– ¿Ella sólo tenía diecisiete?
– Fue hace diez años. Yo mismo era casi un adolescente.
– ¿Qué más da eso? -el aún no coronado rey de Aristo miró a su hermano desde el otro lado del enorme escritorio, con el gesto inundado de furia-. ¿Es que no hemos tenido ya suficientes escándalos?
– No por mi culpa -el príncipe Andreas Christos Karedes, tercero en la línea de sucesión al trono de Aristo, se mantuvo firme frente a su hermano mayor, con el desdén que mostraba siempre hacia aquella familia de hombres controlados por la testosterona.
Mucha gente podría llamar mujeriegos a sus hermanos, pero él siempre se aseguraba de que sus aventuras fueran perfectamente discretas.
– Hasta ahora -respondió Sebastian-. Sin contar tu espectacular divorcio, que causó un gran impacto. Pero esto es peor. Tienes que solucionarlo antes de que nos explote en la cara.
– ¿Cómo demonios voy a solucionarlo?
– Líbrate de ella.
– No estarás diciendo que…
Sebastian meneó la cabeza de inmediato para rechazar la idea, aunque lo cierto era que dicha alternativa no le resultaba tan poco atractiva.
Andreas casi lo comprendió. Desde la muerte de su padre, los tres hermanos habían estado sometidos a la presión de los medios, y la inestabilidad política que había provocado la muerte del rey amenazaba con destruirlos. Los tres hermanos, treintañeros, increíblemente guapos y ricos, mimados y aficionados a las fiestas, se veían ahora ante una realidad frente a la que no sabían qué hacer.
– Aunque si yo fuera nuestro padre… -añadió Sebastian.
Andreas se estremeció. ¿Quién sabía lo que habría hecho el viejo rey si hubiera descubierto el secreto de Holly? Afortunadamente eso no había sucedido. Claro que el rey Aegeus no habría podido mirarlo por encima del hombro en cuestiones morales, pues habían sido precisamente sus actos los que los habían conducido a la situación en la que se encontraban.
– Serás mejor rey de lo que fue nuestro padre -dijo Andreas suavemente-. ¿Qué clase de sucio negocio pudo empujarlo a deshacerse del diamante real?
– Eso es lo que me preocupa -admitió Sebastian. No podría celebrarse la coronación hasta que apareciera el diamante, todos lo sabían, pero con la sed de sangre que estaban demostrando los medios, quizá ni siquiera entonces pudiera haber coronación.Sin el diamante, las reglas habían cambiado.Y si aparecían más escándalos…-. Esa chica…
– Hilly.
¿La recuerdas?
Claro que la recuerdo. Entonces será fácil encontrarla. Compraremos su silencio, pagaremos lo que haga falta, no debe hablar con nadie.
Si quisiera provocar un escándalo, lo habría o hace años.
Quizá lo ha estado madurando durante años sacarlo ahora a la luz… -Sebastian se puso de pie y le lanzó Andreas una mirada casi tan mortífera como las del viejo rey-. No podemos dejar que ocurra, hermano. Tenemos que asegurarnos de que no nos hará daño.
Me pondré en contacto con ella.
Tú no vas a dar un paso hacia ella hasta que estemos seguros de cómo va a reaccionar. Ni sira la llames; puede que su teléfono esté intervenido. Haré que la traigan.
Puedo encargarme…
– Tú no te muevas hasta que se encuentre en nuestro suelo. Estás al frente de la investigación de corrupción. Mientras Alex esté de luna de miel, y nuestro hermano no podría haber elegido peor momento para casarse, te necesito más que nunca. Si te fueras ahora y se filtrara la noticia, estoy prácticamente seguro de que perderíamos la corona.
– ¿Y cómo pretendes convencerla de que venga?
– Eso déjamelo a mí -respondió Sebastian en tono sombrío-. No es más que una chiquilla. Puede que sea tu pasado, pero de ninguna manera va a poner en peligro nuestro futuro.
Era hora de irse, pero aquél era el lugar del que más le costaba despedirse a Holly.
Era una tumba diminuta, una sencilla placa de piedra a la sombra del enorme eucalipto rojo que daba nombre a aquella explotación ganadera australiana. Se trataba de un árbol centenario. Los nativos australianos, que habían vivido allí durante generaciones, lo llamaban Munwannay, «lugar de descanso»; por eso al morir su hijo, a ella le había parecido que era el único lugar donde podría dejarlo descansar para siempre.
¿Cómo iba a marcharse de allí?
¿Cómo iba a poder alejarse de todo aquello? Holly se arrodilló frente a la tumba de su hijo y miró la casa, la vieja residencia con sus balcones y las ventanas francesas que dejaban entrar la brisa del exterior, el jardín abandonado que tanto le había gustado desde niña.
A Andreas también le encantaba ese jardín, lo recordaba aún.
Andreas amaba aquella casa, y Holly lo había amado a él.
Bueno, eso era algo de lo que también debía alejarse, el recuerdo del príncipe Andreas de Karedes. Había llegado allí a los veinte años para pasar seis meses en el remoto interior de Australia, la zona más despoblada del país. Ella tenía diecisiete años.
Ahora tenía veintisiete. Había llegado el momento de seguir adelante, de alejarse de aquel lugar y de un amor destinado al fracaso desde el comienzo.
Llevaba postergándolo demasiado tiempo, intentando mantener presentable el lugar por si conseguía encontrar compradores, pero llevaba en venta desde la muerte de su padre, hacía ya seis meses. Económicamente, no podía más y cada vez le resultaba más triste ver cómo todo iba deteriorándose. Por fin había tomado la decisión de trasladar su puesto de profesora de la Escuela del Aire al centro que la organización de educación por radio e Internet tenía en Alice Springs. Aquello era el final.
Tocó la tumba de su hijo por última vez, destrozada por el dolor y el arrepentimiento. Luego levantó la mirada al oír un ruido que rompía el silencio de aquella cálida mañana de abril.
Un helicóptero se acercaba por el este. Era grande, mucho más que los que solían tener los grandes terratenientes de la zona. Era completamente negro y le resultó casi amenazador al verlo sobrevolar los prados cercanos, directo hacia la casa.
Holly cerró los ojos un segundo. Muy poca gente había ido a visitar la propiedad desde que la había puesto en venta, y nadie se había mostrado realmente interesado. Munwannay necesitaba una enorme inversión de capital y de ganas para poder convertirla de nuevo en el lugar magnífico que había sido en otro tiempo. Si los pasajeros de aquel helicóptero eran potenciales compradores, reaccionarían igual que los demás; se pasearían por la vieja casa, observarían la estructura anticuada y maltrecha de las edificaciones anexas y se irían. Bien era cierto que cualquiera que fuera en ese helicóptero tenía más dinero que todos los que habían pasado por allí hasta el momento, pero eso también quería decir que podría permitirse un lugar más prestigioso y en mejor estado.
Holly no quería ver a nadie en aquel momento. Era su último día allí.
Por desgracia ya estaban aterrizando. Los vio bajar del helicóptero envueltos en una nube de polvo. Eran cuatro hombres vestidos con pantalones vaqueros y camiseta negra. Todos ellos eran altos y fuertes.
Qué raro. Hasta ese momento todos los que habían ido a ver la propiedad eran ganaderos de la zona que querían ampliar sus terrenos, no hombres de ciudad.
No importaba. Debía ser amable pues, si conseguía vender la casa, podría saldar las deudas que había dejado su padre por culpa de su empeño en no ver que sus circunstancias habían cambiado. Holly se esforzó por sonreír y comenzó a caminar hacia el helicóptero para que los recién llegados no se acercaran allí; no querían que vieran la diminuta tumba que ella tanto amaba.
Eran demasiado jóvenes como para ser posibles compradores, pensó al verlos más de cerca. Parecían extranjeros, pues tenían la piel aceitunada, como la de Andreas. Tenían un aspecto muy serio y caminaban con decisión hacia ella.
Holly sintió un escalofrío de inquietud. Estaba completamente sola allí. Demasiado sola.
Se reprendió a sí misma inmediatamente. Estaba siendo fantasiosa. Aquellos hombres no habían ido en helicóptero hasta allí con la intención de hacerle daño, y en la casa ya no quedaba nada que robar.
De pronto notó las manos empapadas en sudor, se las secó en el pantalón, se puso un mechón de pelo rubio y rizado detrás de la oreja, o al menos intentó que se quedara allí, volvió a forzar una sonrisa y saludó a los recién llegados.
– ¿Puedo ayudarlos en algo?
Ninguno respondió a su sonrisa, la inquietud de Holly no hizo sino aumentar.
– ¿Es usted Holly Cavanagh? -preguntó uno de ellos.
– Sí.
Quizá fueran griegos, pensó. Tenían el mismo acento que Andreas. Quizá incluso fueran de la isla de Aristo, el país de Andreas.
Eso sí que era fantasioso. O quizá no. Había leído que los despiadados negocios del rey Aegeus habían convertido Aristo en una potencia económica; ahora había casinos, dinero fácil y muchos rumores de corrupción en las altas esferas. Quizá hubiera ciudadanos de Aristo con el dinero necesario para transformar un lugar como aquél.
Tal vez Andreas se hubiera enterado de que Munwannay estaba en venta, pensó de pronto Holly. A él siempre le había encantado la propiedad. Quizá…
Tenía que dejar de pensar, los hombres habían llegado ya junto a ella.
Estiró la mano para saludar. El que iba primero se la agarró, pero no para saludarla como ella esperaba, sino que la tomó de la muñeca y tiró de ella.
– Tiene que venir con nosotros.
– ¿Qué? -preguntó, atónita.
Pero él seguía tirando de ella hacia el helicóptero. Al ver que se resistía, otro de los hombres la agarró del otro brazo y así la llevaron prácticamente en volandas hasta el helicóptero.
Holly gritó con todas sus fuerzas.
No había nadie cerca que pudiera oírla. Munwannay llevaba ya mucho tiempo deshabitado, a excepción de ella misma, cuyos esfuerzos por salvar el lugar habían sido en vano.
Subamos al helicóptero, rápido -dijo el que parecía llevar la voz cantante en un idioma que ella reconoció.Un idioma que Holly había aprendido por diversión, para poder hablar con Andreas sin que sus padres los entendieran.
– ¡No! ¡No! -protestó, pero no podía hacer nada; era una contra cuatro hombres que seguramente estaban entrenados para usar la fuerza bruta.
– Cállese -le espetó uno de ellos mientras otro le tiraba del brazo con tal fuerza que casi se lo dislocó.
– No le hagas daño -le reprendió su compañero-. El príncipe dijo que no le hiciéramos ningún daño.
– ¿Qué…? ¿Por qué? -estaban metiéndola en el helicóptero como si pesara menos que un saco de paja.
– No grite -dijo uno con voz amable, como si estuviera hablando con un niño-. Ni se esfuerce en luchar. El príncipe Andreas quiere verla y sus deseos son órdenes.
La llamada llegó poco después de la cena. Un criado avisó a Andreas discretamente y éste se alejó de su familia sin decir nada.
Lo cierto era que la familia real de Karedes estaba tan inmersa en la oleada de escándalos que los estaba golpeando, que difícilmente habrían podido percatarse de la ausencia de Andreas. Si hubiera estado allí su padre, habría sido impensable levantarse de la mesa antes de que sirvieran el oporto, pero el rey había muerto.
Larga vida al Rey, pensó Andreas con tristeza. Lo único que necesitaban era una coronación. Y un diamante. Y nada de escándalos.
En semejante contexto, el secreto de Holly bastaría para alejarlos a todos del trono para siempre.
Al menos la primera parte del plan de Sebastian había funcionado; eso fue lo que comprendió nada más contestar al teléfono.
– Estamos de camino -le dijo Georgios. Andreas respiró hondo, pues no había pensado que fuera a ser tan fácil.
En realidad, ni siquiera sabía qué había pensado. Había esperado que, después de tanto tiempo, Holly estuviera casada; fue una sorpresa enterarse de que seguía soltera.
Pero ésa había sido la menor de las sorpresas. Ahora estaba de camino. Hacia él.
– ¿Accedió a venir de inmediato? ¿No protestó?
Se hizo un largo silencio al otro lado de la línea que hizo que Andreas frunciera las cejas, negras como el azabache.
– ¿Por qué no contestas?
– Las instrucciones eran que hiciéramos lo que fuera necesario para traerla.
– ¿Pero le pedisteis que os acompañara? Las instrucciones que se os dieron eran que requeríamos su presencia urgentemente, y que os asegurarais de que se sintiera cómoda.
– El príncipe Sebastian nos dijo que, si no accedía a acompañarnos, no hiciéramos caso a sus protestas. Estaba sola, esperando al agente inmobiliario, así que pensamos que lo mejor era hacer las cosas con rapidez; si nos hubiéramos puesto a discutir, habríamos perdido tiempo y puesto en peligro la misión.
– Entonces…
– La metimos en el helicóptero, que nos llevó hasta el avión en el que nos encontramos, camino de Aristo. No ha habido ningún problema. Nadie nos vio llegar y nadie la vio marcharse.
Andreas cerró los ojos, preocupado por lo que acababan de hacer sus hombres.
– La habéis secuestrado.
– No había otra opción -respondió Georgios con firmeza-. No había manera de que nos escuchara. Hemos estado todo el vuelo intentando explicarle que sólo quería verla, pero estaba demasiado furiosa como para escuchar. Incluso mordió a Maris.
– ¿Forcejeasteis con ella?
– No quería venir, claro que tuvimos que forcejear.
Andreas tomó aire. La habían secuestrado… ¿Qué pensaría Holly? Y si salía a la luz… Un príncipe de la casa real de Karedes secuestrando a una australiana; la había sacado de su país en contra de su voluntad…
– ¿Le habéis hecho algún daño? -preguntó, sin apenas creer lo que decía.
– No -respondió Georgios a la defensiva-. Tenemos órdenes. Aunque se ha revuelto como una gata salvaje.
– No me importa lo que haga ella -replicó Andreas, consternado ante el resultado que habían dado las órdenes de Sebastian-. No se os ocurra hacerle daño. No es más que una chiquilla.
– Es una mujer -lo corrigió Georgios-. Una mujer hecha y derecha, con algo de tigresa.
Andreas pensó en la Holly que había dejado hacía diez años. Ya a los diecisiete años tenía mucho carácter.
Él había pasado entonces seis maravillosos meses en la propiedad de los padres de Holly, adentrándose en la vida del interior desértico de Australia antes de dedicarse por completo a sus obligaciones como príncipe. Era el deseo de un joven que su padre, el rey Aegeus, le había concedido a regañadientes. Su relación con Holly había nacido de la nada y se había convertido en verdadera pasión. Él deseaba desesperadamente que la relación continuara, pero Holly había sido fuerte por los dos.
– Tú no perteneces a mi mundo, ni yo al tuyo -le había dicho ella tajantemente mientras Andreas la abrazaba por última vez después de decirle que no podría marcharse-. Tu vida está en Aristo. Allí te necesitan y estás prometido en matrimonio con una princesa. No lo hagas más difícil de lo que ya es para los dos. Vete, Andreas.
Eso había hecho. Se había ido intentando olvidar la expresión de dolor que había visto en el rostro de su amada, las lágrimas que habían inundado sus ojos… También él había estado a punto de echarse a llorar, pero sabía que Holly tenía razón. Él era un príncipe prometido a una princesa, y ella tenía unos padres ya mayores a los que debía cuidar al tiempo que se forjaba una carrera como profesora en la Escuela del Aire. Holly y Andreas pertenecían a mundos diferentes.
Y eso había sido todo. Durante diez largos años, había intentado no pensar en ella, durante un tumultuoso matrimonio que había terminado en un complicado divorcio; durante sus obligaciones como príncipe y durante la vida que llevaba en aquella jaula de oro que era la realeza. Su vida estaba enteramente al servicio de la Corona, una Corona que había proteger a toda costa.
Una Corona que ahora Holly estaba poniendo en peligro, consciente o inconscientemente.
– Traedla de inmediato -ordenó bruscamente al recordar todo lo que estaba en juego-. Traedla directamente al palacio.
– Podría haber problemas -respondió Georgios precaución.
– ¿Qué clase de problemas?
– Ya le he dicho que no está… tranquila -explicó- No podemos estar seguros de que no vaya a ponerse a gritar.
– ¿Por qué habría de hacerlo?
Un nuevo silencio. Era evidente que Georgios sabía que era una pregunta estúpida.
Bueno, quizá lo fuera. Si la habían llevado hasta allí en contra de su voluntad y si seguía siendo la Holly que él conocía…
– Me reuniré con vosotros en el aeropuerto -anunció Andreas.
– Pero no en la pista principal -se apresuró a decir Georgios-. Tiene que hablar con ella en privado. Si es que ella quiere hablar con usted.
– Claro que querrá -aseguró con tristeza.
– Puede ser -respondió Georgios-. ¿Cuánto tiempo hace que no la ve?
– Diez años.
– Entonces quizá haya cambiado -dijo, y luego añadió algo más con un claro tono de admiración-. Puede que haya aprendido a luchar.
– Ya sabía hacerlo hace diez años.
– ¿Y conseguía ganarla entonces? -preguntó Georgios tímidamente-. Con todo respeto, Alteza… Hay que ser muy fuerte para sujetarla. ¿Podrá hacerlo?
Estaban aterrizando.
Holly había dejado de protestar hacía ya tiempo. En cuanto la habían metido en el avión y habían levantado el vuelo, había tenido que aceptar que no servía de nada luchar y se había encerrado en un digno silencio, o al menos eso esperaba que pareciera.
Porque lo cierto era que no se sentía nada digna. Iba vestida con unos vaqueros viejos y una camisa llena de polvo, el mismo polvo que le apelmazaba la melena rizada. Se había lavado la cara en el lavabo del avión, pero no tenía ni un poco de maquillaje con el que disimular las ojeras; estaba agotada y temerosa.
No, nada de temor. Por nada del mundo iba a dejar que esos brutos creyeran que tenía miedo.
Claro que quizá no fuera a ellos a los que debía temer. Era Andreas el que había ordenado que la llevaran allí, quisiera o no.
Diez años atrás habría estado encantada de acudir. Entonces lo habría seguido hasta el fin del mundo. Se había enamorado tanto de él que se lo había dado todo. Y le habría dado mucho más. Se había dejado llevar por la pasión y por el deseo de encontrar una vida fuera de los límites de la granja de sus padres. Andreas había irrumpido en su monótona existencia con su belleza oscura y misteriosa y con las mismas ansias de formar parte del mundo de Holly que ella tenía de formar parte del de él. Por supuesto que se habían enamorado.
Después, durante el terrible dolor que le había provocado su marcha, Holly había llegado a pensar que aquél había sido el motivo por el que sus padres habían organizado la estancia de Andreas. Sabían que los dos jóvenes se sentirían atraídos. Sus padres siempre habían soñado con la realeza, pero el tener como huésped a un joven príncipe teniendo una hija tan impresionable, sin duda había sido peligroso.
Quizá habían creído que había la posibilidad de que aquello terminase en matrimonio. ¿Quién sabía? Lo que sí sabía era que sus padres habían acabado con algo distinto de lo que habían esperado en un principio.
Habían acabado con su única hija desconsolada, con el corazón hecho pedazos.
Y un nieto cuya existencia desconocía el padre del niño. Un nieto que ahora estaba muerto.
«No pienses en Adam», se dijo a sí misma mientras el avión comenzaba a descender. «No se te ocurra llorar».
Parpadeó varias veces y fijó la mirada en el exterior. Estaban ya en el reino de Adamas, el hogar de Andreas.
Adamas estaba compuesto por dos grandes islas: la lujosa Aristo y las desérticas tierras de Calista. Andreas le había contado tantas cosas sobre aquellas dos islas que Holly tenía la sensación de conocerlas. En otro tiempo habían sido un solo reino, gobernado por la Casa Real de Karedes, pero había acabado dividido en dos islas por culpa de las disputas entre hermano y hermana.
El padre de Andreas gobernaba Aristo y Andreas, que era uno de los tres príncipes, lo ayudaba en las tareas de gobierno. Andreas estaba casado; la boda había tenido lugar poco después de que él volviera de Australia. Holly lo sabía porque el relato de la ceremonia se había publicado incluso en las revistas que vendían en la tienda de Munwannay. Ella lo había leído y había llorado inconsolablemente. Después de eso, había evitado cualquier publicación en la que pudiera aparecer su nombre, pero imaginaba que ahora tendría ya una buena colección de hijos.
¿Por qué la habría hecho ir?
Quizá estaba aburrido de su matrimonio, pensó. La idea le había pasado por la cabeza durante el vuelo, la imaginación estaba jugándole una mala pasada. Andreas llevaba casado ya más de nueve años, tiempo suficiente para cansarse de una esposa, especialmente de una mujer que habían elegido otros por él. Quizá hubiera recordado la pasión que los había poseído y que había hecho que se olvidaran de cualquier precaución.
No podía ser que pensara que…
Pero, ¿para qué otra cosa iba a querer verla?
Apretó los puños con tal fuerza que se clavó las uñas en la palma de las manos No se atrevería. Si pensaba que ella…
Pero… Andreas, pensó. Andreas, Andreas.
Ahí estaba el problema. Andreas había seguido adelante con su vida, mientras que ella había quedado atrapada, intentando levantar la granja por su padre. Intentando forjarse una carrera, pero sin ser capaz de alejarse de una pequeña tumba.
Sin poder olvidar a Andreas.
Estaba esperándola. El príncipe Andreas Christos Karedes de Aristo estaba esperándola en su isla.
Volvió a apretar los puños. ¿Qué querría de ella?
No obtendría nada. ¡Nada! Lo que había habido entre ellos ya no existía. Tenía que escapar de aquellos matones y encontrar la manera de marcharse.
Pero antes vería a Andreas.
El avión no se acercó a la terminal del aeropuerto, sino que se detuvo junto a la pista de aterrizaje.
Andreas fue en coche hasta allí para que lo viera el menor número de gente posible. Habría querido librarse también de la tripulación y de los hombres encargados de traer a Holly, pero era imposible.
Esperó con impaciencia a que colocaran la escalerilla y se abrieran las puertas.
El primero que apareció fue Georgios.
v¿Quiere que bajemos la carga? -preguntó, mirando con recelo a los empleados del aeropuerto que se encontraban cerca-. Ella…, podríamos tener problemas.
– Tus hombres y tú bajad del avión -ordenó Andreas-. Yo subiré.
– ¿Está… seguro?
– No digas tonterías -comenzó a subir con decisión. Aquello empezaba a ser absurdo.
Aunque detestaba que sus hombres la hubieran secuestrado, no debía olvidar que ella lo había engañado y que estaba allí por culpa de ese engaño. Tenía motivos de sobra para estar furioso con Holly y cuanto antes se lo dijera, mejor.
Claro que quizá hubiera una explicación muy sencilla. Quizá pudieran mantener una breve conversación y ella pudiera volver a marcharse. Quizá todo había sido un error.
Quizá.
– Está en la parte de atrás. Apenas nos ha dirigido la palabra desde que salimos de Australia y, cuando lo ha hecho, ha sido llena de furia.
Después de decirle eso, Georgios se echó a un lado y Andreas pudo entrar en la cabina. Y la vio. Por un momento, todo se detuvo.
Holly.
Seguía siendo la misma. Su Holly. La mujer a la que había llevado en el corazón durante todos esos años. Holly, con sus vaqueros viejos y sus camisetas, el pelo salvaje, siempre riendo y bromeando. La imagen que a menudo se repetía en su memoria era la de ella montando a caballo por los prados, desafiándolo a alcanzarla.
La encantadora Holly, su cuerpo maravilloso. Corregído y escaneado por Consuelo Sus ojos azul zafiro, su increíble inteligencia, su risa profunda…
Pero ahora no se reía. En su rostro había una expresión triste y preocupada. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Parecía cansada y muy, muy enfadada. Entonces lo miró a los ojos y Andreas sintió una especie de sacudida. Como si estuviera a punto de estallar una tempestad.
– Holly -dijo, y quizá lo hizo con ternura antes de poder controlarse, pero hasta ahí llegó la ternura.
– ¿Cómo te atreves? -replicó ella al tiempo que se ponía en pie y salía al pasillo del avión.
– Quería verte.
– Ya me estás viendo. Esos matones tuyos me metieron a rastras en un helicóptero sin darme ninguna explicación. Ellos son unos matones y tú un estúpido y un cobarde por mandar a cuatro hombres a secuestrar a una mujer indefensa.
– Tú no eres una mujer indefensa -respondió Andreas dando un paso hacia ella-. Mordiste a Maris -añadió con una leve sonrisa.
– Ojalá lo hubiera mordido con más fuerza.
Le lanzó una mirada que se clavó en el corazón de Andreas.
– ¿Por qué me has traído hasta aquí? -preguntó ella después de un breve silencio.
– Tenemos cosas que hablar.
– Podrías haberme llamado.
– No habría sido una buena idea -contestó Andreas y dio un paso más hacia ella, pero quizá fue un error.
Holly levantó la mano y le dio una bofetada con tanta fuerza que el ruido hizo eco en toda la cabina del avión. Andreas se quedó boquiabierto y su primer impulso fue agarrarla de la muñeca.
– No me toques -espetó ella y le dio una patada en la pierna.
– ¿Sabes lo que puede pasarte por agredir a un miembro de la realeza? -le preguntó, asombrado, mientras se alejaba para que no pudiera hacerlo más.
– ¿Y tú sabes lo que puede pasarte por secuestrar a alguien y sacarlo de su país? -replicó ella-¿Por traerme aquí en contra de mis deseos? No sé qué quieres de mí, Andreas Karedes, pero diles a tus matones que me lleven de nuevo a mi casa.
Andreas le puso ambas manos en los hombros, pero ella volvió a darle una bofetada. Aún más fuerte.
Dios. Si no tenía cuidado, iba a acabar con un ojo morado.
– Sólo quiero una explicación… -empezó a decir Andreas, pero ella estaba demasiado furiosa como para dejarlo seguir.
– No me importa lo que quieras. Déjame que me vaya
– No hasta que me digas lo que necesito saber.
– No puedes hacer eso.
– Holly, me parece que ya lo he hecho -le dijo con cansancio-. Siento que te secuestraran. Mi intención era convencerte de que vinieras, no obligarte. Pero ahora que estás aquí, tienes que obedecer al imperativo real; te quedarás hasta que recibamos una explicación.
Vaya…, no lo había hecho muy bien. Desde luego como disculpa carecía de diplomacia. Sin duda, eso fue lo que pensó Holly porque lo miró fijamente, con las mejillas sonrojadas por la rabia. Después miró por la ventana, al ajetreo de la pista de aterrizaje y del aeropuerto.
– Aristo es un país civilizado -dijo ella de pronto con gesto pensativo.
– ¿Qué…?
– Tenéis leyes -continuó diciendo-. Leyes contra el secuestro, supongo. Antes podrías asaltar y violar, pero imagino que eso ya es historia.
– Se hace lo que yo digo -espetó él, sorprendido.
– ¿Si? -lo miró con expresión pensativa, luego cerró los ojos… y gritó.
Lanzó un grito que no se parecía a ningún otro. Un grito perfeccionado durante años por una niña aficionada al drama y con espacios abiertos en los que poder practicar. Un grito que hizo que todos los que se encontraban en cien metros a la redonda se volvieran a mirar hacia el avión para ver qué ocurría.
Andreas la agarró y le puso la mano en la boca. Ella le pegó un codazo en las costillas y siguió gritando. La apretó con más fuerza. Ella le mordió.
Andreas farfulló una maldición antes de ir a cerrar la puerta para tener un poco más de privacidad. Lo hizo justo a tiempo, porque Holly había abierto la boca para gritar de nuevo.
– Yo que tú no me molestaría -le dijo mientras miraba con incredulidad la marca que le había dejado en la mano-. Nadie podrá oírte.
– Iré a la policía. Al consulado. No puedes hacer esto.
– Esto es Aristo y yo soy príncipe -respondió él-. Puedo hacer lo que quiera.
– No, conmigo no.
Entonces volvió Georgios y miró a su jefe con asombro.
– Está sangrando.
– Espero que agarre la rabia y se muera -dijo Holly entre dientes.
– No me extrañaría, habiéndole mordido una loca…
– Déjalo -lo interrumpió Andreas-. Vas a tener que llevarla a Eueilos.
– Señor, está descontrolada -se apresuró a decir Georgios-. En Eueilos no hay nadie, excepto Sophia y Nikos, y son demasiado mayores para defenderse.
– Les diré que guarden bajo llave las armas de fuego -dijo Andreas con sequedad-. Ella no le hará daño a una pareja de ancianos que no tiene nada que ver con todo esto, y es imposible que se escape de la isla -miró la hora-. Tengo que irme. Debo comparecer en el Parlamento dentro de una hora,y los periodistas harán muchas preguntas si no aparezco.
– Muy bien -murmuró Georgios con algo parecido a una sonrisa-. Pero, ¿podremos mantenerlo en secreto?
– No voy a permitirlo -intervino Holly con furia-. Andreas, ¿qué demonios crees que estás haciendo?
¿Qué estaba haciendo? Andreas pensó en el informe que tenía sobre la mesa de su despacho y apretó los dientes. Aquella mujer estaba poniéndolo todo en peligro por culpa de un secreto que debería haberle contado…
Pero Holly estaba histérica.
– Estoy protegiendo lo mío -dijo él por fin-. No tengo ni idea de lo que te ocurrió después de que yo me fuera de Australia, pero está poniendo en peligro a este país. Siento que hayamos llegado a esto, Holly, pero quiero la verdad. Te van a llevar a Eueilos y esperarás allí hasta que yo lo decida. Hablaremos cuando esté preparado para hacerlo.