El tío de Charlie y hermano de Habib Chehab, Maurice, no suele dejar Florida, pero el calor y la humedad de Miami en julio y agosto lo llevan al norte durante esos meses. Entra y sale a sus anchas de la casa de Habib, en Pompton Lakes, y eventualmente se pasa por Excellency Home Furnishings, donde Ahmad coincide con él: un hombre muy parecido a su hermano, sólo que abulta más y viste también con más seriedad: trajes de rayas, zapatos blancos de piel, camisas y corbatas un tanto obviamente a juego. Le da un formal apretón de manos a Ahmad cuando se conocen, y el muchacho tiene la desagradable sensación de que lo están evaluando unos ojos más circunspectos, y con más oro incluso, que los de Habib, menos prestos a conceder un brillo risueño. Resulta ser el hermano menor, aunque por su comportamiento altivo parece el mayor. A Ahmad, que es hijo único, le fascina la fraternidad: sus ventajas y desventajas, la percepción de tener, en cierto sentido, un duplicado. Si hubiera recibido la bendición de contar con un hermano, Ahmad se habría sentido menos solo, quizás, y no habría dependido tanto del Dios que lleva en su interior, en su pulso y sus pensamientos. Siempre que Maurice y él se ven en la tienda, el corpulento perro viejo, envuelto en ropas claras, lo saluda con la cabeza, sonriendo levemente, implicando un «Te conozco, jovencito. Te tengo calado».
Los dólares que Ahmad alcanzó a ver, camuflados en la entrega que hizo a los cuatro hombres del bungalow de la costa, se le han quedado grabados como algo que participara de lo sobrenatural, esa inmensidad sin rasgos distintivos que aun así se digna, por Su propia e insondable voluntad, interferir en nuestras vidas. No sabe si confesar el descubrimiento a Charlie. ¿Estaba él al tanto de lo que había en la banqueta? ¿Cuántos muebles más de los que han repartido y recogido contenían botines semejantes escondidos en pliegues e interiores huecos? ¿Y con qué fin? El misterio tiene el mismo sabor de las noticias del periódico, de los titulares que él apenas lee, que tratan de la violencia por causas políticas en el extranjero y la violencia doméstica en su propio país, el sabor de lo que cuentan los telediarios nocturnos con los que topa mientras zapea en el anticuado televisor Admiral de su madre.
Se ha aficionado a buscar por televisión los rastros de Dios en esta sociedad de infieles. Mira certámenes de belleza en que chicas de piel luminosa y dientes blancos, junto con el cupo de una o dos aspirantes negras, compiten por seducir al maestro de ceremonias desplegando su talento en el canto o el baile y también a la hora de dar las gracias -tan a menudo que son casi precipitadas- al Señor por los dones con que las ha bendecido, los cuales quieren consagrar, cuando sus días de cantar en traje de baño hayan pasado, a sus semejantes, en forma de tan elevadas ocupaciones como la de doctora, educadora, perita agrónoma o, la más santa de todas las vocaciones, ama de casa. Ahmad descubre un canal específicamente cristiano donde salen hombres de voz grave y mediana edad, vestidos con trajes de colores poco corrientes, de solapas anchas y lustrosas, que suspenden su apasionada retórica («¿Estáis listos para Jesús?», preguntan, y también: «¿Habéis recibido a Jesús en vuestros corazones?») para pasar de golpe a flirtear pícaramente con las mujeres de mediana edad de entre el público o para ponerse, chasqueando los dedos, a cantar. Las canciones cristianas interesan a Ahmad, sobre todo los coros de gospel ataviados, con túnicas irisadas, formados por negras gordas que saltan y se contonean con una intensidad que en ocasiones parece inducida artificialmente pero que en otras, mientras alargan el estribillo, parece ser genuinamente sentida. Las mujeres alzan bien altas las manos, a la par que sus voces, y empiezan a dar palmadas y a balancearse hasta que contagian incluso a los pocos blancos que están presentes: éste es un ámbito de la vida estadounidense donde sin duda predomina, como en los deportes y la criminalidad, la tez oscura. Ahmad sabe, por las alusiones cáusticas y medio en broma del sheij Rachid, que el islam estuvo aquejado antiguamente por los arrebatos y el entusiasmo de los sufíes, pero de ello no encuentra ni el más remoto eco en los canales islámicos que se emiten desde Manhattan y Jersey City; únicamente pasan las cinco llamadas al rezo sobre una diapositiva estática de la gran mezquita de Mehmet Ali de la Ciudadela de Saladino, solemnes tertulias con profesores y mulás con gafas que debaten acerca de la furia antiislámica que ha poseído perversamente al Occidente actual, y los sermones que da un imán con turbante sentado a una mesa tosca, captados por una cámara estática en un estudio estrictamente desprovisto de imágenes.
Es Charlie quien aborda el tema. Un día, en la cabina del camión, mientras van por una carretera, inusualmente vacía, del norte de New Jersey, entre un extenso cementerio y un terreno de prados que ha sobrevivido al tiempo -eneas y juncos de hojas brillantes arraigando en agua salobre-, pregunta:
– Te reconcome algo, campeón. ¿Me equivoco? Últimamente estás muy callado.
– Generalmente estoy callado, ¿no?
– Sí, pero creo que de un modo diferente. Al principio eran silencios del tipo «enséñame», pero ahora son del tipo «¿pasa algo?».
Ahmad no tiene tantos amigos en el mundo como para arriesgarse a perder uno. Desde este momento no hay marcha atrás, lo sabe; tampoco es que el trecho que deba retroceder sea largo. Le cuenta a Charlie:
– Hace unos días, cuando hice el reparto solo, vi algo raro. Vi a unos hombres sacando fajos de billetes de esa banqueta turca que llevé a la costa.
– ¿La abrieron delante de ti?
– No. Me fui y luego volví a escondidas y miré por la ventana. Su comportamiento me había parecido sospechoso. Me entró curiosidad.
– Sabes lo que le hizo la curiosidad al gato, ¿no?
– Lo mató. Pero la ignorancia también puede matar. Si tengo que hacer repartos, debería saber qué estoy repartiendo.
– ¿Por qué te pones así? -dice Charlie, casi con ternura-. Creía que no querías saber más de lo que puedes controlar. Para ser sinceros, el noventa y nueve de los muebles que transportas son sólo eso, muebles.
– Pero ¿quiénes son el uno por ciento de afortunados a los que les toca el gordo? -Ahmad siente una liberación tensa, ahora que el punto de no retorno ha pasado. Es como el alivio y la responsabilidad, imagina, que sienten un hombre y una mujer cuando se desnudan juntos por primera vez. También Charlie parece sentirlo, su voz suena más ligera tras haberse despojado de una capa de fingimiento.
– Los afortunados -explica- son verdaderos creyentes.
– ¿Creen -conjetura Ahmad- en la yihad?
– Creen -puntualiza cuidadosamente Charlie- en la acción. Creen que se puede hacer algo. Que el campesino musulmán de Mindanao no tiene por qué morir de hambre, que el niño bengalí no tiene por qué ahogarse en unas inundaciones, que el aldeano egipcio no tiene por qué quedarse ciego de esquistosomiasis, que los palestinos no tienen por qué ser ametrallados por helicópteros israelíes, que los fieles no tienen por qué tragar con la arena y los excrementos de camello del mundo mientras el Gran Satán engorda con azúcares, cerdo y petróleo a precio demasiado bajo. Ellos creen que mil millones de seguidores del islam no tienen por qué corromper sus ojos, orejas y almas con los entretenimientos ponzoñosos de Hollywood ni con el imperialismo económico despiadado para el cual el Dios judeocristiano es un ídolo decrépito, una simple máscara tras la que se oculta la desesperación de los ateos.
– ¿De dónde sale el dinero? -inquiere Ahmad al ver que ha llegado a su fin el discurso de Charlie, no tan distinto, después de todo, del panorama mundial que pinta quizá más refinadamente el sheij Rachid-. Y los que lo reciben, ¿qué hacen con él?
– El dinero sale -aclara- de quienes aman a Alá, tanto dentro como fuera de Estados Unidos. Piensa en esos cuatro hombres como semillas depositadas en un terreno, y en el dinero como agua para regarlo hasta que llegue el día en que las semillas se abran y germinen. Allāhu akbar!
– ¿Y puede ser que el dinero venga -insiste Ahmad- a través del tío Maurice? Con su llegada todo parece haber cambiado, a pesar de que no soporta el trabajo diario en la tienda. Y tu buen padre, ¿hasta qué punto está metido en esto?
Charlie ríe, indulgente; es uno de esos hijos que ha sobrepasado al padre pero sigue honrándolo, como Ahmad ha hecho con el suyo.
– Oye, ¿quién eres, la CIA? Mi padre es un inmigrante chapado a la antigua, leal al sistema que le dio cobijo y prosperidad. Si llegara a enterarse de las cosas de que tú y yo estamos hablando, nos denunciaría al FBI.
Ahmad, en su nueva posición de confidente, intenta hacer una broma:
– Quienes no tardarían en traspapelar la denuncia. Charlie no se ríe. Dice:
– Lo que me has arrancado es un secreto importante. Asuntos de vida o muerte, campeón. No sé si me habré equivocado al contarte todo esto.
Ahmad intenta minimizar lo ocurrido entre ellos. Se da cuenta de que ha engullido unos conocimientos que no puede escupir. «El saber es libertad», ponía en la fachada del Central High. El saber también puede ser una cárcel, no hay salida una vez que has entrado.
– No te has equivocado. Me has contado muy poco. No fuiste tú quien me llevó de vuelta hasta la casa para mirar por la ventanita cómo contaban el dinero. Podrías haberme dicho que no sabías nada de nada y te habría creído.
– Podría -concede Charlie-. Quizá debería haberlo hecho.
– No. Sólo habrías interpuesto falsedad entre nosotros, allí donde hasta ahora había confianza.
– Entonces dime: ¿estás con nosotros?
– Yo estoy con quienes -dice Ahmad lentamente- están con Dios.
– Vale. Con eso basta. Mantén el mismo silencio que Dios sobre todo esto. No se lo cuentes a tu madre. Ni a tu novia.
– No tengo novia.
– Es verdad. Te prometí que haría algo para arreglarlo, ¿no?
– Dijiste que tendría que echar un polvo.
– Exacto. Me ocuparé.
– No, por favor. No eres tú quien debe ocuparse.
– Los amigos se ayudan -insiste Charlie. Alarga el brazo y aprieta el hombro del joven conductor; a Ahmad el gesto no termina de gustarle del todo, le recuerda a Tylenol acosándolo en el vestíbulo del instituto.
El muchacho declara, con la dignidad viril que acaba de recibir:
– Una pregunta más, y no volveré sobre el tema hasta que tú lo saques. ¿Está en marcha algún plan con esas semillas que necesitan agua?
Ahmad conoce tan bien las expresiones faciales de Charlie que no necesita ni mirar de soslayo para ver que sus labios de caucho van rumiando, como si exploraran la dentadura, y luego despiden un suspiro recargadamente exasperado.
– Como he dicho, siempre hay varios proyectos en fase de planteamiento, y se hace difícil predecir cómo se van a desplegar. ¿Qué dice el Libro, campeón? «Y los judíos tramaron una intriga, pero Dios tramó contra ellos. ¡Dios es el mejor de los que intrigan!»
– En estas intrigas, ¿tendré algún día un papel que desempeñar?
– A lo mejor. ¿Te gustaría, chaval?
De nuevo, Ahmad se ve en otra encrucijada, siente que una puerta se cierra a sus espaldas.
– Creo que sí.
– ¿Sólo lo crees? Te quedas corto.
– Como tú dices, los sucesos particulares no son fáciles de predecir. Pero las líneas están claras.
– ¿Las líneas?
– Las líneas de batalla. Los ejércitos de Satán contra los de Dios. Como se asevera en el Libro: «La impiedad es más grave que la lucha».
– Exacto. ¡Exacto! -aprueba Charlie, y sin moverse del asiento del copiloto se da un cachete en el muslo, como para despertarse-. Me ha gustado. Más grave que la lucha. -Es un hombre de natural afable y divertido, y le ha costado mostrarse serio mientras hablaba con Ahmad como dos hombres paseando por el cementerio en el que algún día habrán de reposar-. Una cosa más que habrá que tener en cuenta -añade-. Se nos echa encima un aniversario, en septiembre. Y los que llevan la voz cantante, nuestros generales, por así decirlo, tienen cierta nostalgia por los aniversarios.
Jacob y Teresa han hecho el amor y se tapan los cuerpos desnudos con las sábanas. La brisa que entra por la ventana del dormitorio es fresca. Septiembre se acerca. La vegetación se debilita; empieza a mostrar, como chispas aisladas, las primeras hojas amarillas. Los dos, piensa él tras su cálida inmersión en las carnes de su amante, podrían perder algún que otro kilo. Allí donde no hay pecas, la piel de Teresa es casi excesivamente pálida, como la de una muñeca de plástico salvo por el hecho de que cede si la aprieta con el pulgar, con la consecuente marca rosa que tarda un tiempo en desaparecer. Los vellosos brazos de Jack, y el pecho, le duelen sólo de observar lo fofos y arrugados que están; en casa, el espejo del baño le devuelve la imagen de unas pseudomamas incipientes y abultadas, y bajo los dos remolinos gemelos de pelo negro, su estómago ha sumado un nuevo michelín. En el pecho, los pelos blancos no tienen un solo rizo y despuntan como antenas indecisas: pilosidad de viejo.
Terry se acurruca contra él, le arrima la nariz respingona al sobaco. El amor que él siente por ella lo sacude como el inicio de una náusea.
– ¿Jack? -suspira ella.
– ¿Qué? -La voz le ha salido más desatenta de lo que pretendía.
– ¿Qué es lo que te pone triste?
– No estoy triste -dice-. Estoy follado. Realmente tienes buena mano. Creía que mi viejo chasis estaba para el desguace, pero tú sabes cómo poner en marcha las bujías. Eres fantástica, Terry.
– Como decía mi padre, déjate de paparruchas. No has contestado a la pregunta. ¿Por qué estás triste?
– Quizá porque pensaba… falta poco para el día del Trabajo. * Será más difícil montárnoslo.
Ha aprendido a expresar lo que le cuesta tener engañada a su esposa sin mencionar a Beth, un nombre que, por alguna razón que a Jack se le escapa, Terry odia oír. Si la verdad saliera a la luz, debería ser Beth la celosa e indignada. Terry intuye lo que está pensando.
– Te da mucho miedo que Beth se entere -dice con rencor-. ¿Y qué si lo sabe? ¿Adónde irá? ¿Quién la querría, en el estado en que está?
– ¿De eso se trata?
– ¿No? Entonces, ¿de qué se trata, jovencito? A ver, dime.
– De no hacerle daño a nadie -indica.
– ¿Te crees que a mí no me hace daño? ¿Crees que no duele que alguien se te tire y te deje al minuto siguiente?
Jack suspira. La lucha sigue, la misma lucha de siempre.
– Lo siento. Me gustaría estar más contigo.
De hecho, marcharse antes de empezar a aburrirse va con él. Las mujeres pueden ser muy aburridas. Se lo toman todo como si fuera personal. Se preocupan demasiado por su preservación, por el aspecto que ofrecen, por teatralizar su propia vida. Con los hombres no hacen falta tantas maniobras, simplemente tienes que golpear. Tratar con una mujer es como el jiu-jitsu, hay que vigilar por dónde viene la zancadilla.
Ella nota el derrotero amenazador que están tomando sus pensamientos e interviene, apaciguadora pero no obstante malhumorada:
– De todos modos lo averiguará.
– ¿Cómo? -Y sin embargo, Terry anda en lo cierto.
– Las mujeres saben estas cosas -le dice con suficiencia, alardeando de género, acurrucándose más hacia él y jugando molestamente con el vello despeinado de su barriga flácida-. Y mira que me digo: «Ámalo menos, por tu bien, chica, y también por el suyo».
Pero mientras Terry habla, siente un desprendimiento interior y vislumbra el alivio que experimentaría si él de verdad dejara de importarle, si esta burda relación suya con un educador viejo, un perdedor melancólico, llegara, en efecto, a su fin. Con cuarenta años se ha separado de bastantes hombres, ¿y cuántos de ellos querría que volviesen? Con cada ruptura, le parece cuando lo piensa, regresaba a su vida de soltera con cierto descaro y energía, como al ponerse de nuevo ante un lienzo en blanco, tenso, imprimado, tras varios días alejada del caballete. El círculo seccionado en que se había convertido Terry, con un arco abierto en la esperanza de que llegara alguna llamada de un hombre, unos golpes en la puerta, una invasión y una transformación desde fuera, se volvía siempre a cerrar. Este Jack Levy, con lo listo e incluso sensible que es a veces, no tiene arreglo. Está aprisionado bajo el peso de su tristeza de judío culpable, y la aplastará también a ella si no lo impide. Terry necesita a alguien de edad más cercana a la suya, y que no tenga esposa. Estos hombres casados siempre lo están más de lo que dicen al principio. Incluso intentan casarse con ella sin soltar antes a la legítima.
– ¿Qué tal le va a Ahmad? -inquiere pseudopaternalmente.
Aún sigue haciendo preguntas sobre Ahmad, pese a que lo que desea ella es dejar de ejercer de madre para pasar a algo que sabe hacer mejor.
– Como últimamente estoy en el turno de noche -explica- y él de reparto, muchos días hasta después de que atardezca, apenas coincidimos. Está más llenito de cara, y también más musculoso, con tanto levantar muebles… Por lo que sé, a ese Charlie a quien aprecia tanto también le gusta acompañarle. Estos libaneses sacan provecho hasta del último centavo. Los negros que contratan no les duran mucho, me ha contado Ahmad. Parece que hace poco lo han promocionado; como mínimo vuelve a casa más tarde y, las pocas veces que lo veo, está preocupado.
– ¿Preocupado? -se sorprende Jack, preocupado él también… aunque por la enorme Beth, claro.
Hay que reconocerlo: por mucho que, llegado a este punto, Terry echara de menos los halagos de Jack en la cama, también podría alegrarse de habérselo quitado de encima. Quizá necesite a otro artista, aunque sea como el último, Leo: Leo el desaprensivo, encantado de haberse conocido, un tipo que pintaba con manchurrones y estropajo, exprimiendo a Pollock con sesenta años de retraso, pero nada lento a la hora de devolver empujones y bofetadas cuando estaba desinhibido por el alcohol o las metanfetaminas, aunque al menos la hacía reír y no intentaba cargarla con culpas, insinuando que incluso él podría haber sido mejor madre para Ahmad. O también podría salir con un residente, como ese tío nuevo un poco tartamudo que daba sus primeros pasos hacia la neurocirugía; pero no, hay que reconocerlo, ya es demasiado vieja para un residente, y en cualquier caso éstos siempre pasan de las enfermeras que se follan para intentar pescar a la hija del proctólogo. Aun así, el solo pensamiento sobre el mundo de hombres que hay ahí fuera, incluso a su edad, incluso viviendo en el norte de New Jersey, recubre su corazón con una coraza contra este hombre lúgubre, de buenas intenciones empalagosas, que huele a viejo. Decide que todo ha terminado.
– Está más bien reservado -aclara-. A lo mejor ha encontrado a una chica. Eso espero. ¿No va ya un poco rezagado?
– Hoy en día los chavales tienen más cosas de las que preocuparse que nosotros a su edad. Al menos, que cuando yo era joven… no debería hablar como si fuéramos igual de viejos.
– Oh, sigue. No te preocupes.
– No es únicamente el sida y todo eso; cuando todo es tan relativo y todas las fuerzas económicas los atiborran de gratificaciones instantáneas y recibos pendientes de las tarjetas de crédito, tienen cierta hambre de, no sé, el absoluto. No es algo que pertenezca en exclusiva a la derecha cristiana, al fiscal general Ashcroft y los servicios religiosos matutinos con su tropilla de nostálgicos de Washington D.C. También lo puedes ver en Ahmad. Y en los musulmanes negros. La gente quiere volver a lo sencillo: blanco y negro, bueno y malo…; y las cosas no son tan simples.
– Mi hijo no es tan simple.
– Sí lo es, en cierto modo. Como la mayoría de la humanidad. De otro modo, ser humano sería demasiado duro. A diferencia de los otros animales, sabemos demasiado. Ellos, el resto de animales, saben lo justo para hacer su parte y morir. Comer, dormir, follar, tener descendencia y morirse.
– Jack, todo lo que cuentas es deprimente. Por eso estás tan triste.
– Lo único que digo es que los chavales como Ahmad necesitan algo que la sociedad ya no les da. La sociedad ha dejado de suponerles la inocencia. Esos árabes locos tienen razón: hedonismo y nihilismo es lo único que sabemos ofrecer. Escucha las letras de las estrellas del rock y el rap, que además son también chavales, aunque con agentes espabilados. La juventud tiene que tomar más decisiones que antes, porque los adultos no saben decirles qué hacer. No sabemos qué hacer, no tenemos las respuestas que antes teníamos; solamente vamos tirando, intentando no pensar. Nadie quiere tener la responsabilidad, así que los chavales, algunos, la asumen. Incluso lo puedes ver en un vertedero como el Central High, donde el perfil demográfico determina a todos y cada uno de sus alumnos: el anhelo de hacer lo correcto, de ser bueno, de apuntarse a algo, al ejército, a la banda de música, a la pandilla, al coro, a la junta de estudiantes, o incluso a los boy scouts. Lo único que quiere el jefe de los boy scouts, o los sacerdotes, es, por lo que se ve, metérsela a los niños, pero los chavales siguen acudiendo, esperan que los dirijan. Al verles las caras por los pasillos se te parte el corazón; ves tanta esperanza, tantas aspiraciones, tanto querer ser buenos. Esperan dar algo de sí mismos. Esto es Estados Unidos, todos esperamos algo, incluso los inadaptados sociales guardan una buena opinión de sí mismos. ¿Y sabes lo que terminan siendo los más indisciplinados? Acaban siendo policías y maestros de escuela. Quieren complacer a la sociedad, pese a que digan lo contrario. Quieren ser gente de gran valía. Ojalá pudiéramos decirles qué es la valía. -Su discurso, expeditivo, crispado, pronunciado entre dientes, surgido de su pecho peludo, da un bandazo-: Mierda, olvida lo que acabo de decir. Los sacerdotes y los jefes de grupo de los boy scouts no es que sólo quieran abusar de ellos, también quieren que sean buenos. Pero no lo consiguen, los culitos de los niños son demasiado tentadores. Terry, dime, ¿por qué estaré largando así?
El desprendimiento interior la empuja a decir:
– Quizá porque intuyes que ésta es tu última oportunidad.
– ¿Mi última oportunidad de qué?
– De compartir tus cosas conmigo.
– ¿Qué dices?
– Jack, esto va mal. Está afectando a tu matrimonio y a mí tampoco me hace ningún bien. Al principio, sí. Eres un tío genial… no eres sólo un tío que esté conmigo. Después de haber tratado con varios imbéciles, me pareces un santo. Te lo digo de verdad. Pero yo tengo que tratar con la realidad, tengo que pensar en mi futuro. Ahmad ya se ha ido… lo único que necesita de mí es que le ponga algo de comida en la nevera.
– Pero yo sí te necesito, Terry.
– Sí y no. Crees que mis cuadros son sandeces.
– Qué va. Me encantan. Me gusta que los hagas de este tamaño extra. Oye, si Beth…
– Si Beth tuviera un tamaño extra, rompería el suelo. -Y, sentada en la cama, ríe al imaginárselo; sus pechos saltan y quedan destapados, la parte de arriba con pecas, y la de abajo, junto a los pezones, jamás tocada por el sol, por mucho que la lista de hombres que han puesto ahí sus labios y sus dedos sea larga.
«La irlandesa que lleva dentro», piensa él. Eso es lo que le gusta, sin lo que no puede pasar. El nervio, la insolente chispa de locura que le sale a los pueblos reprimidos durante mucho tiempo: los irlandeses la tienen, los negros y los judíos la tienen, pero él la ha perdido. Quería ser humorista pero se ha convertido en el brazo arisco de un sistema que no cree en sí mismo. Levantándose tan temprano todas aquellas mañanas lo que hacía era darse un tiempo en el que morir. Aprender a morir en tus ratos libres. ¿Qué dijo Emerson sobre estar muerto? Al menos no tienes que ir al dentista. Hace cuarenta años, la frase le causó un gran impacto, cuando aún podía leer cosas que le interesaran. Esta pelirroja regordeta aún no está muerta, y ella lo sabe. Pero él tiene que quejarse, acerca de Beth.
– Dejémosla fuera de esto. No puede evitar el estado en que se encuentra.
– Tonterías. Si ella no puede, ¿quién puede, entonces? Y respecto a lo de dejarla fuera de esto, habría estado encantada, Jack, pero a ti te es imposible. La arrastras adondequiera que vayas. En tu cara parece que ponga, lo llevas escrito: «Bien, Señor, esto durará sólo una hora». Me tratas como a una clase de cincuenta minutos. Puedo notar cómo esperas a que suene el timbre. -«Así», piensa ella. Ésta es la manera de espantarlo, de aparecer ante él como una persona repulsiva: atacar a su esposa-. Estás casado, Jack. ¡Para mí estás demasiado casado, joder!
– No -le sale como un gemido.
– Sí -dice Terry-. Intenté olvidarlo pero no me dejaste. Abandono. Por mi bien, Jack, tengo que abandonar. Déjame.
– ¿Y qué pasa con Ahmad? La pregunta la sorprende.
– ¿Qué pinta Ahmad en todo esto?
– Estoy preocupado por él. Hay algo sospechoso en esa tienda de muebles.
La mala leche se le está acabando; no ha ayudado mucho el que Jack estuviera ahí, echado en el calor y el sudor de su cama como si aún fuera su amante y tuviera algún derecho de arriendo.
– ¿Y qué? -exclama ella-. Todo es turbio en los tiempos que corren. Yo no puedo vivir la vida de Ahmad por él, ni tampoco la tuya. Te deseo lo mejor, Jack, de veras. Eres un hombre dulce y triste. Pero si me llamas o vuelves por aquí después de cruzar hoy esa puerta, lo consideraré acoso.
– Oye, no… -dice él con la voz entrecortada, deseando simplemente que las cosas vuelvan al cauce de hace una hora, cuando ella le recibió con un beso húmedo cuyo efecto le llegó hasta las ingles incluso antes de cerrar la puerta del apartamento. A él le gustaba tener una mujer aparte. Le gustaba su bagaje: que fuera madre, que fuera pintora, que fuera auxiliar de enfermería, compasiva hacia los cuerpos de otras personas.
Ella sale de la cama, que huele a ambos.
– Vete, Jack -le pide, situándose fuera de su alcance. Con rapidez y recelo se agacha para recoger algunas ropas de donde las tiró. El tono se va volviendo pedagógico, como de regañina-. No seas plasta. Seguro que con Beth también eres como una sanguijuela. Chupando, chupándole la vida a esa mujer, apretada hasta la lástima que sientes por ti. No me extraña que coma. Te he dado lo que he podido, y ahora debo seguir adelante. Por favor. No me lo pongas difícil.
Él empieza a molestarse y se opone al tono de reprimenda de esta furcia.
– No puedo creerme que esto esté pasando, y sin motivo alguno -protesta. Se siente blando, demasiado flojo y apagado para salir de la cama; la imagen de la sanguijuela le ha calado hondo. Quizás ella tenga razón; él es una carga para el mundo. Intenta arañar tiempo-: Démonos unos días para pensarlo -dice-. En una semana te llamo.
– Ni te atrevas.
Esta orden imperiosa lo irrita. Suelta:
– ¿Me puedes repetir el motivo? Me lo he perdido.
– Eres profesor, debes saber lo que es hacer borrón y cuenta nueva.
– Soy responsable de tutorías.
– Bueno, pues date algunos consejos. Arregla tu expediente.
– Si me deshago de Beth, ¿qué pasaría?
– No sé. No mucho, seguramente. En cualquier caso, ¿cómo lo harías?
Es verdad, ¿cómo? Terry ya se ha puesto el sujetador, y se ajusta los vaqueros a tirones airados; la desnudez inerte de Jack se está volviendo, a pasos agigantados, deshonrosa y abyecta. Dice:
– De acuerdo, ya hemos hablado bastante. Siento haber sido un burro. -Sigue tumbado. Le viene a la cabeza una melodía de hace tiempo, de cuando el centro de la ciudad estaba plagado de marquesinas de cine; una cancioncilla repetitiva, escurridiza. Canturrea las notas finales-: Didi-dit-dah-da-daaah.
– ¿Qué es eso? -exige ella, enfadada pese a haber ganado.
– No es de los Terrytoons. Es una canción de otros dibujos, de la Warner Brothers. Al final, un cerdo tartamudo salía de un tambor y decía «¡E-e-eso es todo, amigos!».
– No eres tan gracioso, ¿sabes?
Jack se sacude la sábana de encima de una patada. Le gusta la sensación de ser un animal peludo sin ropa, con sus viejos genitales colgando, sus pies de plantas amarillas oliendo a queso; le gusta la llamarada de alarma en los ojos saltones del otro animal. De pie, desnudo, el yo sexagenario, avellanado y encorvado de Jack Levy replica:
– Cojones, te voy a echar mucho de menos.
Mientras el aire fresco lame su piel, recuerda haber leído hace años cómo el paleontólogo Leakey, que encontró los más antiguos restos humanos en la garganta de Olduvai, declaró que un ser humano podía capturar y matar con sus propias manos a cualquier presa, incluso a un depredador con dientes, si ésta era más pequeña que él. Jack percibe ahora ese potencial en su interior. Podría reducir a este miembro más pequeño de su propia especie, llevarlo al suelo y estrangularlo.
– Tú eras mi último… -empieza a decir.
– ¿Tu último qué? ¿Tu último rollo? Pues es tu problema, no el mío. Pagando también puedes, ya lo sabes. -Su cara pecosa está desafiantemente rosa. No entiende que no tiene por qué pelear con él, que no debe ser grosera ni desfogarse. Él sabe cuándo ha cateado. Siente su carne desnuda como un peso muerto.
– Eh, Terry, tranquila. Mi último motivo para vivir, eso iba a decir. Mi última razón para la joie de vivre.
– No me montes el típico numerito de judío llorica, Jack. Yo también te echaré de menos. -Y después aún añade, para hacer daño-: Por una temporada.
Una mañana de principios de septiembre, Charlie saluda a Ahmad diciendo:
– ¡Hoy es tu día de suerte, campeón!
– ¿Y eso?
– Ya verás. -Charlie lleva unos días serio e incluso brusco, como si algo lo royera por dentro; pero sea cual sea la sorpresa, se muestra tan satisfecho que, visto de refilón, la comisura de su excitada boca se ensancha hasta esbozar una sonrisa-. Lo primero, es hacer un montón de entregas, una de las cuales nos llevará lejos, hasta Camden.
– ¿Tenemos que ir los dos? No me importa hacerlo solo.
Ha acabado prefiriendo conducir sin compañía. En la cabina no se siente solo, Dios lo acompaña. E incluso Dios va siempre solo, Él es la más extrema soledad. Ahmad ama a su Dios solitario.
– Sí, tenemos que ir los dos. Hay que llevar una cama nido, ya sabes que, con esas estructuras de metal, pesan una puta tonelada. Y el pedido de Camden es un sofá de dos metros veinte, de pura piel y tachonado, con reposabrazos curvados. Pero no se puede levantar por los extremos; se parten enseguida, como descubrimos uno de tus predecesores y yo. En origen valía más de mil, lo hemos rebajado, es para la sala de espera de una clínica elegante para niños desequilibrados.
– ¿Desequilibrados?
– Y quién no lo está, ¿verdad? En fin, con las dos butacas a juego es una venta de dos mil dólares, y de ésas no tenemos todos los días. Cuidado con el camión cisterna de la izquierda; creo que el cabrón va colocado.
Sin embargo, Ahmad ya había visto el camión, de la cadena de gasolineras Getty, y considerado si el conductor tenía en cuenta el oleaje de la carga y demás factores que requieren precaución. En septiembre hay peligros añadidos en la carretera, ya que los veraneantes al volante parecen competir por ver quién llega antes a la guarida habitual.
– La Excellency está subiendo enteros -explica Charlie- con la de casas nuevas que se venden por más de un millón. ¿Te has fijado que en los concursos de la tele el público ya no se ríe si dices que eres de New Jersey? A este paso nos van a considerar el sur de Connecticut, a sólo un túnel de Wall Street. Mi padre y mi tío empezaron vendiendo material barato para las masas, muebles de álamo contrachapado y tapicerías de vinilo grapadas, pero ahora tenemos a estos tíos trajeados que trabajan en Nueva York pero viven en Montclair y Short Hills, a quienes no les duelen prendas en gastarse dos mil dólares en un tresillo de piel color hueso o tres mil, por ejemplo, en un juego de mesa de comedor y sillas estilo Viejo Mundo con el capricho añadido de una vitrina estilo gótico a juego, todo en madera de roble tallada. Ahora se llevan cosas así, no solíamos tocar este género. Antes nos llevábamos las antigüedades de más calidad de los lotes que salían a la venta tras una herencia y se quedaban en la tienda varios años. Está entrando dinero fresco, incluso en nuestro querido y pobre New Prospect.
– Es bueno -dice Ahmad con prudencia- que el negocio prospere. -Y se atreve a añadir, para armonizar con el optimista humor de Charlie-: Quizá los nuevos clientes esperen encontrar un regalito entre los cojines.
En el perfil de Charlie no se acusa el recibo de la broma… Prosigue sin darle importancia:
– Ya hemos repartido todos los premios. El tío Maurice ha vuelto a Miami. Ahora somos nosotros los que esperamos una entrega. -De golpe pierde la espontaneidad-: Campeón, tú no hablas con nadie de lo que hacemos aquí, ¿verdad? De la letra pequeña. ¿Te ha interrogado alguien? ¿Tu madre, pongamos? ¿Algún tío con el que salga?
– Mi madre está demasiado ocupada con sus cosas para mostrar curiosidad. La tranquiliza que tenga un empleo fijo, y que ayude en los gastos de casa. Por lo demás, compartimos el apartamento como perfectos desconocidos. -Cae en la cuenta de que eso no es del todo cierto. La otra noche, mientras estaban sentados a cenar, una comida poco habitual, cocinada con esmero, a la vieja mesa redonda donde él solía estudiar, su madre le preguntó si había notado algo «sospechoso» en la tienda de muebles. En absoluto, contestó él. Está aprendiendo a mentir. Para ser honesto con Charlie, le cuenta-: Creo que recientemente mi madre ha sufrido una de sus desventuras amorosas, porque la otra noche se destapó con un repentino interés por mí, como si hubiera recordado que yo también vivo allí. Pero se le pasará. Nunca nos hemos comunicado bien. La ausencia de mi padre siempre ha sido un obstáculo entre nosotros, y después mi religión, que adopté antes de entrar en la adolescencia. Es una mujer de carácter cálido, y sin lugar a dudas se preocupa de sus pacientes del hospital, pero creo que tiene tan poco talento para la maternidad como una gata. Las gatas dan de mamar a sus crías por un tiempo y después las tratan como a enemigas. Aún no he crecido bastante para ser el enemigo de mi madre, pero soy suficientemente maduro para ser el objeto de su indiferencia.
– ¿Qué piensa de que no tengas novia?
– Creo que para ella es un alivio, si es que se lo ha planteado. Tener un añadido a mi vida le complicaría la suya. Otra mujer, da igual lo joven que fuese, podría empezar a juzgarla y a encaminarla a cierto patrón de comportamiento convencional.
Charlie lo interrumpe:
– Ahora viene un desvío a la izquierda, creo que no en este semáforo pero sí en el siguiente. Ahí tomamos la Ruta 512 hasta Summit, donde dejamos las sillas y la mesa de cocina color canela. ¿Así que aún no has echado un polvo? -Interpreta el silencio de Ahmad como una confirmación y dice-: Bien. -La sonrisa con hoyuelos ha vuelto a su rostro. Ahmad está tan acostumbrado a ver a Charlie de perfil que se sorprende cuando el hombre se vuelve, en la sombra de la cabina, y le muestra ambos lados de la cara. Luego, Charlie devuelve la mirada al semáforo, que más allá del parabrisas se pone verde-. Llevas razón en lo de los anunciantes occidentales -señala, recuperando un viejo tema-. Nos atiborran de sexo porque significa consumo. Primero la bebida alcohólica y las flores que van con las citas, después la crianza y las compras que lo anterior conlleva, comida para bebé y todoterrenos y…
– Muebles color canela -apunta Ahmad.
Cuando Charlie no hace bromas, se pone tan serio que invita a que lo provoquen. El ojo solitario de su perfil parpadea, en la boca se le dibuja una mueca de bebedor, como si le hubiera subido un regusto agrio.
– Y una casa más grande, iba a decir. Estas parejas jóvenes gastan y se sumen en deudas que crecen y crecen, que es justo lo que quieren los usureros judíos. Es la trampa del «compra hoy y paga mañana», muy atractiva. -Pero no se olvida de la provocación, y prosigue-: Sí, somos mercaderes. Pero la idea de papá era vender a precios razonables. No empujar al cliente a comprar más de lo que se puede permitir. Sería malo para él y en consecuencia para nosotros. De hecho no aceptábamos tarjetas de crédito hasta hace un par de años. Ahora sí. Hay que adherirse al sistema -dice-, hasta que llegue el momento.
– ¿El momento?
– El momento en que lo reventemos desde dentro. -Suena impaciente. Parece pensar que el chico sabe más que él.
Ahmad le pregunta:
– ¿Y cuándo llegará ese momento?
Charlie reflexiona.
– Llegará cuando todo esté preparado. Puede que nunca o puede que antes de lo que creemos.
Desde el instante en que el otro hombre se ha descubierto al hablar de los usureros judíos, Ahmad se siente en equilibrio sobre un andamio de paja, en el vertiginoso espacio de sus creencias compartidas. Tras haber sido admitido, le parece, a un nivel inusitado de la confianza de Charlie, él a su vez confiesa:
– Yo tengo un Dios al que me dirijo cinco veces al día. Mi corazón no necesita otras compañías. La obsesión por el sexo revela la vacuidad de los infieles, y sus miedos.
Animándose, Charlie manifiesta:
– Oye, no lo critiques hasta que lo pruebes. Bueno, ya hemos llegado. El ochocientos once de Monroe Street. Una mesa y cuatro sillas de cocina, marchando.
El edificio es un híbrido de estilo colonial, ladrillo rojo y madera blanca, en un jardín bien cuidado. La joven señora de la casa, una estadounidense de origen chino, sale por el sendero de losas a recibirlos. Mientras los dos hombres van entrando las sillas y la mesa ovalada, sus dos hijos, una niña de edad preescolar que lleva un mono fucsia con patitos bordados y un bebé, que todavía gatea, con una camiseta manchada de comida y los pañales caídos, observan el espectáculo y arman jaleo, como si les estuvieran trayendo un par de nuevos hermanitos. La joven madre, feliz por la nueva adquisición, intenta darle a Charlie una propina de diez dólares, pero él la rechaza, con lo que le enseña una lección de igualdad estadounidense.
– El placer ha sido nuestro -le dice-. Disfrútelos.
Ese día deben entregar catorce pedidos más, y cuando vuelven de Camden las sombras ya se han alargado en Reagan Boulevard, y el resto de tiendas ya han cerrado. Llegan por el oeste. Junto a Excellency Home Furnishings, en la otra acera de la Calle Trece, hay un negocio de neumáticos que había sido una estación de servicio; la isleta de los surtidores de gasolina sigue donde estaba, pero no los surtidores. Al lado, se levanta una funeraria, cuyas dependencias ocupan lo que era una mansión privada antes de que esta parte de la ciudad se volviera un barrio de servicios. Tiene un amplio porche con toldos blancos y un letrero discreto, UNGER amp; SON, clavado en el césped. Aparcan el camión en el solar y suben con cansancio a la sonora plataforma de carga, entran por la puerta trasera y se dirigen al vestíbulo, donde Ahmad ficha.
– No olvides -lo avisa Charlie- que te espera una sorpresa.
El recordatorio pilla a Ahmad desprevenido; en el transcurso de la larga jornada se le había borrado de la cabeza. Ya está algo mayor para juegos.
– Te espera arriba -dice Charlie en voz muy baja, para que no lo oiga su padre, que se queda a trabajar hasta tarde en el despacho-. Cuando termines, sal por atrás. Y pon la alarma.
Habib Chehab, calvo como un topo en su mundo subterráneo de muebles nuevos y usados, aparece por la puerta de su despacho. Está pálido incluso después de un verano al sol de Pompton Lakes, con la cara enfermizamente abotargada, pero saluda a Ahmad con jovialidad.
– ¿Cómo le va a este chico?
– No me puedo quejar, señor Chehab.
El viejo contempla a su joven conductor, siente la necesidad de añadir algo, de coronar un verano de leal servicio.
– Eres el mejor -dice-. Cientos de kilómetros, muchos días haces trescientos o cuatrocientos, y ni un golpe, ni un rasguño. Y ninguna multa. Excelente.
– Gracias, señor. El placer ha sido mío. -Es una frase, se da cuenta, que le ha oído decir a Charlie ese mismo día.
El señor Chehab lo mira con curiosidad.
– ¿Vas a seguir con nosotros, ahora que terminan las vacaciones?
– Claro. ¿Qué voy a hacer, si no? Me encanta conducir.
– Bueno, pensaba que los chicos como tú, listos y obedientes, queríais seguir estudiando.
– Me lo han propuesto, señor, pero de momento no me atrae.
Más formación, teme, podría debilitar su fe. Algunas dudas que le habían surgido en el instituto podrían terminar siendo irreversibles en la universidad. El Recto Camino lo llevaba por otra dirección, más pura. No sabría cómo explicarlo mejor. Ahmad se pregunta hasta qué punto el viejo está al corriente del dinero oculto, de los cuatro hombres en el bungalow de la costa, del antiamericanismo de su propio hijo, de los contactos de su hermano en Florida. Sería raro que no tuviera algún conocimiento de estos movimientos; pero las familias, como Ahmad sabe por la suya, son nidos de secretos, de huevos que se rozan pero que conservan cada uno su vida independiente.
Mientras los dos hombres se dirigen hacia la salida trasera, al aparcamiento y a sus respectivos coches -el padre tiene un Buick, el hijo, un Saab-, Charlie le repite a Ahmad las instrucciones acerca de activar la alarma y cerrar la puerta con el engrasado candado doble. El señor Chehab pregunta:
– ¿El chico se queda?
Charlie apoya una mano en la espalda de su padre instigándolo a salir.
– Papá, le he dejado a Ahmad una tarea pendiente en el piso de arriba. Te fías de él para que cierre, ¿no?
– ¿Por qué lo preguntas? Es un buen chico. Como de la familia.
– De hecho -Ahmad oye las explicaciones que Charlie le da a su padre en la dársena de carga-, el chaval tiene una cita y quiere lavarse y ponerse ropa limpia.
«¿Una cita?», piensa Ahmad. Ya ha adivinado la sorpresa que le ha preparado Charlie: será un almohadón, como el que transportó, lleno de dinero, una paga extra de final de verano. Pero como queriendo confirmar la mentira de Charlie a su padre, Ahmad se limpia, en el pequeño aseo que hay junto a la fuente de agua fría, la mugre que se le ha acumulado en las manos durante el día, y se echa agua en cuello y cara antes de ir a las escaleras que, en mitad de la tienda, conducen al segundo piso. Sube los peldaños con pasos silenciosos. En la segunda planta se exponen camas y tocadores, mesitas de noche y armarios roperos, espejos y lámparas. Ve estos objetos a la tenue luz de una lámpara de noche lejana, mientras los faros de los coches que vuelven a casa parpadean en los altos ventanales. Las pantallas de las lámparas apagadas hienden las sombras con sus cantos agudos, del techo cuelgan como arañas las instalaciones eléctricas. Hay camas con cabeceras acolchadas y cabeceras de madera con formas floridas, y también de barras de latón paralelas. Los colchones están dispuestos uno al lado de otro por las dos paredes, en sendas perspectivas de planos que se mantienen tirantes por la rigidez de sus muelles y sus estructuras interiores de metal. Mientras avanza entre las dos superficies proyectadas, le late el corazón y llega a su nariz el prohibido humo de un cigarrillo, y a sus oídos una voz familiar.
– ¡Ahmad! No me han dicho que serías tú.
– ¿Joryleen? ¿Eres tú? A mí no me han dicho nada.
La chica negra sale de detrás de la pantalla de la lámpara tenue, al pie de la cual se alza, como una escultura, enroscándose lentamente, el humo de su cigarrillo, apagado con prisas en un cenicero improvisado con el papel de aluminio de una chocolatina. Mientras sus ojos se acostumbran a la oscuridad, ve que la chica lleva una minifalda de vinilo rojo y un top ajustado de color negro con escote de barco. Sus redondeces parecen haber sido vertidas en un nuevo molde, más estrecho en la cintura; las mandíbulas también están más enjutas. Lleva el pelo más corto y con mechones oxigenados, como nunca antes en el Central High. Cuando mira hacia abajo, ve que calza unas botas blancas con las costuras en zigzag y las punteras afiladas, de esas nuevas que tienen un montón de espacio sobrante en la punta.
– Lo único que me dijeron era que esperase a un chico al que había de desvirgar.
– Al que había que echarle un polvo, estoy seguro de que te lo ha dicho así.
– Sí, me parece que sí. No es una expresión que oigas a menudo, hay muchísimas otras maneras de llamarlo. El tipo me dijo que era tu jefe y que trabajabas aquí. Al principio habló con Tylenol, pero luego quiso verme para explicarme lo delicada que tenía que ser con el chico en cuestión. Era un árabe alto, con una boca inquieta y misteriosa. Me dije: «Joryleen, no te fíes de este tipo», pero me dio bastante dinero. Unos cuantos billetitos.
Ahmad está boquiabierto; no habría descrito a Charlie como árabe ni como misterioso.
– Son libaneses. Charlie se ha criado como un estadounidense más. No es exactamente mi jefe, es el hijo del propietario, y transportamos muebles juntos.
– Vaya, Ahmad, y perdona que te lo diga, pero en el instituto imaginaba que harías algo un poco mejor que esto. Algo en lo que pudieras usar más la cabeza.
– Bueno, Joryleen, se podría decir lo mismo de ti. Guardo un buen recuerdo de la última vez, ibas vestida con una túnica del coro. ¿Qué haces con esta ropa de puta, y hablando de desvirgar a la gente?
Ella echa la cabeza atrás con un ademán defensivo, haciendo morritos; se ha pintado los labios con un carmín brillante, color coral.
– No es por mucho tiempo -explica-. Sólo unos cuantos favores que Tylenol me pide que le haga a algunas personas, hasta que nos establezcamos y podamos comprarnos una casa y todo eso. -Joryleen mira alrededor y cambia de tema-: ¿Me estás diciendo que una pandilla de árabes es propietaria de todo esto? ¿De dónde sacan el dinero?
– No entiendes de negocios. Pides un préstamo al banco para comprar el stock, y luego incluyes los intereses en el apartado de gastos. Se llama capitalismo. Los Chehab vinieron en los años sesenta, cuando todo era más fácil.
– Debía de serlo -dice ella, y se sienta rebotando en un colchón con un dibujo de rombos y revestido de un brocado con hilos plateados. Su diminuta minifalda roja, más corta que la de una animadora, le permite a Ahmad ver sus muslos, que quedan ensanchados por la presión del borde del colchón. Sólo puede pensar en sus bragas, aprisionadas entre su culo desnudo y el elegante cutí del tapiz; la idea le oprime la garganta. Todo lo que la rodea parece brillar: el lápiz de labios color coral, el cabello corto, moldeado con gel hasta hacer coletitas como púas de puerco espín, la purpurina dorada en el maquillaje graso de alrededor de sus ojos. Para llenar este silencio, Joryleen habla-: Aquéllos eran tiempos fáciles, comparados con la actualidad y su mercado laboral.
– ¿Y por qué no se busca Tylenol un empleo para ganar ese dinero que quiere?
– Lo que tiene en mente es demasiado grande para cualquier trabajo tradicional. Tiene previsto ser un pez gordo algún día, y mientras tanto me pide que ponga un poco de pan en la mesa. No quiere que trabaje en la calle, solamente que le haga un favor aquí y allá, generalmente a algún blanco. Cuando estemos instalados me va a tratar como a una reina, dice. -Desde que terminaron el instituto se ha puesto un arito en una ceja, que se añade a lo que ya tenía, la cuenta de la nariz y la hilera de pendientes que parece una oruga comiendo de la parte superior de su oreja-. Bueno, Ahmad. No te quedes ahí como un pasmarote. ¿Qué te gustaría? Te podría hacer una mamada aquí mismo y zanjar el asunto, pero creo que tu señor Charlie prefería que pillaras cacho del todo, lo cual incluye condón y lavarse después. Me ha pagado por un servicio completo, para que tuvieras lo que te apetezca. Me previno de que serías un poco tímido.
– Joryleen, no soporto oírte hablar así -gimotea Ahmad.
– ¿Hablar como? ¿Aun tienes la cabeza en el país de Nunca Jamás árabe, Ahmad? Sólo intentaba ser clara. Mejor nos desnudamos y nos echamos en una de estas camas. ¡Tío, tenemos unas cuantas!
– Joryleen, quédate vestida. Te respeto igual que antes y, en cualquier caso, no quiero que me desvirguen hasta que me case como es debido con una buena musulmana, como dice el Corán.
– Pues ella te espera en el país de Nunca Jamás, corazón, pero yo estoy aquí, dispuesta a enseñarte el mundo.
– ¿Qué quieres decir con eso de «enseñarme el mundo»?
– Ya verás. Ni siquiera tienes que sacarte esa camisa blanca de moñas que me llevas, sólo los pantalones. Uf, en el instituto me ponían a cien, tan ajustaditos.
Y, con la cara a la altura de su bragueta, Joryleen abre los labios, no tanto como cuando cantaba pero lo suficiente para que él pueda ver sus profundidades. Las membranas interiores y las encías brillan bajo sus dientes, un perfecto arco color perla, con la gruesa lengua pálida al fondo. Abre interrogativamente los ojos cuando vuelve la mirada arriba.
– No seas asquerosa -protesta él, aunque la carne que se esconde tras su cremallera ha reaccionado.
Joryleen pone cara de fastidio, y lo provoca:
– ¿Quieres que le devuelva el dinero al señor Charlie? ¿Quieres que Tylenol me dé una paliza?
– ¿Lo hace?
– Intenta no dejarme marcas. Los chulos más viejos le explican que cuando lo haces es como si te escupieras a ti mismo. -Deja de mirarle y le golpea suavemente con la cabeza por debajo del cinturón, la menea como un perro secándose.- Venga, precioso. Yo te gusto, está clarísimo.
Con las dos manos -lleva las uñas largas en todos los dedos- toca el bulto que se esconde tras la bragueta. Él da un salto atrás, no tan alarmado por la caricia de Joryleen como por el demonio del consentimiento y la sumisión que crece en su interior, endureciendo una parte de su cuerpo y atontándolo en otra, como si le hubieran inyectado una sustancia espesante en la sangre; ella ha despertado en él una realidad melindrosa, la de un hombre que toma posesión de lo que le pertenece, en acto de servicio a la semilla que transporta en su interior. Las mujeres son sus campos. «Los bienaventurados estarán reclinados en alfombras forradas de brocados. Tendrán a su alcance la fruta de los dos jardines.» Le dice a Joryleen:
– Me gustas demasiado para que te trate como a una puta.
Pero ella se ha puesto zalamera; este cliente difícil la excita, es un reto.
– Deja que me la meta en la boca -dice-. En el viejo Corán no es pecado. Es simplemente cariño natural. Nos han hecho para esto, Ahmad. Y no viviremos eternamente. Nos hacemos viejos, enfermamos. Sé simplemente tú mismo durante una hora, y nos harás un favor a los dos. ¿No te gustaría jugar con mis preciosas y grandes tetas? Aún me acuerdo de cómo me mirabas el escote cada vez que nos encontrábamos en el instituto.
Él se aparta de ella, las pantorrillas se le clavan en la cama de atrás, pero está tan aturdido por la tormenta que le bulle en la sangre que no dice nada cuando en un visto y no visto ella empieza a quitarse el ajustado top, ya lo ha pasado por el cuello, vuelven a liberarse sus cabellos desteñidos a manchurrones, arquea la espalda y se desabrocha el vaporoso sujetador negro. El marrón de sus pechos tiene la oscuridad de las berenjenas en los círculos que rodean sus pezones, que son de color carne. Al vérselos así, desnudos, púrpura y rosa, no tan enormes como habían parecido cuando estaban medio tapados, Ahmad siente que está, no sabe por qué, más cerca de la antigua y amable Joryleen, la que él conocía, si bien ligeramente, con su sonrisa a la vez engreída y tentadora frente a las taquillas.
Con la lengua adormecida y la garganta seca, él comenta:
– No quiero que le cuentes a Tylenol qué hemos hecho y qué no.
– Vale, no lo haré, prometido. De todos modos, tampoco le gusta oír qué hago con los clientes.
– Quiero que te desnudes del todo. Simplemente nos echaremos y hablaremos un rato.
El que haya tomado esta iniciativa, por mínima que sea, hace que Joryleen se amanse. Cruza las piernas, se quita una de sus botas puntiagudas, después la otra, y se pone de pie; las puntas de su pelo con mechas rubias llegan, ahora que va descalza, a la altura de la garganta de Ahmad. Joryleen topa contra su torso mientras, aguantando el equilibrio primero sobre una pierna y después sobre la otra, se baja la falda de vinilo roja y las negras bragas de encaje. Tras hacerlo, mantiene la barbilla y la vista bajas, a la espera, cruzando los brazos delante de los pechos, como si la desnudez la hubiera vuelto más modesta.
Él da un paso atrás y, mientras se regocija mirando a la Joryleen real, descubierta, vulnerable, dice:
– La pequeña Miss Simpatía. Yo me quedaré vestido. A ver si encuentro una manta y unas almohadas.
– Hace calor y el ambiente ya está bastante cargado -apunta-. No creo que necesitemos una manta.
– Una manta para poner debajo -explica él-. Para proteger el colchón. ¿Tienes idea de lo que cuesta un buen colchón? -Casi todos están protegidos con plástico, pero sería una superficie incómoda para echarse encima, se pegaría a la piel.
– Pues date prisa -protesta ella-. Estoy desnuda: imagina que alguien subiera.
– Me sorprende que te preocupe -contesta él-, cuando vas con tantos tíos.
Ahmad ha asumido una responsabilidad, la de crear un emparrado para él y su hembra; la idea lo excita pero también lo desasosiega. Cuando llega a las escaleras se vuelve y la ve tranquilamente sentada junto a la lamparilla, ve cómo enciende un cigarrillo y el humo caracolea en el cono de luz. Baja corriendo, rápido, antes de que ella se evapore. Entre los muebles de la sala de exposición principal no encuentra mantas, pero coge dos cojines estampados de un sofá de felpilla y sube además una pequeña alfombra oriental, de metro veinte por metro ochenta. Con estos quehaceres apresurados se ha calmado un poco, pero las piernas aún le tiemblan.
– A tiempo -lo recibe Joryleen. Él coloca los cojines y la alfombra sobre el colchón, y ella se echa sobre las cenefas entrelazadas de la alfombra, que está ribeteada de azul: la imagen tradicional, le ha explicado Habib Chehab, de un oasis rodeado por un río. Joryleen, con la cabeza apoyada en un brazo, sobre el almohadón, deja a la vista una axila afeitada-. Tío, esto es raro raro -dice cuando él se acuesta a su lado, sin zapatos pero vestido.
Se le va a arrugar la camisa, pero cuenta con que es un precio que deberá pagar.
– ¿Te puedo rodear con el brazo? -pregunta Ahmad.
– Virgen santa, pues claro. Tienes derecho a hacer mucho más.
– Esto -le dice- es todo lo que puedo permitirme.
– Vale, Ahmad. Ahora relájate.
– No quiero que hagas nada que te sea repulsivo.
La ha hecho sonreír, y después reír, con lo que él nota el calor de su hálito en un lado del cuello.
– Ni te puedes imaginar lo difícil que me sería.
– ¿Por qué lo haces? ¿Por qué dejas que Tylenol te mande estas cosas?
Ella suspira, un nuevo chorro de vida en su cuello.
– No sabes casi nada del amor. Él es mi hombre. Sin mí, no tiene mucho. Sería un tío patético, y quizá lo amo tanto porque no quiero que llegue a descubrirlo. Para un negro que se ha criado pobre en New Prospect, tener a una mujer que se vende no es ninguna deshonra: es una manera de demostrar tu virilidad.
– Sí, pero ¿qué es lo que quieres demostrar tú?
– Que puedo tragar mierda, supongo. Sólo es por una temporada. No tomo drogas, así es como se enganchan las chicas, se drogan para poder aguantar tanta mierda, y luego la adicción se convierte en una mierda aún peor. Sólo fumo un poco de hierba, y una caladita de crack de vez en cuando; no me meto nada por las venas. Cuando las circunstancias cambien, lo dejaré.
– Joryleen, ¿cómo van a cambiar?
– Cuando él salga adelante con algún contacto. O yo diga que no lo quiero hacer más.
– No creo que te lo permita así por las buenas. Tú misma acabas de decir que eres lo único que tiene.
Ella delata la verdad de lo que ha dicho Ahmad con un silencio, un silencio que le suma densidad al cuerpo que él rodea con el brazo. Joryleen aprieta levemente su vientre contra el de él, que nota sus pechos como esponjas de agua caliente a la altura del bolsillo delantero de la camisa, cada vez más arrugada. Fuera de su alcance están los dedos de los pies de la muchacha -cuyas uñas, se ha dado cuenta cuando se desnudaba, lleva pintadas de rojo, mientras que en las de las manos ha combinado longitudinalmente el color plata y el verde-, que le rascan los tobillos en juguetona solicitud. Acepta maravillado esos toquecitos, que se mezclan en sus sentidos con los olores que despiden el pelo, el cuero cabelludo y el sudor de Joryleen y con la abrasión aterciopelada de su voz, tan cerca de su oído. En su respiración percibe una ronquedad que tiene sus propios temblores.
– No quiero hablar sobre mí -le pide-. Me asustan este tipo de charlas.
Debe de ser consciente, aunque con menor intensidad que él, del nudo de excitación que se le concentra bajo la cintura, pero obedeciendo el pacto que él ha impuesto no lo toca. Ahmad nunca ha experimentado el tener poder sobre otra persona, no desde que su madre, sin la ayuda de un marido, tuvo que preocuparse por sustentarlo. Él insiste:
– ¿Y qué pasa con el canto coral en la iglesia? ¿Cómo cuadra aquello en esto?
– Pues no cuadra. Ya no canto. Mi madre no entiende por qué lo he dejado. Dice que Tylenol es una mala influencia. No sabe la razón que tiene. Oye: el trato era que podías follarme, no interrogarme.
– Sólo quiero estar contigo, lo más cerca que pueda.
– Anda, tío. Eso ya me lo han dicho antes. ¡Hombres! Son todo corazón. A ver, háblame de ti. ¿Qué tal le va al viejo Alá? ¿Cómo llevas lo de ser santo ahora que las clases han terminado y hemos entrado en el mundo real?
Los labios de Ahmad se retiran unos centímetros de su frente. Decide ser franco con ella sobre este aspecto de su vida que su instinto le suele pedir que proteja de todos, incluso de Charlie, incluso del sheij Rachid.
– Me sigo manteniendo en el Recto Camino -explica a Joryleen-. El islam sigue siendo mi consuelo y mi guía. Pero…
– ¿Pero qué, cariño?
– Cuando me dirijo a Alá e intento pensar en Él, caigo en la cuenta de lo solo que está en el espacio sembrado de estrellas que Su voluntad ha creado. En el Corán, se lo nombra el Lleno de Amor, el Subsistente. Al principio pensaba más en lo del amor, pero ahora me sorprende esa subsistencia, entre tanta desolación. La gente siempre está pensando en sí misma -le dice a Joryleen-. Nadie piensa en Dios, en si sufre o no, en si le gusta ser lo que es. ¿Qué hay en el mundo que pueda ver y de lo que pueda sentirse satisfecho? Y cuando reflexiono acerca de estas cosas, cuando intento imaginarme a Dios como un ser humano amable, mi maestro el imán suele decirme que son blasfemias que merecen el fuego eterno del Infierno.
– Cielo santo, cuántas cosas llevas metidas en la cabeza. Quizás Él nos ha dado el uno al otro, para que no estemos tan solos como Él. Más o menos es lo que dice la Biblia.
– Sí, pero ¿qué somos? En el fondo somos animales apestosos, con un montón de necesidades animales y con vidas más cortas que las de las tortugas.
Esto, que mencione a las tortugas, le arranca una risa a Joryleen; cuando ríe, todo su cuerpo desnudo vibra contra el de Ahmad, de modo que él piensa en cómo los intestinos y el estómago y todo lo demás queda metido ahí dentro, dentro de ella, en un lugar que también encierra un espíritu cariñoso, cuyo hálito recibe en un lado del cuello, donde Dios está tan cerca de él como la vena yugular. Ella dice:
– Será mejor que controles todas esas ideas locas que tienes, o te vas a volver majara.
Los labios de Ahmad se acercan a su frente.
– A veces siento el anhelo de unirme a Dios, de aliviar su soledad. -En cuanto termina de pronunciar estas palabras las reconoce como blasfemas; en la sura veintinueve está escrito: «Dios, ciertamente, puede prescindir de sus criaturas».
– ¿Te refieres a morir? Me estás asustando otra vez, Ahmad. ¿Qué hace esa polla que se me está clavando? ¿Con tanto hablar no se habrá cansado? -Lo toca con mano rápida, experta-. No, tío, ahí está, aún desea lo suyo. No puedo soportarlo, no puedo estar en vilo. Tú no hagas nada. Que Alá me eche a mí la culpa. La acepto, sólo soy una mujer, pase lo que pase seguiré siendo sucia.
Joryleen coloca una mano en cada nalga del chico, a través de los vaqueros negros, y apretándolo rítmicamente contra sus turgencias lo va elevando y elevando hasta transfigurarlo, en una convulsión, hasta un revés de la bóveda de su yo repleto de nudos, al igual que lo que tal vez ocurra cuando el alma accede, tras la muerte, al Paraíso.
Los dos cuerpos jóvenes quedan juntos, dos alpinistas jadeantes que han subido hasta un saliente. Joryleen dice:
– Vaya, pues mira. En los pantalones te ha quedado una mancha, pero no hemos tenido que usar condón y te mantienes virgen para esa novia tuya con el pañuelo en la cabeza.
– Una hiyab. Puede que esa novia nunca llegue a existir.
– ¿Por qué dices eso? El aparato te funciona, y además estás de buen ver.
– Es un presentimiento -responde él-. Quizá tú seas lo más parecido a una novia que yo pueda tener. -En leve tono acusador añade-: No te he pedido que lo hicieras, que me corriera.
– Me gusta ganarme el dinero -contesta Joryleen. A él le sabe mal que ella empiece una conversación relajada, que se aleje de la sutura tensa y húmeda que los ha unido en un solo cuerpo-. No sé de dónde sacas esos malos presentimientos, pero ese amigo tuyo, Charlie, parece que trama algo. ¿Por qué había de prepararte este casquete, si tú no se lo habías pedido?
– Pensaba que yo lo necesitaba. Y quizá tuviera razón. Gracias, Joryleen. Aunque, como has dicho, ha sido impuro.
– Es casi como si te estuvieran cebando.
– ¿Quién? ¿Para qué?
– Y yo qué sé, tontín. Pero quédate con mi consejo. Apártate de ese camión.
– Y tú supón que yo te digo que te mantengas alejada de Tylenol.
– No es tan fácil. Es mi hombre. Ahmad intenta comprenderla:
– Los dos buscamos unirnos, aunque sea con mala fortuna.
– Tú lo has dicho.
La mancha en sus calzoncillos empieza a secarse, se pone pegajosa; con todo, él se resiste cuando Joryleen intenta quitar su brazo de encima.
– Tengo que irme -dice.
Él la abraza más fuerte, con cierta ferocidad.
– ¿Te has ganado tu dinero?
– ¿Ah, no? A mí me parece que aquí alguien ha soltado un buen chorro.
Él quiere unirse a su impureza.
– No hemos follado. Quizá deberíamos. Es lo que Charlie querría.
– Ya te vas haciendo a la idea, ¿eh? Esta vez es demasiado tarde. De momento te dejamos puro.
La noche ha caído fuera de la tienda de muebles. Están a dos camas de la solitaria lámpara de noche encendida, y a su tenue luz el rostro de Joryleen, apoyado en el cojín de felpilla blanca, es un óvalo negro, un óvalo perfecto que contiene los destellos y los pequeños movimientos de sus labios y sus párpados. A ojos de Dios está perdida, pero da su vida por otro, para que Tylenol, ese matón patético, pueda vivir.
– Haz una cosa más por mí -suplica Ahmad-. Joryleen, no puedo soportar que te vayas.
– ¿Qué quieres que haga?
– Cántame.
– Tío. Sí, claro, eres un hombre. Siempre queréis alguna cosa más.
– Sólo una canción. Allá en la iglesia me encantó ser capaz de distinguir tu voz entre todas las demás.
– Y ahora alguien te ha enseñado a camelar. Tengo que sentarme. No puedo cantar tumbada. Tumbarse sólo es para otras cosas.
Eso ha sido innecesariamente grosero por su parte. A la luz solitaria de la lámpara en ese océano de camas, surgen medias lunas crecientes de sombra en la parte inferior de sus contundentes pechos. Tiene dieciocho años, pero la gravedad ya tira de ellos. Él siente la necesidad de alargar el brazo y palpar las prominencias de sus pezones color carne, incluso de pellizcarlos, pues es una puta y está acostumbrada a cosas peores; él mismo se asombra del arrebato de crueldad que le ha salido, en liza con esa ternura que, seduciéndolo, lo apartaría de su fidelidad más íntima. «Quien combate por Dios», dice la sura veintinueve, «combate, en realidad, en provecho propio.» Ahmad cierra los ojos cuando ve, por la tensión de los diminutos músculos de sus labios, con esa delicada orla de carne alrededor de sus bordes, que Joryleen está a punto de cantar.
– «Oh, qué amigo nos es Cristo» -canturrea, con voz trémula y sin las inquietas síncopas de la versión que oyó en la iglesia-. «Él sintió nuestra aflicción…» -Mientras canta, estira la mano, la palma pálida, y lo toca en la frente, una frente amplia e íntegra doblada bajo el peso de más fe de la que muchos hombres pueden soportar, y desviando los dedos, con sus uñas a dos colores, pellizca el lóbulo de la oreja de Ahmad al terminar-: «… díselo en oración.»
La observa volver a vestirse con brío: primero el sujetador, luego, con un movimiento divertido, sus breves braguitas, después, el top ajustado, lo bastante corto para dejar descubierta una tira del vientre, y la minifalda escarlata. Se sienta al borde de la cama para ponerse las botas de puntera, encima de unos finos calcetines blancos que no la había visto quitarse. Para proteger el cuero del sudor, y a sus pies del olor.
¿Qué hora es? Cada día oscurece más temprano. No más tarde de las siete; ha estado con ella menos de una hora. Su madre ya debe de estar en casa, esperándolo para darle de comer. Últimamente le dedica más tiempo. Pero la realidad tiene otras urgencias: debe levantarse y borrar cualquier huella de sus cuerpos en el colchón envuelto en plástico, devolver la alfombra y los cojines a su lugar en el piso de abajo y conducir a Joryleen entre las mesas y butacas, pasar el mostrador y la fuente de agua fría, y salir por la puerta de atrás a la noche, asaltada por los faros de los coches ya no tanto de trabajadores que vuelven a casa como de personas a la caza de algo, de una cena o de amor. La canción de Joryleen y el haber eyaculado lo han dejado tan adormecido que la idea, mientras recorre las doce manzanas que lo separan de casa, de meterse en la cama y no volver a despertar no le parece terrorífica.
El sheij Rachid lo saluda con una expresión coránica: «fa-inna ma'a 'l-'usri yusrā». Ahmad, tras tres meses sin acudir a clase en la mezquita y con su árabe clásico un poco oxidado, tiene que descifrar la cita mentalmente y considerar sus posibles significados ocultos. «La adversidad y la felicidad van a una.» La identifica como una aleya de «El consuelo», una de las primitivas suras mequíes que están hacia el final del Libro por su brevedad pero apreciadas por el maestro a causa de su naturaleza lacónica y enigmática. A veces se la ha titulado también «La abertura», y en ella Dios se dirige al propio Profeta: «¿No te hemos infundido ánimo y liberado de la carga que agobiaba tu espalda?».
Su encuentro con Joryleen había sido el viernes previo al día del Trabajo, así que no fue hasta el martes siguiente cuando Charlie Chehab le preguntó en el trabajo:
– ¿Qué tal fue?
– Bien -dijo Ahmad por toda respuesta-. Resulta que la conocía, un poco, del Central High. Desde entonces se ha ido extraviando.
– ¿Hizo su trabajo?
– Oh, sí. Cumplió.
– Fantástico. Su chulo me prometió que lo haría bien. Qué alivio. Para mí, quiero decir. No me sentía a gusto, contigo sin estrenar. No sé por qué me lo tomé como algo personal, pero así fue. ¿Te sientes un hombre nuevo?
– ¡Y tanto! Ahora veo la vida a través de un nuevo velo. De una nueva lente, debería decir.
– Genial. ¡Genial! Hasta tu primer revolcón, realmente es como si no hubieras vivido. El mío fue a los dieciséis. Bueno, de hecho fueron dos: con una profesional, con goma, y luego con una chica del barrio, a pelo. Pero en aquellos tiempos todo era más loco, antes del sida. Suerte que los de tu generación sois precavidos.
– Sí, lo hicimos con protección.
Ocultar su secreto -que seguía siendo puro- a Charlie lo hizo sonrojarse. No tenía la menor intención de defraudar a su mentor contándole la verdad. Quizá ya habían compartido demasiadas cosas en la intimidad de la cabina mientras el Excellency desfilaba por New Jersey al son zumbante de sus ruedas. El consejo de Joryleen de apartarse de ese camión lo seguía lacerando.
Esa mañana, Charlie tenía un aire angustiado, se ocupaba con nerviosismo de varias cosas a la vez. Las arrugas se dibujaban permanentemente en su cara, las fugaces muecas de su expresiva boca parecían excesivas en el escenario donde se encontraba: su despacho tras la sala de exposición, el lugar donde toma el café todas las mañanas y prepara el plan del día. Ahí esperaban los monos verde oliva sin lavar y los impermeables amarillos para días de reparto con lluvia; estaban colgados como pellejos en las perchas. Charlie le hizo saber:
– Durante el fin de semana largo me topé con el sheij Rachid.
– ¿Ah, sí? -Tras pensarlo, a Ahmad le pareció normal, teniendo en cuenta que los Chehab son miembros importantes de la mezquita.
– Dice que le gustaría verte en el centro islámico.
– Para castigarme, supongo. Ahora que trabajo, descuido el Corán y también asistir a los servicios del viernes, aunque eso sí, siempre cumplo con el salat, no me salto ni uno de los cinco rezos diarios, esté donde esté, mientras sea un lugar impoluto.
Charlie frunció el ceño.
– No es sólo un asunto entre tú y Dios, campeón. Él envió a Su profeta, y el Profeta fundó una comunidad. Sin la umma, el conjunto de saberes teóricos y prácticos con que se gobiernan en grupo los justos, la fe es una semilla que no da fruto.
– ¿Te pidió el sheij Rachid que me dijeras eso? -Había sonado más al imán que a Charlie.
Con ese gesto suyo repentino y contagioso con que muestra los dientes, el tipo sonrió, como un niño al que hubieran pillado en alguna travesura.
– El sheij Rachid no necesita que nadie hable por él. Y no, no te quiere ver para regañarte; todo lo contrario, te quiere ofrecer una oportunidad. Vaya, cierra esa bocaza, ya estás hablando más de la cuenta. En fin, que sea él mismo quien te lo diga. Hoy terminaremos pronto el reparto y te dejaré en la mezquita.
Y así ha llegado ante su maestro, el imán yemení. En el salón de belleza de debajo de la mezquita, pese a estar bien provisto de sillas de trabajo, sólo hay una manicura vietnamita leyendo una revista; y por un resquicio de la larga persiana del escaparate del se cambian cheques también puede vislumbrar que tras la alta ventanilla, protegida con una reja, hay un corpulento hombre blanco bostezando. Ahmad abre la puerta que se encuentra entre estos dos negocios, la roñosa puerta verde del número 2781½, y sube el estrecho tramo de escaleras que lleva al vestíbulo donde antiguamente los clientes del viejo estudio de danza esperaban para empezar sus clases. En el tablón de anuncios junto a la puerta del despacho del imán siguen colgadas las hojas impresas de ordenador que anuncian clases de árabe, de orientación al sagrado, correcto y decoroso matrimonio en la era moderna, y de conferencias sobre historia de Oriente Medio pronunciadas por algún que otro mulá que estuviera de visita. El sheij Rachid, en su caftán con bordados de plata, le sale al paso y estrecha la mano de su pupilo con inusitados fervor y ceremonia; parece que el verano no haya pasado por él, aunque en su barba han aparecido quizás algunas canas más, a juego con sus ojos gris paloma.
Al saludo inicial, cuyo significado aún anda rumiando Ahmad, el sheij Rachid añade: «wa la 'l-akhiratu kbayrun laka mina 'l-ūld. wa la-sawfayu'tika rabbukafa-tardā». Ahmad reconoce vagamente el fragmento, que pertenece a una de las breves suras mequíes a las que su maestro tiene tanto apego, quizá de la titulada «La mañana», que manifiesta que el futuro, la otra vida, merece mayor estima que el pasado. «Tu Señor te dará y quedarás satisfecho.» Y el sheij Rachid dice luego, en inglés:
– Querido muchacho, he echado de menos nuestras horas de estudio compartido de las Escrituras, hablando de grandes asuntos. También yo aprendía. La simplicidad y la fuerza de tu fe instruía y fortalecía la mía. Hay muy pocos como tú. -Acompaña al joven hasta el despacho y se sienta en la alta butaca desde la que imparte sus lecciones-. Bueno, Ahmad -le dice, cuando ya ambos han tomado asiento en el lugar acostumbrado, alrededor del escritorio, en cuya superficie no hay más que un ejemplar gastado, de tapas verdes, del Corán-, has viajado al amplio mundo de los infieles, lo que nuestros amigos musulmanes negros llaman «el mundo muerto». ¿Han cambiado tus creencias?
– Señor, no soy consciente de que hayan variado. Aún siento que Dios está a mi lado, tan cerca de mí como la vena de mi cuello, y que vela por mí como sólo Él puede.
– ¿Y no viste, en las ciudades que has visitado, pobreza y miseria que te llevaran a cuestionar Su misericordia, ni desigualdades de riqueza y poder que arrojaran dudas sobre Su justicia? ¿No has descubierto que del mundo, de su parte americana al menos, emana un hedor a desperdicios y codicia, a sensualidad y futilidad, a desesperación y lasitud, que proviene del desconocimiento de la sabiduría inspirada del Profeta?
Las fiorituras mordaces de la retórica de este imán, proferidas por una voz de doble filo que parece retirarse mientras avanza, afligen a Ahmad con un malestar familiar. Intenta contestar honestamente, hablando casi como Charlie:
– Supongo que no es la parte más elegante del planeta, y que en buena medida está llena de fracasados; pero, a decir verdad, disfruté recorriéndola. La gente es bastante amable, en su mayoría. Por supuesto es porque les llevábamos cosas que deseaban, y que ellos creían que mejorarían sus vidas. Ha sido divertido trabajar con Charlie. Conoce muy bien la historia de este estado.
El sheij Rachid se inclina hacia delante, apoya los pies en el suelo y, uniendo las pequeñas y delicadas manos, junta las puntas de todos los dedos, quizá para disimular sus temblores. Ahmad se pregunta por qué podía estar nervioso su profesor. A lo mejor siente celos de la influencia de otro hombre en su alumno.
– Sí -dice-. Charlie es «divertido», pero también tiene preocupaciones serias. Me ha informado de que has expresado tu voluntad de morir por hyihad.
– ¿Lo hice?
– En una entrevista en el Liberty State Park, frente a la parte baja de Manhattan, donde las torres gemelas de la opresión capitalista fueron triunfalmente abatidas.
– ¿Eso fue una entrevista? -Qué extraño, piensa Ahmad, aquella conversación al aire libre ha llegado hasta aquí, al espacio cerrado de esta mezquita del centro, desde cuyas ventanas sólo pueden verse muros de ladrillo y nubarrones. Hoy el cielo está bajo y gris, cortado en finas capas que podrían descargar lluvia. El día de aquella entrevista el cielo era de una claridad áspera, los gritos de los niños que estaban de vacaciones reverberaban entre el brillo de la Upper Bay y el blanco cegador de la cúpula del Liberty Science Center. Globos, gaviotas, sol-. Moriré -confirma, tras el silencio- si ésa es la voluntad de Dios.
– Hay una posibilidad -el maestro apunta con cautela- de asestar un duro golpe contra Sus enemigos.
– ¿Un complot? -pregunta Ahmad.
– Una posibilidad -repite con escrupulosa precisión el sheij Rachid-. Requeriría la intervención de un shahid cuyo amor por Dios sea absoluto, y que esté impaciente y sediento de la gloria del Paraíso. ¿Lo serás tú, Ahmad? -El maestro ha planteado la pregunta casi con pereza, recostándose de nuevo y cerrando los ojos como si la luz fuera demasiado potente-. Sé sincero, por favor.
Ahmad vuelve a sentir que se tambalea, le asalta de nuevo la sensación de hallarse sobre un abismo insondable apoyado tan sólo en un andamio de soportes endebles. Tras una vida vivida siempre en los márgenes, ahora está a punto de traspasar la palpitante frontera que lo llevará a una posición de radiante centralidad.
– Creo que sí -dice el muchacho a su maestro-. Pero no tengo habilidades de guerrero.
– Se ha procurado que adquieras las habilidades necesarias. La misión consiste en conducir un camión hasta cierto lugar y realizar una conexión fácil y mecánica. Los expertos que se ocupan de estos asuntos te explicarán los detalles. En nuestra guerra por Dios, tenemos -explica el imán tranquilamente, con una leve sonrisa divertida- expertos técnicos comparables a los del enemigo, y una voluntad y un espíritu infinitamente superiores. ¿Recuerdas la sura veinticuatro, al-nūr, «La luz»?
Cierra los párpados y, al hacerlo, se ven sus diminutos capilares púrpura; es la concentración precisa para evocar y recitar:
– wa 'l-ladhina kafarū a'maluhum ka-sarābi biql'atin yahsabuhu 'z-zam'ānu mā'an hattā idhāja'ahu lam yajidhu shay'an wa majada 'liaba 'indahu fa-waffabu bisabahu, wa 'llābu sari'u 'l-hisāb. -Al abrir los ojos y ver en el rostro de Ahmad una perplejidad culpable, el sheij, con fina sonrisa asimétrica, traduce-: «En cuanto a los infieles, sus obras son como un espejismo en el desierto: el viajero sediento cree que es agua, hasta que, al acercarse, no encuentra nada. Sí encuentra, en cambio, a Alá, quien saldará cuentas con él». Siempre he creído que era una bella imagen: el viajero sediento que cree que ha visto agua pero solamente encuentra a Alá. Lo deja estupefacto. El enemigo sólo puede luchar por el espejismo de su egolatría, por sus intereses y minucias individualistas; nuestro bando cuenta en cambio con una única y total carencia de interés individual. Nos sometemos a Dios y nos unimos a Él, así como los unos con los otros.
El imán vuelve a cerrar los ojos como si entrara en un trance sagrado, sus párpados se estremecen con el latir del pulso a su paso por los capilares. No obstante, su voz resuena con contundencia.
– Tendrás un tránsito instantáneo al Paraíso -declara-. Tu familia, tu madre, recibirá una compensación, i'āla, por perderte, aunque sea una infiel. La belleza del sacrificio de su hijo quizá la incline a convertirse. Todo es posible con Alá.
– Mi madre… ella siempre se ha bastado sola para todo. ¿Podría nombrar a otra persona, a una amiga de mi misma edad, para que reciba la compensación? Podría ayudarla a lograr la libertad.
– ¿Qué es la libertad? -lo interpela el sheij Rachid abriendo los ojos y resquebrajándose así el trance-. Mientras residamos en nuestros cuerpos seremos esclavos de ellos y de sus necesidades. Cómo te envidio, querido muchacho. En comparación contigo soy viejo, y es a los jóvenes a quienes corresponde la gloria mayor de la batalla. Sacrificar la propia vida -prosigue, entornando los ojos hasta que sólo se ve un fino resquicio gris, acuoso y brillante- antes de que se convierta en algo ajado y agotado. Qué gozo supondría.
– ¿Cuándo -pregunta Ahmad, después de dejar que esas palabras se extingan en el silencio- tendrá lugar mi istishhad? -Su sacrificio: está embebiéndose de él, ya lo siente dentro de sí, es algo vivo e indefenso como su corazón, su estómago, su páncreas, que van corroyéndose en sus propias enzimas y sustancias químicas.
– Tu heroico sacrificio -se apresura a engrandecer el maestro-. Dentro de una semana, diría. No me corresponde a mí concretarte los detalles, pero una semana es lo que nos separa de un aniversario, lo cual enviaría un claro mensaje al Satán mundial. El mensaje sería: «Golpeamos cuando queremos».
– Y el camión, ¿sería el que conduzco para la Excellency?
Ahmad no se apena tanto por sí mismo como por el camión: su alegre color calabaza, su florido rótulo, la atalaya del asiento del conductor, desde el que queda al otro lado del parabrisas un mundo de obstáculos y peligros, de peatones y otros vehículos, desde el que los espacios son más fácilmente calibrables que conduciendo un automóvil, con su largo y henchido capó.
– Un camión parecido, con el que no te va a ser difícil conducir una distancia corta. Está claro que el vehículo de Excellency incriminaría a los Chehab si llegaran a quedar fragmentos identificables. Y esperamos que no sea así. En el primer atentado al World Trade Center, quizá seas demasiado joven para recordarlo, se pudo seguir el rastro del camión alquilado con una facilidad risible. Esta vez, las pruebas físicas quedarán aniquiladas; enterradas, como expresó el gran Shakespeare, bajo cinco brazas de agua.
– Aniquiladas -repite Ahmad. No es una palabra que oiga a menudo. Una capa extraña, como de lana transparente, de sabor desagradable, le ha envuelto y obstaculiza la interacción de sus sentidos con el mundo.
En contraste, el sheij Rachid ha salido bruscamente de su trance al percibir la intranquilidad del muchacho. Sin perder tiempo, insiste:
– No estarás allí para apreciarlo. En ese mismo instante ya habrás entrado en la Yannah, en el Paraíso, y estarás contemplando la gozosa cara de Dios. Te recibirá como a un hijo suyo. -El sheij se echa adelante con gesto serio, ha cambiado de velocidad-. Ahmad, escúchame. No tienes por qué hacerlo. Lo que le dijiste a Charlie no te obliga, si es que tu corazón flaquea. Hay muchos otros deseosos de alcanzar un nombre glorioso y la garantía de la dicha eterna. A la yihad le sobran voluntarios, incluso en este territorio de maldad e irreligiosidad.
– No -protesta Ahmad, celoso de esa caterva de individuos dispuestos a robarle la gloria-. Mi amor por Alá es absoluto. No puedo rechazar esta dádiva. -Al ver cierto estremecimiento en el rostro de su maestro, una pugna entre el alivio y la pena, un vacío de desconcierto, allí donde lo habitual es la serenidad, a través del cual centellea su humanidad, Ahmad se sosiega y comparte esa humanidad con una broma-: No me gustaría que pensara que nuestras horas compartidas estudiando el Libro Eterno han sido en vano.
– Muchos estudian el Libro; unos pocos mueren por él. Y a menos aún se les concede esta oportunidad de demostrar su verdad. -Desde su severa prominencia, el sheij Rachid se sosiega también-. Si hay alguna incertidumbre en tu corazón, querido muchacho, sácala ahora, no temas recibir castigo. Será como si esta conversación nunca hubiera tenido lugar. Lo único que te pido es silencio, un silencio en el que alguien con más valor y fe pueda llevar a cabo la misión.
El chico sabe que está siendo manipulado, y aun así accede a la manipulación, pues promueve en él un potencial sagrado.
– No, la misión es mía, pese a que en ella me siento reducido al tamaño de un gusano.
– Entonces de acuerdo -concluye el profesor, reclinándose y alzando sus pequeños pies para apoyarlos descubiertos en el taburete de bordados plateados-. Tú y yo no volveremos a hablar de esto. Ni vendrás a verme aquí. Me han llegado noticias de que el centro islámico puede estar bajo vigilancia. Informa a Charlie Chehab de tu heroica decisión. Él se ocupará de que pronto recibas entrenamiento específico. Dile a él el nombre de esta sharmoota a quien aprecias más que a tu madre. No puedo decir que lo apruebe: las mujeres son nuestros cultivos, pero nuestra madre es la misma Tierra, la que nos otorgó la existencia.
– Maestro, preferiría confiarle el nombre a usted. Charlie tiene con ella una relación que podría llevarlo a no respetar mi voluntad.
Al sheij Rachid le molesta esta complicación, que mancilla la pureza de la entrega de su alumno.
– Como desees -dice fríamente.
Ahmad escribe joryleen grant en un trozo de papel, tal y como lo vio inscrito a bolígrafo, no hace muchos meses, sobre el canto de las páginas de un grueso libro de texto. Entonces estaban prácticamente a la par; ahora él se encamina a la Yannah, y ella al Yahannam, a los fosos del Infierno. Es la única novia de que habrá disfrutado en la Tierra. Ahmad se da cuenta, mientras escribe, de que el temblor ha pasado de las manos del profesor a las suyas. Su alma se siente como una de esas moscas de fuera de temporada que, en invierno, quedan atrapadas en una habitación cálida y zumban y golpean insistentemente contra el cristal de la ventana rociada de la luz del sol de un exterior en el que, si salieran, morirían rápidamente.
Al día siguiente, un miércoles, se levanta temprano, como obedeciendo a un grito que enseguida se desvanece. En la cocina, sumida en la oscuridad de antes de las seis, se encuentra con su madre, que vuelve a estar en el turno de mañana del Saint Francis. Viste castamente: ropas de calle color beis y una rebeca azul echada sobre los hombros; sus pasos suenan amortiguados por las Nike blancas que calza para recorrer, en el hospital, kilómetros de pasillos de duro suelo. Ahmad percibe con agrado que el mal humor que gastaba últimamente -arrebatos de mal genio y descuidos causados por uno de esos misteriosos desengaños cuyas repercusiones atmosféricas él ha soportado desde su tierna infancia- está desapareciendo. No se ha maquillado; la piel de las ojeras se ve pálida, y los ojos, enrojecidos por el baño en las aguas del sueño. Lo saluda con sorpresa:
– ¡Vaya, uno que madruga!
– Madre…
– ¿Qué, cariño? Que sea breve, en cuarenta minutos tengo que estar en el trabajo.
– Quería darte las gracias por aguantarme todos estos años.
– Anda, ¡con qué cosas más raras me sales ahora! Una madre no aguanta a su hijo: él es su razón para vivir.
– Sin mí habrías tenido más libertad para ser artista, o lo que quisieras.
– Oh, de artista tengo lo que da de sí mi talento. Si no me hubiera visto obligada a cuidar de ti, podría haberme hundido en la autocompasión y los malos hábitos. Y tú has sido muy buen chico, de verdad… Nunca me has dado quebraderos de cabeza, a diferencia de lo que oigo en el hospital todos los días. Y no sólo a las otras auxiliares, sino a los médicos, que mira que tienen formación y hogares agradables. Les dan todo a sus hijos, y sin embargo les salen fatal: destructivos consigo mismos y con los demás. No sé qué parte de mérito ha de llevarse también el que seas mahometano. De hecho, de pequeño ya se podía confiar en ti y no eras nada revoltoso. Todo lo que te proponía te parecía buena idea. Incluso llegué a preocuparme, pensé que eras demasiado manejable; temía que al crecer pudieras caer bajo la influencia de las personas equivocadas. Pero ¡mírate! Un hombre de mundo, que gana mucho dinero, como dijiste que harías, y además guapo. Tienes el atractivo porte larguirucho de tu padre, y sus ojos y su sensual boca, pero nada de su cobardía; él que siempre buscaba atajos para todo.
No le explica nada sobre el atajo al Paraíso que está a punto de tomar. En lugar de eso, dice:
– No nos llamamos mahometanos, madre. Suena como si adorásemos a Mahoma. Él nunca se atribuyó ser Dios; simplemente era Su Profeta. El único milagro que se atribuyó fue el propio Corán.
– Sí, bueno, cariño, el catolicismo también está lleno de distinciones confusas acerca de todas esas cosas que nadie puede ver. La gente se las inventa por pura histeria y luego se van retransmitiendo como un evangelio. Que si las medallas de san Cristóbal o lo de no tocar la hostia consagrada con los dientes, que si decir misa en latín y no comer carne en viernes y santiguarse constantemente; y luego va el Vaticano Segundo, todo lo enrollado que tú quieras, y dice que basta ya, que eso se ha acabado: ¡lo que la gente había creído durante dos mil años! Con lo ridículamente que las monjas habían confiado en todo eso, esperando además que nosotras las niñas también nos lo tragáramos; pero yo lo único que veía era un mundo precioso a mi alrededor, por fugaz que fuera, y quise reproducir en imágenes esa belleza.
– En el islam se considera blasfemia, es un intento de usurpación de la prerrogativa de Dios para crear.
– Sí, lo sé. Por eso no hay estatuas ni cuadros en las mezquitas. A mí me parecen innecesariamente inhóspitas. ¿Para qué nos dio ojos Dios, si no?
Habla a la vez que enjuaga su bol de cereales y lo pone en el escurreplatos, y luego saca antes de hora el pan de la tostadora y lo unta de mermelada mientras bebe el café a grandes tragos. Ahmad dice:
– Se supone que Dios es indescriptible. ¿No te explicaron eso las monjas?
– Creo que no, la verdad. Pero sólo estuve tres años en la escuela confesional, luego pasé a la pública, donde en teoría no se podía hablar de Dios, por miedo a que algún niño judío, al volver a casa, se lo explicara a sus padres, ateos y abogados. -Consulta su reloj, de esfera grande como los de submarinista, con números grandes para verlos bien mientras le toma el pulso a alguien-. Cariño, me encanta tener conversaciones serias contigo, quizá podrías convertirme, aunque no, luego te hacen llevar esas ropas holgadas y calurosas, pero es que al final voy a llegar tarde de verdad y debo darme prisa. Ni siquiera tengo tiempo de dejarte en el trabajo, lo siento, pero de todas formas serías el primero en llegar. ¿Por qué no terminas el desayuno, lavas los platos y luego vas andando a la tienda? ¿O corriendo? Son sólo diez manzanas.
– Doce.
– ¿Te acuerdas de cuando solías ir corriendo a todas partes con esos diminutos pantalones de atletismo? Estaba muy orgullosa, mi hijo parecía tan sexy.
– Madre, te quiero.
Emocionada, incluso angustiada al percibir cierto abismo de necesidad en su hijo, pero solamente capaz de salir pitando, Teresa le da un beso en la mejilla a Ahmad y le dice:
– Pues claro, cariño, y yo a ti. ¿Qué es lo que dicen los franceses? Ça va sans dire. No hace falta ni decirlo.
Se está poniendo colorado, como un idiota; odia su propia cara ruborizada. Pero no puede quedarse con esto dentro:
– O sea, quería decir que todos estos años me he estado obsesionando con mi padre cuando eras tú quien me cuidaba. -«Nuestra madre es la misma Tierra, la que nos otorgó la existencia», recuerda.
Ella se palpa el cuerpo para comprobar que lo lleva todo encima, vuelve a consultar el reloj y él nota que la mente de su madre se aleja volando. Su respuesta lo hace dudar de que haya oído lo que le ha dicho.
– Lo sé, querido… todos cometemos errores en nuestras relaciones. ¿Podrás prepararte tú mismo la cena? Se ha vuelto a montar el grupo de dibujo de los miércoles por la noche, hoy tenemos una modelo; ya sabes, cada uno pone diez dólares para pagarle y que nos haga poses de cinco minutos, seguidas de una sesión más larga, se pueden llevar pasteles pero no recomiendan óleos. En fin, Leo Wilde llamó el otro día y le prometí que iría con él. Te acuerdas de Leo, ¿no? Salí con él, un tiempo. Fornido, lleva el pelo recogido en una coleta, unas gafas monas como de abuela…
– Sí, le recuerdo, madre -dice Ahmad fríamente-. Uno de tus fracasados.
La observa salir a toda prisa por la puerta, oye sus pasos rápidos en el vestíbulo y el esfuerzo sordo del ascensor respondiendo a su llamada. En el fregadero, Ahmad lava el plato que ha usado y el vaso de zumo de naranja con entusiasmo renovado, con la meticulosidad de la última vez. Los pone a secar en el escurreplatos. Están perfectamente limpios, como una mañana en el desierto, en la que una medialuna comparte el cielo con Venus.
En el aparcamiento de la Excellency, con el camión naranja recién cargado situado entre ellos y la ventana de los despachos, desde la que el viejo y calvo señor Chehab podría verlos hablando y sospechar que conspiran, Ahmad le dice a Charlie:
– Lo haré.
– Me lo han dicho. Bien. -Charlie mira al muchacho y es como si esos ojos libaneses, esa parte de nosotros que no es del todo carne, le resultaran nuevos, de una complejidad cristalina, quebradizos con sus rayos ambarinos y sus granulosidades; la zona que rodea a la pupila, más clara que el anillo marrón oscuro que bordea el iris. Ahmad se da cuenta de que Charlie tiene esposa, hijos y padre, ataduras a este mundo que a él en cambio no le afectan. A Charlie lo sustentan muchos más lazos-. ¿Estás seguro, campeón?
– A Dios pongo por testigo -responde Ahmad-. Ardo en deseos.
Siempre lo incomoda ligeramente, no sabe por qué, que Dios surja entre Charlie y él. El hombre hace una de sus intrincadas muecas, aprieta los labios y después los separa resoplando, como si hubiera retenido a desgana algo en su interior.
– Entonces tendrás que verte con algunos especialistas. Yo me ocuparé. -Titubea-. Es un poco complicado, no será para mañana. ¿Qué tal los nervios?
– Me he puesto en manos de Dios y estoy muy sereno. Mi voluntad, mis anhelos, están en reposo.
– Perfecto. -Charlie le da a Ahmad un puñetazo en el hombro, en un gesto de solidaridad y felicitación mutua como el de los jugadores de fútbol americano cuando se golpean con los cascos, o cuando los de baloncesto chocan los cinco volviendo a posiciones defensivas-. La máquina se ha puesto en marcha -dice. Su sonrisa irónica y el recelo de sus ojos se mezclan en una expresión en la que Ahmad reconoce una naturaleza híbrida: La Meca y Medina, la inspiración arrebatada y la elaboración paciente de cualquier empresa sagrada en la Tierra.
No al día siguiente, sino al otro, el viernes, Charlie le ordena desde el asiento de copiloto que saque el camión del aparcamiento y gire a la derecha en Reagan Boulevard, y luego, al llegar al semáforo, a la izquierda; debe seguir por la Calle Dieciséis hasta la West Main y entrar en esa parte de New Prospect, que se extiende varias manzanas al oeste del centro islámico, donde los emigrantes de Oriente Medio -turcos, sirios y kurdos que llegaron en el entrepuente de lujosos transatlánticos- se instalaron hace varias generaciones, cuando los talleres de los tintoreros de seda y las curtidurías funcionaban a pleno rendimiento. Los letreros, rojo sobre amarillo, negro sobre verde, anuncian en escritura árabe y alfabeto latino Comestibles Al Madena, Salón de belleza Turkiyem, Al-Basha, Baitul Wahid Ahmadiyya. Los ancianos que pasean por la calle hace tiempo que cambiaron la chilaba y el fez por los trajes oscuros de estilo occidental, deformados por el uso diario; de hecho, quienes eligieron este atuendo fueron los varones mediterráneos, sicilianos y griegos que los precedieron en esta barriada de casas adosadas y aceras estrechas. Los árabes americanos más jóvenes, ociosos y observadores, han adoptado las aparatosas deportivas, los vaqueros holgados varias tallas más grandes y las sudaderas con capucha de los chicos de barrio negros. Ahmad, con su formal camisa blanca y sus vaqueros negros de pitillo, no pegaría mucho. Para estos correligionarios, el islam no es tanto una fe, un portal filigranado hacia lo sobrenatural, como un hábito, una faceta de su condición de clase inferior, extraña en una nación que persiste en verse de piel clara, lengua inglesa y religión cristiana. A Ahmad, estas manzanas le parecen un mundo subterráneo que visita tímidamente, es un forastero entre forasteros.
Charlie parece estar más en su medio, intercambiando alegremente saludos farfullados mientras guía a Ahmad hasta un aparcamiento a rebosar, tras un taller de reparaciones de la cadena Pep Boys y la ferretería Al-Aqsa True Value. Se dirige, alzando los diez dedos, al dependiente de la ferretería que acaba de salir, dando a entender que nadie en su sano juicio podría negarle diez minutos de estacionamiento fuera de la vía pública; para rematarlo, un billete de diez dólares cambia de manos. Mientras se alejan, le dice a Ahmad:
– En la calle, este maldito camión canta más que una furgoneta de circo.
– No quieres que te vean -deduce Ahmad-. Pero ¿quién va a fijarse?
– Nunca se sabe -es la insatisfactoria respuesta. Andan, a un paso más rápido que el habitual en Charlie, por un callejón trasero que discurre paralelo a la West Main y está delimitado con desorden por vallas de tela metálica coronadas de alambre de espino, solares de asfalto con señales de prohibición -propiedad privada y reservado a los vecinos-, y los porches y escaleras de viviendas sumisamente encajadas en los patios interiores de este retal de espacio urbano, cuyas paredes de madera originales han sido recubiertas con plafones de aluminio o chapas de metal con dibujos imitando tabiques de ladrillo. Las construcciones que no son viviendas, de ladrillo auténtico y oscurecido por el tiempo, sirven de almacenes y de talleres traseros a las tiendas que dan a Main Street. Algunas tienen ahora caparazones de madera, y las únicas ventanas que no fueron entabladas han sido rotas por delincuentes metódicos; del resto emerge el brillo y el estruendo de pequeñas manufacturas o talleres de reparación que aún siguen en activo. Uno de estos edificios, de obra vista pintada de marrón parduzco, ha cegado por dentro sus ventanas, engastadas en bastidores de metal, con una capa de la misma pintura parduzca. La ancha persiana del garaje está bajada, y el letrero de hojalata que hay sobre el dintel, anunciando con letras toscamente escritas a mano taller mecánico costello. reparaciones de motor Y CARROCERÍA, se ha desvaído y oxidado hasta hacerse prácticamente ilegible. Charlie llama suavemente a la puerta que hay al lado, de metal tachonado y con una cerradura nueva de latón. Después de un rato considerable, una voz pregunta desde dentro:
– ¿Sí? ¿Quién es?
– Chehab -dice Charlie-. Y el conductor.
Habla tan bajo que Ahmad duda que lo hayan oído, pero la puerta se abre y aparece un joven huraño. A Ahmad le parece haber visto antes a este hombre, pero no puede pararse a pensarlo porque Charlie, con la rigidez que surge del miedo, lo toma del brazo bruscamente y lo empuja adentro. El interior huele a hormigón empapado de aceite y a una sustancia inesperada que Ahmad reconoce de cuando trabajó de aprendiz durante dos veranos, de quinceañero, en la brigada de parques y jardines: fertilizante. El olor acre y cáustico le tapona la nariz y los senos; también percibe los efluvios que ha dejado un soplete oxiacetilénico y el hedor a cuerpos de varón encerrados y necesitados de un baño. Ahmad se pregunta si estos hombres -son dos, el más joven y esbelto y uno mayor, más recio, quien resulta ser el técnico- estaban entre los cuatro del bungalow en la costa de Jersey. Sólo los vio unos minutos, en una habitación sin mucha luz y después a través de una ventana sucia, pero exudaban esta misma tensión hosca, la de los corredores de fondo que han entrenado demasiado tiempo. Les molesta que les hagan hablar. Pero han de mostrar la deferencia debida a un proveedor y organizador que está un nivel por encima de ellos. Miran a Ahmad con una especie de terror, como si, al faltarle tan poco para convertirse en mártir, fuera ya un espectro.
«Lā ilāha illā Allāh», los saluda, para tranquilizarlos. Sólo el más joven -y aun siéndolo le saca algunos años a Ahmad- se digna contestarle, «Muhammad rasūlu Allāh», murmurando la fórmula como si le hubieran arrancado esta indiscreción con un engaño. Ahmad ve que tampoco se espera de ellos reacción humana alguna, ningún matiz de afinidad ni de humor; son agentes, soldados, unidades. Se yergue, buscando causarles buena impresión, aceptando el papel que le imponen.
En el aire, enclaustrado y espeso, flotan los rastros de la vida previa del edificio como taller mecánico: las vigas del techo, con sus cadenas y poleas para levantar motores y ejes; los bancos de trabajo e hileras de cajones cuyos tiradores han ennegrecido dedos embadurnados de grasa; tableros de clavijas en los que están pintadas las siluetas de herramientas ausentes; fragmentos de alambre, chapa metálica y tubos de caucho tirados donde los dejó la última mano al final de la última reparación; montones de latas de aceite desechadas, junturas, correas de transmisión y envoltorios vacíos en los rincones, detrás de bidones de aceite usados como cubos de basura. En el centro del suelo de hormigón, bajo las pocas luces que están encendidas, hay un camión parecido al Excellency en tamaño y forma, en cuya cabina se apelotonan, como los tubos que mantienen con vida a un paciente, alargadores eléctricos. En vez de un Ford Tritón E-350, es un GMC 3500, no de color naranja sino blanco crudo, tal y como salió de fábrica. En un lateral están escritas, en mayúsculas negras pintadas con esmero pero no muy profesionalmente, las palabras PERSIANAS AUTOMÁTICAS.
A primera vista, el camión no le gusta mucho a Ahmad, el vehículo transmite cierto anonimato furtivo, una impersonalidad genérica. Tiene un aspecto destartalado, paupérrimo. En el arcén de la autopista de New Jersey a menudo ha visto viejos sedanes de los años sesenta y setenta, enormes, de dos colores, cubiertos de acabados en cromo, y averiados, junto a los cuales se apiñaba alguna desventurada familia de negros a la espera de que la policía estatal acudiera al rescate y la grúa se llevara su desvencijada ganga. Este camión de color blanco hueso rezuma esa misma pobreza, esos mismos intentos patéticos por estar a la altura de América, por sumarse a la lenta corriente mayoritaria de los cien kilómetros por hora. El Subaru marrón de su madre, el guardabarros recompuesto con masilla y el esmalte rojo raído durante años por el aire ácido de New Jersey, era otro intento patético. Por el contrario, el Excellency, con su naranja brillante y sus letras con bordes doradas, tiene una jovialidad límpida; cierto aire circense, como ha dicho Charlie.
El mayor y más bajo de los dos expertos, que resulta imperceptiblemente más amable, le hace una seña a Ahmad para que se asome con él al interior de la cabina. Sus manos, con las puntas de los dedos manchadas de aceite, se desplazan hasta un elemento anómalo entre los asientos: una caja metálica del tamaño de un estuche de puros, pintada de gris militar, con dos salientes en la parte superior a los que están conectados unos cables aislados que se pierden en la parte del remolque. Como el fondo del espacio que queda entre el asiento del conductor y el del copiloto es profundo y de difícil acceso, el aparato no se apoya en el suelo sino en una caja de plástico, de las que se usan para las botellas de leche, puesta boca abajo, y está asegurado a ella con cinta aislante. En un lado del detonador -pues es lo que debe de ser- hay un interruptor amarillo, y en el centro, hundido un centímetro en un hueco donde cabría un pulgar, un botón rojo y brillante. El código de color delata la simplicidad militar, de los procedimientos lo más simples posibles con que se instruye a jóvenes ignorantes, a los que se les pone un botón hundido para evitar detonaciones fortuitas. El hombre le explica a Ahmad:
– Este interruptor, interruptor de seguridad. Mueves a la derecha, zas, así, cargas dispositivo. Luego, aprietas botón y mantienes: ¡bum! Cuatro mil kilos de nitrato amónico atrás. El doble que McVeigh. Necesarios para romper el revestimiento de metal del túnel. -Con las manos engrasadas dibuja un círculo como demostración.
– Túnel -repite Ahmad bobamente, nadie le había hablado de ningún túnel-, ¿qué túnel?
– Lincoln -contesta el hombre, ligeramente sorprendido pero sin más emoción que la de un interruptor encendido-. En el Holland, camiones están prohibidos.
Ahmad lo digiere en silencio. El hombre se vuelve hacia Charlie.
– ¿Lo sabe?
– Ahora sí -dice Charlie.
El tipo sonríe a Ahmad, le faltan algunos dientes, está más amable. Con mucha soltura, describe con las manos un círculo más grande.
– Hora punta por la mañana -detalla-. En el lado de Jersey. Túnel de la derecha, único para camiones. Es el más nuevo de los tres, mil novecientos cincuenta y uno. Más nuevo pero no más fuerte. Construcciones antiguas eran mejores. En segundo tercio, punto débil, donde hay una curva. Incluso si revestimiento exterior aguanta y no entra agua, el sistema de aire quedará destruido y todos ahogarán. Humo, presión. Para ti, no dolor, tampoco momento de pánico. Y sí felicidad por el éxito y cálida bienvenida de Dios.
Ahmad recuerda un nombre mencionado hace varias semanas:
– ¿Es usted el señor Karini?
– No, no -responde-. No, no, no. Tampoco amigo. Amigo de amigo: todos luchamos por Dios contra América.
El experto más joven, no mucho mayor que Ahmad, oye la palabra América y pronuncia una airada frase en árabe que Ahmad no entiende. Le pregunta a Charlie:
– ¿Qué ha dicho?
Charlie se encoge de hombros.
– Lo típico.
– ¿Estás seguro de que esto funcionará?
– Como mínimo, provocará un montón de daños. Será un buen mensaje. Habrá ríos de tinta en el mundo entero. En las calles de Damasco y Karachi la gente bailará, y todo gracias a ti, campeón.
El hombre mayor, aún sin identificar, añade:
– En El Cairo también. -Y vuelve a esbozar su sonrisa de dientes cuadrados, separados, manchados de tabaco. Se golpea en el pecho con el puño y le dice a Ahmad-: Egipcio.
– ¡Mi padre también! -exclama Ahmad, aunque en su búsqueda de vínculos sólo acierta a preguntar-: ¿Qué le parece Mubarak?
La sonrisa desaparece:
– Instrumento de América.
Charlie, apuntándose al juego, pregunta:
– ¿Y los príncipes saudíes?
– Instrumentos.
– ¿Y Muammar El Gaddafi?
– Ahora también instrumento. Muy triste.
Ahmad se molesta porque Charlie se ha entrometido en la conversación entre los que son, después de todo, las piezas clave: el técnico y el mártir; es como si, tras haberse garantizado su martirio, lo quisiera dejar de lado. Un instrumento. Se impone preguntando:
– ¿Osama ben Laden?
– Gran héroe -responde el hombre de los dedos engrasados-. No lo pueden capturar. Como Arafat. Un zorro. -Sonríe, pero no ha olvidado el fin de esta reunión. Le dice a Ahmad en el inglés más esmerado de que es capaz-: Enséñame lo que vas a hacer.
Al muchacho lo asalta una sensación gélida, como si la realidad se hubiera librado de una capa de su abultado disfraz. Se sobrepone a su aversión por el feo y liso camión, prescindible como él. Alarga la mano hacia el detonador, tensando la cara en una mueca inquisitiva.
El técnico robusto sonríe y lo tranquiliza:
– No te preocupes. No conectado. Enséñame.
La palanquita amarilla, de sección transversal en forma de «L», le toca la mano, parece, en lugar de que sea su mano quien la toque.
– Giro este interruptor a la derecha. -Está rígido, se resiste hasta que se mueve, como magnetizado, a la posición de apagado, a noventa grados-. Y aprieto hasta el fondo este botón de aquí. -Cierra involuntariamente los ojos, notando cómo se hunde un centímetro.
– Y mantienes apretado -repite su profesor- hasta que…
– ¡Bum! -agrega Ahmad.
– Sí -coincide el hombre; la palabra queda suspendida en el aire como una neblina.
– Eres muy valiente -dice en un inglés prácticamente sin acento el más joven, alto y delgado de los dos desconocidos.
– Es un fiel hijo del islam -le explica Charlie-. Todos le envidiamos, ¿no?
Ahmad se irrita de nuevo con Charlie, por comportarse como un propietario donde no tiene ninguna autoridad. La acción sólo pertenece a quien la ejecuta. En la frase de Charlie ha percibido cierta preocupación y ansia de mando, cierta duda acerca de la naturaleza absoluta de la istishhad y el estado exaltado, lleno de terror, del istishhadi.
Probablemente el técnico ha notado esta ligera falta de acuerdo entre los guerreros, por lo que pone una mano paternal en el hombro de Ahmad, manchando la camisa blanca del muchacho con huellas digitales de grasa, y anuncia a los demás:
– Está en el camino bueno. Ser héroe por Alá.
De vuelta al camión vistosamente naranja, Charlie le confiesa a Ahmad:
– Es interesante ver cómo funcionan sus cabezas. Instrumento, héroe: sin matices intermedios. Como si Mubarak, Arafat y los saudíes no tuvieran todos sus situaciones concretas y sus propias complicaciones a las que enfrentarse.
Charlie ha vuelto a pulsar una nota que a Ahmad, en su recientemente elevada y simplificada percepción de sí mismo, le suena un tanto falsa. El relativismo parece cínico.
– Quizá -replica educadamente- Dios mismo es simple, y emplea a hombres simples para moldear el mundo.
– Instrumentos -dice Charlie lanzando una mirada arisca al frente, a través del parabrisas que Ahmad limpia cada mañana pero que siempre acaba sucio al final de la jornada-. Todos somos instrumentos. Dios bendiga a los instrumentos sin cerebro… ¿o no, campeón?
La firmeza de lo simple es lo que amarra a Ahmad en los remansos que preceden y suceden a los oleajes de terror y exaltación, que terminan precipitándose en la impaciencia inicial por acabar con todo de una vez; dejarlo detrás de uno, sea lo que sea ese «uno» cuando todo termine. Vive en cercana vecindad de lo inimaginable. El mundo, con sus pormenores iluminados por el sol, con el diminuto centelleo de sus engranajes, se cierne sobre él, cercándolo; conforma un reluciente cuenco de vacuidad ajetreada, mientras que en el interior de Ahmad obra el peso de una certeza empapada de negrura. No puede sacarse de la cabeza la transformación que le aguarda, lo que queda detrás, por así decirlo, del obturador de la cámara tras dispararse la fotografía, por mucho que sus sentidos sigan percibiendo el bombardeo habitual de imágenes y sonidos, aromas y sabores. El lustre del Paraíso va filtrándose en su vida cotidiana conforme ésta da sus últimos pasos. Los objetos tendrán ahí otra dimensión, una escala cósmica; de niño, cuando apenas tenía unos años, experimentaba al dormirse una sensación de inmensidad, en la cual cada célula era un mundo, y con ello quedaba probada la veracidad de la religión para su intelecto infantil.
En Excellency ha bajado su volumen de trabajo, lo cual le deja momentos de ocio que debería aprovechar para leer el Corán o estudiar, solícitamente llegados desde la otra punta del océano, los panfletos concebidos e impresos para preparar el fin -las abluciones, la purificación mental del espíritu- del shahid; o de la shahid, porque ahora a las mujeres, al ser sus negras y holgadas burkas un buen escondite para los chalecos de explosivos, también les han concedido, en Palestina, el privilegio del martirio. Pero su mente va a demasiadas revoluciones como para centrarse en el estudio. Toda su existencia ha quedado reducida a un rapto, quizá como el que se apoderó del Profeta al aceptar que Gabriel le dictara las divinas suras. Cada uno de sus minutos ha asumido el carácter doble de la oración, la autoliberación que efectúa al recluirse y dirigirse a un yo que no es el propio sino el de Otro, un Ser tan cercano a él como su yugular. Más de cinco veces al día encuentra el momento, muy generalmente en el yermo aparcamiento de la tienda, para extender su esterilla en dirección a oriente y tocar con la frente en el pavimento, y recibe cada vez, pese al hormigón, el cercano consuelo de la sumisión. El ceniciento peso oscuro que lo reconcome por dentro sesga su visión del mundo, y adorna cada rama, cada cable del tendido telefónico, con joyas que nunca antes había advertido.
El sábado por la mañana, antes de que abran la tienda, se sienta en un escalón de la plataforma de carga y observa un escarabajo negro debatiéndose panza arriba en el hormigón. El primer sol cae oblicuo y barre la áspera y despejada zona con una suavidad que, del mismo modo que la semilla que aún no ha germinado contiene la flor final, incluye el calor del día que ha de venir. El firme ha permitido que en sus grietas crezcan las malas hierbas, los altos tallos de la estación que toca a su fin, con sus babas lechosas y sus hojas aterciopeladas, húmedas del pesado rocío de otoño. En lo alto, el cielo está despejado salvo por algunos jirones secos de cirros y el desvanecente rastro de un avión a reacción. Su azul puro mantiene todavía, por alguna razón, el aspecto mullido y pálido de su reciente inmersión en la oscuridad y las estrellas. Las patitas negras del escarabajo se agitan en el aire, buscando a tientas algún asidero para enderezarse, lanzando sombras afiladas por la inclinación matinal del sol. Las patas de la pequeña criatura se menean y retuercen con una especie de furia, y luego se calman al sumirse el escarabajo en una especie de reflexión, como si buscara la lógica que lo ha de sacar del aprieto. Ahmad se pregunta: «¿De dónde ha salido este bicho? ¿Cómo ha caído aquí, si parece que no puede usar las alas?». La lucha se reanuda. ¡Qué nítidas son las sombras de sus patas, proyectadas con amantísima fidelidad por fotones que han viajado ciento cincuenta millones de kilómetros hasta este punto exacto!
Ahmad se levanta del basto escalón de madera y se sitúa ante el insecto con porte altivo, sintiéndose enorme. Pero aun así lo asusta tocar este pedazo de vida misteriosamente caído. Quizá su picadura sea venenosa o se trate de algún diminuto emisario del Infierno que se aferrará a su dedo y no lo soltará. Más de un muchacho -Tylenol, por ejemplo- simplemente aplastaría con el pie esta presencia irritante, pero Ahmad no contempla esa opción: propiciaría un cadáver ensanchado, un amasijo reventado de partículas y fluido vital derramado, y no desea contemplar semejante espanto orgánico. Mira rápidamente alrededor en busca de un instrumento, de algo rígido con lo que darle la vuelta al insecto -quizás el cartoncillo negro que se usa para unir las dos partes de las barras de chocolate Mounds o para dar firmeza a los envases de la mantequilla de cacahuete Reese's-, pero no encuentra nada apropiado. Excellency Home Furnishings procura mantener limpio su aparcamiento privado. A los «músculos» afroamericanos y al propio Ahmad les suelen asignar la tarea de salir a limpiar con una bolsa de basura verde. No divisa ninguna espátula tirada casualmente pero, la idea le sobreviene, se acuerda del permiso de conducir que lleva en la billetera, un rectángulo de plástico en el que una instantánea ceñuda y poco favorecida de él mismo comparte espacio con algunos datos numéricos relevantes para el estado de New Jersey y una reproducción holográfica y a prueba de falsificaciones del Gran Sello nacional. Con él consigue, tras varios intentos vacilantes y aprensivos, dar la vuelta a la diminuta criatura y dejarla sobre de sus patas. La luz del sol arranca chispas iridiscentes, púrpuras y verdes, del caparazón hendido que forman las alas plegadas. Ahmad vuelve a su asiento en la plataforma para disfrutar del resultado de su rescate, su clemente intervención en el orden natural. Vuela, vuela.
Pero el bicho, en la posición que le corresponde, un brillante cuerpo minuciosamente sustentado por sus seis patas sobre el áspero hormigón, apenas puede arrastrarse un trecho equivalente a su tamaño, y luego permanece quieto. Sus antenas se mueven inquisitivamente, después también paran. Durante cinco minutos que parecen una eternidad, Ahmad lo contempla. Devuelve su permiso de conducir, con toda su carga de información codificada, a la cartera. Algunos coches en los que suena a todo volumen música rap circulan veloces, sin que los vea, por Reagan Boulevard; el ruido crece y decrece. En el cielo, que va fraguando, un avión salido de Newark gana altura y retumba. El escarabajo, emparejado con su sombra microscópicamente menguante, sigue inmóvil.
Había agonizado mientras estaba boca arriba, y ahora está muerto, deja atrás una extensión que no pertenece a este mundo. La experiencia, tan extrañamente magnificada, ha sido, Ahmad está seguro, sobrenatural.