5

El secretario está de un mal genio que asusta a su fiel subsecretaria. Sus cambios de humor afectan a Hermione como el oleaje de proa de una lancha motora a una medusa atrapada en su estela. Si hay algo que él odie con todas sus fuerzas, y ella lo sabe, es tener que ir al despacho en domingo; trastoca sus estimadas tardes de ocio con su mujer y la familia Haffenreffer al completo, ya sea en Baltimore viendo un partido de final de temporada de los Orioles o paseando por Rock Creek Park en compañía de sus hijos, todos con la vestimenta adecuada para echar una carrera excepto el quinto, el benjamín, que a los tres años aún va en el cochecito para hacer jogging. La señorita Fogel no puede tener celos de su esposa y de sus niños; casi nunca los ve y son una parte invisible de él, como las partes que le quedan decorosamente ocultas bajo el traje azul y los calzoncillos bóxer. Pero a veces imagina que lo acompaña, y se figura a una presencia más relajada y conyugal que la del estresado combatiente de las sombras confinado a un despacho incómodo. Hermione intuye que lo que más desea el secretario, ahora que el bochorno del verano ha desaparecido al fin y los sicómoros y los plátanos del National Mall tienen en sus grandes hojas el tinte solemne de la monotonía, es estar al aire libre. Lo deduce de la tensa protuberancia en la espalda de su oscurísima americana. Los hombres solían ir a trabajar con trajes azules o marrones -durante semanas enteras, papá salía de la casa de Pleasant Street para tomar el tranvía con el mismo traje marrón de raya diplomática y chaleco-, pero ahora el único color serio es el negro, o el azul marino muy oscuro, en señal de luto por los tiempos pasados de libertad asequible.

Últimamente lo han desazonado los triviales y aun así bien aireados lapsos en la seguridad de los aeropuertos. Parece que, para ello, cualquier reportero indecente o cualquier demócrata de la Cámara de Representantes que quiera acaparar titulares sólo tiene que esgrimir triunfalmente la larga lista de cuchillos, porras y revólveres cargados que han burlado los escáneres de rayos X que controlan los equipajes de mano. Ambos, secretario y subsecretaria, han supervisado codo con codo los dispositivos de seguridad, hipnotizándose lentamente con la interminable procesión de fantasmales interiores de maleta reflejados en colores irreales: verdes cian, carnosos tonos melocotón, magentas puesta de sol, y el azul de Prusia que delata el metal. Llaves de coche y de casa dispuestas en abanico como una mano de cartas, con sus llaveros y cadenitas y artilugios de recuerdo; la mirada vacía y sin parpadeos de las gafas de vista cansada con montura metálica metidas en estuches de paño; cremalleras como esqueletos de serpientes en miniatura; los racimos de burbujas correspondientes a las monedas olvidadas en los bolsillos de pantalones; constelaciones de alhajas de oro y plata; las etéreas cadenas de ojetes en zapatos y deportivas; los botones y ruedas dentadas de los despertadores de viaje; secadores de pelo, maquinillas de afeitar eléctricas, walkmans, cámaras diminutas: todo ello aporta su particular diatomea de color azul intenso al pálido baño retocado de rayos catódicos. No es de extrañar que una y otra vez las armas peligrosas se deslicen como un soplo ante los ojos vidriosos de quien se pasa ocho horas descifrando imágenes bidimensionales de neceseres, buscando el tumor de la malicia, la silueta repentina del propósito mortal, en mitad del flujo oceánico y anodinamente cotidiano de las vidas estadounidenses, reducidas a sus más básicas pepitas: los enseres necesarios para una estancia de pocos días en otra ciudad o estado, disfrutando de la comodidad materialista a que corresponde nuestra norma, mundialmente anormal. Tijeras para las uñas o alfileres de costura: mientras éstos son detectados y confiscados, cuchillos de diez centímetros pasan por cañas de bota vistas de perfil, o una diminuta pistola fabricada, en su mayor parte, de plástico, se cuela fijada con cinta adhesiva al fondo de una escudilla de peltre para la que, en caso de pregunta, se esgrime la excusa de que se trata de un regalo para un bautizo que se celebra al día siguiente en Des Moines. Las inspecciones siempre terminan, o deberían terminar, con el secretario dando unas palmaditas en el hombro uniformado a los mal pagados guardianes y diciéndoles que sigan así; que están defendiendo la democracia.

El secretario, enfundado en su traje negro, se vuelve del espléndido ventanal con vistas al parque Ellipse y al National Mall, praderas pisoteadas donde las ovejas de la ciudadanía pacen en chándal, calzones cortos policromados y zapatillas de atletismo de diseño parecido al de las naves espaciales de los tebeos de los años treinta.

– Me pregunto -le confiesa a Hermione- si deberíamos devolver a la región del Atlántico Medio al nivel de alarma naranja.

– Señor, disculpe -dice ella-, pero suelo hablar con mi hermana de New Jersey y no sé si la gente entiende qué debe hacer cuando los niveles suben.

El secretario lo rumia durante un momento, con sus fuertes y entristecidos maseteros, y luego declara:

– No, pero las autoridades sí que lo entienden. Y entonces suben sus propios niveles; tienen un buen repertorio de medidas de emergencia.

Aun así, pese a esa confianza, se siente irritado -ella lo sabe, conoce el modo en que sus hermosos ojos se entrecierran, bajo sus bonitas cejas castañas, extremadamente viriles pero bien perfiladas- por las brechas que quedan entre su solitaria y aislada voluntad y la miríada heterogénea de agentes de la ley, eficientes e ineficientes, corruptos e íntegros, que, como terminaciones neuronales desgastadas, entran en contacto o no con el vasto, indolente y despreocupado pueblo.

Con expresión de impotencia, Hermione apunta:

– Sin embargo, creo que la gente lo agradece de veras cuando percibe que se van tomando medidas, que hay todo un departamento del gobierno dedicado a la seguridad del territorio nacional.

– Mi problema es -se sincera el secretario, impotente a su vez- que amo tanto a este maldito país que no puedo ni imaginarme por qué alguien podría querer hundirlo. ¿Qué pueden ofrecer a cambio estos tipos? Más talibanes, más represión contra las mujeres, más voladuras de estatuas de Buda. Los mulás del norte de Nigeria están convenciendo a la gente para que no vacunen a sus hijos contra la polio, ¡y luego llevan a los chiquillos paralizados al ambulatorio! Esperan a ingresarlos hasta que la parálisis es total, hasta que han agotado todas las posibilidades de las majaderías primitivas que les intentan vender.

– Les da miedo perder algo, algo que les es realmente valioso -dice Hermione, temerosa por traspasar un nuevo grado (los grados son sutiles, y se franquean dentro del estricto decoro que rige a una administración plenamente republicana y cristiana) de intimidad-. Tan valioso que sacrificarían a sus propios hijos por ello. También ocurre en este país. En las sectas marginales, con algún líder carismático que les anula el sentido común. Los niños mueren, y luego los padres lloran en el juicio y los absuelven: en el fondo también son niños. Asusta. El poder abusivo que los adultos ejercen sobre sus hijos asusta. Francamente, estoy contenta de no haber tenido niños.

¿Es esto un alegato? ¿Se está quejando de que, juntos como están aunque sea un domingo espléndido y deseable en la capital de la nación más grande de la Tierra, ella no deja de ser una solterona y él un hombre casado al que su religión ha aprisionado con el voto de estar unido, espiritual y legalmente, a la madre de sus propios hijos? Serán los hijos de su madre, ¿no? Tras formar parte de los engranajes del gobierno de la nación, tras pasar doce o catorce horas al día en la misma habitación o en habitaciones adyacentes, están tanto o más unidos que si estuvieran legalmente casados. En comparación con Hermione, su esposa apenas lo conoce. Este pensamiento la satisface tanto que se ve obligada a borrar rápidamente una sonrisa involuntaria de su cara.

– ¡Maldita sea! -estalla el secretario. Ha estado dándole vueltas una y otra vez al peliagudo asunto que lo ha hecho volver al despacho en este supuesto día de descanso-. Odio perder a un topo. Tenemos muy pocos en la comunidad musulmana, ése es uno de nuestros puntos débiles; así nos pillaron con los pantalones bajados. No tenemos suficientes hablantes de árabe, y la mitad de los que tenemos no piensan como nosotros. Debe de haber algo raro en ese idioma; no sé cómo, pero los vuelve tontos. Mire los rumores de Internet: «Cuando el cielo se hienda en el este y se tiña de rojo coriáceo, la luz habrá de aceptarse». ¿Qué puto sentido tiene eso? Con perdón de la expresión, Hermione.

Ella lo absuelve entre dientes, delimitando un nuevo grado de intimidad.

Él prosigue:

– El problema es que nuestra fuente no estaba pasándonos información, se estaba quedando con demasiadas cartas. No seguía el protocolo. Se ve que fantaseaba con una gran revelación y luego la redada, como en las películas, ¿y a que no adivinas quién era el protagonista? Él. Estábamos al tanto de la entrada de dinero por Florida, pero el recaudador ha desaparecido. Éste y su hermano tienen una tienda de muebles rebajados en el norte de New Jersey, pero nadie contesta al teléfono ni abre la puerta. Sabemos algo de un camión, pero no dónde está ni quién será el conductor. Del equipo de explosivos, pillamos a dos de los cuatro, pero no sueltan prenda, o quizás el traductor no nos cuenta lo que dicen. Todos se encubren, incluso los que tenemos en nómina, ya no puedes fiarte ni de tus propios reclutas. Es un lío tremendo, ¡y para colmo el cadáver aparece un domingo por la mañana!

En la Pennsylvania natal de ambos, ella lo sabe, se podía confiar en la gente. Allí un dólar todavía sigue siendo un dólar, una comida es una comida, y un trato es un trato. Rocky tiene el aspecto que corresponde a un boxeador, y los hombres deshonestos fuman puros, llevan trajes a cuadros y guiñan mucho los ojos. En su largo viaje a Washington D.C., ella y el secretario han dejado muy atrás aquella tierra sencilla, de genuina sinceridad, de casas adosadas cada cual con su montante en abanico sobre la puerta y su número contorneado en cristal de colores, una tierra de hijos de mineros que se convierten en quarterbacks de éxito, de longanizas chisporroteando en su propia grasa y gachas de cerdo y sémola de maíz empapadas de sirope de arce; de platos que no pretenden pasar por bajos en mortal colesterol. Hermione desea consolar al secretario, apretar su cuerpo enjuto como una cataplasma sobre el dolor de la abrumadora responsabilidad; anhela tener el peso macizo del secretario, que se marca con tiranteces en el traje negro de rigueur, sobre su flaco esqueleto, para después mecerlo contra su pelvis. En lugar de eso, pregunta:

– ¿Dónde está la tienda?

– En una ciudad llamada New Prospect. A poca gente se le debe ocurrir pasar por ahí.

– Mi hermana vive allí.

– ¿Sí? Pues debería irse. Está lleno de árabes; bueno, de árabes americanos. Las viejas fábricas textiles los atrajeron, pero con el tiempo fueron cerrándolas. Tal y como van las cosas, al final en Estados Unidos no se va a fabricar nada. Salvo películas, que cada año son peores. Mi mujer y yo… Conoce a Grace, ¿no? A mi mujer y a mí nos encantaban, íbamos mucho al cine, antes de que llegaran los hijos y tuviéramos que pagar a una canguro. Judy Garland, Kirk Douglas… ésos eran valores infalibles, daban el cien por cien en cada actuación. Ahora, lo único que se oye sobre estos intérpretes mocosos… todos se hacen llamar intérpretes, incluso las actrices… pues es que los pillan conduciendo borrachos o que alguna se queda embarazada fuera del matrimonio. Hacen creer a esas pobres adolescentes negras que traer un bebé al mundo sin un padre al lado es lo más. Pero en el Tío Sam sí que creen. Paga las facturas y no le dan ni las gracias: claro, la asistencia social es un derecho. Si hay algo que va mal en esta nación, y no estoy diciendo que lo haya, hasta en comparación con cualquier otro país, incluidos Francia y Noruega, es que tenemos demasiados derechos y muy pocos deberes. Bueno, cuando la Liga Árabe nos conquiste ya sabrá la gente lo que es tener obligaciones.

– No podría haberlo dicho mejor, señor. -El «señor» pretende recordarle quién es, sus propios deberes en la presente emergencia.

La ha oído. Le da la espalda para contemplar malhumorado la calma dominical de la capital, con la perspectiva a lo lejos de la Tidal Basin y el liso y blanco bulto, como un observatorio sin abertura para el telescopio, del monumento a Jefferson. La gente culpa ahora a Jefferson por no deshacerse de sus esclavos y haber tenido un hijo con una de ellas, pero se olvidan del contexto económico de la época y del hecho de que Sally Hemmings era muy pálida. «Es una ciudad despiadada», piensa el secretario; una maraña de poderes escurridizos, un montón de enormes edificios blancos desperdigados como el banco de icebergs que hundió al Titanic. Se vuelve y le dice a la subsecretaria:

– Si esto de New Jersey termina estallando, me quedaré sin plaza en los consejos de administración de los ricachones. No habrá conferencias bien pagadas. Ni adelantos de un millón de dólares por mis memorias. -Es el tipo de confesión que un hombre sólo debería hacer a su esposa.

Hermione se ha quedado estupefacta. Él se ha acercado, pero defraudándola. Con un matiz áspero, intentando recordarle a este apuesto y desinteresado servidor de la cosa pública quién es, le dice:

– Señor secretario, ningún hombre puede servir a dos amos. Mammon es uno, y sería osado por mi parte nombrar al otro.

El secretario comprende, parpadea con sus ojos azules, sorprendentemente claros, y jura:

– Gracias a Dios que la tengo, Hermione. Está claro. Olvidémonos de Mammon.

Se sienta a su exiguo escritorio y presiona con vehemencia los números del intercomunicador eléctrico, de tres en tres, un pitido a cada pulsación, y se reclina en su silla ergonómica para ladrarle al manos libres.


Normalmente, Hermione no llama en domingo. Prefiere hacerlo entre semana, cuando sabe que Jack probablemente no estará. Nunca ha tenido mucho que decirle, lo cual solía molestar un poco a Beth; era como si Herm mantuviera vivos los ridículos prejuicios antisemitas de sus padres, luteranos convencidos. Beth también ha deducido con el tiempo que, entre semana, su hermana mayor tiene la excusa del piloto rojo encendido de la otra línea cuando cree que Beth divaga demasiado. Pero hoy llama mientras suenan las campanas de la iglesia, y Beth se alegra de oír su voz. Quiere compartir con ella las buenas noticias:

– ¡Herm, he empezado un régimen y en sólo cinco días he perdido casi seis kilos!

– Los primeros kilos son los más fáciles -replica Hermione, siempre menospreciando lo que hace o dice Beth-. De momento únicamente estás perdiendo agua, que acabará volviendo. La prueba de fuego llega cuando notas los cambios de verdad y decides darte un atracón para celebrarlo. Por cierto, ¿es la dieta Atkins? Dicen que es peligrosa. Estuvo a punto de ir a juicio, lo demandaron miles de personas; por eso su repentina muerte pareció tan sospechosa.

– Tan sólo es el régimen de zanahorias y apio -cuenta Beth-. Siempre que tengo ganas de picotear, cojo una de esas zanahorias mini que venden ahora en todas partes. ¿Te acuerdas de cómo llegaban las zanahorias a Filadelfia, en los camiones de las granjas de Delaware, en un manojo y todavía sucias de tierra? Oh, cómo me molestaba toparme con un grano de tierra mientras masticaba… ¡resonaba en tu cabeza! Pero de eso no hay peligro con estas chiquititas; las deben de traer de California y las pelan para que todas tengan el mismo tamaño. El único problema es que si están mucho tiempo en la bolsa se ponen pringosas. Y lo malo del apio es que después de un par de tallos se te forma una bola de hilitos en la boca. Pero no pienso dejarlo. Es más fácil picar galletas, pero con cada mordisco te entran un montón de calorías, ¡fíjate! Ciento treinta a cada bocado, me quedé pasmada cuando lo vi en el paquete. Como ponen la letra tan pequeña… ¡Es diabólico!

Es raro que Hermione aún no la haya cortado; Beth sabe que es aburrido escucharla hablar de cómo pasa sin comer, pero es lo único en lo que puede pensar; y contárselo a alguien la ayuda, no siente la necesidad de recaer, pese a los arrebatos pasajeros y los dolores de estómago. Su barriga no entiende qué le está haciendo, por qué la castiga, sin saber que durante años ha sido su peor enemiga, repantigada bajo el corazón y pidiendo comida a gritos. Carmela ya no quiere echarse en su regazo, ahora Beth está nerviosa e irritable.

– ¿Y qué dice Jack de todo esto? -inquiere Hermione. Su voz suena llana y seria, un poco vacilante y solemne, como si sopesara cada palabra. Esta perspectiva de tener una hermana nueva, delgada y presentable es algo sobre lo que podrían hablar entre risitas, como cuando compartían cuarto en Pleasant House, cuando compartían la pura alegría de estar vivas. En cuanto Hermione se volvió más formal y estudiosa, dejó de saber reírse; se le hacía más difícil alegrarse. Beth se pregunta si será ésa la razón por la que nunca ha encontrado marido: Herm no era capaz de hacer olvidar sus problemas a los hombres. Le faltaba ballon, como decía Miss Dimitrova.

Beth baja la voz. Jack está en la habitación leyendo y puede que se haya quedado dormido. El curso ha empezado en el Central High, y él se ha prestado a impartir clases de civismo, dice que necesita tener más contacto con estos chicos a los que se supone que hace de tutor. Se queja de que se están alejando de él. Afirma que es demasiado viejo, pero la que habla ahí es su depresión.

– Pues no mucho -le contesta a Hermione-. Creo que le asusta darme mala suerte. Pero seguro que está contento; lo hago por él.

Herm pregunta, echando de nuevo a su hermana por tierra: -¿Desde cuándo es buena idea hacer algo porque crees que tu marido lo quiere? Sólo lo pregunto… porque nunca he estado casada.

Pobre Herm, siempre dándole vueltas a lo mismo.

– Bueno, tú ya… -Beth se muerde la lengua; estaba a punto de decir que Hermione estaba prácticamente casada con ese linebacker con cara de toro que tiene por jefe-… sabes lo mismo que cualquiera, que cualquier otra mujer. También lo hago por mí misma. Me siento mucho mejor, con sólo seis kilos menos. Las chicas de la biblioteca dicen que notan la diferencia; me apoyan mucho, aunque yo a su edad no podía ni imaginarme que perdería la buena figura. También las ayudo a devolver los libros a las estanterías, en vez de tener mi gordo culo pegado a la silla del mostrador y googleando para chavales que son demasiado vagos para aprender solitos cómo funciona el buscador.

– ¿Y qué le parece a Jack que le hayas cambiado la dieta?

– Bueno, he procurado respetar la suya, le sigo dando carne y patatas. Pero dice que un día de éstos también tomará ensaladas sencillas conmigo. Cuanto más viejo se hace, suelta a menudo, más desagradable le resulta comer.

– Eso es el judío que lleva dentro -la interrumpe Hermione.

– No, no creo -apunta Beth, un tanto altiva.

Entonces Hermione se queda tan callada que Beth piensa que la línea se ha cortado. Los terroristas se dedican a volar oleoductos y plantas eléctricas en Irak, ya nada está completamente a salvo.

– ¿Qué tiempo os hace por ahí?

– En cuanto sales del edificio, aún te achicharras. En la capital, en septiembre todavía hace bochorno. En los árboles no ves tanto color como el que teníamos en el Arboretum. Aquí, la estación buena es la primavera, con los cerezos en flor.

– Hoy -dice Beth, mientras su estómago hambriento le da una punzada que la obliga a agarrarse al respaldo de la silla- he notado el otoño en el ambiente. El cielo está absolutamente despejado, como -«como el día del 11-S», había empezado a decir, pero para (mencionárselo a la subsecretaria de Seguridad Nacional no sería de mucho tacto) hablarle del fabuloso cielo azul que se ha convertido en mito, en una ironía divina, en una parte de la leyenda estadounidense equiparable al resplandor rojo y deslumbrante de los cohetes.

Las dos deben de estar pensando lo mismo, porque Hermione pregunta:

– ¿Te acuerdas de que me hablaste de un joven árabe americano en el que Jack había puesto mucho interés? Uno que en lugar de seguir el consejo de Jack de ir a la universidad se había sacado el permiso de conducir camiones porque el imán de su mezquita se lo había ordenado?

– Vagamente. Hace tiempo que Jack no lo menciona.

– ¿Está Jack ahí? ¿Puede ponerse?

– ¿Jack? -Nunca había querido hablar con él.

– Sí, tu marido. Por favor, Betty. Podría ser importante.

Y dale con Betty.

– Como te he dicho, quizás esté echando una siestecita. Antes hemos ido a pasear, así hago ejercicio. La actividad física tiene tanto valor como seguir la dieta. Remodela el cuerpo.

– ¿Podrías ir a mirar?

– ¿Si está despierto? A lo mejor le puedo dar luego el recado. Si es que está durmiendo.

– No, no. Prefiero hablar con él personalmente. Tú y yo podemos charlar esta semana, cuando estés viendo tus culebrones.

– También he dejado de verlos; los asocio demasiado a picar algo. Y cada vez me liaba más, con tantos personajes. Voy a ver si está despierto. -Se ha quedado perpleja e intimidada.

– Betty, aunque esté durmiendo… ¿podrías despertarlo?

– Pues no me gustaría mucho. Por las noches duerme tan mal…

– Tengo que preguntarle algunas cosas inmediatamente, cariño. No pueden esperar. Lo siento. Sólo por esta vez. -Siempre la hermana mayor, sabiendo más que ella, diciéndole lo que tiene que hacer. Como si le hubiera vuelto a leer la mente por teléfono, Hermione advierte cariñosamente a Beth en una voz que suena como la de su madre-: Y oye, pase lo que pase, no te saltes el régimen.


El domingo, Ahmad teme no poder dormir en la que ha de ser la última noche de su vida. Está en una habitación extraña. Ahí, le ha garantizado el sheij Rachid, que lo ha visitado antes esa misma noche, no lo podrá encontrar nadie.

– ¿Quién iba a buscarme? -preguntó Ahmad.

Su menudo mentor -a Ahmad le resultaba raro, mientras los dos estaban juntos de pie conspirando, ver que se había vuelto mucho más alto que su maestro, quien durante las lecciones coránicas quedaba magnificado por la butaca de respaldo alto con hilos plateados- hizo uno de sus fulminantes encogimientos de hombros, casi una cuchillada. Esta noche el hombre no llevaba su habitual caftán bordado y reluciente sino un traje gris de estilo occidental, como si se hubiera vestido para un viaje de negocios entre los infieles. ¿Cómo, si no, se explicaba que se hubiera afeitado la barba, su barba entrecana cuidadosamente recortada? Tras ella escondía, vio Ahmad, numerosas cicatrices pequeñas, rastros en su blanca y cerosa tez de alguna enfermedad, erradicada en Occidente pero padecida por un niño yemení. Junto con estas asperezas se reveló algo desagradable en sus labios violeta, un mohín viril y malhumorado que había acechado, sin llamar la atención, cuando éstos se movían tan rápidamente, tan seductoramente, en su escondrijo de vello facial. El sheij no llevaba su turbante ni su 'am,ma de puntilla; quedaban al descubierto unas entradas considerables.

Menguado a ojos de Ahmad, preguntó:

– ¿No te va a echar en falta tu madre y alertar a la policía?

– Este fin de semana tiene turno de noche. Le he dejado una nota para cuando vuelva; en ella le digo que voy a pasar la noche a casa de un amigo. Supondrá que es una novia. Siempre da la lata con el tema, insinuando que debería ir con alguna chica.

– Pasarás la noche con un amigo que resultará más verdadero que cualquier repugnante sharmoota. El eterno e inimitable Corán.

En la mesilla de noche de esta habitación estrecha y apenas amueblada, había un ejemplar encuadernado en piel rosa, de tapa blanda, con el texto original y la traducción inglesa en páginas correlativas. Era lo único nuevo y caro del cuarto: un lugar «seguro» bastante cercano al centro de New Prospect, pues desde su única ventana se veía el tejado abuhardillado de la torre del ayuntamiento. El edificio, con sus multicolores escamas de pez, hacía su aparición entre las construcciones menores como un dragón de mar fantástico, congelado en el instante de salir a la superficie. Tras él, el cielo del atardecer estaba rayado de nubes a las que el sol poniente tintaba de rosa. La imagen solar -el reflejo de su fulgor naranja- se plasmaba en las agallas de cristal, victorianas, de la aguja: ventanas de una escalera de caracol cerrada desde hacía décadas a los turistas. Mientras Ahmad se esforzaba por mirar desde la ventana -de vidrios delgados, viejos, ondulados y llenos de pequeñas burbujas debido a su factura antigua-, vio la agonizante luz del sol derritiendo, eso parecía, la esquina más alta de uno de los edificios rectilíneos y revestidos de cristal que, construidos con posterioridad, albergaban también dependencias municipales. En el chapitel del ayuntamiento hay un reloj, y Ahmad temía que al dar las horas lo mantuviera en vela toda la noche, lo cual haría de él un shahid menos eficiente. Pero su música mecánica -un breve fraseo señalando el primer cuarto, cuya última y ascendente nota persistía como una ceja inquisitivamente enarcada; y ejecutando con cada último cuarto el fraseo completo, dando entrada al doliente recuento de la hora- resulta adormecedora, ratificando así, cuando el sheij al fin lo dejó solo, que la habitación era de hecho segura.

Los anteriores inquilinos de esta pequeña cámara han dejado pocas huellas de su paso. Algunas rozaduras en los rodapiés, dos o tres quemaduras de cigarrillo en el alféizar y en la superficie de la cómoda, el brillo producido por un uso repetido en el pomo de la puerta y en la cerradura, cierta esencia animal en la áspera manta azul. La habitación está religiosamente limpia, mucho más que su dormitorio del apartamento de su madre, en el que aún se atesoran posesiones impías: juguetes electrónicos con las pilas gastadas, revistas de deportes y automóviles antiguos, ropas supuestamente reveladoras, por el corte austero y ceñido, de su vanidad adolescente. Sus dieciocho años han acumulado testimonios históricos que atraerán, imagina, el interés de los medios informativos: fotos enmarcadas en cartulina con niños entornando los ojos por el sol de mayo en los escalones rojizos de la escuela de primaria Thomas Alva Edison, la mirada oscura de Ahmad y su boca seria perdida entre filas de otras caras, la mayoría negras y algunas blancas, todas empeñadas en el esfuerzo infantil de convertirse en estadounidenses leales y alfabetizados; fotos del equipo de atletismo, con un Ahmad mayor y algo más sonriente; bandas de certámenes atléticos, con su tinte barato rápidamente descolorido; un banderín de fieltro de los Mets, de una excursión en autobús a un partido en el Shea Stadium, durante el primer curso de instituto; una lista bellamente caligrafiada de los nombres de sus compañeros de lecciones coránicas antes de que quedaran reducidas a único alumno, él; su permiso de conducción C; una fotografía de su padre, esgrimiendo la sonrisa del extranjero que desea caer bien, con un fino bigote que debía de resultar pintoresco incluso en 1986, y con el cabello lustroso y peinado con raya en el medio, servilmente alisado, mientras que Ahmad lucía un pelo de textura y grosor idénticos pero cepillado orgullosamente hacia arriba, con una pizca de gomina. El rostro de su padre, se verá por la tele, era, según las convenciones, más apuesto que el del hijo, aunque un tono más oscuro. A su madre, como ocurre con las víctimas televisadas de inundaciones y tornados, la van a querer entrevistar mucho, primero hablará de forma incoherente, llorando y en estado de shock, pero después ya más calmada, volviendo la vista atrás afligida. Su imagen aparecerá en la prensa; será fugazmente famosa. Quizá repunten las ventas de sus cuadros.

Se alegra de que la habitación franca esté limpia de toda pista sobre su persona. Este cuarto es, a su entender, la cámara de descompresión previa al violento ascenso que le espera, en una explosión tan ágil y poderosa como el vigoroso caballo blanco Buraq.

El sheij Rachid parecía reacio a irse. También el sheij, afeitado y con un traje occidental, estaba a punto de partir. No paraba de moverse por la minúscula estancia, abriendo los remisos cajones de la cómoda y cerciorándose de que en el baño hubiera paños y toallas para las abluciones rituales de Ahmad. Se ocupó, puntilloso, de poner la esterilla de los rezos en el suelo, con su mihrab entretejido señalando al este, en dirección a La Meca, y no se olvidó de subrayarle que en la diminuta nevera le dejaba una naranja, un yogur y pan para el desayuno: un pan muy especial, khibz el-'Abbās, el pan de Abbas, amasado por los chiíes del Líbano con motivo de la celebración religiosa de la Ashura.

– Está hecho con miel -le explicó-, semillas de sésamo y anís. Es importante que mañana por la mañana estés fuerte.

– Quizá no tenga hambre.

– Oblígate a comer. ¿Tu fe sigue siendo fuerte?

– Así lo creo, maestro.

– Con este acto glorioso, te convertirás en mi superior. Pasarás muy por delante de mí en las listas doradas que se guardan en el Paraíso. -Sus ojos grises, de largas pestañas, parecían a punto de llorar y flaquear cuando bajó la mirada-. ¿Tienes un reloj?

– Sí. -Un Timex que se compró con el primer sueldo, uno macizo como el de su madre. Tiene los números grandes y manillas fosforescentes visibles por la noche, cuando se hace difícil ver en el interior de la cabina del camión pero en cambio el exterior se ve claramente.

– ¿Va a la hora?

– Creo que sí.

Hay una silla en la habitación, con las patas atadas con alambres desde que la cola dejó de sostener los travesaños. Ahmad pensó que sería descortés sentarse en la única silla del cuarto, y en vez de eso, permitiéndose un anticipo del estatus exaltado que iba a ganar, se echó en la cama, cruzando las manos por detrás de la cabeza para demostrar que no tenía intención de quedarse dormido, pese a que en verdad se sintió repentinamente cansado, como si en la sórdida habitación hubiera algún escape de gas soporífero. No se sentía cómodo con el sheij mirándolo con preocupación, y deseaba que el hombre se fuera. Tenía ganas de saborear sus horas solitarias en ese cuarto limpio y seguro, con la única compañía de Dios. El modo curioso en que el imán lo miraba desde una posición elevada le recordaba a Ahmad cómo él mismo se había situado ante el gusano y la cucaracha. El sheij Rachid estaba fascinado con él, como frente a algo repugnante a la vez que sagrado.

– Querido muchacho, yo no te he coaccionado, ¿verdad?

– Pues… no, maestro. ¿A qué se refiere?

– Quiero decir que te has prestado voluntario debido a la plenitud de tu fe, ¿no?

– Sí, y por el odio que siento por aquellos que se ríen de Dios y le dan la espalda.

– Excelente. ¿No te sientes manipulado por quienes son mayores que tú?

Era una idea extraña, aunque Joryleen también se lo había dicho.

– Por supuesto que no. Creo que saben guiarme sabiamente.

– ¿Y tienes claro el camino que tomarás mañana?

– Sí. He quedado con Charlie a las siete y media en Excellency Home Furnishings, y me llevará hasta el camión con la carga. Irá conmigo durante una parte del recorrido, hasta el túnel. Después conduciré solo.

Algo feo, una ligera mueca desfigurante, cruzó por la cara afeitada del sheij. Sin la barba y el caftán ricamente bordado, parecía un tipo desconcertantemente ordinario: complexión menuda, comportamiento un poco trémulo, y un tanto marchito, nada joven. Estirado sobre la áspera manta azul, Ahmad era consciente de la superioridad de su juventud, estatura y fuerza, y del miedo que sentía su maestro, como quien teme a un cadáver. El sheij Rachid, dubitativo, preguntó:

– ¿Y si Charlie, por alguna desgracia imprevista, no estuviera allí, serías capaz de seguir con el plan? ¿Podrías encontrar tú solo el camión blanco?

– Sí. Sé dónde está el callejón. Pero ¿por qué no habría de venir Charlie?

– Ahmad, estoy seguro de que acudirá. Es un soldado valiente que apoya nuestra causa, la causa del Dios verdadero, y Dios nunca abandona a los que hacen la guerra en Su nombre. Allāhu akbar! -Sus palabras se mezclaron con los fraseos musicales y distantes del reloj del ayuntamiento. Con ellos todo quedaba determinado a una distancia, todo se empapaba de una vibración decreciente. El sheij prosiguió-: En una guerra, si el soldado que tienes al lado cae, aunque sea tu mejor amigo, aunque te haya enseñado todo lo que sabes sobre las técnicas de combate, ¿corres a cobijarte o sigues avanzando hacia el fuego enemigo?

– Sigues avanzando.

– Exacto. Bien. -El sheij Rachid volvió su cariñosa, aunque circunspecta, mirada hacia abajo, al muchacho en la cama-. Ahora debo dejarte, mi apreciado discípulo Ahmad. Has estudiado bien.

– Le agradezco que lo diga.

– Nada de lo que hemos visto en nuestras clases, de eso estoy seguro, te ha llevado a dudar de la naturaleza perfecta y eterna del Libro de los Libros.

– Desde luego que no, señor. Nada.

A pesar de que Ahmad ha intuido a veces durante las lecciones que su maestro se había infectado de tales dudas, ahora no tenía tiempo para interrogarlo, era demasiado tarde; cada cual debe enfrentarse a la muerte con la fe que lleve en su interior, con lo que haya almacenado antes del Acontecimiento. ¿Fue su propia fe, se ha preguntado, alguna vez, una vanidad adolescente, una manera de distinguirse de todos los demás, de los condenados del Central High, de Joryleen y Tylenol y del resto de los perdidos, de los ya muertos?

El sheij tenía prisa, estaba preocupado, pero con todo le costaba dejar a su alumno; buscaba las últimas palabras.

– También tienes impresas las instrucciones para la purificación final, antes de…

– Sí -dijo Ahmad al ver que el hombre mayor era incapaz de terminar.

– Pero lo más importante -apuntó ansioso el sheij Rachid- es el Sagrado Corán. Si tu espíritu acaso se debilitara en la larga noche que te espera, ábrelo y deja que el Dios único te hable a través de Su último y perfecto Profeta. Los no creyentes se asombran del poder del islam, que fluye de la voz de Mahoma, una voz masculina, una voz del desierto y del mercado: un hombre entre los hombres, que conocía la vida terrena en todas sus posibilidades y aun así escuchó una voz del más allá, y que se sometió a su dictado a pesar de que muchos en La Meca se dieron prisa en ridiculizarle e injuriarle.

– Maestro: no dudaré.

El tono de Ahmad lindaba en la impaciencia. Cuando el otro hombre se marchó por fin, y el muchacho hubo pasado el pestillo, se quedó en ropa interior y llevó a cabo las abluciones en el diminuto baño, donde el lavamanos presionaría el hombro de cualquiera que se sentara en el retrete. En el interior del lavabo, una mancha marrón y larga da su testimonio de que el grifo ha goteado durante años.

Ahmad coge la única silla de la habitación y la acerca a la única mesa, una mesilla de noche de arce barnizado, surcada por canales color ceniza provocados por cigarrillos que se consumieron más allá del bisel. Abre con reverencia el Corán regalado. Sus cubiertas flexibles de bordes dorados quedan abiertas en la sura cincuenta, «Qaf». Cuando lee, en la página izquierda, donde está impresa la traducción inglesa, le vuelve el eco distante de algo que el sheij Rachid ha dicho:

«Pero se asombran de que uno salido de ellos haya venido a advertirles. Y dicen los infieles: "¡Esto es algo asombroso! ¿Entonces, cuando hayamos muerto y seamos polvo…? Eso es un plazo lejano"».

Las palabras le hablan, aunque no tienen mucho sentido. Va a la versión árabe de la página impar, y se da cuenta de que los infieles -qué extraño que en el Sagrado Corán se les dé voz a los demonios- dudan de la resurrección del cuerpo, que es lo que predica el Profeta. Tampoco Ahmad puede figurarse del todo la reconstitución de su cuerpo después de que haya logrado abandonarlo; en vez de eso, ve a su espíritu, esa cosilla que lleva dentro y que no para de decir: «Yo… Yo…», entrando de inmediato en la otra vida, como si se metiera por una puerta giratoria de cristal. En esto, él es como los no creyentes: «bal kadhdhabū bi 'l-haqqui lamm, jā'abum fa-hum fi amrin marīj». «Pero ellos», lee en la versión inglesa, «han desmentido la Verdad cuando les ha venido y se encuentran en un estado de confusión.»

Dios, hablando en su esplendorosa tercera persona del plural, no hace caso de su perplejidad: «¿No ven el cielo que tienen encima, cómo lo hemos edificado y engalanado y no se ha agrietado?».

El cielo sobre New Prospect, Ahmad lo sabe, está cargado de las brumas de los gases de los tubos de escape y la calina del verano, un borrón sepia sobre los tejados dentados. Pero Dios promete que un cielo mejor, inmaculado, existe encima del otro, con llameantes dibujos de estrellas azules. Retoma el discurso la primera persona del plural: «Hemos extendido la tierra, colocado en ella firmes montañas y hecho crecer en ella toda especie primorosa, como ilustración y amonestación para todo siervo arrepentido».

Sí. Ahmad será el siervo arrepentido de Dios. Mañana. El día que casi tiene encima. A escasos centímetros de sus ojos, Dios describe Su lluvia, que hace que crezcan jardines y el grano de la cosecha, «y esbeltas palmeras de apretados racimos para sustento de los siervos».

«Y, gracias a ella, devolvemos la vida a un país muerto. Así será la Resurrección.» Un país muerto. Ése es su país.

La segunda creación será tan simple e incontestable como la primera. «¿Acaso Nos cansó la primera creación? Pues ellos dudan de una nueva creación.»

«Sí, hemos creado al hombre. Sabemos lo que su mente le sugiere. Estamos más cerca de él que su misma vena yugular.»

Esta aleya siempre ha tenido un sentido especial, personal, para Ahmad. Cierra el Corán, su flexible cubierta de piel tintada del rojo irregular de los pétalos de rosa, y tiene la certeza de que Alá lo acompaña en esta habitación pequeña y extraña, amándolo, escuchando a escondidas los susurros de su alma, su inaudible tumulto. Siente que la yugular le late, y oye el tráfico de New Prospect, ora murmullando ora rugiendo (motocicletas, tubos de escape corroídos), circulando a manzanas de distancia alrededor del gran mar central de escombros, y luego percibe cómo el ruido se va apagando cuando las campanadas del reloj del ayuntamiento dan las once. Se duerme a la espera del siguiente cuarto, a pesar de que su intención era permanecer en vela arropado en el temblor blanquecino y flotante de su gozo grande y desinteresado.


Lunes por la mañana. El sueño abandona a Ahmad de manera repentina. Otra vez esa sensación de oír un grito desvaneciéndose. Lo desconcierta un doloroso nudo en el estómago, hasta que al cabo de unos segundos recuerda qué día es, y su misión. Todavía está vivo. Hoy es el día del largo viaje.

Consulta el reloj, cuidadosamente depositado en la mesilla al lado del Corán. Son las siete menos veinte. El tráfico ya es audible, el tráfico a cuyo confiado flujo él se sumará y alterará. Todo Occidente, si Dios quiere, quedará paralizado. Se ducha en un compartimento equipado con una cortina de plástico rasgada. Espera a que el agua se caliente, pero al ver que no, Ahmad se obliga a meterse bajo el frío chorro. Se afeita, aun a sabiendas de que el debate sobre cómo prefiere ver Dios las caras de quienes recibe es encarnizado. Los Chehab querían que se presentara al trabajo afeitado, pues los musulmanes con barba, aunque sean adolescentes, asustan a los clientes kafir. Mohammed Atta se había afeitado, al igual que casi todos los otros dieciocho mártires. El sábado pasado fue el aniversario de su gesta, y el enemigo habrá bajado las defensas, al igual que los hombres del elefante antes del ataque de los pájaros. Ahmad ha traído su bolsa de deporte, de donde saca ropa interior limpia y calcetines y su última camisa blanca recién salida de la tintorería, agradablemente tensada con varios trozos de cartón.

Reza en la esterilla, la imitación del mihrab ensamblada en sus dibujos abstractos lo orienta, salvando la confusa geografía de New Prospect, hacia la sagrada Ka'ba negra de La Meca. Al tocar con la frente la textura de la urdimbre, percibe el mismo y remoto olor humano que en la manta azul. Ahmad se ha agregado a la procesión que formaron todos aquellos que se alojaron, por el oscuro motivo que fuera, en esta habitación antes que él, duchándose bajo el agua fría y salobre, fumando cigarrillos mientras el reloj daba las horas. Ahmad come, aunque el apetito se ha disuelto en la tensión de su estómago, seis gajos de naranja, medio yogur y una ración considerable del pan de Abbas, a pesar de que la dulzura de la miel y sus semillas de anís no le saben demasiado bien a estas horas; el poderoso acto que habrá de acometer lo somete a presión y le agarrota la garganta, como si por ella quisiera salir una multitud dando gritos de guerra. En la nevera deja la parte que no ha comido del pegajoso pan conmemorativo, sobre el pedazo más grande de cartón de la camisa, junto con el envase del yogur y la media naranja, como legándolo al siguiente inquilino sin atraer a hormigas y cucarachas. Su mente se abre paso por una neblina como la que precede al acontecimiento descrito en la sura mequí titulada «La calamidad»: «En el día que los hombres parezcan mariposas dispersas y las montañas copos de lana cardada».

A las siete y cuarto cierra tras de sí la puerta, dejando en el cuarto franco el Corán y las instrucciones concernientes a la purificación para otro shahid pero se lleva la mochila, en la que ha guardado la ropa interior sucia, los calcetines y la otra camisa blanca. Recorre un pasillo oscuro y sale a una calle lateral desierta, humedecida por la ligera lluvia que ha caído en algún momento de la noche. Orientándose con la torre del ayuntamiento, Ahmad camina hacia el norte, hacia Reagan Boulevard y Excellency Home Furnishings. Tira la bolsa de deporte en el primer contenedor de basura que encuentra en la esquina.

El cielo no es cristalino sino apagado y gris, un cielo bajo y afelpado que se desangra en cendales vaporosos. Tras la noche, las calles de asfalto tienen un brillo espejeante, que también recubre las bocas de las alcantarillas, los regueros de agua y los pegotes de alquitrán de la calzada. La humedad se adhiere a las hojas, aún verdes, de los arbustos lacios que hay junto a los escalones de entrada y los porches de las casas, y también cala en los revestimientos de aluminio imbricado de sus paredes, infundiéndoles un nuevo color. Todavía no se oye actividad en la mayoría de las viviendas apiñadas frente a las que pasa, aunque de algunas ventanas traseras, donde se encuentran las cocinas, escapa una luz mortecina y el sonido de platos y cazos y de las noticias de la mañana y de la sintonía televisiva de Good Morning America, señal de que hay gente desayunando y de que empieza un lunes como cualquier otro en Estados Unidos.

Un perro que no ve ladra a la sombra sonora de Ahmad mientras éste avanza por la acera. Un gato de color melado, con un ojo ciego como una canica agrietada, se acurruca a la entrada de una casa, a la espera de que lo dejen entrar; arquea el lomo y de su entrecerrado ojo sano salta una chispa de oro, ha percibido algo desasosegante en este alto y joven desconocido que pasa. El rostro de Ahmad se estremece al entrar en contacto con el aire, pero la llovizna apenas empapa su camisa. En los hombros nota el tacto del algodón almidonado; los vaqueros negros de pitillo sirven de vainas a sus largas piernas, que parecen flotar en el espacio líquido que lo envuelve de cintura para abajo. Sus zapatillas deportivas beben a lengüetadas la distancia que lo separa de su destino; allí donde la acera es lisa, el relieve elaborado de las suelas deja huellas de humedad. «Y ¿cómo sabrás qué es la calamidad?», recuerda, y enseguida tiene la respuesta: «¡Un fuego ardiente!». Hasta Excellency tiene un trecho de casi un kilómetro, seis manzanas de pisos y una corta hilera de comercios: un Dunkin' Donuts abierto, una tienda de comestibles en la esquina con la persiana subida, y una casa de empeños y una correduría de seguros aún cerradas. El ruido del tráfico ya se ha adueñado de Reagan Boulevard, y los autobuses escolares han empezado su ronda, sus rojos intermitentes se activan con ira oscilante mientras engullen a los grupos de niños que esperaban con sus mochilas rutilantes a la espalda. Para Ahmad no habrá vuelta a la escuela. El Central High parece ahora, con todo su estruendo amenazador y sus burlas impías, un castillo de juguete, una miniatura, una fortaleza pueril de decisiones postergadas.

Aguarda a que en el semáforo aparezca el hombrecillo verde antes de cruzar el bulevar. El firme de hormigón le resulta más familiar como la superficie en que se apoyan los neumáticos de su camión que como ésta horizontal silenciosa y enigmáticamente moteada que pisan sus pies. Gira a la izquierda y se acerca a la tienda por el este, pasa por delante de la funeraria, con su amplia galería y sus toldos blancos -unger amp; son, un nombre extraño, muy extraño-, y luego por el taller de neumáticos que un día fue gasolinera, los surtidores arrancados pero con las isletas aún intactas. Ahmad se detiene en el bordillo de la Calle Trece, mirando a la otra acera, al aparcamiento de la Excellency. El camión naranja no está. Hay dos coches que nunca ha visto, uno gris y uno negro, aparcados en diagonal, de un modo descuidado y ocupando mucho espacio; percibe indicios de actividad misteriosa: en el hormigón agrietado alguien ha desperdigado vasos de café y recipientes de comida para llevar, como almejas abiertas, de poliestireno, y luego, con el ir y venir de ruedas, han quedado aplastados como cuerpos de animales atropellados.

Arriba, el sol abrasa las nubes que encapotan el cielo y arroja una luz tenue y blanca, como de linterna estropeada. Antes de que puedan ver a Ahmad -aunque no parece haber nadie en los extraños coches, estacionados arrogantemente- se escurre a la derecha, por la Calle Trece, y la atraviesa sólo cuando queda oculto por la pantalla de arbustos y malas hierbas que han crecido detrás del contenedor oxidado, que no pertenece a Excellency sino a la trastienda de una casa de comidas, decorada como un antiguo vagón restaurante, que cesó su actividad tiempo atrás. Esta reliquia clausurada hace esquina con una calle estrecha, la Frank Hague Terrace, donde en las hileras de viviendas, semiadosadas, reina la tranquilidad entre semana y hasta que termina la escuela.

Ahmad consulta el reloj: las siete y veintisiete. Decide darle tiempo a Charlie hasta menos cuarto, pese a que habían acordado en verse a y media. Pero entonces se le ocurre, con más convencimiento a cada minuto que pasa, que algo ha salido mal: Charlie no aparecerá. El aparcamiento está envenenado, quemado. Ese espacio que quedaba detrás de la tienda solía darle la impresión de que lo observaban desde arriba, pero ahora Dios no vigila, ni tampoco siente Ahmad Su hálito. Es Ahmad quien vigila, conteniendo la respiración.

Un hombre trajeado sale de repente de la tienda a la plataforma de carga, donde algunos de los gruesos tablones aún rezuman savia de pino, y baja por los escalones donde Ahmad tenía por costumbre sentarse en sus ratos libres. Por ahí salieron él y Joryleen aquella noche y se separaron para siempre. El tipo se dirige con brío al coche y habla con alguien por una especie de radio o teléfono móvil desde el asiento delantero. Ahmad oye su voz, como de policía, de alguien a quien no le importa que le oigan; pero esa voz, debido al barullo del tráfico, no le aporta a Ahmad más información que la que podría proporcionarle el canto de un pájaro. Por un instante, su cara blanca se gira en la dirección de Ahmad -un rostro regordete pero no feliz, el de un agente de un gobierno infiel, de una potencia que siente cómo su poder se va disipando-, pero no ve al muchacho árabe. No hay nada que ver, sólo el contenedor oxidándose entre los hierbajos.

El corazón de Ahmad late como latía la noche que estuvo con Joryleen. Ahora se lamenta de haber desperdiciado la oportunidad, no en vano Charlie le había pagado para eso. Pero habría sido malvado explotarla, aprovecharse de su condición extraviada, a pesar de que la muchacha no lo veía así, lo que hacía no estaba tan mal y era sólo algo pasajero. El sheij Rachid no lo habría aprobado. Ayer por la noche, el sheij parecía preocupado, lo inquietaba algo que no quiso compartir, algún tipo de duda. Ahmad siempre percibía las dudas de su maestro, pues para él era importante que quien lo aleccionaba no tuviera ni rastro de ellas. Ahora el miedo se apodera de Ahmad. Se nota la cara hinchada. Este bonito lugar, que era su lugar favorito del mundo, un oasis sin agua, ha sido maldecido.

Empieza a andar por la silenciosa Hague Terrace -sus niños en la escuela, sus padres en el trabajo-, recorre dos manzanas y luego vuelve a Reagan Boulevard, hacia el barrio árabe, donde está escondido el camión blanco. Debe de haberse producido alguna confusión, y Charlie seguramente lo espera allí. Ahmad se da prisa, empieza a sudar un poco bajo el indolente sol. Los comercios de Reagan Boulevard venden productos voluminosos: neumáticos, moquetas y alfombras, papel pintado y pintura, electrodomésticos de cocina. Luego están los concesionarios de coches, aparcamientos gigantescos con coches nuevos aparcados cerrando filas como en formación militar; hectáreas de coches, parabrisas y acabados cromados relucen ahora que el sol empieza a calar, a filtrarse, reflejándose la luz en ellos como en un campo de trigo arrollado por el viento, arrancando chispas de las guirnaldas hechas de triángulos brillantes y espirales de serpentina que giran lentamente. Ahora se estila un nuevo método para llamar la atención, una creación de tecnología reciente: unos tubos de plástico fino unidos en segmentos, casi dotados de una extraña vida, que al recibir una ráfaga de aire por debajo se contonean como sometidos a un tormento, moviendo los brazos, en constante agitación, suplicándole al viandante que se detenga y compre un coche o, caso de estar instalados ante una bollería de la cadena IHOP, una caja de tortitas. Ahmad, que es la única persona que va por la acera en este trecho de Reagan Boulevard, se topa con uno de estos gigantes cilíndricos que le dobla en altura, un yinn que gesticula histéricamente y esgrime su sonrisa inmóvil y ojos desorbitados. El peatón solitario lo rebasa con cautela y recibe en cara y tobillos el chorro de aire caliente que da apariencia de vida a este monstruo fastidioso, agónico, risueño. «Dios os da la vida», piensa Ahmad, «y después os hará morir.»

En el siguiente semáforo cruza el bulevar. Toma la Calle Dieciséis en dirección a West Main, por un sector mayoritariamente negro como el que vio cuando acompañó a Joryleen a su casa después de oírla cantar en la iglesia. El modo en que abría desmesuradamente la boca, el rosa lechoso de su interior. La última vez que se vieron, en el segundo piso de la tienda, con todas esas camas una al lado de la otra, quizá debería haber aceptado la mamada que ella le propuso. Es más sencillo, había dicho Joryleen. Ahora todas las chicas, no sólo las putas, aprenden a hacerlo; en la escuela siempre se cotilleaba, sin ningún tipo de tapujos, sobre qué chicas no ponían reparos y cuáles decían que les gustaba tragárselo. «¡Manteneos, pues, apartados de las mujeres durante la menstruación y no os acerquéis a ellas hasta que se hayan purificado! Y cuando se hayan purificado, id a ellas como Dios os ha ordenado. Dios ama a quienes se arrepienten. Y ama a quienes se purifican.»

Mientras Ahmad, de blanco y negro, prosigue su camino a paso rápido, casi en marcha atlética y aun así conservando en su andar cierto deje del nativo americano, desenfadado y ligero, observa la pobreza en las calles: sobras de comida rápida y juguetes rotos en la basura, escalones sin pintar y porches aún oscurecidos por la humedad de la mañana, ventanas agrietadas y sin reparar. Junto a los bordillos se alinean coches estadounidenses del siglo pasado, más grandes de lo que jamás hizo falta y que hoy se caen a trozos, con los pilotos traseros rotos, sin tapacubos y con las ruedas deshinchadas obstruyendo los desagües laterales de la calzada. De las habitaciones interiores de las casas salen voces de mujer reprendiendo sin piedad a niños que llegaron a este mundo sin ser invitados y que ahora se congregan, desatendidos, alrededor de las únicas voces amables que los atienden, las del televisor. Los zanj del Caribe o de Cabo Verde plantan flores y pintan sus portales y conjuran esperanza y energías del hecho de vivir en Estados Unidos, pero los que nacieron aquí, en el seno de una familia establecida varias generaciones atrás, aceptan la suciedad y la dejadez en señal de protesta, la protesta de los esclavos que hoy día persiste como ansia de degradación, desafiando el precepto, común a todas las religiones, de mantenerse limpio. Ahmad va limpio. La ducha fría de esta mañana es como una segunda piel bajo su ropa, un anticipo de la gran purificación hacia la que se dirige. Su reloj indica que son las diez y ocho minutos.

Avanza veloz pero sin correr. No puede llamar la atención, debe deslizarse por la ciudad sin ser visto. Después vendrán los titulares, la cobertura de la CNN de los países de Oriente Medio en plena celebración, los tiranos temblando en sus opulentos despachos de Washington. Por ahora, el temblor y la misión únicamente son su secreto, su tarea. Se acuerda de sí mismo en las carreras, poniéndose en cuclillas para calentar las piernas y relajando sus brazos desnudos mientras esperaba que la pistola del juez de salida diese la señal y el amasijo de muchachos se fuera deshilando, envuelto en el granizo furioso de sus pisadas, por la anticuada pista de ceniza del Central High; cuando aguardaba el instante en que su cuerpo sería quien rigiese y su cerebro se disolviera en adrenalina, estaba más nervioso de lo que está en este momento, porque lo que hace ahora tiene lugar en la palma de la mano de Dios, en Su vasta voluntad que todo lo abarca. El mejor tiempo oficial de Ahmad en la milla fue de 4:48.6, en un tartán mullido, de color verde con los carriles señalados en rojo, en un instituto regional de Belleville. Llegó tercero, y a continuación sus pulmones se chamuscaron en el fuego provocado por el esprint final, los últimos cien metros; adelantó a dos chicos, pero otros dos quedaron lejos del alcance de sus piernas, espejismos a los que no pudo dar caza.

Después de cinco manzanas, la Calle Dieciséis desemboca en West Main. Ancianos musulmanes pasean como estatuas blandas en sus trajes oscuros y alguna que otra chilaba sucia. Ahmad da con los escaparates del Pep Boys y la Al-Aqsa True Value, y luego tuerce por el callejón que él y Charlie recorrieron para llegar a lo que en su día fue el taller mecánico Costello. Se cerciora de que no hay nadie vigilando mientras se acerca a la puertecita lateral de metal tachonado y pintada de un pardo vomitivo. Ni rastro de Charlie esperándole fuera. Tampoco dentro se oye ruido. El sol ha terminado de atravesar la capota de nubes, y Ahmad percibe el sudor en hombros y espalda; su camisa blanca ha dejado de estar impoluta. El lunes se ha puesto en marcha a media manzana de distancia, en West Main. En el callejón hay un poco de tráfico, coches y peatones. Intenta abrir el pomo de latón nuevo, pero no cede. Prueba suerte de nuevo, exasperado. ¿Cómo pueden unos trocitos de metal necio cerrar el paso a la voluntad de as-Samad, el Perfecto?

Dominando su pánico, Ahmad prueba ahora con la puerta grande, la persiana del garaje. En la parte de abajo tiene un tirador que, al ser accionado, mueve dos bielas que a su vez liberan dos pestillos laterales. El tirador no está atrancado, y la puerta lo sorprende al deslizarse hacia arriba a merced del contrapeso, como si levantara el vuelo, un traqueteo ascendente y curvado que se detiene cuando la puerta queda trabada en unos rieles que se pierden en la penumbra del techo.

Ahmad ha traído la luz a la cueva. Charlie tampoco está dentro, en este lugar mugriento, ni tampoco los dos expertos, el técnico y su joven ayudante. Los bancos de trabajo y los tableros de clavijas están justo donde Ahmad recordaba. La basura y los montones de recambios desechados de la ocasión anterior parecen haberse reducido. Alguien ha limpiado el garaje, lo ha ordenado con alguna finalidad. Reina el mismo silencio que en una tumba tras su último saqueo. El tráfico del callejón arroja en la cueva peligrosos destellos de luz reflejada; distraídamente, algunos transeúntes miran dentro. No hay nadie, pero el camión sí está: el GMC 3500 cuadrangular con su rótulo poco profesional de PERSIANAS AUTOMÁTICAS.

Ahmad abre con cautela la puerta del conductor y comprueba que la caja color gris militar sigue en su sitio, entre los dos asientos, fijada con cinta aislante a la caja de leche. La llave de contacto cuelga del salpicadero, invitando a cualquier intruso a usarla. Los dos gruesos cables aislados todavía salen del detonador y desaparecen en el remolque. La portezuela que lo comunica con la cabina, por la que un adulto sólo podría pasar agachado, está abierta unos diez centímetros, y tras ella los cables se tensan más. Por la abertura, Ahmad huele la mezcla de nitrato amónico del fertilizante con nitrometano de combustible para coches de carreras. Puede ver los tambores de plástico, fantasmagóricamente blancos; tienen una altura que a él le llegaría a la cintura, cada uno contiene ciento sesenta kilos de mezcla explosiva. El plástico blanco y lustroso de los recipientes tiene el brillo de alguna especie de piel. Unos cables amarillos, empalmados entre sí, se desovillan hasta conectarse a los detonadores, potenciados con polvo de aluminio y pentrita, que quedan engastados al fondo de cada tambor. Los veinticinco barriles -los puede contar pese a la penumbra- están dispuestos en un cuadrado de cinco por cinco, esmeradamente unidos con dos vueltas de cuerda para tender la ropa y bien afianzados, para protegerlos de posibles corrimientos, mediante unas ensambladuras que los sujetan a los fiadores y a los barrotes de la estructura del remolque. El conjunto constituye una obra de arte moderno, expeditiva y críptica. Ahmad se acuerda del técnico chaparro, de los finos y gráciles movimientos de sus manos manchadas de aceite, y se lo imagina sonriendo, la dentadura incompleta, con el orgullo inocente de un obrero. Todos ellos, los que participan en este proyecto, son partes de una bella máquina, encajados los unos con los otros. Los demás han desaparecido pero queda Ahmad, quien colocará la última pieza en su lugar.

Con cuidado se aparta de la portezuela de madera, abandonando las hileras de tambores cargados a su fragante oscuridad. Han sido depositados en sus manos. Son, como él, soldados. Está rodeado de compañeros de filas pese a que permanezcan en silencio y no hayan dejado instrucciones. La puerta posterior del camión está cerrada y atrancada. Los operarios encajaron, pasándola por una gruesa grapa soldada a la puerta, la gran hembrilla de un voluminoso candado de combinación, que Ahmad desconoce. Entiende el mensaje: debe tener fe en sus hermanos, pese a que no se explica su ausencia, del mismo modo que ellos confían en él para que siga adelante con el plan. Ahmad es la solitaria herramienta final del Misericordioso, del Perfecto. Lo han equipado con un camión que es el gemelo del que habitualmente conduce, y que le hará el camino recto y llano. Tímidamente, toma asiento en la plaza del conductor. El viejo cuero negro de imitación tiene un tacto cálido, como si apenas un instante antes alguien hubiera estado sentado sobre él.

Una explosión, recuerda de sus clases de física en el Central High, no es más que un sólido o un líquido pasando rápidamente al estado gaseoso, expandiéndose en menos de un segundo hasta ocupar un volumen más de cien veces superior al inicial. No es más que eso. Como si quedara al margen de semejante proceso químicamente impasible, Ahmad se ve a sí mismo, pequeño y preciso, subiéndose a su nuevo camión, encendiendo el motor, dando gas con moderación y sacándolo marcha atrás al callejón.

Lo importuna una insignificancia. Al apearse para bajar la traqueteante persiana de garaje que han dejado abierta -él, el camión y la compañía invisible de sus colaboradores-, Ahmad nota cómo el zumo de la naranja que ha tomado para desayunar, unido al nerviosismo contenido, le presionan la vejiga. Debería descargar antes de emprender el viaje que tiene por delante. Aparca el camión, dejando el motor en marcha, a un lado del callejón, vuelve a subir la persiana metálica y en un rincón, al lado del banco de trabajo y el tablero de clavijas, encuentra el retrete del taller detrás de una puerta descascarillada, sin señalizar. Hay una cuerda con la que se enciende la bombilla, y un sanitario de porcelana clara con un ojo ovalado de dudosa agua que, en cuanto le haya añadido su propio y reducido caudal, vaciará al tirar de la cadena. Se lava las manos escrupulosamente, usando el dispensador de detergente antigrasa. Vuelve afuera y baja la puerta tirando del cordoncillo metálico; es entonces cuando se da cuenta de lo tonto y peligroso que ha sido abandonar el camión, con el motor en marcha, aunque sólo fuera por un minuto o dos. Es víctima de la exaltación tenue de las cosas que terminan; no está pensando con normalidad. Tiene que mantener la cabeza fría e imaginarse a sí mismo como una herramienta de Dios: frío, duro, firme y con la mente en blanco, como debe ser una herramienta.

Consulta su Timex: las ocho y nueve. Cuatro minutos más perdidos. Avanza con el camión, intentando evitar los baches, los arranques y paradas repentinos. Va rezagado respecto del horario que él y Charlie se marcaron, aunque el retraso no supera los veinte minutos. Desde que se ha puesto al volante se ha calmado; el camión ya es parte del flujo del tráfico cotidiano del mundo. Gira a la derecha al salir del callejón y luego a la izquierda en West Main, pasando otra vez por delante del Pep Boys, que exhibe su molesto cartel con los tres hombres dibujados, Manny, Moe y Jack, aunados en el cuerpo de un enano multicéfalo.

La ciudad, que ya ha despertado del todo, centellea y vira a su alrededor. Ahmad se imagina su camión como un rectángulo encajado en el visor circular de las cámaras televisivas que retransmiten persecuciones desde un helicóptero, enhebrándose por las calles, deteniéndose en los semáforos. La conducción de este camión es diferente de la del Excellency, que tenía una oscilación más cómoda, como si el conductor fuera sentado en el cuello de un elefante. Al mando de este vehículo ya no siente esa compenetración. Sus manos no se acostumbran al volante. Cada irregularidad en la calzada hace vibrar toda la estructura. Las ruedas delanteras se desvían continuamente a la izquierda, como si el chasis hubiera quedado torcido tras algún accidente. El peso -el doble del que llevó McVeigh, y mayor y más denso que cualquier mobiliario que haya transportado- lo impulsa hacia delante cuando frena ante un disco rojo y hacia atrás cuando acelera tras el verde.

Para no pasar por el centro de la ciudad -el instituto, el ayuntamiento, la iglesia, el mar de escombros, los chatos rascacielos de cristal que el gobierno construyó como limosna-, Ahmad dobla en Washington Street, llamada así porque en dirección contraria, le explicó Charlie un día, pasa por delante de una mansión que el gran general usó como cuartel general en New Jersey. La yihad y la Revolución propiciaron el mismo tipo de guerra, le contó Charlie: la guerra desesperada y atroz que plantean los más débiles, y en la que el más fuerte protesta porque aquéllos infringen las reglas que el bando imperial creó en su propio beneficio.

Ahmad enciende la radio; está sintonizada a una repugnante emisora de rap en la que se gritan obscenidades ininteligibles. Encuentra la WCBS-AM en el dial y escucha al locutor informar, sin que se tome ni un respiro, de que el tráfico en la espiral que desciende al túnel Lincoln es el atolladero de costumbre: arrancar-y-detenerse, paciencia-amigos-paciencia. Siguen parloteos rápidos desde un helicóptero y el estrépito de la música pop. De un manotazo apaga la radio. En esta sociedad diabólica no hay nada decente que pueda escuchar un hombre en su última hora de vida. El silencio es mejor. El silencio es la música de Dios. Ahmad debe permanecer puro para cuando se encuentre con Dios. Un goteo gélido en la parte alta del abdomen le baja hasta las tripas con sólo pensar en encontrarse con su otro yo, tan cercano como la vena yugular, ése al que siempre ha sentido a su lado, un hermano, un padre, pero hacia el que nunca podía volverse directamente, a causa de Su perfecto resplandor. Ahora él, que no tuvo padre, que no tuvo hermanos, lleva a cabo la voluntad inexorable de Dios. Ahmad se apresura, en breve asestará la hutama, el Fuego Triturador. Para ser más precisos, como le explicó un día el sheij Rachid, hutama significa «lo que rompe en pedazos».


Desde New Prospect sólo hay un enlace con la Ruta 80. Ahmad lleva el camión hacia el sureste, por Washington Street, hasta desembocar en Tilden Avenue, que confluye directamente en la 80, con su zambullida estruendosa de esta hora del día, en dirección a Nueva York. A tres manzanas al norte del nudo de carreteras, en una amplia intersección donde una gasolinera Getty queda justo enfrente de una de la cadena Mobil, que incluye un Shop-a-Sec, Ahmad ve que le hace señas una figura apostada en la acera y un tanto familiar; no gesticula como quien intenta absurdamente parar un taxi -que en New Prospect no circulan por las calles, deben solicitarse por teléfono-, sino que se dirige a él en concreto. No hay duda, lo está señalando, a través del parabrisas, a él; ha alzado las manos como si quisiera detener físicamente algo. Es el señor Levy, lleva una americana marrón que no va a juego con sus pantalones grises. Va vestido con ropas de escuela -es lunes- pero en cambio está aquí, a casi dos kilómetros al sur del Central High.

Este encuentro inesperado bloquea a Ahmad. Lucha por aclarar su mente acelerada. Quizás el señor Levy traiga un mensaje de Charlie, aunque a decir verdad no cree que se conocieran; al responsable de tutorías nunca le gustó que se sacara el permiso de conducción de vehículos comerciales, ni que se pusiera al volante de un camión. O a lo mejor tiene un mensaje de su madre, quien este verano solía mencionar al señor Levy bastante a menudo, en ese tono suyo de voz que delataba su propia vergüenza. Ahmad no quiere pararse, como tampoco se detendría ante uno de esos monstruos fastidiosos y lacerados, hechos de tubos de plástico y aire insuflado, que hechizan a los consumidores para que giren por su calle.

En cualquier caso, el semáforo del cruce se pone en rojo, el tráfico aminora la marcha y el camión debe detenerse. El señor Levy, moviéndose más rápido de lo que Ahmad le creía capaz, va esquivando los vehículos parados en los carriles hasta llegar al camión y, alargando la mano, llama a la ventana del copiloto. Perplejo, y condicionado por no querer faltarle el respeto a un profesor, Ahmad se inclina y quita el seguro de la puerta. Mejor tenerlo dentro, a su lado -razona el muchacho apresuradamente- que fuera, donde puede hacer saltar la alarma. El señor Levy abre de golpe la puerta del acompañante y justo cuando la circulación está a punto de reanudar la marcha se sube al camión y toma asiento en el agrietado sillón negro. Cierra de un portazo. Está jadeando.

– Gracias -dice-. Empezaba a temer que pasaras de largo.

– ¿Cómo sabía que me encontraría aquí?

– Únicamente hay un acceso a la Ruta 80.

– Pero éste no es mi camión.

– Ya contaba con eso.

– ¿Cómo?

– Es una larga historia. Yo sólo sé algunas partes sueltas. Persianas Automáticas, qué bueno. Claro, dejan paso a la luz. ¿Y quién dice que estos tíos no tienen sentido del humor?

Sigue jadeando. Al fijarse en su perfil, ocupando el lugar donde solía sentarse Charlie, Ahmad queda sorprendido por lo viejo que es el responsable de tutorías visto así, fuera del contexto que el tumulto juvenil del Central High propicia. La fatiga se ha acumulado bajo sus ojos. Sus labios tienen un aspecto flácido, le cuelga la piel de los párpados. Ahmad se pregunta qué debe de sentirse cuando avanzas día a día hacia la muerte natural. Tampoco lo sabrá nunca. Quizá cuando estás vivo tanto tiempo como el señor Levy ni lo notas. Aún sin fuelle, el hombre se endereza, satisfecho por haber alcanzado su propósito de meterse en el camión de Ahmad.

– ¿Qué es esto? -inquiere, refiriéndose a la caja metálica gris pegada a la cesta de plástico entre los dos asientos.

– ¡No lo toque! -Las palabras han brotado tan bruscamente que Ahmad, por educación, añade-: Señor.

– No lo haré -dice el señor Levy-. Pero tú tampoco. -Permanece en silencio, observando el aparato sin tocarlo-. De fabricación extranjera, quizá checo o chino. Lo que sí es seguro es que no se trata de nuestro viejo detonador LD20 estándar. Estuve en el ejército, ya lo sabes, aunque no me enviaron a Vietnam. Eso me molestó. No quería ir, pero sí demostrar lo que valía. Tú lo entenderás. ¿Quieres demostrar algo?

– No. Y no lo entiendo -dice Ahmad. Esta intrusión repentina lo ha confundido; le parece que sus pensamientos son como abejorros, chocando a ciegas contra los muros del cráneo. Aun así continúa conduciendo con suavidad, planeando con la GMC 3500 por la rampa circular que da a la Ruta 80, donde los coches avanzan prácticamente pegados a esta hora. Se está acostumbrando a los implacables movimientos de su nuevo camión.

– Según tengo entendido, solían meter explosivos en los parapetos de los Vietcongs, dejarlos encerrados y detonar la bomba con uno de éstos. La caza de marmotas, lo llamaban. No es que fuera muy bonito. Pero claro, el asunto en sí tampoco lo era demasiado. Excepto las mujeres, aunque oí que tampoco te podías fiar de ellas. También eran del Vietcong.

A Ahmad le zumba la cabeza. Intenta dejar clara su postura:

– Señor, si hace cualquier movimiento para cortar los cables o interferir en la conducción, voy a hacer estallar cuatro toneladas de explosivos. El amarillo es un interruptor de seguridad, y ahora mismo lo voy a desactivar. -Lo mueve a la derecha, zas, y ambos hombres quedan a la espera de lo que suceda. Ahmad piensa: «Si sucede algo, no nos enteraremos». No ocurre nada, pero ahora ya ha quitado el seguro. Únicamente le falta meter el pulgar en la pequeña cavidad en cuyo fondo está el botón rojo de detonación, y aguardar unos microsegundos para que se queme el polvo incendiario de aluminio y sobrevenga la consecuente reacción en cadena entre el pentrito y el combustible de competición, hasta que exploten los tambores de nitrato. Siente el botón rojo y liso en la punta del pulgar, sin apartar en ningún momento los ojos de la autopista abarrotada. Si este judío fofo hace un solo movimiento para desviarle el brazo, lo apartará como a un trozo de papel, como a un copo de lana cardada.

– No tengo la menor intención de hacer nada -le cuenta el señor Levy, en la voz falsamente relajada con que aconseja a los alumnos que suspenden, a los insolentes, a los que han renunciado a sí mismos-. Sólo quiero contarte unas cuantas cosas que a lo mejor son de tu interés.

– ¿Qué? Dígamelo, y yo le dejaré bajar cuando nos acerquemos a mi destino.

– Bueno, supongo que lo principal es que Charlie está muerto.

– ¿Muerto?

– Decapitado, de hecho. Truculento, ¿no? Le torturaron antes de hacerlo. Ayer por la mañana encontraron el cuerpo, en las vegas, cerca del canal que pasa al sur del estadio de los Giants. Quisieron que lo encontraran. Junto al cadáver dejaron una nota, en árabe. Evidentemente, Charlie era un infiltrado de la CIA, y lo acabaron descubriendo.

Primero hubo un padre que se esfumó antes de que su memoria pudiera retratarlo, y luego Charlie, que fue amable y le enseñó todo sobre las carreteras, y ahora este judío cansado que parece que se vista a oscuras ha ocupado el lugar de los otros dos, el vacío que tiene al lado.

– ¿Qué decía la nota exactamente?

– Oh, no lo sé. Lo mismo de siempre, que quien rompe una promesa lo hace en perjuicio propio. Y que Dios no le negará su recompensa.

– Parece del Corán, la sura cuarenta y ocho.

– También suena como la Torá, pero como tú digas. Hay muchas cosas que no sé. Y soy viejo para aprenderlas.

– Si me lo permite, ¿cómo lo ha averiguado?

– Por la hermana de mi mujer. Trabaja en Washington para el Departamento de Seguridad Nacional. Me llamó ayer. Mi esposa le había hablado del interés que yo mostraba por ti y ellos se preguntaron si no habría una relación. No podían encontrarte. Nadie. Y entonces pensé que quizás esto funcionaría.

– ¿Por qué debería creer en lo que me dice?

– Pues no lo hagas. Créelo sólo si encaja con lo que sabes. Y yo intuyo que sí encaja. ¿Dónde está Charlie ahora, si estoy mintiendo? Su mujer dice que ha desaparecido. Y jura que no estaba metido en nada más que los muebles.

– ¿Y qué me dice de los otros Chehab, y de los hombres a quienes pasaban dinero?

Un Mercedes azul Prusia se ha puesto a rebufo del camión de Ahmad, lo conduce un tipo impaciente, demasiado joven para haberse comprado un Mercedes, a no ser que estuviera metido en manejos bursátiles, a expensas de los menos afortunados. Esta gente vive regaladamente en las ciudades dormitorio de New Jersey, son los que saltaban de las torres cuando Dios las derribó. Ahmad se siente superior al conductor del Mercedes, y la indiferencia es su respuesta a los bocinazos y los virajes bruscos con que el conductor manifiesta exageradamente su deseo de que el camión blanco circule con menos relajación por el carril de en medio.

El señor Levy contesta:

– Se habrán escondido y dispersado a los cuatro vientos, supongo. Han detenido a dos hombres que intentaban volar a París desde Newark, y el padre de Charlie está en el hospital con lo que supuestamente es un ataque de apoplejía.

– Es diabético, de verdad.

– Podría ser. Dice que ama a esta nación, y que su hijo también, y que ahora su hijo ha muerto por su país. Hay quien cree que fue él quien delató a su hijo. Al tío de Florida, pues bueno, los federales le habían echado el ojo hace tiempo. Todas las fuerzas de seguridad de este país van agobiadísimas, y no se comunican entre ellas, pero no todo se les pasa por alto. El tío hablará, o algún otro. Se hace difícil tragarse que un hermano no tenía ni idea de lo que planeaba el otro. Todos estos árabes se presionan los unos a los otros con la excusa del islam: ¿cómo te vas a negar a la voluntad de Alá?

– No sé. A mí no me fue concedida -Ahmad se expresa con rigidez- la bendición de un hermano.

– Bueno, yo no lo llamaría bendición, si nos tenemos que guiar por lo que veo a diario en el instituto. En alguna parte he leído que los cachorros de chacal se pelean a muerte desde el momento en que nacen.

Ya con menos sobriedad, esbozando una sonrisa al recordarlo, Ahmad le cuenta al señor Levy:

– Charlie era muy persuasivo respecto a la Yihad.

– Parece ser que era uno de sus numeritos. No tuve el placer de conocerlo. Supongo que era un tipo imprevisible. Su error fue, según me reveló mi cuñada, y ésa sólo repite lo que dice el imbécil de su jefe, a quien adora, su gran error fue que esperó demasiado a tender la trampa. Había visto muchas películas.

– Veía mucho la tele. Le habría gustado dirigir anuncios.

– Lo que quiero decir, Ahmad, es que no tienes por qué hacer esto. Todo ha terminado. Charlie nunca quiso que llegara hasta el final. Te estaba utilizando para pillar a los otros.

Ahmad repasa los oscuros recovecos de todo lo que acaba de oír y llega a la siguiente conclusión:

– Sería una victoria gloriosa para el islam.

– ¿Para el islam? ¿Y eso?

– Mataría y causaría molestias a muchos infieles.

– Debes de estar de broma -apunta el señor Levy mientras Ahmad maniobra diestramente para tomar la Ruta 95 sur, pisando el carril interior e impidiendo que el Mercedes lo adelante por la derecha; el grueso del tráfico prosigue su camino hacia el este, hacia el puente George Washington. A la izquierda, la brisa eriza la superficie del río Overpeck, que fluirá hasta desembocar en el Hackensack. El camión ya está en la autopista de peaje de New Jersey, pasando por una zona pantanosa, donde todas y cada una de las parcelas que ha sido posible drenar están explotadas. La autopista se bifurca; los carriles de la izquierda llevan a la salida del túnel Lincoln. Los intrigantes previeron que en el centro del parabrisas hubiera un dispositivo de pago remoto para el peaje: facilitará que el camión pase sin contratiempos por la garita, no dejándole ni un segundo al empleado que cobra el peaje para sospechar del joven conductor.

– Piensa en tu madre. -La relajación ha desaparecido de la voz del señor Levy, transida de un toque de estridencia-. No sólo te va a perder, sino que también va a hacerse famosa por ser la madre de un monstruo. De un loco.

Ahmad empieza a sentir el placer de no dejarse convencer por los argumentos del intruso.

– Nunca he sido imprescindible para mi madre -explica-, a pesar de que, lo admito, cumplió con sus obligaciones en cuanto yo, desgraciadamente, nací. Y respecto a lo de madre de un monstruo, en Oriente Medio se respeta muchísimo a las madres de los mártires, que además reciben una pensión sustancial.

– Estoy seguro de que preferiría conservarte a tener una pensión.

– ¿Cómo de seguro está usted, si me permite la pregunta, señor? ¿Hasta qué punto la conoce?

Gaviotas. Al principio cruzan unas cuantas por el campo de visión del parabrisas, después aparecen decenas y decenas, hasta convertirse en centenares, sobrevolando un vertedero. Detrás de su voraz aleteo, más allá del plomizo Hudson, se yergue la silueta pintada de piedra, llena de muescas como una llave inmensa, de la gran ciudad: el corazón de Satán. Iluminadas desde el este, sus torres surgen de las sombras del oeste; en medio, el polvo de una neblina radiante. El silencio del señor Levy presagia un nuevo ataque contra las convicciones de Ahmad, pero por el momento conductor y pasajero comparten sin comentarios la vista de una de las maravillas del mundo, que se desvanece mientras el flujo del tráfico sigue adelante y es sustituida por extensiones relativamente vacías a ambos lados de la 95: marismas con vegetación atravesadas por los reflejos del azul en los canales que transitan entre el barro. En la parte superior del parabrisas, un destello cruciforme y plateado huye del aeropuerto internacional de Newark, tallando en el blanco lechoso del cielo dos estelas paralelas a modo de autopista para los aviones que le sigan, según permita la telaraña que tejen férreamente los controladores aéreos. Momentáneamente, Ahmad se siente eufórico, como un avión derrotando a la gravedad.

El señor Levy estropea el momento al decir:

– Bueno, ¿de qué más podemos hablar? Del estadio de los Giants. ¿Viste ayer el partido de los Jets? Cuando ese chaval, Carter, no amarró el chut inicial, pensé: «Ya estamos otra vez como la temporada pasada». Pero no, remontaron, treinta y uno a veinticuatro, aunque la tranquilidad no llegó hasta que el novato de Coleman se sacó de la manga una intercepción en el último ataque de los Bengals. -Seguramente está desplegando su cháchara simpática de judío, a la que Ahmad hace caso omiso. Con algo más de sinceridad en el tono de voz, Levy confiesa-: No puedo creerme que realmente vayas a asesinar a cientos de inocentes.

– ¿Y quién ha dicho que la impiedad es inocente? Los que no creen. Pero Dios manifiesta en el Corán: «Sed severos con los infieles». Quemadlos y aplastadlos, porque han olvidado a Dios. Ellos creen que se bastan a sí mismos. Aman la vida presente más que la venidera.

– Pues mátalos. Pareces lo bastante severo.

– También usted moriría, desde luego. Creo que usted es un judío que ya no practica. No cree en nada. En la tercera sura del Corán se dice que ni todo el oro del mundo puede rescatar a aquellos que un día creyeron y ahora ya no, y que Dios nunca aceptará su arrepentimiento.

El señor Levy suspira. Ahmad puede oír un estertor húmedo, pequeñas gotitas de miedo, en su respiración.

– Sí, bueno, en la Torá también hay un montón de cosas repulsivas y ridículas. Plagas y masacres, directamente infligidas por Yahvé. A las tribus que no fueron suficientemente afortunadas para ser las elegidas… desterradlas, a por ellas sin piedad. El Infierno no se lo habían trabajado mucho, eso llegó con los cristianos. Qué espabilados: los sacerdotes intentan controlar a la gente por medio del miedo. Amenazar con el Infierno: la mejor táctica en el mundo para que cunda el pánico. Es casi una tortura. El Infierno es realmente una tortura. ¿De verdad puede tragárselo así sin más? ¿Dios como el torturador supremo? ¿Dios como el rey del genocidio?

– Como decía la nota junto al cuerpo de Charlie, Él no nos negará nuestra recompensa. Usted menciona la Torá, como corresponde a su tradición. El Profeta tuvo muy buenas palabras para Abraham. Estoy intrigado: ¿fue usted creyente alguna vez? ¿Cómo perdió la fe?

– Yo ya nací sin fe. Mi padre odiaba el judaísmo, y su padre también. Culpaban a la religión de las miserias del mundo, decían que por su culpa la gente aceptaba con resignación sus problemas. Luego se suscribieron a otra religión: el comunismo. Pero eso no te debe de interesar.

– No importa. Es bueno que busquemos algún punto de acuerdo. Antes del Estado de Israel, los musulmanes y los judíos eran hermanos, pertenecían a las fronteras del mundo cristiano, eran los otros, gente curiosa, con sus ropas raras, un simple entretenimiento para los cristianos, afianzados en su riqueza, en sus pieles color papel. Incluso con el petróleo nos despreciaron, estafándoles a los príncipes saudíes lo que pertenecía por derecho a su pueblo.

Al señor Levy se le escapa otro suspiro.

– Ese «nosotros» ha sido un poco a la ligera, Ahmad.

La circulación, ya muy cargada, empieza a hacerse más densa, a ir más lenta. Los carteles indican north bergen, secaucus, weehawken, ruta 495, túnel lincoln. Pese a que nunca lo ha hecho, con o sin Charlie, Ahmad sigue las indicaciones sin dificultad, incluso cuando la 495, a espasmódico paso lento, lleva a los coches por una espiral hacia el fondo del barranco del Weehawken, hasta casi el cauce del río. Se imagina a una voz a su lado que le dice: «Está chupado, campeón. Esto no es ingeniería aeronáutica».

Mientras la carretera desciende, multitud de vehículos van desembocando desde accesos laterales, procedentes del sur y del este. Por encima de los techos de los coches, Ahmad ve su destino final y común, un largo muro de cantería tostada y las bocas de tres túneles bordeadas de azulejos blancos; en cada uno hay dos carriles. Un letrero indica camiones a la derecha. Los otros camiones -los marrones de UPS, los amarillos de alquiler de la compañía Ryder, furgonetas multicolores de proveedores, camiones articulados resollando y chirriando mientras remolcan sus gigantescas cargas de productos frescos del Garden State * para abastecer las cocinas de Manhattan- también se amontonan a la derecha, avanzando lentamente metro a metro, y frenando.

– Llegó el momento de saltar, señor Levy. En cuanto entremos en el túnel no podré parar.

El responsable de tutorías deja las manos sobre los muslos, enfundados en unos pantalones grises que no van a juego con la americana, para que Ahmad vea que no tiene intención de tocar la puerta.

– No creo que me baje. Estamos juntos en esto, hijo. -Su actitud es valiente, pero su voz suena ronca, débil.

– Yo no soy hijo suyo. Si intenta llamar la atención de alguien haré estallar el camión aquí mismo, en el atasco. No es lo ideal pero mataría a unos cuantos.

– Apuesto lo que quieras a que no. Eres demasiado buen chico. Tu madre me contó que ni siquiera podías soportar la idea de aplastar un insecto. Preferías tirarlo por la ventana con un trozo de papel.

– Mi madre y usted parecen haber hablado bastante.

– Simples reuniones. Ambos queremos lo mejor para ti.

– No me gustaba pisar bichos, pero tampoco tocarlos con la mano. Me daba miedo que me picasen, o que defecasen en mi mano.

El señor Levy ríe ofensivamente. Ahmad insiste:

– Los insectos pueden defecar, lo aprendimos en biología. Tienen tubo digestivo y ano y todo eso, igual que nosotros. -Su cerebro está revolucionado, quiere derribar a golpes sus propios límites. Como no parece quedar tiempo para discutir, acepta la presencia del señor Levy a su lado como algo inmaterial, medio real, semejante a su noción de Dios como alguien más cercano que un hermano, o a la idea que tiene de sí mismo como un ser doble medio desplegado, como un libro abierto cuyas páginas están unidas por el lomo en una única encuadernación, pares e impares, leídas y no leídas.

Sorprendentemente, aquí, en las tres bocas (Manny, Moe y Jack) del túnel Lincoln, hay árboles y vegetación: sobre el embotellamiento, observando el borboteo enmarañado de luces de freno e intermitentes que se encienden y apagan, hay un terraplén con una zona triangular de césped cuidado. Ahmad piensa: «Éste es el último pedazo de tierra que veré»: esa pequeña parcela por la que nadie anda ni va de picnic o que jamás nadie ha mirado con ojos que pronto quedarán ciegos.

Varios hombres y mujeres, con uniformes de un azul grisáceo, están apostados en los márgenes del flujo de tráfico que, coagulado, avanza por centímetros. Estos policías parecen más bien espectadores benevolentes que supervisores, charlando en parejas y disfrutando del sol, renacido pero aún neblinoso. Para ellos, este atasco es el pan de cada día, una parte más de la naturaleza, como la salida del sol, las mareas o cualquier otra repetición mecánica del planeta. Uno de los agentes es una mujer robusta, lleva su rubio pelo recogido bajo la gorra, pero sobresale por la zona de la nuca y las orejas, sus pechos aprietan contra los bolsillos delanteros de la camisa de su uniforme, con su placa y su sobaquera; ha atraído a otros dos varones uniformados, uno blanco y otro negro, con armas colgando de la cintura, que muestran sus dientes en sonrisas lascivas. Ahmad mira su reloj: ocho y cincuenta y cinco. Lleva cuarenta y cinco minutos en el camión. A las nueve y cuarto todo habrá terminado.

Ha maniobrado a la derecha, usando con pericia los retrovisores para aprovechar cualquier mínima vacilación en los vehículos que tiene detrás. El atasco, que hace un rato parecía impenetrable, se ha ido ordenando en carriles que alimentan a los dos túneles con destino a Manhattan. De pronto Ahmad ve que entre él y el acceso subterráneo de la derecha sólo hay media docena de furgonetas y automóviles: primero un camión de mudanzas alquilado de tres metros de altura; luego una caravana de aluminio acolchado y con remaches que, cuando descorra los pestillos y abra un lateral y ponga en marcha su cocina, dará de comer en una acera a multitudes poco escrupulosas; después una hilera de turismos, incluida una furgoneta Volvo de color bronce que transporta a una familia de zanj. Con un ademán cortés Ahmad cede el paso al conductor que lo precede.

– No pasarás el peaje -le advierte el señor Levy. Su voz suena tensa, como si un matón de escuela le oprimiera el pecho abrazándolo por detrás-. Pareces demasiado joven para conducir fuera del estado.

Pero no hay nadie en la garita, construida expresamente para dar cabida a un único empleado. Nadie. El semáforo del sistema electrónico de pago se pone verde y Ahmad y su camión blanco son admitidos en el túnel.

Por unos instantes, la luz del interior resulta extraña: los azulejos que recubren el arco no son del todo blancos, más bien de un amarillo enfermizo, y aprisionan la doble corriente de coches y camiones entre sendos muros. El ruido que se origina tiene un eco ligeramente amortiguado por el flujo subterráneo que por allí discurre, como si se deslizaran por el agua. El propio Ahmad se siente sumergido. Imagina el peso negro del río Hudson sobre su cabeza, por encima del techo alicatado. La luz artificial del túnel es generosa pero no purificadora; los vehículos se ven obligados a avanzar a la velocidad del más lento, por una rara oscuridad emblanquecida. Hay camiones, algunos tan altos que con el techo de sus remolques parecen rozar la bóveda, pero también turismos, que en el revoltijo de la entrada se han mezclado con vehículos mayores.

Ahmad baja la vista y mira a la ventana trasera de la furgoneta bronce, una V90. Dos niños sentados en dirección contraria a la marcha le devuelven la mirada, con ánimo juguetón. No van mal vestidos pero sí con un mismo y cuidadoso desaliño, con ropas chillonas que irónicamente son las que llevarían también unos niños blancos que fueran de excursión con la familia. A esta familia de negros le iba bien hasta que Ahmad les cedió el paso.

Después del descongestionamiento inicial al entrar en el túnel, tras la fuga rápida hacia el espacio que han terminado por alcanzar al desenredarse del atasco del exterior, el flujo del tráfico queda detenido por algún obstáculo invisible, por algún contratiempo ocurrido más adelante. La suavidad del avance se ha quedado en mera ilusión. Los conductores frenan, las luces rojas traseras se encienden. A Ahmad no le molesta tener que aminorar la marcha, arrancar y parar. La pendiente del firme, que es inesperadamente desigual y llena de baches para una calzada que no está expuesta a las inclemencias del tiempo, amenazaba con llevarlos demasiado pronto, a él y a su acompañante y su carga, hasta el nadir del túnel, más allá del cual, ya de subida, se encuentra el teórico punto débil, tras dos terceras partes del recorrido. Ahí es donde, según le indicaron, el paso subterráneo describirá una curva y será más endeble. Ahí terminará su vida. Un brillo como de espejismo causado por el calor ha deslumbrado su imaginación: aquel triángulo de césped cuidado, pero sin uso práctico, que colgaba sobre la boca del túnel sigue suspendido en su mente. Sintió lástima por él, nadie lo visitaba.

Se aclara la garganta.

– No parezco joven -le comenta al señor Levy-. Los hombres de Oriente Medio, con los que comparto sangre, maduramos más rápido que los anglosajones. Charlie decía que yo aparentaba veintiún años y podría conducir grandes camiones articulados sin que nadie me obligase a detenerme.

– Ese Charlie decía muchas cosas -replica el señor Levy. Su voz suena tirante, la voz hueca de un profesor.

– ¿No podría estar callado, ahora que se acerca el fin? Quizá desee rezar, a pesar de que haya perdido la fe.

Uno de los niños del asiento trasero del Volvo -de hecho es una niña a quien han peinado su tupido cabello en dos coletas redondas, como las orejas de aquel ratón de dibujos animados que en su día fue famoso- intenta atraer la atención de Ahmad con sonrisas. Ahmad no le hace caso.

– No -dice Levy, como si le doliera pronunciar incluso este monosílabo-. Habla tú, pregúntame algo.

– El sheij Rachid. ¿Sabe su informadora qué ha pasado con él, después de que se destapara todo?

– De momento se ha esfumado. Pero no llegará a Yemen, te lo puedo asegurar. A estos capullos no siempre les sale bien todo.

– Vino a verme anoche. Parecía envuelto en cierta tristeza. Aunque, la verdad, siempre estaba igual. Creo que su erudición es más fuerte que su fe.

– ¿Y no te dijo que todo se había destapado? A Charlie lo encontraron ayer por la mañana.

– No. Me aseguró que Charlie acudiría, como habíamos acordado. Me deseó suerte.

– Te dejó solo con toda la responsabilidad.

Ahmad percibe el desdén en su tono y afirma:

– Sí, todo depende de mí. -Y se jacta-: Esta mañana había dos coches extraños en el aparcamiento de Excellency. Vi a un hombre, cuya voz tenía el volumen de la autoridad, hablando por un teléfono móvil. Lo vi pero él a mí no.

A propuesta de la niña, ella y su hermanito aprietan sus caras contra la curvada ventana trasera, abriendo mucho los ojos y retorciendo sus bocas, para arrancarle una sonrisa a Ahmad, para llamar la atención.

El señor Levy se hunde en su asiento, fingiendo despreocupación o parapetándose en alguna imagen mental. Dice:

– Otra cagada de tu querido Tío Sam. Ese poli inútil debía de estar encargando más cafés, o contándole chistes verdes a algún colega de la central, quién sabe. Escúchame bien. Hay algo que tengo que decirte. Me follé a tu madre.

Las paredes de azulejos, percibe Ahmad, refulgen con un rojo rosáceo a causa de los reflejos de las múltiples luces de freno. Los coches avanzan de un tirón unos cuantos metros y luego vuelven a frenar.

– Nos estuvimos acostando todo el verano -prosigue Levy al ver que Ahmad no responde-. Era fantástica. No sabía que pudiera volver a enamorarme, que pudiera volver a segregar tantos jugos.

– Creo que a mi madre -replica Ahmad, tras pensar un rato- no le cuesta mucho llevarse a un hombre a la cama. Las auxiliares de enfermería se sienten muy cómodas con los cuerpos, y ella en concreto se ve como una persona moderna y liberada.

– Así que no te fustigues tanto, eso es lo que me estás diciendo, ¿no?, que para ella no tuvo la menor importancia. Pero para mí sí. Ella se convirtió en mi mundo. Perderla fue como si me hubieran operado de gravedad. Me dolió. Estoy bebiendo mucho. No lo puedes entender.

– Sin ánimo de ofender, señor, pero le entiendo bastante bien -dice Ahmad, con cierta altanería-. Pero no es que me entusiasme la imagen de mi madre fornicando con un judío.

Levy ríe, se le escapa una risotada burda.

– Eh, oye, aquí todos somos estadounidenses, ¿no? Ésa es la idea, ¿no te lo enseñaron en el Central High? Los irlandeses, los afroamericanos, los judíos… incluso los árabeamericanos.

– Nómbreme uno.

Levy se queda de piedra.

– Omar Sharif -apunta. Sabe que en una situación más relajada se le ocurrirían otros.

– No es estadounidense. Vuelva a intentarlo.

– Eh… ¿cómo se llamaba ése? Sí, Lew Alcindor.

– Kareem Abdul-Jabbar -lo corrige Ahmad.

– Gracias. No es de tu época, me parece.

– Pero sí un héroe. Venció muchos prejuicios.

– Creía que ése fue Jackie Robinson, pero no importa.

– ¿Estamos cerca del punto más bajo del túnel?

– ¿Cómo voy a saberlo? Al fin y al cabo, estamos cerca de todas partes. Una vez entras en el túnel se hace difícil orientarse. Antes solía haber polis patrullando a pie por dentro, pero no los he vuelto a ver. Era más bien una cuestión disciplinaria, pero supongo que hasta los polis se olvidaron de la disciplina cuando el resto de la gente también empezó a hacerlo.

El avance se ha detenido por unos minutos. Los coches de detrás y de delante empiezan a tocar el claxon; el ruido viaja a lo largo de los azulejos como aire que atravesara un gigantesco instrumento musical. Parece que al estar parados dispongan de interminable tiempo libre, de modo que Ahmad se vuelve y le pregunta a Jack Levy:

– ¿Alguna vez, en sus estudios, ha leído algo acerca del poeta y filósofo político egipcio Sayyid Qutub? Vino a Estados Unidos hace cincuenta años y se quedó sorprendido por la discriminación racial y la inmoralidad manifiesta que reinaba entre los sexos. Llegó a la conclusión de que no hay un pueblo que esté más alejado de Dios y la piedad que el estadounidense. Pero el concepto de jāhiliyya, que se refiere al estado de ignorancia anterior a Mahoma, también se extiende a los musulmanes mundanos y los convierte en objetivos legítimos de asesinato.

– Parece un tipo sensato. Lo incluiré en la lista de lecturas optativas, si es que sigo con vida. Este semestre voy a dar un curso de civismo. Estoy harto de pasarme el día sentado en ese viejo almacén de material intentando convencer a sociópatas malhumorados de que no dejen los estudios. Pues que los abandonen, ésa es mi nueva filosofía.

– Señor, lamento decirle que no vivirá. En unos minutos voy a ver el rostro de Dios. Mi corazón rebosa de anhelo.

Su carril de tráfico da un tirón. Los niños del vehículo de delante se han cansado de intentar llamar la atención de Ahmad. El pequeño, que lleva una gorra roja con la visera en punta y una camiseta de rayas de los Yankees, una de imitación, se ha acurrucado y quedado dormido en el incesante arrancar y parar, sedado por los resuellos y chirridos de los frenos de los camiones de este infierno alicatado en que el petróleo refinado se va convirtiendo en monóxido de carbono. La niña de las coletas tupidas, chupándose el dedo, se apoya contra su hermanito y dirige a Ahmad una mirada fría, ya no intenta lograr que se fije en ella.

– Adelante. Ve a ver a ese cabrón -le dice Jack Levy, quien ya no está hundido en el asiento sino erguido y cuyas mejillas han perdido el aspecto enfermizo a causa de la excitación-. Ve a ver la jodida cara de Dios, a mí ya me da igual. ¿Por qué debería importarme? La mujer por la que estaba loco me ha dejado plantado, mi trabajo es una lata, me despierto cada día a las cuatro de la madrugada y no puedo volver a dormirme. Mi mujer… Dios, es demasiado deprimente. Se da cuenta de lo infeliz que soy y se culpa por haberse vuelto ridículamente obesa, y ahora le ha dado por seguir un régimen criminal que va a terminar matándola. Sufre horrores, con esto de no comer. Yo quiero decirle: «Beth, olvídalo, nada logrará devolvernos a como estábamos cuando éramos jóvenes». Tampoco es que fuera algo extraordinario. Nos echábamos unas risas, solíamos divertirnos el uno al otro y disfrutar de las cosas sencillas, salir a cenar un día por semana, ir al cine si nos veíamos con ganas, ir de picnic de vez en cuando a las mesas que hay cerca de las cascadas. El único hijo que tuvimos, que se llama Mark, vive en Albuquerque y no quiere saber nada de nosotros. ¿Quién lo va a culpar por eso? Nosotros hicimos lo mismo con nuestros padres: huyamos de ellos, no nos entienden, nos avergüenzan. Ese filósofo tuyo, ¿cómo se llama?

– Sayyid Qutub. Para ser precisos, Qutb. Era uno de los autores preferidos de mi antiguo profesor, el sheij Rachid.

– Parece interesante lo que dice de Estados Unidos. La raza, el sexo: nos asedian. En cuanto te quedas sin fuerzas, Estados Unidos ya no tiene nada que ofrecer. Ni siquiera te deja morir, ya ves, los hospitales se llevan todo el dinero de Sanidad. La industria farmacéutica ha convertido a los médicos en unos granujas. ¿Para qué ir soportando los achaques de la vejez? ¿Para que alguna enfermedad me convierta en un cliente muy rentable para una panda de ladrones? Mejor que Beth disfrute de lo poco que le puedo dejar; así lo veo yo. Me he convertido en un estorbo para el mundo, le robo espacio. Adelante, aprieta el puto botón. Como le dijo a alguien por el móvil el tío aquel que iba en uno de los aviones del 11-S: será rápido.

Jack alarga la mano hacia el detonador y Ahmad, por segunda vez, se la agarra.

– Por favor, señor Levy -pide-. Me corresponde a mí. Si lo hiciera usted, el significado cambiaría, de una victoria pasaría a ser una derrota.

– Dios mío, tendrías que ser abogado. Vale, deja de estrujarme la mano. Era broma.

La niña de la furgoneta de delante ha visto el breve forcejeo, y a causa de su renovado interés ha despertado a su hermano. Los observan con sus cuatro ojos negros y brillantes. Con el rabillo del ojo, Ahmad ve cómo el señor Levy se frota el puño con la otra mano. Le dice a Ahmad, quizá para ablandarlo con un halago:

– Este verano te has puesto fuerte. Después de la primera entrevista me diste la mano tan floja que fue casi un insulto.

– Sí, ya no le temo a Tylenol.

– ¿Tylenol?

– Otro alumno del Central High. Un matón con pocas luces que se ha quedado con una chica que me gustaba. Y yo le gustaba a ella, aunque me tuviera por un bicho raro. De modo que no es usted el único que tiene dificultades con el amor. Uno de los graves errores del Occidente pagano, según dicen los teóricos del islam, es idolatrar una función animal.

– Háblame de las vírgenes. De las setenta y dos vírgenes que satisfarán tus necesidades en el otro barrio.

– El Sagrado Corán no especifica cuántas hūrīyyāt hay. Únicamente dice que son numerosas, de ojos negros y mirada recatada, y que no han sido tocadas por hombre alguno, ni por ningún yinn.

¡Yinn! ¡Aún estamos con ésas!

– Usted se mofa sin saber de qué habla. -Ahmad siente cómo el rubor del odio le recubre la cara, y le espeta al burlón-: El sheij Rachid me explicó que los yinn y las huríes son símbolos del amor de Dios hacia nosotros, que se encuentra en todas partes y se renueva eternamente, y que los mortales ordinarios no pueden comprender sin mediación.

– Vale, ya me está bien si tú lo ves así. No vamos a discutir. No se puede discutir con una explosión.

– Lo que usted llama explosión es para mí un pinchazo, una pequeña rasgadura que dejará entrar el poder de Dios en el mundo.

Pese a que parecía que nunca llegaría el momento, con una circulación tan parsimoniosa, el firme se nivela sutilmente y luego una leve inclinación hacia arriba le indica a Ahmad que ya han alcanzado el punto más bajo del túnel, y la curva descrita en las paredes que los preceden, visible a intervalos por entre la alta caravana de camiones, señala el punto débil donde deberá detonar los barriles de plástico, fanáticamente limpios y bien ceñidos, dispuestos en formación cuadrangular Su mano derecha se aparta del volante y se cierne sobre la caja metálica de color gris militar, con la pequeña depresión en la que encajará su pulgar. Cuando lo apriete, se reunirá con Dios. Dios estará menos terriblemente solo. «Te recibirá como a un hijo suyo.»

– Hazlo -Jack Levy lo apremia-. Voy a intentar relajarme. Joder, últimamente voy muy cansado.

– No sentirá el dolor.

– No, pero sí lo habrá para muchos otros -replica el viejo, hundiéndose de nuevo en el asiento. Pero no puede dejar de hablar-: No es como me lo había imaginado.

– ¿Imaginarse qué? -Ha resonado como un eco, tal es el estado purificado y vacío de Ahmad.

– La muerte. Siempre pensé que moriría en la cama. Quizá por eso no me gusta estar ahí. En la cama.

«Desea morir», piensa Ahmad. «Se burla de mí para que yo lo haga por él.» En la sura cincuenta y seis, el Profeta habla del momento en que «el alma llega a la garganta del moribundo». Ahora es ese momento. El viaje, el miraj. Buraq está listo, sus alas blancas y resplandecientes provocan un rumor al desplegarse. Pero en esa misma sura, «El acontecimiento», Dios pregunta: «Nosotros os hemos creado, ¿por qué no dais fe? ¿Habéis visto el semen que eyaculáis? ¿Lo creáis vosotros o somos Nosotros los creadores?». Dios no quiere destruir: fue Él quien hizo el mundo.

El dibujo de los azulejos de la pared, y de los del techo, ennegrecidos por los tubos de escape -una perspectiva de incontables cuadrados repetidos, como un enorme papel pautado enrollado hasta volverse tridimensional- estalla y se expande en la imaginación de Ahmad como el gigantesco fīat de la Creación, en una sucesión de ondas concéntricas, cada una desplazando a la anterior más y más lejos del punto inicial de la nada, después de que Dios sancionara la gran transición del no-ser al ser. Ésta fue la voluntad del Benefactor, del Misericordioso, ar-Rahmān y ar-Rahīm, del Viviente, del Paciente, del Generoso, del Perfecto, de la Luz, del Guía. Él no desea que profanemos Su creación imponiendo la muerte. Él desea la vida.

La mano derecha de Ahmad retorna al volante. Los dos niños del vehículo de delante, vestidos y cuidados con cariño por sus padres, bañados y confortados cada noche, lo observan con gesto serio, han percibido algo errático en su mirada, algo antinatural en la expresión de su rostro, mezclado con el reflejo de la luna del camión. Para tranquilizarlos, aparta la mano derecha del volante y los saluda, sus dedos se mueven como las patas del escarabajo volteado. Reconocida al fin su presencia, los niños sonríen, y Ahmad no puede evitar devolverles la sonrisa. Mira el reloj: las nueve y dieciocho. Ya ha pasado el momento en que los desperfectos habrían sido mayores; el recodo del túnel va quedando lentamente atrás, y se abre ahora al rectángulo creciente de la luz del día.

– ¿Y bien? -pregunta Levy, como si no hubiera oído la respuesta de Ahmad a su último comentario. Vuelve a enderezarse.

Los niños negros, presintiendo de un modo similar el rescate, hacen monerías estirándose la parte inferior de los ojos con los dedos y sacando la lengua. Ahmad intenta sonreír de nuevo y repite el saludo simpático, pero ahora más débilmente; se siente agotado. La brillante boca del túnel se abre para engullirlo a él, a su camión y a sus fantasmas; juntos, emergen a la luz gris pero estimulante de un nuevo lunes en Manhattan. Fuera lo que fuese lo que hacía que la circulación en el túnel avanzase con parsimonia, tan exasperantemente lenta, se ha dispersado al fin, se ha disuelto en un espacio abierto y pavimentado que discurre entre edificios de apartamentos de altura modesta y carteles e hileras de casas adosadas y, a una distancia de varias manzanas, rascacielos de cristal de aspecto frágil. Podría ser un lugar cualquiera de New Jersey; tan sólo lo desdice la silueta, justo enfrente, del Empire State Building, que vuelve a ser el edificio más alto de la ciudad de Nueva York. La furgoneta de color bronce se aleja hacia la derecha, al sur. Los niños están absortos con las vistas metropolitanas, sus cabezas giran de un lado a otro, y no se preocupan de despedirse de Ahmad. Después del sacrificio que ha realizado por ellos, su actitud le parece un desaire.

A su lado, el señor Levy dice:

– ¡Colega! -intenta imitar, estúpidamente, el habla de un estudiante de instituto-. Estoy empapado. Me habías convencido. -Intuye que no ha dado con el tono adecuado y añade, más suavemente-: Bien hecho, amigo. Bienvenido a la Gran Manzana.


Ahmad ha aminorado la marcha y después se ha detenido, casi en mitad del amplio espacio. Los coches y camiones de detrás, que se apresuraban por salir a la libertad, se ven obligados a maniobrar bruscamente; hacen sonar el claxon, las ventanillas laterales se bajan y escupen gestos insultantes. Ahmad divisa el Mercedes azul Prusia, que acelera, y se sonríe al pensar que, pese a todos sus airados intentos de adelantamiento, ese ladrón de inversiones, presuntuoso e indigno, que tenía por conductor seguía detrás de él.

Jack Levy se da cuenta de que ahora él está al mando.

– ¿Y bien? La pregunta es: ¿qué hacemos? Devolvamos este camión a Jersey. Se alegrarán de verlo. Y de verte a ti, me temo. Pero no has cometido ningún crimen, eso será lo primero que dejaré bien claro, salvo transportar una carga de material peligroso fuera del estado con una licencia de la clase C. Seguramente te la quitarán, pero no está tan mal. De todas formas, no estabas destinado a repartir muebles.

Ahmad reanuda la marcha, entorpeciendo menos el tráfico y a la espera de instrucciones.

– Todo recto, y en cuanto puedas, a la izquierda -le dice Jack-. No quiero volver a pasar por ningún túnel contigo y con esta cosa, gracias. Tomaremos el puente George Washington. ¿No crees que podríamos activar otra vez el interruptor de seguridad?

Ahmad alarga la mano, ahora temerosa de alterar el mecanismo cuidadosamente manipulado. La palanquita amarilla dice «zas»; el formidable cargamento queda en silencio. El señor Levy, aliviado por seguir con vida, sigue hablando:

– Gira a la izquierda después de ese semáforo, debe de ser la Décima Avenida, creo. Estoy intentando recordar si por la autovía del West Side pueden circular camiones. Quizá tengamos que ir hasta Riverside Drive, o mejor subir hasta Broadway y continuar todo recto hasta llegar al puente.

Ahmad se deja guiar, dobla a la izquierda. El camino es recto.

– Estás conduciendo como un profesional -le dice el señor Levy-, ¿Estás bien? -Ahmad asiente. -Sé que te encuentras en estado de shock. Yo también. Pero no creo que encontremos dónde aparcar este cacharro. En cuanto lleguemos al puente, prácticamente estaremos en casa. Confluye en la Ruta 80. Iremos directos al cuartel general de policía, detrás del ayuntamiento. No dejaremos que esos cabrones nos intimiden. Que devuelvas este camión de una pieza los hará quedar bien, sólo con que tengan unas pocas luces lo van a entender. Podría haber sido una catástrofe. Si alguien te amenaza, recuérdales que te metió en esto un agente de la CIA que andaba en un doble juego de dudosa legalidad. Tú eres una víctima, Ahmad, una cabeza de turco. No creo que el Departamento de Seguridad Nacional quiera que los detalles se filtren a la prensa, o que se aireen ante un tribunal.

El señor Levy permanece callado durante una manzana o dos, espera que Ahmad diga algo, pero luego apunta:

– Sé que te parecerá prematuro, pero lo que he mencionado antes de que serías un buen abogado no iba en broma. Bajo presión sabes mantenerte frío. Hablas bien. En los próximos años, los árabes americanos van a necesitar muchos abogados. Oh, oh. Me parece que estamos en la Octava Avenida, pensaba que íbamos por la Décima. Pero no la dejemos, por aquí llegamos a Broadway a la altura de Columbus Circle. Creo que aún lo llaman así, aunque el pobre espagueti ha dejado de ser políticamente correcto. A tu izquierda tienes la Port Authority Bus Terminal; seguramente habrás estado aquí alguna vez. Luego cruzaremos la Calle Cuarenta y Dos. Aún me acuerdo de cuando era una zona caliente, pero me temo que la corporación Disney ha hecho limpieza.

Ahmad quiere fijarse, entre la marea de taxis amarillos y semáforos y peatones apiñados en cada esquina, en este nuevo mundo que lo rodea, pero el señor Levy no deja de tener ocurrencias. Dice:

– Será interesante averiguar si esa maldita cosa estaba realmente conectada o, si los de nuestro bando tenían a algún otro infiltrado, no lo estaba. Era mi as en la manga, pero estoy contento de no tener que haberlo sacado. Gracias a Dios te has acojonado. -Esto suena mal incluso a sus propios oídos-. Bueno, que te has apaciguado, mejor dicho. Que has visto la luz.

A su alrededor, subiendo por la Octava Avenida hacia Broadway, la gran ciudad es un hormiguero de gente, algunos visten con elegancia, muchos otros con desaliño, unos pocos son bellos, pero no la mayoría, y todos quedan reducidos al tamaño de insectos por las imponentes estructuras que los rodean; pero aun así corren, se apresuran, bajo el sol lechoso de esta mañana se abstraen pensando en algún proyecto o idea o esperanza que custodian para sí mismos, algún motivo para vivir otro día, cada uno de ellos empalado vivo en la aguja de la conciencia, clavado en la tabla del ascenso individual, de la propia conservación. Eso y sólo eso. «Estos demonios», piensa Ahmad, «se han llevado a mi Dios.»

Загрузка...