Libro segundo . EL PUENTE DE SANTA CRUZ

Venid, amigos míos.

Aún no es tarde para buscar un mundo nuevo.

Zarpemos, ocupemos nuestros puestos y surquemos

los resonantes mares,

pues me propongo navegar más allá del ocaso y del lugar

donde se hunden los astros de occidente, hasta que muera.

Lord Alfred Tennyson


Capítulo 23

El puente de Santa Cruz, julio de 1944

Cuando pararon a descansar en Lublin, las tropas de Alexander tomaron la decisión unilateral de quedarse unos días en la ciudad. A diferencia de las poblaciones arrasadas y saqueadas que habían atravesado en Bielorrusia, Lublin estaba prácticamente intacta. Salvo algunas casas que habían sucumbido a los incendios o los bombardeos, todos los edificios estaban limpios y recién pintados y había mucha actividad en las calles estrechas y en las plazas de fachadas amarillas donde los domingos se instalaban tenderetes donde se podía comprar ¡de todo! Fruta, jamón, queso o nata agria… y hasta repollos (aunque los soldados no querían saber nada de repollos). En Bielorrusia habían visto como mucho media docena de animales de granja; en Lublin, en cambio, podían comprar suculenta carne de cerdo ahumada por unos pocos eslotis. Y el hecho de que hubiera leche fresca, queso y mantequilla quería decir que la gente ordeñaba las vacas en lugar de comérselas. Además, vendían gallinas y huevos.

– Si esto es la ocupación alemana, cualquier día me paso al bando de Hitler -susurró Ouspenski-. En mi pueblo, mi mujer no puede ni arrancar una puta cebolla sin dársela al koljoz. Y lo único que cultiva la pobre son cebollas.

– Tendría que haberle dicho que cultivara patatas: mire éstas -observó Alexander.

En el mercadillo también se vendían navajas, relojes de pulsera y vestidos de mujer. Alexander quiso comprar tres navajas, pero nadie aceptaba rublos. Los polacos detestaban a los alemanes, pero no sentían mucho más afecto por los rusos. Eran capaces de bajarse los pantalones ante quien hiciera falta para expulsar a los nazis del país, pero habrían preferido no tener que bajárselos ante los rusos. Al fin y al cabo, los soviéticos se habían repartido Polonia con los alemanes en 1939 y no parecía que tuvieran la intención de devolver su parte. Por eso les lanzaban miradas hostiles y escépticas. Si querían adquirir algún artículo, los soldados de Alexander no tenían más remedio que recurrir al trueque porque nadie estaba dispuesto a aceptar la devaluada divisa rusa. El gobierno de Moscú tendría que dejar de imprimir papel sin valor… Al final, Alexander convenció a una anciana para que le vendiera por doscientos rublos tres navajas y unas gafas para el sargento Verenkov, que estaba casi ciego.

Después de una cena compuesta de huevos, patatas, cebolla y jamón y regada con gran cantidad de vodka, Ouspenski se acercó a hablar con Alexander y le susurró emocionado que habían localizado «la taberna de las putas» y que todos se iban para allá. Alexander no quiso apuntarse.

– Anímese, señor. Después de lo que vimos en Majdanek, tenemos que celebrar la vida. Venga a echar un casquete con las chicas.

– No.

– ¿Qué va a hacer, entonces?

– Dormir. Dentro de unos días tenemos que estar instalando una cabeza de puente en el Vístula y necesitamos ahorrar fuerzas.

– No sabía que íbamos al Vístula.

– ¡No me joda!

– A ver si lo entiendo… ¿No piensa echar ninguna cana al aire hoy porque en un futuro incierto tiene que estar en la orilla de un río?

– No. Hoy pienso irme a dormir porque lo necesito.

– Con el debido respeto, capitán. Como su asistente, estoy a su lado en todos los momentos del día y sé muy bien qué le hace falta. Necesita una almeja tan desesperadamente como cualquiera de los demás. Vamos, véngase conmigo. Las chicas esperan ávidas su dinero.

– Claro, como hoy ha tenido tanta suerte para deshacerse de los rublos… -observó Alexander con una sonrisa-. Ouspenski, no hemos podido comprar ni un puto reloj con dinero ruso. ¿Cree que le valdrá para comprar a una mujer? La chica escupirá sobre los billetes.

Alexander siguió afilando las tres navajas delante de la tienda de campaña.

– Vamos, venga con nosotros.

– No. Vaya usted, y a la vuelta me cuenta cómo le ha ido.

– Sabe que es para mí como un hermano, capitán, pero no estoy dispuesto a que disfrute indirectamente de mis experiencias. Vamos, hombre. Me han dicho que cinco polacas muy guapas están dispuestas a hacérselo con todos y cada uno de nosotros por treinta eslotis.

Alexander se echó a reír.

– Ustedes no tienen treinta eslotis.

– Pero usted sí, tiene sesenta. Vamos, anímese.

– No. Mañana quizás. Hoy estoy agotado.

Nada se animaba en el interior de Alexander cuando se quedaba solo. Al menos, cuando estaba en plena batalla, dirigiendo el tanque o esperando para atacar o matar a otros seres humanos, conseguía olvidar.

Mojó una toalla en un cubo de agua y se tumbó en el catre, cubriéndose la cabeza y la cara con la tela empapada. Allí, allí. El agua fría le goteaba por el cuello, las mejillas y el cráneo rasurado. Tenía los ojos cerrados. Allí, allí.

– Shura, túmbate aquí, en la manta.

Alexander obedece de buena gana. Es una tarde de verano, soleada y tranquila. Ha estado leyendo y cortando leña. Le apetece ir a nadar. Los días son mejores que las noches. Los días son aún el presente. Las noches sólo traen un día más. Un día menos.

– ¿Tanto cortar leña te ha dejado agotado?

– No, estoy bien.

– ¿No estás un poco cansado?

No sabe qué respuesta espera Tatiana.

– Pues sí… Estoy un poco cansado.

Sonriendo, Tatiana se agacha sobre él y le sujeta los brazos por encima de la cabeza.

– Bien-dice Alexander.

El olor de Tatiana se adentra en el interior de Alexander, que reprime el impulso de besarle la clavícula.

– ¿Y ahora qué?

– Ahora intenta apartarme -responde Tatiana.

– ¿Hasta dónde debo llegar? -pregunta Alexander.

La tumba sobre la manta y se pone de pie.

– No estaba lista -protesta Tatiana, meneando la cabeza-. Vuelve aquí.

Intenta reprimir una sonrisa, pero no puede. Él obedece de buena gana. Ella intenta inmovilizarle los brazos (aunque no es capaz de rodearle las muñecas con los dedos) por encima de la cabeza. Su aroma despierta los sentidos de Alexander. Lo excita el juego de Tatiana, verla saltar sobre su espalda para tumbarlo en el suelo, sus intentos de forcejear con él, sus rápidos movimientos en el agua… su tímido erotismo de ninfa es un eterno afrodisíaco.

– ¿ Ya estás lista? -pregunta, mirando el rostro decidido de Tatiana mientras ella barrunta la mejor manera de inmovilizarlo.

Tatiana junta las muñecas de Alexander y se las coloca por encima de la cabeza.

– Buena jugada -opina Alexander-. ¿Y ahora qué?

– Estoy pensando.

Alexander cierra los ojos.

Los muslos de Tatiana le aprietan las costillas.

– ¿Estás lista? -pregunta Alexander.

Tatiana respira hondo.

– Estoy lista -contesta.

Sin darle tiempo a terminar la frase, Alexander se la sacude de encima. Esta vez no se pone de pie.

– ¿Qué he hecho mal? -pregunta Tatiana en tono implorante, sentada sobre la manta-. ¿Por qué no puedo inmovilizarte?

Alexander la obliga a tumbarse sobre la manta.

– ¿No será porque mides metro y medio y pesas cuarenta y cinco kilos y yo mido metro noventa y peso noventa kilos?

Acaricia con su denso pelo negro la garganta de alabastro de Tatiana.

Tatiana se aparta.

– No -contesta, testaruda-. En primer lugar, mido metro cincuenta y siete. Y en segundo lugar, según las leyes de la física, tendría que poder inmovilizarte haciendo presión sobre el punto adecuado.

– Bueno, ahora déjame probar a mí -dice Alexander, esforzándose por mantenerse serio. Se sienta a horcajadas sobre ella y le sujeta las muñecas por encima de la cabeza. Y sonríe-. ¿Puedo darte besos mientras dura el combate?

– Por supuesto que no -declara Tatiana.

– Mmm… -responde Alexander, mirándola.

Se muere de ganas de besarla. Inclina la cara y…

– Shura, esto no está admitido.

– Me da igual -asegura él, besándola-. Un beso en la boca es perfecto en este momento. Las reglas van cambiando a medida que transcurre el juego.

– Como en el póquer, ¿no?

No empieces con lo del póquer.

– ¿Estás listo? -pregunta Tatiana, esforzándose por contener la risa.

– Estoy listo -dice Alexander, mirándola.

Tatiana intenta sacudírselo de encima pero no puede. Sus costillas están entre las rodillas de él. Sus piernas se agitan y golpean la espalda de Alexander. La cabeza de Tatiana se balancea a un lado y a otro mientras intenta elevar el torso y liberar las muñecas.

– Espera… -dice con la respiración entrecortada-. Me parece que ya te tengo.

– Te propongo una cosa -anuncia Alexander-: voy a sujetarte las muñecas con una sola mano. ¿Te será más fácil así?

Con la mano derecha le aprieta las dos muñecas y se las sujeta por encima de la cabeza.

– ¿Preparado?

– Sí, cariño -contesta Alexander, riendo.

Intenta captar su atención, pero ella desvía los ojos. Alexander sabe que cuando sus miradas se crucen, esta parte del juego habrá terminado. Tatiana lo conoce muy bien y en cuanto ve aquella expresión en sus ojos empieza a gemir aunque aún esté forcejeando para soltarse. Especialmente si está forcejeando.

Las piernas de Tatiana no dejan de agitarse. No puede mover las muñecas. Alexander le acaricia el muslo con la mano libre, por debajo de la falda.

– Esto no está permitido -jadea Tatiana.

– Ah, ¿no?

La mano de Alexander se vuelve más insistente.

– No. Yo no lo permito.

– Muy bien, renacuaja, sigamos -dice Alexander, y le besa los labios, las pecas, los ojos-. A ver si puedes.

Tatiana aparta la cara.

– Ya sé qué estoy haciendo mal -asegura-. Otro intento.

– Adelante -dice Alexander.

Su mano se tensa en torno a las muñecas de Tatiana. Tatiana emite un gemido apenas audible, pero Alexander lo oye.

– Tienes que soltarme -susurra Tatiana.

– Pensaba que ya sabías qué estabas haciendo mal.

– Y lo sé. Pero tienes que soltarme y tumbarte sobre la manta.

Alexander, con reticencia esta vez, obedece.

Tatiana se arrodilla entre sus piernas. En vez de inmovilizarle las manos, le baja los pantalones y se sienta a horcajadas sobre él mientras se sube la falda.

– Ahora… -murmura. Le inmoviliza las muñecas por encima de la cabeza y acerca la boca a su cara-. Adelante, soldado.

Alexander permanece inmóvil. Tatiana, en cambio, se mueve arriba y abajo.

– Adelante -murmura otra vez-. «A ver si puedes soltarte», eso decías…

Alexander emite un leve gemido. Tania lo besa.

– Marido mío… -dice con voz cantarina, siguiendo el ritmo de su corazón y de sus movimientos-. ¿Qué has dicho…?

– Nada.

– Y ahora dime, ¿quién manda?

Alexander cierra los ojos. Tatiana se rinde para recordarle que su sumisión (la fuente de todo el poder de Alexander) es un privilegio que le concede y no un derecho. Envuelto en ella, Alexander acepta su rendición como el elixir que necesita para seguir viviendo.

Después, Tatiana sigue sujetándole las muñecas y él sigue sin mover nada que no sea el corazón, que late a 160 pulsaciones por minuto para bombear el elixir de Tatiana a través de su cuerpo.

– Ya sé qué es lo que hacía mal -asegura Tatiana, sonriéndole y lamiéndole la mejilla-. Sabía que tenía que haber un modo de ganarte.

– Sólo tenías que preguntármelo. Yo te habría dicho cómo podías.

– ¿Y por qué iba a preguntártelo? Tenía que descubrirlo sola.

– Buen trabajo, Tatiana -murmura Alexander-. ¿Y hasta ahora no lo habías descubierto?

En medio de la noche, Alexander, todavía con la toalla sobre la frente, se despertó bruscamente al oír la voz borracha y susurrante de Ouspenski, que lo zarandeaba y le agarraba una mano para depositarla sobre algo cálido y suave. Alexander tardó un momento en reconocer la calidez y suavidad de un pecho, un pecho grande que estaba unido a un cuerpo de mujer, una mujer no del todo sobria y que arrodillada junto al catre le echaba a la cara un aliento alcoholizado y le decía unas palabras en polaco que sonaban así:

– Despierta, vaquero, has llegado al paraíso.

– Mañana le espera un castigo, teniente -dijo Alexander en ruso.

– Mañana me adorará como si fuera su dios. Ya está pagada.

Que lo pasen bien.

Ouspenski cerró los faldones de la tienda y desapareció.

Al sentarse y encender la lámpara de queroseno, Alexander se encontró frente a un juvenil, embriagado y no exento de atractivo rostro polaco. Estuvieron un minuto mirándose, él con incredulidad y ella con ebria afabilidad.

– Hablo ruso -dijo la chica, en ruso-. ¿Voy a tener problemas por haber venido?

– Sí -dijo Alexander-. Más vale que te marches.

– Pero tu amigo…

– No es mi amigo, es mi enemigo. Te ha traído para envenenarte. Tienes que marcharte cuanto antes.

La ayudó a incorporarse y vio sus pechos bamboleantes por la abertura del vestido. Alexander sólo llevaba puestos los calzoncillos. Captó la mirada de interés de la muchacha.

– Pero tú no tienes aspecto de veneno, soldado -dijo la chica. Tendió una mano hacia Alexander y añadió-: Ni tacto de veneno. Tranquilo, soldado -concluyó tras una pausa.

Alexander se apartó un poco, sólo un poco, y comenzó a ponerse los pantalones. Ella lo acarició para detenerlo. Alexander suspiró y le apartó la mano con delicadeza (¿o fue con reticencia?).

– ¿Cómo te llamas?

– Como tú quieras. ¿Tienes alguna novia por ahí? Se nota que la echas de menos. He visto a muchos soldados como tú.

– No me cabe duda.

– Después de estar conmigo siempre se sienten mejor. Así que no tengas miedo y acércate. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir? ¿Que te lo pases bien?

– Si -aceptó Alexander-. Eso es lo peor que puede ocurrir.

La chica extendió una mano y le enseñó un condón.

– Ven, no hay nada que temer.

– No tengo miedo -dijo Alexander.

– Vamos…

Alexander terminó de abrocharse el cinturón.

– Vamos, te acompañaré a tu casa.

– ¿Tienes un poco de chocolate? -dijo la chica con una sonrisa-. Te la chupo si me das chocolate.

Alexander meneó la cabeza, demorando la contemplación de sus pechos desnudos.

– Sí, tengo chocolate -dijo mientras le temblaba todo el cuerpo sobre todo el corazón-. Te lo puedes quedar todo. -Hizo una pausa-. Y no hace falta que me la chupes.

Por un instante, los ojos de la chica se volvieron más claros

– ¿De verdad?

– De verdad.

Alexander hurgó en su mochila y sacó unas chocolatinas envueltas en papel de aluminio.

La chica se metió las chocolatinas enteras en la boca y las engulló con voracidad. Alexander enarcó las cejas.

– Mejor el chocolate que yo -dijo en voz baja.

La chica se echó a reír.

– ¿De verdad quieres acompañarme a casa? -dijo-. ¿Piensas que las calles no son seguras para una chica como yo?

Alexander cogió la ametralladora.

– Exacto. Vamos.

Caminaron por las calles conquistadas de Lublin. A lo lejos se oían las risotadas, el sonido de unos vasos rotos, el rumor de la diversión. La chica agarró a Alexander del brazo. Era alta, pero el roce de sus blandas carnes femeninas desencadenó una cascada de sensaciones agridulces en Alexander.

Sintió una punzada en el abdomen, una pulsación acelerada en el corazón, una pulsación en otras partes del cuerpo. Oprimió el brazo de la chica, cerró los ojos un segundo y se imaginó aliviado y tranquilo. Abrió los ojos, se encogió de hombros y suspiró.

– Os dirigís al Vístula, ¿verdad? ¿Vais a Pulawy? -preguntó la chica.

Alexander no respondió.

– Sé que vais para allá. ¿Sabes una cosa? Dos divisiones soviéticas, una acorazada y la otra de infantería, mil hombres en total, lo intentaron y no volvió ninguno.

– No tenían que volver.

– No me escuchas. Tampoco avanzaron más. Todos terminaron en el río.

Alexander le dirigió una mirada pensativa.

– Tus compatriotas me importan una mierda -siguió la chica-, igual que los alemanes. Pero tú me has tratado con un poco de respeto y por eso voy a explicarte una ruta mejor.

Esta vez, Alexander la escuchó con atención.

– El recorrido que tenéis previsto os llevará directamente a la línea defendida por los alemanes. Son cientos de miles y os están esperando al otro lado del Vístula. Si os topáis con ellos moriréis todos, incluido tú. Acuérdate de lo poco que les costó entrar en Bielorrusia, que no les importaba una mierda.

Alexander quiso decirle que no les había sido tan fácil, pero se calló.

– El Vístula es el río más ancho de Polonia después del Óder, que forma frontera con Alemania y fluye prácticamente hasta Berlín. Si cruzáis el Vístula por el norte, cerca de Varsovia, ya no podréis seguir por muchos tanques y aviones que tengáis.

– Es que ni siquiera tenemos aviones -le explicó Alexander-. Y sólo un tanque.

– Tenéis que trasladaros cincuenta kilómetros más al sur y cruzar el río por el punto más estrecho. Donde te digo hay un puente, aunque estoy segura de que lo han minado…

– ¿Cómo lo sabes?

La chica sonrió.

– En primer lugar, antes vivía en Tarnovia, que no está lejos de ese puente. Y en segundo lugar, cuando los putos alemanes dejaron la ciudad hace un mes, se pusieron a hablar en su idioma delante de mí como si yo no fuera capaz de entenderlos. Se creen que todos somos tontos. No toméis el puente blanco y azul, porque me consta que está minado. Ahora bien, esa parte del río es poco profunda. Podéis poner pontones para atravesar el tramo más hondo, aunque me imagino que todos sabéis nadar. Incluso podéis atravesarlo con el tanque. El monte no está muy cubierto, porque es abrupto y el bosque es muy denso. No digo que no esté cubierto, sólo digo que no hay muchos. Son sobre todo grupos de partisanos, compuestos por alemanes y soviéticos. Si conseguís llegar a la otra orilla, cuando salgáis del bosque estaréis prácticamente en Alemania. Si lo hacéis así, tendréis una oportunidad. En cambio, si atravesáis el Vístula a la altura de Pulawy o de Dolny, terminaréis todos muertos. -La chica se interrumpió un momento y añadió-: Ya hemos llegado. -Señaló una casita en la que las luces estaban encendidas y sonrió-. La luz encendida toda la noche es la señal de que aquí viven pecadoras.

Alexander le devolvió la sonrisa.

– Gracias -dijo la chica-. Me alegro de no haber tenido que echar uno más esta noche. Estoy agotada. -Le acarició el torso-. Aunque no me habría molestado echar el último contigo.

Alexander le acomodó el vestido.

– Gracias a ti -le dijo-. ¿Cómo te llamas?

– Vera -contestó la chica, sonriendo-. Significa «Fe» en ruso ¿no? ¿Cómo te llamas tú?

– Me llamo Alexander. ¿Tiene nombre el puente azul y blanco de Tarnovia?

Vera le rozó la boca con los labios.

– Most do Swietokryzst. El puente de Santa Cruz.


A la mañana siguiente, Alexander mandó a cinco hombres al Vístula a la altura de Pulawy, en una misión de reconocimiento. No regresaron. Envió a cinco más a Dolny, y tampoco volvieron.

Estaban a principios de agosto y las noticias que llegaban de Varsovia eran poco halagüeñas. A pesar de los intentos de enviar a los alemanes al otro lado del Vístula, éstos seguían sin moverse de donde estaban, las bajas soviéticas alcanzaban unas cifras descomunales y los polacos, animados por las falsas promesas de ayuda de los rusos, se habían alzado contra el ocupante nazi y estaban siendo víctimas de una matanza.

Alexander esperó unos días más pero, al no recibir noticias, llamó a Ouspenski para que lo acompañara hasta el Vístula. Allá se escondieron entre los árboles y observaron la vegetación silenciosa de la orilla opuesta. Estaban prácticamente solos, al menos si miraban al frente. Detrás tenían a dos milicianos del NKGB con el fusil al hombro. Los mandos de un batallón disciplinario no podían desplazarse a solas por Polonia si no era en misión de reconocimiento. Los milicianos de NKGB eran omnipresentes, pero no se encargaban de luchar contra los alemanes sino de vigilar a los presidiarios del Gulag. Durante el último año, Alexander no había dejado de verlos ni un solo día.

– Cómo odio a esos hijos de puta -rezongó Ouspenski.

– Yo ni pienso en ellos -contestó Alexander, apretando los dientes con decisión.

– Pues debería. Están a la espera de que le pase algo malo.

– No me lo tomo como algo personal.

– Pues debería.

Fumaban. La mañana era clara y soleada. Alexander miró el río y recordó… Terminó un cigarrillo y encendió otro y luego otro más… quería envenenar los recuerdos con nicotina.

– Necesito que me dé un consejo, Ouspenski.

– Será un honor para mí, señor.

– Tengo orden de instalar una cabeza de puente en Dolny mañana al amanecer -dijo Alexander.

– Parece una zona tranquila -observó Ouspenski.

– Sí, lo parece, pero ¿es así? ¿Y si…? -Alexander respiró hondo y terminó-: ¿Y si le digo que mañana puede morir?

– Capitán, está describiendo lo que ha sido mi vida en los últimos tres años.

– ¿Y si le digo que podemos seguir río abajo -continuó Alexander-, hasta una zona menos cubierta por los alemanes, y salvar la vida? No sé por cuánto tiempo y no sé si vale la pena, pero parece que el viento del destino sopla a nuestro favor esta mañana de verano… «Vida o muerte», nos susurra.

– Capitán, ¿puedo preguntarle de qué coño me está hablando?

– Le estoy hablando de qué camino tomar, Ouspenski. Una dirección conduce a lo que le queda de vida, y la otra también, pero en ese caso lo que le queda de vida es muy poco.

– ¿Y qué le hace pensar que si nos desplazamos río abajo nos irá mejor?

Alexander se encogió de hombros. No quería hablarle de una mujer de carnes blandas llamada Fe.

– Sé que la tranquilidad de Dolny es engañosa.

– Capitán, ¿no tiene usted un jefe? Esta mañana lo he oído hablar por radio. Era obvio que el general Konev le estaba dando órdenes de conquistar Dolny.

– Si -reconoció Alexander, con un gesto de asentimiento-. Pero su orden nos manda directos a la muerte. En Dolny, el río es demasiado ancho y profundo y el puente está demasiado expuesto. Estoy seguro de que los alemanes ni siquiera se han molestado en minarlo porque lo único que necesitan es bombardearnos desde la orilla opuesta.

– No creo que tenga elección, capitán -dijo Ouspenski, caminando otra vez hacia el bosque-. Tiene que cumplir las órdenes del general Konev, igual que él tiene que cumplir las órdenes del camarada Stalin.

Alexander se quedó pensativo, sin moverse de la orilla.

– Mire este puente y mire el río. Sus aguas transportan los cadáveres de miles de soviéticos. -Hizo una pausa y añadió-: Y mañana transportarán el de usted y el mío.

– Yo no veo cadáveres ahora -dijo Ouspenski en tono indiferente, entrecerrando los ojos-. Y alguien debió de cruzarlo.

Esta vez el tono fue menos indiferente.

– No, nadie -aseguró Alexander, meneando la cabeza-. Todos murieron. Igual que moriremos nosotros mañana. -Sonrió-. Mire bien el Vístula, teniente, porque cuando salga el sol se convertirá en su tumba. Disfrute de su último día en la Tierra. Dios ha hecho que sea especialmente hermoso.

– Entonces se alegrará de haberlo disfrutado con esa chica, ¿no? -preguntó Ouspenski, con una risita.

Alexander se puso en pie para volver a Lublin.

– Avisaré al general Konev de que alteramos la misión -dijo cuando llevaban diez kilómetros caminando-. Pero necesito su apoyo total, teniente.

– Estaré a su lado hasta el último de sus días, señor, para mi gran pesar.


Alexander logró convencer a Kenov de que le permitiera cruzar el Vístula cincuenta kilómetros más al sur. No le costó tanto como había pensado. Konev conocía perfectamente la situación de Dolny y sabía que las principales divisiones del Frente de Ucrania no habían llegado aún al Vístula, por lo que no le pareció mal probar un nuevo emplazamiento.

Cuando se preparaban para partir hacia el bosque, Ouspenski se pasó todo el tiempo quejándose mientras desmontaba la tienda de Alexander y reunía el material. Se quejó en el momento de subir al tanque y decirle a Telikov que subiera. Se quejó cuando vio que Alexander no subía sino que echaba a andar detrás del vehículo.

Alexander avanzó a pie detrás del tanque por el estrecho camino que atravesaba los campos y bordeaba la orilla del Vístula largo de cincuenta kilómetros. Cuando se dio la vuelta vio que un grupo de milicianos del NKGB armados hasta los dientes avanzaban obstinadamente detrás de él.

Levantaron el campamento tres veces, pescaron y devoraron las zanahorias y las patatas que habían traído de Lublin junto con los recuerdos de comida caliente y de polacas aún más calientes, cantaron canciones y se rasuraron hasta que no les quedó ni un solo pelo en el cuerpo, y se comportaron más como un grupo de Boy Scouts que como un grupo de presidiarios que avanzaban hacia un destino sin esperanza. Alexander cantaba más fuerte que nadie y estaba más contento que nadie y caminaba más deprisa que ninguno de sus hombres, con el viento a su favor.

Ouspenski, por su parte, no dejó de refunfuñar en ningún momento del trayecto. Una tarde bajó del tanque y caminó un trecho al lado de Alexander.

– Le dejo andar a mi lado si no oigo ni un suspiro de queja.

– Quejarme es mi privilegio de soldado -respondió Ouspenski en tono desabrido.

– Sí, pero ¿hay que insistir tanto? -Alexander estaba pensando en el río y no muy atento a las palabras de Ouspenski-. Camine más deprisa, me da igual que sólo tenga un pulmón.

– Señor, ¿por qué no aceptó los favores de la chica de Lublin?

Alexander no contestó.

– Había tenido que pagarle de todos modos. Podía habérsela beneficiado por cortesía hacia mí, maldita sea.

– La próxima vez procuraré ser más considerado.

– Eso espero. -Ouspenski se acercó un poco más-. ¿Qué le pasa, capitán? ¿No vio qué tetas tenía? Pues el resto del cuerpo era igual de suculento.

– Aja.

– ¿No le gustó…?

– No era mi tipo.

– ¿Y cuál es su tipo, señor, si me permite la pregunta? En la taberna había todo tipo de…

– Me gustan las que nunca han estado en una taberna.

– ¡Por Dios! Estamos en guerra.

– Hay muchas cosas que me mantienen la mente ocupada, teniente.

– ¿Quiere que le cuente cómo me fue con la chica polaca? Ouspenski carraspeó.

– Cuénteme, teniente-respondió Alexander, sonriendo y mirando al frente-. Y no se deje ni un detalle. Es una orden.

Ouspenski habló durante cinco minutos. Cuando terminó, Alexander esperó un momento sin decir nada, asimilando lo que acaba de oír.

– ¿Eso es lo mejor que sabe hacer? -preguntó al final.

– Se tarda más en hacerlo que en contarlo -se justificó Ouspenski-. No soy Cicerón.

– No, y ni siquiera es bueno contando chistes. El sexo no puede ser tan aburrido, ¿o es que ya se me ha olvidado?

– ¡Ah! ¿Se le ha olvidado?

– No lo creo.

– Entonces cuénteme usted algo.

Alexander negó con la cabeza.

– Las historias que podría contarle ya no las recuerdo, y las que recuerdo no se las puedo contar -se justificó. Sintió los ojos de Nikolai clavados en su cara y apretó el paso-. ¿Qué pasa? ¡Adelante, soldados! -ordenó a su formación-. No quiero veros caer muertos. Más deprisa! ¡Uno dos, uno dos! Faltan veinte kilómetros para llegar a nuestro destino. No os rezaguéis. -Miró a Ouspenski, que seguía con la mirada clavada en su cara, y le preguntó-: ¿Qué pasa?

– ¿A quién ha dejado atrás, capitán?

– No se trata de a quién he dejado atrás contestó Alexander, apretando el paso y sujetando con fuerza la ametralladora-. Se trata de quien me dejó atrás a mí.


Llegaron al puente tres días después, al caer la noche. El técnico de comunicaciones partió en busca de una división del Frente de Ucrania para instalar un cable telefónico entre el alto mando y Alexander. Al alba, Alexander ya estaba levantado. Se sentó a la orilla del río, que no medía más de sesenta metros de ancho, y observó un puentecito anodino, un viejo puente de madera que en otro tiempo había sido blanco.

«Most do Swietokryzst», susurró Alexander. Era muy temprano y no había nadie, pero a lo lejos, en la otra orilla, se veían los campanarios del pueblo de Swietokryzst, y más allá los densos robledales de los montes de Santa Cruz.

Alexander tenía orden de esperar a una división del grupo de ejércitos de Ucrania, pero cambió de idea y adelantó el momento de cruzar el río.

La zona estaba muy tranquila. Costaba creer que al cabo de un solo día a la mañana siguiente, el cielo, la tierra y el agua se teñirían con la sangre de sus hombres. «A lo mejor al otro lado no hay ningún alemán y podemos escondernos entre los árboles -pensó Alexander- Los norteamericanos llegaron hace dos meses a Europa y en cualquier momento entrarán en Alemania. Lo único que tengo que hacer es resistir vivo el tiempo suficiente para ponerme en sus manos…»

En otro momento, un pintor se sentaría en uno de esos puentes y pintaría a las familias paseando en bote por el río, a las mujeres con sus pamelas blancas, a los hombres empuñando las pértigas, a los niños con sus trajecitos de domingo. En el cuadro, la mujer tal vez lleva un sombrero azul. El niño tiene alrededor de un año. La madre lo sostiene en brazos y sonríe, y el padre sonríe y rema más deprisa, y la estela del bote se ensancha, los nardos resplandecen y el pintor no se pierde ni un detalle.

Aquella mañana, Alexander hubiera querido volver a la infancia. Se sentía como un octogenario. ¿Cuándo había corrido por última vez hacia alguien con una sonrisa en la cara? ¿Cuándo había corrido por última vez hacia alguien sin llevar un arma en la mano? ¿Cuándo había cruzado por última vez la calle a grandes zancadas?

No quería saber la respuesta, no antes de cruzar el puente de Swietokryzst.


– ¡¡Abran fuego!! ¡¡Abran fuego!!

Al día siguiente, en el río, estaban muriendo bajo el opresivo estruendo del fuego enemigo, y la muerte no era lenta. Los soldados de a pie habían entrado en el agua antes que los demás, pero necesitaban ayuda.

El tanque de Alexander se había encallado en las rocas del fondo y el agua llegaba hasta las cadenas. Verenkov colocó un proyectil de cien milímetros en el cañón y disparó. Por la explosión y los gritos, Alexander supo que el proyectil había alcanzado el objetivo, Verenkov colocó otro proyectil más pequeño, pero no tenían tiempo de abrir fuego.

El tanque era un objetivo demasiado visible, y Alexander sabía que no tardaría en saltar en pedazos. No quería perder el vehículo ni las armas, pero sus hombres le eran aún más necesarios.

– ¡Saltad! -gritó-. ¡Se acerca uno!

Bajaron todos de un salto, o más bien salieron disparados cuando el proyectil impactó en el morro del vehículo y lo hizo pedazos. Furioso por la pérdida de su única pieza de artillería motorizada, Alexander intentó vadear el río sosteniendo la ametralladora por encima de la cabeza y disparando ráfagas hacia la playita que se abría frente a él. Ouspenski disparaba hacia los lados para protegerlo, Alexander lo oía gritar «¡atrás!» o «¡retroceda!» o «¡apártese!» o «¡cúbrase!» mientras le hacía gestos y profería maldiciones, pero era incapaz de hacer nada que no fuera seguir avanzando sin hacerle caso. Telikov y Verenkov intentaban nadar, aferrados el uno al otro. Alexander era el único con estatura suficiente para vadear el río con el agua por el cuello. Estaba en mejor disposición que sus soldados, ya que nadar y disparar al mismo tiempo no era demasiado efectivo.

A su alrededor todo eran ráfagas de ametralladora. Era imposible saber de dónde venían. Cada vez que oía un disparo, pensaba que le daría en el casco.

Los cuerpos de varios de sus hombres flotaban en el agua, reventados por las balas.

El Vístula empezó a teñirse de rojo. Alexander tenía que llegar a la otra orilla. En tierra firme, todo era posible. «¿Y esta ruta era mejor que la de Dolny o de Pulawy? -pensó-. ¿Ésta es la parte donde no había alemanes?»

En el agua, nada parecía posible.

Ouspenski siguió gritando, como siempre. Pero ahora no se refería a Alexander.

– ¡Mírelos, chillando como mujercitas! ¿Contra quién combatimos? ¿Contra hombres o contra niñas?

Alexander vio a uno de sus hombres abrazado a un cadáver. Era Yermenko.

– ¿Se puede saber dónde está su compañero de batalla, cabo, -chilló Alexander.

– ¡Aquí, señor! -respondió Yermenko, señalando el cadáver.

Alexander vio que Yermenko agitaba las piernas debajo del agua. Nadó hacia él y le pegó un grito, pero su soldado no dejó de agitarse. Estaba usando el cuerpo como flotador.

– ¿Qué coño le pasa? -chilló Alexander-. Suelte ya al soldado y nade.

– ¡No sé nadar, señor!

– ¡No me joda!

Alexander llamó a Ouspenski, Telikov y Verenkov para que ayudaran a Yermenko a cruzar el río. Cuando estaban a diez metros de la orilla, saltaron tres alemanes de entre los arbustos. Alexander no lo dudó ni un segundo: disparó y los tres alemanes volaron por los aires.

Después aparecieron tres más, y luego otros tres. Alexander disparó las dos veces. Cuatro alemanes más entraron en el agua y avanzaron hacia él. Yermenko se colocó rápidamente delante, apuntó con su fusil a los alemanes y los derribó. Ouspenski, Telikov y Verenkov formaron una muralla para proteger a Alexander. Ouspenski chilló «¡Atrás, capitán!», disparó sosteniendo la ametralladora por encima del agua y falló.

Alexander alzó la Shpagin sobre la cabeza de Ouspenski, disparó sosteniendo la ametralladora por encima del agua y no falló.

– Si falla, vuelva a disparar, teniente -chilló.

Esta vez eran cinco los alemanes que estaban a pocos metros, metidos hasta la cintura en el río. Alexander siguió disparando mientras intentaba llegar a la orilla. Sus hombres golpeaban a los soldados enemigos con la culata de los fusiles y con las bayonetas y también trataban de llegar a la orilla, pero no tenían suerte. En el agua estaban demasiado expuestos y cada vez aparecían más alemanes.

Alexander sabía que en el combate se agudizaban tres de sus cinco sentidos. Veía el peligro como el búho en la oscuridad, olía la sangre como la hiena, captaba los sonidos como el lobo. No se permitía distracciones ni equivocaciones, no vacilaba y era capaz de verlo todo, olerlo todo y oírlo todo. Lo que no podía era saborear su propia sangre o palpar su propio miedo.

Vio una ráfaga de luz a su lado y tuvo el tiempo justo de apartarse, esquivando la bala por medio metro. El soldado alemán, furioso por haber errado el blanco, lo golpeó con la bayoneta. Quiso darle en el cuello pero Alexander era demasiado alto y la punta de la bayoneta se clavó en su hombro izquierdo. Alexander golpeó al alemán con el fusil y casi lo decapitó. El alemán se desplomó, pero en ese momento se acercaron cinco más, y Alexander, con el brazo ensangrentado, los atacó con la bayoneta y con el cuchillo de combate hasta que los derribó y Ouspenski les arrebató las armas. Empuñaron cada uno dos fusiles y se convirtieron en una muralla de balas que avanzaba hacia la orilla y a la que nada podía detener.

De pronto dejaron de salir alemanes de entre la vegetación y el tiroteo se acalló. Todo estaba en silencio, excepto por los jadeos de los que aún respiraban, los estertores de los que aún agonizaban y el gorgoteo del río que se llevaba a los muertos.

Los supervivientes del batallón salieron arrastrándose del agua y se dejaron caer en la arena.

Alexander tenía ganas de fumar, pero el tabaco estaba empapado. Vio que los milicianos del NKGB atravesaban dificultosamente el río, sujetando los fusiles y los morteros por encima de sus cabezas

– ¡Vaya panda de nenazas! -se burló Ouspenski en un susurro cuando Alexander se sentó con él y con Yermenko.

Alexander no dijo nada, pero cuando los milicianos del NKGB llegaron a la playa se levantó y se encaró con ellos sin hacer el saludo reglamentario.

– ¡Tendrían que haber ido por el puente, como civiles que son! -les gritó.

– Diríjase a mí como corresponde -dijo con una mirada gélida uno de los milicianos del NKGB, que no tenía ni un rasguño en el cuerpo.

– Tendrían que haber ido por el puto puente, camarada -rectificó Alexander, cubierto de sangre de la cabeza a los pies y empuñando la ametralladora.

– ¡Soy el teniente Sennev, del Ejército Rojo! -gritó el miliciano-. Baje el arma, soldado.

– ¡Y yo soy el capitán Belov! -gritó Alexander, sujetando el arma con la mano buena.

Una palabra más, y comprobaría cuántos cartuchos le quedaban a la Shpagin.

El miliciano dejó de discutir y, maldiciendo entre dientes, hizo una seña a sus hombres para que se adentraran con él en el bosque.

Los hombres de Alexander esperaron en la playa. El enfermero, un ucraniano que respondía al nombre de Kremler, se acercó a Alexander antes de darle tiempo a calcular los daños sufridos por su batallón, que había quedado reducido a una sección como mucho. Le limpió con ácido fénico la herida del brazo y la desinfecto con polvos de sulfamida.

– Es profunda -fue lo único que dijo.

– ¿Puede ponerme puntos?

– Queda poco hilo y hay muchos heridos.

– Póngame tres; sólo para que no se abra.

Kremler le cosió el corte del brazo, le limpió la herida de la cabeza, le dio un trago de vodka y le inyectó morfina en el estómago. Poco después apareció Ouspenski.

– Podemos hablar un momento, capitán? -dijo, plantándose delante de Alexander.

Alexander estaba sentado en la arena, fumando un cigarro. La morfina empezaba a darle sueño.

– Yo también quiero hablar con usted -dijo, alzando los ojos-. ¿Cuántos han caído?

– Casi todos. Sólo quedan treinta y dos soldados, tres cabos y dos sargentos, un solo teniente (ése debo de ser yo) y un solo capitán (ése debe de ser usted).

Ouspenski pronunció con tristeza las últimas palabras.

– ¿Ha caído Yermenko?

– Sí.

– ¿Y Verenkov?

– Tiene una herida en el cuello, un proyectil le ha rozado el estómago y ha perdido las dichosas gafas, pero está vivo.

– ¿Y Telikov?

– Se ha roto un pie, pero está vivo.

– ¿Cómo coño se ha roto el pie?

– Tropezó.

Ouspenski no sonreía.

– ¿Qué le pasa? ¿Se encuentra usted bien?

– Ahora sí. Me ha estado sangrando la cabeza durante dos horas y pensaba que me iba a quedar sin cerebro.

– Ah, pero ¿tenía usted cerebro, teniente?

Ouspenski se agachó frente a Alexander.

– Señor, no soy dado a criticar las decisiones de mis superiores, pero me atrevo a decir que lo que ha sucedido aquí hoy, es decir, lo que usted ha permitido que sucediera, ha sido una locura.

– Sí que me está criticando, teniente.

– Señor…

– ¡Teniente! -Alexander se puso de pie. La sangre le había empapado la venda-. No teníamos ningún otro sitio al que ir. -Hizo una pausa-. Y hemos cruzado el río, ¿no?

– Esa no es la cuestión, señor. Mañana tenía que llegar Konev con la División Acorazada 29. Y en lugar de esperarlos, nos hemos zambullido en el río y hemos avanzado directos hacia la línea de fuego sin retroceder y sin alejar a los alemanes de su posición. Nos hemos acercado sin más, sin atender a razones. Y lo que es más importante: usted no atendía a razones. Usted, el único que puede interponerse entre nosotros y la muerte, nos ha obligado a avanzar hacia las fauces del enemigo corriendo el riesgo de perder a la práctica totalidad del batallón, y ahora está aquí sentado, medio muerto, fingiendo que no sabe por qué estoy tan cabreado.

– Cabréese cuanto quiera, teniente -dijo Alexander, apretando la venda con la mano-, pero no en mi presencia. No pensaba quedarme esperando sentado a Konev. Habría tardado días en llegar, el elemento sorpresa se habría perdido, los alemanes habrían tenido tiempo de buscar refuerzos y de todos modos el general nos habría obligado a avanzar los primeros, con la diferencia de que los alemanes habrían tenido tiempo de ponerse a la defensiva. Ahora tenemos que reorganizarnos, pero al menos hemos llegado al bosque y hemos abierto camino para nuestros ejércitos. Nos lo agradecerán, aunque sea de mala gana. -Sonrió-. Puede estar seguro de que somos los primeros soviéticos que han atravesado el Vístula.

Ouspenski lo miró con incredulidad.

– No lo hemos hecho tan mal, aunque tampoco ha sido un éxito clamoroso… No es la primera vez que perdemos hombres, teniente. ¿No se acuerda del pasado abril, en Minsk? Murieron treinta hombres en la operación de limpieza de un solo campo minado, y en Polonia no pudimos cruzar ni un puto río.

– Señor, nos ha hecho avanzar hacia el enemigo cuando apenas teníamos balas.

– Le dije que sostuviera el arma en alto mientras cruzaba el río.

– ¡Sólo nos quedan cuarenta hombres!

– ¿Ha contando a los veinte del NKGB?

– ¡Cuarenta hombres y veinte nenazas!

– Sí, pero hemos expulsado a los alemanes de la ribera. Y cuando entremos en el bosque, habrán llegado los refuerzos.

Ouspenski meneó la cabeza.

– No podemos combatir en el bosque -dijo-. Yo no lo haré, al, menos. En el bosque no se ve nada y el estilo de lucha es completamente distinto.

– Y lo sé. Siento no hacerle la guerra más cómoda.

– Hemos perdido el tanque. La única protección con la que usted podía contar.

– ¿Yo?

– ¡Por el amor de Dios! -Ouspenski no pudo contenerse-. Se comporta como si fuera inmortal, ¡y no lo es, joder!

– ¡No me levante la voz, Ouspenski! -protestó Alexander-. Le consiento muchas cosas, pero ésta no se la voy a consentir. ¿Queda claro?

– Sí, señor -dijo Ouspenski en un tono mas bajo-. Pero sepa que no es inmortal. Y es obvio que sus hombres no lo son, aunque ellos me importan una mierda. Pero usted no es sustituible, y mi cometido es protegerlo. ¿Cómo se le ocurre enzarzarse en una lucha cuerpo a cuerpo dentro del río en lugar de mantenerse en la retaguardia? ¿Se cree que está hecho de hierro, capitán? Hasta este momento en que estoy viendo que su sangre es como la de todos los demás, yo tampoco sabía bien si era usted humano.

– No es mí sangre -dijo Alexander.

– ¿Qué?

Alexander se limitó a menear la cabeza sin decir nada.

– ¿Qué será de nosotros en el bosque?

– Vamos a entrar en los montes de Santa Cruz. Los alemanes nos llevan ventaja y tenemos muchas posibilidades de quedarnos sin municiones. Konev nos dará orden de luchar hasta la muerte, porque en eso consiste estar en un batallón disciplinario y ser un oficial soviético.

Ouspenski le dirigió una mirada severa.

– ¿Era aquí a donde lo arrastraba el maldito viento del destino?

– Sí. Porque sólo hay una cosa que se le ha pasado por alto al Ejército Rojo, teniente.

– ¿Y cuál es, señor?

– Que yo no tengo ninguna intención de morir -respondió Alexander.

Capítulo 24

Barrington, agosto de 1944

– ¿Adónde vamos? ¿Y por qué? -quiso saber Vikki-. No quiero ir a Massachusetts, está muy lejos. ¿Qué te pasa con los trenes? Acabas de volver de Arizona, ¿aún no estás contenta? Está lloviendo, hace un día horrible, ayer hice dos turnos seguidos y el lunes me tocará lo mismo. ¿No me podría quedar en casa tranquilamente? La abuela va a preparar lasaña. Tengo que arreglarme las uñas y alisarme el pelo, y además, quería rasurarme las piernas y las axilas porque ahora está de moda. Me lo han dicho en Lady Be Beautiful, adonde me prometiste acompañarme un día, por cierto. ¿Por qué tenemos que irnos de viaje? ¿No podría quedarme en casa y darme un baño bien caliente?

– No. Tenemos que ir -declaró Tatiana, empujando el cochecito de Anthony y empujando a Vikki.

– ¿Y por qué tengo que ir yo?

– Porque no quiero ir sola. Porque no hablo bien inglés. Porque eres amiga.

Vikki suspiró.

Estuvo suspirando durante las cinco horas que tardaron en llegar a Boston.

– Vikki, he estado haciendo cuentas. Has suspirado dos veces por kilómetro y hemos recorrido cuatrocientos kilómetros. Eso son ochocientos suspiros.

– No suspiraba, respiraba -respondió Vikki, ofendida.

– Respirabas con impaciencia, sí. -Tatiana se acordó de su hermano. Pasha habría aguantado estoicamente a su lado, sin pronunciar ni una sola palabra de protesta. Su hermana, en cambio, habría estado todo el tiempo quejándose, igual que Vikki-. Tendría que haberle pedido el favor a Edward -murmuró, arropando a Anthony con la mantita.

En Boston también llovía.

– ¿Y por qué no lo has hecho?

– ¿Es preciso demostrar en todo momento lo que sientes? No necesito saber que te molesta tener que hacerme favor. Ayúdame si quieres, pero no te quejes.

Vikki dejó de suspirar.

No había tren de cercanías entre Boston y Barrington, y las dos jóvenes tomaron un taxi.

– Está lejos, serán veinte dólares -les advirtió el taxista.

Vikki ahogó una exclamación, y soltó un respingo cuando Tatiana le pellizcó el muslo.

– Muy bien -dijo Tatiana.

– ¿Veinte dólares? ¿Te has vuelto loca?

Las dos se acomodaron en el asiento posterior, Tatiana se colocó al niño en el regazo y el taxi se puso en marcha.

– Es la mitad de mi paga semanal. ¿Cuánto cobras tú?

– Menos. ¿Cómo querías llegar al pueblo sin taxi?

– No sé… ¿En autobús?

– Había que andar demasiado para coger el autobús.

– Pero la vuelta serán otros veinte dólares.

– Ajá.

– ¿Ya puedes contarme qué vamos a hacer?

– Vamos a visitar a uno de los parientes de Anthony.

A pesar de los consejos de Sam, Tatiana no había podido contenerse. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que todo iría bien. Además, sospechaba que no tardaría en necesitar algún favor de la familia de Anthony.

– ¿Tenéis familia en Estados Unidos?

– Yo no, pero el niño sí. Te necesito a mi lado para que me apoyes. Si necesito tu ayuda, te pellizcaré el brazo con fuerza: así.

– ¡Ay!

– Eso es. Si no te pellizco, sólo sonríe y no digas nada.

Una hora después estaban en Barrington.

– ¿A qué dirección van? -preguntó el taxista.

– Déjenos aquí -dijo Tatiana, señalando una elegante mansión en la calle principal.

Pagaron la carrera y bajaron del taxi. Barrington era un pueblo pequeño y acogedor, de calles limpias y flanqueadas de robles, iglesias de esbeltos campanarios y casas de fachadas blancas y postigos negros. En la calle principal había algunos comercios abiertos, entre ellos una ferretería, una cafetería y un anticuario. Ninguno de los transeúntes empujaba un cochecito, y el único bebé que se veía era el hijo de Tatiana.

– ¿Este viaje te ha costado la paga de dos semanas? -preguntó Vikki.

Sacó un cepillo del bolso y comenzó a peinarse.

– ¿Sabes cuánto me costó el viaje desde Inglaterra? Quinientos dólares. ¿Ha valido la pena?

– Por supuesto. Pero ¡venir a este pueblo!

– Tú empuja el cochecito y calla.

– Un momento… -Vikki siguió cepillándose el pelo. Tatiana la miró enfadada-. De acuerdo, ya paro.

– Vamos a preguntar dónde está la calle Maple.

En el quiosco les dijeron que estaba a unas pocas manzanas, y las dos echaron a andar bajo la lluvia.

– Acabo de darme cuenta de que este pueblo tiene tu mismo nombre: Barrington -observó Vikki-. ¿Es casualidad?

– ¿No te habías dado cuenta hasta ahora? Para, es aquí.

Se detuvieron frente a una mansión de estilo colonial rodeada de un jardín en el que crecían vetustos arces. Recorrieron la vereda que llevaba a la casa, subieron los tres escalones de la entrada y se pararon frente a la campanilla de la puerta.

– ¿Qué hacemos?

Tatiana no se atrevía a llamar.

– Quizá deberíamos irnos -dijo.

– ¿Estás de broma? ¿Hacer todo este viaje para marcharnos ahora?

Vikki tiró de la campanilla. Tatiana había dejado el cochecito al pie de los escalones y llevaba al niño en brazos.

Les abrió la puerta una mujer mayor de expresión adusta, elegantemente vestida e impecablemente peinada.

– ¿Sí? -preguntó en tono brusco-. ¿Vienen a pedir? Esperen, voy a buscar el monedero.

– No venimos a pedir -respondió de inmediato Tatiana-. Venimos… Quiero hablar con Esther Barrington.

– Soy yo-dijo Esther-. ¿Quiénes son ustedes?

– Pues… -Tatiana vaciló un momento y señaló al niño-. Éste es Anthony Alexander Barrington, el hijo de Alexander.

A Esther se le cayó al suelo el manojo de llaves.

– Pero ¿usted quién es?

– La mujer de Alexander -explicó Tatiana.

– Y él dónde está?

– No lo sé.

– Caramba, no me sorprende -dijo Esther, sonrojada-. ¡Y ha tenido el descaro de venir hasta mi casa! ¿Quién se cree que es?

– Soy la mujer de Alexander…

– ¡Me da igual! No me refriegue al niño por la cara como si de repente tuviera que ocuparme de él. Lo siento por usted… -Su voz era tan severa como su mirada-. Lo siento mucho, pero su vida no es asunto mío.

– Tiene razón, disculpe -dijo Tatiana, apartándose un paso-. Sólo quería que…

– ¡Está claro lo que quería! ¡Enseñarme a su hijo ilegítimo! ¿Y qué? ¿Acaso eso va a mejorar las cosas?

– ¿Qué tiene que mejorar? -dijo Vikki.

Sin hacerle caso, Esther continuó gritando:

– ¿Sabe qué me dijo el padre de Alexander cuando salió de mi casa por última vez hace catorce años? «No me des más el coñazo: mi hijo no es asunto tuyo.» ¡Eso fue lo que me dijo! Mi sobrino carnal, mi querido Alexander, no era asunto mío. Yo sólo quería ayudarlos, me ofrecí a cuidar al niño mientras mi hermano y su mujer se iban a arruinar su vida en la Unión Soviética, y él se burló de mi ofrecimiento y me dijo que no quería saber nada de mí ni de nuestra familia. Nunca ha escrito, nunca ha enviado un telegrama… No he vuelto a saber nada de él. -Esther se interrumpió, respiró entrecortadamente y al cabo de un momento añadió-: Por cierto, ¿cómo le va a ese cabrón?

– Falleció -dijo Tatiana con una voz muy débil.

Esther ni siquiera pudo emitir un «¡ah!». Dio un paso tambaleante hacia el interior de la casa, aferrada al pomo de la puerta.

– Mire, me da igual quién sea usted, no la conozco de nada y no tiene derecho a presentarse aquí con un bebé al que tampoco había visto nunca para pedirme que me ocupe de él.

Esther empujó la puerta con un gesto tembloroso y dio un gran portazo, dejando a Vikki y a Tatiana en el porche.

– Vaya… -dijo Vikki-. ¿Cómo te habías imaginado que iría?

Tatiana, luchando por contener las lágrimas, dio media vuelta y bajó los escalones de la entrada.

– Mejor, supongo.

¿Qué se había imaginado? Ignoraba que la tía y el padre de Alexander se llevaran tan mal antes de que el matrimonio Barrington se fuera de Estados Unidos, pero por la reacción de Esther le había quedado clara una cosa: la mujer no había tenido ninguna noticia de la familia después de su traslado a la Unión Soviética. Y el único motivo del viaje de Tatiana era averiguar cualquier dato que pudiera proporcionarle Esther. Se sintió exhausta. La esperanza de un remoto vínculo familiar había quedado reducida a una entelequia intangible justo cuando su única obsesión era averiguar qué le había sucedido a Alexander

Colocó a Anthony en el cochecito y atravesó el jardín con Vikki

– ¡Catorce años! -exclamó Vikki-. Debería haberlo superado. Hay gente que tiene mucha memoria.

– Sí, para el rencor -dijo Tatiana.

Una vez en la calle, tomaron lentamente el camino de vuelta.

– Oye, ¿qué palabra dice que usó el padre de Alexander antes de marcharse? -preguntó Tatiana.

– Olvídalo, las señoras no usan ese vocabulario. Esa tal Esther es un poco malhablada. Un día de éstos te enseñaré palabrotas en inglés…

– Ya sé palabrotas en inglés -explicó Tatiana. Y en voz baja, añadió-: Pero ésta no la conocía.

– Ah, ¿y cómo es que sabes palabrotas? -le preguntó Vikki-. No salen en las guías de conversación ni en los diccionarios. Al menos, no en los que yo he visto.

– En otro tiempo tuve buen maestro -explicó Tatiana.

Cuando ya estaban en la calle principal, se les acercó un coche y se detuvo junto a la acera. Esther, con los ojos enrojecidos, los parpados manchados de rímel y la melena despeinada, bajó y se planto frente a Tatiana.

– Lo siento, me ha desconcertado mucho su visita -se disculpó-. Mi hermano no ha vuelto a ponerse en contacto conmigo desde que se marcharon y yo no tenía ni idea de qué había sido de ellos. En el Departamento de Estado no nos informan de nada.

De nuevo en la casa, Esther les preparó bocadillos de jamón y consomé, les sirvió café y dejó que Anthony durmiera un rato en una cama del piso superior, parapetado entre dos almohadas.

Para ser una mujer que había albergado rencor a Harold desde hacía más de una década, Esther lloró como la viuda de un ahorcado cuando Tatiana le contó qué había sido de su hermano y de su familia.

Esther insistió en que se quedaran en Barrington hasta el domingo, y Tatiana y Vikki aceptaron. Tatiana pensó que la tía de Alexander era una buena mujer. No tenía hijos, y a sus sesenta y un años era la única superviviente de los Barrington. Su marido había fallecido cinco años atrás y ahora Esther vivía con Rosa, su ama de llaves desde hacía cuarenta años.

– ¿Alexander vivía en esta casa?

Tatiana clavó los ojos en Esther. No se atrevía a mirar en derredor por si encontraba algún vestigio de la infancia de su marido.

Esther meneó la cabeza.

– Su casa está a un kilómetro del pueblo -le explicó-. No tengo relación con los actuales inquilinos porque son unos estirados, pero si quieren puedo acercarlas con el coche.

– ¿Había un bosque detrás de la casa?

– Ya no existe -explicó Esther-. Ahora han construido más viviendas. Era un bosque muy bonito. Los amigos de Alexander…

– ¿Teddy, Belinda…?

– ¿Hay algo de su vida que desconozca?

– Sí -dijo Tatiana-. Su presente.

– Teddy murió en el 42, en la batalla de Midway, y Belinda es enfermera y ahora mismo está destacada en el norte de África. O en Italia, o donde sea que estén ahora nuestras tropas. ¡Pobre Alexander, pobre Teddy, pobre Harold…! -se lamentó Esther, meneando la cabeza-. Ese estúpido de Harold, echar a perder así la vida de su familia, la vida de ese muchacho increíble y espléndido… ¿Tiene alguna foto?

Tatiana negó con la cabeza.

– Seguía siendo como usted lo conoció, Esther. ¿Ha dado él alguna vez señales de vida?

– No, qué va.

– ¿Se ha puesto en contacto con usted alguien que supiera de él?

– Nadie me ha dicho ni una palabra. ¿Por qué lo pregunta? No creo que me informaran de su muerte.

Tatiana se puso de pie.

– Tenemos que irnos -explicó.

– Quiero enseñarle una cosa -dijo Esther, poniéndose de pie también.

Le dio una bolsita de tela cerrada con un cordón. Dentro había una pulsera de cuero a medio trenzar, tres clavos oxidados, dos conchas melladas y una foto de Alexander a los ocho años, de pie junto al mar, al lado de un niño corpulento (¿Teddy?). Una gran sonrisa le llenaba media cara.

– Y mire, una foto de cuando tenía dos años.

Esther sacó una foto en la que Alexander aparecía con una carita morena y redonda, riendo, como la imagen especular de su hijo Anthony. Tatiana no pudo cogerla porque empezaron a temblarle las manos. Vikki desvió la mirada. Esther volvió a guardar la foto en la bolsa de tela y palmeó compasivamente el hombro de Tatiana.

– De verdad que tenemos que irnos -dijo Tatiana en un susurro.

En el tren, de camino a Nueva York, Vikki se puso a mirar por la ventanilla con expresión pensativa.

– ¿Qué te pasa, Vik?

– Nada -dijo Vikki-. Estaba pensando que cuando te conocí pensé que, de no ser por la cicatriz medio borrada de la cara, parecías la persona menos complicada del mundo.

Tatiana miró a su hijo.

– No soy complicada -dijo, dándole una palmadita en la pierna-, pero necesito saber qué ha sido de mi marido.

– A Edward y a mí nos dijiste que había muerto.

– ¿Y si me precipité? -dijo Tatiana, contemplando el verde paisaje de Massachusetts que el tren atravesaba a toda velocidad.

«¿Me estuviste buscando?», le había preguntado Tatiana una vez, y él había contestado: «Toda la vida».

Tatiana no dijo nada más, reclinó la cabeza contra el respaldo, acarició la cabecita de Anthony y cerró los ojos hasta que el tren llegó a la estación Grand Central.

Capítulo 25

En los montes de Santa Cruz, octubre de 1944

Una fría tarde de otoño, cuando pasaban seis semanas desde el día en que habían cruzado el puente de Santa Cruz y cuando se habían adentrado cien kilómetros en los densos bosques de las montañas, Alexander y sus hombres estuvieron tres horas bajo el fuego enemigo. Vivían entre los árboles. Por la noche plantaban las tiendas de campaña si cesaba el combate, y si no cesaba se arropaban con las guerreras y se tumbaban a dormir en el suelo. Encendían fogatas para cocinar, pero la comida escaseaba más de lo que les habría gustado. Las liebres se escabullían en cuanto oían acercarse el batallón; había pocos riachuelos y cuando encontraban alguno no abundaban los peces, aunque al menos podían lavarse. La época de las bayas ya había terminado, y las setas mal cocinadas les habían provocado a todos unos retortijones terribles, hasta que Alexander no tuvo más remedio que prohibir su consumo. El cable telefónico se rompía a menudo en lo abrupto del terreno, y los suministros militares se agotaban antes de que llegara el refuerzo siguiente. Alexander se fabricó jabón con manteca y cenizas, pero sus soldados no se preocupaban demasiado por lavarse. Sabían que existía una relación simbiótica entre los piojos y el tifus, pero les daba lo mismo. Preferían comerse la manteca antes que emplearla para hacer jabón, y se pasaban semanas enteras con el rostro y el cuerpo cubiertos de pólvora, barro y sangre. Terminaron todos con pie de trinchera por llevar las botas permanentemente mojadas.

Eran un batallón entero abriéndose paso por el bosque, pero los alemanes habían tomado posición en la cima, igual que habían hecho en Siniavino y en Pulkovo, y necesitaban a muy pocos hombres para repelerlos.

Antes de encontrarse con los alemanes, el batallón de Alexander había conseguido avanzar un trecho por la montaña. Sin embargo, a pesar de recibir hombres y munición en dos ocasiones no habían logrado romper las defensas nazis y habían tenido que detenerse a mitad de la ladera. Desde el otro lado de los árboles llegaban los gritos del enemigo, entre ráfagas de disparos que se sucedían de la mañana a la noche. Los alemanes estaban apostados más arriba que los soviéticos, pero también a su derecha y a su izquierda. Alexander empezó a sospechar que no habían establecido una línea de defensa sino todo un cerco. Sus tropas no habían logrado avanzar ni un metro y faltaba sólo una hora para que cayera la noche.

Alexander tenía que romper el bloqueo si no quería que el bosque se convirtiera en su tumba, como ya se había convertido en la tumba de Verenkov. El pobre Verenkov disparaba a ciegas, pero era incapaz de esquivar los disparos. La fortuna le había dejado llegar vivo hasta la montaña pero había detenido sus pasos allí mismo. Alexander y Ouspenski lo enterraron en el cráter abierto por la granada que lo había matado y colgaron su casco de un palo clavado en la tierra.


– ¿Quién coño está ahí? -exclamó Alexander cuando cesaron los disparos-. Le juro que he oído hablar en ruso, Ouspenksi. ¿Será una alucinación? Escuche.

– Yo lo que he oído es el chasquido de una Maschinengewehr 43.

Se refería a la metralleta empleada por los alemanes.

– Escuche, escuche. Van a dar la orden de cargar la cinta: ya vera cómo lo dicen en ruso. ¡Le juro que era ruso!

– ¿Echa de menos Rusia, capitán? -preguntó Ouspenski, mirándolo con simpatía.

– ¡Váyase a la mierda! -protestó Alexander-. Le digo que he oído hablar en ruso.

– ¿Cree que estamos disparando contra compatriotas nuestros.

– No lo sé. ¿Tan absurdo sería? ¿Cómo pueden haber llega hasta aquí?

– No lo sé, señor… ¿Ha oído hablar de los vlasovistas?

– ¿Los vlasovistas?

– Los rusos que cambiaron de bando después de ser hechos prisioneros por los alemanes.

– Sí, he oído hablar de ellos -contestó secamente Alexander.

No quería discutir con Ouspenski mientras estaban luchando por salvar a sus hombres. Ouspenski no tenía ningún sentido de la urgencia. Sentado junto a un árbol, recargaba la Shpagin y distribuía los proyectiles en hileras para que Alexander los introdujera en el mortero, tranquilamente, como si no pasara nada. Alexander había oído hablar de los vlasovistas, por supuesto. En el laberíntico panorama de la lucha partisana contra los alemanes, los vlasovistas eran los seguidores del general ruso Andréi Vlasov, que se habían pasado al bando nazi tras ser hechos prisioneros por los alemanes y ahora combatían contra sus antiguos compañeros de armas para liberar a Rusia del Ejército Rojo. Vlasov se encontraba en arresto domiciliario después de organizar un Ejército de Liberación que había intentado enfrentarse por su cuenta a las fuerzas estalinistas, pero muchos rusos seguían combatiendo en su nombre en brigadas dirigidas por los alemanes.

– No pueden ser vlasovistas -declaró Ouspenski.

– El general Vlasov está detenido, pero sus hombres siguen luchando en el bando alemán. Son más de cien mil y también los hay por esta zona.

Durante un momento se acallaron los disparos y se oyó con toda claridad una frase en ruso:

– ¡Recargad la ametralladora!

– Detesto tener razón -aseguró Alexander, mirando a Ouspenski con las cejas enarcadas.


– ¿Y ahora qué? No nos queda munición.

– No es cierto -contestó animosamente Alexander-, A mí me quedan cuatro cargadores y medio tambor. Y no tardarán en llegar los refuerzos.

Era mentira. Alexander sospechaba que el cable telefónico había vuelto a romperse, a lo cual se sumaba un problema adicional: el técnico de comunicaciones había muerto.

– Hay al menos treinta hombres entre los árboles.

– Entonces será mejor que no falle, ¿no?

– No es cierto que vayan a llegar refuerzos. Ha llegado todo lo previsto. Hace dos semanas Konev le envió armas y munición junto con cien soldados más, de los que no ha sobrevivido ni uno.

– En lugar de quejarse, teniente, haga que sus hombres se preparen para abrir fuego.

Diez minutos después, Alexander había vaciado el tambor. Y los disparos de sus hombres también se habían acallado.

– ¿A qué distancia está la frontera alemana? -preguntó Ouspenski.

– Nos separan unos cien mil soldados alemanes, teniente.

– ¿Qué vamos a hacer ahora? -suspiró Ouspenski.

– Desenfunde el cuchillo. Lucharemos cuerpo a cuerpo entre los árboles.

– Está como una cabra -dijo Ouspenski en voz baja, para que nadie lo oyera.

– ¿Tiene alguna otra propuesta?

– Si la tuviera, sería capitán y usted estaría obedeciendo mis órdenes. -Ouspenski hizo una pausa-. ¿Alguna vez ha tenido que obedecer órdenes de alguien, señor?

– Por si no se había dado cuenta, teniente -contestó Alexander, riendo-, yo también tengo jefes.

– Sí, ¿y dónde están ahora, cuando deberían ordenar nuestra retirada?

– No podemos retirarnos. Sabe que a nuestras espaldas tenemos a dos docenas de milicianos del NKGB dispuestos a disparar sobre nosotros para impedírnoslo.

Alexander calló y adoptó una expresión pensativa. Estaban sentados en el suelo, el uno al lado del otro, con la espalda apoyada en un árbol.

– ¿Ha dicho que el NKGB nos dispararía? -preguntó Ouspenski al cabo de un momento.

– No lo dude -respondió Alexander, sin mirarlo.

– ¿Que dispararían contra nosotros?

– ¿Se puede saber qué le pasa, teniente? -preguntó Alexander, mirándolo esta vez.

– Nada, señor. Sólo que, en mi opinión, de sus palabras se deduce que tienen algo con lo que dispararnos.

Alexander estuvo un momento callado y luego dijo:

– Dígale al cabo Yermenko que venga.

Unos minutos después, Ouspenski regresó con Yermenko, que se estaba limpiando la sangre del brazo.

– ¿Qué queda de munición, cabo?

– Tres cajas de ocho cartuchos, tres granadas y unos cuantos proyectiles de mortero.

– Perfecto. Le explico la situación: andamos escasos de municiones y en el bosque hay al menos una docena de alemanes.

– Creo que son más de doce, señor. Y ellos sí que están armados.

– ¿Qué tal anda de puntería, cabo? ¿Podría abatir a doce hombres con dos docenas de cartuchos?

– No señor. Necesitaría un fusil con mira telescópica.

– ¿Alguna idea?

– ¿Me lo pregunta a mí, señor?

– Sí, cabo: se lo pregunto a usted.

Yermenko se quedó un momento pensativo y movió los labios como si fuera a decir algo mientras se ajustaba el casco. Estaba de pie en actitud de firmes y seguía sangrándole el brazo. Alexander indicó a Ouspenski que trajera el botiquín. Yermenko seguía pensativo. Alexander le pidió que se agachara y echó un vistazo a la herida. Era un corte superficial a la altura del tríceps, pero no paraba de sangrar. Alexander taponó la herida con una gasa y se sentó al lado de Yermenko.

– ¿Qué opina usted, cabo?

– Creo que quizá deberíamos… pedir munición en la retaguardia, señor -respondió Yermenko en voz baja.

Señaló hacia el bosque, a sus espaldas.

– Me parece correcto. Pero ¿y si se niegan?

– Creo que deberíamos pedirla de un modo que imposibilite una negativa.

Alexander le dio una palmadita en la espalda.

Bajando aún más la voz, Yermenko añadió:

– Tienen docenas de fusiles semiautomáticos, tres metralletas por lo menos, y aún les quedan cartuchos. Tienen granadas y proyectiles de mortero, y disponen de víveres y agua.

Alexander y Ouspenski intercambiaron una mirada.

– Tiene usted razón -dijo Alexander, envolviendo el brazo de Yermenko con una venda y atando las puntas con un nudo-. Pero no sé si querrán compartir su munición con nosotros. ¿Está dispuesto a intentarlo?

– Sí, señor. Necesitaré a un hombre para distraerlos.

– Lo acompañaré yo -se ofreció Alexander, poniéndose de pie.

– ¡No, señor! -exclamó Ouspenski-. Mándeme a mí.

– Puede venir con nosotros, teniente. Pero pase lo que pase, que no sepan que sólo tiene un pulmón.

Alexander cogió el garrote que había fabricado con un trozo de madera y se lo dio a Yermenko. En la punta había clavado afilados trozos de metal y en el otro extremo había añadido una cinta de corcho para poder balancearlo. Yermenko cogió el garrote y fue a buscar unos cartuchos para la Tokarev de Ouspenski. Alexander colocó un cargador de 35 cartuchos en la Shpagin, y los tres caminaron en silencio entre los árboles, en dirección al campamento del NKGB. Al llegar vieron a una docena de milicianos sentados en torno a una hoguera, charlando animadamente.

– No se mueva, Ouspenski -dijo Alexander-. Yo les hablaré mientras ustedes dos esperan. Cuando me dé la vuelta, si ven que llevo el fusil colgado del hombro, querrá decir que hemos llegado a un acuerdo. Si lo llevo en las manos, querrá decir que no. ¿Entendido?

– Perfectamente -dijo Yermenko.

Ouspenski suspiró con expresión sombría y no dijo nada. Se tomaba muy en serio su cometido como protector de Alexander.

– ¿Entendido, teniente?

– Sí, señor.

Alexander dejó a Ouspenski y a Yermenko esperando entre la maleza y avanzó unos pasos hacia el claro. Los milicianos apenas se volvieron a mirarlo.

– Necesitamos su ayuda, camaradas -anunció Alexander-. No nos queda munición. No han llegado las secciones de reemplazo y no funciona el teléfono de campaña. Sólo nos quedan veinte soldados y no contamos con ningún apoyo. Necesitamos cartuchos y granadas, y también agua y medicamentos para los heridos. Y su teléfono para hablar con la comandancia.

Los milicianos lo miraron en silencio y se echaron a reír.

– Nos está tomando el pelo, ¿verdad?

– Tengo órdenes de abrir camino en el bosque.

– Es obvio que no ha cumplido nuestras órdenes, capitán -dijo el teniente Sennev, mirándolo desde el suelo.

– Las he cumplido, teniente -dijo Alexander-. Y la sangre de mis hombres atestigua mi lealtad. Pero ahora necesito su material.

– Váyase a la mierda -dijo Sennev.

– Le estoy pidiendo ayuda para sus hermanos de armas. Aún luchamos en el mismo bando, ¿no?

– Váyase a la mierda, le he dicho.

Alexander suspiró y dio lentamente la espalda al círculo de milicianos con la Shpagin en la mano. Antes de darse la vuelta por completo, vio que el garrote salía volando por los aires con un ulular de sirena para terminar clavándose en el cráneo de Sennev. Yermenko debía de haber oído la conversación, porque no había esperado a verlo para lanzarlo. Alexander giró en redondo, alzó la Shpagin y disparó. No había conectado el tiro automático y no malgastó ni una bala con Sennev, que ya no necesitaba ninguna. Alexander consumió cinco cartuchos y Yermenko, seis. Los milicianos ni siquiera tuvieron tiempo de apuntarlos con los fusiles.

Ouspenski y Yermenko se llevaron todas las armas y provisiones del NKGB mientras Alexander amontonaba los cuerpos. Cuando estaban a una distancia prudencial (unos veinte pasos), Alexander lanzó la granada hacia la pila de cadáveres y se protegió los ojos. La granada estalló. Durante un momento, Ouspenski, Yermenko y él contemplaron cómo se elevaban las llamas.

– Deberíamos despedirlos como corresponde -dijo Ouspenski. Hizo el saludo reglamentario y entonó-: ¡Iros a la mierda, camaradas!

Yermenko se echó a reír.

Cuando volvían a sus posiciones, Alexander le dio una palmadita en el hombro.

– Bien hecho -le dijo, y le ofreció un cigarrillo.

– Gracias, señor -respondió Yermenko. Carraspeó antes de añadir-: Solicito permiso para ir en busca del jefe enemigo. Creo que, sin su mando, no podrán mantener la línea defensiva.

– ¿Eso cree?

– Sí. Están muy dispersos. Disparan sin orden ni concierto, desde enfrente y desde los lados. No luchan como un ejército organizado sino como una banda de partisanos.

– Estamos en medio del bosque, cabo -dijo Alexander-, No esperará que caven trincheras, ¿verdad?

– Lo que esperaría es que actuaran con lógica, pero no veo que lo hagan. Cuentan con abundante armamento y disparan como si les diera lo mismo el tiempo que dediquen a resistir. Defienden su posición como si contaran con un abastecimiento inagotable.

– ¿Y por qué iban a cambiar si captura a su mando?

– Sin un jefe, tendrán que replegarse.

– Quizá lo hagan, pero seguirán en el bosque.

– Pero entonces podremos avanzar por el flanco y encontramos con el frente del sur de Ucrania.

– El frente del sur de Ucrania estará encantado de vernos Tengo orden de abrir camino en el bosque por este punto, cabo.

– Y lo haremos, pero por el flanco. Llevamos dos semanas en la montaña y nos hemos quedado sin nada, no podemos sustituir a los soldados caídos ni expulsar a los alemanes. Déjeme que vaya en busca de su jefe, ya verá cómo se repliegan. Los alemanes no saben combatir sin alguien que les dé órdenes. Y cuando se replieguen, avanzaremos por el flanco.

– ¿Por qué no le explica que son rusos, capitán? -susurró Ouspenski, en un aparte.

– ¿Cree que Yermenko cambiaría de idea? -susurró a su vez Alexander.

Alexander se abalanzó hacia el recién adquirido teléfono de campaña para contactar con el capitán Gronin, jefe del Batallón 28 que estaba a cuatro kilómetros. No le dijo nada de los milicianos del NKGB y le pidió más refuerzos. Sin embargo, entre Gronin y Alexander se interponía una avanzadilla alemana.

– ¿Que le mande refuerzos, dice? -exclamó Gronin, en tono desdeñoso-. ¿Es una broma? ¿Quién se cree que es? ¡Los recibirá cuando las vacas vuelen! Luchen con lo que les queda hasta que el resto del ejército alcance su posición.

Y colgó de golpe.

Alexander colocó el receptor en la base y alzó la vista hacia Yermenko y Ouspenski, que lo miraban expectantes.

– ¿Qué le ha contestado, capitán? -preguntó Ouspenski.

– Ha dicho que los refuerzos llegarán dentro de unos días y que tenemos que resistir hasta entonces. -Bebió un sorbo de la cantimplora, soltó un gruñido (hasta el agua del NKGB tenía mejor sabor), y añadió-: Muy bien, Yermenko. Vaya en busca del capitán enemigo, pero llévese a alguien con usted.

– Señor…

– Es una orden. Quiero que lo acompañe alguien sigiloso y eficaz. Alguien leal, en quien se pueda confiar.

– Me gustaría ir con él, señor -dijo Yermenko, señalando a Ouspenski.

– ¿Se ha vuelto loco? Yo soy teniente…

– ¡Calle, teniente! -Era Alexander el que había hablado. Encendió un cigarrillo, miró a Ouspenski y a Yermenko, sonrió y añadió-: El teniente no puede acompañarlo, cabo. Es mío. Elija a otro. -Hizo una pausa-. Llévese a alguien mejor: a Smirnoff, por ejemplo.

– Gracias por su confianza, señor -dijo Ouspenski.

– No hay de qué, teniente.


Al cabo de una hora, el único que regresó fue Smirnoff.

– ¿Dónde está el cabo Yermenko?

– No lo ha conseguido -dijo Smirnoff.

Alexander calló un momento.

– No le he preguntado eso, cabo -dijo al final-. Le he preguntado dónde estaba.

– Se lo he dicho. Está muerto, señor.

– Y yo le he preguntado dónde está, y se lo seguiré preguntando hasta que me lo diga. ¿Dónde está Yermenko?

Smirnoff miró a Alexander con expresión perpleja y hastiada.

– No entiendo…

– ¿Dónde está su compañero muerto, cabo?

– Donde cayó, señor. Tropezó con una mina.

Alexander enderezó la espalda y se apoyó en el tronco del árbol.

– ¿Ha abandonado en terreno enemigo a su compañero de batalla, al hombre encargado de protegerlo?

– Sí, señor -balbuceó Smirnoff-. Tenía que volver.

– No es usted digno del uniforme que lleva puesto, cabo. No es digno del arma que le entregaron para defender a su patria. ¡Abandonar a un soldado caído en territorio enemigo!

– Estaba muerto, señor -respondió nerviosamente Smirnoff.

– ¡Y usted no tardará en estarlo! -gritó Alexander-. ¿Quién recogerá su cadáver para enterrarlo en nuestro bando? No será su compañero muerto. ¡Fuera de mi vista! -gritó, agitando la mano.

Cuando el cabo ya se retiraba, lo llamó otra vez:

– Antes de irse, dígame si ha descubierto algo que pueda sernos de utilidad. ¿O ha entrado en territorio enemigo sólo para dejar abandonado a un compañero?

– No, señor.

Smirnoff desvió la mirada.

– No ¿qué?

– Señor, he descubierto que su jefe no es alemán sino ruso. Creo que también había algunos alemanes; al menos he oído hablar en alemán. Pero su superior es ruso. Cuando da órdenes a sus tropas habla en alemán, pero cuando habla con su asistente lo hace en ruso. Les quedan unos cincuenta soldados.

– ¡Cincuenta!

– Eso es. Y antes de hacer nada, lo miran a él. -Smirnoff hizo una pausa-. Lo sé porque nos acercamos bastante antes de descubrir que habían puesto minas alrededor de la tienda. Pero ahora ya sé por dónde se puede pasar. Puedo acercarme por la parte donde está el cadáver de Yermenko, esa mina ya estalló, y lanzar una granada a la tienda del jefe. Cuando vuele por los aires, el enemigo se rendirá.

– ¿Está seguro de que es ruso? -preguntó Alexander tras una pausa.

– Totalmente.

Smirnoff partió hacia el campamento alemán. No había vuelto al cabo de media hora, y tampoco al cabo de una hora. Después de hora y media, cuando ya había oscurecido y era imposible ver nada entre los árboles, Alexander lo dio por perdido. Era obvio que ese estúpido también había muerto y su baja había alertado a los alemanes. «Y ahora está caído en terreno enemigo, esperando a que vaya a buscarlo», pensó.

– Voy para allá, teniente -dijo Alexander-. Si me pasa algo, queda usted al mando de esta unidad.

– No vaya, teniente.

– Voy a ir, y no pienso volver hasta que su jefe o yo estemos muertos. ¡Ese cabrón de Smirnoff, dejar al pobre Yermenko abandonado en el bosque! -maldijo Alexander-. Al menos ahora hay dos cadáveres señalando por dónde se puede pasar. Ojalá tuviera un puto tanque. No estaría en esta situación.

– Ya lo tenía. Y aún lo tendría si no hubiera insistido en atravesar el río sin refuerzos.

– Cierre el pico -protestó Alexander.

Cogió la metralleta, se metió una pistola y cinco granadas dentro de la camisa y se ajustó el casco.

– Lo acompañaré, señor -se ofreció Ouspenski, incorporándose.

– Claro, para que lo oigan resollar desde Cracovia -se burló Alexander-. Quédese aquí y espere a que le crezca un pulmón nuevo. Estaré de vuelta en una hora.

– Eso espero, capitán.

Con el sigilo de un tigre siberiano, Alexander avanzó entre los árboles hasta llegar al claro donde parpadeaban las luces del campamento alemán. Sostenía una delgada linterna entre los dientes y apuntaba a la maleza en busca de un cuerpo, un trozo de tierra removida, cualquier señal… Tenía un dedo en el gatillo de la pistola y con la otra a mano empuñaba el cuchillo de combate.

Se topó con Smirnoff, que se había topado con una mina. A un metro de distancia vio a Yermenko. Con la punta de la pistola dibujó la señal de la cruz sobre los cuerpos de los dos soldados.

Apagó la linterna y entrecerró los ojos hasta distinguir la tienda del comandante a menos de cinco metros, en el claro. También vio las minas que la rodeaban. Con las prisas, ni se habían molestado en cubrirlas de tierra. Ojalá sus hombres hubieran ido con menos prisas y no hubieran tropezado con ellas.

Vio el destello de una linterna y una sombra delante de la tienda. Un soldado carraspeó y dijo:

– ¿Está usted despierto, capitán?

Alexander oyó a alguien que decía algo en alemán y después en ruso. En ruso, el capitán pidió al soldado que le trajera algo de beber y le dijo que no se alejara ni un metro de la tienda.

– Ya han muerto dos al tropezar con una mina. Y vendrán más, Borov. Estoy bien escondido, pero no podemos arriesgarnos.

Alexander pensó que el dato era interesante, sujetó el cuchillo entre los dientes y sacó la granada. Tenía que apuntar bien para que cayera sobre la tienda.

El soldado salió e hizo el saludo reglamentario antes de cerrar los faldones de la tienda. Alexander estaba a punto de arrancar la espoleta.

– Ahora vuelvo, capitán Metanov… -dijo el soldado.

Alexander se sentó en el suelo sin hacer ruido. Soltó la granada mientras el soldado se alejaba.

¿Había dicho «Metanov»?

Era obvio que su mente torturada le estaba gastando una broma. Recogió la granada con manos temblorosas, pero no fue capaz de lanzarla.

Estaba tan cerca… Podría haber matado al capitán y a su asistente sin ninguna dificultad. ¿Y ahora qué?

Si eran el cansancio y la impaciencia los que le habían hecho imaginar el nombre, peor para él. Un poco más de olvido y un poco menos de vacilación, y no estaría a tres pasos del jefe de los alemanes, imaginándose que había oído decir «Metanov».

Alexander dio tres pasos cautelosos en dirección a la tienda. Pensó que el capitán no colocaría una mina tan cerca del sitio donde dormía, y acertó. Extendió la mano hasta rozar la lona con los dedos. Vio la luz de una linterna en el interior y oyó el roce de unos papeles No podía oír su propia respiración. No porque respirara en silencio. sino porque había dejado de respirar.

Sigilosamente, deshizo el nudo que amarraba la tienda a una de las estacas. Gateó hasta el otro lado y deshizo otro nudo, y otro y el último. Respiró hondo, desenfundó la pistola sin amartillarla para no hacer ruido, empuñó el cuchillo, contó hasta tres y saltó sobre la tienda, inmovilizando al capitán por debajo de la lona. El hombre no pudo reaccionar. Alexander se había dejado caer con todo su peso sobre él y le había apoyado en la cabeza el cañón de la Tokarev, ahora ya amartillada.

– ¡Quieto! -susurró Alexander en ruso.

Palpó la lona en busca de sus manos y se las inmovilizó con las rodillas. Hurgó bajo la lona en busca de la pistola. Encontró la pistola y el cuchillo de combate en el suelo, entre lo que debían de ser el camastro y la manta. Notó que el hombre atrapado tensaba los músculos.

– ¡Quieto! -repitió Alexander-. ¿Me entiendes o tengo que hablarte en alemán? ¡Shhh!

Por si acaso, le dio un puñetazo que lo dejó sin sentido. Apartó la lona y le enfocó la cara con la linterna. Era joven y seguramente tenía el pelo negro, aunque llevaba la cabeza rapada. Una profunda cicatriz le cruzaba la cara desde el ojo hasta la mandíbula. Tenía sangre en la cabeza y en el cuello y varias heridas mal curadas, era flaco y su piel se veía pálida a la luz de la linterna; estaba inconsciente; era ruso o alemán. No era nada y lo era todo. Alexander no encontraba respuestas en el rostro del joven.

Lo sacó a rastras de la tienda, se lo cargó a la espalda y antes de que el asistente tuviera tiempo de volver con el vaso de agua, se lo llevó hacia el campamento soviético.

Ouspenski casi dejó de respirar con su único pulmón cuan vio que Alexander llevaba a la espalda al jefe del grupo enemigo. Había estado esperando nerviosamente junto a la tienda y estaba preocupado. Se levantó de un salto, pero antes de que pudiera decir nada, Alexander lo interrumpió con un gesto.

– No diga nada. Tráigame una cuerda. Alexander y Ouspenski ataron al joven a un árbol, detrás de la tienda.

Esa noche, Alexander esperó largas y angustiosas horas junto al militar capturado, hasta que lo vio abrir los ojos y lanzarle una mirada furiosa e inquisitiva… Alexander se le acercó y le quitó el pañuelo con el que lo había amordazado.

– Sólo tenías que dispararme, cabrón! -fueron las primeras palabras en ruso que oyó Alexander-. Pero no: ¡tenías que apartarme de mis hombres en medio de la batalla!

Alexander no dijo nada.

– ¿Qué coño miras? -preguntó en voz baja el jefe enemigo-. ¿Estás imaginando cómo me gustaría morir? ¡Busca una forma lenta y dolorosa! ¡Me importa una mierda!

Alexander abrió la boca. Pero antes de decir nada, acercó un termo con café a la boca del joven y le dejó beber unos sorbos.

– ¿Cómo te llamas? -dijo.

– Kolonchak -respondió el joven.

– ¿Cuál es tu nombre verdadero?

– Éste es mi nombre verdadero.

– ¿Y el apellido?

– Soy Andréi Kolonchak.

– Si ése es tu nombre verdadero, tendré que matarte para que no te conviertas en un héroe o en un mártir -le advirtió cogiendo el fusil.

– ¿Qué crees, que me da miedo la muerte? -dijo el joven, riendo-. Dispara, camarada. Estoy preparado.

– ¿Y los soldados que has dejado atrás, están preparados para que tú mueras?

– Claro. Lo estamos todos.

El joven apoyó la espalda en el tronco del roble y miró a Alexander sin pestañear.

– Dime quién eres.

– ¿Que te diga qué? ¿Y quién coño eres tú? ¿Mi hermano de armas? No voy a decirte nada. Mátame ya si no quieres que llame a gritos a mis hombres. Ellos morirán, pero tú te quedarás sin el patético grupito que te queda. No pienso decirte ni una palabra.

– Estás en mi campamento, a un kilómetro y medio de tus soldados. Grita cuanto quieras, chilla como una niña, nadie te oirá. ¿Cómo te llamas?

– Andrei Kolonchak, ya te lo he dicho.

– Tu apellido es una combinación del de Alexander Kolchak, el dirigente del Ejército Blanco en la guerra civil rusa, y el de la camarada Kolontai.

– Así es.

– ¿Y por qué te llamó «capitán Metanov» tu ayuda de campo?

El joven pestañeó. Durante un instante, desvió la mirada. Fue un instante muy breve, pero Alexander lo acusó directamente en el corazón.

– ¿Capitán Pável Metanov? -preguntó, incapaz de mirarlo a los ojos.

El hombre atado al árbol no dijo nada. Alexander no dijo nada. Miró el fusil, miró sus manos, miró el musgo, sus botas, las piedras… Tomó aliento y emitió un hondo y doloroso suspiro.

– ¿Pasha Metanov? -precisó.

Alzó los ojos y vio que el joven lo escrutaba con una expresión perpleja y conmovida, con la expresión del viajero que de repente oye hablar en inglés en plena China, la expresión de quien acaba de recorrer dos mil kilómetros y de repente se cruza con un rostro al que conoce. Como si una cámara hubiera tomado un retrato en blanco y negro de un niño sonriente y un militar herido y atado a un árbol, todo a la vez.

– No entiendo nada -dijo el joven, con voz desmayada-. ¿Quién eres tú?

– Soy… -empezó Alexander, pero se le quebró la voz y no pudo continuar.

«Soy el que clama a un cielo indiferente.»

«Pero el cielo no es indiferente. Mira quién está aquí delante.» Alexander contempló al hombre atado al árbol con una mezcla de tristeza, confusión e incredulidad.

– Soy Alexander Belov -consiguió articular por fin-, y en el 42 me casé con una mujer llamada Tatiana Metanova.

Fue grande el dolor que sintió Alexander al pronunciar en voz alta el nombre de Tatiana, pero aún mayor debió de ser el que sintió el hombre atado al árbol. Hizo una mueca de dolor, ahogó un gemido, se enroscó sobre sí mismo y agachó la cara temblorosa.

– No puede ser. Coge el arma y dispárame -dijo.

Alexander dejó la Shpagin en el suelo y caminó lentamente hacia él.

– Por Dios, Pasha, ¿cómo se te ocurrió? ¿Qué has hecho?

– No hablemos de mí -dijo el hombre llamado Pasha Metanov-. ¿Estás casado con Tania? ¿O sea que ella se encuentra bien?

– No está aquí -dijo Alexander.

– Está muerta? -balbuceó Pasha.

– No creo. -Alexander bajó la voz-. No está en la Unión Soviética.

– ¿Qué quieres decir? ¿Adónde ha ido?

– Pasha…

– Tenemos tiempo. Es lo único que tenemos. Cuéntame.

– Huyó a través de Finlandia, embarazada y sola -explicó Alexander en un susurro-. No sé si logró llegar a algún sitio, si está a salvo, si es libre. No sé nada. A mí me arrestaron y me pusieron al mando de este batallón disciplinario.

– ¿Y qué sabes de…? -La voz de Pasha flaqueó-. ¿De mi familia?

Alexander meneó la cabeza.

– ¿Se ha salvado alguien?

– Nadie -suspiró Alexander.

El soldado tuvo que pelear consigo mismo para hacer la siguiente pregunta:

– ¿Y mi madre?

– Tu madre, tu padre, tus abuelos, tu hermana Dasha, Marina y su familia… Leningrado se los llevó a todos. La única que sobrevivió fue Tania, y ya no está aquí.

Pasha fue incapaz de decir nada durante un angustioso momento, y de pronto se echó a llorar.

Alexander había agachado tanto la cara que la barbilla le rozaba el pecho. No quería verlo ni oírlo.

– ¿Por qué? -preguntó Pasha, desconsolado-. Podrías haberme matado y me habría ahorrado saberlo. Pensaba que los habían evacuado y estaban a salvo en Molotov. Me consolaba pensar que estaban vivos. ¿Por qué me has salvado? ¿No ves que no quiero vivir? ¿Me habría pasado al otro bando si hubiera pensado por un momento que valía la pena salvar la vida? ¿Quién te ha pedido que me salvaras?

– Nadie -dijo Alexander-. Yo tampoco te pedí que aparecieras. Estaba a punto de lanzar una granada contra tu tienda. Ahora estarías muerto y mañana por la mañana tus tropas habrían sido aniquiladas. Pero oí que alguien te llamaba por tu verdadero nombre. ¿Por qué tuve que oírlo? Hazte esa pregunta -hizo una pausa y añadió-: ¿Puedo desatarte?

– Sí -dijo Pasha-. Desátame y te arrancaré el corazón con mis propias manos.

– Ojalá tuviera corazón -declaró Alexander.

Se incorporó y volvió a amordazar a Pasha con un gesto firme.


Llegó el alba y con el alba llegó la rabia. Alexander no sabía a que se debía la osca y sombría mirada de Pasha, que seguía amarrado al árbol. No había tenido tiempo de ocuparse de él. Ademas, se había puesto a llover. Habían subido a los montes de Santa Cruz a morir, y para colmo, iban a morir empapados.

Alexander le ofreció algo de comer, pero Pasha no aceptó. Le ofreció un cigarrillo y tampoco aceptó.

– ¿Y una bala?

Pasha ni siquiera lo miró.

Esa mañana, el enemigo guardaba silencio. Alexander sabía por qué, y Pasha también. Su jefe había desparecido.

– ¿Se puede saber que coño te pasa? -preguntó Alexander, quitándole la mordaza.

– ¿Por qué tuviste que hablarme de mi familia?- preguntó Pasha con una voz átona.

– Tú me preguntaste.

– Podrías haberme mentido. Podrías haberme dicho que estaban todos bien.

– ¿Habrías preferido que te dijera eso?

– Sí, y mil veces sí. Un pequeño consuelo para un soldado que agoniza bajo la lluvia, eso habría preferido.

Alexander le secó la cara con la manga.

Ordenó a sus tropas que se reagruparan y retomaran sus posicione entre los árboles. Después de fumarse el cigarrillo matinal, sus hombres abrieron fuego tímidamente, pero no recibieron respuesta. En el bosque, el sonido de la batalla siempre estaba cerca. Daba igual que los disparos se originaran a un metro o a un kilómetro porque las copas de los árboles, el denso sotobosque y la humedad del aire los hacían resonar en una opresiva cercanía. Era mejor el campo abierto, el terreno minado, los tanques. No había nada peor que el bosque.

Solo quedaban diecinueve soldados vivos. Diecinueve soldados y un rehén al que los bandos querían muertos.

Dejaron de disparar y se sentaron bajos los árboles. Alexander se sentó en silencio al lado de Pasha. Había intentado ponerse en contacto con Groning, pero el teléfono se cortaba sin darles tiempo a hablar. Sus hombres se estaban quedando sin municiones.

Ouspensky se les acercó y susurró que mataran al capitán enemigo para seguir avanzando por el bosque. Alexander dijo que esperaría.

Y durante todo ese tiempo no paró de llover.

Pasaron horas antes de que Pasha se decidiera a menear la cabeza y hacer un gesto a Alexander, que le quitó la mordaza.

– Ahora sí que fumaría… -dijo Pasha.

Alexander le dio un cigarrillo. Pasha fumó un larga calada.

– ¿Cómo la conociste? -preguntó.

– Nos unió el destino -dijo Alexander. El primer día de la guerra, cuando hacía la ronda por la ciudad la vi sentada en un banco comiéndose un helado.

– Muy propio de ella -dijo Pasha. Cuando le ordenan algo dice que sí, pero hace lo que le da la gana. Le habían dicho que fuera a comprar víveres y que no se entretuviera -miró a Alexander-. Ese fue el último día en que la vi, el último día en que vi a mi familia.

– Lo sé -respondió Alexander. Con el corazón lleno de dolor, añadió-: ¿Qué voy a hacer contigo Pasha Metanov, hermano de mi esposa?

Pasha se encogió de hombros.

– Eso es problema tuyo. Yo voy a hablarte de mis hombres. Hay cincuenta en el bosque. Cinco tenientes y cinco sargentos. ¿Qué crees que harán? No esperes que se rindan. Se retirarán unos metros y se incorporarán a las divisiones motorizadas de la Wehrmacht que controlan la ladera occidental. ¿Sabes cuántos soldados os están esperando al pie de la montaña? Medio millón. ¿Cuándo crees que avanzarán tus diecinueve hombres? Sé cómo funcionan los batallones disciplinarios. No te enviarán refuerzos si los necesitan ellos. ¿Qué vas a hacer?

– Mi teniente opina que debería matarte.

– Tiene razón. Estoy al mando del último vestigio del frente de Vlasov. Cuando yo muera, ya no quedará ningún vlasovista.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Alexander-, He oído decir que hay comandos incontrolados violando mujeres en Rumanía.

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Yo estoy en Polonia.

Alexander, sentado con las manos en los muslos, lo miró con expresión derrotada.

– ¿Qué te pasó? A tu familia le habría gustado saberlo.

– No me hables más de mi familia -dijo Pasha, con un nudo en la garganta-. ¿No me has dicho ya bastante?

– Tus padres se quedaron destrozados cuando desapareciste

– Mamá, siempre tan sentimental -dijo Pasha, y se echó a llorar-. Pensé que sería mejor para ellos que no lo supieran, que sospechasen lo peor. Porque de todos modos, esto es una muerte lenta.

Alexander no sabía si eso era lo mejor.

– Tania fue a buscarte al campamento de Dohotino.

– Está loca -dijo Pasha, con la voz cargada de tristeza y cariño.

Alexander se le acercó.

– Llegó al campamento abandonado y decidió ir a Luga, unos días antes de que cayera en manos de los alemanes. Quería ir a buscarte a Novgorod, porque le habían dicho que allí habían enviado a los chavales de Dohotino.

– Nos enviaron… -Pasha meneó la cabeza y rió sombríamente-. Dios siempre ha tenido una forma misteriosa de proteger a Tania. Si hubiera ido ahora estaría muerta, y yo ni siquiera estuve en Novgorod. Lo más cerca que llegué fue cuando cruzaba el lago Ilmen en un tren que bombardearon los alemanes.

– ¿El lago Ilmen?

Ninguno de los dos fue capaz de sostener la mirada del otro.

– ¿Te habló Tatiana del lago?

– Sí, me habló del lago -dijo Alexander.

– Pasamos la infancia en sus orillas -explicó Pasha, sonriendo-. Ella era la reina del Limen. ¿Así que fue en mi busca? Era increíble, mi hermana. Si alguien podía encontrarme, tenía que ser ella.

– Sí, pero resulta que he sido yo el que te ha encontrado.

– ¡Sí, en la puta Polonia! No llegué a Novgorod. Los nazis bombardearon el tren y luego formaron un montón con los cadáveres y le pegaron fuego. Mi amigo Volodia y yo fuimos los únicos supervivientes. Salimos arrastrándonos de la pila de cuerpos e intentamos unirnos a nuestras tropas, pero toda la zona estaba ya en manos alemanas. Volodia se había roto la pierna en el campamento y no podíamos llegar muy lejos. Al cabo de unas horas nos hicieron prisioneros.

– Como Volodia no les servía de nada, lo ejecutaron. -Pasha meneó la cabeza-. Me alegro de que su madre no llegara a saberlo. ¿Conociste a Nina Iglenko, la madre de Volodia?

– Sí. Pedía comida a Tania para los dos hijos que le quedaban.

– ¿Qué fue de ellos?

– Leningrado se los llevó a todos.

Alexander bajó la cabeza aún más. Su barbilla no tardaría en rozar el suelo embarrado.

Alexander quería hablarle de los vlasovistas pero no encontraba las palabras, no sabía cómo decir que era la primera vez en la historia que un millón de soldados abandonaban un ejército para pasarse a las odiadas filas enemigas y combatir contra su propio pueblo. Siempre había habido espías, agentes dobles, traidores aislados… Pero ¿un millón?

– ¿Cómo se te ocurrió, Pasha? -fue lo único que llegó a decir.

– ¿Cómo se me ocurrió qué? ¿No sabes que Stalin, en Ucrania, abandonó a su pueblo en manos de los alemanes?

– Sí, he oído hablar de eso -dijo Alexander, cansado-. Llevo en el Ejército Rojo desde el 37 y estoy enterado de todo. De cada decreto, cada ley, cada edicto…

– ¿Y no sabes que nuestro jefe supremo dictaminó que caer prisionero sería considerado un crimen contra la patria?

– Claro que lo sé. Y sé que no hay pan para las familias de los prisioneros de guerra.

– Exacto. Pues ahora oye esto: el mismísimo hijo de Stalin fue hecho prisionero por los nazis.

– Lo sé.

– ¿Y sabes qué hizo Stalin cuando se dio cuenta de que la situación podía girarse en su contra?

– Dicen que repudió a su hijo -contestó Alexander, ajustándose las correas del casco.

– Y así es. Lo sé porque oí a unos miembros de la SS explicando que al hijo de Stalin lo habían ejecutado en el campo de concentración de Sachsenhausen, cerca de Berlín.

– Ajá.

– ¡Tratar así a un hijo! ¿Qué esperanza podía haber para mí? -No la hay ni para ti ni para mí -observó Alexander-. Nuestra única salvación está quizás en que Stalin no sabe quiénes somos.

– Stalin sí sabe quién soy yo.

Alexander sospechaba que también podía saber quién era él. Un espía extranjero en el rango de oficiales.

– Pero todo esto, sumado a los muertos chinos de 1937 -dijo clavando los ojos en Pasha-, no compensa el hecho de pasarse al bando enemigo y combatir contra tu propio pueblo. El ejército lo llama «alta traición». ¿Qué crees que te harán cuando te encuentren, Pasha?

Pasha quiso protestar pero no podía mover las manos. Forcejeó con las cuerdas y giró la cara a un lado y otro.

– Lo mismo que me harían si volviera como prisionero de guerra -dijo al final-. Y no tienes por qué quedarte ahí sentado juzgándome cuando no sabes nada de mi vida.

– Háblame de tu vida -dijo Alexander.

Estaban los dos junto al árbol, dando la espalda a la silenciosa línea de combate.

– El primer año, en el invierno del 41 al 42, los alemanes me metieron en el campo de Minsk. Había sesenta mil prisioneros de guerra, y ni podían ni querían darnos de comer. No nos daban ropa de abrigo ni mantas ni medicinas. Y nuestros políticos se aseguraron de que no nos llegara la ayuda de la Cruz Roja. No podíamos recibir lotes de comida, ni cartas, ni mantas… nada. Hitler había exigido reciprocidad para los prisioneros alemanes, pero Stalin había respondido que era imposible que hubiera prisioneros soviéticos porque su patriotismo les impedía rendirse y había dicho que no pensaba conceder unos derechos unilaterales que sólo beneficiarían a los alemanes. Y Hitler dijo que muy bien, que por él no había problema. Éramos sesenta mil prisioneros, como te he dicho, y al final del verano éramos once mil. Mucho más fácil de administrar, ¿verdad?

Alexander asintió en silencio.

– En primavera me fugué y bajé de río en río hasta Ucrania, pero los alemanes volvieron a pillarme y esta vez me metieron directamente en un campo de trabajo. Yo creía que no estaba permitido obligar a trabajar a los prisioneros, pero al parecer se puede hacer cualquier cosa con los militares y refugiados soviéticos. El campo estaba lleno de judíos ucranianos y me di cuenta de que desaparecían en masa. No creo que escaparan para unirse a los partisanos… La prueba la tuve en el verano del 42, cuando a los que no éramos judíos nos obligaron a excavar grandes fosas donde enterraron a millares de cadáveres. Comprendí que allí no duraría mucho. Los alemanes no nos tenían mucho cariño a los rusos; odiaban por encima de todo a los judíos, nosotros veníamos poco después en la lista, y los soldados del Ejército Rojo parecíamos suscitar en ellos una hostilidad especial Querían destruirnos, matarnos a golpes o de hambre, deshacernos los huesos y el ánimo y después prendernos fuego. En el verano del 42. me fugué, y cuando intentaba llegar a Grecia me crucé con un grupo de seguidores de Voronov, que combatía para el Ejército de Liberación Ruso de Andréi Vlasov. Supe que aquél era mi destino y me uní a ellos.

– ¡Ay, Pasha!

– Nada de «ay, Pasha»…

Alexander se levantó del suelo.

– ¿Qué habría preferido mi hermana, que muriese a manos de Hitler o a manos del camarada Stalin? -siguió Pasha-. Me alisté con Vlasov porque me prometía la vida. Stalin me prometía la muerte, al igual que Hitler, ese hombre que trata mejor a los perros que a los prisioneros de guerra soviéticos…

– Hitler adora a los perros. Los prefiere a los niños.

– Hitler, Stalin… los dos me ofrecían lo mismo. El general Vlasov era el único que luchaba por mi vida, y por eso se la entregué.

– ¿Y dónde está ese Vlasov cuando lo necesitas? -preguntó Alexander mientras encajaba un cargador en la ametralladora-. Pensó que ayudaba a los nazis, pero no tuvo en cuenta que fascistas, comunistas y estadounidenses parecen tener una sola cosa en común: el desprecio a los traidores.

Alexander sacó el cuchillo que llevaba en la bota y se inclinó hacia Pasha, que dio un respingo. Alexander lo miró sorprendido, se encogió de hombros y cortó las cuerdas que le sujetaban las manos.

– Los alemanes capturaron a Andréi Vlasov -siguió explicando Alexander-, lo encarcelaron y al final lo entregaron a los soviéticos. Has estado luchando para alguien que lleva varios años sin tener ningún papel en esta guerra. Los días de gloria de Vlasov terminaron hace tiempo.

Pasha se puso de pie y emitió un gemido de dolor después de estar tantas horas en la misma posición.

– Mis días de gloria también han pasado -dijo.

Los dos intercambiaron una mirada. Pasha era mucho más bajito que Alexander. Se parecía a Georgi Vasilievich Metanov, el padre de Tatiana.

– ¡Vaya par! -exclamó Pasha-. Yo estoy al mando del último vestigio del ejército de Vlasov, un batallón que se acerca el primero a la línea de combate porque los alemanes prefieren que sean nuestros propios compatriotas los que acaben con nosotros. Y a ti te envían a matarme a mí, al frente de un batallón disciplinario lleno de prisioneros que no saben luchar ni disparar y que no tienen armas. -Sonrió-. ¿Qué le dirás a mi hermana cuando os encontréis en el cielo? ¿Que mataste a su hermano en el fragor de la batalla?

– No sé para qué he venido a este mundo, pero estoy bastante seguro de que no ha sido para matarte a ti, Pasha Metanov -declaró Alexander. Haciéndole un gesto, añadió-: Acércate, acabemos de una vez con esto. Ve a hablar con tus hombres y pídeles que abandonen las armas.

– ¿No has oído lo que te he dicho? Mis hombres nunca se entregarán al NKGB. Además, ¿no sabes qué te espera si sigues avanzando?

– Sí: la derrota de los alemanes. Puede que no lo consigamos en esta montaña de mierda, pero sí en otro lugar. ¿Has oído hablar del segundo frente? ¿Has oído hablar de Patton? Tenemos que encontrarnos con los norteamericanos en el Oder, cerca de Berlín. Eso es lo que me espera. Si Hitler tuviera un poco de sentido común, se rendiría para salvar a Alemania de la humillación por segunda vez en este siglo, y de paso quizá salvaría unos cuantos millones de vidas.

– ¿Te parece que Hitler es un hombre capaz de rendirse incondicionalmente o de preocuparse por salvar una vida o un millón de vidas? Si tiene que hundirse, se hundirá y arrastrará al mundo con él.

– Eso está claro -dijo Alexander.

Intentó llamar a Ouspenski con un silbido, pero Pasha lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.

– Espera. Meditémoslo un poco, ¿de acuerdo?

Se sentaron sobre un tronco y encendieron un cigarrillo cada uno.

– Perdonarme la vida ha sido un error, Alexander -dijo Pasha.

– Ah, ¿sí? -Alexander siguió fumando-. De todos modos, tenemos que encontrar una solución. Si no, ni a ti ni a mí nos quedara ningún soldado al que mandar.

Pasha guardó silencio un momento.

– En ese caso, ¿sólo quedaríamos tú y yo en el bosque? -preguntó al final.

Alexander lo miró sorprendido. ¿De qué estaba hablando?

– Convenceré a mis hombres para que presenten la rendición si tú me garantizas que no los entregarás a la NKGB.

Alexander soltó una carcajada.

– ¿Y qué propones que haga con ellos?

– Incorporarlos a tu unidad. Tenemos armas, proyectiles, granadas, morteros, carabinas…

– Igualmente pensaba quedarme con ellas, Pasha. Eso es lo que hacen los vencidos: rendirse y entregar las armas. Pero ¿y tus hombres? ¿Cambiarán de bando otra vez?

– Lo harán si yo se lo digo.

– ¿Cómo van a hacer eso?

– ¿Qué propones? ¿Que nos dispersemos?

– ¿Una desbandada? ¿Sabes cómo se llama eso? Deserción.

Pasha lo miró en silencio.

– No tienes ninguna esperanza, Alexander -concluyó al cabo de un momento-. Al pie de la montaña te están esperando quinientos mil hombres.

– Sí, y por el otro lado se acercan trece millones más dispuestos a matarlos.

– Lo sé, pero ¿qué será de ti y de mí?

– Necesito las armas de tu unidad.

– Las tendrás. Pero sólo te quedan diecinueve soldados. ¿Qué demonios piensas hacer?

– No te preocupes por lo que pienso hacer… -dijo Alexander bajando la voz-. Sólo…

– ¿Sólo qué?

– Quiero entrar en Alemania, y tengo que sobrevivir hasta conseguirlo.

– ¿Por qué?

«Porque cuando lleguen a Berlín, los estadounidenses liberarán los campos de prisioneros de guerra y me liberarán a mí», pensó Alexander; pero no lo dijo.

– ¡Madre de Dios! -exclamó Pasha-. ¿Has perdido la cabeza?

– Sí.

Pasha lo contempló largamente, de pie entre las ramas goteantes de los árboles, con el cigarrillo consumiéndose entre los dedos crispados.

– ¿No sabes cómo son los alemanes, Alexander? ¿No te has enterado de nada? ¿Cómo puedes ser tan ingenuo?

– No soy ingenuo, al contrario. Y estoy enterado de todo, pero tengo esperanzas. Más que nunca. -Lanzó una mirada a Pasha-. ¿Por qué crees que te encontré?

– Para poder torturar a un moribundo.

– No, Pasha. Quiero ayudarte. Pero para eso tenemos que salir de aquí, los dos. ¿Tenéis material sanitario?

– Sí, nos quedan un montón de vendas, sulfamidas y morfina incluso un poco de penicilina.

– Perfecto, lo necesitaremos todo. ¿Y víveres?

– Tenemos latas de todo tipo. Hasta leche en polvo y huevos deshidratados. Y sardinas, jamón, pan…

– ¿Pan enlatado?

Alexander estuvo a punto de sonreír.

– ¿Qué habéis estado comiendo vosotros?

– La carne de mis soldados -contestó Alexander-. ¿Son rusos tus hombres?

– Casi todos, pero hay diez alemanes. ¿Qué quieres hacer con ellos? No querrán pasarse a nuestras filas para combatir contra su propio ejército.

– Claro que no. Sería algo inimaginable, ¿verdad?

Pasha desvió la mirada.

– Los haremos prisioneros -concluyó Alexander.

– Pensaba que un batallón disciplinario no estaba autorizado a hacer prisioneros.

– Aquí se hace lo que digo yo -replicó Alexander-, puesto que los que debían enviarme refuerzos me han abandonado. Dime, ¿vas a ayudarnos o no?

Pasha fumó una última calada, apagó el cigarrillo y se pasó la mano por la cara para secarse las gotas de lluvia (en un gesto inútil, pensó Alexander).

– Os ayudaré. Pero tu teniente no estará de acuerdo. Él quiere matarme.

– Ya me ocupo yo de él -dijo Alexander.


Ouspenski no fue fácil de convencer.

– ¿Se ha vuelto loco? -susurró enojado cuando Alexander le describió sucintamente el plan de incorporación de la unidad de Pasha.

– ¿Tiene una idea mejor?

– Pensaba que tenía que venir Gronin con refuerzos.

– Le mentí. Encárguese de reunir a las tropas.

– Le dije que lo ejecutara y que esperásemos a que llegaran los refuerzos.

– No pienso ejecutarlo, y no pienso quedarme aquí esperando nada. No van a venir.

– Capitán, no está cumpliendo el reglamento de guerra. No estamos autorizados a hacer prisioneros, y estamos obligados a matar al comandante enemigo.

– Encárguese de reunir a mis hombres y no diga más tonterías, teniente.

– Capitán…

– ¡Obedezca, teniente!

Ouspenski se volvió receloso hacia Pasha e intercambió con él una mirada gélida.

– ¿Lo ha desatado, capitán? -preguntó Ouspenski en voz baja, mirando a Alexander.

– Ocúpese de sus cosas y déjeme que yo me ocupe de lo demás…

Alexander, Ouspenski y Telikov tenían catorce soldados y dos cabos bajo su mando. Con la incorporación del batallón de Pasha tendrían a más de sesenta hombres, sin contar los prisioneros de guerra alemanes. Alexander llamó a Pasha con un gesto.

– Tienen que saber que soy yo el que los convoco -dijo Pasha.

– Muy bien -repuso Alexander-. Me quedaré a tu lado y les hablarás tú para que sepan que son órdenes tuyas.

Cuando se iban, Ouspenski se interpuso en su camino.

– Con el debido respeto, señor, no le dejaré acercarse a la línea de fuego.

– Sí que me dejará, teniente -insistió Alexander, empujando a Ouspenski con la punta de la ametralladora.

– ¿Ha jugado alguna vez al ajedrez, capitán? -preguntó Ouspenski-. ¿Sabe que a veces un jugador tiene que sacrificar a la reina para acabar con la reina rival? Sus hombres acabarán con él y con usted.

– Es cierto -asintió Alexander-, pero yo no soy la reina, Ouspenski. No les servirá de nada matarme.

– Lo matarán para ganar la partida. Por mí, este imbécil puede acercarse a ellos y parar las balas con los dientes si quiere. Pero si a usted le pasa algo, no nos quedará nadie.

– Se equivoca, teniente. Quedará usted. Ahora ya sé por qué nos ordenaron abrir camino en esta parte del bosque. -Bajó la voz-. Fue porque aquí estaban los vlasovistas. Stalin quiere que una parte de la escoria (ellos) acabe con el resto de la escoria (nosotros). -Para que Pasha no lo oyera, Alexander se apartó unos pasos con Ouspenski-: Nuestra única orden es seguir adelante, y nuestra única responsabilidad es salvar a nuestros soldados. No queda casi ninguno vivo. Estará de acuerdo en perdonarle la vida a Metanov para salvar a los soldados que nos quedan, ¿no?

– No -respondió Nikolai-. Al hijo de puta ese voy a matarlo yo mismo.

– Si lo toca, es hombre muerto, Nikolai -lo amenazó Alexander en voz baja-. Controle su fervor patriótico, porque si a Pasha Metanov le pasa algo, iré a por usted.

– Señor…

– ¿Lo ha entendido?

– No, no lo entiendo. Es un hombre sin importancia…

– Este hombre es el hermano de mi esposa -le explicó Alexander.

El rostro de Ouspenski registró un cambio apenas perceptible y a sus ojos asomó una expresión difícil de precisar: la confirmación de algo, un atisbo de comprensión… como si el teniente hubiera estado esperando una respuesta como ésa.

– No lo sabía -dijo al final Ouspenski.

– ¿Y por qué iba a saberlo?

A media tarde, Alexander y Pasha pusieron en marcha el plan. Lo único que se oía era el roce de las gotas de lluvia contra las hojas de los árboles. En el bosque reinaba un silencio inexplicable y preocupante. Una rama en llamas cayó al suelo y terminó de arder con reticencia, empapada por la lluvia de noviembre. A diez metros de Alexander, Pasha Metanov comenzó a gritar:

– ¿Me oís? ¡Soy el comandante Kolonchak! ¡Quiero hablar con el teniente Borov!

Entre los árboles no hubo ningún sonido.

– No disparéis. ¡Quiero hablar con Borov! -siguió gritando Pasha.

Una bala estuvo a punto de derribarlo.

«No puedo colocar a Pasha frente al pelotón de ejecución y quedarme mirando sin hacer nada», pensó Alexander. Le ordenó que lo dejara y dijo que lo intentarían más tarde, defendidos por uno de sus cabos. Cuando se acercaron otra vez a parlamentar, no hubo disparos.

– ¿Comandante Kolonchak? -gritó una voz.

– ¡Estoy aquí, Borov! -respondió Pasha.

– ¿Santo y seña?

Pasha miró a Alexander.

– Si te lo preguntaran a ti, ¿sabrías qué decir?

– No.

– ¿Quieres intentarlo?

– Déjate de historias. Estamos intentando salvar la vida de tus hombres.

– No, estamos tratando de salvar la de los tuyos.

– Dales el santo y seña, Pasha.

– ¡La reina del lago Ilmen! -gritó Pasha Metanov, agitando un pañuelo blanco.

– A tu hermana le encantará saber que han invocado su nombre en plena batalla… -observó Alexander después de un doloroso silencio.

Borov apareció entre los troncos grises de los árboles, a menos de treinta metros. Ésa era toda la distancia que separaba a los dos batallones enemigos. Si hubieran tardado un poco más, la situación habría desembocado en una lucha cuerpo a cuerpo. Alexander sabía cómo era la guerra en los bosques, las montañas, los cenagales y los pantanos, cuando uno disparaba contra fantasmas, sombras, ramas que caían. Agachó la cabeza y se alegró de que al menos aquella parte del enfrentamiento hubiera llegado al final. Oyó a Pasha discutiendo con Borov, que lo escuchaba con recelo.

– Solicito permiso para no rendirnos, señor.

– Permiso denegado -dijo Pasha-. ¿Ve alguna otra salida?

– Una muerte honrosa -respondió Borov.

– Diga a sus hombres que vengan aquí y entreguen las armas -exigió Alexander, acercándose a ellos.

– Ya me encargo yo, capitán -lo interrumpió Pasha. Se volvió hacia Borov y añadió-: Los alemanes serán hechos prisioneros.

– ¿Los vamos a entregar? -preguntó Borov, riendo-. Pues sí que estarán contentos.

– Harán lo que tengan que hacer.

– ¿Y los demás?

– Combatiremos para el Ejército Rojo.

Borov dio un paso atrás y lo miró con desconfianza.

– ¿Qué está pasando, capitán? No entiendo nada.

– Pasa que me han hecho prisionero, Borov. Por eso no tiene otra opción. Se lo pido para salvar mi vida.

Borov bajó la cabeza, como si realmente no tuviera otra opción.

– Borov me será siempre leal -explicó Pasha más tarde-. Es como Ouspenski para ti.

– Ouspenski no es nada mío -protestó Alexander.

– No lo dirás en serio. -Pasha hizo una pausa. Caminaban hacia el campamento soviético, detrás de los vlasovistas y de los diez alemanes con las manos atadas a la espalda-. ¿Te fías de él, Alexander?

– ¿De quién?

– De Ouspenski.

– Tanto como de cualquier otra persona.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– ¿Adónde quieres ir a parar?

Pasha carraspeó.

– ¿Te fías de él en cuestiones personales?

– En cuestiones personales no me fío de nadie -respondió Alexander, mirando al frente.

– Eso está bien. -Pasha calló un momento y añadió-: Creo que no es de fiar.

– Me ha dado pruebas de lealtad a lo largo de los años y sé que sí lo es. Aun así, no me fío.

– Eso está bien -concluyó Pasha.


Alexander tenía razón en muchas cosas. Los refuerzos no llegaron, y no había uniformes del Ejército Imperial para Pasha y sus combatientes rusos. El batallón de Alexander había sufrido bastante más de cuarenta y dos bajas, pero habían enterrado a los muertos con sus espléndidos uniformes de terciopelo empapados de lluvia y manchados de sangre, y ahora había cuarenta y dos soldados ataviados con el uniforme enemigo y con el pelo cortado al estilo nazi. Alexander ordenó que se raparan, pero tendrían que ir vestidos de alemanes.

Pasha también tenía razón en muchas cosas. Los alemanes enviaron refuerzos al pie de la montaña, pero en lugar de encontrarse con los vlasovistas se encontraron con un batallón soviético. Los alemanes los superaban en armamento, pero Alexander, por primera vez en su carrera, tenía la ventaja de ocupar una posición elevada. Con gran esfuerzo logró repeler a una unidad de artillería, y después, con algo menos de esfuerzo, a una de infantería, y consiguió llegar al pie de la montaña con sólo cinco bajas. Alexander se propuso no entrar nunca más en combate si no estaba en alto.

Pasha dijo que por esta vez los alemanes habían enviado a pocos hombres, pero que la próxima vez enviarían a un millar, y la siguiente a diez millares.


Pasha tenía razón en muchas cosas.

Al otro lado de los montes de Santa Cruz los esperaban más bosques y más combates, y a cada día que pasaba se encontraban con más artillería, más ametralladoras, más granadas, más proyectiles, más incendios y menos lluvia.

El batallón de Alexander sufrió otras cinco bajas. Al siguiente día llegaron más alemanes, y el batallón soviético quedó reducido a tres pelotones. Las vendas y las sulfamidas se estaban agotando, y los hombres de Alexander no tenían tiempo de levantar parapetos ni de excavar trincheras. Podían protegerse detrás de los árboles, pero las granadas y los proyectiles de mortero eran capaces de derribar árboles y soldados. Y nadie podía coserles las piernas y los brazos arrancados de cuajo.

Al cabo de cuatro días, quedaban solamente dos pelotones. Veinte hombres. Alexander, Pasha, Ouspenski, Borov y dieciséis soldados rasos.

A uno de los soldados le mordió algo en el bosque y al día siguiente estaba muerto. Volvían a ser diecinueve, como antes de encontrar a Pasha. La diferencia era que ahora podían canjear a ocho rehenes para salvar la vida.

El ejército alemán no avanzaba ni se retiraba, pero tampoco esperaba sin hacer nada. Su único propósito parecía ser el de acabar con el batallón de Alexander.

Alexander consiguió resistir un quinto día, pero se quedó sin bombas y sin proyectiles y casi terminó de vaciar los cargadores de las ametralladoras. Borov cayó. Pasha lloró al sepultarlo en la tierra fangosa, bajo las copas de los árboles.

El sargento Telikov también cayó. Ouspenski lloró mientras lo enterraba.

Se agotaron los víveres y las vendas. Recogían agua de lluvia en hojas de árbol y la vertían en las cantimploras. La morfina y el enfermero habían desaparecido. Alexander en persona se ocupaba de curar a sus soldados.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Pasha.

– No se me ocurre nada -dijo Alexander.

La única opción era la retirada. Ouspenski sugirió volver sobre sus pasos.

– No podemos retirarnos -declaró Alexander.

– Ya sabe que la retirada se castiga con la muerte, teniente -añadió Pasha.

– ¡Bah, cállate! -protestó Ouspenski-. Yo sí que te castigaría a ti con la muerte.

– Y te preguntabas por qué opté por los alemanes en lugar de la muerte -dijo Pasha, mirando a Alexander.

– No -dijo Ouspenski-. Optaste por los alemanes en lugar de tus compatriotas, cabrón.

– ¡Ya ve cómo trata su ejército a mis compatriotas! -exclamó Pasha-. Los han abandonado aquí, condenados a una muerte segura, y para colmo han decretado que la rendición es un delito contra la patria. ¿Puede decirme algún otro país, algún otro ejército, alguna otra época en que haya sucedido eso? -Pasha emitió un gruñido desdeñoso-. ¡Y se preguntan por qué!

– No te lo tomes como algo personal, Pasha -opinó Alexander-. ¿A quién va a importarle nuestra muerte?

Pasha le lanzó una mirada silenciosa, y Alexander no dijo nada más. Se levantó, se envolvió en la guerrera mojada, se apoyó contra el tronco de un árbol y comenzó a tallar una estaca con el cuchillo. Ouspenski, apoyado en otro árbol, dijo que era una tarea inútil. Alexander respondió que con la estaca pescaría un pez para él y para Pasha y que a Ouspenski lo dejaría morir de hambre. Pasha se acordó de que Borov solía pescar para el batallón y les explicó que en los últimos tres años había sido su asistente y su mejor amigo- Ouspenski se burló de él y Alexander los mandó callar a los dos. Y llegó la noche.


Alexander y Tatiana están jugando al escondite bélico. Alexander aguarda en silencio entre los árboles, con el oído atento, pero lo único que oye son las moscas y las abejas. Muchos insectos y ninguna Tatiana. Alza los ojos hacia las ramas y tampoco ve nada. Se pone en marcha, caminando lentamente.

– ¿Dónde estás, mi pequeña Tania? -pregunta en voz alta-. Más vale que te hayas escondido bien, porque me parece que necesito encontrarte.

Cree que la hará reír con sus palabras. Calla y escucha, pero no oye nada. A veces, cuando ella se acerca, Alexander la oye manipular el seguro de la pistola que le regaló. Pero esta vez no se oye ningún sonido.

– ¡Tania!

Alexander sigue andando por el bosque, volviéndose cada pocos segundos a mirar a su espalda. El juego termina cuando Tatiana se coloca detrás de él y le apoya el cañón de la pistola en los riñones.

– Tatia, se me ha olvidado decirte una cosa muy importante, ¿me oyes?

Alexander escucha. No se oye ni un sonido. Sonríe.

Un pedazo de musgo aterriza sobre su cabeza. Tatiana ha vuelto a conseguirlo. ¿De dónde venía el musgo? Alexander alza la vista y no la ve. Mira en derredor y tampoco la ve. Tatiana se ha puesto la camiseta de camuflaje de él y es prácticamente invisible. Alexander se echa a reír.

– Tatiasha, si me tiras musgo te voy a encontrar.

Oye un ruido, alza los ojos y le cae encima un cubo de agua. Alexander, empapado, suelta una palabrota. Ve el cubo colgado de una rama, pero no ve a Tatiana. La cuerda que sujeta el cubo desaparece detrás de un tronco, a la derecha.

– ¡Perfecto, ya te tengo! Empieza el combate. Ya verás la que te espera, Tania -anuncia Alexander, quitándose la camiseta mojada.

Camina hacia el tronco, oye un rumor y al momento siguiente tiene la cara y el pelo cubiertos de un polvillo blanco. Es harina y empieza a formar un engrudo sobre el pelo mojado. Alexander piensa en el tiempo que habrá dedicado Tatiana a organizar la estratagema: obligarlo a avanzar entre los árboles, atraerlo hasta el lugar preciso donde tiene previsto arrojarle el cubo de agua y luego la harina. Admira el talento de su rival.

– Muy bien, Tania -dice-. Te esperaba una buena, pero ya verás ahora… Ni yo mismo sé qué…

Sigue caminando hacia el tronco pero oye unos pasos detrás de él. Sin volverse, extiende la mano y agarra a Tatiana. En realidad, agarra la pistola. Tatiana se escabulle, dejando el arma en mano de Alexander, y echa a correr entre los árboles. Él la persigue. Esta parte del bosque está bastante descuidada, no es como el pinar que se extiende entre Molotov y Lazarevo o como los árboles que rodean la cabaña donde viven; aquí crece mucha maleza entre los robles y los álamos y el suelo está cubierto de ortigas y de musgo. Las ramas bajas y los troncos caídos dificultan la carrera de Alexander. En cambio, nada dificulta la carrera de Tatiana, que salta por encima de unas ramas y pasa por debajo de otras, se escabulle y zigzaguea Y sin dejar de correr, es capaz de arrancar un puñado de musgo y unas cuantas hojas, volverse y arrojarlo todo hacia él.

Alexander se harta, grita: «¡Atención!» y corre hacia Tatiana. Haciendo caso omiso de la maleza, da un salto sobre tres troncos caídos y se planta delante de ella, jadeando y apuntándola con la pistola. Tiene el torso cubierto de sudor y de harina. Tatiana da un respingo y se vuelve para escapar pero no tiene tiempo de echar a correr porque Alexander se abalanza sobre ella y la tumba en el suelo cubierto de musgo. «¿Adónde crees que vas?», grita con la voz entrecortada, sujetándola mientras ella intenta escabullirse. «¿ Y ahora qué? ¡Eres muy lista pero no escaparás!» Alexander frota su mejilla manchada de harina contra la cara limpia de Tatiana.

– Para -protesta Tatiana, entre jadeos-. Me vas a ensuciar.

– No es lo único que haré.

Ella se agita valerosamente debajo de él y le hace cosquillas en las costillas sin demasiado éxito. Él le agarra las manos y se las coloca por encima de la cabeza.

– Ya verás la que te espera, nazi. ¿Cuánto tiempo has estado planeando lo de la harina?

– Cinco segundos. Eres fácil de engañar…

Tatiana se echa a reír, pero no deja de forcejear.

Alexander sigue sujetándole los brazos por encima de la cabeza. Agarrándole las muñecas con una sola mano, le sube la camiseta de camuflaje hasta el cuello, dejando a la vista el abdomen, las costillas y los senos.

– Deja de forcejear -le ordena-. ¿Te rindes?

– ¡Jamás! -grita Tatiana-. Prefiero morir de pie…

Alexander acerca la cara a las costillas de Tatiana y empieza a hacerle cosquillas con la barba.

– No me tortures más -dice Tatiana con una risita-. Llévame a la cárcel de los besos.

– La cárcel de los besos es demasiado buena para una criminal como tú. Necesitas un castigo más duro. ¿Te rindes? -vuelve a preguntar Alexander.

– ¡Jamás!

Él se vuelve a hacerle cosquillas con la boca y la barba. Tiene que ir con cuidado. Una vez estuvo demasiado tiempo y ella terminó desmayándose. Pero ahora Tatiana se ríe descontroladamente y da patadas en el aire. Alexander la inmoviliza con una pierna sin dejar de sujetarle las manos, mientras le pasa la lengua arriba y abajo del torso.

– ¡Te… rin… des? -vuelve a preguntarle, jadeando.

– ¡Jamás! -chilla Tatiana.

Alexander alza la cara, atrapa un pezón con la boca y lo chupa hasta que la voz de Tatiana se vuelve más aguda.

Alexander para un momento e insiste:

– Te lo vuelvo a preguntar, ¿te rindes?

– No -dice Tatiana con un gemido. Tras una pausa, añade-: Tendrás que matarme, soldado. -Otra pausa-. Emplea todas tus armas.

Alexander, sujetándole las manos por encima de la cabeza, le hace el amor sobre el musgo, con brusquedad, decidido a no parar hasta que ella se rinda. No se interrumpe tras la primera oleada de placer de Tatiana y le pregunta jadeando:

– ¿Qué me dices ahora, prisionera?

– Por favor, señor, dame más… -contesta Tatiana con una voz que es apenas un murmullo.

Cuando consigue dejar de reír, Alexander le da lo que le pide.

– ¿Te rindes?

La voz de Tatiana es apenas audible.

– Por favor, señor, un poco más…

Alexander le da más.

– Suéltame las manos, marido -susurra Tatiana junto a la boca de Alexander-. Quiero tocarte.

– ¿Te rindes?

– Sí, me rindo, me rindo.

Alexander la suelta y Tatiana lo acaricia.

Y ya no le queda nada para darle, Cuando Alexander termina, Tatiana tiene la cara y los pechos y el abdomen cubiertos de harina. De harina y de musgo y de él.

– Anda, levántate -susurra Alexander. -No puedo moverme -contesta Tatiana con otro susurro. Alexander la lleva en brazos hasta la orilla del Kama y los dos se lavan entre los peces del río, en la parte donde el agua es poco profunda…

– ¿Cuántas formas hay de matarte? -murmura Alexander, haciéndola sentarse en su regazo y besándola.

– Una sola -contesta Tatiana, mientras frota la cara mojada y enrojecida contra el cuello mojado de Alexander.


En los gélidos bosques de Polonia, Alexander, Pasha, Ouspenski y Danko, el único cabo superviviente, esperaban escondidos entre la vegetación, rodeados de enemigos, sin munición, sucios, heridos y empapados.

Alexander y Pasha esperaban la llegada de la inspiración o de la muerte.

Los alemanes habían vertido queroseno entre los árboles y le habían prendido fuego, y ahora ardían las llamas delante de Alexander y sus compañeros, y también a su izquierda y a su derecha.

– Alexander…

– Ya lo sé, Pasha.

Estaban sentados en el suelo, a pocos metros el uno del otro, con la espalda apoyada en los gruesos troncos de los robles. Alexander sentía el calor del incendio en la cara.

– Estamos atrapados.

– Sí.

– No nos quedan balas.

– No.

Alexander tallaba un trozo de madera.

– Es el final, ¿no? Ya no hay salida.

– No piensas en el final hasta que llega, de repente. No habíamos pensado una salida.

– Y cuando la pensemos, ya estaremos muertos -dice Pasha.

– En ese caso será mejor pensar deprisa.

Alexander miró al hermano de Tatiana. Tenía que sacarlo como fuera de aquel bosque. Tenía que salvarlo por ella, aunque en los momentos más negros había creído que Pasha no tenía salvación.

– No podemos rendirnos.

– ¿No?

– No. ¿Sabes cómo nos tratarán los alemanes? Hemos matado a cientos de sus compatriotas. ¿Piensas que serán clementes?

– Estamos en guerra, tienen que entenderlo. Y no hables tan alto.

Alexander no quería que Ouspenski los oyera, y Ouspenski siempre lo oía todo.

Pasha bajó la voz.

– Y tú sabes perfectamente bien que yo no puedo volver.

– Lo sé.

Se quedaron un momento callados, mientras Alexander tallaba una rama en forma de espada para controlar los nervios. Pasha estaba limpiando la ametralladora y soltó un bufido.

– ¿En qué piensas, Pasha?

– Pensaba en lo curioso que resulta terminar aquí.

– ¿Por qué?

– Mi padre estuvo aquí hace años, antes de la guerra, por trabajo. Nos impresionó mucho que lo mandaran a Polonia. Estuvo precisamente en esta zona y nos trajo cosas. A mí me regaló una corbata que usé hasta que se cayó a pedazos. Dasha decidió que el chocolate polaco era el mejor del mundo, y Tania, a pesar de tener un brazo roto, se puso enseguida el vestido que le había comprado mi padre.

Alexander dejó de tallar la madera.

– ¿Qué vestido?

– No sé, uno blanco. Tania era demasiado joven y delgada para usarlo y además tenía el brazo escayolado, pero se lo puso igualmente. Estaba orgullosísima.

– ¿Era…? -A Alexander se le quebró la voz-. ¿Era un vestido con unas flores bordadas?

– Sí, con unas rosas rojas.

Alexander emitió un gemido.

– ¿Dónde lo compró tu padre?

– Creo que en un pueblo llamado Swietokryzst. Sí, eso es: Tania decía que era el vestido de Santa Cruz y se lo ponía todos los domingos.

Alexander cerró los ojos y notó que no podía mover las manos.

– ¿Qué piensas que haría mi hermana? -oyó decir a Pasha.

Alexander pestañeó para alejar de su mente torturada la imagen de Tatiana sentada en un banco y comiéndose un helado con aquel vestido, caminando descalza por el Campo de Marte vestido, posando para el fotógrafo en la puerta de la iglesia de Molotov con aquel vestido.

– ¿Crees que decidiría retirarse? -preguntó Pasha.

– No, no lo haría.

Alexander sintió una opresión en el pecho. Tatiana no se retiraría aunque lo deseara; no lo haría aunque el se lo pidiera.

Alexander recogió la ametralladora, se acercó a Pasha y, antes de que Ouspenski se les acercara, susurró:

– Pasha, tu hermana huyó de Rusia sola, cuando estaba embarazada. Aunque llevaba armas, nunca las habría utilizado. Era contraria al uso de las armas. Sin disparar ni una bala, sin matar a nadie y con el niño en la barriga, fue capaz de dejar atrás los pantanos y llegar a Helsinki. Y si llegó a Finlandia, habrá que pensar que consiguió llegar más lejos. Haberte encontrado es una señal de que debo tener fe. Nos quedan cuatro hombres, ocho si contamos a los rehenes alemanes. Tenemos cuchillos, bayonetas y cerillas, podemos fabricar armas y, a diferencia de ella, podemos usarlas. No tenemos por qué quedarnos aquí sentados, como si no hubiera otra solución. No será fácil, pero tenemos que intentar ser más fuertes que Tatiana. ¿De acuerdo?

Alexander tenía la cara y el pelo cubiertos de barro y seguía apoyado contra el tronco del roble. Se persignó y besó el casco.

– Tenemos que atravesar el incendio para llegar al otro lado del bosque, cerca de donde están los alemanes. No hay otro remedio, Pasha.

– Es imposible, pero de acuerdo.

Les costó un poco convencer a Ouspenski y a los rehenes.

– ¿Qué le preocupa, Ouspenski? -preguntó Alexander-. Su capacidad respiratoria es la mitad de la normal. Eso es una ventaja en un incendio.

– Moriré abrasado antes de inhalar el humo -declaró Ouspenski.

Finalmente, todos se prepararon para atravesar las llamas. Alexander les ordenó que se cubrieran la cabeza.

– ¿Listos? -preguntó Pasha, con la ametralladora descargada en el hombro.

– Estoy listo -contestó Alexander-. Ten mucho cuidado, Pasha. Tápate la boca en todo momento.

– Si me tapo la boca no podré correr. Da igual, ya he estado otra vez en un incendio. Recuerda que los putos alemanes volaron el tren en el que viajaba. Respiraré a través de la gorra, pero prométeme que no me dejarás aquí abandonado.

– No te abandonaré -le aseguró Alexander.

Se colgó al hombro el mortero descargado y se tapó la boca con una toalla mojada y sucia de sangre.

Corrieron hacia las llamas.

Mientras corrían, Alexander respiraba a través de la toalla mojada. Ouspenski resistía todo el tiempo que podía sin tomar aire y trataba de respirar a través del cuello de la guerrera mojado por la lluvia. Pero Pasha atravesó el incendio sin taparse la boca. «¡Qué valiente» pensó Alexander. Valiente e insensato. Al final llegaron al otro lado de las llamas. Por una vez la ropa mojada les fue de utilidad porque la humedad repelía el fuego. Además, no se les podía quemar el pelo porque iban rapados. Uno de los prisioneros alemanes no tuvo suerte; le cayó una rama encima y perdió el conocimiento Uno de sus compatriotas se lo cargó a la espalda.

Cuando dejaron atrás las llamas, Alexander miró a Pasha y comprendió que la insensatez había sido superior a la valentía. Pasha estaba muy pálido y caminaba muy lentamente, hasta que tuvo que pararse. Todavía estaban rodeados de humo.

– ¿Qué pasa? -preguntó Alexander, dejando de correr. Se quitó la toalla de la boca para hablar pero enseguida notó que se asfixiaba.

– No lo sé -balbuceó Pasha, llevándose una mano a la garganta.

– Abre la boca.

Pasha abrió la boca pero no sirvió de nada. Se desplomó en el suelo como un árbol cortado, emitiendo los sonidos de la persona que se ahoga después de engullir un pedazo de comida o de recibir un balazo en el cuello. Los sonidos de alguien incapaz de respirar.

Alexander le puso la toalla sobre la nariz y la boca, pero Pasha seguía sin respirar y él mismo empezaba a ahogarse. Había resultado más fácil atravesar las llamas que estar parados y rodeados de humo. Ouspenski le tiró del brazo. Los alemanes estaban a unos metros, retenidos por la ametralladora de Danko, el último de los soviéticos supervivientes. Les faltaba muy poco para ponerse a salvo, pero Alexander no quería dejar solo a Pasha. No podía avanzar ni Podía retroceder.

Tenía que hacer algo. Pasha tenía convulsiones y se ahogaba.

Alexander se lo cargó a la espalda, se tapó la boca con la toalla y echó a correr con Ouspenski a su lado.

¿Cuánto tiempo perdió cargándose a Pasha a la espalda? No supo si se había demorado treinta segundos o un minuto. Pero a juzgar por la dificultad de Pasha para respirar sin asfixiarse, había sido mucho tiempo. Pronto sería demasiado tarde.

– ¿Dónde está el enfermero? -preguntó Alexander cuando empezó a despejarse el humo que flotaba en el aire.

– Murió, ¿no se acuerda? -respondió Ouspenski-. Nos quedamos con su casco.

Alexander no se acordaba

– ¿No tenía un ayudante?

– El ayudante murió hace siete días.

Alexander se descargó a Pasha de la espalda y se sentó en el suelo.

– ¿Qué le pasa? -preguntó Ouspenski.

– No lo sé. No le han disparado ni ha tragado nada.

Pasha estaba en el suelo, con la cabeza apoyada en el regazo de Alexander. Alexander le metió los dedos en la boca para ver qué le obstruía la respiración, pero no encontró nada. Bajó hasta el esófago, y no encontró el orificio de la tráquea. Notó la garganta inflamada y pulposa. Se arrodilló rápidamente al lado de Pasha, le tapó la nariz y le respiró en la boca varias veces seguidas. Nada. Volvió a introducirle aire más pausadamente, y nada. Volvió a palparle el interior de la boca, pero siguió sin encontrar el orificio de la tráquea.

– ¿Qué coño está pasando? -murmuró, asustado-. ¿Qué tiene.

– En Siniavino vi morir a varios soldados después de inhalar humo -explicó Ouspenski-. La garganta se les cerró completamente. Cuando les bajó la inflamación, ya estaban muertos. -Tomó aire a través del cuello mojado de la guerrera y añadió-: No se salvara, no puede respirar. No podemos hacer nada por él.

Alexander habría jurado que en la voz de Ouspenski había un deje de satisfacción, pero no tenía tiempo de protestar. Colocó a Pasha tumbado boca arriba en el suelo y le colocó la toalla enrollada debajo del cuello para que la cabeza quedara un poco inclinada para atrás. Hurgó en la mochilla en busca de su estilográfica, que afortunadamente estaba rota y no tenía tinta en la plumilla. Alexander agradeció silenciosamente la calidad de la fabricación soviética. Sacó. el cartucho de la estilográfica y buscó su cuchillo.

– ¿Qué va a hacer, capitán? -preguntó Ouspenski, señalando el cuchillo- ¿Quiere cortarle la garganta?

– Exacto -repuso Alexander-. Y cállese, no quiero oírlo hablar.

– Lo decía en broma -dijo Ouspenski, arrodillándose a su lado.

– Ilumínele el cuello, con la linterna bien quieta. Y coja este tubito de plástico y este cordel. Cuando le avise, páseme el tubito. ¿Entendido?

Se prepararon. Alexander respiró hondo. No había tiempo que perder. Se miró las manos para comprobar que no le temblaban los dedos.

Palpó la garganta de Pasha hasta encontrar la nuez, y bajó los dedos un poco más hasta llegar al trozo de piel que se extendía sobre la cavidad traqueal. Sabía que esta membrana era lo único que protegía el lumen de la tráquea. Con mucho cuidado, podía abrir un pequeño orificio e introducir el tubito para dejar pasar el aire; pero tenía que ser una incisión minúscula. Alexander nunca había practicado una intervención como aquélla. Sus manos no estaban hechas para las tareas delicadas, como las de Tatiana.

– Allá voy -susurró.

Contuvo el aliento y fue bajando el cuchillo hasta rozar la garganta de Pasha. A juzgar por las sacudidas de la linterna, Ouspenski era incapaz de contener el temblor de sus manos.

– ¡Joder, teniente! ¡Estése quieto! -protestó Alexander.

Ouspenski intentó serenarse.

– ¿Ha hecho esto alguna vez, capitán? -preguntó.

– No. Pero he visto hacerlo.

– ¿Funcionó?

– No muy bien-contestó Alexander.

Había visto hacerlo dos veces en el frente, y ninguno de los dos soldados había sobrevivido. En un caso, el enfermero había usado un cuchillo demasiado pesado y había partido la tráquea por la mitad. El otro soldado ya no había vuelto a abrir los ojos. Había conseguido respirar, pero no había abierto los ojos.

Con movimientos muy lentos, Alexander abrió una incisión de dos centímetros en la garganta de Pasha. La piel se resistía al avance del cuchillo. Además empezó a brotar sangre y resultaba difícil ver dónde iba cortando. Habría necesitado un bisturí pero sólo tenía su cuchillo de combate, el mismo que usaba para afeitarse y para matar. Alexander amplió un poco más la incisión, se colocó el cuchillo entre los dientes y terminó de abrir la piel con los dedos dejando ex-puesto un trozo de cartílago a uno y otro lado. Manteniendo separada la abertura, practicó una pequeña incisión en la membrana situada bajo la nuez, y de pronto se oyó un sonido, cuando la garganta de Pasha absorbió el aire del exterior. Alexander mantuvo la garganta abierta con los dedos hasta que los pulmones de Pasha terminaron de llenarse y después forzó la expulsión del aire. No era como respirar a través de la nariz y la boca, pero funcionaba.

– La estilográfica, teniente.

Ouspenski le pasó la estilográfica.

Alexander hundió medio tubito en el agujero, procurando no rozar el fondo de la tráquea. Tomó aliento y continuó.

– Ya está, Pasha -dijo-. El cordel, Ouspenski.

Ató un extremo del cordel al tubito y pasó el otro extremo por el cuello de Pasha para que el cartucho no se saliera.

– ¿Cuánto tarda en bajar la inflamación? -preguntó.

– ¿Cómo voy a saberlo?-replicó Ouspenski-. Los soldados que vi murieron antes de que les bajara.

Pasha respiraba de forma irregular y esporádica a través del tubito de plástico, y Alexander contemplaba su rostro congestionado y sucio de barro y pensaba que toda la guerra mundial había quedado reducida a esperar que la vida se introdujera en unos pulmones a través del cartucho vacío de una estilográfica de fabricación soviética.

Le había llegado la hora a Grinkov, a Mazarov, al miope Verenkov, a Telikov, a Yermenko; le había llegado la hora a Dasha; en cualquier momento llegaría la hora de Alexander. Ahora estaba vivo y un instante después estaba desangrándose sobre la superficie helada del Ladoga, envuelto en la guerrera helada como en un sudario. Ahora estaba vivo, y un instante después estaba tumbado boca abajo sobre el hielo, envuelto en la guerrera blanca, en un charco de sangre.

Sin embargo, durante un breve momento, Alexander había sido amado. Durante el tiempo de una respiración o del parpadeo de unos ojos afligidos, había sido profundamente amado.

– ¿Me oyes, Pasha? -preguntó-. Parpadea si me oyes.

Pasha parpadeó.

Alexander, con la respiración acelerada y un nudo en la garganta, recordó un poema titulado «Fantasía de un caballero caído en una noche fría y amarga».


En otro tiempo hallé el éxtasis en artificios de violines y en el rumor de tacones dorados sobre el duro pavimento.

Ahora veo

que la calidez es la autentica sustancia de la poesía.

Dios mío, empequeñece

el viejo firmamento tachonado de estrellas

para que pueda envolverme en él y encontrar el consuelo.

Capítulo 26

Nueva York, octubre de 1944

Edward Ludlow apareció en la puerta de la sala de curas de Ellis, agarró a Tatiana de la mano y la hizo salir al vestíbulo.

– ¿Es verdad lo que he visto, Tatiana?

– No lo sé. ¿Qué has visto?

Edward estaba muy pálido y nervioso.

– He visto el nombre de Jane Barrington en la lista de las enfermeras seleccionadas por la Cruz Roja de Nueva York para viajar a Europa. Dime que es sólo una coincidencia, que se trata de otra Jane Barrington…

Tatiana no dijo nada.

– ¡No vayas, te lo ruego!

– Edward…

– ¿Se lo has dicho a alguien? -preguntó Edward, agarrándole las manos.

– Claro que no.

– ¿Cómo se te ha ocurrido? Los estadounidenses ya están en Europa, Hitler está acorralado por ambos frentes, la guerra esta a punto de acabar… No hay motivo para que vayas a Europa.

– En los campos de prisioneros se necesitan víveres, medicinas y atención médica.

– Ya hay enfermeras para atenderlos, Tatiana.

– Entonces, ¿por qué la Cruz Roja ha pedido voluntarias.

– Necesitan más gente, pero no a ti.

Tatiana no dijo nada.

– ¡Por Dios, Tatiana! -insistió Edward, muy nervioso-. ¿Qué piensas hacer con Anthony?

– Pensaba dejarlo en Massachusetts, pero creo que su tía abuela no está en condiciones de ocuparse de un niño tan pequeño. -Tatiana retiró las manos al ver la expresión de Edward-. Esther dice que da igual, que ya lo cuidará Rosa, su ama de llaves, pero no me parece buena idea.

– Ah ¿no?

Indiferente a su tono sarcástico, Tatiana continuó:

– Creo que lo dejaré con Isabella…

– ¿Isabella? ¡Es una completa desconocida!

– No es una desconocida. Y se ha ofrecido a…

– Tania, Isabella no sabe lo que yo sé ni lo que tú sabes. ¡Yo, en cambio sé cosas que ni siquiera tú sabes! Dime la verdad, ¿te vas a Europa a buscar a tu marido?

Tatiana no respondió.

– Ay, Tatiana… -suspiró Edward, meneando la cabeza-. ¡Dijiste que estaba muerto!

– ¿Qué es lo que te preocupa, Edward?

Edward se pasó una mano por la frente para controlar su angustia y su nerviosismo.

– El gobierno alemán ha puesto a Heinrich Himmler al mando de los campos de prisioneros -explicó con voz temblorosa-, y lo primero que ha hecho ha sido prohibir el envío de correspondencia y lotes de comida a los norteamericanos y bloquear la actuación de la Cruz Roja Internacional. Himmler dice que los soldados aliados están recibiendo un trato justo, pero la situación no es extensiva a los soviéticos. En estos momentos la Cruz Roja no está autorizada a entrar en los campos de prisioneros, lo cual sólo indica lo desesperados que están los alemanes. Saben que están a punto de perder la guerra y ya no les importa ni la situación de sus propios prisioneros. Probablemente terminarán levantando la prohibición contra la Cruz Roja, pero aun en ese caso, ¿cuántos campos crees que hay? ¿Dos, tres…? Hay centenares. Y además hay docenas de campos italianos, franceses, ingleses o norteamericanos. En total puede haber cientos de miles de personas, haciendo un cálculo por lo bajo.

– Himmler cambiará de opinión. Decidieron lo mismo en 1943 y rectificaron al darse cuenta de que los prisioneros alemanes tampoco iban a recibir un buen trato.

– Eso fue cuando todavía pensaban que ganarían la guerra. Desde el desembarco de Normandía han visto que tienen los días contados y se han desentendido de sus soldados. Lo sé porque desde el 43 no han vuelto a solicitar que la Cruz Roja inspeccione los centros detención de prisioneros instalados en Estados Unidos.

– ¿Y por qué iban a hacerlo? Saben que tratamos correctamente a los alemanes.

– No. Es porque saben que tienen la guerra perdida.

– Himmler terminará autorizando las inspecciones de la Cruz Roja -insistió Tatiana, testaruda.

– Pero serán centenares de campos, con cientos de miles de prisioneros. A un campo por semana, tardarás doscientas semanas en verlos todos, sin contar el tiempo que necesitas para ir de uno a otro. ¡Necesitarás cuatro años! ¿Cómo se te ha ocurrido?

Tatiana no contestó. No había pensado a largo plazo.

– No vayas, Tatiana. Te lo ruego -insistió Edward.

Edward se lo estaba tomando como algo personal y Tatiana no sabía qué responderle.

– ¿Qué será de tu hijo?

– Lo cuidará Isabella.

– ¿Siempre? ¿Incluso cuando su madre haya muerto por culpa de una enfermedad o de las heridas de guerra?

– Edward, no me voy a Europa a morir.

– Ah, ¿no? ¿Y cómo vas a evitarlo? El frente estará dentro de nada en Alemania. Polonia ya está en manos de los soviéticos. ¿Y si los rusos te han estado buscando y te localizan? Jane Barrington, Tatiana Metanova… ¿qué crees que harán contigo? Alemania, Polonia, Yugoslavia, Checoslovaquia, Hungría… vayas donde vayas, morirás. Un motivo u otro te impedirá regresar.

«No es cierto», quiso decir Tatiana, pero sabía que la habían estado buscando y que corría un riesgo enorme, mientras que las probabilidades de encontrar a Alexander eran mínimas. Sabía que su plan no era demasiado bueno. Alexander tenía un lugar concreto al que dirigirse, Luga. Sabía que Tatiana había sido evacuada y sabía dónde estaba Molotov, tenía un nombre y un lugar, podía ir a Lazarevo. Lo único que tenía ella era un certificado de defunción, y con aquel papel en las manos pensaba buscar a Alexander por todos los campos abiertos a la inspección, y si no lo encontraba pensaba ir hasta Leningrado para hablar con el coronel Stepanov, y si el coronel no sabía nada de su marido, Tatiana pensaba ir a ver a los generales Voroshilov y Mejlis, e incluso dirigirse a Stalin en persona en Moscú si era necesario.

– No vayas, Tania. Te lo ruego -repitió Edward. Tania parpadeó.

– ¿Qué es Orbeli? -preguntó.

– ¿Orbeli? Ya me lo preguntaste una vez. ¿Cómo quieres que lo sepa? No tengo ni idea. ¿Qué tiene que ver Orbeli con todo esto?

– La última vez que lo vi, Alexander me dijo: «Acuérdate de Orbeli». Tal vez es una ciudad de Europa donde debemos encontrarnos.

– Antes de abandonar a tu hijo y marcharte al frente, ¿no deberías averiguar qué significa «Orbeli»?

– Lo he intentado, pero no he descubierto nada -repuso Tatiana-. Nadie lo sabe.

– Seguramente fue un comentario sin importancia, Tania.

Tatiana se sentía culpable al ver a Edward tan preocupado. ¿Cómo podía justificar su decisión?

– Mi hijo se encontrará bien -dijo con voz débil.

– ¿Sin su padre y sin su madre?

– Isabella es una buena mujer.

– ¡Isabella es una mujer de sesenta años a la que no conoces de nada! No es la madre del niño. ¿Qué será de Anthony cuando Isabella muera?

– Lo cuidará Vikki.

Edward soltó una carcajada.

– ¡Vikki no sabe ni anudarse el lazo de la blusa! Es incapaz de llegar puntual al trabajo, no controla el tiempo ni controla nada. Vikki nunca piensa en sus abuelos ni en ti ni en Anthony, sólo piensa en sí misma. Espero que nunca tenga hijos. Si ahora no te ayuda, ¿que te hace pensar que cuidará al niño cuando faltes tú, lo único que la une emocionalmente a él? ¿Crees que mantendrá su palabra? -Edward suspiró-. ¿No te das cuenta de que Anthony irá a parar al orfanato municipal? Antes de irte a morir a Europa, estaría bien que visitaras un orfanato para saber dónde acabará tu hijo.

Tatiana palideció.

– Sé que no has estado pensándolo bien, porque de ser así no habrías tomado esta decisión -opinó Edward-. ¿Sabes por qué lo sé?

– ¿Por qué? -preguntó Tatiana con voz desmayada.

– Porque he visto cómo tratas a las personas que cruzan la puerta dorada de Ellis-dijo Edward, cogiéndole las manos-. Y porque tú, Tatiana, siempre haces lo que debes hacer.

Tatiana no contestó.

– A tu hijo ya le falta un padre -insistió Edward-. No dejes que pierda también a su madre. Tú eres lo único que lo une a su pasado y a su destino. Si te pierde, tu hijo ya no será más que un barco a la deriva. Ése será tu legado para él.

Tatiana era incapaz de decir nada. De pronto sentía un intenso frío.

– Tania -dijo Edward, oprimiéndole la mano-. No te lo pido por Vikki ni por mí, ni por los heridos y los inmigrantes de Ellis, te lo pido por tu hijo: no vayas a Europa.


Tatiana no se echó a atrás, pero las semillas de la duda habían empezado a germinar. Sam Gulotta le dijo que seguía sin saber nada de Alexander y le confirmó la desesperada situación de los soviéticos encarcelados en Alemania. Tatiana empezó a pensar que su plan era una locura y a sentirse culpable por abandonar a su hijo.


Preguntaba a todo el mundo si sabían qué era «Orbeli». Se lo preguntaba a los soldados alemanes y a los italianos, a las enfermeras y a los refugiados de Ellis. Visitó incluso la Biblioteca Pública de Nueva York, pero no encontró ni una sola referencia en los atlas, mapas, enciclopedias, revistas y periódicos que consultó.

La propia oscuridad del significado hizo que Tatiana empezara a empequeñecer su visión de «Orbeli». Dejó de ser un bosque, una población, una fortaleza o el apellido de un general. Tatiana estaba cada vez más convencida de que había sido un comentario marginal de Alexander, una broma o una anécdota sin importancia que se olvida al pasar a otros temas. No era un mensaje sino una digresión, algo que había quedado relegado al olvido en cuanto Alexander había caído herido sobre la superficie helada del lago. Si Tatiana había seguido recordando la palabra, era tan sólo porque lo que había sucedido después la había revestido de una dimensión especial.

Ahora bien, ¿y la medalla de Héroe de la Unión Soviética? ¿Cómo había ido a parar a la mochila?

Finalmente, Tatiana también encontró una explicación para la presencia de la medalla. Cuando el doctor Sayers le informó del accidente de Alexander se olvidó de decirle que le había quitado la medalla del cuello antes de sepultarlo en el lago, y luego sucedieron cosas más importantes, y al final el doctor murió sin tener tiempo de explicarle que había escondido la medalla en un bolsillo de la mochila para que ella la encontrara más tarde.

Tatiana no regresó.


Capítulo 27

Polonia, noviembre de 1944

Alexander pasó la noche sentado en el suelo, con la espalda contra el árbol y Pasha apoyado en su regazo. Al amanecer, la inflamación de la garganta había bajado. Pasha tapó con un dedo el extremo del tubito y respiró dos veces por la boca. Alexander, animado, le puso esparadrapo para cerrar la abertura todo lo posible. No le quitó el tubo porque no sabía si podría repetir la intervención en caso necesario. Pasha tapó otra vez el extremo del tubito con el dedo y graznó:

– Ciérralo del todo. Si está abierto no puedo hablar.

Alexander le puso más esparadrapo y miró a Pasha, que farfullaba y aspiraba aire con gran dificultad.

– Tengo una idea, Alexander -susurró débilmente-. Cárgame a la espalda, sácame de esta tierra de nadie y llévame hasta la línea de defensa. Todavía llevo el uniforme alemán, ¿no?

Sí.

– Mi uniforme te salvará. Y si quieres salvarlo a él -señaló a Ouspenski y suspiró-, dile que cargue con uno de los alemanes heridos. ¿Queda alguno o ya se han muerto todos?

– Hay uno con conmoción cerebral.

– Perfecto. -Pasha exhaló aire-. Cuando os entreguéis, enseñadles a los alemanes heridos.

– Los otros tres pueden andar.

– Perfecto. Pero vigílalos y no los dejes hablar por ti. Cuando te acerques a la línea de defensa, grita: «Schiessen Sie nickt». Significa: «No disparéis».

– ¿Basta con eso? -preguntó Alexander-. ¿Por qué no lo dijimos en 1941? ¿O en 1939, ya puestos?

Sonrió. Pasha exhaló aire.

– ¿Qué están tramando? -intervino Ouspenski-. No estarán pensando en rendirse, ¿verdad?

Alexander no dijo nada.

– Ya sabe que no podemos rendirnos, capitán -insistió Ouspenski.

– Y tampoco retirarnos.

– No vamos a retirarnos. Nos quedaremos aquí a esperar los refuerzos.

Pasha y Alexander se miraron.

– Vamos a rendirnos, Ouspenski. Tenemos a un herido que necesita atención urgente.

– Pues yo no pienso rendirme -declaró Ouspenski-. Nos matarán y nuestro ejército nos repudiará.

– ¿Quién dice que vamos a volver con nuestro ejército? -preguntó Pasha, mientras se incorporaba con ayuda de Alexander.

– ¡Mira quién habla! Tú eres un moribundo sin nada que perder y ningún sitio al que ir, pero nosotros tenemos familias esperándonos…

– Yo no tengo familia -precisó Alexander-. Pero Ouspenski tiene razón.

Ouspenski miró a Pasha y sonrió con satisfacción.

– Quédese aquí, Nikolai -dijo Alexander-, Quédese a esperar a que el Ejército Rojo venga a buscarlo.

La sonrisa desapareció de la cara de Ouspenski.

– ¡Usted tiene familia, capitán! ¿No dijo que tenía una esposa?

– Y él… -señaló a Pasha con decisión-, ¿no tiene una hermana?

Alexander y Pasha no dijeron nada.

– ¿Es que no les preocupa ella? Si se rinden, la enviarán a Arjanguelsk, a la isla de los Bolcheviques.

Nadie volvía de la isla de los Bolcheviques.

– ¿Listo? -preguntó Pasha a Alexander, sin hacer caso de las palabras de Ouspenski.

Alexander asintió y se acercó a los cuatro alemanes. Uno deliraba. Otro tenía una herida en el cráneo, superficial pero con mucha sangre.

Ouspenski respiraba nerviosamente y hacía un ruido similar al de Pasha.

– ¿Eso era lo que tramaban? -preguntó-. Capitán Belov: usted que ha recorrido quince mil kilómetros a través de ríos y montañas, divisiones y regimientos, campos minados y campos de la muerte, ¿usted va a entregarse ahora a los alemanes?

El asombro le hacía respirar con dificultad.

– Sí-respondió Alexander con una voz temblorosa-. Ya no puedo más. ¿Qué va a hacer usted? ¿Venir con nosotros o quedarse aquí?

– Me quedo aquí -declaró Ouspenski.

Alexander hizo el saludo militar.

– La culpa es de ése -rezongó Ouspenski-. Antes de que lo encontráramos, usted era un hombre de honor. Pero como ha visto que él vendió el alma al diablo, ha decidido hacer lo mismo.

– ¿Por qué se toma mi decisión como algo personal, teniente? -dijo Alexander-. ¿Qué tiene que ver con usted?

– Parece que todo -opinó Pasha.

– ¡Calla! Nadie estaba hablando contigo. Respira por el tubito y cierra la puta boca. De no ser por él, estarías muerto.

– ¡Mida sus palabras, Ouspenski! -protestó Alexander-. El comandante Metanov está por encima de nosotros en la jerarquía.

– Su jerarquía de Satanás no me merece ningún respeto -masculló Ouspenski-. En fin, capitán. ¿A qué está esperando para irse y dejar abandonados a sus hombres?

– A mí no me abandona, yo me voy con él -dijo tímidamente el cabo Danko.

– ¿Soy el único al que van a dejar aquí tirado? -exclamó Ouspenski, con los ojos como platos.

– Eso parece -dijo Pasha con una sonrisa.

Ouspenski se abalanzó sobre él, pero Alexander lo paró a tiempo. El valiente e imprudente Pasha no estaba en condiciones de defenderse de nadie, ni siquiera de un hombre con un solo pulmón. Necesitaba todas sus fuerzas para respirar.

– Pero ¿qué os pasa? ¡Calma, Pasha! -exclamó Alexander, apartándolo de Ouspenski.

– No me fío nada de él, Alexander.

– Mira quién habla -masculló Ouspenski.

– Me dio mala espina desde el primer momento en que -añadió Pasha.

Tuvo que callarse porque le costaba respirar.

Alexander lo hizo apartarse unos pasos y le dijo:

– Puedes fiarte de Ouspenski -susurró-. Ha estado a mi lado todo el tiempo, como Borov contigo.

– A tu lado -repitió Pasha. -Eso es. Más vale que nos vayamos antes de alertar a los alemanes con tanto grito.

Pasha no dijo nada. Alexander le hizo inclinar la cabeza y le ajustó el esparadrapo de la garganta.

– No podrás hablar hasta que encontremos a alguien que te cosa la incisión. A partir de ahora quédate callado. Ya me ocupo yo de todo.

Alexander volvió junto a Ouspenski.

– Aunque la jerarquía de Pasha Metanov no le merezca respeto, Nikolai-comenzó-, tiene que respetar la mía. Y antes de dejarlo solo en el bosque, tendría que matarlo. Le ordeno que deje las armas y se entregue a los alemanes junto con todos nosotros. Es por su bien -concluyó, bajando la voz.

– ¡Fabuloso! -protestó Ouspenski-. Iré con usted, pero que conste que es contra mi voluntad.

– Todo lo que ha hecho en esta guerra ha sido contra su voluntad. Dígame una sola cosa que haya hecho por iniciativa propia.

Ouspenski calló.

– Pasha dice que no lo considera a usted digno ni de vivir con los cerdos, teniente.

– Pero usted me ha defendido, señor. Le ha dicho que sí lo soy, ¿no? -dijo Ouspenski.

– Exacto. Ahora venga con nosotros.

Los hombres del grupo soltaron las armas y de inmediato se pusieron en marcha.

Alexander se cargó a la espalda a Pasha; Ouspenski, al alemán herido en la cabeza, y Danko, al de la conmoción, y los tres se pusieron en camino entre los dos alemanes que estaban en condiciones de andar aunque fuera cojeando. Avanzaron en fila india a través de las trincheras y los árboles derribados, los arbustos y las bases de las ametralladoras. Se dirigían a la línea de defensa alemana, que ocupaba medio kilómetro aproximadamente. Alexander sabía que por mucho que gritaran «Scbiessen Sie nicbt», iban a dispararles. Por eso decidió andar un kilómetro más y acercarse por uno de los flancos.

Lo detuvo un grito que resonó entre los árboles:

– Halt! Bleiben Sie stehen. Kommen Sie nicbt naheres!

Alexander vio a dos soldados armados con ametralladoras. Dejó de andar, tal como le habían ordenado.

– Scbiessen Sie nicbt, scbiessen Sie nicbt -gritó.

– Diles que llevas a unos alemanes heridos -le susurró Pasha al oído-: Wir haben verwwtdetes Deutsch tnit uns.

– Wir haben… -gritó Alexander.

– Verwundetes…

– Verwundetes Deutsch mit uns.

En el lado alemán se hizo un silencio, como si estuvieran deliberando.

Alexander enarboló la toalla ensangrentada, que en otro tiempo había sido blanca.

– Wir übergeben! -gritó.

Significaba: «Nos rendimos».

– ¡Caramba! -exclamó Pasha-. Te enseñaron a decirlo y te prohibieron que lo dijeras…

– Lo aprendí en Polonia -respondió Alexander, agitando la bandera-. Verwundetes Deutsch! -volvió a gritar-. Wir übergeben!

Los alemanes los hicieron prisioneros a los cuatro. A los heridos los llevaron a la tienda sanitaria y a Pasha le cosieron el agujero de la garganta y le dieron antibióticos. Después interrogaron a Alexander y le preguntaron por qué había contravenido las órdenes soviéticas contra la toma de prisioneros. Los rehenes alemanes les explicaron que Pasha, al que estaban atendiendo como a uno de los suyos, no era un compatriota. Lo despojaron inmediatamente de su uniforme y su categoría, le pusieron un traje de presidiario y cuando se recuperó lo llevaron junto con Alexander y Ouspenski a un Oflag (un campo de internamiento de oficiales) instalado en la población polaca de Katowice. Danko, que era solamente cabo, fue a parar a un Stalag, los campos donde se internaba a la tropa.

Alexander sabía que si no los habían ejecutado era sólo porque habían aparecido con rehenes heridos. Los alemanes consideraban a los soviéticos peores que a las bestias porque sabían que eran capaces de abandonar a sus hombres agonizando en el campo de batalla. Pero a Alexander, Ouspenski y Danko les habían perdonado la vida porque los habían visto comportarse como seres humanos y no como soviéticos.


Pasha les había explicado que los alemanes tenían dos tipos de campos para prisioneros de guerra, y era cierto. El suyo estaba dividido en dos zonas: una para los Aliados y otra para los soviéticos. En la zona de los Aliados se exhibía orgullosamente el texto de la Convención de Ginebra de 1929 y se trataba a los prisioneros con arreglo a las normas de la guerra. En la zona soviética, separada de la otra por una alambrada, se seguían las pautas establecidas por Stalin: los prisioneros no tenían ningún tipo de atención médica y recibían un régimen de pan y agua. Los alemanes los sometían a interrogatorios y torturas, los dejaban morir y luego obligaban a sus camaradas a cavar fosas para enterrarlos.

A Alexander no le importaba cómo lo trataran. Lo esencial era que estaba cerca de Alemania, a muy pocos kilómetros del Óder, y que Pasha estaba con él. Aguardó pacientemente a que aparecieran las enfermeras de la Cruz Roja, hasta que comprobó apesadumbrado que no vería a ninguna. La Cruz Roja tampoco había inspeccionado el lado de los franceses y los ingleses, donde también había moribundos y enfermos. Nadie supo darle una explicación, ni su interrogador ni los vigilantes del barracón. Pasha opinaba que debía de haber sucedido algo grave para que los alemanes prohibieran el acceso de la Cruz Roja a los campos.

– Sí, que están perdiendo la guerra -observó Ouspenski-. Una cosa así le quita a cualquiera las ganas de cumplir las normas.

– Nadie hablaba con usted -rezongó Pasha.

– ¡No empecéis! -protestó Alexander.

– ¿No puede dejarnos ni un momento tranquilos, teniente? -preguntó Pasha-. ¿Tiene que estar siempre pegado a nosotros?

– ¿Qué tienes que ocultar, Metanov? -replicó Ouspenski-, ¿Por qué esa necesidad repentina de que te deje en paz?

Alexander se alejó para no oírlos, pero Pasha y Ouspenski echaron a andar tras él. Pasha aceptó con un suspiro de resignación la presencia del teniente y opinó:

– Creo que tendríamos que intentar una fuga. No tiene sentido seguir aquí.

Alexander soltó un bufido.

– No hay focos ni torres de vigilancia. No creo que se pueda hablar de «fuga» -dijo, señalando un agujero de cinco metros en la alambrada de separación-. Podemos decir simplemente que nos vamos.

Al principio, cuando aún esperaba la llegada de la Cruz Roja, Alexander no era partidario de fugarse. Pero más tarde, a medida que pasaban las semanas y veía deteriorarse progresivamente las condiciones del campo, decidió que no había más remedio que intentarlo. Entretanto, habían reparado la alambrada. Alexander y sus compañeros robaron unos cortaalambres en la caseta de herramientas. abrieron un agujero y escaparon. Cuatro horas después los atraparon dos vigilantes que habían salido tras ellos en un Volkswagen Kübel.

De nuevo en el campo, el Oberstleutnant Kiplinger les dijo:

– ¡Están locos! ¿Adonde pensaban ir? Por aquí no encontrarán más que sitios como éste. Por esta vez no tomaré represalias pero no vuelvan a repetirlo.

Ofreció un cigarrillo a Alexander y él encendió otro.

– ¿Dónde está la Cruz Roja, director?

– ¿Qué más le da? Como si vinieran expresamente por usted. No hay lotes de ayuda para los prisioneros soviéticos, capitán.

– Ya lo sé. Sólo quería saber dónde estaban, nada más.

– Un nuevo decreto prohibe la inspección de los campos.

Alexander procuraba ir limpio, se afeitaba escrupulosamente y se ofrecía a ayudar siempre que podía. Kiplinger, contraviniendo la Convención de Ginebra pero accediendo a los deseos de Alexander, le proporcionó un serrucho, un martillo y clavos y le encargó que construyera más barracones. Ouspenski quiso ayudarlo, pero hacía demasiado frío y humedad para trabajar al aire libre con un solo pulmón.

Pasha hacía tareas en la cocina y procuraba sisar comida para Alexander y para él, aunque a regañadientes la compartía también con Ouspenski.

Todo eso era a finales de noviembre de 1944. A partir de diciembre el campo se llenó hasta los topes. El frío era cada vez mas intenso y Alexander no tenía tiempo de construir suficientes barracones. Entre el lado aliado y el soviético, el campo tenía capacidad para unas mil personas, pero en esos momentos había unas diez mil.

– ¿No le parece raro que haya tantos soviéticos cuando tenemos prohibido rendirnos, teniente Ouspenski? -dijo Alexander-. ¿Cómo se lo explica?

– Obviamente, se trata de desertores como usted, capitán.

No había comida ni agua en cantidad suficiente para todos los prisioneros. No podían lavarse y la enfermedad se cebaba en sus cuerpos mugrientos. Los alemanes derribaron la alambrada y unificaron los dos lados del campo. Era obvio que no sabían qué hacer con los cinco mil prisioneros soviéticos. Además del contingente soviético, había rumanos, búlgaros, turcos y polacos. No se veían judíos por ningún lado.

– ¿Dónde están los judíos? -preguntó en un rudimentario inglés un militar francés a un militar británico. Alexander, en ruso, les explicó que estaban todos en Majdanek. El francés y el británico no le entendieron, pero él no se atrevió a hablarles en inglés para no levantar las sospechas de Ouspenski.

– ¿Cómo sabe que no hay judíos, capitán? -preguntó Ouspenski cuando volvían al barracón.

– ¿No recuerda que al llegar nos metieron en las duchas para desparasitarnos? -preguntó Alexander.

– Sí. Era una medida de rutina. Teníamos que estar limpios antes del interrogatorio.

– Por supuesto, teniente. Y cuando usted estaba desnudo, como medida de rutina comprobaron que no era judío. De serlo, le aseguro que ahora mismo no estaría aquí.


Comenzaron a circular rumores sobre las graves pérdidas sufridas por los estadounidenses en la foresta de Hurtgen, cerca de las Ardenas belgas. Decían que la lucha era encarnizada y que la capitulación quedaba aún lejos.

Todas las mañanas, Alexander se dedicaba a construir barracones o a vigilar a los demás prisioneros, y todas las tardes se ocupaba de reparar la alambrada que rodeaba el campo o las ventanas de las instalaciones, o a limpiar armas descargadas, cualquier cosa que le permitiera mantener las manos ocupadas. A cambio recibía un poco mas de comida, aunque no la suficiente. Pasha le contó su experiencia en el campo de Minsk, donde los alemanes dejaron morir a los soviéticos porque no sabían qué hacer con ellos.

– Pero no pueden dejar morir a todos los prisioneros aliados, ¿verdad?

– Ah, ¿crees que no? ¿Qué vamos a hacer? ¿Exigirles responsabilidades en el infierno? Propongo que nos fuguemos otra vez. Te pasas la vida reparando la dichosa alambrada y siempre está estropeada.

– Sí, pero ahora han puesto a un vigilante.

– Podemos matarlo y escapar.

– Mañana los católicos celebran la Navidad. No querrás matar a un hombre en Navidad…

– ¿Desde cuándo eres tan religioso? -preguntó Pasha.

– El capitán y Dios hace mucho que son amigos… -intervino Ouspenski, soltando una carcajada a la que se sumó Pasha.

Alexander prefería que se rieran de él en lugar de discutir como hacían siempre.

En Navidad les dieron más carbón para caldear los barracones y también algo de vodka. En el barracón de Alexander vivían veinte oficiales. Bebieron y jugaron a las cartas y al ajedrez, se emborracharon y cantaron alegres canciones soviéticas, como Stenka Razin o Katiuska, y a la mañana siguiente estaban todos fuera de combate.

Al día siguiente no les hizo falta matar al vigilante de la alambrada porque se había quedado dormido en su puesto. Volvieron a fugarse, pero era invierno y era muy difícil llegar a ningún sitio. Los únicos trenes que circulaban eran convoyes militares. Se subieron a uno pero en la siguiente parada los detuvo un policía que sospechó al verlos con uniformes que no eran de su talla. De nuevo en Katowice, supieron que el vigilante de la alambrada había muerto de una pleuritis antes de que pudieran ejecutarlo por negligencia. Se presentaron los tres ante el comandante Kiplinger.

– Capitán Belov, ya sabe que dirijo el campo con liberalidad y no controlo demasiado qué hacen los prisioneros. Si quiere trabajar, le doy trabajo. Si me pide comida y la hay, se la doy. Lo he dejado circular a sus anchas mientras no saliera de los límites del campo. Me parece que es un trato correcto, pero es obvio que usted no lo ve así, y los dos imbéciles que están bajo su mando lo obedecen como corderitos. Al parecer, se han hartado y han decidido marcharse. Ya le advertí la otra vez que si volvía a intentarlo, no podría seguir en este campo. No quiero que me dé más problemas. ¿Sabe que podrían ejecutarme si pierdo a alguno de los prisioneros que están a mi cargo.

– ¿Adónde nos envía?

– A un sitio donde no hay escapada posible -dijo Kiplinger con satisfacción-. Al castillo de Colditz.


Capítulo 28

Nueva York, enero de 1945

El día de Año Nuevo, Tatiana subió al transbordador, dio un paseo con Anthony por el otro lado de la bahía y después fue en busca de Vikki, que quería ir a patinar a Central Park. Los tres cogieron un autobús y bajaron en la esquina de la calle Cincuenta y nueve con la Sexta Avenida. Tatiana dijo que tenía que hacer un recado y dejó a Vikki con el niño.

Tatiana se acercó a una cabina de teléfono situada junto al Hotel Plaza. Hurgó en el bolsillo en busca de dinero suelto. Estuvo un momento contando las monedas aunque ya sabía cuántas eran, y al final se decidió a marcar un número.

– Feliz Año Nuevo, Sam -dijo a través del auricular-. ¿Te llamo en mal momento?

– Feliz Año Nuevo, Tatiana. No, no es mal momento. Estaba terminando unos asuntos pendientes.

Tatiana contuvo el aliento y esperó.

– No tengo nada para ti -dijo Sam.

– ¿Nada?

– No.

– ¿No se han puesto en contacto contigo…? -No.

– ¿Ni siquiera para preguntarte por mí?

– No. Estarán pensando en otras cosas, como la mejor manera de repartirse Europa.

Tatiana exhaló un suspiro.

– Perdona que te haya incomodado con mi llamada.

– No te preocupes. Llámame otra vez dentro de un mes.

– Muy bien. Eres muy amable conmigo, gracias.

Tatiana colgó y apoyó la cabeza en la caja metálica del teléfono.

Tatiana terminó venciendo sus reticencias y aceptó compartir casa con Vikki. Las dos jóvenes se trasladaron a su nuevo domicilio en enero de 1945. Tatiana había encontrado un piso de tres habitaciones y dos baños en la sexta planta de un edificio de la calle Church. Estaban muy cerca del Bowling Green y del Battery Park. Desde el salón se veía el puerto de Nueva York y la Estatua de la Libertad, y si salía a la escalera de incendios podía ver incluso la isla de Ellis.

El apartamento costaba quince dólares al mes. Al principio Vikki protestó porque estaba acostumbrada a gastarse el sueldo en ropa en lugar del alquiler, pero las dos estaban muy contentas con su nueva casa. Tatiana lo estaba porque al fin tenía espacio para todos los libros que se estaba comprando y porque su hijo tenía una habitación para él solo y ella tenía una habitación para ella sola. Era una forma de hablar, porque normalmente colocaba unas mantas y unas almohadas en el suelo y dormía al lado de la cama de su hijo. Decía que ya se trasladaría a su propia habitación cuando dejara de dar el pecho. Anthony dejó de mamar a los dieciocho meses, pero Tatiana siguió durmiendo en el suelo de su cuarto.


Pan. Harina, leche, mantequilla, sal, huevos, levadura. Una comida completa. Pan.

Vikki no entendía por qué tenían que preparar masa todas las noches a las once.

– Porque así no tengo que salir de casa por la mañana para ir a comprar pan -le explicó Tatiana.

Vikki ya no volvió a preguntárselo, pero todas las mañanas, antes de tomarse un cruasán o un bollo recién horneados junto con el café y el cigarrillo, le lanzaba un beso y le decía:

– «El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy.»

– Amen -respondía Tatiana.

– ¡Mamen! -repetía Anthony.

– ¿Quién te enseñó a hacer un pan tan bueno, Tania.

– Mi hermana me enseñó a cocinar.

– Seguro que era muy buena cocinera.

– Era muy buena maestra. También me enseñó a atarme los zapatos, a leer la hora y a nadar.

– ¿De qué murió?

– Pues… Dejó de recibir el pan nuestro de cada día, Vikki.

«No hago lo bastante -pensó Tatiana, con la vista clavada en el techo-. En un día hay demasiados minutos y segundos por llenar. Como hoy: me he levantado a las seis, he despertado a Anthony… menos mal que viene Isabella a buscarlo. He estado en Ellis de ocho a cuatro y en la Cruz Roja hasta las seis, sacando sangre y preparando lotes para los prisioneros de guerra. He ido a buscar al niño a casa de Isabella, lo he llevado al parque, he comprado algo de comer, he hecho la cena he jugado con Anthony, lo he bañado y lo he metido en la cama, he escuchado la radio y he escuchado a Vikki, he preparado la masa para el pan. Y ahora es más de la una y Vikki y Anthony ya duermen y yo estoy aquí, mirando el techo, porque no hago lo bastante. Tengo que pasarme el día moviéndome, hasta que el cansancio no me deje tener pesadillas.

»Hasta que la vida norteamericana me deje tan exhausta que ya no pueda seguir viendo su cara.»

Alexander le rodea la cintura con las manos; Tatiana tiene el pelo mojado y la cara mojada y sus dientes resplandecen como el agua del río. Él grita de alegría, cuenta hasta tres, la lanza al agua del Kama y se zambulle tras ella. Ella se escabulle y se aleja nadando. Él la persigue, la amenaza con infligirle todo tipo de torturas cuando la atrape y ella reduce la velocidad para que él pueda atraparla.


Tatiana, con el corazón puesto en el este, preparaba pan, adquiría beicon de diferentes clases con la tarjeta de racionamiento y compraba cacerolas, sartenes y otros enseres de cocina, toallas y sábanas. Le encantaban las tiendas, las fruterías, las carnicerías, los supermercados y los establecimientos de comida preparada. Sin embargo, mientras su cuerpo físico seguía adelante con una fuerza inexorable, su espíritu languidecía, perpetuamente anclado en el pasado. Alexander había sido capaz de encontrar a la huérfana que lo esperaba en Lazarevo y hacerla una mujer. La había convertido en quien era.

Ella, en cambio, no había sido capaz de encontrarlo. Lo había intentado vagamente, inútilmente. No se había dicho: «No cejaré hasta encontrarte, Shura, pero antes tengo que buscar a alguien que cuide del niño…». Empezó a sentir odio por sí misma, un sentimiento nuevo para ella. Ni siquiera en los tiempos en que jugaba a la ruleta rusa emocional con Alexander y Dasha había sentido aquel acuciante desprecio por sí misma.

A pesar de la insistencia de Vikki, Tatiana no fue ningún sábado a bailar al Ricardo's, el club del Greenwich Village. Y tampoco se compró un vestido ni unos zapatos.

– Tienes que venir al Elks Rendezvous de Harlem -propuso Vikki-. ¡La música es estupenda y van muchos médicos!

– No hay peor ferocidad que la de una mujer que busca pareja -dijo Tatiana, parafraseando un libro que acababa de leer-. Has leído La sepultura sin sosiego, de Cyril Connolly? Te lo recomiendo.

– Déjate de lecturas. ¿Vamos al Apolo a ver a Bette Davis y Leslie Howard en Cautivos del deseo?

– Otro día.

– ¡Nada de otro día! Es viernes, vamos al Lady Be Beautiful. Les he hablado de ti y tienen muchas ganas de conocerte. Nos haremos la manicura y luego iremos a comer dim sum a un chino de la calle Mott. Tienes que probar la comida china, es fantástica. Y luego nos iremos a bailar al Elks Rendezvous.

– ¿A Harlem?

– Es el mejor sitio para el jitterbug.

– ¿Ahora lo llamáis así?

– ¿Has hecho una broma picante? -Vikki la miró con una sonrisa-. Anda, acompáñame.

– Otro rato, ¿de acuerdo?

Una noche, cuando las dos leían en el sofá, Vikki dijo:

– Tania, ya sé qué problema tienes, aparte de pasarte el día preparando pan y devorando beicon.

– ¿Qué problema tengo?

– Que eres demasiado seria. Necesitas más aplomo, andar por la vida como si el mundo fuera tuyo, decir palabrotas… un tratamiento de belleza en el Lady Be Beautiful… ¡ ¡pero sobre todo necesitas un hombre!!

– Muy bien -aceptó Tatiana-. ¿Y de dónde lo saco?

– No estoy hablando de amor -precisó Vikki.

– No, claro.

– Te estoy hablando de pasar un rato agradable, de vivir un poco de emoción. Estás muy tensa, te preocupas por todo. Siempre nerviosa, siempre trabajando, cuidando a tu hijo… Ellis, la Cruz Roja y Anthony, ¡es demasiado!

– No estoy siempre nerviosa -se defendió Tatiana.

– ¡Estás en Estados Unidos, Tania! Ya sé que estamos en guerra, pero la guerra no se libra aquí. ¿No habías querido venir desde siempre?

– Sí -aceptó Tatiana.

Sólo que había querido ir acompañada.

– ¿Y no vives mejor aquí que en la Unión Soviética?

Cada uno en un bote, reman a toda velocidad a lo largo de un kilómetro, compitiendo por llegar antes al centro del limen. Tatiana sonríe levemente y avanza con gestos metódicos y persistentes. Pasha está furioso porque no puede alcanzar a su hermana. Desde la orilla, Dasha y la prima Marina saltan jaleando a Tania, y detrás de ellas los adultos de la familia agitan las manos jaleando a Pasha. Es verano y el aire huele al agua del lago.

Ellos ya no están en el limen, ni en Luga, ni en Leningrado, ni en Lazarevo. A pesar de todo, siempre la acompañan.

Y él también. Él siempre la acompaña.

Tatiana parpadeó para alejar las imágenes de su vida pasada y bebió otro sorbo de té.

– ¿Quién fue tu primer amor? -preguntó.

– Se llamaba Tommy y cantaba en una orquesta. ¡Dios, qué guapo era! Rubio y bajito…

– Pero tú eres alta…

– Ya lo sé. Lo sofocaba como si fuera un niño. Era perfecto. Tenía diecisiete años y mucho talento. Yo me escabullía por la escalera de incendios para oírlo cantar en el Sid's y en el Bowery. Me tenía fascinada.

– ¿Y qué pasó? -preguntó Tania, mirando la taza.

– Nada, descubrí lo que hacían los músicos después de los conciertos.

– Pensaba que ibas a vigilarlo.

– Pero tenía que volver a casa, y él pasaba a verme después. Hasta que me enteré de que tenía a un montón de chicas haciendo cola en el camerino. Se liaba con ellas y a las cinco de la mañana subía a mi habitación por la escalera de incendios y se liaba conmigo.

– Vaya…

– Me pasé semanas llorando. Y luego conocí a Jude.

– ¿Quién es Jude?

– Mi segundo amor.

Tatiana se echó a reír.

– Siempre hay un segundo amor, y un tercero, Tania… -dijo Vikki con dulzura, acariciándole el pelo-. Y si tienes suerte, un cuarto y un quinto.

– Eso suena bien -dijo Tatiana, sujetando la taza con fuerza y cerrando los ojos.

– La gente no lleva luto más de un año, que yo sepa. Y te aseguro que Jude era mejor que Tommy. Tenía la impresión de estar hecha para él. -Vikki hizo una pausa-. Era mejor persona, mejor en todo.

Tatiana asintió.

– Ya ni te acuerdas de lo agradable que es estar con un hombre, Tania.

– Ojalá lo olvidara…

Vikki la estrechó contra ella.

– Tania, Tania… Lo conseguiremos, te lo prometo. Conseguiremos que olvides.

Érase una vez, las muchachas y los muchachos se conocían en las noches de luna llena, cuando había hogueras, bailes, vino y vestidos de tafetán, músicas y risas, cuando unos ojos se clavaban en otros ojos y la muchacha henchía el pecho y el muchacho caminaba hacia ella y ella alzaba los ojos hacia él y él bajaba los ojos hacia ella y…

Érase una vez, existía el primer amor.

Vikki había tenido un primer amor. Edward había tenido un primer amor. Isabella y Travis habían tenido un primer amor.

El primer amor, el primer beso, el primer todo.


Érase una vez, cuando eran tan jóvenes…

Y después crecieron.

Pasó el tiempo, se sucedieron los ciclos de la luna, la música se detuvo, la muchacha se quitó el vestido de tafetán, la hoguera se apagó, las risas se acallaron. Y en otro momento, con la certeza del amanecer, otro joven caminó hacia la joven vestida de tafetán y le sonrió, y ella alzó los ojos hacia él y él bajó los ojos hacia ella.

No era el primer amor.

No era el primer beso.

Pero era amor, a pesar de todo.

Y el beso era dulce.

Y el corazón palpitaba de nuevo.

Y la joven siguió adelante. Siguió adelante porque deseaba vivir y ser feliz. Deseaba amar de nuevo. No quería quedarse para siempre mirando el mar desde la ventana. No quería recordar. Quería olvidar al primer hombre. Y sobre todo, quería revivir aquella primera sensación.

Quería tomar aquella sensación y transferirla a otro hombre, y sonreír otra vez, porque su corazón estaba demasiado vivo para dejar de amar. Porque su corazón tenía que curarse y sentir. Y porque la vida era larga.

La muchacha siguió adelante y dejó de llorar, sonrió, se puso otro vestido y se acercó a otro hombre. Volvió a cantar y bromear, porque después de todo seguía en este mundo y seguía siendo la misma persona, una persona que necesitaba reír al ver las rosas, aunque sabía que jamás, por mucho tiempo que pasara, volvería a amar como había amado a los diecisiete años.

Para protegerse, Tatiana se colocó un escudo sobre el lado herido de su corazón y trató de seguir adelante sin dar pasos bruscos y parapetándose contra las miradas y las lágrimas de los demás. Su mayor cualidad se convirtió en su mayor lastre. Y con el tiempo se volvió una experta en ocultar su deformidad al mundo. Con el tiempo, aprendió a consolarse pensando que cada cual tenía su cruz y que ella tenía que cargar con la suya.

Tenía la gran suerte de tener a su bebé, a su niño, de sentirse querida, de estar viva. Y cuando era más joven, había tenido la gran fortuna de recibir más de lo que merecía.

Algún día se alejaría del sofá, del alféizar de la ventana y de la escalera de incendios, escondería la mochila negra y se quitaría las alianzas que llevaba al cuello. Un día, oiría música y no tendría la sensación de estar bailando un vals con él en el claro del bosque, bajo una luna muy roja, en su noche de bodas.

¡Cómo bailamos la noche en que nos…!

Algún día. De momento, sin embargo, cada vez que respiraba el futuro se teñía con los colores del pasado, y cada vez que parpadeaba el recuerdo de Alexander se clavaba más profundamente en sus entrañas, hasta el punto que todo lo que los había unido la cegaba y le impedía ver nada de lo que la estaba esperando.

Tatiana sólo pensaba en aquello que Alexander había amado y necesitado de ella misma, y en lo que ella le había entregado. ¿Bastaba con eso?

La memoria… esa cruel enemiga del consuelo.

No había olvido posible. Y lo peor era que el corazón de Tatiana se iba desangrando a medida que pasaba el tiempo. Era como si la boca de Alexander, sus manos, su cabeza, su corazón, todas aquellas cosas que parecían tan normales en Lazarevo, adquiriesen un significado fantasmagórico, una vida que no habían tenido hasta entonces.

¿Cómo se las arreglaban para dormir, pescar, limpiar la cabaña? ¿Cómo se las arreglaba Tatiana para acudir sin él al grupo de costura? Se odiaba a sí misma, se flagelaba por haber intentado llevar una vida normal con él en Lazarevo, sabiendo que el tiempo y ellos mismos eran tan fugaces como un copo de nieve. Y Alexander, ¿habría agachado la cabeza de haber sabido lo que podía perder a cambio de una hora de éxtasis, de unos minutos de felicidad?

Cómo le gustaba acariciarla… Tatiana se sentaba y separaba las piernas para que él pudiera tocarla cuando quisiera. Y él la tocaba en el momento más inesperado. Decía que eso era lo que necesitaba un soldado de permiso. Y no le bastaba con tocarla en el momento más inesperado. Alexander la acariciaba con los dedos mientras ella permanecía en silencio, y la acariciaba con la boca mientras ella permanecía en silencio, y ya no había más momento que el presente, no había ningún después, tan sólo la locura del presente.

«Te volveré loca -gritó su memoria cuando Tatiana se sentó a respirar la brisa salada de la eternidad en el alféizar de la ventana-. Andarás sonriente por la calle como una mujer normal, pero en tu interior te retorcerás como en la hoguera. No te liberaré, nunca serás libre.»


Capítulo 29

Colditz, enero de 1945

Quizás era verdad lo que se decía de Colditz: no había escapada posible. Y tampoco había trabajo. Los prisioneros no tenían nada que hacer aparte de jugar a las cartas y salir a estirar las piernas dos veces al día. A las siete de la mañana pasaban el recuento y todos los días a las diez de la noche se apagaban las luces. Entretanto, desayunaban, comían y cenaban y salían dos veces a dar un paseo por el patio.

Colditz era un imponente castillo construido en el siglo XV en el norte de Sajonia, en el centro del triángulo delimitado por las ciudades de Leipzig, Dresde y Chemnitz. Se alzaba en la cima de un monte escarpado, a la orilla del Mulde. Estaba rodeado por varios fosos en el lado sur, por paredes verticales al este y por peligrosos precipicios al norte y el oeste. Lo habían tallado en la propia roca de la montaña. Donde terminaba el monte, empezaba el castillo.

Colditz estaba dirigido por metódicos funcionarios alemanes que se tomaban su trabajo muy en serio y no se dejaban sobornar, según explicaron a Alexander los cinco soviéticos que iban a compartir con él la minúscula celda de paredes de piedra con cuatro literas.

En Colditz había una enfermería, una capilla, una sala de desparasitado, dos comedores, un cine y hasta un dentista. Y eso solamente para los prisioneros. Los guardianes vivían con todas las comodidades, como si Colditz fuera su residencia permanente. El director tenía una cuarta parte del castillo para él solo.

Los fugitivos más notorios de los demás campos de prisioneros de guerra iban a parar a Colditz, donde había un vigilante armado con una ametralladora cada quince metros, en la planta baja, en las pasarelas y en lo alto de las torretas, observando a los presos las veinticuatro horas del día. Los focos iluminaban el castillo durante la noche. Sólo había una forma de salir y de entrar: el puente levadizo que conducía al cuartel de la guarnición alemana y a las dependencias del director.

Seguramente había dos vigilantes por cada uno de los ciento cincuenta prisioneros; eso parecía, al menos. Alexander se pasó los treinta y un días del mes de enero observando cómo los centinelas salían a hacer la ronda por el amplio patio interior, pavimentado con unos adoquines grises que le hacían pensar en el cuartel Pavlov de Leningrado. ¿Qué habría sido del coronel Stepanov?

Durante treinta y un días, Alexander observó a los guardianes en el comedor, en las duchas, en el patio. Dos veces por semana durante una hora (sólo en caso de buen comportamiento), los prisioneros podían salir en grupitos de doce a la terraza exterior, en el lado oeste. La terraza estaba encajonada entre paredes de piedra, y más abajo, al otro lado de un parapeto, había un trozo de césped encajonado también entre paredes, pero los prisioneros no estaban autorizados a bajar al jardín. Alexander, que siempre se comportaba lo mejor posible, salía a la terraza a dar sus dos paseos semanales y se dedicaba a observar a los soldados encargados de vigilarlo. Y también los observaba desde la ventana de la celda, a la hora del cambio de guardia. Su litera quedaba junto a la ventana, en el tercer piso del lado oeste, justo sobre la enfermería. Le gustaba que diera al oeste, le infundía esperanzas. Más abajo se extendía la alargada y estrecha terraza, y más abajo aún, el alargado y estrecho jardín.

Realmente, Colditz parecía inexpugnable.

Alexander no tenía ni idea de cómo se las había arreglado Tania para llegar hasta Finlandia, con Dimitri muerto y Sayers herido de gravedad. Lo único que sabía era que, de un modo u otro, Tania había terminado en Finlandia. Por eso, sabía que tenía que existir una forma de salir de Colditz. El único problema era que de momento no sabía cuál era.

Pasha y Ouspenski eran mucho menos optimistas. Cuando salían al patio, no se preocupaban por observar a los guardianes. Alexander no se atrevía a preguntar nada a los prisioneros británicos porque no quería que sus dos compañeros se dieran cuenta de que hablaba inglés a la perfección. No había norteamericanos a la vista, sólo británicos y franceses, un polaco y los cinco soviéticos con los que compartían la celda.

El polaco era el general Bor-Komarovski. Alexander habló con él un día en el comedor. Komarovski había encabezado la resistencia contra Hitler y los soviéticos en 1942, y cuando lo detuvieron lo mandaron directamente a Colditz. Bor-Komarovski, que hablaba ruso, le contó sus intentos de fuga y le dio unos mapas de la región, pero también le dijo que se olvidara de escapar. A los pocos que habían logrado salír del recinto, los habían atrapado a los pocos días.

– Lo cual demuestra -dijo- que algo que siempre he creído es especialmente cierto en un lugar como Colditz. Por bien que hayas planeado algo, es imposible salir de una situación difícil sin la ayuda del Señor.

«Tania logró salir de la Unión Soviética», quiso decir Alexander Pero eso sólo reforzaba el argumento de Bor-Komarovski.

Por la noche, tumbado en la litera, pensaba en los brazos de Tania y decidía que debía salir en su busca… ¿Dónde la encontraría suponiendo que aún lo estuviera esperando? ¿En Helsinki, Estocolmo, Londres, Estados Unidos…? ¿En qué parte de Estados Unidos: Boston, Nueva York…? ¿En algún lugar cálido? ¿San Francisco, Los Ángeles…? El doctor Matthew Sayers tenía intención de llevarla a Nueva York. Aunque Sayers había muerto, tal vez Tatiana había seguido con el plan previsto. Alexander decidió empezar por Nueva York.

Detestaba que su mente se perdiera en aquellos callejones sin salida, pero le gustaba imaginarse la cara que pondría Tatiana al verlo, su cuerpo tembloroso, el sabor de sus lágrimas, la forma en que correría hacia él.

¿Qué edad tendría ahora su hijo? Año y medio. Si era una niña, tal vez fuera rubia como su madre. Si era un niño, tal vez tuviera el pelo negro, como Alexander cuando no llevaba la cabeza rapada. ¿Qué sensación producía coger a un bebé en brazos y alzarlo en el aire?

Alexander se dejó arrastrar por la dolorosa y frenética rememoración de Tatiana acariciándolo y de él acariciándola.

Cuando dejó de verla, Alexander sintió el agudo dolor de su ausencia durante los ventosos días de marzo, los lluviosos días de abril, los secos días de mayo y los calurosos días de junio. Junio fue el peor mes. El dolor era tan intenso, que Alexander pensó que no podría resistir ni un minuto más aquel anhelo, aquella necesidad.

Pasó un año, pasó otro año… Y poco a poco el dolor se fue apagando, aunque el anhelo y la necesidad no desaparecieron.

A veces Alexander se acordaba de Fe, la polaca de carnes blandas que se lo había ofrecido todo y a la que él había regalado unas chocolatinas. ¿Resistiría lo mismo si Fe anduviera cerca?

Era cierto que en Colditz no había huida posible. No era posible huir de los pensamientos, el miedo, el dolor, la certeza de que habían transcurrido varios meses e incluso varios años. ¿Cuánto tiempo podía esperar una esposa leal a su marido muerto? Aunque la esposa fuera su Tatiana, la estrella más resplandeciente del firmamento, ¿cuánto tiempo esperaría antes de seguir adelante?

Olvídalo.

Deja ya de pensar. No más pensamientos. No más deseo. No más amor.

No más nada.

¿Cuánto aguantaría Tatiana antes de dejarse el pelo suelto y encontrar otro rostro que la esperaría sonriente al salir del trabajo?

Alexander se volvió hacia la ventana. Tenía que salir de Colditz a toda costa.

– Fíjense, camaradas -dijo Alexander a Pasha y a Ouspenski cuando salieron a estirar las piernas una helada tarde de febrero-. Quiero que vean una cosa.

Sin señalar, inclinó la cabeza hacia los dos vigilantes apostados a un lado y a otro de la terraza rectangular, de siete metros de ancho por veinte de largo.

Se acercó despreocupadamente al parapeto desde la otra punta de la terraza y se asomó al jardín mientras encendía un cigarrillo. Pasha y Ouspenski se asomaron también.

– ¿Qué estamos mirando? -preguntó Pasha.

En el jardín de abajo, que tenía la misma forma que la terraza pero el doble de anchura, había un vigilante armado con una ametralladora en cada extremo, uno en una garita elevada y el otro en una pasarela.

– ¿Y bien? -preguntó Ouspenski-. Hay cuatro guardianes vigilándolo todo día y noche. Y el jardín termina en una pared vertical. No hay nada que hacer.

Se dio la vuelta.

Alexander lo cogió del brazo.

– Espere, escuchen lo que les voy a decir.

– Oh, no -protestó Ouspenski.

– Déjalo, no lo necesitamos -dijo Pasha, tocando el brazo de Alexander-. ¡Váyase a tomar viento, Ouspenski!

Ouspenski no se movió.

– Durante el día hay dos guardianes en el jardín -dijo Alexander sin señalarlos-, y dos aquí arriba, en la terraza. Pero por la noche iluminan la terraza con los focos y no la vigila nadie. En cambio, en el jardín hay un tercer guardián que se encarga de controlar la alambrada que protege el precipicio de dieciséis metros… y que conduce al pie de la colina y a la libertad. -Alexander carraspeó y añadió-: A medianoche suceden dos cosas. La primera es el cambio de guardia. La segunda es que se apagan los focos que iluminan la terraza y el castillo. He estado observándolo todo desde la ventana de la celda, los guardianes dejan sus puestos y al cabo de un momento salen sus sustitutos.

– Ya sabemos cómo funciona un cambio de guardia, capitán -diio Ouspenski-. ¿Qué propone?

Alexander se volvió hacia el castillo, fumando como si no pasara nada.

– Propongo que, en el momento en que cambie la guardia y se enciendan los focos, saltemos por la ventana con una cuerda, atravesemos corriendo la terraza, bajemos de un salto al jardín, corramos hacia la alambrada, la cortemos y usemos la cuerda para deslizarnos por el precipicio de dieciséis metros que nos separa del pie de la montaña.

Pasha y Ouspenski guardaron silencio.

– ¿Cuánta cuerda necesitaremos? -preguntó al final Ouspenski.

– Noventa metros en total.

– Ah, ¿y cree que podemos pedirla en el comedor o al personal de limpieza?

– La haremos con sábanas.

– Noventa metros son muchas sábanas.

– Pasha se ha hecho amigo de Anna, la limpiadora. -Alexander sonrió-. Podrás conseguir más sábanas, ¿verdad?

– Espera, espera… -dijo Pasha-. ¿Tenemos que saltar desde la ventana hasta un suelo de cemento que está nueve metros más abajo?

– Sí.

– ¡Es cemento, Alexander! -exclamó Pasha, golpeando el suelo con el pie.

– ¿Y correr hasta el parapeto cargados con la cuerda?

– ¿Y bajar trece metros más hasta llegar al jardín, correr otros catorce metros, cortar la alambrada y volver a usar la cuerda para descender los dieciséis metros que nos separan del pie de la montaña?

– Sí, pero la segunda vez podemos atar la cuerda sin que nos vean, porque los focos no iluminan esa parte de la pared.

– Claro, pero los vigilantes ya estarán en sus puestos.

– Cuando salgan, tendremos que estar al otro lado de la alambrada, escondidos entre los árboles.

– ¡Ah! -exclamó Pasha-. ¿Y qué me dices de las sábanas blancas que colgarán de la ventana? ¿No crees que los guardianes se fijarán en una cuerda tan discretamente iluminada por los focos?

– Uno de nuestros compañeros de celda la sujetará mientras bajamos y la subirá otra vez. Constantine está dispuesto a ayudarnos.

– ¿Por qué?

– Porque no tiene nada mejor que hacer. Porque tú le darás todos tus cigarrillos y le presentarás a Anna, la limpiadora. -Alexander sonrió-. Y porque si lo conseguimos, él podrá escaparse a la noche siguiente, con la alambrada ya cortada.

– Camarada Metanov -dijo Ouspenski-, como siempre, se ha olvidado de hacer una pregunta crucial al capitán. ¿Cuánto tiempo tendremos hasta que salgan los nuevos vigilantes y se enciendan los focos?

– Sesenta segundos.

Ouspenski abrió la boca y soltó una carcajada. Pasha también se echó a reír.

– Siempre tan ingenioso, capitán -dijo Ouspenski.

Alexander siguió fumando sin decir nada. Pasha comprendió que hablaba en serio y estuvo unos segundos con la boca abierta, sin terminar de sonreír.

– ¿No lo has dicho en broma? -preguntó al final.

– En absoluto.

– El capitán es muy chistoso, camarada -dijo Ouspenski.

Alexander siguió fumando.

– ¿Qué prefieren? ¿Pasarse dos años excavando un túnel? No tenemos dos años. Ni siquiera sé si tenemos seis meses. Los prisioneros británicos están convencidos de que la guerra terminara el próximo verano.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Ouspenski. -Tengo nociones de inglés, teniente -respondió rápidamente Alexander-. A diferencia de usted, fui al instituto.

– Capitán, me encanta su sentido del humor. Pero ¿por qué tenemos que excavar un túnel o bajar por el precipicio colgados de una sábana? ¿Por qué no esperamos seis meses, a que acabe la guerra?

– ¿Y después, Ouspenski?

– Después, después… -protestó el teniente-. No sé qué se puede hacer después, pero ¿qué quiere que hagamos ahora? ¿Tirarnos por un precipicio? ¿Para qué? ¿Adónde quiere que vayamos?

Pasha y Alexander lo miraron sin decir nada.

– Lo que me imaginaba -dijo Ouspenski-. Yo no voy.

– Teniente Ouspenski -dijo Pasha-. ¿Ha dicho que sí a algo en su puta vida? ¿Sabe qué pondrá en su tumba? «Nikolai Ouspenski: siempre dijo NO.»

– Qué graciosos son los dos -protestó Ouspenski, dándose la vuelta para marcharse-. El colmo de la hilaridad. Me duele la tripa de tanto reírme. ¡Ja, ja, ja!

Alexander y Pasha le dieron la espalda y contemplaron el jardín.

Pasha preguntó cómo harían para atravesar la alambrada.

– Tengo los cortaalambres que cogimos en el Oflag de Katowice -explicó Alexander con una sonrisa-. Y Komarovski me ha dado mapas. Tenemos que llegar a la frontera de Suiza.

– ¿Cuántos kilómetros son?

– Muchos -admitió Alexander-. Unos doscientos.

«Menos que de Leningrado a Helsinki», quiso añadir. Menos que de Helsinki a Estocolmo. Y en todo caso, menos que de Estocolmo a Estados Unidos de América, el destino que habían planeado Tania y él.

Pasha no dijo nada.

– El riesgo de fracasar es alto.

– ¿Qué propones tú, Pasha? Si piensas que hay otra posibilidad, cosa que yo no creo, ¿qué haces aún en Colditz?

– No he dicho que no te apoye ni que no vaya a acompañarte -dijo Pasha, encogiéndose de hombros-. Sólo he dicho…

– Sí, el riesgo es elevado -concedió Alexander, dándole una palmada en la espalda-. Pero la recompensa también es muy grande.

Pasha miró a la ventana de su celda en el tercer piso, miró la terraza en la que estaban, miró el jardín de abajo.

– ¿Cómo vamos a hacer todo eso en sesenta segundos?

– Tendremos que darnos prisa.


Estuvieron otras dos semanas perfeccionando el plan, hasta mediados de febrero. Consiguieron medicamentos y latas de comida y una brújula. Robaron sábanas en la lavandería y por la noche, a oscuras, las cortaron, las entrelazaron para formar una cuerda y las escondieron dentro de los colchones. Ouspenski siguió diciendo que él no los acompañaría, aunque todo el mundo sabía que sí lo haría. Lo peor fue conseguir ropa de civil. Pasha consiguió que Anna robara varias prendas en la lavandería de los oficiales alemanes. Hacía tiempo que les habían quitado las armas, pero Alexander se las había arreglado para conservar la mochila, donde escondía una navaja multiusos de titanio, varios cortaalambres, la estilográfica vacía y algo de dinero. En la víspera de la fuga, Anna robó unos documentos de identidad.

– No hablamos ni palabra de alemán -dijo Ouspenski-. No nos servirán de mucho los documentos.

– Yo sí lo hablo -dijo Pasha-, y dado que llevaremos ropa alemana, es mejor que tengamos documentos alemanes.

– ¿Y qué le has prometido a la pobre ingenua para que ponga en peligro su trabajo y su paga? -preguntó Ouspenski con una mueca burlona.

– Mi corazón. -Pasha sonrió-. Y mi devoción eterna.

– Ajá. Seguro que eso significa mucho para una chica como ella.

Se acercaba la hora prevista y todo estaba a punto.

Eran las once de la noche y Ouspenski roncaba. Había pedido que lo despertaran diez minutos antes de la partida. Alexander les había aconsejado descansar, aunque él no podía dormir desde la víspera.

Pasha y él se habían sentado en el suelo, junto a la ventana, y tiraron de la soga para comprobar que estaba bien sujeta a la litera, clavada en el cemento.

– ¿Crees que Constantine podrá sujetarla? No me parece fuerte -susurró Pasha.

– Lo hará bien -dijo Alexander, y encendió un cigarrillo.

Pasha encendió otro.

– ¿Crees que lo lograremos, Alexander?

– No lo sé. -Alexander hizo una pausa-. No sé qué nos reserva Dios.

– Otra vez hablando de Dios… ¿Estás preparado para todo?

Alexander lo pensó un momento antes de responder.

– Para lo que sea -dijo-, excepto para el fracaso.

– Alexander…

– ¿Sí?

– ¿Piensas en tu hijo alguna vez?

– ¿Tú qué crees?

Pasha guardó silencio.

– ¿Qué quieres saber? ¿Si creo que ella me recuerda todavía? ¿Si creo que me ha olvidado y ha iniciado una nueva vida sin mirar atrás? ¿Si ha dado por hecho que estoy muerto…? -Alexander se encogió de hombros-. Lo pienso todo el tiempo. Vivo pensando en ello. Pero ¿qué puedo hacer? Tengo que ir a buscarla.

Pasha no dijo nada.

Alexander escuchó su respiración palpitante.

– ¿Y si ahora ella es feliz?

– Espero que lo sea.

– Quiero decir… -comenzó Pasha, pero Alexander no le permitió continuar.

– Calla.

– Tania es una mujer afortunada, capaz de sobreponerse a todo. Es una mujer franca y leal y que nunca se da por vencida, pero al mismo tiempo es capaz de sentir un placer infantil con las cosas más nimias. ¿Sabes que hay personas que parecen verse irremediablemente atraídas por la tristeza?

– Sí, hay personas así -dijo Alexander, inhalando la nicotina del cigarrillo.

– Pues no es el caso de Tania.

– Ya lo sé.

– ¿Y si se ha vuelto a casar y es feliz con su nueva vida?

– Entonces me alegrará que sea feliz.

– Pero, si es así, ¿qué haremos?

– Nada. La felicitaremos, tú te quedarás con ella y yo me marcharé.

– No puedes permitirte arriesgar tu vida sólo para ir a felicitarla, Alexander.

– No.

«Soy un salmón, nací en agua dulce, vivo en agua salada y soy capaz de remontar 3.200 kilómetros río arriba para depositar mis huevos en el arroyo y morir. No tengo elección.»

– ¿Y si te ha olvidado?

– No.

– Quizá no te haya olvidado, pero ¿y si ya no siente lo mismo? ¿Y si se ha enamorado de su nuevo marido? ¿Y si ha tenido más hijos, te mira y le entra miedo?

– Pasha, tienes el alma atormentada de los rusos… Cierra el pico, por favor.

– ¿Sabes una cosa, Alexander? A los quince años me enamoré de una chica, pasamos un mes fantástico y cuando volví a Luga al año siguiente pensé que seguiría el romance. ¡Y ella ni siquiera se acordaba de mí! ¿No es patético?

– Bastante. -Los dos se echaron a reír-. Obviamente, algo harías mal para que te olvidara tan pronto.

– ¡Bah! Cierra el pico tú, ahora.

Alexander estaba convencido de que Tatiana, fuera cual fuera su vida actual, no lo había olvidado. Todavía la oía llorar en sueños. De vez en cuando soñaba que ella estaba en algún lugar que no era Lazarevo y le hablaba con un rostro distinto, pero a la vez, a pesar de estar en otro lugar y de tener otra cara, Tatiana seguía insuflándole vida con su aliento, como siempre.

– Y a mí, ¿crees que se alegrará de verme? -preguntó Pasha.

– Se quedará pasmada.

– ¿Y si no la encontramos, Alexander? -susurró Pasha.

– Por tu culpa me estoy volviendo adicto al tabaco -dijo Alexander, encendiendo otro cigarro-. No tengo respuestas para todo, Pasha. Tatiana sabe que la buscaré mientras pueda.

– ¿Y qué vamos a hacer con Ouspenski? -quiso saber Pasha-. ¿No podríamos olvidarnos de despertarlo y dejarlo aquí?

– Me temo que se dará cuenta.

– ¿Y qué?

– Y avisará a los vigilantes.

– Ah, claro. Ya veo dónde está el problema. Ouspenski es un poco retorcido, ¿no te parece?

– No le des importancia -dijo Alexander-. Es un rasgo típico del alma soviética…

– Más marcado en su caso -protestó Pasha.

Alexander se levantó y zarandeó a Ouspenski para despertarlo. Era casi medianoche y tenían que irse. Abrió la ventana. Era una noche tormentosa y apenas se veía nada. Alexander pensó que los guardianes no tendrían muchas ganas de salir. a hacer la ronda bajo la lluvia.

Alexander se metió los cortaalambres en las botas, y los tres se ataron sus pertenencias a la espalda, se enredaron la cuerda en las muñecas y esperaron la señal de Constantine. Los dos guardianes de la terraza ya se habían ido. En cuanto Constantine viera salir a los del jardín, saltarían los tres: primero Alexander, luego Pasha y luego Ouspenski.

Constantine les hizo una sena unos minutos después de medianoche. Alexander se escurrió fuera de la ventana y se descolgó. La holgura de la cuerda era de cuatro metros. Se golpeó con fuerza (demasiada) contra la pared mojada por la lluvia y se deslizó hasta el suelo mientras desenrollaba lentamente el resto de la cuerda. Pasha y Ouspenski bajaron detrás de él, pero no tan deprisa. Alexander atravesó corriendo la terraza y saltó al otro lado del parapeto, dejando ir la cuerda poco a poco. La maldita cuerda era demasiado corta y se quedó bruscamente colgado a dos metros de la hierba, pero de todos modos se dejó caer, rodó sobre la hierba cubierta de escarcha, se incorporó de un salto y corrió hacia la alambrada con el cortaalambres fuera de la bota. Pasha corrió tras él, seguido de un Ouspenski jadeante. Segundos después, cuando alcanzaron a Alexander, la alambrada ya estaba cortada. Los tres atravesaron el hueco y se escondieron entre los árboles que crecían al borde del precipicio. En ese momento se encendieron los focos del castillo. Aquella noche los guardianes tardaron un poco más en salir al exterior por la lluvia y el viento. Alexander echó una ojeada a la pared iluminada por los focos para ver si Constantine había retirado la cuerda, pero era difícil saberlo con tanta lluvia. Los guardianes aún no habían salido y Alexander tuvo más tiempo del previsto para amarrar los quince metros de cuerda al tronco de un roble de trescientos años. Esta vez dejó que Ouspenski y Pasha bajaran antes que él. En el momento en que salieron los guardias, Alexander empezaba a seguir a sus compañeros, que ya estaban varios metros más abajo. Se descolgaron lentamente por la resbaladiza pared, suspendidos sobre el precipicio. La noche era muy oscura, lo cual tenía sus ventajas en este caso.

– Capitán -gritó Ouspenski-, ¿le había dicho que me dan miedo las alturas?

– No, y no es el momento de saberlo.

– ¡Me ha parecido el momento perfecto!

– ¡No se ve nada, no hay alturas que valgan! No se pare, siga bajando. ¡Y muévase más deprisa!

Alexander estaba calado hasta los huesos. Al parecer la lona de las gabardinas alemanas no era impermeable.

Un minuto después, soltaron la cuerda y llegaron al suelo de un salto. Alexander cortó la alambrada y los tres salieron del perímetro de Colditz.

Alexander habría preferido un tiempo más apacible. ¿Quién quería correr en plena noche con aquel vendaval?

– ¿Están bien? -preguntó Alexander-. Ha salido perfecto.

– Estoy bien -contestó Ouspenski, con la respiración entrecortada.

– Yo también -dijo Pasha-. Pero me he rozado con algo al caer al suelo.

Alexander sacó la linterna. Pasha tenía los pantalones desgarrados a la altura del muslo, pero no se veía mucha sangre.

– Tiene que haber sido la alambrada. No es más que un rasguño. Vámonos.


Corrían durante todo el día y toda la noche, y cuando no corrían se refugiaban en algún establo pero soñaban que seguían corriendo y al abrir los ojos estaban agotados. Alexander iba lento, Pasha iba aun más lento y Ouspenski apenas avanzaba. Corrían por los campos, por los bosques, por la orilla de los ríos… Pasó un día, pasó otro día, y no se habían alejado más que treinta kilómetros de Colditz. Tres hombres adultos, cinco pulmones sanos en total, treinta kilómetros. Ni siquiera habían pasado de Chemnitz, la población más próxima al castillo. No circulaban los trenes, y los tres fugitivos intentaban evitar en lo posible las carreteras. ¿Cómo se las arreglarían para llegar hasta el lago Constanza, en la frontera suiza, si seguían avanzando a aquel ritmo?

Al tercer día, Pasha empezó a ir todavía más lento y dejó de hablar. A la tercera noche, dejó de comer. Alexander le hirvió un pescado, pero Pasha le contestó que no tenía hambre. Ouspenski bromeó diciendo que si se lo daba a él no protestaría, y Alexander le pasó el plato sin dejar de mirar a Pasha con inquietud. Echó un vistazo al corte del muslo y lo encontró inflamado y cubierto de un líquido amarillento Alexander le echó yodo y polvos de sulfamida y le puso una venda. Pasha dijo que tenía frío. Alexander le tocó la frente y la notó ardiendo.

Hicieron un toldo con unas ramas y se acurrucaron los tres debajo para mantener el calor. En medio de la noche, Alexander se despertó sudando y se levantó de un salto, convencido de que se había prendido fuego. Pero no era un incendio: sólo era Pasha, ardiendo de fiebre.

– ¿Qué te pasa? -susurró Alexander.

– No me encuentro bien -murmuró Pasha inaudiblemente.

Todo era silencio. No se oían voces ni ruidos. Alexander usó el agua que les quedaba para mojar un paño y ponérselo en la frente. Pasha pareció mejorar, pero el paño se secó con el calor de su frente. Alexander salió bajo la lluvia, a buscar más agua.

– Me encuentro mal -dijo Pasha inaudiblemente, moviendo la boca.

Por la mañana tenía los labios cortados y ensangrentados. Alexander le quitó la venda del muslo y vio que la herida estaba igual que el día anterior, aunque el líquido era más verde que amarillo. Le echó polvos de sulfamida, deslió más sulfamida en un vasito de agua de lluvia y se lo dio a Pasha, que lo vomitó. Alexander soltó una palabrota.

– Han sido demasiadas horas de frío y humedad, Alexander -murmuró Pasha.

La temperatura superaba en muy poco los cero grados y la lluvia empezaba a convertirse en aguanieve. Alexander arropó a Pasha con la gabardina, pero se la quitó porque seguía ardiendo.

Cuando dejó de llover, encendió fuego, puso a secar la ropa de Pasha, le dio un cigarrillo y le pasó la petaca de whisky para que tomara un traguito. Pasha bebió entre escalofríos.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Ouspenski.

– ¿Por qué habla siempre tanto? -dijo Alexander.

Decidieron ponerse en camino. Pasha intentó poner un pie delante del otro y mover los brazos para darse impulso, pero no podía contener el temblor de las rodillas.

– Descansaré un momento -articuló-. Estoy bien.

Intentó sentarse en el suelo, pero Alexander lo ayudó a incorporarse y se lo cargó de nuevo a la espalda.

– Capitán…

– Una palabra más, Ouspenski, y lo estrangulo con mis propias manos.

– Entendido.

Echaron a andar bajo la luz gris de la mañana. Al cabo de un rato Alexander depositó a Pasha en el suelo, le dio un vaso de agua de lluvia, se lo cargó otra vez a la espalda y siguió caminando. A media tarde volvió a dejarlo en el suelo, le dio un poco de whisky, le metió un trozo de pan en la boca y luego volvió a cargárselo a la espalda.

En algún punto de un camino de tierra en el sudeste de Sajonia, Alexander sintió que Pasha pesaba cada vez más. Lo achacó al cansancio. Como se acercaba el final del día, acamparon, encendieron fuego y se sentaron alrededor de la hoguera. Alexander agujereó la superficie helada de una charca, atrapó una perca y la puso a hervir. Echó polvos de sulfamida al caldo y se lo dio a beber a Pasha. Entre Ouspenski y él se comieron el pescado, cabeza incluida.

Ouspenski se echó a dormir. Después de fumarse un cigarrillo, Alexander se sentó junto a Pasha y le puso un trapo con hielo en la frente. Como vio que empezaba a coger frío, lo rapó con las dos gabardinas y con la chaqueta de Ouspenski.

Nadie era capaz de hablar, ni siquiera articulaban las palabras con los labios.

A la mañana siguiente, con los ojos inflamados por la fiebre, Pasha les dijo con un gesto que lo dejaran allí mismo. Pero Alexander meneó la cabeza, lo levantó del suelo y se lo cargó a la espalda. Era un día gris de febrero y las nubes flotaban a pocos metros de sus cabezas. Como Pasha era el único que sabía alemán, no podían pedir ayuda a nadie. Seguramente la policía de Sajonia ya estaba advertida de la fuga de tres hombres que, a pesar de ir vestidos con prendas de la región, no hablarían ni una palabra de alemán.

Tal como se encontraba Pasha, no podían llegar muy lejos. Se refugiaron en un establo, se abrigaron con el heno y esperaron a que se recuperase. Alexander no soportaba estar sentado, sin hacer nada más que escuchar la respiración agitada de Pasha y verlo tiritar.

– Tenemos que irnos -declaró, poniéndose de pie-. No podemos quedarnos aquí parados.

– ¿Puedo hablar un momento con usted? -preguntó Ouspenski.

– Ni lo sueñe -dijo Alexander.

– Sólo un momento, fuera.

– He dicho que no.

Ouspenski lanzó una mirada a Pasha, que tenía los ojos cerrados. Parecía inconsciente.

– Está cada vez peor, capitán.

– Muy bien, Ouspenski. Gracias por informarme. No hay más que hablar.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Continuaremos avanzando. Sólo tenemos que encontrar un convoy de la Cruz Roja.

– No los vimos ni en Colditz ni en Katowice. ¿Qué le hace pensar que estarán por aquí?

– No lo sé, tal vez podríamos ver a la Cruz Roja o a los estadounidenses…

– ¿Es que ya han llegado hasta aquí?

– Ouspenski, me he pasado en la cárcel los últimos cuatro meses, igual que usted. ¿Cómo coño voy a saber hasta dónde han llegado los estadounidenses? Sólo creo que es posible que anden por aquí. ¿No oyó decir que se estaban acercando a Dresde?

– Capitán…

– No hay más que hablar, teniente. Vámonos.

– ¿Adónde? Pasha necesita ayuda.

– Y se la daremos. Pero no vamos a encontrarla en un establo.

Volvió a cargarse a la espalda a Pasha, que no tenía fuerzas para aferrarse a él.

Alexander tenía que esforzarse enormemente para poner un pie delante del otro y apenas veía la carretera. A cada hora se detenía para dar algo de beber a Pasha, le ponía un trapo frío en la frente, lo arropaba con las dos gabardinas y echaba a andar otra vez.

Ouspenski caminaba a su lado.

– Capitán…

Era la voz de Ouspenski.

– ¿Qué?

Alexander siguió avanzando sin mirarlo; no podía volver la cara, Ouspenski se plantó delante de él, obligándolo a detenerse.

– ¿Qué pasa, teniente? -preguntó Alexander.

– Ha muerto, capitán -dijo Ouspenski, poniéndole una mano en el hombro-. Lo siento.

Alexander lo apartó con un gesto.

– Déjeme pasar.

– Está muerto, capitán. Déjelo ya.

– ¡Ouspenski! -Alexander respiró hondo y bajó la voz-. No está muerto, está inconsciente. Le recuerdo que sólo quedan dos horas de luz. No las malgastemos parados en medio de la carretera.

– Está muerto, capitán -susurró Ouspenski-. Compruébelo usted mismo.

– No, no puede morirse -se empeñó Alexander-. Es imposible. Déjeme en paz. Venga conmigo o lárguese, pero déjeme en paz

Siguió andando durante otra hora por la carretera de tierra con Pasha a la espalda, hasta que redujo el paso, se detuvo junto a un árbol solitario y dejó a Pasha en el suelo. A Pasha ya no le ardía la frente y ya no respiraba entrecortadamente. Estaba blanco y frío y tenía los ojos abiertos.

– No te mueras, Pasha… -susurró Alexander.

Le cerró los ojos con los dedos. Lo miró un momento y luego se agachó, lo arropó con la gabardina y lo estrechó entre sus brazos. Se sentó en el suelo y cerró los ojos.

Alexander se pasó toda la noche sentado al borde del camino, con la espalda contra el árbol, sin moverse, sin abrir los ojos y sin decir nada, abrazado al hermano de Tatiana.

Si Ouspenski habló en algún momento, él no lo oyó. Si se quedó dormido no se dio cuenta, como tampoco se daba cuenta de la frialdad del aire ni de la dureza del suelo ni de la aspereza del tronco del árbol contra su espalda.

Al amanecer, cuando una luz gris empezaba a cubrir los cielos de Sajonia, Alexander abrió los ojos. Ouspenski dormía a su lado, arropado en la gabardina. El cuerpo de Pasha estaba rígido y muy frío.

Tatiana, hambrienta y muy enferma, había cosido una mortaja para su hermana, había arrastrado un trineo por la superficie helada del Ladoga, había sepultado a Dasha en un agujero abierto en el hielo y había rezado una oración por ella. «Permite que mi hermana descanse en paz y dale su pan cotidiano en el cielo», oró Tatiana, arrodillada y sola.

Tatiana lo había conseguido.

«Yo también puedo conseguirlo.»

Alexander soltó un momento el cuerpo de Pasha, se incorporó, se lavó la cara y se enjuagó la boca con el whisky, sacó la navaja de titanio y empezó a cavar un hoyo. Ouspenski se despertó y se puso a ayudarlo. Tardaron tres horas en abrir un agujero de un metro de profundidad. Era poco, pero tendrían que conformarse. Alexander puso la gabardina sobre la cara de Pasha para que no le cayera tierra encima. Armó una cruz con dos ramitas y un cordel y la colocó sobre el pecho del cadáver, y entre él y Ouspenski lo levantaron del suelo y lo dejaron caer en el agujero. Sin decir nada, Alexander echó un puñado de tierra sobre la minúscula tumba. Talló el nombre, «Pasha Metanov», y la fecha, «25 de febrero de 1945», en un trozo de madera lo unió a una rama más larga para formar una cruz y la clavó en el montículo de tierra.

Ouspenski y él aguardaron un momento de pie junto a la tumba sin moverse. Alexander inclinó la cabeza.

– El Señor es mi pastor, nada me faltará -murmuró para sí-. En lugares de delicados pastos me hará yacer, junto a aguas de reposo me pastoreará, aunque ande en valle de sombra de muerte…

No pudo seguir. Se dejó caer en el suelo, junto al árbol solitario, y encendió un cigarrillo.

Ouspenski preguntó si continuarían.

– No -respondió Alexander-. De momento, voy a quedarme aquí un poco más.

Pasaron varias horas.

Ouspenski volvió a preguntar si continuarían.

– No puedo dejar a Pasha solo, teniente -dijo Alexander, con una voz tan exhausta que no parecía la suya.

– ¿Qué ha sido del viento del destino que soplaba a su favor, capitán? -exclamó Ouspenski.

– No me entendió, Nikolai -protestó Alexander, sin levantar la vista-. Dije que soplaba a mi lado, sin alcanzarme.

Al día siguiente, la policía alemana los recogió allí mismo, los hizo subir a un camión blindado y los llevó de vuelta a Colditz. A Alexander le dieron una buena paliza y lo encerraron en la celda de aislamiento durante tantos días que terminó perdiendo la noción del tiempo.

La muerte de Pasha había traído la muerte de la fe. Nada tenía sentido en un mundo donde Alexander había conocido a Pasha Metanov únicamente para perderlo, «Libérame, Tatiana. Perdóname, olvídame, ayúdame a olvidarte. ¿No puedo estar libre de ti ni un minuto tan sólo, libre de tu rostro, de tu libertad, de tu fuego, de tus sentimiento, libre, libre, libre…?»

El vuelo ritual entre un lado y otro del océano había terminado, y con él el consuelo de la imaginación. El estupor le congeló el corazón, y la desesperación introdujo sus tentáculos por los tendones, las arterias, los nervios y las venas de Alexander, hasta anestesiarlo y sofocarlo y dejarlo sin esperanzas y libre de Tatiana. Por fin.

Pero no del todo.


Capítulo 30

Nueva York, abril de 1945

En abril, los norteamericanos y los rusos se desplegaron por Alemania, y en la primera semana de mayo los alemanes presentaron la rendición incondicional. La guerra europea había terminado. Los estadounidenses seguían sufriendo importantes bajas en Asia, aunque lograron echar a los japoneses de todas y cada una de las islas y las playas del Pacífico.

El 23 de junio llegó y pasó con discreción. Tatiana cumplió veintiún años. ¿Cuánto tiempo tenía que transcurrir antes de que la pena se mitigara? ¿Cuánto hasta que la implacable manecilla del tiempo, tic, tac, tic, tac, la sucesión de días y de noches, de meses y de años, terminara convirtiendo la mole de tristeza que oprimía la garganta de Tatiana en un pequeño guijarro sin aristas? Cada vez que recuerda el nombre de él o que mira a su hijo, el aire no le pasa por la garganta. Cada vez que llega Navidad, cada vez que es su cumpleaños o el de él, cada 13 de marzo, tiene dificultades para respirar durante un día más, un año más. El tiempo va pasando y la pena sigue alojada en su garganta, obstruyendo el hueco por el que deben pasar las demás cosas de su vida. Todas las demás cosas: la felicidad, el cariño por otras Personas, las comodidades, las risas de su niño, la comida en el plato, la bebida en la mesa, las palmadas, las oraciones… todo tiene que pasar por su garganta.

En el verano de 1945, Vikki aceptó subir al tren con Tatiana y Anthony para acompañarlos a Arizona. Tatiana se había tomado unas vacaciones para celebrar que le habían concedido la nacionalidad estadounidense. Por el camino, Tatiana explicó que harían una pequeña parada en Washington.

Esta vez no entró en el edificio del Departamento de Estado sino que esperó pacientemente en un banco sombreado de la calle C, mientras Vikki fumaba y Anthony jugaba en el césped.

– ¿Ésta es tu idea de una pequeña parada? -preguntó Vikki al cabo de un rato-. Sólo tenemos dos semanas.

Tatiana observaba a los empleados que salían a comer Vio que Sam Gulotta salía a la calle y pasaba junto al banco, pero no le dijo nada. Después de caminar otros diez metros, Sam redujo el paso y se paró. Se dio la vuelta, se quedó mirando a Tatiana y fue hacia ella.

– Hola -lo saludó Tatiana, alzando la vista-. No quiero molestarte.

Gulotta sonrió y se sentó a su lado.

– No es molestia. Me alegro de verte. No tengo noticias.

– ¿Nada?

– No. El ambiente está revuelto en Europa. -Sam hizo una pausa-. Te dije que podría averiguar más cosas cuando todo se tranquilizase… pero me equivoqué: la situación no se ha calmado; al contrario, está todo peor que nunca. Francia, Gran Bretaña, los soviéticos, nosotros… todos estamos en Alemania, y lo que es peor, todos en Berlín. Un paso en falso y estallará la Tercera Guerra Mundial.

– Sí, ya sé -dijo Tatiana, incorporándose-. Gracias igualmente.

– ¿Ya eres ciudadana estadounidense?

– Sí, desde hace poco.

– ¿Quieres ir a comer algo? -propuso Gulotta-. Tengo una hora, podemos pedir un bocadillo.

– Gracias, quizás en otro momento. He venido con una amiga y con mi hijo. Pero te he traído una cosa que he hecho esta mañana. -Tatiana le dio una bolsita llena de pirozbki de carne-. La otra vez me dijiste que te gustaban…

– Me encantan, gracias. -Sam cogió la bolsa-. A mí también me habría gustado poder comer contigo.

Tatiana lanzó una mirada a Vikki, que había dejado de jugar con Anthony en el césped y se había puesto en pie.

– Sam, te presento a mi amiga Vikki Sabatella -dijo.

Vikki y Sam se estrecharon la mano.

Tatiana y Sam se despidieron con un gesto.

– ¡Caramba, Tania! -dijo Vikki, pellizcándole el brazo cuando Sam ya no las veía-. ¡No sabía que eras una libertina! ¿Hace tiempo que dura esta historia?

– No hay ninguna historia, Vikki -explicó seriamente Tatiana.

– Ah, ¿no? ¿Está casado?

– Lo estuvo, sí. -Tatiana se interrumpió, sin saber hasta qué punto podía contarle a Vikki la historia de Sam. Al final decidió explicárselo-: Su mujer falleció hace tres años, en un accidente de aviación; llevaba medicinas a los soldados norteamericanos destacados en Okinawa. Ahora él está solo con sus dos niños.

– ¡Tatiana!

– No tengo tiempo de explicártelo, Vikki.

– Tienes dos semanas para contármelo. Pero te recuerdo que tenemos a trece millones de soldados fuera del país, y que en cuanto ganemos la guerra, vendrán todos al puerto de Nueva York.

– Ah ¿sí? ¿Porque no hay otra ciudad costera en Estados Unidos?

– Exacto- Y ahora dime por qué hemos tenido que venir hasta Washington para conocer a un hombre, cuando en nuestra preciosa ciudad no tardará en haber trece millones.

– No quiero hablar de eso contigo.

Estuvieron cinco días en el Gran Cañón, y después Tatiana alquiló un coche y decidió bajar hasta Tucson. Era ella la que iba al volante; Vikki, como buena chica de ciudad, no sabía conducir.

– ¡Vaya pueblucho polvoriento! -exclamó Vikki cuando atravesaban Phoenix.

Una tarde de mucho calor, extendieron una manta sobre el capó y se sentaron a ver la puesta de sol. Estaban en el desierto de Sonora, la tierra cubierta de saguaros que se extiende a lo largo de cientos de kilómetros en el sudeste de Arizona; Sonora es la cuna de 298 variedades de cactus y el territorio desértico más extenso de Norteamérica, mucho más grande que Arizona y Nuevo México. Al fondo veían las montañas de Maricopa. El intenso azul del cielo contrastaba con los tonos rojizos y amarillentos de la tierra. Aparte de la errática aparición de alguna liebre que se abalanza sobre un lagarto, todo era quietud.

Vikki y Tatiana estaban sentadas en el capó, con la espalda reclinada contra el parabrisas. Al este se alzaban los montes de la Superstición, y al oeste, los montes de Maricopa. Anthony jugaba en el suelo, preocupado por sólo dos cosas a sus dos añitos: ensuciarse todo lo posible y encontrar una serpiente, no necesariamente en este orden.

– Levántate, Anthony -lo riñó Vikki mientras se enjugaba el sudor de la frente-. ¿No sabes que las serpientes son capaces de tragarse a un niño enterito?

– No le digas eso, Vikki. Lo vas a asustar -dijo Tatiana

– Enterito, Anthony -repitió Vikki.

– Pero yo grande y serpiente pequeña.

Anthony hablaba mucho para tener sólo dos años.

– No eres grande. Eres un niño.

– Vikki…

– ¿Qué?

Tatiana no dijo nada, se limitó a mirar muy seria a su amiga.

– ¿Por qué haces eso? Dices mi nombre y te callas, como si tuviera que adivinar qué quieres. ¿Vikki qué?

– Ya lo sabes.

– No, y no pienso callarme. ¿De verdad te preocupa?

– En realidad no -dijo Tatiana-. Anthony, si encuentras serpiente, avisa. Llevaremos serpiente a Nueva York y la cocinaremos.

– Así variaríamos de tanto beicon. Prepárala para tu cumpleaños -dijo Vikki, reclinándose para tomar un sorbo de agua-. Te regalaré un libro de pediatría, otro de cocina y otro sobre el uso de los artículos determinados e indeterminados… te hace buena falta.

– ¿Sobre qué?

– Bromeaba, no hagas caso. Ahora en serio: ¿has comido cacahuetes Planters alguna vez?

– ¿Qué?

– Cacahuetes Planters.

– No, no me gustan cacahuetes.

– ¿Recuerdas qué frase había en el anuncio de Times Square que vimos el otro día?

– No sé. Creo que era: «Cacahuetes Planters: Una bolsita al día te da toda la energía».

– ¡Eso! Muy bien. Pues si lo dijéramos a tu manera, sería: "Bolsita día te da toda energía». ¿Ves la diferencia?

– No -respondió Tatiana con expresión seria.

– ¡Ay, Señor!

Tatiana desvió la mirada y sonrió. Sacó una botella de Coca-Cola de la mochila y se la pasó a Vikki.

– Beba Coca-Cola: Una pausa refrescante.

– ¡Muy bien! -dijo Vikki, con una sonrisa resplandeciente.

Anthony no encontró serpientes pero la búsqueda lo dejó exahusto. Sucio de tierra, subió al coche y se acomodó en el regazo de su madre, apoyando la cabecita contra su pecho. Tatiana le dio un poco de agua.

– Es precioso, ¿no? -dijo.

– Tu hijo sí. El desierto es desolado, eso es lo que es -opinó Vikki, encogiéndose de hombros-. Está bien para cambiar un poco de aires, pero no podría vivir en un sitio donde no hay más que cactus.

– En primavera se llena de flores y tiene que ser aún más bonito.

– Ajá. Nueva York está precioso en primavera.

– A mí me encanta el desierto… -dijo Tatiana tras una pausa.

– No está mal. ¿Has visto la estepa alguna vez?

– Sí -dijo Tatiana-. La estepa es fría y gris, muy distinta de esto. Ahora mismo estamos a más de treinta y cinco grados, pero en Navidad estarán a veinte. El sol estará alto y habrá mucha luz. En Navidad sólo necesitaré una camisa de manga larga.

– ¿Qué llevan en invierno en Arizona? -pregunta Dasha a Alexander.

– Una camisa de manga larga.

– Anda, no me cuentes cuentos. Ya no soy una niña como Tania.

– Tania, tú me crees, ¿verdad?

– Sí, Alexander.

– ¿Te gustaría vivir en Arizona, la tierra de los escasos manantiales?

– Sí, Alexander.

– ¿Y qué? -insistió Vikki-. Ahora mismo hace un calor horrible. Nos vamos a freír si no pones en marcha el coche.

Tatiana se estremeció, tratando de alejar los recuerdos.

– Sólo decía que no es como la estepa. El desierto me gusta más.

– Pero Tania, ¡no hay nada! -exclamó Vikki, encogiéndose de hombros.

– Ya lo sé. Es fantástico, ¿no? No se ve a nadie.

– ¿Y eso te parece fantástico?

– Sí, un poco…

– No me imagino a nadie animándose a comprar un terreno por aquí.

Tatiana carraspeó.

– Quizá tu amiga… -dijo.

– ¿Qué amiga?

– Yo.

– ¿Quieres vivir aquí? -Vikki hizo una pausa y se volvió hacia Tatiana-. ¿Quieres comprar un terreno? -preguntó, incrédula.

– ¿Qué dirías si te digo que me he comprado un terreno con saguaros y artemisias junto al desierto de Sonora? -anunció serenamente Tatiana.

– Me parecería increíble.

Tatiana no dijo nada.

– ¿Ya lo has comprado?

Tatiana asintió.

– ¿Justo el sitio donde estamos ahora?

Tatiana volvió a asentir.

– ¿Cuándo?

– El año pasado, cuando vine con Anthony.

– ¡Sabía que tenía que haberte acompañado! ¿Por qué? ¿Y con qué lo compraste?

– Me gustó. -Tatiana contempló el terreno que se extendía hacia las montañas-. Es lo primero que poseo en toda mi vida. Lo compré con el dinero que traje de la Unión Soviética.

Con el dinero de Alexander.

– Pero por Dios, ¿por qué este terreno precisamente? -Vikki la miró-. Supongo que era barato…

– Lo era.

Había costado solamente cuatro vidas: la de Harold, la de Jane, la de Alexander. Y la de Tatiana. Tatiana estrechó a Anthony contra su pecho.

– Ajá… -dijo Vikki, mirándola-. ¿Tienes más sorpresas preparadas? ¿O ésta era la última?

– Ésta era la última.

Tatiana sonrió sin decir nada, pero volvió la mirada hacia los montes de Maricopa, hacia el crepúsculo, hacia los imponentes saguaros que crecían en el desierto, hacia los 4.850 dólares que habían servido para adquirir noventa y siete acres de Estados Unidos de América.

Capítulo 31

Fuera de Colditz, abril de 1945

Los estadounidenses conquistaron Colditz en abril, después de tres días de lucha, o al menos eso decían, porque Alexander había oído tiros pero en realidad apenas había visto soldados norteamericanos. Se acercó a un grupo que había en el patio a pedirles un cigarrillo, y mientras lo encendía se dirigió a uno de ellos en inglés y le explicó que se llamaba Alexander Barrington, que era compatriota suyo y que esperaba que lo ayudase en cuanto confirmara que lo que le decía era cierto.

– ¡Sí, y yo soy el rey de Inglaterra! -dijo el soldado, echándose a reír.

Alexander fue a añadir algo pero en ese momento se acercó Ouspenski a pedir tabaco.

Alexander ya no tuvo más ocasión de explicárselo, porque a la mañana siguiente una delegación soviética compuesta por un general, dos coroneles, un funcionario del Ministerio de Exteriores y un centenar de soldados entró en Colditz y exigió a los siete prisioneros rusos que se sumaran «a sus hermanos en la marcha victoriosa a través de la Alemania derrotada».

Los hicieron subir a un tren. A Alexander le extrañó que hubieran reservado un tren entero para siete personas, pero resultó que ya estaba lleno de gente. Además de militares, había miles de hombres que habían sido condenados a trabajos forzados en Polonia. Uno de ellos, un operador de hormigonera, explicó que lo habían detenido en Baviera, donde vivía con su mujer y sus tres hijos. Otros relataron historias similares.

– Yo también tenía familia. Una madre, dos hermanas y tres sobrinas que quedaron huérfanas tras la muerte de mi hermano.

Alexander preguntó dónde estaban sus familiares.

– Se quedaron donde estaban -dijo el hombre.

– ¿Y por qué no se los llevó con usted? -preguntó Ouspenski, que iba esposado a Alexander.'

El operador de hormigonera no dijo nada.

El tren siguió avanzando lentamente a través de Alemania No había señales y era imposible saber por dónde iban. Al parecer habían recorrido varios cientos de kilómetros. En cierto momento Alexander vio un letrero que decía «Gotinga, 9». ¿Dónde quedaba Gotinga?

Detuvieron el tren y los hicieron bajar. Después de andar durante dos horas, llegaron a lo que parecía un campo de prisioneros abandonado. Los milicianos del NKGB (Alexander ya se había dado cuenta de que no podían ser del Ejército Rojo, porque éstos iban atados) ocuparon el lugar y lo definieron como un «campo de tránsito».

– ¿De tránsito hacia dónde? -preguntó Ouspenski.

Nadie le respondió.

Más tarde lo calificaron de «campo de selección e identificación».

Allí estuvieron las dos últimas semanas de abril de 1945, rodeados de alambradas, viendo cómo instalaban focos y torretas de vigilancia en todo el perímetro. Más tarde oyeron rumores de que la guerra había terminado y Hitler había muerto. El día después de la rendición alemana, minaron las tierras que se extendían al otro lado de la valla electrificada. Alexander y Ouspenski lo supieron porque vieron al menos a media docena de soviéticos (entre ellos el operador de hormigonera) enfrentándose a las minas y perdiendo la batalla.

– ¿Qué saben que nosotros no sepamos? -preguntó Ouspenski con suspicacia, mientras observaban cómo echaban los cuerpos de los fugitivos a la fosa común.

– Y no sólo eso -añadió Alexander-. ¿Qué les impulsa a correr por un campo minado en lugar de quedarse esperando tranquilamente en un campo de tránsito?

– No quieren volver a su país -dijo otro soldado.

– Claro, pero ¿por qué? -dijo Ouspenski.

Alexander encendió un cigarrillo y no dijo nada.

No entendía que el campo se rigiera por la disciplina militar cuando estaba lleno de civiles. Había toque de diana, de silencio y de queda, inspección de los barracones y una distribución clara de tareas. Todo era extraño y desconcertante.

Unos días después, Iván Skotonov, el representante del Ministerio de Exteriores venido directamente de Moscú, se dirigió a los internos, que escucharon el discurso formados en varias filas. Era un desapacible día del mes de mayo. El viento apenas les dejaba oír la voz de Skotonov, que se dirigió a ellos luciendo su traje de funcionario y su pelo grasiento. Al final cogió un altavoz.

– ¡Ciudadanos! ¡Camaradas! -comenzó-. ¡Orgullosos hijos de la Madre Rusia! Nos habéis ayudado a derrotar al mayor enemigo que ha conocido nunca nuestra gran nación. ¡Vuestro país está orgulloso de vosotros! ¡Vuestro país os ama! ¡Vuestro país os necesita para reconstruir y levantar de nuevo la tierra que nuestro jefe y maestro, el camarada Stalin, ha recuperado para vosotros! Vuestro país os reclama. ¡Cuando volváis a casa, seréis recibidos como héroes!

Alexander se acordó del operador de hormigonera que había dejado a su mujer y a sus hijos en Baviera y se había lanzado a cruzar un campo de minas para volver con ellos.

– ¿Y si no queremos volver? -gritó alguien.

– ¡Sí! -exclamó otro-. Mi vida está en Innsbruck, ¿por qué tengo que dejarla atrás?

– Porque tú no eres de Innsbruck sino un ciudadano soviético… -contestó amistosamente Skotonov-. ¡Debes volver a tu tierra!

– Yo soy de Polonia, de Cracovia -explicó el hombre-. ¿Por qué tengo que ir a Rusia?

– Esa zona de Polonia ha sido objeto de disputa durante siglos y ahora se ha decretado que pertenece a nuestra Madre Patria.

Aquella noche, veinticuatro prisioneros intentaron fugarse. Uno llegó a recorrer medio campo minado antes de que lo detuviera la bala de un centinela.

– Está herido, no muerto -aseguró Skotonov a los nerviosos internos a la mañana siguiente.

Pero no volvieron a verlo.

Al parecer, en el campo había tres tipos de personas: refugiados que habían tenido que dejar las zonas ocupadas por los alemanes en Polonia, Rumania, Checoslovaquia o Ucrania; hombres condenados a trabajos forzados, que no habían tenido más remedio que participar en la maquinaria bélica alemana, y soldados del Ejército Rojo, como Alexander y Ouspenski.

A finales de mayo separaron a los tres grupos y los alojaron en diferentes zonas del campo. Poco a poco dejaron de verse los refugiados, y más tarde los condenados a trabajos forzados.

– Siempre desaparecen de noche, ¿os habéis fijado? -dijo Alexander-. Nos despertamos por la mañana y ya no están. Ojalá pudiera aguantar despierto hasta las tres de la madrugada. Tengo la impresión de que vería muchas cosas.

En el patio donde daban su paseo diario, entabló conversación con uno de los condenados a trabajos forzosos.

– ¿Se ha enterado? -dijo el preso-. Cinco de los que habían sido mis compañeros en los últimos cuatro años desaparecieron anoche ¿Lo oyó? Los hicieron salir y allí mismo, en la zona común, les leyeron la sentencia.

– ¿Por qué los habían sentenciado? -preguntó Ouspenski.

– Dijeron que trabajar para el enemigo era una traición a la Patria.

– Tendrían que haber alegado que si lo habían hecho era porque fueron condenados a trabajo forzoso.

– Lo intentaron, pero les dijeron que si no querían colaborar con los alemanes tendrían que haber intentado fugarse.

– Eso deberíamos hacer -dijo Ouspenski-. ¿No, capitán?

Un polaco que los estaba escuchando soltó una carcajada.

– No sirve de nada fugarse -aseguró-. ¿Adónde irían?

Alexander y Ouspenski se volvieron a mirarlo. Se había formado un corrillo a su alrededor.

– Encantado, me llamo Lech Markiewicz -se presentó el polaco, tendiéndoles la mano-. No es posible fugarse, ciudadanos. ¿Saben quién me entregó a los soviéticos en Cherburgo?

Lo miraron, esperando su respuesta.

– Los ingleses -concluyó el polaco, y añadió-: ¿Y saben quién entregó a mi compañero Vasia en Bruselas? Los franceses.

Vasia asintió.

– ¿Y saben quién entregó a Stepan en Ravensburgo, a sólo diez kilómetros del lago de Constanza, y por lo tanto de Suiza? Los estadounidenses. Como ven, los Aliados se están deshaciendo de millones de compatriotas nuestros y entregándolos alegremente a los sovieticos. En otro campo de tránsito en el que he estado, el de Lübec, al norte de Hamburgo, había refugiados de Dinamarca y Noruega. No eran militares ni condenados a trabajos forzosos: eran refugiados, civiles que se habían quedado sin hogar por culpa de la guerra y trataban de instalarse en Copenhague. Todos fueron entregados a los soviéticos. El momento de las fugas ya pasó. Ahora no hay ningún sitio adonde ir. Antes toda Europa estaba en manos de Hitler, y ahora, media Europa está en manos de la Unión Soviética. El polaco soltó otra carcajada y se alejó caminando, del brazo de Vasia y de Stepan.

Esa noche, Lech Markiewicz, electricista de profesión, cortó la valla electrificada y echó a correr. A la mañana siguiente no estaba en el campo. Nadie sabía qué había sido de él.

Todas las noches llegaban convoyes y se llevaban a varios centenares de prisioneros. Durante el día, el campo funcionaba como una estación de paso. Les daban poca comida, sólo los dejaban bañarse una vez a la semana y los rapaban y desparasitaban regularmente. Poco a poco fueron desapareciendo unos rusos y llegando otros nuevos. Una noche de finales de julio despertaron a todo el barracón donde se alojaban Alexander y Ouspenski. Les dijeron que empacaran sus cosas y los llevaron al fondo del campo, donde los estaban esperando tres camiones. Los hicieron colocarse de dos en dos y los ataron los unos a los otros. Alexander quedó encadenado a Ouspenski. Los camiones partieron en plena noche, llevándolos hacia un lugar desconocido. Alexander pensó que sería una estación de tren, y no se equivocaba.

Capítulo 32

Nueva York, agosto de 1945

Una tarde de sábado, Tatiana, Vikki y Anthony decidieron ir al Lower East Side y dar un paseo por el mercadillo que se instalaba bajo el tren elevado de la Segunda Avenida. Al igual que los demás transeúntes, Tatiana y Vikki hablaban de la rendición de los japoneses, que se había producido la semana anterior, después de la destrucción atómica de Nagasaki. Vikki opinaba que la segunda bomba era innecesaria, pero Tatiana observó que la de Hiroshima no había bastado para forzar la rendición japonesa.

– No les dimos tiempo. ¿Qué son tres días? Deberíamos haber esperado un poco más, hasta que consiguieran superar su orgullo imperial -observó Vikki-. ¿Por qué crees que seguían matándonos en los últimos tres meses, sabiendo que tenían la guerra perdida?

– No lo sé. ¿Por qué lo hicieron los alemanes? Sabían que no iban a ganar ya desde el 43.

– Pero Hitler era un loco.

– ¿Y qué era Hirohito?

De pronto, Tatiana se encontró rodeada (acorralada, en realidad) por una familia que parecía compuesta por sesenta personas como mínimo. Aunque en realidad eran sólo seis: un matrimonio y sus cuatro hijas adolescentes. La cogieron de la mano, la cogieron del brazo y terminaron abalanzándose todos sobre ella para abrazarla.

– Tania… ¿Estás ahí? -preguntó Vikki.

La madre acarició la melena dorada de Tatiana, murmurando palabras en ucraniano. El padre se enjugó las lágrimas y le dio un helado y una piruleta a Anthony, regalos que el niño acepto con una sonrisa y se apresuró a tirar al suelo al cabo de un momento.

– ¿Quiénes son estas personas?-preguntó Vikki.

– Mami conoce mucha gente -dijo Anthony, tirando de la blusa de Tatiana.

– Es verdad -murmuró Vikki, muy seria-. Sólo que no conoce hombres.

– Helado, mami. Quero helado.

La familia se dirigía a Tatiana en ucraniano y ella les contestaba en ruso Al final se despidieron besándole la mano y se alejaron. Y Tatiana, Vikki y Anthony se alejaron también, siguiendo con su paseo.

– Tatiana…

– ¿Qué?

– No empieces. ¿No me vas a explicar la escena que acabamos de ver?

– Anthony no quiere explicaciones, ¿verdad que no, tesoro?

– No, mami. Quero helado.

Tatiana compró otro helado y otra piruleta para su hijo, lanzó una mirada a Vikki y se encogió de hombros.

– ¿Qué pasa? Los eslavos somos muy expresivos.

– Pero en este caso exageraban. Se arrodillaban a tus pies, como si quisieran cubrírtelos de oro. A juzgar por sus gestos, parecía que estaban a punto de sacrificar a su primogénito en tu altar.

Tatiana se echó a reír.

– No tiene importancia. Llegaron hace unos meses a puerto de Nueva York. Cuando Ucrania fue ocupada por los alemanes, la mujer y las hijas se refugiaron en Turquía. El padre estuvo dos años en un campo de prisioneros de guerra, hasta que pudo escapar. Luego estuvo más de un año buscándolas en Ankara, y en 44 las encontró. Llegaron al puerto de Nueva York mes pasado, en julio, sin documentación pero en buen estado de salud. El problema era que en ese momento llegaban demasiados refugiados. Al padre le permitían quedarse porque podía trabajar de albañil o de pintor de paredes, pero su mujer no sabía coser ni tricotar ni hablaba inglés. En Turquía había estado tres años mendigado para dar de comer a niñas. -Tatiana meneó la cabeza consternada-. Pensé que si aprendían inglés les sería más fácil. ¿Qué podía hacer? Iban a enviarlos a todos de vuelta.

Se inclinó hacia su hijo para colocarle bien la gorra de béisbol y limpiarle el helado de vainilla de la barbilla.

– Imagínate su reacción cuando les digo que marido puede quedarse pero los demás deben irse. «¿Adónde? ¿A Ucrania otra vez?», me preguntaron. «Huimos de allí. Nos meterán directamente en campo de concentración y ya nunca saldremos. Con cinco mujeres, ¿sabes qué será de nosotros en campo?» ¿Qué podía hacer, Vikki? Busqué trabajo de limpiadora a la madre, en casa de tendero. Las hijas comenzaron a cuidar a los tres hijos del tendero. Se quedaron en Ellis hasta que hablé con agente de inmigración que les concedió visado temporal. -Tatiana se encogió de hombros-. Estos días, Ellis es una locura. Quieren expulsar a todo el mundo. Hoy han devuelto a uno a Lituania, y no le pasaba nada, sólo tenía pequeña infección en oído derecho. Lo metieron en centro de detención y al día siguiente lo expulsaron, sin más. ¡Por una oreja infectada! -Las mejillas de Tatiana estaban rojas-. Al pobre lo vi sentado en la sala, llorando a mares. Me dijo que su mujer llevaba dos años esperándolo en Estados Unidos. Eran sastres. Le miré la oreja…

– Espera, espera… ¿hablaste con un agente de inmigración? -preguntó Vikki-. ¿Te refieres al malvado Vittorio Vassman?

– Sí, ése. Buen hombre.

Vikki se echó a reír.

– ¡No ha querido darle una plaza de aparcamiento a su propia madre! ¿Y conseguiste que les concediera un visado temporal? ¿Qué has tenido que hacer?

– Preparé pirozhki para su madre y blinchiki para él y me dijo que yo hacía bien trabajo.

– ¿Tuviste que acostarte con él?

Tatiana suspiró.

– Eres incorregible.

– Edward, ¿sabes qué está haciendo Tania en Ellis?

– ¡Ah, lo sé todo!

Estaban comiendo en la cafetería, llena de médicos y enfermeras porque Ellis volvía a ser el principal punto de entrada de refugiados en el país. Entre las enfermeras no estaba Brenda, que para sorpresa de todos se había marchado en junio de 1945, cuando su marido había vuelto del Pacífico. Nadie sabía que Brenda tenía marido.

Vikki explicó la escena del Lower East Side.

Edward asintió y miró a Tatiana con cariño. En realidad, su expresión obligó a Tatiana a desviar la mirada y a Vikki a contemplarlo con ojos sorprendidos.

– Toda la isla está enterada de qué hace Tatiana, Vik -dijo Edward-. ¿Por qué crees que no la dejan subir a los barcos? Cuando es ella la que examina a los pasajeros, entran todos. Los refugiados se enteran de su existencia durante la travesía y todos quieren ponerse en la cola que inspeccione Tatiana.

– Eso lo entiendo. Lo que no entiendo es cómo ha convencido a Vassman para que les dé visados.

– Tatiana lo hipnotiza todas las mañanas. Y si no funciona, le echa algo en el café.

– ¿Me estás diciendo que ve a Vassman por la mañana?

– Bueno, dejadlo ya -protestó Tatiana.

– El sábado pasado -continuó Edward- vinieron tres mujeres a preguntar por ella. Habían tomado el transbordador sólo para venir a verla a Ellis.

– ¿Igual que tu mujer hacía contigo? -preguntó Tatiana en tono inocente.

– No, nada que ver -respondió Edward-. Mi inminente ex esposa no venía a ponerse a mis pies como las señoras que vinieron a verte a Ellis.

– No exageres -dijo Tatiana-. Me trajeron unas manzanas.

– Manzanas, una blusa, cuatro libros… -Edward sonrió-. Como no estabas, les dije que podía darles tu dirección…

– ¡Edward! -protestaron al unísono Vikki y Tatiana.

Edward se echó a reír.

– Os llegaron las manzanas, ¿no?

– No -dijo Tatiana.

Cuando pararon a comprar el Tribune, el quiosquero se quedó mirándolas y preguntó:

– ¿Es usted Tatiana, la enfermera?

– ¿Quién lo pregunta? -quiso saber Tatiana, repentinamente alerta.

– La llaman «el ángel de Ellis» -explicó el quiosquero, sonriendo-. No me debe nada por el periódico. Tengo cien clientes nuevos gracias a usted…

– Empiezo a entenderlo -dijo Vikki cuando se alejaban-. Dios mío… ¡No lo haces por ellos!

– ¿El qué?

– Lo haces por ti. «¿Quién lo pregunta?», le has dicho al quiosquero, como si estuvieras esperando a la persona que preguntó por Tatiana.

– Te equivocas. ¿Cómo puedes equivocarte tantas veces en un solo día?

– ¿A quién estás esperando?

– Es un hábito de los viejos tiempos -dijo Tatiana-. Cuando alguien pregunta por ti, es mala señal.

– Tonterías. ¿A quién estás esperando?

– A nadie.

– ¿De dónde sacas el tiempo? Tienes un crío y dos trabajos, y yo vivo contigo. ¿De dónde sacas tiempo para tu vida secreta?

– ¿Qué vida secreta? No es nada. Una vez pregunté al conserje de nuestro edificio sí necesitaban a otro portero. ¿Tan complicado es eso?

– No lo sé. Yo no pregunto esas cosas. ¿Por qué tú sí?

– Porque no me cuesta nada -contestó Tatiana-. Y ahora Diego, el rumano, puede ganarse la vida.

– ¡Eres un caso! -dijo Vikki, abriendo la puerta y pasándole un brazo por los hombros-. ¿Es el legado que quieres dejar a Estados Unidos?

– No es un legado -dijo Tatiana, entrando en la casa-. Es mi forma de dar las gracias.

Vikki no solía estar en casa al anochecer. Salía a bailar o al cine, la invitaban a una cena, hacía amigos en los bares… Muchas de las veces en que volvía tarde había bebido y tenía ganas de charlar, y Tatiana, que solía estar despierta, se quedaba un rato con ella. Una noche, sin embargo, Tatiana ya dormía. Eso no disuadió a Vikki, que se quitó el vestido y se metió en la cama junto a su amiga, se tapó la cara con las manos y suspiró teatralmente.

– ¿Sí? -dijo Tatiana.

– ¿No duermes?

– Ya no.

Vikki se apartó las manos de la cara. Tenía la expresión algo aturdida por el alcohol.

– No he encontrado taxi, Tania. He venido desde el Astor Place con los tacones. ¡Cómo me duelen los pies!

Tatiana la oyó sollozar. El sentimentalismo italiano de Vikki se exacerbaba cuando bebía. Tatiana extendió una mano y le acarició el pelo.

– ¿Qué te pasa, Gelsomina?

– ¿Qué busco, Tania? El tío con el que salí anoche es un imbécil. Lo conocí la semana pasada.

– Ya te dije que no te convenía.

– Al principio era muy simpático.

– ¿Quieres decir la semana pasada?

– Sí. Pero hoy se ha puesto violento. A la salida del Ricardo's ha empezado a abrazarme muy fuerte. Menos mal que ha pasado un taxi. Insistía en acompañarme a casa y no aceptaba un no por respuesta.

– ¿Y por qué iba a hacerlo? Le dijiste que sí cuando lo acababas de conocer.

– Ay, Tatiana. Quiero un chico simpático, que me quiera. ¿Qué hay de malo en eso?

Si Dasha salía todos los viernes y sábados después del trabajo y si se había liado con su jefe, un dentista casado, ¿era porque quería conocer a un hombre simpático y que la quisiera? Más adelante, en el bar de Sadko, conoció a un joven muy alto y muy simpático, oficial del Ejército Rojo. («Ya verás cuando lo conozcas, Tania. ¡Nunca has visto a nadie tan guapo!»)

– Nada.

– Ojalá volviera Harry. Era un encanto…

Harry era un borrachín. Pero Tatiana no dijo nada.

– O Jude, o Mark, o mi primer marido… Cuando estábamos en guerra, iba mejor. Ahora vuelven y quieren estar con nosotras, pero no saben cómo tratarnos. Quieren que seamos como sus compañeros de batalla.

– ¿Y nosotras sabemos cómo tratarlos a ellos?

– Quiero volver a enamorarme -dijo Vikki, llorando-. ¿Sabes qué me da miedo? Volverme una persona desarraigada, como mi madre. No quiero ser como ella. Dicen que terminamos siendo como nuestras madres, ¿tú crees que es cierto? -Antes de que Tatiana tuviera tiempo de responder, Vikki continuó-: Mi madre me abandonó, se fue al extranjero, viajó mucho, supongo que amó, y ha terminado en Montecito, imagínate. Ni siquiera sé dónde está Montecito, pero allá es donde está mi madre, en un manicomio.

– Lo siento por ella.

– ¿Sabes qué pienso? -susurró Vikki entre sollozos-. A veces pienso que me gustaría volver a verla. ¿No es ridículo?

– No -dijo Tatiana-. A mí también me gustaría volver a ver a mi madre.

– ¿Era una buena madre?

– No lo sé. Era mi madre, eso es todo.

– ¿Tuviste una buena hermana?

– Tuve una excelente hermana -susurró Tatiana-. Me cuidaba cuando era pequeña y me protegía de los chicos peligrosos. Me gustaría volver a verla a ella, y a mi hermano…

Tatiana cerró los ojos.

Pasha y Tania colgados de una cuerda, balanceándose sobre el Luga, uno, dos y tres, se sueltan y se zambullen en el agua, nadan hasta la orilla, dan otro salto y vuelven a zambullirse en el agua.

– ¿Y no te gustaría enamorarte? Yo quiero amor, y una casita de dos habitaciones en Long Island, y un coche y dos niños. Quiero lo que tienen mis abuelos. Durante cuarenta y tres años se han tenido el uno al otro.

– Vikki, tú no quieres eso. Los niños no son para ti. Eres un alma errante…

Vikki le dirigió una mirada de soslayo en la penumbra. Se le había corrido la máscara de pestañas.

– Podría vivir así.

Tatiana le enredó los dedos en el pelo y negó con la cabeza.

– ¿Qué sabes tú de nada? Nunca sales de este piso.

– ¿Adonde quieres que vaya? Estoy en casa.

– Ah, ¿sí? -preguntó Vikki, extendiendo la mano para acariciarle el pelo-. ¿Tú también eres un alma errante?

– Ojalá.

Vikki se acercó y la abrazó; Tatiana cerró los ojos y se acurruco contra su amiga, como solía hacer en una vida anterior, cuando vivía en la calle del Quinto Soviet y se acurrucaba contra su hermana Dasha.

– Tania -dijo Vikki-, ¿cómo es que no te has enamorado de nadie en todo este tiempo?

Tatiana no contestó.

– ¿Has estado con algún hombre además de tu marido.

Tatiana se apartó. Pensar en esas cosas por la noche, acostada junto a otra persona, era algo que quedaba más allá de sus fuerzas y de sus límites.

– No -respondió en voz baja-. Me enamoré a los dieciséis años y nunca he vuelto a enamorarme. No he estado con ninguna otra persona.

– Ay, Tania. Mi abuela dijo un día: «Esta chica aún no ha superado lo de su Travis», y tenía razón.

Tatiana no dijo nada. Vikki volvió a abrazarla.

– Pero tienes a su hijo. ¿No es un consuelo?

– Cuando no pienso en su padre, sí.

– ¿Y no quieres enamorarte otra vez? ¿No quieres la dicha del matrimonio? Por Dios, Tatiana… -Vikki suspiró-, ¡tienes tanto que dar! -Abrazó a Tatiana con más fuerza-. A Edward ya le han concedido el divorcio. ¿Por qué no sales a cenar con él? ¿Por qué sólo os veis a la hora del almuerzo?

– Edward se merece algo mejor que yo.

– No creo que él opine lo mismo.

Tatiana rió y le acarició el brazo.

– Ya llegaré a ese punto -susurró-. Tú misma me dijiste que lo conseguiría.

Estuvieron varias horas a oscuras, sin dormir. Vikki se tranquilizó y bebió un poco de agua. Volvió a tumbarse en la cama y se puso a fumar, tapada con la colcha.

– Por favor, dime que saldrás a cenar con él. ¿Qué tiene de malo una cena?

– ¿Por qué te preocupas por eso?

Vikki se echó a reír.

– Me preocupo -dijo, insistiendo en la palabra- porque sé lo que él quiere, y porque creo que haríais muy buena pareja.

– ¿Pareja? Olvídalo. Estábamos hablando de una cena.

– Sí, de una cena en pareja.

– Una pareja son muchas cenas, y hasta una casa en Long Island.

– ¿Y qué tendría eso de malo?

– Tengo que dormir. Tú haz lo que quieras.

No podía hablarle a Vikki de sus pensamientos terribles, y tampoco de sus pensamientos hermosos. No podría hablarle del cielo ni de la pena.

Era un consuelo dormir al lado de otro ser humano, no estar sola. Era un consuelo sentir un cuerpo que respiraba, un corazón que palpitaba, el roce del pelo oscuro de otra persona sobre tus hombros, sentir, sentir.

Lo único que tiene que decir Vova es: «No te preocupes, Alexander. Cuidaremos a Tania cuando tú no estés».

Están en la casa. Ella, sentada frente a él, lo mira con perplejidad.

Los oscuros celos que Alexander siente por cualquier muchacho de Lazarevo se vuelven cada vez más intensos. Cuanto más se acerca la partida, peor. Esa noche llegan al punto culminante.

– Quiero preguntarte una cosa -anuncia Alexander con una voz llena de sarcasmo.

– Shura, cariño…

– Quiero preguntarte una cosa, no me interrumpas -repite él elevando el tono. Da pasos como un animal enjaulado delante de Tatiana-. Lo único que quiero saber es esto: ¿vas a esperar mucho antes de dejar que Vova te cuide? Ah, y a lo mejor también dejas que te cuide el tal Vlasik, que seguramente querrá tocar otra cosa además de la guitarra. Pregúntale si vendría aquí a darte una serenata. ¿O quieres que se lo pregunte yo directamente?

Tatiana lo mira desconcertada, sin contestar. No está enfadada. ¿Cómo podría enfadarse si sabe que Alexander la adora y lo único que desearía es poder amarla menos?

– ¡Contéstame, demonios! -grita él, acercándose con un paso amenazante.

Tatiana permanece sentada, con las manos crispadas contra el pecho.

– Te ruego que…

– Ruega lo que quieras… -contesta él con voz cruel-. ¿Quieres que hable directamente con Vlasik? ¿O prefieres esperar a echarme de menos para usar con él las palabras que yo te enseñé?

Alexander, con la mirada flameante, la agarra del brazo y la obliga a levantarse.

– ¡Déjame! -protesta Tatiana, que forcejea intentando soltarse.

Quiere apartarse, pero se encuentra entre la mesa de costura y la pared del horno y no puede avanzar. Da un paso al frente y trata de refugiarse en la parte de la cabaña donde no hay muebles, pero Alexander se interpone con su cuerpo y la acorrala en el rincón.

– No hemos terminado, Tania -dice.

– ¡Shura!

– ¡No me levantes la voz!

– ¡Para, Shura! -dice Tatiana en voz alta. Intenta escabullirse de nuevo pero él la empuja con las dos manos contra la pared-. ¡He dicho que pares! Estás armando un escándalo por nada.

– Para ti no será nada.

– ¿Te has vuelto loco? -dice Tatiana, acercándose a él-. Déjame pasar.

– Oblígame.

– Para, Shura, por favor! -exclama Tatiana, estremecida.

Los esfuerzos por no llorar hacen que el labio inferior empiece a temblarle. Él da un cabezazo contra la pared y la deja pasar.

– ¡Qué te pasa, Alexander? ¿Crees que si te comportas así me importará menos tu partida? ¿Piensas que me alegraré de verte marchar? ¿Que puede haber algo capaz de ayudarme a soportar la vida cuando tú no estés?

– Eso pareces pensar -contesta Alexander, alejándose unos pasos.

Tatiana lo mira, y sus ojos se vuelven repentinamente más claros.

– Ah, ya lo entiendo. No tiene que ver conmigo sino contigo. -Tatiana ahoga un gemido-. Crees que si me imaginas liándome con cualquier imbécil del pueblo, se apagará lo que sientes por mí. Piensas: «Si Tania me traiciona, me resultará más fácil morir, abandonarla…».

– ¡Calla!

– ¡No! -grita Tatiana-. Eso es lo que quieres, ¿no? Si te imaginas lo peor, dejo de ser tu esposa y me convierto en una lagarta sin sentimientos. Y tú quedas libre porque yo soy una lagarta que se ha buscado a un gallito para que ocupe tu lugar.

Tatiana aprieta los puños con rabia.

– Te he dicho que calles.

– ¡No! -chilla Tatiana, y se encarama de un salto a la base de la chimenea elevada, para sentirse un poco más alta y más valiente-. Lo que quieres, lo que necesitas, es imaginar algo imposible para librarte de mí. -Las lágrimas le surcan el rostro-. Pues bien, me importa una mierda que lo necesites, porque no pienso dártelo -asegura enfurecida-. Tendrás lo que quieras de mí, pero no voy a comportarme como una puta para que tú te sientas mejor cuándo me dejes.

– Te be dicho que calles, ¿me has oído?

– Y si no, ¿qué? -dice Tatiana-. Tendrás que obligarme porque no pienso callarme.

– ¡No, claro que no! -grita Alexander, dando una patada que envía la tetera al otro lado de la habitación.

– ¡Exacto! -contesta Tatiana-. No te lo voy a dar. ¿Quieres que nos peleemos? Porque esto merece una pelea.

– Tú no sabes qué es una pelea -dice Alexander, apretando los dientes.

La obliga a bajar de la chimenea, le desgarra el vestido, la tumba sobre el suelo de madera, le arranca las bragas, le abre las piernas y empieza a descender sobre ella.

Tatiana cierra los ojos.

Él la trata con brusquedad. Al principio ella no quiere abrazarlo, pero le resulta imposible no abrazar el cuerpo angustiado de Alexander.

– No puedes tomarme ni dejarme, soldado… -consigue decir entre gemidos.

– Sí que puedo tomarte -susurra Alexander.

De pronto emite un gemido de impotencia, se aparta y sale de la cabaña, dejando a Tatiana hecha un ovillo en el suelo, tosiendo y jadeando.

Alexander está fumando en el banco y le tiemblan las manos. Tatiana sale envuelta en una sábana blanca y se planta frente a él.

– Mañana es nuestro último día en Lazarevo -dice con voz temblorosa, articulando apenas las palabras. No es capaz de mirarlo y Alexander no es capaz de mirarla-. No lo pasemos así, por favor.

– Tienes razón.

Tatiana deja caer la sábana al suelo y se arrodilla a los pies de Alexander.

– Cuidado -dice él en voz baja, mirando el cigarrillo encendido.

– Ya es tarde -contesta Tatiana-. ¿Qué me importa el cigarrillo cuando se acerca nuestra destrucción?

Durante largo rato, acostados el uno junto al otro en la habitación en penumbra, Alexander la abraza contra su pecho, sin hablar, sin moverse, casi sin respirar, sin terminar lo que había empezado antes.

Finalmente, habla.

– No puedo llevarte conmigo -dice-. Sería demasiado peligroso para ti. No puedo arriesgarme…

– Chisss… -Tatiana le besa el pecho-. Ya lo sé. Soy tuya, Shura. Tal vez esta noche querrías que todo fuera diferente, pero no puedes negar el hecho de que soy tuya, como siempre, y de nadie mas. Y es algo que nada puede cambiar. Ni tu rabia, ni tus puños, ni tu cuerpo, ni tu muerte.

Alexander emite un sonido gutural.

– Amor mío… -Tatiana empieza a llorar-. Somos huérfanos los dos, Alexander. Sólo nos tenemos el uno al otro. Has perdido a todos tus seres queridos, pero a mí no me perderás. Te juro por nuestra alianza de matrimonio, por la virginidad que rompiste y por el corazón que estas rompiendo ahora, por tu vida… te juro que seré tu fiel esposa para toda la eternidad.

– Tania -susurra Alexander-. Prométeme que no me olvidarás cuando muera.

No vas a morir, soldado -responde Tatiana-. Sigue viviendo, sigue respirando, aférrate a la vida, no te dejes ir. Prométeme que vivirás por mí, y yo te prometo que cuando termines, te estaré esperando. -Ha empezado a sollozar-. Donde quiera que termines, Alexander, me encontrarás a mí esperándote.


La vida se manifestaba en las cosas más pequeñas. En el marinero que aguardaba junto a la pasarela cuando Tatiana subía al transbordador por la mañana, le sonreía y le decía buenos días, le ofrecía una taza de café y un cigarrillo y pasaba la media hora de travesía sentado a su lado en el puente. En Benjamín, el jugador de la segunda base, que cuando intentaba agarrar una pelota perdida chocaba con Tatiana, caía sobre ella y tardaba un momento en levantarse. Suficiente para que Edward, que jugaba de receptor, se acercara y dijera: «Comportaos, esto es un partido de béisbol y no el Ricardo's». En Vikki, que le pintaba los labios antes de que se fuera a trabajar y la despedía con un beso en la mejilla, y en Tatiana, que se quitaba el carmín tan pronto como salía de la casa.

Se manifestaba en la única mañana en la que Tatiana no se quitó el carmín de los labios.

En la única noche de viernes en la que aceptó ir al Ricardo's.

La vida se manifestaba en el elegante agente de bolsa que tomó asiento cerca de Vikki y Tatiana en la cafetería de la esquina entre la calle Church y Wall Street y que se echó a reír al oír su conversación.

En el padre de familia al que Tatiana había ayudado a entrar en el país y que más tarde fue a verla a Ellis para ofrecerle como marido a su hijo mayor, que era albañil y tenía un buen sueldo. Fue acompañado de su hijo, que tenía dieciocho años y era alto, fuerte y sonriente y que miró a Tatiana con la dulce expresión de quien lleva largo tiempo enamorado. Los dos fueron a tomar algo a la cafetería y Tatiana le dijo que se sentía halagada pero que no no podía casarse con él.

La vida se manifestaba en el almuerzo que Tatiana compartía dos veces por semana con Edward.

Se manifestaba en los obreros que trabajaban en las calles del centro y en los empleados de la Con Edison y en el sonriente propietario del puesto de perritos calientes al que Tatiana compraba un perrito caliente y una Coca-Cola.

Tatiana se pasaba el día entero en los barcos, examinando a los refugiados que llegaban al puerto de Nueva York de la posguerra y acompañándolos al transbordador que los dejaría en Ellis o recibiéndolos en la propia isla. Por la tarde trabaja en el hospital de la Universidad de Nueva York y se fijaba en todos los rostros masculinos. Si él entraba en el país, pasaría por uno de esos dos lugares: Ellis o la Universidad de Nueva York. Sin embargo, la guerra había terminado cuatro meses atrás. Hasta el momento habían regresado tan sólo un millón de soldados, y 300.000 habían pasado por Nueva York. ¿A cuántos podía preguntar Tatiana si habían estado destinados en Europa y si habían conocido a algún oficial soviético en los campos de prisioneros, en especial a alguno que hablara inglés…? Tatiana se acercaba a todos los barcos que llegaban al puerto de Nueva York y escrutaba los miles de rostros de los fugitivos europeos. ¿Cuántas veces oyó hablar a los soldados norteamericanos de los horrores que habían visto en la Alemania nazi? ¿Cuántas historias le contaron sobre los sufrimientos de los prisioneros soviéticos en los campos alemanes? ¿Cuántos recuentos de bajas tuvo que escuchar? ¿Cuántas veces oyó nombrar los cientos de miles, los millones de muertos? El plasma o la penicilina no podían hacer nada por los soldados soviéticos, que morían de hambre en los campos alemanes. ¿Cuántas veces tendría que escuchar la misma historia una y otra vez?

Y por las noches iba a buscar a Anthony a casa de Isabella, cenaba allí y hablaba con Vikkí de libros y de películas y de moda. Y después se iban a su casa y acostaban a Anthony. Y después se sentaban en el sofá y leían o seguían charlando. Y al día siguiente todo empezaba de nuevo.

Y después empezaba otra semana.

Y otra.

Y otra.

Todos los meses, Tatiana y Anthony iban a hacer una visita a Esther y a Rosa. No tenían noticias.

Todos los meses llamaba a Sam Gulotta, que tampoco tenía noticias.

En Nueva York se edificaba a un ritmo muy superior al del resto del país. En Europa se llevaban a cabo intensas labores de reconstrucción. Las personas que llegaban a Ellis dejaron de ser refugiadas y volvieron a ser consideradas inmigrantes. El hospital de la Universidad He Nueva York ya no acogía a veteranos de guerra, a no ser que estuvieran convalecientes. Todas las semanas Tatiana iba a ver si había alguna carta en su apartado de correos, pero nadie le escribía. Contra todo lo que dictaba el sentido común, seguía esperándolo. Y los sábados por la noche salía a bailar, y los viernes por la noche iba al cine, y seguía preparando la cena, jugando al béisbol en Central Park y leyendo libros en inglés, y salía a pasear con Vikki y se ocupaba de Anthony, y entretanto clavaba la mirada en todas las espaldas y en todos los rostros masculinos con los que se cruzaba por la calle, esperando descubrir la espalda o el rostro de Alexander. Si él hubiera podido ir hacia ella, habría ido; pero no había sido así. Si hubiera encontrado el modo de escapar, se habría escapado; y no había sido así. Si estuviera vivo, Tatiana habría tenido noticias de él. Y no había tenido ninguna noticia.

– Esto es sólo el principio de tu vida, Tatiana -dice Alexander-. Después de trescientos millones de años, seguirás aquí.

– Sí-susurra Tatiana-. Pero no contigo.

Capítulo 33

La tierra natal, 1945

Se detuvieron una, dos y hasta quince veces a lo largo del trayecto, sin que nadie les informara de adonde se dirigían. Cambiaron dos veces de tren, siempre en medio de la noche. Al oír el sonido de los grilletes contra el metal de las vías y del estribo, Alexander tuvo la impresión de estar alucinando. No pensaba más que en volver a tumbarse en la litera y cerrar los ojos.

Mientras el tren se dirigía hacia el este, hacia la tierra natal de los soldados que volvían encadenados de la guerra, Alexander y Ouspenski compartían una escudilla de gachas que salpicaban a cada sacudida del vagón.

El tren siguió avanzando a través de los valles y forestas que se extendían al otro lado del Elba.

Alexander se cubrió la cara con el brazo y vio el Kama cubierto de hielo. Frente a él, al otro lado de la noche, estaba el rostro pecoso y sonriente de Tatiana.

El tren atravesó a toda velocidad las montañas, alejándose de los bosques de abetos, los troncos cubiertos de musgo y las cuevas del tesoro.

Pasaron días y días, noches y noches, todo un ciclo lunar, y aún no habían llegado a su destino.

Les daban gachas para desayunar y gachas para cenar.

Por la noche, en el vagón hacía mucho frío. Fuera se extendía la vasta meseta del norte de Alemania.

Alexander se quedó dormido.

Soñó con ella.

Tatiana se despierta gritando y se sienta en la cama, agitando los brazos. A su espalda, Alexander se incorpora también, aturdído de sueño.

– Tania.- la llama, agarrándola por la muñeca.

Con una fuerza inaudita, en un gesto furioso y asustado, Tatiana lo empuja y, sin volverse, le asesta un puñetazo en plena cara. Alexander no tiene tiempo de reaccionar, y la nariz le empieza a sangrar como si se hubiera roto una compuerta. Ahora sí que está despierto. Sujeta con firmeza los brazos de Tatiana y grita con su voz más poderosa:

– ¡Tania!

La sangre que sigue manando de su nariz le resbala por la boca, la barbilla y el pecho. Aún no es de día, y el resplandor azulado de la luna deja entrever apenas la silueta de Tatiana jadeando frente a él y las gotas oscuras que caen sobre la sábana blanca.

Tania se tranquiliza, respira hondo y se echa a temblar. Alexander cree que ya puede soltarla.

– ¡Si supieras qué soñaba, Shura…! -exclama Tatiana. Se vuelve y al verlo añade con voz llorosa-: ¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado?

Alexander se sienta en el borde de la cama y se lleva la mano a la nariz.

Tatiana salta por encima de él, corre en busca de una toalla, vuelve a subirse a la cama y se sienta apoyada contra la pared.

– ¡Corre, ven! -le dice, extendiendo la mano hacia él.

Reclina la cabeza de Alexander en su regazo y le coloca la toalla sobre la nariz.

– De do agradezco -balbucea él-, pero no puedo guespirar.

Alexander se incorpora, escupe sangre y vuelve a reclinar la cabeza en el regazo de Tatiana, manteniendo la toalla un poco apartada de la boca.

– Lo siento, cariño -susurra Tania-. No quería… ¡Es que no te puedes imaginar qué estaba soñando!

– Gue me habías pillado con odra mujed -dice Alexander.

– Peor -contesta Tatiana-. Estabas vivo pero no te movías, tumbado frente a mí, y ellos me obligaban a comer pedazos de tu cuerpo…

– ¿Quiénes?

– No les veía la cara. Me sujetaban los brazos a la espalda, y uno te iba cortando pedazos de carne de un costado y me los metía en la boca.

– ¿Me estabas comiendo vivo? -pregunta Alexander sorprendido, alzando los ojos hacia ella.

Tatiana traga saliva, y Alexander enarca las cejas.

– Aquí… -Tatiana le toca el torso, justo debajo de las costillas-te faltaba un trozo de carne.

– ¿Y cómo sabes que estaba vivo?

– Parpadeabas suplicándome que te ayudara… ¡Ay, Señor! -exclama Tatiana, cerrando los ojos.

– ¿Y por eso has empezado a darme puñetazos?

Tatiana asiente y lo mira con los ojos empañados en lágrima.

– ¿Qué te he hecho? -susurra.

– Romperme la nariz, creo -dice Alexander sin darle importancia.

Tania se echa a llorar.

– Es broma -explica Alexander, extendiendo una mano hacia ella-. No te preocupes, Tatia. Sólo es un poco de sangre, se me pasará en un momento.

Alexander advierte la expresión compungida de Tatiana. En su mandíbula apretada, en la tensión de los huesos de la cara, quedan vestigios de la pesadilla.

– No pasa nada, Tania. Estoy bien -la tranquiliza.

Se vuelve hacia ella, besa uno de sus senos y apoya la mejilla en su pecho mientras Tatiana lo atrae hacia sí y le acaricia la nariz y el pelo.

– Estabas vivo y me obligaban a comer pedazos de tu cuerpo -susurra-. ¿Lo entiendes?

– Perfectamente -contesta Alexander-. Y mi sangre es la prueba.

Tania le da un beso en lo alto de la cabeza.

– Voy a lavarme la cara -dice Alexander cuando la hemorragia se detiene-. Mañana lavaremos las sábanas.

– Espera, no te vayas. Voy a buscar algo para limpiarte. Tenemos agua en la cabaña. ¿Puedes tumbarte? ¿Quieres que te ayude. Ven, dame la mano.

– Sólo es un poco de sangre. No me estoy muriendo, Tania -responde él.

Le da la mano, baja de la cama y se sienta en la base de la chimenea elevada.

– Mañana estarás todo magullado. -Tatiana empapa una toallita en agua, se sienta a su lado y le lava con delicadeza la cara y el cuello-. Soy un peligro, mira lo que te he hecho… -murmura.

– La verdad es que nunca te había visto así. Estabas hecha una furia y no he podido evitar que me dieras un buen puñetazo. Me recordabas a algunos soldados que he visto en la guerra, que de pronto adquirían la fuerza de diez hombres.

– Lo siento… Bueno, ya estás limpio. Ahora no sueñes tú conmigo, ¿eh, Shura?

- ¿ Que no sueñe que te como mientras estás tumbada frente a mí, por ejemplo? -pregunta Alexander con una sonrisa-. ¡Sería una pesadilla espantosa!

– Ni eso ni nada. ¿Te ayudo a subir a la cama?

– No hace falta.

Tatiana sale un momento de la cabaña y regresa con la toalla empapada en las frías aguas del Kama.

– Toma, ponte esto para que la nariz no te quede tan magullada.

Alexander se tumba boca arriba y se cubre la cara con la toalla mojada.

– Así no podré dormir -dice con la voz amortiguada por la tela.

– ¿Y quién quiere dormir? -oye decir a Tatiana, que se arrodilla entre sus piernas. Alexander emite un gemido ahogado-. ¿Qué puedo hacer para compensarte? -oye decir a Tatiana.

– No se me ocurre nada…

– ¿No…?

Tatiana ronronea mientras sus dedos finos acarician a Alexander y su boca le envía su cálido aliento. Él está dentro de su boca, con la toalla empapada y fría cubriéndole la cara.

El tren se detuvo en una pequeña estación medio en ruinas y los prisioneros tuvieron que bajar y colocarse en varias filas. Alexander llevaba puestas unas botas que no podían ser suyas porque le iban muy pequeñas. Aguardaron adormilados en medio de la noche, bajo la trémula luz de una única farola. Un soldado abrió un sobre, sacó un papel y leyó con voz pomposa los delitos de los que se acusaba a los setenta hombres formados frente a él.

– Oh, no… -murmuró Ouspenski.

Alexander se mantuvo erguido e impasible, deseando poder tumbarse otra vez en la litera del vagón. Ya nada podía sorprenderlo.

– No se preocupe, Nikolai -dijo.

– ¡Cállense! -gritó el soldado que había leído el documento-. Son culpables de traicionar a nuestra nación construyendo barracones, limpiando armas y cocinando para el enemigo durante su estancia en los campos de prisioneros de guerra. La ley castiga duramente la traición. En virtud del artículo 58, apartado I-B, quedan sentenciados a pasar un período no inferior a quince años en diferentes campos de castigo de la Zona II, terminando la condena en el de Kolima. Para empezar, se encargarán de alimentar la máquina de este tren: encontrarán carbón y palas junto a las vías. La siguiente parada será un campo de trabajo situado en territorio alemán. ¡En marcha!

– ¡Oh, no! ¡No quiero ir a Kolima! -se lamentó Ouspenski-. Tiene que haber un error.

– ¡No he terminado! -vociferó el soldado-. ¡Belov y Ouspenski, acérquense!

Alexander y Ouspenski avanzaron unos pasos arrastrando las cadenas.

– Ustedes dos, además de dejarse capturar por el enemigo, hecho que se castiga automáticamente con quince años de cárcel, han llevado a cabo actividades de sabotaje y espionaje en tiempos de guerra. Queda usted privado de empleo y categoría, capitán Belov, y usted también, teniente Ouspenski. Queda usted condenado a veinticinco años, capitán Belov. Y usted también, teniente Ouspenski.

Alexander permaneció impasible, como si aquellas palabras no fueran con él.

– Hable con sus superiores, tiene que haber un error -insistió Ouspenski-. ¡No pueden condenarme a veinticinco años!

– ¡Las órdenes son claras!

El soldado agitó el papel en las narices de Ouspenski.

– No me ha entendido: me consta que es un error… -insistió Ouspenski, meneando la cabeza.

Miró a Alexander, que lo observaba con fría perplejidad.

Ouspenski no volvió a decir nada más mientras se dedicaban a echar paletadas de carbón en el depósito de la máquina de vapor. Sin embargo, cuando estaban otra vez en la litera, protestó con una furia que a Alexander le pareció excesiva.

– ¿Es que nunca voy a ser libre?

– Sí, dentro de veinticinco años.

– Libre de usted, quiero decir -precisó Ouspenski, dándose la vuelta para no mirarlo-, ¿Hasta cuándo vamos a estar encadenados, compartiendo la misma litera y comiendo de la misma escudilla…?

– No sea tan pesimista… A lo mejor encuentra novia en Kolima. Creo que allá los campos son mixtos.

Estaban sentados el uno al lado del otro. Alexander se tumbo y cerró los ojos, y Ouspenski comenzó a rezongar diciendo que no le dejaba sitio. El tren dio una sacudida y Ouspenski se cayó de la litera.

– ¿Por qué se queja tanto? -dijo Alexander, tendiéndole la mano para ayudarlo a levantarse.

Ouspenski rechazó la ayuda.

– No tendría que haberle hecho caso. No debería haberme entregado a los alemanes. Si hubiera pensado solamente en mí, ahora sería libre.

– ¿Aún no se ha enterado de lo que pasa, Ouspenski? Los refugiados, los condenados a campos de trabajo, los rusos que estaban en Polonia, Rumanía o Baviera, en Italia o en Francia, en Dinamarca o Noruega… Todos vuelven a su tierra natal y todos están recibiendo el mismo trato. ¿Qué le hace pensar que usted precisamente iba a salir libre?

Ouspenski no contestó.

– También le han caído veinticinco años. ¡Veinticinco! ¿Es que no le importa?

– ¡Ya no me importa nada, Nikolai! -suspiro Alexander- Tengo veintiséis años, y a los diecisiete me enviaron a Siberia. Si hubiera cumplido aquella primera condena en Vladivostok, ahora estaría a punto de salir a la calle.

– ¡Exacto! ¡Eso le pasó a usted, joder! Desde el día en que me pusieron a su lado en el hospital de Morozovo, todo ha girado a su alrededor. ¿Tengo que pasarme veinticinco años en un puto presidio porque la maldita enfermera me colocó en la cama contigua a la suya, -protestó Ouspenski, haciendo sonar las cadenas en su agitación.

– ¡Callaos ya! -gritaron los demás prisioneros, que intentaban dormir.

– Esa maldita enfermera era mi esposa -explicó Alexander en voz baja-. Ya ve hasta qué punto su destino está unido al mío, querido Nikolai…

Ouspenski estuvo varios minutos sin hablar.

– No lo sabía -dijo al final-. Claro, la enfermera Metanova… Por eso me sonaba tanto el nombre de Pasha… -Calló un momento Y añadió-: ¿Y dónde está ahora su mujer?

– No lo sé -contestó Alexander.

– ¿No le escribe?

– Ya sabe que no me llegan cartas. Y yo no escribo tampoco. Sólo tengo una estilográfica que no funciona.

– Bueno, lo que quiero decir es que ella estaba en el hospital y de pronto dejamos de verla. ¿Volvió con su familia?

– No. Todos están muertos.

– ¿Y los familiares de usted?

– También están muertos.

– ¿Y ella dónde está? -preguntó Ouspenski con una voz muy aguda.

– ¿Qué pasa, Ouspenski? ¿Me está interrogando?

Ouspenski calló.

– ¿Qué pasa, Nikolai?

Ouspenski siguió sin hablar.

Alexander cerró los ojos.

– Me prometieron, me juraron, que todo iría bien… -susurró al final Ouspenski.

– ¿Quiénes? -dijo Alexander, sin abrir los ojos.

Ouspenski no contestó.

Alexander abrió los ojos.

– ¿Quiénes? -insistió, irguiéndose sobre la litera.

Ouspenski se apartó un poco; sólo un poco, por culpa de la cadena que los unía.

– Nadie… -murmuró, y se encogió de hombros mientras lanzaba a Alexander una mirada esquiva. Al cabo de un momento, procurando que su voz no trasluciera la emoción, añadió-: Es lo de siempre… Vinieron a verme en 1943, poco después de que nos arrestaran, y me dijeron que tenía dos opciones. La primera era morir fusilado por los delitos cometidos contra el artículo 58. Lo pensé un poco y les pregunté cuál era la segunda opción -continuó, con la voz neutra del hombre al que ya nada importa demasiado-. Y me dijeron que usted era un criminal peligroso, pero necesario para el esfuerzo bélico. Dijeron que había cometido graves delitos contra la autoridad, pero que, como nuestro régimen constitucional los obligaba a respetar sus derechos (eso dijeron), no lo ejecutarían y esperarían a que usted mismo se ahorcara.

Por eso Ouspenski había estado siempre a su lado…

– ¿Y le pidieron que me sirviera usted de soga, Ouspenski. -exclamó Alexander, aferrando los grilletes con las manos crispadas.

Ouspenski no contestó.

– ¡Ay, Nikolai…! -suspiró Alexander.

– Espere…

– No hace falta que diga nada más.

– Espere, puedo explicarle…

– No! -gritó Alexander, abalanzándose sobre él. Desesperado y furioso, lo agarró por el cuello y le golpeó la cabeza contra la pared del vagón-. ¡No quiero oír nada más!

– Espere… -susurró Ouspenski con voz ronca, incapaz de apartarlo.

Alexander volvió a golpear la cabeza de Nikolai contra la pared.

– ¡A ver si os calláis un poco! -dijo un compañero de vagón, sin mucho convencimiento.

Nadie quería involucrarse. Un hombre menos significaba más pan para el resto.

Ouspenski no podía respirar y había empezado a sangrarle la nariz. No intentaba defenderse.

Alexander le dio un puñetazo en plena cara. Ouspenski cayó al suelo y Alexander comenzó a darle patadas con las botas que eran demasiado pequeñas para él.

– ¡He estado a su lado todos los días desde hace más de dos años! -exclamó, con una voz tan gutural que a él mismo le dio miedo.

Estaba peligrosamente cerca de matar a otro ser humano en un ataque de rabia. No era la rabia imparable y súbita que lo había impulsado a atacar a Slonko. La ira contra Ouspenski se mezclaba con el enojo que sentía hacia sí mismo por haber bajado la guardia y, sobre todo, con el oscuro dolor de sentirse traicionado por la persona que más cerca había estado de él en los últimos tiempos. Era un sentimiento tan desolador, que Alexander no pudo por menos que apartarse y derrumbarse en la litera. Seguía encadenado a su compañero.

Ouspenski estuvo unos momentos sin decir nada, mientras recobraba el aliento y se limpiaba la sangre de la cara. Cuando habló, lo hizo con voz serena.

– No quería morir -explicó-. Me ofrecieron una salida, me dijeron que, si averiguaba si había ayudado a escapar a su mujer o si era norteamericano tal como sospechaban, me dejarían libre. Podría volver a mi vida anterior, con mi mujer y mis hijos.

– Es obvio que fue una buena oferta -dijo Alexander.

– ¡No quería morir! -exclamó Ouspenski-. ¡Y usted debería entenderlo mejor que nadie! Todos los meses tenía que enviarles un informe relatando qué hacía y qué decía… Les interesó mucho nuestra conversación sobre Dios. Una vez al mes, tenía que acudir a una entrevista con los agentes del NKGB y contestar a sus preguntas: si había hecho algo sospechoso, algo que lo pusiera en evidencia; si había empleado palabras prohibidas o extranjeras… A cambio de proporcionarles información, mi mujer tenía derecho a más raciones de comida y a un incremento en la paga que recibía como esposa de militar. Y a mí me daban unos rublos para mis gastos…

– ¿Me vendió por unas cuantas monedas, Nikolai? ¿Me vendió para irse de putas?

– Usted nunca se fió de mí.

– Sí que me fiaba -contestó Alexander, con los puños crispados-. Aunque no le conté nada, lo consideraba digno de mi confianza e incluso se lo dije a mi cuñado. -Ahora lo entendía-. Pasha sospechó de usted desde el principio, siempre me lo decía.

Como Tatiana, Pasha era capaz de ver el fondo de las personas. Alexander soltó un bufido. No le había hecho caso y ése era el resultado. Si no se lo había contado todo a Ouspenski, había sido para no poner en peligro su miserable vida.

– Les expliqué todo lo que sabía -continuó Ouspenski después de una pausa-. Les dije que lo había oído hablar en inglés con los británicos de Katowice y con los norteamericanos que entraron en Colditz, les conté que quería rendirse… ¿Por qué me echan veinticinco años?

– ¿No lo adivina?

– ¡No lo entiendo!

– ¡Porque sí! -chilló Alexander-. Vendió su alma por una libertad ilusoria. ¿Le extraña haber perdido las dos cosas? ¿Cree que en algún momento tuvieron la intención de cumplir su palabra, que se preocuparían por usted sólo porque les dio información que ya sabían? No han encontrado a mi mujer y nunca la encontrarán. Me asombra que sólo le hayan caído veinticinco años. -Alexander bajó la voz y concluyó-: Normalmente, la recompensa es eterna…

– ¡Todo se lo toma como una cuestión personal! Voy a ir a la puta cárcel y usted…

– ¡Llevamos dos meses encadenados, Nikolai! -exclamó Alexander-. ¡Durante casi tres años hemos estado comiendo de una misma escudilla y bebiendo de una misma cantimplora!

– Tenía que ser leal con mi país, y pensé que me protegerían… -se justificó Ouspenski con una voz débil-. Dijeron que usted terminaría muerto en cualquier caso, con mi colaboración o sin ella.

– ¿Y por qué me lo cuenta ahora?

– ¿Por qué no?

Ouspenski ya sólo hablaba en susurros.

– ¿Cuándo aprenderé? No quiero que me dirija la palabra nunca más, Ouspenski -declaró Alexander-. Si me habla, no le contestaré. Y si insiste tengo modos de obligarlo a cerrar el pico.

No era fácil saber hacia dónde se dirigían. Era una cálida noche de verano y en la brisa que se colaba por las rendijas del vagón flotaba el perfume del bosque. Alexander cerró los ojos, se froto el entrecejo y tuvo un súbito y vívido recuerdo de una toalla mojada sobre su nariz y de la boca de Tatiana sobre su cuerpo. Cuanto más avanzaba el tren, más intensa se volvía la sensación recordada, hasta que Alexander estuvo a punto de soltar un gemido porque le pareció que volvían a caer gotas de sangre sobre las sábanas blancas y que Tatiana tomaba su cara entre sus manos y la acercaba a sus pechos mientras murmuraba: «Me obligaban a comerte vivo, Shura».


Capítulo 34

Jeb, noviembre de 1945

Tatiana aceptó salir a cenar con Edward. Se vistió un poco mejor de lo habitual, con una falda azul y un jersey de lana beige, pero a pesar de la insistencia de Vikki no se maquilló ni se dejó el pelo suelto, sino que se lo peinó en una trenza muy larga. Se puso el abrigo y la bufanda, se sentó en el sofá y esperó a que vinieran a buscarla mientras hojeaba con su hijo un libro ilustrado.

– ¿Qué te da miedo? -le preguntó Vikki, recogiendo los periódicos amontonados sobre la mesa-. Estás acostumbrada a comer con él. Será lo mismo, sólo que una cena en lugar de un almuerzo.

– Y por la noche.

– Eso también.

Tatiana calló y fingió enfrascarse en el libro que hojeaba con Anthony.

Edward apareció con traje y corbata. Vikki le dijo que estaba muy elegante y Tatiana coincidió en la apreciación. Edward era alto, flaco y sosegado. Siempre quedaba bien, con traje y corbata o con la bata de médico. Tenía una mirada seria y tierna. Tatiana se sentía cómoda a su lado, pero al mismo tiempo muy incómoda.

Edward la llevó al Sardi, en la calle Cuarenta y cuatro. Tatiana tomó cóctel de gambas y un bistec, seguidos de tarta de chocolate y café.

Después de un incómodo silencio inicial, estuvo toda la cena haciendo preguntas a Edward y escuchando sus respuestas. Le preguntó por la carrera de medicina y de cirugía y por los heridos y los enfermos, por los hospitales en los que había trabajado, por los motivos que lo habían llevado a escoger su profesión y por lo que pensaba de ella en la actualidad. Le preguntó en qué lugares de Estados Unidos había estado y cuál de todos le gustaba más. Lo miró a los ojos y rió en los momentos precisos en que había que mirarse a los ojos y reír.

Y en algún punto comprendido entre el momento de pedir que les envolvieran la tarta de chocolate para llevársela a casa y el momento de recibir la cuenta, Tatiana, que a ratos asentía y a ratos escuchaba con la cabeza ladeada, vio una imagen a todo color de ella misma sentada con Edward frente a una mesa similar a la del restaurante, sólo que era una mesa antigua y alargada y a su lado se sentaban sus hijas ya crecidas.

Tatiana se levantó de un salto y preguntó la hora al camarero.

– ¿Las diez? ¡Dios mío, qué tarde se ha hecho! ¡Tengo que volver con Anthony! Ha sido una velada muy agradable gracias.

Edward, desconcertado, la acompañó a su casa en un taxi.

Tatiana se pasó todo el viaje mirando por la ventanilla.

– ¿Qué te ha pasado? -le preguntó Edward a la altura de la calle Veintitrés-. Supongo que me he puesto un poco pesado, hablando solamente de mí.

– ¡No, qué va! -respondió Tatiana-. Me fascinaba tu historia. Ya sabes que me gusta saberlo todo.

– La próxima vez hablaremos de ti.

– Soy muy aburrida -declaró Tatiana-. No tengo nada que contarte.

– Ahora que ya llevas unos años por aquí, ¿puedes decir qué te gusta más de Estados Unidos?

– La gente -contestó Tatiana sin pensarlo dos veces.

Edward se echó a reír.

– Pero Tania, ¡sólo conoces inmigrantes!

Tatiana asintió.

– Son los auténticos estadounidenses. Están aquí por los motivos adecuados… Nueva York es una ciudad maravillosa.

– ¿Y qué otras cosas te gustan?

– El beicon… es delicioso -respondió Tatiana-. Y supongo que me gusta poder disfrutar de comodidades. Todo lo que crean o fabrican los estadounidenses sirve para que la vida sea un poco más fácil. La música es bonita, la ropa es cómoda, las mantas no pican, la leche y el pan se pueden comprar en la tienda de la esquinal, los zapatos son de mi talla, las butacas son mullidas… Se vive bien. -Estaban en la calle Catorce. Tatiana miró por la ventanilla y añadió en voz baja-: Hay tantas cosas que uno da por supuestas…

El taxi frenó junto al portal de su casa. -Bueno…

– Tania-dijo Edward con una voz emocionada, tendiendo la mano hacia ella.

– Gracias por una velada tan agradable -dijo Tania, acercándose y dándole un beso en la mejilla.

Salió apresuradamente del taxi.

– ¡Hasta el lunes! -gritó Edward, pero ella ya había entrado en el edificio después de que Diego, el rumano, le abriera la puerta con un gesto respetuoso.

Tania, Tania.

Le oigo gritar mi nombre.

Me vuelvo y allí está, vivo y gritando mí nombre.

Tania, Tania.

Me vuelvo, no tengo más remedio que volverme, y allí está él, con el uniforme de campaña y el fusil colgado del hombro, corriendo hacia mí, sin aliento.

Tan joven aún…

¿Por qué oigo su voz con tanta claridad?

¿Por qué resuena su voz en mi cabeza?

Y en mi pecho.

Y en mis brazos y en mis dedos, y en mi corazón que apenas late, y en el soplo helado de mi aliento.

¿Por qué su grito es tan ensordecedor? Por la noche todo está tranquilo. Pero por el día, entre la multitud…

Camino lentamente, me siento muy quieta, y le oigo gritar mi nombre.

Tania, Tania… ¿Por qué oigo su voz?

¿No dijo una vez que una noche oiría el viento estelar. Si lo oyes, seré yo llamándote, susurró. Llamándote desde Lazarevo. ¿Por qué está GRITANDO ahora? ¡Aquí estoy, Shura! No hace falta que grites mi nombre. No me voy a ningún lado. Tania, Tania…

Una tarde de domingo luminosa y fría, Tatiana, Vikki y Anthony salieron a dar uno de sus acostumbrados paseos por el mercadillo de la Segunda Avenida. Vikki hablaba de cosas triviales y Tatiana la escuchaba sin prestarle mucha atención mientras sujetaba a Anthony por los hombros porque el niño se había empeñado en empujar el cochecito contra los tobillos de los transeúntes. Vikki iba cargada con las bolsas y no perdía ocasión de quejarse de lo injusto que era el reparto de tareas.

– Y explícame por qué te has negado a quedar otra vez con Edward…

– No me he negado -explicó pacientemente Tatiana-. Le he dicho que necesito un poco de tiempo para hacerme a la idea. Seguimos viéndonos a la hora de la comida.

– ¡La comida! ¡No es lo mismo quedar a comer que a cenar! Es obvio que le has dado calabazas.

– No le he dado calabazas, sólo le he dicho que no vaya tan deprisa.

Vikki ya había decidido pasar a otro tema:

– Ya sé que pensabas hacer bocadillos de beicon para cenar, Tanía, pero quizá podríamos comer algo que no fuera pan con carne… ¿Qué te parecen unos espaguetis con albóndigas?

– ¿Y de qué están hechos los espaguetis?

– ¡Yo qué sé! Se cultivan en Portugal, como las aceitunas, y mi abuela los compra en una tienda especializada.

– No. Los espaguetis se hacen con harina.

– ¿Y qué?

– Y las albóndigas se hacen con carne.

– ¿Y qué?

Tatiana no dijo nada. Unos metros más adelante vio una figura alta y oprimió la mano de Anthony mientras entrecerraba los ojos y trataba de distinguirla entre la multitud. La Segunda Avenida estaba abarrotada de gente y Tatiana alzó la cara y se movió unos pasos a la derecha para ver mejor, intentando que Vikki anduviera más deprisa.

– ¿Y qué?

– Corre… -insistió Tatiana, tirando de ella-. Perdone, ¿me deja pasar. -empezó a decir a los transeúntes que se interponían en su camino.

– ¿A qué viene tanta prisa, Tania? Y no has contestado a mi pregunta.

– ¿Qué pregunta?

– «¿Y qué…?» Ésa era mi pregunta.

– Espaguetis con albóndigas es lo mismo que pan con beicon -explicó Tatiana-. Perdone… -dijo a la persona que andaba delante de ella, mientras obligaba a Anthony a correr más deprisa de lo que sus piernecitas le permitían-. Vamos, no os quedéis rezagados -añadió, dirigiéndose a su hijo y a Vikki.

Lo dijo sin mirarlos, como tampoco miraba a los transeúntes a los que trataba de apartar de su camino. Nadie parecía contento de que les golpeara los tobillos un cochecito empujado por una rusa enloquecida, aunque estuvieran en un barrio de rusos… sobre todo porque estaban en un barrio de rusos. Tatiana tuvo que escuchar algunos improperios muy desagradables en su lengua materna.

– ¡Date prisa, Vikki! -insistió. Cogió a Anthony en brazos, lanzó el cochecito hacia su amiga, que ya iba cargada con las bolsas, y añadió-: Tengo que…

No pudo contenerse más y echó a correr, sin terminar la frase. Bajó de la acera y avanzó a toda prisa junto al bordillo, intentando alcanzar a dos hombres que estaban a media manzana de distancia. Llegó a su altura con el corazón acelerado, extendió la mano hacia el antebrazo de uno de ellos e intentó pronunciar «(Alexander!». Pero ninguna palabra salió de su boca.

El hombre era muy alto y ancho de hombros. Tatiana no retiró la mano hasta que él se volvió y sonrió. Tatiana se sonrojó, apartó la mano y desvió la mirada, pero ya era tarde.

– ¿Qué quieres, bonita?

Tatiana dio un paso atrás y comenzó a balbucear palabras en ruso, incapaz de recordar ningún otro idioma. Al cabo de un momento recuperó un inglés rudimentario, que incluso a ella le sonó extraño:

– Siento mucho, pensaba tú otro…

– Puedo ser quien tú quieras, bonita. ¿Quién quieres que sea.

En ese momento los alcanzó Vikki, con el cochecito y las bolsas de la compra.

– ¿Qué pasa, Tania? -preguntó, desconcertada.

Al ver a los dos hombres, se interrumpió y les sonrió.

El más alto dijo que se llamaba Jeb y que su amigo era Vincent.

Jeb tenía el pelo negro, pero eso era lo único que coincidía. Su cara era la cara de Jeb, no la del marido de Tatiana. Sin embargo, aquella tarde de sábado, mirando los ojos risueños y amistosos de Jeb, Tatiana sintió una punzada de deseo. Un soplo de deseo.

– ¿Por qué eres tan exagerada para todo? -preguntó Vikki cuando se alejaban-. Te pasas años sin hacer caso a ningún hombre y de pronto empujas a las señoras mayores con el cochecito para abordar a uno que pasa por la calle. ¿Qué te pasa?

Jeb llamó por teléfono al día siguiente.

– Te has vuelto loca? ¿Le diste nuestro número? -protestó Vikki.-. ¡No sabes de dónde viene!

– Sí sé que viene de Japón -explicó Tatiana-. Estaba en la Armada.

– No te entiendo. ¡No lo conoces de nada! Llevo dos años intentando que salgas con Edward…

– Vikki, no quiero que Edward sea una pareja de rebote. Es demasiado bueno para eso.

– Estoy segura de que Edward tiene algo que opinar al respecto… ¿Y quieres que Jeb sea tu pareja de rebote?

– No lo sé.

– No te conviene -dijo rotundamente Vikki-. No me gustó la forma en que te miraba. No entiendo que, de todos los hombres que hay en el mundo, elijas al único que no me gusta.

– Ya te caerá bien con el tiempo.

Pero Jeb no llegó a caerle bien a Vikki. Tatiana se sentía demasiado avergonzada para salir con él a solas, así que lo invitó a cenar a su casa.

– ¿Y qué harás de cena? ¿Huevos fritos con beicon? ¿Un sándwich de beicon, tomate y lechuga? ¿Col hervida con beicon?

– Col con beicon puede estar bien. Col con beicon y pan.

Jeb cenó con los tres. Vikki no se retiró a su habitación ni por un momento y Anthony estuvo levantado durante toda la cena. Al final, Jeb se marchó sin haber estado a solas con Tatiana.

– No me gustó la forma en que te miró la primera vez y aún me gusta menos ahora -declaró Vikki-. ¿No lo encuentras prepotente?

– ¿Qué?

– Te interrumpía cada vez que empezabas a hablar. Siempre con una sonrisa, el muy falso… Y no me digas que no te has fijado en el poco caso que le ha hecho a tu hijo.

– ¿Cómo quieres que no le hiciera caso? ¡Gracias a ti, Anthony ha estado debajo mesa toda la noche!

– ¿No crees que Anthony se merece a un hombre mejor que Jeb?

– Claro. Pero no veo hombre mejor. ¿Qué quieres que haga?

– Edward es mucho mejor que Jeb -opinó Vikki.

– ¿Y por qué no persigues tú a Edward? Está disponible.

– ¡No creas que no lo he intentado! -dijo Vikki-. Pero no soy yo la que le interesa…

Vikki tenía razón: Jeb era posesivo y prepotente. Pero Tatiana no podía evitar sentir el deseo de que sus fuertes y posesivos brazos la envolvieran.

Tatiana pensó en Alexander. Lo imaginó, y en su imaginación creó el tipo de infierno que sólo es capaz de crear la persona auténticamente masoquista: el hombre-mantis religiosa que se acerca a su pareja sabiendo que ella acabará con él, le cortará la cabeza y lo devorará. Y pese a todo se arrastra hacia ella con los ojos y el corazón cerrados, se arrastra hacia las puertas de la vida y de la muerte, dando gracias a Dios por estar vivo.

– Tania, ¿me perdonarás que muera?

– Te lo perdonaré todo.

Dos semanas antes de Navidad, una tarde en que Tatiana había ido a recoger a Anthony, Isabella la invitó a sentarse y le ofreció una taza de té.

– ¿Qué te pasa, Tania? -preguntó.

– Nada.

Isabella escrutó su rostro.

– Ojalá fuera más fácil tener fe -añadió Tatiana, mirándose las manos.

– ¿Fe en qué?

– En la vida, en mí… Confiar en que estoy haciendo lo que debo…

«No quiero olvidarme de él», quiso decir.

– Por supuesto que estás haciendo lo que debes, cariño -la tranquilizó Isabella-. Sigues adelante, como todas las mujeres que se quedan viudas. Sigues adelante y tienes fe en ti misma.

– ¿Y si él no ha muerto? -susurró Tatiana-. Para tener fe, necesito alguna prueba.

– Pero cariño, si tuvieras una prueba ya no estaríamos hablando de fe, ¿no es así? -repuso Isabella.

Tatiana no dijo nada.

Tienes que hacer de tripas corazón y seguir adelante, como siempre has hecho -insistió Isabella.

– Como sabe, señora Isabella, soy experta en hacer de tripas corazón -observó Tatiana-. Pero cada vez me resulta más difícil. Odio cada día que empieza, porque es un día que me aleja más de él.

– Cuando más se necesita la fe es cuando estás rodeada de oscuridad. -Isabella la miró pensativamente-. Se te veía muy triste al llegar a Nueva York, cariño. ¿No estás mejor ahora?

– Sí -aceptó Tatiana.

Exteriormente, estaba bien. Pero dentro de ella estaba la maldita medalla de Alexander, y estaba el maldito Orbeli.

– ¿Te sentirías mejor si tuvieras alguna prueba que no fuera el certificado de defunción?

Tatiana no contestó. ¿Qué podía decir?

– Es mejor que haya muerto, cariño, porque habrá dejado de sufrir. Piensa que ahora es tu ángel guardián y te protege.

– Por favor, no me diga eso. Si creo que ha muerto, me costará aún más seguir viviendo, sabiendo que una bala podría llevarme junto a él -dijo Tatiana.

– No puedes dejar huérfano a tu hijo.

– ¿Por qué no? Él lo dejó huérfano.

– Si te resulta más fácil, sigue creyendo que vive.

– Pero si vive, ¿cómo puedo seguir adelante con mi vida?

El gemido que emitió Tatiana expresaba una aflicción tan profunda, que Isabella palideció y apartó unos pasos la silla en la que estaba sentada.

– ¿Cómo puedo ayudarte? -preguntó en un susurro.

– No puede -contestó Tatiana, poniéndose de pie. Recogió el bolso y llamó a Anthony-. Tiene que ser un consuelo ver las cosas tan claras… Pero es normal, usted sigue con Travis, y no le es difícil tener fe porque tiene a su lado una prueba viviente.

– Tú también tienes una prueba viviente -dijo Isabella, señalando al niño, que acababa de entrar en el salón y se lanzaba en brazos de su madre.

– Mamá, quero helado para cenar…

– Claro, cariño -dijo Tatiana.

Y Anthony tuvo helado para cenar.

– Mamá, ¿por qué Timothy tiene un papá y Ricky también y Sean también?

– ¿Por qué me preguntas eso, mi amor?

Estaban pasando junto al Battery Park, camino del colegio, Tatiana había apuntado a Anthony en el grupo de párvulos dos semanas antes; pensaba que su hijo pasaba demasiado tiempo con adultos, sobre todo con Isabella, y quería que conociese a otros niños de su edad. No le gustaba que frunciera el ceño como una persona mayor. El niño hablaba demasiado bien y era demasiado reflexivo y serio para tener sólo dos años y medio. Por eso pensó que le iría bien ir al colegio y tratar a otros niños.

Y ahora Anthony le venía con aquella pregunta:

– ¿Por qué yo no tengo un papá?

– Sí lo tienes, mi amor, sólo que no está aquí. Tampoco están los papás de Mickey, de Bobby y de Phil, ya sabes que los cuidan sus mamás. Tú tienes mucha suerte, porque te cuidan Vikki e Isabella además de tu mamá…

– ¿Cuándo volverá papá, mami? El papá de Ricky ya ha vuelto y ahora lo acompaña al colegio por las mañanas.

La mirada de Tatiana se perdió en la lejanía.

– Ricky ha pedido a Santa Claus que vuelva su papá. Yo también puedo pedírselo…

– Ya veremos -susurró Tatiana.

– La guerra se acabó. ¿Por qué no vuelve? -insistió Anthony.

En la puerta del colegio, el niño no quiso que su madre le diera un beso ni que lo acompañara al interior. Cuadró los hombros, frunció el ceño y entró solo en la guardería, cargado con la bolsa de la merienda.

Las cuatro etapas del duelo. La primera era el impacto. Después venía la negación. La negación había durado hasta esa misma mañana. Y ahora había empezado la fase siguiente: el enojo. ¿Cuándo llega la aceptación?

Pero lo que Tatiana quería no era aceptación, sino alivio. ¿Cuándo llegaría el alivio?

Estaba muy enojada con él. Alexander sabía perfectamente que ella no tenía ningún interés en seguir viviendo sin él. ¿Acaso pensaba que en el Estados Unidos de la posguerra, con sus electrodomésticos, sus radios y su promesa de televisión, viviría mejor que en el Gulag?

Un momento… ¿Que hay de Anthony? Anthony no es un espectro sino un niño real, que habría nacido en cualquier caso. ¿Qué habría sido de él?

Tatiana contempló las aguas del puerto. «Podría zambullirme y nadar como si fuera el último pez del océano. ¿Cuánto tardaría en llegar a las frías aguas del invierno? Nadaría cada vez más lentamente, hasta encontrarme con él al otro lado de la vida, tendiéndome la mano y diciéndome "¿Por qué has tardado tanto en aparecer, Tatia? Llevo tanto tiempo esperándote…".»

Tatiana se apartó de la barandilla del transbordador. «No. Él me mira, mueve la cabeza y dice: "Anthony es un niño perfecto, Tania. Qué suerte tienes de tenerlo contigo. Yo también quisiera abrazarlo. En eso pienso allá donde estoy: en cuánto desearía abrazar a mi hijo".»

Tatiana volvió a encerrarse en sí misma, entró en la habitación privada donde seguía siendo Tatiana Metanova, cerró la puerta y se sentó en el suelo con la mochila negra. En aquel lugar no había Anthonys ni Isabellas ni Vikkis ni Edwards ni Jebs; sólo estaban Tania y Shura en el Kama, compitiendo por atrapar una perca con las manos. Siempre gana Alexander, que nada a la velocidad del rayo y es capaz de ver hasta muy lejos dentro del agua.

Sólo están Shura y Tania. Ella le está enseñando a preparar tortitas pero él, incapaz de apartar la mirada de sus ojos, se olvida de la sartén. «¿Cuántas veces voy a tener que explicártelo, Shura?», pregunta Tatiana. «Según mis cálculos, ésta es la tercera vez -murmura el-. No puedo evitarlo, estás tan bonita cuando cocinas…» «Shura…» Es demasiado tarde. Apartan la sartén del fuego.

Tatiana cierra de golpe la puerta de la maldita habitación. La detesta. Ojalá la hubiera quemado en Estocolmo. Todo lo demás ardió en la pira… ¿por qué no quemó eso también?

Anthony necesitaba a su madre. Anthony no podía ser un niño huérfano, ni en Estados Unidos ni en la Unión Soviética. No podía perder a su madre también. Un niño tan dulce, con sus manitas regordetas, su boca manchada de chocolate y su pelo negro. Tatiana se estremecía cuando acariciaba el pelo negro de su hijo.

– Déjame lavarte el pelo, Shura -dice, sentándose en el suelo y mirando hacia el claro.

– Está limpio, Tania. Me lo he lavado esta mañana.

– Anda, déjame. Te lo lavaré en el río.

– Bueno. Sólo si me dejas lavarte…

– Te dejo hacer lo que quieras, pero ven conmigo.

Se estremecía cada vez que miraba a su hijo.

Aquella noche, Tatiana no se puso el abrigo ni el sombrero para salir a la escalera de incendios. Se sentó en silencio y dejó que la fría brisa marina invadiera sus pulmones. Olía tan bien… En todo el planeta sólo había una ciudad más hermosa que Nueva York.

Nueva York, que palpitaba eternamente, como si fuera el corazón del mundo. Ya no había apagones nocturnos y los edificios resplandecían como perpetuos fuegos de artificio. No había ni una sola calle que no estuviera abarrotada de transeúntes, ninguna donde no saliera una nube de vapor por algún hueco de alcantarilla, ninguna donde no hubiera operarios encaramados a los postes para instalar nuevas líneas de teléfono o electricidad o a una grúa para desmontar el tren elevado… Ninguna sin el rumor constante de las obras, que comenzaba todos los días a las siete de la mañana, junto con el bullicio de sirenas, bocinas y motores, coches, autobuses y taxis amarillos. Las tiendas estaban repletas de productos; las cafeterías, de pastelitos; los restaurantes, de beicon; los comercios, de libros, discos y cámaras Polaroid; la música salía toda la noche de bares y locales; ¡ah!, y siempre había parejas bajo los árboles o en los bancos públicos, con uniforme, con traje y corbata, con bata de médico o de enfermera… Y en Central Park, adonde iban todos los fines de semana, no había ni un metro de césped sin una familia merendando. Y centenares de botes paseaban por el lago mientras hubiera luz.

Y después anochecía.

En el mar, con el brazo extendido hacia Dios, estaba la Estatua de la Libertad, y en la escalera de incendios estaba Tatiana. En Nochevieja, en Nochebuena, el 23 de junio, el 13 de marzo… Tatiana salía a la escalera de incendios a las tres de la mañana y escuchaba el rumor del océano, atenta por si oía el sonido de una respiración.

Las brasas empiezan a enfriarse. Él ya ha terminado y se ha quedado dormido. Exhausto, se ha dejado caer sobre Tatiana, que no ha intentado apartarlo porque le gusta sentir su peso, saber que está encima de ella, tan cercano. Puede sentir su olor y besar su pelo sudoroso y su mejilla cubierta por la barba incipiente. Le acaricia los brazos. Adora con locura sus brazos musculosos.

– Shura -dice en un susurro-. ¿Me oyes, soldado?

Tatiana sigue abrazada a él durante un buen rato, escuchando su respiración, el rumor de la leña que se convierte en cenizas, el sonido de la lluvia y el viento que sopla en el exterior, cuando el interior de la cabaña es cálido y acogedor. Escucha su respiración satisfecha. Cuando duerme, es feliz. No lo importunan las pesadillas ni la tristeza. Cuando duerme, no sufre, sólo respira. Tan sereno, tan contento, tan vivo…

Tatiana sabía que lo más difícil sería seguir adelante. Todas las mañanas llevaba a su hijo al colegio y después se iba a atender a los inmigrantes de Ellis. A veces compraba melocotones, y en el puerto siempre soplaba el viento, y Tatiana escuchaba con atención por si el viento le hablaba pero el viento nunca le decía nada, y trataba de oír la voz de Alexander pero tampoco la oía.

No era su propia vida lo que lamentaba. En realidad, su vida le ofrecía todo lo que necesitaba para seguir adelante.

No entendía por qué sentía aquella desesperación justo en ese momento, cuando las cosas se habían vuelto mucho más sencillas. Aparentemente, lo tenía todo. Ahora bien, si profundizaba bajo las apariencias, veía que empezaba a acomodarse, como si…

Podía cerrar los ojos e imaginar una vida…

Sin él.

Imaginar que lo olvidaba.

La guerra quedaba lejos.

Rusia quedaba lejos.

Leningrado quedaba lejos.

Y Tatiana y Alexander quedaban lejos también.

Todo eso había existido en otro momento, y ahora Tatiana tenía palabras que habrían podido mitigar su tristeza, palabras en instes, un nombre nuevo, y algo que flotaba sobre todo lo demás como un manto protector: una nueva vida en un asombroso, palpitante y generoso Estados Unidos. Una identidad nueva en un país dorado e inmenso. Dios le había puesto fácil el olvido. «Todo esto te doy -le había dicho-. Te regalo la libertad y el sol que sale todos los días, y el calor y las comodidades. Te regalo los veranos en Central Park y en Coney Island; te regalo a Vikki, una amiga que te acompañará toda la vida; a Anthony, un hijo que te acompañará toda la vida; a Edward, por si tienes deseos de volver a amar, y la juventud y la belleza por si no quieres que te ame solamente Edward. Te regalo Nueva York y su vitalidad. Te regalo la primavera y el otoño y la Navidad y el béisbol y los bailes y las calles asfaltadas y los frigoríficos y un coche y un terreno en Arizona. Todo esto te doy, y lo único que te pido es que olvides a Alexander y aceptes mi regalo.»

Tatiana agachó la cabeza y aceptó el regalo.

Pasó una semana, una semana cargada de trabajo y de personas que expresaban con la mirada lo mucho que Tatiana significaba para ellas. Una semana con Edward, que expresaba con la mirada lo mucho que Tatiana significaba para él. Una semana con una Vikki ofendida e insoportable, una Vikki que, como siempre, expresaba con la mirada lo que Tatiana significaba para ella. Tatiana y Vikki fueron al cine y a ver una obra de teatro en Broadway. Tatiana y Vikki se apuntaron a un curso avanzado de enfermería en la Universidad de Nueva York. Tatiana se puso un vestido bonito y los zapatos de tacón para salir con su amiga, y cuando llegó al Ricardo's se dio cuenta de que había vivido una semana más, como si se dejara arrastrar por su destino y mientras tanto Alexander se fuera volviendo cada vez más remoto.

Tatiana dejó de escuchar el rumor de los vientos estelares. Sin embargo, todas las mañanas, en el transbordador que la llevaba a la isla de Ellis, no veía más que una cosa en las aguas del puerto.

No veía a su segundo amor, ni al tercero o al cuarto o al quinto. No veía a los músicos que tocaban en el Ricardo's, ni a Vikki, ni a Jeb, ni la alegría y el placer. Veía a Alexander, que expresaba con la mirada lo mucho que significaba para él. Cada día de olvido era otro día de ver sus ojos expresando lo que Tatiana significaba para él.

Estados Unidos, Nueva York, Arizona, el final de la guerra, la febril actividad de reconstrucción, la explosión de la natalidad, los bailes, los zapatos de tacón, el carmín… lo que ella había significado…

…para él.

Si no hubiera significado tanto, ¿qué tendría ahora? ¡Nada. Tendría la Unión Soviética, nada más. La casa en la calle del Quinto Soviet, dos habitaciones rectangulares, un pasaporte interior y tal vez una dacha para pasar las vacaciones con el niño. Tendría a colas eternas bajo el aguanieve, con el gorro de punto calado hasta las orejas.

Cada día de olvido era un día de remordimientos. Tatiana creía oír a Alexander diciéndole: «¿Cómo has podido olvidarme cuando yo lo di todo por ti? ¿Cómo has podido olvidarme tan pronto, cuando yo di mi vida por ti?».

¿Pronto?

Tatiana empezaba a encontrarse repetitiva. Pronto.

Pronto la tierra la tragaría.

Pronto el agua la engulliría.

Pronto, pronto, pronto… Olvídalo pronto para poder acostarte con Jeb. Olvídalo para poder acostarte con tu tercer amor, con el cuarto y con el quinto. Alexander está muerto, ¡hay que continuar!

Los meses, los meses, los meses, los meses.

Alexander, Alexander, Alexander, Alexander.

Tania, Tania…

Sé quién es el que grita mi nombre. Eres el jinete implacable, el jinete que me exige que vuelva…

A Lazarevo…

Disfrutábamos del éxtasis y el abandono como si supiéramos que tenía que durarnos una vida entera.

¿Ves la lámpara de queroseno junto a la cama deshecha? ¿Ves el agua que he puesto a hervir para prepararte un té? ¿Ves la mesa de cocina que construiste para mí, para las patatas que nunca recogimos, para la tarta de calabaza que no llegamos a hacer? ¿Ves los cigarrillos que lié para ti y la ropa que lavé para ti? ¿Ves mis manos sobre tu cuerpo y mis labios sobre tu cuerpo y mi oreja pegada a tu pecho para escuchar tu corazón palpitante? ¿Ves todo esto frente a ti y alrededor de ti y dentro de ti?

Si aún estás vivo, incansable Alexander, que Dios te proteja.

Pero si no lo estás, si te has convertido en un ángel, entonces no te me acerques, no me sigas hasta los montes de la Superstición, no vengas a este lugar donde sólo me rodean el frío y la negrura. Vivo en el desierto, de cara al viento y a las plantas que florecen en primavera.

No vengas.

No vengas, pero acompáñame al lugar hacia el que me dirijo, volando por encima de los mares, los océanos y los ríos que nos separan, dame la mano y déjame que te conduzca a través de los abetos para mojarnos los pies en las aguas del Kama, mientras el sol asoma sobre las desoladas cimas de los Urales y anuncia el nacimiento de un día más, un día menos, el anuncio que se repite todos los días al amanecer, un día más, un día menos y vuelta a empezar. Zambúllete en el río y ven nadando conmigo hasta la otra orilla. Por un momento tienes miedo de que la corriente me arrastre hacia el Caspio, pero yo grito «¡más deprisa!» y tú sonríes y nadas más deprisa sin dejar de mirarme. Estás siempre delante de mí, mostrándome tu rostro resplandeciente. Acompáñame y disfruta conmigo de una mañana más, una hoguera más, un cigarrillo más, una zambullida más, una sonrisa más, una más, una más, una más, alskár en esta eternidad a la que llamamos Lazarevo, mi querido Alexander.


Capítulo 35

Oranienburgo (Alemania), 1943

Cuando bajaron definitivamente del tren, Alexander no sabía en qué mes estaban. Hacía tiempo que lo habían separado de Ouspenski y lo habían encadenado a un teniente bajito, rubio y simpático llamado Maxim Misnoi, que hablaba poco y dormía mucho. Ouspenski, con la mandíbula rota, había seguido viajando en otro vagón.

Durante el viaje en tren, Maxim Misnoi le había contado su vida. Se había incorporado al frente como voluntario en 1941 y en el 42 aún no le habían dado ninguna pistola para la cartuchera. Los alemanes lo habían apresado en cuatro ocasiones, y él se había fugado tres veces. Había salido de Buchenwald cuando los norteamericanos liberaron el campo, pero por su lealtad al Ejército Rojo se había trasladado al Elba para apoyar a sus compatriotas en la batalla de Berlín. Su heroísmo le había valido una Estrella Roja. En Berlín, los rusos lo habían acusado de traición y lo habían condenado a quince años de cárcel, pero Misnoi era demasiado bondadoso para enfurecerse.

Cuando bajaron del tren, los obligaron a formar dos filas y caminar dos kilómetros por un camino flanqueado de árboles, hasta que dejaron atrás un edificio amarillo y terminaron frente a un portón flanqueado por una imponente torre de vigilancia. En la torre había un reloj, y a uno y otro lado de la esfera había dos centinelas armados con ametralladoras.

– ¿Buchenwald? -preguntó Alexander.

– No -respondió Misnoi.

– ¿Auschwitz?

– No, no.

En el portón, unas letras metálicas formaban la frase: «Arbeit MachtFrei».

– ¿Qué querrá decir? -preguntó el soldado que los seguía en la hilera.

– «¡Vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza!» -contestó Alexander.

– No -lo corrigió Misnoi-. Es: «El trabajo os hará libres»

– Lo que yo decía…

Misnoi se echó a reír.

– Es un campo de Clase Uno, para prisioneros políticos. Sachsenhausen, probablemente. En Buchenwald había otro letrero; allá encerraban a los autores de delitos más graves.

– ¿Como usted?

– Sí, como yo. -Misnoi sonrió complacido-. En Buchenwald decía «Jeden das Seine», «A cada uno lo suyo».

– ¡Los alemanes, siempre tan inspirados…! -exclamó Alexander.

El comandante del campo, un hombre gordo y repulsivo que respondía al nombre de Brestov y era incapaz de hablar sin escupir, les confirmó que estaban en Sachsenhausen. El recinto se había construido en la misma época que Buchenwald, se había usado como campo de trabajo y de exterminio y había albergado a homosexuales condenados a trabajar en la fábrica de ladrillos situada fuera de la verja, a militares soviéticos y a algunos prisioneros judíos. Prácticamente todos los soviéticos que habían ingresado en Sachsenhausen habían terminado enterrados allá. Cuando pasó a estar controlado por la URSS, Sachsenhausen fue rebautizado como «campo especial número 7», lo cual significaba que había por lo menos otros seis similares.

Una vez entraron, Alexander observó que la mayoría de los prisioneros que deambulaban entre los barracones y el comedor o la lavandería o que trabajaban en la zona de talleres no mostraban la actitud humillada de los rusos sino el porte altivo de los arios.

No se equivocaba, ya que casi todos los ocupantes del campo eran alemanes. Alexander y sus compañeros fueron a parar al anexo especial que los nazis habían añadido en su momento para alojar a los militares aliados. La denominada «zona 2.» constaba de veinte bloques de ladrillo y se situaba en la esquina más alejada del portón de entrada, fuera del área principal, que tenía forma de triangulo equilátero y contenía cuarenta barracones.

Tras su conversión en campo especial número 7, Sachsenhausen había mantenido esta división en dos áreas diferenciadas: la de nominada «zona 1», el recinto principal, se empleaba para la «prisión preventiva» de civiles y soldados alemanes, mientras que el anexo se reservaba para alojar a los oficiales nazis juzgados por delitos contra la Unión Soviética.

Aunque compartían el anexo con los oficiales alemanes, Alexander y sus compañeros tenían seis o siete barracones para ellos solos y estaban sometidos a diferentes horarios de recuento y de comida. Alexander se preguntó cuándo se difuminarían las diferencias y pasarían a ser considerados enemigos de la Unión Soviética como el resto de los ocupantes del campo.

El primer trabajo que les encomendaron fue vallar un terreno situado a la derecha de los barracones y destinado a sepultar a los futuros muertos del campo especial número 7. Alexander se admiró de la capacidad de previsión del NKGB, que acondicionaba el cementerio antes de que hubiera ninguna baja, y se preguntó dónde estarían enterrados los muertos de la etapa alemana, entre ellos el hijo de Stalin.

Mientras recorrían las instalaciones, les mostraron un pequeño recinto pegado a la valla principal y situado dentro del área industrial. En el interior había un foso de ejecución y al lado un crematorio. El guardián les explicó que era allá donde los asquerosos nazis ejecutaban a los prisioneros de guerra soviéticos, a los que obligaban a colocarse de pie junto a un poste para medirlos antes de dispararles en la nuca a través de un agujero de la pared.

– Les aseguro que ningún militar aliado ha visto este foso -declaró el guardián.

– ¿Por qué será? -preguntó Alexander, meneando la cabeza con expresión burlona.

El comentario le valió un golpe con la culata del fusil y un día de calabozo.

Alexander comenzó a trabajar en la zona de talleres, un recinto vallado donde los soviéticos se dedicaban a cortar troncos procedentes de los bosques de Oranienburgo. Al cabo de un tiempo se ofreció voluntario para talar árboles. A las siete y cuarto de la mañana, después del recuento, salía del campo con otros prisioneros y no regresaba hasta las seis menos cuarto de la tarde. Trabajaba sin descanso pero a cambio recibía más comida y podía salir al aire libre y estar a solas con sus pensamientos. A finales de septiembre, cuando empezó el frío, el arreglo ya no le pareció tan bueno. En octubre se moría por manejar un soplete o un martillo en alguno de los talleres, que al menos estaban caldeados. Pero tenía que seguir trabajando al aire libre, con las botas sujetas con cordeles y unos guantes agujereados (un fallo imperdonable en un guante). Afortunadamente, el continuo movimiento lo ayudaba a entrar en calor. Los diez guardianes que vigilaban a los veinte prisioneros iban bien abrigados, pero se pasaban las diez horas en el mismo sitio, dando saltitos sobre los pies helados. Verlos sufrir no era un gran consuelo.

El cementerio empezó a llenarse con la llegada del frío, y a Alexander le ordenaron cavar más tumbas. Los alemanes no lo estaban pasando bien en los campos dirigidos por los soviéticos. Habían resistido seis años de una guerra atroz, pero en el campo especial número 7 comenzaron a debilitarse. Cada vez había más gente, y cada vez había menos espacio libre. Los barracones ya estaban atestados y las literas que construían los prisioneros en la zona de talleres estaban cada vez más juntas.

El campo especial número 7, antes conocido como Sachsenhausen, no estaba administrado por el ejército soviético destacado en Berlín sino por la Dirección General de Campos de Trabajo, que recibía el nombre de Gulag.

El hecho de encontrarse en un presidio del Gulag resultaba insidiosamente descorazonador para Alexander y los cinco mil soviéticos que ocupaban el campo. Muchos de ellos ya habían sido prisioneros de guerra y sabían qué era la privación de libertad, pero mientras estuvieron en manos de los alemanes nunca habían tenido la sensación, ni siquiera en los inviernos más crudos, de que el encierro sería definitivo y fatal. Y es que por entonces todavía eran militares y no habían perdido la esperanza de la victoria, la huida o la liberación. En cambio, en la Alemania ocupada, la victoria ya se había producido, la liberación equivalía a una rendición y la huida era imposible. El momento, el lugar, la condena… eran el fin de toda esperanza, de toda fe, de todo.


Poco a poco, el angustioso torrente de la memoria se fue aquietando.

Durante la guerra, Alexander se imaginaba a Tatiana con todos los detalles (su risa, sus bromas, su forma de cocinar…). En Katowice y en Colditz no quería imaginarla, y sin embargo la imaginaba con todos los detalles.

En Sachsenhausen deseaba imaginarla con todos los detalles, pero no podía.

En Sachsenhausen, Tatiana había quedado contaminada por el Gulag.

Alexander la toca. Tatiana se estremece y los espasmos de su cuerpo se transmiten hasta las manos de él. Alexander le sujeta las piernas y se mueve contra ella, y Tatiana gime, se estremece y de vez en cuando suspira «Ay, Shura», provocándole una excitación y un pavor devastadores. La excitación está en el interior de Tatiana. El pavor está en las manos de Alexander, aferradas al cuerpo estremecido de Tatiana mientras él se retira y oye un grito de frustración que no es el suyo. Tatiana es su privilegio, y Alexander la trata de acuerdo con sus necesidades, no las de ella. Sabe qué necesita: acercarla más a su corazón, sentir cómo se disuelve entre sus manos y lo envuelve. Cuanto más vulnerable se muestra ella, más hombre se siente él. A veces, lo que busca al estrecharla con fuerza contra sí es que Lazarevo no se desvanezca con la luna. No puede darle lo que ella más desea, lo que él más desea. Le da lo que puede.

– ¿Te gusta, cariño? -susurra.

– Shura… -responde Tatiana, sin abrir los ojos.

Sus brazos rodean el cuello de Alexander.

– No has acabado… -dice él-. ¡Dios mío, estás temblando!

– No puedo, Shura, no puedo… ¡Ya está!

– Sí, cariño… Ya está.

Alexander cierra los ojos y la oye gritar.

Y gritar, y gritar.

Él no se detiene.

Gritar.

Ya soy un hombre. He conseguido que mi dama sagrada se estremezca entre mis manos y me he convertido en un hombre.

Gritar.

– Te amo, Tania -susurra con los ojos cerrados y la cara pegada a su pelo.

Y quiere gritar él también.

Tatiana debajo de él, acariciándole lánguidamente la espalda.

– ¿Ya estás? -pregunta Alexander.

– Estoy lista para seguir -contesta Tatiana.

Alexander ni siquiera ha empezado.

Ahora, eso era lo único que imaginaba Alexander. No había nada más. No había bosque ni luna ni río. No había cama ni sábanas ni césped ni hogueras. No había cosquillas ni juegos ni caricias preliminares ni caricias finales. No había principio ni fin. Sólo Tatiana debajo de él y Alexander encima de ella, estrechándola con fuerza. Los brazos de ella alrededor de su cuello, sus piernas rodeándole el cuerpo. Y ella nunca estaba en silencio.

Porque había sido contaminada por el Gulag, donde no había hombres.

No somos hombres. No vivimos como hombres, no nos comportamos como hombres. No cazamos para comer (sólo yo, cuando no me miran los carceleros), no protegemos a las mujeres que nos aman, no construimos un cobijo para nuestra prole, no usamos las herramientas que nos proporcionó Dios. Nada nos ayuda a vivir ni nuestro cerebro, ni nuestra fuerza, ni nuestro sexo.

La guerra te define. Durante la guerra sabías en todo momento quién eras: comandante, capitán, teniente o subteniente. Eras un guerrero. Ibas armado, conducías un tanque, dirigías a los soldados en el combate, obedecías órdenes. Había categorías y tareas y ritos de paso. No siempre dormías y no siempre llevabas la ropa seca y muchas veces pasabas hambre, y de vez en cuando sufrías el impacto de una bala o de un proyectil. Pero lo esperabas.

Aquí, no tenemos nada para darle a nadie. No es sólo que nos hayamos convertido en seres infrahumanos, en infrahombres, es que hemos perdido precisamente lo que nos hacía ser quienes éramos. Ya no luchamos, como hacíamos durante la guerra. Entonces éramos animales, pero al menos éramos animales machos. Nos impulsábamos, nos introducíamos entre las líneas enemigas, penetrábamos entre sus defensas, rompíamos el cerco, luchábamos como machos.

Y ahora quieren reformarnos y devolvernos a la sociedad convertidos en eunucos. Volveremos emasculados junto a nuestras infieles esposas, a ciudades en las que ya no podremos vivir, a una vida que ya no podremos soportar. No nos han dejado ninguna virilidad que pueda ser útil para alguien, para nosotros mismos, para nuestras mujeres o para nuestros hijos.

Lo único que tenemos es el pasado, un pasado que detestamos y diseccionamos y estrujamos con nuestras propias manos. Un pasado en el que éramos hombres, nos comportábamos como hombres, trabajábamos como hombres y luchábamos como hombres.

Y amábamos como hombres.

Si al menos…

Sólo tienen que pasar otros nueve mil días como este.

Hasta que…

Nos devuelvan al mundo que salvamos de Hitler.


Al cabo de poco, hasta sus senos se habían alejado, al igual que su rostro y la voz que gritaba su nombre. Todo se había ido.

Lo único que quedaba era el impacto de su virilidad sobre sus gemidos femeninos.


Y después de un tiempo, incluso eso se había alejado.


Alexander alzó las manos, se detuvo un momento, consciente de la presencia del bosque, y descargó el hacha con fuerza. Cada golpe marcaba otro corte en su vida.

¿Cómo se había rendido tan pronto? ¿Por qué no lo había meditado un poco más? ¿Cuántas veces lo acercaría el azar a Finlandia? ¿Qué habría pasado si, en lugar de rechazar el camino que se abría frente a él en su juventud, hubiera aceptado humildemente la propuesta de los dioses?

Siempre había estado envuelto en alguna otra cosa.

El hijo de Stepanov… Aquel día, Alexander no podría haber hecho nada más que lo que hizo.

Sin embargo, cuando se enfrentó con los finlandeses en Carelia, ¿no podía haber actuado de otra manera? Llevaba una automática y estaba frente a cinco milicianos del NKVD armados con fusiles de una sola carga. Sólo hubiera necesitado unos segundos para matarlos, y ahora sería libre.

Pero no. Había tenido que esperar a que Dimitri acabara con Tatiana y con él…

Alzó otra vez el hacha, incapaz de decir nada.

Podía haber huido y olvidarla, dejar que ella lo olvidara a él. Tatiana habría seguido viviendo en Leningrado tras la guerra, se habría casado y tendría dos habitaciones que ocuparía con su marido y su suegra. Habría tenido un hijo y nunca habría sabido cuál era la diferencia. Pero Alexander sí sabía cuál era la diferencia. Los dos lo sabían. Ahora están separados… y la diferencia es que Tatiana usa maquillaje y zapatos de tacón y dice a los soldados que vuelven de la guerra y la cortejan: «Tuve un marido al que debía fidelidad, pero ya ha muerto… ven a bailar conmigo… admira mi pelo y mis zapatos de tacón… bailemos para olvidar la guerra… estoy viva, viva, viva, y él está muerto… estaba triste, pero la guerra terminó y volví a respirar y ahora estoy bailando…».

Alexander alzó el hacha.

Respiro el aire que viene de la tierra congelada, respiro el aire frío que me invade los pulmones y que al exhalarlo se convierte en fuego.

Si no huí, fue porque mi arrogancia me hizo creer que en cualquier momento podría escapar. Pensaba que era inmortal, que la maldita muerte nunca me alcanzaría porque yo era más fuerte y más listo que ella, más fuerte y más listo que la Unión Soviética. Me lancé al Volga desde una altura de treinta metros, crucé medio país sin llevar nada conmigo, me salvé de Kresti y de Vladivostok y del tifus.

Pero no me salvé de Tatiana.

Tendré cincuenta y un años cuando me dejen salir.

Se sentía tan viejo, después de haber sido tan joven al lado de ella…

Alexander llevaba demasiadas horas en el bosque, solo con sus pensamientos. Lo envolvía un silencio fantasmal, pavoroso y gélido. Miró en derredor y oyó un ruido. No sabía qué era, pero le resultaba familiar. Contuvo el aliento. ¿Lo oiría otra vez?

¡Aja! A escasa distancia, sonó una leve risa. Alexander colocó un tronco sobre el soporte y alzó el hacha, pero no se movió.

Volvió a oír aquel sonido leve y trémulo, tan familiar que le dolieron los huesos. «Tatiana», susurró Alexander.

Tatiana se le acerca, pálida. Lleva un bañador a topos y le ha crecido el pelo. Se le acerca y se sienta sobre el tronco, no lo deja seguir cortando leña. Alexander enciende un cigarrillo y la observa en silencio. No sabe qué decirle.

– Alexander. -Es ella la que habla primero-. Estás vivo y has envejecido. ¿Qué te ha pasado?

– ¿Qué aspecto tengo? -pregunta él.

– El de un hombre de cincuenta años.

– Tengo cincuenta años.

Tatiana sonríe.

– Tú tienes cincuenta y yo diecisiete. -Emite una risa melodiosa-. Qué injusta es la vida. ¡La, la, la…!

– ¿Te acuerdas de Lazarevo, Tania? ¿Recuerdas el verano del 42? -¿Qué verano del 42? Fallecí en el 41 y tendré diecisiete años durante toda la eternidad. ¿Te acuerdas de Dasha? ¡Ven, Dasha! ¡Mira a quién me acabo de encontrar!

– ¿Qué dices, Tania? Mírate: no estás muerta. Espera, no llames a Dasha.

– ¡Ven, Dasba! Claro que estoy muerta. Pensabas que mi hermana y yo podríamos sobrevivir al asedio de Leningrado? Era imposible. Llegó la mañana en que ya no fui capaz de levantar el cubo de agua o de bajar a la calle a por las raciones de comida. Nos tumbamos las dos en la cama, se estaba bien, no podíamos movernos, nos tapamos con una manta, el fuego se apagó, se acabó el pan, ya no volvimos a levantarnos.

– Espera…

Tania le sonríe con sus dientes blancos, sus pecas, sus trenzas, sus pechos, con todos los detalles.

– ¿Por qué estás cortando leña, Alexander?

– ¿Y a mí qué me pasó, Tania? ¿Por qué no te ayudé?

– ¿Ayudarme cómo?

– Llevándote pan, dándote mis raciones de comida… ¿Por qué no te saqué de Leningrado?

– ¿Qué quieres decir? Después de septiembre, no volvimos a verte. ¿Adonde fuiste? Dijiste que te casarías con Dasha y desapareciste. Ella pensó que habías huido de ella.

– ¿De ella? -dice Alexander, desconcertado-. ¿No de ti?

– ¿De mí? -repite jovialmente Tania.

– ¿Qué me dices de nuestra conversación en San Isaac, qué me dices de Luga?

– ¿Por qué hablas de San Isaac o de Luga? ¿Dónde andas, Dasha? ¡Ven! ¡No vas a creer a quién me acabo de encontrar!

– ¿Por qué actúas como si no supieras de qué hablo, Tania? -insiste Alexander-. ¡Me vas a romper el corazón! Por favor, deja de fingir y dime una palabra de consuelo.

Tania deja de saltar de repente, sus trenzas dejan de bailar, se vuelve a mirar a Alexander.

– ¿Qué decías, Alex?

– ¿Cómo me has llamado?

– Alex.

– Nunca me llamaste así.

– ¿Qué quieres decir? Siempre te llamábamos Alex…

Alexander, para no volverse loco, lucha desesperadamente por despertarse e interrumpir el sueño. Pero no duerme: está despierto y tiene el hacha frente a él. Y Tatiana está dando saltitos sobre una sola pierna.

– ¿Qué me dices de Luga, Tania?

– Teníamos una dacha en Luga. Pensábamos que podríamos instalarnos allá después de la guerra, pero no lo conseguimos.

– ¿Cómo me has reconocido? -pregunta Alexander-. ¿Cómo sabes con quién estás hablando?

– ¿Qué quieres decir? -Su risa cantarina dibuja ondas en la superficie del río-. Eres el novio de mi hermana.

– ¿ Y cómo nos conocimos tú y yo?

– Nos presentó ella. Llevaba semanas hablando de ti, y un día viniste a cenar.

– ¿Cuándo?

– No lo sé, en julio.

– ¿No fue el 22 de junio cuando nos conocimos? Era el primer día de la guerra y coincidimos en la parada del autobús, ¿no te acuerdas?

– ¿El 22 de junio? No, no fue entonces.

– ¿No estabas sentada en un banco, comiéndote un helado?

– Sí…

– ¿Y no se quedó mirándote un soldado (que era yo) desde el otro lado de la calle?

– No había ningún soldado -dice Tatiana con convicción-. La calle estaba desierta. Terminé el helado y cogí el autobús para ir a la avenida Nevski. Compré caviar en Elisei. Pero no duró mucho, no nos ayudó a pasar el invierno.

– ¿Y yo dónde estaba? -exclama Alexander.

– No lo sé -contesta Tatiana con una voz aguda, sin dejar de dar saltitos-. Yo no vi a nadie.

Alexander, muy pálido, la mira a los ojos. La expresión de Tatiana no refleja cariño… sólo diversión.

– ¿Por qué no ayudé a tu hermana durante el asedio? -consigue pronunciar.

Tatiana baja la voz y responde en un susurro nervioso:

– No sé si será verdad, Alexander, pero Dimitri nos contó que habías huido tú solo a Estados Unidos. ¿Es cierto? ¿Nos abandonaste? -Tatiana se echa a reír-. ¡Qué maravilla, Estados Unidos! ¡Ven aquí, Dasha! -Se vuelve hacia Alexander-. Dasha y yo hablamos mucho de tu huida en los meses del invierno, estábamos tumbadas en la cama y decíamos: «Seguro que Alexander no pasa hambre ni frio. ¿Crees que en Estados Unidos encenderán la calefacción durante la guerra? ¿Tendrán pan blanco?».

Hace rato que Alexander se ha dejado caer de rodillas sobre la nieve.

– Tania, Tania… -suplica con voz desesperada, alzando la vista hacia sus ojos.

– ¿Cómo me has llamado?

– Tatiasha, esposa mía… Tania, madre de mi hijo… ¿no te acuerdas de Lazarevo?

– ¿De qué? -dice Tatiana, frunciendo el ceño-. Qué raro estás, Alexander. ¿De qué me hablas? No soy tu esposa, nunca me he casado con nadie. -Suelta una risita y se encoge de hombros-. ¿Tu hijo? Sabes perfectamente que nunca he tenido novio. -Sus ojos parpadean-. Eso quedaba para mi querida hermana. Ven aquí, Dasha, mira a quién acabo de encontrar. Háblame de tu novio Alexander. ¿Cómo es?

Tatiana se aleja sin mirar atrás, y su risa se desvanece.

Alexander soltó el hacha, se puso en pie y echó a andar.


Lo capturaron en el bosque, lo devolvieron al campo y lo metieron en el calabozo. Cuando llevaba dos semanas encerrado, abrió los grilletes con un alfiler que había conseguido esconder en una bota. Volvieron a ponerle grilletes en las piernas y le quitaron las botas, pero Alexander abrió los grilletes con un trocito de metal que encontró en el suelo de la celda de aislamiento. Le dieron una paliza y lo dejaron veinticuatro horas colgado de los pies, cabeza abajo. Terminó con las muñecas dislocadas por los esfuerzos que hizo para mantenerse erguido.

Lo llevaron otra vez a la celda y lo dejaron tirado sobre la paja, con los brazos encadenados por encima de la cabeza. Tres veces al día entraba un guardián y le embutía un poco de pan por el gaznate.

Un día, Alexander apartó la cara y no quiso el pan, aunque aceptó el agua.

Al día siguiente, volvió a rechazar el pan.

Dejaron de darle pan.

Una noche abrió los ojos y sintió frío y sed. Estaba muy sucio y le dolía todo el cuerpo. No podía moverse. Intentó cubrirse con paja, pero no le sirvió de nada. Volvió la cara a un lado y clavó la mirada en la oscura pared. Se volvió hacia el otro lado y pestañeó.

Harold Barrington estaba en cuclillas, con la espalda apoyada en la pared. Vestía unos pantalones anchos y una camiseta blanca y se había peinado. Parecía joven, más joven que Alexander. Llevaba mucho rato sin decir nada. Alexander lo miró sin pestañear: temía que su padre desapareciera si lo hacía.

– Papá… -susurró.

– ¿Qué te ha pasado, Alexander?

– No lo sé. Creo que todo ha acabado ya para mí.

– Nuestro país de adopción te ha dado la espalda.

– Así es.

– Ya te traicionó una vez con esta guerra absurda, y volvió a traicionarte cuando no quiso tratarte como un ser humano en los campos de prisioneros, y ahora te traiciona por tercera vez, cuando te castiga por ayudarlo a salvar su forma de vida.

– Así es. Y mis amigos han muerto o han desaparecido.

– Olvídate de ellos. ¿Te has casado?

– Sí, me casé.

– ¿Dónde está tu mujer?

– No lo sé. -Alexander hizo una pausa-. Hace años que no la veo.

– ¿Te está esperando?

– Creo que ya hace mucho que rehízo su vida.

– ¿Y tú, has rehecho tu vida?

– Sí -respondió Alexander-. Yo también, y ahora disfruto de la vida que construí para mí.

Harold guardó silencio en la oscuridad.

– No, hijo -dijo al final-. Disfrutas de la vida que yo construí para ti.

Alexander estaba tan asustado que no pestañeó.

– Pensaba que llegarías muy lejos, Alexander. Y tu madre también lo pensaba.

– Ya lo sé, papá. Y durante un tiempo no me fue mal.

– Yo había imaginado otra vida para ti.

– Yo también.

Harold se colocó a su lado.

– ¿Dónde está mi hijo? -susurró-. ¿Dónde está mi niño, el niño al que puse el nombre de Alexander Barrington? Quiero que vuelva, quiero tomarlo en brazos y llevarlo a la cuna, como hacía cuando era recién nacido.

– Aquí estoy -dijo Alexander.

– Pídeles pan, Alexander -dijo Harold, con voz débil-. Por favor, no seas tan orgulloso.

Alexander no respondió.

Harold se acercó a su oído y susurró:

– «Si puedes mantener en la ruda pelea / alerta el pensamiento y el músculo tirante / para emplearlos cuando todo flaquea, / menos la voluntad que te dice: "¡Adelante!"…»

Esta vez, Alexander parpadeó. Y Harold ya no estaba.


Capítulo 36

Nueva York, diciembre de 1945

– ¿Jeb podrá ser mi papá, mami? -preguntó Anthony mientras su madre lo arropaba.

– Me parece que no, cariño -respondió Tatiana.

– ¿Y Edward?

– Edward quizá sí. ¿Te gusta Edward?

– Sí, es bueno conmigo.

– Sí, cariño. Edward es un buen hombre.

– Cuéntame un cuento, mami.

Tatiana se arrodilló junto a la cama de su hijo y juntó las manos como si rezara.

– ¿Quieres que te cuente el del Osito Pooh, que encontró tarro de miel que nunca se acababa y engordó y engordó y tuvo que ponerse a dieta…?

– No, ése no. Uno de tedor.

– No sé ningún cuento de terror.

– Uno de tedor -insistió el niño en un tono que no admitía discusiones.

Tatiana lo pensó un poco.

– De acuerdo: te contaré la historia de Dánae, la mujer del cofre.

– ¿La mujer del cofre?

– Eso es. En museo muy importante de Leningrado, la ciudad donde yo nací, había cuadro de Dánae pintado por Rembrandt. Pero cuando estalló la guerra tuvieron que vaciar museo y no sé si ese cuadro y los demás están a salvo.

– Cuéntame la historia de la mujer del cofre, mamá.

Tatiana tomó aliento y empezó a hablar.

– Había una vez un hombre muy cobarde que se llamaba Acrisio y tenía una hija que se llamaba Dánae…

– ¿Dánae era joven?

– Sí.

– Era una linda princeza?

Anthony soltó una risita.

– Si -Tatiana hizo una pausa-. Pero Acrisio escuchó al oráculo…

– ¿Qué es oráculo?

– Alguien que puede ver el futuro… Y Acrisio se asustó mucho porque oráculo le había dicho que el hijo de Dánae lo mataría.

– ¿No quería que lo mataran?

– No. Por eso encerró a Dánae en torre de bronce, para que nadie pudiera acercarse a ella y hacerle un niño.

Anthony sonrió.

– ¿Y entró alguien?

– Sí: entró Zeus. -Tatiana juntó las manos-. El dios Zeus se transformó en una lluvia de oro, entró en torre de bronce y amó a Dánae… y le dio un hijo, un niño. ¿Sabes qué nombre le pusieron? Lo llamaron Perseo.

– Perseo… -repitió Anthony.

Tatiana asintió.

– Cuando Acrisio descubrió que su hija había tenido niño, se asustó tanto que no sabía qué hacer. No se atrevía a matarlo pero no podía dejarlo vivo. Por eso encerró a la madre y al niño en cofre de madera y los arrojó al mar en plena tormenta.

Anthony la escuchaba embobado.

– No tenían comida y el cofre se agitaba con el fuerte oleaje. Dánae tenía mucho miedo. -Tatiana sonrió-. Pero Perseo sabía que su padre no dejaría que les sucediera nada malo. -Hizo una pausa-. Y así fue: Zeus pidió ayuda a Poseidón, el dios del mar, y Poseidón calmó las aguas y permitió que el cofre llegara sin problemas a las costas de una isla griega.

Anthony sonrió.

– Sabía que se salvarían. -Respiró hondo-. ¿Y vivieron felices para siempre jamás?

– Sí…

– ¿Qué fue de Perseo?

– Un día, cuando seas mayor, te contaré qué futuro le esperaba a Perseo.

– ¿Harás de oráculo?

– Eso es.

– ¿No murió?

– No. Creció y se volvió un hombre muy guapo. Los isleños sabían que era de alta cuna… no sólo hijo de un rey, sino el hijo de un dios. De mayor, Perseo se convirtió en un hombre fuerte que siempre ganaba a sus rivales en los juegos, pero él quería someterse a pruebas más difíciles, para demostrar su heroísmo.

Anthony miró muy serio a su madre.

– ¿Llegó a ser un héroe?

– Sí, hijo -respondió Tatiana-. Llegó a ser un gran héroe. Cuando seas mayor te contaré qué les hizo a la Gorgona, la Medusa y el monstruo marino… Ahora no, porque no quiero que tengas pesadillas. Quiero que sueñes con algodones de azúcar y con el juego del escondite. ¿Entendido?

– Espera un momento, mamá… ¿El oráculo tenía razón? ¿Perseo mató al hombre?

– Sí, hijo. Perseo mató a Acrisio sin darse cuenta de lo que hacía.

– Entonces Acrisio hizo bien arrojándolo al mar.

– Supongo que sí. Pero no le sirvió de nada, ¿verdad?

– No. Esta historia no era de tedor, mami. ¿Me contarás otro día la del monstruo marino?

– Puede. Dame un beso, cariño.

Tatiana salió de la habitación y cerró la puerta detrás de ella.

Vikki había ido a la fiesta de Navidad del hospital. Tatiana no había querido acompañarla. Estaba sentada a la mesa de la cocina, con una taza de té y el New York Times, oyendo la lectura de las actas del proceso de Nuremberg en la radio, cuando sonó el timbre.

Era Jeb. Llevaba puesta la chaqueta blanca de marino y se veía alto y corpulento y…

– ¿Qué haces aquí? -preguntó Tatiana, sorprendida.

No lo esperaba.

– He venido a verte -dijo Jeb, apartándola y entrando en la casa.

– Pasa…-murmuró Tatiana, y cerró la puerta-. Es un poco tarde.

– ¿Tarde para qué?

– ¿Quieres una taza de té? -preguntó Tatiana, camino de la cocina.

– ¿Tienes cerveza?

– No. Sólo té.

Le sirvió un té y se sentó junto a él en el sofá, nerviosa y tensa. Jeb tomó sólo un sorbito y apartó la taza.

– Qué silencio -dijo-. ¿No está Vikki?

– Ha salido un momento -respondió Tatiana.

– ¿A las once de la noche?

– Volverá enseguida.

– Aja. -Jeb le lanzó una mirada de soslayo-. Oye, he estado pensando que tú y yo nunca hemos tenido ocasión de estar a solas.

Le colocó una mano en el muslo.

– Ah, ¿no?

Tatiana no se apartó.

– No. ¿Por qué no vienes a mi casa?

– ¿No compartes piso con Vincent?

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– No estaremos a solas tampoco.

– Ya, pero aquí están siempre Vikki y Anthony -dijo Jeb, insistente.

– No puedo dejar a Anthony en ningún sitio -contestó Tatiana, mirándolo de reojo.

– Aja. ¿Y ahora duerme?

– Sí, pero tiene un sueño intranquilo.

– Aja.

Jeb la tumbó sobre el sofá y acercó la boca a su cara.

– Espera… -dijo Tatiana, apartándose-. No me dejas respirar…

Intentó zafarse de Jeb, pero él no tenía ninguna intención de soltarla.

– Hueles tan bien… -exclamó Jeb-. Y estamos solos.

– Aparta, por favor.

– Tania, bonita… No sabes con quién estás hablando.

– Tú tampoco sabes con quién estás hablando -declaró Tatiana, que por fin logró apartarse y cayó al suelo. Jadeando, añadió-: Lo siento, Jeb, estoy cansada y mañana tengo que levantarme muy temprano. Te agradecería que te marcharas.

– ¿Marcharme? -dijo Jeb, irritado-. No voy a irme a ninguna parte hasta que… ¿Por qué te crees que he venido? -estalló.

– No lo sé, Jeb, y no quiero imaginarlo. Supongo que a discutir conmigo, pero yo no estoy de humor para discutir.

– No quiero discutir contigo, Tatiana -dijo Jeb, levantándose del sofá e inclinándose hacia ella-. Lo que quiero es otra cosa.

– Pues yo no quiero ni discutir ni ninguna otra cosa -dijo Tatiana, enojada con él, con su estatura, con su pelo, con su uniforme de marino, y sintiendo también un poco de desprecio por sí misma un desprecio que se mezclaba con el remordimiento y con una súbita lucidez.

¿Cómo podía haber sido tan transparente?

– Me has estado provocando, Tania -declaró Jeb, sentándose en el sofá.

– No era mi intención. Estábamos conociéndonos, eso es todo.

– ¡Por supuesto! Francamente, me apetece conocerte un poco mejor.

Tatiana dirigió una mirada fría a Jeb, que se había sentado con las piernas muy abiertas y con los brazos extendidos en el respaldo del sofá.

– Tengo al niño en habitación. ¿Cómo se te ocurre gritar de esta manera? -protestó Tatiana, encaminándose hacia la puerta.

Jeb se levantó de un salto y la agarró por el brazo.

– No me iré.

– Te irás, Jeb -dijo Tatiana-. Si quieres volver a verme, vete ahora mismo.

– ¿Es una amenaza? -preguntó Jeb, tirándole del jersey-. ¿Qué vas a hacer? -Se rió-. ¿Echarme a patadas? ¿Detenerme?

– Sí y sí -dijo Tatiana.

Jeb se abalanzó sobre ella y la acercó hacia él.

– ¿Te crees que no me he dado cuenta de cómo me miras? -preguntó en un susurro-. Sé que tú también lo deseas, Tania.

– ¡Déjame! -exclamó Tatiana, intentando zafarse de él.

Sintió una súbita tristeza por sí misma.

Jeb se rió y la estrechó más contra él. Tatiana le agarró un brazo y le dio un fuerte pellizco en la muñeca.

– ¡Contrólate!

– ¡Ay! -se quejó Jeb-. ¿Te gusta la brusquedad? ¿Eso es lo que quieres?

Tiró de ella y la tumbó boca arriba en el sofá.

– ¿No me has entendido? -balbuceó Tatiana-. No quiero nada. Cometí un error.

– Es tarde para errores, guapa. Me he cansado de tener tantos miramientos…

Tatiana estaba atrapada debajo de él y sentía tal asco por si misma que no sabía qué hacer. «Alexander me amaba -pensó-. Esta no puede ser mi vida.» Fingió que daba un beso a Jeb y le dio un mordisco que le desgarró el labio. Jeb soltó un chillido y Tatiana lo empujó y se puso de pie de un salto. Él también se incorporó y le dio un puñetazo en la cara antes de que ella pudiera esquivarlo. Tatiana vio un fogonazo blanco y se desplomó en el suelo. Oyó un ruido en el dormitorio y cuando intentó incorporarse vio a su hijo de pie junto a la puerta del dormitorio, pegado a la pared, mirando a Jeb y temblando.

– No hagas daño a mi mama -dijo Anthony con una vocecita asustada.

Tatiana gateó hacia el niño.

Jeb soltó una palabrota y se limpió la sangre de la cara.

Tatiana se llevó al niño al dormitorio.

– Pase lo que pase, no salgas, ¿me oyes? -le dijo en un susurro.

Abrió el armario y extendió la mano para coger la mochila negra.

Anthony la miraba sin decir nada, con los labios temblorosos.

– ¿Lo has entendido? Pase lo que pase, no salgas.

El niño asintió.

Tatiana cerró la puerta de la habitación tras ella. Le sangraba la nariz y se notaba un ojo hinchado.

Miró a Jeb como si no lo hubiera visto nunca. ¿Por qué se había dejado arrastrar por su parecido con Alexander? Creyó que si lograba sustituir una pequeña parte de lo que Alexander había significado para ella, si podía sustituir lo que tanto añoraba de su marido, se sentiría mejor, podría encontrar algo de consuelo. Y aquél era el resultado.

Con la respiración acelerada, Tatiana apuntó con la P-38 a Jeb, que la miraba jadeante y sonriente.

– ¡Sal de mi casa!

Jeb observó sorprendido la pistola y se echó a reír.

– ¿De dónde demonios has sacado este juguetito?

– Mi marido, el padre de mi hijo, me lo dio para que pudiera defenderme de los caníbales -explicó-. Era comandante del Ejército Rojo y me enseñó a disparar. Así que sal de mi casa.

Estaba de pie, con las piernas separadas, y sostenía la pistola con las dos manos.

– Pero ¿está cargada? -preguntó desdeñosamente Jeb.

Tatiana hizo una pausa, amartilló la pistola, apuntó un poco a la izquierda de la cara de Jeb, tomó aliento y disparó. Jeb se tambaleó y se desplomó en el suelo. La bala agujereó el yeso de la pared y quedó empotrada en el revestimiento de ladrillo del edificio. El disparo había sonado con estruendo, pero Anthony no salió de la habitación. En el piso inferior se oyeron tímidos golpes de protesta de los vecinos.

Tatiana se acercó a Jeb y le dio un golpe en la cara con la culata del arma.

– Sí, está cargada -declaró-. Y ahora, lárgate de una puta vez,

– ¿Te has vuelto loca? -chilló Jeb, levantando las manos hacia ella.

Tatiana se alejó unos pasos y volvió a apuntar.

– ¡Te arrepentirás! Quiero que sepas que no me verás más -exclamó Jeb, poniéndose de pie. Tatiana seguía apuntándolo con la pistola.

– Lo superaré… ¡Lárgate!

Cuando Jeb se hubo marchado, Tatiana cerró la puerta del piso con llave y puso la cadenilla de seguridad. Se lavó la cara y las manos y entró a ver a su hijo, al que encontró acurrucado en un rincón. Lo metió en la cama y lo arropó, pero fue incapaz de hablar. Le palmeó el hombro por encima de la colcha y salió del dormitorio.

A pesar del frío, Tatiana se sentó en el rellano de la escalera de incendios. Seis pisos más abajo sonó el ulular de una ambulancia que pasaba a toda velocidad por la calle Church.

«No puedo seguir viviendo así», pensó Tatiana.

«Me tumbaré en el trineo, cerraré los ojos y él me arrastrará por las calles nevadas hasta la casa de Quinto Soviet, pero cuando lleguemos no sentiré el tacto de su mano en mi mejilla.»

Tatiana miró la pistola que tenía en el regazo, con siete balas en la recámara, y pensó: «Sólo se necesita una fracción de segundo, una milésima de segundo, para que todo acabe. Así de fácil».

Cerró los ojos. «Qué alivio no tener que despertarse nunca mas. No tener que despertarse y pensar en él tendido sobre el hielo.»

«Qué alivio, no sentir este ahogo.

» No amar.

»No herir, ni desear, ni sentir pesar. Como si pesar no fuera solo mi derecho, mi prerrogativa, mi privilegio, sino también mi castigo. Acaricio mi pesar como antes lo acariciaba a él; mientras el pesar esté aquí, él está aquí; mientras siga fingiendo que vivo, puedo estar cerca de él. Lo he mantenido a raya durante casi tres años, guardado en la carreta de la desesperación. Ahora estoy desconsolada, dejadme en paz, dejadme contemplar mi pesar con toda mi pasión y todo mi ardor.

»Pensábamos que mi fuerza me permitiría superarlo, pensábamos que sería capaz de sobrevivir a todo esto.

»Pero nos equivocábamos.

»Al parecer, no consigo superar tu ausencia.

»Y sin embargo, es lo que más ansío…

»Qué alivio sentiría, qué placer, si no tuviera que vivir por los dos.» Tatiana alzó las manos y miró la pistola.

En la hora más negra de su vida, Tatiana oyó la voz de su hijo:

– ¡Mamá!

El niño, con los labios temblorosos, estaba de pie junto a la ventana abierta y miraba a su madre, que sostenía la pistola en sus manos.

– Vuelve a tu habitación, Anthony -dijo Tatiana.

– No. Ven a arroparme.

– Vete a la cama, voy enseguida.

– No, ven ahora.

El niño se echó a llorar.

Tatiana clavó la vista en la pistola. La dejó en el rellano de la es calera de incendios y entró en la casa.

Acostó a su hijo y lo arropó.

– Ahora vendrá Vikki -susurró.

– No -protestó Anthony-. No quiero que venga Vikki, quiero que te eches a mi lado.

– Anthony…

– Échate a mi lado, mamá…

Sin desvestirse, Tatiana se acomodó en la cama, moviendo con lentitud la cabeza magullada, y rodeó los hombros de su hijo con el brazo.

– Quédate a dormir aquí, mami -dijo Anthony.

Estuvieron varios minutos en silencio.

– Todo irá bien, hijo mío -dijo Tatiana al cabo de un rato-. Te lo prometo. Es una promesa de tu padre: todo irá bien.

– ¿Papá era comandante del Ejército Rojo? -preguntó Anthony en voz baja.

– Sí.

Una pausa.

– Él no habría fallado.

– Shh, Anthony…

Tatiana pensó en el futuro.

Seguiría viviendo a pesar del miedo. Peor aún: viviría a pesar de la muerte, amaría a pesar de él. «Valor, Tatiana. Valor, cariño. Valor mujer. Levántate, hazlo por mí, sigue adelante. Sigue adelante, cuida de tu hijo, y yo cuidaré de ti.»

Alexander, su ángel guardián, el dulcísimo ángel que flotaba sobre la acongojada Tatiana y susurraba: «Tania, ¿recuerdas lo que dijiste en la Ruta de la Vida, cuando tu hermana agonizante no podía dar un paso más y estaba a punto de desplomarse sobre la nieve? Le dijiste: "Vamos, Dasha, levántate, Alexander está intentando salvarte, demuéstrale que tu vida tiene sentido. Levántate, Dasha, y sigue avanzando hasta el camión".

»Pues eso mismo es lo que yo te digo ahora: "Demuéstrame que tu vida tiene sentido. Levántate, Tania, y sigue avanzando hasta el camión".»

Tatiana no se apartó del lado de Anthony hasta que el niño se durmió. Era muy tarde y Vikki todavía no había vuelto a casa. Tatiana se levantó de la cama y guardó otra vez la pistola en la mochila. Sin mirar el interior, se quitó las alianzas que llevaba al cuello, las besó apresuradamente y las metió también en la mochila, para que descansaran junto al ejemplar de El jinete de bronce, junto a la gorra de Alexander, junto a la foto del momento en que le entregaban la medalla al valor por rescatar a Yuri Stepanov, junto a la medalla que le habían concedido por rescatar al doctor Matthew Sayers del lago helado, el emblema de Héroe de la Unión Soviética. Alianzas, medallas, fotos, libro, dinero, gorra. La foto de la boda.

En la mochila estaba todo eso, y Alexander también.

Y Tatiana.


Capítulo 37

Nueva York, enero de 1946

Año Nuevo. Tatiana, con un ojo hinchado, fue a Central Park a patinar sobre hielo con Vikki y con Anthony.

A la vuelta, cuando se acercaban a la parada de autobús de la calle Cincuenta y nueve, Vikki miró muy seria a Tatiana.

– ¿Qué pasa? -preguntó Tatiana.

Vikki no contestó.

– ¿Qué pasa?

– Hemos dejado atrás tres cabinas de teléfono.

– ¿Y?

– ¿No vas a pedirme que espere un momento con Anthony mientras tú haces la llamada habitual?

Tatiana dirigió la mirada al final de la Quinta Avenida.

– No -respondió-. ¿Crees que Edward aceptaría salir otra noche conmigo?

– ¡Estará encantado! -respondió Vikki, con una gran sonrisa.

Edward y Tatiana estaban sentados en el comedor del hospital universitario, frente a dos platos de sopa y dos sandwiches de atún. A Tatiana le encantaban los sandwiches de atún con lechuga, tomate y mayonesa. No había probado el atún hasta trasladarse a Estados Unidos. Y tampoco la lechuga.

– ¿Has tenido un ojo amoratado, Tania?

Tendría que haber tenido en cuenta que Edward era médico y no se le escapaba nada…

– Me caí. No te preocupes. -Tatiana extendió el brazo sobre la mesa y tomó la mano de Edward-. ¡Dicen que Mildred Pierce es una obra maestra! ¿Quieres que vayamos a verla?


– Claro. ¿Cuándo?

– ¿Qué te parece el viernes por la noche? Ven a buscarme al salir del trabajo. Podemos cenar en casa y luego ir al cine.

– ¿Quieres que vaya a tu casa por la noche? -preguntó cautelosamente Edward tras una pausa.

– Claro.

Edward lanzó una mirada a la mano de Tatiana apoyada en la suya y otra mirada a Tatiana.

– Aquí pasa algo… ¿Has sabido que sólo te quedan cinco días de vida?

– No -respondió Tatiana-. ¡He sabido que me quedan setenta años de vida…!

Al día siguiente, mientras Tatiana cumplimentaba los datos de un refugiado polaco, una compañera se le acercó y le dijo en un susurro:

– Ha venido un señor que pregunta por ti.

Tatiana no levantó la vista del impreso de solicitud de residencia.

– ¿Quiénes?

– No lo conozco. Dice que es del Departamento de Estado.

Tatiana alzó la vista de inmediato.

En el pasillo estaba esperándola Sam Gulotta.

– ¿Cómo estás, Tatiana? -la saludó Sam-. ¿Cómo fue la Nochevieja?

– Estoy bien, gracias, ¿y tú? -contestó Tatiana.

Incapaz de añadir nada más, se apoyó contra la pared para no dejar traslucir su nerviosismo.

– Pensaba que me llamarías -dijo Sam.

Tatiana se encogió de hombros con cautela. No quería que Sam la viera temblar.

– No quería molestarte más. Has tenido mucha paciencia conmigo en estos años…

Sam alzó la cara y dirigió la mirada al final del pasillo.

– ¿Hay algún sitio donde podamos hablar?

Salieron a la calle y se sentaron en un banco, junto a los columpios donde solía jugar Anthony.

– Pensaba que me llamarías -repitió Sam.

– ¿Qué pasa? -dijo Tatiana-. ¿Todavía me buscan?

Sam negó con la cabeza. Tatiana se aferró al borde del banco, Por suerte el castañeteo de sus dientes podía achacarse al frío.

– ¿Tienes información? -preguntó en un susurro-. ¿Ha muerto?

– Sí tengo información. Alguien hizo una consulta sobre Alexander. Como siempre, su expediente fue a parar al departamento equivocado, en este caso la Delegación de Asuntos Internacionales, que lo envió a la Oficina de Población, Inmigración y Refugiados. Allí dijeron que el caso no entraba en sus competencias y lo enviaron a la oficina Ejecutiva de Inmigración, asociada al Departamento de Justicia. -Sam meneó la cabeza-. Alguien debería explicarles la diferencia entre «inmigración» y «emigración»…

– Sam… -fue todo lo que dijo Tatiana.

– Sí, perdona. Quería que entendieras cómo funciona la burocracia administrativa… ¡Pueden pasar milenios hasta que respondan algo! En fin, te cuento: un tal Paul Markey, soldado de la 273 División de Infantería, llamó este verano al Departamento de Estado para preguntar si un tal Alexander Barrington era ciudadano norteamericano.

Tatiana se echó a temblar y se aferró al banco con más fuerza. Estuvo un buen rato sin poder decir nada.

– Tania…

– ¿Quién es ese tal Markey, Sam?

La voz no parecía la de Tatiana.

– Paul Markey, nacido en Des Moines (Iowa), veintiún años. Estuvo tres años en las fuerzas armadas y luchó en Europa como soldado raso. La semana pasada llamé a su casa y hablé con su madre. -Sam bajó la cabeza-. Se licenció del ejército el verano pasado, y me imagino que fue entonces cuando presentó la consulta. Pero las noticias no son buenas: en octubre se quitó la vida.

Tatiana se quedó sin aliento y empezó a parpadear.

– No sé qué decir, Sam. En fin, lo siento por Paul Markey, pero… ¿quién era? ¿Dónde había estado?

– No puedo decirte mucho más, aparte de que hizo la consulta por vía telefónica al departamento.

– ¿Con quién habló?

– Con una compañera llamada Linda Clark.

– ¿Puedo hablar con ella?

– Ya lo he hecho yo. Fue ella quien me informó de la llamada de Markey.

Tatiana contuvo el aliento.

– Paul Markey le contó que el 16 de abril de 1945 entró con su regimiento en el castillo de Colditz (una fortaleza que los alemanes habían convertido en cárcel de oficiales) y vio que entre los cientos de prisioneros aliados había media docena de soviéticos. Uno de los soviéticos intentó hablar con él. En un inglés impecable, le dijo que se llamaba Alexander Barrington y que era estadounidense y le pidió que lo ayudara una vez hubiera comprobado que lo que le estaba diciendo era cierto.

Tatiana se llevó las manos a la cara y se echó a llorar. Sus hombros se estremecían y las lágrimas comenzaron a resbalar entre sus dedos. Sam le palmeó la espalda para consolarla.

– ¡Sabía que Alexander me había mentido! -susurró Tatiana algo más tranquila, al cabo de unos minutos-. ¡No tenía pruebas, pero lo presentía!

– ¿Y el certificado de defunción?

– Lo falsificó. -Tatiana ahogó un gemido de dolor-. Fue todo un montaje para animarme a huir de la Unión Soviética.

– ¿Y cómo fue a parar a Colditz?

– Ya te lo dije. Ingresó en un batallón disciplinario y salió de Rusia siguiendo al ejército soviético. Es obvio que terminó en ese lugar llamado Colditz.

– ¿No quieres saber qué más nos contó Markey?

– Claro -dijo Tatiana con un sollozo-. ¿Qué pasó con los prisioneros?

– Todos fueron liberados, excepto los soviéticos. Markey explicó que en la mañana del 17 de abril, un día después de que su regimiento hubiera entrado en el castillo, llegó un convoy en busca de los prisioneros soviéticos, incluido el hombre que le había pedido ayuda.

– ¿Adonde se los llevaron?

– Markey no lo sabía. A Linda Clark le dijo que después de licenciarse había decidido llamar al Departamento de Estado para satisfacer su curiosidad. En octubre, los de Asuntos Consulares telefonearon a su casa de Iowa para confirmar la existencia de un tal Alexander Barrington, que había nacido en Estados Unidos pero residía en la Unión Soviética desde 1930. Su madre me dijo que Markey se quitó la vida tres días después.

Tatiana se quedó sin habla.

– Pero ¿qué clase de liberación es ésa?-consiguió decir al final. ¿Por que no salieron también los prisioneros soviéticos? ¿Por qué Alexander seguía en Colditz un día después de la llegada de los norteamericanos?

Sam no respondió.

– Sam…

Tatiana se pasó una mano por la frente.

– ¿Qué?

– Era una pregunta retórica, pero tu silencio me hace sospechar que existe una respuesta…

Sam siguió sin decir nada.

– ¡Sam! ¿Por qué haces eso? Sam… ¿qué más?

Gulotta suspiró.

– Aunque no puedo confirmarlo ni desmentirlo, en el Departamento de Estado corre el rumor de que había órdenes de mantener a los soviéticos confinados en el castillo hasta que el Ejército Rojo fuera a buscarlos.

– ¿Por qué?

– No lo sé.

– ¿Y de dónde venía esa orden?

– De un nivel más alto de la jerarquía.

– ¿Qué nivel?

Sam estuvo unos segundos sin responder.

– El más alto -dijo al final.

Aquella noche, al llegar a casa, Tatiana anunció:

– Vamos a hacer un viajecito, Vikki.

Vikki se desplomó en el sofá.

– No, por favor… Cada vez que dices «viajecito», terminamos en la otra punta del mundo. ¿Adonde quieres ir esta vez?

– A Iowa. Pobre Edward, me temo que tendré que cancelar nuestra cita…

– ¿A lowa? ¡Ni hablar! Vete tú sola. Anthony y yo nos negamos a acompañarte. ¿Queda claro?


En el tren, Vikki señaló el paisaje que se extendía al otro lado de la ventanilla.

– Mira qué bonito, Anthony. ¿Sabes de qué son estos campos?

– Trigo y maíz… -dijo el niño.

Vikki miró a Tatiana, que fingía estar concentrada en la lectura de su libro.

– ¿Y cómo lo sabes, Anthony?

– Me lo ha explicado mami: son campos de trigo y de maíz

– Ah.

Tatiana sonrió.

Entre los trigales y los maizales apareció la ciudad de Des Moines. Era enero y en Iowa hacía un tiempo gélido.

– No me imaginaba que haría tanto frío -declaró Vikki-. Como hablan tanto de la sequía provocada por las tormentas de arena… ¿Cómo pueden tener sequía con este tiempo?

– Las tormentas de arena no son en invierno, Vikki -explicó Tatiana, abrochándose el abrigo-. Ven, vamos a por un taxi.

– Tú y tus taxis… La mujer a la que vas a ver, ¿nos está esperando?

– Le escribí.

– ¿Y te contestó?

– No exactamente.

– ¿No exactamente? ¿Cómo es eso? ¡O te contestó o no!

– Estoy segura de que pensaba hacerlo, pero hemos venido tan pronto que no le he dado tiempo.

– ¡Aja! ¡De manera que piensas aparecer por sorpresa en casa de una viuda que acaba de perder a su hijo!


La granja de la familia Markey estaba en las afueras de Des Moines. La nieve se había acumulado contra las paredes del granero, que parecía no haberse usado en mucho tiempo. Vikki y Tatiana llamaron a la puerta de la casa y en el umbral apareció una mujer pálida y demacrada que pese a todo se esforzó en sonreír.

– ¿Es usted Tatiana? Pasen, pasen. Las estaba esperando. Soy Mary Markey. ¿Éste es su hijo? ¡Hola, guapo, ven conmigo! -Tendió una mano al niño y añadió-: Acabo de hacer magdalenas de maíz. ¿Te gustan, Anthony?

Vikki y Tatiana los siguieron hasta la cocina.

– ¿Cómo lo consigues? -susurró Vikki.

– ¿El qué?

– Irrumpir en casas de gente desconocida y conseguir que te viten a comer como si fuerais amigos de toda la vida.


La cocina era sencilla y pulcra. Se sentaron tras la vieja mesa de madera y tomaron un café con magdalenas. Después, Vikki y Anthony salieron a jugar con la nieve. Mary tomó la taza de café con las dos manos y dijo:

– Me gustaría ayudarla, Tatiana. Desde que recibí su carta, he intentado recordar lo que me contó mi hijo. Piense que llevábamos tres años sin vernos y que a su regreso se mostraba muy reservado con todo el mundo, con sus amigos, conmigo… Su novia del instituto se había casado con otro. Claro, ¿qué chica de su edad iba a esperar tanto? Paul se pasaba las horas sentado en la cocina, o cogía la camioneta y se iba al bar del pueblo. Habló de poner otra vez en marcha la granja, pero no era fácil sin la ayuda de su padre. -La mujer hizo una pausa, y Tatiana esperó-. Mi hijo estuvo un tiempo muy ensimismado, hasta que de repente se mató… demasiadas escopetas a su alcance. Su muerte me dejó muy afectada, y muchas de las cosas que me contó se me han olvidado.

– Lo comprendo. Pero cualquier detalle podría serme útil.

– Recibió una llamada de teléfono unos días antes de morir. No me dijo de qué se trataba, pero se pasó toda la tarde sentado frente a esta misma mesa. No quiso cenar, salió a beber, y de madrugada estaba otra vez sentado en la cocina. Le pregunté varias veces qué le pasaba. Al final me dijo: «Cuando liberamos una fortaleza alemana, un prisionero ruso me dijo que en realidad era norteamericano. Yo no lo tomé en serio, y ya no volví a verlo porque al día siguiente el Ejército Rojo se los llevó a todos. Pero no podía quitarme de la cabeza a aquel ruso que hablaba inglés a la perfección, y a la vuelta llamé a Washington para quedarme tranquilo». Entonces se le quebró la voz y añadió: «Esta tarde me han llamado del Departamento de Estado para decirme que sí, que ese hombre era un ciudadano estadounidense que se había trasladado a la URSS». Intenté animarlo, le dije: «Tranquilo, volverá a su tierra igual que has vuelto tú». Pero Paul me contestó: «No lo entiendes, mamá. Nos dieron órdenes de mantener confinados a los oficiales soviéticos hasta que el Ejército Rojo fuera a buscarlos».

»"¿Y bien?", le dije.

»"¿Por qué tenían que ir a buscarlos? ¿Por qué no los dejaban salir por su cuenta, como habían salido los prisioneros ingleses o norteamericanos? Además, ese hombre no era soviético."

»En ese momento no entendí a qué se refería, ¿sabe? Le dije que no se preocupara, que no podía haber hecho nada por él, pero Paul, desesperado, me dijo: "Mi impotencia no me hace sentir mejor madre". Y yo le dije: "Pero hijo, en todo caso la culpa es de la Unión Sovietica… Tú no eres el que los llevó de vuelta a la URSS". Y él hundió la cara entre las manos y dijo: "Pero al menos podría haberlo ayudado a él…".

Tatiana se levantó, rodeó la mesa y abrazó a la mujer.

– Puede estar segura de que su hijo lo ayudó, señora Markey.

La mujer asintió con la cabeza.

– La acompaño en el sentimiento… -añadió Tatiana.

– Estoy bien. Mi hija vive aquí cerca. Mi marido murió en el 38 y estoy acostumbrada a vivir sola. -Alzó la vista y añadió-: ¿Cree usted que ese soldado era su marido?

– No tengo ninguna duda -respondió Tatiana.


Durante el trayecto de vuelta, Tatiana contempló fascinada cómo caía la nieve sobre los campos que se extendían al otro lado de la ventanilla. Anthony dormía, y Vikki, aparentemente, también. Pero súbitamente abrió los ojos, primero uno y después el otro.

– ¿Y ahora qué? -preguntó.

Tatiana no respondió.

– ¿Y ahora qué? -repitió Vikki.

– No tengo respuestas para todo, Vik. No sé qué viene ahora.

Sin embargo, de pronto el mundo le parecía menos absurdo. Sabía que Alexander no había muerto sobre el lago.

En algún lugar, Alexander estaba todavía vivo. En el país más extenso del planeta, con un territorio que ocupaba una sexta parte de la superficie emergida de la Tierra, en el que la mitad era tundra y suelo congelado; una cuarta parte, estepa; una octava parte, bosques de coníferas; otra parte, desierto, y otra parte, tierras de labor; en el país donde estaban el lago más grande del mundo, el mar más grande del mundo, la frontera más larga del mundo y el experimento socialista más grande del mundo… allí estaba Alexander.

Un minúsculo soplo de fe había conducido a Tatiana hasta un Alexander que aún vivía.

¿Y ahora qué?


Tatiana telefoneó a Sam en cuanto regresaron a Nueva York, pero no logró averiguar el paradero de los oficiales rusos que habían estado encerrados en Colditz. Las autoridades militares soviéticas se negaban a informar, las relaciones entre Estados Unidos y la URSS eran tensas y los soldados del contingente norteamericano que había entrado en Colditz aseguraban que Markey no les había contado nada y que ellos no habían visto a ningún ruso que hablara inglés.

– Llama al Ministerio de Defensa soviético y pregúntales dónde están sus oficiales.

– ¿Y qué les digo? ¿«Quiero saber si tienen ustedes escondido a Alexander Barrington»…?

– No lo dirás en serio. Ya sabes que no puedes mencionar ese nombre.

– Exacto. Por eso no puedo hacer indagaciones sobre él.

– Entonces habla con el Ministerio de Defensa estadounidense.

– ¿Quieres que me dirija a alguna persona en particular dentro del ministerio?

– A cualquiera que pueda responderte… Pregúntales si saben qué ha sido de los oficiales soviéticos que estaban presos en Alemania.

– Pero Tania, ¡ya sabes qué ha sido de ellos!

– Quiero saber adónde los llevaron -insistió Tania-. Y no hace falta que me grites.

– Suponiendo que averigüe algo, ¿qué harás con la información?

– ¿Por qué siempre me preguntas qué voy a hacer? Tú haz tu trabajo y no te preocupes por mí…

Tatiana no volvió a concertar la cita con Edward.

Unos días después, Tatiana telefoneó otra vez a Sam. Al parecer, según había relatado un general de división del ejército de Patton, el gobierno soviético mantenía a sus oficiales confinados en campos de transito hasta que pudieran llevarlos de nuevo a la Unión Soviética.

– ¿De cuánta gente estamos hablando?

– El general no se atrevió a aventurar una cifra.

– ¿Te atreverías tú?

– Menos aún.

– ¿Y dónde están esos campos de tránsito?

– Esparcidos por toda Alemania.

Tatiana se quedó un momento pensativa.

– Colditz fue liberado hace casi diez meses y a estas alturas Alexander debe de estar de nuevo en la Unión Soviética -siguió Gulota-. En todo caso, está claro que los soviéticos no querrán enviar a ningún ciudadano de su país, por muy amablemente que se lo pidamos. Y tampoco a ningún norteamericano… Tenemos a varios desaparecidos en combate en el lado soviético, y la URSS se niega a proporcionarnos ninguna información sobre ellos.

– Alexander también es un militar desaparecido en combate -dijo Tatiana.

– No es cierto, Tania. ¡Los soviéticos saben exactamente dónde está! -Algo más tranquilo, Sam añadió-: ¿No sabes que la mortalidad entre los prisioneros de guerra soviéticos es altísima?

– Lo sé -asintió Tatiana-. Y todavía guardo el certificado de defunción que tan fiable te parecía. Según tú, no había duda de que Alexander había muerto en el lago…

– Es peor lo de ahora.

– ¿Cómo que peor? Sólo necesitamos averiguar dónde está.

– Está en la Unión Soviética.

– Pues necesitamos averiguar en qué parte de la Unión Soviética. Es ciudadano estadounidense, estás obligado a ayudarlo…

– ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo, Tatiana? Alexander perdió la nacionalidad estadounidense en 1936.

– No es cierto. Ahora tengo que irme, Sam. Me esperan mis pacientes. Te llamaré mañana.

– ¡No lo dudo!


Capítulo 38

Los procesos de Nuremberg, febrero de 1946

– ¡Vamos a algún sitio! -ordenó Vikki-. Salgamos al cine, a una cafetería, a dar un paseo… -Dio un golpe en la mesa de la cocina-. ¡Estoy harta! Llevas meses escuchando eso… ¡Puedes estar segura de que nunca entrará un televisor en esta casa!

Tatiana tenía la oreja pegada al aparato de radio, que retransmitía la trascripción de las actas del proceso de Nuremberg.

– No lo escucho porque esté aburrida… -se justificó Tatiana mientras subía el volumen de la radio-. Lo escucho porque es fascinante.

– ¿Tú me ves fascinada? La guerra ya terminó, son todos culpables y los van a ahorcar… ya está, ¿no? ¡Llevan meses retransmitiéndolo! Los generales ya han sido juzgados y sólo quedan los secundarios. No pueden estar mucho tiempo más.

– ¿Por qué no te vas a dar un paseo? -dijo Tatiana, sin apartar los ojos de la radio-. Vete a la calle, anda, y no vuelvas hasta dentro de dos horas.

– ¡Si me voy para siempre, te arrepentirás!

– Claro. Pero si son dos horitas, no hace falta que me arrepienta.

Refunfuñando, Vikki se sentó en la silla contigua a la de Tatiana.

– Me quedo. Quiero oír la radio yo también.

– Están hablando de Leningrado, mi ciudad -explicó Tatiana-. Escucha.

La devastación de las capitales de la Unión Soviética ocupaba un lugar destacado dentro del proyecto criminal de los conspiradores fascistas. Y entre sus planes revestía una especial importancia la destrucción de Moscú y de Leningrado.


Los hitlerianos, embriagados por sus primeros éxitos milita res, idearon un malévolo proyecto de destrucción de los principales centros culturales e industriales del pueblo soviético. Organizaron Sonderkommandos o escuadrones especiales para este fin e incluso anunciaron previamente su decisión.

Es importante señalar que expresiones frecuentemente utilizadas por los conspiradores hitlerianos, como «arrasar» o «barrer de la faz de la tierra» no eran meras amenazas sino auténticos actos criminales.

Quiero presentar ahora dos documentos que demuestran las intenciones de los conspiradores hitlerianos.

El primero es una orden secreta del estado mayor de la Armada, fechada el 22 de septiembre de 1941 y titulada «El futuro de la ciudad de Petersburgo». En este documento se dice lo siguiente: «El Führer ha decidido borrar la ciudad de Petersburgo de la faz de la tierra. El plan consiste en cercar la ciudad y castigarla con fuego de artillería de todos los calibres y con un permanente bombardeo desde el aire, hasta arrasarla por completo». En esta orden se especificaba que, en caso de que los soviéticos presentaran una oferta de capitulación, los alemanes deberían rechazarla.

El segundo documento es otra orden secreta, emitida en este caso por el Alto Mando de las Fuerzas Armadas, fechada el 7 de octubre de 1941 y firmada por el acusado Alfred Jodl. Permítanme que lea algunas frases:

«… El Führer ha llegado a la conclusión de que no debemos aceptar una capitulación de Leningrado o de Moscú, ni siquiera si es el propio enemigo quien la propone…»

Y más adelante, en el penúltimo párrafo de esta misma página:

«… Por tanto, ningún soldado alemán entrará en estas dos ciudades. Con la fuerza de nuestra artillería, obligaremos a regresar a la ciudad a quienes intenten atravesar nuestras filas para abandonarla. No podemos poner en peligro la vida de nuestros soldados para garantizar la integridad de las ciudades rusas y tampoco podemos alimentar a la población de estas ciudades a expensas de nuestra patria alemana.»

Los conspiradores hitlerianos comenzaron a llevar a la practica con una ferocidad sin precedentes sus criminales proyectos sobre la destrucción de Leningrado.

Leo:

«Como resultado de las bárbaras actividades de los invasores fascistas en Leningrado y sus inmediaciones, quedaron completamen te destruidos 8.961 hogares junto con las construcciones adyacentes (cobertizos, baños, etc.), con un volumen total de 5.19x427 metros cúbicos, y quedaron parcialmente destruidos 5.869 edificios, con un volumen total de 14.308.288 metros cúbicos. Por lo que respecta a los bloques de viviendas, quedaron completamente destruidos 20.627, con un volumen total de 25.492.780 metros cúbicos, y parcialmente destruidos 8.788, con un volumen total de 10.081.035 metros cúbicos. Por lo que respecta a las construcciones de importancia cultural, quedaron totalmente destruidos 295 edificios, con un volumen total de 844.162 metros cúbicos, y parcialmente destruidos 1.629, con un volumen total de 4.798.644 metros cúbicos. Por lo que respecta a los lugares de culto religioso, quedaron completamente destruidos seis, y parcialmente destruidos, 66. Los perjuicios causados por los hitlerianos a diferentes tipos de edificios se estiman en más de 718 millones de rublos, y los prejuicios causados a la maquinaria industrial y agrícola se calculan en más de 1.043 millones de rublos.»

Este documento demuestra que los hitlerianos bombardearon metódicamente, de día y de noche y de acuerdo con un plan establecido, tranvías, calles, viviendas, teatros, museos, hospitales, guarderías, escuelas, institutos, hospitales militares, además de reducir a ruinas los monumentos artísticos y culturales más importantes. Los edificios históricos de Leningrado, sus muelles, sus jardines y sus parques, fueron bombardeados con miles de proyectiles. Las baterías de artillería apostadas alrededor de la ciudad disponían de una reserva ilimitada de munición, en cantidades muy superiores a las habituales. Los cañoneros sabían que el bombardeo tenía como objetivo la devastación de la ciudad y la aniquilación de toda la población civil.


– ¿Sabías todo eso cuando vivías allá? -preguntó Vikki.

– No tenía ni idea -contestó Tatiana-. Me limitaba a sobrevivir.


General Raginski: Señoría, para terminar con la presentación de las pruebas relacionadas con el objeto de mi intervención, solicito su permiso para interrogar al testigo Iosif Abgarovich Orbeli…


La taza de té resbaló de entre las manos de Tatiana, cayó al suelo y se hizo añicos, y Tatiana se resbaló de la silla, cayó al suelo de rodillas y comenzó a recoger los trocitos de cerámica. Sollozaba con tal desconsuelo, que Vikki no pudo evitar levantarse de la silla y preguntarle, desconcertada:

– ¿Qué te pasa?

Tatiana agitó una mano en un gesto displicente, mientras se tapaba la boca con la otra y trataba de escuchar el eco borroso en el que se había convertido la emisión radiofónica. Cuando dos vehículos colisionan en la carretera, la radio no deja de emitir música, por incongruente que resulte que el oído siga captándola o que el cerebro siga procesando los sonidos…


– He convocado al señor Orbeli para que aporte su testimonio sobre la destrucción de los tesoros artísticos y culturales de Leningrado

Pregunta: ¿Cuál es su nombre?

Respuesta: Iosif Abgarovich Orbeli.

P: ¿Puede decirnos qué cargo ocupaba en Leningrado?

R: Era el director del Museo del Hermitage.

Tatiana emitió un gemido de dolor.

– ¿Qué pasa? -dijo Vikki, alarmada.

– Shh…

P: ¿Estaba usted en Leningrado durante el asedio alemán?

R: Sí, estaba en Leningrado.

P: ¿Tiene conocimiento de la destrucción de monumentos artísticos y culturales en la ciudad?

R: Así es.

P: ¿Podría describir con sus propias palabras los hechos de los que tiene conocimiento?

R: Fui testigo ocular de las medidas adoptadas por el enemigo para la destrucción del Museo del Hermitage. Durante largos meses, los edificios del museo fueron sometidos a un bombardeo sistemático por parte de la aviación y la artillería. El Hermitage sufrió el impacto de dos obuses aéreos y de unos treinta proyectiles de artillería. Las bombas de artillería causaron considerables destrozos en el edificio y en las zonas adyacentes y las bombas de aviación destruyeron las conducciones de agua.

P: ¿En qué parte de Leningrado se encontraban los edificios del museo? ¿En la zona sur, norte, sudoeste o sudeste?

R: El Palacio de Invierno y el Hermitage están en pleno centro de Leningrado, a la orilla del Neva.

P: ¿Puede decirnos si en las cercanías del Hermitage y del Palacio de Invierno hay alguna industria, en especial alguna fabrica de armamento?

R: Que yo sepa, en las cercanías del Hermitage no hay instalaciones de interés bélico. Si se refiere a la comandancia militar, su sede se encuentra al otro lado de la plaza del Palacio, que fue menos bombardeada que el propio Palacio de Invierno. Que yo sepa, la sede de la comandancia militar sólo recibió el impacto de dos proyectiles.

P: ¿Sabe usted si había instalada alguna batería de artillería cerca de los edificios mencionados?

R: En la plaza situada frente al Palacio de Invierno y el Hermitage no se instaló ni una sola batería de artillería, para evitar que las vibraciones perjudicaran los valiosos tesoros custodiados en el museo.

P: ¿Sabe si las fábricas de armamento siguieron funcionando durante el asedio?

R: No entiendo la pregunta. ¿A qué fábricas se refiere? ¿A las que existían en Leningrado en general?

P: Me refiero a las fábricas de armamento de Leningrado. ¿Siguieron funcionando durante el asedio?

R: En el perímetro del Hermitage, el Palacio de Invierno y sus inmediaciones no había ningún elemento de interés militar. Nunca lo hubo, y tampoco se instaló ninguna fábrica de armamento durante el asedio. Ahora bien, sé que en Leningrado se fabricaba armamento, y sé que este armamento se utilizó con éxito.

P: El Palacio de Invierno se encuentra situado a la orilla del Neva. ¿Puede decirnos a qué distancia del palacio se encuentra el puente más próximo?

R: El puente más próximo, conocido como Puente del Palacio, está a unos cincuenta metros; no obstante, como ya he dicho, este puente sólo recibió el impacto de un proyectil. Por ello estoy convencido de que los bombardeos apuntaban específicamente al Palacio de Invierno. De haber querido destruir el puente, no se entiende que éste sólo recibiera un proyectil y en cambio cayeran treinta proyectiles en el edificio cercano.

P: Ésa es su conclusión personal, testigo. ¿Tiene conocimientos de artillería que le permitan concluir que el objetivo era el palacio en lugar del puente?

R: No soy artillero, pero insisto en que si el único objetivo de los alemanes hubiera sido el puente, es absurdo que sólo acertaran una vez y en cambio cayeran treinta proyectiles sobre el palacio. Mis escasos conocimientos me permiten llegar a esta conclusión.

(Rumores en la sala.)

P: Una última pregunta. ¿Permaneció usted en Leningrado durante todo el asedio?

R: Estuve en Leningrado desde el día en que comenzó la guerra hasta el 31 de marzo de 1942. Y regresé a la ciudad más tarde, cuando las tropas alemanas fueron expulsadas de la periferia.

General Raginski: No tengo más preguntas.

Presidente del tribunal: El testigo puede retirarse.

(El testigo abandona la sala.)


Tatiana, sentada en el suelo, alzó la cara hacia Vikki. Se incorporó, volvió a sentarse en la silla, bajó la cabeza y cerró los ojos. Vikki le dio unas palmadas de consuelo en la espalda.

– Estoy bien -pronunció casi sin voz Tatiana-. Sólo necesito un minuto.

Alexander, hasta el fin.

Orbeli fuera del museo, despidiéndose de las cajas de embalaje.

A Tatiana le había impresionado mucho su rostro y no lo había olvidado.

Las cajas de embalaje de las que se despedía con expresión angustiada, como si se llevaran a su primer amor.

– ¿Quién es ese hombre? -pregunta Tatiana.

– El conservador del Hermitage.

– ¿Por qué mira así las cajas?

– Contienen la pasión de su vida y no sabe si volverá a verlas.

Tatiana observa al hombre con atención.

– Debería tener más fe, ¿no te parece?

– Es cierto, Tatiana. Debería tener más fe. Cuando termine la guerra, volverá a verlas.

– Por la forma en que las mira, parece que vaya a tener que traerlas de vuelta él solo, sin ayuda.

Tatiasha… Acuérdate de Orbeli.

Orbeli estaba en los ojos de Alexander cuando Tatiana lo dejo en el lecho del hospital de Morozovo y se alejó sin mirar atrás, «Adiós Shura, que te vaya bien, la próxima vez que nos veamos me cuentas qué es eso de Orbeli…». Cuando llegó a la altura de la puerta, Tatiana se volvió por última vez, miró sonriente a Alexander y en sus ojos vio a Iosif Abgarovich Orbeli. En ese momento no supo interpretar su expresión, y ahora acababa de descubrir qué significaba.

Todos los días estoy por última vez junto a tu cama, te saludo y te digo: «Hasta la próxima, comandante. Buenas noches». Y tu me dices: «Hasta la próxima, Tania».

Y me alejo. Me llamas, me vuelvo, te miro con expresión confiada, feliz, llena de esperanza.

Y tú, con una voz valiente, con una voz serena y profunda, conuna voz estoica, me dices: «Tatiasha, acuérdate de Orbeli».

Frunzo un momento el ceño, pero no digo nada porque pareces muy sereno y yo tengo muchas cosas que hacer y el doctor Sayers me está llamando. Impaciente y sin dejar de mirarte, te digo: «Shura, cariño, tengo que irme, ya me lo explicarás mañana»… Y ahora sé de qué se trataba, pero tú no puedes explicármelo… Inclinas la cabeza sin decir nada, y yo me alejo despreocupadamente entre las camas y cuando llego a la puerta de la sala me doy la vuelta por última vez y me detengo.

Y allá sigo todavía.

Orbeli.


En el silencio frío y acuático de la noche de febrero, Tatiana, sentada en la escalera de incendios y envuelta en la manta de cachemira que había comprado para Alexander, respiraba la brisa del océano mientras contemplaba las trémulas luces de Manhattan a sus pies.

Descubrirás la manera de vivir sin mí, de vivir por los dos, le había dicho una vez Alexander.

Y ahora tenía la seguridad de que era cierto aquello que durante tanto tiempo había temido y sospechado: Alexander le había entregado su vida, le había dicho: «Toma, es para ti. Yo no puedo salvarme, sólo puedo salvarte a ti, pero tú tienes que seguir adelante y vivir tu vida, la única vida que tienes. Tendrás que ser fuerte y ser feliz, tendrás que querer a nuestro hijo, y al final tendrás que amar. Tendrás que aprender a amar de nuevo, a sonreír de nuevo, a alejarme de ti, tendrás que aprender a acariciar la mano y besar la boca de otro hombre, tendrás que casarte de nuevo y tener más hijos. Tienes que vivir tu vida: debes hacerlo, por mí y por ti. Tienes que vivirla como la habríamos vivido nosotros dos». Alexander le había dicho todo eso con una sola palabra: «Orbeli».

En la guerra todo estaba más claro: era fácil definir lo correcto y lo incorrecto, era fácil también distorsionarlo. El peligro, la absolución, la privación. La emoción, la angustia, la pasión.

A él, sigo viéndolo siempre, incluso en tiempos de paz.

Y sin embargo, ¡cuánta vida tengo que ocultarle!

Cuántas tradiciones, cuántas fiestas… Navidad, Acción de Gracias, Pascua, el Día del Trabajo, el Día de la Independencia, los cumpleaños de todo el mundo, incluido el mío, mi maldito, angustioso, dorado cumpleaños. Fiestas, comida, amaneceres, calor. Del alba al anochecer, llenaré de vida mi vida.

La llenaré de todas las cosas que él quiso que tuviera.

Mis cimientos están sepultados bajo el alto edificio de ventanales y vigas que llegan hasta el cielo… cimientos tapizados de árboles y arbustos, de macizos de pensamientos en invierno y de tulipanes en verano, y mi corazón también está tapizado, oculto, cicatrizado. A veces me llevo la mano al pecho y noto un bulto a la altura del corazón, un punto donde los nervios doloridos están a flor de piel y emiten una pequeña sacudida que se transmite por todo mi cuerpo y llega hasta el cerebro, en un temblor que dura poco más que una inspiración prolongada. Inspirar, exhalar, contener el aliento. Pronunciar:

Alexander.

Perdóname por dejarte entre las garras de la guerra, por haber estado tan dispuesta a creer en tu muerte. ¡Cuánto tardé en amarte y cuan poco en abandonarte!

¿Dónde está? Dónde está el espléndido jinete, mi anillo de oro y mi cadena, mi mochila negra y mi día más luminoso?

Tatiana estaba sentada junto a la bahía, deseando que su vida comenzara, o que terminara, cuando ella misma no había empezado ni había terminado.

En realidad, no estaba en ninguna parte.

¿Cuánto se demoraba aquella fase? ¿Llegaría el momento en que dejaría de estar en medio de alguna fase? ¿Cuándo se limitaría a vivir?

¿Antes de encontrar la medalla de Héroe de la Unión Soviética? No.

¿Después de encontrar la medalla de Héroe de la Unión Soviética? No.

¿Después de saber lo de Paul Markey? No.

¿Después de saber quién era Orbeli? ¡Nunca!

Su alma estaba en guerra.

¿Deseaba que Alexander le diera una palabra, una clave? Esa palabra era Orbeli.

«Intento enviarte a un lugar donde estarás a salvo -le había dicho-. No desesperes, ten fe.»

Pero ¿por qué ahora? Y ¿qué iba a hacer Tatiana a partir de ahora? Había que hacer algo, pero ¿qué?

Fuera cual fuera su decisión, Tatiana tenía que abandonar a su hiio ¿No era una locura, una insensatez, una muestra de demencia?

Era todas esas cosas.

¿Irse y dejar a su hijo? ¿Qué diría Alexander si se enteraba de que Tatiana había abandonado a su niño para buscarlo a él en los escaparates del horror del mundo?

Tatiana seguía sentada en la escalera de incendios, sin moverse, sintiendo el olor del aire, del agua y del cielo, buscando a Perseo en el firmamento sin encontrarlo, buscando la luna llena sin verla. Era tarde y la luna estaba oculta tras las nubes.

Su bebé necesitaba a su madre.

¿La necesitaba más de lo que Alexander necesitaba a su esposa?

¿Era ésa la alternativa?

¿Había que elegir entre el padre y el hijo?

¿Tenía que abandonar a uno para ir en busca del otro?

Además, existía la posibilidad de no regresar nunca. ¿Era ésa la vida que quería ofrecer a su hijo?

Lo único que tenía que hacer era quedarse donde estaba, seguir adelante tal como había estado haciendo.

Pero allá no estaba Tatiana. Tatiana estaba junto a Alexander, abrazando su cuerpo en el Ladoga, inclinándose sobre él todas las noches. Sus brazos sostenían el cuerpo de Alexander, que se desangraba sobre la superficie helada del Ladoga. Tatiana podría haberlo dejado en manos de Dios, porque era obvio que en ese momento Dios lo estaba llamando.

Pero no lo había hecho.

Y como no lo había hecho, ahora estaba en Estados Unidos, sentada hasta el fin de sus días en la escalera de incendios. Así se sentía en el instante crucial en que comprendió que su vida, fuera cual fuera su decisión, debía tomar una dirección o la dirección opuesta.

Una dirección era vulgar y vivida.

La otra era oscura y asolada por las dudas."

Quedarse significaba aceptar lo bueno.

Irse significaba abrazar lo incognoscible.

Quedarse significaba que el sacrificio de Alexander no había sido en vano.

Irse significaba adentrarse en la muerte.

Sin embargo, ¿podía aceptar una vida sin él?

¿Podía imaginar una vida sin Alexander? No ahora, pero ¿podía imaginarse a sí misma diez, veinte, cincuenta años después? ¿Podía imaginarse sexagenaria y sin él, casada con Edward y madre de sus hijos, sentada al lado de Edward frente a una mesa antigua y alargada? Tatiana tenía la impresión de que el Jinete de Bronce la perseguiría hasta la tumba. Oiría su caballo retumbante hasta la eternidad, de día y de noche, en las horas de tristeza, en los minutos de debilidad, en la oscuridad y en la luz… aunque viajara por todo Estados Unidos, el jinete no dejaría de perseguirla como la había perseguido en los últimos mil cien días y en las últimas mil cien noches empujándola hacia la nube de la locura. ¿Hasta cuándo?

¿Cuánto tiempo seguiría persiguiéndola?

¿No era Orbeli la prueba de que Alexander, desde la oscura noche en la que se encontraba, la estaba llamando?

Tatiana no podía creer que él estaba vivo y no salir en su busca… Hacerlo sería darle la espalda.

¿Qué significaba todo aquello?

Tal vez podría cerrar la ventana negra que daba a la noche y dejar de oírlo. Tal vez podría convencerse de que Alexander la perdonaría aunque le diera la espalda, aunque mostrara un corazón indiferente.

Las palabras y los pensamientos del pasado resonaban en el interior de Tatiana.

– Mira las cajas como si tuviera que traerlas de vuelta él solo cuando acabe la guerra -dice.

«Ve a buscar a tu soldado», piensa en el autobús, el día en que se han conocido.

Hazte tres preguntas, Tatiana, y sabrás quién eres.

¿Qué esperas?

¿En qué crees?

Y la más importante: ¿qué es lo que amas?

Tatiana volvió a entrar en la casa, cerró la ventana y se acostó al lado de su hijo.


– Tengo que hablar contigo, Vikki -dijo Tatiana a la mañana siguiente, mientras tomaban café y cruasanes en la cocina, antes de salir corriendo hacia el trabajo.

– ¿No puedes esperar a la noche? Es tarde, Anthony ya tendría que estar en el colegio.

Tatiana le cogió la mano. Vikki tenía miguitas de cruasán en los labios. Se la veía muy delgada y muy atractiva y muy morena junto a la encimera, mientras observaba a Tatiana con exasperación y ternura.

– ¡Te quiero mucho! -exclamó Tatiana, abrazándola-. Siéntate un momento, tengo que hablar contigo.

Vikki se sentó.

– Vik, sabes que llevo casi tres años trabajando en Ellis, que colaboro en el hospital de la Cruz Roja para veteranos de guerra y que examino todos los barcos de refugiados que llegan a Nueva York. Sabes que llamo todos los meses a Sam Gulotta en Washington y que hace tiempo me puse en contacto con Esther… y todo esto lo he hecho por un único motivo.

– ¿Qué motivo? -dijo Vikki, masticando un pedazo de cruasán.

– Averiguar qué le pasó a Alexander.

– Pero hasta ahora no he averiguado nada.

Vikki le dio una palmadita en la mano. -Por eso tengo que intentar algo más.

– ¿Más que ir hasta Iowa? -dijo Vikki, sonriendo.

– Y necesito tu ayuda.

– ¡Oh, no! -protestó Vikki, poniendo los ojos en blanco-. ¿Adónde vamos esta vez?

– Nada me gustaría más que contar con tu compañía -aseguró Tatiana-, pero te necesito para algo más importante.

– ¿Para qué? ¿Y adonde piensas irte?

– Me voy en busca de Alexander.

Un trocho de cruasán cayó de la boca de Vikki.

– ¿Ir a buscarlo adonde? -preguntó con perplejidad.

– Empezaré por Alemania y luego iré a Polonia y a la Unión Soviética.

– ¿Que te vas adónde…?

– Escúchame…

Vikki apoyó los brazos en la mesa, golpeó varias veces la frente contra el tablero, volvió a incorporarse y meneó la cabeza a un lado y a otro.

– Para, Vikki…

– ¡Caramba, creo que esto es lo mejor que te he oído decir! Lo de Massachusetts estuvo bien, lo de Iowa aún mejor, con Arizona rozaste la perfección… ¡pero acabas de superarte a ti misma!

– En fin, esperaré a que estés dispuesta a escucharme…

– ¿De qué estás hablando? -exclamó Vikki, que terminó de engullir el cruasán y dio un puñetazo en la mesa-. ¡No puedes decirlo en serio! Nadie viaja a Alemania.

– La Cruz Roja Internacional sí, y yo me voy con ellos.

– ¡La Cruz Roja no va a Alemania!

– Lo cierto es que sí, y yo me voy con la Cruz Roja.

– ¡No puedes viajar a los territorios ocupados! Anthony y yo no podremos acompañarte…

– Ya lo sé, pero no quiero que vengáis conmigo. Quiero que Anthony siga aquí, sano y salvo.

Vikki la miró boquiabierta. Esta vez no tenía migas de cruasán.

– Quiero que se quede contigo. -Cogió las manos de Vikki y repitió-: Contigo. Porque quieres a mi niño y él te quiere a ti, porque sé que lo cuidarás como si fuera tu hijo, lo harás por su padre y por mí…

– Estás loca, Tania. No puedes irte -susurró Vikki con voz ronca.

Tatiana le oprimió las manos.

– Escúchame, Vik. Cuando creía que Alexander estaba muerto, yo también estaba muerta. Y gracias a Iosif Orbeli y a Paul Markey he resucitado. Mi marido me necesita, me está llamando. Créeme cuando te digo que necesita mi ayuda. Paul Markey lo vio vivo en abril del año pasado, en Sajonia, cuando supuestamente estaba muerto en el Ladoga, cerca de Leningrado, a mil kilómetros de Alemania. En 1944, Edward me disuadió diciendo que no tenía ninguna prueba, y tenía razón. Pero ahora ya la tengo, y he decidido salir en su busca. Y te necesito para que, con la ayuda de tus abuelos, te ocupes de mi hijo. -Tatiana hizo una pausa-. Pase lo que pase.

Vikki agitó la cabeza con desesperación.

– No puedo disfrutar de una vida llena de comodidades, dejando que Alexander se pudra en la Unión Soviética. ¿No comprendes que eso es imposible?

Vikki siguió meneando la cabeza.

– Me necesita, Vikki. ¿Qué clase de esposa seré si no acudo en su ayuda? En Ellis ayudo a personas a las que no conozco de nada. ¿Qué esposa seré si no ayudo a mi propio marido?

– ¿Una esposa prudente? -susurró Vikki.

– Una mala esposa -contestó Tatiana.


Aquel mismo día, Tatiana se fue a Washington en tren.

Sam Gulotta hizo salir a las tres personas a las que estaba atendiendo y cerró la puerta del despacho:

– ¿Qué tal, Sam? Necesito tu ayuda.

– Estoy realmente cansado de oír esta frase, Tatiana -protestó Sam-. ¿Piensas que no te entiendo? Te aseguro que sacrificaría lo que hiciera falta para volver a tener a Carol a mi lado. Por eso he intentado apoyarte cada vez que me lo has pedido. Pero ya no puedo ayudarte más…

– Sí que puedes -insistió serenamente Tatiana-. Necesito que hagas un pasaporte para Alexander.

– ¿Cómo voy a hacerle un pasaporte? ¿Basándome en qué? -exclamó Sam.

– En que es ciudadano estadounidense y necesita pasaporte para volver.

– ¿Volver de dónde? ¿Cuántas veces tengo que decirte que…?

– No hace falta que lo repitas. El Departamento de Estado dice que Alexander no ha perdido la nacionalidad norteamericana.

– No dicen eso.

– Sí. Te cito la normativa federal sobre doble nacionalidad -Tatiana sacó un papel y empezó a leer-: «De acuerdo con la ley, los ciudadanos estadounidenses que deseen adoptar la nacionalidad de otro país deberán solicitarlo voluntariamente». -Tatiana puso énfasis en la palabra «voluntariamente», y por si acaso, la repitió-: «Voluntariamente».

Dicho esto, se sentó con una expresión satisfecha.

– ¿Por qué me miras con esa cara?

– Repito por tercera vez: «voluntariamente».

– Te he oído la primera vez.

– Cito otra frase -Tatiana volvió a acercarse el papel a la cara-: «Para renunciar a la nacionalidad estadounidense, deberán solicitar libremente la nacionalidad extranjera».

– Aunque la normativa que has leído diga eso, ¿a dónde quieres ir a parar?

Sam se frotó los ojos.

– En la Unión Soviética, los chicos deben cumplir obligatoriamente el servicio militar en cuanto cumplen dieciséis años. -Por si Sam no la había entendido, Tatiana repitió-: «Obligatoriamente»

– ¡Por Dios! ¿Acaso estamos en un colegio? Te he entendido la primera vez que lo has dicho.

– «Voluntariamente», «obligatoriamente»… ¿No ves que son dos palabras de significados opuestos?

– Gracias por enseñarme inglés, Tania.

– Lo que quiero decir es que Alexander no renunció libremente a la nacionalidad estadounidense, no fue un acto voluntario… No tuvo más remedio que ingresar en el Ejército Rojo al cumplir los dieciséis años.

– ¿No dijiste una vez que había ingresado en la escuela de oficiales a los dieciocho? Eso sí parece un acto voluntario.

– Sí, pero tuvo dieciséis años antes que dieciocho, y a los dieciséis tuvo que alistarse obligatoriamente en el ejército y lo convencieron de que ya no tenía ningún derecho como ciudadano norteamericano. -Tatiana hizo una pausa-. Pero sí los tiene, y por eso necesito tu ayuda.

Sam le dirigió una mirada inexpresiva.

– ¿Has averiguado algo sobre su paradero? -preguntó al final.

– No sé nada. Ojalá pudieras ayudarme también en eso… En cualquier caso, necesitará pasaporte.

– ¿Pasaporte? ¡Está en manos de los soviéticos! ¿No lo entiendes, Tania? ¿Por qué no asumes que es imposible salvarlo de las garras de un sistema capaz de enviar a millones de jóvenes a morir bajo las balas alemanas?

Tatiana no dijo nada, pero el labio inferior empezó a temblarle.

– Además, no puedo hacerle un pasaporte sin una foto. Necesito una foto de identidad en blanco y negro, de la cara solamente, sin sombrero ni gorra. Supongo que no tienes una foto así.

– Así no.

– Entonces no puedo ayudarte.

Tatiana se puso de pie.

– Alexander es un ciudadano estadounidense que se encuentra al otro lado del Telón de Acero. Te necesita.

Sam también se puso de pie.

– Los soviéticos se niegan a proporcionarnos información sobre nuestros militares desaparecidos en combate. ¿Crees que estarán dispuestos a decirnos algo sobre una persona a la que llevan diez años buscando?

– Sea como sea, lo harán -aseguró Tatiana-. Tengo que irme. Te enviaré un telegrama cuando te necesite.

– ¡No lo dudo!

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