Suena el teléfono. Beth Levy forcejea para levantarse de su butaca preferida, una mecedora reclinable modelo La-Z-Boy, tapizada de vinilo marrón mate imitando las arrugas del cuero vacuno y equipada con un reposapiés acolchado y su resorte de palancas; estaba sentada en ella comiendo galletas de avena y pasas -bajas en calorías en comparación con las que tienen trocitos de chocolate o las dobles con relleno de nata- mientras veía All My Children en la WABC antes de cambiar de canal a las dos para ver otro serial, As the World Turns. A menudo ha sopesado la posibilidad de poner un alargador en el teléfono para así tenerlo junto a su butaca, en el suelo, durante esta parte de la jornada, en los días en que no va a trabajar a la biblioteca de Clifton, pero nunca se acuerda de pedirle a Jack que compre el cable en la tienda de telefonía, que queda bastante alejada, en el centro comercial de la Ruta 23. Cuando era joven, sólo había que llamar a la AT amp;T y enviaban a un hombre con un uniforme gris (¿o iba de verde?) y zapatos negros que lo arreglaba todo por unos pocos dólares. Era un monopolio, y es consciente de que no se trataba de un buen sistema -por las llamadas de larga distancia había que pagar todos y cada uno de los minutos, y actualmente puede hablar con Markie o Herm durante horas por casi nada-, pero en cambio ahora no hay quien arregle los teléfonos. Hay que tirarlos, igual que los ordenadores viejos y el periódico del día anterior.
Y, en cierta medida, tampoco quiere tener la vida más fácil en lo físico, más aún de lo que ya la tiene; necesita hacer ejercicio en cualquiera de sus formas, por penoso e ínfimo que sea. De más joven, ya casada, se pasaba la mañana entera de un lado a otro haciendo las camas, pasando el aspirador y recogiendo los platos, y alcanzó tanta pericia que casi lo puede hacer con los ojos cerrados; en un estado prácticamente sonámbulo recorre las habitaciones haciendo las camas y ordenando, aunque la verdad es que ya no pasa el aspirador como antes: las nuevas máquinas son más ligeras y deberían ser, lo sabe, más eficientes, pero nunca encuentra el cepillo correspondiente para el extremo del tubo flexible, y le cuesta abrir el pequeño compartimento de almacenaje que va incorporado en la parte del motor; encajar todas las piezas es casi como resolver un rompecabezas, nada que ver con los de antes, los verticales, que solamente había que enchufar para empezar a dejar un ancho rastro de aspirado en la moqueta, igual que un cortacésped, con su pilotito encendido en la parte delantera, como las máquinas quitanieves por la noche. Apenas notaba el esfuerzo cuando hacía las tareas de la casa. Pero por entonces también tenía menos peso que cargar: es su cruz, su mortificación, como solían decir los devotos.
Muchos de sus colegas en la biblioteca de Clifton y todos los jóvenes que entran y salen llevan teléfonos móviles en los bolsos o colgados del cinturón, pero Jack dice que es una estafa, las tarifas se disparan, como ocurrió con la televisión por cable, de la que se encaprichó ella, no él. La supuesta revolución electrónica, en palabras de Jack, no es más que una sucesión de ardides para sacarnos dinero cada mes, sin que nos demos cuenta, por la cara, por servicios que no necesitamos. Pero con el cable la imagen es realmente más nítida -ni sombras ni temblores ni saltos- y la oferta es tan variada que no hay color. El propio Jack se pone algunas noches el History Channel. Pese a que afirma que los libros son mejores y profundizan más, casi nunca termina ninguno. Sobre los teléfonos móviles textualmente le dijo, sin tapujos, que no quería estar disponible a todas horas, sobre todo si estaba en alguna sesión de tutoría; si había alguna urgencia, que llamara al 911, no a él. No estuvo muy fino. En cierto sentido, ella lo sabe, a Jack no le importaría verla muerta. Serían ciento diez kilos menos sobre sus hombros. Pero también sabe que nunca la dejará: por su sentido judío de la responsabilidad y una lealtad sentimental que también debe de ser judía. Si te han perseguido e injuriado durante dos mil años, ser fiel a tus seres queridos es simplemente una buena táctica de supervivencia.
Realmente son especiales, la Biblia no andaba equivocada en eso. En el trabajo, en la biblioteca, son los que hacen todas las bromas y vienen con las ideas. Hasta que conoció a Jack en Rutgers, era como si nunca la hubiera tocado la electricidad humana. Las otras mujeres con quien él había tratado, incluida su madre, debían de haber sido muy listas. Muy intelectuales, al estilo judío. A él, ella le pareció divertida, muy relajada, desenfadada y, aunque nunca llegó a confesarlo, ingenua. Le dijo que ella había crecido en el seno del Dios papá oso luterano. Supo quitarle el envoltorio a sus nervios y pegarse a ella: se le metió bien adentro, la ocupó por completo; por entonces él era más delgado, y también más pagado de sí mismo, un profesor nato, al parecer, con mucha labia, siempre con una réplica a punto, creía que llegaría a escribir los chistes a Jack Benny, ¿o en esa época era a Milton Berle?
Quién sabe por dónde andará ahora, en este día de verano increíblemente bochornoso en que ella apenas puede moverse. Preferiría estar trabajando, al menos ahí disponen de un aire acondicionado que funciona bien; el que tienen encajonado en la ventana del dormitorio apenas logra hacer más que ruido, y Jack siempre ha mantenido que le dolería en el bolsillo la factura de la luz si pusieran uno en el piso de abajo. Hombres: siempre fuera, participando en la sociedad. Ella tiene un carácter más tranquilo, sobre todo al lado de Hermione, cuya verborrea sobre sus teorías e ideales nunca cesa. Sus padres la volvían loca, decía, aceptando siempre lo que les echaban en el plato los sindicatos y los demócratas y el Saturday Evening Post, mientras que Elizabeth encontraba consuelo en la indigesta pasividad de los progenitores. Siempre se había sentido atraída por los lugares tranquilos, parques, cementerios y bibliotecas antes de que los invadiera el bullicio, le gusta incluso que tengan hilo musical, como los restaurantes; la mitad de lo que la gente sacaba en préstamo eran cintas de vídeo, ahora DVD. De niña le había encantado vivir en Pleasant Street, a sólo un paseo de Awbury Park, con tanto verde, y un poco más allá, el jardín botánico, el Arboretum, dejando atrás la Chew Avenue; con el sauce llorón que la rodeaba como un enorme iglú de hojas, y su noción del Paraíso que colgaba atrapada, de algún modo, en las copas balanceantes de esos árboles altos, altísimos, los álamos que mostraban, mientras corría un soplo de brisa, sus blancas partes inferiores, como si en su interior habitaran espíritus…, era comprensible que en tiempos remotos los pueblos primitivos adoraran a los árboles. En la otra dirección, en el tranvía que iba por Germantown Avenue, justo a una manzana de su casa, se llegaba a Fairmont Park, que en verdad era interminable, atravesado por el río Wissahickon. La parada estaba ante el seminario luterano, con sus encantadores edificios antiguos de piedra y sus seminaristas, tan jóvenes y guapos, y entregados; podías verlos en los paseos, a la sombra. Por entonces no existía todavía todo eso de la música con guitarras ni la ordenación de mujeres ni el debate sobre los matrimonios entre personas del mismo sexo. En la biblioteca, los muchachos hablan tan alto como si estuvieran en las salas de estar de sus casas, y lo mismo en los cines, se han perdido los modales, la televisión ha echado a perder la buena educación. Cuando Jack y ella vuelan a Nuevo México para visitar a Markie en Albuquerque, no hay más que ver la irrespetuosa forma de vestir del resto de los pasajeros, con pantalones cortos y lo que parecían pijamas: la televisión ha hecho que la gente se sienta en casa en todas partes, sin importarles su aspecto, había hasta mujeres tan gordas como ella en pantalón corto; no deben de mirarse nunca al espejo.
Al trabajar cuatro días a la semana en la biblioteca, no puede ver con la frecuencia necesaria los seriales de mediodía para estar al tanto de todos los giros de las tramas, pero éstas, hasta tres o cuatro entrelazadas, como se hace ahora, se desarrollan lo bastante lentas como para que tampoco sienta que ha perdido el hilo. Se ha convertido en una costumbre a la hora del almuerzo. Se prepara un bocadillo o una ensalada o las sobras de hace un par de noches recalentadas en el microondas -parece que Jack ya es incapaz de terminarse lo que hay en el plato- y de postre un poco de tarta de queso o unas cuantas galletas, de avena y pasas si le da por controlarse, se acomoda en la butaca y se deja llevar por las imágenes: actores y actrices jóvenes, generalmente dos o tres a la vez en alguno de esos platós que parecen demasiado grandes, y con todo recién comprado como para ser una habitación de verdad, con cierto eco escénico en el aire y esa especie de zumbidos que ponen en todos los programas, no la música de órgano de los seriales radiofónicos sino unas notas sintetizadas -ésa es la palabra, deduce- que en ocasiones suenan casi como un arpa y en otras como un xilófono con acompañamiento de violines, todo como de puntillas para dar sensación de suspense. La música subraya las confesiones dramáticas o las frases de las discusiones que dejan a los actores mirándose fijamente los unos a los otros en primeros planos, aturdidos, con globos oculares que brillan por la pena o el rencor, cruzando constantemente pequeños puentes en la rejilla interminable de sus relaciones: «No me importa para nada el bienestar de Kendal…», «Seguramente sabías que Ryan nunca quiso tener hijos, lo aterraba la maldición familiar…», «Tengo la impresión de que toda mi vida se me ha escapado de las manos. Ya no sé quién soy ni qué pienso…», «Lo veo en tus ojos, todo el mundo quiere a los ganadores…», «Tienes que respetarte más y alejarte de ese hombre. Deja que tu madre se quede con él si eso es lo que quiere: están hechos el uno para el otro…», «En serio, me odio con todas mis fuerzas…», «Es como si estuviera perdida en el desierto…», «Jamás he pagado por sexo, y no voy a empezar ahora». Y a continuación una voz, menos furiosa y asustada, hablándole al espectador: «Las curvas femeninas a veces causan rozaduras. Los fabricantes de Monistat entienden este problema íntimo, y por eso presentan ahora un producto insólito. Nunca antes ha visto nada parecido».
A Beth le parece que las actrices jóvenes tienen una manera nueva de hablar, rizando los finales de las frases en el velo del paladar como si fueran a hacer gárgaras, y también un aspecto más natural, o menos postizo y plastificado que el de los jóvenes que salen, cuya apariencia es la de simples actores; a diferencia de las actrices, que no recuerdan tanto a una Barbie, éstos son más como Ken, el compañero de la muñeca. Cuando hay tres personajes en pantalla, por lo general son dos mujeres rebajándose por un pimpollo que queda al margen, con gesto sufrido y mandíbula pétrea; si son cuatro, uno de los hombres es un tipo mayor, de precioso cabello entrecano, como el busto del «Antes» en los anuncios de Grecian 2000, y los torbellinos cruzados que flotan en el aire se van volviendo más tupidos hasta que una música ascendente y estremecedora los rescata momentáneamente para dar paso a otro racimo de «consejos». A Beth le fascina pensar que así es la vida: competencias, azuzadas por la codicia, el sexo y los celos que llegan al extremo del asesinato, y todo ello supuestamente entre gente corriente de Pine Valley, una típica comunidad de Pennsylvania. Ella es de ese estado y nunca vio un lugar igual. ¿Qué es lo que se ha perdido en su vida? «Tengo la impresión de que toda mi vida se me ha escapado de las manos», dijo una vez un personaje de All My Children, quizás Erin. O Krystal. La frase atravesó a Beth como una flecha. Unos padres que la querían, un matrimonio feliz aunque no del todo convencional, un maravilloso hijo único, un trabajo que la estimulaba intelectualmente, no sujeto a esfuerzos físicos, prestando libros y buscando información en Internet: el mundo se ha conjurado para volverla blanda y obesa, aislada de las pasiones y los peligros que crepitan allí donde las personas entran verdaderamente en fricción con sus semejantes. «Ryan, créeme, quiero ayudarte, de verdad, haría lo que fuera; envenenaría a tu madre por ti si me lo pidieras.» Nadie le dice cosas así a Beth. Lo más extravagante que le ha pasado fue que sus padres se negaron a asistir a su boda por lo civil con un judío.
Los pimpollos a quienes van dirigidos estos ardientes juramentos suelen ser lentos a la hora de responder. Hay algo espeluznante, rotundo, en el silencio que se abre en los huecos del diálogo. A menudo, Beth teme que se les haya olvidado el guión, pero al cabo de un rato sueltan la siguiente frase, después de una pausa larguísima. Los culebrones que se emiten durante el día tienen algo que no se ve en los programas de la noche -realities de policías, series cómicas, los telediarios con sus bromitas entre los cuatro presentadores (un hombre y una mujer que hacen de locutores, el dicharachero encargado de la sección de deportes y, finalmente, el blanco de sus pullas y amables reproches, el hombre del tiempo un tanto bobalicón)-: se desarrollan en un ambiente con silencio de fondo, un silencio grueso y rebosante que ni todas las declaraciones de amor, confesiones tensas, falsas aseveraciones y rabiosas animadversiones pueden borrar, como tampoco pueden las estridentes músicas sobrenaturales ni la intervención súbita de la débil canción pop que sirve de cierre al capítulo. Un silencio aterrador es el firme que lo sujeta todo, como imanes en la puerta de una nevera: al reparto en sus habitaciones de tres tabiques con eco y a Beth en su butaca extra ancha, enfadada consigo misma porque no se ha puesto en el plato suficientes galletas de avena y el teléfono no para de sonar, así que tendrá que abandonar su La-Z-Boy, esa isla de perfecta comodidad acolchada, justo ahora que David, el cardiólogo increíblemente guapo, le dedica unas palabras de alto voltaje a Maria, la bella cirujana cerebral cuyo marido Edmund, el periodista ganador de un Pulitzer, fue asesinado en un episodio anterior que Beth, por desgracia, se perdió. Se levanta por etapas. Primero estira la palanca para bajar el reposapiés, luego, tras luchar contra la oscilación de la mecedora, apoya los pies en el suelo, se aferra al brazo izquierdo de la butaca con ambas manos para ponerse casi derecha y finalmente, con una exclamación perceptible, carga todo su peso sobre las rodillas, expectantes, que se van enderezando lenta y dolorosamente mientras Beth recupera el aliento. Al principio del proceso había cambiado de lugar el plato vacío, del reposabrazos a la mesilla auxiliar, pero se dejó el mando a distancia en el regazo y ahora se ha caído al suelo. Ahí lo ve, los botones numerados del pequeño panel rectangular junto con las manchas de café y restos de comida que con el tiempo se han ido acumulando en la moqueta verde pálido. Jack la avisó de que la suciedad se vería mucho en una moqueta así, pero los colores claros se llevaban mucho ese año, es lo que dijo el vendedor. «Le da un toque fresco, actual», había asegurado. «El espacio parecerá más amplio.» Todo el mundo sabe que las alfombras orientales disimulan mejor las manchas, pero ¿llegaría el día en que Jack y ella podrían permitirse una? Hay una tienda en Reagan Boulevard donde las venden de segunda mano y a precio de ganga, pero ni Jack ni ella van nunca juntos por esas calles, que es donde mayoritariamente compran los negros. Y en cualquier caso, estando usada sabe Dios qué habrán derramado encima los antiguos propietarios, qué seguirá escondido en las fibras. La sola idea es desagradable, como sucede con las moquetas de los hoteles. Beth no quiere ni pensar en darse la vuelta y agacharse para recoger el mando, su sentido del equilibrio ha empeorado con la edad, y debe de haber algún motivo urgente por el que la persona que está llamando no cuelga. Tuvieron contestador automático una época, pero llegaron tantas llamadas de padres cascarrabias cuyos hijos no lograban entrar en las universidades que Jack les recomendaba que hubo que desconectarlo. «Y si me encuentran en casa ya me las apañaré», dijo. «La gente no es tan maleducada cuando quien descuelga es una persona.»
Beth da otro paso, deja a la gente de la televisión cociéndose en sus propios jugos, va tambaleándose hasta la mesa que hay junto a la pared y de un manotazo levanta el auricular. Este nuevo tipo de teléfono es de los que quedan de pie en el soporte, y en una pantallita, justo debajo de los orificios a través de los que supuestamente se escucha, aparecen el nombre y el número de quien llama. Dice que es una llamada no local, de modo que o se trata de Maride o de su hermana en Washington o de algún vendedor telefónico llamando desde dondequiera que llamen, a veces lo hacen desde incluso la India.
– ¿Diga? -Los orificios del otro extremo del auricular no le llegan a la altura de la boca como con los teléfonos antiguos, los sencillos y macizos de baquelita negra que al colgarse quedaban boca abajo, y Beth tiende a alzar la voz porque no termina de fiarse.
– Beth, soy Hermione. -La voz de Herm siempre suena ostentosamente enérgica, ocupada, como para avergonzar a su indolente y consentida hermana menor-. ¿Por qué has tardado tanto? Estaba a punto de colgar.
– Bueno, pues ojalá lo hubieras hecho.
– No es un comentario muy amable.
– Yo no soy como tú, Herm. No puedo andar tan rápido.
– ¿De quién es esa voz que oigo de fondo? ¿Estás con alguien? -Sus palabras van rebotando de un tema a otro. Pero esa franqueza, que roza la grosería, no es más que un vestigio agradable de cuando eran niñas, de la forma de ser de los alemanes de Pennsylvania. A Beth le recuerda al hogar, al noroeste de Filadelfia y su follaje húmedo, sus tranvías y sus pequeñas tiendas de comida con montones de pan Meier's y Freihofer's en los estantes.
– Es la televisión. Estaba buscando el mando para apagarla -no quiere reconocer que le ha dado mucha pereza agacharse y recogerlo- y no he podido encontrar el maldito chisme.
– Bueno, pues ve y encuéntralo. No debe de estar lejos. Puedo esperar. Con tanto ruido es imposible hablar. Dime, ¿qué estabas viendo a estas horas?
Beth deja el auricular sin responder. «Es igual que nuestra madre», piensa mientras se arrastra hasta la parte de la moqueta verde claro -el vendedor lo definió como celedón- donde está caído boca arriba el mando a distancia, que a la vista y al tacto tiene un curioso parecido con el teléfono, negro mate y atestado de circuitos electrónicos: un par de hermanos que no pegan mucho. El esfuerzo va acompañado de un gemido, se agarra al brazo de la butaca con una mano y alarga trabajosamente la otra; con ese gesto vuelve a despertarse en sus poco usados músculos la sensación de un ejercicio, un arabesque penchée, aprendido en clases de ballet a los ocho o nueve años, en el estudio de Miss Dimitrova, encima de una cafetería en Broad Street; recupera el chisme y apunta con él a la pantalla del televisor, donde All My Children está llegando a su fin en el séptimo canal bajo un nubarrón de música escalofriante, siniestra. Beth divisa a Craig y Jennifer, en una charla acalorada, y se pregunta qué estarán diciéndose incluso al despedirlos con un clic. Se convierten en una estrellita que dura menos de un segundo.
En ballet había sido más ágil y prometedora que su hermana; a Hermione, solía afirmar Miss Dimitrova con su deje bielorruso, le faltaba ballon. «Ligera, ¡ligera!», gritaba mientras los ligamentos se marcaban en su cuello descarnado. «Vous avez besoin de légèreté! ¡Imaginad que sois des oiseaux! ¡Sois criaturas del aire!» Hermione, demasiado alta y desgarbada para su edad, y destinada, ya se veía, a ser una chica del montón, era entonces la lenta y patosa, y Beth la que parecía, en faisant des pointes, un pajarillo, dando vueltas con sus escuálidos brazos extendidos.
– Estás jadeando -la acusa su hermana cuando vuelve al aparato y se desploma con un gruñido en la silla pequeña y rígida que apartaron de la mesa de la cocina cuando, al irse, Mark dejó de comer con sus padres. La silla es una copia en madera de arce del estilo de los muebles Shaker y tiene un asiento tan estrecho que Beth tiene que apuntar el culo al dejarse caer; hace unos años no atinó a sentarse bien, la silla se ladeó y ella cayó al suelo. Se habría roto la pelvis de no haber estado tan rellenita, dijo Jack. Pero en el primer momento él no lo encontró tan divertido. Corrió hacia ella horrorizado y, cuando quedó claro que su esposa no se había hecho daño, pareció decepcionado. Bruscamente, Hermione pregunta-: No estarías viendo ningún avance informativo, ¿verdad?
– ¿En la tele? No. ¿Lo hay?
– No, pero… -se nota tensión en su titubeo, como en los silencios de los culebrones- a veces se filtra algo. Las cosas salen a la luz antes de lo que debieran.
– ¿Qué es lo que tiene que salir a la luz? -pregunta Beth, a sabiendas de que hacerse la ignorante es la mejor manera de sonsacarle información a Hermione, que tiende a ser mandona con su hermana.
– Nada, cariño. Por supuesto que yo no puedo decirte nada. -Pero, incapaz de soportar el silencio de Beth, prosigue-: Hay rumores en Internet. Creemos que se está preparando algo.
– Cielos -exclama dócil Beth-. ¿Y cómo se lo está tomando el secretario?
– El pobre. Es tan concienzudo en su trabajo, con todo el peso del país encima, que, la verdad, a veces temo que pueda con él. Tiene la tensión alta, ya sabes.
– En la tele parece que está bien de salud. De todos modos, creo que debería cambiar de peinado. Le da un aspecto beligerante. Hace que los árabes y los progresistas se pongan a la defensiva.
Beth no puede quitarse de la cabeza que le apetece otra galleta de avena y pasas, imagina cómo crujiría en su boca, con la saliva apartaría las pasas y juguetearía con ellas en la lengua hasta el momento de engullir. Antes solía sentarse a charlar por teléfono con un cigarrillo, pero cuando el jefe del servicio federal de sanidad empezó a repetirle que era perjudicial, lo dejó y ganó trece kilos el primer año. ¿Por qué le iba a importar al gobierno que la gente se muriese? No es que fuera su amo. Con menos individuos a quienes mandar, pensaba, irían más aliviados. Pero, claro, el cáncer de pulmón era un lastre para la seguridad social, y a la economía le suponía un coste extra en productividad de millones de horas de trabajo.
– Me da la impresión -apunta Beth, queriendo ayudar- que muchos de estos rumores son simples gamberradas de chavales de instituto y universitarios. Algunos, lo sé, se dicen mahometanos sólo para molestar a sus padres. Ahí tienes, por ejemplo, al chico con el que Jack ha hecho algunas tutorías. Se cree que es musulmán porque el haragán de su padre lo era, y encima no le hace ni caso a su madre, una irlandesa católica y muy trabajadora. Ponte por un momento en la piel de nuestros padres, ¿qué habrían dicho si hubiéramos aparecido en casa del brazo de un musulmán diciendo que nos queríamos casar?
– Bueno, tú casi lo hiciste -replica Hermione, como revancha por la crítica al peinado.
– Pobre Jack -prosigue Beth, recuperándose de la calumnia-, se ha esforzado muchísimo por arrancar a ese chico de las zarpas de su mezquita. Son como los fundamentalistas baptistas pero en peor, porque no les importa morir. -Conciliadora nata, quizá todas las hermanas pequeñas lo sean, vuelve al tema favorito de Hermione-: A ver, ¿qué es lo que le preocupa tanto estos días? Al secretario, vaya.
– Los puertos -la respuesta llega rápida-. Cada día entran y salen de los puertos de Estados Unidos cientos de buques portacontenedores, y en al menos el diez por ciento de ellos no se sabe qué hay. Podrían estar introduciendo armamento atómico bajo la etiqueta de cuero argentino o cosas así. El café de Brasil. ¿Quién sabe si es café? O piensa en esos inmensos buques cisterna, no sólo los petroleros, pongamos también los que llevan propano líquido. Así lo transportan, licuado. ¿Qué crees que podría pasar en Jersey City o en el puente de Bayonne si pudieran meter ahí unos cuantos kilos de Semtex o de TNT? Beth, sería una conflagración: miles de muertos. O en los metros de Nueva York, mira en Madrid. O lo que pasó en Tokio hace unos años. El capitalismo ha sido tan abierto… y así tiene que ser, para que funcione. Piénsalo, un puñado de hombres con rifles de asalto en un centro comercial, en cualquier parte del país. O en Saks o Bloomingdale's. ¿Te acuerdas de los viejos almacenes Wanamaker? ¿Y de lo contentas que íbamos allí cuando éramos niñas? Nos parecía un paraíso, sobre todo las escaleras mecánicas y la sección de juguetes del último piso. Todo eso terminó. Los estadounidenses ya no podemos volver a ser felices.
A Beth le sabe mal por Hermione, que se lo tome todo tan a pecho, y dice:
– Oh, la mayoría de las personas todavía va tirando, ¿no? Siempre hay algún peligro en la vida. Epidemias, guerras. Tornados en Kansas. Y la gente sale adelante. Sigues viviendo hasta que te ves obligada a parar, y al rato ya estás inconsciente.
– Eso, eso es, Betty, nos quieren obligar a parar. En todas partes, en cualquier parte. Lo único que se necesita es una bomba, unas cuantas armas. Una sociedad abierta está muy indefensa. Todos los logros del mundo moderno y libre son tan frágiles…
Hermione es la única que no dejó de llamarla Betty, y sólo cuando se sentía ofendida. Jack y los compañeros de universidad la llamaban Beth, y después de casarse incluso sus padres intentaron cambiar la costumbre. Para arreglar el pequeño desliz, Hermione la corteja intentando hacerla partícipe de su propio encaprichamiento con el secretario.
– Él y los expertos, todos tenemos que pensar día y noche en las posibilidades más terribles. Por ejemplo, Beth, en los ordenadores. Los hemos integrado tanto en el sistema que ahora no hay quien no dependa de ellos, no sólo las bibliotecas sino la industria, y también los bancos, las bolsas, las compañías aéreas, las centrales nucleares… y podría seguir un buen rato.
– No lo dudo.
Hermione no capta el sarcasmo y prosigue: -Podría producirse lo que llaman un ciberataque. Tienen esos gusanos que eluden los cortafuegos y ponen unos applets, así los llaman, que envían mensajes encubiertos con la descripción de la red en que han penetrado y lo paralizan todo, poniendo patas arriba lo que denominan tablas de encaminamiento, y alcanzando las pasarelas de protocolo para que no se cuelguen sólo las transacciones bursátiles y los semáforos sino todo: las redes energéticas, los hospitales, el propio Internet, ¿puedes creértelo? Los gusanos se programarían entonces para multiplicarse y multiplicarse hasta el punto de que incluso la televisión que estabas viendo se quede a la virulé, o que en todos los canales no saliera otra cosa que Osama Ben Laden.
– Herm, querida, no había oído a nadie decir «a la virulé» desde que estaba en Filadelfia. ¿Y no es cierto que esos gusanos y virus se envían a todas horas y que luego resulta que han salido de la habitación mugrienta de algún quinceañero infeliz e inadaptado de Bangkok o del Bronx? Causan algún estropicio pero no se cargan el mundo. Los pillan y a veces los meten en la cárcel. Además, te olvidas de todos los hombres listos, y también de las mujeres, que diseñan esos cortafuegos o como se llamen. Seguro que son capaces de ir por delante de unos cuantos árabes fanáticos, porque, la verdad, no es que ellos inventaran el ordenador, más bien fuimos nosotros.
– No, pero inventaron el cero, como puede que no sepas. No les hace falta descubrir el ordenador para eliminarnos. El secretario lo llama ciberguerra. En eso andamos metidos, nos guste o no, en la ciberguerra. Los gusanos ya están ahí fuera, sueltos; cada día el secretario tiene que examinar cuidadosamente cientos de informes que lo ponen sobre aviso de posibles ataques.
– Los ciberataques.
– Exacto. A ti te parece divertido, lo noto en tu voz, pero no lo es. Es serio, pero que muy serio, Betty.
La silla Shaker empieza a hacerle daño. En aquella época debían de tener otros tipos de cuerpo, los cuáqueros y los puritanos: filosofías diferentes sobre el bienestar y las comodidades.
– No me parece divertido, Herm. Desde luego que pueden suceder cosas muy malas, algunas de hecho ya han ocurrido, pero… -Ha olvidado a qué precedía el «pero». Se le ocurre ir hasta la cocina estirando al máximo el cordón telefónico y buscar en el cajón de las galletas. Le encanta la textura de éstas en concreto, que sólo venden en la tienda anticuada, en la Calle Once a mano izquierda. Jack va a comprarlas ahí por ella. Beth se pregunta cuándo volverá su marido; parece que las tutorías cada vez duran más-. Pero últimamente no tengo noticia de muchos ciberataques.
– Bien, pues es gracias al secretario. Los informes le llegan incluso en plena noche. Lo va acusando, envejece rápido, en serio. Le están saliendo canas en las sienes, y ojeras. Me siento impotente.
– Hermione, ¿no está casado? ¿Y no tiene tropecientos hijos? Los vi en el periódico, iban a misa por Pascua.
– Sí, por supuesto. Lo sé. Y sé cuál es mi sitio. Nuestra relación es puramente laboral. Déjame que te diga, ya que estás tan provocadora, y esto es muy confidencial, que una de las zonas de las que llegan más informes es el norte de New Jersey. De Tucson, del área de Buffalo y del norte de New Jersey. Él no suelta prenda, así tiene que ser, pero algunos imanes, creo que así se llaman, están siendo vigilados. Todos predican cosas horribles contra Estados Unidos, pero los hay que incluso van más allá. Me refiero a que abogan por la violencia contra el Estado.
– Bueno, al menos son los imanes. Si los rabinos se pusieran manos a la obra, Jack tendría que sumárseles. Aunque nunca va a la sinagoga. Sería más feliz si fuera.
Hermione no puede contenerse más:
– De verdad, a veces me pregunto qué piensa Jack de ti. No te tomas nada en serio.
– Eso ayudó a que se fijara en mí -cuenta Beth-. Es un tipo depresivo, y le gustó que yo fuese tan ligerita.
Sigue un silencio en el que siente a su hermana resistiéndose a la réplica obvia: ahora no es nada ligerita.
– Pues bueno -dice Hermione soltando un suspiro desde Washington-, te dejo que vuelvas a tu culebrón. Me llaman por el otro teléfono, debe de querer algo.
– Me alegro de que me hayas llamado -miente Beth.
Su hermana mayor ha ocupado el lugar de su madre para impedirle que olvide todo lo que hace mal. Beth, como suele decirse, «se ha ido dejando». Hasta la nariz sube un olor de los profundos pliegues de sus grasas, donde se acumulan oscuras bolitas de sudor; en la bañera, las carnes flotan a su alrededor como burbujas gigantescas, la flojedad de su boyante vaivén les da un aspecto semilíquido. ¿Cómo ha acabado así? De niña podía comer lo que le apeteciera, nunca creyó que comiera más que los demás, y tampoco ahora se lo parece: simplemente, retiene la comida más que antes. Ha leído que hay gente cuyas células son más grandes de lo normal. Metabolismos diferentes. Quizás haya sido por estar abandonada en esta casa, y en la casa de antes, la de la Calle Dieciocho, y en la casa anterior, que estaba casi un kilómetro más cerca del centro, antes de que el barrio se pusiera tan mal. Abandonada por un hombre que se iba, sin dar la apariencia de que la dejaba sola, para ganarse el pan cada día en el instituto. ¿Quién iba a culparlo por eso? Cuando era una esposa joven solía entenderle, pero al volverse mayor empezó a ver claro que él exageraba, saliendo cuando todavía era de noche en invierno y sin regresar hasta mucho después de que oscureciera: deberes extraescolares, alumnos problemáticos, reuniones de emergencia con padres delincuentes. Volvía a casa deprimido por todos los problemas que no podía resolver, por las vidas miserables que discurrían por New Prospect y cuya inanidad acababa por traspasarse a los hijos: «Beth, no les importa una mierda. Nunca han sabido lo que era una vida con cierto orden. Su horizonte no va más allá de la siguiente dosis, de la próxima borrachera, del inmediato lío con los polis o el banco o el departamento de inmigración. Esos pobres chavales nunca han tenido el lujo de ser chavales. Los ves llegar al instituto aún con algún resquicio de esperanza, conservan un rastro del entusiasmo que suelen tener los alumnos de secundaria, creen que si aprendes las normas y haces lo que te mandan tendrás recompensa; y cuando finalmente se gradúan, si es que llegan a hacerlo, nosotros ya se lo hemos robado todo. ¿Que quiénes son esos "nosotros"? Estados Unidos, supongo, aunque es difícil señalar con el dedo exactamente lo que no funciona. Mi abuelo pensaba que el capitalismo estaba condenado, destinado a ser cada vez más opresor hasta que el proletariado asaltara las barricadas y estableciera el paraíso de los obreros. Pero no ocurrió; o los capitalistas fueron demasiado listos o los proletarios demasiado tontos. Para seguir pisando terreno seguro, cambiaron la etiqueta "capitalismo" por la de "libre empresa", pero el resultado fue el mismo sálvese quien pueda de siempre. Muchísimos perdedores, y los ganadores haciéndose con casi todo. Pero si la gente no tiene que salvarse como pueda cada día, entonces se quedan en casa durmiendo. El problema básico, tal y como yo lo veo, es que la sociedad intenta ser decente, y la decencia no importa ni un pimiento en el estado de naturaleza. Ni un pimiento ni medio. Todos deberíamos volver a ser cazadores-recolectores, con una tasa de ocupación total y un saludable porcentaje de hambre».
Y más adelante Jack volvía a casa deprimido porque los problemas sin solución lo estaban hastiando, y su disposición para resolverlos se había vuelto una mera rutina, simple maña para un trabajo en que se siente un timador. «Lo que me fastidia de verdad», decía, «es que se niegan a ver lo mal que están. Se creen que se las apañan bastante bien, con sus flamantes indumentarias chillonas y baratas que han comprado a mitad de precio, o con el último videojuego hiperviolento o con un cedé recién salido que todo el mundo ha de tener, o con una ridícula religión nueva cuando han atontado sus cerebros hasta retroceder a la Edad de Piedra. Uno se llega a plantear seriamente si la gente merece vivir, si los que idean las masacres de Ruanda, Sudán e Irak no andarán en lo cierto.»
Al haberse dejado hasta ese grado de obesidad, ella ha perdido el derecho de animarle como tenía por costumbre. Pero él nunca lo diría. Nunca sería grosero. Beth se pregunta si es por el judío que lleva dentro: la sensibilidad, el peso de la responsabilidad, cierto sentido de superioridad, en el fondo, con el que trata de sobrellevar la pena él solo, levantándose temprano y acercándose a la ventana en vez de quedarse en la cama y despertarla con sus pesares. Han compartido una buena vida, decide Beth, y se levanta a pulso de la diminuta y rígida silla Shaker de madera, agarrando el respaldo para no volcarla con su peso. Vaya imagen, despatarrada en el suelo con la pelvis fracturada, incapaz siquiera de taparse un poco con el albornoz para cuando llegaran los de la ambulancia.
Tiene que vestirse y salir a hacer compras. Se les están acabando los productos básicos: jabón, detergente, servilletas de papel, rollos de papel higiénico, mayonesa. Galletas y cosas para picar. No puede pedirle a Jack que vaya a por todo, él ya se encarga de ir a buscar los platos precocinados del ShopRite o la comida para llevar del chino cuando ella se queda en la biblioteca hasta las seis. Y comida para gatos. ¿Dónde está Carmela? No la acarician lo suficiente, se pasa el día entero durmiendo bajo el sofá, deprimida, y por la noche corretea como una posesa. En cierto modo, se equivocaron al castrarla, pero de lo contrario ahora les saldrían garitos hasta por las orejas.
Jack y ella, se dice Beth, han compartido una buena vida, saliendo adelante con la ayuda de un lápiz -ahora, con la de un teclado de ordenador- y siendo amables y útiles a los demás. Era más de lo que los estadounidenses de antaño pudieron hacer, matándose a trabajar en una fábrica textil cuando en las ciudades aún se hacían cosas; la gente les tiene miedo a los árabes, pero son los japoneses, los chinos, los mexicanos y los guatemaltecos, y todos los que vienen detrás con sus talleres y sus salarios bajos, los que nos están arruinando, los que nos están dejando en el paro. Llegamos a este país y encerramos a los indios en las reservas, construimos rascacielos y autopistas y luego todo el mundo quiere un pedazo de nuestro mercado interior, como la ballena que destripan los tiburones en aquel cuento de Hemingway; no, aquello era un marlín. Pero la idea es la misma. Y Hermione ha tenido suerte también al aterrizar en Washington con un trabajo importante para los que dirigen el cotarro en la administración; sin embargo, es ridículo cómo habla de su jefe, nuestro salvador, si hay que darle crédito. De tanto hacinar hormonas se te queda mentalidad de solterona, como las monjas y los curas que luego resultan ser crueles y lascivos, descreídos de lo que tanto han predicado, a juzgar por sus acciones, sus abusos a esos pobres niños confiados que intentan ser buenos católicos. Al menos, casarse y descubrir lo que desean los hombres, cómo huelen y se comportan, es normal: sirve para abrir la puerta a las frustraciones y sofocar cualquier ridículo ideal romántico. De camino a las escaleras, a la habitación, para ponerse ropa de calle -pero ¿cuál?, ése es el problema, nada podrá ocultar un sobrepeso de casi cincuenta kilos, nada la hará parecer elegante-, Beth piensa que no estaría de más pasar antes por la cocina a ver si queda algo que picar en la nevera, aunque haya almorzado hace poco. Como para reprimir ese impulso, vuelve a dejarse caer en su La-Z-Boy y ajusta el reposapiés con la palanca para descargar la presión de los tobillos. Hidrópicos, diagnosticó el médico; antes, Jack los podía rodear con el pulgar y el corazón. Tan pronto como se abandona al abrazo de la butaca, se da cuenta de que tiene que ir a hacer pis. Bueno, no le hagas caso y se te pasará, se lo dicta la experiencia.
Pero ¿dónde se ha metido el mando a distancia? Lo recogió y apagó la tele, y ya no se acuerda de qué pasó después. La asusta lo a menudo que se queda en blanco. Mira en ambos reposabrazos y con un esfuerzo busca más allá, en la moqueta celedón que le vendió aquel tipo, y piensa por segunda vez en Miss Dimitrova y sus ejercicios de estiramiento. Debe de haberse quedado en equilibrio en el brazo de la butaca y luego se ha deslizado entre las hendiduras del cojín cuando le ha dado por desplomarse en ella en lugar de subir las escaleras para vestirse. Con los dedos de la mano derecha explora la ceñida grieta, el vinilo imitación del cuero de los viejos tiempos del Oeste americano, que, seguramente, si te tocó vivirlos, no eran tan maravillosos; y a continuación con los dedos de la mano izquierda en el lado contrario, da con él: la forma alargada mate y fría del aparato que cambia de canal. Sería mucho más fácil si su cuerpo no se interpusiera en el camino, con el cojín tan apretado contra el reposabrazos de la butaca que ha de andarse con cuidado de no engancharse una uña en una costura o en cualquier cosa metálica. Las horquillas y las monedas, incluso los alfileres y los imperdibles, suelen acumularse en estas ranuras. Para aprovechar la luz que entraba en la casa, su madre siempre estaba cosiendo o remendando algo en la vieja butaca a cuadros y con faldones al lado de la ventana, junto al amplio alféizar de madera con sus cortinas de organdí suizo bordado de topos y sus macetas con geranios y sus vistas a una vegetación tan exuberante que mantenía húmedas, hasta mediodía, las partes donde no tocaba el sol. Apunta con el mando al aparato y pone el segundo canal, la CBS, y los electrones convocados se van reuniendo lentamente, produciendo sonidos y una imagen. La música de fondo de As the World Turns tiene un aire más sutilmente orquestal, menos tenue y pop, que la de All My Children: los instrumentos de viento de madera y los graves de los de cuerda se mezclan con sonidos más espectrales, golpeteos como de cascos de caballo perdiéndose en la distancia. Beth deduce por la música exaltada y las expresiones faciales del joven actor y la actriz que acaban de hablar -muecas de enfado, con el ceño fruncido, incluso de miedo- que lo que se han dicho hace un momento era trascendente, fundamental, acaban de acordar una separación o un asesinato. Se lo ha perdido, se ha perdido cómo giraba el mundo. Casi para echarse a llorar.
Pero la vida tiene sus cosas, es raro cómo a veces sale al rescate. Carmela, surgida de la nada, llega y salta sobre su regazo. «¿Dónde ha estado mi bebé?», pregunta Beth en voz alta y eufórica. «¡Mami te ha echado de menos!» Al minuto, no obstante, se quita impacientemente de encima a la gata, que tras acomodarse en la vasta superficie de carne caliente había empezado a ronronear, y forcejea para levantarse de nuevo de la butaca La-Z-Boy. De repente hay mucho que hacer.
Dos semanas después del día de graduación en el Central High, Ahmad aprobó el examen de conducción de vehículos comerciales en las instalaciones de tráfico de Wayne. Su madre, que le había permitido educarse a sí mismo en tantos aspectos, lo llevó con su abollada furgoneta, una Subaru granate que usa para ir al hospital y para entregar los cuadros en la tienda de regalos de Ridgewood y en cualquier otro lugar donde se los expongan, incluidas varias muestras de arte amateur en iglesias y salas de actos de escuelas. La sal del invierno ha corroído las partes bajas del chasis, del mismo modo que en los laterales y los guardabarros han hecho mella su manera de conducir despistada y los golpes producidos por las puertas de otros coches, abiertas sin cuidado en aparcamientos y garajes con rampas en espiral. El de la parte delantera a la derecha, víctima de un malentendido en una señal de stop que había en una intersección de cuatro direcciones, lo recompuso con masilla de relleno uno de sus novios, un tipo bastante más joven que ella que dedicaba sus ratos libres a hacer esculturas con desechos y que se mudó a Tubac, Arizona, antes de que el parche pudiera pulirse y pintarse. De modo que ha quedado de un crudo color masilla, y en otros lugares, sobre todo en el capó y el techo, la pintura, que ha pasado mucho tiempo a la intemperie, a merced de los elementos, se ha desteñido hasta quedarse en un tono melocotón. A Ahmad le parece que su madre alardea de pobreza, de su incapacidad cotidiana para entrar en la clase media, como si fuera un rasgo intrínseco de la vida artística y de la libertad personal tan apreciada por los infieles de América. Con su bohemia profusión de brazaletes y ropa rara, como los vaqueros estampados y el chaleco de piel teñida de púrpura que se puso aquel día, logra avergonzarlo allá dondequiera que aparezcan juntos.
Ese día, en Wayne, coqueteó con el viejo, un secuaz miserable del Estado, que controlaba el examen. Dijo: «No sé por qué cree que quiere conducir camiones. Se ve que se le ocurrió a su imán. A su imán, no a su mamá. Mi querido chico dice que es musulmán».
El hombre del mostrador del centro regional de la Comisión de Vehículos a Motor se mostró perplejo ante ese chorro de confianza materna. «Sin duda supondrá unos ingresos fijos», replicó tras pensar unos segundos.
Ahmad notó que al funcionario le costaba hilvanar las palabras, que con ello gastaba unos recursos interiores que intuyó escasos y demasiado valiosos. Su cara, que percibió de escorzo por estar cabizbajo en el mostrador, bajo los parpadeantes tubos fluorescentes, estaba levemente deformada, como si alguna vez se hubiera contraído por una fuerte emoción y se hubiera quedado petrificada. Aquélla era la clase de criatura perdida con que su madre se complacía en flirtear, a costa de la dignidad de su hijo. El tipo estaba tan entumecido en su telaraña de reglamentaciones que fue incapaz de ver cómo Ahmad, pese a tener la edad para poder examinarse del permiso C, no era lo bastante hombre para repudiar a su madre. Consciente de la falta de decoro de la mujer y de la posible burla, le quitó al aspirante el impreso del examen físico debidamente rellenado e hizo que Ahmad metiera la cara en un aparato para leer, cada vez con un ojo distinto, letras de diversos colores, distinguiendo el rojo del verde y a éstos del ámbar. La máquina medía su capacidad para la conducción de otra máquina, y el responsable de la prueba estaba anquilosado por una especie de ira porque el hacer ese trabajo día tras día lo había transformado en otra máquina, un elemento de fácil recambio en los engranajes del Occidente despiadado y materialista. Fue el islam, es algo que le gusta explicar al sheij Rachid, el que conservó la ciencia y los mecanismos simples legados por los griegos cuando toda la Europa cristiana, sumida en la barbarie, los había olvidado. En el mundo actual, los héroes de la resistencia islámica frente al Gran Satán habían sido antes doctores e ingenieros, expertos en el uso de máquinas como ordenadores, aviones y bombas colocadas en los márgenes de las carreteras. El islam, a diferencia del cristianismo, no teme a la verdad científica. Alá había dado forma al mundo físico, y todos sus aparatos eran sagrados si se ponían al servicio de lo sagrado. De esta manera consiguió Ahmad, entre tales reflexiones, su carnet de camionero. Para la categoría C no hacía falta un examen práctico.
El sheij Rachid está satisfecho. Le dice a Ahmad:
– Las apariencias engañan. Aunque sé que nuestra mezquita parece, a los ojos de un joven, descuidada y frágil en su ornamentación, está tejida con firmes mimbres y construida sobre verdades que han anclado en el corazón de los hombres. La mezquita tiene amigos, amigos tan poderosos como piadosos. El cabeza de la familia Chehab me contó el otro día que su próspero negocio precisa de un joven conductor de camiones, alguien de costumbres puras y fe firme.
– Yo sólo tengo el permiso C -contesta Ahmad, dando un paso atrás ante lo que le parece una entrada demasiado fácil y rápida al mundo de los adultos-. No puedo llevar ningún vehículo fuera del estado ni transportar materiales peligrosos.
Las semanas transcurridas desde la graduación ha vivido con su madre, en plena ociosidad, pasando horas desganadas en el pobremente iluminado Shop-a-Sec, cumpliendo fielmente con el rezo de sus oraciones, el salat diario, saliendo a ver una o dos películas y asombrándose con el derroche de munición hollywoodiense y la belleza de las explosiones, y también corriendo por las calles con sus viejos pantalones cortos; a veces se ha aventurado hasta la zona de casas adosadas por donde paseó aquel mediodía de domingo con Joryleen. No la ha encontrado, sólo ha visto a chicas de color similar contoneándose de la misma forma que ella, conscientes de que las observaban. Mientras pasa volando por las manzanas en decadencia, recuerda la vaga charla con el señor Levy y su vago pero ambicioso tema central, «ciencia, arte, historia». De hecho, el responsable de tutorías ha pasado por su apartamento una o dos veces, y aunque se mostraba bastante amable con Ahmad tenía luego prisa por irse, como si hubiera olvidado para qué había acudido. Sin prestar mucha atención a las respuestas, le preguntaba cómo iban sus planes y si tenía intención de quedarse por la ciudad o salir a ver mundo, como debería un hombre joven. Sonaba ridículo viniendo del señor Levy, quien ha vivido en New Prospect toda su vida, salvo cuando fue a la universidad y durante la breve temporada en el ejército que todos los varones estadounidenses solían estar obligados a pasar. Pese a que la funesta guerra contra la autodeterminación vietnamita estaba en marcha en aquella época, el señor Levy nunca recibió la orden de abandonar el país, y se quedó desempeñando trabajos de despacho, algo por lo que se siente culpable, pues si bien la guerra era una equivocación, le habría brindado la posibilidad de demostrar su valor y su amor por la patria. Ahmad lo sabe porque su madre siempre tiene en la boca al señor Levy: que si parece un hombre muy simpático pero no muy feliz, que si está infravalorado por los responsables de Educación o que si su esposa y su hijo no le prestan mucha atención. Últimamente, su madre está habladora, cosa rara, e inquisitiva; se interesa más por Ahmad de lo que él hubiera esperado, le pregunta cuándo va a salir, cuándo volverá, y a veces se molesta si responde «Pues más tarde».
– ¿Y cuándo es eso exactamente?
– ¡Madre! ¡Déjame en paz! Será pronto. Puede que me quede un rato en la biblioteca.
– ¿Quieres dinero para ir al cine?
– Tengo dinero, y además ya he ido dos veces, a ver una de Tom Cruise y otra de Matt Damon. Las dos iban de asesinos profesionales. El sheij Rachid no se equivoca: las películas son inmorales y estúpidas. Son el anticipo del Infierno.
– ¡Oh, vaya! ¡Pues qué santos nos estamos poniendo! ¿No tienes amigos? ¿A tu edad no van los chicos ya con alguna novia?
– Mamá. No soy gay, si es lo que estás insinuando.
– ¿Cómo estás tan seguro?
Se quedó pasmado.
– Lo sé.
– Bueno, pues lo que yo sé -dijo ella, echándose hacia atrás el pelo que le caía sobre la frente con los dedos de la mano izquierda en un gesto resuelto, como dando a entender que la conversación había descarrilado y que quería darla por zanjada- es que nunca sé cuándo vas a volver a casa.
Ahora, con un tono que suena igual de irritado, el sheij Rachid contesta:
– No quieren que salgas del estado. Ni quieren que transportes sustancias peligrosas. Lo que quieren es que lleves muebles. La empresa de los Chehab se llama Excellency Home Furnishings, está en Reagan Boulevard. Seguro que la habrás visto, o me habrás oído hablar alguna vez de la familia Chehab.
– ¿Los Chehab? -A veces Ahmad sospecha que, de tan envuelto como está en el sentimiento de que Dios lo acompaña, tan cerca de él está que podrían componer una sola y única identidad sagrada, «más cerca de él que su vena yugular», como dice el Corán, se da menos cuenta de detalles mundanos que el resto de la gente, que los impíos.
– Habib y Maurice -aclara el imán con una impaciencia que desgarra las palabras con la misma precisión con que está recortada su barba-. Son libaneses, ni maronitas ni drusos. Llegaron a este país de jóvenes, en los sesenta, cuando parecía que el Líbano podía convertirse en un satélite del ente sionista. Trajeron algo de capital consigo y lo invirtieron en Excellency. Muebles baratos, nuevos y usados, para los negros, ésa era la idea. Y ha tenido éxito. El hijo de Habib, al que informalmente llaman Charlie, se encargaba de vender la mercancía y del transporte de los pedidos, pero quieren que desempeñe un papel más importante en las oficinas, ahora que Maurice se ha jubilado y vive en Florida, salvo unos meses en verano, y que la diabetes le está minando las fuerzas a Habib. Charlie se encargará… ¿Cómo se dice? Sí, de ponerte al día de todo. Te caerá bien, Ahmad. Es muy americano.
Los ojos grises y femeninos del yemení se entornan, animados. Para él, Ahmad es estadounidense. Por mucho entusiasmo y dedicación al Corán que le ponga, nada cambiará la raza de su madre y la ausencia del padre. No tener padres, el fracaso que supone para un hombre engendrar y no mantenerse fiel al hogar, es una de las señas de identidad de esta sociedad decadente y desarraigada. El sheij Rachid -un hombre menudo y delgado como una daga, que tiene un aire taimado y peligroso, capaz de insinuar en ocasiones que el Corán bien podría no haber preexistido eternamente en el Paraíso, allí donde fue el Profeta en un viaje de una noche a lomos del caballo Buraq- no se ofrece a ocupar el lugar del padre; le presta a Ahmad una atención un tanto fraternal y burlona, con un pellizco de hostilidad.
Pero tiene razón, a Ahmad le cae bien Charlie Chehab, un tipo robusto de metro ochenta, treintañero, tez morena surcada de arrugas, con una boca ancha y flexible que siempre está en movimiento.
– Ahmad -lo llama, dándole a todas las sílabas la misma longitud, nadie suele pronunciar su nombre así, alargando la segunda «a» como en «Bagdad», como en «amad». Le pregunta-: ¿O sea que eres un campeón de los amores, que vas por ahí mandando a la gente que ame? -Sin aguardar a la respuesta, prosigue-: Bienvenido a Excellency, menudo nombre. Mi padre y mi tío no sabían mucho inglés cuando lo pusieron, no tenían idea de que fuera un tratamiento de cortesía para nobles, más bien creían que servía para designar algo excelente. -Mientras habla, su rostro parece transido de complejos flujos mentales, como desdén, sentimiento de inferioridad, sospecha y (enarcando las cejas) el buen humor con que se percata de que tanto él como su interlocutor han llegado a una situación embarazosa.
– Sí que sabíamos inglés -dice su padre, que está junto a él-. Lo aprendimos en la American School de Beirut. «Excellency» quiere decir que algo tiene clase. Como el «new» de New Prospect. No significa que Prospect sea nuevo ahora, pero sí entonces. Si le ponemos «Chehab Furnishings», la gente pregunta: «¿Qué quiere decir eso de Chehab?» -Pronuncia la «ch» con un leve carraspeo, con un sonido que Ahmad asocia a sus lecciones coránicas.
Charlie le saca más de un palmo a su padre, y rodea suavemente con el brazo la cabeza del hombre, de tez más clara, hasta darle un cariñoso abrazo, imitando inofensivamente una llave de lucha libre. Acunada de este modo, la cabeza del viejo señor Chehab parece un huevo gigante, sin un solo pelo y con la piel más fina que el caucho que recubre la cara de su hijo. La del padre es algo traslúcida e hinchada, quizá por la diabetes que mencionó el sheij Rachid. La palidez del señor Chehab es vidriosa, pero no tiene el aire de un enfermo; pese a ser mayor que, por ejemplo, el señor Levy, tiene un aspecto más joven, relleno, nervioso y abierto a las bromas, incluso a las de su hijo. Se sincera con Ahmad:
– Estados Unidos. No entiendo todo este odio. Llegué aquí de joven, casado, aunque mi esposa no pudo acompañarme, vinimos sólo mi hermano y yo, y no encontramos ni rastro del odio y los tiros que había en mi país, dividido en tribus. Los cristianos, los judíos, los árabes, da igual que fueran blancos o negros o una mezcla: todos se llevaban bien. Si tienes buen género que vender, la gente compra. Si tienes trabajo que ofrecer, la gente trabaja. Todo está claro, no hay más de lo que se ve. Es bueno para el negocio. Desde el principio, ni un problema. Primero pensamos en montarlo como en el Viejo Mundo: poner los precios altos y después regatear. Pero nadie lo entendía, incluso los zanj pobres venían a comprar un sofá o un sillón y pagaban lo que ponía en la etiqueta, como en las otras tiendas. Pocos clientes. Lo entendimos, y marcamos los muebles con los precios que en el fondo esperábamos cobrar, más bajos, y entonces vinieron más. Le dije a Maurice: «Éste es un país amable y honesto. No tendremos problemas».
Charlie lo libera de su abrazo, mira a Ahmad frente a frente, pues el nuevo empleado es igual de alto que él aunque pesa unos quince kilos menos, y le guiña el ojo.
– Papá -dice con un gruñido de resignación-, sí hay problemas. Los zanj no tenían derechos, les tocó luchar por ellos. Los linchaban, no les dejaban entrar en los restaurantes, ni siquiera les permitían beber de las mismas fuentes; tuvieron que ir al Tribunal Supremo para que les considerasen seres humanos. En Estados Unidos nada es gratis, hay que pelear por todo. No hay guardianes de la sabiduría ni leyes justas, no hay umma ni sharia. Que te lo diga este joven, acaba de salir del instituto. Siempre en guerra, ¿no? Mira lo que hace Estados Unidos en el extranjero: la guerra. Impuso por la fuerza un Estado judío en Palestina, justo en la garganta de Oriente Medio, y ahora se ha metido en Irak para convertirlo en un Estados Unidos en miniatura, y quedarse el petróleo.
– No le creas -le pide Habib Chehab a Ahmad-. Viene con esta propaganda pero en el fondo sabe que aquí lo tiene fácil. Es un buen chico. Mira cómo sonríe.
Y Charlie no sólo sonríe, suelta una carcajada, echando la cabeza atrás hasta que se hacen visibles el arco de herradura de su mandíbula superior y la textura granulosa de su lengua, como la de un gusano gordo. Sus flexibles labios se cierran en una sonrisa de satisfacción y se queda pensativo. Bajo sus tupidas cejas, los ojos, despiertos, examinan a Ahmad.
– ¿Y tú qué piensas de todo esto? El imán dice que eres muy devoto.
– Intento ir por el Recto Camino -admite Ahmad-. No es fácil en este país. Hay demasiados caminos, se venden demasiadas cosas inútiles. Se jactan de su libertad, pero la libertad sin fin concreto se convierte en una especie de cárcel.
El padre lo interrumpe, sube la voz:
– Tú nunca has visto una cárcel. En este país, la gente no les tiene miedo. No es como en el Viejo Mundo. No es como con los saudíes, o como Irak en el pasado.
Charlie interviene, conciliador:
– Papá, Estados Unidos es el país con más población penitenciaria.
– No más que en Rusia. Ni que en China, si lo pudiéramos saber.
– Bueno, pero hay muchísimos presos, casi dos millones. Las negras jóvenes no tienen con quién salir. Están todos entre rejas, por Dios.
– Son para los criminales. Las cárceles, quiero decir. Tres y cuatro veces al año nos entran a robar. Si no encuentran dinero destrozan los muebles y se cagan por todas partes. ¡Qué asco!
– Papá, son los desfavorecidos. Para ellos, nosotros somos ricos.
– Tu amigo Saddam Hussein, ése sí que sabe de cárceles. Los comunistas también. En este país, el hombre de a pie no tiene ni idea de cómo son. El ciudadano medio no tiene miedo. Hace su trabajo. Acata las leyes. Son leyes fáciles: no robes, no mates, no te folles a la mujer de otro.
Unos cuantos compañeros de Ahmad, del Central High, quebrantaron la ley y fueron condenados por un tribunal de menores, por posesión de droga, allanamiento de morada y conducción bajo los efectos del alcohol. Para los peores de todos ellos, los juicios y la cárcel formaban parte de su vida diaria, nada los asustaba; simplemente se resignaban a vivir así. Pero antes de que Ahmad pueda intervenir en el debate, como desea, con estas informaciones, Charlie se lo impide con una frase hábil que quiere poner paz y a la vez dejar claro su irrebatible punto de vista:
– Papá, ¿y qué dices de nuestro pequeño campo de concentración en la bahía de Guantánamo? Esos pobres diablos no tienen ni abogado. Ni siquiera tienen imanes que no sean unos soplones.
– Son soldados enemigos -apunta enfurruñado Habib Chehab, deseando que la discusión termine ya pero sin dar su brazo a torcer-. Son hombres peligrosos. Quieren destruir este país. Es lo que dicen a los reporteros, a pesar de que les damos mejor de comer que los talibanes. Creen que el 11-S fue una broma genial. Para ellos es como estar en guerra. Es la yihad. Así lo ven. ¿Qué esperan, que los estadounidenses se dejen pisotear sin defenderse? Incluso Ben Laden espera resistencia.
– La yihad no tiene por qué ser una guerra -interviene Ahmad, la voz rasgada por su timidez-. Significa el esfuerzo por mantenerse en la senda de Dios. También puede tratarse de una lucha interior.
El viejo Chehab lo mira con renovado interés. Sus iris no son de un marrón tan oscuro como los de su hijo; son dos canicas de oro enmarcadas en un blanco acuoso.
– Eres un buen chico -declara con solemnidad.
Charlie agarra a Ahmad por el hombro con un brazo fuerte, como para expresar la solidaridad establecida entre los tres.
– No se lo dice a cualquiera -le reconoce al nuevo recluta.
Esta entrevista tiene lugar en la parte trasera del establecimiento, donde tras un mostrador quedan separados unos pupitres de acero y, más allá, un par de puertas de oficina de cristal esmerilado que delimitan la zona de los despachos. El resto del espacio sirve de expositor, un recinto de pesadilla que contiene sillas, mesas auxiliares, mesitas, lámparas de mesa, lámparas de pie, sofás, sillones, mesas de comedor con su juego de sillas, taburetes, aparadores, arañas de luces colgando como enredaderas de la jungla, candelabros de pared con varios acabados en esmalte o metal, y espejos grandes y pequeños, tanto austeros como ornamentados, con marcos dorados y plateados en forma de hojas y flores planas y cintas talladas y águilas de perfil, con las alas extendidas y las garras cerradas; las águilas de América miran por encima del reflejo turbado de Ahmad, un muchacho esbelto de origen mestizo con una camisa blanca y unos vaqueros negros.
– Abajo -dice el padre, bajito, rechoncho; tiene un brillo en la nariz aquilina y cansancio en las oscuras bolsas de piel bajo los ojos dorados- están los muebles de exterior, de jardín y de porche, plegables y de mimbre, y también plafones de aluminio para montar una galería en el patio trasero por si la familia quiere cambiar de aires, con mosquiteras para mantener a raya a los bichitos. En el piso de arriba tenemos los muebles de dormitorio, las camas, las mesillas de noche y las cómodas, los tocadores de señora, aparadores para cuando no hay suficientes armarios, chaise longues para que las damas puedan descansar los pies, taburetes mullidos con la misma utilidad, lamparitas de mesa de poca luz, ya sabes, que vayan a juego con lo que se hace en los dormitorios.
Charlie, quizás al ver sonrojarse a Ahmad, añade con voz algo ronca:
– Nuevos, usados, no nos centramos demasiado en eso. El precio de la etiqueta ya explica la historia del mueble y su estado. El mobiliario no es como los coches, no tiene tantos secretos. Lo que ves es lo que hay. Donde tú y yo entramos es en lo siguiente: las compras de más de cien dólares tienen el transporte gratis a cualquier parte del estado. A la gente le encanta. Tampoco es que vengan muchos clientes de la otra punta de New Jersey, no sé, de Cape May, pero la cuestión es que a todos les gusta oír la palabra gratis.
– Y alfombras -dice Habib Chehab-. Quieren alfombras orientales, ni que los libaneses fueran de Armenia o de Irán. Bueno, pues tenemos un muestrario en el piso de abajo, y se pueden llevar cualquiera de las que están en el suelo, nosotros la limpiamos. Hay tiendas especializadas en alfombras en Reagan Avenue, pero la gente confía en nuestras gangas.
– Confían en nosotros, papá -observa Charlie-. Nos hemos hecho un nombre.
Ahmad puede oler cómo se desprende, de todo este equipamiento amontonado para los vivos, el aura mortal -impregnada en los cojines y en las alfombras y en las pantallas de tela de las lámparas- de la humanidad orgánica, sus, digamos, seis posiciones de reposo repetidas en una variedad desesperada de estilos y texturas, entre paredes atestadas de espejos, pero que en el fondo se resumen en la misma sordidez cotidiana, el desgaste y el hastío que conlleva, los lugares cerrados, la finitud constante de suelos y techos, la pesadez y la desesperanza silenciosas que albergan las vidas que no tienen a Dios como más cercano compañero. El espectáculo reaviva una sensación enterrada en los pliegues de su infancia: el ilusorio placer de ir de compras, la suntuosidad tentadora y falsificada de la abundancia creada por el hombre. Subía con su madre las escaleras mecánicas, recorría con ella los pasillos perfumados de los últimos grandes almacenes del centro, poco antes del cierre final, o intentaba mantener el mismo paso enérgico que ella, avergonzado por la falta de armonía entre las pecas ajenas y su propia tez morena, mientras atravesaban aparcamientos alquitranados camino de naves industriales, de hangares de chapa montados en poco tiempo, donde el género se exponía, embalado, en grandes pilas que llegaban hasta las vigas, dejadas a la vista. En esas excursiones -restringidas a buscar recambio para algún electrodoméstico ya imposible de reparar, o a comprar alguna pieza de ropa que los rápidos estirones del chico exigían, o bien, antes de que el islam lo hiciera inmune, a adquirir algún videojuego largamente deseado y que a la temporada siguiente quedaba obsoleto- madre e hijo eran acechados desde todos los flancos por objetos atractivos e ingeniosos que no necesitaban para nada ni podían tampoco permitirse, posesiones potenciales que otros estadounidenses se procuraban sin esfuerzo aparente pero que para ellos eran imposibles de exprimir del salario de una auxiliar de enfermería sin marido. De la abundancia de América, Ahmad sólo pudo probar un par de mordiscos. Demonios, eso es lo que parecían los embalajes chillones, las perchas interminables de la moda inconsistente de hoy, las estanterías donde el poder del chip se manifestaba en dibujos animados homicidas que azuzaban a las masas a comprar, a consumir mientras el mundo tuviera recursos que agotar, a darse atracones antes de que la muerte cerrara las ávidas bocas por siempre jamás. En todo este desfile de los necesitados hacia el endeudamiento, la muerte era la meta final, el mostrador donde resonaban al caer los dólares, en su carrera decreciente. Apresuraos, comprad ahora, porque los placeres simples y puros de la otra vida son una fábula vacua.
En el Shop-a-Sec, evidentemente, había productos a la venta, pero se reducían a bolsas y cajitas de comida salada, azucarada, poco sana, a matamoscas de plástico y a lápices fabricados en China, con gomas inútiles; pero aquí, en esta inmensa sala de muestras, Ahmad se siente a punto de ser llamado a las filas del ejército del comercio y, pese a la cercana presencia del Dios para quien las cosas materiales no son más que vanas sombras, está exaltado. El mismo Profeta era un mercader. «No se cansa el hombre de pedir cosas buenas», dice la sura cuarenta y uno. Y en las buenas deben de estar incluidas las cosas que en el mundo se fabrican. Ahmad es joven; tiene todavía mucho tiempo, razona, para que le sea perdonado el materialismo, si es que precisa de perdón. Tiene a Dios más cerca que su vena yugular, y Él sabe qué es desear las comodidades, de lo contrario no habría llenado la otra vida con ellas: en el Paraíso hay alfombras y divanes, lo afirma el Corán.
Llevan a Ahmad a ver el camión, su futuro camión. Charlie lo guía por detrás de las mesas y el mostrador, por un corredor que ilumina tenuemente un tragaluz velado por ramitas caídas, hojas y semillas con alas. En el pasillo hay una fuente de agua refrigerada, un calendario cuyas casillas están llenas de garabatos con las fechas de entrega, lo que Ahmad termina por reconocer como un deslustrado reloj de fichar y, al lado, una rejilla para las tarjetas de registro de cada uno de los empleados, repetidamente perforadas.
Charlie abre otra puerta y ahí les espera el camión, que alguien ha aparcado junto a un andén de carga cuyo suelo está hecho de gruesos tablones, bajo un saliente del tejado. El camión, un receptáculo alto de color naranja con todos los cantos reforzados con tiras de metal remachado, sorprende a Ahmad, que se topa con él por vez primera; desde la plataforma, se le aparece como un animal gigante de cabeza achatada que se acerca demasiado, arrimado a la dársena como si quisiera que lo alimentaran. En el lateral naranja, un poco oscurecido por la arenilla de las carreteras, está estampada en cursiva, en color añil y con rebordes dorados, la palabra Excellency, debajo, en mayúsculas, HOME FURNISHINGS, y en letra más pequeña, la dirección y el número de teléfono de la tienda. El camión tiene juegos dobles de ruedas en el eje trasero. Los retrovisores laterales, dos moles cromadas, sobresalen considerablemente. La cabina está enganchada al remolque sin casi espacio en medio. Es imponente pero agradable.
– Es una bestia vieja y fiel -dice Charlie-. Ciento cincuenta mil kilómetros y no ha dado muchas molestias. Baja y familiarízate con él. No saltes, usa los escalones de más allá. Sólo faltaba que te rompieras un tobillo el primer día de trabajo.
A Ahmad esta zona ya le resulta un poco familiar. En el futuro la va a conocer mucho mejor: la plataforma de carga, el aparcamiento con el pavimento de hormigón agrietado cociéndose al reluciente sol de verano, los edificios adyacentes, de ladrillo, bajos, el caos de galerías de las casas adosadas, un contenedor oxidado en una esquina, propiedad de alguna empresa cerrada hace mucho, el lejano ruido oceánico de las oleadas de tráfico, rompiendo por los cuatro carriles del Reagan Boulevard. Este espacio siempre tendrá algo mágico, algo pacífico cuyo origen no es de este mundo, la extraña cualidad de quedar magnificado por una posición ventajosa. Es un lugar que ha recibido el hálito de Dios.
Ahmad desciende el tramo de cuatro peldaños, también de gruesos tablones, y queda al mismo nivel del camión. En el distintivo en la puerta del conductor, lee: Ford Tritón E-350 Super Duty. Charlie abre esa puerta y dice:
– Venga, campeón. Arriba.
En el calor de la cabina flota un hedor a cuerpos masculinos, humo rancio de cigarrillos, cuero, café frío y al fiambre de los bocadillos que en él se han consumido. Ahmad se sorprende, tras las horas dedicadas a los folletos del permiso de conducción comercial, con todo su rollo sobre el doble embrague y la reducción de marcha en las pendientes peligrosas, de que en el suelo no haya una palanca de cambio.
– ¿Cómo se cambia de marcha?
– No se cambia -le explica Charlie, arrugando el ceño pero manteniendo un tono neutro de voz-. Es automático. Como en tu querido coche familiar.
El vergonzoso Subaru de su madre. Su nuevo amigo percibe cierto rubor y añade, tranquilizándolo:
– Cambiar de marcha es sólo una preocupación extra. El antepenúltimo chaval que contratamos se cargó la caja de cambios al meter marcha atrás cuesta abajo.
– Pero en las pendientes inclinadas, ¿no hay que reducir? Para no abusar del freno y gastar las pastillas.
– Sí, puedes reducir con la palanca que hay en el volante. Pero en esta parte de Jersey no hay tantos desniveles. No es que estemos en Virginia Occidental.
Charlie conoce los estados, es un hombre de mundo. Rodea la cabina y con un salto ágil, estirando los brazos como un mono, se sube al asiento del copiloto. Para Ahmad es como si alguien se hubiera metido en la cama con él. Charlie saca una cajetilla de cigarrillos medio roja del bolsillo de la camisa -de un tejido áspero y duro, parecido a la tela vaquera pero de color verde militar en vez de azul- y le da un diestro toquecito para que varios pitillos de filtro marrón asomen un par de centímetros. Le pregunta:
– ¿Para templar los nervios?
– Gracias, señor, pero no. No fumo.
– ¿De verdad? Sabia elección. Vivirás eternamente, campeón. Y déjate de señor, ni me trates de usted. Con «Charlie» basta. Bueno, vamos a ver cómo conduces este trasto.
– ¿Ahora mismo?
Charlie da un bufido, propiciando una detonación de humo en un extremo del ángulo de visión de Ahmad.
– No, la semana que viene. ¿Para qué has venido? No estés tan nervioso. Está chupado. Hay retrasados que lo hacen cada día, créeme. Esto no es ingeniería aeronáutica.
Son las ocho y media de la mañana. Demasiado temprano, siente Ahmad, para iniciarse. Pero si el Profeta confió su cuerpo al temible caballo Buraq, Ahmad puede también ascender al alto asiento negro, rajado, manchado y partido por los ocupantes anteriores, y conducir esta altísima caja naranja sobre ruedas. El motor, cuando la llave lo hace arrancar, ruge en un tono muy bajo, como si el combustible fuera una sustancia más espesa y grumosa que la gasolina.
– ¿Es diésel? -pregunta Ahmad.
Con un farfullo, a Charlie se le escapa más humo, que sigue brotando de lo más hondo de sus pulmones.
– ¿Estás de broma, chaval? ¿Alguna vez has conducido un diesel? Lo deja todo apestado y el motor tarda una eternidad en calentarse. Es imposible arrancar y pisar a fondo. A ver, debes tener en cuenta que no hay retrovisor sobre el salpicadero. Que no te entre el pánico si, mientras aún te estás acostumbrando, echas una mirada y no lo ves. Utiliza los retrovisores laterales. Otra cosa, recuerda que aquí todo tarda más: cuesta más rato frenar y aún más reanudar la marcha. Los semáforos no están para ganar carreras. Vaya, ni lo intentes. Es como una viejecita: no le pidas demasiado pero tampoco la subestimes. Aparta la vista por un momento de la carretera y te aseguro que puede matar. Bueno, no te asusto más. Vamos, dale. Espera: asegúrate de que pones marcha atrás. Hemos chocado más de una vez con la plataforma. El mismo conductor del que te he hablado antes. ¿Sabes lo que he aprendido con los años? No existe nada, por estúpido que parezca, que nadie no haya hecho alguna vez. Marcha atrás, tres maniobras y fuera. Estarás en la Calle Trece, luego sales a Reagan. No puedes girar a la izquierda. Hay una mediana de cemento pero, como te he dicho, hay cosas que por estúpidas que parezcan siempre hay alguien que las ha hecho, así que te aviso.
Charlie aún está hablando cuando Ahmad saca el camión lentamente hacia atrás, traza un semicírculo perfecto y, ya con la marcha correcta, abandona el solar. Descubre que, a esta altura del suelo, va flotando por encima de los techos de los coches. Cuando llega al cruce con el bulevar toma la curva demasiado cerrada, de modo que sube las ruedas traseras a la acera, pero apenas lo nota. Se siente transportado a otra escala, a otro plano. Charlie, atareado en apagar el cigarrillo en el cenicero del salpicadero, no dice nada de la sacudida.
Tras unas cuantas manzanas, los ojos de Ahmad se habitúan a saltar del retrovisor de la izquierda, el que tiene mayor ángulo de visión, al de la derecha. El reflejo naranja que entrevé del rótulo con ribetes brillantes de ambos lados del vehículo ya ha dejado de alarmarlo y se convierte en una parte más de sí mismo, como los hombros y los brazos que entran en su visión periférica cuando va andando por la calle. En sueños, desde la niñez, a veces volaba por pasillos, descendía casi a ras de tierra por las aceras, y a veces despertaba con una erección o, aún más vergonzoso, con una mancha húmeda en la entrepierna del pijama. En vano consultó el Corán para recibir consejos sexuales. Hablaba de la impureza, pero sólo en referencia a las mujeres: la menstruación y el amamantamiento de los bebés. En la segunda sura halló estas misteriosas palabras: «Vuestras mujeres son campo labrado para vosotros. ¡Id, pues, a vuestro campo como queráis, pero antes haced algo por el bien de vuestras almas! ¡Temed a Dios y sabed que Le encontraréis!». En la aleya previa, leyó que las mujeres son un mal. «¡Manteneos, pues, apartados de las mujeres durante la menstruación y no os acerquéis a ellas hasta que se hayan purificado! Y cuando se hayan purificado, id a ellas como Dios os ha ordenado. Dios ama a quienes se arrepienten. Y ama a quienes se purifican.» Ahmad se siente puro en el camión, desligado de las bajezas del mundo, de sus calles repletas de excrementos de perro y de trozos de plástico y papel barridos por el viento; se siente limpio y libre, haciendo volar como una cometa la caja naranja que aparece detrás, en los retrovisores.
– No adelantes si estás en la derecha -lo reprende de golpe Charlie, con voz aguda de alarma. Ahmad aminora, no se había dado cuenta de que estaba rebasando a los coches que tenía a su izquierda, en el carril de al lado de la mediana, compuesta de una ristra de pilones de seguridad, firmes, sucios, los postes de Jersey, como los llaman en este estado.
– ¿Por qué se llaman así? -inquiere-. ¿Qué nombre les han puesto en Maryland?
– No cambies de tema, campeón. Cuando llevas un camión no puedes estar ahí sentado y soñar despierto. En tus manos están la vida y la muerte, por no hablar de las reparaciones, que subirán las primas del seguro si haces el tonto. Nada de comer perritos calientes ni hacer el gilipollas con el teléfono móvil, como si esto fuera un coche. Eres más grande, por lo tanto tienes que ser mejor.
– ¿En serio? -Ahmad intenta pinchar al tipo, mayor que él, su hermano libanes americano, para que deje de estar serio-. Pero ¿no deberían apartarse los coches?
Charlie no se da cuenta de que Ahmad está de broma. Mantiene la vista fija en la carretera, a través del parabrisas, y dice:
– No seas idiota, chaval. ¿Cómo van a apartarse? Es como con los animales. ¿Verdad que no metes en el mismo saco a las ratas y los conejos que a los leones y los elefantes? ¿Verdad que no se puede comparar a Irak con Estados Unidos? Si eres más grande, más vale que seas mejor.
Esta nota política le suena a Ahmad extraña, ligeramente desafinada. Pero está de parte de Charlie, y sumisamente se deja llevar.
– Dios mío -dice Jack Levy-. De esto iba la vida. Ya lo había olvidado, y no esperaba que me lo volvieran a recordar.
Con esta cautela, en estas circunstancias, sin nombrarla, rinde cierto homenaje a su esposa, quien hace mucho tiempo tuvo su oportunidad de enseñarle de qué trataba la vida. Teresa Mulloy, que yace desnuda junto a él, está de acuerdo:
– Así es -pero entonces añade, guardándose las espaldas-: pero no dura mucho. -Su cara, con su forma redonda y sus ojos ligeramente saltones, está tan sonrojada que las pecas quedan camufladas, marrón claro sobre rosa.
– ¿Acaso hay algo que dure? -pregunta Jack.
En realidad, no es que ella pretendiera que él coincidiese con su salida un tanto brusca. Su rosácea soflama se intensifica hasta el color que viene después de un amago de rechazo, de la confrontación con lo indefensa que está en esta aventura sin porvenir, de lo que sucede tras otro novio casado. Él nunca dejará a su gorda Beth, y tampoco pretende que lo haga. Es veintitrés años mayor, y lo que ella necesita es un hombre que le dure para el resto de la vida.
El verano en New Jersey ha alcanzado el bochorno permanente de julio, pero aun así, sintiendo el frescor del aire en contraste con sus pieles sofocadas por la pasión, los amantes se han tapado con la sábana, arrugada y húmeda por haber estado bajo sus cuerpos. Jack se incorpora apoyándose en la almohada, dejando a la vista los flojos músculos y la pelusa gris de su torso, y Terry, con encantadora impudicia bohemia, no ha subido demasiado su parte de sábana, de modo que sus pechos, blancos como el jabón allá donde el sol nunca los toca, quedan descubiertos para que él los admire y vuelva, si lo desea, a palpar su peso. Le gustan llenitas, aunque no siempre se mantienen entre ciertos límites. Las fragancias de disolvente y aceite de linaza sosiegan a Jack, ahí en la cama de su amante. Como dijo Terry, está trabajando con formatos grandes, más luminosos. Cuando al follar se sienta a horcajadas sobre él, empalándose en su erección, Jack tiene la impresión de que los colores que recubren las paredes se reflejan en sus costados, la tintura va bajando conforme él los acaricia, tensos, llenos de costillas, ostentosos, de blancura irlandesa. No puede imaginar el peso de Beth sobre su pelvis, ni que sea capaz de abrirse suficientemente de piernas. Se han quedado sin posturas, salvo la de la cuchara; e incluso así, su enorme culo lo aparta, como si tuvieran un niño celoso en la cama.
– El asunto es que -reanuda Jack, que ha percibido en el silencio de Terry un alejamiento debido a alguna falta de tacto por su parte- mientras todo sigue no importa que no vaya a durar… La madre naturaleza dice: «¿Y qué más da?». Parece que vaya a ser para siempre. Me encantan tus tetas, hace un rato que no lo decía, ¿no?
– Empiezan a caerse. Deberías haberlas visto cuando tenía dieciocho años. Eran hasta más grandes, y bien respingonas.
– Terry, por favor. No me vuelvas a excitar. Tengo que irme. -Las de Beth también, recuerda, habían sido como dos cuencos del revés, del tamaño de los de tomar cereales por la mañana, con unos pezones duros, en la boca le parecían arándanos.
– ¿Adónde, Jack? -Hay preocupación en la voz de Terry. Una amante sabe cuándo miente el hombre, mientras que la esposa sólo lo supone.
– Una tutoría. Ésta es de verdad, al otro lado de la ciudad. Yo tengo el coche; ella lo va a necesitar dentro de una hora y media para ir a la biblioteca. -Está inseguro, por los vacíos que le deja la modorra poscoital en la cabeza, de cuánta verdad hay en lo que dice. Pero Beth sí tendrá que usar el coche, de eso está seguro.
Terry, al captar su incertidumbre, se queja:
– Jack, siempre estás con las prisas. ¿Huelo mal o qué?
Eso duele, porque Beth sí; por la noche su olor corporal invade la cama, una emanación cáustica de sus profundos pliegues que se suma a la inquietud y el pavor nocturnos de Jack.
– Ni de coña -dice él, ha aprendido estas expresiones de los alumnos-. Ni siquiera… -Se detiene, a punto de sobrepasarse.
– Mi coño. Dilo.
– Ni siquiera ahí -admite él-. Ahí en especial… eres dulce. Eres mi confite de ciruela. -Aunque a decir verdad le da reparo tener la cara metida demasiado rato entre sus piernas, por miedo a que Beth pueda oler a la otra mujer cuando se den el beso de buenas noches: un roce rápido, pero que ha sido una costumbre arraigada durante treinta y seis años de matrimonio.
– Háblame de mi coño, Jack. Quiero oírlo. Suéltate.
– Por favor, Terry. Es grotesco.
– ¿Por qué, pichilla cursi? Anda, un judío con remilgos. ¿Qué tiene de grotesco mi coño?
– Nada, nada -reconoce, vencido-. Es perfecto, precioso. Es…
– ¿Es? ¿El qué? ¿Qué es todas esas cosas bonitas, perfecto y precioso?
– Tu coño.
– Bien. Sigue. -Quizá pretenda resaltar que él usa su coño, como la usa a ella, sin prestar la atención suficiente, sin ver todo lo que lo rodea: el aroma, los aledaños, que la soledad le duela a Terry cuando él se la saca, su conciencia de ser utilizada, y de ser utilizada, precisamente en eso, con aprensión.
– Está mojado -continúa él- y rizado, y por dentro es suave como una flor, y elástico…
– Oh -dice ella-, elástico. Esto se pone interesante. Y le gusta… dime qué es lo que le gusta.
– Le gusta que lo bese y lo lama, que juegue con él y lo penetre… No me hagas seguir, Terry. Así mato la pasión. Estoy loco por ti, tú lo sabes. Eres la mujer más…
– No me lo digas -lo corta, enfadada. Retira la sábana y de un salto sale de la cama; le tremolan las nalgas, que empiezan, como ha dicho antes de otras partes, a colgar. Le está saliendo piel de naranja. Como si hubiera notado los ojos de Jack mirándole el trasero, se da la vuelta ante la puerta del baño, ofreciéndole su pequeño tapiz de color cedro; expone desafiante toda su pastosa blandura (pan blanco sin corteza, le parece a Jack), una invitación amable que él no ha sabido aceptar con suficiente entusiasmo. Verla tan desnuda y femenina, tan susceptible y grumosa, le deja la boca seca, robándole el aire a su vida habitual, vestida y concienzuda. Terry acaba la frase por él-: Eres la mujer más bella desde que Beth se puso gorda como una foca. Te gusta bastante follar conmigo, pero no quieres decir «follar» por miedo a que ella, de algún modo, pueda oírlo. Antes echabas un polvo y te largabas porque te daba miedo que Ahmad pudiera aparecer en cualquier momento, pero ahora que tiene trabajo y se pasa el día fuera, siempre encuentras alguna excusa para no quedarte ni un minuto más de lo preciso. Que simplemente disfrutes de mí, eso es todo lo que te he pedido, pero no, los judíos tienen que sentir culpa, es su manera de mostrar lo especiales que son, lo muy por encima que están de los demás, Dios sólo se cabrea con ellos, por su pútrida y valiosa alianza. ¡Me das asco, Jack Levy!
Da un portazo en el baño, pero queda pillada una punta de la tupida alfombrilla y la puerta sólo se cierra a regañadientes, no antes de que a Jack le dé tiempo a ver, por la ranura, cómo Terry enciende la luz de mala gana y los tremores de sus nalgas irlandesas, nunca besadas por el sol del desierto.
Se queda tumbado, afligido, quiere vestirse pero sabe que así no haría más que darle la razón a ella. Cuando Terry sale finalmente del baño, tras haberse olvidado de él con una ducha, recoge su ropa interior y se la pone con gestos comedidos. Sus pechos se balancean al agacharse, y son lo primero que se cubre, encajándolos en las copas de gasa del sostén y cerrándolo, con una mueca, por detrás. Luego se pone las bragas por los pies, manteniendo el equilibrio con un brazo alargado, apoyándose con mano firme en el tocador, que está oculto bajo una capa de tubos de pintura al óleo. Con la otra mano da un primer tirón y después se ayuda de las dos para terminar de subirse la prenda de nailon; el ensortijado tapiz de color cedro asoma, tras la rápida captura, por encima de la tira elástica de la cintura, como la espuma en una cerveza mal tirada. El sujetador es negro, pero el tanga, lila. Le queda bien abajo de las caderas, deja descubierta la turgencia nacarada de su vientre, como en los pantalones adolescentes más osados, aunque después se pone encima unos vaqueros ordinarios y viejos, de cintura alta, con un brochazo o dos de pintura en la parte delantera. Un jersey de cordoncillo y un par de sandalias de lona y ya tendrá la armadura completa, estará preparada para enfrentarse a la calle y sus oportunidades. Otro hombre podría robársela. Jack teme que cada vez que la ve desnuda pueda ser la última. El desconsuelo lo abate con fuerza suficiente para hacerle gritar:
– ¡No te pongas todo eso! Vuelve a la cama, Terry. Por favor.
– No tienes tiempo.
– Sí que tengo. Acabo de recordar que la tutoría no es hasta las tres. Y en cualquier caso, ese chaval es un perdedor, vive en Fair Lawn, y sus padres son unos ilusos que creen que con mi ayuda entrará en Princeton. Evidentemente, no está en mis manos. ¿No te quedas?
– Bueno… un ratito. Sólo me acurrucaré. Odio que discutamos. No deberíamos tener nada por lo que pelear.
– Nos peleamos -aclara él- porque nos importamos el uno al otro. Si no, no discutiríamos.
Desabrocha el cierre de los tejanos escondiendo barriga, lo que le da un aspecto momentáneamente cómico con los ojos más saltones, y se desliza rápido bajo la sábana arrugada, en su ropa interior negra y lila. El atuendo tiene un cierto desenfado de furcia, como en la imagen de zorra adolescente que adoptan algunas de las chicas más descaradas del Central High, que le estremece furtivamente el pene. Trata de no darle importancia, le pasa un brazo alrededor de los hombros -el vello de la nuca todavía está húmedo tras la ducha- y la acerca con casto compañerismo.
– ¿Qué tal le va a Ahmad?
Terry contesta con recelo, consciente de la abrupta transición de puta a madre.
– Parece que bien. Está contento con la gente para la que trabaja, un padre y un hijo libaneses que se han repartido los papeles de poli bueno y poli malo. Parece que el hijo es todo un personaje. A Ahmad le encanta el camión.
– ¿El camión?
– Podría ser un camión cualquiera, pero éste es su camión, como si fuera suyo. Ya sabes cómo son estos enamoramientos. Cada mañana comprueba la presión de los neumáticos, los frenos, todos los líquidos. Suele explicármelo: el aceite del motor, el refrigerante, el líquido del limpiaparabrisas, el ácido de la batería, el líquido de la dirección asistida, el de la transmisión automática… Y ya está, creo. También verifica que las correas del ventilador estén tensas y no sé cuántas cosas más. Dice que los mecánicos de las estaciones de servicio, en las revisiones programadas, van demasiado apurados y resacosos para hacerlo como es debido. El camión también tiene nombre: Excellency. Excellency Home Furnishings. Creían que era la palabra para «excelente».
– Bueno -admite Jack-, casi. Qué ingeniosos.
La erección vuelve mientras intenta pensar en Terry como madre y profesional, auxiliar de enfermería y pintora abstracta, una persona inteligente y polifacética a quien le gustaría conocer aunque no fuera del sexo contrario. Pero sus pensamientos se han despegado de la ropa interior de seda, lila y negra, y de la facilidad, el descuido casi, con que lo trata sexualmente: tanta experiencia, tantos novios acumulados desde que el padre de Ahmad fracasó en su intento de resolver el acertijo americano y se largó. Incluso entonces ella era una muchacha educada en el catolicismo a quien no le importaba irse a vivir con un amante de los turbantes, con un musulmán. Era una chica alocada, le gustaba saltarse las normas. Terri-ble. Un sagrado Terr-or. Se interesa:
– ¿Quién te ha hablado de los judíos y la alianza?
– No sé. Un tío que conocí.
– ¿Lo conociste en qué sentido?
– Lo conocí, Jack. Oye, ¿no hicimos un pacto? Tú no preguntas y yo no tengo que explicarte nada. En los mejores años que se supone que tiene una mujer, yo he estado abandonada y soltera. Y ya he cumplido los cuarenta. No receles porque tenga un pasado.
– No, no es que lo piense, está claro. Pero, como decíamos, cuando te importa alguien, te vuelves posesivo.
– ¿Es eso lo que estábamos diciendo? Yo no he oído eso. Lo único que he oído es que pensabas en Beth. En la patética de Beth.
– En la biblioteca no es tan patética. Se sienta tras el mostrador de consultas y con Internet se desenvuelve mucho mejor que yo.
– Suena fantástico.
– No, pero es una persona.
– Genial. ¿Y quién no? ¿Estás diciendo que yo no?
El genio de los irlandeses te hace apreciar a los luteranos. Su polla percibe el cambio de humor de Teresa, y la erección vuelve a remitir.
– Todos lo somos -la calma-. Tú en especial. En cuanto a lo de la alianza, ahí va un judío que nunca se sintió incluido en ese grupo: mi padre odiaba la religión, y los únicos pactos de que tuve noticia se hacían en barrios en los que no dejaban entrar a los judíos. ¿Cómo está Ahmad de religioso estos días?
Ella se relaja un poco, se recuesta en su almohada. Jack mueve la mirada unos centímetros más abajo, al sujetador negro. La piel pecosa de la zona del esternón parece un poco una tela de crespón, expuesta a los efectos dañinos del sol año tras año, en contraste con la tira de blancura jabonosa que asoma por el costado del sujetador. Jack piensa: «Conque antes que yo ha habido otro judío». ¿Y los demás? Egipcios, chinos, quién sabe. Muchos de los pintores que Terry conoce son tipos a los que dobla en edad. Les debe de parecer una madre con un buen polvo. Quizá sea ése el motivo por el que su hijo es marica, vaya, si es que lo es.
– No te sabría decir -responde-. Nunca me ha hablado mucho de ello. El pobre, qué pinta más frágil y asustada tenía cuando lo dejaba en la mezquita, y subía solo esas escaleras. Después, si le preguntaba cómo le había ido, decía «Muy bien», y luego ni pío. Incluso se sonrojaba. Era algo que no podía compartir. Ahora, con el trabajo, me dijo que no siempre puede llegar a tiempo a la mezquita los viernes, y ese tal Charlie que va con él no parece que sea muy practicante. Pero mira, la verdad es que el chico parece más tranquilo, en general. Por ejemplo, en cómo me habla: tiene más el aire de un hombre, me mira a los ojos. Está satisfecho consigo mismo, por ganar dinero, y no sé, puede que sean imaginaciones mías, pero quizás está también más abierto a ideas nuevas, no tan encerrado en ese sistema de creencias, en opinión mía, tan limitado e intolerante. Se está renovando.
– ¿Tiene novia? -inquiere Jack Levy, agradecido a Terry por haberse decidido a pasar a otro tema que no sean los defectos que ve en él.
– No que yo sepa -dice. A Jack le encanta esa boca irlandesa, sobre todo cuando se pone meditabunda y se olvida de cerrar los labios, el superior un poco tieso, con su pequeño pliegue de carne en medio-. Creo que lo sabría. Llega a casa cansado, deja que le ponga la comida, lee el Corán o, últimamente, el periódico, sobre esta guerra idiota contra el terrorismo, para luego poder hablar con ese tal Charlie, y después se va a la cama. En sus sábanas -se arrepiente de sacar el tema, pero sigue adelante- no hay manchas. -Y añade-: No siempre fue así.
– ¿Cómo vas a saber si sale con alguna chica? -Jack la presiona.
– Oh, pues me lo contaría, aunque sólo fuera para fastidiarme. Nunca ha soportado que yo tuviera amigos varones. Y querría salir por la noche, cosa que no hace.
– No me cuadra. Es un muchacho apuesto. ¿No será gay?
La pregunta no la desconcierta, ya lo había pensado antes.
– Podría equivocarme, pero creo que en ese caso también lo sabría. Su profesor en la mezquita, ese sheij Rachid, da un poco de repelús, aunque Ahmad lo sabe. Lo venera pero no confía en él.
– ¿Dices que conoces al tipo?
– De una o dos veces, cuando iba a recoger a Ahmad o a dejarlo. Conmigo era muy correcto y educado. Pero percibí odio. Para él, yo era un trozo de carne, de carne impura.
«Carne impura.» La erección de Jack ha vuelto. Se obliga a centrarse al menos un minuto más antes de revelar este suceso posiblemente inoportuno. Es algo que había olvidado, el que en el simple hecho de tenerla reside cierto placer: un mango firme, recio, pertinaz, lo que se ha dado en llamar, con ligero descaro y petulancia, el centro de tu ser, y que trae consigo la sensación de que por momentos existes en algo más.
– El trabajo -Jack reanuda la conversación-, ¿le ocupa muchas horas?
– Depende -dice Terry. Su cuerpo despide, quizás en respuesta a una emanación de él, una hormigueante mezcla de esencias, la más notable la de jabón en la nuca. El tema de su hijo está dejando de interesarla-. Termina cuando ha repartido todos los muebles. Hay días que es temprano, pero generalmente acaba tarde. A veces tienen que transportarlos hasta muy lejos, Camden o incluso Atlantic City.
– Es un buen trecho, para entregar un mueble.
– No son sólo entregas, también hacen recogida. Mucho de lo que venden es de segunda mano. Hacen ofertas por mobiliarios heredados y luego se los llevan con el camión. Tienen una especie de red de trabajo; no sé qué importancia tiene el islam en todo ello. La mayoría de sus clientes en New Prospect son familias negras. Algunas de sus casas, me ha dicho Ahmad, son sorprendentemente bonitas. Le encanta ir por los diferentes barrios, ver los distintos estilos de vida.
– Ver mundo -suelta Jack en un suspiro-. Y primero ver New Jersey. Eso es lo que yo hice, sólo que me salté la parte del mundo. Bueno, señorita -se aclara la garganta-, tú y yo tenemos un problema.
Los ojos saltones, de color verde berilo claro, de Teresa Mulloy se abren de par en par, levemente alarmados.
– ¿Un problema?
Jack levanta la sábana y enseña lo que le ha ocurrido de cintura para abajo. Espera haber compartido bastante vida en general con ella para que ella comparta esto con él.
Terry se queda mirándole, y curvando la punta de la lengua se toca el carnoso centro de su labio superior.
– Eso no es ningún problema -dice convencida-. No problema, señor. *
Charlie Chebab a menudo acompaña en el camión a Ahmad, incluso cuando éste podría apañárselas solo para cargar y descargar. El muchacho se está poniendo fuerte con tanto levantar y acarrear peso. Ha pedido que los cheques de la paga -unos quinientos dólares a la semana, cobrando por hora casi el doble de lo que ganaba en el Shop-a-Sec- vayan a nombre de Ahmad Ashmawy, pese a que todavía vive con su madre. Como en su tarjeta de la seguridad social y en el permiso de conducir aún figura el apellido Mulloy, Teresa ha ido con él al banco para explicarlo, a uno de los nuevos edificios de cristal del centro, y a rellenar formularios para una cuenta separada. Así está su madre estos días, no le opone resistencia; sin embargo, tampoco es que antes le pusiera muchas objeciones. Su madre es, él lo ve ahora, volviendo la vista atrás, una estadounidense típica sin fuertes convicciones y sin el valor y el consuelo que éstas aportan. Es víctima de la religión estadounidense de la libertad, la libertad por encima de todas las cosas, a pesar de que la sustancia y el fin de la misma es algo que queda en el aire. «Bombas estallando en el aire»: la vacuidad del aire simboliza perfectamente la libertad estadounidense. Aquí no hay umma, en eso coinciden Charlie y el sheij Rachid; no hay una estructura divina que lo abarque todo, que haga postrarse, hombro con hombro, a ricos y pobres, no hay ningún código de sacrificio del individuo, ninguna sumisión exaltada como la que reside en el corazón del islam, en su mismísimo nombre. Lo que hay es una discordante diversidad de búsquedas personales, cuyos reclamos son «Aprovecha las oportunidades» y «Sálvese quien pueda» y «Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos», que se traducen en «No hay Dios ni Juicio Final: sírvete». El doble sentido de «sírvete» -«asístete tú mismo» y «toma lo que quieras»- tiene fascinado al sheij, quien tras veinte años de convivencia entre estos infieles se enorgullece del dominio de su idioma. Ahmad a veces tiene que reprimir la sospecha de que su maestro habita un mundo semirreal de palabras puras y que ama el Corán sobre todo por la pureza de su lenguaje, un caparazón de taquigrafías atropelladas cuyo contenido está en sus sílabas, en su extático fluir de «eles» y «aes» y sonidos guturales entrecortados, que se regala en los llantos y la valentía de aguerridos jinetes envueltos en túnicas bajo el cielo sin nubes de Arabia Deserta.
Ahmad considera a su madre como una mujer mayor que, de corazón, sigue siendo una chiquilla que juega con el arte y el amor; últimamente ha detectado que le preocupa que su hijo intuya que hay un nuevo amante, pese a que éste, a diferencia de la larga lista anterior, no aparece por el apartamento ni se disputa con Ahmad el dominio del territorio. «Puede que sea tu madre pero yo me la tiro», decían sus conductas, y esto también era muy estadounidense, el valorar las relaciones sexuales por encima de cualquier lazo familiar. La costumbre americana es odiar a tu familia y huir de ella. Incluso los padres conspiran para que ocurra, saludando con agrado los signos de independencia del hijo y riéndose de la desobediencia. No hay en ello nada del amor afín que el Profeta declaró por su hija Fátima: «Fátima es parte de mí; quien la agravie me agraviará a mí, y quien me ofende, ofende a Dios». Ahmad no odia a su madre, es demasiado dispersa para odiarla, está demasiado distraída con su búsqueda de la felicidad. A pesar de que siguen viviendo juntos en ese apartamento perfumado con los olores dulzones y acres de los óleos, ella tiene tan poco que ver con el yo que él despliega al mundo diurno como el pijama, grasiento de sudor, con el que Ahmad duerme por la noche y del que se libra antes de la ducha, su primer y apresurado paso hacia la pureza matutina del día laborable, y del buen trecho a pie que tiene hasta el trabajo. Durante algunos años, el que sus cuerpos compartieran el limitado espacio de la vivienda ha sido violento. La noción de actitud sana que tiene su madre incluye presentarse ante su hijo en ropa interior o con un camisón que trasluce las sombras de sus partes pudendas. En verano, lleva camisetas sin mangas, minifaldas, blusas desabrochadas y escotadas y vaqueros de cintura baja, apretados allá donde más rellena está. Cuando él manifiesta rechazo por sus atuendos, indecorosos y provocativos, ella se burla y le toma el pelo comportándose como si hubiera sido objeto de una galantería. Es únicamente en el hospital, con su uniforme verde claro, debidamente holgado sobre su indiscreta ropa de calle, donde cumple las prescripciones del Profeta hacia las mujeres, en la sura veinticuatro; ahí detalla que deben cubrirse el escote con el velo y no exhibir sus gracias más que a sus esposos, padres, hijos, hermanos, esclavos, eunucos y, recalca el Libro, a las «criaturas que desconocen las vergüenzas de las mujeres». De niño, con diez años o menos, en más de una ocasión esperaba a su madre, a falta de canguro, en el Saint Francis y se alegraba de verla atareada y sofocada bajo sus amplios ropajes sanitarios y con sus deportivas de suela gruesa, sin brazaletes que rompieran el silencio. Con quince años la situación se volvió más tensa, cuando él rebasó la altura de su madre y le apareció una pelusilla sobre el labio superior: ella aún no había cumplido los cuarenta, e ingenuamente deseaba todavía cazar a un hombre, arrancar a un doctor rico de su harén de lindas y jóvenes ayudantes, pero su hijo adolescente la delataba como una mujer de mediana edad.
Desde la perspectiva de Ahmad, ella se daba un aspecto juvenil y como tal se comportaba, al contrario de lo que debería hacer una madre. En los países del Mediterráneo y Oriente Medio, las mujeres se cubrían de arrugas y perdían la silueta con orgullo; la confusión indecente entre madre y hembra no era posible. Gracias a Alá, Ahmad nunca soñó con dormir con su madre, nunca la desnudó en esas zonas del cerebro propensas al exceso de imaginación o de ensoñaciones y en las que Satán introduce la vileza. En realidad, hasta el límite en que el chico se permite relacionar semejantes pensamientos con la imagen de su madre, ella no es su tipo. Sus carnes, manchadas de rosa y moteadas de pecas, tienen una apariencia antinaturalmente pálida, como de leprosa; su gusto, desarrollado en los cursos que ha pasado en el Central High, prefiere las pieles más oscuras, color cacao, caramelo y chocolate, y el seductor misterio que se esconde tras los ojos cuya negrura, opaca a primera vista, se intensifica hasta llegar al morado de las ciruelas o al marrón con destellos de sirope; lo que el Corán describe como «huríes de oscuros ojos rasgados, enclaustradas en pabellones». El Libro vaticina: «Y para ellos habrá huríes de grandes ojos, semejantes a perlas ocultas, como retribución a sus obras». Ahmad piensa que su madre es un error que su padre cometió, pero en el cual él nunca caería.
Charlie está casado con una libanesa que Ahmad apenas ve, sólo cuando se presenta en la tienda hacia la hora de cierre, al final de su propia jornada laboral, que desarrolla en una gestoría donde cumplimentan los impresos legales de la gente que no lo sabe hacer y donde se tramita el papeleo con gobiernos locales, estatales y nacionales que reclaman sus impuestos a los ciudadanos. Hay algo varonil en sus vestidos occidentales y trajes pantalón, y sólo su piel olivácea y sus pobladas cejas sin depilar la distinguen de una kafir. Lleva el pelo cardado, pero en la fotografía que Charlie tiene en su escritorio va tocada con un pañuelo amplio que esconde sus cabellos al completo y posa sonriente por encima de las caras de dos niños pequeños. Charlie nunca cuenta nada sobre ella, pese a que a menudo habla de mujeres, sobre todo de las que aparecen en los anuncios de televisión.
– ¿Has visto la que sale en el anuncio de Levitra, para tíos a los que no se les levanta?
– No veo mucho la televisión -contesta Ahmad-. Ahora que he dejado de ser un niño, ya no me interesa.
– Pues debería. ¿Cómo vas a enterarte, si no, de qué nos hacen las empresas que gobiernan este país? La del anuncio de Levitra es mi ideal de tía buenorra, hablando en susurros de su «chico» y de cómo le gusta tener erecciones de «calidad», no dice «erecciones» pero eso es de lo que va el anuncio, de pollas empalmando, la disfunción eréctil es el mayor acierto de las farmacéuticas desde el Valium; y la manera que tiene de mirar a media distancia y cómo se le ponen un poco húmedos los ojos, casi puedes ver, en los ojos de esa mujer, el pollón tieso del tío, duro como una piedra, y entonces ella, que tiene una boca estupenda, hace algo curioso, como si se estremeciera, mueve los diminutos músculos de los labios, para que sepas lo que está imaginando, que está pensando en hacerle una mamada, con esa boca perfecta para chupar pollas. Y luego, aún con ese aspecto voluptuoso y altivo y de satisfacción sexual, se vuelve hacia el tipo, que debe de ser algún modelo, seguramente gay en la vida real, y casi sin que te des cuenta dice «¡Caray!», y le toca en la mejilla, donde el tío, que estaba escuchando embobado cómo ella decía lo genial que es, tiene un hoyuelo. Te hace preguntarte cómo demonios se les ocurrió, cuántas tomas de vídeo hicieron antes de caer en esta idea, o si el guionista lo había pensado y lo escribió desde un principio. Pero es muy espontáneo, casi que no cuadra con que la tía sea tan sensual. Realmente tiene esa pinta de las mujeres bien folladas, ¿no? Y no es sólo que la imagen esté un poco desenfocada.
Esto, Ahmad se dice para sí un tanto triste, es una charla de hombres, algo que él, con su seria camisa blanca y sus vaqueros negros, esquivó en el instituto y que su padre podría haber expresado de manera más mesurada y menos obscena, eso si Omar Ashmawy hubiera esperado a desempeñar el papel de padre. Ahmad le está agradecido a Charlie por haberlo incluido en su club de amigos hombres. Charlie, que como mínimo le saca quince años y está casado aunque a tenor de lo que dice nadie lo diría, parece dar por sentado que Ahmad sabe tanto como él, o que, si no es así, le interesa aprenderlo. Al muchacho le resulta más fácil hablar con Charlie de soslayo, sin apartar la mirada del parabrisas y con las manos en el volante, que cara a cara. Declara, sonrojándose por manifestar su devoción:
– No me parece que la televisión fomente pensamientos puros.
– Coño, claro que no. Despierta: no la han inventado para eso. La mayor parte de lo que dan es basura para rellenar el tiempo que queda entre los anuncios. Me gustaría dedicarme a eso, si no tuviera que mantener a flote el negocio de papá. Su hermano le ayudó a montarlo y ahora está en Florida tan tranquilo desangrándonos porque, claro, él mantiene su tajada. Me encantaría hacer anuncios. Planificar, unir los elementos: director, reparto, estudios, guión… porque tiene que haber un guión. Y después aporrear con ellos a todo hijo de vecino, en toda la jeta, para que nunca más vuelva a pensar. Dejándole bien clarito qué necesita, las cosas sin las que no podrá vivir. ¿Qué más nos dan estos magnates de los medios? Las noticias son para lloricas, fíjate en Diane Sawyer, la que sale en la ABC, que si pobres niños afganos, ay, ay, ay. Y si no, pura propaganda. Bush se queja de que Putin se está convirtiendo en un nuevo Stalin, pero nosotros somos peores de lo que el viejo Kremlin jamás fue, ni en sus mejores tiempos. Los comunistas sólo querían lavarte el cerebro. Los nuevos poderes fácticos, las corporaciones internacionales, directamente quieren quitártelo. Quieren volvernos máquinas consumistas: la sociedad del gallinero. Todo el entretenimiento, campeón, es basura, la misma basura que tuvo a las masas como zombis durante la Gran Depresión, sólo que entonces te ponías a la cola y pagabas un cuarto de dólar por ver una peli, mientras que hoy te la dan gratis, porque los anunciantes pagan millones por minuto para tener la oportunidad de meterse en nuestras cabezas.
Ahmad, que va conduciendo, intenta mostrar su acuerdo:
– No están en el Recto Camino.
– ¿Estás de broma? Están en el camino de baldosas amarillas, un empedrado de intenciones insidiosas. -«In-si-dio-sas», piensa Ahmad, recordando la última vez que lo sermonearon. En un lado de su campo de visión ve los perdigones de saliva que va soltando Charlie en su hablar apresurado-. Los deportes -escupe-. Pagan millones por los derechos televisivos. Es la realidad sin ser real. El dinero ha arruinado las ligas profesionales; ya nadie se mantiene fiel a su equipo, abandonan el barco si les pagan quince millones más cuando de hecho no pueden ni contar lo que han amasado. Antes estaba la lealtad a los colores y cierta identificación regional, los imbéciles de tribuna no saben lo que se pierden. Creen que siempre ha sido así, jugadores codiciosos y récords batidos cada año. Barry Bonds: ése es mejor que Ruth y que DiMaggio, pero ¿quién puede querer a ese cabrón lleno de esteroides? Los aficionados de ahora no saben nada del amor. No les importa. Los deportes son como los videojuegos; y los jugadores, hologramas. Escuchas las tertulias de radio y quieres gritarles a esos fans de los Green Bay Packers o de quien sea, que no paran de soltar chorradas: «¡Por favor, sé una persona normal!». Dios, los pobres idiotas se saben todas las estadísticas de memoria, ni que les fueran a pagar el sueldo de Alex Rodríguez. ¿Y qué me dices de las comedias que las cadenas nos meten en casa? Joder, ¿a quién le hacen gracia? Bazofia. ¿Y Leno y Letterman? Más bazofia. Pero los anuncios son fantásticos. Son como los huevos de Fabergé. Cuando alguien de este país quiere venderte algo, realmente se lo toma muy en serio. Y no para. Ves el mismo anuncio veinte veces, ves cómo cada segundo vale su peso en oro. Están llenos de lo que los físicos llaman «información». Si no vieras los anuncios, ¿podrías llegar a saber, por ejemplo, que los estadounidenses están bien jodidos, con tanta indigestión e impotencia y calvicie, siempre teniendo pérdidas y los ojetes escaldados? Sé que has dicho que nunca los ves, pero realmente no puedes perderte el anuncio de Ex-Lax. Sale una monada de tía, con la melena lisa y dientes de blanquita rica, que mira a cámara y te cuenta a ti, a ti, que estás tirado en el sofá con tu bolsa de Fritos, te cuenta que le chifla la comida basura. Está más delgada que un palillo y se supone que le gusta la comida basura, ¡toma! Dice que a veces tiene problemas de estreñimiento. Pero ¿cuántos años tiene? No llega ni a veinticinco, está más maciza que Lance Armstrong y te jugarías lo que fuera a que no hay día en su vida que haya dejado de echar un recadito en el váter, pero el presidente de Ex-Lax no quiere que las señoras se avergüencen de tener el colon embozado. «Mirad», les está diciendo él, el presidente de Ex-Lax, «incluso una blanquita rica como ésta no siempre puede cagar, ni evitar que se le escape una gotita de pis en el campo de golf, o que las hemorroides le arruinen la tarde en las gradas. Así que, ¡abuela!, no estás aún para el arrastre, sino en el mismo saco que estas churris jóvenes y glamourosas.»
– A esta sociedad le da miedo envejecer -añade Ahmad, frenando suavemente con anticipación: tiene algo lejos un semáforo en verde que se pondrá rojo antes de que el camión llegue hasta allí-. Los infieles no saben morir.
– No -dice Charlie, su imparable voz ha hecho una pausa, suena cautelosa-. ¿Y quién sí? -pregunta.
– Los verdaderos creyentes -explica Ahmad, sólo porque le ha preguntado-. Ellos saben que el Paraíso aguarda a los justos. -Y mirando, a través del alto y sucio parabrisas del Excellency, el pavimento manchado de aceite, las luces de freno y el clamor de los reflejos del sol que componen un día de verano en una ruta de camión en New Jersey, cita el Corán-: «Dios os da la vida y, después, os hará morir. Luego, os reunirá para el día indubitable de la Resurrección».
– Desde luego -dice Charlie-. Buena cosa, «indubitable». Yo, por un buen motivo, estaría dispuesto a ir al otro barrio. Tú… tú eres demasiado joven. Tienes toda una vida por delante.
– No creas -opina Ahmad. No ha percibido, en la brusca respuesta de Charlie, el temblor de la duda, el brillo sedoso de la ironía, que sí detecta en la voz del sheij Rachid. Charlie es un hombre de mundo, pero el islam es una parte firme de ese mundo. Los libaneses no son gente tan tajante, con dos filos, como los yemeníes, ni tan guapos ni esquivos como los egipcios. Con timidez, apunta-: Ya he vivido más que muchos de los mártires de Irán e Irak.
Pero Charlie aún no ha terminado con las mujeres que salen en los anuncios de televisión.
– Y ahora -prosigue- que los cárteles farmacéuticos han hecho su agosto con la Viagra y demás, empiezan a vender potenciadores sexuales, así los llaman, para mujeres. Hay un anuncio, puede que no lo hayas visto, no lo dan muy a menudo, en que sale una mujer, del tipo sensato, como del montón, una maestra de escuela, imaginas, o una gerente de alguna empresa tecnológica de nivel medio, no de las punteras, y la ves que habla frunciendo un poco el ceño, así que piensas que le falta algo en la vida, con la música, que parece que va en clave menor, le dan un trasfondo de inquietud, y lo próximo que aparece, ya ves, es ella flotando envuelta en unas sustancias vaporosas, descalza. Es mejor que vaya descalza, porque al poco te das cuenta de que está andando por el agua, dejando ondas en la superficie, en una playa, por donde sólo cubre un palmo. Pero aun así no se hunde, y lleva un nuevo peinado, y va mejor maquillada, y otra vez un brillo en los ojos, como la fantástica chupapollas de antes; creo que les echan algún dilatador en los ojos, para que tengan ese aspecto; y luego meten el objeto de todo eso, el logo de este nuevo «potenciador hormonal», vaya nombrecito. El mensaje es que le han echado un polvo. Se ha vuelto loca con tanto orgasmo múltiple. Nunca se habrían atrevido a decir algo así en un anuncio hace diez o quince años, que a las mujeres les mola, que les va la marcha: que se te cepillen es relajante y realza tu belleza. ¿Y tú, campeón? ¿Le das al tema o qué?
– ¿A qué tema? -quizás Ahmad ha perdido un poco el hilo. Han dejado atrás el peaje de Bayway y están en el centro de algún pueblo con un montón de coches aparcados en doble fila que no dejan mucho espacio para pasar al Excellency.
– A los chirris -dice Charlie exasperado, conteniendo la respiración cuando el camión naranja pasa rozando un viejo autobús escolar repleto de caritas mirando-. Que si ves muchos coños -aclara. Al ver que Ahmad, ruborizado, no responde, Charlie declara resolutivo, en voz baja-: Te vamos a llevar a echar un polvo.
Las ciudades del norte de New Jersey se parecen lo bastante entre sí -escaparates, aceras, parquímetros, luces de neón y fugaces zonas ajardinadas- como para crear, en un vehículo en movimiento, la sensación de estar parado. Los territorios por los que él y Charlie conducen, con sus olores estivales de alquitrán ablandado y de aceite de motor derramado, de cebolla y queso salidos de las casas de comidas que dan a la calle, son casi iguales hasta que llegan al sur de South Amboy o a la salida de Sayreville, en la autopista de peaje de New Jersey. Pero mientras cada pequeña ciudad va dando paso a la siguiente, Ahmad cae en la cuenta de que no hay dos iguales, y de que en cada una se da su propia diversidad social. En algunas zonas hay grandes casas que se extienden a la sombra, apartadas de la carretera, sobre lozanos tapices de césped poblados de setos chaparros como guardias de seguridad. El Excellency hace pocas entregas en este tipo de casas, pero pasa por delante de camino hacia las viviendas adosadas de los barrios céntricos pobres, donde los escalones de la entrada nacen en la acera, sin el mínimo asomo de un patio delantero. Es ahí donde suelen vivir quienes esperan los muebles: familias de piel oscura de cuyas habitaciones interiores, que no están a la vista, surgen voces y los ruidos del televisor, como si desde el recibidor se desplegaran telescópicamente cuartos y más cuartos de varios miembros de la misma familia. A veces hay signos de observancia musulmana: alfombras de rezo, mujeres con hiyab e imágenes enmarcadas de los doce imanes, incluido el imán oculto, que aparece sin rasgos faciales, los cuales identifican al hogar como chií. Estos domicilios intranquilizan a Ahmad, al igual que los barrios donde los rótulos de las tiendas están en inglés y árabe y se han creado mezquitas sustituyendo la cruz por una medialuna en iglesias protestantes desacralizadas. No le gusta quedarse a charlar un rato, a diferencia de Charlie, quien se defiende en cualquier dialecto árabe, con risas y gestos para superar los vacíos de comprensión. Ahmad siente que el aislamiento altivo y la identidad que se ha forjado se ven amenazados por esas masas de hombres ordinarios y agobiados, de mujeres prácticas que se enrolan en el islam por simple pereza, por cuestiones étnicas. Pese a que no era el único creyente musulmán en el Central High, tampoco es que hubiera otros como él: origen interracial y aun así de firmes creencias, una fe escogida y no simplemente heredada de un padre presente que quisiera apuntalar su lealtad. Ahmad nació en este país, y en sus viajes por New Jersey se interesa menos por las diluidas bolsas de población de Oriente Medio que por la realidad estadounidense que lo rodea, un fermento de crecimiento rápido por el que siente la atenuada compasión que le inspiran los experimentos fallidos.
Esta nación frágil y bastarda tenía una historia apenas plasmada en el grandioso ayuntamiento de New Prospect y en el mar de escombros de los promotores inmobiliarios, en cuya orilla contraria se erguían, con sus ventanas enrejadas, el instituto y la tiznada iglesia de los negros. Cada ciudad conserva en su centro reliquias del siglo XIX, edificios municipales de granulosa piedra marrón o de blando ladrillo rojo, con cornisas salientes y pórticos de arco de medio punto, edificios orgullosamente ornados que han sobrevivido a las construcciones del siglo XX, más endebles. Estos bastiones antiguos y rojizos certifican una prosperidad industrial pretérita, una riqueza en que las manufacturas, las maquinarias y las vías férreas iban enjaezadas a las vidas de una nación trabajadora, una era de consolidación interna y de acogida a los inmigrantes del mundo. Luego está el siglo previo, subyacente, que hizo posibles los que le siguieron, más prósperos. El camión naranja pasa con estruendo al lado de pequeñas señales de hierro y monumentos en los que no se suele reparar, conmemoraciones de una insurgencia que se volvió revolución; sus batallas se libraron desde Fort Lee hasta Red Bank, dejando a miles de muchachos en reposo eterno bajo la hierba.
Charlie Chehab, un hombre compuesto de piezas dispares, conoce una sorprendente cantidad de datos acerca de ese viejo conflicto.
– En New Jersey es donde la Revolución dio el vuelco. Long Island había sido un desastre; la ciudad de Nueva York, más o menos lo mismo. Retirada tras retirada. Enfermedades y deserciones. Justo antes del invierno del setenta y seis al setenta y siete, los británicos avanzaron desde Fort Lee hasta Newark, y después hasta Brunswick, Princeton y Trenton, con la misma facilidad con que se corta la mantequilla. Washington quedó rezagado, a la otra orilla del río Delaware, con un ejército harapiento. Muchos de sus hombres, lo creas o no, iban descalzos. Descalzos, y el invierno acechando. Estábamos en las últimas. En Filadelfia, todo el mundo intentaba huir excepto los Tories, leales a la metrópoli, que sólo hacían que esperar a que sus colegas, los casacas rojas, entraran. Arriba, en Nueva Inglaterra, una flota británica tomó Newport y Rhode Island sin disparar un solo tiro. Todo había terminado.
– ¿Y cómo es que no fue así? -pregunta Ahmad, que no acierta a entender por qué Charlie le está contando este cuento patriótico con tanto entusiasmo.
– Bueno -dice-, por varios factores. Algunas cosas buenas estaban ocurriendo. El Congreso Continental despertó y ya no intentó seguir dirigiendo la guerra; dijeron «Vale, que se ocupe George».
– ¿De ahí viene esa expresión?
– Buena pregunta; no lo creo. El otro general al mando, un imbécil llamado Charles Lee… el pueblo de Fort Lee se llama así en su honor, gracias, hombre. Bueno, a ése lo capturaron en una taberna en Basking Ridge, de modo que Washington quedó al cargo de todo. Llegado a este punto, Washington aún podía estar agradecido de contar con un ejército. Después de Long Island, mira por dónde, los británicos habían bajado el ritmo. Dejaron que el Ejército Continental se retirase y cruzara el Delaware. Más tarde se vio que fue un error, ya que, como te habrán dicho en clase… ¿qué coño os enseñan en la escuela, campeón?… Washington y una panda de valerosos y andrajosos guerrilleros atravesaron el Delaware el día de Navidad, aplastaron a las guarniciones de mercenarios alemanes que había en Trenton e hicieron un montón de prisioneros. Además, cuando Cornwallis sacó a una parte considerable de sus tropas de Nueva York porque creía que tenía a los rebeldes atrapados al sur de Trenton, Washington penetró por el bosque, alrededor de los Barrens y el Pantano del Gran Oso, y ¡marchó al norte hacia Princeton! ¡Y todo con unos soldados vestidos con harapos que llevaban días sin dormir! Antes la gente era más dura. No les daba miedo morir. Cuando se topó con tropas británicas al sur de Princeton, uno de los generales de Washington que se llamaba Mercer fue capturado, y lo acusaron de ser un maldito rebelde y le dijeron que suplicara clemencia, pero él replicó que no era ningún rebelde y se negó a implorar, así que lo mataron a bayonetazos. Esos británicos no eran tan majos como los pintan en los episodios de Masterpiece Theatre. Cuando en Princeton la cosa empezaba a pintar negro, Washington, montado en un caballo blanco… es la pura verdad, iba en un caballo blanco… condujo a sus hombres hasta el centro del fuego británico, y se volvieron las tornas. Después persiguió a los casacas rojas en retirada gritando: «¡Buena caza del zorro, chicos!».
– Qué cruel -intervino Ahmad.
Charlie hizo ese sonido de negación tan estadounidense con la nariz, «humpf», en señal de rechazo, y dijo:
– No creas. La guerra es cruel, pero no necesariamente los hombres que la llevan a cabo. Washington era un caballero. Cuando la batalla de Princeton terminó, se detuvo ante un soldado británico herido y lo felicitó por la noble batalla que habían presentado. En Filadelfia, salvó a los mercenarios alemanes, de Hesse, de las multitudes cabreadas, que los habrían matado. Mira, a esos alemanes, como a muchos de los soldados a sueldo de Europa, los habían entrenado para conceder clemencia sólo en ciertas situaciones, de lo contrario no se quedaban a ningún prisionero; eso es lo que nos hicieron en Long Island, nos masacraron, y quedaron tan sorprendidos con el trato humano que les dispensó Washington que una cuarta parte permaneció aquí una vez terminada la guerra. Se casaron con las alemanas de Pennsylvania, que descendían de colonos alemanes y suizos. Se convirtieron en estadounidenses.
– Parece que estás prendado de George Washington.
– ¿Y por qué no? -dice pensativo Charlie, como si Ahmad le hubiera tendido una trampa-. Tienes que estarlo, si te importa New Jersey. Aquí es donde mostró su valía. Lo grande de él es que aprendía rápido. Aprendió, que no es poco, a llevarse bien con los habitantes de Nueva Inglaterra. Desde el punto de vista de un hacendado de Virginia, los de Nueva Inglaterra eran un hatajo de anarquistas desaliñados; entre sus filas tenían a negros y a pieles rojas como si esa gente fueran blancos, y también los empleaban en los barcos balleneros. La verdad es que, de hecho, el propio Washington tenía a un negraco siempre a su lado, también se llamaba Lee; no, no tenía parentesco alguno con el Robert E. Lee de la guerra de Secesión. Cuando terminó la guerra, Washington le otorgó la libertad por los servicios prestados a la Revolución. Había aprendido a considerar la esclavitud como algo malo. Acabó siendo un fiel partidario del alistamiento de los negros, después de haberse resistido en un principio. ¿Conoces la palabra «pragmático»?
– Por supuesto.
– Pues Georgie lo era. Sabía sacarle provecho a cualquier circunstancia. Aprendió a luchar como las guerrillas: atacar y esconderse, atacar y esconderse. Se replegaba pero nunca se rendía. Era el Ho Chi Minh de su época. Éramos como Hamás. Éramos Al-Qaeda. El asunto es que los británicos querían que New Jersey -se apresura a añadir Charlie, cuando Ahmad toma aire como para interrumpirle- fuera un modelo de pacificación; querían ganarse los corazones y las conciencias, habrás oído hablar de eso. Vieron que lo que habían hecho en Long Island había sido contraproducente, habían provocado más resistencia, y aquí intentaban hacerse los amables, cortejar a los colonos para que se reconciliaran con la madre patria. En Trenton, lo que Washington dijo a los británicos fue: «Aquí tratamos con la realidad, es algo que va más allá de la amabilidad».
– Más allá de la amabilidad -repite Ahmad-. Podría ser el título de una serie televisiva, la podrías dirigir.
Charlie no contesta a la broma. Le está vendiendo algo. Y sigue:
– Le mostró al mundo cómo vencer las circunstancias adversas, qué hacer contra las superpotencias. Demostró, y aquí es donde entran Vietnam e Irak, que en una guerra entre un ocupante imperialista y el pueblo que realmente vive ahí, el pueblo será quien finalmente gane. Conocen el terreno. Se juegan mucho más. No tienen ningún otro lugar adonde ir. No fue sólo el Ejército Continental en New Jersey, sino también las milicias locales, las escurridizas bandas de vecinos que actuaban por su cuenta en todo New Jersey, cargándose a los soldados británicos uno a uno y después desapareciendo, de vuelta al campo… en otras palabras, sin jugar limpio, sin ceñirse a las reglas del enemigo. El ataque contra los mercenarios de Hesse también fue furtivo: en mitad de una tormenta, con ventisca, y durante una fiesta, cuando se suponía que ni siquiera los soldados debían trabajar. El mensaje de Washington era: «Eh, ésta es nuestra guerra». Mira, la batalla de Valley Forge se llevó toda la atención, pero los inviernos posteriores se los pasó al raso en New Jersey: en Middlebrook, en las montañas de Watchung, y luego en Morristown. El primer invierno en Morristown fue el más frío de los últimos cien años. Talaron doscientas cuarenta hectáreas de robles y castaños para construir cabañas y tener leña. Había tanta nieve que las provisiones no llegaron y casi mueren de hambre.
– Pues tal y como está el mundo ahora -opina Ahmad, que quiere ponerse a la altura de Charlie- habría sido mejor que murieran. Estados Unidos se habría convertido en una especie de Canadá, un país pacífico y prudente, aunque infiel.
La risotada sorprendida de Charlie termina con un resoplido por la nariz.
– Sigue soñando, campeón. Aquí hay demasiada energía como para ir con paz y prudencia. Energías en conflicto: eso es lo que observa la Constitución. -Se remueve en su asiento y saca un Marlboro. El humo envuelve su cara mientras mira de reojo por el parabrisas y parece meditar sobre lo que le ha dicho a su joven conductor-. La próxima vez que vengamos hacia el sur por la Ruta 10 deberíamos salir en Monmouth Battlefield. Los estadounidenses tuvieron que replegarse, pero hicieron frente a los británicos con suficiente entereza como para demostrar a los franceses que valía la pena apoyarlos. Y a los españoles y a los holandeses. Toda Europa estaba dispuesta a bajarle los humos a Inglaterra. Como ahora a Estados Unidos. Qué irónico: Luis XVI gastó tanto en ayudarnos que a causa de las subidas de impuestos los franceses se sublevaron y lo decapitaron. Una revolución llevó a otra. Son cosas que pasan. -Charlie espira pesadamente y, con voz más grave y subrepticia, como si no estuviera seguro de que Ahmad tenga que oír estas palabras, declara-: La Historia no es algo que esté cerrado y terminado, ya sabes. También es el ahora. La Revolución no se detiene nunca. Le cortas una cabeza y le crecen dos.
– La Hidra -dice Ahmad para señalar que no es un completo ignorante. La imagen es recurrente en los sermones del sheij Rachid, para ilustrar la futilidad de la cruzada estadounidense contra el islam, y Ahmad la vio por primera vez, de niño, en los dibujos animados de los sábados por la mañana, cuando su madre dormía hasta tarde. En la sala de estar, sólo él y el televisor: una caja electrónica frenética y presuntuosa con los hipos, golpes, estallidos y voces chillonas de sus aventuras animadas, y el público, el pequeño espectador, extremadamente callado y quieto, con el volumen bajo para dejar que su madre descansara de la cita de la noche anterior. La Hidra era una criatura cómica, con todas esas cabezas, sobre ondulantes cuellos, hablando entre sí.
– Las viejas revoluciones -continúa Charlie en tono de confidencia- tienen mucho que enseñar a nuestra yihad. -A falta de réplica por parte de Ahmad, se ve obligado a preguntar con voz decidida, como si lo sondease-: ¿Estás con la yihad?
– ¿Cómo no iba a estarlo? El Profeta lo ordena en el Libro. -Y cita-: «Mahoma es el Enviado de Dios. Quienes están con él son severos con los infieles y compasivos entre sí».
Con todo, la yihad parece muy lejana. Entregando muebles modernos y recogiendo muebles que lo habían sido para sus difuntos propietarios, él y Charlie conducen el Excellency por una abrasadora ciénaga de pizzerías y salones de manicura, tiendas de segunda mano y gasolineras, hamburgueserías White Castle y cadenas Blimpy, Krispy Kreme y Lovely Laundry, Midas y 877-TEETH-14, Moteles Starlite y Oficinas de Lujo, de sucursales del Bank of America y negocios donde trituran documentos, de delegaciones de los Testigos de Jehová y del Nuevo Tabernáculo Cristiano: los letreros vocean, en vertiginosa multitud, sus mejoras potenciales para todas esas vidas que se apretujan donde antaño hubo pastos y factorías hidráulicas. Los edificios de uso municipal, de paredes gruesas, concebidos para la eternidad, siguen en pie conservados como museos o apartamentos o dependencias para asociaciones vecinales. Las banderas estadounidenses ondean por doquier, algunas tan descoloridas o hechas jirones que obviamente han sido olvidadas en sus astas. Las esperanzas del mundo se centraron aquí algún día, pero ese día ha pasado. Ahmad ve a través del amplio parabrisas del Excellency a coágulos de varones y hembras de su misma edad reunidos en cacareante ociosidad, una ociosidad que raya en la amenaza: las pieles morenas de las hembras quedan al descubierto gracias a sucintos pantalones y a tops elásticos y apretados, y los machos se lucen en camisetas de tirantes y pantalones cortos grotescamente holgados, pendientes y gorros de lana, riéndose de sus propias payasadas.
La luz incide cegadora en el polvoriento parabrisas, y a Ahmad le asalta una especie de terror ante la rémora de tener por delante una vida que vivir. Pese a todo, esos animales condenados, a los que el olfato -apareamiento y gamberradas- ha atraído hasta ahí, tienen el consuelo de su naturaleza gregaria, y cada uno de ellos alberga alguna esperanza o plan para el futuro, un empleo, un destino, una aspiración, como mínimo escalar posiciones haciendo de camellos o de chulos. Y frente a ello, Ahmad, que tiene capacidades de sobra, según el señor Levy, no tiene proyectos: el Dios que se le ha vinculado como un gemelo invisible, su otro yo, no es un Dios de la iniciativa sino de la sumisión. Pese a que procura rezar cinco veces al día, aunque sea en la cueva rectangular del remolque, con sus mantas apiladas y sus almohadillas de embalaje, o en un pequeño espacio en la grava, detrás de un merendero de carretera donde pueda extender la esterilla durante cinco purificadores minutos, el Clemente y Misericordioso no le ha iluminado camino recto alguno hacia una vocación. Es como si en el delicioso sueño de su devoción por Alá su futuro hubiera sido amputado. Cuando, en las largas pausas que realizan durante sus atracones de kilómetros, le confiesa esta inquietud a Charlie, éste, que suele hablar por los codos y dar mil informaciones, se muestra evasivo y desconcertado.
– Bueno, en menos de tres años tendrás el permiso de conducción comercial A, y podrás llevar cualquier tipo de carga, materiales peligrosos, remolques articulados… fuera del estado. Vas a ganar un montón de dinero.
– ¿Con qué fin? ¿Para, como dices, consumir como un consumista? ¿Para alimentar y vestir a mi cuerpo, al que finalmente espera la decrepitud y que no valdrá nada?
– Es una manera de verlo. «La vida apesta, y luego te mueres.» Pero ¿acaso no hay otras muchas opciones?
– ¿Qué? ¿«Mujer e hijos», como dice la gente?
– Bueno, con esposa e hijos a bordo, es cierto, muchas de esas grandes preguntas trascendentales quedan en un segundo plano.
– Tú estás casado y tienes niños, y ni aun así me hablas de ellos muy a menudo.
– ¿Qué te voy a contar? Los quiero. ¿Y qué me dices del amor, campeón? ¿No lo sientes por nadie? Como te he dicho, tenemos que hacer que eches un polvo.
– Es amable por tu parte que desees eso para mí, pero sin matrimonio iría contra mis creencias.
– Venga ya. Ni siquiera el mismísimo Profeta era un monje. Dijo que un hombre podía tener cuatro esposas. La chica que te conseguiríamos no sería una buena musulmana; sería una puta. A ella no le importaría y a ti tampoco debería. Seguiría siendo una asquerosa infiel con o sin tu intervención.
– No deseo la impureza.
– Y bien, ¿qué es entonces lo que deseas, Ahmad? Olvídate de la jodienda, siento haber sacado el tema. ¿Qué tal simplemente vivir? ¿Respirar el aire, mirar las nubes? ¿No es, de largo, mejor que estar muerto?
Una repentina lluvia de verano -las nubes son indistinguibles del cielo, está de un gris peltre uniforme por el que se ciernen sofocados rayos de sol- salpica el parabrisas; con un toque, Ahmad activa el aparatoso aleteo de los limpiaparabrisas. El del lado del conductor deja un arco iris de humedad sin barrer, hay una muesca en el filo de goma: toma nota mental de que debe cambiar la escobilla defectuosa.
– Depende -le dice a Charlie-. Sólo los no creyentes le temen totalmente a la muerte.
– ¿Y qué me dices de los placeres cotidianos? Tú amas la vida, campeón, no lo niegues. Se ve en cómo vienes a trabajar cada mañana, impaciente por descubrir qué tocará hacer. Hemos tenido a otros chavales conduciendo que no se fijaban en nada, a los que nada les importaba un carajo, que tenían la cabeza hueca. Lo único que les preocupaba era parar en las franquicias de comida basura para llenar el buche y echar una meada y, cuando terminaban la jornada, salir y colocarse con sus colegas. Pero tú… tú tienes potencial.
– Ya me lo han dicho antes. Pero si amo la vida, como dices, es porque es un don de Dios que Él ha elegido concederme, y también puede elegir quitarme.
– De acuerdo. Que Dios disponga. Mientras tanto, disfruta del viaje.
– Lo hago.
– Buen chico.
Un día de julio, de vuelta a la tienda, Charlie le pide que tome la salida de Jersey City, por un polígono industrial donde abundan las vallas de tela metálica, los ensortijados alambres de espino y los ramales abandonados para vagones de mercancías. Pasan por delante de edificios de apartamentos nuevos y altos, revestidos de cristal, construidos en solares donde antes había viejos almacenes, y aparcan en un lugar desde donde es visible la Estatua de la Libertad y el sur de Manhattan. Los dos hombres -Ahmad con vaqueros negros, Charlie con un holgado mono color oliva y botas de trabajo amarillas- atraen las miradas suspicaces de los turistas mayores, cristianos, que están con ellos en el mirador de hormigón. Por la zona corretean niños que acaban de salir del Liberty Science Center, subiéndose una y otra vez a la baja barandilla de hierro que bordea el río. Sopla una brisa, centellean enjambres de chispas, como mosquitos brillantes, provenientes de la Upper Bay, la bahía exterior de Nueva York. La estatua mundialmente famosa, de verde cobrizo, presenta en medio del agua un tamaño algo menguado desde este punto, pero la parte sur de Manhattan se abre paso como un hocico de bigotes tupidos.
– Es bonito -comenta Charlie- sin las torres. -Ahmad está demasiado ocupado empapándose del panorama para responder; Charlie aclara-: Eran feas, extremadamente desproporcionadas. No quedaban bien.
– Se podían ver incluso desde New Prospect -señala Ahmad-, desde la colina que hay sobre la cascada.
– Medio New Jersey podía ver aquellas malditas cosas. Mucha de la gente que murió vivía en New Jersey.
– Me dieron lástima. Sobre todo los que saltaron. Qué horrible, estar tan atrapado en un calor asfixiante que arrojarse a una muerte segura parezca mejor. Piensa en qué vértigo, mirar abajo antes de tirarse.
De manera apresurada, como si recitara, Charlie dice:
– Esa gente trabajaba en finanzas, expandía los intereses del imperio americano, el imperio que mantiene a Israel y causa muertes cada día entre los palestinos y los chechenos, los afganos y los iraquíes. En la guerra, la lástima debe dejarse a un lado.
– Muchos eran simples guardias o camareras.
– Que a su modo servían al imperio.
– Algunos eran musulmanes.
– Ahmad, debes pensarlo en términos bélicos. La guerra no es limpia. Hay daños colaterales. Esos mercenarios de Hesse a los que George Washington despertó en mitad de la noche y mató a tiros sin duda eran buenos mozos alemanes que enviaban su paga a mamá. Un imperio chupa la sangre de sus súbditos con tanta habilidad que éstos no saben por qué mueren, por qué les fallan las fuerzas. Los enemigos que nos rodean, los niños y los obesos en pantalón corto que nos miran mal… ¿te has dado cuenta?… no se ven como opresores o asesinos. Se tienen por gente inocente, centrada en sus vidas privadas. Todo el mundo es inocente: la gente que saltaba de las torres era inocente, George W. Bush es inocente, un borracho rehabilitado y simple de Texas que ama a su adorable esposa y a sus disolutas hijas. Aun así, el mal se las arregla para surgir de toda esta inocencia. Las potencias occidentales nos roban el petróleo, ocupan nuestras tierras…
– Nos quitan a nuestro Dios -dice Ahmad con seriedad, interrumpiendo a su mentor.
La mirada de Charlie se pierde por unos segundos, luego manifiesta lentamente su acuerdo, como si no se le hubiera ocurrido antes:
– Sí, supongo que sí. A los musulmanes les quitan las tradiciones, un cierto sentimiento de identidad, el orgullo de sí mismos a que todos los hombres tienen derecho.
No es exactamente lo que Ahmad ha dicho, y suena un poco falso, un poco forzado y alejado del Dios concreto que está vivo en Ahmad y lo acompaña, que lo toca como el sol que calienta la piel de su cuello. Tiene a Charlie enfrente, de pie, enarcando sus espesas cejas y en la boca un rictus como de terquedad herida; ha adoptado la rigidez de un soldado, que anula la cordialidad del compañero de viaje que habitualmente se sienta a un lado del campo de visión de Ahmad. Visto de frente, Charlie, que esta mañana no se ha afeitado y cuyo ceño queda unido en las arrugas del caballete de la nariz, no armoniza con la belleza expansiva del día: un cielo despejado salvo por una lejana nube suelta sobre Long Island; el ozono en su cénit, tan intenso que parece una cuba de paredes lisas, un foso infernal de fuego azul; los altos edificios del sur de Manhattan unificados en el fulgor de una sola mole; las motoras ronroneando y los veleros meciéndose en la bahía; los gritos y las conversaciones de la masa de turistas emitiendo una simple mota de ruido inofensivo en los alrededores. «Esta belleza», piensa Amad, «debe de tener un significado», una señal de Alá, un presagio del Paraíso.
Charlie le está haciendo una pregunta:
– ¿Te enfrentarías a ellos, entonces?
Ahmad se ha perdido a qué «ellos» se refiere, pero dice «sí» como respondía cuando pasaban lista. Charlie parece repetirse:
– ¿Pondrías tu vida a disposición de la lucha?
– ¿Qué quieres decir?
Charlie insiste, con cierto apremio en las cejas.
– ¿Estarías dispuesto a dar tu vida?
El sol incide en el cuello de Ahmad.
– Por supuesto -contesta, intentando iluminar este intercambio con un ademán de la mano derecha-. Si Dios quiere.
El Charlie ligeramente falso y amenazador se resquebraja, y reaparece con una sonrisa el charlatán jovial, el sucedáneo de hermano mayor, que ya quiere dejar atrás la conversación, darla por cerrada.
– Lo que imaginaba -dice-. Campeón, eres un chaval muy valiente.
A veces, a medida que el verano avanza, con un agosto en que amanece más tarde y oscurece más temprano, a Ahmad lo ven como a un miembro de confianza del equipo de Excellency, le presuponen suficiente competencia para encargarse él solo de las entregas algunos días, con la ayuda de una carretilla. Él y dos negros que cobran el salario mínimo -«los músculos», los llama Charlie- cargan el camión y Ahmad se va, con una lista de direcciones, un manojo de albaranes y sus mapas Hagstrom a todo color del condado de Sussex hasta la otra punta del estado, Cape May. Un día debe llevar, entre otras entregas, una pieza pasada de moda, un escabel de cuero, estilo turco, relleno de crin de caballo, a un pueblo de la Costa, al sur de Asbury Park; será el recorrido más largo del día y la última parada. Después de la Ruta 18, toma la ronda del Garden State, que bordea por el este el Depósito Nacional de Munición de la Marina, y la deja en la salida 195 Este, dirección Camp Evans. Recorriendo carreteras secundarias, por un terreno bajo y cubierto de neblina, llega con el camión casi hasta el mar; el olor agreste y salado se intensifica, e incluso percibe, ajustadamente espaciado, el rumor del oleaje.
La costa es una zona de rarezas arquitectónicas, de edificios en forma de elefantes o tarros de galletas, de molinos de viento y faros de yeso. En los cementerios de este estado de antiguas raíces -se ha jactado Charlie más de una vez- se conservan lápidas esculpidas en forma de zapato gigante o de bombilla o del preciado Mercedes de algún hombre; en los pinares y junto a la carretera hay un buen número de mansiones supuestamente encantadas y manicomios, que acuden a la mente de Ahmad mientras el sol se esconde. Los faros del Excellency van descubriendo bungalows en tupidas filas, con descuidados patios delanteros de arena salpicada de vegetación. Moteles y centros nocturnos se bautizan a sí mismos con luces de neón cuyos destartalados circuitos chisporrotean en el ocaso. Las casas con ornamentos de madera, erigidas en su día como residencias de verano para pudientes familias numerosas con una larga nómina de criados, se han visto obligadas a plantar carteles donde se ofrecen habitaciones y bed amp; breakfast. Ni siquiera en agosto es un enclave turístico muy animado. A lo largo de lo que parece ser la calle principal, uno o dos restaurantes tienen sus puertas y ventanas tapadas con madera barata; siguen anunciando sus ostras, almejas, langostas y cangrejos, pero han dejado de servirlos recién sacados de su baño de vapor.
Desde los entablados desvaídos que hacían las veces de aceras y paseos marítimos, la gente observa su enorme y rectangular camión naranja, como si la aparición fuera en sí un acontecimiento; en su miscelánea de trajes de baño, toallas de playa, raídos bermudas y camisetas estampadas con lemas hedonistas y chascarrillos, parecen refugiados que no tuvieron tiempo de recoger sus efectos personales antes de huir. Entre ellos hay niños que llevan sombreros altísimos de gomaespuma, y los que deben de ser sus abuelos, habiendo renunciado a toda dignidad, quedan en ridículo vistiendo ceñidos trajes multicolores. Quemados por el sol y sobrealimentados, algunos se tapan la cabeza, en complaciente burla de sí mismos, con sombreros de carnaval iguales que los de sus nietos, altos y a rayas como los de los libros del Dr. Seuss, o se ponen por montera trastos en forma de tiburón con las fauces abiertas o de langostas que alargan una tenaza enfundada en un enorme guante de béisbol rojo. «Demonios.» Las tripas de esos tipos cuelgan exageradamente y las nalgas monstruosas de las mujeres se bambolean mientras andan por el entarimado con zapatillas deportivas que han dado de sí. A bien pocos pasos de la muerte, estos viejos de Estados Unidos desafían el decoro y se visten como niños pequeños.
Mientras busca la dirección en el último albarán del día, Ahmad se aleja de la playa conduciendo el camión por una parrilla de calles. No hay bordillos ni aceras. Los extremos del firme se desmoronan en rodales de hierba requemada por el sol. Las casas son pequeñas, se solapan, dan la impresión de que el mantenimiento es mínimo, sólo para el alquiler estacional; en el interior de más o menos la mitad se ven signos de vida: luces, el parpadeo de una pantalla de televisor. En algunos jardines están esparcidos los juguetes coloridos de los niños: tablas de surf y Nessies inflables esperan en galerías con mosquitera el revolcón oceánico del día siguiente.
Wilson Way, número 292. La casita de campo no da la impresión de estar habitada y las ventanas delanteras están cegadas por persianas, de modo que Ahmad se sobresalta cuando la puerta se abre a los pocos segundos de haber llamado al timbre, que suena como una campanada. Un hombre alto, de cabeza delgada, que parece aún más delgada por lo juntos que tiene los ojos, y de cabello oscuro cortado al rape, aparece tras la mosquitera. A diferencia de las multitudes que andaban cerca de la playa, va vestido con ropa poco apropiada para sol: pantalones grises y una camisa de manga larga, del color indefinido de una mancha de aceite, con los puños y el cuello abotonados. No tiene una mirada amigable. Hay una tensión áspera en todo su cuerpo; su barriga es admirablemente plana.
– ¿Señor -Ahmad consulta el albarán- Karini? Traigo un pedido de Excellency Home Furnishings, de New Prospect. -Consulta el papel de nuevo-: Una banqueta de cuero teñido en varios colores.
– De New Prospect -repite el hombre de vientre plano-. ¿No Charlie?
Ahmad tarda en captarlo.
– Oh… ahora conduzco yo el camión. Charlie está liado en el despacho, aprendiendo el negocio. Su padre está enfermo, tiene diabetes. -A Ahmad le da la sensación de que estas frases superfluas no van a ser entendidas y, en la oscuridad, se sonroja.
El hombre alto se vuelve y repite las palabras «New Prospect» a los otros que están en la habitación. Ahmad ve que hay tres más, todos hombres. Uno es bajito, fornido y mayor que los otros dos, que no le sacan muchos años a Ahmad. Nadie viste ropa playera sino de trabajo, es como si llevaran largo rato sentados en esos muebles alquilados esperando a que llegara el trabajo. Responden con murmullos de asentimiento, en los que Ahmad cree oír, enterradas bajo las inflexiones, las palabras fulūs y kafir; el tipo alto advierte que está escuchando y le pregunta con hosquedad:
– Enta btehki 'arabi?
Ahmad se sonroja y contesta:
– La'… ana aasif. Inglizi.
Satisfecho, y un poco menos tenso, el hombre dice:
– Traer, por favor. Todo el día esperamos.
En Excellency Home Furnishings no venden muchos escabeles; éstos pertenecen, como el ayuntamiento de New Prospect, a una época más recargada. El artículo, que va envuelto en grueso plástico transparente para proteger su delicada piel de parches de cuero tintados y cosidos en abstractos diseños de seis lados, está usado pero en buen estado; es un cilindro acolchado y con la firmeza necesaria para soportar el peso de un hombre sentado, pero suficientemente mullido para acomodar los pies enfundados en zapatillas de alguien que se haya echado a descansar en una butaca. Es un peso ligero, Ahmad lo levanta de una brazada, cruje ligeramente mientras lo lleva, del camión y por el patio lleno de digitarias, hasta el salón principal, donde los cuatro hombres están sentados a la débil luz de una lámpara de mesa. Nadie se ofrece a descargar el bulto de sus brazos.
– En suelo está bien -le ordenan.
Ahmad lo deja.
– Aquí quedará muy bonito -dice, para romper el silencio que reina en la habitación, y tras incorporarse añade-: ¿Me podría firmar, señor Karini?
– Karini no aquí. Yo firmar para Karini.
– ¿Ninguno de ustedes es el señor Karini? -Los tres hombres esbozan las sonrisas rápidas y esperanzadas de quien no ha entendido qué le preguntan.
– Yo firmar para Karini -insiste el líder del grupo-. Soy colega de Karini.
Sin más resistencia, Ahmad deja el recibo de entrega en la mesa supletoria donde está la lámpara y señala con el bolígrafo dónde va la rúbrica. El hombre enjuto y sin nombre firma; el garabato es completamente ilegible, observa Ahmad, y se apercibe por primera vez de que uno de los Chehab -padre o hijo- ha garabateado «SP» en el papel: sin portes, aunque sea una pieza considerablemente más barata que el mínimo de cien dólares necesarios para el transporte gratuito.
Mientras cierra tras de sí la puerta mosquitera, se encienden más luces en la sala de estar de la casa, y según va andando por el césped arenoso hacia el camión oye un torrente de palabras ininteligibles en árabe, y algunas risas. Ahmad sube al asiento del conductor y da gas para asegurarse de que lo oyen marchar. Avanza por Wilson Way hasta la primera intersección y gira a la derecha; aparca delante de una cabaña que parece desocupada. Rápido, en silencio, casi conteniendo el aliento, Ahmad vuelve a pie por un sendero marcado en la hierba que hace las veces de acera. No hay coches ni personas por esta callejuela olvidada. Se acerca a la ventana lateral de la sala de estar del 292, donde un resistente matorral de hortensias y flores de espliego resecas ofrece cierto resguardo, y con cuidado espía el interior.
Han desenvuelto el escabel turco y lo han colocado sobre una mesita de café decorada con azulejos, enfrente de un gastado sofá a cuadros. Con un cúter redondo, del tamaño de un dólar de plata, el cabecilla ha cortado, en la parte circular que hace de asiento, las puntadas de uno de los parches triangulares que forman las estrellas de seis lados, copos de nieve rojos y verdes. Cuando el triángulo es suficientemente grande como para abrirlo a modo de solapa, el líder introduce su mano enjuta en el interior y extrae, pellizcándolos con dos largos dedos, unos cuantos billetes estadounidenses. Ahmad no acierta a distinguir su valor, pero a juzgar por la reverencia con que los hombres los ordenan y cuentan en la mesita de azulejos, no parece ser bajo.