Capitulo 5

Silencio. Silencio, silencio y más silencio.

Quizá debería haberse puesto de rodillas, pensó Andreas mientras se prolongaba el silencio Quizá debería haberle dado un anillo con un diamante tan grande como el Stefani.

O quizá no. Vio todas las emociones que pasaron por el rostro de Holly y se dio cuenta de que debía ser franco y directo. Y mejor no moverse de su lado de la mesa porque una de esas emociones era sin duda la ira, y no quería llevarse otra bofetada.

– Es una proposición en toda regla -dijo cuando la tensión empezaba a ser ya insoportable-. Me casaría contigo con todas las de la ley.

– Gracias -dijo ella con la intención de sonar sarcástica, pero volvió a temblarle la voz.

– Es la única solución.

– ¿Para quién? Creo que se te olvida que hay dos personas implicadas en esta ecuación.

– Yo podría saldar las deudas de tu padre. Sé que te sientes obligada a pagarlas. Podría quitarte esa presión de encima y muchas más.

Holly se echó hacia atrás en la silla y lo miró como si hubiera sacado una pistola.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo sé todo sobre ti -dijo, tratando de hablar con suavidad para aplacar el terror que veía en su mirada-. Desde el momento en que nos llegó el rumor sobre el bebé, mi hermano encargó a unos investigadores que averiguaran todo lo que pudieran.

– Tu hermano.

– Sebastian, el heredero al trono de Aristo. Si esto sale a la luz, perderá el trono.

– Todos vosotros lo perderéis -murmuró ella.

– Pero los demás sólo somos príncipes y princesas.

– Sólo -repitió ella, burlona, y se puso en pie-. No puedes comprarme, Andreas.

– Eso lo supe hace diez años -recordó con tristeza-. ¿Te acuerdas de cuando te pedí que fueras mi amante?

– ¿Y tú recuerdas cuál fue mi respuesta? Pensé que aún podrías sentirlo.

– Así es -respondió al tiempo que se llevaba la mano a la mejilla en la que había recibido un buen bofetón-. Pero ahora es diferente, Holly, no te estoy pidiendo una aventura. Te estoy ofreciendo que te cases conmigo.

– Y se supone que debo sentirme halagada. Me traes hasta aquí a la fuerza…

– ¿Por qué no nos olvidamos ya del secuestro?

Claro -espetó con sarcasmo-. Cuatro matones me sacan de mi casa, me dejan en una isla perdida y luego tú me pides matrimonio tranquilate… Sí, claro, debería olvidarme de lo del secuestro. El príncipe Andreas de Karedes me ha pedido que me case con él, qué honor, Alteza, ¿cómo podría rechazar semejante oferta?

– ¿No crees que estás exagerando? -preguntó él secamente-. No sería tan horrible.

– Christina no debía de pensar lo mismo. ¿Cuántas mujeres tenías de repuesto mientras estabas casado con ella?

– Esas cosas se entienden…

– En los matrimonios de la realeza -terminó ella-. Pero no en los matrimonios que yo conozco.

– ¿Qué matrimonios? ¿El de tus padres? ¿Y tú…, qué experiencia tienes tú? No creo que vayas a casarte por amor.

Vaya.

Holly estaba ahora detrás de la silla y tenía las manos apoyadas en el respaldo como si necesitara un punto de apoyo. Apretaba con tal fuerza que tenía blancos los nudillos. Quizá él había ido demasiado lejos…

– Así que ahora además soy una vieja solterona -dijo con evidente rabia-. Una mujer caída en desgracia a la que se le ha pasado la fecha de caducidad, una mujer que debería sentirse agradecida de recibir una oferta tan generosa.

– Escucha -Andreas no sabía cómo calmarla. Respiraba muy rápido. Sus pechos se movían con fuerza y tenía el rostro sonrojado de rabia. Había metido la pata…, tenía que arreglarlo-. Holly, de verdad lo necesitamos.

– La verdad es que ni siquiera lo comprendo -dijo ella-. Te acostaste conmigo cuando tenía diecisiete años y no hay nada que podamos hacer ahora para cambiar eso.

– No, pero puedo hacer que me vean como una persona honrada -adujo Andreas-. Es cuestión de tiempo que la prensa hable con tu madre, y entonces será un hecho consumado. Cuando lleguen las primeras acusaciones tengo que poder decir que sí, que fue todo un duro golpe descubrir que habías tenido un hijo mío, que no comprendo por qué no me lo dijiste. Que éramos dos jóvenes románticos. Y que ahora que lo sé, voy a cumplir con mi obligación y a pedirte que te cases conmigo.

– Pero yo no quiero -replicó ella.

– ¿Por qué? -se lo preguntó con tal intensidad que volvió a hacerse el silencio.

Ella lo miró como si fuera un extraterrestre, como si nunca antes lo hubiera visto.

– Porque soy libre -consiguió decir por fin.

Fue una respuesta tan inesperada para Andreas, que no supo cómo responder.

– ¿Qué?

Ella cerró los ojos un momento.

– A ver, Andreas. Estoy intentando comprenderlo. Tienes que hacer lo más honrado y casarte conmigo. Pero eso significaría meterme a mí en la jaula de oro.

– No comprendo.

Recuerdo cuando me hablabas de la vida que tenías en Aristo, del dinero, las fiestas y de todos los lujos imaginables…, yo nunca sentí la menor envidia. ¿Sabes lo que pensaba? Pobre niño rico. Quizá fue por eso por lo que me acosté contigo, me dabas lástima

– Lástima -repitió él, atónito.

– He visto lo que puede pasarles a los miembros de la realeza -dijo-. Y me horroriza. Quiero poder caminar por la calle tranquilamente y comprar una lata de judías para cenar.

¿Una lata de judías? -no entendía nada. La luz de las velas, las luciérnagas, la cálida brisa, una propuesta de matrimonio. Y ahora estaban hablando de latas de judías.

¿Qué pasaría si quisieras cenar una lata de judías? -le preguntó Holly.

¿Por qué habría de querer cenar eso? -dijo él con repulsión.

– Imagínatelo, hazme ese favor.

– Le pediría a Sophia…

– Exacto. Se lo pedirías al servicio, Sophia enarcaría una ceja y diría: «¿Por qué el príncipe Andreas quiere una lata de judías?». Pero claro, tus deseos son órdenes, así que añadiría la lista de judías a la lista de la compra y algún criado iría a una de esas tiendas que llevan la insignia de «Proveedores de la Casa Real». Los dependientes se preguntarían por qué el príncipe quiere judías y cuando se enterara la prensa, diría que el príncipe no consume alimentos nacionales.

Parece que le has dedicado mucho tiempo a pensar en esto -dijo, desconcertado-. ¿Quiere eso decir que alguna vez has pensado cómo sería tu vida si te casaras conmigo?

Holly lo miró y cambió la expresión de su rostro. La ira dejó paso a la confusión.

– ¿Cómo te atreves? -susurró por fin.

– ¿Habías pensado antes en casarte conmigo?

– Llevé dentro a tu hijo durante nueve meses. Claro que fantaseé con casarme contigo, ¿qué mujer no lo habría hecho? Pero sólo era eso, una fantasía que habría puesto fin a mis problemas. Lo superé.

– ¿Y cuánto tiempo me llevaste en tu corazón? Holly se quedó boquiabierta.

– ¿Qué?

– Mis investigadores me han dicho que no ha habido ningún hombre desde hace años.

Su furia no hacía sino aumentar.

– Tus investigadores pueden irse al infierno.

– La gente del pueblo dice que la muerte de Adam te dejó destrozada. ¿Tuve yo algo que ver también? ¿Por no estar allí?

– Déjalo -se lo dijo susurrando, pero fue como si se lo gritara-. Eres el hombre más arrogante y presuntuoso que…

– Estábamos enamorados -Andreas se puso en pie sin dejar de mirarla a los ojos-. Estábamos enamorados, Holly.

– Tú no sabes lo que es el amor. Nunca escribiste… -se le quebró la voz-. Te odié. No sabes cuánto te odié… -cerró los ojos un segundo y se apartó de la mesa.

Era demasiado. Andreas se acercó a ella sin pensarlo y sin pensar también le agarró las manos y tiró de ella hacia sí. Holly se resistió, pero él la abrazó de todos modos hasta que sintió que se relajaba entre sus brazos. Sintió su tristeza, la fuerza de las emociones había podido con ella.

El presente desapareció y de pronto lo único que importaba era que se trataba de Holly y que él la había alterado.

¿Qué estaba haciendo, cómo podía proponerle matrimonio sabiendo que el pasado aún se interponía entre ellos? Sabiendo el daño que le había hecho.

Acercó los labios a su pelo, sintió su aroma y su angustia.

– Holly ojalá lo hubiera sabido -susurró-. Siento mucho que estuvieras sola. No sabes cuánto desearía haber sabido lo de Adam.

– Era… era…

– Me lo imagino.

– No, no puedes ni imaginarlo -dijo con cansancio-. Era tu hijo y no lo conociste.

Andreas no la soltó del todo, pero dejó que se separara lo suficiente para poder mirarla a los ojos

– Lo siento -repitió, porque era lo único que podía decir. Pero eso no bastaba, lo supo en cuanto las palabras abandonaron sus labios.

¿Por qué no me escribiste? -preguntó ella.

Iba a casarme con otra mujer…, aunque eso no quiere decir que no pensara en ti todos los días.

– Eso lo dices tú.

– Tienes que creerme, Holly.

– ¿Tengo que creerte y así haré lo que tú quieras?

– Holly, este matrimonio… La necesidad de hacer bien las cosas… no es sólo por mí y por mi familia

– ¿No? -su voz estaba llena de desprecio-. Supongo que el rey Zakari sería un buen rey para las dos islas, que volverían a estar unidas en un solo reino. Y seguro que tu familia y tú conservarías vuestra increíble fortuna. ¿Qué problema hay entonces?

– La mitad de los habitantes de nuestra isla perderían su sustento -respondió Andreas, aún agarrándola de las muñecas-. Mi padre vinculó de tal modo el dinero de la isla a nuestra imagen que, si nosotros no estamos ahí, la mitad de la industria de Aristo se vendría abajo -continuó antes de que Holly pudiera rebatirle-. Es una situación muy complicada; si tuviéramos tiempo, encontraríamos la manera de solucionarlo. Pero el tiempo no está de nuestra parte. Tenemos que celebrar la coronación, y pronto. Si no encontramos el diamante, el pueblo podrá decidir quién debe gobernar. Ellos pensarán lo mismo que tú, pero no es cierto, Holly; tenemos que quedarnos allí para mantener la estabilidad económica de la isla.

– Y pretendes que me crea todo eso hasta el punto de casarme contigo.

Muchas mujeres… -le dijo con ternura-. Muchas mujeres darían su brazo derecho a cambio de convertirse en princesas.

– ¿Estás loco? -dio un paso atrás, soltándose de él-. Andreas, yo no sé nada de tu mundo. ¿Cómo puedes pedirme algo semejante?

– Conócelo. Ven conmigo a Aristo y conoce a mi familia.

– ¿Y dejar que me fotografíen y digan que soy la mujer a la que sedujiste hace años? ¿Y que todo el país diga que debería casarme contigo? No, gracias.

– Entonces toma la decisión ahora -sugirió él-. Cásate conmigo y ven a Aristo convertida en mi esposa. Tienes que casarte conmigo.

– No tengo por qué hacer nada. Yo no gano nada con esto.

¿Cómo puedes decir eso? -no tenía ni idea de que decirle. El instinto le aconsejaba que cerrara la boca y se rindiera, pero no podía hacerlo-. Piensa en la corona, en el dinero.

– Me las he arreglado muy bien toda mi vida sin corona y sin dinero.

– Entonces piensa en mí-insistió Andreas, pues sabía que había algo más que los fríos hechos- Te lo pregunto otra vez, ¿te las has arreglado bien sin mí?

– No me ha quedado más remedio -respondió ella entre dientes-¿Crees que no he intentado olvidarlo?

– Pero no lo has conseguido -susurró Andreas y volvió a acercarse a ella, pero muy despacio para que tuviera tiempo de apartarse si quería-. Del mismo modo que no lo he conseguido yo -le agarró las manos de nuevo, suavemente, sin presión. Pero enseguida tiró de ella, no con fuerza física, sino dejándose llevar por una especie de atracción magnética que los obligaba a unirse.

Llevaba tanto tiempo deseando hacerlo, desde que la había visto en el avión, enfadada y asustada. Quizá desde que la había dejado años atrás, cuando ella era poco más que una chiquilla.

Ya no era una chiquilla, ni estaba asustada. Pero sí que seguía furiosa y confundida. Lo percibía en la rigidez de su cuerpo, sin embargo se dejó abrazar. Como si necesitara saber si aún quedaba algo entre ellos.

Claro que quedaba, al menos por parte de Andreas. Sintió la reacción de su cuerpo al tenerla entre los brazos. Bajó las manos y sintió la suavidad de la seda, que se ajustaba a sus curvas como una segunda piel. Ninguna otra mujer había llevado puesto ese vestido, a ninguna le quedaría como a ella. Sentía el calor de su cuerpo en las manos La estrechó con más fuerza de manera involuntaria y, después de un titubeó, ella se dejó.

Holly.

Había olvidado que una mujer pudiera ser tan hermosa.

– ¿Te acuerdas de la primera noche que te besé? -le preguntó en un susurro.

Ella negó con la cabeza.

– Mentirosa -dijo Andreas, sonriendo.

Él lo recordaba como si acabara de suceder había sido la noche de su llegada. Los padres de Holly habían celebrado un baile en su honor. Ella vestida de blanco. Cuando todos los invitados habían marchado, Andreas se había quedado en enorme salón y a ella la habían mandado a ayudar a retirar las copas. Se le había caído una y, al acharse ambos a recoger los pedazos, habían estado a punto de chocarse. Se habían quedado tan cerca el uno del otro que Andreas había sentido que besarla era lo más natural del mundo. Igual que ahora. Le levantó la barbilla suavemente para poder hacerlo. Ella no se resistió. Por aIgún motivo, había desaparecido la ira, había dejado de luchar. Sintió sus manos en las caderas, las manos que tiraban de él de un modo maravilloso.

Cuando sus bocas se encontraron, se esfumaron todos los años que habían pasado separados. Siempre había pensado que había idealizado lo que había compartido con Holly debido a la distancia. Cuando hacía el amor con su mujer,siempre pensaba en lo que había sentido con Holly y eso le provocaba una tremenda angustia. Finalmente había desechado esos recuerdos, pensando que eran producto de las fantasías románticas de un muchacho y que estaba siendo injusto con Christina.

Pero no era así. Lo supo en el momento que volvió a tocarla.

Porque aquello no era un beso. Era la unión absoluta de dos cuerpos que habían estado separados demasiado tiempo, dos cuerpos destinados a estar juntos.

Unidos a fuego… Eso era lo que sentía realmente. No estaba imaginando aquel fuego, era de verdad, una llama que lo consumía todo, que lo impulsaba a estrecharla contra sí, a devorar su boca, incitándola a hacer lo mismo. La necesitaba del mismo modo que necesitaba todas las partes de su ser.

Holly. Su corazón, su hogar. Aquellas palabras le hicieron recuperar la conciencia. ¿Cómo había podido olvidar el deseo que sentía por ella? Lo había arrinconado en su memoria y, sin embargo, allí estaba ella: exquisita, sexy… y libre.

Él también era libre. «Arréglalo», le había dicho Sebastian y podía hacerlo simplemente casándose con aquella mujer.

Holly. Su esposa cautiva. Estaba saboreándola, amándola, deseándola. Era toda suya, su cuerpo se amoldaba al de él. Deslizó las manos hasta sus caderas y la apretó contra sí. Pero aún no estaba lo bastante cerca. Sin dejar de besarla, la levantó del suelo, contra su corazón.

Durante un maravilloso instante sintió que se rendía a él. Le echó los brazos alrededor del cuello y se entregó aún más al beso. Era suya. ¡Suya!

Pero entonces… Andreas se giró ligeramente,sólo para abrazarla mejor, pero el movimiento hizo que perdieran el contacto. Fue sólo un momento, una décima de segundo. Sin embargo, bastó para que Holly pusiera las manos entre ambos cuerpos y lo apartara de sí.

¡No! Andreas tiró de ella, pero no había nada que hacer.

– Andreas, para.

Comprendió de inmediato a que se refería porque él ya había empezado a girarse hacia la habitación, dejándose llevar por el deseo, la necesidad de estar tan cerca de ella como fuera posible.

Quería hacerla suya.

Se trataba de Holly y, bajo el deseo arrollador de un príncipe, estaba aún el joven que se había enamorado de aquella mujer. De manera instintiva, involuntaria, titubeó y la miró a los ojos. Ella tenía los suyos oscurecidos por la pasión, pero había algo más. Esperaba encontrar ira, pero no fue eso lo que vio. En su lugar había…

Duda.

– Agapi mu… -le susurró-. ¿Qué ocurre, corazón?

– Yo… no es esto lo que deseo.

– ¿No me deseas a mí?

– Eso no es lo que he dicho -matizó-. Creo que te deseo tanto como a la vida misma, siempre ha sido así, pero tienes que darme tiempo para pensar, Andreas -parecía costarle un verdadero esfuerzo pronunciar aquellas palabras.

– Pero si piensas, me rechazarás -dijo él.

– Entonces es que quizá tenga que rechazarte -respondió Holly-. Suéltame, Andreas, por favor.

– ¿Y si no lo hago? -no quería soltarla. Malditos escrúpulos. Después de todo, él era el príncipe y ella era la mujer a la que deseaba. Era la madre de su hijo y la deseaba tanto que le ardía el cuerpo entero.

Después de todo, él era el príncipe y ella era la mujer a la que deseaba. Era la madre de su hijo y la deseaba tanto que le ardía el cuerpo entero.

– Si eres el hombre que creo que eres, no harás nada en contra de mis deseos -dijo ella susurrando.

Lo dijo con tal certeza que Andreas soltó una especie de rugido y la soltó, pero fue como si se le desgarrara el corazón.

– Me deseas tanto como yo a ti -gruñó-. Admítelo.

– Mi cuerpo te desea -respondió con total seguridad-. Pero el sentido común me dice que estás loco. Que la última vez acabé embarazada porque las precauciones no funcionaron, ¿quiero correr el riesgo de acabar con otro hijo… y quizá con otra pérdida y con más dolor… sólo por una noche de pasión?

Aquellas palabras bastaron para que Andreas recuperara la claridad mental, para que la mirara a los ojos y viera la verdad que había en ellos; un dolor que él no había vivido, un dolor que la había roto por dentro.

Se apartó de ella.

– Yo… necesito un poco de espacio -dijo Holly al tiempo que se dirigía a la habitación casi tambaleándose.

– Pero, ¿vas a pensar en lo que te he dicho?

– Sí -respondió Holly-. ¿Andreas?

– ¿Qué?

– Voy a pensar en ello porque me has dejado cuando te lo he pedido, porque has demostrado algo de decencia. A pesar de todo lo que ha sucedido, confío en ti. Si dices que necesitas casarte conmigo por tu país, te creo, pero eso no significa que acceda a hacerlo. Antes tengo que pensarlo detenidamente. Tienes que darme tiempo.

– Yo…

– No digas nada más. No quiero oírlo.

– Holly…

– No -se tapó los oídos y esbozó una sonrisa maliciosa e infantil. Con las manos en los oídos, se dio media vuelta-. Lalalalalá -canturreó mientras se retiraba-. Lalalalalá.

Y, aún cantando, desapareció.

Cuando Andreas se dio la vuelta se encontró con Sophia. Llevaba una bandeja en la mano como si se dispusiera a retirar las cosas de la mesa, pero Andreas sabía que había estado allí, escuchando.

– ¿Estabas a punto de pegarme con una botella de vino? -le preguntó él, fingiendo estar atribulado. Ella sonrió de inmediato.

– Te conozco bien, Andreas. Tú no le harías más daño.

– Yo jamás le haría daño.

– Ya lo hiciste.

– ¿Te lo ha dicho ella?

– He oído rumores -dijo-. Han llegado incluso hasta aquí. He oído que cierta mujer ha tenido un hijo tuyo.

– Y…

– Y sé que ésta perdió un bebé. Le he hablado de mis hijos y he visto el dolor que sentía.¿Qué vas a hacer?

Andreas miró a su antigua niñera, una mujer de más de sesenta años, mandona y matriarcal. Su criada. Sus hermanos habrían enarcado una ceja y se habrían dado media vuelta. Él no.

– No lo sé -admitió.

– Quieres estar con ella.

– Había olvidado hasta qué punto.

– Entonces tendrás que cortejarla -dijo Sophia con gran sabiduría-. Tienes que ser amable y darle tiempo.

– No hay tiempo. Tengo que solucionar esta situación.

– Si te apresuras, acabarás sin nada.

– Pero ella tiene que…

– No tiene ninguna, obligación. Es una mujer inteligente y no va a consentir ningún tipo de imposición -Sophia esbozó una cálida sonrisa-. Será una magnífica esposa para ti. Christina y tú… no, no y no. Pero Holly y tú…

– Sophia, déjalo.

– Lo dejo -convino y, para sorpresa de Andreas, se acercó y le dio un beso, algo que no había hecho desde hacía veinte años-. Confío en tu sentido común. Piensa con la cabeza, no con ninguna otra parte de tu cuerpo. Eso fue lo que te metió en este lio. Tú, tus hermanos y tu padre, líos por todas artes. Pero la cabeza te sacará de todo esto.

Le dio un golpecito en el pecho y se echó a Iír, después se puso a retirar las cosas de la mesa.

Holly oyó las voces en el exterior. No entendía las palabras, sólo sabía que Andreas estaba hablando. Debía de ser con Sophia.

Estaba apoyada en la puerta de la habitación, que había cerrado con llave. Pero parecía demasiado fina. No serviría de mucha protección.

Sophia la protegería.

Pero no de sí misma.

Se trataba de Andreas, del hombre con el que había soñado durante años. Estaba ahí, al otro lado de la puerta, y la deseaba. Sólo tenía que caer en sus brazos y convertirse en princesa.

Ahí estaba el problema. El miedo que sentía era aún más fuerte que el modo en que su cuerpo reaccionaba a él. Le había oído hablar de su familia: de su brutal padre, de lo aristocráticas que eran su madre y sus hermanas, de sus hermanos…, unos hombres sexys y poderosos que tomaban todo lo que deseaban.

Holly no sabía nada de aquel mundo. Si cedía al chantaje de Andreas, porque de eso se trataba, tendría que entregarse a ese estilo de vida y renunciar a todo lo que siempre había conocido.

Perdería para siempre la esperanza de volver a casa. A Munwannay

Allí no había nada para ella.

Estaba la tumba de su hijo. Era su hogar.

Pero su hogar podría estar también en Aristo.

¿Cómo mujer objeto? Porque eso era lo que sería para Andreas. Estaba haciendo un esfuerzo por recuperar el aliento y razonar con sensatez. Andreas no había hecho ninguna declaración de amor, sólo le había dicho que necesitaba casarse con ella para solucionar el problema político al que se enfrentaban su familia y él. A cambio, pagaría las deudas de su padre. Estupendo. ¿Qué significaba eso para ella?

Esa noche deberían haber hablado. Debería haber sido una conversación de negocios, pensó Holly mientras se llevaba la mano a los labios, aún sensibles por el beso. Quizá pudieran encontrar una solución. Pero ¿cómo iban a encontrar una solución si se interponía de ese modo lo que sentía por Andreas? Allí estaba él, charlando tranquilamente con Sophia, mientras ella temblaba como una muchacha virgen. Una muchacha que tendría que quedarse ahí, porque no podría abrir la puerta. Porque en cuanto lo viera, sentiría…

Deseo.

Era así de simple.

O quizá no.

Las voces se callaron y se empezó a oír un tintinear de vasos; Sophia debía de estar recogiendo la mesa y Andreas debía de haberse marchado. ¿Adónde? ¿A la cama?, ¿a idear otras maneras de obligarla a casarse con él?

Casarse con Andreas…

La idea era como ver cómo el sol se abría paso entre las nubes… Le costaba mucho pensar en que eso significaba también entregarse a lo desconocido, pero tenía que hacerlo. Debía irse a la cama y reflexionar con calma sobre si le sería posible casarse con él. Andreas le había dicho que su país dependía de aquel matrimonio. Muy bien, él estaba cuidando de su país y tenía todo un reino cuidando de él; ella estaba sola.

Se apartó de la puerta y se acercó a la ventana que daba a la piscina. Retiró un poco una de las cortinas para ver lo que había al otro lado.

Sí, ahí estaba Sophia, retirando las cosas de la mesa. Levantó la mirada al sentir la luz que salía por la ventana, miró a Holly a los ojos y sonrió. Le guiñó un ojo, dejó la bandeja sobre la mesa, levantó ambas manos y cruzó los dedos.

Después siguió recogiendo tranquilamente. Holly sonrió.

No, no estaba sola del todo. Tenía una aliada. Quizá…

Quizá una aliada no fuese suficiente. Tenía que pensar. No podía entrar en la jaula de la realeza sin saberlo todo.

Andreas y ella debían guardar las distancias y heablar.

Hablar no serviría de nada. ¿Cómo iba a convncerla de que hiciera algo a lo que ni siquiera él le encontraba sentido? Sólo podía pensar en que se trataba de Holly y que la deseaba tanto que todo su cuerpo parecía estar en llamas.

Lo habían educado para entender el matrimonio como una obligación. En la realeza, los matrimonios eran instrumentos políticos; la pasión era algo que uno encontraba fuera del matrimonio. En la relación de sus padres no había habido amor. Ni siquiera cuando se había enamorado de Holly, años atrás, y habían hablado de huir juntos. En la mente de Andreas siempre había podido más la obligación de casarse con la mujer a la que lo habían prometido, la obligación que le habían inculcado desde su nacimiento.

Pero ahora… de pronto se encontraba con que le habían ordenado que se casara con una mujer que lo volvía loco de deseo.

«Cálmate. Actúa con precaución». Aquello era demasiado importante como para meter la pata.

El problema era que no disponía de tiempo. Si no hacía algo rápido, Sebastian no tardaría en presentarse allí a casarlos y Andreas conocía a su hermano lo bastante como para saber que estaría dispuesto a utilizar la fuerza. Sebastian se preocupaba por su país de un modo que jamás lo había hecho su padre. Sería un buen rey y lo único que se interponía entre el trono y él era una chiquilla…

Dios.

Salió del pabellón y se dirigió a la playa. Tenía poco tiempo. Holly le había dicho que necesitaba pensar y Andreas lo comprendía, pero no podía permitirse el lujo de esperar sentado a que ella tomara una decisión.

¿Qué debía hacer entonces? Podría despedir a Sophia, tirar abajo la puerta de la habitación de Holly y hacer que ocurriera lo inevitable. Pero seguramente no funcionaría si tenía que ir en contra de los deseos de Holly. Diez años atrás ya era una muchacha orgullosa, fuerte e independiente, y no había perdido ninguna de esas cualidades; de hecho, las había desarrollado aún más.

Era una mujer entre un millón. Y Andreas la deseaba con todas sus fuerzas.

Debía decírselo. Y hacerle el amor.

Pero ¿por qué habría de confiar en él? Había estado casado con Christina y no se había puesto en contacto con ella durante años. ¿Cómo podría convencerla de lo que sentía si ni siquiera él lo sabía?

Sí, sí que lo sabía. Se detuvo y miró el mar, iluminado por la luna.

Deseaba a aquella mujer más que a su propia vida. Si hubiera tenido tiempo, la habría cortejado como se merecía, la habría colmado de atenciones.

Tendría que ver qué podía hacer con el tiempo del que disponía. «Piensa, hombre». Debía convencerla para que aceptara, al menos, un matrimonio a corto plazo. Así ganaría tiempo.

La había llevado allí como a una prisionera. ¿Qué la retendría?

Siguió caminando y pensando en todo lo que sabía de la Holly que había amado. Una mujer salvaje y libre. La recordó aquella primera mañana, cuando salió a recibirlo a la terraza acompañada de su viejo perro.

Volvió a detenerse en seco.

Era una idea estúpida y sentimental, pero se trataba de una situación especial. Necesitaba un gesto.

Ya había comenzado a caminar de nuevo hacia el pabellón. Tenía muchas cosas que hacer. Gracias a Dios, por Internet y por los empleados que tenía en Aristo. Tendría que despertar a medio palacio para conseguir lo que necesitaba.

Tenía tan poco tiempo…

Debía actuar con rapidez.

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