, tenía los ojos cerrados, había soñado y creía que dormía. Llevaba dos días sin comer porque detestaba que le dejaran el cuenco en el suelo, como si fuera un perro. Pero había estado considerando la posibilidad de decidirse a probar algo.

Estaba rabioso consigo mismo. El último intento de fuga había estado muy cerca del éxito, pero no había funcionado. Había aprovechado el momento en que un celador vestido de paisano había acudido a la enfermería para llevar material sanitario. Normalmente, el celador entraba y salía del campo sin mostrar ninguna acreditación; se limitaba a saludar con un gesto a los centinelas, que lo saludaban también y le abrían el portón. ¿Podía haber un modo más sencillo de escapar? Alexander tenía las costilla rotas y llevaba tres semanas en la enfermería. Dejó al hombre sin conocimiento, lo desnudó y lo encerró en un armario, se puso su ropa y se acercó caminando al portón, saludando con la mano a los vigilantes. Uno de ellos bajó a abrir, pero ninguno se fijó en su cara.

Alexander se despidió de ellos agitando la mano y echó a andar.

¿Por qué había elegido precisamente ese momento Karolich para salir del casino instalado en las afueras del campo? Miró hacia el portón, vio la espalda de Alexander y alertó a los centinelas con un grito.

Tres días después, desangrado y exhausto, Alexander había cerrado los ojos y estaba soñando que nadaba y sentía el calor del sol y el frescor del agua sobre su piel. Soñaba que se había lavado y que no tenía sed. Soñaba con el verano. La celda estaba tan oscura… Soñaba que había encontrado un rincón ordenado en el caos infinito del mundo. Soñaba…

… Y de pronto oyó unas voces a través de los barrotes y luego el ruido del cerrojo, lanzó una mirada de soslayo a la puerta y vio entrar a Karolich. ¡Cómo le gustaba remarcar su poder frente a Alexander! Intercambiaron las frases habituales y de pronto, en el umbral, apareció la menuda silueta de una enfermera. Durante un instante, un instante tan sólo, en el aturdimiento del final del sueño, la pequeña figura de la enfermera le pareció la de… pero Alexander no veía bien en la penumbra, y en otros momentos había tenido alucinaciones parecidas. Constantemente intentaba alejar la esquiva imagen de Tatiana.

Sin embargo, cuando la figura menuda ahogó un gemido, Alexander se dio cuenta de que, a pesar del color del pelo, la voz que había oído con toda claridad sólo podía ser la de Tatiana. Entrecerró los ojos para distinguir sus rasgos y trató en vano de incorporarse. La figura dio un paso hacia él. ¡Dios, cómo se parecía a Tatiana! Alexander meneó la cabeza, convencido de que estaba delirando otra vez, de que volvía a ver a Tatiana en el bosque, con su bañador a topos y con aquellos ojos que lo perseguían todas las noches y todos los días. En un gesto suplicante, extendió los brazos hasta donde se lo permitieron los grilletes: «Visión, acércate y consuélame…».

Alexander agitó la cabeza y parpadeó. «Me la estoy imaginando -pensó-. Llevo demasiado tiempo representándomela en la mente, imaginando el aspecto y la voz que tendrá en la actualidad. Es una aparición, como el espectro de mi padre o de mi madre. Parpadearé, y cuando abra los ojos habrá desaparecido, como siempre.» Alexander parpadeó una vez, dos veces. Parpadeó para alejar la larga sombra de una vida sin ella, pero Tatiana seguía de pie frente a él, y sus labios eran rojos y sus ojos resplandecían.

Y de pronto, Alexander oyó que Karolich decía algo a la figura y comprendió que no era posible que aquel cabrón también estuviera imaginando a Tatiana.

Alexander y Tatiana se miraron en silencio, y en su mirada estaban los minutos y las horas, los meses y los años, los continentes y los océanos. En su mirada estaba el dolor y el inmenso remordimiento.

La guadaña de la tristeza golpeó sus rostros angustiados.


Tatiana corrió hacia Alexander. Casi tropezó con el desnivel de la celda, pero terminó arrodillada en el suelo cubierto de paja, haciendo algo que había creído que jamás volvería a hacer en lo que le quedaba de vida.

Extendió una mano y acarició a Alexander.

Alexander, sujeto con grilletes y con el pelo y la cara sucios de sangre reseca, la miró sin decir nada.

– Este es el de los diecisiete intentos de fuga, enfermera Barrington. No los tratamos a todos así, pero es que éste es incorregible.

– Teniente Karolich… -empezó a decir Tatiana con una voz gutural. Antes de que pudiera continuar, Alexander ahogó un gemido-. Teniente -repitió Tatiana en voz más baja, temerosa de que el temblor de su cuerpo alarmara a Karolich; afortunadamente, la celda estaba en penumbra y el teniente no se dio cuenta-. Creo que me he dejado el maletín en la otra celda. ¿Podría traérmelo, por favor? -En cuanto Karolich les dio la espalda, Tatiana susurró con una voz casi inaudible-: ¡Shura…!

Alexander emitió otro gemido.

Tatiana le acarició el brazo, se acercó un poco más y le colocó las dos manos sobre el rostro, justo en el momento en que entraba Karolich.

– ¿Cómo lo ve? -preguntó Karolich-. Aquí tiene el maletín. He visto que lleva muchos tubitos. ¿Para qué quiere tanto dentífrico?

– No es dentífrico -explicó Tatiana, haciendo un gran esfuerzo para apartar las manos de la cara de Alexander-. Es morfina.

¿Podría seguir hablando con normalidad, estando tan cerca de Alexander y sin poder tocarlo? Pero sí: sí que podía tocarlo.

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó, acercando las manos al torso de Alexander y notando los latidos de su corazón. Sentada junto a él, con las lágrimas resbalándole por las mejillas, añadió-: Hay que curarle la herida de la cabeza. Necesitaré agua y jabón y una navaja de afeitar para limpiarlo y vendarlo. Pero antes le daré algo de beber. ¿Puede pasarme la cantimplora, por favor?

Alexander seguía sin apartar los ojos de ella, que apenas era capaz de mirarlo mientras le acercaba la cantimplora a los labios. Alexander echó la cabeza hacia atrás y bebió. Karolich y él vieron que a Tatiana le temblaban los dedos cuando sostenía la cantimplora. Tatiana se la acercó a la boca y se terminó lo que quedaba del agua.

– ¿Se encuentra usted bien? -preguntó Karolich-. ¿No le afecta demasiado lo que está viendo? No sé si este trabajo es adecuado para usted. Parece tan… tan frágil.

– Teniente -dijo Tatiana, sin hacer caso de su comentario-, ¿puede traerme un cubo de agua caliente para limpiar la herida, y también jabón, algún champú potente y uno de los botiquines que tengo en el jeep?

– Sí, pero no puede quedarse a solas con el prisionero, es peligroso. Ya vio lo que le sucedió ayer.

– No pasa nada, está encadenado. Dése prisa, vaya a buscar lo que le he dicho. Queda mucho por hacer.

No apartó la mano en todo el tiempo.

En cuanto Karolich salió al corredor, Tatiana apoyó la frente contra la mejilla de Alexander.

– ¡No puede ser! -murmuró, en ruso-. No puedes ser tú… Pensé que estaba muerta y que tú me esperabas al otro lado de la vida…

– Y es cierto, te he estado esperando al otro lado de la vida… -aseguró Alexander, también en ruso.

Tatiana lo sintió estremecerse.

Se inclinó hacia él y Alexander cerró los ojos.

Mantuvieron la misma postura durante un momento, sin hablar y sin moverse.

Tatiana no pudo contener un gemido. Era incapaz de pronunciar ni una sola palabra, a pesar de haber imaginado miles de frases y gritado mil maldiciones contra su injusto destino en la época en que estaba hundida en la tristeza, cuando se sentía tan furiosa y tan perdida… Y ahora, lo único que hacía era apoyar la frente contra la mejilla ensangrentada de Alexander, incapaz de pronunciar una sola palabra para celebrar el reencuentro. Gemía y sollozaba, eso sí. No había silencio, pero tampoco había palabras.

– Tranquila… -le dijo Alexander.

– Shura… -pronunció Tatiana sin apenas mover los labios.

Arrodillada, se cubrió la cara con las manos temblorosas y comenzó a llorar.

– No llores, Tania.

Encorvada en el suelo, respiraba entrecortadamente y se tapaba la cara con las manos para no ver su camisa ensangrentada.

– ¿Cómo te ha ido en este tiempo, Tatiana? -preguntó Alexander con una voz temblorosa.

– Me ha ido bien.

Se aferró a sus manos encadenadas, y los dedos de Alexander oprimieron los suyos. Sus manos sucias y magulladas seguían siendo, fuertes, seguían siendo las manos heroicas de Alexander.

– ¿Cómo fue…? -A Alexander se le quebró la voz-. ¿Cómo fue el parto?

– Tenemos un hijo.

– ¡Un hijo! -Alexander suspiró-. ¿Qué nombre le has puesto?

– Anthony Alexander. Anthony.

Alexander apartó la cara, con los ojos llenos de lágrimas. Tatiana lo miró boquiabierta, agitando la cabeza con incredulidad.

– ¿De verdad eres tú? -susurró-. ¡Dime que eres tú, antes de que me eche a llorar!

– ¿Antes, dices…? Sí, soy yo -asintió Alexander.

Tatiana nunca lo había visto tan flaco, ni siquiera en los peores momentos del asedio de Leningrado.

– Alexander… -susurró, acariciándole la cabeza.

Parpadeo. No se había afeitado aún, tenía la cara cubierta de espuma y ella sostenía el espejo a la altura de sus senos. Parpadeo.

Le acarició los labios con los dedos y le besó la mano.

– Tatiana -susurró Alexander. Sus ojos le sondearon el rostro-. Eres tú, Tania.

– ¿Qué te pasó? ¿Te arrestaron?

– Sí.

– Déjame adivinar… Sabías que iban a arrestarte… -Tatiana se interrumpió un momento-. Lo supiste, no sé cómo, y decidiste fingir tu propia muerte para animarme a huir de Rusia. Y Sayers te ayudó.

– Sí, Sayers me ayudó. Pero no fingí. Pensaba realmente que iba a morir, y no quería que te quedaras en la URSS viendo cómo me ejecutaban. Sabía que ésa era la única manera de hacerte huir.

Hablaban deprisa, temerosos de que en cualquier momento entrara otra vez Karolich.

– ¿Te ayudó Stepanov? -preguntó Tatiana.

– Sí.

– Está en Berlín.

– Ya lo sé. Vino a verme hace unos meses.

– ¿Cómo conseguiste que Sayers…? En fin, da igual. -No podía apartarse de su lado. No podía ni respirar-. ¿Pensabas que yo querría olvidarte?

– Sabía que, si no era así, no te irías -dijo Alexander.

– Nunca te habría abandonado.

– Lo sabía. -Alexander hizo una pausa y añadió-: Lo sabía demasiado bien.

Tatiana dejó de acariciarlo y se miró las manos.

– Tú y tu ego… -se quejó-. Leningrado, Morozovo, Lazarevo… Siempre creías saber qué era lo mejor.

– ¡Ah! -exclamó Alexander-. ¿Existió Lazarevo?

– ¿Qué? -preguntó Tatiana, desconcertada-. Te dije que te habría esperado, y lo hubiera hecho.

– ¿Igual que me dijiste que no te irías de Lazarevo? Habrías tenido que vivir allá sin mí -dijo Alexander-. Me han condenado a veinticinco años de trabajos forzados.

Tatiana dio un respingo al oírlo.

– ¿Por qué apartas la cara, Tania? -balbuceó Alexander-. ¿Por qué te miras las manos?

– Porque tengo miedo -susurró Tatiana-. Mucho miedo.

– Y yo también -reconoció Alexander-. Por favor, mírame. Necesito que tus ojos me miren.

Tatiana alzó la vista. Las lágrimas surcaban sus mejillas.

Guardaron silencio los dos. Tatiana se sintió flaquear bajo el peso de su corazón.

– Gracias por seguir vivo, soldado -susurró.

– No hay de qué -respondió Alexander con otro susurro.


Oyeron que alguien abría la puerta del exterior. Tatiana se apartó rápidamente y se limpió las manchas de rímel de la cara. Alexander cerró los ojos.

Karolich entró en la celda con un cubo y unas vendas.

– Antes de empezar, teniente, necesito que lo suelte. Los grilletes se le han clavado en las muñecas y los tobillos y tengo que vendárselos para evitar que se infecten, si es que no se le han infectado ya.

Karolich se sacó del bolsillo la llave de los grilletes y agarró la ametralladora.

– No conoce a este hombre, enfermera Barrington. En su lugar, yo no tendría tanta compasión.

– Siento compasión por todos los afligidos -contestó Tatiana.

– Pero éste es un demonio.

Tatiana observó que la habitual afabilidad de Karolich desaparecía en cuanto se acercaba a Alexander, a quien quitó los grilletes con brusquedad y los dejó caer ruidosamente al suelo.

– ¿Por qué no usan correas? Cumplen la misma función pero no son tan dolorosas como unos grilletes metálicos.

Karolich se echó a reír.

– Enfermera, no sé si escuchó antes mis explicaciones. Los grilletes los usaban los alemanes y los dejaron aquí para nosotros. Además, este hombre no tardaría ni dos horas en romper unas correas de cuero.

– Por lo menos, cuando terminemos de curarlo le cambiará el lecho de paja… -repuso Tatiana con un suspiro.

Karolich se encogió de hombros y se sentó sobre la paja limpia, con la espalda contra la pared, las piernas extendidas y la metralleta en las manos.

– Un movimiento en falso, Belov, y ¿sabe qué pasará?

Alexander no contestó. Tatiana se arrodilló a su lado.

– Déjeme limpiarlo -le dijo.

– De acuerdo.

– Incline la cabeza un poco para que pueda lavarle el pelo.

Alexander echó la cabeza hacia atrás.

– ¿Qué le ha pasado a este hombre, teniente? -preguntó Tatiana, colocando una mano bajo el cuello de Alexander para sostenerle la cabeza, que casi la rozaba a la altura de los pechos, mientras le pasaba una toalla empapada por el pelo sucio y ensangrentado, largo como la barba-. Le cortaré el pelo y lo afeitaré. No olvide que, si los presos llevan la cabeza rapada, se evitará muchos problemas. Y no me refiero sólo a él, hablo de todos.

– ¿Por qué lo mira de ese modo? -preguntó de pronto Karolich.

– ¿De qué modo? -repuso Tatiana en voz baja.

– No sé cómo describirlo.

– Estoy cansada. Creo que tiene usted razón, todo esto me está afectando mucho.

– Entonces pare y vaya a descansar a la casa. Han preparado una comida bastante decente. -Karolich sonrió-. Ayer no bebió usted nada de vino, y eso que tenemos uno muy bueno.

– No. Primero quiero acabar con lo que estoy haciendo.

Le apartó el pelo de la cara para limpiarle la herida. Alexander tenía un corte en la sien, y el cuello y la camisa cubiertos de sangre seca. ¿Cuándo se había ensuciado de sangre? Su cara estaba hinchada y magullada en los pómulos y en la mandíbula. ¿Le habían pegado? En la penumbra, Tatiana podía distinguir las manchas oscuras de la sangre, la tela blanca de la camisa y el negro del pelo y de los ojos. Alexander llevaba mucho tiempo sin lavarse ni afeitarse, y sin que nadie lo tocara. Reclinado entre los brazos de Tatiana, cerró los ojos y respiró pausadamente. Lo único que se movía era su corazón, que le retumbaba en las venas. Estaba tan quieto, tan sereno, tan cercano a ella, tan asustado… todo eso podía ver Tatiana, del mismo modo que él podía verlo en ella. Tatiana necesitaba hablarle, lo necesitaba con tanta urgencia, que tuvo que morderse los labios con fuerza para contenerse.

– Enfermera, están cayendo gotas de sangre sobre el prisionero.

Alexander parpadeó y alzó la mirada en silencio.

– No pasa nada. -Tatiana se limpió la sangre del labio con la lengua mientras empapaba la toalla en el cubo de agua-. Cuénteme qué le ha pasado a este hombre -dijo, mientras se acomodaba el pelo cubierto por la cofia.

– ¿Que qué le ha pasado? -Karolich soltó una risita-. Lleva aquí desde agosto. Al principio se portaba muy bien,,cortaba troncos, no armaba jaleo, era el preso modelo, trabajaba incansablemente y a cambio tenía derecho a algunos privilegios. ¡Nos habría gustado tener más prisioneros como él! Por desgracia, desde noviembre ha intentado fugarse cada vez que ha salido del calabozo. Cree que está en un hotel, que puede entrar y salir cuando le apetezca. Después de diecisiete intentos debería estar escarmentado, pero ¡qué va!

– Vete a la mierda -masculló Alexander.

– Vaya, vaya… qué forma de comportarse delante de una señora. En fin, da igual. -Karolich bajó la voz y añadió-: No va a estar mucho tiempo más aquí.

– Ah, ¿no?

Tatiana estaba lavando las muñecas de Alexander y había aprovechado para pasarle dos horquillas que se había quitado del pelo hacía unos momentos.

– No -contestó Karolich, meneando la cabeza-. Mañana sale hacia Kolima, junto con otros mil presos. -Soltó una risita y golpeó las costillas de Alexander con la punta de la ametralladora-. ¡Intenta fugarte de Kolima!

– No lo provoque, por favor -dijo Tatiana, empezando a afeitarle la barba-. ¿Por qué no lleva el uniforme de recluso?

– Lleva puesto lo que le robó a un celador en la enfermería. Lo metimos en el calabozo tal como iba. Le encanta el calabozo, siempre quiere volver.

– ¿Por qué tiene cardenales y manchas de sangre? ¿Le pegaron?

– ¿No me ha oído antes, enfermera? ¡Diecisiete intentos de fuga! ¿Que si le pegaron? Tiene suerte de estar vivo. ¿Qué le parecería que el hombre de ayer hubiera repetido lo mismo diecisiete veces? ¿Cuánto habría aguantado usted hasta hartarse y matarlo de una paliza?

Tatiana lanzó una mirada a Alexander y vio que sus ojos se ensombrecían.

– La mugre de este hombre le ensuciará el uniforme, enfermera -dijo desdeñosamente Karolich-. Déjelo ya, da igual que lleve barba. No está acostumbrado a este trato y no se lo merece.

Tatiana soltó a Alexander. Tenía las muñecas lavadas y vendadas; el pelo, limpio y recortado; la herida de la sien, desinfectada y protegida. Hasta se había lavado los dientes con peróxido y bicarbonato. Pero Tatiana quería examinar el resto de su cuerpo, para asegurarse de que no tenía las costillas rotas.

– ¿Cuál era la graduación de este preso?

– Ya no tiene ninguna -dijo Karolich.

– Pero ¿cuál tenía?

– En otro tiempo fue comandante, y después lo degradaron a capitán.

– ¿Le duelen las costillas, capitán? ¿Podrían estar rotas? -preguntó Tatiana.

– No sé, no soy médico -contestó Alexander-. Podría ser.

Tatiana le abrió la camisa y le deslizó lentamente las manos desde la garganta hasta las costillas, susurrando:

– ¿Le duele aquí? ¿Y aquí?

Alexander no contestó. No dijo nada, ni abrió los ojos. Siguió tumbado sobre la paja, inmóvil, con las manos a los lados, respirando con lentitud.

Tenía el cuerpo amoratado y sucio. Seguramente no tenía las costillas rotas, porque no dio ningún respingo cuando Tatiana lo rozó. Quizá se había contenido (tampoco había dado ningún respingo cuando le tocó la herida de la sien), pero Tatiana decidió no pensar más en ello.

Le quitó los grilletes de las piernas y le lavó los pies con agua y jabón. Alexander tenía los tobillos entumecidos, con la piel roja y magullada, pero era difícil distinguirlos en la penumbra.

– ¿Se ha roto hace poco las costillas o los pies?

– Podría ser, no lo sé. No he estado atento a sus andanzas. -Karolich seguía sentado sobre la paja. Encendió un cigarro y miró fríamente a Alexander-. ¿Quiere uno, enfermera? Estos cigarrillos son muy buenos.

– Gracias, teniente, no fumo. Quizá quiera uno el prisionero…

Karolich se rió y golpeó con la bota la cadera de Alexander.

– Los reclusos no pueden fumar, ¿verdad, Belov?

Tomó una calada y lanzó el humo hacia la cara de Alexander.

– Teniente, no quiero que provoque al prisionero en mi presencia -protestó Tatiana, poniéndose de pie-. Aquí ya hemos terminado. Podemos irnos.

Alexander emitió un gemido de desaliento.

Mientras Tatiana recogía sus cosas, Karolich volvió a sujetar las muñecas y los tobillos de Alexander con los grilletes.

– ¿Cuánto hace que no come? -preguntó Tatiana.

– Le damos comida -contestó Karolich con voz malhumorada-. ¡Más de la que se merece!

– ¿Y cómo se la toma? ¿Le quitan los grilletes?

– No se los quitamos nunca. Le dejamos la comida en el suelo, y él se acerca, agacha la cara y come directamente de la escudilla.

– Pues no lo ha hecho. ¿No ha visto lo flaco que está? ¿Ése es el último plato que le dejaron? Él no lo ha tocado, pero las ratas sí. Y si hay ratas, es porque saben que podrán darse un festín con la comida abandonada durante días en el suelo. ¿No sabe que las ratas transmiten la peste, teniente? Uno de los cometidos de la Cruz Roja Internacional es evitar que se cometan este tipo de abusos. Y ahora, retire la paja vieja y cámbiela por paja limpia.

Después de cambiar el lecho de paja sobre el que estaba tumbado Alexander, Karolich retiró la bandeja.

– Luego le traerán más comida -dijo.

Tatiana lanzó una mirada a Alexander, que seguía con los ojos cerrados y las manos sobre el estómago. Quería decirle que volvería más tarde, pero no quería que Karolich notara el temblor de su voz.

– No se vaya -dijo Alexander sin abrir los ojos.

– Volveremos más tarde a ver cómo se encuentra -articuló débilmente Tatiana.

Agradeció que tuviera las manos sujetas por los grilletes, porque sabía que, de no ser así, no la habría dejado marcharse.


Cuando salieron, la luz grisácea del exterior deslumbró a Tatiana. Karolich le propuso ir a comer a la casa, pero ella le contestó que iría un poco más tarde porque quería comprobar cuántos lotes quedaban en el jeep de la Cruz Roja.

La cárcel estaba a la derecha de la garita de vigilancia, al lado de donde habían aparcado. Uno de los dos centinelas la saludó. Tatiana abrió las puertas del jeep, echó un vistazo y vio que quedaba una cuarta parte de la carga: una fanega de manzanas y unos cuantos lotes de comida. Tenía muy poco tiempo para pensar un plan. Esperó un momento en silencio y al final colocó sesenta botiquines en la carretilla y se encaminó al barracón más cercano. El hecho de que estuviera dispuesta a entrar sola en un barracón donde se hacinaban doscientos sesenta y seis hombres hablaba a las claras de su desesperación, pero Tatiana no se había vuelto loca. Había colgado el maletín de enfermera de la empuñadura de la carretilla y llevaba la P-38 bien visible, embutida en la cinturilla de los pantalones.

Repartió un botiquín por cama, dijo que regresaría después con el médico y volvió varias veces al jeep en busca de más medicinas, corriendo todo el tiempo. Cuando llegó a la casa del comandante, sus compañeros ya estaban terminando de comer. Tatiana se bebió un vaso de agua, los dejó para cambiarse de ropa y retocarse el maquillaje, y después llamó a Penny y a Martin.

– Tenemos que volver a por más lotes a Berlín -anunció-. Ya no queda ninguno, y también se están acabando las vendas y la penicilina. Saldremos esta noche y volveremos mañana.

– ¿Acabamos de llegar y ya quieres marcharte? Qué voluble es esta chica, ¿verdad, Martin? -dijo Penny, guiñándole un ojo.

– ¡Si sólo fuera eso…! -protestó Martin-. Ya le dije que no podíamos venir a un sitio como éste sin el apoyo necesario.

Tatiana le dio una palmadita en el hombro.

– Y tenía usted razón, doctor Flanagan -dijo-. Pero hemos conseguido examinar a cinco mil personas en dos días, cosa que no está nada mal.

Decidieron salir a las ocho, aunque Martin protestó porque tendrían que conducir de noche por carreteras desconocidas. Mientras él y Penny acompañaban a Karolich a los barracones de civiles, Tatiana dijo que terminaría de inspeccionar la cárcel.

– La enfermera Davenport y el doctor Flanagan lo necesitan más que yo -dijo cuando Karolich se ofreció a acompañarla-. Los del calabozo son los menos peligrosos, ya sabe. Al fin y al cabo, no pueden tocarme. Además, le diré al cabo Perdov que me acompañe.

Mientras Karolich se marchaba de mala gana con Martin y con Penny, Tatiana corrió a la cocina y encargó salchichas, patatas con calabaza, pan con mantequilla y naranjas.

– No he comido aún y estoy hambrienta -explicó con resolución.

Cogió también una jarra de agua y preparó un vaso de vodka al que añadió un poco de secobarbital.

Cuando atravesó la puerta del calabozo lanzó una sonrisa al cabo Perdov, que la saludó con otra sonrisa.

– Traigo comida para el prisionero de la celda número siete, que lleva tres días sin probar bocado -explicó-. El teniente Karolich ya lo sabe.

– ¿Quiere que le quite los grilletes?

– Ahora veré si es necesario.

– Oiga… -dijo Perdov, mirando la bandeja-. ¿Eso es un vasito de licor?

– Ah, sí. -Tatiana sonrió-. Supongo que el prisionero no podrá tomar, ¿verdad?

– ¡Por supuesto que no!

– Ya entiendo. ¿Quiere bebérselo usted?

Perdov cogió el vaso de vodka y lo apuró en un par de tragos.

– Cuando vuelva más tarde con la cena, a lo mejor traigo otro vasito para el prisionero… -anunció afablemente Tatiana, guiñándole un ojo.

– ¡Sí, sí, pero no sea tan cicatera la próxima vez! -dijo Perdov y soltó un eructo.

– Veré qué puedo hacer. ¿Puede abrir la séptima celda, por favor?

Al entrar vieron a Alexander durmiendo sentado.

– Está perdiendo el tiempo, éste no se merece tanto cuidado -declaró Perdov-. No se entretenga mucho.

El cabo Perdov dejó la puerta abierta y volvió a su silla. Entretanto, Tatiana descendió el escalón y se acercó a Alexander. Dejó la bandeja en el suelo y se arrodilló a su lado.

– Shura… -lo llamó en un susurro.

Alexander abrió los ojos, ella le lanzó los brazos al cuello y lo estrechó, hundiendo la cara contra el hueco de su cuello. Tatiana lo abrazó con toda su fuerza, sin dejar de susurrar:

– Shura, Shura…

– Abrázame más fuerte, Tania.

– ¿Has abierto los grilletes? -preguntó Tatiana, estrechándolo contra su pecho.

Alexander le mostró que tenía las manos libres.

– ¿Qué te has hecho en el pelo?

– Me he teñido. No te quites los grilletes de las muñecas. Perdov puede entrar en cualquier momento.

– Veo que te has hecho amiga del vigilante… ¿Por qué te has teñido el pelo?

– Para que no me reconozcan. Por cierto, Nikolai Ouspenski está en este campo.

– Ten mucho cuidado con él -dijo Alexander-. Es el enemigo, como Dimitri. Ven, acércate un poco más.

Tatiana se acercó a Alexander.

– ¿Qué ha pasado con las pecas?

– Todavía las tengo. Sólo las he tapado con el maquillaje.

Se besaron. Se besaron como si volvieran a ser jóvenes y fuera su primer verano en el bosque de Luga, como si estuvieran contemplando la luna y las estrellas desde la cúpula de San Isaac, como si se desearan ávidamente en Lazarevo, como si Tatiana acabara de inclinarse junto a la cama del hospital de Morozovo para anunciar que iba a sacar a Alexander de Rusia. Se besaron como si no se hubieran visto en varios años. Se besaron como si no se hubieran separado en varios años.

Se besaron para olvidarse de Orbeli y de Dimitri, para olvidarse de la guerra y del comunismo, para olvidarse de Estados Unidos y de Rusia. Se besaron para que todo quedara atrás, menos los fragmentos de Tania y de Shura.

Alexander se quitó los grilletes de las manos, pero Tatiana se apartó, meneando la cabeza.

– No, no… Lo digo en serio. Si entra el vigilante, estamos perdidos.

Alexander extendió una mano para acariciarle la cara y acto seguido, con renuencia, volvió a introducir las muñecas en los grilletes.

– El maquillaje no te tapa la cicatriz de la mejilla. ¿Te la hiciste en Finlandia?

– Te lo contaré luego, si tenemos tiempo. Ahora te vas a comer lo que te he traído, mientras escuchas mi plan.

– No tengo hambre. ¿Cómo demonios has hecho para encontrarme?

– Te comerás lo que te he traído porque tienes que estar fuerte -insistió Tatiana, acercándole a la boca una cucharada de puré de patatas-. Te he encontrado porque dejaste un largo rastro…

A pesar de haber asegurado que no tenía hambre, Alexander engulló ávidamente la comida, mientras Tatiana lo contemplaba sin decir nada.

– Tenemos muy poco tiempo, Shura. ¿Me escuchas?

– ¿Por qué me resulta todo tan familiar? -dijo Alexander-. Escucharé otro de tus planes, Tatiasha, como siempre he hecho. Pero antes dime, ¿cómo es nuestro hijo?

– Nuestro hijo es fantástico. Es un niño muy guapo y muy listo.

– Ni siquiera me has dicho dónde vives.

– No hay tiempo… Vivo en Nueva York. Ahora escúchame… ¿Me escuchas?

Alexander asintió con un gesto.

– ¿Cómo se llamaba el preso que te agredió? -preguntó cuando terminó de engullir el pan.

– No te lo diré.

– Claro que me lo dirás. ¿Cómo se llamaba?

– No.

– ¡Tania! ¿Cómo se llamaba?

– Grammer Kerault, es austríaco.

– Lo conozco -declaró Alexander, con una mirada fría-. Siempre está en el calabozo. Se está muriendo de un cáncer de estómago y todo le da lo mismo. -Sus ojos eran más cálidos cuando se volvió hacia Tatiana y susurró-: ¿Cómo harás para sacarme de aquí?

Tatiana se inclinó y los dos se besaron con avidez.

– Sé que tienes miedo, cariño -susurró Tatiana.

– No me digas eso. No quiero comer, ni beber, ni fumar… Sólo quiero tenerte un segundo a mi lado, Tania. Acurrúcate contra mí para que sepa que existo realmente…

Tatiana se acurrucó contra él.

– ¿Y nuestras alianzas?

Tatiana se sacó el colgante del escote.

– Aquí, hasta que podamos volver a usarlas -susurró, y se apartó de repente porque Perdov acababa de aparecer en el umbral.

– ¿Todo bien, enfermera? Ya lleva rato en la celda. ¿Quiere que le quite los grilletes al preso?

– Gracias, cabo. No hará falta -dijo ella, mientras escondía los anillos y daba una última cucharada de puré a Alexander-. Tiene las muñecas muy magulladas. Casi he terminado, me falta un minuto.

– Grite si me necesita -dijo Perdov.

Sonrió y desapareció.

– ¿Has venido con un convoy? -preguntó Alexander.

– Somos un equipo de tres personas. Un médico, otra enfermera y yo. Tendrás que montarte en nuestro jeep.

– Mañana viene a buscarnos Stalin para llevarnos otra vez a la Unión Soviética.

– Stalin llega tarde, mi amor, porque yo te salvaré antes -dijo Tatiana-. Saldremos del campo a las ocho en punto, y a las siete pasaré a buscarte. Estate preparado porque vendré con Karolich. Te traeré la cena, y tú irás comiendo poco a poco delante de él. Necesitamos veinte minutos para que el secobarbital le haga efecto a Perdov.

Alexander no dijo nada durante un momento.

– Más vale que le des una buena cantidad -contestó después.

– Una cantidad desmesurada.

– ¿Qué piensas hacer? -dijo Alexander, dejando de masticar-. ¿Meterme en el jeep y llevarme hasta Berlín, sin más?

– Algo así -susurró Tatiana.

Alexander la miró silenciosamente durante un largo momento.

– Subestimas a los soviéticos -declaró al final, meneando la cabeza-. ¿A qué distancia está Berlín?

– A veintidós millas… Perdón: a treinta y cinco kilómetros.

– No hace falta que lo conviertas a kilómetros, Tania -observó Alexander sin poder contener una sonrisita.

Tatiana tampoco pudo contener una sonrisa.

– ¿Hay puntos de control? -preguntó Alexander.

– Sí, cinco.

– ¿Y tus dos colegas?

– No te preocupes por ellos. Dentro de una hora, estaremos todos a salvo en el sector norteamericano. No pasa nada.

Alexander le dirigió una mirada incrédula y sombría.

– Te recuerdo que no pasarán ni veinte minutos antes de que intercepten el jeep. Habrá suerte si llegamos a Oranienburgo sin que hayan venido a por mí, por ti y por toda la tripulación. No pienso acompañaros -aseguró, negando con la cabeza.

– Pero ¿qué estás diciendo? ¿Cómo van a saberlo? -respondió rápidamente Tatiana-. Tardarán horas en ver que te has fugado, y por entonces ya estaremos en Berlín.

– No sabes cómo funciona esto, Tania… -insistió Alexander, sin dejar de menear la cabeza.

– Entonces, saldremos antes. Cuando tú digas.

– Los centinelas inspeccionarán el jeep y me descubrirán.

– No es cierto. Saldrás como si fueras Karolich, te sentarás a mi lado en el jeep, conducirás hasta que hayamos dejado atrás el portón y luego te esconderás en la trasera, en el compartimento de las muletas y las camillas. Desconocen su existencia.

– ¿Y dónde están las muletas y las camillas?

– En Hamburgo. Martin y Penny conducirán el jeep hasta Berlín sin enterarse de nada.

En ese momento, Perdov apareció en la puerta. Se tambaleaba un poco y tuvo que agarrarse al marco.

– ¿No ha terminado aún, enfermera?

– ¡Ya voy!

Tatiana se puso de pie.

Alguien reclamó a Perdov, que salió tambaleante al corredor.

Faltaban millones de detalles por resolver, pero no tenían tiempo. Tatiana abrió el maletín de enfermera y sacó el Colt 1911 y dos peines de munición.

– Tengo más en el jeep -explicó, escondiendo el revólver entre la paja-. Cuando llevemos unos kilómetros de camino, daré unos golpecitos en la pared de la cabina, y tú harás algo que los distraiga para que pueda detener el jeep.

Alexander no contestó.

– ¿Y después? -preguntó al cabo de un momento.

– ¿Después? Hay una escotilla en el techo. Puedes subir de un salto.

– ¿Mientras el jeep avanza?

– Sí. -Tatiana hizo una pausa-. También podemos hacerlo según mi primer plan, conduciendo directamente hasta Berlín.

Al principio, Alexander no dijo nada.

– Tu último plan era mejor, Tania -dijo al fin-. Y aun así falló.

– No te desanimes. Prepárate, a las siete volveré a estar aquí-le dijo, y se despidió con un saludo militar-. ¡Adiós, mi capitán!


Tatiana intentó controlarse mientras cenaba con Karolich y Brestov, escuchó a Penny y a Martin y sonrió con sus bromas… No sabía cómo se las había arreglado, pero logró comportarse como si no pasara nada. Todo por salvar a Alexander.

Intentaba no mirar el reloj, pero no podía evitar lanzar miradas de reojo a la muñeca de Martin, que empezó a ponerse nervioso. Tatiana decidió levantarse de la mesa, diciendo que iba a preparar sus cosas. Penny también se levantó, pero dijo que ya había preparado la mochila y que se iba a echar un vistazo al barracón número 19. Tatiana sabía que quería despedirse de un preso. Eran las seis de la tarde. Tatiana pasó quince angustiosos minutos en su habitación, estudiando el trayecto entre Oranienburgo y Berlín en un mapa. Era incapaz de controlar los inquietos latidos de su corazón.

A las seis y veinte llevó la mochila al jeep y regresó a la cocina en busca de la cena para Alexander. A las siete menos cuarto echó vodka y secobarbital en un vaso, se colgó el maletín del hombro, cogió la bandeja y se fue a ver a Karolich.


A las siete menos cinco, Penny había entrado en el barracón número 19 y pasaba junto a la litera de Nikolai Ouspenski.

– ¡Eh, enfermera! ¿Dónde están sus compañeros? -gritó Ouspenski, en ruso-. ¿Y la otra chica?

– Me alegro de no entender ni palabra de lo que estás diciendo -replicó Penny en inglés, sonriendo sin detenerse.

Ouspenski sonrió a su vez y se tumbó en la litera. Ver a Penny le había hecho pensar en la otra enfermera, la morenita. Se le había olvidado que esa mujer tenía algo que le había parecido inquietante la primera vez que la había visto. ¿Qué había en ella que le resultaba tan familiar, y por qué la impresión de familiaridad era tan aguda y desconcertante?


– ¿Me acompaña, teniente? -Tatiana sonrió-. Se está haciendo tarde. Voy a llevarle la cena al preso de la séptima celda y no quiero entrar sola. Si me acompaña, después podemos ir con el jeep hasta la casa del comandante y recoger a la señorita Davenport y al doctor Flanagan.

Karolich la acompañó gustosamente por el camino flanqueado de árboles. Parecía halagado por la petición.

– Es usted una excelente profesional, pero no debería preocuparse tanto por los prisioneros -aseguró-. El trabajo se vuelve más di fícil, créame.

– Bien que lo sé, teniente -dijo Tatiana, apretando el paso.

– Puede tutearme si quiere. Me llamo Iván.

Karolich carraspeó.

– Dejémoslo en teniente -dijo Tatiana, apretando más el paso.

Eran las siete cuando entraron en el corredor de la cárcel. Todo estaba tranquilo. Perdov se puso de pie y los saludó. Tatiana le guiñó un ojo, lanzando una mirada al vaso de vodka, y Perdov le respondió con otro guiño. Karolich se adelantó, camino de las celdas. Detrás de él, Tatiana hizo un gesto con la cabeza y acercó la bandeja a Perdov, que cogió el vaso, lo apuró de un trago y volvió a dejarlo en la bandeja. Karolich ya estaba abriendo la puerta de la séptima celda.

– ¿Viene, enfermera?

– Ya voy, teniente.

Alexander estaba tumbado de costado, de cara a la pared.

Karolich entró en la celda y se sentó sobre la paja, bostezando. Veía la espalda de Alexander y tenía la ametralladora en el regazo, apuntada hacia él.

– Termine rápido, enfermera. Ya tengo ganas de retirarme por hoy. Esto es lo malo de este trabajo: te levantas pronto y te acuestas tarde, y sin embargo tienes la impresión de que nunca se acaba.

– Sí, sé de qué me habla… -Tatiana dejó la bandeja en el suelo y fingió examinar a Alexander-. No tiene buen aspecto, ¿verdad? -preguntó, examinándole las muñecas-. Me parece que se le han infectado.

Karolich movió la cabeza con indiferencia.

– Si estuviera muerto tendría peor aspecto aún, ¿no le parece?

Encendió un cigarrillo.

– ¿Quiere algo para el dolor, capitán?

– Sí, gracias -respondió Alexander.

– ¿Antes o después de comer?

– Después.

Alexander se dio la vuelta para que Tatiana pudiera darle la cena. Comió con rapidez, soltó un gemido y volvió a tumbarse de costado.

– Me duele la cabeza -se quejó-. ¿Podría darme ahora algo para el dolor?

– Le daré un poco de morfina.

Alexander, sin incorporarse, abrió los ojos y miró sin pestañear a Tatiana. Daba la espalda a Karolich y tenía la Colt 19 entre las manos.

– ¿Cuánto tiempo lleva trabajando para el Ejército Rojo, teniente? -preguntó Tatiana a Karolich mientras abría el maletín y sacaba tres pequeñas jeringuillas de plástico, cada una con 32 miligramos de morfina.

– Pronto hará doce años -dijo Karolich-. ¿Cuánto hace que es usted enfermera?

– No tanto -contestó ella, forcejeando con el precinto de la aguja. Normalmente abría las dosis en un santiamén, pero ahora le temblaban las manos-. En Nueva York trabajaba con prisioneros de guerra alemanes.

Tenía que preparar tres jeringuillas y no era capaz de abrir ni un solo precinto.

– Ah, ¿sí? ¿Había intentos de fuga?

– Pues no. Bueno, sí. Un hombre dejó sin conocimiento a uno de los médicos y cruzó la bahía en el transbordador.

– ¿Y qué fue de él? ¿Lo atraparon?

– Sí -dijo Tatiana, colocándose entre Alexander y Karolich y arrodillándose. Llevaba las tres jeringuillas de morfina en la mano derecha-. Lo encontraron seis meses después, en Nueva Jersey. -Se echó a reír, pero su risa sonó falsa-. ¡Huyó para instalarse en Nueva Jersey!

– ¿Qué es eso de Nueva Jersey? ¿Y por qué prepara tantas inyecciones? ¿No le basta con una?

– Es un hombre corpulento y necesita más cantidad -se justificó Tatiana.

– Lo último que necesitamos aquí es un morfinómano. ¿Cree que la droga lo volverá más dócil?

Se oyó un golpe sordo en el corredor, como si acabara de caer al suelo un objeto pesado. Karolich se volvió hacia la puerta de la celda y acercó inmediatamente la mano a la ametralladora.

– ¡Ahora! -exclamó Alexander.

Sin detenerse a tomar aliento, Tatiana apartó de un manotazo la ametralladora de Karolich y le clavó las tres agujas en el muslo a través de la tela del pantalón, estrujando los tubitos hasta vaciarlos completamente de morfina. Karolich abrió la boca y golpeó la cara de Tatiana con el brazo, mientras trataba de alcanzar la ametralladora con la otra mano. Pero Alexander se colocó de un salto detrás de ella, empujó el arma de una patada y asestó un violento golpe al teniente con la culata del revólver. El cráneo de Karolich se abrió como una sandía. En total, habían transcurrido cuatro segundos como máximo.

– Ya ves lo dócil que soy -dijo Alexander mientras daba patadas a Karolich, que se convulsionaba en el suelo.

– Rápido, Shura, ponte su uniforme antes de que se le llene de sangre.

Karolich sangraba copiosamente.

Alexander le arrancó el uniforme, se desvistió y se puso la ropa que llevaba Karolich. Entretanto, Tatiana, un poco aturdida por el golpe, se asomó a ver cómo estaba Perdov y lo encontró inconsciente en el suelo, junto a la silla.

Alexander vistió a Karolich con su camisa ensangrentada y sus pantalones marrones y le colocó los grilletes en las muñecas y los tobillos. Acto seguido, se calzó las botas y la gorra del teniente, cogió la Shpagin y salió al corredor vestido como él.

– Me va bien, aunque el cabrón era más gordo y un poco más bajo que yo -dijo.

Al pasar junto a Perdov, lo alzó del suelo y volvió a sentarlo en la silla. Tras algunos intentos consiguió que el cabo aguantara sin caerse, con la cabeza inclinada sobre el pecho.

– No ha tardado ni veinte minutos -observó.

– Ya lo sé. Decidí aumentarle un poco la dosis.

– Perfecto. ¿Cuánta morfina le has metido a Karolich?

– Noventa y seis miligramos, pero me parece que lo que lo ha derribado ha sido el golpe de la cabeza.

Alexander se colgó la ametralladora al hombro y empuñó la Colt 1911 con una mano.

– ¿Dónde está el jeep?

– Justo delante de la cárcel, a cincuenta metros. Cuando llegues junto a la garita, saluda a los vigilantes con la mano, como hace siempre Karolich. Luego suele abrir directamente el portón con la llave maestra. Pero recuerda que es zurdo. Deberías…

Alexander se pasó el llavero de la mano derecha a la mano izquierda.

– Perfecto, mejor para mí. Así podré disparar con la derecha. ¿Estás lista? ¿Cómo camina normalmente, unos pasos por delante de ti, o siguiéndote?

– Va a mi lado, y no me abre la puerta nunca. Se limita a saludar a los centinelas y luego sube al jeep.

– ¿Quién conduce?

– Yo.

Antes de que Tatiana abriera la puerta de la cárcel, Alexander extendió la mano hacia ella.

– Espera… -dijo en voz muy baja-. Sube al jeep lo más deprisa que puedas y pon en marcha el motor. Si hay algún problema dispararé contra los centinelas, pero tú tendrás que estar preparada para arrancar.

Tatiana asintió.

– Y otra cosa, Tania…

– Dime.

– Sé que te gusta hacer las cosas a tu manera, pero sólo puede haber una persona al mando… y voy a ser yo. Si los dos tomamos decisiones, los dos terminaremos muertos. ¿Entendido?

– Entendido. Tú mandas.

Alexander abrió la puerta. Ya estaban fuera, bajo la noche oscura y fría. Alexander atravesó a grandes zancadas el patio iluminado. Tatiana apenas podía seguirlo. Cuando los centinelas bajaron la vista hacia él, Alexander se acercó al portón que tenía el letrero «El trabajo os hará libres», lo abrió y siguió andando hacia el jeep. Tatiana ya estaba dentro, con el motor en marcha. De hecho, había empezado a avanzar antes de que Alexander subiera al vehículo.

Alexander alzó los ojos hacia los centinelas de la torreta, sonrió y los saludó. Le devolvieron el saludo.

Subió al camión y dejó que Tatiana saliera de Sachsenhausen y se dirigiera hacia la casa del comandante. A mitad del camino flanqueado de árboles, Tatiana detuvo el jeep. Los dos bajaron y corrieron a la parte trasera; Tatiana abrió las puertas, subió y levantó la trampilla del suelo. De pronto, al ver a Alexander de pie a su lado, pensó que no cabría… se le había olvidado lo alto que era.

Alexander debía de preguntarse lo mismo, porque miró el compartimento, la miró a ella y dijo:

– Menos mal que llevo seis meses sin comer.

– Sí -suspiró Tatiana, y sacó la bolsa con las armas y la mochila del ucraniano-. Entra, corre. Estate preparado, porque cuando llevemos un rato en la carretera, te avisaré golpeando la pared de la cabina con los nudillos.

– No se me olvida, Tania, no hace falta que me lo repitas. ¿Tu equipaje son estas dos bolsas?

Tatiana asintió.

– Y esa mochila de ahí.

– ¿Qué hay dentro? ¿Armas y munición? ¿Un cuchillo, cuerdas?

– Sí, todo eso.

– ¿Tienes alguna linterna?

– Debajo del compartimento.

Alexander cogió la linterna.

– Métete dentro.

Alexander se acomodó como pudo y Tatiana bajó la trampilla.

– ¿Me oyes?

– Sí -dijo la voz ahogada de Alexander. Abrió la trampilla desde dentro-. Cuando me avises, da un golpe bien fuerte para que se oiga sobre el ruido del motor. ¿Qué hora es?

– Las siete cuarenta.

– Procura que tus compañeros no se retrasen y vamonos cuanto antes.

– Ahora mismo.

Antes de subir al jeep, Tatiana se apartó a vomitar a un lado del camino.


– No sé a qué viene tanta prisa -se quejó Penny-. Estoy cansada, he tomado vino… ¿no podríamos irnos a dormir y salir mañana por la mañana?

– Tenemos que estar de vuelta mañana mismo -dijo Tatiana, empujándola hacia el jeep-. ¿Viene, doctor Flanagan?

– Sí, ya voy. No quiero dejarme nada.

– Puede recogerlo mañana.

– Ah, claro. Tendríamos que despedirnos del comandante del campo, ¿no?

– No hace falta -dijo Tatiana, con el tono más indiferente que pudo. Tenía ganas de chillar-. Ya me he despedido yo por ustedes. Además, mañana lo veremos otra vez.

Salieron de la casa y dejaron las bolsas en la trasera del jeep.

– ¿Y tu equipaje, Tania? -preguntó Penny.

Tatiana señaló sus mochilas.

– Lleva tantas bolsas… -observó Martin-. Creo que cada vez la veo más cargada.

– Nunca se sabe qué se puede necesitar en un viaje como éste. ¿Conduzco yo? No he bebido y tengo la cabeza despejada.

– Sí, ¿por qué no? -dijo Martin, instalándose en el asiento contiguo al del conductor-. ¿Reconocerá el camino en una noche tan oscura?

– He estado estudiando la ruta en el mapa. Tenemos que ir hasta Oranienburgo y tomar la carretera de la izquierda.

– Sí, creo que es eso. -Martin cerró los ojos-. Vamos.

Tatiana condujo lentamente mientras se habituaba a la oscuridad pero enseguida empezó a aumentar la velocidad. Quería alejarse lo antes posible del campo especial número 7.


Cuando faltaban cinco minutos para las ocho, Nikolai Ouspenski abrió los ojos y soltó un grito. Bajó de la litera de un salto y corrió como un loco hacia el soldado que vigilaba la puerta del barracón.

– ¡Tengo que hablar ahora mismo con el comandante! -chilló. ¡Es un asunto muy urgente!

– Ya será menos… -repuso tranquilamente el soldado, apartándolo-. ¿Qué puede haber tan urgente de pronto?

– ¡Uno de los prisioneros va a fugarse! ¡Dígale al comandante Brestov que el capitán Alexander Belov está a punto de fugarse!

– ¿Qué dice? ¿Belov? ¿El que está encadenado en una celda de aislamiento hasta que venga a buscarlos el convoy?

– ¡Créame! Una de las enfermeras de la Cruz Roja no es estadounidense. ¡Es la mujer de Belov y ha venido para ayudarlo a escapar!


Tatiana llevaba conduciendo uno, dos, tres minutos… El tiempo y la distancia se habían paralizado. No conseguía conducir lo suficientemente deprisa ni que el tiempo pasara lo suficientemente rápido para que llegara el momento previsto. No recordaba si había algún punto de control en Oranienburgo. Si lo había, ¿les habrían avisado desde el campo especial? ¿Tendrían teléfono en la caseta? ¿Y si entraba alguien en los calabozos? ¿Y si Karolich se levantaba y empezaba a gritar? ¿Y si Perdov se caía de la silla y recuperaba el conocimiento con el golpe? ¿Y si, y si…?

– Le estamos hablando, Tania. ¿No nos escucha? -dijo Martin.

– No, perdone. ¿Qué decían?

Llegaron a Oranienburgo y se desviaron por la carretera de la izquierda. En cuanto dejaron atrás las luces mortecinas de la población, Tania golpeó dos veces con los nudillos en la pared de la cabina. Penny y Martin estaban charlando y no se dieron cuenta.


Ouspenski pudo hablar con Brestov a las ocho y cuarto.

– A ver, ¿qué pasa? -preguntó Brestov, ebrio y sonriente-. ¿Quién dice que quiere fugarse?

– Alexander Belov, señor. La enfermera de la Cruz Roja es su esposa.

– ¿Qué enfermera?

– La morena.

– Creía que las dos eran morenas…

– La bajita -precisó Ouspenski, entre dientes.

– Ninguna de las dos era alta.

– ¡La flaca! Se llama Tatiana Metanova y huyó de la Unión Soviética hace unos años.

– ¿Y dice que ha venido a buscar a su marido?

– Así es.

– ¿Cómo supo que estaba aquí?

– No lo sé, señor, pero…

Brestov soltó una carcajada y se encogió de hombros.

– ¿Dónde está Karolich? -preguntó al soldado que vigilaba la puerta de las oficinas-. Dígale que venga.

– Hace rato que no lo veo, señor.

– Pues vaya a buscarlo.

– Hable con la enfermera -propuso Ouspenski-. Es la mujer de Belov.

– Tendremos que esperar a mañana.

– ¡Mañana será tarde! -gritó Ouspenski con una voz estridente!

– Pues hoy no puede ser. Ya se han ido.

– ¿Adonde? -preguntó Ouspenski, desconcertado.

– Se han ido a Berlín a buscar más material. Hablaré con ella mañana, cuando vuelvan.

Ouspenski dio un paso atrás.

– Creo que esa mujer no volverá mañana, señor.

– Claro que sí.

– Quizá… No soy dado a apostar, pero apostaría a que Alexander Belov ya no está aquí.

– No sé de qué me habla -protestó Brestov-. Belov está en el calabozo. Cuando venga Karolich iremos a comprobarlo.

– Mientras tanto, quizá convendría llamar al punto de control más próximo para que detengan el jeep -observó Ouspenski.

– No pienso hacer nada hasta que vuelva mi asistente. -Al incorporarse, Brestov hizo caer algunos papeles de la mesa-. Además esa joven me cae bien y no la veo capaz de hacer lo que está usted diciendo.

– Vaya a ver si aún está el prisionero -insistió Ouspenski-. Y si resulta que tengo razón, ¿podría hacerme el favor de llamar a Moscú y proponer una conmutación de la pena? -Ouspenski esbozó una sonrisita suplicante-. Mañana vienen a buscarnos para llevarnos a Kolima…

– No adelantemos acontecimientos.

Esperaron a que llegara Karolich.


Las puertas de la trasera chocaron sonoramente contra los lados del jeep y luego se oyó un fuerte ruido, como si hubiera caído un bulto o hubieran chocado con algo.

– ¿Qué ha sido eso? -exclamó Penny-. ¡Dios mío, Tania! ¿Has atropellado a un perro?

Tatiana paró el motor y los tres saltaron a la carretera desierta, corrieron hacia la trasera del vehículo y se quedaron mirando en silencio las puertas abiertas.

– ¿Qué diantre ha pasado? -preguntó Penny.

– Parece que no cerré bien -dijo Tatiana.

Echó un vistazo al interior del jeep y vio que faltaba su mochila.

– ¿Y qué es lo que has atropellado?

– Nada.

– Entonces, ¿qué ha sido ese ruido?

Tatiana se giró, vio un bulto caído sobre el asfalto, a unos veinte metros, y corrió hacia él. Era su mochila.

– ¿Se ha caído del jeep?

– Habrá sido al pisar un socavón. No pasa nada.

– Entonces montémonos otra vez en el jeep -dijo Martin-. Es peligroso estar en una carretera oscura.

– Tiene razón -dijo Tatiana.

Se apartó un momento junto a la cuneta y fingió vomitar. Martin y Penny le dieron una cantimplora para que se enjuagara la boca y esperaron solícitos a su lado.

– Lo siento, creo que no me encuentro bien -se disculpó Tatiana-. ¿Puede seguir conduciendo usted, Martin? Me echaré en la parte de atrás.

– Claro, claro.

La ayudaron a subir. Antes de que Martin cerrara las puertas, Tatiana los miró con afecto.

– Gracias a los dos, por todo.

– No tienes por qué darlas -dijo Penny.

Martin, prudente, cerró las puertas desde el exterior. Antes de que el médico se sentara al volante, Tatiana levantó la trampilla y se encontró con Alexander mirándola. En ese momento arrancó el jeep.

Martin avanzaba muy lentamente, a menos de treinta kilómetros por hora, porque no le gustaba conducir de noche por carreteras desconocidas.

Tatiana oyó sus voces en la cabina, ahogadas por el cristal de la ventanilla. Alexander salió del compartimento y cogió la metralleta de Karolich.

– No tendrías que haber recogido la mochila -susurró casi inaudiblemente-. Vamos a tener que tirarla otra vez y luego nos costará encontrarla.

– La encontraremos.

– ¿Y si la dejamos aquí?

– Lo llevo todo en ella. Ah, y también tenemos que coger esto.

Señaló la mochila más pequeña y el petate.

– No. Tendremos que arreglárnoslas con una sola mochila.

– En ésta hay pistolas, granadas, un revólver y cartuchos varios.

– ¡Ah!

Alexander se puso de puntillas y tanteó el techo, en busca del pasador que cerraba la escotilla.

– Saldré yo primero y tú me irás pasando las cosas -susurró-. Las iré lanzando a la carretera y luego te ayudaré a subir.

Cuando Alexander ya se había deshecho de la mochila, el maletín de enfermera y la bolsa de las armas y la había ayudado a subir al techo del vehículo, Tatiana vio la ladera sobre la que querían lanzarse y estuvo a punto de cambiar de opinión. La ladera parecía un abismo sin fondo; en cambio, si se quedaban en el jeep, podrían estar en el sector francés en menos de setenta minutos.

El viento le alborotaba el pelo y le impedía oír bien a Alexander. A pesar de todo, entendió sus palabras:

– Tenemos que saltar ya, Tania. Lánzate lo más lejos que puedas, sobre la hierba. Yo saltaré primero.

Sin tomar aliento y sin mirar atrás, Alexander se incorporó y se lanzó hacia la cuneta, con la bolsa de municiones a la espalda. Tatiana echó una mirada a la pendiente pero no lo vio.

Con el aliento entrecortado y los músculos en tensión, Tatiana se preparó y saltó a su vez. Se dio un fuerte golpe contra el suelo, pero cayó en la ladera y rodó entre los matorrales. Como había llovido, la tierra estaba fangosa y blanda. Trepó hasta el borde de la carretera y vio que el jeep no se había detenido. Le dolía algo, pero no tenía tiempo de pensar qué era. Volvió a bajar corriendo, deteniéndose de vez en cuando para preguntar en un susurro:

– ¿Alexander…?


A las ocho treinta, Karolich no aparecía por ningún lado. El soldado que informó a Brestov no parecía demasiado preocupado, y el comandante tampoco. Ordenó que llevaran a Ouspenski de vuelta al barracón.

– Ya lo veremos mañana, camarada Ouspenski.

– ¿Por qué no echa un vistazo a la celda de Belov, comandante? Para asegurarse, nada más. Sólo serán dos minutos. Podemos entrar mientras me acompaña al barracón.

– Muy bien, cabo -dijo Brestov, encogiéndose de hombros-. Entre a ver la celda, si quiere.

Ouspenski y el soldado se encaminaron hacia el calabozo y pasaron junto a la garita.

– ¿Les ha preguntado si han visto a Karolich? -dijo Ouspenski, señalando a los centinelas.

– Sí, dicen que subió con la enfermera al jeep hace unos cuarenta y cinco minutos y los dos se dirigieron hacia la casa del comandante.

– Pues en la casa del comandante no estaba.

– Eso no significa nada.

El vigilante abrió la puerta de la cárcel y se adentró en el corredor que separaba las celdas. Perdov estaba en el suelo, inconsciente, apestando a vodka.

– Estupendo… -masculló el soldado-. ¡Buen vigilante estás hecho, Perdov!

Le arrebató la llave maestra y se dirigió hacia la celda número siete.

Ouspenski y el vigilante se pararon junto a la puerta de la celda y echaron un vistazo al interior. El hombre tumbado sobre la paja estaba sujeto por los grilletes y llevaba puestos unos pantalones oscuros y una camisa manchada de sangre. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás y no se movía.

– ¿Qué, contento? -dijo el guarda.

Ouspenski se acercó al prisionero para verle la cara.

– ¡Y tan contento! -exclamó, volviéndose hacia el soldado-. Venga a verlo usted mismo.

El vigilante se acercó y observó desconcertado los ojos abiertos de Iván Karolich.


– ¡Tania! -dijo la voz de Alexander.

– ¿Dónde estás?

– Aquí, ven.

Tatiana bajó corriendo por la pendiente y se encontró a Alexander esperándola entre los árboles. Había recuperado las armas y las mochilas y llevaba el maletín de enfermera en la mano. Tatiana quiso abrazarlo pero iba demasiado cargado.

– ¿Podrás llevar la bolsa de las municiones y el maletín de enfermera? Yo puedo cargar con el resto de la munición, las armas y la mochila grande. ¿Qué hay dentro, piedras?

– Comida. Espera, tengo ropa para que puedas cambiarte. Te sentirás más cómodo.

– Prefiero lavarme antes. Vamos.

Echó a andar el primero y fue iluminando el camino con la linterna mientras bajaban hacia la orilla.

– ¿Qué río es éste?

– El Havel.

– ¿Hasta dónde llega?

– Hasta Berlín, pero fluye casi todo el tiempo al lado de la carretera.

– Lástima -se lamentó Alexander mientras se desvestía-. Qué ganas tenía de quitarme el uniforme de ese hijo puta. Y para colmo, sólo era teniente. ¿Tienes jabón? ¿Te has hecho daño al caer?

– No -respondió Tatiana, pasándole una pastilla de jabón.

Le dolía un poco la cabeza.

Alexander entró en el agua desnudo, con el jabón en la mano. Se sentó cerca de la orilla y Tatiana lo iluminó con la linterna.

– Apágala -dijo él-. De noche la luz se ve a kilómetros de distancia.

Tatiana quería mirarlo, pero apagó la linterna y lo oyó enjabonarse y sumergirse en el agua.

Ella también se desvistió, pero no entró en el río sino que se puso directamente una camiseta blanca y los pantalones y el blusón verde oliva.

Delante de Tatiana estaba la silueta oscura de Alexander, sumergido en el agua. Estaba vuelto hacia ella y podía ver la pendiente que subía hasta la carretera. De pronto se quedó muy quieto; solamente se oía su respiración.

– Tatiana… -dijo.

Sin que hiciera falta añadir más, Tatiana supo qué estaba viendo. Unos faros que se acercaban rápidamente por la carretera, entre el rugido de un motor, gritos y ladridos.

– ¿Cómo se han enterado tan pronto? -susurró Tatiana.

Le pasó la ropa y Alexander se vistió apresuradamente. Para no andar descalzo, tuvo que volver a ponerse las botas de Karolich. («No puedo estar en todo», se disculpó Tatiana.)

– Tendremos que disimular nuestro olor para que no nos husmeen los pastores alemanes. Los soviéticos han sacado provecho de las invenciones bélicas de los nazis.

– Han pasado de largo.

– Sí, pero ¿adónde crees que van? -preguntó Alexander.

– Hacia el jeep.

– ¿Y estamos en el jeep?

¡Ah!

– ¿Y adonde podemos ir? -dijo Tatiana-. Estamos acorralados entre la carretera y el río. Los perros nos olerán.

– Sí, el viento les llevará nuestro olor.

– Podemos cruzar el río y avanzar hacia el oeste.

– ¿Dónde está el puente más próximo?

– Olvídate de puentes. No vi ninguno en el mapa -dijo Tatiana-. Creo que hay uno a diez kilómetros. Lo cruzaremos por aquí, nadando, y luego iremos hacia el oeste, alejándonos de Berlín, para doblar después hacia el sur y continuar hacia el este, hacia el sector británico.

– ¿Dónde está el sector norteamericano?

– Más al sur. Pero las cuatro zonas de la ciudad están comunicadas, así que lo mejor es salir cuanto antes del territorio soviético.

– ¿Tú crees? -dijo Alexander-. El río es poco profundo, medirá unos dos metros y medio.

Tatiana se había desvestido otra vez, dejándose solamente la ropa interior y la camiseta.

– Perfecto. Vamos a cruzarlo a nado.

– No podemos pasar los dos a nado -observó Alexander-. Si se nos mojan las armas, no podremos usarlas hasta que se sequen. -Guardaron silencio un momento, mirándose a los ojos-. Lo cruzaré yo, y tú te subirás a mi espalda, cargada con las mochilas -propuso Alexander, quitándose la ropa que acababa de ponerse.

Tatiana se subió a la espalda de Alexander. La sensación de la piel desnuda contra la tela de la camiseta le provocó tal ansiedad, la volvió tan agudamente consciente de la pérdida del pasado (una pérdida que no era temporal sino permanente), que no pudo evitar soltar un gemido.

– ¡Eh! -exclamó Alexander, malinterpretándola, y Tatiana tuvo que morder el asa de la mochila para no romper a llorar.

Tatiana se cargó las mochilas y la ametralladora y Alexander entró en el agua y empezó a nadar. Tatiana pensó que el río no era ni la mitad de ancho que el Kama. No sabía si Alexander lo había pensado también, pero sí sabía una cosa: le resultaba difícil avanzar y se estaba hundiendo. Intentó mantenerse erguida, sin atreverse a decir nada. Sólo se oía la respiración de Alexander, boqueando con la cabeza dentro y fuera del agua. Cuando llegaron a la orilla estuvo unos minutos tumbado en el suelo, recuperando el aliento. Tatiana se sentó a su lado y se desprendió de la mochila.

– Lo has hecho muy bien -dijo-. ¿Ha sido difícil?

– No es que fuera difícil, es que… -Alexander se incorporó de un salto-. Cuando llevas seis meses en una celda, te pasa eso.

– Túmbate otra vez y descansemos un poco.

Le acarició la pierna y lo miró a los ojos.

– ¿Tienes una toalla?

Tatiana tenía una toallita.

– Tania -dijo Alexander, secándose rápidamente-. No lo has pensado bien. ¿Qué pasará cuando los soviéticos intercepten el jeep y tus compañeros de la Cruz Roja no te vean en la trasera? ¿Crees que todo seguirá igual? No saben que hay algo que esconder y se limitarán a decir: «La hemos visto por última vez en esta misma carretera…», y acompañarán a los soldados hasta el lugar donde hemos saltado del jeep. Y en medio minuto tendremos aquí a un camión blindado, diez hombres y dos perros, diez ametralladoras y diez pistolas. Más vale que nos pongamos en marcha e intentemos alejarnos de ellos al máximo. ¿Tienes una brújula y un mapa?

– ¿Crees que mis compañeros tendrán problemas con las autoridades soviéticas?

Alexander guardó silencio durante un momento.

– No creo -dijo al final-. No les conviene llamar la atención… Los interrogarán pero los dejarán tranquilos porque son estadounidenses. Vámonos.

Se secaron como pudieron, se pusieron la ropa y corrieron hacia el bosque.


Avanzaron entre los árboles en la oscuridad de la noche, a lo largo de lo que a Tatiana se le antojaron decenas de kilómetros. Alexander abría camino con el machete y Tatiana lo seguía infatigablemente. Cuando llegaban a un claro aprovechaban para correr, pero durante la mayor parte del tiempo les costaba un gran esfuerzo atravesar los densos matorrales. Alexander encendía la linterna unos segundos para iluminar el suelo y luego la apagaba. Se detenía de vez en cuando por si oía algún sonido y luego seguían avanzando. Tatiana quería parar, las piernas ya no la sostenían. Cuando Alexander redujo el paso, pensó que por fin podría decirle que no podía más.

– ¿Estás cansada?-preguntó Alexander.

– Sí. ¿Podemos parar?

Alexander se detuvo a mirar el mapa.

– Estamos en un buen sitio, más al oeste de lo que pensarán, pero tendríamos que avanzar todavía hacia el sur. Hemos adelantado mucho, pero nos hemos desplazado lateralmente.

– O sea que no nos hemos acercado a Berlín.

– No mucho. Pero hemos conseguido alejarnos de ellos, y de momento está bien así -observó Alexander mientras doblaba el mapa-. ¿Llevas alguna tienda de campaña?

– Tengo una tela impermeable, podemos usarla para montar un refugio. -Tatiana hizo una pausa-. ¿Y si nos metemos en un granero? El suelo está muy mojado.

– De acuerdo, buscaremos un granero. Estaremos más secos. Tiene que haber granjas al otro lado del bosque.

– ¿Tenemos que seguir caminando?

Alexander la ayudó a levantarse y la estrechó un momento contra él.

– Sí, nos queda un trecho -respondió.

Siguieron avanzando por el bosque, muy lentamente.

– Es medianoche, Alexander. ¿Cuántos kilómetros habremos hecho en total?

– Unos cinco. Veremos granjas dentro de un kilómetro y medio.

Tatiana no quería decirle que la asustaban los constantes crujidos. Hacía tiempo, le había contado que de pequeña se había perdido en el bosque. Había sido la experiencia más aterradora de su vida, pero seguramente Alexander no lo recordaba, porque se lo contó cuando convalecía de sus heridas y estaba próximo a la muerte.


Después de atravesar el bosque llegaron a un campo de labor. La noche era clara y Tatiana vislumbró la silueta de un silo al otro lado.

– Vamos a cruzarlo -dijo.

Alexander le explicó que no se fiaba de los campos de labor y que era mejor rodearlo.

A unos cien metros de la casa había un establo. Alexander abrió la puerta e hizo un gesto para que Tatiana entrara. Un caballo soltó un relincho de sorpresa. El establo estaba caliente y olía a paja, a estiércol y a leche de vaca. Para Tatiana eran olores familiares, que le hacían pensar en Luga. Volvió a sentir aquella aguda sensación de pérdida. Ahora que estaba por fin junto a Alexander, regresaban muchos de los recuerdos que había conseguido olvidar en Estados Unidos.

Alexander apoyó una escalera de mano en el henil bajo el que estaban las vacas y le dijo que subiera.

Tatiana se encaramó al altillo y se sentó sobre una bala de heno. Sacó una cantimplora de la mochila, bebió un poco de agua y se la pasó a Alexander, que tomó otro trago.

– ¿Qué más tienes ahí? -preguntó él.

Tatiana le dedicó una sonrisa, hurgó en la mochila y sacó un paquete de Marlboro.

– ¡Ah, tabaco norteamericano! -dijo Alexander mientras encendía un pitillo.

Fumó tres cigarrillos seguidos sin decir palabra, mientras Tatiana, tumbada sobre el heno, lo miraba aunque se le cerraban los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, se encontró a Alexander contemplándola con una emoción tan profunda, que Tatiana no pudo evitar correr a su lado y dejarse envolver por sus fuertes brazos.

– Shhh, shh… -lo oyó susurrar cerca de su oído.

No podía hablar. Estar en brazos de Alexander, oler su piel, oír su respiración y su voz…

– Shh, shh… -seguía susurrando Alexander mientras la abrazaba.

Le quitó la cofia, la redecilla y las horquillas y le soltó la melena teñida de negro.

El pelo le había crecido mucho y le llegaba casi a la base de la espalda, y Alexander no podía dejar de acariciárselo.

– Si cierro los ojos vuelves a ser rubia -susurró.

Se comportaba como un ciego que está aprendiendo a ver de nuevo, la abrazaba con una fuerza extrema, que no tenía que ver con el amor o la pasión, sino con las dos cosas a la vez y con ninguna. No era una fusión, era una colisión de angustia y de amargura y de alivio y de temor.

Tatiana se daba cuenta de que Alexander deseaba hablar pero era incapaz de decir nada. Por eso se sentó sobre el heno con las piernas abiertas, mientras Tatiana se arrodillaba frente a él y se dejaba envolver por sus brazos, sintiendo cómo su cuerpo se estremecía y su voz susurraba «shh, shh…».

No se lo decía a Tatiana, se lo decía a sí mismo.

Sin dejar de abrazarla, Alexander la reclinó sobre la paja extendida en el suelo. Sus piernas temblorosas la rodearon y Tatiana, que se agitaba entre sollozos y apenas respiraba, no sabía qué hacer para calmar la emoción que bullía dentro de él.

Alexander la besó sin emitir ningún sonido, ni siquiera los del deseo o la lujuria. No sabían qué hacer… ¿desnudarse?, ¿quedarse vestidos? Daba igual. Tatiana no podía ni quería moverse. Los labios de Alexander le recorrían el cuello y las clavículas, mordiéndola, y la boca de Tatiana se entreabría como si fuera a susurrar su nombre o a emitir un gemido. Le resbalaban lágrimas por las sienes.

Alexander se quitó y le quitó lo estrictamente necesario. Más que penetrarla, irrumpió en su interior. Tatiana lo absorbió, y mientras su boca se abría en un grito mudo y sus manos se aferraban a la espalda de él y lo acercaban más y más hacia ella, a través de los susurros del pesar y de los gritos del deseo, sintió que Alexander, totalmente abandonado, le hacía el amor como si lo estuvieran desclavando del madero donde había sido crucificado.

La manera de asir su cuerpo, su movimiento feroz e incansable, estaban cargados de tal intensidad, que Tatiana tuvo la impresión de que su conciencia estaba a punto de claudicar…

– Shura, por favor… -articuló casi sin voz.

Pero era imposible, y lo sabía. Y no quería que fuera de otro modo. No podía ser de otro modo.

La violenta liberación alcanzó por fin a Alexander, a costa de un momentáneo lapsus mental de Tatiana, que gritó, y sus gritos salieron del establo y resonaron en el estanque y en el río y en el cielo.

Alexander continuó por un momento encima de ella, sin moverse ni retirarse. El cuerpo le temblaba todavía. Ella lo estrechó con más fuerza, aunque era imposible acercarlo más… Sin embargo, siguió estrechándolo. Y de pronto…

– Shh, shh…

No había sido Alexander.

Había sido Tatiana.

Los dos se durmieron.

No habían hablado.


Tatiana se despertó y lo sintió otra vez dentro de ella.

La noche, aunque prolongada por los dioses, no era suficientemente larga.

Tatiana extendió la tela impermeable sobre el heno. Se desvistieron. En la oscuridad silenciosa y trémula, Tatiana lloró. Lloró desde el momento en que se inclinó sobre él, contuvo el aliento y volvió a tocarlo; lloró cuando él estaba dentro de ella, y cuando la besaba; lloró durante todo el tiempo en que sus manos la acariciaban mientras se movía dentro de ella, durante todo el tiempo en que su boca recorría el cuerpo de Tatiana y la boca de ella recorría el de Alexander, mientras se apretaba contra él agitada por los gemidos y los sollozos y se fundía con él en una asombrosa liberación; lloró al sentir su ansia y su necesidad, su tristeza y su vulnerabilidad, y volvió a arder y a derretirse.

– Shura, Shura… -susurraba Tatiana con la cara contra su cuello.

– No sé si las lágrimas son la reacción que quería provocar… -susurró a su vez Alexander.

Tatiana se sentía confinada y liberada una y otra vez, y volvía a arder y a derretirse para él, de nuevo en manos de Alexander, y volvía a llorar y a suspirar: «Shura, Shura…». Una y otra vez él entraba en ella y ella lloraba sin cesar mientras él entraba y salía, rápida y lentamente, profunda e incesantemente.

Cuando dejó de moverse, Alexander permaneció encima de ella mientras Tatiana le acariciaba delicadamente la espalda y la cabeza y sus pies acariciaban sus piernas. Estaban apretados el uno contra el otro y Tatiana volvía a llorar.

– Tatia, tendrás que dejar de llorar cada vez que te haga el amor -susurró Alexander, pegado a su mejilla-. ¿Qué puede pensar un hombre si su mujer llora cuando le hace el amor?

– Que él es su única familia -dijo Tatiana, llorando-. Que es toda su vida.

– Y ella la de él -susurró Alexander, presionando su cuerpo contra el de Tatiana-. Pero él no llora.

Se apartó un poco y Tatiana no pudo verle la cara.

Alexander le besó los senos y el estómago y fue bajando más, y volvió a emplear la boca, más suavemente esta vez, y ella volvió a correrse pero muy muy suavemente, y sus gemidos eran suaves también, como caricias.

– «Mujer fuerte, ¿quién la hallará? Porque su estima supera largamente la de las piedras preciosas -declamó Alexander con su voz más profunda, abrazado a Tatiana-. Dad cerveza al desfallecido, y vino a los de amargo ánimo. Que beban y se olviden de su necesidad -se le quebró la voz, pero siguió-: y que de su miseria no se acuerden.»

– «Levantarme ahora -susurró Tatiana-, y rodaré por la ciudad, y por las calles y por las plazas buscaré al que ama mi alma. Y lo busqué y lo hallé y no lo dejaré marcharse.»

No existía la noche.

Sólo existía la penumbra, cuando el gran sol septentrional descendía tras la Universidad de Leningrado, frente a la figura del Jinete de Bronce y la fachada de la catedral de San Isaac. El cielo se teñía de azul y de violeta y de rosa en un instante que nunca duraba lo suficiente. La aguja dorada de la catedral de San Pedro y San Pablo enviaba la luz del crepúsculo hacia el espejo del río, el río que surgía del Ladoga, fluía junto a la desaparecida Dasha y las playas de Morozovo, atravesaba Schliselburgo y el hielo y Leningrado, donde se detenía un instante para reflejar la aguja dorada, entre la catedral y los olmos indoblegables del Jardín de Verano.

La noche no era suficientemente larga.

No alcanzaba para hablar del suelo del despacho de Matthew Sayers, de Lisii Nos, de los pantanos de Finlandia. O de Estocolmo.

No alcanzaba para hablar de la celda de castigo de Morozovo, los seiscientos miligramos de morfina inyectados a Leonid Slonko, los altos de Siniavino, el viaje a través de Europa junto a Nikolai Ouspenski.

No alcanzaba para hablar del Vístula.

Y sobre todo, no bastaba para hablar de los bosques y las montañas de Santa Cruz.

– No me hables de él. -La voz de Tatiana sonaba abatida-. No tengo fuerzas para escucharlo.

– Y yo no tengo fuerzas para contártelo.

Después de saber lo de Pasha, Tatiana era incapaz de mirar a Alexander o de hablarle; yacía muy quieta, con las piernas dobladas contra el pecho, mientras Alexander, tumbado a su espalda, la acariciaba y susurraba:

– Lo siento, Tatiasha. Intenté salvarlo para ti.

– No puedo soportarlo.

– Lo sé.

Tatiana ahogó un gemido.

– ¿Sabes, Tania? Cuando Pasha murió, perdí las fuerzas para seguir luchando. Me cansé de intentar entender qué había pretendido Dios con una muerte tan imprevisible y caótica. Y al final, ¿sabes?, comprendí que Pasha no habría podido superarlo, porque si te habías entregado al enemigo, los soviéticos podían conmutar la pena de muerte por una condena en Kolima, pero si lo que habías hecho era luchar en el bando enemigo…

– Lo sé, Shura.

– En 1944 estuve a punto de morir, Tania. No te imaginas la tormenta de sentimientos que bullían en mi interior mientras atravesaba con el batallón disciplinario todos los putos ríos de Polonia.

– ¿Que no me lo imagino? ¡Qué habría dado yo por un batallón disciplinario…!

Alexander le besó la nuca, el cuello y el suave trozo de piel que se extendía entre sus dos clavículas. Entre ellas, junto a su corazón, susurró:

– Tatia, tú no eras un hombre, un hombre violento y armado con seis mil cartuchos de munición y una bayoneta. Hasta que encontré a Pasha, me sentía como si ya no fuera un ser humano. Pero Dios me lo envió en Santa Cruz, me lo envió porque era lo que más necesitaba. Pensé que era la señal de que lograríamos huir y encontrarte. No sabía que eras tú la que estabas destinada a encontrarme a mí.

– Tú nos salvaste a todos, Alexander Barrington -susurró Tatiana-. Diste tu vida para salvarnos.


Alexander dormía, más cercano a la inconsciencia que al sueño, y Tatiana, apoyada sobre un codo, dibujaba las cicatrices de su torso, sus brazos, sus hombros, sus costillas. No quería despertarlo, pero no podía dejar de acariciarlo. Las señales que cubrían todo el cuerpo de Alexander desafiaban su capacidad de comprensión. ¿Cómo podía un cuerpo tan lleno de marcas seguir vivo, más flaco e incompleto que nunca, a punto de romperse por todas las costuras, y sin embargo vivo?

Tatiana ahuecó la mano y la pasó por el cuerpo de Alexander, bajó hasta sus corvas y volvió a subir hasta sus brazos, y allá se detuvo y se demoró en la caricia mientras sus ojos contemplaban su rostro dormido.

Existe un momento único, un instante aislado de la eternidad, que precede al momento en que descubrimos la verdad del uno y del otro. Y este instante singular es el que nos impulsa en la vida… cuando nos sentíamos al borde del futuro, volcados al abismo de los sentimientos prohibidos, justo antes de llegar a la convicción de que alguien nos amaba. Antes de llegar a la convicción de que amaríamos a alguien para siempre. Antes de la agonía de Dasha, de la agonía de la madre, de la agonía de Leningrado. Antes de Luga. Antes de la divinidad de Lazarevo, donde los prodigios que tu cuerpo y tu amor derramaron sobre mí nos unieron para siempre. Antes de todo eso, tú y yo paseábamos por el Jardín de Verano y mi brazo rozaba de vez en cuando el tuyo, y tú decías algo que me permitía alzar los ojos hacia tu cara y atisbar fugazmente tu boca risueña, y yo, a quien nunca nadie había tocado, intentaba imaginar cómo sería sentir tus labios sobre mi cuerpo. El momento en que me enamoré de ti en el Jardín de Verano, una de las noches blancas de Leningrado, es el instante que me impulsa en el camino de la vida.


Alexander se despertó y vio a Tatiana mirándolo.

– ¿Qué haces? -susurró.

– Te vigilo -susurró Tatiana.

Y Alexander cerró los ojos y durmió.


A la mañana siguiente, al amanecer, el granjero fue a ordeñar las vacas. Lo oyeron entrar y esperaron en silencio en el henil hasta que se marchó, y luego Tatiana se vistió, bajó al establo y vertió un poco de leche para los dos en una taza que usaba para dispensar medicamentos. Alexander bajó también y se plantó a su lado, con una pistola en cada mano, mientras ella ordeñaba a la vaca. Bebieron leche hasta reventar.

– Nunca te había visto tan delgado -dijo Tatiana-. Bebe un poco más, termínala toda.

Alexander obedeció.

– Y yo a ti nunca te había visto con tantas curvas. -Se acercó a Tatiana, sentada en la banqueta-. Te han crecido los pechos.

– Habrá sido la maternidad… -murmuró Tatiana, dándole un beso-. La maternidad, la comida americana… no sé.

– Vamos arriba -propuso Alexander, acariciándole el pelo.

Subieron otra vez al henil. Pero antes de que tuvieran tiempo de desnudarse, oyeron el ruido de un motor. Eran las siete de la mañana. Alexander se asomó a la pequeña ventana del henil y vio a cuatro oficiales del Ejército Rojo hablando con el granjero, junto a un vehículo militar.

Alexander lanzó una mirada a Tatiana.

– ¿Quién hay? -preguntó ella en un susurro.

– Siéntate contra la pared, pero no muy lejos. Coge la otra P-38 y las balas.

– ¿Quién hay?

– Han venido a buscarnos.

Tatiana emitió un sollozo y se acercó gateando a la ventana.

– ¡Cuatro! ¿Qué vamos a hacer, Dios mío? ¡Estamos atrapados aquí arriba!

– Shh… A lo mejor se marchan.

Alexander preparó la ametralladora, las tres pistolas y el Python. Tatiana observó al grupo por una esquina de la ventana. El granjero abría los brazos y se encogía de hombros. Los soldados, a su lado, fueron señalando la casa, los campos y finalmente el establo. El granjero se apartó unos pasos e hizo un gesto en dirección al establo.

– ¿El revólver es de acción simple o doble?

– ¿Qué?

– Da igual.

– Creo que de acción doble. Bueno, estoy casi segura -dijo Tatiana, intentando recordarlo-. ¿Te refieres a si vuelve a amartillarse automáticamente después del primer disparo? Sí.

Alexander se había tumbado boca abajo, detrás de dos balas de paja, tenía la ametralladora y las pistolas a su lado y empuñaba el Python con las dos manos, apuntando a lo alto de la escalera. Tatiana, que sostenía varios cartuchos en las manos temblorosas, estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared.

Alexander se volvió hacia ella.

– Ni un ruido, Tania.

Tatiana asintió en silencio.

La puerta se abrió de golpe, y el granjero y uno de los oficiales irrumpieron en el interior del establo. El corazón de Tatiana latía con tanta fuerza, que pensó que la oirían. El oficial hablaba un alemán muy precario, mezclado con palabras en ruso. El granjero debía de haberle dicho que no había visto a nadie, porque el oficial gritó, en ruso:

– ¿Está seguro?

Dieron vueltas por el establo durante unos minutos, y de pronto el oficial dejó de hablar y miró en derredor.

– ¿Fuma usted? -preguntó, también en ruso.

– Nein, nein -respondió el granjero-. Ich rauche nei in der Scheune wegen Brandgefahr.

– Pues por mucho peligro de incendio que haya, ¡alguien ha estado fumando en esta mierda de establo!

Tatiana se tapó la boca con la mano para no echarse a llorar.

El oficial salió corriendo, miró hacia la ventana del establo y dijo algo a sus compañeros. Apagaron el motor y prepararon las ametralladoras.

– Shura… -susurró Tatiana.

– Shhh… -contestó Alexander en voz baja-. No hables, ni siquiera respires.

Cuando volvieron a entrar los soviéticos con las metralletas, el granjero aún estaba de pie en medio del establo.

– ¡Lárguese! -le ordenó uno de ellos.

El granjero salió corriendo.

– ¿Quién anda ahí?

No hubo respuesta.

– ¿Quién anda ahí?

– No hay nadie -dijo uno de los oficiales.

– Sabemos que está ahí, Belov -dijo otro-. Adelántese, y nadie saldrá herido.

Alexander no dijo nada.

– Tiene que pensar en su esposa, no sea tan egoísta. No quiere que ella muera, ¿verdad?

Tatiana oyó un crujido en la escalera de mano.

Alexander se mantenía tan quieto, que si alguien hubiera tropezado con él, no se habría dado cuenta de que estaba. Se oyó otro crujido.

– Si sale voluntariamente, su esposa será amnistiada -dijo uno de los soviéticos.

– No puede escapar, vamos armados hasta los dientes -dijo otro-. Resolvamos esto como personas razonables.

Sin moverse apenas, Alexander inclinó un poco el Python y disparó una Magnum de calibre 357 contra la cabeza del oficial que en ese momento estaba trepando por la escalera de mano. El hombre cayó hacia atrás con el cuerpo convulsionado, y sus compañeros apuntaron hacia arriba con las ametralladoras, pero no tuvieron tiempo de protegerse y menos aún de abrir fuego antes de que Alexander los derribara con tres disparos.

Alexander se incorporó de un salto y se volvió hacia Tatiana.

– ¡Vámonos! -dijo, sin ceremonias-. No podemos seguir aquí ni un segundo más. Si en la casa hay teléfono, el granjero lo estará usando ahora mismo.

– A lo mejor no tiene teléfono -murmuró Tatiana.

– Pero no podemos contar con ello, ¿verdad? ¡Corre!

Tatiana recogió las cosas rápidamente mientras Alexander recargaba el Python.

– Es un arma muy buena, Tania -dijo-. Pero tiene un poco de retroceso. ¿Sabes qué mordedura tiene?

– El tipo que me lo vendió dijo que era de cuatrocientos cincuenta metros por segundo.

Alexander soltó un silbido.

– Una potencia impresionante. Casi como mi Shpagin. ¿Estás lista?

Se asomaron a la ventana para asegurarse de que el granjero seguía dentro de la casa y no se había acercado nadie más, bajaron del altillo, pasaron sobre los cadáveres caídos junto a la puerta (no sin antes registrarles los bolsillos y llevarse un paquete de cigarrillos soviéticos) y salieron del establo. Alexander cogió una metralleta del camión y un cinto de balas. Tatiana le preguntó cómo pensaba llevar a cuestas otra arma, con soporte incluido, además de la metralleta, las tres pistolas, la munición y la mochila.

– No te preocupes por mi espalda -dijo Alexander, colgándose el cinto de balas del cuello-. Preocúpate por la tuya.

– Podríamos coger el camión -propuso Tatiana.

– Buena idea, así iríamos en coche hasta el próximo punto de control-Atravesaron corriendo el campo, alejándose de la granja y dirigiéndose hacia el bosque.

Caminaron hasta el mediodía.

– ¿Paramos aquí? -preguntó Tatiana cuando estaban a punto de cruzar un arroyo-. Tienes que estar cansado. Podríamos lavarnos y comer algo. Por cierto, ¿dónde estamos?

– En ninguna parte -contestó Alexander, de mal humor-. A sólo seis kilómetros de la granja y de los soviéticos.

– Pero hemos ido hacia el sur, ¿no? -observó Tatiana con esperanza-. O sea que sólo faltan…

– Hemos ido hacia el oeste, no hacia el sur.

– ¿Cómo que no hemos ido hacia el sur? -preguntó Tatiana, mirándolo muy seria-. Berlín está al sur.

– Aja. Y es allá adonde creen que nos dirigimos.

– Pero en algún momento tendremos que empezar a ir hacia el sur, ¿no?

– En algún momento.

Tatiana no quiso insistir. Los dos se lavaron la cara y los dientes en el arroyo.

– No me des un tubito de morfina diciendo que es dentífrico, ¿eh? -bromeó Alexander.

Tatiana hurgó en la bolsa, en busca de algo para comer. Sacó una lata de carne enlatada y se la pasó a Alexander con una sonrisa.

– Me encanta la carne enlatada -dijo Alexander, sonriendo también-. Pero ¿cómo vamos a abrirla?

– Tranquilo, viene de Estados Unidos y lleva un abrelatas incorporado -explicó Tatiana.

Comieron pan deshidratado y orejones de manzana y bebieron agua del arroyo.

– Vámonos ya -dijo Alexander, poniéndose de pie.

– Espera, Shura, quiero lavarme un momento -dijo Tatiana-. No tardo.

– De acuerdo, me fumaré un cigarrillo mientras tanto -dijo Alexander, con un suspiro.

Después de fumarse dos o tres cigarrillos, se desnudó y se zambulló en el agua, en busca de Tatiana.


A primera hora de la tarde seguían entre los árboles, junto al arroyo. Se habían sentado a horcajadas sobre un tronco, Tatiana de espaldas a Alexander. Él llevaba puestos los calzoncillos y ella las bragas y una camiseta blanca de tirantes. Alexander le peinaba la larga melena mojada con una mano y se la acariciaba con la otra mano. No hablaban. Alexander se inclinó para darle un beso en el cuello, debajo de la oreja, y susurró:

– No te vuelvas a poner maquillaje, ¿eh? Quiero ver esas pecas…

Tatiana soltó una risita y se volvió hacia él. Se miraron durante un momento y se besaron. Alexander soltó el peine y acercó las manos hacia el rostro de Tatiana y hacia las alianzas que pendían de su cuello. Le hizo echar la cabeza hacia atrás mientras rozaba con la mano sus pechos y su abdomen y el espacio entre sus muslos.

– Quítate la ropa -susurró, interrumpiendo el beso.

Tatiana se levantó y se volvió hacia él. De pie a su lado, se quitó la ropa. Alexander le colocó las manos sobre los pechos y luego la atrajo hacia sí y empezó a acariciarle todo el cuerpo, desde los tobillos hasta el pelo y desde el pelo hasta los tobillos. Tatiana se sentó sobre él. Alexander la abrazó fuertemente y acercó la cara a sus pezones.

Los dulces gemidos de Tatiana resonaron en el bosque.

Alexander se incorporó sin soltarla y la condujo hasta una roca cercana al agua. Se quitó los calzoncillos con una mano, se sentó sobre ellos con la espalda apoyada en la roca y acomodó a Tatiana encima de él. La penetró con movimientos muy lentos, sin soltarla y haciéndola subir y bajar sobre él con suavidad. Tatiana le asió la cabeza y comenzó a gemir.

Cuando el movimiento se volvió más rítmico, los gemidos de Tatiana aumentaron de volumen. Se sentía cada vez más débil, incapaz de sostenerse encima de él. Alexander se levantó con ella en brazos y la depositó en la tela extendida sobre el suelo. Tatiana quedó tendida frente a él, y él se arrodilló, le alzó las caderas y empleó los dedos y la boca, pero sólo durante un momento, un breve momento. Cuando sus gemidos se volvieron más febriles, Alexander dejó de acariciarla y se tumbó sobre ella y ella comenzó a gritar…

De pronto, Tatiana dejó de moverse y de emitir sonidos, excepto el de su respiración entrecortada.

– Dios mío, Shura -susurró, estrechándolo contra ella-. Hay un hombre mirándonos.

Alexander también dejó de moverse.

– ¿Dónde? -susurró en su oído, sin volverse.

– Detrás de…

– Sitúalo en el reloj. Imagina que yo estoy en el centro.

– A las cuatro y media.

Alexander estaba muy quieto, tanto como esa misma mañana en el establo. Tatiana emitía un sonido similar al gemido de un perrito.

– Shh… -dijo Alexander conteniendo el aliento.

El revólver P-38 estaba sobre la tela, a la altura de su mano izquierda. Alexander se elevó levemente y, en un ágil movimiento, amartilló el gatillo, giró la mano izquierda y disparó tres veces. En el bosque resonó un tiro y el sonido de un cuerpo que se desplomaba sobre la maleza.

Los dos se levantaron de un salto. Alexander se puso los calzoncillos a toda prisa y Tatiana las bragas. Alexander, armado con el Python y la M1911, fue a ver qué había pasado. Tatiana, sujetándose los pechos con las manos, corrió detrás de él.

En el suelo yacía un hombre vestido con el uniforme soviético, con la sangre saliéndole a chorros del hombro. Al parecer había recibido dos balazos, uno en el hombro y otro en el cuello. Alexander le arrebató la pistola y regresó al claro. Tatiana se arrodilló frente al soldado y le colocó una mano sobre la herida del cuello.

A sus espaldas, oyó la voz incrédula de Alexander:

– ¿Qué estás haciendo, Tatiana?:

– Nada -dijo ella, abriendo el cuello de la camisa del soldado-. No puede respirar.

Alexander emitió un gruñido gutural, apartó a Tatiana, apuntó al soldado con el Python y le disparó dos veces en la cabeza. Tatiana gritó y se derrumbó en el suelo, y en un ataque de pánico comenzó a forcejear para zafarse de Alexander, que la tenía aferrada y llevaba aún el revólver en la mano. Tatiana cerró los ojos, al borde de la histeria.

– ¿Qué demonios te pasa, Tatiana?

– ¡Suéltame!

– ¿Que no puede respirar, dices? ¡Eso espero! Mira, ahora sí que ya no respira. ¿Quién quieres que se salve, él o nosotros? Esto es muy serio, se trata de tu vida y de la mía. No puedes arrodillarte junto a él para aliviar sus últimos momentos cuando hace unos segundos podía habernos matado.

– ¡Calla! ¡Déjame!

– ¡Por el amor de Dios!

Alexander arrojó las armas al suelo y cuadró los hombros para defenderse de los golpes de Tatiana, que le golpeaba el pecho con manos temblorosas.

– ¿Qué pretendes, Tania? ¿Por qué viniste? ¿Para que nuestro hijo se quedase sin madre? ¿No comprendes que hay que elegir entre ellos o nosotros? No hay término medio. Es una maldita guerra, ¿no lo entiendes?

– Por favor, déjame…

– No, no lo entiendes… -Alexander le apretó fuertemente las muñecas-. Nos estaba mirando, te estaba mirando a ti, seguramente lo observó y lo escuchó todo desde el principio. Y estaba esperando a que yo terminase para matarme y tenerte toda para él. Y luego te habría matado a ti. No sabemos quién es, puede ser un soldado o un desertor, pero está claro que quería participar del festín.

– ¡Dios mío, Alexander! ¿En qué te has convertido?

Alexander le asió la cara entre las manos para obligarla a mirarlo, y luego la apartó de un empujón.

– Qué pasa, ¿también tú me juzgas? Soy un militar, no un santo de mierda.

Lanzó un escupitajo al suelo.

– No te juzgo. Tranquilo, Shura… -murmuró Tatiana.

– O ellos o nosotros, Tatiana.

– Tú, Alexander, tú.

Estaba temblando. Alexander la sujetó por el brazo para que no se cayera pero no la atrajo hacia él ni la abrazó para consolarla.

– ¿Lo has entendido? Ve a lavarte la sangre y vístete. Tenemos que irnos.

Al cabo de diez minutos salieron del claro. Vestidos con las prendas verde oliva, volvieron a caminar entre los árboles. No hablaban, sólo decían algo cuando paraban un momento, bebían algo y seguían avanzando. Alexander fumaba. De vez en cuando se detenía a escuchar los sonidos del bosque y luego volvía a ponerse en marcha.

Trataban de esquivar las poblaciones y las carreteras, pero las granjas también eran peligrosas. Era verano, época de siembra y de cosecha. Por todas partes había maquinaria agrícola: cosechadoras, trilladoras, tractores… Tenían que rodear las tierras de labor para que no los vieran los campesinos.

Anduvieron durante seis horas a través de bosques y prados, y luego empezaron a dirigirse hacia el sur. Tatiana se moría por parar, pero Alexander no reducía el paso y la obligaba a mantener el mismo ritmo.

Cuando llegaron a un campo de patatas, Tatiana, que tenía mucha hambre, se adelantó a Alexander, pero él la agarró por el brazo inmediatamente y la obligó a colocarse detrás de él.

– No camines delante de mí. No tienes idea de qué hay en este campo.

– Ah, y tú sí…

– Sí, porque he visto mil campos como éste.

– Yo también he visto campos de patatas, Alexander.

– ¿Minados?

Tatiana calló un momento.

– Es sólo un campo de patatas. No está minado.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Lo has estado observando con los prismáticos? ¿Has inspeccionado el terreno? ¿Has avanzado gateando sobre la tierra, empujando la bayoneta por delante de tu cara por si rozabas alguna mina? ¿O simplemente te has acordado de los campos de patatas que viste en Luga cuando eras pequeña?

– Muy bien, no hace falta que sigas -protestó Tatiana en voz baja.

Alexander sacó los prismáticos y comenzó a observar el terreno. Cuando terminó dijo que parecía seguro, pero que no quería arriesgarse. Abrió el mapa y lo examinó durante unos minutos.

– Iremos por la izquierda -dijo al final-. A la derecha hay una carretera y es demasiado peligroso. Pero al otro lado hay un bosque bastante denso y podremos avanzar unos quince kilómetros a cubierto.

Tatiana desenterró cinco o seis patatas del borde del terreno.

Cuando entraron en el bosque, el sol empezaba a ponerse.

– ¿Y si intentamos pescar algo? -dijo Tatiana cuando pararon a beber junto a un arroyo-. Puedo encender fuego y hervir las patatas y el pescado. Podemos comer algo, montar un campamento, ya sabes…

Quiso sonreír, pero Alexander la miró con el semblante sombrío.

– ¿Fuego? ¿Es que te has vuelto loca? En el establo supieron que me había fumado un cigarrillo. ¿Y no has pensado que sus perros están entrenados para captar cualquier olor, no digamos el de pescado hervido?

– Pero ya no nos buscan, Alexander. No están por aquí.

– No, de momento no están por aquí. -Señaló en una dirección indeterminada-. Pero vendrán, y cuando lleguen será demasiado tarde. No quiero darles la oportunidad de encontrarnos.

– ¿Así que no vamos a comer?

– Nos comeremos las patatas crudas.

– Fantástico -murmuró Tatiana.

Se comieron las patatas y abrieron otra lata de carne. Tatiana podía haber traído más, pero ¿quién iba a pensar que no podrían encender fuego para cocer un pescado o una patata? Después volvieron al arroyo a lavarse y Alexander encendió otro cigarrillo.

– ¿Lista?

– ¿Lista para qué?

– Tenemos que irnos.

– Por favor, paremos. Son las ocho ya y necesitamos descansar. Seguiremos andando mañana, cuando se haga de día.

Quiso añadir que le daba miedo caminar de noche, pero no quería que Alexander advirtiera su debilidad y por eso calló y esperó a, que él tomara una decisión.

Alexander guardó silencio.

Tatiana guardó silencio.

– Seguiremos hasta las diez -dijo Alexander al final, con un suspiro-. Y luego pararemos.

Tatiana procuraba andar pegada a él, pero no le gustaba nada pensar que no había nadie caminando detrás de ella. Tenía la sensación de que los seguían y se giraba cada vez que Alexander se detenía a escuchar los ruidos del bosque. Una vez cayó algo al suelo, rodó una piedra, una rama golpeó contra otra, y Tatiana gritó y extendió un brazo hacia Alexander.

– ¿Qué pasa, Tatiana? -dijo él, sujetándola con la mano.

– Nada, nada.

Alexander le dio una palmadita en el hombro y añadió:

– Vamos a parar.

Tatiana tuvo que morderse los labios para no suplicar que buscaran un establo, un refugio, una zanja junto a una casa, un campo minado… cualquier cosa que les evitara pasar la noche en el bosque.

Alexander montó un pequeño toldo con la tela impermeable y unas ramas. Luego se alejó diciendo que volvía en un momento, pero cuando llevaba quince minutos sin volver, Tatiana fue en su busca y lo encontró sentado en el suelo, con la espalda apoyada en un árbol, fumando.

– ¿Qué estás haciendo, Shura? -susurró.

– Nada. Vete a dormir. Mañana nos espera un día largo.

– Vente al refugio.

– Es demasiado pequeño. Estoy bien aquí.

– No es pequeño, cabemos los dos juntos. Ven, anda.

Le tiró del brazo, pero Alexander se soltó.

Tatiana se arrodilló a su lado, escrutó su mirada y extendió las manos para acariciarle la cara.

– Shura…

– Tienes que dejar de discutir mis decisiones -le dijo él-. Estoy de tu parte, pero tienes que dejarme hacer lo que sé que nos conviene. No puedo repetir lo mismo cada vez que estamos en peligro.

– Ya lo sé, lo siento -se disculpó Tatiana-. Sabes que no puedo evitarlo, es mi forma de ser.

– Pues tienes que evitarlo. Sé que es difícil, sé que estás muy agobiada y te gustaría que las cosas fueran distintas, pero tienes que ganar esta batalla contigo misma. Tienes que hacer lo posible para encontrar fuerzas en tu interior. ¿O no te importa que ganen los hunos?

La envolvió en sus brazos y Tatiana hundió la cara contra su pecho.

– Claro que me importa. Lo intentaré, ¿de acuerdo? -susurró.

– Lo harás -aseguró Alexander, abrazándola con más fuerza-. Harás lo que te digo, te mantendrás al margen y no te acercarás a curar a alguien que ha querido matarnos. -Tomó la cara de Tatiana entre sus manos-. Tania, en Morozovo te dejé marchar, pero esta vez no será así. Esta vez, viviremos los dos o moriremos los dos.

– Sí, Alexander -aceptó Tatiana.

– Yo he intentado cambiar mi forma de ser, descartando todo lo que no era útil para sacarnos de aquí, y tú harás lo mismo.

– Sí, Alexander. Ven a dormir.

Alexander negó con la cabeza.

– Por favor -susurró Tatiana-. De noche, el bosque me da mucho miedo.

Alexander la acompañó al toldo y se tumbó detrás de ella. Tatiana extendió la manta de cachemira sobre los dos.

– La compré para ti durante mi primera Navidad en Nueva York -le explicó.

– Es cálida y no pesa, una buena manta -observó Alexander-. «Señor, empequeñece el manto del cielo devorado por las estrellas y cúbreme para que pueda yacer en paz» -recitó.

Se acurrucaron el uno contra el otro. «Encajados como dos escudillas de metal»… Tatiana recordó la luna de miel en Lazarevo, cuando Alexander le preparaba helado.

– Dime una cosa, Tania -dijo Alexander-. No me enfadaré porque quería que fueras feliz, pero dime: ¿has estado con alguna otra persona?

– No he estado con nadie -dijo Tatiana. Calló un momento, recordando lo cerca que había estado de Jeb y de Edward…-. ¿A quién iba a encontrar, tan lleno de dones de los dioses? -Tatiana notó que el cuerpo de Alexander entraba en tensión-. ¿Y tú?

– Yo tampoco. -Alexander calló también un momento-. Pero una o dos veces lo deseé, para alejar a la muerte…

Tatiana cerró los ojos.

– Yo también lo deseé -dijo-. ¿Quieres que alejemos a la muerte ahora?

– No -dijo Alexander.

Cuando Tatiana volvió a abrir los ojos, era aún de noche y Alexander no estaba detrás de ella. Estaba sentado fuera del toldo, junto a los árboles, con la ametralladora en la mano.

– ¿Qué haces?-preguntó Tatiana.

– Protegerte -contestó Alexander.

Tatiana lo tapó con la manta y se echó a su lado, apoyando la cabeza en su regazo. Cerró los ojos y durmió con un sueño intranquilo.

Cuando se despertó, tenía la manta sobre la cara. Al apartarla vio que Alexander fumaba en la penumbra, mirándola. Su cuerpo estaba tenso como un resorte.

– ¿Qué pasa? -murmuró Tatiana.

– No quería que te cayera ceniza en el pelo.

– No… Digo si hay algún problema…

– Creo que no lo vamos a conseguir, Tatiana -susurró Alexander, apartando la vista.

Tatiana lo miró un momento y luego cerró los ojos y hundió la cara en su regazo.

– Vive como si tuvieras fe -dijo-, y la fe te será dada.

Alexander no respondió.

Tatiana se quitó las alianzas que llevaba al cuello. Se puso la más pequeña en el anular de la mano derecha, tomó la mano de Alexander (le costó que soltara el arma, aunque fuera por un instante) y le colocó la más grande en el dedo. Él le oprimió la mano y volvió a coger la M1911.

– ¿No quieres dormir? Me sentaré.

– No -respondió Alexander-. No puedo dormir.

Tatiana le acarició el brazo.

– ¿Hay algo que pueda hacer? -preguntó, dándole un golpecito en el costado.

– No.

– ¿No?

Su respuesta la sorprendió.

– No -repitió Alexander, lacónico-. Tenemos demasiadas cosas en contra. No quiero darme por vencido, pero fíjate en lo que ha estado a punto de sucedemos.

Tatiana volvió a quedarse dormida, y Alexander la despertó cuando la luz del amanecer teñía de azul los árboles. Se lavaron los dientes en silencio y recogieron sus cosas. Tatiana se adentró unos metros en la espesura y al regresar vio a Alexander de espaldas.

– ¿Tienes hambre? -preguntó.

Antes de que terminara la frase, Alexander giró en redondo y la apuntó con las dos pistolas. Pasó un segundo antes de que bajara los brazos y retomara sin decir palabra lo que estaba haciendo.

Tatiana se acercó más y vio que él le estaba registrando la mochila.

– ¿Qué buscas?-preguntó.

– ¿Quedan cigarrillos?

– Claro. Traje seis paquetes.

– Además de ésos -dijo Alexander tras una pausa.

– ¿Anoche te fumaste los seis paquetes? -preguntó Tatiana.

Alexander volvió a hurgar en la mochila.

– ¿Y el que les quitaste a los soviéticos? -dijo Tatiana.

– ¿Qué pasa con él? -dijo Alexander.

Tatiana le arrebató la mochila de las manos. Intentó quitarle las armas del cinto, pero no pudo. Lo abrazó, con las pistolas y las balas interponiéndose entre los dos.

– Shura, mi amor, mi marido… -susurró-. Todo saldrá…

– Vamonos -dijo Alexander, apartándose-. Tenemos que ponernos en marcha.

Siguieron caminando, pero esta vez se dirigieron hacia el sur.


Alexander dejó de esperar a que Tatiana se adaptara a su ritmo. No se detenían a bañarse en los arroyos, no encendían fuego, no les quedaban galletas ni carne enlatada. Recogieron algunas bayas por el camino, unas patatas en otro campo…

Al final del día, Tatiana preguntó si podían encender fuego, ya que después de todo no habían oído ningún ruido sospechoso en toda la jornada, pero Alexander se negó. Tatiana se sorprendió cuando él le dijo que habían recorrido dieciséis kilómetros, porque pensaba que habían avanzado muy lentamente. Tenía la impresión de que Alexander temía acercarse a Berlín, pero no sabía por qué. ¿Qué le asustaba?

– Parece que estamos muy cerca, ¿no crees?

– No. Bueno, sí… estamos a diez kilómetros.

– Podemos llegar mañana.

– No. Creo que será mejor esperar un tiempo en el bosque.

– ¿Esperar en el bosque? ¡Has insistido en que siguiéramos caminando sin parar!

– Ahora pararemos.

– Quieres parar, pero no podemos encender fuego ni cocinar. Y tampoco podemos bañarnos, ni dormir, ni nada. ¿Por qué tenemos que esperar en el bosque?

– Nos están buscando. ¿No lo has oído?

– ¿Si he oído qué?

– A ellos. A lo lejos, en la linde del bosque, buscándonos desesperadamente por todas partes… ¿No los oyes?

Tatiana no oía nada.

– Aunque fuera así, no pueden registrar todo el norte de Berlín hasta encontrarnos.

– Lo harán. Por eso tenemos que quedarnos aquí.

– Vamos, Alexander -dijo Tatiana, apoyando las manos en su torso-. Seguiremos caminando hasta que no podamos más.

– Si eso es lo que quieres, sigamos -respondió Alexander, apartándose.

A medida que se acercaban a la ciudad, el bosque se fue volviendo menos denso. Cruzaron campos en pendiente y terrenos llanos y separados por hileras de árboles. Avanzaban poco a poco, y una vez se quedaron dos horas agazapados entre la maleza porque Alexander había visto pasar un camión en la lejanía.

No había arroyos y ningún sitio en el que esconderse. Alexander estaba cada vez más nervioso y apuntaba hacia delante con la ametralladora mientras caminaban. Tatiana no sabía qué hacer para ayudarlo. Ya no les quedaba tabaco.

A las nueve de la noche, pararon para que Tatiana descansara un momento.

– ¿No te parece que el campo está muy silencioso?

– No -respondió Alexander-. Está cualquier cosa menos silencioso. A lo lejos, más allá de las tierras de labor, todo el tiempo oigo camiones y voces y ladridos.

– Yo no los oigo-dijo Tatiana.

– ¿Y por qué ibas a oírlos?

– ¿Y por qué los oyes tú?

– Porque yo tengo esa capacidad. Vamos, ¿estás lista?

– No. Quiero que señales en el mapa dónde estamos.

Alexander suspiró y sacó el mapa topográfico, en el que estaban marcados los desniveles. Tatiana siguió con la mirada el recorrido de su dedo.

– ¡Qué bien, Shura! Cerca de aquí hay una colina de sólo seiscientos metros. Seiscientos metros de subida y seiscientos de bajada, y estaremos a unos pocos kilómetros de Berlín. Podemos llegar al sector norteamericano mañana al mediodía.

Alexander la miró y, sin decir nada, guardó el mapa y echó a andar otra vez.

Había luna y podían avanzar sin necesidad de la linterna. Cuando llegaron a la cima de la colina, Tatiana pensó que podía ver Berlín en la lejanía.

– Vamos -dijo-. Podemos bajar corriendo los seiscientos metros que faltan para llegar al pie.

Alexander se sentó pesadamente en el suelo.

– Veo que no estuviste atenta durante el cerco de Leningrado. ¿No oíste hablar de Pulkovo y de Siniavino? Nos quedaremos aquí arriba porque la altura es nuestra única ventaja; además, quizá, del elemento sorpresa. Si bajamos, más vale que los estemos esperando con las manos en alto.

Tatiana recordó la actuación de los alemanes en Pulkovo y en Siniavino. Sin embargo, no podía evitar sentirse expuesta en la cima de la colina, donde sólo crecían un árbol y unos cuantos arbustos. Pero Alexander había dicho que se quedarían allí, y allí se quedarían.

Esta vez, Alexander no montó el toldo y ordenó a Tatiana que no sacara nada de la mochila, sólo la manta si tenía frio, para que pudieran huir en cualquier momento.

– ¿Huir? Pero mira qué tranquilo está esto, Shura.

Alexander ya no la escuchaba. Se había alejado unos pasos y estaba agachado, escarbando el suelo. Tatiana apenas podía distinguir su silueta.

– ¿Qué haces? -le preguntó Tatiana, acercándose.

– Cavar, ¿no lo ves?

– ¿Qué estás cavando? -preguntó Tatiana en voz baja-. ¿Una tumba?

– No, una trinchera -respondió Alexander, sin levantar la vista.

Tatiana no entendía nada. Pensó que la falta de tabaco y la tensión habían sumido a Alexander en un estado de locura transitorio (ojalá fuera transitorio). Quiso decirle que se estaba poniendo paranoico, pero pensó que no serviría de nada y prefirió agacharse a su lado y ayudarlo a escarbar la tierra con el cuchillo y después directamente con las manos, hasta abrir una zanja lo suficientemente grande para que Alexander se tumbara dentro.

Terminaron de cavar la trinchera a las dos de la mañana y se sentaron debajo del único árbol que crecía en la colina, un tilo. Tatiana reclinó la cabeza en el regazo de Alexander, que se había sentado con la espalda apoyada en el tronco, sin tumbarse ni soltar la ametralladora. Al cabo de un rato, el arma se le resbaló de las manos; Tatiana se incorporó asustada, y Alexander se levantó de un salto y la obligó a tumbarse otra vez en el suelo.

Volvieron a sentarse y Tatiana trató de dormir, pero sentir el cuerpo tenso de Alexander junto a ella le impedía conciliar el sueño.

– No tenías que haber venido en mi busca -le oyó decir-. Tendrías que haberme dejado en el campo. Habías rehecho tu vida: cuidabas de tu hijo, trabajabas, tenías amigos, Nueva York, la novedad. Lo nuestro había terminado, y así debimos dejarlo.

«Pero ¿qué dices?», quiso preguntar Tatiana. Alexander no podía estar hablando en serio, a pesar de la solemnidad de su voz.

– Si querías que las cosas quedaran como estaban, ¿por qué quisiste que me obsesionara con Orbeli? -preguntó-. ¿Por qué me dejaste vislumbrar un atisbo de tu vida arruinada?

– No nombré a Orbeli para que te obsesionases -repuso Alexander-. Lo nombré para que tuvieras fe.

– ¡No!

Tatiana se levantó de un salto y se alejó unos pasos.

– Baja la voz -dijo Alexander, sin levantarse.

– ¡Lo nombraste para condenarme! -dijo Tatiana, bajando la voz-. A partir de ahí empezó el diluvio…

– ¡Ah, claro! ¡En eso pensaba en los últimos momentos! ¿Qué puedo hacer para convertir la vida de mi mujer en una pesadilla?

Alexander retorció la bota contra el suelo.

– ¡Lo nombraste para atormentarme! -exclamó Tatiana.

– ¡Te he dicho que bajes la voz!

– Si realmente querías convencerme de que habías muerto, no habrías dicho nada. Si querías eso, no habrías pedido a Sayers que metiera la maldita medalla en la mochila. Sabías, ¡lo sabías!, que si tenía una mínima clave, una sola palabra, que pudiera hacerme pensar que estabas vivo, sería incapaz de rehacer mi vida. Y esa palabra era «Orbeli».

– Querías una palabra, y la tuviste. No puedes salirte siempre con la tuya, Tatiana.

– Se supone que íbamos a ser siempre sinceros, y tú terminaste tu vida con la mayor mentira que se pueda imaginar. Conseguiste que me torturase todos los días. Quedé atrapada entre tu vida y tu muerte, sin poder escapar… Y lo sabías.

Por un momento dejaron de discutir. Tatiana intentó controlar el temblor de su cuerpo.

– El jinete me ha perseguido todos los días y todas las noches de mi vida, ¿y ahora me dices que no tenía que venir en tu busca?

Lo agarró y empezó a zarandearlo. Alexander no protestó ni se defendió, dejó que lo golpeara y al cabo de un momento la apartó con delicadeza.

– Quítame la ropa -dijo Alexander-. Acércate, túmbate desnuda a mi lado y arráncame la carne con los dientes, como en tu sueño. Y cuando termines de desollarme, devórame hasta que no quede nada de mí.

– ¡Por Dios, Alexander!

Tatiana se sintió como si fuera a hundirse en la tierra.

Estaban sentados bajo el tilo en la noche de junio, dándose la espalda. Tatiana se tapó la cara con las manos y se tumbó en el suelo. Él siguió sentado, con todas las armas extendidas a su alrededor.

Al cabo de unas horas, se oyó su voz.

– Tatiana -dijo, casi inaudiblemente.

No tuvo que decir nada más, porque ella también los había oído. Se estaban acercando, y esta vez los motores y los gritos y los ladridos de los perros no sonaban en la lejanía. Esta vez, los insistentes ladridos de los perros estaban al pie de la ladera.

Tatiana iba a levantarse de un salto, pero la mano de Alexander la contuvo. No dijo nada, sólo la contuvo.

– ¿Qué haces? -susurró Tatiana-. ¿Por qué te quedas sentado? ¡Corramos! ¡En un minuto podemos estar al pie de la colina!

– Si bajamos, ellos sólo tardarán un minuto en subir aquí y dispararnos desde lo alto. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

– ¡Levántate! ¡Corramos!

– ¿Adónde quieres ir? Alrededor todo son colinas y campos de labor. ¿Crees que correremos más que los pastores alemanes?

Alexander la mantuvo sujeta contra el suelo, mientras su respiración se serenaba.

– ¿Nos olerán los perros?

– Sí, estemos donde estemos.

Tatiana miró hacia el pie de la colina. No los vio, pero oyó los frenéticos ladridos de los perros y los gritos de los hombres que los sujetaban. Sabía que los animales ladraban porque estaban muy cerca de sus presas.

– Métete en la trinchera, Shura -dijo-. Yo me subiré al árbol.

– Átate a las ramas. Lanzarán bombas de humo y no tendrás fuerza para sujetarte.

– Métete en la trinchera y dame los prismáticos para que pueda decirte cuántos hay.

Alexander la soltó y los dos se pusieron de pie.

– Dame también la P-38. -Tatiana hizo una pausa-. Tendremos que matar a los perros. Sin su ayuda, no sabrán dónde estamos.

Alexander sonrió.

– ¿No crees que ver unos perros abatidos a sus pies les dará una pista?

Tatiana no sonrió.

– Y dame las granadas. Intentaré lanzárselas.

– Las lanzaré yo. No quiero que quites la espoleta demasiado pronto. Cuando dispares, ten en cuenta el retroceso. En la P-38 no es muy fuerte, pero notarás la sacudida. Y aunque te quede un cartucho en el peine, si tienes un momento, para y recárgala. Es mejor tener ocho balas que una.

Tatiana asintió.

– No dejes que se acerquen al árbol. Cuanto más lejos estén, más fácil es que yerren.

Alexander le pasó la pistola, la cuerda y una bolsa de tela que contenía varios peines de 9 milímetros.

– ¡Sube al árbol! -le ordenó, empujándola-. Y no bajes si no es imprescindible.

– No digas tonterías -dijo Tatiana-. Bajaré si me necesitas.

– No -protestó Alexander-. Bajarás cuando yo te lo diga. No puedo perder tiempo preguntándome dónde estás y qué haces.

– Shura…

Alexander la miró desde arriba, dominándola con su estatura.

– Bajarás cuando yo te lo diga, ¿me has entendido?

– Sí -contestó Tatiana.

Encajó las armas en la cinturilla de los pantalones y alzó los brazos, pero la primera rama quedaba demasiado arriba. Alexander la aupó hasta que se aferró a ella y siguió trepando. Alexander entró en la trinchera y alineó a su lado las pistolas y los cargadores, colocó la metralleta cargada sobre el soporte y se enrolló el cinto de balas en el torso. Tenía la Shpagin junto a él, con ciento cincuenta cartuchos en el cinto.

Tatiana trepó lo más arriba que pudo. Como el abundante follaje del tilo le tapaba la visión, rompió unas ramitas tiernas y se sentó en una de las más gruesas, junto al tronco. Alcanzaba a ver toda la ladera, iluminada por la tenue luz del alba. Los soldados parecían pequeños y lejanos. Estaban muy dispersos, con varios metros de separación entre unos y otros, esparcidos como un borrón de tinta.

– ¿Cuántos son?-gritó Alexander.

Tatiana los observó con los prismáticos.

– Unos veinte.

Los latidos de su corazón eran tan fuertes que pensó que se le rompería el esternón. «Veinte como mínimo», quiso añadir, pero no pudo. No distinguía a los perros, pero sí a los hombres que los sujetaban, porque corrían más deprisa que los demás y con movimientos más espasmódicos, como si los animales tironearan de las correas.

– ¿A qué distancia?

Tatiana no podía decírselo con seguridad. Estaban bastante abajo, ya que las siluetas se veían muy pequeñas. Pensó que Alexander sabría calcular la distancia, pero no podía hacer dos cosas a la vez: ubicarlos y matarlos. La mira del Python era muy precisa. ¿Alcanzaría para ver a los perros?

– ¿Ves los perros, Shura?

Tatiana esperó su respuesta. Lo vio mover el Python y apuntar hacia abajo, sonaron dos disparos y los ladridos cesaron.

– Sí -dijo Alexander.

Tatiana volvió a coger los prismáticos. El grupo de soldados se estaba dispersando en medio de un obvio desconcierto.

– ¡Vienen!

No era necesario el aviso, porque Alexander se levantó de un salto y abrió fuego con la ametralladora. Durante varios segundos, Tatiana no oyó más que las explosiones de las balas. Cuando cesaron los disparos se oyó un sonido sibilante, y cien metros más abajo de donde se encontraban impactó una granada. La siguiente estalló a cincuenta metros. La siguiente, a veinticinco.

– ¿Dónde están, Tania? -gritó Alexander, aún con la culata de la ametralladora apoyada contra el hombro.

Tatiana volvió a usar los prismáticos. Sus ojos empezaban a gastarle malas pasadas. Tenía la impresión de que los soldados se arrastraban por el suelo con sus uniformes oscuros, acercándose a ellos. ¿Se arrastraban o se convulsionaban?

Unos cuantos se pusieron de pie.

– Hay dos a la una en punto, y tres a las once en punto -gritó Tatiana.

Alexander volvió a abrir fuego, pero de repente se paró y soltó la ametralladora. ¿Qué pasaba? Cuando lo vio coger la Shpagin, Tatiana entendió que se había quedado sin munición. Pero a la Shpagin sólo le quedaba medio tambor, unos treinta y cinco cartuchos, que se agotaron en un minuto. Alexander cogió las dos Colt, disparó ocho veces, paró dos segundos, disparó otras ocho veces, paró otros dos segundos. «El ritmo de la guerra», pensó Tatiana, deseando poder cerrar los ojos. De repente, en la posición de las once no había tres soldados sino cinco, y en la de la una, cuatro. Alexander seguía agazapado y sólo dejaba de disparar en las pausas de dos segundos que empleaba para recargar las armas.

Desde abajo los atacaron con fuego racheado. Disparaban al azar, pero las balas se acercaban cada vez más. Tatiana volvió a usar los prismáticos y vio que las ametralladoras producían un destello que permitía localizarlos. Alexander también podría verlos desde donde estaba. Súbitamente, Tatiana pensó que a él también podrían localizarlo por el destello de las pistolas y le gritó que se agachara. Alexander volvió a tumbarse boca abajo en la trinchera.

Uno de los soldados había empezado a ascender por la ladera y estaba a sólo cien metros, delante del árbol.

Tatiana lo vio lanzar un objeto que dibujó una trayectoria sibilante en el aire y aterrizó muy cerca de Alexander, prendiendo fuego a los matorrales. Alexander cogió dos granadas, arrancó las espoletas y las arrojó a ciegas porque desde el interior de la trinchera no podía ver dónde se encontraban sus perseguidores.

Pero Tatiana sí que podía verlos. Amartilló la P-38, apuntó a la silueta que había aparecido frente al árbol y disparó sin pensarlo dos veces. El retroceso le golpeó violentamente el hombro, pero lo peor fue el estallido, que la dejó sorda. Delante de la trinchera, la hierba y los arbustos ardían en llamas.

«¿Alexander?», creyó susurrar, pero no oyó ninguno de los sonidos que salían de su boca. Cogió otra vez los prismáticos para observar el pie de la montaña. Ahora había más luz, y las siluetas dispersas en el suelo parecían inmóviles. Tatiana disparó una y otra vez. No estallaron más proyectiles de mortero, pero hubo ráfagas esporádicas de ametralladora dirigidas contra la trinchera. Tatiana vio a los tiradores agazapados entre los arbustos, en medio de la ladera. Como no podía hablar con Alexander ni oír sus respuestas, volvió a apuntarlos con la pistola, sin saber si las balas podían llegar a una distancia de doscientos metros, y disparó. Hubiera querido oír los estallidos, pero estaba totalmente sorda. Recargó la pistola seis veces más.

Alexander no había dejado de disparar. Quizás habían sido sus proyectiles los que habían incendiado los matorrales. Tatiana ya no estaba segura de nada. Apuntó hacia la ladera de la colina, cerró los ojos y siguió disparando, recargando el arma y volviendo a disparar hasta que se quedó sin balas.

De pronto, todo estaba en silencio. O quizá no.

Tatiana abrió los ojos.

– ¡A tu espalda! -gritó, y Alexander salió de la trinchera justo cuando uno de los soldados iba a dispararle.

Alexander le quitó el fusil de una patada, le asestó otra patada en las piernas, se abalanzó sobre él y los dos rodaron por el suelo. El soldado sacó un cuchillo de una de sus botas. Tatiana se olvidó de toda precaución y estuvo a punto de caerse del árbol. Se desprendió de la cuerda que la sujetaba, bajó a toda prisa y echó a correr hacia los dos hombres. «¡Parad!», gritaba mientras amartillaba la pistola sabiendo que no quedaban balas. «¡Parad!», pero seguía sorda y no sabía si la oían. El soldado intentaba clavar el cuchillo a Alexander, que lo tenía agarrado por la muñeca.

Tatiana corrió hacia ellos y golpeó al soldado en el cuello con la pistola descargada. El hombre dio un respingo, pero siguió aferrando el mango del cuchillo. Alexander no le soltó la muñeca y evitó por muy poco que le clavara el cuchillo en el estómago. Gritando, Tatiana volvió a atacar al soldado, pero como no tenía fuerza estuvo golpeándolo una y otra vez hasta que Alexander lo agarró por el cuello y se lo retorció. Lo soltó cuando dejó de patalear y el soldado se desplomó a sus pies, magullado y cubierto de sangre. Alexander intentó decir algo a Tatiana, y al ver que no lo oía, le indicó por señas que se apartara. Cuando Tatiana soltó el arma y se retiró unos pasos, Alexander cogió la pistola, apuntó al soldado y apretó el gatillo, pero no se oyó ningún sonido.

«Está descargada», quiso decir Tatiana, pero él ya lo sabía. Alexander cogió el Python, que aún tenía balas en la recámara, y apuntó al soldado pero no disparó; tenía el cuello roto. Alexander soltó el arma, se acercó a Tatiana y la abrazó para tranquilizarla.

Los dos jadeaban. Alexander estaba cubierto de cenizas y tenía sangre en el brazo, la cabeza, el pecho y el hombro.

– ¿Qué? -preguntó Tatiana, viendo que él le hablaba.

– Buen trabajo, Tania -le dijo Alexander al oído-. Pero pensaba que había quedado claro: no tenías que moverte si yo no te lo ordenaba.

Tatiana lo miró a los ojos, sin saber si estaba hablando en broma o en serio. No quedaba muy claro.

– Tenemos que irnos -dijo Alexander, oprimiéndole la mano-. Sólo nos quedan cartuchos de revólver.

– ¿Has acabado con todos? -dijo Tatiana.

– No grites. Creo que no, y en cualquier caso, vendrán cien más y traerán bombas más potentes. Vámonos corriendo.

– Espera, estás herido…

Alexander le tapó la boca con la mano.

– No grites -le dijo-. Tardarás un poco en recuperar el oído, asi que no digas nada y sígueme.

Tatiana le señaló la sangre del pecho. Alexander se encogió de hombros y dejó que Tatiana le arrancara la manga de la camisa. Un proyectil le había rozado el hombro; Tatiana retiró los trocitos de metralla, uno de los cuales se le había clavado en el deltoides. «¿Lo ves, Shura?», pensó que decía.

– Cógelo con los dedos y arráncalo -le dijo Alexander al oído.

Tatiana tiró del metal con los dedos, y estuvo a punto de desmayarse al pensar en el dolor que debía de estar sintiendo él. Alexander hizo una mueca pero no se movió. Tatiana le puso antiséptico en las heridas y se las vendó. Tardó dos minutos.

– ¿Qué tienes en la cara? La herida de la sien se había vuelto a abrir.

– No nos entretengamos más -dijo Alexander-. No es nada, ya lo miraremos luego. Vámonos ya.

Tatiana tenía sangre de Alexander en la cara, pero no se limpió.

Alexander dejó la ametralladora descargada y cogió las pistolas, la metralleta y la mochila. Tatiana agarró el maletín de enfermera, y los dos corrieron pendiente abajo, tan deprisa como pudieron.

Durante las dos o tres horas siguientes, avanzaron junto a los muros o las hileras de árboles que servían de separación entre los campos, hasta que el paisaje pasó de agrícola a residencial, empezaron a verse calles y se toparon con un gran letrero en el lateral de un edificio de tres pisos: «Está usted entrando en el sector británico de Berlín».

Tatiana ya no estaba sorda. Se aferró al brazo sano de Alexander y le dijo con una sonrisa:

– Ya casi estamos. No hubo respuesta.

Al cabo de unos metros, Tatiana comprendió por qué. Berlín no estaba desierto; las calles estaban llenas de camiones y jeeps, y no todos pertenecían al ejército británico. Cuando vieron que un camión con la hoz y el martillo pasaba a toda velocidad tocando la bocina, Alexander agarró a Tatiana y la hizo entrar precipitadamente en un portal. -¿A qué distancia está el sector norteamericano? -le preguntó.

– No lo sé. Pero aquí tengo un plano de Berlín.

Resultó que estaba a cinco kilómetros. Tardaron todo el día en llegar. Corrían de un edificio a otro, y se detenían a esperar en portales, pasajes o patios.

Cuando accedieron al sector norteamericano, eran las cuatro de la tarde.

Llegaron frente a la embajada estadounidense a las cuatro y media, pero no se atrevieron a cruzar la avenida Clayallee porque había una hilera de jeeps con la hoz y el martillo aparcados frente a la entrada.

Esta vez fue Tatiana la que arrastró a Alexander al interior de un portal. Se sentaron en el hueco de la escalera, respirando aceleradamente.

– Puede que no hayan venido por nosotros -opinó Tatiana, tratando de imprimir esperanza a su voz-. A lo mejor siempre suelen estar por aquí.

– ¡Ya! ¿No crees que les habrán ordenado esperar a que aparezcan un hombre y una mujer de nuestras características?

– No, no lo creo -dijo Tatiana, dubitativa.

– Entonces vamos. -Alexander hizo ademán de levantarse, pero ella lo detuvo-. ¿Qué quieres hacer, Tatiana?

– Soy ciudadana estadounidense y tengo derecho a pedir ayuda a la embajada -respondió ella tras pensarlo un momento.

– Sí, pero te detendrán antes de que puedas ejercer ese derecho.

– Pues habrá que hacer algo.

Alexander guardó silencio mientras Tatiana seguía pensando qué hacer. Pensó que él ya no se veía tan tenso, como si su cuerpo se hubiera relajado con la pelea.

– Anímate, anda -le dijo, acariciándole la cara-. La batalla no ha terminado aún, soldado. Vamos.

– ¿Adónde?

– A hablar con el gobernador militar. Su residencia no está lejos de aquí.

Cuando llegaron a las dependencias de la comandancia estadounidense, Tatiana se escondió en un edificio del otro lado del paseo, se quitó las prendas verde oliva, se puso el ajado uniforme de enfermera e hizo una seña a Alexander para que la siguiera hasta la puerta, protegida por vigilantes armados. Eran las cinco de la tarde y en las inmediaciones no se veía ningún vehículo soviético.

– Te esperaré aquí. Ve tú sola y ven después a buscarme -propuso Alexander.

– No pienso abandonarte aquí, Alexander -dijo Tatiana, tendiéndole la mano-. Vamos. Suelta las armas.

– No cruzaré la calle desarmado.

– ¡No hay nadie! Además, no te dejarán entrar con armas en la residencia del gobernador.

Terminaron abandonando la ametralladora porque era demasiado voluminosa y se acercaron a la verja con las pistolas escondidas en la mochila. Tatiana, sin soltar la mano de Alexander, anunció al centinela que quería hablar con el gobernador Mark Bishop.

– Me llamo Jane Barrington -dijo.

Alexander le lanzó una mirada.

– ¿No eres Tatiana Barrington?

– En los documentos de la Cruz Roja usé el nombre de Jane -explicó Tatiana-. Y Tatiana suena tan ruso…

Se miraron a los ojos durante un instante.

– Es que lo es -repuso Alexander, en voz baja.

Cuando salió a recibirlos, Mark Bishop lanzó una mirada a Tatiana y otra a Alexander.

– Pasen -les dijo, pero antes de que tuvieran tiempo de entrar, añadió-: Menudo jaleo ha armado, enfermera Barrington.

– Gobernador, le presento a mi marido, Alexander Barrington -dijo Tatiana en inglés.

– Aja -fue todo lo que respondió Bishop. Después de una pausa, preguntó-: ¿Está herido?

– Sí.

– ¿Y usted?

– No. Gobernador, por favor, ¿podría pedir a alguno de sus ayudantes que nos acompañen a la embajada? Tengo que hablar con el cónsul John Ravenstock. Nos está esperando.

– Ah, ¿los está esperando?

– Así es.

– ¿A su marido también?

– Sí. Mi marido tiene la nacionalidad estadounidense. -Ah, ¿sí? ¿Y dónde están sus papeles?

– Se lo ruego, gobernador -insistió Tatiana, sosteniendo la mirada de Bishop-, deje que el consulado se ocupe del asunto. No hace falta que se involucre usted también. Agradecería mucho que alguien nos llevara en coche.

Bishop llamó a dos soldados.

– ¿Quiere un jeep, señora Barrington, o prefiere…?

– Sería preferible un camión blindado, gobernador.

– Por supuesto.

Tatiana preguntó si el doctor Flanagan y la enfermera Davenport habían llegado al sector norteamericano,

– No fue fácil, pero pudimos repatriarlos hace dos días. No hace falta decir que no están muy contentos con usted.

– Lo comprendo, y lo lamento. Me alegro de que estén sanos y salvos.

– No me lo diga a mí, señora Barrington. Es a ellos a quienes debe pedir disculpas.

Los dos soldados los acompañaron hasta la embajada. Tatiana y Alexander viajaron sentados en el suelo de la trasera, muy cerca uno del otro, sin hablar. Tatiana intentó limpiarle la sangre seca de la sien, pero Alexander le apartó la mano.

Cuando se abrieron las puertas del camión, ya estaban en territorio estadounidense.

– Todo irá bien, Shura -susurró Tatiana antes de bajar-. Ya lo verás.

Pero cuando John Ravenstock, vestido de esmoquin, salió del edificio de la embajada y apareció en el patio donde Alexander y Tatiana lo estaban esperando, no se mostró ni amistoso ni sonriente. O bien era un hombre habitualmente circunspecto, o bien no quería hacer ni un solo gesto que pudiera interpretarse como cordial.

– Señor Ravenstock: Sam Gulotta, en Washington, nos dijo que podíamos dirigirnos a usted.

– Sí, en los últimos tres días he tenido que oír explicaciones de todo el mundo, incluido su amigo Sam Gulotta. -Suspiró-. Acompáñeme, señora Barrington. Su esposo puede esperar aquí. ¿Necesitará que lo vea un médico?

– Luego -dijo Tatiana. Oprimió la mano de Alexander y añadió-: Pero tiene que entrar con nosotros. Puede esperar fuera del despacho si quiere que usted y yo hablemos en privado, pero tiene que entrar en la embajada. O podemos hablar aquí mismo, delante de él.

Ravenstock negó con la cabeza.

– Son las seis, y mi jornada de trabajo terminó a las cuatro -observó-. Mi mujer me está esperando para ir a una recepción.

– Mi marido también está esperando -dijo Tatiana en voz baja.

– Sí, sí, su marido, ya sé… En todo caso, estamos fuera del horario de trabajo. Entren, pero le advierto que ahora mismo no podré encargarme del asunto. Voy a llegar con un retraso inexcusable…

Atravesaron las puertas de la embajada y subieron la escalinata que llevaba al piso superior, donde estaba el lujoso despacho de Ravenstock. El embajador llamó a un ujier para que vigilara a Alexander en la sala de espera e hizo un gesto para que Tatiana entrara. Tatiana se volvió un momento hacia Alexander, reacia a dejarlo solo, pero por lo menos estaban dentro de la embajada norteamericana, lo cual era mucho mejor que quedarse dentro de un edificio abandonado en el sector soviético. Alexander había sacado el mechero y estaba pidiendo un cigarrillo al ujier.

– No le digo que se siente porque no tenemos tiempo -dijo Ravenstock mientras cerraba la puerta del despacho.

Era un hombre de unos cincuenta años, alto y canoso, que lucía un poblado bigote gris y unas cejas grises muy crecidas.

Tatiana no se sentó.

– ¡No sé si se da cuenta de la cantidad de problemas que ha ocasionado! -exclamó Ravenstock, nervioso-. Está usted en Berlín en virtud de un privilegio excepcional. Y abusar de los derechos que le confiere el uniforme de la Cruz Roja para provocar a nuestros antiguos aliados es una completa locura. Por desgracia, no tengo tiempo de discutir la cuestión.

– Creo que la oficina consular le autorizará a emitir un pasaporte a nombre de mi marido…

– ¡Un pasaporte! ¡Por Dios! Sí, Sam Gulotta ya me lo ha comentado. Olvídese de pasaportes. Tenemos un problema más serio entre manos. ¿Se da cuenta de lo complicada que es la situación?

– Sí, me doy cuenta…

– Yo creo que no. El comandante de la guarnición soviética en Berlín, la administración del ejército soviético en Alemania, el Ministerio de Seguridad de la URSS… ¡todos están desbordados!

– ¿El comandante de la guarnición soviética? -preguntó Tatiana, sorprendida-. ¿El general Stepanov también se ha quejado?

– Él no, porque fue destituido hace dos días. Pero sí su sustituto, un militar apellidado Rimakov o algo por el estilo.

Tatiana palideció al oírlo.

– ¡Y todos quieren su pellejo! -Hizo una pausa-. El de usted y el de su marido! Al parecer, su marido ha infligido todas y cada una de las reglamentaciones militares. Nos han asegurado que es ciudadano soviético y ex oficial del Ejército Rojo. Al principio lo acusaron de traición, espionaje, deserción y actividades antisoviéticas, y cuando les dijimos que no estaba en nuestro poder, respondieron que era un espía norteamericano. Les pedimos que tenían que decidirse por una de las dos acusaciones, pero se mantuvieron en sus trece y la acusaron a usted también. Aseguran que está en la lista de enemigos de clase desde 1943, y que no sólo huyó de Rusia, sino que desertó de sus funciones como enfermera del Ejército Rojo y mató a cinco vigilantes fronterizos, entre ellos un teniente condecorado. Ah, también me han dicho que su hermano… -Ravenstock se rascó la cabeza y siguió-: No recuerdo qué palabra usaron, pero venía a significar «traidor de la peor calaña». Eso sí: al parecer no era espía.

– Mi hermano está muerto -dijo Tatiana.

– En resumen, enfermera Barrington: quieren que los extraditemos a los dos al sector soviético. Por eso le digo que no sabe lo que dice cuando me pide un pasaporte. En fin, ya son las seis y media y no tengo más remedio que irme.

Tatiana se sentó en la butaca, frente al escritorio.

– ¡Le ruego que no se siente!

– Señor Ravenstock -empezó Tatiana-: tenemos a nuestro hijo en Estados Unidos. En estos momentos, yo soy ciudadana norteamericana. Y mi marido todavía es estadounidense, porque se trasladó a Rusia siendo menor de edad y no pudo impedir que lo alistaran en el ejército para cumplir el servicio militar obligatorio, al igual que no pudo impedir que el NKVD ejecutara a sus padres. ¿Quiere que le recuerde lo que dice la ley sobre el cambio de nacionalidad?

– No, gracias. Conozco la ley de memoria.

– Mi esposo es ciudadano norteamericano, y lo único que quiere es regresar a su país.

– Lo entiendo, pero usted debe entender que su marido ha sido sentenciado a veinticinco años de cárcel en virtud de la legislación soviética contra la deserción, la traición y no sé cuántas cosas más. Y para complicar más las cosas, no sólo es prófugo de la justicia, lo cual ya es un delito en sí mismo, y no sólo lo ha ayudado usted a escapar, lo cual la convierte en cómplice, ¡sino que entre los dos se han cargado a cuarenta soldados soviéticos! ¡No le extrañe que quieran su pellejo! -El embajador lanzó una mirada al reloj y se desanudó nerviosamente la corbata-. Esto no puede ser… ¡Por su culpa voy a llegar a una hora completamente inexcusable!

– Señor -insistió Tatiana-. Estamos en una situación desesperada, necesitamos su ayuda.

– Sí claro. Pero debería haber pensado en lo que hacía antes de embarcarse en un proyecto tan insensato.

– Vine a Europa en busca de mi marido. Él nunca quiso ser soviético. No es como yo, que nací y me eduqué en la URSS. – Tatiana trago saliva y añadió-: En fin, da igual. La cuestión no soy yo sino mi marido. Si habla con él, verá que luchó lealmente en el bando aliado, fue un excelente miliar y se merece regresar a su tierra natal. El ejército estadounidense podrá sentirse orgulloso de contar con un hombre como mi marido. -Tatiana hablaba sin que le temblara la voz-. Es cierto que yo huí de la URSS, pero no maté a nadie en la frontera con Finlandia. Supongo que tiene todo el derecho a extraditarme. Y aceptaré volver a la Unión Soviética, siempre que mi esposo pueda regresar al país al que pertenece.

Antes de terminar de hablar, Tatiana se dio cuenta de lo absurda que era la propuesta, como si Alexander hubiera podido tolerar una situación en la que ella era entregada a los soviéticos mientras el volvía tranquilamente a su tierra. Bajó la cabeza, pero volvió a alzar los ojos enseguida para que Ravenstock no advirtiera el farol.

Ravenstock, sentado en el borde de la mesa, la miraba fijamente. Durante un momento estuvo tranquilo, hasta que recordó, que llegaba tarde a algún sitio y volvió a toquetear nerviosamente la corbata.

– No nos corresponde a nosotros juzgar a nuestros aliados. -Calló un momento y añadió-: Es cierto que el comportamiento de los soviéticos en la Europa ocupada está siendo brutal, se obstinan en no hacer ninguna concesión y tratan muy mal a los prisioneros de los ejércitos aliados; ahora bien, ustedes han infligido un gran número de leyes vigentes en la URSS.

– ¿A los prisioneros aliados, dice? Sólo tiene que darse un paseo por el campo especial número siete para ver que no solo maltratan a los alemanes sino también a sus propios ciudadanos.

Ravenstock tamborileó nerviosamente con los dedos en el reloj.

– Enfermera Barrington, me encantaría seguir conversando con usted sobre los méritos y deméritos de la Unión Soviética, pero por su culpa voy a llegar tardísimo a la recepción. Me ocupare del asunto, pero tendrá que esperar a mañana.

– Por favor, telegrafíe a Sam Gulotta -dijo Tatiana-. Él puede proporcionarle la información que necesite sobre Alexander Barrington.

Ravenstock alzo una gruesa carpeta que habia sobre el escritorio.

– Aquí tengo copia de toda la información. Mañana por la mañana, a las ocho en punto, tendremos una entrevista con su marido.

– ¿Quién lo entrevistará? -preguntó Tatiana.

– El embajador, el gobernador militar y los generales de las tres fuerzas presentes en Berlín, además de yo mismo. Cuando lo hayamos interrogado, tomaremos una decisión. Pero tenga en cuenta que las fuerzas armadas son muy estrictas con estos temas, tanto si implican a sus propios soldados como a los de otro país. La deserción y la traición son delitos muy graves.

– ¿Y qué pasa conmigo? ¿Me van a interrogar también?

Ravenstock se frotó el puente de la nariz y negó con la cabeza.

– Creo que no será necesario, enfermera Barrington. Por favor, ¿puede salir ya de mi despacho para atender a su marido?

Cuando salieron se encontraron con Alexander sentado en la salita, fumando un cigarrillo.

– Mañana lo interrogarán -dijo Ravenstock, en inglés-. Por cierto, ¿cuál es su categoría actual?

– Capitán -contestó Alexander, también en inglés.

– Usted dice que capitán, ellos dicen que comandante, su mujer dice que lo dejaron sin empleo… -recapituló Ravenstock, meneando la cabeza con incredulidad-. No entiendo nada. Lo espero mañana a las ocho, capitán Belov -añadió, mirándolo de arriba abajo-. Si quieren pueden comer en la cafetería de la embajada, o si lo prefieren, les enviarán algo a la habitación.

– Preferimos la habitación -dijo Alexander.

– Perfecto. -Ravenstock lanzó una mirada a su ropa, desgarrada y sucia de barro y sangre-. ¿No tiene otra cosa que ponerse?

– No.

– Mañana a las siete, la doncella le dejará un uniforme de capitán. Por favor, esté listo para acudir a la sala de reuniones a las siete y cuarto.

– Así lo haré.

– ¿Seguro que no quiere que llamemos a un médico para que le examine las heridas?

– Gracias, ya tengo a alguien que se ocupará de mí.

Ravenstock asintió.

– Los veré mañana. Ujier, acompáñelos al quinto piso. Avise al ama de llaves para que les preparen un dormitorio y algo de cenar. Deben de estar muertos de hambre.


La habitación era amplia y de techos altos, con tres ventanales, suelo de madera y grandes alfombras. Un adorno de molduras recorría todo el perímetro de las paredes. Estaba equipada con unas butacas muy cómodas, una mesa e incluso un baño privado. Alexander dejó las mochilas en el suelo y se sentó en un sillón de brazos. Tatiana dio unas vueltas por la habitación, admirando los cuadros, las molduras y las alfombras, mirándolo todo para no tener que mirar a Alexander.

– ¿Están muy nerviosos los soviéticos? -preguntó él, a su espalda.

– Ya te puedes imaginar -dijo Tatiana, sin volverse.

– Sí, me lo imagino.

– Han sustituido a Stepanov -explicó Tatiana, volviéndose.

Las manos de Alexander se crisparon levemente.

– En febrero, cuando vino a verme, me dijo que le extrañaba durar tanto tiempo en el puesto. Después de la guerra, las cosas se han puesto difíciles para los generales veteranos. Hay demasiadas campañas fallidas, demasiadas bajas, demasiados fracasos de los que acusarlos.

– ¿Y cómo supo que tú estabas en el campo?

– Vio mi nombre en las listas de prisioneros especiales.

– A mí no me dejaron consultarlas.

– Tú no eres el jefe de la guarnición soviética en Berlín.

Tatiana apoyó los codos en la repisa de la ventana y hundió la cara entre las manos.

– ¿Qué está pasando? Pensaba que habíamos superado lo más difícil, y ahora me parece que lo más difícil está por venir.

– ¿Pensabas que a partir de ahora sería fácil? -preguntó Alexander-. ¿Ha habido algo en nuestra vida que lo haya sido? ¿Pensabas que al pisar suelo estadounidense estarían esperándonos con una fiesta?

– No, pero creía que después de explicárselo a Ravenstock…

– Quizá Ravenstock no conoce tus mágicos poderes de persuasión, Tatiana -ironizó Alexander-. Es diplomático. Cumple órdenes y tiene que facilitar las relaciones entre los dos países.

– Sam dijo que podía pedirle ayuda. No me lo habría dicho si…

– Sam, Sam… ¿Quién demonios es Sam, y por qué piensas que el NKGB iba a hacerle caso?

– ¡Lo sabía! -exclamó Tatiana, estrujándose las manos-. No deberíamos haber venido. Tendríamos que haber huido por el norte, donde no nos estarían esperando. Podríamos haber subido a un carguero y pedir asilo en Suecia.

– Es la primera vez que oigo este plan, Tania.

– No tuvimos tiempo de pensarlo. ¡Berlín, Berlín…! ¿Te habría traído aquí si hubiera pensado sólo por un momento que no encontraríamos ayuda?

Oyeron unos golpes en la puerta y se miraron sin saber qué hacer. Alexander se levantó para abrir, pero Tatiana señaló el cuarto de baño.

– Métete ahí por si acaso -le dijo.

Era una doncella, cargada con una bandeja de comida y unas toallas.

– ¿Tiene tabaco? -preguntó Tatiana con la voz temblorosa-. Le pagaré lo que sea si me trae un paquete, o mejor dos.

La chica volvió con tres paquetes de cigarrillos.

– ¿Te encuentras bien, Alexander?

El baño había estado tan silencioso que Tatiana se había olvidado de Alexander mientras esperaba a que volviera la doncella, pero de pronto pensó que tal vez se había hecho daño, corrió a la puerta gritando su nombre y la abrió con tal fuerza que casi lo derribó.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Alexander, sin inmutarse-. ¿Por qué gritas?

– Estabas muy callado, no sabía si…

Alexander le arrebató los cigarrillos de las manos.

– Mira, han traído comida -dijo Tatiana, señalando las bandejas-. Hay bistec. -Intentó sonreír-. ¿Cuándo fue la última vez que comiste un bistec, Shura?

– ¿Qué quiere decir «bistec»? -dijo él, y también intentó sonreír.

Se sentaron a la mesa y picotearon de los platos. Tatiana bebió un vaso de agua, y Alexander bebió agua y fumó.

– Está rico, ¿verdad?

– Sí, está rico.

Picotearon un rato más, sin mirarse a los ojos y sin hablar. Ya oscurecía y Tatiana se levantó para encender la luz.

– No la enciendas -dijo Alexander.

La única luz de la habitación era la punta encendida de los cigarrillos que Alexander se fumaba uno tras otro.

No hablaban, pero no había silencio. Tatiana sollozaba ahogadamente, y sabía que él fumaba para acallar su propio llanto y ahogar el de ella.

– Hablas inglés muy bien -dijo Alexander al final.

– Tuve un buen profesor -contestó Tatiana, y se deshizo en lagrimas.

– Shh… -dijo Alexander en voz muy baja, contemplando la ventana abierta para no mirar a Tatiana-. Nos es más fácil hablar ruso, estamos más acostumbrados.

– Sí, pero me resulta más doloroso hablar ruso -dijo Tatiana.

– A mí me consuela poder hablarlo contigo.

Se miraron a los ojos, de uno a otro lado de la mesa.

– ¿Qué vamos a hacer, Dios mío? -exclamó Tatiana.

– No tenemos que hacer nada, ya veremos qué pasa -respondió Alexander.

– ¿Por qué quieren interrogarte? ¿Qué pretenden?

– Como siempre, ante un problema de carácter militar, se aplican las reglas del ejército. Los soviéticos me despojaron de mi categoría, pero no pueden decir que el hombre que ha pedido asilo es un civil, porque en ese caso el gobernador de Berlín se desentendería y delegaría el asunto en Ravenstock. Han hablado de traición y deserción, palabras muy sensibles para cualquier militar, especialmente para los norteamericanos. Dejé de ser comandante hace tres años, pero dirán que soy un oficial de alto rango para suscitar la respuesta que esperan. Por eso van a interrogarme mañana.

– ¿Cómo crees que irá?

Alexander calló, lo cual era peor que dar una respuesta poco halagüeña, porque dejaba un margen mayor para imaginar lo inimaginable.

– ¡No puede ser! ¡No van a…! -exclamó Tatiana. Alzó la cabeza, irguió la espalda y añadió-: Tendrán que extraditarme a mí también, porque no dejaré que te vayas sin mí.

– No digas burradas.

– No digo…

– ¡¡No digas burradas!! -Alexander se puso de pie pero no se acercó a Tatiana-. Ni siquiera quiero considerarlo hipotéticamente.

– No es una simple hipótesis, Shura -dijo Tatiana-. A mí también me andan buscando. He estado hablando con Ravenstock, ¿ya no te acuerdas? Y Stepanov me advirtió que estoy en la lista de enemigos de clase. Van a pedir la extradición de los dos.

– Pero ¡qué dices! -protestó Alexander. Se acercó a la ventana y miró al exterior, como si calculara la distancia que separaba el quinto piso del suelo-. Tú no estás en mi caso, Tania. Tú puedes mostrar tu pasaporte estadounidense.

– Eso es un mero detalle técnico, Alexander.

– Sí, pero un detalle esencial. Además, eres civil.

– Era enfermera del Ejército Rojo, cedida temporalmente a la Cruz Roja.

– No te van a extraditar.

– Lo harán.

– No. Hablaré con ellos mañana.

– ¡No! ¿Qué les vas a decir? ¿No has hablado bastante? Hablaste con Matthew Sayers, con Stepanov, y a mí me miraste a los ojos y me mentiste, ¿no te basta con eso? Y pese a todo, estoy aquí. -Tatiana meneó la cabeza-. No vas a hablar con nadie más.

– Sí.

– ¿Y lo que dijiste de vivir o morir juntos? -dijo Tatiana, rompiendo a llorar.

– Mentí.

– ¡Mentiste! ¡No me sorprende! -Había empezado a temblar-. Tendría que haberlo imaginado. Pues que sepas que no los vas a convencer. Si tú vas a Kolima, yo iré también.

– No sabes lo que dices.

– Si me elegiste en Leningrado, fue por mi sinceridad y mi franqueza -dijo Tatiana con una voz temblorosa.

– Y tú a mí, porque sabías que defendería encarnizadamente lo que era mío, tan encarnizadamente como Orbeli lo suyo -dijo Alexander.

– ¡No voy a irme sin ti! Si tienes que volver a la Unión Soviética, iré contigo.

– ¿Qué estás diciendo, Tania? -Alexander había dejado de mirar por la ventana y estaba de pie frente a Tatiana, con un fulgor extraño en sus ojos sombríos-. Me estás desesperando. Hablas como si ya no te acordaras de nada.

– Claro que me acuerdo.

– Te interrogarán y te torturarán hasta que les digas todo lo que sabes sobre mí. Firmarás la confesión que tienen preparada, y entonces me ejecutarán, y a ti te enviarán diez años a Kolima por llevar a cabo actividades subversivas y por casarte con un espía y saboteador.

– De acuerdo, Shura, no sigas… -dijo ella, alzando las manos.

Veía que Alexander empezaba a perder los nervios.

Alexander la agarró del brazo y la obligó a ponerse de pie.

– Y en el campo de trabajo, ¿sabes qué te pasará? No creas que será una aventura como las demás. Los carceleros te quitarán la ropa y te obligarán a andar desnuda por un estrecho pasillo, entre doce funcionarios que siempre andan a la caza de chicas guapas (y en ti se fijarán enseguida) y que te ofrecerán un cómodo puesto en la cocina o la lavandería a cambio de que les prestes regularmente tus servicios, y tú, como eres tan buena chica, te negarás, y entonces te darán una paliza, te violarán y te mandarán a cortar leña al patio, como han venido haciendo con todas las prisioneras desde 1943.

– No sigas, por favor… -le suplicó Tatiana, asustada al verlo tan exaltado.

– Te obligarán a cargar los troncos en los remolcadores, y cuando termines ya no podrás funcionar como una mujer normal porque habrás cargado con más peso del que ninguna debería cargar, y nadie te querrá, ni siquiera el carcelero que se acuesta con la primera prisionera que encuentra, excepto con las que cortan y cargan troncos, porque todo el mundo sabe que ésas no valen para nada.

Tatiana, muy pálida, intentó zafarse de él.

– Y en 1956, cuando termines la condena, te devolverán a una sociedad en la que no quedará ninguna de las cosas que te habían hecho ser quien eras. -Alexander calló un momento, pero no la soltó. Luego añadió-: No quedará nada, Tania.

– Ah… -fue todo lo que pudo responder ella.

– Y durante todo ese tiempo habrás estado sin tu hijo -continuó Alexander-, sin ese niño que nació para cambiar el mundo, y habrás estado sin mí. Y así, sin dientes, sin hijo, sin marido, destrozada, acabada, sodomizada, deshumanizada… así volverás a tu casa del Quinto Soviet. ¿Eso es lo que quieres? No sé cómo es tu vida en Estados Unidos, pero dime: ¿elegirías eso?

– Tú has sobrevivido -dijo Tatiana en voz baja, sombría pero resuelta-. Yo también lo lograré.

– ¡Ya habías sobrevivido! -exclamó Alexander-. Estás viva, ¿no? ¿Qué te pasa, quieres morir? Porque entonces, la cosa cambia. -La soltó por fin y se apartó unos pasos-. Si eso es lo que quieres, perfecto. Morirás de frío y de hambre. Leningrado no acabó contigo, pero Kolima lo hará sin ninguna duda. El noventa por ciento de los presos de Kolima (y sólo hablo de ellos, no de las presas) mueren antes de terminar la condena. Tú morirás después de un aborto, o por culpa de una infección, peritonitis, pelagra, tuberculosis, lo que sea, o te asesinarán tras someterte a una violación colectiva… -Hizo una pausa-. O antes.

– Calla, por favor -susurró Tatiana, tapándose los oídos con las manos.

Alexander se estremeció, y ella también.

Alexander la atrajo hacia su pecho y la envolvió en sus brazos. Aunque cada soplo de su aliento sonaba como si surgiera de una garganta cercada por cristales afilados, Tatiana se sentía mejor acurrucada contra su torso.

– Tania, yo sobreviví porque Dios me hizo fuerte y no quiso que nadie pudiera aproximarse a mí sin perder antes la vida. Podía disparar, podía luchar, y no me asustaba matar a cualquiera que se me acercase. Pero tú, ¿qué podías hacer? -Posó una mano sobre la cabeza de Tatiana, que alzó la cara hacia él-. Fíjate: no llegas ni a la mitad de mi estatura. -Alexander se deshizo de su abrazo y ella se desplomó sobre la cama. Alexander se sentó a su lado y añadió-: No puedes defenderte de mí, que te amo más de lo que ningún hombre puede amar a una mujer. -Meneó la cabeza-. Tatiasha, este mundo no está hecho para una mujer como tú, y por eso Dios no te envió a él.

– ¿Y por qué te envió a ti? -preguntó Tatiana con amargura, tocándole la cara con la mano-. A ti, que eres el rey de los hombres.

Alexander no quería seguir hablando. Ella quería hablar, pero no podía.

Alexander fue a darse una ducha y Tatiana se hizo un ovillo en la butaca que había junto a la cama.

– ¿Puedes echarme un vistazo a la herida del pecho? -dijo cuando salió del baño con una toalla en torno a la cintura-. Creo que se me está infectando.

Tenía razón; entendía de estas cosas. Se sentó muy quieto mientras Tatiana le ponía una inyección de penicilina y le desinfectaba el corte con ácido fénico.

– Te pondré unos puntos -dijo.

Cuando sacaba el hilo quirúrgico del maletín, recordó que lo había usado para coser el emblema de la Cruz Roja en el camión finlandés que la había sacado de la Unión Soviética. Se sintió flaquear de repente y se echó a temblar. No había podido salvar a Matthew Sayers.

– Déjalo estar, ya lleva tiempo abierta -dijo Alexander.

– Igualmente hay que poner puntos para evitar la infección, así se te curará mejor.

¿Cómo podía seguir hablando?

Sacó una jeringuilla para anestesiarle la zona, pero él extendió la mano.

– ¿Qué haces? -preguntó Alexander, meneando la cabeza-. Cóseme directamente, Tania. Sólo dame un cigarrillo.

Necesitó ocho puntos. Tatiana le besó la herida después de cosérsela.

– ¿Duele? -susurró.

– No he notado nada -respondió Alexander mientras daba otra calada al cigarrillo.

Tatiana le puso una gasa sobre la herida y le vendó el antebrazo y la mano quemada por la pólvora. Apartó la cara para que él no la viera pero lloró, y por su respiración supo que le resultaba doloroso oírla y estar tan cerca de ella sin poder tocarla, como en los días del asedio, como en Lazarevo. Sabía que no podía tocarla ahora, con el final tan próximo.

– ¿Quieres morfina? -dijo ella, levantando la vista.

– No -respondió Alexander-, porque pasaría toda la noche inconsciente.

Tatiana se apartó tambaleándose.

– Me vino bien la ducha -dijo Alexander-. Las toallas, el agua caliente… Un placer inesperado.

– Sí -dijo Tatiana-. La vida en Estados Unidos es muy cómoda.

Se separaron, y Alexander salió del cuarto de baño y Tatiana se metió en la ducha. Cuando salió, envuelta en una toalla, él dormía boca arriba, desnudo, sobre la colcha. Lo tapó, se sentó en la butaca contigua y lo miró, mientras palpaba las jeringuillas de morfina que guardaba en el maletín.

No podía permitir que lo extraditaran. Antes que dejarlo en manos de los rusos, sería mejor que Dios se lo llevara.

Dejó el maletín en la silla, se encaramó a la cama, se introdujo bajo las sábanas, pegada al cuerpo desnudo de Alexander, y se abrazó a su espalda. Lo envolvió en sus brazos y lloró, con la cara contra su pelo. La Unión Soviética lo había convertido en un saco de huesos.

– ¿Es guapo Anthony? -preguntó él de pronto.

– Sí -contestó Tatiana-. Es un niño precioso.

– ¿Se parece a ti?

– No, se parece a ti.

– Qué lástima -dijo Alexander, y se volvió hacia Tatiana.

Estaban desnudos, el uno junto al otro, cara a cara.

Sus remordimientos, sus respiraciones, sus dos almas entrelazadas, sangrando y llorando de dolor en la noche intranquila.

– Conmigo o sin mí, has vivido y siempre vivirás de acuerdo con un solo principio -dijo él.

– Me esforzaba en imitarte. Quería hacer las cosas incluso mejor que tú. Imaginaba lo que tú habrías querido para los dos, y me guiaba por ello.

– No. Soy yo el que me esforcé en imitarte -dijo Alexander-. Quería hacerlo mejor que tú. Te imaginaba frente á mí y confiaba en que, hiciera lo que hiciera, tú lo aprobarías. Que asentirías y me dirías: lo has hecho bien, Alexander.

Una pausa.

El canto de un buho.

Quizás el aleteo de un murciélago.

Unos ladridos.

– Lo has hecho bien, Alexander.

Él la envolvió en sus brazos y presionó los labios contra su frente.

– Nunca pensábamos en el futuro. Y ahora, esta noche, pensaremos solamente en los próximos cinco minutos -susurró-. Es así como siempre hemos vivido tú y yo, y es así como seguiremos viviendo, una noche más, en una cama limpia y caliente.

– Acércate y consuélame -dijo Tatiana-. Levántate, amado mío, y ven.

La mano de Alexander le recorrió la espalda.

– ¿Sabes qué me salvó en los años de cárcel y en el batallón disciplinario? Tú. Pensaba que si tú habías logrado escapar de Rusia y llegar a Finlandia en plena guerra, embarazada y con la compañía de un médico herido, sin poder contar con nadie más que contigo misma, yo también podría sobrevivir a lo que estaba pasando. Si tú, en Leningrado, podías levantarte todas las mañanas y bajar la escalera cubierta de hielo para ir a buscar agua y pan para tu familia, yo podría sobrevivir a lo que estaba pasando. Si tú podías superar aquello, yo podía superar lo mío.

– Si te contara lo mal que lo pasé en los primeros años, no me creerías.

– Tenías a mi hijo. Yo sólo te tenía a ti, y el modo en que viniste hacia mí a través de Leningrado, el Neva y el Ladoga, para curarme las heridas de la espalda y recomponerme, y me lavaste las quemaduras, y me sanaste y me salvaste. Tenía hambre y me alimentaste. Sólo tenía Lazarevo. -Se le quebró la voz-. Y tu sangre inmortal. Tú eras mi fuerza, Tatiana. No sabes con qué ferocidad intenté volver contigo. Me entregué a los alemanes por ti. Me arrojé a las balas por ti, sufrí golpes y traiciones y condenas por ti. Lo único que quería era volver a verte. Que hayas venido a buscarme lo significa todo para mí, Tatia. ¿No lo entiendes? Nada más tiene importancia. Ni Alemania, ni Kolima, ni Dimitri, ni Ouspenski, ni la Unión Soviética… nada. Todo puede desaparecer. ¿Me escuchas?

– Te escucho -dijo Tatiana.

Estamos solos en el mundo, pero si somos afortunados, llega un momento en que pertenecemos a algo, a alguien, y ese momento nos sostiene durante toda una vida de soledad.

En la noche, durante un instante, lo acaricié otra vez, y vi que me nacían unas alas rojas, y volví a ser joven en el Jardín de Verano, y tuve esperanza y gané la vida eterna.


Capítulo 41

Berlín, junio de 1946

Se despertaron a las seis de la mañana. A las siete llegó la doncella con la bandeja del desayuno y un uniforme del ejército norteamericano para Alexander. También traía la bata de enfermera de Tatiana, limpia y planchada.

Alexander desayunó café y unas tostadas y seis cigarrillos. Tatiana se sirvió café y unas tostadas, pero no podía tragar nada.

A las ocho menos cinco, dos guardias armados acompañaron a Alexander y a Tatiana hasta el segundo piso. Esperaron en silencio en las sillas de madera de la antesala.

A las ocho, se abrieron las puertas y apareció John Ravenstock.

– Buenos días. Se está mucho mejor con ropa limpia, ¿no?

– Especialmente si es un uniforme norteamericano -dijo Alexander, poniéndose de pie.

– ¡Ah, sí, por supuesto! Acompáñeme. -Lanzó una mirada a Tatiana y añadió-: Será mejor que espere en su habitación, enfermera Barrington. Tardaremos como mínimo dos horas.

– Esperaré aquí -dijo Tatiana.

– Como quiera -respondió Ravenstock, encogiéndose de hombros-. Si necesita un vaso de agua o cualquier cosa, avise al ujier.

Alexander siguió a Ravenstock, pero se dio la vuelta antes de pasar a la sala. Se despidió de Tatiana con un gesto y ella se despidió de él.


Los seis interrogadores estaban sentados al final de una mesa alargada. Alexander esperó al otro extremo, sin sentarse.

John Ravenstock fue nombrando a los presentes: Mark Bishop, el gobernador militar de Berlín («Ya nos conocemos», dijo Alexander); Phillip Fabrizzio, el embajador estadounidense, y los generales de las tres fuerzas norteamericanas con representación en Berlín: el Ejército de Tierra, la Fuerza Aérea y el Cuerpo de Marines.

– Muy bien -comenzó Bishop-. ¿Qué quiere alegar en su defensa, capitán Belov?

– ¿Cómo dice, señor?

– ¿Habla usted inglés?

– Sí, claro.

– Por su culpa, ahora mismo nos encontramos en una situación diplomática tremendamente complicada. La URSS exige insistentemente que entreguemos a Alexander Belov a las autoridades soviéticas en cuanto lo veamos aparecer por nuestras puertas. Pero su esposa asegura que usted tiene la nacionalidad estadounidense. El embajador Fabrizzio ha examinado su expediente, y al parecer ha advertido elementos de confusión en lo que respecta a la ciudadanía de un tal Alexander Barrington. No tengo ni idea de qué hizo o dejó de hacer usted para terminar en Sachsenhausen, pero lo que tengo claro es que en los últimos cuatro días ha matado a cuarenta y un soviéticos y la URSS reclama justicia.

– Es curioso que la comandancia militar soviética, en Berlín o donde sea, se preocupe de repente por cuarenta y un soldados, cuando yo mismo, en tiempos de paz, he visto enterrar a dos mil rusos en Sachsenhausen.

– Sí, claro… Sachsenhausen es un campo para reos de delitos penales.

– No, señor, es para militares como usted o como yo. He visto morir a tenientes, capitanes, comandantes, a un coronel… Y eso sin nombrar a los setecientos presos alemanes (civiles y oficiales de alto rango) que terminaron sepultados o incinerados en Sachsenhausen.

– ¿Niega haber matado a esos cuarenta y un soldados, capitán?

– No, señor. Estuvieron a punto de matarme a mí y de matar a mi esposa. No tenía otra opción.

– Pero logró escapar.

– Sí.

– El comandante del campo especial nos ha dicho que intentó usted fugarse repetidas veces.

– Sí, no estaba a gusto allí.

Los generales se miraron entre ellos.

– Fue usted declarado culpable de traición, ¿no es así?

– Sí, es cierto que me declararon culpable.

– ¿Rechaza esta imputación?

– Absolutamente.

– Nos han dicho que abandonó el Ejército Rojo cuando estaba a punto de recibir refuerzos, y que después de errar un tiempo por el bosque se entregó voluntariamente y combatió a sus compatriotas desde las filas del enemigo.

– No me entregué al enemigo. Llevaba dos semanas sin recibir refuerzos, me había quedado sin municiones y sin hombres, en un frente defendido por cuarenta mil alemanes. Nunca luché contra mis compatriotas, ya que estuve encerrado en Katowice y más tarde en Colditz. Y no sé si saben ustedes que el ejército soviético prohibió ¡que nos rindiéramos, de modo que sí, soy culpable de rendición.

Los militares que lo escuchaban guardaron silencio.

– Tiene suerte de seguir vivo, capitán -dijo el general Pearson-. Hemos oído decir que de los seis millones de prisioneros de guerra soviéticos, los alemanes dejaron morir a cinco millones.

– No tengo ninguna duda de que esta cifra no es exagerada, general. Tal vez seguirían vivos si Stalin hubiera firmado la convención de Ginebra. Los prisioneros ingleses y estadounidenses no morían en una proporción tan alta, ¿verdad?

Los militares no respondieron.

– ¿Cuál es su actual categoría?

– No tengo ninguna. Me despojaron de empleo y categoría hace un año, cuando fui declarado culpable de traición.

– ¿Y por qué se empeñan en llamarlo «comandante Belov»? -preguntó Bishop.

Alexander se encogió de hombros.

– No lo sé -respondió, con una semisonrisa-. Fui capitán durante tres años, hasta el año pasado.

– Capitán Belov, ¿le parece bien contarnos la historia desde el principio, desde el momento en que sus padres dejaron Estados Unidos para trasladarse a la Unión Soviética? Nos sería de gran ayuda, pues la información de la que disponemos es bastante incoherente. Nos han dicho que se fugó por primera vez en 1936, tras ser detenido y condenado a una pena de cárcel. Por otra parte, el NKGB lleva diez años buscando a una persona llamada Alexander Barrington, y al mismo tiempo aseguran que usted es Alexander Belov. ¿Podría decirnos quién es usted realmente, capitán?

– Lo haré encantado, señor. Pido permiso para sentarme.

– Permiso concedido -respondió Bishop-. Ujier, traiga unos cigarrillos y un vaso de agua para el capitán Belov.


Alexander llevaba seis horas en la sala de reunión. En cierto momento a Tatiana se le ocurrió que se lo habrían llevado por un pasadizo secreto, pero seguían oyéndose voces ahogadas tras las gruesas puertas de madera, y la mayor parte del tiempo distinguía el timbre de voz de su esposo hablando en inglés.

Se paseó arriba y abajo, se sentó en las sillas y en la alfombra, se puso en cuclillas y volvió a levantarse… Su vida y la de Alexander flotaban ante sus ojos en la antesala de la embajada estadounidense en Berlín.

Estaban aprendiendo a nadar, pero a cada momento les resultaba más difícil. El nuevo día no traía alivio, sino más minutos repletos de recuerdos que no podían dejar atrás. Jane Barrington sentada en el tren que los llevaba de vuelta a Leningrado, oprimiendo la mano de su hijo, consciente de que le había fallado, llorando por él, deseando otra copa; y Harold en la celda, llorando por Alexander; y Yuri Stepanov tumbado sobre el barro de Finlandia, llorando por Alexander; y Tatiana arrodillada en los marjales de la frontera, sangrando y llorando por Alexander; y Anthony a solas con sus pesadillas, llorando por su padre.

Y allí está él, con la gorra en las manos, cruzando la calle hacia su mar, hacia el vestido blanco bordado con rosas rojas; allí está él, acudiendo todos los días a la Kirov, acercándose sonriente a su mar, piedra a piedra, cadáver a cadáver; allí está él, en el Campo de Marte, bajo las lilas, con el fusil al hombro y Tatiana descalza a su lado, con las sandalias rojas en las manos; allí está él, haciendo piruetas con Tatiana en la escalera de la iglesia donde se casaron, bailando con ella bajo la luna roja de su noche de bodas, apartándose el pelo de la frente mientras sale de las aguas del Kama, sujetando el hacha en una mano y el cigarrillo en la otra mientras sale de la cabaña de Lazarevo, acercándose a Tatiana derrotado y exhausto, parándose frente a ella en la cabaña, desnudo, sonriente y empapado; allí está Alexander, con el cigarrillo en los labios.

Y allí está otra vez, de pie junto al Vístula, mirando hacia lo que queda de guerra. Un camino lleva a la muerte y el otro a la vida, no sabe cuál tomar, pero en sus ojos está el mar inmortal, y al otro lado del mar está el puente que conduce a Santa Cruz.


Cuando terminó de contar su historia, los generales, el embajador y el cónsul lo miraron sin pestañear.

– ¡Caramba, capitán Belov, qué vida tan interesante! -exclamó Bishop-. ¿Qué edad tiene usted?

– Veintisiete.

Bishop soltó un silbido.

– ¿Ha dicho que su esposa -comenzó el general Pearson-, sin saber dónde se encontraba usted, vino a Alemania equipada con todo un arsenal, localizó el campo de máxima seguridad número siete y la celda donde estaba usted encerrado, y organizó una fuga?

– Sí señor. Antes de que deliberen, quisiera añadir un comentario sobre mi esposa. Ya han visto que… bueno, que no se rinde fácilmente. Se ha vuelto completamente loca y no se da cuenta de los problemas que puede causar con su actitud. Está convencida de que vendrá conmigo a la Unión Soviética y aceptará el destino que allá le aguarde. Pero les ruego que la salven. Sean cuales sean mis pecados, mi mujer no se merece terminar en la Unión Soviética. Es ciudadana estadounidense y tiene que volver con nuestro hijo, que la espera en Nueva York. La decisión que tomen sobre mí es irrelevante. Extradítenme, si de este modo pueden evitar un escándalo diplomático.

John Ravenstock lo observaba en silencio, al igual que los generales.

– ¿Cuál sería su nombre si recuperase la nacionalidad estadounidense, capitán?

– Anthony Alexander Barrington -declaró Alexander.

Sus interlocutores clavaron los ojos en él. Alexander se puso de, pie y les dedicó el saludo militar.


Se abrió la puerta y los siete hombres pasaron a la antesala. Alexander fue el último en salir. Vio que Tatiana se levantaba nerviosamente de la silla y la vio apoyarse en el respaldo para no caerse, y le pareció tan sola y tan menuda, tuvo tanto miedo de que rompiera a llorar frente a media docena de desconocidos, que quiso tranquilizarla e inclinó levemente la cabeza, abrió la boca, le sonrió y dijo:

– Volvemos a casa.

Tatiana respiró y se tapó la boca con la mano.

Y de pronto, porque era ella y no podía evitarlo, corrió hacia él, indiferente a la presencia de los generales. Se dejó envolver por los brazos de Alexander y lo abrazó, y hundió en su cuello la cara surcada por las lágrimas.

El rostro de Alexander se acercó al suyo, y los pies de Tatiana no tocaron el suelo.


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