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La tiznada iglesia de mayólica que se alza junto al mar de escombros está llena de vestidos de algodón de colores pastel y trajes de poliéster con hombreras. Los ojos de Ahmad han quedado deslumbrados y no hallan bálsamo en las vidrieras que representan a hombres ataviados con parodias de vestimentas de Oriente Próximo, estampas del curso de la breve e ignominiosa vida de su supuesto Señor. Adorar a un Dios que se sabe que ha muerto… la simple idea repugna a Ahmad como un hedor inaprensible, una obstrucción en las cañerías, un roedor muerto entre dos tabiques. Con todo, los feligreses, algunos de los cuales son incluso más pálidos que él pese a su camisa blanca y almidonada, disfrutan de la límpida felicidad pulida con estropajo en su reunión del domingo por la mañana. Las filas de hombres y mujeres sentados juntos; la zona teatral del frente con sus muebles de tiradores engastados y el triple ventanal, alto y mugriento, que presenta a una paloma a punto de posarse sobre la cabeza de un hombre de barba blanca; el atolondrado murmullo de los saludos y el crujir de los bancos de madera bajo las pesadas ancas: todo ello se le antoja a Ahmad como un cine momentos antes de que empiece la proyección. No es así en la sagrada mezquita, con sus mullidas alfombras y la hornacina que señala hacia La Meca, el mihrab, vacía, revestida de azulejos, y los cantos líquidos, lā ilāha ill, Allah, emitidos por hombres que huelen a sus humildes tareas caseras de viernes, que reverencian a su Dios con ritmo unísono, apiñados y tan juntos como los anillos de un gusano. La mezquita era dominio de hombres; aquí predomina el brillo primaveral de las mujeres, la extensión de sus tiernas carnes.

Había esperado que, llegando justo al sonar las campanas de las diez, podría deslizarse hacia el fondo sin ser visto, pero lo recibe y saluda con firmeza un rollizo descendiente de esclavos en traje color melocotón de solapas anchas y con un tallito de lirio de los valles prendido en una de ellas. El negro entrega a Ahmad una hoja doblada de papel tintado y lo conduce, por el pasillo central, hacia las primeras filas. La iglesia está casi llena y salvo los bancos de delante, aparentemente los menos deseables, el resto están ocupados. Acostumbrado a que los fieles permanezcan en el suelo, en cuclillas o arrodillados, recalcando la altura que Dios ostenta sobre ellos, Ahmad se siente, incluso sentado, tan alto que le parece una blasfemia, lo que le produce cierto mareo. La actitud cristiana de acomodarse perezosamente con la espalda recta, como en un espectáculo, da a entender que Dios es un artista que, cuando deja de entretener, puede ser relevado en el escenario por el siguiente número.

Ahmad cree que no va a compartir el banco, como compensación a lo extraño de su presencia y a su visible agitación, pero otro acomodador ya conduce solícitamente por el pasillo alfombrado a una familia numerosa de negros, cuyas pequeñas hembras mueven excitadas las cabezas peinadas con lazos y trencitas. Ahmad queda relegado a un extremo del banco. Al percatarse del desalojo, el patriarca de la prole le tiende, por encima de los regazos de varias de sus hijitas, una mano grande y marrón y una sonrisa de bienvenida en la que brilla un diente de oro. La madre de esta camada, demasiado alejada para llegar al desconocido, sigue el ejemplo del marido y lo saluda con la mano y la cabeza desde la distancia. Las niñas levantan la mirada, medias lunas en el blanco de los ojos. Demasiada amabilidad kafir, Ahmad no sabe cómo librarse de ella ni qué otras servidumbres le deparará el oficio que viene a continuación. Ya odia a Joryleen por haberlo atraído a tan fatídica trampa. Aguanta la respiración, como si quisiera evitar el contagio, y mira al frente, donde las curiosas tallas del púlpito, el equivalente cristiano del minbar, se alinean en forma de ángeles alados. Identifica como Gabriel al que hace sonar un largo cuerno y, por lo tanto, la multitudinaria escena es el mismísimo Juicio Final, un concepto que inspiró a Mahoma algunos de sus más extasiados arrebatos poéticos. Qué error, piensa Ahmad, incurrir en la representación por medio de imágenes cuya esencia las rebaja a simple madera, reproducir el trabajo inimitable de Dios el Creador, al-Khāliq. La imaginería de las palabras, que, el Profeta lo sabía, poseen sustancia espiritual, sí que captura al alma. «En verdad os digo que, si los hombres y los yinn se unieran para producir un Corán como éste, no podrían conseguirlo, aunque se ayudaran mutuamente.»

Finalmente empieza el oficio. Reina un silencio expectante y luego retumba un trueno súbito e imponente; Ahmad, que lo ha oído en las funciones del instituto, reconoce el timbre, como de juguete, del órgano eléctrico, el hermano pobre del órgano de tubos que acumula polvo detrás del minbar cristiano. Todos se ponen en pie para cantar. Ahmad se levanta como si estuviera encadenado a los demás. Un grupo con túnicas azules, el coro, inunda el pasillo central y va ocupando sus puestos tras una barandilla baja más allá de la cual, por lo visto, el resto de la congregación no se atreve a pasar. Las letras de los cantos, distorsionadas por el ritmo y el acento lánguido de estos negros, de estos zanj, tratan, por lo que puede colegir, de una colina lejana y una vieja y áspera cruz. Desde su deliberado silencio, Ahmad localiza a Joryleen en el coro, compuesto casi en exclusiva de mujeres, mujeres inmensas entre las que Joryleen parece casi una niña y hasta relativamente delgada. Ella a su vez divisa a Ahmad, en uno de los bancos delanteros. Su sonrisa lo decepciona, es vacilante, apresurada, nerviosa. También ella sabe que él no debería estar ahí.

Arriba, abajo, todos los de su banco excepto él y la niña más pequeña se ponen de rodillas y después se sientan. Siguen rezos colectivos, respuestas que no sabe, pese a que el padre con el diente de oro le indica la página del cantoral. Creemos esto y aquello, damos gracias al Señor por esto y por lo otro. Luego el imán cristiano, un hombre de rostro severo, color café, gafas de montura invisible y destellos en su alta calva, entona una larga oración. Su voz rugosa está amplificada electrónicamente, de modo que retumba tanto desde el fondo como desde la parte delantera de la iglesia; y mientras el sacerdote, con los ojos cerrados tras las gafas, va hollando cada vez más profundo en la oscuridad que mentalmente ve, los allí reunidos manifiestan a gritos su acuerdo: «¡Claro que sí!», «¡Dígalo, reverendo!», «¡Alabado sea el Señor!». Como sudor en la piel, surgen murmullos de asentimiento cuando, tras cantar el segundo salmo, que trata del gozo que supone caminar junto a Jesús, el predicador asciende al alto minbar decorado con tallas de ángeles. En tono cada vez más convulso, acercando y alejando la cabeza del radio de acción del sistema amplificador de sonido para que su voz crezca y decrezca como los gritos de un hombre apostado en el palo mayor de un barco zarandeado por la tempestad, refiere la historia de Moisés, que libró de la esclavitud al pueblo elegido pero a quien le fue negado el acceso a la Tierra Prometida.

– ¿Y por qué? -pregunta-. Moisés había servido al Señor como portavoz, dentro y fuera de Egipto. Portavoz: nuestro presidente, allá en Washington, tiene un portavoz; los presidentes de nuestras compañías, en las alturas de sus despachos en Manhattan y Houston, tienen portavoces, a veces son mujeres, porque el dejar oír su voz es algo innato en ellas, ¿o no, hermanos? -Lo cual propicia carcajadas y risas tontas, invitando a una digresión-: ¿Cómo no va a ser así? Nuestras queridas hermanas sí que saben hablar. Dios no le dio a Eva robustez de brazos y hombros como a nosotros, pero le dio redobladas fuerzas en la lengua. Oigo risas, pero no lo toméis a broma, es la simple evolución, igual que son ellas quienes quieren dar clases a nuestros inocentes hijos en todas las escuelas públicas. Ahora en serio: hoy ya nadie confía en sí mismo ni para hablar en su propio nombre. Es demasiado arriesgado. Hay demasiados abogados observando y anotando lo que dices. Y bien, si yo tuviera portavoz, ahora mismo estaría en casa viendo en la tele el programa de entrevistas del señor William Moyers o el del señor Theodore Koppel y tomándome otra tostada, incluso una tercera, de esas tan deliciosas que algunas mañanas me prepara mi querida Tilly, bien empapadas de sirope, después de haberse comprado algún vestido nuevo, sí, ropa o algún elegante bolso de piel de caimán que la haga sentirse culpable, aunque sea mínimamente.

Por encima de las risas sofocadas que origina esta revelación, el predicador prosigue:

– Si así fuera, estaría reservando mi voz. Si así fuera, no tendría que estar preguntándome en voz alta, delante de todos vosotros, por qué Dios apartó a Moisés de la Tierra Prometida. Si tuviera un portavoz.

Ahmad tiene la impresión de que, de repente, entre la atenta y fascinada multitud de infieles, kuffar de piel oscura, el predicador se ha puesto a meditar, como si hubiera olvidado por qué está allí, por qué están todos allí, mientras en el exterior suenan las radios ridículamente altas de los coches que pasan por la calle. Pero los ojos del hombre se abren de golpe tras sus gafas y con revuelo se abalanza sobre la Biblia grande, de cantos dorados, que hay en el atril del minbar, y dice:

– He aquí el motivo, Dios nos lo da en el Deuteronomio, capítulo treinta y dos, versículo cincuenta y uno: «Por cuanto pecasteis contra mí en medio de los hijos de Israel, junto a las aguas de Meribá, en Cades, en el desierto de Sin; porque no me santificasteis en medio de los hijos de Israel».

El predicador, enfundado en una túnica azul de anchas mangas por cuyo cuello asoman la camisa y una corbata roja, examina a los feligreses con los ojos abiertos como platos. Ahmad siente como si se fijara sobre todo en él, quizá porque no es un rostro habitual.

– ¿Qué significa -pregunta en voz baja- «Pecasteis contra mí»? ¿«No me santificasteis»? ¿Qué hicieron mal esos pobres israelitas, que tanto tiempo habían sufrido, junto a las aguas de Meribá, en Cades, en el desierto de Sin? Que levante la mano aquel de vosotros que lo sepa.

Nadie, los ha pillado por sorpresa. Entonces el predicador se apresura a continuar, vuelve a consultar la Biblia grande, pasa de golpe un buen montón de páginas, las hojas de bordes dorados se abren por un lugar marcado previamente.

– Todo está aquí, amigos míos. Todo lo que necesitáis saber está precisamente aquí. El Buen Libro explica cómo una partida de exploradores se separó de la gente que Moisés guiaba fuera de Egipto y se adentró en el Néguev, subiendo al norte, hacia el Jordán. Y al volver relataron, como se lee en el capítulo trece del Libro de los Números, que en el país que habían recorrido «ciertamente fluye leche y miel», pero que «el pueblo que habita aquella tierra es fuerte, y las ciudades muy grandes y fortificadas», y también, «también» es lo que dijeron, vieron allí «a los hijos de Anac», y que eran gigantes junto a los cuales «nosotros éramos, a nuestro parecer, como langostas, y así les parecíamos a ellos». Lo sabían, y lo sabíamos nosotros, hermanos y hermanas, que a su lado éramos únicamente unas langostas pequeñajas, saltamontes que viven sólo unos pocos días en la hierba, en los pastos, antes de la siega, en el exterior del campo de béisbol, adonde ningún bateador lanza la pelota, y después ya desaparecen, y sus exoesqueletos, tan complejos como cualquier otra obra del Señor, crujen fácilmente en el pico de un cuervo o una golondrina, de una gaviota o un boyero.

Ahora las mangas azules del predicador se revuelven, a la luz del atril centellean perdigones de saliva, y el coro de detrás, con Joryleen, se mece.

– Y Caleb dijo: «¡Subamos luego, y tomemos posesión de ella, porque más podremos nosotros que ellos!». -Y el hombre alto de color café lee, con voz vibrante y apresurada, como interpretando a diferentes personas-: «Entonces toda la asamblea se puso a dar gritos; y el pueblo lloró aquella noche. Todos los hijos de Israel murmuraron contra Moisés y contra Aarón, y toda la multitud les dijo: "¡Ojalá hubiéramos muerto en la tierra de Egipto! ¡Ojalá muriéramos en este desierto!"».

El sacerdote observa con gravedad a los presentes, sus gafas, círculos de pura luz ciega, y repite:

– «¡Ojalá hubiéramos muerto en Egipto!» Entonces, ¿por qué Dios nos sacó de la esclavitud y nos dejó en este desierto -consulta el libro- «para morir a espada, y para que nuestras mujeres y nuestros niños se conviertan en botín de guerra»? ¡En botín! ¡Eh, que esto va en serio! Salgamos por patas… bueno, sobre las patas de burros y bueyes… ¡y regresemos a Egipto! -Echa una mirada al libro y lee un versículo en voz bien alta-: «Y se decían unos a otros: "Designemos un jefe y volvamos a Egipto"». El faraón, bien mirado, tampoco era tan malo. Nos daba de comer, aunque no mucho. Nos procuraba cabañas donde dormir, en el pantano, con todos los mosquitos. Nos enviaba cheques de beneficencia, de vez en cuando. Nos ofrecía trabajo sirviendo patatas fritas en McDonald's a cambio del salario mínimo. Era simpático, en comparación con esos gigantes, los superhijos de Anac.

Se queda de pie, bien erguido, por un momento se deja de imitaciones.

– ¿Y qué hicieron Moisés y su hermano Aarón al respecto? Sale justo aquí, en Números catorce, cinco: «Moisés y Aarón se postraron hasta tocar el suelo con la frente delante de toda la multitud de los hijos de Israel». Se rindieron. Le dijeron a su pueblo, a la gente que supuestamente guiaban en nombre del Señor Todopoderoso, le dijeron: «Quizá tengáis razón. Ya basta. Llevamos demasiado tiempo vagando fuera de Egipto. Estamos hartos de este desierto».

»Y Josué, seguro que os acordáis de él, el hijo de Nun, de la tribu de Efraín, era uno de los doce que fueron a explorar, junto con Caleb; y Josué se alzó y dijo: "Un momento. Un momento, hermanos. Esos cananeos tienen buenas tierras. No les temáis"; y lo que sigue está escrito: "No temáis al pueblo de esta tierra, pues vosotros los comeréis como pan. Su amparo se ha apartado de ellos y el Señor está con nosotros: no los temáis". ¿Y cómo reaccionaron esos israelitas del montón cuando los dos valientes guerreros dijeron: "Vamos, no tengáis miedo de los cananeos"? Pues respondieron: "Lapidadlos, lapidad a esos bocazas". Y cogieron piedras, en ese desierto las había bien afiladas y duras, dispuestos a aplastar las cabezas y las bocas de Caleb y Josué. Entonces ocurrió algo asombroso. Dejad que os lea qué pasó: "Pero la gloria del Señor se mostró en el tabernáculo de reunión a todos los hijos de Israel. Y el Señor dijo a Moisés: '¿Hasta cuándo me ha de irritar este pueblo? ¿Hasta cuándo no me creerán, con todas las señales que he hecho en medio de ellos?'". El maná caído del cielo había sido una señal. El agua que manó de la peña de Horeb había sido una señal. La voz de la zarza ardiente había sido una señal bien clara. Las columnas de nubes por el día y de fuego por la noche fueron señales. Señales, señales todo el día, las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.

»Aun así, esas gentes no tenían fe. Querían volver a Egipto con el amable faraón. Preferían el malo conocido al Dios por conocer. Todavía sentían debilidad por el becerro de oro. No les importaba volver a ser esclavos. Querían perder sus derechos civiles. Querían ahogar sus penas en la droga y en el comportamiento vergonzoso de las noches de sábado. El buen Dios dijo: "No trago a esta gente". A esta tribu de Israel. Y preguntó a Moisés y a Aarón, sólo por curiosidad: "¿Hasta cuándo soportaré a esta depravada multitud que murmura contra mí?". No espera la respuesta, Él mismo la da. El Señor mata a todos los exploradores excepto a Caleb y Josué. Al resto, a la depravada multitud, le dice: "Vuestros cuerpos caerán en este desierto". Al resto, a todos los que tenían de veinte años para arriba, que habían hablado contra Él, los condena a cuarenta años en el yermo, "y vuestros hijos andarán pastoreando en el desierto cuarenta años, y cargarán con vuestras rebeldías, hasta que vuestros cuerpos sean consumidos en el desierto". Imaginaos. Cuarenta años, sin reducciones por buena conducta. -Y repite-: Sin reducciones por buena conducta, porque habéis sido una congregación depravada.

Una voz de hombre grita entre los asistentes: «¡Eso es, reverendo! ¡Depravada!».

– Sin reducciones, porque -prosigue el imán cristiano- os falta fe. Fe en la fuerza de Dios Todopoderoso. Ésa fue vuestra iniquidad… dejadme pronunciar las cuatro sílabas de esta preciosa y vieja palabra, i-ni-qui-dad: «castigo la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen». Moisés trata de apaciguarlo, el portavoz habla con su cliente. «Perdona», dice justo en este pasaje del Libro, «perdona ahora la iniquidad de este pueblo según la grandeza de tu misericordia, como has perdonado a este pueblo desde Egipto hasta aquí.» «Ni hablar», responde el Señor. «Estoy cansado de que se suponga que debo perdonar tanto. Quiero, para variar, algo de gloria. Quiero vuestros cuerpos.»

El predicador se desploma sobre el púlpito con cierto desaliento y se apoya sobre los codos, informalmente, en el enorme libro sagrado de cantos dorados.

– Amigos míos -dice en tono de confianza-, ya veis el panorama que se le presentaba a Moisés. ¿Qué había de terrible, qué había de… -esboza una sonrisa y articula- i-ni-cuo en adentrarse en territorio enemigo, en explorar la situación, en volver a casa y presentar un informe honesto, prudente? «La cosa no pinta bien. Estos cananeos y gigantes tienen bien cogidas por el mango la leche y la miel. Será mejor que nos retiremos.» Eso sería actuar con cabeza, ¿verdad? «No me los contrariéis. Tienen acciones y bonos, tienen el látigo y las cadenas, controlan los medios de pro-duc-ción.»

Se alzan varias voces: «Eso es. Que tengan cabeza. Que no los contraríen».

– Y para que quedara clara su opinión, el Señor mandó plagas y pestes, y la gente sufrió y decidió demasiado tarde subir a esas montañas y enfrentarse a los cananeos, que por entonces ya no asustaban tanto, y Moisés, el bueno del portavoz, ese abogado avispado, les aconsejó: «No subáis, pues el Señor no está con vosotros». Sin embargo, esos israelitas obcecados subieron y… ¿qué leemos en el último versículo de Números catorce? «Entonces descendieron los amalecitas y los cananeos que habitaban en aquel monte y los hirieron, los derrotaron y los persiguieron hasta Horma.» ¡Hasta Horma! Hasta allí hay un buen trecho.

»Ya lo habéis visto, amigos míos, el Señor sí había estado con ellos, antes. Les había dado la oportunidad de seguir adelante a Su lado, en toda Su gloria, ¿y qué hicieron ellos? Dudar. Lo traicionaron con sus dudas, con sus miramientos, con su co-bar-dí-a, y Moisés y Aarón lo traicionaron al dejarse influir, como hacen los políticos cuando salen las encuestas. Encuestadores y portavoces ya los había incluso entonces, en tiempos bíblicos. Y por eso les fue negada la entrada en la Tierra Prometida, Moisés y Aarón se quedaron allí tirados, en aquella montaña, mirando el país de Canaán como niños con la cara pegada al escaparate de una confitería. No pudieron entrar. Eran impuros. No dieron la talla. No dejaron que el Señor actuara por medio de ellos. Tuvieron buenas intenciones, como todos, pero no confiaron lo suficiente en el Señor. Y el Señor es digno de confianza. Si dice que hará lo imposible, lo hará, no le digáis que no puede.

Ahmad se sorprende entusiasmándose junto al resto de la congregación, que está agitada, murmurando, relajada tras esforzarse en seguir los giros del sermón, incluso las niñas con coletas de su lado inclinan sus cabezas adelante y atrás como queriendo librarse de un dolor en el cuello, una de ellas mira hacia arriba, a Ahmad, como un perro con los ojos saltones que se preguntara si vale la pena pedirle algo a este ser humano. Los ojos le brillan como si reflejaran un tesoro que ha atisbado en él.

– Fe. -El predicador está declamando con una voz enronquecida por la oratoria, arenosa como un café con demasiado azúcar-. No tenían fe. Por eso eran una comunidad depravada. Por eso cayeron sobre los israelitas la peste, la deshonra y la derrota en la batalla. Abraham, el patriarca de la tribu, tuvo fe cuando alzó el cuchillo para sacrificar a su único hijo, Isaac. Jonás conservó la fe en el vientre de la ballena. Daniel tuvo fe en el foso de los leones. Jesús crucificado tuvo fe: preguntó al Señor por qué lo había abandonado pero, en el siguiente suspiro, se volvió hacia el ladrón de la cruz de al lado y le prometió a ese hombre, a ese hombre malvado, a ese «criminal reincidente», como dicen los sociólogos, que ese mismo día estaría con él en el Paraíso. Martin Luther King tuvo fe en Washington, en el National Malí, y en el hotel de Memphis donde James Earl Ray hizo del reverendo King un mártir; había ido allí para apoyar a los trabajadores del servicio de limpieza, que estaban en huelga, los más humildes de entre los humildes, los intocables que recogen nuestra basura. Rosa Parks tuvo fe en aquel autobús en Montgomery, Alabama. -El cuerpo del predicador se asoma por encima del atril, engrandecido, y su voz varía de tono como asaltado por un pensamiento repentino-. Se sentó en la parte delantera del autobús -dice cambiando de registro, como si estuviera de cháchara-. Eso fue lo que los israelitas no hicieron. Les dio miedo sentarse delante en el autobús. El Señor les dijo: «Ahí lo tenéis, justo detrás del conductor, el país de Canaán rebosante de leche y miel, ese asiento es para vosotros». Y ellos contestaron: «No, gracias, Señor, nos gusta sentarnos atrás. Estamos echando una partidita a los dados, nos vamos pasando una botella de Four Roses, tenemos nuestra pipa de crack, nuestra jeringuilla con heroína, nuestras novias menores de edad y drogadictas que paren hijos ilegítimos a los que abandonamos en una caja de zapatos en la planta de desperdicios y reciclaje de las afueras de la ciudad… No nos envíes a esa montaña, Señor. Con esos gigantes llevamos las de perder. Con Bull Connor y sus perros policía llevamos las de perder. Mejor nos quedamos en la parte de atrás del autobús. Es oscuro y acogedor. Se está bien aquí». -Recupera su timbre habitual y dice-: No seáis como ellos, hermanos y hermanas. Decidme qué necesitáis.

– Fe -apuntan tímidamente unas pocas voces, sin convicción.

– A ver si lo oigo otra vez, más alto. ¿Qué necesitamos todos?

– Fe. -Ahora la respuesta es al unísono. Incluso Ahmad pronuncia la palabra, pero de modo que nadie lo oye excepto la niña que está a su lado.

– Eso está mejor, pero no lo suficientemente alto. ¿Qué es lo que tenemos, hermanos y hermanas?

– ¡Fe!

– ¿Fe en qué? ¡A ver cómo lo decís, que tiemblen esos cananeos en sus grandes botas de piel de cabra! -¡Fe en el Señor!

– Sí, oh, sí -añaden voces sueltas. Aquí y allá sollozan algunas mujeres. Ahmad ve que a la madre, todavía joven y bonita, con la que comparte banco le relucen las mejillas.

El predicador no está dispuesto a que quede así.

– ¿El Señor de quién? -pregunta, y se responde con entusiasmo casi juvenil-: El Señor de Abraham. -Inspira-. El Señor de Josué. -Vuelve a inspirar-. El Señor del rey David.

– El Señor de Jesús -propone alguien desde el fondo de la vieja iglesia.

– El Señor de María -pregona una voz de mujer.

Y otra aventura:

– El Señor de Betsabé.

– El Señor de Séfora -grita una tercera. El predicador decide dejarlo ahí.

– El Señor de todos nosotros -brama, acercándose al micrófono como hacen las estrellas del rock. Se pasa un pañuelo blanco por la alta calva reluciente. Lo cubre una fina capa de sudor. El cuello de la camisa, antes almidonado, está ahora lacio. A su modo kafir, ha estado luchando contra los demonios, incluso contra los de Ahmad-. El Señor de todos nosotros -repite lúgubremente-. Amén.

– Amén -dicen muchos, aliviados, vaciados.

Se hace el silencio y después se oye el sonido circunspecto de pasos amortiguados en la alfombra, cuatro hombres trajeados marchan en dos filas por el pasillo para recoger unos platillos de madera mientras el coro, con un rumor imponente, se levanta y se dispone a cantar. Un tipo pequeño con túnica, que ha compensado su baja estatura hinchando su larga y rizada cabellera hasta convertirla en una enorme pelusa, alza los brazos en señal de que está listo a la vez que los hombres serios, con trajes de poliéster color pastel, toman los recipientes que el predicador les ha ofrecido y se despliegan, dos por el pasillo central y los otros dos por cada lateral. Esperan que el dinero vaya cayendo en los platos, cuyo fondo está forrado con fieltro para atenuar el ruido de las monedas. La inesperada palabra «impuro» vuelve del sermón: en su interior, Ahmad se estremece por haber pecado viniendo a presenciar cómo estos infieles negros oran a su no-Dios, a su ídolo de tres cabezas; es como ver sexo en público, escenas de carnes rosáceas atisbadas por encima de los hombros de chicos que hacen un mal uso de los ordenadores en clase.

Abraham, Noé: estos nombres no le son del todo ajenos a Ahmad. En la tercera sura, el Profeta afirmó: «Creemos en Dios y en lo que se nos ha revelado, en lo que se ha revelado a Abraham, a Ismael, a Isaac, a Jacob y a las tribus, en lo que Moisés, Jesús y los profetas han recibido de su Señor. No hacemos distinción entre ninguno de ellos». Las personas que le rodean también son a su manera Gente del Libro. «¿Por qué no creéis en los signos de Dios? ¿Por qué desviáis del camino de Dios a quien cree?»

El órgano eléctrico, que se ocupa de tocar un hombre cuya nuca asoma en rollitos de carne arrebujada, como formando un segundo rostro, deja ir un hilo de sonido, y después atiza una avalancha que cae como agua helada. El coro, con Joryleen en la primera fila, empieza a cantar. Ahmad sólo tiene ojos para ella, para su manera de abrir la boca tanto que puede verle la rosada lengua detrás de los dientes pequeños y redondos, como perlas semienterradas. «Oh, qué, amigo nos es Cristo», entiende que dicen las primeras palabras, lentamente, como si sacaran a rastras el peso de la canción de algún pozo de dolor. «¡Él sintió nuestra aflicción!» Los feligreses a espaldas de Ahmad responden a las letras con gruñidos de asentimiento y síes: conocen la canción, les gusta. Por el pasillo lateral un kafir, uno de los más altos, con un traje amarillo limón, llega con el platillo en una mano enorme, de nudillos colosales; en comparación con la mano, el cepillo parece un platito de café. Lo entrega a la fila donde se sienta Ahmad, éste lo pasa rápido, sin dejar nada; le da la sensación de que el plato intentara levantar el vuelo de su mano, tal es la sorprendente ligereza de la madera, pero él lo baja al nivel de la niña que tiene al lado, la cual alarga sus manos morenas e inquietas, ya no demasiado pequeñas, para tomarlo y seguir pasándolo. Ella, que lo ha estado mirando con brillantes ojos caninos, se le ha acercado un poco, de modo que su enjuto cuerpecito le toca, apoyándose en él tan suavemente que debe de pensar que no la nota. Ahmad, tenso, no hace caso, todavía se siente un intruso, y mira al frente como si quisiera leer los labios de los que cantan con túnicas. «Y nos manda que contemos», cree entender, «todo a Dios en oración.»

A Ahmad también le gusta rezar, la sensación de verter la voz queda de su cabeza en un silencio que aguarda a su lado, de verter una parte invisible de sí mismo en una dimensión más pura que la tridimensionalidad de este mundo. Joryleen le ha dicho que cantaría un solo, pero permanece en su hilera, entre una mujer mayor y gorda y una flaca del color de cuero seco. Todas tremolan levemente en sus lustrosas túnicas azules y mueven las bocas acompasadamente de modo que Ahmad no sabría decir qué voz es la de Joryleen, quien tiene la mirada fija en el director del pelo alborotado y ni por un momento la desvía hacia él, pese a que se ha expuesto al fuego del infierno al aceptar la invitación. Se pregunta si Tylenol estará entre la congregación depravada a sus espaldas; le dolió el hombro un día entero en la zona que Tylenol había apretado. «… Es porque no le ha dicho», canta el coro, «todo a Dios en oración.» Las voces conjuntadas de todas esas mujeres, con las más graves de los hombres de la hilera de arriba, tienen una calidad imponente y majestuosa, como un ejército que avanzara sin temor a los ataques. La diversidad de gargantas se funde en un único sonido orgánico, incontestable, quejumbroso, muy alejado de la voz solitaria del imán entonando la música del Corán, una música que penetra en los espacios de detrás de tus ojos y se hunde en el silencio de tu cerebro.

El organista da paso a un ritmo diferente, supuestamente marchoso, tachonado de golpes: se trata de una percusión originada detrás del coro por un instrumento, un conjunto de varas de madera, que Ahmad no puede ver. Los allí reunidos acogen el cambio de tempo con murmullos de aprobación, y el coro empieza a seguir el ritmo con los pies, con las caderas. El órgano emite un sonido líquido, como de zambullida. La canción se va despojando de la vestidura de sus versos, que cada vez son más difíciles de entender: dicen algo de pruebas, tentaciones y problemas en cualquier parte. La mujer flaca y chupada que está junto a Joryleen da un paso al frente y, con una voz casi masculina, de hombre meloso, pregunta a la congregación: «¿Quién es ese amigo fiel con quien podemos compartir las penas?». Detrás de ella el coro entona una única palabra: «Plegaria, plegaria, plegaria». El organista se prodiga arriba y abajo del teclado, aparentemente a su aire pero sin extraviarse. Ahmad no sabía que el órgano tuviera un registro tan amplio, los acordes van ascendiendo sin límite. «Plegaria, plegaria, plegaria», sigue cantando el coro mientras deja al organista desplegar su solo.

Luego llega el turno de Joryleen; da un paso adelante y la reciben algunos aplausos, sus ojos rozan la cara de Ahmad antes de volver el óvalo, todo labios, de su propio rostro hacia el público que queda detrás de él y después hacia más arriba, a la galería. Toma aire; el corazón de Ahmad se detiene, temeroso por la chica. Pero su voz se desovilla en un filamento luminoso: «¿Somos débiles y vivimos llenos de temores y tentaciones?». Es una voz joven, frágil, pura, con cierto temblor hasta que Joryleen consigue dominar los nervios. «A Jesús, tu amigo eterno», canta. Su voz se sosiega, adquiere un tono metálico, con un matiz áspero, y a continuación escala en repentina libertad hasta un chillido que se asemeja al de un niño que suplica que le abran la puerta. Los fieles aprueban en susurros el atrevimiento. Joryleen grita: «¿Te desprecian tus amih-hih-gos?».

«Eh, ¿en serio lo hacen?», apunta la mujer gorda que tiene al lado, inmiscuyéndose, como si el solo de Joryleen fuera un baño templado demasiado apetecible para no aprovecharlo. Pero se ha sumado no para echar a Joryleen sino para unirse a ella; al oír esta otra voz junto a la suya, la chica prueba algunas notas en otro registro, armónicas, de modo que su joven voz se vuelve más audaz, llevada en volandas casi a la inconsciencia. «En sus brazos», canta, «en sus brazos, en sus brazos cariñosos paz tendrá, oh sí, gloria bendita, tu corazón.»

«Sí, paz, sí, paz tendrá», va reverberando la mujer gorda, quien entra en el canto entre un clamor de reconocimiento, de amor, del público, ya que su voz los sumerge y luego los rescata de golpe del fondo de sus vidas, o eso siente Ahmad. Esa voz ha sido sazonada en un sufrimiento con el que Joryleen todavía tiene que enfrentarse, una simple sombra en su vida aún joven. Con esa autoridad, la mujer gruesa, de cara tan amplia como un ídolo de piedra, vuelve con el «Qué amigo». Se le dibujan hoyuelos no sólo por debajo de las mejillas sino también junto al rabillo de los ojos y a los lados de su dilatada y chata nariz, cuyos orificios se ensanchan de par en par. A estas alturas, el himno palpita con tal fuerza por las venas de los allí reunidos que puede ser retomado en cualquier punto. «Nuestra aflicción, eso es, nuestros pecados y aflicción… ¿lo oyes, Señor?» El coro, con Joryleen, espera sin inmutarse mientras esta obesa en éxtasis oscila los brazos adelante y atrás, los balancea durante un rato imitando con gracia el desembarco triunfal y garboso de alguien que ha cruzado el mar embravecido en una balsa, y señala con la mano a la acuciante galería, de punta a punta, gritando:

– ¿Habéis oído bien? ¿Lo habéis oído?

– Lo oímos, hermana -es la voz en respuesta de un hombre.

– ¿Y qué oyes, hermano? -Ella misma se contesta-: Él sintió nuestra aflicción, nuestros pecados. Pensad en esos pecados. Pensad en esa aflicción. Son nuestras criaturas, ¿no? Los pecados y la aflicción son nuestras criaturas, nuestros hijos naturales.

El coro sigue arrastrando las notas de la canción, ahora más rápido. El órgano se encarama entre requiebros, las varas de percusión siguen batiendo ocultas a la vista, la mujer gorda cierra los ojos y suelta como una ráfaga la palabra «Jesús» sobre la ciega y persistente base rítmica, hasta reducirla a un «Jes. Jes. Jes» para desembocar, como si afluyera una nueva canción, en un «Gracias, Jesús. Gracias, Señor. Gracias por el amor, cada día, cada noche». Y mientras el coro canta «Desprovisto de consuelo y protección», ella solloza: «¡Si andamos desprovistos de ellos es porque no se lo hemos dicho todo a Dios en oración! ¡Hagámoslo, lo necesitamos!». Y cuando el coro, aún bajo la batuta del hombrecito de pelo alborotado, llega al último verso, ella se une a los demás: «Todo, sí, todo, hasta lo más ínfimo de cada uno de nosotros, todo se lo decimos en oración. Sííí, oh, sí».

El coro, en el que Joryleen era quien más abría la boca, su jovencísima boca, deja de cantar. A Ahmad le arden los ojos y siente tal agitación en el estómago que teme que va a vomitar allí mismo, entre esos demonios vocingleros. Los falsos santos de las ventanas altas y oscurecidas por el hollín miran abajo. Un rayo de sol pasajero arde en uno de esos rostros, de barba blanca y con el ceño fruncido. La niña se ha acurrucado junto a Ahmad sin que él se haya dado cuenta; el sopor la invadió de repente, bajo el fragor y la percusión machacona de la música. El resto del banco, la familia al completo, les sonríe, a él, a ella.


No sabe si debería esperar a Joryleen fuera de la iglesia, mientras los fieles, con sus trajes de primavera color pastel, salen al aire de abril, que se va volviendo más fresco y desvaído a medida que las nubes se empañan de tonos oscuros. La indecisión de Ahmad dura mientras, medio escondido tras una de las robinias de la acera que sobrevivieron al derribo que dio origen al mar de escombros, se convence de que Tylenol no estaba entre los asistentes. Entonces, en el instante en que decide escabullirse, ahí aparece ella, acercándose, sirviendo todas sus redondeces como fruta en una bandeja. En una aleta de la nariz lleva una cuenta de plata en la que se refleja minúsculamente el cielo. Bajo la túnica azul viste el mismo tipo de ropa que usa para ir al instituto, nada de ropa formal para ir a misa. Recuerda que le dijo que no se tomaba la religión muy en serio.

– Te he visto -le dice en tono burlón-. Estabas sentado con los Johnson, nada más y nada menos.

– ¿Los Johnson?

– La familia de tu banco. Gente muy devota. Son los propietarios de las lavanderías de autoservicio del centro y también de las de Passaic. ¿Has oído hablar de la burguesía negra? Pues son ellos. ¿Qué miras, Ahmad?

– Lo que llevas en la nariz. No me había fijado nunca. Sólo en esos aritos que te pones en el borde de la oreja.

– Es nuevo. ¿No te gusta? A Tylenol sí. Se muere por que me ponga uno en la lengua.

– ¿Te van a perforar la lengua? Es horrible, Joryleen.

– Tylenol dice que al Señor le gustan las mujeres vistosas. ¿Qué dice vuestro Mister Mahoma?

Ahmad percibe la burla, pero no obstante, al lado de esta muchacha bajita, impúdica, se siente alto; dirige la mirada más abajo de su cara, reluciente de malicia, a la parte superior de sus pechos, que una escotada blusa primaveral deja al descubierto, aún esmaltados por el nerviosismo y el esfuerzo del canto.

– Él recomienda a las mujeres que cubran su belleza -cuenta-. Dice que las mujeres buenas son para los hombres buenos, y las impuras, para los impuros.

Joryleen abre desmesuradamente los ojos, pestañea, tomando esta adusta solemnidad como una parte de Ahmad con la que quizás ella deba lidiar.

– Bueno, pues no sé dónde me deja eso -dice con buen humor-. Supongo que la noción de impureza era bastante amplia en aquella época -añade, y se seca la humedad de una sien, donde el cabello es velloso como el bigote de un chico antes de que se afeite por primera vez-. ¿Te ha gustado cómo he cantado?

Él se lo piensa mientras los feligreses pasan charlando, cumplida ya su obligación semanal, y el sol veleidoso arroja sombras tenues bajo las recientes hojas de las robinias.

– Tienes una voz bonita -le dice Ahmad-. Es muy pura. Sin embargo, el uso que le das no es puro. El canto, sobre todo el de esa mujer tan gorda…

– Eva-Marie -informa Joryleen-. Es lo más. Le es imposible no darse entera.

– Su canto me ha parecido muy sensual. Y no he entendido todas las letras. ¿De qué modo Cristo os es amigo?

– Amigo, amigo -deja ir Joryleen en un suave jadeo, imitando el modo en que el coro sincopó los versos del himno sugiriendo los movimientos repetitivos (así lo interpretó él) de las relaciones sexuales-. Simplemente lo es, y ya está -insiste ella-. La gente se siente mejor si piensa que está siempre con ellos. Si no los cuida él, quién los va a cuidar, ¿no? Pasa lo mismo, sospecho, con vuestro Mahoma.

– El Profeta es muchas cosas para sus seguidores, pero no lo llamamos amigo. No somos tan acogedores, como ha dicho vuestro clérigo.

– Vamos -propone ella-, no hablemos de estas cosas. Gracias por venir, Ahmad. No creía que te atrevieras.

– Fuiste amable conmigo, y tenía curiosidad. Hasta cierto punto ayuda conocer al enemigo.

– ¿Enemigo? Vaya. Ahí no tenías ni un enemigo.

– Mi profesor en la mezquita dice que todos los infieles son nuestros enemigos. El Profeta advirtió que llegará el día en que todos los que no creen serán destruidos.

– Anda, tío. ¿Cómo te has vuelto así? Tu madre es la típica irlandesa con pecas, ¿no? Es lo que Tylenol dice.

– Tylenol, Tylenol. ¿Hasta qué punto es estrecha tu relación con esa fuente de sabiduría? ¿Te considera su mujer?

– Bueno, el chaval sólo está probando. Es demasiado joven para comprometerse con alguna amiga. Demos un paseo. Nos están mirando mucho.

Andan por el perímetro al norte de las hectáreas vacías que esperan a ser urbanizadas. Una valla pintada anuncia la construcción de un aparcamiento de cuatro plantas que devolverá a los compradores al barrio, pero en dos años no se ha construido nada, únicamente está el anuncio, cada vez más pintarrajeado. Cuando el sol, que se inclina desde el sur por encima de los nuevos edificios de cristal del centro, traspasa las nubes, se puede ver cómo los escombros desprenden un polvo fino, y cuando el cielo se encapota de nuevo el astro se vuelve un círculo blanco, como si hubiera quemado en las nubes un orificio perfecto, del tamaño exacto de la luna. Al sentir el sol en un costado, Ahmad percibe la calidez que le llega por el otro, la calidez del cuerpo de Joryleen mientras caminan, un organismo formado por circunferencias superpuestas y partes blandas. La cuenta en la aleta de su nariz lanza un destello cálido y nítido; la luz del sol lame con lengua fulgida la cavidad que se abre en el centro del escote de barca de su blusa. Ahmad le dice:

– Soy un buen musulmán en un mundo que se burla de la fe.

– En lugar de ser bueno, de portarte bien, ¿no te apetece nunca sentirte bien? -pregunta Joryleen. Ahmad cree que su interés es sincero; al pertenecer a una confesión tan rígida, él debe de resultarle un enigma, un espécimen curioso.

– Puede que ambas cosas vayan juntas -expone-. El ser y el sentir.

– Has venido a mi iglesia -dice ella-. Yo podría ir contigo a tu mezquita.

– No serviría de nada. No podríamos sentarnos juntos, y no podrías participar del rito sin un curso previo, y sin una demostración de sinceridad.

– Uau. Podría llevarme más tiempo del que dispongo. Dime, Ahmad, ¿qué haces cuando quieres divertirte?

– Algunas de las mismas cosas que tú, aunque «divertirse», como dices, no es la meta en la vida de un buen musulmán. Dos veces por semana voy a clases de lengua e interpretación del Corán. También voy al Central High. En otoño juego con el equipo de fútbol: la temporada pasada no lo hice mal, marqué cinco goles, uno de penalti. Y en primavera hago atletismo. Para mis gastos, y para ayudar a mi madre… la típica irlandesa con pecas, como tú la llamas…

– Como Tylenol la llama.

– …como queda claro que vosotros dos la llamáis, trabajo en el Shop-a-Sec entre doce y dieciocho horas por semana. Tiene algo de «divertido»: observar a los clientes y lo variado de los vestuarios y de las locuras individuales que fomenta la permisividad americana. No hay nada en el islam que prohíba ver la televisión o ir al cine, pero de hecho todo está tan saturado de desesperanza e impiedad que me repugna y deja de interesarme. Y tampoco va contra el islam relacionarse con miembros del sexo opuesto, siempre que se acaten algunas estrictas prohibiciones.

– Tan estrictas que al final no pasa nada, ¿es eso? Ahora a la izquierda, si es que quieres acompañarme a casa. No estás obligado, ya sabes. Entramos en malos barrios. No querrás meterte en líos.

– Lo que quiero es que llegues bien a casa. -Y prosigue-: Las prohibiciones se establecen en interés no tanto del varón como de la hembra. La virginidad y la pureza son valores importantísimos.

– ¡Venga ya! -dice Joryleen-. ¿A ojos de quién? O sea, ¿quién es el que impone esos valores?

Lo está llevando, Ahmad se da cuenta, a un punto en que tendrá que traicionar sus creencias si responde a las preguntas que le plantea. En clase, lo ha visto en el instituto, ella es de las que saben hablar, encandilan a los profesores y no se percatan de que está apartándolos de la materia y haciéndoles perder tiempo docente. Tiene un punto pícaro.

– A ojos de Dios -responde Ahmad-, como reveló el Profeta: «Di a las creyentes que bajen la vista con recato, que sean castas». Es de la misma sura que aconseja a las mujeres que no muestren sus adornos, que cubran su escote con el velo y que ni siquiera batan con los pies para que no tintineen sus ajorcas, los brazaletes de tobillo.

– Tú crees que enseño demasiado las tetas… La mirada te delata.

Con sólo oír la palabra «tetas» pronunciada por sus labios, Ahmad se estremece de manera indecente. Mirando al frente, contesta:

– La pureza es un fin en sí mismo. Como te decía, portarse bien y sentirse bien ha sido todo uno.

– ¿Y qué es de las vírgenes del otro mundo? ¿Qué pasa con la pureza de los jóvenes mártires que llegan allí, rebosantes de semen?

– Su virtud recibe recompensa a la vez que conservan la pureza en el contexto creado por Dios. Mi profesor en la mezquita cree que las huríes de oscuros ojos rasgados simbolizan una dicha que no se podría concebir sin imágenes concretas. Centrarse en esa imagen y ridiculizar al islam por ella es típico del Occidente obsesionado con el sexo.

Siguen en la dirección que Joryleen ha indicado. El vecindario es cada vez más destartalado; los arbustos están sin cuidar, las casas sin pintar, hay partes en que las losas de la acera o bien están sueltas o bien rotas por la presión de las raíces de los árboles; se ve basura esparcida en los reducidos patios delanteros. Las hileras de casas no siempre están completas, son como bocas con algún diente arrancado, y los solares se han cercado; sin embargo, las gruesas cadenas que cierran las vallas están cortadas y retorcidas, han cedido al empuje invisible de gente a quien no le gustan las cercas, que quiere llegar rápido a algún sitio. En algunas manzanas, las hileras de casas se han convertido en un único edificio alargado con muchas puertas descascarilladas y gradas de cuatro escalones, tanto las viejas casas de madera como las nuevas de hormigón. Arriba, las ramas más altas de los árboles se entrelazan con el tendido eléctrico que transporta la energía por la ciudad, un arpa destensada que se precipita en oquedades nacidas tras la poda. Salpican el paisaje flores y brotes abriéndose, de un color entre amarillo y verde; tienen apariencia luminosa, en contraste con el cielo manchado de nubes.

– Ahmad -dice Joryleen con súbita exasperación-, supongamos que nada de eso es verdad, supón que mueres y no hay nada en el otro lado, nada de nada. ¿Qué sentido tiene entonces toda esa pureza?

– Si nada de eso es cierto -manifiesta Ahmad, con el estómago encogido sólo de pensarlo-, entonces es que el mundo es demasiado horrible como para sentir ningún afecto por él, y no lamentaría dejarlo.

– ¡Tío! Eres único, no va en broma. En esa mezquita deben de quererte a muerte.

– Allí hay muchos como yo -confiesa, a la vez con frialdad y delicadeza, casi como un reproche-. Algunos son -no quiere decir «negros» ya que, aunque sea una denominación políticamente correcta, no suena amable- lo que llamáis «vuestros hermanos». La mezquita y sus profesores les dan lo que el Estados Unidos cristiano les niega: respeto; y les plantean desafíos que les exigen poner algo de su parte. El islam exige austeridad. Exige templanza. Lo único que Estados Unidos pide a sus ciudadanos, lo ha dicho vuestro presidente, es que compremos: gastar un dinero que no podemos permitirnos y así impulsar la economía en beneficio de él y otros hombres ricos.

– No es mi presidente. Si este año pudiera votar, yo votaría para echarle, apoyaría a Al Sharpton.

– Tanto da qué presidente haya. Todos quieren que los americanos sean egoístas y materialistas, que desempeñen su papel en el consumismo. Pero el espíritu humano pide abnegación. Desea decirle «no» al mundo físico.

– Cuando hablas así me asustas. Suena como si odiaras la vida. -Y no lo deja ahí, desvelándose con la misma libertad que cuando canta-. Para mí, el espíritu es lo que sale del cuerpo, como salen las flores de la tierra. Odiar tu cuerpo es odiarte a ti mismo, los huesos, la sangre, la piel y la mierda que hacen que tú seas tú.

Como cuando estaba ante el rastro irisado de un gusano o una babosa desaparecida, Ahmad se siente alto, lo bastante alto como para sentir vértigo al mirar a esta chica bajita y redonda cuya indignación ante sus anhelos de pureza da vivacidad a su voz y a sus labios. En el punto donde sus labios se funden con la piel de la cara hay un filo, una fina línea parecida al poso que deja el cacao en las tazas. Las cavilaciones de Ahmad se centran en sumirse en el cuerpo de ella, y sabe por la suntuosidad y ligereza de los mismos que son malos pensamientos.

– No hablo de odiar tu cuerpo -la corrige-, sino de no convertirse en su esclavo. Miro a mi alrededor y veo esclavos: esclavos de las drogas, esclavos de las modas, esclavos de la televisión, esclavos de ídolos deportivos que ni siquiera saben que sus admiradores son seres humanos, esclavos de las opiniones profanas y absurdas de los demás. Tienes buen corazón, Joryleen, pero con esa actitud tan indolente te encaminas derecha al infierno.

Ella se ha parado en la acera, en una calle desolada, sin árboles, y Ahmad piensa que se ha detenido por rabia hacia él, víctima de una desilusión que casi le hace saltar las lágrimas, pero entonces se da cuenta de que esa portería anodina es la suya, con sus cuatro escalones de madera moteada de gris como por una lluvia interminable. Al menos el apartamento donde él vive está en un edificio de ladrillo, en la parte norte del bulevar. La decepción de Joryleen lo hace sentirse culpable ya que, al invitarlo a pasear, ella seguramente había esperado algo más de él.

– Eres tú, Ahmad -dice, volviéndose para entrar, poniendo un pie en el primer peldaño gris-, quien no sabe adónde va. Eres tú el que no sabe qué puto final te espera.


Sentado a la vieja y pesada mesa marrón circular que él y su madre llaman «la mesa de comer», aunque nunca coman en ella, Ahmad estudia los manuales para el permiso de conducción comercial; son cuatro folletos grapados. El sheij Rachid le ayudó a pedirlos por correo a Michigan y cargó los ochenta y nueve dólares con cincuenta a cuenta de la mezquita. Ahmad siempre había pensado que conducir camiones era algo para mentecatos como Tylenol y los de su banda del instituto, pero la verdad es que requiere muchos conocimientos, como la lista de materiales peligrosos que se deben indicar y diferenciar visiblemente con cuatro señales de veintisiete centímetros en forma de rombo. Hay gases inflamables como el hidrógeno y gases tóxicos como el flúor comprimido; hay materiales inflamables como el ácido pícrico diluido en agua y otros susceptibles de sufrir combustión espontánea como el fósforo blanco, así como algunos que también pueden prender al entrar en contacto con el agua, como el sodio. Después están los venenos como el cianuro de potasio, las sustancias infecciosas como el virus del ántrax, las sustancias radiactivas como el uranio y los corrosivos como el líquido de los acumuladores eléctricos. Todo ello debe ser transportado en camión, y cualquier derrame de cierta cantidad, dependiendo de la toxicidad, la volatilidad y la durabilidad química, debe ser informado al DOT (Departamento de Transportes) y a la EPA (Agencia de Protección Ambiental).

A Ahmad le hastía pensar en todo el papeleo, en los documentos de transporte colmados de números, códigos y prohibiciones. Las cargas de sustancias tóxicas son incompatibles con el transporte de comida o de piensos; los materiales peligrosos, incluso en bombonas selladas, nunca deben ir en la cabina del conductor; hay que tener cuidado con el calor, las filtraciones y los cambios repentinos de velocidad. Aparte de las sustancias peligrosas, están las regulaciones para otros materiales (ORM) que puedan causar reacciones anestésicas, irritantes o nocivas en conductor y pasajeros, como la monocloroacetona o la difenil-cloroarsina, y para sustancias que pueden ser perjudiciales para el vehículo en caso de filtración, a saber: los corrosivos líquidos como el bromo, la cal sodada, el ácido clorhídrico, las soluciones de hidróxido sódico y el ácido sulfúrico de las baterías. Ahmad se da cuenta de que a lo largo y ancho del país se desplazan a gran velocidad materiales peligrosos, vertiéndose, abrasando y mordiendo carreteras y suelos de camión: una conjura de demonios químicos que pone de relieve la ponzoña espiritual del materialismo.

Además, le explican los folletos, en relación con el transporte de líquidos en camiones cisterna hay que tener en cuenta la merma, también llamada atestamiento, que es el espacio que se deja vacío entre la carga y el techo del tanque, de modo que éste no explote si el contenido se dilata durante el transporte, por ejemplo, si la temperatura ambiente asciende hasta cincuenta y cuatro grados. Asimismo, si el conductor lleva líquidos en la cisterna, debe atender al oleaje producido por la inercia, más pronunciado y peligroso en el caso de los tanques de interior liso que en los que tienen deflectores o compuertas. Incluso en estos últimos, pese a todo, el oleaje que se produce hacia los lados puede provocar que el vehículo vuelque si se toma una curva con brusquedad. El oleaje hacia delante puede impulsar al camión hasta un cruce si no se frena adecuadamente en un semáforo en rojo o ante una señal de stop. Sin embargo, las regulaciones sanitarias prohíben el uso de tanques con deflectores para trasladar leche o zumo de fruta, ya que es difícil limpiar a fondo los deflectores, lo cual aumenta las probabilidades de contaminación en el producto. El transporte comercial está lleno de riesgos que Ahmad jamás había imaginado. No obstante, le entusiasma la idea de verse -como el piloto de un 727 o el capitán de un superpetrolero o el minúsculo cerebro de un brontosaurio- al mando de un gran vehículo y llevarlo a buen puerto a través de un laberinto de aciagos peligros. Le satisface encontrar, en los códigos de tráfico de los camiones, una preocupación de calidad casi religiosa por la pureza.

Llaman a la puerta, a las ocho y cuarto de la noche. Los golpes, que suenan no muy lejos de la mesa donde Ahmad estudia a la luz de una destartalada lámpara de pie, lo desconcentran de la merma y el tonelaje, del oleaje y la circulación. Su madre sale rápido del dormitorio, que también es su estudio de pintura, y acude -se precipita, incluso- a contestar, esponjándose el cabello, pelirrojo claro, largo hasta la nuca, teñido con henna. Afronta las intromisiones misteriosas con más optimismo que Ahmad. Diez días después de haber acudido al oficio en la iglesia de los infieles, sigue nervioso por haber violado el territorio de Tylenol; no es imposible que el matón y su banda lo acosen durante una temporada, incluso por la noche, haciéndolo salir de su propio apartamento.

Tampoco es imposible, aunque sí improbable, que sea un emisario del sheij Rachid quien llame. Su maestro tiene varios discípulos. Últimamente parece crispado, como si algo le abrumara; para Ahmad, es como un elemento muy afilado en una estructura que soporta demasiada presión. La semana anterior el imán tuvo un pequeño arrebato con su alumno mientras discutían sobre un verso de la tercera sura: «Que no piensen los infieles que el que les concedamos una prórroga supone un bien para ellos. El concedérsela es para que aumente su pecado. Tendrán un castigo humillante». Ahmad tuvo la osadía de preguntar a su mentor si no había algo sádico en semejante desprecio, y en muchos otros versos como ése. Lo formuló así:

– ¿El propósito de Dios no debería ser, como enunció el Profeta, la conversión de los infieles? ¿No debería, en cualquier caso, mostrarse misericordioso y no recrearse en su dolor?

El imán mostraba sólo media cara, la otra media, la parte inferior, quedaba oculta por una barba cuidada y moteada de gris. Su nariz era delgada y aguileña, y la piel de sus mejillas, pálida, no a la manera de los anglosajones o los irlandeses, con pecas y fácil de ruborizar, como la de la madre de Ahmad -una propensión que el chico, lamentablemente, ha heredado-, sino con la factura cerosa, uniforme, impávida de los yemeníes. Bajo la barba, en sus labios violeta, se dibujó un mohín. Inquirió:

– Las cucarachas que salen de los rodapiés y de debajo del fregadero, ¿acaso te dan lástima? Las moscas que zumban alrededor de la comida servida, andando sobre ella con sus sucias patas que justo antes han bailado en heces y carroña, ¿acaso te dan lástima?

A decir verdad, Ahmad sí sentía lástima por ellas, fascinación por la vasta población de insectos que pulula a los pies de los hombres, como si fueran éstos dioses. Pero, sabiendo que cualquier salvedad o la menor insinuación de querer polemizar sólo serviría para irritar a su profesor, contestó que no.

– No -convino el sheij Rachid con satisfacción mientras se tiraba suavemente de la barba con su delicada mano-. Tú quieres destruirlas. Te irritan con su suciedad. Invadirían tu mesa, tu cocina; si no las aniquilaras, serían capaces de meterse en tu comida mientras te la llevas a la boca. No tienen sentimientos. Son manifestaciones de Satán, y Dios las destruirá sin piedad el día del ajuste de cuentas final. Dios se regocijará con sus sufrimientos. Procede tú del mismo modo, Ahmad. Concebir que las cucarachas son merecedoras de clemencia es situarte por encima de ar-Rahim, es suponer que eres más misericordioso que el Misericordioso.

A Ahmad le pareció, al igual que con los detalles del Paraíso, que su profesor se escudaba de la realidad con metáforas. Joryleen, pese a no ser una creyente, sí tenía sentimientos; estaban en cómo cantaba, y en cómo los otros infieles reaccionaban a los cantos. Pero no figuraba entre las funciones de Ahmad la de discutir, a él le tocaba aprender, ocupar su lugar en la vasta estructura, visible e invisible, del islam.

Su madre podría haberse apresurado a abrir porque esperaba a alguno de sus amigos masculinos, pero su voz, a oídos de Ahmad, suena sorprendida, perpleja pero no inquieta, respetuosa. La otra voz, cortés, cansada, que Ahmad reconoce vagamente, se presenta como el señor Levy, responsable de tutorías en el Central High. Ahmad se relaja, no es Tylenol ni nadie de la mezquita. Pero ¿por qué el señor Levy? El encuentro había dejado a Ahmad intranquilo, el tutor había expresado su disconformidad con los planes de futuro de Ahmad y, peor aún, su voluntad de entrometerse.

¿Cómo ha llegado tan lejos, hasta su puerta? El edificio de apartamentos es uno de los tres que se construyeron hacía veinticinco años para reemplazar unas viviendas adosadas, tan en decadencia e infestadas de droga que los administradores de New Prospect pensaron que levantar bloques de diez pisos para inquilinos de renta media supondría una mejora. Además, calcularon, en los terrenos expropiados podían instalar un parque con zonas de recreo y, por si fuera poco, un paseo de circunvalación con árboles que debería reavivar las relaciones con ciudades donde imperasen «mejores factores». Pero, como sucede al drenar terrenos para erradicar la malaria, los problemas volvieron: los hijos de los anteriores camellos retomaron el negocio, y los drogadictos empezaron a usar los bancos, los arbustos y las escaleras de los bloques, y se pasaban las noches rondando por los portales. El plan original preveía guardias de seguridad en cada portería, pero el ayuntamiento tuvo que asumir recortes presupuestarios y las garitas con monitores proyectando imágenes de vestíbulos y pasillos fueron dotadas de personal de forma irregular. «Vuelvo en 15 minutos», podía leerse durante horas seguidas en carteles escritos a mano. A esta hora de la noche, inquilinos y visitas solían entrar sin más. El señor Levy debía de haber accedido al edificio, mirado los buzones, tomado el ascensor y llamado a su puerta. Ahí estaba, dentro de casa, junto a la cocina, diciendo quién era con un tono más alto y formal que el que había utilizado con Ahmad en la sesión de tutoría. Entonces le había parecido perezoso, con segundas intenciones, aquejado de dolor de huesos. La madre de Ahmad se ha ruborizado y su voz suena más aguda, atropellada. Está exaltada por esta visita de un delegado de la burocracia distante que planea sobre sus vidas solitarias.

El señor Levy percibe los nervios e intenta relajar la tensión.

– Disculpen que invada su intimidad -dice mirando a un lugar intermedio entre la madre, que está de pie, y el hijo, sentado y que no se levanta de la mesa marrón-. Pero cuando llamé al número de teléfono que figura en el expediente escolar de Ahmad, salió una grabación diciendo que habían dado de baja la línea.

– Tuvimos que hacerlo, después del 11-S -explica ella, aún sin mucho aliento-. Recibíamos llamadas insultantes, de odio. Contra los musulmanes. Cambié el número y pedí que lo quitaran del listín, aunque cueste un par de dólares más al mes. Vale la pena, se lo aseguro.

– No sabe cómo lo siento, señora Ahmw…, señora Mulloy -dice el tutor, y parece lamentarlo de veras, como trasluce su expresión más triste de lo habitual.

– No fueron más que un par de llamadas -interviene Ahmad-. No es para tanto. Casi todo el mundo se portó bien. Yo sólo tenía quince años cuando pasó. ¿Quién podía culparme de nada?

Su madre, con esa manera exasperante que tiene de hacer de cualquier nimiedad un problema, dice:

– Fueron más de un par, créame, señor Levine.

– Levy. -Aún quiere explicar por qué se ha presentado así-. Podría haber pedido a Ahmad que fuera a mi despacho del instituto, pero es con usted con quien me gustaría hablar, señora Mulloy.

– Teresa, por favor.

– Teresa. -Se acerca a la mesa y mira por encima del hombro de Ahmad-. Veo que ya se ha puesto. A estudiar para el permiso comercial, me refiero. Como ya sabrá, no lo pongo en duda, hasta que cumpla los veintiuno no conseguirá más que una categoría C. Ni camiones articulados ni materiales peligrosos.

– Sí, lo sé -responde Ahmad sin apartar la vista, intencionadamente, de la página que trataba de estudiar-. Pero resulta interesante. Quiero aprenderlo todo, ya que me pongo.

– Mejor para usted. Para un joven tan listo, debería ser bastante fácil.

A Ahmad no le da miedo discutir con el señor Levy.

– Es más complejo de lo que cree. Hay un montón de normas estrictas, aparte de todas las partes del camión y qué mantenimiento requieren. No puedes permitirte averías, sería peligroso.

– Muy bien, siga con ello, hijo. Pero no deje que esto interfiera en sus estudios, aún queda un mes de curso, y muchos exámenes. Quiere graduarse, ¿no?

– Sí, claro. -Tampoco quiere discutirlo todo, aunque en verdad le molesta la amenaza indirecta. Se mueren por que se gradúe, por librarse de él. Pero ¿y tras la graduación? Un sistema económico imperialista manipulado en favor de los cristianos ricos.

El señor Levy, al oír ese tono malhumorado, pregunta:

– ¿Le importa si hablo un minuto con su madre?

– No. ¿Debería? ¿Serviría de algo que me importara?

– ¿Quería verme a mí? -interviene la mujer para encubrir la falta de educación de su hijo.

– Será sólo un momento. Se lo vuelvo a decir, señora… seño… ¡bueno, Teresa! Siento molestarla, pero soy de esas personas que, cuando se les mete algo en la cabeza, no paran hasta tomar cartas en el asunto.

– ¿Quiere una taza de café, señor…?

– Jack. Mi madre me llamaba Jacob, pero la gente prefiere Jack. -La mira a la cara, con su rubor, sus pecas y sus ojos saltones, excesivamente solícitos. Parece ansiosa por quedar bien. El personal del instituto ya no recibe como antes el respeto de los padres, para algunos de ellos eres un enemigo más, como la policía, sólo que un tanto ridículo porque no llevas pistola. Pero esta mujer, pese a ser una generación más joven que él, es suficientemente mayor, intuye, para haber recibido educación religiosa y que las monjas le hayan inculcado respeto-. No, gracias -responde-. Duermo fatal.

– Le puedo preparar uno descafeinado -promete ella, demasiado entusiasta-. ¿Le gusta el instantáneo? -Sus ojos son de un verde claro, como el de las botellas de cristal en que venía antes la Coca-Cola.

– Me está tentando -se permite decir él-. Bueno, pero sólo si es rápido. ¿Adónde podemos ir, y así dejamos de molestar a Ahmad? ¿A la cocina?

– Está muy desordenada. Aún no he recogido los platos. Esperaba centrarme en mi cuadro mientras me quedasen energías. Vayamos a mi estudio, allí tengo un hornillo eléctrico.

– ¿Estudio?

– Yo lo llamo así. También es mi dormitorio. Haga como si no viera la cama. Me veo obligada al multiuso, para que a Ahmad no le falte privacidad en su habitación. Compartimos cuarto durante años, quizá demasiado tiempo. Estos apartamentos baratos, ya sabe, las paredes son como de papel.

Abre la puerta por la que había salido diez minutos antes.

– ¡Vaya! -dice Jack Levy al entrar-. Creo que Ahmad me dijo que pintaba, pero…

– Intento trabajar con formatos grandes, más luminosos. La vida es muy corta, me dije un día de repente, ¿por qué preocuparme tanto de los detalles? La perspectiva, las sombras, las uñas… la gente no se fija, y tus colegas, los otros pintores, te acusan de hacer mero figurativismo. Algunos de mis clientes habituales, como los de la tienda de regalos de Ridgewood, que venden mi material desde hace años, están un poco desconcertados por el nuevo rumbo que he tomado, pero yo les digo: «No puedo evitarlo, es la dirección que debo seguir». Si no creces, estás muerto, ¿no?

Rodeando la cama, hecha con descuido, la manta arrebujada, Levy contempla las paredes entornando los ojos, con respeto.

– ¿Y dice que los vende?

Se arrepiente de cómo lo ha expresado; ella salta a la defensiva.

– Algunos, no todos. Ni Rembrandt ni Picasso vendieron toda su obra de buenas a primeras.

– Oh, no, no quería decir… -masculla-. Son muy llamativos; es que no te lo esperas, al entrar.

– Estoy experimentando -dice ella más tranquila; todavía quiere hablar de pintura-, uso los colores tal como salen del tubo. De ese modo, el observador los mezcla en el ojo.

– Estupendo -comenta Jack Levy, deseando que concluya esta parte de la conversación. No está en su elemento.

Teresa ha puesto el hervidor con agua en el hornillo de espiral que hay sobre la cómoda, que está recubierta de óleo seco, salpicaduras o manchas mal borradas de color. A él, los cuadros le parecen bastante disparatados, pero le gusta la atmósfera que se respira ahí, el desorden y los fluorescentes que dan a la estancia un toque gélido y límpido. El olor a pintura, como la fragancia de las virutas de madera, le trae a la memoria una época pasada, cuando la gente hacía las cosas a mano, con la espalda encorvada en un taller.

– A lo mejor prefiere alguna infusión -dice ella-. Yo con la manzanilla duermo como un bebé. -Lo mira, examinándolo-. Salvo que me levanto al cabo de cuatro horas. -«Porque tengo que ir a hacer pis», le falta decir.

– Sí -contesta Jack-. Es un incordio.

El comentario, ella se ha dado cuenta, es como un punto final, se sonroja y va a comprobar el agua, que ya desprende un hilo de vapor por el pitorro del hervidor.

– He olvidado qué infusión quería. ¿Era manzanilla?

Él se resiste al lado new age de esta mujer. Si se descuida, lo próximo que ella hará será sacar sus cristales y los palitos del I Ching.

– Pensaba que habíamos quedado en café descafeinado de sobre, aunque siempre sabe a escaldado -dice él.

El rubor permanece bajo su tamiz de pecas.

– Entonces quizá prefiera no tomar nada.

– No, no, señorita… señora… -Renuncia a dirigirse a ella por su nombre-. Lo que sea, líquido y caliente, ya me está bien. Lo que usted prefiera. Está siendo muy amable. Yo no esperaba…

– Voy a buscar el café y de paso echo un vistazo a Ahmad. Odia estudiar si no me ve entrando y saliendo del salón, cree que si no lo veo no reconozco su esfuerzo, ¿entiende?

Teresa desaparece, y cuando vuelve trae en la mano -de uñas cortas y carne firme, una mano que hace cosas- un achatado tarro de cristal con polvos marrones; Jack ha apagado el hornillo para que el agua no hierva demasiado. Sus labores de madre le han llevado unos minutos; la ha oído bromear en el cuarto contiguo con voz ligera, penetrante, femenina, y también ha oído la de su hijo, sólo un poco más grave, quejándose y refunfuñando en los imprecisos términos de estudiante de instituto que él conoce demasiado bien: como si la simple existencia de los adultos fuera una prueba cruel e innecesaria a la que están sometidos. Jack intenta aprovechar la circunstancia:

– Dígame, ¿considera usted a su hijo como un típico chico de dieciocho años?

– ¿No lo es?

Tiene una vertiente maternal sensible. Sus ojos de color verde berilo lo miran desorbitados, entre pestañas incoloras que debe de pintarse con rímel de vez en cuando, pero no hoy ni ayer. En las raíces del cabello luce un tinte más suave que el rojo metálico del resto. La mueca de sus labios, el superior más relleno, un poco levantado, como cuando se presta mucha atención, le revela que ya ha agotado el caudal de simpatía del principio. Se ha puesto firme, luego impaciente; así lo ve él.

– Tal vez -dice Levy-. Pero hay algo que lo está alejando de la normalidad. -Ahora va al grano-. Escuche, él no quiere ser camionero.

– ¿No? Él cree que sí, señor…

– Levy, Teresa. Terminado en «y». Como cuando dice «ayer le vi». Alguien está presionando a Ahmad, por la razón que sea. Él puede aspirar a algo más que a conducir camiones. Es un chaval listo, bien parecido, con ideas propias. A lo que voy, me gustaría que tuviera algunos catálogos de universidades de la zona en las que todavía pueden admitirlo. Para Princeton y la Universidad de Pennsylvania ya es tarde, pero en cambio podría entrar en el New Prospect Community College, supongo que sabe dónde está, pasados los saltos de agua, o en la Fairleigh Dickinson o el Bloomfield College, y podría ir y volver cada día si no le alcanza para el alojamiento y la manutención. La cosa sería empezar a estudiar en alguna parte y, en función de cómo le vaya, ver si puede ir a alguna universidad mejor. Hoy en día todos los centros, tal y como van sus políticas, quieren diversidad, y su chico, ya por la filiación religiosa que él mismo ha elegido, o ya, y discúlpeme por decir esto, por su origen mestizo, es una especie de minoría entre las minorías… se lo quedarían seguro.

– ¿Y qué estudiaría?

– Lo que todos: ciencia, arte, historia. Que si el origen de la humanidad, de la civilización. Cómo hemos llegado aquí. Esas cosas. Sociología, economía, incluso antropología… lo que más le motive. Que sea él quien decida. En la actualidad hay pocos estudiantes universitarios que al principio ya sepan qué quieren estudiar, y aun éstos luego cambian de opinión. Ése es el objetivo de la formación superior, dejar que cambies de opinión para que puedas enfrentarte al siglo veintiuno. Yo no puedo. Cuando estaba en la universidad, ¿quién sabía qué era la informática? ¿Quién había oído hablar del genoma y de cómo se puede reconstruir la evolución? Usted, usted es mucho más joven que yo, quizás usted pueda. Estos cuadros modernos que pinta… son el principio de algo.

– En realidad son muy conservadores -dice ella-. Nuestra vieja amiga la abstracción. -Ahora ya no abre los labios, los tiene apretados, el comentario sobre pintura ha sido estúpido.

Levy se apresura a terminar su discurso:

– En fin, Ahmad…

– Señor Levy. Jack.

Ahora es una persona distinta, sentada con sus dos descafeinados en un taburete de cocina de madera que nunca ha llegado a barnizar. Enciende un cigarrillo, apoya en el peldaño un pie enfundado en un zapato de lona azul y suela de crepé, y cruza las piernas. Los pantalones, unos vaqueros blancos ajustados, le dejan al descubierto los tobillos. Su piel blanca, de palidez irlandesa, está recorrida por venas azules; los tobillos son huesudos y flacos, sobre todo en comparación con el resto de su blando cuerpo. El peso de Beth ha tenido veinte años más que el de esta mujer para asentarse, desbordando los zapatos y borrando cualquier resto de forma anatómica de su culo. Pese a que Jack fumaba dos cajetillas de Old Gold, ya no está acostumbrado a que la gente fume, ni siquiera en la sala de profesores del instituto; el olor a tabaco le es muy familiar pero raya en lo escandaloso. Los gestos estilizados para encender, inhalar y expulsar violentamente el humo por sus fruncidos labios le dan a Terry -así firma los cuadros, en letras grandes y legibles, sin apellido- cierto atractivo.

– Jack, agradezco su interés por Ahmad y aún me hubiera parecido mejor si en el instituto se hubieran preocupado antes por mi hijo y no sólo a un mes de su graduación.

– Estamos desbordados -la interrumpe-. Dos mil alumnos, para la mitad de los cuales la denominación de disfuncionales aún sería benévola. Las ruedas que más chirrían son las que se llevan la atención. Su hijo nunca ha dado problemas, ése fue su error.

– Aun así, en esta etapa de su desarrollo él considera que lo que la universidad ofrece, esas materias que usted menciona, forma parte de la impía cultura occidental, y de ella sólo quiere saber lo imprescindible. Usted dice que nunca ha causado problemas, pero se trata de otra cosa: para él los alborotadores son los profesores, mundanos, cínicos y comprometidos tan sólo con la paga a final de mes, las jornadas reducidas y las vacaciones de verano. Él cree que dan un pobre ejemplo. ¿Conoce usted la expresión «estar muy por encima»?

Levy asiente con levedad, deja que esta mujer, ahora envalentonada, siga hablando. Todo lo que le diga sobre Ahmad podría ser de ayuda.

– Mi hijo está muy por encima -declara-. Cree en el Dios del islam, y en lo que le dice el Corán. Yo no, por supuesto, pero nunca he intentado cuestionar su fe. A alguien que no tiene mucha, que a los dieciséis se apartó del catolicismo, su fe le parece bastante bella.

La belleza, pues, es su punto de referencia: en la pared cuelgan algunos intentos de alcanzarla, toda esa pintura secándose, de olor dulzón; y dejar que su hijo pierda el tiempo secándose también con supersticiones grotescas, violentas. Levy pregunta:

– ¿Cómo ha terminado siendo tan… tan bueno? ¿Se propuso usted criarlo como musulmán?

– No, por Dios -dice ella, dando una calada profunda, haciéndose la dura, de modo que sus ojos alerta parecen consumirse igual que la punta del cigarrillo. Se ríe, consciente de lo que ha dicho-. ¿Qué le parece? Menudo lapsus, ¿qué diría Freud? «No, in nomine Domini.» El islam nunca me dijo nada, menos que nada, para ser precisos: lo valoraba negativamente. Y tampoco significaba mucho más para su padre. Omar nunca fue a la mezquita, que yo sepa, y si alguna vez sacaba el tema él se cerraba en banda y me miraba resentido, como si me metiera donde no me llamaban. «Una mujer debería servir al hombre y no intentar poseerlo», decía entonces, como repitiendo alguna cita sagrada. Se lo inventaba. Menudo gilipollas engreído y machista estaba hecho, de verdad. Pero yo era joven y estaba enamorada… el amor que sentía por él se debía, ya sabe, a que era exótico, del Tercer Mundo, una víctima, y casarme fue una manera de mostrar lo liberal y liberada que era y estaba yo.

– Sé de qué me habla. Soy judío, y mi esposa era luterana.

– ¿Era? ¿Se convirtió, como Elizabeth Taylor?

Jack Levy deja escapar una risotada y, sosteniendo todavía sus catálogos universitarios no deseados, concede:

– No debería haber dicho «era». No, no se convirtió, simplemente es que no va a la iglesia. En cambio, su hermana trabaja para el gobierno en Washington y es muy devota, como todos esos tipos que se han reencontrado a sí mismos al cabo del tiempo y que ahora mandan. Debe de ser que por aquí la única iglesia luterana es la de los lituanos, y Elizabeth no se ve muy lituana.

– Elizabeth es un nombre bonito. Da mucho juego. Liz, Lizzie, Beth, Betsy. Con Teresa, todo lo que se puede hacer es Terry, que suena más bien a chico.

– O a pintor.

– Se ha fijado. Ya ve, firmo así porque las artistas siempre han parecido menores que los artistas, sin reparar en si su arte era grande o no. De este modo, tienen que adivinarlo.

– Terry también da juego. Terrina. Terrible. Aterrizar. Y están los Terrytoons.

– ¿Qué son? -pregunta sorprendida. Por mucho que quiera parecer relajada, es una mujer inestable, que se casó con alguien a quien su padre y hermanos irlandeses no habrían dudado en llamar «un morenito»; no es una madre que dé consejos firmes a su hijo sino una que deja que sea él quien se responsabilice.

– Ah, hace mucho de eso: unos dibujos animados que daban en el cine. Es usted demasiado joven para acordarse. Es lo que tiene hacerse viejo, que te acuerdas de cosas que nadie más sabe.

– No es usted viejo -replica automáticamente; su cabeza realiza un cambio de vía-. A lo mejor los he visto en televisión, cuando la veía con Ahmad de pequeño. -Su mente vuelve a cambiar de vía-. Omar Ashmawy era guapo. Me recordaba a Omar Sharif. ¿Lo vio en Doctor Zhivago?

– Sólo lo vi en Funny Girl. Y fui por la Streisand.

– Claro. -Sonríe, su corto labio superior deja ver sus imperfectos dientes irlandeses, los colmillos salidos. Ella y Jack han llegado al punto en que cualquier cosa que se digan será grata, están acercando posturas. Sentada con las piernas cruzadas en el alto taburete sin pintar, se despereza estirando el cuello y arqueando lentamente la espalda, como si se librara de un agarrotamiento por haber pasado un buen rato de pie frente al caballete. ¿Cómo de serio es su trabajo con los cuadros? Jack conjetura que, si se lo propusiera, podría despachar tres al día. -Guapo, ¿eh? Y su hijo…

– Y es un buenísimo jugador de bridge -dice ella, que no quiere cambiar de tema.

– ¿Quién? ¿El señor Ashmawy? -apunta Levy, aunque por supuesto sabe a quién se refiere.

– No, hombre no, el otro. Sharif.

– Su hijo, intenté preguntárselo, ¿tiene una foto de su padre en la habitación?

– Qué pregunta más rara, señor…

– Vamos… Levy. Como en «ayer le vi». Como en «levita», ya sabe, esas chaquetas antiguas. Asócielo a una idea, es lo que hago yo con los nombres. Puede hacerlo, Terrytoons.

– Lo que iba a decirle, señor «ayer le vi», es que creo que puede adivinar los pensamientos. Este mismo año Ahmad sacó las fotografías de su padre que tenía en el cuarto y las guardó en cajones, boca abajo. Declaró que era blasfemo duplicar la imagen de una persona creada por Dios, que era una especie de falsificación, eso es lo que me dijo. Una imitación, como los bolsos de Prada que venden los nigerianos en la calle. Algo me dice que ese profesor terrible de la mezquita se lo sugirió.

– Hablando de terrible -suelta Levy. Hace cuarenta años se tenía por un tipo ingenioso, siempre con el gatillo a punto para un juego de palabras. Incluso había fantaseado con formar parte del equipo de guionistas de alguno de los humoristas judíos de televisión. En la universidad era el listillo del grupo, un tipo parlanchín-. ¿Cómo de terrible? -inquiere-. ¿Por qué terrible?

Ella indica con manos y ojos la otra habitación, donde Ahmad podría escucharlos mientras finge que estudia, y baja la voz, de modo que Jack tiene que acercarse un paso.

– A menudo Ahmad vuelve alterado de las lecciones. Me parece que ese hombre, lo conozco, pero muy por encima, no muestra la convicción que Ahmad desearía. Sé que mi hijo tiene dieciocho años y no debería ser tan ingenuo, pero aún espera de los adultos que sean totalmente sinceros y estén seguros de todo. Incluso de lo sobrenatural.

A Levy le gusta cómo dice «mi hijo». En esa casa se respira un ambiente más hogareño de lo que le había hecho suponer su entrevista con Ahmad. Puede que Teresa sea una de esas mujeres solteras de rompe y rasga, pero no una malcriadora.

– Le he preguntado por la foto de su padre -reconoce en voz baja, con confianza- porque me preguntaba si su… si su fe tendría que ver con el clásico exceso de estima. Ya sabe. No, no me refiero a que haya hecho usted algo mal. Se ve mucho en -¿por qué volvía a meterse en esos berenjenales?-… en las familias negras, los muchachos idealizan al padre ausente y centran toda su rabia en la pobre mamá, que se deja la piel luchando por darles un techo.

Pero Teresa Mulloy sí se ofende; se envara tanto en el taburete que hasta él nota el duro círculo de madera clavándose en sus nalgas tensas.

– ¿Así nos ve a las mamás solteras, señor Levy? ¿Tan extremadamente subestimadas y pisoteadas?

«Mamás solteras», piensa él. Vaya expresión cursi, sentimentaloide, casi militante. Qué fastidio es hablar con la gente hoy en día; todos los grupos, salvo los varones blancos, están a la que salta.

– No, para nada. -Da marcha atrás-. Para mí las mamás solteras son terriblemente fantásticas, Terry. Son quienes mantienen unida a nuestra sociedad.

– Ahmad -dice ella, tranquilizándose un poco casi de inmediato, como corresponde a una mujer sensible- no se hace la menor ilusión respecto a su padre. Siempre le he dejado muy claro que era un perdedor. Un perdedor oportunista, un tipo que no tenía idea de nada, que en quince años no nos ha enviado ni una postal, excepto una vez que mandó un jodido cheque.

A Jack le gusta el «jodido»: ella ya se ha tranquilizado del todo. En lugar de una bata de pintor lleva una camisa de trabajo de hombre, azul, por fuera de los vaqueros, sus pechos se marcan a la altura de los bolsillos.

– Fuimos un desastre -confiesa, todavía en voz baja para que Ahmad no la oiga. Como si se desperezara en el espacio que deja libre esta revelación, arquea la espalda felinamente, encaramada en el taburete alto y sin barnizar, marcando el pecho un poco más-. Estábamos muy locos, los dos, mira que pensar que teníamos que casarnos. Ambos creíamos que el otro sabía las respuestas, cuando ni siquiera hablábamos el mismo idioma, literalmente. Aunque tampoco hablaba mal el inglés, hay que ser justos. Lo había aprendido en Alejandría. Ésa es otra de las cosas que me enamoró, su leve acento, casi ceceaba, a lo británico. Sonaba muy refinado. Y era muy aseado, siempre estaba lustrando los zapatos, peinándose. Cabellos negro azabache, tupidos, como no se ven en los americanos, un poco rizado detrás de las orejas y en la nuca. Y por supuesto su piel, tan lisa y uniforme, más oscura que la de Ahmad pero totalmente mate, como la ropa mojada, olivácea con un toque ahumado, pero no dejaba rastro en las manos…

«Dios mío», piensa Levy, «se está dejando llevar, va a describirme su morada polla tercermundista.»

A ella no se le escapa el rechazo, se contiene y dice:

– Yo no me preocuparía por un exceso de estima por parte de Ahmad. Desprecia a su padre, como toca.

– Dígame, Terry. Si su padre estuviera presente, ¿cree que Ahmad se propondría encontrar trabajo de camionero tras la graduación, con los resultados que ha obtenido en las pruebas preuniversitarias?

– No sé. Omar no habría llegado ni a eso. Se habría dedicado a soñar despierto hasta salirse algún día de la carretera. Era un desastre como conductor; incluso entonces, siendo la joven y sumisa esposa que él suponía, era yo quien se ponía al volante si íbamos juntos. Le decía: «Yo también debo cuidar de mi vida». Y le preguntaba: «¿Cómo pretendes ser un americano si no sabes conducir un coche?».

¿Cómo se había convertido Omar en el tema de conversación? ¿Acaso es Jack Levy la única persona en el mundo que se preocupa por el futuro del chico?

– Tiene que ayudarme -le propone a la madre muy seriamente- a darle a Ahmad un futuro más acorde con su potencial.

– Oh, Jack -dice ella; con un ademán despreocupado agita el cigarrillo y se balancea ligeramente en el taburete, una sibila en su trípode, lanzando una proclama-. ¿No cree que la gente termina por encontrar su potencial, del mismo modo que el agua acaba nivelándose? Nunca he creído que las personas fueran vasijas de barro, moldeables. El molde está dentro, desde el principio. He tratado a Ahmad de igual a igual desde que tenía once años, cuando empezó a ser tan religioso. Lo animé. Durante el invierno iba a la mezquita a recogerlo, después de clase. También debo decir que ese imán casi nunca salía a saludar. Incluso me atrevería a afirmar que le repugnaba estrecharme la mano. Jamás mostró el mínimo interés en convertirme a mí. Si Ahmad hubiera hecho todo lo contrario, si le hubiera venido en gana rebelarse contra todo ese latazo de Dios, como hice yo, también habría dejado que pasara. Para mí la religión es simplemente una manera de posicionarse. Es decir sí a la vida. Tienes que confiar en que hay un motivo, si no te hundirás. Cuando pinto, estoy obligada a creer que la belleza surgirá. Con la pintura abstracta no tienes un bonito paisaje o un cuenco de naranjas en el que apoyarte; tiene que salir puramente de ti. Debes cerrar los ojos, por así decirlo, y dar el salto. Tienes que decir sí. -Una vez satisfecha con su proclama, se inclina estirándose hacia el banco de trabajo y aplasta el cigarrillo en una tapa de tarro con cenizas. La camisa se le ciñe a causa del esfuerzo, abre mucho los ojos. Vuelve esos mismos ojos, de un pálido verde cristal, hacia el invitado y añade, por si acaso-: Si Ahmad cree tanto en Dios, dejemos que Dios cuide de él. -Suaviza la aparente crueldad y frivolidad de esta frase adoptando un tono de súplica-: La vida no es algo que uno pueda controlar. No controlamos la respiración, ni la digestión, ni el latir del corazón. La vida es algo que se vive. Dejemos que discurra.

Todo se ha enrarecido. Ella ha percibido sus preocupaciones, la desolación de las cuatro de la mañana, y lo está atendiendo, lo masajea con la voz. A él le gusta, hasta cierto punto, cuando las mujeres empiezan a desnudar sus mentes frente a él. Pero ya lleva demasiado tiempo allí. Beth estará preocupada; le dijo que tenía que pasar por el Central High a por algunos materiales universitarios. No era mentira, ahora ya los ha distribuido.

– Gracias por el descafeinado -dice-. Tengo un poco de sueño.

– Yo también. Y a las seis tengo que estar en el trabajo.

– ¿A las seis?

– El primer turno en el Saint Francis. Soy auxiliar de enfermería. De hecho, no quise ser enfermera: demasiada química y también demasiado ajetreo administrativo; acaban siendo tan pretenciosas como los médicos. Las auxiliares hacen lo que antes solían hacer las enfermeras. Me gusta la parte práctica: tratar con las personas precisamente ahí, al nivel de sus necesidades. Poner cuñas. ¿No creerá que me gano la vida con esto? -y señala, con esas manos que hacen cosas, de uñas cortas, las paredes estridentes.

– No -reconoce.

Ella sigue como si nada.

– Es un pasatiempo, un capricho que me permito. Es mi dicha, como decía aquel hombre en televisión hace unos años. Algunos los vendo, sí, pero no me importa mucho. Pintar es mi pasión. ¿Usted no tiene una pasión, Jack?

Él se echa atrás; su interlocutora está empezando a parecer poseída, una sacerdotisa en un trípode con serpientes en el pelo.

– La verdad es que no. -Cuando se levanta por la mañana tiene que apartar la manta como si fuera de plomo, arremeter sin miramientos contra el día que le espera: decir adiós a chicos que caerán al cenagal del mundo-. ¿Nunca ha pensado -no puede evitar añadir-, trabajando de enfermera, en alentar a Ahmad para que sea médico? Tiene solemnidad, presencia. Si estuviera enfermo, yo pondría mi vida en sus manos.

Teresa entorna los ojos, se vuelven sutiles y -es una palabra que solía usar la madre de Levy, sobre todo para referirse a otras mujeres- ordinarios.

– Es una carrera larga y cara, Jack. Y los médicos que conozco no hacen más que quejarse del papeleo y del asedio de las compañías de seguros. Antes era una profesión respetada en la que se podía ganar mucho dinero. Pero la medicina ya no es lo que era. De un modo u otro terminará siendo algo tan vulgar que los doctores tendrán sueldos de maestros de escuela.

Él se ríe con la pulla, tiene golpes rápidos.

– Claro, eso no sería bueno -reconoce.

– Que espere a ver cuál es su pasión -aconseja ella al asesor-. Por el momento son los camiones, ponerse en marcha. Me dice: «Mamá, necesito ver mundo».

– Tal y como creo que funciona el permiso de conducción comercial, hasta que cumpla los veintiuno lo único que verá es New Jersey.

– Por alguna parte se empieza -dice ella, y ágilmente se baja del taburete. Tiene desabrochados los dos botones de arriba de su camisa de hombre manchada de pintura, de modo que él ve cómo sube y baja la parte superior de sus pechos. Esta mujer tiene muchos síes.

Pero la entrevista ha terminado; son las ocho y media. Levy carga con los tres catálogos universitarios no deseados hasta la habitación donde el chico sigue estudiando y se detiene frente a la mesa oscura y redonda, vieja y sólida; debe de ser alguna herencia, le recuerda a los muebles tristes que sus padres y abuelos tenían en la casa donde creció, en Totowa Road. Desde detrás, el cuello de Ahmad parece vulnerable y fino, y en las puntas de sus orejas pulcras, con muchos repliegues, se ven algunas pecas robadas a su madre. Con cautela, Levy deja los catálogos en el borde de la mesa y casi con confianza toca el hombro del muchacho, a través de la camisa blanca, para reclamar su atención.

– Ahmad, échales un vistazo cuando tengas un momento y mira si hay algo que despierte tu interés como para que tengamos otra charla. Aún no es tarde para que cambies de opinión, todavía puedes pedir plaza.

El chico nota el contacto y replica:

– Aquí hay algo interesante, señor Levy.

– ¿Qué? -Tras conocer a su madre, se siente más cerca de Ahmad, más cómodo.

– Es una de las típicas preguntas que me harán.

Levy lee por encima de su hombro:


«55. Usted conduce un camión cisterna y las ruedas delanteras empiezan a derrapar. ¿Cuál de las opciones siguientes es más probable que ocurra?

»a. Girará usted el volante en sentido contrario lo necesario para mantener el control.

»b. El oleaje de la carga enderezará el remolque.

»c. El oleaje de la carga enderezará el camión tractor.

»d. Usted continuará en línea recta y seguirá adelante independientemente de cómo haga girar el volante».


– Parece una situación preocupante -admite Levy. -¿Cuál cree usted que es la respuesta?

Ahmad ha notado cómo el hombre se acercaba, y luego el contacto osado, ponzoñoso, en el hombro. Ahora también percibe, demasiado cerca de su cabeza, el estómago del tipo, cuyo calor se desprende acompañado de un olor, de varios olores: un extracto compuesto de sudor y alcohol, judaísmo e impiedad, un perfume impuro agitado con la consulta a su madre, esa madre de la que se avergüenza y a la que trata de esconder, de guardar sólo para sí. Las dos voces adultas se han entrelazado de manera coqueta, repugnante, dos animales infieles y envejecidos simpatizando en el cuarto contiguo. El señor Levy, tras bañarse en la cháchara de ella, en su deseo insaciable de agobiar al mundo con la visión sentimental que tiene de sí misma, se siente ahora autorizado a desempeñar con su hijo un papel paternal, amistoso. La lástima y el atrevimiento han espoleado esta cercanía indecorosa, olorosa. Pero el Corán exige que sus fieles sean corteses; y este judío, pese a haberse autoinvitado, es un huésped en la tienda de Ahmad.

Perezosamente, el intruso contesta:

– No sé, amigo. El oleaje de cargas líquidas no es algo con lo que trate a menudo. Déjame que elija la «a», el volantazo en sentido contrario.

En una voz baja que esconde el tímido oleaje de su satisfacción por el triunfo, Ahmad dice:

– No, la respuesta es «d». Lo he buscado en la clave de soluciones que viene con los folletos.

La barriga junto a su oreja deja oír un rumor de inquietud, y la invisible cara de encima musita:

– Vaya. No hay que preocuparse por maniobrar. Algo así es lo que me ha dicho tu madre. Relajarse. Perseguir la dicha.

– Al cabo de un rato -explica Ahmad- el camión perderá velocidad por sí solo.

– La voluntad de Alá -dice el señor Levy, intentando ser gracioso, o amable: intentando meterse en el interior de Ahmad, que está cerrado, repleto de Aquel que todo lo abarca.

La relación espacial del Central High y sus antiguos y amplios terrenos con las zonas de propiedad privada de la ciudad se ha ido complicando con los años, lejos ya los tiempos en que las instalaciones deportivas de la parte posterior del instituto se prolongaban, sin vallas, hasta una calle de casas victorianas lo bastante variadas y espaciadas como para ser residenciales. Esta zona, al noroeste del espectacular ayuntamiento, era un dominio de la clase media que se ganaba la vida con las fábricas de tejidos a lo largo del río, a poca distancia de los alojamientos de la clase trabajadora en la por entonces bulliciosa parte baja del centro. Pero las casas casi residenciales se convirtieron, al decir de Jack Levy, en viviendas. Contratistas que querían recortar costes las dividieron en apartamentos, parcelaron sus amplios jardines o las echaron abajo para dejar paso a manzanas compactas de hileras de casas de alquiler bajo. Los terrenos herbosos propiedad del instituto se vieron afectados por la presión demográfica y los zarpazos del vandalismo, e incluso el campo de fútbol americano -que en primavera hacía las veces de pista de atletismo- y los campos de béisbol -cuya parte exterior se convertía, durante la temporada de fútbol, en el terreno de juego de los equipos universitarios de penúltimo año- fueron trasladados, en lo que pareció a varios gobiernos municipales una reubicación sagaz y lucrativa, a unas parcelas a sólo quince minutos en autobús, adquiridas a la Whelan amp; Sons, una vieja granja de productos lácteos cuya leche había aportado calcio a los huesos de generaciones de jóvenes de New Prospect. Los espacios abiertos del interior de la ciudad se transformaron en barrios bajos superpoblados.

Luego fueron cercados el edificio central del instituto y sus varias dependencias con un muro levantado por albañiles italianos que, a la postre, se coronó con centelleante alambre de espino. El proceso de amurallado fue poco sistemático, la respuesta apresurada a varias quejas, incidentes con desperfectos y estallidos de graffiti. Las fortificaciones llenas de pintadas y herrumbre crearon algunas zonas de intimidad imprevistas, como por ejemplo unos cuantos metros cuadrados de hormigón agrietado al lado del edificio semienterrado, de ladrillo amarillo, que alberga las calderas gigantes, originariamente de carbón, cuyo humo se cuela de manera pertinaz en todas las aulas. En una tapia también de ladrillo amarillo está fijado un tablero de baloncesto cuyo aro han doblado casi en vertical chicos que imitaban los mates, quedándose colgados tras machacar, de los profesionales de la NBA. A veinte pasos, en el edificio principal, hay unas puertas de doble hoja, de apertura con barra horizontal, que cuando hace calor se dejan de par en par; dan a unas escaleras de acero que conducen a los sótanos, donde se encuentran los vestuarios de los chicos y las chicas, uno en cada punta, y en medio, el comedor y los talleres de carpintería y mecánica para los alumnos de los módulos de formación profesional. Bajo los pies, en las grietas del hormigón, crecen digitarias, flores de gordolobo y dientes de león, y se ven hileras de diminutas partículas, brillantes como posos de café, que pertenecen a la tierra del subsuelo y que las hormigas han sacado a la superficie. Donde el hormigón ha sido repetidamente socavado y reducido a polvo, han arraigado hierbas más altas -verdolaga, sanícula, cuajaleche y un tipo de margarita-, que extienden sus delgados tallos a la luz del día, que es cada vez más largo.

En esta zona arenosa y sin vigilancia, con su aro de baloncesto inutilizado, donde poco se puede hacer salvo ir a escondidas para echar un pitillo, una rayita o un trago, o concertar un duelo entre chicos en pie de guerra, Tylenol sale al encuentro de Ahmad, que todavía va en pantalón corto. Una lanzadera del instituto lo ha traído al aparcamiento desde el entreno, en la antigua fábrica de lácteos, que está a un cuarto de hora. Hoy tiene diez minutos para ducharse, cambiarse y correr las siete manzanas de distancia hasta la mezquita para su lección coránica bisemanal; esperaba atajar yendo por las puertas dobles, que deberían estar abiertas. Tras las clases, a esta hora, el lugar suele estar vacío salvo por unos cuantos estudiantes de primer curso a quienes no importa tirar a canasta pese a su desbaratado ángulo. Pero hoy un grupo de negros y latinos, señalada la pertenencia a las bandas por el azul y el rojo de las gomas de sus calzoncillos desbordantes, voluminosos, están promiscuamente mezclados, como si el buen tiempo hubiera declarado una tregua.

– Eh, oye, árabe. -Tylenol se planta frente a él, flanqueado por otros que llevan camisetas de tirantes ceñidas y azules. Ahmad se siente vulnerable, casi desnudo con sus pantalones cortos de atletismo, calcetines de rayas, zapatillas ligeras como plumas y una camiseta sin mangas con manchas de sudor delante y detrás en forma de mariposa; tiene una percepción de sí bella, sus largos miembros al descubierto, como si su belleza fuera una afrenta para los brutos del mundo.

– Ahmad -le corrige, y se queda quieto; por sus poros destila el calor del esfuerzo, de los esprints y saltos que reventarían cualquier otro corazón. Se siente luminoso, y los ojillos hundidos de Tylenol se estremecen al mirarle.

– Dicen que fuiste a la iglesia a oír cantar a Joryleen. ¿Por qué?

– Me lo pidió.

– Y una mierda. Eres un árabe. Tú no vas a esos sitios.

– Pues fui. La gente fue amable. Una familia me dio la mano, me dedicaron amplias sonrisas.

– No sabían quién eres. Estabas ahí fingiendo.

Ahmad, en ligera tensión, mantiene el equilibrio separando los pies en sus ingrávidas zapatillas, preparado para el ataque en ciernes de Tylenol.

Pero su mirada de reproche dibuja una mueca de satisfacción.

– Os vieron pasear, después.

– Después de salir de la iglesia, sí. ¿Pasa algo?

Ahora, seguro, vendrá la acometida. Ahmad piensa cómo fintara a la izquierda con la cabeza y luego hundirá su mano derecha en el blando estómago de Tylenol, para acabar rematando rápidamente con la rodilla. Pero la mueca de su enemigo se convierte en una sonrisa de oreja a oreja.

– No pasa nada, según ella. Quiere que te diga algo.

– ¿Ah, sí?

Los demás chicos, los secuaces de camiseta azul, están escuchando. El plan de Ahmad es que, tras dejar a Tylenol boqueando y doblado en el hormigón, sorteará a los otros, sumidos en el desconcierto, hasta llegar a la seguridad relativa del instituto.

– Dice que te odia. Joryleen dice que no le importas un puto carajo. ¿Sabes lo que es un puto carajo, árabe?

– He oído la frase. -Nota cómo la cara se le pone rígida, como si algo caliente la estuviera recubriendo poco a poco.

– O sea que tu rollo con Joryleen ya no me preocupa -concluye Tylenol, inclinándose hacia él, en un gesto casi de cortejo-. Nos reímos de ti, los dos. Sobre todo cuando me la tiro. Últimamente follamos mucho. El puto carajo es lo que tú te meneas a solas, como hacéis todos los árabes. Sois una panda de maricas, tío.

El reducido público de alrededor ríe, y Ahmad sabe por el calor de su cara que se está ruborizando. Eso lo enfurece hasta el punto de que, cuando se abre paso a empujones entre los cuerpos musculados hacia las puertas del vestuario -llega tarde a ducharse, tarde a clase-, nadie se mueve para detenerle. En lugar de eso, se oyen silbidos y guasas, como si fuera una chica blanca de piernas bonitas.


La mezquita, la más humilde de las varias que hay en New Prospect, ocupa el segundo piso sobre un salón de manicura y una oficina donde se pueden cobrar cheques en efectivo; entre los comercios de esa acera hay también una casa de empeños con el escaparate lleno de polvo, una librería de segunda mano, un zapatero remendón y fabricante de sandalias, una lavandería china a la que se accede bajando unos escalones, un garito donde hacen pizzas y una tienda especializada en comida de Oriente Medio: lentejas y habas secas, hummus y halva, falafel, cuscús y taboulé, pudriéndose en envases sencillos en los que sólo hay palabras, que a los ojos americanos de Ahmad tienen un aspecto extraño, sin fotografías ni letras en negrita. Unas cuatro manzanas al oeste se extiende el sector árabe, así lo llaman, que empezaron los turcos y los sirios empleados como curtidores y tintoreros en las viejas fábricas textiles, pero Ahmad nunca se adentra en esa zona de Main Street; su exploración de la identidad islámica termina en la mezquita. Ahí lo acogieron cuando era un niño de once años, ahí pudo volver a nacer.

Abre una puerta verde desconchada, la del número 278I½, entre el salón de manicura y el establecimiento, cuyo escaparate está velado con largas persianas amarillas, que anuncia se cambian cheques: comisión mínima. Unas escaleras estrechas suben hasta al-masjid al-jāmi', el lugar de la postración. La puerta verde y el largo tramo de escaleras sin ventanas lo asustaron las primeras veces que acudió en busca de algo que había oído mencionar a sus compañeros de clase negros, algo acerca de las mezquitas, de sus predicadores que «no venían con los típicos rollos». Otros chicos de su edad se apuntaban a una coral o a los boy scouts. Él pensó que podría encontrar en esa religión algún rastro del apuesto padre que se había alejado de él en el momento en que comenzaban sus recuerdos. Su frívola madre, que nunca iba a misa y criticaba las restricciones de su propia confesión, consintió en llevarlo en coche, aquellos primeros días y aun después cuando los horarios se lo permitían, hasta que entró en la adolescencia y podía moverse con relativa seguridad por aquellas calles hasta la mezquita del segundo piso. La amplia sala convertida en lugar de oración había sido antes un estudio de danza, y el despacho del imán ha sustituido al vestíbulo donde los alumnos, con atuendos de bailes de salón y de claqué, acompañados de los padres si eran todavía niños, esperaban para las lecciones. El contrato de arrendamiento y la transformación databan de la última década del siglo pasado, pero el aire cargado aún conserva, imagina Ahmad, ecos de piano aporreado y un tufo a esfuerzos torpes, impíos. El suelo de madera, gastado y combado en algunas partes, donde un día se ensayaron pasos enrevesados, está ahora cubierto por extensas alfombras orientales, una junto a otra, que a su vez ya dan muestras de desgaste.

El cuidador, un libanés arrugado y viejo que anda encorvado y cojea, aspira las alfombras y limpia el despacho del imán y la guardería creada para satisfacer las costumbres occidentales en el cuidado de niños, pero las ventanas, lo bastante altas para desalentar a los curiosos que quisieran espiar tanto a bailarines como a devotos, quedan fuera del alcance del tullido conserje, y la mugre acumulada las ha vuelto medio opacas. Lo único que puede verse a través de ellas son las nubes, y ni siquiera con claridad. Incluso en el saldt al-Jum'a de los viernes, cuando se dice el sermón desde el minbar, la sala de postración queda infrautilizada, mientras que las florecientes mezquitas más modernas de Harlem y Jersey City engordan con los nuevos emigrantes de Egipto, Jordania, Malasia y Filipinas. Los musulmanes negros de New Prospect, y los partidarios apóstatas de la Nación del Islam, no salen de sus áticos y sus santuarios de escaparate. La ilusión del sheij Rachid de inaugurar, en uno de los espacios que tiene en el tercer piso, una escuela coránica, un kuttab, para enseñar el Corán a rebaños de niños de primaria está lejos de poder realizarse. Las lecciones que empezó Ahmad hace siete años en compañía de más o menos otros ocho niños, de edades comprendidas entre los nueve y los trece, ahora ya sólo las sigue él. Está solo con el profesor, cuya suave voz, en cualquier caso, llega mejor a un público reducido. Ahmad no se siente cómodo del todo con su maestro; no obstante, como exigen el Corán y los hadices, lo venera.

Ha ido durante siete años dos veces por semana, hora y media, para instruirse en el Corán, pero en el resto de su tiempo no tiene oportunidad de usar el árabe clásico. El elocuente idioma, al-lugha al-fushā, todavía se asienta torpemente en la boca de Ahmad, con todas sus sílabas guturales y sus consonantes enfáticas; y resulta desconcertante para sus ojos: las letras en cursiva, con sus correspondientes salpicaduras de signos diacríticos, le parecen pequeñas, y leerlas de derecha a izquierda aún precisa de un cambio de marcha en su cabeza. En cuanto las enseñanzas, tras haber avanzado poco a poco por el texto sagrado, se someten a revisión, recapitulación y perfeccionamiento, el sheij Rachid muestra su preferencia por las suras cortas más antiguas, las mequíes, poéticas, intensas y crípticas en comparación con los fragmentos prosaicos de la primera parte del Libro, en la que el Profeta se proponía gobernar Medina con leyes pormenorizadas y consejos mundanos.

Hoy el profesor dice:

– Empecemos por «El elefante». Es la sura ciento cinco.

Como el sheij Rachid no quiere contaminar el árabe clásico, concienzudamente aprendido por su alumno, con los sonidos de una variedad coloquial moderna, al-lugha al-'āmmiyya -así lo dice en apresurado dialecto yemení-, da las clases en un inglés fluido pero algo solemne, hablando con cierta repugnancia, acomodando sus labios de color violeta, enmarcados entre su cuidada barba y su bigote, como si quisiera mantener una distancia irónica.

– Lee en voz alta -le indica a Ahmad-, que se note el ritmo, por favor. -Y cierra los ojos para escuchar mejor; en sus párpados bajados asoman capilares púrpura, vívidos sobre su ceroso rostro.

Ahmad recita la fórmula invocatoria:

bi-smi llāhi r-rah-māni r-rahlī m. -Con tensión por la demanda de ritmo de su maestro, emprende alzando la voz la primera aleya de la sura-: a-lam tara kayfa fa'ala rabbuka bi-asha'bi 'l-fīl.

Con los ojos todavía cerrados, recostado en los cojines de su espaciosa butaca de orejas, de color gris plata y respaldo alto, en la que recibe sentado al escritorio a su pupilo, el cual toma lugar junto a una esquina de la mesa en una espartana silla de plástico moldeado como las que se encuentran en los bares de aeropuerto de las ciudades pequeñas, el sheij lo previene:

S y h: son dos sonidos separados, no digas sh. Pronúncialos como en…, esto… asshole. * Tendrás que perdonarme, es la única palabra de la lengua de los demonios que me viene a la cabeza. No te excedas en la oclusión glótica, el árabe clásico no es una de esas lenguas africanas que funcionan con chasquidos. Que fluya con facilidad, como si fuera instintivo; que lo es, por cierto, para los hablantes nativos y los estudiantes lo bastante diligentes. Mantén el ritmo a pesar de la dificultad de los sonidos. Pon el acento en la última sílaba, la que rima. ¿Recuerdas la regla? El acento cae en las vocales largas entre dos consonantes o en las consonantes seguidas primero de una vocal corta y luego de dos consonantes. Continúa, por favor, Ahmad. -Incluso la pronunciación de su nombre por parte del maestro tiene el suave filo cortante, el espíritu, de la fricativa faríngea. a-lam yaj'al kaydahum fi tadīl…

– Pon el énfasis en ese «līl -dice el sheij Rachid, con los párpados aún bajados, trémolos, como cediendo al empuje de una masa de gelatina-. Es audible incluso en la peculiar traducción del siglo diecinueve del reverendo Rodwell: «¿Acaso Él no dio al traste con sus artimañas?». -Entreabre los ojos mientras explica-: Las artimañas de los dueños del elefante. La sura supuestamente se refiere a un hecho verídico, el ataque a La Meca de Abraha al-habashí, a la sazón gobernador del Yemen, la tierra de espliego de mis antepasados guerreros. Los ejércitos, en aquel entonces, claro está, debían tener elefantes: eran los tanques Sherman MI, los humvees blindados de la época. Esperemos que tuvieran la piel más gruesa que la de los desafortunados humvees de que disponen las valientes tropas de Bush en Irak. Se cree que el suceso histórico aconteció alrededor del año en que el Profeta nació, el 570 de la era cristiana. Habría oído a sus parientes, no de boca de sus padres, puesto que el padre murió antes de que naciera su hijo y su madre cuando el Profeta tenía seis años, quizá fueran su abuelo, 'Abd al-Muttalib, y su tío, Abū Tālib; le habrían hablado éstos, pues, de esa legendaria batalla a la luz de una hoguera en los campamentos de los hachemíes. Durante un tiempo, el niño estuvo al cuidado de una niñera beduina, y quizá de ella, como se ha propuesto, bebió la pureza sagrada de su árabe.

– Señor, ha dicho usted «supuestamente», pese a que en el primer versículo de la sura se pregunta «¿No has visto?», como si el Profeta y sus oyentes lo hubieran visto.

– Mentalmente -deja ir el profesor en un suspiro-. Mentalmente, el Profeta vio muchas cosas. Y en cuanto a si el ataque de Abraha aconteció de verdad, los eruditos, todos devotos e igualmente convencidos de que el Corán fue inspirado por Dios, discrepan. Léeme las tres últimas aleyas, que son especial y profundamente arrebatadas. Deja fluir la respiración. Usa los conductos nasales. Quiero oír el viento del desierto.

wa arsala 'alayhim tayran abābīl -salmodia Ahmad, intentando hundir la voz hasta un lugar de gravedad y belleza, muy abajo en la garganta, para sentir la sagrada vibración en los senos del cráneo-, tarmihim b-bijāratin min sijjīl -prosigue, en una envolvente resonancia, al menos en sus propios oídos- faja'alabum ka-'afīn ma'kūl.

– Eso está mejor -concede indolente el sheij Rachid, indicando que ya basta con un ademán de su blanda y blanca mano, cuyos dedos parecen sinuosamente largos a pesar de que su cuerpo, tomado entero, arropado en un caftán bordado con exquisitez, es menudo y de poca estatura. Debajo lleva unos calzones blancos, el llamado sirwāl, y sobre su pulcra cabeza, el blanco gorro sin alas de encaje, el amāma, que lo distingue como imán. Sus zapatos negros, menudos y rígidos como los de un niño, asoman bajo el dobladillo del caftán cuando los levanta y acomoda en el reposapiés acolchado con el mismo tapizado lujoso, en el que destellan miles de hilos plateados, que forra el sillón parecido a un trono desde el que imparte sus enseñanzas-. ¿Y qué nos dicen estos magníficos versículos?

– Nos dicen… -aventura Ahmad, presa del rubor por arriesgarse a mancillar el texto sagrado con una paráfrasis torpe que, además, no depende tanto de improvisar sobre su lectura del árabe antiguo como del cotejo subrepticio con alguna traducción inglesa-… nos dicen que Dios les envió bandadas de aves que los arrojaron contra piedras de arcilla, redujo a los hombres del elefante a un estado similar al de las briznas de hierba que han sido comidas. Devoradas.

– Sí, más o menos -dijo el sheij Rachid-. Las «piedras de arcilla», como tú las has llamado, seguramente formaron un muro que luego cayó, bajo el aluvión de aves, lo cual a nosotros nos parece algo misterioso pero es de suponer que está tan claro como el agua en el prototipo del Corán que permanece esculpido en el Paraíso. Ah, el Paraíso, apenas puede esperar uno.

El sonrojo de Ahmad se desvanece lentamente, dejando en su cara una corteza de inquietud. El sheij ha cerrado de nuevo los ojos, ensimismado. Cuando el silencio se alarga dolorosamente, Ahmad pregunta:

– Señor, ¿está usted sugiriendo que la versión de que disponemos, fijada por los primeros califas a los veinte años de la muerte del Profeta, es en el fondo imperfecta si la comparamos con la versión que es eterna?

El profesor declara:

– Las imperfecciones residen sin duda en nuestro interior, en nuestra ignorancia, y en las anotaciones que los primeros discípulos y escribas hicieron de las palabras del Profeta. El mismo título de esta sura, por ejemplo, podría ser un error en la transcripción del nombre del monarca de Abraha, Alfilas, que una omisión de las últimas letras habría dejado en al-Fīl: el elefante. Puede conjeturarse que las bandadas de aves son una metáfora de algún tipo de proyectil lanzado por una catapulta, y si no, queda la visión tosca de que se tratara de criaturas aladas, menos impresionantes que el Roc de Las mil y una noches pero presumiblemente más numerosas, clavando sus picos en los ladrillos de arcilla, los bi-hijāratin. Verás que si tomamos esta aleya, la cuarta, hay algunas vocales largas que no están a final de versículo. Pese a que desdeñaba el título de poeta, el Profeta, sobre todo en estos primigenios versos mequíes, logró algunos efectos exquisitos. Pero sí, la versión que nos ha llegado, aunque sería blasfemo tacharla de imperfecta, está necesitada, a causa de nuestra ignorancia de mortales, de interpretación, y las interpretaciones, a lo largo de catorce siglos, han diferido. El significado exacto de la palabra ababil, por ejemplo, sigue siendo tras tanto tiempo una conjetura, pues no aparece en ningún lugar más. Hay una locución griega, querido Ahmad, para designar una palabra tan única y por tanto indeterminable: hapax legomenon. En la misma sura, sijjīl es otra palabra enigma, aunque se repite tres veces a lo largo del Libro Sagrado. El propio Profeta previó las dificultades y, en el séptimo versículo de la tercera sura, «La familia de Imrán», admite que algunas expresiones son unívocas, muhkamat, pero que otras son sólo asequibles a Dios. Quienes siguen estos pasajes poco claros, llamados mutashībihāt, son los enemigos de la fe verdadera, «los de corazón extraviado», en palabras del Profeta, mientras que los sabios y los fieles dicen: «Creemos en ello; todo procede de nuestro Señor». ¿Te estoy aburriendo, querido pupilo?

– Oh, no -contesta Ahmad con sinceridad, pues mientras el profesor prosigue con su murmullo informal, el alumno siente que un abismo se abre en su interior, la sima de lo antiguo, por definición problemático e inaccesible.

El sheij, inclinándose hacia delante en su gran sillón, retoma con enérgica vehemencia su discurso, gesticulando indignado con sus manos de largos dedos.

– Los estudiosos ateos de Occidente alegan, en su ciega vileza, que el Libro Sagrado es una mezcolanza de fragmentos y adulteraciones reunidas aprisa y dispuestas en el orden más infantil posible, a bulto, las suras más largas al principio. Afirman encontrar interminables puntos oscuros y entresijos. Recientemente, por ejemplo, ha habido una controversia bastante curiosa acerca de los dictámenes académicos de un especialista alemán en lenguas del Oriente Medio, un tal Christoph Luxenberg, quien mantiene que muchas de las oscuridades del Corán desaparecen si en lugar de leer las palabras en árabe lo hacemos como si fueran homónimos siríacos. Incluso tiene la osadía de afirmar que, en las magníficas suras «El humo» y «El monte», las palabras que tradicionalmente se han leído como «huríes vírgenes de grandes ojos oscuros» significan en realidad «pasas blancas» de «claridad cristalina». De manera similar, los donceles inmortales que son comparados con perlas desgranadas, citados en la sura llamada «Hombre», deberían interpretarse como «pasas enfriadas», en referencia a una bebida refrescante hecha de pasas que sería servida con extrema cortesía en el Paraíso, mientras que los condenados beben metal fundido en el Infierno. Me temo que esta particular relectura haría del Paraíso un lugar considerablemente menos atractivo para muchos hombres jóvenes. ¿Qué dices tú al respecto, como bello joven que eres? -Con una vivacidad casi cómica, el profesor acentúa su inclinación hacia delante, apoyando los pies en el suelo de modo que sus zapatos negros desaparecen de la vista; queda a la espera, los labios y los párpados abiertos.

– Oh, no. Yo tengo sed de Paraíso -dice, sorprendido, Ahmad, pese a que su abismo interior continúa ensanchándose.

– Y no es atractivo sin más -insiste el sheij Rachid-, un lugar agradable de visitar, como Hawai, sino que es algo que anhelamos, algo por lo que suspiramos ardientemente, ¿no es así?

– Sí.

– ¿Hasta el punto de ser impacientes con este mundo, sombra remota y tenue del que viene después?

– Sí, exacto.

– E incluso si las huríes de ojos negros son simplemente pasas blancas, ¿te hace eso perder apetito por el Paraíso?

– Oh, no, señor, qué va -responde Ahmad, mientras en su cabeza se arremolinan estas otras imágenes ultramundanas.

Si bien algunos podrían tomar como satíricas estas chanzas provocadoras del sheij Rachid, e incluso como un peligroso flirteo con el fuego eterno, Ahmad siempre las ha entendido en un sentido mayéutico, como el señuelo con que hacer pasar al alumno por algunas oscuridades y complicaciones necesarias para así enriquecer una fe superficial y completamente inocente. Pero hoy los roces de la ironía mayéutica son más lacerantes, irritan el estómago del muchacho, que quiere que la lección termine ya.

– Bien -pronuncia el profesor cerrando sus labios en un terso brote de carne-. Siempre he sido del parecer que las huríes son metáforas de una dicha más allá de la imaginación, una dicha casta e interminable, y no se refieren a la copulación literal con mujeres físicas, con mujeres cálidas, rellenas, serviles. Sin duda, la copulación común es la misma esencia de lo terrenal pasajero, del goce vano.

– Pero… -balbucea Ahmad, sonrojándose de nuevo.

– ¿Pero?

– Pero el Paraíso tiene que existir, ser un lugar de verdad. -Por supuesto, estimado muchacho. ¿Qué otra cosa iba a ser?

Con todo, para avanzar un poco en este asunto de la perfección textual, incluso en las declaraciones más dóciles que se encuentran en las suras atribuidas al gobierno de Medina por parte del Profeta, los estudiosos infieles dicen haber encontrado desaciertos. ¿Podrías leerme…? Lo sé, las sombras se alargan, el día de primavera está muriendo tristemente al otro lado de la ventana. Lee, por favor, la aleya catorce de la sura sesenta y cuatro, «El engaño mutuo».

Ahmad hojea su manoseado ejemplar del Corán hasta encontrar la página y despacha en voz alta:

yā āyyuhd 'lladhina āmānū inna min azwājikum wa awlādi-kum 'aduw-wan lakum fa 'hdharūhum, wa in ta'fū wa tasfahū wa taghfirū fa-inna 'llāha ghafūrun rahim.

– Bien. Bastante bien, quiero decir. Tenemos que trabajar más, por supuesto, en tu acento. ¿Podrías decirme, Ahmad, en dos palabras, cuál es su significado?

– Pues… dice que en vuestras esposas e hijos tenéis un enemigo. Cuidado con ellos. Pero si, esto…, sabéis disculpar y ser tolerantes y perdonar, Dios será indulgente y misericordioso.

– ¡Esposas e hijos! ¿Qué hay de enemigo en ellos? ¿Qué causaría su necesidad de perdón?

– Bueno, quizás es porque te pueden distraer de yihad, de la lucha consagrada a acercarse a Dios.

– ¡Perfecto! ¡Eres un bellísimo pupilo, Ahmad! Yo no lo podría haber dicho mejor, «ta'fū wa tasfahū wa taghfirū»: 'afā y safaba, ¡absteneos y apartaos! ¡Alejaos de estas mujeres de carnes no celestiales, de este equipaje terrenal, de estas impuras prisioneras de la fortuna! ¡Viajad ligeros, directos al Paraíso! Dime, querido Ahmad, ¿te da miedo entrar en el Paraíso?

– Oh, no, señor. ¿Por qué iba a darme miedo? Lo deseo, como todos los buenos musulmanes.

– Sí, está claro que lo desean. Lo deseamos. Me llenas de alegría. Para la siguiente sesión, ten la bondad de preparar «El compasivo» y «El acontecimiento». En números, son las suras cincuenta y cinco y cincuenta y seis. Convenientemente correlativas. Ah, y Ahmad…

– ¿Sí?

El día de primavera, más allá de las ventanas orientadas hacia arriba, ha dado paso a la noche; en el cielo añil, demasiado cargado por las luces de vapor de mercurio del centro de New Prospect, apenas se ve un puñado de estrellas. Ahmad intenta recordar si su madre, tras la jornada en el hospital, estará ya en casa. De lo contrario, quizás haya un yogur en la nevera; y si no, tendrá que arriesgarse a la dudosa pureza de los snacks del Shop-a-Sec.

– Confío en que no vuelvas a la iglesia de los kafir del centro. -El sheij titubea, y después habla como si citara un texto sagrado-: Los impuros pueden adoptar una apariencia brillante, y los demonios saben imitar bien a los ángeles. Mantente en el Recto Camino: ihdin, 's-sirāta 'l-mustaqim. Guárdate de cualquiera, por muy agradable que sea, que te distraiga de la pureza de ser de Alá.

– Pero si el mundo entero -confiesa Ahmad- es una distracción.

– No tiene por qué serlo. El mismo Profeta era un hombre de mundo: mercader, esposo, padre de hijas. Y aun así se convirtió, cumplidos los cuarenta, en el vehículo escogido por Dios para comunicar Su palabra última y culminante.

De repente suena como una súplica gorjeante, semimusical, el teléfono móvil que habita en las profundidades de los ropajes superpuestos del sheij, y Ahmad aprovecha el momento para escapar a la noche, salir al mundo con sus ráfagas de faros de camino a casa, con sus aceras que emanan fragancias de frituras y de ramas pálidas con flores y amentos cargados en lo alto.


Con lo sensibleras que son, y aunque ha participado en ellas multitud de veces, las ceremonias de graduación en el Central High siguen poniendo a Jack Levy al borde del llanto. Todas empiezan con Pompa y circunstancia, y la majestuosa procesión de los estudiantes de último curso, con sus ondulantes togas negras y los birretes cuadrados peligrosamente posados en sus cabezas, y terminan con el desfile ya más brioso, repleto de sonrisas, con saludos a los padres y entrechocar de palmas, por el mismo pasillo que habían recorrido antes, ahora al son de Colonel Bogey's March y When the Saints Go Marcbin'In. Hasta el alumno más rebelde y recalcitrante, incluso los que han adherido a sus birretes una cinta con las palabras al fin libre o han prendido del cordón de su borla un atrevido ramillete de flores de papel, se amansa por la naturaleza terminal de la ceremonia y las afectaciones gastadas de los discursos. Servid a Estados Unidos, les dicen. Ocupad vuestros lugares en los ejércitos pacíficos de la empresa democrática. Incluso cuando os esforcéis por triunfar, debéis ser amables con vuestros compañeros. Pensad, a pesar de todos los escándalos de prevaricación corporativista, pese a la corrupción política con que los medios nos desalientan y ponen enfermos a diario, en el bien común. Ahora empieza la vida real, los informan; el Edén de la educación pública ya ha cerrado sus verjas de hierro. Un jardín, reflexiona Levy, en el que, por mucho empeño que ponga uno en repetirlo todo una y otra vez, a la enseñanza se le hacen oídos sordos, en el que los más agresivos e ignorantes dominan a los tímidos y obedientes, pero un jardín al fin y al cabo, una herbosa parcela de esperanzas, el semillero tosco y mal cuidado de lo que esta nación pretende ser. Haced caso omiso de los guardias armados apostados aquí y allá en el fondo del auditorio, de los detectores de metal en cada una de las entradas que no está cerrada y con la cadena echada. En lugar de eso mirad a los estudiantes de último año que se gradúan, a la sonriente gravedad con que ejecutan, bajo los leales aplausos que a nadie se niegan, ni siquiera a los más tontos ni a los más delincuentes, su paseo momentáneo a través del estrado, bajo el recargado proscenio de estilo similar al de las añejas salas de cine, por entre hileras de flores y palmas metidas en macetas, para recibir sus diplomas de manos del hábil Nat Jefferson, concejal de Educación de New Prospect, mientras la menuda Irene Tsoutsouras, directora interina del instituto, va consignando sus nombres en el micrófono. La diversidad de estos es respondida por el eco de los calzados que asoman bajo el vaivén de los bordes de sus togas: trancos dados por Nikes destrozadas, contoneos sobre tacones de aguja o pasos arrastrados de sandalias sueltas.

Jack Levy empieza a emocionarse. La docilidad de los seres humanos, su buena disposición para agradar. Los judíos de Europa poniéndose sus mejores galas para desfilar hacia la muerte de los campos de exterminio. Los alumnos y las alumnas, de repente hombres y mujeres, estrechando la mano experta de Nat Jefferson, algo que nunca han hecho ni jamás volverán a hacer. El político, un tipo negro de espaldas anchas, un surfista que sobresale en el arte de sortear las olas políticas municipales desde que la fuerza de los votos pasó de los blancos a los negros, y ahora a los hispanos, renueva su sonrisa ante cada una de las caras de los graduados, mostrando una gentileza especial, a ojos de Jack Levy, con los estudiantes blancos, que son aquí clara minoría. «Gracias por estar con nosotros», dicen sus apretones de manos calurosamente prolongados. «Vamos a hacer que Estados Unidos / New Prospect / el Central High funcione.» En mitad de la aparentemente interminable lista, Irene proclama: «Ahmad Ashmawy Mulloy». El muchacho se mueve de manera elegante, alto pero no desgarbado, interpreta su papel pero no sobreactúa, demasiado solemne para hacer concesiones, no como otros, a sus partidarios entre el público con saludos y risitas. Él tiene pocos adeptos, la irrupción de aplausos es dispersa. Levy, que está en primera fila entre otros dos profesores, ataja con un nudillo furtivo las lágrimas incipientes que le cosquillean a ambos lados de la nariz.

Ofrecen la bendición un sacerdote católico y, para no herir a la comunidad musulmana, un imán. Las invocaciones habían ido a cargo de un rabino y un presbiteriano: ambos, para el gusto de Jack Levy, se alargaron en exceso. El imán, que lleva un caftán y un ceñido turbante de inmaculada blancura eléctrica, está de pie tras el atril y deja ir con cierto gangueo una retahíla en árabe, como si clavara una daga al silencioso público. Luego, quizá traduciéndolo, pasa a orar en inglés:

– ¡Conocedor de lo Oculto y de lo Manifiesto! ¡El Grande! ¡El Altísimo! ¡Dios es el creador de todas las cosas! ¡Es el Único, el Conquistador! Él envía la lluvia desde el cielo: luego hace fluir los torrentes en correcta mesura, y las aguas arrastran consigo una creciente espuma. Y de los metales que al fuego se funden para fabricar ornamentos o utensilios, una escoria similar se alza también. En cuanto a la espuma, desaparece rápidamente, y respecto a lo que es útil al hombre, eso permanece en la Tierra. A aquellos que hoy se gradúan les decimos: alzaos por encima de la espuma, de la escoria, y no hagáis sino residir de manera provechosa en la Tierra. A aquellos a quienes el Recto Camino conduce al peligro, les repetimos las palabras del Profeta: «¡Y no digáis de quienes han caído por Alá que han muerto! No, sino que viven».

Levy examina al imán: un hombre pequeño, impecable, que encarna un sistema de creencias que no hace tantos años causó las muertes de, entre otros, cientos de habitantes del norte de New Jersey que se desplazaban a diario a trabajar a Manhattan. El gentío se agrupó en los puntos más altos de New Prospect para ver el humo que subía de las dos torres del World Trade Center y se alejaba por encima de Brooklyn, la única nube de aquel día claro. Cuando Levy piensa en Israel en pie de guerra y en las pocas sinagogas que patéticamente sobreviven en Europa precisando de vigilancia policial día y noche, su buena voluntad inicial hacia el islam se disipa: el tipo del atuendo blanco se clava como una espina en la garganta de la ocasión. Levy no se siente molesto por la triple señal de la cruz del padre Corcoran en el cierre de la larga ceremonia; los judíos y los irlandeses han compartido las ciudades estadounidenses durante generaciones, y fueron las generaciones del padre y del abuelo de Jack, no la suya, las que hubieron de soportar el insulto de «asesino de Cristo».

– Bueno, hombre, ya está -dice el profesor de su derecha. Es Adam Bronson, un emigrante de Barbados que daba matemáticas empresariales a los alumnos de segundo y tercer curso en el instituto-. Siempre doy gracias a Dios cuando el año académico termina sin muertes.

– Ves demasiado las noticias -le dice Jack-. Esto no es Columbine; aquello fue en Colorado, el salvaje oeste. El Central es ahora más seguro que cuando yo era niño. Las bandas de negros tenían armas de fuego de fabricación casera, y no había arcos ni personal de seguridad. Se suponía que de eso se encargaban los supervisores, y éstos tenían suerte si no los tiraban escaleras abajo.

– Al poco de llegar, no podía creer -le confiesa Adam con su cerrado acento, música de una isla mansa, un steel-drum sonando en la distancia- que hubiera policías en los vestíbulos y el comedor. En Barbados teníamos que compartir libros que se caían a trozos y usábamos las dos caras de las hojas de los cuadernos, cualquier trozo de papel; la educación era muy valiosa para nosotros. Ni se nos pasaba por la cabeza hacer gamberradas. Aquí, en este edificio enorme, necesitas guardias como si estuvieras en la cárcel, y los estudiantes se las apañan para destrozarlo todo. No entiendo el odio estadounidense hacia el orden.

– Piénsalo en términos de amor por la libertad. La libertad es saber.

– Mis alumnos ni siquiera creen que las matemáticas empresariales vayan a servirles de nada. Imaginan que el ordenador lo hará todo en su lugar. Piensan que el cerebro humano está de vacaciones perpetuas, que a partir de ahora no tiene más ocupación que absorber diversiones.

El profesorado se une en fila de a dos a la procesión, y Adam, emparejado con un maestro del otro lado del pasillo, marcha delante de Levy pero se vuelve y continúa la conversación.

– Jack, dime. Hay algo que me da apuro preguntar, no sé a quién recurrir. ¿Quién es ese J-Lo? Mis alumnos no dejan de hablar de él.

– De ella. Cantante. Actriz -apunta Jack-. Hispana. Muy bien parecida. Un gran culo, según dicen. No sé más. Llega un momento en la vida -explica, para que el barbadense no crea que ha sido seco- en que los famosos no hacen por ti lo que solían.

La profesora con la que se ha emparejado él en este fin de oficio es la señorita Mackenzie, da inglés en el último curso, nombre de pila Caroline. Enjuta, mandíbula prominente, una fanática del fitness, cabello canoso, lleva un peinado a lo paje pasado de moda, el flequillo le llega hasta las cejas.

– Carrie -dice Jack afectuosamente-, ¿qué es eso de que das a leer Sexus a tus chicos? -Ella vive con otra mujer más al norte, en Paramus, y a Levy le parece que puede bromear como haría con un hombre.

– No seas malpensado, Jack -comenta ella, sin sonreírle siquiera-. Era uno de sus escritos autobiográficos, el de Big Sur. Lo incluí en la lista de lecturas optativas, nadie estaba obligado a leerlo.

– Ya, pero ¿y qué pensaron los que sí lo hicieron?

– Oh -responde en tono neutro, incipientemente hostil, entre el bullicio y el griterío y la música de recesión-, se lo toman con calma. De hecho, en sus casas ya han visto de todo.

La aglomeración humana de la gala al completo -graduados, profesores, padres, abuelos, tíos y tías, sobrinas y sobrinos- sale a empujones del auditorio hacia el vestíbulo frontal, donde los trofeos deportivos hacen guardia en largas vitrinas, como el tesoro de un faraón difunto, sellados, el pasado mágico, y luego hacia las amplias puertas delanteras, abiertas de par en par al sol de principios de junio y a la polvorienta vista del mar de escombros, hasta los enormes peldaños de la entrada, cotorreando y dando silbidos triunfales. Antaño, esta monumental escalinata de granito daba a un generoso regazo de césped y arbustos dispuestos simétricamente; pero las exigencias del automóvil fueron mordisqueando la parcela y terminaron por recortarla del lado del instituto a causa del ensanchamiento de Tilden Avenue -rebautizada con este desafiante nombre por un ayuntamiento mayoritariamente demócrata tras el pucherazo que cometió después de las presidenciales, en 1877, la comisión electoral dominada por los republicanos en confabulación con un Sur ansioso por que se levantara toda la protección militar del Norte sobre su población negra-, de modo que ahora las últimas losas de granito caen directamente sobre la acera, una acera separada de la calzada de asfalto por unos estrechos parterres que sólo reverdecen durante unas semanas, antes del asfixiante calor del verano y de que un montón de pisadas negligentes aplaste los indicios de exuberancia primaveral hasta reducirlos a una esterilla plana de hierba seca. Bajando del bordillo, la avenida de asfalto, tan arrugado como una cama hecha apresuradamente, con sus baches rebozados una y otra vez y sus roderas marcadas en alquitrán por el paso continuo de coches y camiones, ha sido cortada al tráfico a esta hora para dejar a los asistentes al acto un espacio en que disfrutar del sol y las felicitaciones, mientras esperan a que los recién graduados devuelvan sus togas en el interior del edificio y salgan para las últimas despedidas.

Jack Levy, perdido en la multitud, sin prisa por volver a casa y afrontar el inicio de un verano en compañía de su esposa, y taciturno tras el alegre intercambio de opiniones con Carrie Mackenzie, sintiéndose excluido de esta sociedad del todo vale, se topa con Teresa Mulloy, pecosa y sofocada. Lleva una orquídea ya marchita prendida en la arrugada chaqueta de un traje de lino claro. La saluda con seriedad:

– Enhorabuena, señora Mulloy.

– ¡Hola! -responde ella. El acontecimiento le parece digno de exclamaciones, y toca ligeramente el antebrazo de Jack, como para restablecer la floreciente intimidad de su último encuentro. Sin aliento, soltando las primeras palabras que le vienen a la cabeza, le dice-: ¡Debe de esperarte un verano maravilloso!

El comentario lo desconcierta.

– Oh, lo mismo de siempre. No hacemos gran cosa. Beth sólo libra unas semanas de la biblioteca. Yo intento ganar algún dinerillo dando clases particulares. Tenemos un hijo en Nuevo México y vamos a visitarlo unos días, normalmente en agosto; hace calor pero no el bochorno de aquí. Beth tiene una hermana en Washington, pero allí aún hace más bochorno, así que solía venir a visitarnos e íbamos juntos a algún lugar de montaña durante una semana, a una u otra orilla del cañón del río Delaware. Pero ahora está de trabajo hasta el cuello, siempre surge alguna emergencia, y este verano… -«Cállate, Levy. No lo digas ni aunque te maten.» Quizás ha sido acertado hablar en la primera persona del plural, recordarle a esta mujer que tiene una esposa. De hecho, piensa en las dos como si fueran parte de un mismo continuo, por la blancura de sus pieles y la tendencia a engordar, pero en el caso de Beth, con veinte años de ventaja-. ¿Y tú? Tú y Ahmad.

El traje chaqueta es suficientemente sobrio -color cáscara de huevo sobre una blusa camisera blanca-, aunque algunos toques de color delatan un espíritu libre, una artista además de madre. Sus manos, esas manos de uñas cortas y carne firme, están cargadas de macizos anillos de turquesa, y sus brazos, que a contraluz revelan halos de vello refulgente, soportan una horda de tintineantes brazaletes de oro y coral. Resulta desconcertante que lleve un amplio pañuelo de seda, estampado con formas abstractas rectilíneas y círculos simples, anudado bajo la barbilla y cubriéndole el cabello salvo por la línea borrosa, con algunos rebeldes filamentos rojizos, que empieza en la curva de su blanca frente irlandesa. Al verse con los ojos de Levy, fijos en el desenfadado recato de su pañuelo, ríe y se explica:

– Él quería que me lo pusiera. Ha dicho que lo único que pedía por su graduación era que su madre no pareciera una puta.

– Cielo santo. En cualquier caso, y aunque suene raro, te favorece. ¿La orquídea también ha sido idea de tu hijo?

– No del todo. El resto de muchachos se la ponen a sus madres, y él se habría sentido avergonzado si no la hubiera llevado. Tiene una vena conformista.

Su rostro enmarcado en tela, con sus saltones ojos verdes, pálido como un cristal encontrado en la playa, parece mirarle a hurtadillas; el cubrimiento encierra cierta provocación, implica una deslumbrante desnudez ulterior. El pañuelo habla de sumisión, lo cual excita a Jack, que se le arrima a causa de las presiones del gentío, como tomándola bajo su protección. Ella dice:

– He visto algunas madres con la cabeza cubierta, musulmanas negras, bastante espectaculares tan de blanco, y también algunas estudiantes que se graduaban, hijas de turcos… De niños llamábamos «turcos» a los hombres de tez oscura de las fábricas textiles, pero está claro que no todos lo eran. Estaba pensando: «Apostaría a que soy la que tiene el pelo más rojo debajo». Las monjas estarían contentísimas. Decían que hacía ostentación de mis encantos. En esa época no sabía ni qué eran los encantos ni cómo se podía alardear de ellos. Simplemente, allí estaban, parece ser. Mis supuestos encantos.

Tienen en común cierta tendencia a la cháchara, aquí en medio de tanta gente entusiasmada. Él dice en voz baja, con sinceridad:

– Has sido una buena madre complaciendo a Ahmad. La cara de Teresa pierde su chispa traviesa.

– La verdad, nunca me ha pedido mucho, y ahora se va. Siempre parecía estar muy solo. Así se metió en todo esto de Alá, sin mi ayuda. Con menos que mi ayuda, diría yo: me amargaba que se preocupara tanto por un padre que jamás movió un dedo por él. Por nosotros. Pero supongo que un chico necesita un padre, y si no lo tiene se lo inventará. ¿Qué tal este freudismo de pacotilla?

¿Es consciente de lo que le está haciendo, empujarlo a desearla? A Beth nunca se le ocurriría sacar a Freud a colación. Levy dice:

– Ahmad estaba muy apuesto allá arriba, con la toga. Me temo que empecé a conocer a tu hijo demasiado tarde. Le tengo aprecio aunque sospecho que no es recíproco.

– Te equivocas, Jack. Él valora que quieras darle expectativas más elevadas. Dentro de un tiempo, quizá sea él mismo quien las busque. Por ahora sigue enfrascado con el permiso de conducir camiones. Ha aprobado el examen escrito y dentro de dos semanas se presenta a las pruebas físicas. Los del condado de Passaic tienen que ir a Wayne. Comprueban que no eres daltónico y que tienes suficiente visión periférica. Siempre he pensado que los ojos de Ahmad son bonitos. De un negro profundo. Su padre los tenía más claros, cosa rara, de un color como el pan de jengibre. Digo «cosa rara» porque podrías pensar que Omar los tenía más oscuros, siendo los míos tan claros.

– En los ojos de Ahmad he percibido un rastro de tu verde.

Ella pasa por alto el flirteo y prosigue:

– Pero su agudeza visual no es perfecta, tiene astigmatismo. Aunque siempre ha sido demasiado vanidoso para llevar gafas. Podría pensarse que con tanta devoción no sería presumido, pero lo es. Quizá no sea vanidad, sino el convencimiento de que si Alá hubiera querido ponerle gafas a alguien, pues se las habría dado. Le costaba ver la pelota en el béisbol, ése fue uno de los motivos por los que se apuntó a atletismo.

Este torrente de inesperados detalles sobre un chico no tan diferente, a juicio de Jack Levy, de los cientos con los que trata cada año, agudiza su sospecha de que esta mujer quiere volver a verle. Dice:

– Supongo que no va a necesitar aquellos catálogos de universidades que le dejé hace un mes.

– Espero que los pueda encontrar: su habitación es un desastre, excepto el rincón donde reza. Tendría que habértelos devuelto, Jack.

No problema, señora * -Se ha percatado de que a su alrededor, en medio del alborozo y los empujones del gentío, que ya empieza a menguar, hay gente que los mira y les deja un poco de espacio, intuyendo que ahí se está cociendo algo. Se siente incriminado por la sobreexaltación de Terry mientras tenazmente intenta corresponder a la sonrisa de la cara redonda, radiante, rociada de pecas, que tiene delante.

La sombra de una nube grande, con el centro oscuro, barre la luz del sol y arroja un aire lúgubre al escenario: el mar de escombros, la calle cortada al tráfico, la muchedumbre de padres y parientes con atuendos coloristas, la fachada oficial del Central High, con la columnata de su portal, sus ventanas con barrotes, tan alta que hace las veces de telón de fondo en un montaje operístico que empequeñece a los cantantes de un dúo.

– Ahmad ha sido desconsiderado -dice su madre- al no devolvértelos en el instituto. Ahora es demasiado tarde.

– Como he dicho, no hay problema. Podría pasarme a recogerlos -propone-. Llamaré antes para asegurarme de que estás en casa.

De niño, cuando vivía en Totowa Road, que aún era bastante rural salvo por las recientes casas al estilo rancho, cuando en invierno iba a pie a la escuela, Jack a veces se aventuraba a andar, para ponerse a prueba, por un estanque helado -ya hace tiempo que edificaron encima- que le pillaba de camino.

El agua no era suficientemente profunda para ahogarse -las aneas y algunos montecillos con hierbas delataban su poca hondura-, pero si la capa de hielo cedía bajo sus pies, sus queridos zapatos escolares de cuero quedarían empapados y embarrados e incluso se echarían a perder, y en una familia con las estrecheces económicas de la suya, eso habría sido una catástrofe. El contorno plateado de la nube cede bajo el peso del sol, que centellea sobre el pañuelo de seda que Terry lleva en la cabeza, y él aguarda, turbado, a oír el crujido del hielo.

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