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«Demonios», piensa Ahmad. «Estos demonios quieren llevarse a mi Dios.» En el Central High School, las chicas se pasan el día contoneándose, hablando con desdén, exhibiendo tiernos cuerpos y tentadoras melenas. Sus vientres desnudos, adornados con flamantes pendientes en el ombligo y tatuajes fatuos que se pierden muy abajo, preguntan: «¿Acaso queda algo más por ver?». Los chicos se pavonean, se arriman a ellas, gastan miradas crueles; con chulescos gestos de crispación y un desaire apático al reír indican que el mundo no es más que esto: un vestíbulo ruidoso y esmaltado, con taquillas metálicas a cada lado, que termina en una pared lisa, profanada por graffiti y repintada con rodillo tantas veces que parece avanzar milímetro a milímetro.

Es un espectáculo ver a los profesores, cristianos débiles y judíos que no cumplen los preceptos de su religión, enseñando la virtud y la templanza moral, pero sus miradas furtivas y voces huecas delatan su falta de convicción. Les pagan para que digan esas cosas, les pagan la ciudad de New Prospect y el estado de New Jersey. Pero carecen de fe verdadera; no están en el Recto Camino, son impuros. Al terminar las clases, Ahmad y los otros dos mil alumnos los ven subirse a los coches en el aparcamiento salpicado de basura y restos crepitantes y escapar a toda prisa como cangrejos pálidos u oscuros de vuelta a sus caparazones; y no son más que hombres y mujeres corrientes, llenos de lujuria y temor, encaprichados de cosas que pueden comprarse. Infieles, creen que la seguridad está en la acumulación de objetos mundanos, en las distracciones corruptoras del televisor. Son esclavos de las imágenes, representaciones falsas de felicidad y opulencia. Pero incluso las imágenes verdaderas son imitaciones pecaminosas de Dios, el único que puede crear. El alivio por escapar indemnes de sus alumnos un día más les hace charlar y despedirse en voz demasiado alta, con el entusiasmo incontenible de los ebrios, en los vestíbulos y el aparcamiento. Fuera de la escuela, se van de juerga. Algunos tienen los párpados rosados, el mal aliento y los cuerpos abotargados de los que beben en exceso. Otros se divorcian, otros viven en concubinato. Su vida fuera de la escuela es desordenada, disipada y consentida. El gobierno del estado en Trenton, y ese otro gobierno satánico de más al sur, el de Washington, les pagan para inculcar la virtud y los valores democráticos, pero los valores en que creen de verdad son impíos: biología, química y física. Sus voces afectadas resuenan en las aulas, apoyándose en las certezas y fórmulas de esas ciencias. Dicen que todo proviene de átomos inclementes y ciegos, responsables de la fría pesadez del hierro, de la transparencia del cristal, de la quietud de la arcilla, de la agitación de la carne. Los electrones corren por los hilos de cobre, por los puertos de computadoras y hasta por el aire mismo cuando con la interacción de unas gotas de agua saltan en un relámpago. Sólo lo que podemos medir y deducir de tales mediciones es cierto. El resto no es más que el sueño pasajero que llamamos identidad.

Ahmad tiene dieciocho años. A principios de abril, el verdor vuelve a asomar, semilla a semilla, por las vulgares grietas de la ciudad gris. Ahmad mira hacia abajo desde su nueva altura y piensa que para los insectos ocultos en la hierba él sería, si tuvieran una conciencia como la suya, Dios. Durante el último año ha crecido ocho centímetros, hasta el metro ochenta y tres, fruto de fuerzas materiales, aún más ocultas, ejercidas sobre él. Ya no crecerá más, piensa, ni en esta vida ni en la otra.

«Si es que la hay», murmura un demonio interior. ¿Qué pruebas tenemos, más allá de las palabras del Profeta, ardientes e inspiradas por la divinidad, de que haya otra por venir? ¿Dónde estaría? ¿Quién avivaría sin descanso el fuego de las calderas del Infierno? ¿Qué fuente infinita de energía sería capaz de mantener el Edén con toda su abundancia, de alimentar a las huríes de negros ojos, de madurar sus frutas colgantes, de renovar los arroyos y las fuentes en que Dios, como está escrito en la novena sura del Corán, disfruta de una satisfacción eterna? ¿Dónde entra aquí la segunda ley de la termodinámica?

Las muertes de insectos y gusanos, cuyos cuerpos son absorbidos con prontitud por la tierra, las hierbas y el alquitrán de las carreteras, se empeñan diabólicamente en decirle a Ahmad que su propia muerte será igual de ínfima y final. De camino al instituto ha percibido un signo, una espiral de luminoso icor en la calzada, baba angelical del cuerpo de alguna criatura inferior, un gusano o un caracol del que sólo queda ese rastro. ¿Adónde se dirigía, girando inútilmente hacia el interior de una espiral? Si quería alejarse del pavimento ardiente que, con la caída a plomo del sol, lo abrasaba, no lo consiguió con ese movimiento en círculos mortales. Pero no había ningún cadáver en el centro de la espiral.

¿Adónde voló el cuerpo? Quizá lo tomó Dios y lo llevó directo al Paraíso. El maestro de Ahmad, el sheij Rachid, el imán de la mezquita del primer piso del 2781½ de West Main Street, le dice que según la sagrada tradición de los hadices tales cosas pueden suceder: el Mensajero, a lomos del alado caballo blanco Buraq, se llegó por los siete cielos, con la guía del ángel Gabriel, a cierto lugar donde rezó con Jesús, Moisés y Abraham antes de volver a la Tierra y convertirse en el último profeta, el principal. Prueba de sus aventuras de aquel día es la huella clara y nítida que Buraq dejó con el casco en la Roca que hay bajo la Cúpula sagrada en el centro de Al-Quds, que llaman Jerusalén los infieles y los sionistas, cuyos tormentos en los hornos del Yabannam se describen en la séptima, la undécima y la quincuagésima sura del Libro de Libros.

El sheij Rachid recita, pronunciando con belleza, la sura ciento cuatro, que versa sobre la hutama, el Fuego Triturador:


Y ¿cómo sabrás qué es la hutama?

Es el fuego de Dios, encendido,

que llega hasta las entrañas.

Se cerrará sobre ellos como una bóveda

en largas columnas.


Cuando Ahmad pretende extraer de las imágenes descritas en el árabe del Corán -las largas columnas, fi'amadin mumad-dada; la bóveda de fuego embravecido sobre las entrañas de los pecadores, apiñados y aterrorizados, intentando ver en la altísima niebla incandescente, naru 'l-lāhi 'l-mīqada- algún rastro de apaciguamiento en el Misericordioso, algún reposo en la hutama, el imán baja los ojos, de un insospechado gris pálido, tan lechosos y esquivos como los de una kafir, una infiel, y dice que esas descripciones visionarias del Profeta son metafóricas. En realidad tratan del desgarro abrasador que implica distanciarse de Dios y del dolor lacerante que conlleva arrepentimos de los pecados cometidos contra Sus disposiciones. Pero a Ahmad no le gusta la voz del sheij Rachid cuando cuenta esas cosas. Le recuerda a las voces poco convincentes de sus profesores del Central High. Percibe el susurro de las palabras de Satán en ella, una voz que niega dentro de otra que afirma. El Profeta hablaba sin duda de llamas físicas cuando predicaba el fuego implacable; Mahoma no podía revelar muy a menudo la existencia de un fuego eterno.

El sheij Rachid no es mucho mayor que Ahmad -quizá diez años, tal vez veinte-. Tiene pocas arrugas en su tez blanca. Es de movimientos cohibidos pero precisos. En los años que le lleva, el mundo lo ha debilitado. Cuando los murmullos de los demonios que lo carcomen tiñen la voz del imán, en Ahmad surge el deseo de alzarse y aplastarlo, del mismo modo que Dios abrasó a aquel pobre gusano en el centro de la espiral. La fe del estudiante supera la del maestro; al sheij Rachid le asusta cabalgar el blanco corcel alado del islam, teme su desbocamiento irresistible. Procura ablandar las palabras del Profeta, amoldarlas a la razón humana, pero éstas no se pronunciaron para mezclarse: hienden nuestra blandura humana como una espada. Alá es sublime, más allá de todo detalle. No hay Dios sino Él, el Vivo, el que se basta a sí mismo; Él es la luz junto a la que el sol parece oscuro. Él no se amolda a nuestra razón sino que la obliga a postrarse, a que toque el polvo con la frente y que ésta, como Caín, lleve el estigma de ese polvo. Mahoma era mortal pero visitó el Paraíso y cohabitó con aquellas realidades. Nuestros actos y nuestros pensamientos se inscribieron en la conciencia del Profeta en letras de oro, como las candentes palabras de electrones que un ordenador recrea con píxeles cuando tecleamos.


Las salas del instituto huelen a perfume y a emanaciones corporales, a chicle y a la comida impura de la cafetería, a ropa: a algodón y lana, a los materiales sintéticos de las zapatillas deportivas recalentadas por carne joven. Entre clase y clase se produce una alborotada agitación, el ruido se tensa sobre una violencia subyacente, apenas contenida. A veces, cuando llega la calma al final del día, cuando cesa el bullicio jovial y burlón de la salida de clase y sólo quedan en el edificio principal los alumnos que realizan actividades extraescolares, Joryleen Grant se acerca a Ahmad, que está ante su taquilla. Él hace atletismo en primavera, ella canta en el coro de chicas. En comparación con otros estudiantes del Central High, son «buenos». La religión mantiene a Ahmad alejado de la droga y los vicios, aunque también distante de sus compañeros y de las asignaturas del curso. Ella es baja y redondita y habla en clase como es debido, lo cual complace al profesor. Hay algo encantador en la confianza con que sus rotundas curvas color cacao llenan sus ropas, que hoy son unos vaqueros con remiendos y lentejuelas, de fondillos bastante desgastados, y un top magenta de cordoncillo que le queda corto, a la vez más abajo y más arriba de lo que debiera. Es imposible que los pasadores de plástico azul le estiren el pelo brillante aún más hacia atrás; el carnoso borde ondulado de su oreja derecha está cubierto de una hilera de pequeños pendientes de plata. Canta en las reuniones de alumnos canciones sobre Jesús o sobre deseos sexuales, temas ambos que Ahmad aborrece. Aun así le complace que repare en él, que se le acerque de vez en cuando como una lengua que tantea un diente sensible.

– Alégrate, Ahmad -lo provoca-. Las cosas no pueden ir tan mal. -Hace rotar uno de sus omóplatos semidesnudos, como si fuera a encogerse de hombros, para dejar claro que está de broma.

– No van mal. Y no estoy triste -dice él. Su cuerpo largo se estremece aún bajo la ropa, camisa blanca, vaqueros negros de pitillo, por la ducha de después del entreno.

– Pues no estás serio ni nada -dice ella-. Tendrías que aprender a sonreír más.

– ¿Por qué? A ver, Joryleen, dime por qué.

– Le caerías mejor a la gente.

– Eso no me importa. No quiero caer bien.

– Sí te importa -dice ella-. A todo el mundo le importa.

– Te importará a ti -afirma él, mirándola con desprecio desde su nueva estatura. Las partes superiores de sus pechos empujan como grandes burbujas el pronunciado escote del indecente top que, bajo el dobladillo inferior, deja al descubierto la curva rellena de su vientre y el contorno de su ombligo hundido. Ahmad imagina su cuerpo suave, más oscuro que el caramelo pero más pálido que el chocolate, abrasándose en la bóveda de llamas, cubriéndose de ampollas que revientan bajo el fuego; lo recorre un escalofrío de compasión: está intentando ser amable con él, al menos según la idea que tiene ella de sí misma-. Miss Simpatía -espeta él con desdén.

La ha herido. Se da la vuelta, apretándose contra los pechos los libros que se lleva a casa y marcando todavía más el canal que deja ver el escote.

– Vete a la mierda, Ahmad -le dice, aún con algo de delicadeza, tímidamente, con el labio inferior caído, un poco a merced de la levedad de su propio peso. La saliva centellea en sus encías al reflejar la luz de los fluorescentes del techo, que mantienen el vestíbulo prudentemente iluminado. Aunque se ha vuelto para dar por zanjada la charla, Joryleen intenta salvar la situación añadiendo-: Si no te importara no te arreglarías tanto cada día, poniéndote una camisa blanca y limpia como si fueras un predicador o algo así. ¿Cómo puede tu madre soportar tanta plancha?

Él no se digna explicar que con ese atuendo quiere transmitir un mensaje de neutralidad, evitando tanto el azul, el color de los Rebels, la banda afroamericana del Central High, como el rojo, el color que siempre llevan, aunque sea en una cinta para la cabeza o en un cinturón, los Diabolos, la banda de hispanos. Tampoco le dice que su madre rara vez plancha, ya que es enfermera auxiliar en el Saint Francis Community Hospital y pintora en sus ratos libres; no suele ver a su hijo más que una hora al día. Las camisas le llegan bien lisas debido al cartón que ponen en la tintorería, cuyas facturas paga de su bolsillo con el dinero que gana despachando en la tienda de la Calle Diez dos tardes por semana, los fines de semana y las festividades cristianas, cuando casi todos los chicos de su edad están en la calle metiéndose en problemas. Pero en su vestimenta también hay vanidad, lo sabe, un acicalamiento que va en contra de la pureza de Aquel que todo lo abarca.

Tiene la sensación de que Joryleen no sólo intenta ser amable: él le resulta interesante. Quiere acercársele para olerlo mejor, a pesar de que ya tiene novio, uno de los más conocidos «malos». Las mujeres son animales fácilmente manejables, el sheij Rachid se lo ha explicado a Ahmad, y él ve por sí mismo que el instituto y el mundo exterior están llenos de animales aborregados, ciegos, que chocan entre sí en el rebaño mientras buscan un olor que los consuele. Pero el Corán dice que únicamente hay consuelo para los que creen en el Paraíso oculto y observan los cinco rezos diarios, que trajo el Profeta a la Tierra después del viaje nocturno a lomos del blanco y deslumbrante Buraq.

Joryleen se empeña en quedarse ahí, demasiado cerca de él. Su perfume le empalaga; le molesta su canalillo. Se cambia los libros de brazo. Ahmad lee en el borde del más grueso JORYLEEN GRANT escrito a bolígrafo. Sus labios, pintados de un rosa metálico y luminoso para que parezcan más finos, titubean con cierta vergüenza, cosa que lo inquieta.

– Lo que quería decirte -farfulla ella al fin, tan entrecortadamente que él debe inclinarse para oír mejor- era que si te gustaría venir a la iglesia este domingo. Canto un solo en el coro.

Ahmad se queda asombrado, asqueado.

– No soy de tu confesión -le recuerda con solemnidad.

Ella responde a la ligera:

– Bueno, yo no me lo tomo muy en serio. Lo que pasa es que me gusta cantar.

– Ahora sí que me has puesto triste, Joryleen -dice Ahmad-. Si no te tomas tu religión en serio, no deberías ir.

Cierra de un portazo la taquilla, enfadado sobre todo consigo mismo por haberla regañado y rechazado cuando, al invitarle, ella se había mostrado vulnerable. Le arde la cara, está confuso, se da la vuelta para ver el daño causado, pero ella ya se va y los fondillos rozados de sus vaqueros con lentejuelas se alejan por el vestíbulo, en ufano frufrú. «El mundo es difícil», piensa, «porque los demonios trabajan día y noche, confundiendo las cosas y torciendo lo recto.»


Cuando lo construyeron sobre la suave loma en el siglo pasado -el XX según los cristianos y el XIV tras la hégira del Profeta de La Meca a Medina-, el instituto presidía la ciudad como un castillo, un palacio de ciencia para los hijos de los trabajadores de los talleres y también de sus patronos, con pilares y cornisas ornamentadas y un lema grabado en el granito: EL SABER ES LIBERTAD. Ahora el edificio, rico en grietas y restos de amianto, con la pintura de plomo apelmazada y lustrosa, y las altas ventanas enrejadas, se asienta junto a un extenso mar de escombros de lo que en su día fue un barrio céntrico surcado de raíles de tranvía. Las vías brillan en las fotografías viejas, asomando entre hombres tocados con sombrero de paja y encorbatados, que van en automóviles cuadrados del color de un coche fúnebre. Por encima de las aceras había tantas marquesinas anunciando distintas películas de Hollywood que un hombre podía ir pasando de una a otra un día de tormenta sin apenas mojarse. Había incluso unos aseos públicos subterráneos, en los que unas antiguas letras de porcelana distinguían el de DAMAS y el de CABALLEROS; se accedía a ellos por dos escaleras distintas desde la acera en la esquina de East Main Street con Tilden Avenue; en cada uno había empleados de avanzada edad encargados de mantener limpios retretes y lavamanos. Cerraron las instalaciones en los años sesenta, después de que se convirtieran en guaridas malolientes para trapicheos con droga, contactos homosexuales, prostitución y hasta atracos esporádicos.

La ciudad fue bautizada con el nombre de New Prospect dos siglos atrás, por la espléndida vista desde lo alto de la cascada y también por el magnífico futuro que se le auguraba. El río que discurría por ella, con sus saltos pintorescos y sus rápidos agitados, había de atraer a la industria, o eso pensaban cuando el país era joven, y, en efecto, así fue tras varias quiebras y comienzos en falso: fábricas de tejidos, talleres de tintado de seda, curtidurías, fábricas de locomotoras, de automóviles, y de cables que debían sostener los grandes puentes que se tendían sobre ríos y puertos en la región del Atlántico Medio. En el paso del siglo XIX al XX se produjeron huelgas largas y bañadas en sangre; la economía ya no recuperó el optimismo que había ayudado a los venidos de Europa oriental, del Mediterráneo y de Oriente Próximo a soportar jornadas de trabajo agotador, venenoso, ensordecedor y monótono, en turnos de catorce horas. Las fábricas se desplazaron al sur y al oeste, donde la mano de obra era más barata y fácil de amedrentar, y donde la mena de hierro y el coque no tenían que recorrer distancias tan largas.

En su mayoría, los que viven en el corazón de la ciudad son ahora de tez morena, en todas sus tonalidades. Como vestigios del pasado, algunos comerciantes blancos, aunque muy pocos anglosajones, salen adelante con exiguo provecho vendiendo pizzas y guindillas, comida basura presentada en relucientes envoltorios, cigarrillos y lotería, aunque van cediendo al empuje de los inmigrantes más recientes, indios y coreanos que no se sienten tan obligados a huir, en cuanto cae la noche, a las afueras de la ciudad y las zonas residenciales, donde todavía hay cierta mezcla. En el centro, los rostros pálidos tienen un aspecto huraño y deslucido. Por la noche, después de que unos pocos restaurantes étnicos de calidad hayan despedido a sus clientes de clase media, un coche patrulla para e interroga a los peatones blancos, asumiendo que o bien buscan droga o bien necesitan que los adviertan de los peligros de la zona. En el caso de Ahmad, es el producto de una madre pelirroja estadounidense, de origen irlandés, y de un egipcio estudiante de intercambio cuyos antepasados se habían achicharrado, desde la época de los faraones, cultivando arroz y lino en las volubles riberas del Nilo. La tez de la descendencia de este matrimonio mixto podría describirse como de tono ocre, con un matiz de lustre un poco más claro que el beis; la piel del que había adoptado como sustituto de su padre, el sheij Rachid, es del blanco ceroso que comparten generaciones de embozados guerreros yemeníes.

Donde un día se alinearon, en una fachada continua de cristal, ladrillo y granito, los grandes almacenes de seis plantas y los despachos de los explotadores judíos y protestantes hay ahora solares nivelados con excavadoras y escaparates viejos cubiertos con madera contrachapada plagados de graffiti. A ojos de Ahmad, las letras bulbosas de las pintadas con spray, sus inflados alardes de pertenencia a una banda, es la manera que tienen sus autores de darse importancia porque, tristemente, no pueden hacerlo de otra manera. Hundidos en el cenagal de la impiedad, estos jóvenes perdidos declaran, al pintarrajear inmuebles, que son alguien. Entre las ruinas se ha erigido alguna que otra nueva caja de aluminio y cristal azul, en un acto de limosna de los señores del capitalismo occidental: sucursales bancarias con sede central en California o Carolina del Norte, puestos avanzados del gobierno federal sometido a los sionistas, que con la asistencia social y el reclutamiento para el ejército intentan impedir que los empobrecidos estallen en revueltas o se dediquen al saqueo.

Aun así las tardes del centro dan una impresión festiva, bulliciosa: la East Main Street, en las manzanas cercanas a Tilden Avenue, es una celebración de la ociosidad, atestada por el desfile ininterrumpido de ciudadanos oscuros con vestidos chillones, un martes de carnaval de disfraces conjuntados con esmero por gentes cuya legítima propiedad alcanza apenas unos centímetros más allá de su propia piel, cuyos miserables bienes se reducen a lo que pueden exhibir. Su alegría equivale a insolencia. Con carcajadas y alaridos se llenan la boca cuando están entre paisanos, se deparan la ampulosa atención mutua de quienes no tienen nada que hacer ni adónde ir.

Después de la guerra de Secesión, una visible ordinariez se impuso en New Prospect con la construcción del recargado ayuntamiento, un conjunto deslabazado de torreones de inspiración morisca, con arcos redondeados y ornamentos de hierro rococós, coronado por una enorme torre con tejado abuhardillado. Las empinadas vertientes del tejado están recubiertas de tablillas multicolores como escamas de pez y sostienen cuatro esferas de reloj blancas que, si las bajaran a la Tierra, serían del tamaño de un estanque. Los anchos canalones y cañerías de cobre, monumentos a los hábiles metalistas de la época, se han vuelto con el tiempo de un color verde menta. A esta mole municipal -cuyos cometidos burocráticos esenciales fueron trasladados en su día a edificios menos nobles y más modernos, menos espectaculares pero con aire acondicionado y calefacción- le han otorgado recientemente, tras muchas presiones, la categoría de monumento arquitectónico nacional. Puede verse desde el Central High School, a una manzana hacia el oeste; más allá de los jardines del instituto, antiguamente extensos, que han sido recortados a mordiscos por ensanches y recalificaciones inmobiliarias toleradas por funcionarios corruptos.

En la orilla oriental del mar de escombros, donde los aparcamientos en calma se intercalan con las marejadillas de los montones de ladrillos de los derribos, una iglesia de gruesos muros recubiertos de mayólica sostiene una pesada aguja y anuncia, en un cartel agrietado, la actuación de su coro, distinguido con varios premios. Las ventanas de la iglesia, que, blasfemas, otorgan a Dios un rostro, manos gesticulantes, pies con sandalias y ropas teñidas -en resumen, un cuerpo humano con todos sus estorbos e impureza-, están ennegrecidas por décadas de hollín de las industrias y aún más emborronadas por las rejillas de alambre que las protegen. Las imágenes religiosas ahora atraen el odio, como en las guerras de la Reforma. Los días gloriosos de la iglesia, con sus decorosos y píos burgueses blancos acomodados en los bancos asignados jerárquicamente, también pertenecen al pasado. Los feligreses actuales son afroamericanos que traen su religión desaliñada y estridente; su galardonado coro les disuelve el cerebro con un éxtasis rítmico tan ilusorio como -el sheij Rachid es quien trae con sarcasmo la analogía- el trance convulso y mascullante del candomblé brasileño. Es aquí donde Joryleen canta.


Al día siguiente de la invitación, el novio de Joryleen, Tylenol Jones, se acerca a Ahmad en el vestíbulo. Su madre, después de dar a luz un niño de cuatro kilos y medio, vio el nombre en televisión, en un anuncio de analgésicos, y le gustó cómo sonaba.

– Eh, árabe -le dice-, me han dicho que te has metido con Joryleen.

Ahmad intenta hablar su mismo idioma:

– Ni de coña, qué me voy a meter con ella. Hablamos un poco. Y fue ella la que vino a buscarme.

Con cuidado, Tylenol agarra a Ahmad, que es más esbelto, por el hombro y le clava el pulgar en la zona sensible que hay bajo la bola del hueso.

– Dice que te has metido con su religión.

El pulgar se hunde más, hasta tocar nervios que han estado en letargo durante toda la vida de Ahmad. Tylenol tiene una cara cuadrada, del color del barniz de nogal recién extendido sobre la madera de un mueble. Es el placador del equipo de fútbol americano del Central High y en invierno hace anillas, de modo que tiene manos fuertes como el hierro. Su pulgar está arrugando la camisa almidonada de Ahmad, quien con un movimiento impaciente intenta librarse del agarrón hostil.

– Su religión está equivocada -informa Ahmad a Tylenol- y en cualquier caso ella dijo que tanto le daba, que lo hacía por cantar en ese estúpido coro. -El pulgar sigue horadando su hombro, pero con una descarga de adrenalina Ahmad se lo quita de encima golpeando la gruesa rama de músculos con el filo de su mano. La cara de Tylenol se ensombrece, con un espasmo se le acerca todavía más.

– No me vengas con gilipolleces, nadie va a mover el culo por ti, gilipollas de árabe.

– Salvo Joryleen. -La respuesta ha saltado ágil, montada en la misma adrenalina. Ahmad se siente débil por dentro y sospecha que en su cara se refleja la vergonzosa tensión del miedo, pero hay algo de dichoso o sagrado en enfrentarse a un enemigo superior, algo que hace que la rabia incremente la masa corporal. Se atreve a continuar-: Y no llamaría exactamente mover el culo a lo que ella hizo por mí. Más bien fue simple simpatía, algo que los tipos como tú no pueden entender.

– ¿Los tipos como yo? ¿Con qué me sales ahora? Los que son como yo no aguantamos a gentuza como tú, pringado. Mierdecilla. Mariconazo.

Ahmad tiene su cara tan cerca que puede oler el queso de los macarrones que sirven en el comedor. Empuja el pecho de Tylenol para apartarlo. En el vestíbulo se van congregando otros alumnos del Central High, los obsesos de la informática y las animadoras, los rastas y los góticos, los don nadies y los inútiles, a la espera de que pase algo entretenido. A Tylenol le gusta el público, suelta:

– A los musulmanes negros les tengo respeto, pero tú no eres negro, no eres más que un pobre comemierda. No eres ni moromierda, sólo un comemierda.

Ahmad calcula que si Tylenol le devolviese ahora el empujón, lo aceptaría para dar por finalizada la pelea, porque tampoco falta mucho para que suene el timbre de cambio de clase. Pero Tylenol no quiere treguas; le pega un puñetazo traicionero en el estómago que deja a Ahmad sin aire. La expresión de sorpresa de éste, que boquea, provoca las risas de los presentes, incluidos los góticos paliduchos, que son minoría en el instituto y se jactan de no mostrar emoción alguna, como sus ídolos nihilistas del punk-rock. Por si fuera poco, también se oyen las risitas argentinas de algunas morenazas alegres y tetudas, las «miss simpatías», de quienes Ahmad esperaba más amabilidad. Algún día serán madres. No falta tanto, putitas.

Está quedando mal y no tiene más remedio que arremeter contra las férreas manos de Tylenol e intentar producir alguna magulladura en ese pecho acorazado y en la máscara obtusa tintada de nogal que hay encima. El combate se reduce a un intercambio de empujones, gruñidos y agarrones, ya que una pelea a puñetazo limpio en la zona de taquillas armaría tanto jaleo que enseguida aparecerían los profesores y el personal de seguridad. Durante el minuto que queda hasta que suene el timbre y todos se dispersen por las aulas, Ahmad no culpa a su contrincante -en resumidas cuentas, es un robot de carne, un cuerpo demasiado absorto en sus jugos y reflejos para tener cerebro- sino más bien a Joryleen. ¿Por qué tenía que contarle a su novio cómo fue la conversación? ¿Por qué las chicas andan siempre contándolo todo? Para hacerse las importantes, del mismo modo que los graffiti de letras abultadas sirven para que se consideren alguien quienes las pintan en las paredes indefensas. Fue ella quien habló de religión, la que le invitó con tanto descaro a la iglesia, a sentarse junto a kafirs de pelo rizado, esas chicas que llevan encima la ceniza del fuego infernal como la piel marrón de los muslos de pollo a la brasa. La idea de que Alá permita que tantas religiones corruptas, grotescamente equivocadas, atraigan a millones de personas a la eternidad del infierno, cuando con un solo destello de luz el Todopoderoso podría enseñarles el camino, el Recto Camino, hace que sus demonios interiores empiecen a murmurar. Es como si -susurran los demonios mientras Ahmad y Tylenol se empujan y zarandean procurando no armar mucho escándalo- el Clemente, el Misericordioso, no pudiera ser molestado.

Suena el timbre en su caja a prueba de manipulaciones, colgada en lo alto de la pared color natilla. Cerca, en el vestíbulo, una puerta con su gran cristal esmerilado se abre de golpe; sale el señor Levy, el responsable de las tutorías en la escuela. La americana y los pantalones no van a juego, le quedan como un traje arrugado escogido a tientas. El hombre mira con aire ausente y después se fija con recelo en los estudiantes sospechosamente apiñados. La reunión se sume de inmediato en un gélido silencio, y Ahmad y Tylenol se separan, suspendiendo temporalmente su enemistad. El señor Levy, un judío que ha vivido en este sistema escolar desde prácticamente siempre, parece viejo y cansado, tiene ojeras, el pelo ralo y desgreñado en la coronilla, con algún que otro mechón de punta. Su repentina aparición sorprende a Ahmad como un pinchazo en la conciencia: tiene reunión con él esta semana para hablar de lo que hará cuando acabe el instituto. Ahmad sabe que debe labrarse un futuro, pero el tema le parece insustancial, carente del menor interés. «La única guía», dice la tercera sura, «es la guía de Dios.»

Tylenol y su banda estarán ya tramando algo contra él. Después de faltarle al respeto y que todo quedara en punto muerto, el matón de los pulgares de hierro no se contentará con menos que un ojo morado o un diente o un dedo rotos, algo que se vea. Ahmad sabe que es pecado envanecerse de su apariencia: el narcisismo es una manera de competir con Dios, y la competencia es algo que Él no tolera. Pero ¿cómo no va a apreciar el muchacho su recién adquirida virilidad, sus alargados miembros, la íntegra, tupida y ondulada mata de pelo que corona su cabeza, su piel de un pardo inmaculado, más pálida que la de su padre pero no la rosácea, pecosa y con manchas de su pelirroja madre y de las rubias oxigenadas que en la América de plástico se consideran el no va más de la belleza? Pese a que esquiva, por impías e impuras, las persistentes miradas de interés de las morenitas del instituto, Ahmad no quiere echar a perder su cuerpo. Quiere mantenerlo como su Hacedor lo formó. La enemistad de Tylenol se convierte en otro motivo más para abandonar este castillo infernal, donde los chicos abusan de los demás y hieren por puro placer y las infieles llevan pantalones ceñidos de cintura tan baja que casi -por menos de un dedo, según sus propias estimaciones- dejan a la vista el borde superior de su vello púbico. Las chicas muy malas, las que han caído y recaído, tienen tatuajes donde sólo sus novios pueden acceder, y donde los tatuadores tuvieron que introducir la aguja con sumo cuidado. Las contorsiones diabólicas no tienen fin una vez que los seres humanos se sienten capaces de competir con Dios y crearse a sí mismos.

Le quedan sólo dos meses de instituto. La primavera se respira en el aire al otro lado de los muros de ladrillo, de las altas ventanas enrejadas. Los clientes del Shop-a-Sec, la tienda donde trabaja, hacen sus compras patéticas y venenosas con humor y algarabía renovados. Los pies de Ahmad vuelan por la vieja pista de ceniza del instituto como si cada zancada se amortiguara por sí sola. Cuando se detuvo en la acera para mirar consternado el rastro espiral del gusano abrasado y desvanecido, a su alrededor nuevos brotes verdes, ajos, dientes de león y tréboles iluminaban las zonas de hierba exhaustas por el invierno, y los pájaros exploraban en arcos fugaces y nerviosos el medio invisible que los sostenía.


A sus sesenta y tres años, Jack Levy se levanta entre las tres y las cuatro de la madrugada con un regusto de miedo en la boca, seca por el aire que se le ha escapado mientras soñaba. Tiene sueños siniestros, impregnados de las miserias del mundo. Lee el agonizante diario local, casi sin publicidad, el New Prospect Perspective, y el New York Times o el Post cuando alguien se los deja en la sala de profesores, y por si no tuviera suficiente de Bush y de Irak y de asesinatos en hogares de Queens y East Orange -crímenes incluso contra niños de dos, cuatro o seis años, tan pequeños que enfrentarse y gritar a sus asesinos, sus padres, les parecería blasfemo, la misma blasfemia que habría cometido Isaac de resistirse a Abraham-, por la tarde, entre las seis y las siete, mientras su corpulenta esposa no para de pasar por delante de la pequeña pantalla del televisor de la cocina, llevando la cena del congelador al microondas, Levy ve el resumen de las últimas noticias del área metropolitana y también las de los bustos parlantes de la cadena nacional; lo deja encendido hasta que los anuncios, que ha visto infinidad de veces, lo exasperan tanto que apaga el idiotizante aparato. Para colmo, Jack tiene también sus miserias personales, miserias en las que «arrasa», como dice ahora la gente: el peso del día por venir, el día que amanecerá sobre toda esta oscuridad. Mientras yace despierto, el miedo y el asco se revuelven en su interior como los ingredientes de una cena de un mal restaurante: el doble de la comida deseada, las raciones que ahora se estilan. El pavor le cierra de golpe la puerta del sueño, dominado por la certeza cada día más asentada de que lo único que le queda por hacer a su cuerpo en la Tierra es prepararse para la muerte. Ya cumplió con el cortejo y el apareamiento; ya engendró un hijo -el pequeño y sensible Mark de ojos tímidos y turbios, con su nervioso labio inferior-; ya trabajó para alimentarlo, para abastecerlo de todas las necedades que la cultura de la época se empeñó en que poseyera para ser como sus pares. Ahora la única tarea que le queda a Jack Levy es morir y ceder así un mísero espacio, un diminuto lugar respirable, a este planeta abrumado. La tarea está suspendida en el aire justo sobre su cara insomne, como una tela con una araña inmóvil en el centro.

Su esposa, Beth, una ballena cuyas grasas dejan escapar demasiado calor, respira trabajosamente a su lado; el interminable arañazo de sus ronquidos es como una prolongación en la inconsciencia del sueño de sus monólogos diarios, de su pródiga cháchara. Cuando con furia reprimida Levy le da con la rodilla o con el codo, o suavemente acoge en la palma de la mano una nalga que el camisón deja al descubierto, entonces ella se queda dócilmente en silencio y él teme haberla despertado, haber roto el voto tácito entre dos personas que han acordado, da igual hace cuánto, dormir juntas. Sólo quiere ayudarla, con un empujoncito, a llegar al nivel de sueño en que la respiración deje de vibrar en su nariz. Es como afinar el violín que tocaba de joven. Un nuevo Heifetz, un nuevo Isaac Stern: ¿es eso lo que esperaban sus padres? Los decepcionó: un segmento de desdicha que coincide con las del mundo. A sus padres les dolió. Les dijo en tono desafiante que dejaba las clases. Le interesaba más la vida de los libros y las calles. Tenía once años, quizá doce, cuando se plantó; nunca más volvió a coger un violín, aunque a veces, al oír en la radio del coche un fragmento de Beethoven, un concierto de Mozart o la música cíngara de Dvorak que había interpretado en versiones simplificadas, Jack se sorprende al sentir que la digitación intenta revivir en la mano izquierda, contrayéndose en el volante como un pez moribundo.

¿Por qué mortificarse? Ha hecho las cosas bien, más que bien: mención especial en el Central High, promoción del 59, antes de que fuera como una cárcel, cuando todavía era posible estudiar y enorgullecerse de recibir los elogios de los profesores. Se tomó en serio los cursos en el City College de Nueva York, primero desplazándose hasta allí cada día, después compartiendo un apartamento en el Soho con dos chicos y una chica que cambiaba continuamente el objeto de sus afectos. Después de licenciarse, dos años en el ejército cuando aún había servicio militar, antes de que Vietnam se complicara: instrucción en Fort Dix, archivero en Fort Meade, Maryland, un lugar lo bastante al sur de la línea Mason-Dixon como para estar infestado de sureños antisemitas; el segundo año en Fort Bliss, en El Paso, en recursos supuestamente humanos, asignando reclutas a misiones, el principio de su actividad como tutor de adolescentes. A continuación, a la Universidad de Rutgers para un máster, con una de las becas menguantes del ejército. Desde entonces, enseñando historia y ciencias sociales en institutos treinta años antes de ocupar, durante los últimos seis, un puesto de responsable de tutorías a tiempo completo. Los datos pelados sobre su carrera hacen que se sienta atrapado en un curriculum vitae tan angosto como un ataúd. El aire negro de la habitación empieza a ser irrespirable y sigilosamente se da la vuelta, de estar de lado pasa a tumbarse boca arriba, como un fiambre expuesto en un velatorio católico.

Es increíble el ruido que pueden hacer unas sábanas: olas que baten junto a tu oreja. No quiere despertar a Beth. La cercanía es asfixiante, tampoco así puede con ella. Pero por unos instantes, como el primer sorbo antes de que los cubitos agüen el whisky, la nueva postura solventa el problema. Boca arriba tiene la calma de un hombre muerto pero sin la tapa del féretro a unos centímetros de la nariz. El mundo está en silencio: el tráfico de los que van a trabajar aún no ha empezado, los noctámbulos con los silenciadores de los tubos de escape rotos por fin se han ido a la cama. Oye un camión solitario cambiar de marcha en el semáforo intermitente de la calle de arriba y, dos habitaciones más allá, los amortiguados pasos apresurados de Carmela, la gata esterilizada y sin garras de los Levy. Al carecer de garras no la pueden dejar fuera, por temor a que los gatos que sí tienen la maten. En su cautividad casera, tras pasarse la mayor parte del día dormitando bajo el sofá, tiene alucinaciones por la noche, con la quietud del hogar de fondo imagina las aventuras salvajes, las batallas y las huidas que nunca vivirá, por su propio bien. Es tal la desolación del entorno sensorial en las horas previas al alba que el rugido furtivo de un felino ofuscado y castrado le alivia casi lo suficiente para que su mente, dispensada de la guardia, se adormezca de nuevo.

Pero, atado a la vigilia por una vejiga impaciente, no tiene otra opción que yacer expuesto, del modo en que se somete uno a una dañina ráfaga de radiactividad, a la percepción de su propia vida como una mancha -un borrón, un desatino perpetuo-infligida en la superficie, por lo demás impecable, de estas horas intempestivas. Ha perdido el buen camino en el bosque oscuro del mundo. Pero ¿hubo buen camino alguna vez? ¿No sería el estar vivo el error en sí? En la versión aligerada de la historia que solía enseñar a alumnos a quienes costaba creer que el mundo no empezara con sus nacimientos ni en épocas en que abundaran los juegos de ordenador, incluso los más grandes hombres se perdían en la nada, en una tumba, sin ver cumplidas sus ilusiones: Carlomagno, Carlos V, Napoleón, el detestable pero bastante exitoso -y todavía admirado, al menos en el mundo árabe- Adolf Hitler. La historia es un molino que reduce perpetuamente a polvo a la humanidad. Las tutorías se reproducen una y otra vez en la cabeza de Jack Levy como malentendidos cacofónicos. Se ve a sí mismo como un viejo patético en una orilla, gritándole a la flotilla de jóvenes mientras se deslizan hacia el cenagal funesto del mundo: más recortes de recursos, libertades que desaparecen, publicidad despiadada que vende una ridícula cultura popular de música eterna, de cerveza y de jóvenes hembras esbeltas y sanas hasta lo imposible.

¿O acaso las jóvenes, incluida Beth, habían estado alguna vez tan delgadas como las de los anuncios de cerveza y Coca-cola? Sí, sin duda, Beth había sido esbelta, pero él apenas podía recordarlo, era como intentar ver la pantalla del televisor mientras ella iba de un lado a otro, torpe como un pato, al preparar la cena. Se conocieron durante el año y medio que él pasó en Rutgers. Era una chica de Pennsylvania, del barrio de Mount Airy, al noroeste de Filadelfia. Estudiaba biblioteconomía. Le atrajo su ligereza, su risa cantarina, la pícara rapidez con que de todo, incluso de su noviazgo, hacía una broma. «¿Cómo crees que nos saldrían los niños? ¿Nacerán medio circuncidados?» Era alemana-americana, Elizabeth Fogel, y tenía una hermana mayor más hosca, menos adorable, Hermione. Él era un judío. Pero no un judío orgulloso, de los que llevan la vieja alianza por manto. Su abuelo se había despojado de la religión al llegar al Nuevo Mundo y depositó su fe en una sociedad revolucionaria, un mundo donde los poderosos ya no pudieran gobernar gracias a la superstición, donde la comida en la mesa y una vivienda decente sustituyeran las promesas poco fiables de un Dios invisible.

Tampoco es que el Dios judío se hubiera prodigado en promesas: un vaso roto en la boda, un entierro rápido, envuelto en una mortaja, sin santos, sin más allá; tan sólo una vida de lealtad casi esclava al tirano que ordenó a Abraham que sacrificase en ofrenda a su único hijo. Al pobre Isaac, el confiado imbécil que casi muere a manos de su padre, también lo engañaron siendo un anciano ciego arrancándole la bendición su hijo Jacob y su propia esposa, Rebeca, que le habían traído de Pa-dan-aram cubierta con un velo. Más recientemente, en el país de origen, si uno cumplía todos los preceptos -y los ortodoxos tenían una larga lista- recibía a cambio una estrella amarilla y un billete de ida a la cámara de gas. No, gracias: Jack Levy sintió el placer de la obstinación, ese placer reservado a los que son obstinadamente insumisos al judaísmo. Se había enfrentado a todo para convertir a Jacob en Jack, y se había negado a la circuncisión de su hijo, aunque un hábil médico blanco, anglosajón y protestante del hospital convenció a Beth de que era conveniente, por motivos «puramente higiénicos», argumentando que los estudios demostraban que el riesgo de contraer enfermedades venéreas sería menor para Mark, a la par que reduciría la posibilidad del cáncer de cuello de útero en sus parejas. Un bebé de una semana, cuya verguita no era más que un botón regordete que apenas sobresalía de la almohadilla de sus pelotas, y ya estaban mejorando su vida sexual y acudiendo al rescate de niñas que tal vez ni siquiera habían nacido todavía.

Beth era luterana, una confesión piadosa y vehemente más inclinada a la fe que a las obras, a la cerveza que al vino, y él se imaginó que le ayudaría a mitigar su porfiada virtud judía, la más vieja causa perdida vigente en el mundo occidental. Incluso la fe socialista de su propio abuelo se había agriado y enmohecido al ver el comunismo en la práctica. Para Jack, la boda con Beth -que se celebró en la segunda planta del ridículo ayuntamiento de New Prospect y a la que sólo asistieron la hermana de ella y los padres de él- fue un valiente mal emparejamiento, un simpático «que nos quiten lo bailado» dirigido a la Historia, como muchas de las cosas que pasaban en 1968. Pero, tras treinta y seis años juntos en el norte de New Jersey, sus dispares confesiones y orígenes étnicos han ido aguándose hasta constituir una uniformidad deslucida. Se han convertido en una pareja que los fines de semana va a comprar al ShopRite y al Best Buy, y cuya idea de pasar un buen rato es una partida de bridge duplicado con otras tres parejas del instituto o de la biblioteca pública de Clifton, donde Beth trabaja cuatro días a la semana. Algunas noches de viernes o sábado intentan alegrarse saliendo a cenar; alternan los restaurantes chinos e italianos donde son comensales habituales y el maître los lleva con sonrisa resignada hasta una mesa en un rincón en la que Beth pueda embutirse, nunca a uno de los estrechos reservados. Y si no, van en coche a algún multicine de mala muerte con suelos pegajosos, donde una ración mediana de palomitas cuesta siete dólares, si es que encuentran una película que no sea demasiado violenta ni subida de tono ni descaradamente dirigida a un público de adolescentes varones. Su noviazgo y temprana boda coincidieron con la crisis del sistema de estudios y la aparición de miradas deslumbrantes y subversivas -Cowboy de medianoche, Easy Rider, Bob, CaroL, Tedy Alice, Grupo salvaje, La naranja mecánica, Harry el sucio, Conocimiento carnal, El último tango en París, el primer Padrino, La última película, American Graffiti-, por no hablar del Bergman tardío y de películas francesas e italianas rebosantes aún de angustia, mordacidad y de una reconocible personalidad nacional. Habían sido buenos filmes, que mantenían despiertas las mentes de una pareja moderna. Todavía se respiraban los aires del 68, se tenía la sensación de que los jóvenes aún podían reimaginar el mundo. En recuerdo sentimental de aquellas revelaciones que compartían por primera vez como pareja, la mano de Jack todavía hoy se desliza al asiento contiguo en los cines, toma del regazo la de su esposa y la sostiene, delicada, fofa y caliente, en el suyo, mientras sus caras se bañan en las explosiones de algún reciente thriller para descerebrados, cuyo guión adolescente recargado de sustos efectistas fríamente calculados se burla de su edad.

Con insomnio, desesperado, Jack piensa en buscar la mano de Beth bajo las sábanas, pero sabe que al palpar entre los montículos de su carne adormilada podría perturbarla y despertar su voz caprichosa, incansable, aniñada. Con sigilo casi delictivo desliza los pies por la sábana bajera hasta ponerlos verticales, se quita las mantas de encima y escapa del lecho conyugal. Al pisar fuera de la alfombrilla de cama siente en los pies desnudos el frío de abril. El termostato sigue en modo nocturno. Se queda ante una ventana con las cortinas echadas, amarilleadas por el sol, y contempla el vecindario a la luz gris de las farolas de vapor de mercurio. El naranja del cartel de la Gulf en la gasolinera que abre toda la noche, dos manzanas más arriba, es el único toque enérgico de color en el panorama antes del alba. Aquí y allá, la luz tenue de una lamparilla de poco voltaje da algo de calor a la ventana de la habitación de un niño o a un rellano. En la penumbra, bajo una cúpula lisa y oscura, mitigada por la corrupción que en forma de luz difusa emana la ciudad, se alejan hasta el infinito los ángulos en escorzo de los tejados, los laterales y los revestimientos de las casas.

«La vivienda», piensa Jack Levy. Las casas se han comprimido en viviendas, cada vez más apretujadas por la subida de precio del suelo y la continuada parcelación. Donde en su memoria había patios traseros y laterales con árboles en flor y huertos, tendederos y columpios, ahora unos arbustos raquíticos luchan en busca de dióxido de carbono y suelo húmedo entre caminos de cemento y aparcamientos de asfalto arrebatados a lo que fueron espléndidos parterres de césped. Las necesidades del automóvil han tenido la última palabra. Las robinias plantadas en la acera, los ailantos silvestres que rápidamente arraigaron a lo largo de las cercas y las paredes de las casas, los pocos castaños de Indias que han sobrevivido a la era en que el hielo y el carbón se repartían en carro; todos estos árboles, cuyos nuevos brotes y capullos relucen como una piel plateada a la luz de las farolas, corren peligro de ser arrancados en la próxima embestida de la ampliación de calles. Las líneas sencillas de las casas adosadas de los años treinta y de las de estilo colonial de los cincuenta ya están sepultadas por buhardillas de nueva construcción, soláriums superpuestos, destartaladas escaleras exteriores que dan acceso legal a estudios desgajados de lo que antes se consideraban cuartos de invitados. La vivienda asequible disminuye en tamaño como un papel doblado sucesivamente. Divorciados a los que han echado de casa; técnicos que no se han puesto al día en industrias que subcontratan a otras sus servicios; laboriosos trabajadores de color que tratan de aferrarse al siguiente peldaño en la escala social escapando de los degradados barrios céntricos; todos se instalan en el vecindario y ya no pueden permitirse una mudanza más. Los matrimonios jóvenes se espabilan y remozan casas adosadas en estado ruinoso, dejando su impronta al pintar de colores extravagantes los porches, los adornos de los tejados y los marcos de las ventanas -púrpura de Pascua, verde ácido-; los vecinos más viejos se toman las nuevas manchas de color en la manzana como un insulto, una llamarada de desprecio, una broma de mal gusto. Las pequeñas tiendas del barrio han ido desapareciendo una tras otra, dejando vía libre a franquicias cuyos logos y decoraciones estandarizados son alegremente chillones, como las pantagruélicas imágenes a todo color de la comida rápida con que ceban a sus clientes. Para Jack Levy, Estados Unidos está pavimentado de alquitrán y grasas, una masa viscosa que se extiende de costa a costa a la que estamos todos pegados. Ni siquiera la libertad con que nos llenamos la boca da para enorgullecerse demasiado, ahora que los comunistas han quedado fuera de combate; precisamente les da más libertad de movimiento a los terroristas, que pueden alquilar aviones y camionetas y crear páginas web. Fanáticos religiosos y obsesos de la informática: una combinación rara a ojos de Levy, quien aún piensa en términos de separación radical entre la razón y la fe. Aquellos bestias que estrellaron los aviones contra el World Trade Center tenían buena formación técnica. El cabecilla había estudiado urbanismo en Alemania; debería haber rediseñado New Prospect.

Alguien más positivo y activo que él, cree Jack, estaría aprovechando estas horas, antes de que su esposa despierte, el Perspective aterrice en el porche y el cielo que se extiende por encima de los tejados, ahora estrellado, se diluya rápidamente hasta tornarse de un gris sucio. Podría ir a la planta baja a buscar uno de los libros cuyas primeras treinta páginas ha leído, o a hacer café, o a mirar cómo los presentadores del noticiario matinal bromean entre farfullos y carraspeos. Pero prefiere quedarse arriba y dejar que se le empape la cabeza vacía, demasiado cansada para soñar, de las vistas terrenales del vecindario.

Un gato rayado -¿o es un mapache pequeño?- cruza saltando la calle vacía y desaparece bajo un coche aparcado. Jack no puede distinguir de qué marca es. Los coches de ahora se parecen todos; no ocurría así con las grandes aletas y las sonrientes rejillas cromadas de cuando era niño, incluso había portillas de ventilación simuladas en el Buick Riviera, y estaban los Studebaker con morro en forma de bala y los magníficos y largos Cadillacs de los cincuenta: ésos sí que eran aerodinámicos. En nombre de la aerodinámica y el ahorro de combustible, los coches de ahora son todos un tanto achaparrados y de colores neutros para disimular la suciedad de la carretera, desde los Mercedes hasta los Honda. Convierten los grandes aparcamientos en una pesadilla, porque uno nunca podría encontrar su coche de no ser por el llavero que enciende los faros a distancia o, como último recurso, hace sonar el claxon.

Un cuervo que lleva en el pico algo pálido y largo levanta perezosamente el vuelo después de haber hecho un agujero en una bolsa de basura verde que alguien sacó la noche anterior para la recogida de hoy. Un hombre trajeado sale corriendo del porche de la casa de al lado y se mete en un coche, un utilitario todoterreno, chaparro, de los que se tragan la gasolina, y se va con estruendo, sin importarle despertar a los vecinos. Un vuelo temprano que despega de Newark, supone Jack. Ahí está, de pie, mirando a través de los cristales fríos y pensando: «la vida». Esto es la vida, habitar una vivienda, tragar lubricante, afeitarse por la mañana, ducharse para no molestar a los demás en la mesa de reuniones con tus feromonas. Jack Levy tardó una eternidad en darse cuenta de que la gente apesta. Cuando era joven, nunca olió nada en sus propias narices, nunca percibió el olor rancio que ahora desprende aunque se limite a pasar el día sosegadamente, sin siquiera sudar.

Bueno, sigue con vida, y eso que ha visto mucho. Considera que es algo bueno, pero cuesta esfuerzo. ¿Quién era el griego ese del libro de Camus que les entusiasmaba a todos en el City College de Nueva York? O quizá fuera en Rutgers, entre los estudiantes del máster. Sísifo. Arriba con la roca. Y abajo que rodaba. Ahí está, ha dejado de mirar, se limita a utilizar la conciencia para resistirse a la certeza de que todo esto lo ha de abandonar algún día. La pantalla de su cabeza se quedará en blanco y aun así todo seguirá su curso sin él, habrá más amaneceres, coches que arrancan y animales salvajes que se alimentan en terrenos envenenados por el Hombre. Carmela ha subido con sigilo la escalera y se restriega contra sus tobillos desnudos, ronronea ruidosamente pensando que pronto le darán de comer. También esto es la vida, vida tocando vida.

Jack siente que los ojos le pesan, como si estuvieran llenos de arena. Piensa que no debería haberse levantado de la cama; a la amplia y cálida vera de su mujer podría haber dormido una hora más. Ahora tiene que arrastrar su fatiga por un largo día repleto de citas, con gente atosigándole a cada minuto. Oye crujir la cama: Beth se mueve y libra al colchón de su peso. La puerta del baño se abre y se cierra, el pestillo hace un ruido seco y, al instante, para su exasperación, se suelta. Tiempo atrás lo habría intentado arreglar, pero desde que Mark vive en Nuevo México y sólo vuelve una vez al año, no hay por qué preocuparse tanto de la intimidad. Las abluciones de Beth hacen que el agua murmure y tiemble por las cañerías de toda la casa.

Una voz de hombre, acelerada y con música de fondo, suena en la mesita de noche; lo primero que hace su esposa al despertar, antes de levantarse, es encender el maldito cacharro. Sigue empeñada en mantenerse al tanto, a través de la electrónica, de un entorno en el que están físicamente cada vez más aislados, porque no son más que una pareja mayor cuyo único hijo ha abandonado el nido, y con ocupaciones cotidianas, además, en las que están asediados por unos jóvenes desatentos. En la biblioteca, Beth se ha visto obligada a aprender nociones básicas de ofimática: cómo buscar información, imprimirla y facilitársela a los chavales demasiado tontos o vagos como para andar con libros, en el caso de que aún los hubiera sobre el tema que les interesa. Jack ha procurado hacer caso omiso de esta revolución, con terquedad sigue garabateando unas notas en sus sesiones de tutoría, como ha hecho durante años, y no «pica» después las conclusiones en la base de datos informatizada sobre los dos mil alumnos del Central High. Por este incumplimiento, o negativa, recibe periódicamente las reprimendas de los otros tutores, un equipo de consejeros que se ha triplicado en treinta años; sobre todo las de Connie Kim, una diminuta coreana americana especializada en chicas de color conflictivas y con historial de absentismo, y de Wesley Ray James, un negro tan formal y solvente como ella cuyas no tan lejanas habilidades atléticas -sigue delgado como un lebrel- le facilitan el acceso a los muchachos. Jack siempre promete dedicar una o dos horas a la actualización de datos, pero las semanas pasan y nunca encuentra el momento. Su sentido de la confidencialidad le hace resistirse a introducir los datos esenciales de una sesión privada en la red electrónica que cubre el instituto entero, accesible a todo el mundo.

Beth está más en contacto con las cosas, tiene mejor disposición para adaptarse y cambiar. Accedió a casarse en el ayuntamiento pese a reconocerle a Jack, ruborizada, que a sus padres se les partiría el corazón si la boda no se celebraba en su iglesia. En ningún momento habló de qué pasaría con su propio corazón, y Jack respondió: «Hagámoslo fácil, sin complicaciones». A él la religión no le decía nada, y en cuanto se fundieron en una entidad familiar también para ella dejó paulatinamente de significar mucho. Ahora él se pregunta si la ha privado de algo, aunque sea un algo grotesco, y si su parloteo sin fin y su tendencia a comer en exceso no serían una compensación. No debía de ser fácil estar casada con un judío obstinado.

Al salir del baño con el cuerpo envuelto en varios metros cuadrados de toalla, lo encuentra de pie, en silencio e inmóvil, frente a la ventana del vestíbulo del piso de arriba y grita, asustada:

– ¡Jack! ¿Ocurre algo?

Cierto sadismo provocado por el exceso de celo para con su mujer se encarga de encubrir su melancolía, sólo deja ver la mitad. Quiere que Beth note que está así por su culpa, aunque la razón le diga que no es ella la causa.

– Nada nuevo -dice-. Me he vuelto a despertar demasiado pronto. Y ya no he podido dormirme.

– Es un síntoma de depresión, el otro día lo decían en la tele. Oprah entrevistó a una mujer que había escrito un libro sobre eso. Quizá deberías ver a un… no sé, la palabra «psiquiatra» asusta a los que no son ricos, decía la mujer…, deberías ver a algún especialista si tan mal te sientes.

– A un especialista en Weltschmerz. -Jack se vuelve y sonríe a su esposa.

Pese a que Beth también ha pasado de los sesenta -sesenta y uno de ella por los sesenta y tres de él-, no tiene arrugas en la cara. Lo que en una mujer enjuta serían profundos surcos, en su rostro redondo no son más que líneas apenas marcadas; la grasa las suaviza dándoles una delicadeza juvenil, manteniendo su piel tersa.

– No, gracias, cariño -añade él-. Me paso el día dando consejos, pero mi organismo los rechazaría, no podría absorberlos. Demasiados anticuerpos.

Con los años ha descubierto que si elude un tema, ella preferirá saltar rápidamente a otro antes que perder por completo su atención.

– Ya que hablamos de anticuerpos, Herm me dijo ayer cuando hablamos por teléfono… Esto es estrictamente confidencial, Jack, ni siquiera yo debería saberlo, prométeme que no se lo dirás a nadie.

– Prometido.

– Me cuenta estas cosas porque tiene que desahogarse con alguien, y me tiene a mí que estoy alejada de sus círculos. Al parecer su jefe está a punto de subir el nivel de alerta terrorista en esta zona de amarillo a naranja. Pensé que lo dirían en la radio, pero se ve que no. ¿De qué crees que se trata?

El jefe de Hermione es el secretario de Seguridad Nacional en Washington, un cristiano renacido secuaz de la derecha con un apellido alemán, algo así como Haffenreffer.

– Simplemente les interesa que pensemos que hacen algo con el dinero de nuestros impuestos. Quieren que creamos que controlan la situación. Pero no saben.

– ¿Es eso lo que te preocupa cuando estás absorto?

– No, cariño. Para serte sincero, es lo último en lo que pensaría. Que vengan, a ver si es verdad. Estaba pensando, al mirar por la ventana, que una buena bomba bastaría para todo el barrio.

– Oh, Jack, no deberías bromear sobre eso. Aquellos pobres hombres de los pisos altos de las torres, llamando a sus esposas por el móvil para decirles que las querían…

– Lo sé, lo sé. Ni siquiera debería permitirme las bromas.

– Markie dice que tendríamos que mudarnos a algún sitio cerca de él, en Albuquerque.

– Lo dice, cariño, pero no en serio. Que nos vayamos a vivir cerca de él es lo último que desea. -Temiendo que esta verdad pueda herir a la madre del chico, bromea de nuevo-: Y no sé por qué. Nunca le pegamos ni lo encerramos en un armario.

– Ellos jamás pondrían una bomba en el desierto -prosigue Beth, como si para ir a Albuquerque sólo quedaran unos cuantos flecos por solucionar.

– Exacto: a «ellos», como siempre dices, «les encanta» el desierto.

A ella le ofende el sarcasmo y lo deja en paz, él se queda mirando con una mezcla de alivio y remordimiento. Beth sacude la cabeza con altivez trasnochada y dice:

– Debe de ser fantástico estar tan tranquilo con lo que a todos los demás nos preocupa.

Vuelve al dormitorio a hacer la cama y, ya puestos a estirar tejidos, a vestirse para ir a la biblioteca.

«¿Qué habré hecho», se pregunta él, «para merecer esta fidelidad, esta confianza conyugal?» Lo ha decepcionado un poco que ella no haya contestado a la grosería de que su hijo, un oftalmólogo acomodado con tres niños tostaditos por el sol y tocados con las gafas de rigor, y su esposa de Short Hills, una rubia de pote, judía pura, superficialmente amable pero en lo básico distante, no los quieran cerca. Él y Beth tienen sus mitos compartidos; uno es que Mark los quiere como ellos lo quieren a él: inevitable al ser su único retoño. En realidad, a Jack Levy no le importaría lo más mínimo irse de ahí. Tras toda una vida en un burgo que tiempo atrás fue industrial y ahora no puede consigo mismo, casi convertido en una jungla tercermundista, no le vendría mal mudarse al sur. Tampoco a Beth. El invierno anterior fue crudo en la región del Atlántico Medio, todavía se ven, en la sombra perpetua que hay entre algunas de las casas del vecindario casi pegadas, montoncitos de nieve ennegrecida por la suciedad.

El despacho de su tutor es uno de los más pequeños del Central High, está en lo que en su día fue un enorme almacén cuyas estanterías metálicas grises han sobrevivido hasta hoy, aguantando el peso de un caos de catálogos universitarios, listines telefónicos, manuales de psicología y números viejos apilados de un sencillo semanario, del mismo formato que el Nation, el Metro Job Market, especializado en estudios sobre la oferta de trabajo de la zona y sus centros de formación técnica. Cuando construyeron el espléndido edificio ochenta años atrás, no vieron la necesidad de dedicar un espacio específico para las tutorías, de esa tarea se encargaban en todas partes: los abnegados padres en lo más íntimo y una cultura popular moralista en lo más superficial, con montones de consejos añadidos en medio. Los niños recibían más tutela de la que eran capaces de digerir. Ahora, casi de modo sistemático, Jack Levy entrevista a chicos que parecen no tener padres de carne y hueso; las instrucciones que reciben del mundo provienen exclusivamente de fantasmas electrónicos que emiten sus señales a través de salas abarrotadas o rapeando en auriculares de espuma negra o codificados en la compleja programación de muñequitos que se mueven a espasmos entre las explosiones que generan los algoritmos de un videojuego. Los estudiantes desfilan ante su tutor como una sucesión de cedés cuya superficie reluciente, a falta de un equipo en el que reproducirlos, no aporta ninguna pista sobre su contenido.

Este estudiante de último curso, la quinta cita de treinta minutos de una larga y agotadora mañana, es un muchacho alto, de tez parda, que lleva unos vaqueros negros y una camisa blanca extraordinariamente limpia. La blancura de la camisa agrede los ojos de Jack Levy, que está un poco sensible por haberse levantado muy temprano. La carpeta que contiene el expediente escolar del chico va marcada con la etiqueta «Mulloy (Ashmawy), Ahmad».

– Tiene un nombre interesante -le dice Levy al joven. Hay algo en el chico que le gusta: gravedad imperturbable, recelo cortés en el mohín de sus labios suaves y más bien carnosos, y el cuidadoso corte de pelo, peinado en una tupida onda que parece coronar su frente-. ¿Quién es Ashmawy?

– ¿Quiere que se lo explique, señor?

– Por favor.

El chico habla con una majestuosidad afligida, a Levy le parece que está imitando a algún adulto que conoce, a un orador pulcro y formal.

– Soy fruto de una madre estadounidense blanca y un estudiante de intercambio egipcio. Se conocieron mientras estudiaban en el campus de New Prospect de la State University of New Jersey. Por aquel entonces, mi madre, que se formó y trabaja como auxiliar de enfermería, cursaba créditos para licenciarse en arte. En su tiempo libre pinta y diseña joyas, con cierto éxito, aunque no el suficiente para mantenernos. Él… -el chico titubea, como si se hubiera topado con un obstáculo en la garganta.

– Su padre -lo interpela Levy.

– Eso es. Él había esperado, así me lo ha explicado mi madre, empaparse de conocimientos sobre la empresa norteamericana y técnicas de márketing. No resultó tan fácil como le habían dicho. Se llamaba… se llama, creo firmemente que sigue vivo, Omar Ashmawy. Y mi madre, Teresa Mulloy. Es de origen irlandés. Se casaron mucho antes de que yo naciera. Soy un hijo legítimo.

– Claro. No lo dudaba. Y tampoco es que importe. No es el hijo el que deja de ser legítimo, no sé si me sigue.

– Sí, señor, gracias. Mi padre sabía muy bien que casándose con una ciudadana americana, por muy dejada e inmoral que fuese, lograría la nacionalidad estadounidense, y así fue, pero lo que no logró fueron ni los conocimientos prácticos ni la red de conocidos que le conducen a uno a la prosperidad en este país. Cuando perdió toda esperanza de conseguir un trabajo que no fuera de baja categoría, yo tenía entonces tres años, batió tiendas. ¿Se dice así? Encontré la expresión en las memorias del gran escritor estadounidense Henry Miller, que la señorita Mackenzie nos hizo leer en clase de inglés avanzado.

– ¿Ese libro? Dios mío, Ahmad, cómo cambian los tiempos. Antes sólo se podía comprar bajo mano. ¿Conoce la expresión «bajo mano»?

– Por supuesto. No soy extranjero. Nunca he salido del país.

– Antes me ha preguntado por «batir tiendas». Es un giro anticuado, pero la mayoría de estadounidenses saben qué significa. Originariamente se refería a desmontar las tiendas de un campamento militar.

– El señor Miller la usó, creo, para referirse a una mujer que le dejó.

– Sí. No es de extrañar. Que batiera tiendas, quiero decir. Miller no debía de ser un marido fácil. -Aquellos tríos lubricados con la esposa en Sexus. ¿Era Sexus lectura obligatoria en inglés? ¿Es que ya no se reserva nada para la edad adulta?

El joven se sale inesperadamente por la tangente tras los torpes comentarios de su tutor:

– Mi madre dice que no puedo acordarme de mi padre -comenta-, pero no es así.

– Bueno, usted tenía tres años. En términos de desarrollo, sería posible que guardara algún recuerdo. -La entrevista no va en la dirección pretendida por Jack Levy.

– Una sombra cálida, oscura -dice Ahmad inclinándose hacia delante de golpe, subrayando su seriedad-. Una buena dentadura, muy blanca. Bigote pequeño, cuidado. Mi pulcritud personal proviene de él, estoy seguro. Entre mis recuerdos hay un olor dulzón, quizá loción para después del afeitado, aunque también con un rastro de especias, a lo mejor un plato de Oriente Medio que acabara de comer. Era de tez oscura, más que la mía, pero de rasgos finos y elegantes. Se peinaba con raya casi en el medio.

Esta digresión intencionada incomoda a Levy. El chico la utiliza para ocultar algo. ¿Qué? Jack apunta, intentando que su interlocutor se desinfle:

– Quizá confunda una fotografía con un recuerdo.

– Sólo tengo una o dos fotos. Puede que mi madre guarde algunas y me las haya escondido. Cuando era pequeño e inocente, se negaba a contestar a muchas de mis preguntas sobre mi padre. Creo que el abandono la enfureció. Algún día me gustaría encontrarle. No es que quiera exigirle nada ni culparle, simplemente quiero hablar con él, como harían dos musulmanes cualesquiera.

– Esto, señor… ¿Cómo quiere que le llame? ¿Mulloy o… -vuelve a mirar en la tapa de la carpeta- Ashmawy?

– Mi madre me impuso su apellido en los documentos de la seguridad social y en el carnet de conducir, y mi dirección de contacto es la de su piso. Pero cuando termine el instituto y sea independiente me llamaré Ahmad Ashmawy.

Levy mantiene la vista en la carpeta.

– ¿Y cómo tiene pensado independizarse? Sacaba buenas notas, señor Mulloy, en química, inglés y demás, pero veo que el año pasado se cambió a los módulos de formación profesional. ¿Quién le aconsejó?

El joven baja la vista, dos ojos que parecen solemnes lámparas negras, de pestañas largas, y se rasca la oreja como si tuviera un mosquito.

– Mi profesor -contesta.

– ¿Qué profesor? Debería haber consultado conmigo un cambio de orientación así. Podríamos haber hablado, usted y yo, aunque no seamos los dos musulmanes.

– Mi maestro no es del instituto. Está en la mezquita. El sheij Rachid, el imán. Estudiamos juntos el sagrado Corán.

Levy intenta disimular su aversión diciendo:

– Ya. ¿En la mezquita de…? No, supongo que no sé dónde está, sólo conozco la grande, la de Tilden Avenue, que los musulmanes negros levantaron entre las ruinas tras los disturbios de los sesenta. ¿Es a ésa a la que acude? -Se le escapa un tono resentido, y no es lo que quiere. No ha sido este chico quien lo ha despertado a las cuatro, ni quien lo ha agobiado con pensamientos lúgubres, ni el que ha vuelto a Beth agobiantemente gorda.

– West Main Street, señor, unas seis manzanas al sur de Linden Boulevard.

– Reagan Boulevard. El año pasado cambiaron el nombre -dice Levy torciendo el gesto en desaprobación.

El chico no lo capta. Para estos adolescentes la política es una de las secciones oscuras del paraíso de los famosos. Las encuestas dicen que para ellos Kennedy fue el mejor presidente después de Lincoln sólo porque tenía aspecto de ser una celebridad, y desde luego desconocen a los demás, incluso a Ford o a Carter, con la excepción de Clinton y los Bush, si es que saben distinguir al padre del hijo. El joven Mulloy -Levy sufría un bloqueo mental con el otro apellido- dice:

– Está en una calle con tiendas, en el piso de encima de un salón de belleza y de un local donde prestan dinero en efectivo. La primera vez cuesta encontrarla.

– Y el imán de este lugar difícil de encontrar le aconsejó que se pasara a formación profesional.

El chico titubea de nuevo, encubriendo lo que quiera que sea que esconde; después, mirando con atrevimiento desde sus grandes ojos negros en que los iris apenas se distinguen de las pupilas, declara:

– Me dijo que el itinerario preuniversitario me expondría a influencias corruptoras: mala filosofía y mala literatura. La cultura occidental es impía.

Jack Levy se reclina en su anticuada silla giratoria de madera, que cruje, y suspira.

– ¡Ojalá! -Pero temeroso de los problemas en que podría meterse con la dirección del instituto y los periódicos si llegaran a saber que le ha dicho algo así a un estudiante, da marcha atrás-: Se me ha escapado. Es que algunos de esos cristianos evangélicos me tienen harto con tanto culpar a Darwin por el trabajo chapucero que hizo Dios al crear el universo.

Pero el joven no escucha, sigue argumentando su afirmación anterior.

– Y como la cultura no tiene Dios, se obsesiona con el sexo y los bienes de lujo. Sólo hay que ver la televisión, señor Levy, para darse cuenta de cómo siempre echa mano del sexo para vender lo que uno no necesita. Fíjese en la historia que se enseña aquí, puro colonialismo. Fíjese en cómo la cristiandad cometió un genocidio contra los nativos americanos y explotó también Asia y África, y ahora va a por el islam, con Washington controlado por los judíos para mantenerse en Palestina.

– Buf -suelta Jack, que se pregunta si el chico sabrá que está hablando con un judío-. No está mal como relación de detalles para justificar el abandono de la formación preuniversitaria. -Ahmad pone los ojos como platos ante semejante comentario injusto, y Jack distingue un matiz verdoso en sus iris, que no son totalmente negros, una pizca del Mulloy que hay en él-. ¿Y el imán nunca insinuó -pregunta, echando la silla atrás y apoyándose con confianza en su lado de la mesa- que un chico listo como usted, en una sociedad tan diversa y tolerante como ésta, necesita confrontarlo todo con varios puntos de vista?

– No -dice Ahmad con sorprendente brusquedad y sus labios dibujan una mueca desafiante-. El sheij Rachid no me recomendó nada por el estilo, señor. Le parece que los enfoques relativistas trivializan la religión, le restan importancia. Usted cree esto, yo creo lo otro, y así vamos tirando. Es el estilo americano.

– Así es. ¿Y a él no le gusta el estilo americano?

– Lo odia.

Jack Levy, inclinado todavía hacia delante, clava los codos en el escritorio y apoya la barbilla, en un gesto pensativo, sobre sus dedos cruzados.

– ¿Y usted, señor Mulloy? ¿Lo odia?

El chico vuelve a bajar la vista tímidamente.

– Por supuesto que no odio a todos los estadounidenses. Pero el estilo americano es el de los infieles. Se encamina a una catástrofe terrible.

Lo que no dice es «América quiere llevarse a mi Dios». Protege a su Dios de este viejo judío cansado, despeinado y descreído, y asimismo se guarda para sí la sospecha de que el sheij Rachid es tan vehemente en sus doctrinas porque Dios, en secreto, ha dejado de habitar tras sus pálidos ojos de yemení, del mismo y escurridizo color gris azulado que los de una kafir. Ahmad, criado sin padre junto a su despreocupada y descreída madre, ha crecido haciéndose a la idea de que era el único custodio de Dios, el único para quien Él es un compañero invisible pero palpable. Dios siempre está con él. Como se dice en la novena sura: «No tenéis, fuera de Dios, amigo ni defensor». Dios es otra persona que está a su lado, un siamés unido a él por todas partes, por dentro y por fuera, a quien puede dirigirse en plegaria en cualquier momento. Dios es su felicidad. Este viejo diablo judío desea, disimulando bajo unos modales astutos, de quien conoce mundo, fingidamente paternales, trastocar la unión original y arrebatarle al Misericordioso y Dador de vida.

Jack Levy suspira de nuevo y piensa en la siguiente entrevista, otro adolescente necesitado, hosco y desencaminado a punto de zarpar al cenagal del mundo.

– Bien, quizá no debería decir esto, Ahmad, pero en vista de sus notas y pruebas de aptitud, y del aplomo y la seriedad realmente insólitos que demuestra, creo que su… ¿cómo se dice?… imán le ha ayudado a tirar por la borda sus años de instituto. Ojalá hubiera seguido en la formación preuniversitaria.

Ahmad sale en defensa del sheij Rachid:

– Señor, no dispongo de recursos para pagar la universidad. Mi madre se considera una artista, prefirió dejar sus estudios cuando no era más que enfermera auxiliar a dedicar dos años más a su propia formación antes de que yo empezara a ir a la escuela.

Levy se enmaraña el pelo ralo, que ya lleva despeinado.

– Vale, de acuerdo. Es una época difícil, y con los gastos en seguridad y las guerras de Bush apenas quedan excedentes. Pero seamos realistas: aún hay mucho dinero en becas para chicos de color listos y responsables. Podríamos haber conseguido alguna, estoy convencido. No para Princeton, seguramente, ni tampoco para Rutgers, pero una plaza en Bloomfield o Seton Hall, en Farleigh Dickinson o Kean también sería excelente. Con todo, por ahora, eso es agua pasada. Siento no haber podido atender con más antelación a su caso. Termine el instituto y ya veremos cómo ve lo de ir a la universidad dentro de uno o dos años. Sabe dónde encontrarme, haré lo que pueda. Si me lo permite, ¿qué ha pensado hacer después de graduarse? Si no tiene perspectivas laborales, considere la posibilidad del ejército. Ya no es ningún chollo, pero aun así sigue ofreciendo bastante: se aprenden algunas técnicas y después lo apoyarán si quiere educación superior. A mí me sirvió. Si habla algo de árabe, estarían encantados de acogerle.

La expresión de Ahmad se tensa:

– El ejército me enviaría a luchar contra mis hermanos.

– O a luchar por sus hermanos, ¿no? No todos los iraquíes son de la insurgencia, ya sabe. La mayoría no lo son. Sólo quieren salir adelante. La civilización empezó ahí. Era un pequeño país próspero, hasta que llegó Saddam.

El chico frunce el ceño, sus cejas tupidas, gruesas y, aunque de vello fino, viriles, se arrugan. Ahmad se levanta para irse, pero Levy no está todavía dispuesto a dejarlo marchar.

– He preguntado -insiste- si tenía algún trabajo a la vista.

La respuesta llega con reticencia:

– Mi profesor cree que podría conducir camiones.

– ¿Conducir… camiones? ¿De qué tipo? Los hay de muchas clases. Sólo tiene dieciocho años. Tengo entendido que no se puede obtener el permiso para un camión articulado o un camión cisterna o ni siquiera para un autobús escolar hasta los veintiuno. El examen para sacarse el carnet de vehículos comerciales es difícil. No podrá conducir fuera del estado hasta que cumpla los veintiuno. Ni podrá transportar materiales peligrosos.

– ¿No podré?

– Si no recuerdo mal, no. Antes que usted pasaron por aquí otros jóvenes que estaban interesados; muchos se asustaron, por la parte técnica y la normativa. Hay que afiliarse al sindicato de camioneros. Es una carrera con muchos obstáculos. Y muchos matones.

Ahmad se encoge de hombros; Levy ve que ha agotado el cupo de cooperación y cortesía del joven. El chico no dice ni pío. Muy bien, pues Jack Levy tampoco. Lleva mucho más tiempo en Jersey que este mocoso pretencioso. Como era de esperar, el varón con menos experiencia cede y rompe el silencio.

Ahmad siente la necesidad de justificarse ante este judío infeliz. El señor Levy desprende un aroma de infelicidad, como la madre de Ahmad después de que la deje un novio y antes de que aparezca el siguiente y cuando no ha vendido un cuadro en meses.

– Mi profesor conoce a gente que podría necesitar un conductor. Yo tendría a alguien que me enseñase cómo funciona todo -explica-. La paga es buena -añade.

– Y las horas, muchas -dice el tutor, cerrando de golpe la carpeta del estudiante tras haber garabateado en la primera página «cp» y «se», sus abreviaturas para «causa perdida» y «sin carrera». Dígame, Mulloy, su religión… ¿es muy importante para usted?

– Sí.

El chico oculta algo, Jack puede olerlo.

– Dios… Alá… es algo muy serio para usted. Lentamente, como si estuviera en trance o recitara algo de memoria, Ahmad dice:

– Él está en mí, y a mi lado.

– Bien. Bien. Me alegra oír eso. No lo pierda. Yo tuve mis contactos con la religión, mi madre encendía las velas en Pascua, pero a mi padre todo eso le parecían patochadas. Seguí su ejemplo y lo dejé perder también. La verdad, tampoco es que llegara a tener nada. Polvo al polvo, es así como veo yo esas cosas. Lo siento.

El chico parpadea y asiente, un poco asustado por semejante confesión. Sus ojos parecen dos lámparas redondas y negras sobre el blanco austero de la camisa. Quedan grabados a fuego en la memoria de Levy y a ratos vuelven como las imágenes persistentes del sol al ponerse o el flash de una cámara cuando uno posa obediente, intentando resultar natural, y salta el fogonazo antes de lo previsto.

Levy no afloja:

– ¿Cuántos años tenía cuando… cuando encontró la fe?

– Once, señor.

– Curioso. A esa edad yo anuncié a mis padres que dejaba el violín. Los desafié. Me impuse. Al diablo con todo-. El chico sigue mirándole fijamente, rechazando el vínculo-. Vale -Levy se da por vencido-, quiero que lo piense un poco más. Quiero volver a verle y darle algunos datos más antes de que se gradúe. -Se levanta y, llevado por un impulso, estrecha la mano del joven alto, esbelto, frágil en apariencia, un gesto que no tiene con todos los chicos después de una entrevista, y menos aún con una chica con los tiempos que corren: el más ligero roce puede terminar en una denuncia. Algunos de estos chochetes tienen demasiada imaginación. Ahmad le ha tendido una mano floja, húmeda; Jack se sorprende: aún es un chaval tímido, todavía no es un hombre-. Y si no nos vemos -concluye el tutor-, que tenga una gran vida, amigo.


El domingo por la mañana, mientras la mayoría de americanos siguen en la cama, aunque unos pocos hayan madrugado para ir a una misa temprana o a jugar al golf con la hierba todavía húmeda por el rocío, el secretario de Seguridad Nacional actualiza el nivel de amenaza terrorista -así lo llaman- de amarillo, que únicamente significa «elevado», a naranja, que significa «muy alto». Ésas son las malas noticias. Las buenas son que este nivel sólo se aplica a áreas específicas de Washington, Nueva York y el norte de New Jersey; el resto del país se queda en amarillo.

El secretario, sin poder esconder del todo su acento de Pennsylvania, anuncia a la nación que recientes informes de los servicios secretos indican que se pueden producir ataques, «con alarmante precisión y nada alejados en el tiempo», así lo dice, en esas zonas metropolitanas de la costa este, que «han sido estudiadas por los enemigos de la libertad con las herramientas de reconocimiento más sofisticadas». Centros financieros, estadios deportivos, puentes, túneles, metros… nada está a salvo. «Puede que a partir de ahora se encuentren», le cuenta al objetivo de la cámara de televisión, que es como un ojo de buey de color pistola, cubierta con una lente, a cuyo otro lado se apiña un montón de ciudadanos confiados, angustiados, «con zonas de seguridad alrededor de edificios que impidan el acceso a coches y camiones sin autorización; con restricciones en algunos aparcamientos subterráneos; con personal de seguridad que emplee tarjetas identificativas y fotografías digitales para que quede registrado quién entra y sale de los edificios; con más refuerzos policiales; y con registros a fondo de vehículos, embalajes y paquetes.»

Pronuncia con cariño y énfasis la expresión «registros a fondo». Evoca una imagen de hombres fornidos en monos verdes o gris azulados destripando vehículos y paquetes, descargando con vigor la frustración diaria que siente el secretario ante las dificultades del cargo. Su cometido es proteger, a pesar de sí misma, a una nación de casi trescientos millones de almas anárquicas con sus correspondientes millones de impulsos irracionales y actos caprichosos que se salen de los límites de lo potencialmente vigilable. Estas lagunas e irregularidades colectivas de la multitud forman una superficie muy accidentada sobre la cual el enemigo puede plantar uno de sus cultivos tenaces y pandémicos. Destruir, el secretario lo ha pensado a menudo, es mucho más fácil que construir -al igual que alterar el orden social es más fácil que mantenerlo- y los guardianes de la sociedad tienen que ir siempre a la zaga de quienes pretenden destruirla, de la misma manera que -de joven había formado parte del equipo de fútbol americano de la Lehigh University – un receptor veloz siempre le puede sacar unos metros al cornerback de la defensa. «Y que Dios bendiga a América», así cierra su intervención pública.

El piloto rojo que hay sobre el ojo de buey se apaga. Ya no está grabando. De repente el hombre se encoge, sólo oirán sus palabras el puñado de técnicos y de fieles funcionarios que pululan a su alrededor en este incómodo estudio radiotelevisivo a prueba de bombas, hundido varias decenas de metros bajo el suelo de Pennsylvania Avenue. A otros miembros del gabinete ministerial les dan edificios federales de mármol y piedra caliza tan largos que cada uno tiene su propio horizonte, mientras que él debe acurrucarse en un despachito sin ventanas en el sótano de la Casa Blanca. Con un hercúleo suspiro de fatiga, el secretario le da la espalda a la cámara. Es un hombre corpulento, con una tajada de músculos en la espalda que supone problemas añadidos a los sastres que confeccionan sus trajes azul oscuro. La boca, en su enorme cabeza, parece agresivamente pequeña. El corte de pelo, en esa misma cabeza, también parece pequeño, como si le hubieran encasquetado el sombrero de otro. Su acento de Pennsylvania no es cerrado ni rezonga, comiéndose las sílabas, como el de Lee Iacocca, ni tampoco es un graznido chirriante como el de Arnold Palmer. Siendo de una generación más joven que éstos, habla un inglés neutro, que queda bien en los medios; sólo la tensa solemnidad y ciertos matices que da a las vocales delatan su origen, un estado famoso por su seriedad, por el esfuerzo honrado y la entrega estoica, por los cuáqueros y los mineros de carbón, por los granjeros amish y los magnates del acero presbiterianos temerosos de Dios.

– ¿Qué me dice? -le pregunta a una ayudante, delgada y con los ojos irritados, también de Pennsylvania, de sesenta y cuatro años de edad pero virginal, Hermione Fogel.

La piel transparente de Hermione y su porte nervioso y turbado manifiestan el deseo instintivo del subalterno de volverse invisible. El espíritu bromista y pesado con que el secretario expresa su afecto y confianza le sirvió para traérsela de Harrisburg y darle el cargo informal de subsecretaria de Bolsos de Mujer. El asunto tenía entidad suficiente. Siendo los bolsos de mujer simas que albergaban desorden y tesoros sedimentados, en sus profundidades los terroristas podían esconder gran cantidad de diminutas armas: navajas de bolsillo, bolas explosivas de gas sarín, pistolas paralizantes con forma de pintalabios. Fue Hermione quien ayudó a desarrollar el protocolo de registro para esta crucial área de oscuridad, incluido la sencilla vara de madera con la que los guardias de seguridad de las entradas podían sondear las profundidades de los bolsos y no ofender a nadie hurgando en ellos con las manos desnudas.

La mayoría del personal de seguridad era de alguna minoría, y muchas mujeres, sobre todo las mayores, se espantaban al ver la intrusión de unos dedos negros o morenos en sus bolsos. El adormilado gigante del racismo estadounidense, arrullado por décadas de cantinelas oficiales progresistas, volvía a despertarse en cuanto afroamericanos e hispanos, quienes -la queja se oía a menudo- «ni siquiera hablan inglés como es debido», adquirían autoridad para cachear, preguntar, retrasar, conceder o denegar acceso y permiso para tomar un avión. En un país donde los controles de seguridad se multiplican, los guardianes se multiplican también. Los profesionales bien pagado» que surcaban los aires y frecuentaban los recientemente fortificados edificios gubernamentales tenían la sensación de que le habían sido otorgadas potestades tiránicas a una clase inferior de morenos. Las cómodas vidas que apenas hace una década se movían con facilidad por circuitos de privilegio y accesos franqueados a priori se encuentran ahora con escollos a cada paso, mientras guardias celosos hasta la exasperación sopesan permisos de conducir y tarjetas de embarque. El interruptor ha dejado de activarse, las puertas se mantienen cerradas donde antes un proceder seguro de sí mismo, un traje correcto, una corbata, y una tarjeta de visita de cinco centímetros por siete y medio las habían abierto. Con estas inflexibles y tupidas precauciones, ¿cómo va a funcionar el capitalismo, que es un mecanismo fluido, accionado hidráulicamente, por no hablar ya del intercambio intelectual y la vida social de las familias extensas? El enemigo ha cumplido su objetivo: el ocio y los negocios en Occidente se han empantanado de una manera desmesurada.

– Creo que ha ido muy bien, como de costumbre. -Hermione Fogel responde a una pregunta que el secretario ya casi ha olvidado. Está preocupado: las exigencias contradictorias de privacidad y seguridad, de comodidad y medidas de precaución, son su pan de cada día, y aun así la compensación que recibe en términos de popularidad es casi nula, y en términos económicos definitivamente modesta, con unos hijos a punto de ir a la universidad y una esposa que debe mantenerse a la altura en los interminables encuentros sociales del Washington republicano. Con la excepción de una mujer negra, soltera, profesora universitaria políglota y experta pianista que está a cargo del programa estratégico a escala mundial y a largo plazo, los colegas del secretario en la administración nacieron ricos y han amasado fortunas adicionales en el sector privado durante los ocho años de vacaciones que duró la presidencia de Clinton. En esos años de vacas gordas el secretario estaba atareado abriéndose camino por puestos gubernamentales mal pagados en el estado de la Piedra Angular, como llaman a Pennsylvania. Ahora todos los clintonianos, incluidos los propios Clinton, se están montando en el dólar con sus memorias sin tapujos, mientras que el secretario, leal e impasible, está desposado con la obligación de mantener la boca bien cerrada, ahora y por los siglos de los siglos.

No es que sepa algo que sus arabistas no le hayan dicho; el mundo que monitorizan, lleno de charlas electrónicas salpicadas por el crepitar de eufemismos poéticos y bravatas patéticas, le es tan ajeno y repugnante como cualquier submundo informático de lerdos insomnes, por mucho que tengan sangre caucásica y educación cristiana. «Cuando el cielo se hienda en el este y se tiña de rojo coriáceo»: la inserción en esta cita coránica de una expresión que no aparece en el Corán («en el este») puede o no, ligada a varias «confesiones» inconexas y extravagantes de activistas detenidos, justificar que eleve el nivel de vigilancia policial y militar concedida a ciertas instituciones financieras del Este, ubicadas siempre en los monumentales rascacielos que parecen resultar atractivos a la mentalidad supersticiosa del enemigo. El enemigo está obsesionado con los lugares sagrados. Y como los antiguos archienemigos comunistas, los actuales están convencidos de que el capitalismo tiene un cuartel general, de que hay una cabeza que se puede cortar, lo que dejaría a los rebaños de fieles desamparados, listos para aceptar como borregos agradecidos una tiranía ascética y dogmática.

El enemigo no puede creer que la democracia y el consumismo sean fiebres que el hombre de la calle lleva en la sangre, una consecuencia del optimismo instintivo de cada individuo y del deseo de libertad. Incluso para un religioso practicante como el secretario, el fatalismo por voluntad de Dios y la creencia sin fisuras en la otra vida ya quedaron atrás, en la Alta Edad Media. Los que todavía mantienen la creencia parten con una ventaja: están ansiosos por morir. «Los que no creen aman la vida perecedera»: ése era otro verso que salía a menudo en los corrillos de Internet.

– Me van a criticar por esto -le confiesa triste el secretario a la que rebautizó como subsecretaria-. Si no pasa nada, seré un alarmista. Y si pasa, seré una sanguijuela perezosa en la nómina pública que permitió la muerte de miles de personas.

– Nadie diría algo así -lo tranquiliza Hermione, comprensiva, ruborizándosele la cetrina piel de solterona-. Todo el mundo, incluso los demócratas, sabe que es usted el responsable de una tarea imposible que sin embargo debe hacerse, por el bien de nuestra supervivencia como nación.

– Con eso queda todo dicho, supongo -concede el objeto de la admiración de Hermione, empequeñeciendo todavía más la boca con ensayada ironía.

El ascensor los devuelve suavemente, junto a dos guardias de seguridad armados -un hombre y una mujer- y un trío de funcionarios en traje gris, al sótano de la Casa Blanca. Fuera, unas campanas de iglesia redoblan bajo el sol, se mezclan los rayos de Virginia y de Maryland. El secretario reflexiona en voz alta:

– Esa gente… ¿Por qué quieren hacer cosas tan horribles? ¿Por qué nos odian? ¿Qué pueden odiar?

– Odian la luz -dice lealmente Hermione-. Como las cucarachas. Como los murciélagos. «La luz resplandeció en las tinieblas» -cita, a sabiendas de que con la devoción típica de Pennsylvania se puede acceder al corazón del secretario-, «y las tinieblas no prevalecieron.»

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