Capitulo 6

Eran más de las diez de la mañana cuando Holly se aventuró a abrir la puerta de su dormitorio. Sophia estaba barriendo alrededor de la piscina, una tarea que solía hacer Nikos. Holly llevaba más de una hora oyéndola cantar, por lo que había llegado a la conclusión de que el ama de llaves trataba de decirle que podía salir tranquilamente. Holly no se sentía nada tranquila, pero empezó a estarlo en cuanto abrió la puerta.

– Se ha ido -anunció Sophia.

– ¿Se ha ido?

– Ha dicho que seguramente vuelva esta noche y ha ordenado que no te preocupes.

– Que no me preocupe… ¿Qué clase de orden es ésa?

– Dice que vayas a nadar y que disfrutes del día. Pero antes, desayuna.

– Creo que no tengo hambre.

– Claro que tienes hambre -aseguró Sophia con una sonrisa-. A las mujeres siempre se nos despierta el apetito cuando nos cortejan. Cuando un hombre así te mira con esos ojos, se despiertan todos los sentidos. El olfato, el tacto, el gusto… Recuerda que yo también he sido joven.

– Esto no tiene nada que ver con ningún tipo de cortejo -respondió Holly, intentando no parecer molesta.

Se había puesto uno de los atuendos más recatados del increíble armario de Andreas: un kimono de seda que la tapaba, pero no demasiado. Claro que si él se había ido… Miró a su alrededor como si creyera que Sophia podría haberle mentido. Como si Andreas fuera a aparecer en cualquier momento.

– De verdad, se ha ido -dijo Sophia sonriendo. -¿Adónde?

– Quién sabe. Los príncipes están aquí… allí… en todas partes. Se ha armado tanto lío con la muerte del viejo rey, que tienen un millón de cosas que hacer. Puede que su madre quiera que esté en casa -el gesto de Sophia se suavizó aún más-. Está siendo muy duro para la reina, por mucho que se esfuerce en parecer fuerte.

– No tengo ni idea.

– Es verdad. No la conoces. Tienes mucho por delante -le dijo Sophia con una enorme sonrisa.

Por si necesitaba algo que la hiciera sentir más tranquila.

– Pero antes tienes que alimentarte -insistió Sophia después de observarla unos segundos y darse cuenta de que necesitaba distraerse-. ¿Quieres que hablemos mientras cocino?

– Puedo prepararme yo el desayuno.

– Vas a ser princesa -respondió Sophia con seriedad-. Tienes que acostumbrarte. Si te preparas el desayuno, ofenderás a toda una legión de empleados de las cocinas.

– ¿De verdad?

– De verdad -aseguró-. A mí no me importa, porque todavía no eres princesa, pero cuando lo seas… -miraba a Holly fijamente, como si lo que tenía que decirle fuera realmente importante y tuviera que hacerlo aun a riesgo de disgustarla-. Cuando lo seas, tendrás un papel totalmente nuevo, representas a nuestro país. Eres parte de la realeza.

– No lo soy.

– Por lo que he visto en los ojos de Andreas…, lo serás.

Ella no era de la realeza.

Hizo un esfuerzo por desayunar y luego escapó a la playa. Sophia le preparó una comida para llevar, para que pudiera esta allí el tiempo que quisiera.

– Haré que te avisen si vuelve Su Alteza -le dijo.

Y Holly pensó que sonaba a advertencia.

No había modo de escapar. Estaba en la isla de Andreas; no tenía más remedio que aceptar sus reglas, esperarlo y pensar, pensar y pensar.

No volvió. Se habría enterado porque, si se había ido en avión, volvería en avión, pero cuando el sol se ocultaba ya en el horizonte, aún no había señales de él.

¿Sería seguro volver a la casa? Estaba cansada de estar tumbada en la arena pensando, de flotar en el agua mientras intentaba no recordar el beso de la noche anterior o de tratar de leer y no ver otra cosa que la imagen de Andreas en las hojas del libro.

Lo único claro era el miedo que le provocaba el futuro y cuánto añoraba el pasado.

Volvió al pabellón caminando lentamente. Sophia y Nikos estaban en la cocina; los oyó discutir, como hacían a menudo cuando estaban solos. Discutían en voz muy alta y con mucha pasión sobre quién sabía qué. Sophia le había contado que llevaban cuarenta años casados. Cuarenta años y cinco hijos. ¿Cómo era posible que aún fueran tan apasionados?

¿Por qué se sentía así ella? Estaba tan sola que le daban ganas de llorar. Siempre lo había estado. Durante los últimos años sus únicas compañías habían sido su padre y… su trabajo, pero sus alumnos no eran más que unas voces distorsionadas al otro lado de la radio. Ahora estaba con gente y, sin embargo, seguía sintiéndose tan aislada que tenía miedo de no poder soportarlo.

Quizá era por ver a Sophia y a Nikos, y lo que podía ser un matrimonio después de tantos años.

O quizá era por volver a ver a Andreas después de tantos años y pensar en lo que podría haber sido en otro mundo.

Tal vez podría casarse con él. Quizá no fuera peor que pasar sola el resto de su vida. Quizá…

Quizá nada. De pronto vio acercarse un avión por el este, una mancha negra en el cielo. Andreas. Levantó la mirada y prácticamente se echó a llorar…, y corrió a refugiarse en su habitación.

– La cena está servida.

No fue Sophia la que llamó a su puerta, ni tampoco Andreas. Era la voz de Nikos. Habían mandado un títere, pensó Holly. Nikos se mostraba muy tímido con ella, así que no podía gritarle.

Ni tenía intención de hacerlo.

Dignidad. Eso era lo importante. Llevaba una hora intentando reunir toda la dignidad que fuera capaz de sentir. Había decidido ponerse el mismo vestido de la noche anterior; Andreas la había devorado con la mirada y no pensaba darle la satisfacción de ponerse algo nuevo que observar de ese modo.

Aburrida, aburrida, aburrida, pensó. Él era un príncipe, seguramente estaba acostumbrado a cenar cada noche con una mujer distinta. Si se iba a aburrir de ella, Holly prefería saberlo cuanto antes.

Qué absurdo. Nada de lo que pensaba tenía el menor sentido. Toda la situación carecía de sentido.

Lo mejor era salir y acabar con aquello cuanto antes.

Al abrir la puerta, encontró a Nikos esperando, con una sonrisa algo ansiosa. La llevó hasta la mesa, de nuevo preparada bajo las estrellas.

Andreas estaba ya sentado, pero se levantó en cuanto la vio. Estaba impresionante. Vestido de etiqueta, con esmoquin negro y una camisa blanca que hacía resaltar su piel morena. Se le veían los ojos tan negros como la noche. Le sonrió de un modo que algo se despertó en su interior.

Ese hombre era la personificación del sexo. No era justo que fuera tan… tan… Andreas.

– Estás muy guapa -murmuró él al tiempo que iba a su encuentro.

– Estoy exactamente igual que ayer.

– No del todo. Se te está empezando a pelar la nariz.

– Deja en paz mi nariz.

– Es que es tan bonita…

– Andreas… -le tembló la voz y tuvo que retirarse para que no le tocara la nariz.

– ¿No has tenido un buen día? -le preguntó, con cara de preocupación.

– ¿Tú qué crees? -replicó ella-. Me das esas opciones tan terribles y luego te vas, dejándome sin otra cosa que hacer que no sea pensar y pensar y pensar.

– ¿Y qué has pensado? -preguntó, mucho más serio.

Ella intentó concentrarse.

¿Qué había pensado?

– Que estás loco -murmuró-. Que lo que me pides es inconcebible y está totalmente injustificado.

Para sorpresa de Holly, Andreas sonrió y le dio un beso en la frente; después la acompañó hasta su silla.

– Estoy de acuerdo. Después de dejarte anoche me di cuenta de que lo que estábamos pidiendo no era justo, que mi familia y yo éramos los únicos beneficiados. Tú puedes jugar a ser princesa, pero sé que, precisamente para ti, eso no es ningún regalo.

Holly tuvo la sensación de que le faltaba el aire. Andreas le ofreció la silla y esperó hasta que se hubo sentado.

– ¿Entonces? -preguntó ella.

– Entonces… -comenzó a decir con voz seria mientras rodeaba la mesa para dirigirse a su silla.

– ¿Puedo irme a casa?

– Verás, no, no puedes -dijo en tono de disculpa-La vida de mucha gente cambiaría de manera irrevocable si te niegas a casarte conmigo.

– Entonces no ha cambiado nada.

– Sólo mi actitud -respondió suavemente-. Y las reglas. Me he pasado el día negociando. Ah, y de compras.

– ¿De compras? -repitió mirándolo a los ojos-. Estás de broma.

Andreas volvió a sonreír.

– ¿Sophia?

Nikos había vuelto a la cocina con su esposa, pero enseguida apareció para abrirle la puerta a Sophia.

Sophia llevaba…

Un perrito.

No era sólo un perrito. Holly se levantó, completamente atónita al ver la criatura que llevaba en brazos el ama de llaves. Era un collie de unas diez o doce semanas, de pelaje blanco y negro, unos enormes ojos llenos de inteligencia y una cola que movía como si fuera un helicóptero.

– Ya le ha tomado cariño, Alteza -dijo Sophia a Andreas con gesto de reprobación-. No le ha gustado que lo dejara en la cocina. Mire. En cuanto ve a Su Alteza, empieza a mover la cola.

– ¿Qué…? -Holly apenas podía hablar.

– Verás, pensé que faltaba algo -explicó Andreas. No fue hacia el perro, sino que se separó y observó el rostro de Holly-. Ayer cuando te vi pensé que faltaba algo y luego… luego me di cuenta. Desde el momento que te vi por primera nez. en Munwannay, siempre tenías una sombra. Siempre. Una sombra blanca y negra que te acompañaba allá donde fueras. Deefer, creo que se llamaba así.

– Deefer -repitió, pensativa-. Era un collie como éste.

– Mis investigadores nunca mencionaron que hubiera ningún perro en tu casa -dijo sin apartar la mirada de ella.

– No he vuelto a tener perro desde que murió Deefer.

Andreas frunció el ceño.

– Ya era viejo cuando yo estuve allí.

Sí -dijo ella, tratando de no echarse a llorar. Lo cierto era que Deefer había muerto poco después que Adam. Primero su hijo y luego el perro…

– ¿Puedo preguntarte por qué no te hiciste con otro perro?

– Mi padre no quería.

El cachorro estaba muy inquieto y Holly estaba deseando acercarse a acariciarlo.

Sin embargo, no iba a hacerlo. No iba a darle ese gusto a Andreas.

– Pero en una granja… -dijo él, que parecía seguir esperando una explicación.

Holly iba a intentar dársela.

– Sí, pero… también era el capricho de mi padre. Deefer tenía un pedigrí de un kilómetro, como todos nuestros perros. Mi padre jamás habría consentido tener un perro que no fuera de raza, y los perros con pedigrí costaban una fortuna. Así que no me permitió tener otro perro.

– No te lo permitió… -Andreas parecía estar considerando la idea-. Sin embargo, por lo que me dijeron, tú hacías todo el trabajo.

– Pero era la granja de mi padre, él tomaba las decisiones.

– Las decisiones que llevaron la granja a la ruina, en lugar de venderla cuando aún podía hacerlo.

– También fue decisión mía -replicó-. ¿Crees que no tenía alternativa? A mí me encantaba vivir allí. Aún me encanta. Adam todavía está allí… y yo quiero volver a mi casa.

Holly tomó aire y apretó los puños para intentar no perder el control mientras Andreas, Sophia y Nikos la observaban.

Entonces, como si acabara de tomar una decisión, Andreas agarró al cachorro y se lo llevó.

– Siéntate -le pidió.

Ella lo hizo porque no sabía qué otra cosa hacer. Él le puso el perro sobre las rodillas.

– Éste es mi voto matrimonial -dijo suavemente y cuando vio que Nikos y Sophia se disponían a dejarlos solos, les hizo un gesto para que no lo hicieran-. Quiero testigos. Esto no debe hacerse público, pero sé que vosotros seréis discretos. Holly, te estoy pidiendo que te cases conmigo por el bien de nuestro pueblo, por nuestro país. Pero te aseguro que no te obligaré a seguir siendo mi esposa ni un momento más del necesario. En cuanto esto haya acabado, cuando todo el mundo haya visto que he hecho lo que debía y no puedan reclamarle nada a mi familia, podremos dejar atrás el pasado… y tú podrás volver a casa, a Munwannay.

– Volver…

– Ayer me ofrecí a saldar las deudas de tu padre -siguió diciendo-. Y después de estar contigo anoche, pensé en todo lo que habías tenido que vivir tú sola y me di cuenta de que no era suficiente. Así que te ofrezco recuperar tu vida. Aquí tienes a Deefer Dos -dijo con una sonrisa-. O como tú quieras llamarlo. Y te doy también Munwannay. Ya lo he arreglado todo para que mis abogados compren la propiedad de inmediato al precio que pedías. Tendrás la escritura el día que nos casemos. También firmaremos un acuerdo lo bastante generoso para que puedas volver a poner la granja en marcha cómodamente, con todo lo que puedas necesitar en los próximos cincuenta años. No puedo ceder en la necesidad de que te cases conmigo, Holly. Debes hacerlo, pero creo que esto es lo más justo que puedo hacer. Sólo tienes que decir que sí.

Holly levantó la mirada, estaba completamente atónita. Deefer Dos se movió en sus brazos y, sin darse cuenta, comenzó a acariciarlo. El perro se estiró y le agradeció las caricias lamiéndole la cara de la barbilla a la frente.

Hacía años que no le daba un beso un perro. Y la noche anterior… la había besado un príncipe.

Tenía que pensar las cosas de una en una. Las escrituras de propiedad de la granja, casarse con un príncipe… Los perros eran más fáciles.

– ¿Cómo has encontrado…?

– Me pasé toda la noche buscando -admitió Andreas riéndose-. Quería un collie de pura raza que se pareciera a Deefer, incluyendo la manchita blanca en la punta de la cola. Puse a buscar a todos los empleados de palacio y al amanecer empezaron a llamar a los criadores de Europa -meneó la cabeza-. No tienes idea… Pensé que el diamante Stefani tenía un valor incalculable, pero lo que hemos tenido que hacer para conseguir este perro…

Pero lo había hecho. Su príncipe. Su Andreas.

La observaba detenidamente, intentando ocultar sus emociones, y era obvio que estaba ansioso. Eso no podía ocultarlo.

¿Acaso creía que iba a volver a rechazarlo? Quizá debiera hacerlo. Pero…

Pero había sido capaz de poner todo un ejército en marcha para regalarle un perro.

Y mucho más que eso. Había dicho que su país iría a la ruina si se negaba a casarse con él, que el futuro de su pueblo dependía de ese matrimonio.

Quizá fuera una locura, pero lo creía.

Y si creía en él, ¿tenía alguna opción? ¿Qué era ella sino una granjera fracasada, una profesora fácil de sustituir? No era nada en comparación con el destino de todo un país.

¿Tan duro sería casarse con él si después podía volver a casa?

¿Podría hacerlo?

Claro que podría, pensó de inmediato. La Casa Real de Karedes tenía una enorme fortuna; lo que Andreas le ofrecía era sólo una minucia para ellos. Y se lo estaba ofreciendo en serio. No era una promesa clandestina, lo había hecho delante de Sophia y Nikos. Era una oferta de negocios, ni más, ni menos.

Entonces…

Lo único que tenía que hacer era olvidarse de la vergonzosa manera en la que la habían llevado hasta allí y empezar de cero.

Tenía que olvidarse de lo que sentía sólo con mirar a Andreas… como si fuera posible que entre ellos hubiera algo más que una fría proposición de negocios, como si hubiera el amor que se habían declarado diez años atrás y que no había muerto.

Debía olvidarse de todo eso. Andreas era príncipe y ella lo sabía, siempre lo había sabido. Seguiría buscando el placer allá donde se le antojase. Acababa de salir de un matrimonio tempestuoso, según le había contado Sophia, y tenía un armario lleno de ropa femenina en su exótica isla, donde probablemente recibiría a una mujer tras otra.

Era evidente que deseaba volver a casarse tanto como que lo atropellara un camión.

Pero era una proposición de negocios. Tenía que verlo como tal, sólo negocios.

Y en sus brazos… su voto matrimonial.

Un voto muy divertido, pensó Holly acariciando al cachorro. Mucho mejor que cualquier diamante.

Deefer hacía que fuera algo personal. Hacía que fuera… casi bonito. Casi como si hubiera deseo.

– Estás diciendo… estás dando a entender que podríamos divorciarnos más adelante -dijo, tratando de pensar con claridad-. Pero tu divorcio de Christina…

– Eso fue diferente. Christina aprovechó para hablar pestes de mí en un momento en el que sabía que éramos vulnerables. Fue muy inoportuno… un escándalo tras otro, debilitando la imagen de la Casa Real. Las mentiras que dijo sobre mí son uno de los motivos principales de que ahora deba hacer ver que hago lo correcto. Si estás de acuerdo, me gustaría que nuestro matrimonio durara hasta que Sebastian suba al trono. Después de eso, ya no importa lo que la gente piense de mí. Pero, Holly, necesito que te cases conmigo. Mi país lo necesita. Tienes que creerme.

– Pero si te creo… no tengo alternativa -consiguió decir, y no sin esfuerzo-. Tendría que casarme contigo.

– ¿Hay otra persona? -preguntó él de pronto-. Di por hecho que…

– ¿Es que tus investigadores no lo averiguaron?

– Me dijeron que creían que no. ¿Es así?

– Sí, claro que es así -se detuvo antes de decir algo que no debía.

Andreas sonrió.

– Es una bendición del cielo.

– ¿Para quién?quiso saber Holly

– Para mí -respondió él, y tuvo la osadía de sonreír.

– ¿Entonces eres libre para casarte con él? -Sophia había guardado silencio hasta entonces, pero era obvio que estaba impaciente. Cuando se volvieron a mirarla, sonrió, avergonzada-. Es que… Alteza, tengo los suflés en el horno.

– Entonces, por los suflés, Holly… -dijo Andreas y sonrió aún más.

Y de pronto ella sonrió también, tan fascinada como hacía diez años.

Pero… no podía dejarse llevar por la fantasía. Era un asunto de negocios.

– Entonces será un matrimonio temporal.

– -Sí.

– ¿Puedo irme a casa cuando quiera?

– En cuanto pase la tormenta mediática, sí.

– Pagarás todas las deudas de mi padre. ¿Y me proporcionarás capital suficiente para poner la granja en marcha?

– Sí -dijo Andreas-. ¿Algo más?

– ¿Puedo quedarme con el perro? -preguntó, intentando no dejarse distraer.

– Es tuyo. Tendrá que estar en cuarentena cuando vuelva a Australia, pero yo correré con los gastos, los incluiré en el contrato matrimonial.

– Entonces habrá un contrato de verdad.

– Si así lo quieres, sí.

Holly lo miró fijamente. Sophia miró con desesperación hacia la cocina, parecía tan desesperada que distrajo a Holly.Resultaba muy dificil concentrarse en lo que estaba ocurriendo.

Suflés. Quizá fueran una razón tan buena como cualquier otra para aceptar un matrimonio que le parecía una completa locura.

¿Estaba loca? Seguramente, pensó. Se sentía como cuando, siendo niña, su padre la había llevado a una piscina enorme de Perth. Cuando él no miraba, se había subido al trampolín y se había quedado mirando desde el borde mientras otros bañistas hacían cola.

– ¿Vas a tirarte o no? -le había preguntado un muchacho. Ella había mirado el agua con horror y se había lanzado al vacío.

Y eso fue lo que hizo en ese momento también. Quizá estuviera loca, pero lo cierto era que creía lo que Andreas le decía y, si lo creía, no le quedaba más opción.

– Por los suflés entonces -dijo, haciendo un esfuerzo para parecer tranquila, algo que no estaba en absoluto-. Por ninguna otra razón en el mundo, sólo por un cachorro y un suflé. Sí, Alteza, me casaré contigo.

¿Qué hizo después de acceder a casarse con un príncipe? Comer suflé, por supuesto, una frágil creación de queso que se derritió en su boca, tan etéreo como la noche.

Todo era etéreo. Se sentía como si flotara en una extraña burbuja que estallaría en cualquier momento y la catapultaría de nuevo a su solitaria vida, a la realidad de tener que hacer frente ella sola a Munwannay.

Acabaría por suceder, pero entonces tendría el dinero suficiente para hacer funcionar la granja.

Intentaba mantenerse a distancia del hombre que tenía enfrente. Había aceptado casarse con él, pero no era más que un trato de negocios; el medio por el que ambos conseguirían algo que deseaban.

Tendría que comprar ganado, pensó Holly. Un buen ganado, el que siempre había soñado tener en la granja. Podría arreglar el jardín y los suelos de la casa. Quizá pudiera incluso poner en marcha el plan que siempre había querido para la granja:dar alojamiento a huéspedes que quisieran experimentar lo que era vivir en una explotación ganadera del desértico interior australiano.

Así, además, no estaría tan sola.

Aún no había soltado a Deefer, que parecía encantado en su regazo después de un largo día. Mientras, ella degustaba la maravillosa cena que le había preparado Sophia.

Cada poco rato, Andreas la miraba con aquellos ojos oscuros e insondables.

– ¿Es esto lo que quieres? -preguntó él por fin después de que Sophia los dejara solos, ya con el café servido.

– ¿Tengo elección? -respondió Holly, sorprendida.

– No puedo coaccionarte, ya lo sabes. Pero creo que es un acuerdo justo.

– Lo es -y por supuesto que lo quería. Adam descansaba en Munwannay y ahora ella podría volver allí para siempre…

– No podremos divorciamos hasta que mi hermano haya sido coronado -le recordó Andreas y consiguió apartar los pensamientos de Holly de aquella diminuta tumba-. Resulta presuntuoso hablar de divorcio antes siquiera de habernos casado, pero creo que es mejor si tenemos un plan.

Eso sonaba bien, porque lo que ella tenía en la cabeza era sólo una maraña de confusión. Si Andreas pudiese deshacer esa maraña en pequeños trozos que ella pudiera comprender, quizá llevara mejor la situación.

– Dime qué tenemos que hacer a continuación -le pidió Holly, y el perrillo levantó la mirada hacia ella como si estuviese preocupado. Ella lo abrazó fuerte para sentir esa presencia que parecía ayudarla a enfrentarse al caos que reinaba en su interior.

– Tenemos que celebrar una boda real -dijo él-. No tiene por qué ser enorme, dejaremos los grandes fastos para Sebastian, pero a la gente le gustará ver una boda en condiciones.

– No puedo ir de blanco -apuntó Holly, frunciendo el ceño.

– Claro que puedes. El hijo que tuviste era mío -afirmó con vehemencia.

– Sí -murmuró ella.

– Eso quiere decir que puedes ser una novia de verdad si lo deseas. Y quizá sea mejor así. Por todo el país corre el rumor de que te seduje y luego te abandoné, que tu hijo murió porque eras muy pobre. Lo sé -dijo al ver el horror reflejado en su rostro-. No te preocupes, lo aclararemos todo. Lo cierto es que el hecho de que vivieras en un sitio tan aislado ha hecho que la gente sienta lástima por ti, y quizá debamos aprovecharlo. Como no ha habido ningún otro hombre en tu vida…, por lo que sabemos, la gente de Aristo creerá que mereces ser una verdadera novia.

– Estupendo -consiguió decir a pesar de la rabia que sentía-. Entonces si hubiera tenido algún otro novio, o los que hubiera querido, habría sido…

– Mejor -dijo él bruscamente-. Si el pueblo creyera que eras una mujerzuela, quizá no tuviera que casarme contigo.

– No tienes por qué hacerlo.

– Claro que sí -replicó-. Estoy tan atrapado como tú.

De pronto el café le supo a barro. Dejó la taza sobre la mesa y la apartó.

– Entonces, aquí estamos -dijo ella-. Dos personas obligadas a celebrar una boda real de conveniencia.

– Es un buen resumen -respondió Andreas con un suspiro y la miró a los ojos-. No pongas esa cara. Empezabas a estar… mejor, más alegre. Como si hubieras encontrado el lado positivo.

– Lo he hecho -dijo ella, abrazando al perro-. Deefer y la granja. ¿Cuándo será la boda?

– Dentro de tres días.

Holly levantó la mirada hasta él, anonadada.

– ¿Tres días?

– Volverás a Aristo, te presentaré a mi familia y nos casaremos por la tarde.

– Debéis de estar muy asustados.

– Mi hermano cree que está a punto de perder la Corona -admitió Andreas-Sí, está asustado, pero también lo está la mitad del país. No podemos dejar que Calista nos absorba.

– Y yo soy el peón que va a evitarlo.

– Los dos lo somos.

¿Por qué? -le preguntó Holly-. ¿Hay algo que no me hayas dicho?

Andreas negó con la cabeza y de pronto ella se dio cuenta de que parecía exhausto. Había estado toda la noche en vela buscando un perro y solucionándole el futuro. Por un instante sintió el impulso de ir hasta él, pasarle las manos por la cabeza y abrazarlo fuerte como había hecho años atrás.

No serviría de nada. Ahora eran adultos y tenían responsabilidades de adultos. Y como adulta que era, no se atrevía a mostrar sus sentimientos de ese modo.

– Cuéntame… ¿cómo fue tu divorcio? -le preguntó de pronto, porque era algo que quería saber.

Sophia le había dicho que el país entero se había alzado contra Andreas por su inmoralidad, pero también le había dicho: «No creas una palabra. Todo lo que dijo Christina sobre Andreas era mentira, desde el primer día. Tiene amigos muy poderosos y sabe bien cómo manipular a la prensa. Han hecho que el príncipe Andreas parezca el malo de la película y él es demasiado caballero como para defenderse».

Holly volvió a mirarlo a los ojos y encontró en ellos la confirmación de lo que le había dicho Sophia. Quizá el país entero acusara de inmoralidad a la Casa Real, pero ella jamás creería algo así de Andreas. Era un príncipe, sí, y vivía en un mundo completamente distinto al que ella conocía, pero tenía principios.

Se lo había demostrado dándole algo muy importante para ella. Ahora tenía dos opciones: podía gritar y patalear porque no era justo, o podía empezar a desempeñar su papel. Quizá incluso fuera… ¿divertido?

– La verdad es que no me importaría ser una verdadera novia -dijo con cautela y vio la sorpresa con que él recibió sus palabras-. No pienso llevar polisón… ni lazos -añadió-, pero si hay una corona o una tiara, no me importa que brille.

– Que brille…

– Los diamantes está bien -dijo, tratando de parecer indiferente.

– No puedes llevar la corona de Aristo -apuntó él con sequedad-. Es preciosa, pero tiene un pequeño inconveniente: el diamante que lleva en el centro es falso.

– Entonces no puedo ponérmela -aseguró-. Una princesa no lleva nada falso. Sólo quiero cosas fabulosas.

– Fabulosas.

– Sí. Si tenemos que hacer una boda real, ¿por qué no darle al pueblo lo que merece?

– ¿Lo dices en serio?

– Completamente -respondió, empeñada en parecer despreocupada-. ¿Qué clase de impresión daremos si parece que lo hacemos a la fuerza? Pensarán que somos unos peleles.

– Nadie podría verte nunca como un pelele.

– Ni a ti -dijo ella y lo miró con gesto de aprobación-. Y menos con esa ropa. Dios, Andreas, ¿quién te hace los trajes?

¿Cómo voy a saberlo? -respondió, medio en broma, al tiempo que se ponía en pie para ir junto a ella-. Pero quien sea, podrá también hacerte un vestido de novia maravilloso.

– Estaría bien -dijo ella y, en cuanto levantó la mirada, se dio cuenta de que era un error.

Se encontró con esa sonrisa de la que se había enamorado diez años atrás y que no había conseguido olvidar desde entonces.

Seguía teniendo a Deefer encima y eso la salvó de que Andreas la hiciera levantarse. Era preferible ponerse en pie por sí sola.

– Tengo que volver a Aristo esta misma noche -anunció él.

Y debió de ver en sus ojos lo que sentía al respecto porque dio un paso hacia ella. Automáticamente, Holly dio un paso atrás.

– ¿Por qué?

– Porque nos casamos dentro de tres días -se limitó a decir, como si eso lo explicara todo.

– Y tienes que… ¿mandar las invitaciones?

– Supongo -dijo esbozando una sonrisa y sin apartar la mirada de sus ojos.

Le lanzaba mensajes que ella no sabía cómo interpretar.

– ¿Te gustaría invitar a alguien? -le preguntó Andreas después de una breve pausa.

– No conozco a nadie aquí.

– Podríamos fletar un avión desde Australia. ¿Quieres que venga tu madre?

Si viene mi madre, se acabó la boda -replicó de inmediato.

Él cerró los ojos un instante.

– Cierto. Aún la recuerdo.

– Yo intento olvidarla. Hace años que no hablamos.

Andreas seguía observándola con cierta rigidez. Parecía estar controlándose. Controlándose para no hacer… ¿qué?

– ¿De verdad no hay nadie a quien quieras invitar?

– Estoy sola, Andreas. Aparte de Deefer, claro.

– Cuando estemos casados, podrás contar con toda la familia real.

– Hasta que deje de ser así. Este matrimonio es una farsa.

– No. Es un matrimonio de verdad.

– Que durará hasta que solucionéis los problemas políticos. Tú no quieres una esposa, Andreas, y yo quiero volver a mi casa.

– Supongo que tienes razón.

Era absurdo ser tan formales.

– ¿Cuánto te veré entonces?

– Georgios vendrá a buscarte el día de la boda por la mañana y te llevará directamente al palacio. Nos casaremos en la capilla privada, acompañados únicamente de la gente necesaria.

– ¿Tu madre, por ejemplo?

– Por ejemplo. Y mi hermano

– El futuro rey.

– Eso es.

– Me estoy mareando -dijo ella-. ¿Qué van a pensar de mí?

– Se sentirán muy agradecidos.

– Sí, claro. Andreas, son miembros de la realeza.

– Y yo, pero eso no nos impidió…

Dejó la frase a medias. Holly lo miró con la esperanza de poder adivinar qué había detrás de esa enigmática expresión. Nada. Fuera lo que fuera lo que iba a decir, ella nunca lo sabría.

– Supongo que al final no somos más que un hombre y una mujer -murmuró ella-. Y supongo que tampoco es tan importante que tú seas príncipe.

– Exactamente.

Holly consiguió esbozar una sonrisa.

– No tengo que prometer obediencia, ¿verdad?

– Eh… no, si no deseas hacerlo.

– ¿Vas a hacerme firmar un acuerdo prematrimonial?

– Supongo que los abogados querrán…

Eso hizo que Holly se diera cuenta de algo.

– ¿Sabes una cosa? Yo también quiero un abogado.

– ¿Qué?

– Todas las condiciones las has puesto tú. Sé que me has dado a Deefer y me has hecho varias promesas, pero sólo tengo tu palabra.

– Puedes contar con ella -parecía ofendido.

– Lo sé, pero estoy completamente sola. Estás hablando de contratos, así que quiero un abogado australiano que supervise todo lo que yo vaya a firmar.

– ¿Dónde voy a encontrar un abogado australiano?

– No lo sé. Encontraste un collie, así que debe de dársete bien encontrar cosas.

– Holly…

– ¿Crees que me estoy excediendo?

– No, no lo creo. Pero puedes confiar en mí.

– Sí, pero eso no quita que vaya a seguir sola dijo con total seriedad.

Si lo miraba a los ojos, olvidaba todo lo que iba a decir y le parecía que nada tenía sentido. Pero era cierto, estaba sola ante toda una familia real. Se trataba de su vida. Dentro de unas semanas volvería a Australia y aquello no sería más que un sueño y, si Andreas no cumplía sus promesas…

– Puedes confiar en mí -insistió.

– Lo sé. Pero sigo queriendo un abogado.

– ¿Por qué?

– Porque tengo miedo -reconoció Holly-. Porque estoy a punto de casarme con un príncipe y estoy segura de que hasta Cenicienta se asustó antes de hacerlo.

Andreas sonrió al oír aquello y perdió parte de la tensión. Entonces se acercó a ella, le quitó el perro, lo dejó suavemente en el suelo y la agarró de las manos. Lo hizo de manera tan instintiva, que Holly no supo reaccionar. No se retiró. Por algún motivo, tenía la sensación de que era un momento demasiado importante como para ser escrupulosa. Acababa de acceder a casarse con él, era absurdo que huyera.

Además, no era a él a lo que le tenía miedo. Era sólo que…

– No voy a dejar que sufras por todo esto -prometió Andreas.

Sus palabras borraron todos los pensamientos de Holly y algo se relajó dentro de ella. Lo miró a los ojos, vio su sonrisa y, sí, se derritió por dentro.

– Andreas…

– Cumpliré con todo lo que te he prometido -aseguró-. Holly, ya te hecho bastante daño. Cásate conmigo y te dejaré libre. Te lo juro.

Y entonces, antes de que pudiera responder, se inclinó sobre ella y la besó.

Era un beso como para sellar el acuerdo. Nada más. Y nada menos, porque no fue un beso superficial. Fue intenso, arrebatador. Un beso que confirmaba lo que habían decidido juntos. Quizá el perro fuera una muestra de ternura, incluso de cariño, pero no debía olvidar que aquello era un acuerdo de negocios y que lo que estaba en juego era el futuro de un país. Eso era lo que decía aquel beso.

No se parecía en nada a los besos que se habían dado en el pasado, pero es que aquél era también un hombre distinto. Era el príncipe Andreas de Karedes, protegiendo a su país con un matrimonio de conveniencia.

El beso se prolongó hasta que no hubo lugar a dudas.

Esa noche había mostrado ternura hacia ella, no le había mentido, pero pronto sería su esposa. Holly no iba a protestar. A pesar del miedo y de la confusión, se entregó por completo a aquel beso.

Dejó que sus manos la agarraran y abrió los labios para rendirse a él. No iba a quejarse; aceptaría el acuerdo y se convertiría en su esposa.

Y quizá…

– Tengo que irme -susurró por fin Andreas con evidente renuencia a apartarse de ella.

Quizá, pensó Holly mientras Andreas le deseaba buenas noches y se marchaba, quizá las próximas semanas fueran más, emocionantes que los últimos diez años, atrapada en una triste explotación ganadera de la zona más despoblada de Australia.

Quizá…

No. Nada de quizá. Aquello era un acuerdo temporal, después la enviarían de vuelta a casa.

Volvería a casa, se corrigió a sí misma mientras Andreas desaparecía en la noche y ella volvía a su habitación. Sola.

Porque quería volver a Munwannay.

Pero… aún no.

Загрузка...