Capitulo 10

¿Cómo había podido decir algo así? ¿Cómo se había atrevido a enfrentarse a la reina? Holly se sentó en la enorme cama con dosel y trató de dejar de temblar. Apretó a Deefer contra sí.

– Has sido tú -le dijo al perro-. Tú has hecho que me sintiera valiente.

Pero no se sentía valiente. Se sentía pequeña, insignificante y muy sola.

– ¿Cuándo crees que volveremos a ver a Andreas?

Deefer respondió lamiéndole la cara.

– Gracias por tus besos, pero les falta un poco de delicadeza.

Respiró hondo para intentar aplacar el temor que sentía. ¿Cómo iba a aguantar allí sola? ¿Tenía alguna alternativa?

Quizá sí, pero si volvía a Australia, sería el final. Se había casado con él por algo y era una locura marcharse.

– Además, seguramente volvería a traerme a la fuerza -susurró-. Soy una esposa cautiva, Deefer. Acabaré como Tia, obediente y temerosa incluso después de años y años de matrimonio.

Tuvo que parpadear varias veces para no echarse a llorar y, después de un rato optó por salir a la terraza de la habitación que daba a los enormes y cuidados jardines del palacio.

De pronto apareció en su mente la imagen de los campos polvorientos, los eucaliptos y una pequeña tumba.

– Seguro que te gusta Munwannay -dijo a Deefer-. Esta vez al menos te tendré a ti… Pero lo quiero todo -admitió para sí-. Te quiero a ti, a Andreas y a Munwannay. Quiero que seamos una familia.

– Tu avión sale al amanecer. Tengo una lista de contactos que quiero que repases.

Andreas miró a su hermano con gesto sombrío.

– No puedo dejar aquí a Holly.

– Tampoco puedes llevártela; tienes que moverte muy rápido. Eres el único preparado para hacerlo y ya sabes lo que ocurrirá si no encontramos la piedra.

– No me importa lo más mínimo esa piedra.

– ¿Crees que a mí sí? -le preguntó Sebastian con incredulidad-. Lo que sí me importa es mi país, igual que a ti. Y la gente que vive en él.

– Zakari no sería mal gobernante.

– Eso no lo sabemos, y hay demasiadas cosas en peligro como para arriesgarnos. No tienes elección.

– Nunca la he tenido -aseguró Andreas con tristeza.

– No cuando está en peligro el futuro de nuestro pueblo. No.

– ¿Y cuando aparezca la piedra?

– Entonces puede que descubras que te gusta ser príncipe. Y puede que a mí me guste ser rey. Pero hasta entonces tenemos muchas cosas que hacer, y que hacerlas ya. Está aquí el jefe de seguridad para darte toda la información necesaria. Vamos.

Las dos de la madrugada. Andreas abrió la puerta con sigilo, como si pensara que ella podía estar durmiendo y quizá lo habría estado de no haber tenido los nervios a flor de piel y de no sentirse tan sola.

Pero Andreas se había olvidado también del cachorro. Deefer saltó de la cama en cuanto se abrió la puerta y corrió a saludar a su amo.

– Llevamos demasiado poco tiempo casados para que empieces a llegar después de la media noche -dijo ella, ya sentada en la cama-. ¿No te parece?

– Tenía que…

– Ir a Grecia, lo sé.

– No me voy hasta mañana.

– Pero si ya es mañana -respondió, consciente de la hora que era-. ¿O es que aún tenemos un día hasta que te vayas?

– Holly, lo siento, pero… Me voy hoy mismo. Tengo que salir al amanecer.

– Tienes que salvar el mundo. Ya me lo ha dicho tu madre.

– ¿Qué más te ha dicho? -parecía preocupado.

– Que Deefer tiene que dormir en los establos.

– Veo que en eso no le has hecho mucho caso -Andreas agarró al perro, le dio la vuelta y le rascó la tripa.

– No trates de congraciarte con mi perro -espetó Holly, y Andreas sonrió.

Fue a sentarse en la cama, frente a ella. Era enorme, así que no había motivo para que a Holly se le encogiera el corazón sólo porque se sentara Andreas.

«Sigue enfadada», se dijo a sí misma, pues era la única defensa con la que contaba.

– Tu madre dice que necesito unas clases de protocolo.

– Te vendrían muy bien -dijo él.

– ¿Por qué?

Andreas dejó al perro en el suelo, consiguió que se entretuviera con la alfombra y volvió a mirarla a ella.

– Holly, quizá podríamos tener un matrimonio de verdad -sugirió con cautela.

– Un matrimonio de verdad -repitió ella, como atontada y sin aire en los pulmones.

– Parece ser que el plan de casarnos está funcionando mucho mejor de lo que esperábamos. La gente te ve como una especie de Cenicienta y te tienen mucho cariño. Sebastian cree que podría funcionar.

Sebastian.

– ¿Eso cree? -replicó, tratando de mantener la calma-. Deberías saber que…

– Y a mí me gustaría mucho.

Ahí estaba otra vez. El hormigueo que había sentido a los diecisiete años cuando los había presentado su padre. Pero multiplicado por un millón.

– Entonces no se trata de Sebastian -dijo suavemente, casi para sí misma-. No se trata del país. Sino de nosotros dos.

– Es cierto -admitió él un segundo antes de retirar las sábanas y tirar de ella para poder estrecharla en sus brazos y besarla suavemente-. Se trata de nosotros.

– Pero mañana…

– Soy príncipe, Holly -le recordó con voz triste-. Tengo obligaciones que debo cumplir. No voy a permitir que mi país acabe en la ruina, pero ahora… ahora sólo existes tú, mi amor.

Hasta el amanecer, pensó Holly, pero fue un pensamiento fugaz porque Andreas estaba abrazándola, besándola y pidiéndole que respondiera del mismo modo. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Tenía razón. Sólo existían ellos dos.

Hasta el amanecer.

Cuando despertó, él ya se había ido. Se dio media vuelta en la enorme cama y se dio cuenta de que estaba sola.

Ni siquiera estaba Deefer, pero a éste lo encontró junto a la puerta, como si esperara que volviera a entrar su amo.

– Vuelve a la cama, Deef -dijo, pero el cachorro se limitó a llorar, apoyando la nariz en la rendija entre la puerta y el suelo. Holly se levantó a buscarlo y lo llevó de nuevo a la cama.

Una matrimonio de verdad. ¡Ja!

– Ya verás como te gusta Australia -susurró-. Allí podrás comportarte como un perro y yo… bueno, yo volveré a ser la de siempre.

La solitaria, la que lloraba la muerte de su hijo y la pérdida de su gran amor.

De pronto llamaron a la puerta y apareció una doncella, disculpándose.

– Señora, Su Majestad la reina Tia ha fijado una lección de protocolo a las diez y ha pedido que la informe de que le servirán el desayuno a las ocho en el gran comedor, donde la espera un maestro de etiqueta.

Y volvió a cerrar la puerta.

– Etiqueta…, eso es lo que hay para desayunar -murmuró Holly, de nuevo a solas con Deefer-. Nada de café y huevos -sólo con pensarlo sintió un escalofrío-. Deefer, creo que quiero irme a casa.

Pero…

– Dije que iba a darle una oportunidad a todo esto. Andreas dice que tenemos que seguir casados y yo le creo.

Pero…

– Pero nada -se dijo a sí misma-. No pienses en la granja ni en nada…, sólo en el protocolo.

Andreas estuvo fuera once interminables días. Un tiempo en el que Holly ni siquiera pudo salir del palacio.

– La gente cree que siguen de luna de miel -le explicó el jefe de relaciones públicas de la Casa Real -. Nadie sabe que Andreas está en Grecia, y la luna de miel es la tapadera perfecta.

La tapadera perfecta. Por supuesto. Cuando todo el mundo creía que estaban disfrutando de su amor, Andreas estaba en Grecia y ella… ¡en un infierno de protocolos!

– Siempre irá tres pasos por detrás de su esposo. Fíjese en sus pies; en el momento que se detenga, usted se detiene también. Si se da la vuelta para hablar con usted, tiene que acercarse a un paso, escuchar, sonreír y responder brevemente, pero nunca debe dar la impresión de no estar de acuerdo con él. Su marido es miembro directo de la familia real y usted no, lo que quiere decir que siempre tiene precedencia.

Sí, pero ahora no está aquí para disfrutar de esa precedencia -le dijo a Deefer el undécimo día.

Había salido a pasear al perro por los jardines,en la zona sur, donde no había posibilidad de que la descubriera las cámaras. Y ni siquiera allí se sentía cómoda. De uno de los balcones de palacio salía música; debían de ser las princesas. Apenas las había visto, sin duda estaban demasiado ocupadas con sus cosas. No le gustó la música que escuchaban.

Y tampoco le gustaba aquel lugar.

– Será mejor cuando vuelva a casa -le había asegurado Andreas en las breves llamadas que le había hecho.

Lo había oído cansado y estresado, por eso no le había gritado, pero acabaría haciéndolo. Con mucha deferencia, por supuesto. Si volvía alguna vez.

Estaba tan inmersa en sus pensamientos que no se dio cuenta de que Deefer se había alejado de ella, había salido corriendo hacia el lago, otra vez. Había descubierto aquel lugar la semana anterior y había estado a punto de causar problemas Con los cisnes…

– Vuelve aquí -le gritó, pero el perro no hizo el menor caso.

El pobre cachorro estaba aburrido. Ella se había pasado la mañana asistiendo a interminables lecciones y Deefer había tenido que esperar en el apartamento que Andreas tenía dentro de las dependencias del palacio. Parecía que allí a nadie le gustaban los animales.

El perro fue directo a los cisnes, lo que causó un gran revuelo entre las aves, que extendieron las alas mientras Deefer los perseguía sin dejarse intimidar.

Muy pronto no fue sólo Holly la asustada. Llegaron gritos procedentes de los balcones del palacio y acudieron corriendo el jardinero principal con otros dos hombres más jóvenes. Holly miró atrás mientras corría hacia Deefer… y de pronto creyó que se le paraba el corazón al darse cuenta de que uno de los hombres llevaba un arma. Una escopeta. Y estaba apuntando…

– ¡ No! -gritó ella-. ¡No!

Pero el tipo no bajó el arma, ni siquiera miró hacia donde se encontraba Holly. La música sonaba más alta donde estaba él. ¿No la oía?

– ¡No! -gritó de nuevo-. Es mío.

El hombre no reaccionó y sus dos acompañantes le habían dejado espacio para que disparara cómodamente.

Holly estaba muy cerca. Rodeó el último arbusto y se tiró en plancha sobre Deefer. ¿Había llegado tarde? Oyó el disparo y después un grito.

Pero lo había conseguido. Había agarrado a Deefer y rodaba con él por el suelo, abrazándolo y llorando. Había cisnes revoloteando por todas partes. No le importaba, Deefer estaba bien. Cerró los ojos…

– Holly…

Fue un milagro que lo oyera. El grito llegó a sus oídos desde muy lejos, pero aun así pudo percibir el horror de quien lo había lanzado.

Andreas.

Le dolía la cara. Sintió el calor de la sangre corriéndole por la mejilla.

Pero Deefer estaba bien. Se revolvía entre sus brazos, ansioso por escapar y seguir con su importante tarea.

– Holly! -ahora sonó más cerca.

Alguien había apagado la música. Holly abrió los ojos, aún con el perro entre los brazos. Se encontró con varios hombres. El que tenía la escopeta en la mano la miraba con horror. Había dado un paso atrás y, por la expresión de su cara, creía que iban a pegarle un tiro también a él.

Entonces apareció Andreas a su lado. Parecía tan asustado que Holly se llevó la mano a la cara de manera instintiva para comprobar si realmente había sido tan grave. No lo era. Era poco más que un rasguño y apenas le habían salido unas gotas de sangre.

– Sólo es un arañazo -dijo con más ímpetu del que pretendía, y todos los que la rodeaban respiraron aliviados.

– Mi amor -susurró Andreas mientras buscaba alguna otra lesión. Después la estrechó en sus brazos y la apretó contra sí, estrujando en medio a Deefer, que protestó, pero nadie le hizo caso.

¿Estaba soñando? No le importaba. Holly se abandonó en sus brazos, sintiendo los latidos de su corazón, su fuerza y su protección.

Su hombre había vuelto a casa cuando más lo necesitaba.

– ¿Quién ha disparado a mi mujer? -preguntó Andreas con una voz que ella no le había oído nunca.

Sus palabras estaban impregnadas de furia, pero también de miedo, una combinación que hizo que Holly sintiera un escalofrío.

– ¿Y bien?

– Disculpe, señor… -era el más joven de los jardineros, el que llevaba la escopeta.

Dio un paso al frente y, por la expresión de su cara, creía que sería el último.

– Estaba intentando disparar a Deefer… -consiguió decir Holly. Miró al muchacho y pensó que no tenía por qué asustarse tanto si no había pasado nada-. Yo… nosotros a veces tenemos que disparar a los perros salvajes cuando se cuelan entre el ganado.

– Exacto -dijo el muchacho y los otros dos asintieron.

– En el último año nos han matado a cinco cisnes -explicó el mayor de todos. Hay algún animal que se cuela por el cercado. Las órdenes del rey son que disparemos.

– ¿Estando mi mujer cerca? -preguntó Andreas, incrédulo-. ¿Sabiendo que se trataba de su perro?

– No sabía que era su perro y ella salió volando de repente -murmuró el joven-. Ninguna princesa corre así. Se lanzó sobre el perro…

– Si no lo hubiera hecho, lo habrías matado -respondió Holly, atreviéndose a mostrarse desafiante entre los brazos de Andreas.

– ¿Está bien?

La pregunta procedía de algún lugar a la espalda de los jardineros. Una mujer se abría paso entre los empleados, que se apartaron de inmediato al oír su voz. Era Tia, por supuesto. Iba vestida completamente de blanco, con unas perlas que debían costar una fortuna y unos zapatos de tacón muy poco adecuados para caminar por la hierba: claro que ningún zapato se atrevería a hundirse si era Tia la que lo llevaba puesto.

Pero parecía… asustada.

– Está bien, madre -respondió Andreas.

Tia se mostró aliviada, pero sólo durante un instante, luego se puso al mando de la situación.

– Vi cómo el perro atacaba a los cisnes. Ya sabes cuáles son las órdenes de tu padre. Son sus cisnes y hay que protegerlos a toda costa.

– ¿Incluso a costa de la vida de mi mujer? -preguntó Andreas, indignado-. No puedo creerlo.

– Tu padre…

– Mi padre está muerto -replicó él-. Ya no se trata de lo que él piense, sino de lo que pienses tú.

– Por supuesto que no es lo que yo pienso -se volvió hacia los empleados-. Vuelvan al trabajo. No les hago responsables de la herida de la muchacha, sólo estaban siguiendo las órdenes del Rey.

– Pero… -dijo el joven, como aturdido.

– La esposa de mi hijo se pondrá bien -aseguró Tia-. Sólo ha sido un rasguño… y no creo que vaya a denunciarnos -añadió, permitiéndose una sonrisa-. Váyanse. Ahora mismo.

Todos obedecieron. Andreas seguía sentado en el suelo con Holly y Deefer entre los brazos y la reina los miraba desde arriba.

No comprendo por qué los cisnes no salieron volando -comentó Holly, tratando de buscar algo que borrara la expresión de furia de los rostros de madre e hijo.

– No pueden hacerlo -respondió la Reina -. tienen las alas cortadas.

– Ya sabes que los cisnes siempre vuelven a su lago -intervino Andreas-. Pero mis padres les cortan las alas de todos modos para asegurarse.

– Por el amor de Dios, Andreas… Son órdenes de tu padre -insistió Tia, pero su voz no parecía segura como antes-. Ya lo sabes, así son las cosas. Ya le dije a Holly que dejara al perro en los establos.

– El perro vive con Holly y ésta es su casa, madre.

– No es mi casa -intervino Holly tratando de ponerse en pie. Andreas la ayudó y fue una suerte que no se encontraba nada bien. Le temblaban piernas y, aunque estaba deseado alejarse de ellos dos miembros de la realeza, necesitaba el apoyo de Andreas. Pero antes debía decir algo-. Mi casa está en Australia y es allí donde me voy.

– No puedes irte todavía -dijo Tia, sorprendida ver el gesto de disgusto de Andreas.

– Puedo irme cuando quiera. ¿No es cierto, Andreas?

Él la apretó contra sí, lo que permitió que percibiera su tensión, parte de la cual no tenía nada que ver con ella.

– Así es -respondió tajantemente-. Holly se ha casado conmigo para ayudarnos y ha cumplido su parte del trato. Ya le hemos dicho a la prensa que hará frecuentes visitas a la propiedad que tiene en Australia. Es libre de marcharse cuando quiera.

– Sebastian opina que es mejor que se quede -insistió Tia con la misma dureza.

– Sebastian no controla mi vida privada -replicó Andreas-. Del mismo modo que mi padre ya no controla la tuya. Creo que ambos deberíamos darnos cuenta de eso. Entretanto, mi esposa es cosa mía y tiene total libertad.

– Muchas gracias -dijo Holly y se habría apartado si Andreas no hubiera seguido sujetándola.

Sobre la camisa de Andreas cayó una gota de sangre.

– Tengo que llevarte dentro a que te vean esa herida.

– Tendrá que quedarse -afirmó Tia con una voz que parecía casi de desesperación.

·-¿Cómo piensa cortarme las alas? -le preguntó Holly, temblando. Empezaba a darse cuenta de lo cerca que había estado de la tragedia-. Soy libre. Andreas… Andreas es mi marido, pero eso no es suficiente para retenerme. Me voy a casa.

Andreas hizo caso omiso de sus protestas y la llevó a una habitación junto a las cocinas que hacía las veces de sala de primeros auxilios. No le quedó más remedio que recostarse en sus brazos y dejar que la llevara donde quisiera. Quizá había parecido desafiante frente a la Reina, pero lo cierto era que por dentro estaba destrozada y a punto de llorar.

– ¿Cuándo has vuelto? -consiguió decir mientras él abría la puerta de la sala con el pie.

– Hace diez minutos. He venido directamente a buscarte.

– Podrías haber llegado antes -claro que quizá entonces ella habría estado distraída y no habría podido salvar a Deefer, pensó con un escalofrío.

– Dios, Holly, pensé que estarías bien aquí.

– Sí, bueno, pero tienes muchos matones armados.

– No los tengo yo.

– No, pero tu familia sí y tú eres parte de la familia, Andreas.

– Sí -admitió con tristeza.

Entonces apareció una mujer vestida de blanco y no pudieron seguir hablando.

Tal y como había dicho Holly, no era más que un rasguño; la bala apenas la había rozado. La enfermera le limpió la herida y le colocó un apósito con todo el cuidado del mundo. Al final cualquiera habría dicho que más que un rasguño, le habían hecho una lobotomía, a juzgar por el tamaño de la gasa.

– Cuando reúno al ganado me hago arañazos mucho peores que éste -le contó Holly a Andreas cuando por fin salieron de allí-. Pero nunca reciben semejantes cuidados.

– Pues deberían -gruñó él.

– ¿Quieres que ponga una clínica de primeros auxilios en Munwannay?

– Si la quieres, la tendrás.

– No la quiero -replicó de inmediato.

Iban camino del apartamento, Andreas llevaba a Deefer en un brazo y con el otro tenía agarrada la mano de Holly. Ella pensó que debería apartarse de él; el problema era que la agarraba como si la amara.

Pronto volvería a casa, se dijo a sí misma. Lo ocurrido había servido para que tomara la decisión, pero recordaría aquellos momentos, todo lo que había compartido con el hombre al que siempre amaría. Una vez hacía diez años… y ahora.

– ¿Me has echado de menos? -le preguntó de pronto.

– Esa pregunta no es justa -respondió ella y le hizo a su vez una pregunta cuya respuesta temía-. ¿Vas a quedarte? ¿O… tienes que volver a irte?

– Tengo que irme -reconoció, apesadumbrado-. Mañana.

– ¿Cuánto tiempo? -siguió preguntando con el corazón encogido.

– No lo sé.

– No puedo quedarme aquí sin ti.

·-Lo entiendo. Tenía la esperanza…, pero lo que ha pasado hoy… Es evidente que no se puede. Deefer ha nacido para correr por el campo y tú has nacido para ser libre. No voy a dejar que mi madre te corte las alas.

– No podría hacerlo.

– Pero podría intentarlo. Podría intentarlo toda la familia. Mi madre es una buena persona, pero lleva toda la vida sometida a los deseos de mi padre y es incapaz de escapar.

– Andreas… -Holly titubeó, pero tenía que preguntárselo. Era el hombre de su vida y tenía que luchar por él-. ¿Tú considerarías la idea… de venir a Australia conmigo?

– Te iré a visitar.

– De visita, claro. Una vez al año.

– Claro, para guardar las apariencias de que seguimos casados. Pero… ¿cada cuánto tiempo?

– No lo sé -respondió honestamente.

Ya estaban en el apartamento. Andreas la llevó a la cama y se sentó a su lado. Dejó a Deefer en el suelo, pero el animal sentía que algo iba mal y no se movió de los pies de Holly.

– No puedo hacer lo que yo quiera, Holly -le explicó él-. Nací con esta responsabilidad.

– Y tu país te necesita.

– Sí… Lo sepan o no.

– Está bien -dijo y tragó saliva-. En realidad, no esperaba que volvieras conmigo.

– Iré siempre que pueda.

– No sé, quizá sería mejor que no lo hicieras -opinó con todo el dolor de su corazón-. Desapareciste durante años y no pude olvidarte. Si apareces cada seis meses…

– Iré más a menudo -le tomó el rostro entre las manos y le dio un beso en los labios-. Eres mi esposa.

– De conveniencia.

Eres mi esposa en todos los sentidos, Holly-afirmó con fervor-. Y quiero estar contigo. Me gustaría que estuvieras aquí, en mi cama, pero.sé que no es posible. Yo no voy a cortarte las alas.

– Andreas…

– Calla -susurró y la estrechó en sus brazos-. Calla, mi amor. Tengo que irme mañana, pero lo organizaré todo para que te lleven a Grecia y desde allí tomes un vuelo a Australia. Le diremos a la prensa que debías atender asuntos urgentes en la granja. No temas, Sebastian no mandará a nadie a buscarte; el escándalo sería peor que si no nos hubiéramos casado.

Lo había planeado todo, pensó Holly. Debería protestar, pero sólo podía escuchar.

– Ya he ordenado que te hagan una transferencia a tu cuenta bancaria -siguió diciendo-. Comprobarás que se han saldado las hipotecas de Munwannay y tienes dinero suficiente para contratar empleados, buenos empleados. La próxima vez que vaya, espero ver la granja que conocí, un lugar lleno de vida y una casa familiar.

– Yo…

– Podrás hacerlo, Holly -la interrumpió-. Siempre lo has querido. Aquí no habrá ningún problema, todo el mundo tendrá que aceptarlo.

– Pero Sebastian…

– Esto ya no tiene nada que ver con él.

– ¿Y tu madre?

– No te preocupes. Yo tengo que cumplir con mi obligación… por eso debo seguir buscando el diamante.

– ¿,Y a mí qué me debes?

– Lo que te debía te lo he pagado con creces.

– ¿De verdad, Andreas? -preguntó, intentando no llorar-. Claro, te has casado conmigo, me has dado el cuento de hadas con su final feliz. Debería sentirme agradecida, pero… -tuvo que tragar saliva varias veces para no romper a llorar-. Quiero más -consiguió decir, pero al mirarlo a los ojos se dio cuenta de que no lo comprendía.

– Holly, esto era un acuerdo de negocios -le recordó suavemente-. Nos casamos por necesidad y siento mucho que no pueda ser nada más.

– Yo también lo siento -replicó, repentinamente furiosa-. Pero por mi parte nunca fue un acuerdo de negocios. Yo pronuncié mis votos con todo el corazón.

– Sin embargo, no quieres quedarte.

Volvió a mirarlo, desconcertada. No lo entendía. ¿Era ella la única que ansiaba eso que tenían tan cerca y al mismo tiempo tan lejos? Deseaba que la abrazara y le hablara de amor, pero él sólo hablaba de obligaciones.

– Creo que deberías irte -murmuró.

– ¿Irme?

– En busca de tu diamante… o donde quieras.

– No tengo que irme hasta mañana. Esperaba…

– Pues no esperes nada, Alteza -replicó-. Acabó de llevarme un buen susto y me duele la cabeza. Si crees que voy a acostarme contigo…

– La Holly que yo conocía jamás dejaría que un dolor de cabeza la detuviera.

– La Holly que tú conocías era una estúpida -masculló-. La Holly que tú conocías ha ido demasiado lejos con esta farsa y ya no puede más. Ya está bien, Andreas. Márchate por favor.

– Holly… -le tomó ambas manos entre las suyas y la obligó a mirarlo-. No puedo creer que lo digas en serio -esbozó una de esas maravillosas sonrisas suyas que habían ocasionado tanto mal-. ¿Es que no quieres estar conmigo?

– No puedo desearlo -admitió, compungida-. ¿No te das cuenta? Por favor, Andreas, sé amable… y márchate.

¿Qué había hecho? Andreas la miró durante unos segundos, unos segundos tensos e interminables. Después, sin decir nada más, se puso en pie y salió de la habitación. Holly se quedó con la mirada clavada en la puerta y el corazón roto.

Lo había echado de su lado.

Sabía que se iría por la mañana de todos modos, pero habría querido compartir aquella noche con él. Eso no habría cambiado nada; creía que podría disfrutar de lo que él pudiera ofrecerle y luego marcharse como si nada, pero lo cierto era que estar junto a él cada vez le resultaba más doloroso.

Se había ido. Ya no tenía que volver a verlo. Podría pasar el resto del día metida en la habitación y, cuando se levantara al día siguiente, él ya se habría ido.

Si hubiera sido más fuerte, habría luchado por él. ¿Sería fuerte si se quedaba allí y se sometía a todas aquellas reglas, a sus interminables ausencias, a que le cortaran las alas?

– Sería un pájaro encerrado en una jaula de oro dijo a Deefer, apretándolo contra su pecho-. No puedo. Ni siquiera por Andreas.

Pero abandonarlo…

«No soy yo la que lo abandona. Es él». Si fuera a la puerta y lo llamara, volvería. Hasta el amanecer.

– Ay, Deef -estaba llorando como una tonta. Odiaba llorar. Jamás- lo hacía.

Pero Andreas la hacía llorar.

– Es una razón tan buena como cualquier otra para marcharse -le dijo al perro-. Tengo que irme. Debo hacerlo.

Aunque eso le rompiera el corazón.

No. El corazón se le había roto años atrás y aún no había podido recomponerlo. Durante unos días había intentado curarse, pero no había funcionado. Claro que no. Cenicienta sólo existía en los cuentos.

Tenía que irse… a casa.

Salió del palacio. El sol brillaba con fuerza sobre las columnas de mármol. El suelo blanco reejaba la luz y el agua de la enorme fuente no alijeraba en absoluto el calor. Sólo era un adorno,una formalidad.

Él vivía allí. Era su vida.

Andreas pensó en el lugar al que se dirigía Holly…, una inmensa llanura despoblada, un lugar en el que la naturaleza derrotaba a cualquiera que pretendiera domesticarla. Sintió una tremenda sensación de añoranza, algo tan intenso que necesitó un gran esfuerzo físico para hacerle frente.

Munwannay y Holly.

No podía pedirle que se quedara allí. Su sitio estaba en Munwannay. ¿Cómo había podido pensar que podría retenerla?

La había llevado allí en contra de su voluntad. pero no iba a retenerla. A pesar de lo que dijera Sebastian. Y su madre. Estaban equivocados. Holly era salvaje, hermosa y libre, y él no iba a intentar domesticarla.

Tenía los puños tan apretados que le dolían los dedos, pero nada comparado con el dolor que sentía en su interior. El dolor que le provocaba dejarla marchar…

Tenía que dejarla marchar.

Sintió un movimiento a su espalda. Se dio la vuelta y se encontró con Sebastian.

– Te dije que quería verte en cuanto llegaras -fue el saludo de su hermano.

– Holly me necesitaba.

– No me interesa lo que Holly necesite, sabes que esto es urgente. Quiero tu informe y lo quiero ahora. Lo que has hecho es…

– Imperdonable -terminó Andreas ásperamente-. ¿Quieres que me ejecuten al amanecer?

– Muy gracioso. Sabes que hay mucho en juego. Tengo que estar centrado.

– Por supuesto.

Sebastian lo miró a los ojos fijamente.

– Lo digo en serio, Andreas.

– Lo sé y también sé lo urgente que es. Y sé que el país entero depende de que yo haga bien trabajo. Holly se marcha a Australia mañana.

– ¿Qué? -su gesto cambió de pronto, se hizo más sombrío-.

– Te dije que quería que continuarais con el matrimonio.

– Pues se ha acabado.

Andreas respondió con voz fuerte y segura, dos cosas que no podían estar más alejadas de lo e sentía en realidad.

A menos que nos encierres en una mazmorra, puedes hacer nada al respecto. Ya puedes poner a trabajar a tu servicio de relaciones públicas porque no es negociable. Holly se va mañana. Fin la historia.

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