En el coche hace frío, un frío sepulcral. Prefiero dejar el aire acondicionado al máximo para que la baja temperatura me mantenga alerta. Desde la radio apenas suena un murmullo, pero aún oigo una canción que se impone con cierta insistencia sobre el ruido del motor. Es R.E.M. en su primera etapa, algo que habla de hombros y lluvia. He dejado Cornwall Bridge unos quince kilómetros atrás; pronto entraré en South Canaan y luego en Canaan propiamente dicha, antes de cruzar la frontera del estado de Massachusetts. Ante mí, un sol radiante pierde intensidad a medida que el día se diluye lentamente en la noche.
La noche en que murieron llegó primero el coche patrulla lanzando destellos de luz roja en la oscuridad. Dos agentes entraron en la casa, con rapidez pero con cautela, conscientes de que acudían a la llamada de uno de los suyos, un policía que se había convertido en víctima en lugar de ser a él a quien recurrían las víctimas.
Permanecí sentado en el pasillo, con la cabeza entre las manos, cuando entraron en la cocina de nuestra casa de Brooklyn y echaron un vistazo a los cadáveres de mi esposa y de mi hija. Me quedé observando mientras uno de los agentes llevaba a cabo un breve registro en las habitaciones del piso superior y el otro inspeccionaba la sala de estar y el comedor; entretanto, la cocina reclamaba su presencia, les exigía que dieran fe de aquello.
Oí que informaban por radio de un probable doble homicidio y solicitaban la intervención de la Unidad de Delitos Graves. Percibí conmoción en sus voces, pese a que procuraban comunicar lo que habían visto de la manera más desapasionada posible, como correspondía a dos buenos policías. Quizá ya entonces sospechaban de mí. Eran policías, y ellos mejor que nadie sabían qué era capaz de hacer la gente, incluso uno de los suyos.
Y por eso permanecieron en silencio, uno junto al coche y el otro en el pasillo, a mi lado, hasta que llegaron los inspectores, seguidos de la ambulancia, y entraron en nuestra casa. Mientras, los vecinos iban apareciendo ya en los porches, tras las verjas, y algunos se acercaban para averiguar qué había ocurrido, qué desgracia había caído sobre la joven pareja de enfrente, la pareja de la niña rubia.
– ¿Bird?
Al reconocer la voz, me pasé la mano por los ojos. Un sollozo sacudió mi cuerpo. Tenía ante mí a Walter Cok, y más allá a McGee, con el rostro bañado por los destellos del coche patrulla pero todavía lívido, afectado por lo que había visto. Se oía llegar más coches. Un enfermero apareció en la puerta y la atención de Cok se desvió hacia él.
– Está aquí el auxiliar médico -dijo uno de los agentes mientras el joven enfermero, delgado y pálido, esperaba a un lado.
Cok asintió y señaló hacia la cocina.
– Bird -repitió Cok, esta vez con tono más perentorio y severo-. ¿Quieres decirme qué ha pasado aquí?
Dejo el coche en el aparcamiento que hay frente a la floristería. Sopla una suave brisa y los faldones del abrigo juguetean alrededor de mis piernas como las manos de los niños. Dentro de la tienda el ambiente es fresco, más de lo normal, y huele a rosas. Las rosas nunca pasan de moda, ni de temporada.
Un hombre, agachado, examina con detenimiento las gruesas hojas cerosas de una planta pequeña y verde. Se yergue lenta y dolorosamente cuando entro.
– Buenas noches -dice-. ¿En qué puedo servirle?
– Quiero unas rosas. Deme una docena. No, mejor dos docenas.
– Dos docenas de rosas, muy bien, señor.
Es un hombre corpulento y calvo, de poco más de sesenta años, quizás. Anda con rigidez, sin flexionar apenas las rodillas. Tiene las articulaciones de los dedos hinchadas por la artritis.
– Este aire acondicionado hace cosas raras -comenta. Al pasar ante el obsoleto mando instalado en la pared, ajusta el termostato. No ocurre nada.
Es una tienda vieja, con el invernadero al fondo tras una mampara de cristal. Abre la puerta y empieza a sacar con cuidado rosas de un cubo. Después de contar veinticuatro, vuelve a cerrar la puerta y las deja en el mostrador sobre una hoja de plástico.
– ¿Se las envuelvo para regalo?
– No. Basta con el plástico.
Me mira un instante y, cuando empieza el proceso de reconocimiento, casi oigo el ruido de las palancas del engranaje al bajar.
– ¿Le he visto en alguna parte?
En la ciudad la gente tiene recuerdos efímeros. Fuera, los recuerdos son más duraderos.
Informe policial suplementario
OPNY Caso número: 96-12-1806
Delito: Homicidio
Víctima: Susan Parker, B/M
Jennifer Parker, B/M
Lugar: Hobart Street 1219,
Cocina
Fecha: 12 dic. 1996
Hora: 21:30 aproximadamente
Medio: Apuñalamiento
Arma: Arma blanca, posiblemente
cuchillo (no encontrado)
Autor del informe: Walter Cole, sargento
Detalles: El 13 de diciembre de 1996 fui al 1219 de Hobart Street en respuesta a la petición del agente Gerald Kersh, que solicitó la intervención de inspectores ante la denuncia de un homicidio.
El denunciante, el inspector de segundo grado Charles Parker, declaró que había salido de la casa a las 19:00 h. después de discutir con su esposa, Susan Parker. Fue a la Tom's Oak Tavern y estuvo allí aproximadamente hasta la 01:30 h. del 13 de diciembre. Entró en la casa por la puerta delantera y vio los muebles cambiados de sitio. Entró en la cocina y vio a su esposa y a su hija. Declaró que su esposa estaba atada a una silla de la cocina, pero que el cuerpo de su hija parecía haber sido trasladado desde la silla contigua y colocado sobre el cuerpo de la madre. Avisó a la policía a la 01:55 h. y esperó en el lugar del delito.
Las víctimas, identificadas en mi presencia por Charles Parker como Susan Parker (esposa, 33 años) y Jennifer Parker (hija, 3 años), estaban en la cocina. Susan Parker estaba atada a una silla en el centro de la cocina, de cara a la puerta. A su lado había una segunda silla, en la que todavía podían verse unas cuerdas alrededor de los barrotes del respaldo. Jennifer Parker yacía sobre el regazo de su madre, boca arriba.
Susan Parker estaba descalza y vestía vaqueros y blusa blanca. Le habían desgarrado la blusa y se la habían bajado hasta la cintura, dejando los pechos al descubierto, y tenía los vaqueros y la ropa interior a la altura de las pantorrillas. Jennifer Parker estaba descalza y vestía un camisón de flores azul.
Ordené a Annie Minghella, la técnica asignada al lugar del delito, que llevara a cabo una investigación completa. Cuando el forense Clarence Hall certificó la muerte de las víctimas y se procedió al levantamiento de los cadáveres, acompañé los cuerpos al hospital. Observé al doctor Anthony Loeb mientras usaba el instrumental de análisis en caso de violación, que posteriormente me entregó. Recogí las siguientes pruebas:
96-12-1806-M1: blusa blanca del cadáver de Susan Parker (víctima n.º 1)
96-12-1806-M2: vaqueros del cadáver de la víctima 1
96-12-1806-M3: ropa interior azul de algodón del cadáver de la víctima 1
96-12-1806-M4: peinadura del vello púbico de la víctima 1
96-12-1806-M5: muestra de contenido vaginal de la víctima 1
96-12-1806-M6: restos en uñas de la víctima 1, mano derecha
96-12-1806-M7: restos en uñas de la víctima 1, mano izquierda
96-12-1806-M8: peinadura del cabello de la víctima 1, anterior derecho
96-12-1806-M9: peinadura del cabello de la víctima 1, anterior izquierdo
96-12-1806-M10: peinadura del cabello de la víctima 1, posterior derecho
96-12-1806-M11: peinadura del cabello de la víctima 1, posterior izquierdo
96-12-1806-M12: camisón blanco/azul de algodón de Jennifer Parker (víctima n.º 2)
96-12-1806-M13: muestra de contenido vaginal de la víctima 2
96-12-1806-M14: restos en uñas de la victima 2, mano derecha
96-12-1806-M15: restos en uñas de la victima 2, mano izquierda
96-12-1806-M16: peinadura del cabello de la víctima 2, anterior derecho
96-12-1806-M17: peinadura del cabello de la víctima 2, anterior izquierdo
96-12-1806-M18: peinadura del cabello de la víctima 2, posterior derecho
96-12-1806-M19: peinadura del cabello de la víctima 2, posterior izquierdo
Fue otra discusión violenta, agravada por el hecho de producirse después de hacer el amor. Se avivaron los rescoldos de peleas anteriores: mis borracheras, lo abandonada que tenía a Jenny, mis arranques de amargura y autocompasión. Cuando salí de casa hecho una furia, los gritos de Susan me siguieron en el aire frío de la noche.
Había un paseo de veinte minutos hasta el bar. Cuando el primer trago de Wild Turkey me llegó al estómago, la tensión del cuerpo se me disipó y, una vez relajado, entré en la habitual rutina del bebedor: primero ira, luego sensiblería, tristeza, arrepentimiento, rencor. Cuando me marché del bar, sólo quedaban allí los casos perdidos, un coro de borrachos batallando con Van Halen en la máquina de discos. Tambaleándome, me encaminé hacia la puerta, me caí por la escalera de la entrada y me raspé dolorosamente las rodillas en la grava de la acera.
Y cuando volvía a casa con paso vacilante, mareado y con náuseas, obligué a virar bruscamente a varios coches cada vez que, en mis vaivenes, invadía la calzada y veía los rostros de alarma y enojo de los conductores.
Ante la puerta, busqué a tientas la llave y en el forcejeo por introducirla rayé la pintura blanca bajo la cerradura. Había muchas marcas bajo la cerradura.
Supe que ocurría algo anormal en cuanto abrí la puerta y entré en el vestíbulo. Al irme, la casa estaba caldeada, con la calefacción al máximo porque a Jennifer le afectaba mucho el frío del invierno. Era una niña preciosa pero frágil, delicada como un jarrón de porcelana. En ese momento hacía el mismo frío dentro de casa que fuera. Caído sobre la alfombra había un pedestal de caoba, y, rodeado de tierra y partido por la mitad, yacía el tiesto que antes sostenía. Las raíces de la flor de Pascua quedaban a la vista, con un desagradable aspecto.
Llamé a Susan una vez, luego otra, en esta ocasión levantando más la voz. Los vapores del alcohol empezaban a disiparse y tenía el pie en el primer peldaño de la escalera que subía a los dormitorios cuando oí batir la puerta trasera de la cocina contra el fregadero. Instintivamente me llevé la mano al Colt DE, pero estaba arriba en mi escritorio, donde lo había dejado antes de enfrentarme a Susan y a un nuevo capítulo de la historia de nuestro agonizante matrimonio. En ese momento me maldije. Más tarde, aquello se convertiría en el símbolo de todos mis fracasos, de todos mis cargos de conciencia. Avancé con cautela hacia la cocina, rozando con las yemas de los dedos la fría pared a mi izquierda. La puerta estaba casi cerrada y la abrí despacio con la mano. «¿Susie?», llamé a la vez que entraba. Resbalé ligeramente al pisar algo húmedo y pegajoso. Bajé la vista, y estaba en el infierno.
En la floristería, el anciano entorna los ojos perplejo. Con gesto afable, agita el dedo ante mí.
– Estoy seguro de haberlo visto en algún sitio.
– No creo.
– ¿Es usted de por aquí? ¿De Canaan, quizá? ¿De Monterey? ¿De Otis?
– No. De otra parte. -Con una mirada le doy a entender que ésa no es la clase de indagaciones que le conviene hacer, y advierto que se echa atrás. Estoy a punto de usar la tarjeta de crédito, pero cambio de idea. Cuento el dinero, lo saco de la cartera y lo dejo sobre el mostrador.
– De otra parte -repite, y asiente con la cabeza como si esas palabras tuvieran para él un significado íntimo y profundo-. Debe de ser una ciudad grande. Trato con mucha gente de fuera.
Pero ya estoy saliendo de la tienda. Al poner el coche en marcha, veo que me observa a través del escaparate. Detrás de mí, el agua gotea de los tallos de las rosas y encharca el suelo.
Informe policial suplementario (continuación)
Caso número: 96-12-1806
Susan Parker estaba sentada en la silla de pino de la cocina, de cara al norte, hacia la puerta de la cocina. La parte superior de la cabeza estaba a tres metros y dieciocho centímetros de la pared norte y a un metro y noventa centímetros de la pared este. Tenía los brazos echados hacia atrás, a la espalda, y…
atados a los barrotes del respaldo de la silla con un cordón fino. También tenía los pies atados a las patas de la silla, y la cara, oculta casi toda por el pelo, parecía tan ensangrentada que no quedaba la menor porción de piel visible. La cabeza le caía hacia atrás, de modo que la garganta se le abría como una segunda boca, inmovilizada en un mudo grito rojo. Nuestra hija yacía desmadejada sobre el regazo de Susan, con un brazo colgando entre las piernas de su madre.
Alrededor todo era rojo, como el escenario de una terrible tragedia de venganza donde la sangre se convierte en eco de la sangre. Cubría el techo y las paredes como si la propia casa hubiera recibido una herida mortal. Espesa y viscosa, se extendía por el suelo y parecía engullir mi reflejo en una oscuridad escarlata.
Susan Parker tenía la nariz rota. La herida pudo haberse producido como consecuencia de un impacto contra la pared o el suelo. Una mancha de sangre en la pared, cerca de la puerta de la cocina, contenía fragmentos de hueso, vello nasal y mucosidad…
Susan había intentado huir en busca de ayuda para las dos, pero no llegó más allá de la puerta. Allí el asesino la alcanzó, la agarró por el pelo y la estampó contra la pared antes de llevarla a rastras, sangrando y dolorida, de regreso a la silla y a su muerte.
Jennifer Parker estaba tendida boca arriba, de través sobre los muslos de su madre, junto a la cual había una segunda silla de pino. El cordón que rodeaba el respaldo de la silla coincidía con las marcas en las muñecas y tobillos de Jennifer Parker.
Jenny no estaba tan ensangrentada, pero tenía el camisón manchado por la efusión del profundo corte en la garganta. Miraba hacia la puerta, el pelo le caía hacia delante y le ocultaba la cara, con algunos mechones adheridos a la sangre del pecho, y los dedos de sus pies descalzos casi rozaban el suelo embaldosado. Sólo pude posar la vista en ella durante un momento, porque Susan, muerta, atrajo mi mirada como había hecho en vida, incluso cuando nuestra relación estaba a punto de naufragar.
Y mientras la miraba noté que, apoyado contra la pared, me deslizaba hacia el suelo y un gemido, medio animal, medio infantil, surgía de lo más hondo de mí. Contemplé a la hermosa mujer que había sido mi esposa, y las cuencas vacías y ensangrentadas de sus ojos parecieron atraerme y envolverme en la oscuridad.
Los ojos de las dos víctimas habían sido mutilados, probablemente con una hoja afilada como la de un bisturí. El pecho de Susan Parker presentaba desollamiento parcial. Desde la clavícula hasta el ombligo, la piel había sido arrancada parcialmente, retirada por encima del pecho derecho y extendida sobre el brazo derecho.
La luz de la luna entraba por la ventana detrás de ellas, proyectando un frío resplandor sobre las relucientes encimeras, los azulejos de las paredes, los grifos de acero del fregadero. Iluminaba el pelo de Susan, bañaba en plata sus hombros desnudos, se reflejaba en la fina membrana de piel arrancada y extendida sobre el brazo como una capa, una capa demasiado delicada para proteger del frío.
Se advertían considerables mutilaciones…
Y luego les había desfigurado la cara.
Oscurece deprisa y los faros alumbran las ramas desnudas de los árboles, las franjas de césped cortado, los buzones blancos y limpios, la bicicleta de un niño tirada frente a un garaje. El viento sopla con más fuerza, y cuando dejo atrás el cobijo de los árboles, noto sus embestidas contra el coche. Me dirijo a Becket, Washington, las colinas de Berkshire. Ya casi he llegado.
No había indicios de allanamiento. Se hizo un bosquejo de la situación en la cocina y se anotaron las medidas detalladas. A continuación se procedió al levantamiento de los cadáveres.
Los polvos para la detección de huellas dactilares dieron los siguientes resultados:
Cocina/pasillo/sala de estar: huellas utilizables identificadas posteriormente como las de Susan Parker (96-12-1806-7), Jennifer Parker (96-12-1806-8) y Charles Parker (96-12-1806-9).
Puerta trasera de la casa desde la cocina: huellas no utilizables; las marcas de agua en la superficie indicaban que la puerta se había limpiado. Ningún indicio de robo.
Las pruebas realizadas en la piel de las víctimas no revelaron huellas.
Charles Parker fue conducido a Homicidios y prestó declaración (adjunta).
Sabía qué estaban haciendo mientras permanecía sentado en la sala de interrogatorios: yo mismo lo había hecho muchas veces. Me interrogaban como yo había interrogado antes a otros, usando las peculiares locuciones formales propias de un interrogatorio policial. «¿Qué recuerda de su siguiente movimiento?» «Con relación al bar, ¿qué recuerda de la actitud de los otros bebedores?» «En cuanto a la cerradura de la puerta trasera, ése fijó en qué estado se encontraba?» Es una jerga enrevesada y confusa, un anticipo de la jerigonza legal que oscurece todos los procesos penales como el humo en un bar.
Tras oír mi declaración, Cole la verificó con el camarero de Tom's y confirmó que yo me encontraba allí cuando decía haber estado, que no pude haber matado a mi esposa ni a mi hija.
Aun así, continuaron los cuchicheos. Me interrogaron una y otra vez sobre mi matrimonio, mis relaciones con Susan, mis movimientos durante las semanas previas a los asesinatos. Podía embolsarme una considerable suma del seguro de Susan, y también me interrogaron acerca de eso.
Según el forense, Susan y Jennifer llevaban unas cuatro horas muertas cuando las encontré. Presentaban ya rigor mortis en el cuello y el maxilar inferior, indicio de que habían muerto alrededor de las 21:30, quizás un poco antes.
Susan había muerto al seccionarle la arteria carótida, pero Jenny… Jenny había muerto a causa de lo que se describía como una secreción excesiva de epinefrina en el organismo que había provocado la fibrilación del corazón y la muerte. Jenny, una niña dulce y sensible, una niña con un corazón traicioneramente frágil, había muerto de miedo, en sentido literal, antes de que el asesino tuviera ocasión de degollarla. Estaba muerta cuando le desollaron la cara, dictaminó el forense. No podía decir lo mismo de Susan. Tampoco sabía por qué habían movido el cuerpo de Jennifer después de muerta.
Habrá posteriores informes.
Walter Cole, Sargento de Investigación
Tenía la coartada de un borracho: mientras alguien me arrebataba a mi esposa y a mi hija, yo bebía bourbon en un bar. Pero aún aparecen en mis sueños, a veces sonrientes y hermosas como eran en vida y a veces sin rostro y ensangrentadas como las dejó la muerte; me hacen señas para que me adentre aún más en una oscuridad donde se oculta el mal y no hay lugar para el amor, adornada con millares de ojos ciegos y los rostros desollados de los muertos.
Ha anochecido cuando llego y la verja está cerrada. La tapia es baja y me encaramo a ella con facilidad. Camino con cuidado para no pisar las losas conmemorativas ni las flores hasta que me encuentro ante ellas. Aun en la oscuridad sé dónde hallarlas, y ellas, a su vez, pueden encontrarme a mí.
A veces se me aparecen en el umbral entre el sueño y la vigilia, cuando las calles están en silencio y a oscuras o mientras el amanecer se filtra a través del resquicio entre las cortinas bañando la habitación con una luz tenue y gradual. Vienen a mí y veo sus siluetas en la penumbra, mi esposa y mi hija juntas, observándome en silencio, ensangrentadas en una muerte sin reposo. Vienen a mí, su aliento en las brisas nocturnas que me acarician la mejilla y sus dedos en las ramas de los árboles que golpetean la ventana. Vienen hacia mí y ya no estoy solo.
La camarera tenía más de cincuenta años y vestía una minifalda negra ajustada, blusa blanca y zapatos de tacón negros. Le rebosaba el cuerpo de cada una de las prendas, y daba la impresión de que se hubiera hinchado misteriosamente en algún punto entre el momento de vestirse y la llegada al trabajo. Me llamaba «cariño» cada vez que me llenaba la taza de café. No decía nada más, y por mí tanto mejor.
Llevaba ya alrededor de una hora y media sentado junto a la ventana observando la casa de piedra roja de la acera de enfrente, y la camarera debía de estar preguntándose cuánto tiempo más pensaba quedarme y si pagaría la cuenta. Fuera, en las calles de Astoria, pululaban los buscadores de gangas. Para matar el rato, mientras esperaba a que Ollie Watts, «el Gordo», saliera de su escondrijo, llegué a leer el New York Times de principio a fin sin quedarme dormido. Mi paciencia estaba a punto de agotarse.
En momentos de debilidad me planteaba prescindir del New York Times los días laborables y comprarlo sólo los domingos, ya que así podría al menos justificar la adquisición por el volumen. La alternativa era pasarme al Post, pero entonces empezaría a recortar cupones y a ir a la tienda en zapatillas de andar por casa.
Quizá mi pésima reacción de aquella mañana al leer el Times fue en cierto modo como matar al mensajero. Se anunciaba que Hansel McGee, juez estatal del Tribunal Supremo y, según algunos, uno de los peores jueces de Nueva York, se retiraba en noviembre y que posiblemente se incorporaría al consejo directivo de la Corporación Municipal de Sanidad y Hospitales.
Sólo con ver el nombre de McGee impreso me ponía enfermo. En la década de los ochenta había presidido el tribunal que vio el caso de una mujer que había sido violada a los nueve años por un tal James Johnson, de cincuenta y cuatro, un guarda del Pelham Bay Park que había cumplido ya condena en varias ocasiones por robo, asalto a mano armada y violación.
McGee rechazó la indemnización de tres millones y medio propuesta por el jurado con las siguientes palabras: «Una niña inocente fue brutalmente violada sin motivo alguno; sin embargo, ése es uno de los riesgos de vivir en la sociedad moderna». En su día, me pareció una sentencia insensible y una justificación absurda para revocar la resolución. Ahora, al ver otra vez su nombre después de lo ocurrido a mi familia, sus opiniones me resultaban mucho más abominables, un síntoma del fracaso de la bondad en presencia del mal.
Mientras me quitaba a McGee de la cabeza, plegué cuidadosamente el periódico, marqué un número en el teléfono móvil y dirigí la mirada hacia una de las ventanas superiores del bloque de apartamentos de enfrente, un tanto ruinoso. Descolgaron después de sonar tres veces el timbre, y una mujer saludó con voz cauta y susurrante; sonaba a tabaco y alcohol, como el chirrido de la puerta de un bar al rozar contra el suelo polvoriento.
– Dile a ese gordo gilipollas de tu novio que voy a subir a buscarlo, y vale más que no me obligue a perseguirlo -dije-. Estoy muy cansado y no tengo intención de andar corriendo por ahí con este calor.
Lacónico, así era yo. Colgué, dejé cinco dólares en la mesa y salí a la calle a esperar a que Ollie Watts, el Gordo, sucumbiera al pánico.
La ciudad padecía una ola de calor húmedo que, según los pronósticos, terminaría al día siguiente con la llegada de lluvias y tormentas eléctricas. Por el momento, las temperaturas eran lo bastante altas para justificar el uso de camisetas, pantalones de algodón y gafas de sol caras, o, si tenías la desgracia de ocupar un cargo de responsabilidad, eran lo bastante altas para sudar como un cerdo bajo el traje en cuanto te separabas del aire acondicionado. No soplaba ni una ráfaga de viento para redistribuir el calor.
Dos días antes, un solitario ventilador de sobremesa pugnaba por hacer mella en el aletargante calor de la oficina de Benny Low en Brooklyn Heights. A través de una ventana abierta oí hablar en árabe por Atlantic Avenue y me llegaron los olores a comida procedentes del Moroccan Star, a media calle de distancia. Benny era un fiador de poca monta que se dedicaba a avalar a procesados en libertad provisional y contaba con que el Gordo no hiciese nada raro hasta el juicio. Ese error de cálculo respecto a la fe del Gordo en el sistema judicial era una de las razones por las que Benny seguía siendo un fiador de poca monta.
Por Ollie Watts, el Gordo, ofrecían una suma razonable, y en el fondo de ciertos estanques vivían seres más inteligentes que la mayoría de los prófugos en libertad provisional. Para el Gordo se había establecido una fianza de cincuenta mil dólares, fruto de un malentendido entre Ollie y las fuerzas de la ley y el orden en relación con el verdadero propietario de un Chevy Beretta de 1993, un Mercedes 300 SE de 1990 y unos cuantos deportivos bien equipados que habían llegado a manos de Ollie por vías ilegales.
El declive del Gordo empezó cuando un agente con vista de lince, enterado de que la reputación de Ollie no era siquiera una rutilante luz en las tinieblas de un mundo sin ley, vio el Chevy bajo una lona y verificó la matrícula. Era falsa, y Ollie, tras un registro, fue detenido e interrogado. Mantuvo la boca cerrada y, en cuanto consiguió la libertad bajo fianza, lió los bártulos y se echó al monte a fin de evitar ulteriores preguntas acerca de quién había dejado los coches a su cuidado. Se sospechaba que procedían de Salvatore Ferrera, alias «Sonny», hijo de un importante capo. Corrían rumores de que en las últimas semanas se habían deteriorado las relaciones entre padre e hijo, pero nadie explicaba la razón.
– Líos de parentela -como había dicho Benny Low aquel día en su despacho.
– ¿Tiene algo que ver con el Gordo?
– ¿Y yo qué coño sé? ¿Quieres telefonear a Ferrera para preguntárselo?
Examiné a Benny Low. Estaba totalmente calvo y, por lo que yo sabía, se había quedado así a los veintitantos. En su cráneo pelado relucían pequeñas gotas de sudor. Tenía los carrillos rubicundos y la carne le colgaba del mentón y la mandíbula como cera fundida. El reducido despacho, situado sobre una carnicería árabe, olía a moho y sudor. Yo ni siquiera sabía muy bien por qué había aceptado el encargo. Tenía dinero -el dinero del seguro, el dinero de la venta de la casa, e incluso cierta suma en metálico de mi fondo de pensiones-, y Benny Low no iba a hacerme más feliz. Quizás el Gordo era sólo una manera de estar ocupado.
Benny Low tragó saliva ruidosamente.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?
– Ya me conoces, Benny, ¿no?
– ¿Qué coño quieres decir con eso? Claro que te conozco. ¿Necesitas referencias o qué? -Se echó a reír con poca convicción y extendió sus manos regordetas en un amplio gesto de súplica-. ¿Qué? -repitió con voz vacilante.
Por primera vez tuve la impresión de que estaba verdaderamente asustado. Sabía lo que se había dicho de mí durante los meses posteriores a los asesinatos, conocía los comentarios de la gente sobre lo que había hecho, sobre lo que quizás había hecho. La expresión en los ojos de Benny Low revelaba que también él los había oído y que creía que podían ser ciertos.
En cuanto a la fuga de Ollie el Gordo, había algo que no acababa de encajar. No habría sido la primera vez que Ollie se hubiera enfrentado a un juez por una acusación de robo de vehículos, aunque en este caso el presunto vínculo con los Ferrera hubiera forzado al alza la fianza. Ollie tenía un buen abogado en quien confiar; de lo contrario, su única relación con la industria del automóvil habría consistido en fabricar matrículas de coche en alguna de las cárceles de la isla de Rikers. No existía ningún motivo especial para que Ollie escapara, ni la menor razón para que arriesgara la vida delatando a Sonny por una cosa así.
– Nada, Benny. No pasa nada. Si te enteras de algo más, dímelo.
– Claro, claro -contestó Benny-. Serás el primero en saberlo.
Cuando salía del despacho, le oí murmurar entre dientes. No podía saber con certeza qué dijo, pero sí lo que me pareció oír. Y me pareció oír que Benny Low había dicho que yo era un asesino como mi padre.
Haciendo las preguntas oportunas, tardé casi todo el día siguiente en averiguar quién era la amiga de Ollie en aquellos momentos, aparte de invertir otros cincuenta minutos de esa mañana en determinar si Ollie estaba con ella mediante el sencillo recurso de llamar a todos los restaurantes tailandeses con reparto a domicilio y preguntar si habían hecho alguna entrega en aquella dirección durante la última semana.
Ollie era un entusiasta de la comida tailandesa y, como la mayoría de los prófugos, seguía fiel a sus hábitos incluso durante la fuga. La gente no cambia mucho, y gracias a eso los tontos son, por lo general, los más fáciles de encontrar. Se suscriben a las mismas revistas, comen en los mismos sitios, beben la misma cerveza, llaman a las mismas mujeres, se acuestan con los mismos hombres. Tras amenazarlos con avisar a Sanidad, un motel oriental de mala muerte llamado Bangkok Sun House confirmó varias entregas a una tal Monica Mulrane en una dirección de Astoria, lo cual me llevó al café, al New York Times y a una llamada telefónica para despertar a Ollie.
Según lo previsto, Ollie, más corto que las mangas de un chaleco, abrió la puerta del 2317 unos cuatro minutos después de mi llamada, asomó la cabeza y, a continuación, bajó con paso torpe los peldaños hasta la acera. Era un personaje absurdo: mechones de pelo alisados a través de la calva, la cinturilla elástica del pantalón marrón claro dilatada sobre aquel vientre de proporciones descomunales. Monica Mulrane debía de quererlo mucho, porque él no tenía dinero y, desde luego, tampoco buena presencia. Curiosamente, Ollie Watts, el Gordo, me inspiró cierta simpatía.
Ollie acababa de poner el pie en la acera cuando un hombre que hacía jogging, vestido con una sudadera y con la capucha subida, corrió hacia él y le descerrajó tres tiros con una pistola que tenía el silenciador puesto. De pronto, la camisa blanca de Ollie se llenó de lunares rojos y él se desplomó. El hombre que hacía jogging era zurdo, se detuvo junto a él y le disparó una vez más en la cabeza.
Alguien gritó y vi a una muchacha morena -era, cabía suponer, Monica Mulrane, la ya desconsolada novia- detenerse por un instante en la puerta del bloque de apartamentos y bajar después rápidamente a la acera, donde se arrodilló junto a Ollie y, llorando, le acarició la cabeza calva y ensangrentada. El que hacía jogging inició la retirada, saltando sobre las puntas de los pies como un púgil que esperara a oír la campana. De repente se paró, regresó y disparó una sola vez a la mujer en la cabeza. Ella cayó doblada en dos sobre el cuerpo de Ollie Watts, cubriendo la cabeza de él con su espalda. Los transeúntes corrían a esconderse tras los automóviles, en las tiendas, y los coches que circulaban por la calle frenaron en seco.
Con mi Smith & Wesson empuñada, ya casi había cruzado la calle cuando el asesino apretó a correr. Mantenía la cabeza gacha y avanzaba deprisa, con el arma aún en la mano izquierda. Pese a llevar unos guantes negros, no había soltado la pistola en el lugar del crimen. O bien era un arma con algún rasgo distintivo, o aquel individuo era estúpido. Confié en que se tratara de lo segundo.
Empezaba a ganarle terreno cuando un Chevy Caprice con los cristales ahumados salió ruidosamente de un cruce y se detuvo a esperarlo. Si no disparaba, se escaparía. Si disparaba, se armaría un buen lío con la policía. Tomé una decisión. El individuo casi había llegado al Chevy cuando hice fuego dos veces: una bala dio en la puerta del coche; la otra abrió un agujero sanguinolento en el brazo derecho del asesino. Se volvió y descerrajó dos tiros a bulto en dirección a mí, y en ese momento vi que tenía los ojos abiertos como platos y muy brillantes. El asesino iba colocado.
Cuando se volvió hacia el Chevy, el conductor, asustado por mis disparos, aceleró y abandonó al asesino de Ollie el Gordo. Éste tiró de nuevo contra mí y la bala hizo añicos la ventanilla de un coche a mi izquierda. Oí gritos y, a lo lejos, el ululato de las sirenas cada vez más cerca.
El asesino apretó a correr hacia un callejón a la vez que echaba un vistazo por encima del hombro hacia donde oía el ruido de mis pisadas. Cuando llegué a la esquina, una bala rozó la pared, pasó silbando por encima de mí y me salpicó de trozos de cemento. Al asomarme, vi al asesino avanzar arrimado a la pared ya más allá de la mitad del callejón. Si salía por el otro extremo, lo perdería entre la multitud.
Por un instante, vi la calle despejada de gente al final del callejón y decidí arriesgarme a disparar. Tenía el sol a mis espaldas cuando me enderecé e hice fuego dos veces en rápida sucesión. Noté vagamente que la gente se dispersaba en torno a mí como palomas por efecto de una piedra en el momento en que el asesino arqueaba el hombro hacia atrás a causa del impacto de uno de mis disparos. A gritos, le ordené que soltara la pistola, pero él, al tiempo que se volvía torpemente, la alzó con la mano izquierda. Sin tiempo de colocarme en posición, descargué otros dos tiros desde unos siete metros. Su rodilla izquierda se hizo añicos al alcanzarle una de las balas de punta hueca, y se desplomó contra la pared del callejón. La pistola se le cayó y se deslizó de forma inocua hacia un montón de bolsas negras y cubos de basura.
Al acercarme vi que tenía el rostro lívido, una mueca de dolor en los labios y la mano izquierda crispada y convulsa junto a la rodilla destrozada sin llegar a tocar la herida. No obstante, aún le brillaban los ojos y me pareció oír que se reía cuando se apartó de la pared e intentó alejarse a la pata coja. Estaba a unos cinco metros de él cuando el chirrido de unos frenos ahogó sus risas. Alcé la vista y vi el Chevy negro parado a la salida del callejón con la ventanilla del copiloto bajada, y de pronto un fogonazo iluminó el oscuro interior.
El asesino de Ollie el Gordo se estremeció y cayó de bruces. Lo recorrió un espasmo y vi una mancha roja propagarse por su coronilla. Se oyó una segunda detonación. Un géiser de sangre brotó de la parte posterior de su cabeza y la cara rebotó contra el mugriento asfalto del callejón. Yo corría ya a cubrirme tras los cubos de basura cuando una bala se incrustó en los ladrillos sobre mi cabeza y me roció de polvo al horadar literalmente la pared. A continuación se cerró la ventanilla del Chevy y el coche partió hacia el este a toda velocidad.
Corrí hacia donde yacía el asesino. La sangre que manaba de sus heridas dibujaba una sombra de color rojo oscuro en el suelo. Las sirenas se oían cada vez más cerca y vi que se congregaba un corrillo de espectadores bajo la luz del sol para observarme mientras me hallaba de pie junto al cuerpo.
El coche patrulla apareció unos minutos después. Yo había puesto ya las manos en alto y colocado la pistola en el suelo ante mí con la licencia de armas al lado. El asesino de Ollie el Gordo yacía a mis pies con la cabeza en un charco de sangre, que fluía por el canal de la alcantarilla en el centro del callejón formando una corriente roja y coagulándose lentamente. Un agente me apuntó con su arma mientras el otro me obligaba a apoyarme contra la pared y me cacheaba con más energía de la necesaria. El policía que me cacheaba era joven, de unos veintidós o veintitrés años, y todo un gallito.
– Joder, Sam -comentó-, tenemos aquí a Wyatt Earp liándose a tiros como si esto fuera Solo ante el peligro.
– Wyatt Earp no salía en Solo ante el peligro -lo corregí mientras su compañero verificaba mi identidad.
En respuesta, el policía me golpeó con fuerza en los riñones y caí de rodillas. Oí más sirenas acercándose, junto con el inconfundible aullido de una ambulancia.
– Eres muy gracioso, listillo -dijo el agente de menor edad-. ¿Por qué le has disparado?
– Tú no andabas por aquí -respondí, apretando los dientes de dolor-. Si hubieras estado, te habría pegado un tiro a ti en lugar de a él.
Se disponía a esposarme cuando una voz conocida dijo:
– Guarda la pistola, Harley.
Miré a su compañero por encima del hombro. Era Sam Rees. Lo reconocí de mi época en el cuerpo y él me reconoció a mí. Dudo que le gustara lo que veía.
– Fue policía -aclaró-. Déjalo en paz.
Después, los tres esperamos en silencio a que los demás se reunieran con nosotros.
Llegaron otros dos coches patrulla antes de que un Nova de color marrón barro descargara en la acera a una figura vestida de paisano. Al alzar los ojos vi a Walter Cole encaminarse hacia mí. No lo había visto desde hacía casi seis meses, como mínimo desde su ascenso a teniente. Llevaba un largo abrigo de piel marrón, poco indicado para aquel calor.
– ¿Ollie Watts? -preguntó, señalando al asesino con una inclinación de cabeza.
Asentí.
Me dejó un rato solo mientras hablaba con unos policías de uniforme y los inspectores del distrito. Advertí que sudaba copiosamente bajo el abrigo.
– Puedes venir en mi coche -me propuso cuando regresó, y lanzó una mirada de aversión mal disimulada al agente Harley. Hizo señas a otros inspectores para que se acercaran y, tras dirigirles unas últimas observaciones con tono sereno y comedido, me indicó con un gesto que fuera hacia el Nova.
– Bonito abrigo -comenté en tono elogioso mientras nos encaminábamos hacia el coche-. ¿A cuántas chicas te has metido en el bolsillo?
A Walter se le iluminaron los ojos por un instante.
– Este abrigo me lo regaló Lee para mi cumpleaños. ¿Por qué iba a llevarlo, si no, con este calor? ¿Alguno de los disparos era tuyo?
– Un par.
– Sabes que hay una ley que prohíbe el uso de armas de fuego en lugares públicos, ¿no?
– Yo sí lo sé, pero dudo que lo supiera ese tipo que había muerto en el suelo, o el que disparó contra él. Quizá deberíais organizar una campaña con carteles informativos.
– Muy gracioso. Entra en el coche.
Obedecí y nos apartamos del bordillo ante las expresiones de curiosidad de la gente allí congregada, que nos siguió con la mirada mientras nos alejábamos por las concurridas calles.
Habían transcurrido cinco horas desde la muerte de Ollie Watts el Gordo, su novia Monica Mulrane y el asesino de ambos, aún sin identificar. Me habían interrogado dos inspectores de Homicidios a quienes no conocía. Walter Cole no intervino. Me trajeron café en un par de ocasiones pero, por lo demás, me dejaron tranquilo después de los interrogatorios. En cierto momento, cuando uno de los inspectores abandonó la sala para consultar con alguien, alcancé a ver a un hombre alto y delgado con un traje oscuro de hilo, las puntas del cuello de la camisa afiladas como hojas de afeitar y la corbata roja de seda sin una sola arruga. Parecía un federal, un federal vanidoso.
La mesa de madera de la sala de interrogatorios estaba gastada y picada y cientos o quizá miles de tazas de café habían dejado marcas de cafeína encima. En el lado izquierdo, cerca del ángulo, alguien había grabado un corazón roto en la madera, probablemente con una uña. Y recordé la otra ocasión en que vi ese corazón, cuando me senté en esa sala por última vez.
– Joder, Walter…
– Walt, no es buena idea que él esté aquí.
Walter observó a los inspectores que se habían alineado junto a las paredes, arrellanados en sillas alrededor de la mesa.
– No está aquí -dijo-. Por lo que se refiere a quienes nos encontramos en esta sala, nadie lo ha visto.
La sala de interrogatorios estaba llena de sillas y se había añadido otra mesa. Yo seguía de baja por motivos personales y, como se vería, faltaban dos semanas para que abandonara definitivamente el cuerpo. Mi familia había muerto hacía dos semanas y la investigación todavía no había dado resultados. Con el consentimiento del teniente Cafferty, a punto de jubilarse, Walter había convocado una reunión con los inspectores participantes en el caso, más un par de aquellos a quienes se consideraba los mejores inspectores de Homicidios de la ciudad. Sería una mezcla de confrontación de ideas y conferencia. La conferencia correría a cargo de Rachel Wolfe.
Aunque Wolfe tenía fama de buena psicóloga criminalista, el Departamento se negaba a consultarle porque contaba con su propio pensador de altos vuelos, el doctor Russell Windgate. Sin embargo, como dijo Walter una vez: «Windgate no sería capaz de elaborar siquiera el perfil de un pedo». Era un cabrón hipócrita y paternalista, pero era a su vez hermano del comisario, y eso lo convertía en un cabrón hipócrita y paternalista con influencias.
Windgate asistía en esos momentos a un congreso de freudianos comprometidos en Tulsa, y Walter había aprovechado la ocasión para consultar a Wolfe, que ocupaba la cabecera de la mesa. Era una pelirroja adusta pero con cierto atractivo, de poco más de treinta años, y la melena le caía sobre los hombros de su traje chaqueta azul oscuro. Tenía las piernas cruzadas y un zapato salón de color azul pendía de la punta de su pie derecho.
– Todos sabéis por qué Bird quiere estar presente -prosiguió Walter-. Vosotros en su lugar también querríais.
Con amenazas y camelos lo había persuadido para que me permitiera asistir a aquella reunión informativa. Había exigido la retribución de favores a los que ni siquiera tenía derecho, y Walter había cedido. No me arrepentía de lo que había hecho.
Los otros policías presentes en la sala no se dejaron convencer. Lo percibía en sus rostros, en la manera en que desviaban la mirada, en sus gestos de indiferencia y sus muecas de disgusto. No me importaba. Deseaba oír qué tenía que decir Wolfe. Walter y yo ocupamos nuestros asientos y aguardamos a que empezara.
Wolfe alcanzó unas gafas de la mesa y se las puso. Junto a su mano izquierda, el corazón roto grabado en la superficie de la mesa resplandecía debido al brillo de la madera. Hojeó unos apuntes, separó un par de hojas del montón y comenzó.
– Veamos, no sé hasta qué punto conocéis este asunto, así que iremos por pasos. -Guardó silencio por un momento-. Inspector Parker, es posible que algo de esto le resulte violento. -No utilizó un tono de disculpa; era sencillamente una afirmación. Asentí con la cabeza y ella continuó-: Por lo visto nos encontramos ante un homicidio de carácter sexual, un homicidio sexual y sádico.
Recorrí con la yema del dedo el contorno del corazón grabado en la mesa y la textura de la madera me devolvió por un momento al presente. La puerta de la sala de interrogatorios se abrió, y fuera vi pasearse al federal. Entró una recepcionista con una taza blanca donde se leía: i love new york. El café olía como si llevara haciéndose desde la mañana. Cuando añadí la leche en polvo, se produjo un mínimo cambio de color en el líquido. Tomé un sorbo e hice una mueca de asco.
– Por lo general, en un homicidio de carácter sexual se da algún tipo de actividad sexual en la secuencia de hechos previos a la muerte -prosiguió Wolfe, y paró para tomar un poco de café-. La desnudez de las víctimas y la mutilación de los pechos y los genitales indican el componente sexual del delito, y sin embargo no hay pruebas de penetración del pene, de dedos o de cuerpos extraños en ninguna de las víctimas. El himen de la niña estaba intacto, y la víctima adulta no presentaba indicios de trauma vaginal.
»Pero sí hay pruebas del componente sádico de los homicidios. La víctima adulta fue torturada antes de la muerte. Se produjo desuello, concretamente en la parte delantera del torso y el rostro. Unido esto al componente sexual, os halláis ante un sádico sexual que obtiene placer en la tortura física y, diría, también mental.
»Creo que ese hombre (y por razones que expondré después, doy por supuesto que es un blanco de sexo masculino) quería que la madre presenciara la tortura y el asesinato de su hija antes de ser torturada y asesinada ella misma. Un sádico sexual se excita con la respuesta de la víctima a la tortura; en este caso, contaba con dos víctimas, una madre y una hija, para utilizar a la una contra la otra. Expresa sus fantasías sexuales en forma de actos violentos, tortura y, finalmente, la muerte.
Al otro lado de la puerta de la sala de interrogatorios oí de pronto un alboroto de voces. Una era la de Walter Cole. No reconocía la otra. Las voces bajaron de volumen, pero supe que hablaban de mí. No tardaría en averiguar qué querían.
– Veamos. Los sádicos sexuales se centran principalmente en el grupo compuesto por mujeres blancas y adultas ajenas al círculo de gente que los rodea, aunque también pueden dirigir sus intereses hacia hombres o, como en este caso, niños. A veces existe también una correspondencia entre la víctima y alguna persona de la vida del delincuente.
»Las víctimas se eligen mediante un proceso sistemático de acecho y vigilancia. Probablemente el asesino espiaba a la familia desde hacía un tiempo. Conocía los hábitos del marido; sabía que si iba al bar, estaría ausente el tiempo necesario para permitirle cumplir sus propósitos. En esta ocasión, no creo que se cumplieran del todo.
»En este caso, el lugar del delito se sale de lo común. Para empezar, la naturaleza del crimen exige un sitio solitario a fin de que el delincuente disponga de tiempo a solas con su víctima. A veces, el delincuente habilita su propia vivienda para alojar a la víctima o usa una furgoneta o un coche adaptado para cometer el asesinato. Aquí, la elección del asesino fue otra. Creo que quizá le gustaba el grado de riesgo implícito. También creo que quería "impresionar", digámoslo así a falta de una palabra mejor.
Impresionar, pensé; como ponerse una corbata de color vivo en un funeral.
– El crimen se escenificó con sumo detenimiento para producir el mayor impacto posible en el marido cuando volviera a casa.
Puede que Walter tuviera razón. Quizá no debería haber asistido a esa sesión informativa. El realismo de Wolfe reducía a mi esposa y a mi hija al nivel de otro horripilante dato estadístico en una ciudad violenta, pero yo albergaba la esperanza de que alguna de sus observaciones resonase dentro de mí y me proporcionase una pista para impulsar la investigación. Dos semanas son mucho tiempo en un caso de asesinato. Después de dos semanas sin avances, a menos que uno tenga mucha suerte, la investigación comienza a tender a un punto muerto.
– Esto induce a pensar en un asesino con una inteligencia por encima de la media, un asesino a quien le gusta el juego y el riesgo -afirmó Wolfe-. Su aparente deseo de que la conmoción desempeñara un papel en todo esto podría llevarnos a la conclusión de que había un componente personal en sus actos, dirigido contra el marido, pero eso no son más que especulaciones, y en esta clase de delitos la pauta general es que no va dirigida contra un individuo concreto.
»Normalmente, los escenarios del crimen pueden clasificarse como organizados, desorganizados o una mezcla de ambos. Un asesino organizado planea el asesinato y selecciona a la víctima con sumo cuidado, y el escenario del crimen refleja a su vez este control. Las víctimas se ajustan a determinados criterios establecidos por el asesino: edad, quizá color del pelo, profesión, forma de vida. El uso de ataduras, como en este caso, es una característica habitual. Refleja el control y la planificación, ya que por lo general el asesino debe llevarlas consigo al lugar del delito.
»En casos de sadismo sexual, el acto del asesinato en sí suele tener una carga erótica. Implica un ritual; suele ser lento y no se escatiman esfuerzos para asegurarse de que la víctima permanece consciente y alerta hasta el instante mismo de la muerte. En otras palabras, el asesino no desea acabar prematuramente con la vida de sus víctimas.
»Ahora bien, en este caso sus deseos se vieron frustrados, porque Jennifer Parker, la niña, tenía un corazón débil, que dejó de latir a causa de la descarga de epinefrina en su organismo. Si a esto añadimos el intento de huida de la madre y las contusiones ocasionadas en el rostro por el golpe contra la pared, que acaso produjera una pérdida pasajera del conocimiento, creo que el asesino tuvo la sensación de que la situación se le escapaba de las manos. Pasó a ser un escenario desorganizado y, poco después de iniciar el desuello, se dejó arrastrar por la ira y la frustración y mutiló los cuerpos.
En ese punto deseé marcharme. Había cometido un error. Nada podía salir de aquello, al menos nada bueno.
– Como he dicho antes, la mutilación de los genitales y los pechos es un rasgo propio de esta clase de delito, pero este caso no coincide con la pauta general en diversos aspectos, todos ellos decisivos. A mi juicio, la mutilación fue o bien el resultado de la rabia y la pérdida de control, o bien un intento de ocultar otra cosa, algún elemento del ritual que ya había comenzado y del que el asesino quería desviar la atención. Con toda probabilidad, la clave está en el desuello parcial. Hay en eso un marcado componente de exhibicionismo. Es incompleto, pero ahí está.
– ¿Por qué está tan convencida de que es un hombre blanco? -preguntó Joiner, un inspector negro de Homicidios con quien yo había colaborado una o dos veces.
– Los delitos de sadismo sexual se dan con mayor frecuencia entre hombres blancos. No entre mujeres ni entre hombres negros. Sólo entre hombres blancos.
– Estás libre de sospecha, Joiner -comentó alguien.
Los demás prorrumpieron en carcajadas y disminuyó la tensión que venía acumulándose en la sala. Uno o dos de los presentes me lanzaron miradas, pero en su mayoría actuaron como si yo no estuviera. Eran profesionales y se concentraban en reunir cuanta información contribuyera a una mejor comprensión del asesino.
Wolfe aguardó a que se apagaran las risas.
– Las investigaciones han revelado que el cuarenta y tres por ciento de los asesinos sexuales están casados. El cincuenta por ciento tienen hijos. No os equivoquéis pensando que andáis tras un chiflado solitario. Este individuo bien podría ser el héroe de las reuniones de la asociación de padres o el entrenador del equipo de béisbol del colegio.
»Es posible que tenga una profesión con proyección pública, así que probablemente se trate de un hombre sociable y eso le permita seleccionar a sus víctimas. Puede que haya manifestado conductas antisociales en el pasado, pero no necesariamente lo bastante graves como para tener antecedentes policiales.
»A menudo, los sádicos sexuales son admiradores entusiastas de la policía o fanáticos de las armas. Quizás intente mantenerse al corriente de los avances de la investigación, así que permaneced atentos a los tipos que se presenten con pistas o pretendan vender información. También tiene el coche limpio y en buen estado: limpio para no llamar la atención; en buen estado para asegurarse de que no se quedará inmovilizado en el lugar del delito o cerca. Podría ser que lo hubiera manipulado para poder transportar a sus víctimas; habrá quitado las palancas de las puertas y de las ventanillas traseras, tal vez haya insonorizado el maletero. Si creéis tener a un posible sospechoso, comprobad si en el maletero lleva combustible de reserva, agua, cuerdas, esposas, cualquier clase de atadura.
»Si solicitáis una orden de registro, buscad objetos relacionados con comportamientos violentos o sexuales: revistas y vídeos pornográficos, publicaciones de sucesos del más bajo nivel, vibradores, pinzas, ropa de mujer, en especial prendas íntimas. Algunas quizás hayan pertenecido a las víctimas, o también es posible que se haya quedado con otros objetos personales de ellas. Buscad igualmente diarios o manuscritos; pueden contener detalles de las víctimas, fantasías, o incluso los propios crímenes. Asimismo, este individuo podría tener una colección de material policial y también, casi con toda seguridad, un buen conocimiento de la manera de actuar de la policía. -Wolfe respiró hondo y se recostó en su silla.
– ¿Volverá a hacerlo? -preguntó Walter.
En la sala se produjo un breve silencio.
– Sí, pero estás dando algo por sentado -respondió Wolfe.
Walter la miró con perplejidad.
– Estás dando por sentado que éste es el primer caso. ¿Supongo que ya se ha puesto en marcha un PDDV?
El PDDV, en vigor desde 1985, es el Programa para la Detención de Delincuentes Violentos. Según este programa, siempre debe realizarse un informe sobre los homicidios o atentados resueltos o pendientes de solución, en especial cuando se ha producido un secuestro o cuando son aparentemente aleatorios, inmotivados o con una clara orientación sexual; sobre casos de personas desaparecidas cuando existe una sospecha de criminalidad; y sobre cadáveres no identificados, cuando se sabe o se sospecha que un homicidio ha sido la causa de la muerte. El informe se remite al Centro Nacional de Análisis de Delitos Violentos, en la academia del FBI en Quantico, a fin de establecer si existen en la base de datos del PDDV casos de características análogas.
– Ya se envió.
– ¿Habéis solicitado un perfil?
– Sí, pero aún no ha llegado. Extraoficialmente, el modus operandi no coincide con ningún otro. La extracción de la piel de las caras lo convierte en caso aparte.
– Sí, ¿qué puedes decirnos en cuanto a las caras? -Era Joiner quien volvía a intervenir.
– Sigo indagando -contestó Wolfe-. Ciertos asesinos se llevan recuerdos de sus víctimas. En este caso podría haber un componente pseudorreligioso o expiatorio. Lo siento, pero en realidad aún no estoy segura.
– ¿Crees que podría haber hecho algo parecido antes? -preguntó Walter.
Wolfe asintió con la cabeza.
– Es posible. Si ha matado antes, quizás haya escondido los cadáveres, y estos asesinatos podrían representar una variación con respecto a una pauta de comportamiento anterior. Tal vez, después de matar callada y discretamente, quería saltar a un plano más público. Quizá deseaba atraer la atención sobre su obra. El hecho de que estos asesinatos hayan sido, desde su punto de vista, poco satisfactorios, podría inducirlo a volver a su antigua pauta; o bien podría pasar a un periodo latente, ésa sería otra posibilidad.
»Pero si he de arriesgar una respuesta, diría que ha estado preparando con mucho cuidado su siguiente paso. Esta vez cometió errores y dudo que alcanzara el resultado que pretendía. La próxima vez no habrá errores. La próxima vez, a menos que lo atrapéis antes, causará verdadero impacto.
La puerta de la sala de interrogatorios se abrió y entró Walter acompañado de otros dos hombres.
– Éste es el agente especial Ross, del FBI, y éste el inspector Barth, de Robos -dijo Walter-. Barth ha estado trabajando en el caso Watts y el agente Ross se ocupa del crimen organizado.
De cerca, el traje de hilo de Ross parecía caro y hecho a medida. Comparado con él, Barth, con su cazadora de JCPenney, parecía un desarrapado. Los dos permanecieron de pie, uno frente al otro, y saludaron inclinando la cabeza. Cuando Walter se sentó, Barth se sentó también. Ross se quedó de pie contra la pared. -¿Hay algo que no nos hayas contado? -preguntó Walter. -No -respondí-. Sabes lo mismo que yo.
– Según el agente Ross, Sonny Ferrera está detrás del asesinato de Watts y su novia, y tú sabes más de lo que dices.
Ross se quitó algo de la manga de la camisa y lo tiró al suelo con cara de aversión. Creo que con ese gesto daba a entender que para él yo era poco más que esa mota.
– Sonny no tenía ninguna razón para matar a Ollie Watts -contesté-. Hablamos de coches robados y matrículas falsas. Ollie no estaba en situación de estafarle a Sonny nada valioso, conocía tan poco las actividades de Sonny que un jurado no le dedicaría a eso ni diez minutos.
Ross, impacientándose, se acercó para sentarse en el borde de la mesa.
– Es curioso que aparezca usted después de tanto tiempo. ¿Cuánto ha pasado?, ¿seis meses?, ¿siete?…, y que de pronto nos encontremos metidos entre cadáveres hasta el cuello -dijo, como si no hubiera oído una sola de mis palabras. Tenía unos cuarenta años, quizá cuarenta y cinco, pero parecía estar en buena forma. Surcaban su rostro profundas arrugas que obviamente no se debían a una vida llena de risas. Algo me había hablado de él Woolrich, después de que éste se marchara a Nueva York para ser agente especial adjunto a cargo de la delegación de Nueva Orleans.
Se produjo un silencio. Ross me miró fijamente en espera de que yo desviase la vista, pero al final fue él quien, por aburrimiento, la apartó.
– El agente Ross opina que nos ocultas algo -explicó Walter-. Le gustaría hacerte sudar tinta un rato, por si acaso. -Mantenía una expresión neutra, sin aparente interés.
Ross había vuelto a fijar la mirada en mí.
– El agente Ross da miedo. Si me hace sudar tinta, quién sabe lo que puedo llegar a confesar.
– Así no vamos a ninguna parte -dijo Ross-. Es evidente que el señor Parker no está en absoluto dispuesto a cooperar y yo…
Walter alzó una mano para interrumpirlo.
– Quizá deberían dejarnos solos un rato. Váyanse a tomar un café o algo -propuso.
Barth se encogió de hombros y se fue. Ross se quedó sentado en la mesa y dio la impresión de que iba a seguir hablando. De pronto se puso en pie, salió apresuradamente y cerró la puerta con firmeza. Walter respiró hondo, se aflojó la corbata y se desabotonó el cuello de la camisa.
– No te burles de Ross. Es capaz de echar una tonelada de mierda sobre tu cabeza. Y sobre la mía.
– Ya te he contado todo lo que sé -insistí-. Quizá Benny Low sepa algo más, pero lo dudo.
– Ya hemos hablado con Benny Low. Según él, no sabía ni quién era el presidente hasta que se lo dijimos. -Hizo girar un bolígrafo entre los dedos-. «¡Eh, que zon zólo negocioz!», eso ha dicho.
Era una imitación aceptable de una de las rarezas verbales de Benny Low. Esbocé una lánguida sonrisa y el ambiente se distendió un poco.
– ¿Cuánto hace que has vuelto?
– Un par de semanas.
– ¿Qué has estado haciendo?
¿Qué podía decirle? ¿Que vagaba por las calles, que visitaba lugares a los que antes íbamos juntos Jennifer, Susan y yo, que me quedaba mirando por la ventana del apartamento y pensando en el hombre que las había matado y dónde estaría, que había accedido a trabajar para Benny Low porque temía acabar comiéndome el cañón de mi propia pistola si no encontraba una válvula de escape?
– Poca cosa. Tengo pensado ir a ver a algún que otro viejo soplón por si se sabe algo nuevo.
– No se sabe nada, al menos aquí. ¿A ti te ha llegado algo?
– No.
– No puedo pedirte que lo dejes correr, pero…
– No, no puedes. Ve al grano, Walter.
– En estos momentos éste no es un buen sitio para ti, y ya sabes por qué.
– ¿En serio?
Walter tiró con fuerza el bolígrafo sobre la mesa. Rebotó hasta el borde y allí quedó brevemente en equilibrio hasta caer al suelo. Por un instante pensé que iba a asestarme un golpe, pero la ira desapareció de su mirada.
– Ya volveremos a hablar del tema.
– De acuerdo. ¿Vas a facilitarme algún dato? -pregunté.
Entre los papeles de la mesa veía informes de Balística y Armas de Fuego. Cinco horas era poco tiempo para conseguir un informe. Obviamente, el agente Ross era un hombre que lograba lo que se proponía.
Señalé el informe con el mentón.
– ¿Qué dice Balística de la bala que quitó la vida al asesino?
– Eso no es asunto tuyo.
– Walter, lo vi morir. Quien disparó intentó hacer blanco conmigo y la bala traspasó limpiamente la pared. Aquí alguien tiene unos gustos muy personales en cuestión de armas. -Walter guardó silencio-. Es imposible hacerse con material como ése sin que nadie se entere -afirmé-. Si me proporcionas alguna pista, quizá pueda averiguar más cosas que vosotros.
Walter reflexionó por un momento y luego revolvió los papeles en busca del informe de Balística.
– Encontramos balas de metralleta, cinco coma siete milímetros, con un peso de menos de cincuenta grains.
Lancé un silbido.
– ¿Es eso munición de fusil a escala reducida, pero disparada con una pistola?
– La bala es básicamente de plástico, pero tiene una funda de metal, así que no se deforma con el impacto. Cuando da en un blanco, como el asesino de Watts, le transmite la mayor parte de su fuerza. Cuando sale, apenas le queda energía.
– ¿Y la que dio en la pared?
– Según los cálculos de Balística, la velocidad en la boca del cañón era de más de seiscientos metros por segundo.
Se trataba de una bala extraordinariamente rápida. Una Browning de nueve milímetros dispara balas de ciento diez grains a sólo trescientos treinta metros por segundo.
– Calculan asimismo que un proyectil de este tipo podría traspasar un chaleco antibalas Kevlar como si fuera papel de arroz. A doscientos metros podría atravesar casi cincuenta capas.
Incluso una Mágnum 44 atraviesa un chaleco antibalas sólo a muy corta distancia.
– Pero en cuanto da en un cuerpo blando…
– Se detiene.
– ¿Es de fabricación nacional?
– No. Balística dice que es europea. Belga. La llaman Five-seveN, con la F y la N mayúsculas, que es el nombre del fabricante. Es un prototipo creado por FN Herstal para operaciones en la lucha contra el terrorismo y el rescate de rehenes, pero ésta es la primera vez que aparece una fuera de las fuerzas nacionales de seguridad.
– ¿Vais a poneros en contacto con el fabricante?
– Lo intentaremos, pero sospecho que perderemos el rastro en los intermediarios.
Me levanté.
– Preguntaré por ahí.
Walter recogió su bolígrafo y me señaló con él como un maestro descontento sermoneando al listillo de la clase.
– Ross aún quiere echarte el guante.
Saqué un bolígrafo y anoté mi número de móvil en el dorso del bloc de notas de Walter.
– Lo tengo siempre conectado. ¿Puedo marcharme ya?
– Con una condición.
– ¿Cuál?
– Quiero que esta noche vengas a casa.
– Lo siento, Walter, pero ya no atiendo compromisos sociales.
Pareció dolido.
– No seas gilipollas. Esto no es un compromiso social. Ven o, por mí, Ross puede encerrarte en una celda hasta el día del Juicio.
Me dispuse a marcharme.
– ¿Seguro que nos lo has contado todo? -me preguntó de nuevo.
No me volví.
– Te he dicho todo lo que puedo decirte, Walter.
Lo cual era verdad, al menos en rigor.
Veinticuatro horas antes había encontrado a Emo Ellison. Emo vivía en un hotel de mala muerte en la periferia de East Harlem, esa clase de establecimiento donde los únicos huéspedes admitidos son putas, policías o delincuentes. Una pantalla de plexiglás cubría el despacho del portero, pero no había nadie dentro. Subí por la escalera y llamé a la puerta de Emo. No hubo respuesta, pero me pareció oír el sonido de una pistola al amartillarse.
– Emo, soy Bird. Necesito hablar contigo.
Oí que se acercaba a la puerta.
– Yo no sé nada de eso -dijo Emo a través de la madera-. No tengo nada que decir.
– Todavía no te he preguntado. Vamos, Emo, abre. Ollie el Gordo anda metido en un lío. Quizá yo pueda ayudarlo. Déjame pasar.
Siguió un momento de silencio y se oyó el tintineo de una cadena. La puerta se abrió y entré. Emo había retrocedido hasta la ventana, pero aún tenía empuñada el arma. Cerré la puerta.
– No necesitas eso -dije.
Emo sopesó la pistola y la dejó sobre una cómoda. Se le veía más relajado sin ella. Las armas no iban con él. Me fijé en que llevaba vendados los dedos de la mano izquierda y vi manchas amarillas en los extremos de las vendas.
Emo Ellison era un hombre delgado y pálido de mediana edad que trabajaba de forma esporádica para Ollie el Gordo desde hacía unos cinco años. Aunque no pasaba de ser un mecánico corriente, era leal y sabía mantener la boca cerrada.
– ¿Sabes dónde está?
– No se ha puesto en contacto conmigo.
Se dejó caer de golpe en el borde de la cama pulcramente hecha. La habitación estaba limpia y olía a ambientador. En las paredes colgaban un par de reproducciones, y en unos estantes de Home Depot, dispuestos en orden, había libros, revistas y algunos enseres personales.
– He oído que trabajas para Benny Low. ¿Por qué lo haces?
– Es trabajo -contesté.
– Si entregas a Ollie, será hombre muerto, ése es tu trabajo -dijo Emo.
Me apoyé contra la puerta.
– Quizá no lo entregue. Benny Low puede asumir la pérdida. Pero necesitaría una buena razón.
El conflicto al que se enfrentaba Emo se reflejaba en su rostro. Se retorció las manos y echó un par de vistazos al arma. Emo Ellison estaba asustado.
– ¿Por qué se fugó, Emo? -pregunté con delicadeza;
– Decía que eras buen tipo, un tipo de fiar. ¿Es verdad?
– No lo sé. En todo caso, no quiero que Ollie salga mal parado.
Emo me observó durante un rato y finalmente pareció tomar una decisión.
– Fue Pili. Pili Pilar. ¿Lo conoces?
– Lo conozco. -Pili Pilar era la mano derecha de Sonny Ferrera.
– Solía venir una o dos veces al mes, nunca más, y se llevaba un coche. Se lo quedaba durante un par de horas y lo devolvía. Un coche distinto cada vez. Era un trato que había hecho Ollie para no tener que pagar a Sonny. Colocaba matrículas falsas en el coche y lo tenía listo para cuando llegaba Pili.
»La semana pasada vino Pili, tomó un coche y se marchó. Yo llegué tarde esa noche porque me encontraba mal. Tengo úlceras. Pili ya se había ido.
»El caso es que, pasadas las doce, Ollie y yo estábamos allí sentados, de charla, esperando a que Pili devolviera el coche, y de pronto se oyó un ruido fuera. Cuando salimos, Pili se había estrellado con el coche contra la verja y estaba desplomado sobre el volante. También tenía una abolladura delante, así que supusimos que se había visto envuelto en un accidente y que había preferido largarse y no quedarse a esperar.
»Pili tenía una herida grave en la cabeza debido al golpe contra el parabrisas y el coche estaba manchado de sangre. Ollie y yo lo empujamos hasta el patio, y luego él llamó a un médico que conocía; el tipo le dijo que le llevara a Pili. Como Pili no se movía y estaba muy pálido, Ollie lo trasladó a la consulta del médico en su propio coche, y el médico insistió en mandarlo de inmediato al hospital porque creía que tenía una fractura de cráneo.
Las palabras salían de Emo a borbotones. Una vez iniciado el relato, deseaba terminarlo, como si contándolo en voz alta fuera a disminuir el peso que representaba saberlo.
– El caso es que discutieron un rato, pero el médico conocía una clínica privada donde no harían muchas preguntas, y Ollie accedió. El médico telefoneó a la clínica y Ollie volvió al garaje a ocuparse del coche.
»Tenía un número donde localizar a Sonny, pero no contestaban. Había vuelto a guardar el coche, pero no quería dejarlo allí por si…, ya sabes, por si había habido algún problema con la policía. Así que llamó al viejo y le contó lo ocurrido. El viejo le dijo que no se moviera, que enviaría a alguien a encargarse del asunto.
»Ollie salió a esconder el coche y, cuando volvió, tenía peor aspecto que Pili. Parecía mareado y le temblaban las manos. Le pregunté qué pasaba, pero él sólo me dijo que me marchara y no le contara a nadie que había estado allí. No quiso decirme nada más, sólo que me fuera.
»Ya no supe más de él hasta que me enteré de que la policía había organizado una redada en su negocio y de que luego Ollie salió en libertad bajo fianza y desapareció. Te lo juro, eso es lo último que supe.
– ¿Por qué la pistola, entonces?
– Uno de los hombres del viejo estuvo aquí hace un par de días. -Tragó saliva-. Bobby Sciorra. Quería información sobre Ollie; quería saber si yo había estado allí el día del accidente de Pili. Le contesté que no, pero no le bastó con eso.
Emo Ellison se echó a llorar. Levantó los dedos vendados y, lenta y cuidadosamente, empezó a quitarse la venda de uno.
– Me llevó a dar un paseo. -Alzó el dedo y vi una marca en forma de anillo coronada por una enorme ampolla que parecía palpitar ante mis ojos-. El encendedor. Me quemó con el encendedor del coche.
Veinticuatro horas después Ollie Watts, el Gordo, estaba muerto.
Walter Cole vivía en Richmond Hill, el más antiguo de los siete barrios de Queens, conocidos como las Siete Hermanas. Establecido en la década de 1880, el pueblo disfrutaba de un centro y unas tierras comunales, y cuando los padres de Walter abandonaron Jefferson City y se mudaron allí poco antes de la segunda guerra mundial, debía de parecer una recreación del centro de Estados Unidos a un paso de Manhattan. Walter se quedó la casa en la calle 113, al norte de la Myrtle Avenue, cuando sus padres se retiraron a Florida. Él y Lee comían casi todos los viernes en el Triangle Hofbräu, un viejo restaurante alemán de la Jamaica Avenue, y paseaban por las espesas arboledas de Forest Park en verano.
Llegué a casa de Walter poco después de las nueve. Me abrió la puerta él mismo y me hizo pasar a lo que, en caso de tratarse de un hombre menos educado, podría haberse llamado su «cubil», pero «cubil» era una palabra que no hacía justicia a la biblioteca en miniatura que había reunido a lo largo de medio siglo de ávida lectura: biografías de Keats y Saint-Exupéry compartían estantería con obras sobre medicina forense, delitos sexuales y psicología criminal. Fenimore Cooper estaba tapa con tapa en compañía de Borges; Barthelme parecía un tanto inquieto en medio de unos cuantos títulos de Hemingway.
Entre tres archivadores había un escritorio con la superficie de piel, y sobre éste un PowerBook de Macintosh. Cuadros de artistas locales adornaban las paredes y, en un rincón, una pequeña vitrina exhibía trofeos de caza, amontonados en desorden como si Walter se sintiera orgulloso de su habilidad y al mismo tiempo avergonzado de su orgullo. La mitad superior de la ventana estaba abierta, y en la cálida noche me llegó el olor a césped recién cortado y el bullicio de los niños jugando a hockey en la calle.
Se abrió la puerta del cubil y entró Lee. Ella y Walter llevaban juntos veinticuatro años y compartían sus vidas con una naturalidad y una armonía que Susan y yo nunca habíamos conseguido, ni siquiera en los mejores momentos. Los vaqueros negros y la blusa de Lee se ajustaban a una figura que había resistido los rigores de dos hijos y la pasión de Walter por la cocina oriental. Tenía el pelo de color negro azabache con mechones grises entretejidos como haces de luz de luna sobre agua oscura, y lo llevaba recogido en una cola. Cuando se acercó a darme un beso en la mejilla rodeándome los hombros con los brazos, su aroma a lavanda me envolvió como un velo y me di cuenta, no por primera vez, de que siempre había estado un poco enamorado de Lee Cole.
– Me alegro de verte, Bird -dijo, y al rozarme la mejilla con la mano derecha, unas arrugas de inquietud en su frente desmintieron la sonrisa de sus labios. Lanzó una mirada a Walter y entre ellos se estableció algún tipo de comunicación-. Volveré dentro de un rato con un café.
Al salir, cerró la puerta con suavidad.
– ¿Cómo están los niños? -pregunté mientras Walter se servía un vaso de Redbreast, su whisky irlandés de siempre con tapón de rosca.
– Bien -respondió-. Lauren sigue sin soportar el instituto. Ellen empezará a estudiar derecho en Georgetown este otoño, así que al menos un miembro de la familia entenderá los mecanismos de la ley.
Inhaló profundamente al llevarse el vaso a la boca y tomó un sorbo. Sin querer, tragué saliva y me asaltó una sed repentina. Walter advirtió mi turbación y se sonrojó.
– Mierda, lo siento -se disculpó.
– Da igual -contesté-. Es una buena terapia. Veo que sigues soltando tacos en casa.
Lee detestaba las palabras malsonantes y sistemáticamente repetía a su marido que sólo los patanes recurrían al lenguaje soez. Walter acostumbraba contraatacar aduciendo que, en una ocasión, Wittgenstein blandió un atizador durante una discusión filosófica, prueba irrefutable, desde su punto de vista, de que a veces el discurso erudito no posee la expresividad suficiente ni siquiera para las mentes más preclaras.
Fue a sentarse en un sillón de piel a un lado de la chimenea vacía y me indicó que ocupara el de enfrente. Lee entró con una cafetera de plata, una jarrita de leche y dos tazas en una bandeja y, antes de salir, dirigió una mirada de inquietud a Walter. Supe que habían estado hablando antes de que yo llegara; no tenían secretos el uno para el otro, y su nerviosismo parecía revelar que su preocupación por mi bienestar no era de lo único que habían conversado.
– ¿Prefieres que me siente bajo una lámpara? -pregunté. Una tenue sonrisa asomó al rostro de Walter con la levedad de una brisa y desapareció.
– Me he enterado de alguna que otra cosa en estos últimos meses -empezó a explicar con la vista fija en su vaso como un adivino observando una bola de cristal. Permanecí en silencio-. Sé que hablaste con los federales, que apelaste a ciertos favores para poder echar un vistazo a los archivos -continuó-. Sé que intentabas encontrar al hombre que mató a Susan y a Jenny. -Me miró por primera vez desde que había comenzado a hablar.
Yo no tenía nada que decir, así que serví café para los dos, alcancé mi taza y tomé un sorbo. Era de Java, fuerte y oscuro. Respiré hondo.
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Porque quiero saber a qué has venido, por qué has vuelto. No entiendo en qué te has convertido si es que algunas de las cosas que cuentan son ciertas. -Tragó saliva y lo compadecí por lo que se veía en la obligación de decir y preguntar. Si yo sabía la respuesta de algunas de sus preguntas, no estaba seguro de querer dársela, ni de que Walter realmente deseara oírla. Fuera los niños habían terminado el partido en cuanto empezó a oscurecer, y se respiraba en el aire una calma en la que las palabras de Walter sonaron como un presagio-. Cuentan que encontraste al culpable -añadió, esta vez sin titubeos, como si hubiera hecho acopio de valor para decir lo que tenía que decir-. Que lo encontraste y lo mataste. ¿Es verdad?
El pasado era como un cepo. Me permitía desplazarme un poco, moverme alrededor, volverme, pero al final siempre me arrastraba hacia sí de nuevo. En la ciudad topaba cada vez más a menudo con cosas -restaurantes favoritos, librerías, parques sombreados e incluso corazones blancos como el hueso grabados en una mesa vieja- que me recordaban lo que había perdido, como si un momento de olvido fuera un crimen contra la memoria de ambas. Abandoné el presente y salté al pasado, deslizándome por las cabezas de serpiente del recuerdo, hacia lo que fue y nunca volvería a ser.
Y así, con la pregunta de Walter, me remonté a finales de abril, en Nueva Orleans. Llevaban muertas casi cuatro meses.
Woolrich ocupaba una mesa al fondo de la terraza del Café du Monde, junto a una máquina expendedora de chicles, de espaldas a la pared del edificio. Frente a él, en la mesa, había una taza humeante de café con leche y un plato de buñuelos calientes cubiertos de azúcar glas. Fuera, la gente desfilaba por Decatur y dejaba atrás el toldo del café en dirección a la catedral o Jackson Square.
Vestía un traje barato de color marrón y llevaba una corbata tan dada de sí y descolorida que prefería dejar el nudo colgando a media asta en señal de duelo; ni siquiera se molestaba en abotonarse el cuello de la camisa. Alrededor, el suelo se veía salpicado de azúcar, al igual que la única parte visible de la silla en la que estaba sentado.
Woolrich era agente especial con rango de subjefe en la delegación del FBI ubicada en el 1250 de Poydras Street. También era una de las pocas personas de mi pasado policial con quien me había mantenido relativamente en contacto y uno de los pocos federales que había conocido que no me inducía a maldecir el día en que nació Hoover. Más aún, era mi amigo. Me había apoyado durante los días posteriores a los asesinatos, sin poner nada en tela de juicio, sin dudar. Lo recuerdo de pie junto a la tumba, empapado de agua, con el ala del enorme sombrero goteándole. Lo trasladaron a Nueva Orleans poco después, un ascenso que reflejaba un aprendizaje satisfactorio en otras tres delegaciones como mínimo y la capacidad de conservar la cabeza sobre los hombros en el turbulento ambiente de la delegación de Nueva York en el sur de Manhattan.
Su matrimonio había terminado hacía unos doce años con un penoso divorcio. Su ex esposa había vuelto a usar el apellido de soltera, Karen Stott, y vivía en Miami con un decorador de interiores con quien se había casado en fecha reciente. La única hija de Woolrich, Lisa -ahora Lisa Stott gracias a los esfuerzos de su madre-, se había unido a una secta en México, contaba él. Tenía sólo dieciocho años. Por lo visto, la madre y su nuevo esposo no parecían preocuparse de ella, a diferencia de Woolrich, que se preocupaba pero no conseguía encontrar la manera de hacer algo al respecto, me constaba que la desintegración de su familia le afectaba de un modo muy personal. Él mismo procedía de una familia rota, una madre de la más baja extracción social y un padre con buenas intenciones pero poco coherente, demasiado poco para quedarse junto a una esposa intratable. Creo que Woolrich siempre había querido una vida mejor. Él más que nadie, creo, comprendió mi sensación de pérdida cuando me arrebataron a Susan y a Jennifer.
Había engordado desde la última vez que lo vi y se le veía el vello del pecho a través de la camisa empapada en sudor. Las gotas resbalaban desde su espesa mata de pelo cada día más gris y descendían hasta los pliegues de carne de su cuello. Para un hombre de tal corpulencia, los veranos de Louisiana debían de ser una tortura. Puede que Woolrich pareciera un payaso, que incluso actuara como tal cuando le convenía, pero en Nueva Orleans nadie que lo conociera lo subestimaba. Aquellos que en el pasado habían incurrido en ese error se pudrían ya en la penitenciaría de Angola.
– Me gusta esa corbata -comenté. Era de un vivo color rojo con corderos y ángeles estampados.
– La considero mi corbata metafísica -contestó Woolrich-; mi corbata de lector de George Herbert.
Nos estrechamos la mano, y Woolrich, al levantarse, se sacudió las migas de buñuelo de la pechera de la camisa.
– Se meten por todas partes, las malditas -protestó-. Cuando muera, me encontrarán migas de buñuelo hasta en el culo.
– Gracias, lo tendré en cuenta.
Un camarero asiático con un gorro blanco de papel acudió solícitamente y pedí un café.
– ¿Le traigo unos buñuelos? -sugirió.
Woolrich sonrió. Rechacé los buñuelos.
– ¿Cómo va? -preguntó Woolrich, y tomó un trago de café lo bastante caliente para escaldarle la garganta a cualquier hombre de menor aguante.
– Bien. ¿Y a ti cómo te va la vida?
– Como siempre: envuelta en papel de regalo, adornada con un lazo rojo y entregada a otro.
– ¿Sigues con…? ¿Cómo se llamaba? ¿Judy? ¿Judy, la enfermera?
Woolrich contrajo el rostro en una mueca de disgusto, como si acabara de encontrar una cucaracha en uno de sus buñuelos.
– Judy la chiflada, querrás decir. Rompimos. Se ha ido a trabajar a La Jolla durante un año, quizá más. Mira, hace un par de meses decidí pasar con ella unas vacaciones románticas, reservar una habitación en uno de esos hoteles de doscientos dólares la noche cerca de Stowe, respirar el aire del campo si dejábamos la ventana abierta, ya me entiendes. El caso es que llegamos allí y aquello era más viejo que el mear, todo madera oscura y muebles antiguos y una cama en la que podía perderse un equipo de animadoras al completo. Pero de pronto Judy se pone más blanca que el culo de un oso polar y se aparta de mí. ¿Y sabes qué me dijo? -Aguardé a que continuara-. Me dijo que en una vida anterior yo la había asesinado en esa misma habitación. Retrocedió hasta la puerta buscando el picaporte y mirándome como si esperara que fuera a convertirme en Charles Manson. Tardé dos horas en calmarla, y aun entonces se negó a acostarse conmigo. Acabé durmiendo en un sofá del rincón, y te diré una cosa: esos condenados sofás de anticuario quizá parezcan de un millón de pavos y cuesten más aún, pero habría estado más cómodo sobre un bloque de hormigón. -Terminó el último trozo de buñuelo y se limpió con una servilleta de papel-. En plena noche me levanté a desaguar y me la encontré sentada en la cama, en vela, con la lámpara del revés en la mano, dispuesta a romperme la cabeza si me acercaba a ella. No hace falta que te diga que eso puso fin a nuestros cinco días de pasión. Nos marchamos al día siguiente, yo con mil dólares menos en el bolsillo.
«Pero ¿sabes qué es lo más gracioso? Su psicoterapeuta de regresión le ha dicho que me demande por daños y perjuicios en una vida pasada. Mi caso está a punto de sentar jurisprudencia para todos esos pirados que ven un documental en la PBS y se creen que en otro tiempo fueron Cleopatra o Guillermo el Conquistador.
Los ojos se le empañaron con el recuerdo de los mil dólares perdidos y las malas pasadas que juega el destino a aquellos que van a Vermont en busca de sexo sin complicaciones.
– ¿Has sabido algo de Lisa últimamente?
Se le nubló el semblante e hizo un gesto de desolación.
– Sigue con la secta, esos chiflados que sólo piensan en Jesús. La última vez que me telefoneó fue para decirme que estaba bien de la pierna y para pedirme más dinero. Si Jesús ahorra, seguro que tiene todo el dinero inmovilizado en una cuenta de alto rendimiento. -Lisa se había roto la pierna patinando el año anterior, poco antes de descubrir a Dios. Woolrich estaba convencido de que continuaba bajo los efectos de la conmoción cerebral. Me miró por un momento con los ojos entornados-. No estás bien, ¿verdad?
– Estoy vivo y estoy aquí. Sólo quiero que me digas lo que has conseguido.
Hinchó los carrillos y puso en orden sus ideas mientras soltaba el aire lentamente.
– Hay una mujer en St. Martin Parish, una vieja criolla. Tiene el don, dicen los lugareños. Protege del mal de ojo. Ya sabes, espíritus malignos y toda esa mierda. Ofrece curación para los niños enfermos, reconcilia a los amantes. Tiene visiones. -Se interrumpió y, con los ojos entrecerrados, se pasó la lengua por el interior de la boca.
– ¿Es vidente?
– Es una bruja, si estás dispuesto a creerte lo que cuentan los lugareños.
– ¿Y tú te lo crees?
– Ha sido… útil una o dos veces hasta la fecha, según la policía de aquí. Yo no he tenido nada que ver con ella antes.
– ¿Y ahora?
Llegó mi café y Woolrich pidió que también a él le llenaran la taza. Nos quedamos callados hasta que se fue el camarero y entonces Woolrich apuró medio café de un humeante trago.
– Tiene unos diez hijos y miles de nietos y bisnietos. Algunos viven con ella o cerca, así que nunca está sola. El clan familiar es más numeroso que el de Abraham. -Esbozó una sonrisa pero fue algo fugaz, un breve respiro antes de lo que estaba por llegar-. Dice que hace un tiempo mataron a una chica en los pantanos, la zona por donde merodeaban antes los piratas de Barataria. Informó a la oficina del sheriff pero no le hicieron mucho caso. No sabía el lugar exacto; sólo dijo que una chica había sido asesinada en los pantanos. Lo había visto en un sueño.
»El sheriff no movió un dedo. Bueno, eso no es del todo cierto. Pidió a sus hombres que tuvieran los ojos abiertos y luego prácticamente se olvidó del asunto.
– ¿Por qué ha vuelto a salir el tema?
– La vieja cuenta que oye llorar a la chica por las noches. -No habría sabido decir si Woolrich estaba asustado o sólo abochornado por lo que contaba, pero miró en dirección a la ventana y se enjugó el rostro con un pañuelo enorme y mugriento-. Pero hay una cosa más -añadió. Plegó el pañuelo y se lo metió en el bolsillo del pantalón-. Dice que a la chica le despellejaron la cara. -Respiró hondo-. Y que le arrancaron los ojos antes de matarla.
Fuimos por la I-10 en dirección norte durante un rato, dejamos atrás unas galerías comerciales y seguimos hacia West Baton Rouge, nos encontramos con restaurantes para camioneros y garitos, bares llenos de trabajadores de la industria petrolera y, por todas partes, negros bebiendo el mismo whisky de garrafa y la aguada cerveza del sur. Un viento caliente, cargado del denso olor a descomposición de los pantanos, agitaba las ramas de los árboles que bordeaban la carretera. Luego cruzamos el paso elevado de Atchafalaya, con los pilares asentados bajo el agua, para entrar en el pantano del mismo nombre y en territorio cajún.
Sólo había estado allí una vez, en la época en que Susan y yo éramos más jóvenes y felices. En la carretera de Henderson Levee pasamos frente al indicador del desvío hacia el McGee's Landing, donde yo había comido un pollo insípido y Susan había optado por la carne de caimán frita, tan dura que ni siquiera otros caimanes la habrían digerido con facilidad. Luego un pescador cajún nos llevó a dar un paseo en barca por el bosque de cipreses semisumergidos. El sol declinó y tiñó el agua de color rojo sangre, los tocones de los árboles se convirtieron en siluetas oscuras como dedos de cadáveres que señalaban el firmamento de manera acusadora. Era otro mundo, tan alejado de la ciudad como la luna de la tierra, y pareció crear una corriente erótica entre nosotros mientras, a causa del calor, las camisas se nos adherían al cuerpo y el sudor nos goteaba por la frente. Cuando regresamos al hotel de Lafayette, hicimos el amor con urgencia, con una pasión que superaba al amor, nuestros cuerpos moviéndose a la par, y el calor en la habitación tan denso como el agua.
Woolrich y yo no llegamos a Lafayette. Abandonamos la autopista por una carretera de dos carriles que serpenteaba a través de los pantanos antes de reducirse a poco más que un sendero con roderas y hoyos llenos de agua maloliente en torno a los cuales zumbaban espesos enjambres de insectos. Cipreses y sauces flanqueaban el camino, y a través de ellos se veían en el agua los tocones de los árboles, reliquias de cultivos del siglo pasado. Colonias de nenúfares se arracimaban en las orillas, y cuando el coche reducía la velocidad y la luz era la adecuada, vislumbré chernas que se deslizaban lánguidamente entre las sombras y asomaban de vez en cuando a la superficie del agua.
En una ocasión me contaron que los bucaneros de Jean Lafitte se refugiaban allí. Ahora otros ocupaban su lugar, asesinos y traficantes que utilizaban los canales y las marismas como escondrijos para la heroína y la marihuana, y como tumbas verdes y tenebrosas para sus víctimas, cuyos cadáveres contribuían al vertiginoso crecimiento de la naturaleza, donde el hedor de la descomposición quedaba camuflado entre el intenso olor de las plantas.
Tomamos una curva más, allí las ramas de los cipreses pendían sobre el camino. Con un sonoro traqueteo cruzamos un puente de madera en el que las tablas recuperaban su color original a medida que la pintura se desconchaba y desintegraba. Ya en el otro lado me pareció distinguir entre las sombras una figura gigantesca que nos observaba, con unos ojos blancos como huevos en la penumbra de los árboles.
– ¿Lo has visto? -preguntó Woolrich.
– ¿Quién es?
– El hijo menor de la vieja. Le llama Tee Jean. Petit Jean. Es un poco retrasado, pero cuida de ella. Como todos los demás.
– ¿Todos?
– En la casa viven seis personas: la vieja, un hijo, una hija, y los tres niños de su segundo hijo, que murió con su mujer en un accidente de coche hace tres años. Tiene otros cinco hijos y tres hijas, y todos viven a pocos kilómetros de aquí. También los vecinos cuidan de ella. Es como la matriarca de los alrededores, supongo. Una magia poderosa.
Lo miré para comprobar si hablaba en tono irónico, pero no.
Salimos de entre los árboles y llegamos a un claro donde había una casa alargada de una sola planta, elevada sobre tocones de árboles descortezados. Parecía vieja pero bien construida, con las tablas de la fachada rectas y cuidadosamente encajadas y las tejas en perfecto estado pero más oscuras allí donde habían sido reemplazadas. La puerta estaba abierta, sin más protección que una mosquitera, y en el porche, que abarcaba toda la parte delantera y continuaba por el costado, había sillas y juguetes esparcidos. Detrás se oían voces y el chapoteo de los niños en el agua.
La puerta mosquitera se abrió y en lo alto de la escalera apareció una mujer delgada y menuda de unos treinta años. Tenía las facciones delicadas, la piel de un ligero tono de color café y el cabello oscuro y exuberante recogido en una cola. Cuando salimos del coche y nos acercamos, vi que tenía marcas en la cara, resultado probablemente de un acné juvenil. Al parecer reconoció a Woolrich, ya que, antes de que habláramos, mantuvo la puerta abierta para dejarme pasar. Woolrich no me siguió. Me volví hacia él.
– ¿No entras?
– Si alguien pregunta, yo no te he traído aquí; ni siquiera tengo intención de verla -contestó. Tomó asiento en el porche y, apoyando los pies en la barandilla, contempló el resplandor del agua bajo el sol.
Dentro, la madera era oscura y el aire fresco. Había puertas a ambos lados, que daban a los dormitorios y a una sala de aspecto formal con muebles viejos y labrados a mano, sencillos pero trabajados con habilidad y esmero. En una radio antigua con el dial iluminado y nombres de lugares lejanos en la banda de frecuencias sonaba un nocturno de Chopin. La música me siguió por la casa hasta el último dormitorio, donde esperaba la anciana.
Era ciega. Tenía las pupilas blancas, hundidas en una cara grande y redonda con pliegues de carne que le colgaban hasta el esternón. Los brazos, visibles a través de las mangas de gasa del vestido multicolor, eran más gruesos que los míos y sus hinchadas piernas parecían troncos de árbol y terminaban en unos pies diminutos, casi delicados. Una montaña de almohadas la sostenía parcialmente incorporada en una cama enorme en medio de la habitación, protegida de la luz del sol por las cortinas corridas e iluminada sólo por un farolillo. Calculé que pesaba como mínimo ciento sesenta kilos, probablemente más.
– Siéntate, hijo -dijo. Me agarró una mano y recorrió los dedos con los suyos suavemente. Mientras seguía las líneas de mi mano, mantuvo los ojos fijos al frente, sin dirigirlos hacia mí-. Sé por qué has venido. -Tenía una voz aguda, infantil, como si fuera una descomunal muñeca parlante a la que, por equivocación, le hubieran puesto las cintas de un modelo de menor tamaño-. Sufres. Te consumes por dentro. Tu niña, tu mujer, se han ido.
En la tenue luz la anciana parecía centellear con una energía oculta.
– Tante, hábleme de la chica del pantano, la chica sin ojos.
– Pobre criatura -dijo la anciana, y arrugó la frente en una expresión de dolor-. Fue la primera aquí. Huía de algo y se extravió. Se fue a dar un paseo con él y nunca volvió. Le hizo tanto daño, tanto… Pero no la tocó, salvo con el cuchillo.
Dirigió los ojos hacia mí por primera vez y descubrí que no era ciega, o si lo era, carecía de importancia. Mientras trazaba las líneas de la palma de mi mano con los dedos, cerré los ojos y tuve la impresión de que ella había estado al lado de la chica durante los últimos momentos, que quizás incluso le había proporcionado cierto consuelo mientras la hoja del cuchillo llevaba a cabo su labor.
– Calla, hijo. Ahora ven con Tante. Calla, hijo, y agarra mi mano. Ahora te ha hecho sufrir a ti.
Mientras me tocaba, oí y sentí, en lo más hondo de mi ser, la hoja que hería, chirriaba, separaba el músculo de las articulaciones, la carne del hueso, el alma del cuerpo, al artista que trabajaba sobre su lienzo; y sentí agitarse en mí el dolor, formar un arco a través de una vida que se debilitaba como el destello de un relámpago, brotar como las notas de una melodía infernal a través de la chica desconocida en un pantano de Louisiana. Y en su agonía sentí la agonía de mi propia hija, de mi propia esposa, y tuve la certeza de que aquél era el mismo hombre. Y mientras el dolor llegaba a su fin para la chica en el pantano, ella estaba sumida en la oscuridad, y supe que el asesino la había cegado antes de matarla.
– ¿Quién es ese hombre? -pregunté.
La mujer habló, y en su voz se oyeron cuatro voces distintas: las de una esposa y una hija, la de una anciana obesa recostada sobre una cama en una habitación oscura, y la de una chica anónima que padeció una muerte solitaria y brutal entre el barro y el agua de un pantano de Louisiana.
– Es el Viajante.
Walter cambió de posición en la silla y el ruido de la cucharilla contra la taza de porcelana fue como el tintineo de un carillón. -No -dije-. No lo encontré.
Walter llevaba un rato callado y ya apenas quedaba whisky en su vaso.
– He de pedirte un favor. No para mí sino para otra persona. -Esperé -. Tiene que ver con la Fundación Barton.
La Fundación Barton se había creado por una disposición testamentaria del viejo Jack Barton, un empresario que amasó una fortuna suministrando piezas a la industria aeronáutica después de la guerra. La fundación concedía becas para la investigación de asuntos relacionados con la infancia, financiaba clínicas pediátricas y, en términos generales, proporcionaba dinero para el cuidado de los niños allí donde las ayudas estatales no llegaban. Aunque su presidenta nominal era Isobel Barton, la viuda del viejo Jack, la responsabilidad de la administración diaria recaía en un abogado llamado Andrew Bruce y en el director de la fundación, Philip Kooper.
Yo estaba al tanto de todo eso porque de vez en cuando Walter recaudaba fondos para la fundación -rifas, torneos de bolos- y también porque hacía unas semanas la fundación había saltado a la prensa por las peores razones posibles. Durante un acto de beneficencia celebrado en los jardines de la casa de los Barton en Staten Island, un niño, Evan Baines, había desaparecido. Pasado un tiempo, no se había encontrado el menor rastro del muchacho y la policía casi había abandonado toda esperanza de dar con él. Creían que, por algún motivo, se había alejado de los jardines y había sido secuestrado. La noticia mereció la atención de los periódicos durante una temporada y luego se olvidó.
– ¿Evan Baines?
– No, o al menos no lo creo, pero puede tratarse de una persona desaparecida. Una amiga de Isobel Barton, una joven, no ha dado señales de vida desde hace unos días y la señora Barton está preocupada. Se llama Catherine Demeter. No hay ningún vínculo con la desaparición de Baines; cuando eso ocurrió, ella ni siquiera conocía a los Barton.
– ¿Los Barton, en plural?
– Según parece, salía con Stephen Barton. ¿Sabes algo de él?
– Es un gilipollas. Aparte de eso, pasa droga a pequeña escala para Sonny Ferrera. Se crió cerca de la casa de los Ferrera en Staten Island y empezó a frecuentar a Sonny en la adolescencia. Toma esteroides, y también coca, creo, pero nada importante.
Walter arrugó la frente.
– ¿Desde cuándo sabes eso? -preguntó.
– No me acuerdo -contesté-. Habladurías de gimnasio.
– Dios mío, y no nos has contado algo que podría sernos útil. Yo lo sé sólo desde el martes.
– Se supone que no debes saberlo -dije-. Eres policía. Nadie te cuenta nada que no debas saber.
– Tú también eras policía -masculló Walter-. Has contraído alguna que otra mala costumbre.
– No me vengas con ésas, Walter. ¿Cómo voy a saber yo a quién andáis investigando? ¿Qué tengo que hacer? ¿Confesarme contigo una vez por semana? -Me serví un poco de café caliente en la taza-. En fin, dejémoslo. El caso es que crees que existe alguna relación entre esta desaparición y Sonny Ferrera, ¿verdad?
– Es posible -contestó Walter-. Los federales tuvieron a Stephen Barton bajo vigilancia durante un tiempo, hace un año quizás, en principio antes de que empezara a salir con Catherine Demeter. Como no estaban llegando a ninguna parte con él, lo dejaron correr. Según el expediente de Narcóticos, la chica no parecía estar implicada, al menos claramente, pero ¿qué sabrán ésos? Algunos de ellos todavía piensan que la nieve es algo que cae del cielo en invierno. Quizá la chica vio algo que no debería haber visto.
Su rostro delató lo poco convincente que le parecía la conexión, pero dejó que yo expresara la duda.
– Vamos, Walter, ¿esteroides y coca en pequeñas cantidades? Eso mueve dinero, pero es un juego de niños en comparación con los demás negocios de Ferrera. Si liquidó a alguien por un asunto de drogas para obsesos de los músculos, es más tonto aún de lo que nos consta. Incluso su viejo piensa que es el resultado de un gen defectuoso.
Se sabía que Ferrera padre, enfermo y decrépito pero aún respetado, de vez en cuando aludía a su hijo como «ese capullo».
– ¿Eso es lo único que tenéis?
– Como tú dices, somos policías. Nadie nos facilita información útil -respondió con aspereza.
– ¿Sabías que Sonny es impotente?
Walter se puso en pie y, balanceando el vaso vacío ante su cara, sonrió por primera vez esa noche.
– No. No, no lo sabía, y no estoy muy seguro de querer saberlo. ¿Tú quién diantres eres? ¿Su urólogo?
Me miró mientras alargaba el brazo hacia el Redbreast. Mostré mi indiferencia mediante un gesto con los dedos cuya sinceridad no iba más allá de la muñeca.
– ¿Pili Pilar sigue con él? -pregunté para tantear el terreno.
– Sí, que yo sepa. Oí que hace unas semanas Pili tiró a Nicky Glasses por una ventana porque se retrasó en el pago de sus deudas.
El Banco Mundial ofrecía créditos que devengaban un interés más bajo que las operaciones financieras de Sonny Ferrera. Pero probablemente el Banco Mundial no arrojaba a la gente de un décimo piso porque no podía hacer frente a los intereses, o al menos todavía no.
– Ahí se excedió con Nicky. En cien años más habría saldado el préstamo. A Pili más le vale controlar el mal genio o se quedará sin nadie a quien tirar por la ventana.
Walter no sonrió.
– ¿Hablarás con ella? -preguntó mientras volvía a sentarse.
– Personas desaparecidas, Walter… -dije con un suspiro.
En Nueva York desaparecían catorce mil personas al año. Ni siquiera quedaba claro si aquella mujer estaba desaparecida -en cuyo caso no quería ser encontrada o alguien no quería que la encontraran- o simplemente ilocalizable, lo cual significaría que de pronto había ahuecado el ala y se había trasladado a otra ciudad sin comunicar la noticia a su buena amiga Isobel Barton ni a su encantador novio, Stephen Barton.
Ésas son las cuestiones que un detective privado debe plantearse ante los casos de personas desaparecidas. Seguir el rastro a personas desaparecidas es la principal fuente de ingresos de un detective, pero yo no era detective. Había aceptado la fuga de Ollie el Gordo porque era un trabajo fácil, o eso me había parecido en un principio. No deseaba solicitar la licencia de investigador privado al Registro de Licencias de Albany. No deseaba dedicarme a la búsqueda de personas desaparecidas. Quizá temía que distrajera demasiado mi atención. O puede que sencillamente no me interesara, no en ese momento.
– Esa mujer no acudirá a la policía -dijo Walter-. Ni siquiera puede dársela por desaparecida oficialmente; nadie ha denunciado el hecho.
– ¿Y cómo es que vosotros os habéis enterado?
– ¿Conoces a Tony Loo-Loo?
Asentí con la cabeza. Tony Loomax era un detective de poca monta, tartamudo, que nunca había pasado de investigar fugas y casos de divorcio entre blancos de clase baja.
– Loomax no es el tipo de persona que Isobel Barton contrataría -comenté.
– Según parece, trabajó para alguien del servicio doméstico de los Barton hace uno o dos años. Localizó al marido, que se había largado con los ahorros de la pareja. La señora Barton le dijo que quería algo parecido, pero hecho con discreción.
– Eso no explica vuestro interés.
– Tengo algún que otro cargo pendiente contra Tony, transgresiones menores de los límites legales que él preferiría que yo dejara pasar. Tony supuso que me gustaría saber que Isobel Barton había hecho contactos en secreto. Hablé con Kooper. Opina que la fundación no necesita más publicidad negativa. Pensé que quizá podía hacerle un favor.
– Si Tony ha recibido el encargo, ¿por qué me lo propones a mí?
– Hemos disuadido a Tony de aceptarlo. Le ha dicho a Isobel Barton que le recomendará a otra persona de entera confianza porque él no puede ocuparse del caso. Por lo visto, su madre ha muerto y tiene que ir al funeral.
– Tony Loo-Loo no tiene madre. Se crió en un orfanato.
– Bueno, debe de haber muerto la madre de alguien -replicó Walter irritado-. Puede ir a ese otro funeral. -Se interrumpió, y advertí un asomo de duda en sus ojos cuando los rumores que había oído aletearon en las profundidades de su mente-. Y por eso acudo a ti. Aunque intentara resolver esto con discreción a través de los canales de costumbre, alguien se enteraría. ¡Por Dios, tomas un trago de agua en jefatura y lo mean otros diez tipos!
– ¿Qué se sabe de la familia de la chica?
Se encogió de hombros.
– No sé mucho más, pero no creo que tenga a nadie. Oye, Bird, te lo pido a ti porque haces bien tu trabajo. Eras un policía hábil. Si te hubieras quedado en el cuerpo, los demás habríamos acabado limpiándote los zapatos y abrillantándote la placa. Tenías olfato. Supongo que aún lo conservas. Además, me debes una: la gente que anda disparando por la calle no suele marcharse tan fácilmente.
Guardé silencio por un rato. Oía a Lee trastear en la cocina y el televisor de fondo. Quizá fuera un poso de lo que había ocurrido horas antes, el asesinato aparentemente sin sentido de Ollie el Gordo y su novia y la muerte del asesino, pero tenía la sensación de que el mundo estaba fuera de quicio y nada encajaba en su lugar. Incluso en aquello notaba algo raro. Me parecía que Walter me ocultaba algo.
Oí el timbre de la puerta y a continuación un apagado intercambio de voces, la de Lee y una grave voz masculina. Instantes después, tras llamar con los nudillos a la puerta, Lee hizo pasar a un hombre alto y canoso de unos cincuenta años. Llevaba un traje azul oscuro de chaqueta cruzada -parecía de Hugo Boss- y una corbata roja de Christian Dior estampada con las letras CD de color oro entrelazadas. Sus zapatos relucían como si se los hubieran lustrado con saliva, aunque, considerando que aquél era Philip Kooper, probablemente se trataba de la saliva de otro.
Nadie habría dicho que Kooper era director y portavoz de una organización benéfica de ayuda a la infancia. Delgado y pálido, tenía la rara habilidad de fruncir y dilatar los labios a la vez. Sus dedos, largos y puntiagudos, parecían garras. Daba la impresión de que lo hubieran desenterrado con la única finalidad de inquietar a la gente. Si se hubiera presentado en una de las fiestas infantiles de la fundación, todos los niños se habrían echado a llorar.
– ¿Es él? -preguntó a Walter tras rehusar una copa.
Sacudió la cabeza señalándome como una rana al tragarse una mosca. Yo jugueteé con el azucarero y fingí haberme ofendido.
– Es Parker -afirmó Walter.
Aguardé para ver si Kooper me tendía la mano. No lo hizo. Mantuvo las manos cruzadas delante, como un empleado de pompas fúnebres en un funeral especialmente anodino.
– ¿Le ha explicado la situación?
Walter volvió a asentir pero parecía incómodo. Kooper tenía peores modales que un niño malcriado. Permanecí sentado sin decir palabra. Kooper, de pie y en silencio, me miró con actitud desdeñosa. Daba la impresión de que ésa era una posición con la que estaba muy familiarizado.
– Se trata de una situación delicada, señor Parker, como sin duda usted sabrá comprender. Para cualquier novedad referente a este asunto deberá dirigirse a mí en primer lugar antes de informar a la señora Barton. ¿Queda claro?
Me pregunté si Kooper merecía el esfuerzo de indignarme y, tras observar el visible malestar de Walter, decidí que probablemente no, o al menos no de momento. Pero empezaba a compadecer a Isobel Barton sin conocerla siquiera.
– Yo tenía entendido que era la señora Barton quien contrataba mis servicios -dije por fin.
– Así es, pero me rendirá cuentas a mí.
– No lo creo. Está el pequeño detalle de la confidencialidad. Investigaré el caso, pero si no guarda relación con aquel niño, Baines, o los Ferrera, me reservo el derecho de mantener entre Isobel Barton y yo todo lo que averigüe.
– Eso no me convence, señor Parker -repuso Kooper. Un leve rubor apareció en sus mejillas y no se le fue hasta pasado un momento, como perdido en aquella tez árida como la tundra-. Quizá no me he expresado con suficiente claridad: en este asunto, me informará primero a mí. Tengo amigos influyentes, señor Parker. Si no colabora, me aseguraré de que le retiren la licencia.
– Deben de ser amigos muy influyentes, porque no tengo licencia. -Me levanté, y Kooper apretó ligeramente los puños-. Debería plantearse hacer yoga -sugerí-. Lo noto muy tenso.
Le di las gracias a Walter por el café y me dirigí hacia la puerta.
– Espera -dijo.
Me di media vuelta y lo vi cruzar una mirada con Kooper. Al cabo de un momento, Kooper hizo un gesto de indiferencia apenas perceptible y se acercó a la ventana. No volvió a mirarme. La actitud de Kooper y la expresión de Walter se confabularon contra mi buen criterio, y decidí hablar con Isobel Barton.
– ¿Supongo que la señora Barton espera verme? -pregunté a Walter.
– Le pedí a Tony que le dijera que eres un buen detective, que si la chica sigue viva la encontrarás.
Se produjo otro breve silencio.
– ¿Y si está muerta?
– El señor Kooper hizo esa misma pregunta -contestó Walter.
– ¿Qué le contestaste?
Apuró el whisky y los cubitos tintinearon contra el vaso como huesos viejos. Detrás de él, Kooper era una silueta oscura recortada contra la ventana, como un augurio de malas noticias.
– Le dije que traerías el cadáver.
Al final todo se reduce a eso: cadáveres, cadáveres hallados y por hallar. Y recordé que aquel día de abril Woolrich y yo nos quedamos frente a la casa de la anciana contemplando el pantano. Oía cómo el agua lamía suavemente la orilla y a lo lejos vi una pequeña barca de pesca mecerse en la superficie con una figura inclinada sobre la borda a cada lado. Pero Woolrich y yo mirábamos más allá de la superficie, como si, forzando la vista, pudiéramos penetrar en las profundidades y encontrar el cadáver de una chica anónima en las aguas tenebrosas.
– ¿Te ha parecido creíble? -preguntó por fin.
– No lo sé. La verdad es que no lo sé.
– Es imposible encontrar ese cadáver, en el supuesto de que exista, con lo poco que sabemos. Si empezáramos a rastrear los pantanos en busca de cuerpos, pronto estaríamos hundidos en huesos hasta las rodillas. La gente lleva siglos echando cadáveres a estas aguas. Sería un milagro que no encontráramos nada.
Me aparté de él. Tenía razón, claro. Suponiendo que hubiera un cadáver, no nos bastaba con la información que la anciana nos había proporcionado. Tenía la misma sensación que si intentase atrapar una nube de humo, pero lo que la anciana había dicho era hasta el momento lo más parecido que me habían dado a una pista sobre el hombre que había matado a Jennifer y a Susan.
Me pregunté si estaba loco por dar crédito a una ciega que oía voces en sueños. Probablemente lo estaba.
– ¿Sabe qué aspecto tiene ese hombre, Tante? -le había preguntado, y la observé mientras, como respuesta, movía despacio la cabeza de un lado a otro.
– Sólo lo verás cuando venga a por ti -contestó-. Entonces lo conocerás.
Llegué al coche y, al volverme, vi una figura con Woolrich en el porche. Era la mujer con marcas en la cara, que grácilmente se ponía de puntillas para inclinarse hacia él, más alto. Vi a Woolrich acariciarle con ternura las mejillas y susurrar su nombre: «Florence». La besó con ternura en los labios, se dio media vuelta y se encaminó hacia mí sin mirar atrás. Ninguno de los dos hizo el menor comentario al respecto en el viaje de regreso a Nueva Orleans.
Llovió durante toda la noche, y eso hizo que se rompiera el caparazón de calor que envolvía la ciudad; a la mañana siguiente parecía que se respiraba mejor en las calles de Manhattan. Casi hacía fresco cuando salí a correr. El pavimento sobrecargaba mucho las rodillas, pero en esa parte de la ciudad escaseaban las zonas verdes extensas. En el camino de regreso al apartamento compré el periódico. Al llegar, me duché, me vestí y leí las noticias mientras desayunaba. Poco después de las once salí hacia la casa de la familia Barton.
Isobel Barton vivía en Todt Hill en una casa apartada que su difunto marido había construido en los años setenta, un admirable aunque poco afortunado intento de reproducir en la Costa Este y a menor escala las mansiones anteriores a la guerra de su Georgia natal. Jack Barton, un hombre amable según contaban, había compensado con dinero y determinación su falta de buen gusto.
La verja del camino de acceso estaba abierta cuando llegué, y el humo que había dejado otro coche tras de sí flotaba aún en el aire. El taxi entró justo cuando la verja electrónica estaba a punto de cerrarse, y seguimos al primer coche, un BMW 320i blanco con cristales ahumados, hasta el pequeño patio que se extendía ante la casa. El taxi parecía fuera de lugar en aquel escenario, pero no sabía qué habría opinado la familia Barton de mi abollado Mustang, en ese momento en el taller.
Cuando el taxi se detuvo, una mujer esbelta vestida de forma convencional con un traje gris salió del BMW y me observó con curiosidad mientras pagaba al taxista. Tenía el pelo gris y lo llevaba recogido en un moño que no contribuía precisamente a suavizar sus severas facciones. En la puerta de la casa apareció un hombre negro con uniforme de chófer y se apresuró a cortarme el paso en cuanto me aparté del taxi.
– Parker. Creo que me esperan.
El chófer me lanzó una mirada con la que parecía darme a entender que, si había mentido, él mismo se encargaría de que me arrepintiese de no haberme quedado en la cama. Me indicó que esperara antes de volverse hacia la mujer de gris. Ésta me echó un vistazo breve pero poco cordial y luego cruzó unas palabras con el chófer, que se dirigió hacia la parte trasera de la casa mientras ella se acercaba a mí.
– Señor Parker, soy la señorita Christie, la secretaria particular de la señora Barton. Debería haber esperado en la verja para permitirnos comprobar quién era.
En una ventana, sobre la puerta, una cortina se movió un poco.
– Si hay una entrada para el servicio, la utilizaré la próxima vez -contesté, y tuve la impresión de que la señorita Christie albergaba la esperanza de que esa contingencia no llegara a producirse. Me examinó con frialdad por un momento y se dio media vuelta.
– Si tiene la bondad de acompañarme, por favor -dijo por encima del hombro mientras se encaminaba hacia la puerta. Llevaba el traje gris raído en los bordes, y me pregunté si la señora Barton regatearía con mis honorarios.
Si Isobel Barton andaba escasa de dinero, le bastaba con vender alguna de las antigüedades que decoraban la casa, porque por dentro ésta podría haber sido el sueño erótico de un subastador. Había dos grandes salas a los lados del vestíbulo, ambas llenas de muebles que parecían utilizarse sólo cuando se moría un presidente. Una ancha escalera curva subía a la derecha; había una puerta justo enfrente y otra encajonada bajo la escalera. Seguí a la señorita Christie a través de esta última y entré en un despacho reducido pero asombrosamente luminoso y moderno con un ordenador en un rincón y un módulo televisor y vídeo empotrado en una estantería. Quizá, después de todo, la señora Barton no regatease con mis honorarios.
La señorita Christie se sentó tras un escritorio de pino, extrajo unos cuantos papeles de su maletín y los hojeó con visible irritación hasta encontrar el que buscaba.
– Esto es un acuerdo de confidencialidad corriente redactado por nuestros asesores jurídicos -empezó a explicar, y me lo tendió con una mano a la vez que pulsaba el extremo de un bolígrafo con la otra-. Mediante este documento se compromete a mantener toda comunicación referente al asunto que nos ocupa entre usted, la señora Barton y yo. -Utilizó el bolígrafo para marcar los apartados pertinentes del acuerdo, como un corredor de seguros intentando endosarle una mala póliza a un incauto-. Me gustaría que lo firmara antes de que sigamos adelante -concluyó.
Por lo visto, en la Fundación Barton nadie era especialmente confiado.
– Me temo que no -dije-. Si les preocupa una posible vulneración de la confidencialidad, contraten a un sacerdote para este trabajo. De lo contrario, tendrán que conformarse con mi palabra de que nuestras conversaciones quedarán entre nosotros.
Quizá debería haberme sentido culpable por mentirle. Pero no fue así. Sabía mentir. Ése es uno de los dones que Dios concede a los alcohólicos.
– No puedo aceptarlo. Ya tengo ciertas dudas sobre la necesidad de contratarlo y desde luego considero que no es conveniente hacerlo sin…
La interrumpió el ruido de la puerta del despacho, que acababa de abrirse. Al volverme, vi entrar a una mujer alta y atractiva de edad imposible de determinar gracias, por una parte, a la bondad de la naturaleza y, por otra, a la magia de la cosmética. A simple vista habría dicho que rondaba los cincuenta, pero si aquélla era Isobel Barton, me constaba que estaba más cerca de los cincuenta y cinco como mínimo. Llevaba un vestido azul claro de una sencillez demasiado sutil para ser barato y exhibía una figura quirúrgicamente mejorada o muy bien conservada.
Cuando se acercó y vi con más claridad las pequeñas arrugas de su cara, supuse que se trataba de lo segundo: Isobel Barton no me pareció la clase de mujer que recurría a la cirugía estética. Un collar de oro y diamantes destellaba en torno a su cuello y un par de pendientes a juego centelleaban mientras andaba. También ella tenía el cabello gris, pero le caía largo y suelto sobre los hombros. Era todavía una mujer atractiva y caminaba como si lo supiera.
Tras la desaparición del pequeño Baines, la atención de la prensa había recaído principalmente en Philip Kooper, pero había sido más bien escasa. El niño pertenecía a una familia de drogadictos y desahuciados. Su desaparición se mencionó sólo por su vinculación con la fundación, y aun así los abogados y patrocinadores apelaron a antiguos favores a fin de que las especulaciones se redujeran al mínimo. La madre se había separado del padre y sus relaciones no habían mejorado desde entonces.
La policía aún le seguía la pista al padre ante la posibilidad de que se tratara de un secuestro, pese a que todo indicaba que éste, un delincuente común, aborrecía a su hijo. En algunos casos, ésa era justificación suficiente para llevarse al niño y matarlo a modo de agresión contra la esposa separada. Cuando yo empezaba a patrullar las calles, en una ocasión llegué a un bloque de apartamentos donde descubrí que un hombre había secuestrado a su hija de corta edad y la había ahogado en la bañera porque la ex esposa no le había permitido quedarse con el televisor tras la separación.
Del seguimiento informativo de la desaparición de Baines se me había quedado grabada una imagen en la memoria: una instantánea de la señora Barton con la cabeza inclinada durante su visita a la madre de Evan Baines, que vivía en un edificio de viviendas de protección oficial. En principio era una visita privada. El fotógrafo pasaba por allí tras acudir al escenario de un asesinato por un asunto de drogas. Uno o dos periódicos incluyeron la foto, pero en tamaño reducido.
– Gracias, Caroline. Hablaré un rato a solas con el señor Parker.
Si bien sonrió mientras lo decía, su tono no admitía discusión. Su secretaria afectó indiferencia al ver que la mandaban fuera, pero echaba chispas por los ojos. Cuando salió del despacho, la señora Barton se sentó en una silla de respaldo recto alejada del escritorio y me señaló un sofá negro de piel. Luego dirigió hacia mí su sonrisa.
– Lo siento mucho. Yo no autoricé ese acuerdo, pero a veces Caroline tiende a protegerme demasiado. ¿Le apetece un café, o prefiere una copa?
– Nada, gracias. Antes de que continúe, señora Barton, debo decirle que en realidad yo no me dedico a las personas desaparecidas.
Sabía por experiencia que era mejor dejar la búsqueda de personas desaparecidas en manos de agencias especializadas y con recursos humanos para seguir pistas y verificar las declaraciones de posibles testigos. Algunos investigadores que aceptaban en solitario esa clase de encargos en el mejor de los casos estaban mal preparados y en el peor eran parásitos que se cebaban con las esperanzas de quienes seguían vivos para continuar financiando esfuerzos mínimos a cambio de resultados aún menores.
– El señor Loomax me advirtió que quizá diría usted eso, pero sólo por modestia. Me pidió que le dijera que él lo consideraría un favor personal.
Sonreí a mi pesar. El único favor que yo le haría a Tony Loo-Loo sería no mearme sobre su tumba cuando muriera.
Según me contó la señora Barton, había conocido a Catherine Demeter a través de su hijo, que había visto a la chica en los grandes almacenes DeVrie's, donde trabajaba, y la había acosado hasta conseguir una cita. La señora Barton y su hijo -su hijastro, para ser exactos, ya que Jack Barton había estado casado antes una vez, con una sureña que se divorció de él tras ocho años de matrimonio y se marchó a Hawai con un cantante- no mantenían una relación estrecha.
Estaba al corriente de que su hijo se dedicaba a actividades «desagradables», como ella dijo, y había intentado inducirlo a cambiar de hábitos «tanto por su propio bien como por el bien de la fundación». Asentí con un gesto de comprensión. Lástima era la única cosa que podía inspirar cualquier persona relacionada con Stephen Barton.
Cuando ella se enteró de que tenía una nueva novia, propuso que se reunieran los tres y concertaron una cita. Al final, su hijo no se presentó, pero Catherine sí y, tras cierta incomodidad inicial, surgió enseguida entre ambas una amistad mucho más sincera que la relación que existía entre la chica y Stephen Barton. Las dos quedaban de vez en cuando para tomar un café o para almorzar. Pese a la insistencia de la señora Barton, Catherine siempre rehusó cortésmente las invitaciones para ir a la casa, y Stephen Barton nunca la llevó.
De pronto, Catherine Demeter se esfumó sin más. Había salido del trabajo temprano un sábado, y el domingo no había acudido a una cita con la señora Barton para almorzar. Eso era lo último que se sabía de Catherine Demeter, dijo la señora Barton. Desde entonces habían pasado dos días y aún no había tenido noticias de ella.
– Debido a…, en fin…, la publicidad que la fundación ha tenido en los últimos tiempos por la desaparición de aquel pobre niño, me he resistido a armar un revuelo o a atraer más atención negativa sobre nosotros -declaró-. Telefoneé al señor Loomax, y éste opina que quizá Catherine simplemente se ha marchado a otra parte. Ocurre con frecuencia, creo.
– ¿Piensa usted que puede haber otra razón?
– No lo sé, la verdad, pero estaba muy contenta con su trabajo y parecía llevarse bien con Stephen. -Se interrumpió por un momento al mencionar a su hijo, como si dudara de si debía continuar o no. Por fin añadió-: Stephen anda muy alocado desde hace un tiempo…, desde antes de la muerte de su padre, de hecho. ¿Conoce a la familia Ferrera, señor Parker?
– Sé quiénes son.
– Stephen empezó a relacionarse con su hijo menor pese a todos nuestros esfuerzos por evitarlo. Me consta que frecuenta malas compañías y que se ha metido en asuntos de drogas. Me temo que podría haber arrastrado a Catherine a algo de eso. Y… -Volvió a interrumpirse un instante-. Yo disfrutaba de la compañía de Catherine. Desprendía cierta dulzura y a veces se la veía muy triste. Decía que deseaba establecerse aquí después de ir de un sitio para otro durante tanto tiempo.
– ¿Le dijo dónde había estado?
– Por todas partes. Imagino que trabajaría en muchos estados.
– ¿Le contó algo de su pasado, dio señales de que algo la preocupara?
– Creo que cuando era niña le ocurrió algo a su familia. Me contó que una hermana suya murió. No entró en detalles. Dijo que no podía hablar de eso, y yo no insistí.
– Puede que el señor Loomax tenga razón. Quizá sólo ha vuelto a trasladarse a otra ciudad.
La señora Barton movió la cabeza en un obstinado gesto de disconformidad.
– No, me lo habría dicho, estoy segura. Stephen no ha tenido noticias de ella y yo tampoco. Temo por ella y quiero saber que está bien. Eso es todo. Catherine ni siquiera tiene que saber que lo he contratado a usted o que estoy preocupada por ella. ¿Aceptará el caso?
Seguía sin gustarme la idea de hacerle el trabajo sucio a Walter Cole y aprovecharme de Isobel Barton, pero apenas tenía algo más entre manos aparte de la comparecencia en un juicio al día siguiente como testigo de una compañía de seguros, otro caso que había aceptado por dinero y disponer de tiempo libre.
Si había alguna relación entre Sonny Ferrera y la desaparición de Catherine Demeter, casi con toda seguridad la chica estaba en un aprieto. Si Sonny estaba implicado en el asesinato de Ollie Watts, el Gordo, era evidente que había perdido el norte.
– Le dedicaré unos días -dije, y añadí-: A modo de favor. ¿Quiere saber mis honorarios?
Había empezado a extender un cheque a cargo de su cuenta personal, no de la fundación.
– Aquí tiene un anticipo de tres mil dólares, y ésta es mi tarjeta. Al dorso encontrará mi número de teléfono particular. -Desplazó la silla hacia delante-. Y dígame, ¿qué más necesita saber?
Esa noche cené en el River, en Amsterdam Avenue, casi en la esquina con la calle 70, donde preparaban una magnífica ternera que lo convertía en el mejor restaurante vietnamita de la ciudad, y donde los camareros se movían con tal delicadeza que uno tenía la sensación de que lo servían sombras o brisas pasajeras. Observé a una pareja joven en la mesa contigua con las manos entrelazadas. Se acariciaban mutuamente los nudillos y las yemas de los dedos, trazaban suaves círculos en las palmas y luego se tomaban las manos en un fuerte apretón. Y mientras simulaban así que hacían el amor, una camarera pasó a mi lado y me dirigió una sonrisa de complicidad.
Al día siguiente de mi entrevista con Isobel Barton pasé brevemente por el juzgado para el caso de la aseguradora. Una compañía telefónica había sido demandada por un electricista en nómina que alegaba haber caído por un agujero en el suelo mientras revisaba unos cables subterráneos y que, como consecuencia del accidente, no podía seguir trabajando.
Quizá no pudiera trabajar, pero sí había sido capaz de levantar doscientos veinticinco kilos en una competición de halterofilia con premios en metálico organizada por un gimnasio de Boston. Yo había grabado su momento de gloria con una microvideocámara Panasonic. La aseguradora presentó la prueba a un juez, que pospuso toda decisión al respecto hasta la semana siguiente. Ni siquiera tuve que prestar declaración. Después me tomé un café y leí el periódico en un bar antes de ir al viejo gimnasio de Pete Hayes en Tribeca.
Sabía que Stephen Barton hacía ejercicio allí de vez en cuando. Si su novia había desaparecido, era muy posible que Barton supiera adónde se había marchado o, igual de importante, por qué. Recordaba vagamente que era un hombre fornido de aspecto nórdico, con el cuerpo hinchado hasta límites repugnantes a causa de los esteroides. Aunque todavía no había cumplido los treinta, aparentaba diez años más debido a la textura de cuero viejo de su piel, fruto de la mezcla de culturismo y salones de bronceado.
Cuando los artistas y los abogados de Wall Street empezaron a mudarse a la zona de Tribeca, atraídos por los lofts de los edificios de hierro forjado y mampostería, el gimnasio de Pete subió de categoría; en lo que antes era un local con el suelo cubierto de escupitajos y serrín, había ahora espejos y macetas con palmeras y, para colmo de sacrilegios, un bar de zumos. Ahora las masas de músculos sin cerebro y los auténticos levantadores de pesas se codeaban con economistas que habían echado barriga y ejecutivas con teléfonos móviles y trajes sastre de marca. El tablón de la entrada anunciaba algo llamado spinning, que consistía en pasarse una hora sentado en una bicicleta hasta sudar sangre. Diez años atrás la asidua clientela de Pete habría reducido a escombros el gimnasio ante la sola idea de que pudiera utilizarse con ese fin.
Una rubia de aspecto saludable con unos leotardos grises me dejó pasar al despacho de Pete, el último bastión de lo que había sido el gimnasio en otro tiempo. Pósters antiguos de competiciones de halterofilia y concursos de Mister Universo compartían las paredes con fotografías en las que aparecía Pete en compañía de Steve Reeves, Joe Weider y, curiosamente, el luchador Hulk Hogan. En una vitrina había expuestos trofeos de fisioculturismo y tras un desportillado escritorio de pino estaba Pete, con sus músculos cada vez más fláccidos a causa de la edad pero todavía fuerte e imponente, y con el pelo entrecano cortado a lo militar. Yo había ido al gimnasio durante seis años, hasta que me ascendieron a inspector e inicié mi proceso de autodestrucción.
Pete se levantó y me saludó con la cabeza. Tenía las manos en los bolsillos y su holgado jersey no disimulaba la envergadura de sus hombros y sus brazos.
– ¡Cuánto tiempo sin vernos! -exclamó-. Siento mucho lo que ocurrió… -Bajó la voz gradualmente hasta interrumpirse y se encogió de hombros a la vez que movía el mentón en un gesto dirigido al pasado y lo sucedido.
Asentí y me apoyé contra un viejo archivador de color gris plomo salpicado de pegatinas con propaganda de suplementos vitamínicos y revistas de halterofilia.
– ¿Conque spinning eh, Pete?
Hizo un mohín.
– Sí, ya lo sé. Sin embargo, con el spinning me saco doscientos dólares la hora. En el piso de arriba, justo encima de nosotros, tengo cuarenta bicicletas, y no ganaría más dinero falsificando billetes.
– ¿Anda por aquí Stephen Barton?
Pete dio un puntapié a un obstáculo imaginario en el gastado suelo de madera.
– No viene desde hace una semana más o menos. ¿Está metido en algún lío?
– No lo sé -contesté-. ¿Lo está?
Pete se sentó lentamente y, con una mueca de dolor, estiró las piernas. Los años de sentadillas le habían pasado factura a sus rodillas dejándoselas débiles y artríticas.
– No eres el primero que pregunta por él esta semana. Ayer lo buscaban por aquí un par de individuos que vestían trajes baratos. Reconocí a uno de ellos, un tal Sal Inzerillo. Fue un buen peso medio hasta que empezó a pasarse alguna que otra temporada entre rejas.
– Lo recuerdo. -Guardé silencio por un instante-. He oído decir que ahora trabaja para el viejo Ferrera.
– Es posible -respondió Pete a la vez que asentía con la cabeza-. Es posible. Quizá ya trabajara para el viejo en el cuadrilátero si damos crédito a lo que se contaba. ¿Tiene algo que ver con las drogas?
– No lo sé -contesté. Pete me lanzó una mirada furtiva para comprobar si mentía, decidió que no y volvió a bajar la vista hacia sus zapatillas-. ¿Te has enterado de si hay algún problema entre Sonny y el viejo, algo relacionado con Stephen Barton?
– Tienen problemas, eso desde luego, o si no, ¿por qué iba a venir Inzerillo a estropearme el suelo con sus suelas negras de goma? Pero no me consta que Barton esté por medio.
Pasé al tema de Catherine Demeter.
– ¿Recuerdas si acompañaba a Barton una chica últimamente? Quizá viniera por aquí alguna vez. Baja, morena, dentuda, treintañera.
– Barton anda con muchas chicas, pero a ésa no la recuerdo. En general, no me fijo a menos que sean más listas que Barton, y entonces sólo porque me sorprende.
– No es difícil ser más listo que él -dije-. Ésta probablemente lo era. ¿Barton maltrata a las mujeres?
– Tiene un humor de perros, desde luego. Las pastillas le han trastornado el cerebro, la furia de los esteroides le ha salido por donde no debía. Para él todo se reduce a follar o pelearse. Básicamente a follar. Con mi mujer tendría una pelea detrás de otra. -Me miró con atención-. Sé en qué anda metido, pero aquí no vende. Le habría hecho tragarse su mierda por la fuerza si lo hubiera intentado.
No le creí pero lo dejé pasar. Ahora los esteroides formaban parte del juego y Pete no podía hacer gran cosa al respecto aparte de lanzar baladronadas.
Apretó los labios y dobló poco a poco las piernas.
– Muchas mujeres se sienten atraídas por su corpulencia. Barton es una mole y desde luego se da muchos aires. Algunas mujeres buscan la protección que puede ofrecerles un hombre así. Piensan que si le dan lo que él quiere, cuidará de ellas.
– Pues es una lástima que eligiera a Stephen Barton -comenté.
– Sí -convino Pete-. Quizás en realidad no fuera tan lista.
Me había llevado ropa de deporte e hice una sesión de noventa minutos en el gimnasio, con la imagen de mis esfuerzos reflejada en los espejos desde todos los ángulos. Hacía tiempo que no me empleaba a fondo. Para evitar el bochorno, prescindí del banco y me concentré en los hombros, la espalda y ejercicios ligeros de brazos, disfrutando de la sensación de fuerza y movimiento en los aparatos de flexiones y la tensión en los bíceps al contraer los brazos.
Aún tenía un aspecto aceptable, pensé, si bien la evaluación fue resultado de la inseguridad más que de la vanidad. Con algo menos de metro ochenta de estatura, mantenía algo de mi antigua complexión de levantador de pesas -los hombros anchos, los bíceps y tríceps bien definidos, y un pecho que al menos abultaba más que dos huevos friéndose en la acera-, y había recuperado sólo una pequeña parte de la grasa que había perdido durante el año. Todavía conservaba el pelo, aunque las canas se me extendían ya por las sienes y salpicaban el flequillo. Tenía los ojos de un color bastante claro como para poder calificarse sin lugar a dudas de azul grisáceo, en medio de una cara un poco alargada con las profundas arrugas del dolor vivido en torno a los ojos y la boca. Recién afeitado, con un corte de pelo decente, un buen traje y una luz favorable, aún podía reclamar cierto respeto. Con la iluminación adecuada, incluso podía afirmar que tenía treinta y dos años sin provocar risotadas. Eran sólo dos años menos que los que constaban en mi carnet de conducir, pero esas pequeñeces van cobrando importancia con la edad.
Cuando terminé, guardé mis cosas, rehusé el batido de proteínas que me ofreció Pete -olía a plátanos podridos- y paré en el camino a tomar un café. Relajado por primera vez desde hacía semanas, notaba cómo fluían las endorfinas por mi organismo y una agradable tensión cada vez más perceptible en los hombros y la espalda.
A continuación visité los grandes almacenes DeVrie's en la Quinta Avenida. El jefe de personal se hacía llamar jefe de recursos humanos y, como los jefes de personal de todo el mundo, era una de las personas menos afables que uno podía encontrarse. Sentado frente a él, era difícil no pensar que cualquiera capaz de considerar recursos a los individuos -reduciéndolos sin remordimiento alguno al mismo nivel que el petróleo, los ladrillos y los canarios en las minas de carbón-, probablemente no debería estar autorizado a ninguna relación humana que no implicara cerrojos y barrotes carcelarios. En otras palabras, Timothy Cary era un capullo de tomo y lomo, desde el pelo teñido y cortado al rape hasta las punteras de sus zapatos de charol.
Esa tarde, un rato antes, me había puesto en contacto con su secretaria para concertar una cita y le había dicho que trabajaba para
un abogado por un asunto de una herencia de la que la señorita De-meter era beneficiaría. Cary y su secretaria eran tal para cual. Un perro salvaje encadenado habría resultado más útil que la secretaria de Cary, y más fácil de sortear.
– Mi cliente está deseoso de localizar a la señorita Demeter cuanto antes -dije a Cary en su pequeño y atildado despacho-. Es un testamento sumamente pormenorizado y hay muchos formularios que rellenar.
– ¿Y su cliente es…?
– Por desgracia eso no puedo decírselo. No me cabe duda de que usted lo comprenderá.
A juzgar por su semblante, Cary lo comprendió pero contra su voluntad. Se reclinó en la silla y se atusó la cara corbata de seda que llevaba sujetándola entre los dedos. Tenía que ser cara. Era demasiado insulsa para no serlo. Nítidos pliegues surcaban la pechera de su camisa como si acabara de sacarla de su envoltorio, en el supuesto de que Timothy Cary tuviera el menor contacto con algo tan vulgar como un envoltorio de plástico. Si alguna vez salía de su despacho y visitaba la tienda, debía de ser como el descenso de un ángel, aunque un ángel con expresión de estar oliendo algo muy desagradable.
– Se esperaba que la señorita Demeter viniera a trabajar ayer. -Cary examinó la ficha colocada ante él en el escritorio-. Tenía el lunes libre, así que no la hemos visto desde el sábado.
– ¿Es eso habitual, tener libre el lunes?
No me moría de ganas de saberlo, pero la pregunta desvió la atención de Cary de la ficha. Isobel Barton no conocía la nueva dirección de Catherine Demeter. Normalmente, Catherine se ponía en contacto con ella, o la señora Barton pedía a su secretaria que le dejara un mensaje en DeVrie's. Cuando Cary se animó un poco ante la oportunidad de hablar de un tema trascendente para él y empezó a explayarse sobre horarios laborales, memoricé la dirección y el número de la seguridad social de la chica. Al cabo de un rato conseguí interrumpir a Cary el tiempo suficiente para preguntar si Catherine De-meter había estado indispuesta durante su último día de trabajo o se había quejado de algo.
– No estoy al corriente de ningún comentario en ese sentido. En estos momentos el empleo de la señorita Demeter en DeVrie's está en entredicho como resultado de su ausencia -concluyó con aire de superioridad-. Por su bien, espero que la herencia sea considerable.
Dudo que fuera un sentimiento sincero.
Tras varias tácticas dilatorias de rutina, Cary me dio permiso para hablar con la mujer que había trabajado con Catherine la última vez que ésta había acudido a los almacenes. Me reuní con ella en el despacho del supervisor, en la zona de administración. Martha Friedman tenía poco más de sesenta años. Era una mujer regordeta y llevaba el pelo teñido de rojo y la cara tan maquillada que posiblemente el suelo de la selva amazónica recibía más luz natural que su piel, pero intentó ayudarme. Había trabajado con Catherine Demeter el sábado en la sección de porcelanas. Era la primera vez que trabajaba con ella, porque la ayudante habitual de la señora Friedman se había puesto enferma y habían tenido que sustituirla.
– ¿Notó algo anormal en su comportamiento? -pregunté mientras la señora Friedman aprovechaba la ocasión de pasar un rato en el despacho del supervisor examinando discretamente los papeles de su mesa-. ¿Parecía alterada o nerviosa?
La señora Friedman arrugó un poco la frente.
– Rompió un objeto de porcelana, un jarrón de Aynsley. Acababa de llegar y estaba enseñándoselo a un cliente cuando se le cayó. Luego, mientras echaba una ojeada a mi alrededor, la vi correr hacia la escalera mecánica. Muy poco profesional, pensé, aunque se encontrara mal.
– ¿Y se encontraba mal?
– Dijo que se encontraba mal, pero ¿por qué correr hacia la escalera? Tenemos un baño para los empleados en todas las plantas.
Presentí que la señora Friedman sabía más de lo que decía. Disfrutaba de la atención que recibía y deseaba prolongarla. Me incliné hacia ella en actitud de confidencialidad.
– Pero ¿y usted, señora Friedman, qué piensa?
Ufanándose un poco, se inclinó también hacia mí y me tocó ligeramente la mano para dar más énfasis.
– Vio a alguien, alguien a quien intentaba dar alcance antes de que saliera de los almacenes. Tom, el guardia de seguridad de la puerta este, me dijo que pasó como una flecha por delante de él y se quedó en la calle mirando a un lado y a otro. En principio debemos pedir permiso para abandonar la tienda en horario de trabajo. Tom tendría que haber informado de eso, pero sólo me lo dijo a mí. Es un schvartze, un negro, pero buena persona.
– ¿Tiene idea de a quién vio?
– No. Se negó a hablar del asunto. Que yo sepa, no tiene amigos entre el personal, y ahora lo entiendo.
Hablé con el guardia de seguridad y con el supervisor, pero no pudieron añadir nada a la información que la señora Friedman me había proporcionado. Entré en un bar a tomar un café y un sándwich, regresé a mi apartamento a recoger una pequeña bolsa negra que me había dado mi amigo Ángel y cogí otro taxi para ir al apartamento de Catherine Demeter.
El apartamento, en un edificio rehabilitado de obra vista con cuatro plantas, estaba en Greenpoint, una parte de Brooklyn habitada mayoritariamente por italianos, irlandeses y polacos, entre estos últimos un gran número de ex activistas del sindicato Solidaridad. De la Fundición Continental de Greenpoint había salido el acorazado Monitor para combatir contra el buque confederado Merrimac cuando Greenpoint era el centro industrial de Brooklyn.
Los forjadores, los alfareros y los impresores ya habían desaparecido, pero muchos de los descendientes de los antiguos trabajadores seguían allí. Pequeñas boutiques y panaderías polacas compartían fachada con arraigadas tiendas de kosher y con establecimientos que vendían aparatos eléctricos de segunda mano.
La manzana donde vivía Catherine Demeter dejaba aún bastante que desear, y en los peldaños de la mayoría de los edificios se veía a muchachos sentados con zapatillas de deporte y vaqueros por debajo de la cintura, que se dedicaban a fumar, silbar y gritar a las mujeres que pasaban. Vivía en el apartamento 14, probablemente en uno de los últimos pisos del bloque. Llamé al timbre, pero no me sorprendió comprobar que nadie contestaba por el portero automático. Probé en el 20, y cuando respondió una anciana, le dije que era de la compañía de gas y que había recibido aviso de un escape pero que el portero no estaba en su apartamento. Guardó silencio por un instante y luego me dejó pasar.
Imaginé que lo verificaría con el portero, así que disponía de poco tiempo, aunque si el apartamento no revelaba nada sobre el posible paradero de Catherine Demeter, tendría que hablar con el portero de todos modos o recurrir a los vecinos, o quizás incluso al cartero. Al cruzar el vestíbulo, abrí el buzón del apartamento 14 con una ganzúa y allí sólo encontré el último número de la revista New York y dos sobres que parecían de propaganda. Cerré el buzón y subí al tercer piso por la escalera.
El tercer piso estaba en silencio, con seis puertas recién barnizadas a lo largo del rellano, tres a cada lado. Me acerqué sigilosamente al número 14 y saqué la bolsa negra del interior de la chaqueta. Volví a llamar a la puerta, sólo para mayor seguridad, y extraje la espátula eléctrica de la bolsa. Ángel era el mejor especialista en allanamiento de morada que conocía, y yo, incluso estando en la policía, había tenido razones para solicitar sus servicios. A cambio, nunca lo había molestado y él se había mantenido fuera de mi camino desde el punto de vista profesional. Cuando tuvo que cumplir condena, hice lo que pude por facilitarle un poco las cosas dentro. La espátula fue una especie de prueba de gratitud. Una prueba de gratitud ilegal.
Parecía un taladro eléctrico pero era más pequeña y delgada, con una púa en un extremo que actuaba como ganzúa y palanca. Introduje la púa en la cerradura y apreté el gatillo. La espátula vibró ruidosamente durante un par de segundos y el resorte cedió. Entré en silencio y cerré la puerta, segundos antes de que otra puerta se abriese en el rellano. Inmóvil, esperé a que se cerrara y entonces guardé la espátula en la bolsa, volví a abrir la puerta y saqué un mondadientes del bolsillo. Lo partí en cuatro trozos que metí en la cerradura. Eso me daría tiempo de llegar a la escalera de incendios si alguien intentaba entrar en el apartamento mientras yo estaba allí. A continuación cerré la puerta y encendí la luz.
Un pasillo corto, cubierto con una alfombra raída, daba a una sala de estar limpia y con muebles baratos, un televisor viejo y un sofá y unas butacas que no hacían juego. A un lado había una cocina pequeña y al otro un dormitorio.
Empecé por el dormitorio. Junto a la cama, sobre un estante, había unas cuantas novelas en rústica. El resto del mobiliario se reducía a un armario y un tocador, y ambos parecían hechos a partir de kits de montaje de IKEA. Miré bajo la cama y encontré una maleta vacía. No había cosméticos en el tocador, lo cual significaba que quizá se los había llevado junto con unas cuantas cosas más para pasar fuera un par de días. Probablemente no tenía intención de quedarse fuera mucho tiempo y desde luego no parecía haberse marchado para siempre.
Eché un vistazo al armario pero dentro sólo había ropa y unos cuantos pares de zapatos. Los dos primeros cajones del tocador también contenían sólo ropa, pero el último estaba lleno de papeles, los documentos, declaraciones de renta y certificados de trabajo de una vida transcurrida de ciudad en ciudad, de empleo en empleo.
Catherine Demeter había trabajado como camarera durante mucho tiempo, trasladándose de New Hampshire a Florida y viceversa según la temporada. También había pasado épocas en Chicago, Las Vegas y Phoenix, así como en numerosos pueblos, a juzgar por las nóminas y justificantes de ingresos del cajón. Había asimismo varios extractos bancarios. Tenía unos mil novecientos dólares en una cuenta de ahorros de una sucursal del Citibank, además de acciones y obligaciones cuidadosamente atadas con una ancha cinta de color azul. Al final encontré un pasaporte, renovado en fecha reciente, y dentro tres fotos de pasaporte sueltas de la propia Catherine.
Catherine Demeter, tal como Isobel Barton la había descrito, era una mujer menuda y atractiva de unos treinta y cinco años, un metro sesenta de estatura, cabello oscuro, media melena, ojos de color azul y tez clara. Me hice con las fotos sueltas y las guardé en mi cartera. Luego examiné el único objeto de carácter muy personal que había en el cajón.
Era un álbum de fotos, grueso y ajado en las esquinas. Mostraba lo que, supuse, era la historia de la familia Demeter: fotografías en sepia de los abuelos, la boda de un hombre y una mujer que probablemente eran sus padres y las fotos de dos niñas año tras año, a veces con sus padres y amigos, a veces juntas, a veces solas. Imágenes de la playa, de las vacaciones familiares, de los cumpleaños y las navidades y los días de Acción de Gracias; los recuerdos de dos hermanas que empezaban a vivir. El parecido entre ambas saltaba a la vista. Catherine era la menor, y ya entonces eran visibles sus dientes salidos. La que suponía que era su hermana tenía dos o tres años más, una niña de pelo rubio rojizo, preciosa ya a los once o doce años.
No había más fotografías de la hermana mayor a partir de esa edad. El resto era de Catherine sola o con sus padres, y el testimonio de su crecimiento se hacía menos frecuente, a la vez que desaparecía la sensación de celebración y alegría. Con el paso del tiempo, las fotos eran ya muy esporádicas, hasta una última de Catherine el día de su graduación, una muchacha de aspecto solemne, con ojeras y al borde del llanto. Firmaba el certificado adjunto el director del instituto Haven de Virginia.
Entre las hojas finales del álbum se notaba que se había extraído algo. A pie de página quedaban restos de lo que parecía papel de periódico, en su mayoría trozos diminutos del grosor de una hebra, pero había uno que era un cuadrado de unos cinco centímetros de lado. El papel amarilleaba y contenía un fragmento de un parte meteorológico en una cara y un trozo de una foto en la otra, que mostraba la parte superior de una cabeza de pelo rubio rojizo en uno de los ángulos. En la última página había dos partidas de nacimiento, una de Catherine
Louise Demeter, con fecha del 5 de marzo de 1962, y la otra de Amy Ellen Demeter, con fecha del 3 de diciembre de 1959.
Dejé el álbum en el cajón y entré en el cuarto de baño contiguo. Estaba limpio y ordenado como el resto del apartamento, con jabón, geles de ducha y espuma de baño pulcramente dispuestos sobre los azulejos blancos junto a la bañera y las toallas apiladas en un pequeño armario bajo el lavabo. Abrí uno de los lados del pequeño armario con espejos colgado de la pared. Contenía dentífrico, seda dental y elixir bucal, así como varios medicamentos de venta sin receta para alivio del resfriado y la retención de líquidos, cápsulas de prímula para el insomnio y diversas vitaminas. No había píldoras ni ningún otro tipo de anticonceptivo. Quizá Stephen Barton ya se ocupaba de eso, aunque lo dudaba. Stephen no parecía la clase de hombre consciente de esos problemas.
En el otro lado del armario había una farmacia en miniatura con estimulantes y calmantes de sobra para mantener a Catherine en marcha como si estuviera en una montaña rusa. Había Librium para los altibajos, Ativan para combatir el nerviosismo y Valium, Torazina y Lorazepam para la ansiedad. Algunos frascos estaban vacíos, otros a medias. El más reciente lo había adquirido con una receta del doctor Frank Forbes, un psiquiatra. Lo conocía. Forbes, alias «Frank el Cabrón», se había tirado o había intentado tirarse a tantas de sus pacientes que en un momento dado se planteó la posibilidad de presentar una demanda conjunta. Había estado a un paso de perder la licencia en varias ocasiones, pero al final las reclamaciones siempre se retiraban, nunca llegaban a los tribunales o eran anuladas gracias al oportuno desembolso de Frank el Cabrón. Había oído decir que llevaba un tiempo anormalmente tranquilo, desde que una de sus pacientes contrajo gonorrea después de una sesión con él y lo llevó a juicio sin pensárselo dos veces. En esa ocasión, por lo visto, Frank el Cabrón no lo había tenido tan fácil para enterrar el asunto.
Catherine Demeter era sin duda una mujer muy desdichada y difícilmente llegaría a ser más feliz si visitaba a Frank Forbes. La idea de ir a verlo no me entusiasmaba. Una vez había intentado propasarse con Elizabeth Gordon, la hija de una de las amigas divorciadas de Susan, y yo le había visitado para recordarle sus obligaciones como médico y amenazarlo con tirarlo desde la ventana de su consulta si aquello volvía a ocurrir. Después de ese suceso intenté tomarme un interés semiprofesional por las actividades de Frank Forbes.
No había nada más digno de mención en el cuarto de baño de Catherine ni en el resto del apartamento. Cuando me disponía a salir, me detuve ante el teléfono, descolgué el auricular y pulsé el botón de rellamada. Tras sonar varias veces el timbre, contestó una voz.
– Oficina del sheriff del condado de Haven, dígame.
Colgué y llamé a un conocido que trabajaba en la compañía telefónica. Al cabo de cinco minutos me proporcionó una lista de números locales a los que se había telefoneado desde allí entre el viernes y el domingo. Eran sólo tres llamadas, y todas intrascendentes: a un restaurante chino con reparto a domicilio, a una lavandería del barrio y a una línea de información sobre la cartelera de cine.
La compañía telefónica local no podía facilitarme detalles con respecto a posibles conferencias, así que llamé a un segundo número. Éste me puso en contacto con una de las muchas agencias que ofrecían la oportunidad de comprar ilegalmente información confidencial a detectives y a cuantos mostraban un profundo y pertinaz interés en los asuntos de otras personas. La agencia me comunicó al cabo de veinte minutos que el sábado por la noche, a través de la compañía telefónica Sprint, se habían realizado quince llamadas a números de Haven, en Virginia: siete a la oficina del sheriff y ocho a un teléfono particular del pueblo. Me dieron los dos números y marqué el segundo. El mensaje del contestador era lacónico: «Soy Earl Lee Granger. Ahora no estoy. Deje su mensaje después de oír la señal o, si es un asunto policial, póngase en contacto con la oficina del sheriff en el…».
Marqué el número, volvió a salirme la oficina del sheriff del condado de Haven, y pregunté por él.
Me dijeron que el sheriff Granger no podía ponerse, así que pregunté por el responsable en su ausencia. Averigüé que el ayudante de mayor rango era Alvin Martin, pero había salido de servicio. El que atendía el teléfono no sabía cuándo regresaría el sheriff. Sin embargo, por el tono de su voz supuse que el sheriff no había ido simplemente a comprar tabaco. Cuando me preguntó mi nombre, le di las gracias y colgué.
Al parecer, algo había inducido a Catherine Demeter a ponerse en contacto con el sheriff de su pueblo, pero no con el Departamento de Policía de Nueva York. Si no disponía de más información, tendría que ir de visita a Haven. Primero, no obstante, decidí visitar a Frank Forbes, el Cabrón.
Hice un alto en Azure, en la Tercera Avenida, compré piña y fresas frescas -a precio de oro- en la sección de alimentación, y me las llevé al Citicorp Center, a la vuelta de la esquina, para comer en el espacio público. Me gustaban las líneas sencillas del edificio y su extraño tejado en ángulo. Era uno de los pocos proyectos urbanísticos nuevos donde se había aplicado el mismo grado de imaginación tanto en el diseño interior como exterior: el atrio de siete plantas seguía poblado de árboles y arbustos, las tiendas y restaurantes estaban abarrotados de gente, y un puñado de fieles permanecía en silencio en la austera iglesia subterránea.
A dos manzanas de allí, Frank Forbes, el Cabrón, tenía una consulta de postín en un edificio de cristales ahumados de los años setenta, al menos de momento. Subí en ascensor y entré en la recepción, donde una morena joven y bonita escribía algo en el ordenador. Cuando entré, alzó la vista y me dedicó una radiante sonrisa. Procuré no quedarme boquiabierto al devolvérsela.
– ¿Podría ver al doctor Forbes? -pregunté.
– ¿Tiene hora con él?
– No soy un paciente, gracias a Dios, pero Frank y yo nos conocemos desde hace mucho. Dígale que Charlie Parker quiere verlo.
Su sonrisa vaciló levemente, pero habló con Frank por el interfono y le transmitió el mensaje. Aunque palideció un poco mientras escuchaba la respuesta, conservó la compostura de manera admirable, dadas las circunstancias.
– Sintiéndolo mucho, el doctor Forbes no puede recibirlo -dijo, y su sonrisa empezó a apagarse por momentos.
– ¿De verdad ha dicho eso?
Se sonrojó.
– No, no exactamente.
– ¿Es usted nueva aquí?
– Es mi primera semana de trabajo.
– ¿Frank en persona la seleccionó?
Me miró con cara de perplejidad.
– Sí.
– Búsquese otro empleo. Es un pervertido y tiene los días contados en la profesión.
Seguí adelante y entré en la consulta de Frank mientras ella asimilaba la información. No había ningún paciente, y el buen doctor hojeaba unas notas en su escritorio. Al parecer, no le complació verme. Su fino bigote se curvó como un gusano negro y un encendido rubor se le propagó desde el cuello hasta la abombada frente y desapareció entre el pelo negro e hirsuto. Medía más de metro ochenta y hacía ejercicio. Tenía muy buen aspecto, pero la bondad no iba más allá de las apariencias. En Frank Forbes, el Cabrón, nada era bueno. Si te daba un dólar, la tinta se correría antes de llegar a tu cartera.
– Parker, lárgate de aquí. Por si lo has olvidado, ya no puedes presentarte aquí por las buenas. Ya no eres policía y, probablemente, el cuerpo ha salido ganando con tu ausencia. -Se inclinó hacia el inter-fono, pero la recepcionista ya había entrado detrás de mí.
– Avisa a la policía, Marcie. Mejor aún, llama a mi abogado. Dile que tengo intención de entablar demanda por acoso.
– He oído decir que lo tienes muy ocupado en estos momentos, Frank -dije, y tomé asiento en una silla de piel de respaldo recto frente a su escritorio -. También he oído decir que Maibaum y Locke llevan el juicio de esa pobre mujer que contrajo una enfermedad venérea. He colaborado alguna vez con ellos y son francamente buenos. Quizá debería mandarles a Elizabeth Gordon. Te acuerdas de Elizabeth, ¿verdad, Frank?
De forma instintiva, Frank lanzó una mirada por encima del hombro en dirección a la ventana y alejó la silla de ella.
– Déjalo, Marcie, no hay problema -dijo a la recepcionista con un gesto nervioso. Oí cerrarse la puerta suavemente a mis espaldas-. ¿Qué quieres?
– Tienes una paciente que se llama Catherine Demeter.
– Vamos, Parker, ya sabes que no puedo hablar de mis pacientes. Aunque pudiera, no te diría una mierda.
– Frank, eres el peor psiquiatra que he conocido. No dejaría que trataras ni a mi perro, porque probablemente intentarías tirártelo, así que guárdate la ética para el juez. Creo que esa mujer puede estar en apuros y quiero encontrarla. Si no cooperas, me pondré en contacto con Maibaum y Locke tan deprisa que pensarás que tengo el don de la telepatía.
Frank simuló que luchaba con su conciencia, aunque no la habría encontrado sin una pala y una orden de exhumación.
– Ayer faltó a una sesión sin permiso previo.
– ¿Por qué te visitaba?
– Melancolía involutiva, básicamente. Una depresión, para que tú lo entiendas, un estado que se presenta desde la mediana edad hasta las etapas finales de la vida. Al menos eso parecía al principio.
– Pero…
– Parker, esto es confidencial. Incluso yo tengo principios.
– Bromeas, ¿no? Sigue.
Frank suspiró y jugueteó con un lápiz sobre su cartapacio. Por fin se acercó a un armario, sacó una carpeta y volvió a sentarse. La abrió, hojeó el contenido y empezó a hablar.
– Su hermana murió cuando ella tenía ocho años, o mejor dicho, la mataron. Fue asesinada, al igual que varios niños más, a finales de los años sesenta, principios de los setenta, en un pueblo llamado Haven, en Virginia. Los niños, de ambos sexos, eran secuestrados y torturados, y sus restos los abandonaban en el sótano de una casa vacía en las afueras del pueblo. -Frank hablaba ahora con objetividad: un médico revisando un historial clínico para él tan lejano como un cuento de hadas a juzgar por la emoción que ponía en el relato-. Su hermana fue la cuarta víctima, pero la primera niña blanca. Las sospechas recayeron en una mujer del pueblo, una mujer rica. Su coche fue visto cerca de la casa después de la desaparición de uno de los niños, y más adelante intentó, sin éxito, raptar a un chico de otro pueblo, a unos treinta kilómetros de allí. El chico le arañó la cara y luego dio la descripción a la policía.
«Fueron a buscarla, pero los vecinos del pueblo se enteraron y llegaron antes a la casa. Allí estaba el hermano de la mujer. Según los vecinos, era homosexual, y la policía creía que la mujer tenía un cómplice, un hombre que quizá conducía el coche mientras ella atrapaba a los niños. Los vecinos enseguida imaginaron que el hermano era el sospechoso más probable. Lo encontraron ahorcado en el sótano.
– ¿Y la mujer?
– Murió quemada en otra casa vieja. El caso, sencillamente, se olvidó.
– Pero Catherine no lo olvidó.
– No, ella no. Se marchó del pueblo tras graduarse en el instituto, pero sus padres se quedaron. La madre murió hace unos diez años y el padre poco después. Y Catherine Demeter siguió su vida.
– ¿Volvió alguna vez a Haven?
– No, no después de los funerales. Dijo que para ella allí todo estaba muerto. Y eso es todo, poco más o menos. Todo se remonta a Haven.
– ¿Algún novio o relación informal?
– Si lo había, no lo mencionó, y ahora el turno de preguntas ha terminado. Vete. Si sacas el asunto a relucir, te demandaré por agresión, acoso y cualquier otra cosa que se le ocurra a mi abogado.
Me levanté para marcharme.
– Una cosa más -dije-. Por Elizabeth Gordon y para que siga sin conocer a Maibaum y Locke.
– ¿Qué?
– El nombre de la mujer que murió quemada.
– Modine. Adelaide Modine y su hermano William. Ahora, por favor, desaparece de mi vida.
El taller de Willie Brew, visto desde fuera, presentaba un aspecto desastrado y de dudosa reputación, si no manifiestamente fraudulento. El interior no mejoraba mucho, pero Willie, un polaco que tenía un apellido impronunciable abreviado a Brew por generaciones de clientes, era casi el mejor mecánico que conocía.
Nunca me había gustado esa zona de Queens, cerca, en dirección norte, del estruendo de los coches que circulaban por la autovía de Long Island. Ya de niño la relacionaba con aparcamientos de coches de segunda mano en venta, almacenes viejos y cementerios. El garaje de Willie, cerca del Kissena Park, había sido una buena fuente de información a lo largo de los años, ya que todos sus amigos ociosos, sin nada mejor que hacer que entrometerse en los asuntos ajenos, tendían a congregarse allí en un momento u otro; no obstante, seguía sintiéndome incómodo en la zona. Incluso de mayor, detestaba bordear aquellos barrios en el trayecto desde el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy hasta Manhattan, detestaba ver las licorerías y las ruinosas casas.
En comparación, Manhattan era exótico, y su perfil, capaz de infinitos cambios según el acceso por el que uno entraba en la ciudad. Mi padre se trasladó al condado de Westchester tan pronto como pudo permitírselo y compró una casita cerca del Grant Park. Manhattan era el sitio adonde íbamos los fines de semana mis amigos y yo. A veces atravesábamos toda la isla para subir a la pasarela del puente de Brooklyn y contemplar desde allí el perfil urbano en continuo cambio. Bajo nosotros vibraban las tablas al paso del tráfico, pero para mí era más que eso: era la vibración y el zumbido de la propia vida. Los cables que unían las torres del puente diseccionaban y dividían el paisaje de la ciudad como si un niño lo hubiera recortado con unas tijeras y hubiera pegado los trozos sobre el cielo azul.
Tras la muerte de mi padre, mi madre se trasladó con nosotros a Scarborough, en Maine, su pueblo natal, donde las hileras de árboles sustituían al paisaje urbano y sólo los aficionados a la hípica, llegados desde Boston y Nueva York para asistir a las carreras de Scarborough Downs, traían consigo las imágenes y los olores de las grandes ciudades. Quizá por eso me sentía como un visitante cada vez que contemplaba Manhattan: siempre me parecía ver la ciudad con ojos nuevos.
El taller de Willie se encontraba en un barrio que luchaba con uñas y dientes contra el aburguesamiento. La manzana donde estaba el taller había sido comprada por el dueño del restaurante japonés contiguo -tenía otros intereses en el barrio de Flushing, o Little Asia, como se lo conocía ahora, y por lo visto quería expandir su área de influencia hacia el sur-, y Willie se hallaba envuelto en una batalla semilegal para asegurarse de que no lo obligasen a cerrar. El japonés respondía enviando al garaje de Willie, a través de los respiraderos, vaharadas de olor a pescado. A veces Willie le pagaba con la misma moneda y le pedía a Arno, su mecánico jefe, que se tomara unas cervezas y comida china y que luego saliera, se metiera los dedos en la garganta y vomitara ante la puerta del restaurante. «China, vietnamita, japonesa, toda esa mierda parece igual cuando la echas», decía Willie.
Dentro, Arno -un hombre pequeño, fibroso y moreno- trabajaba en el motor de un Dodge destartalado. El olor a pescado y fideos impregnaba el aire. Mi Mustang del 69 estaba sobre una plataforma elevada, y alrededor había esparcidas piezas irreconocibles de sus mecanismos internos. No parecía tener más probabilidades que James Dean de volver a la carretera en un futuro cercano. Había telefoneado antes para avisar a Willie de que pasaría por allí. Como mínimo podría haberse tomado la molestia de fingir que hacía algo con el coche cuando llegué.
Se oyó un estridente juramento en el despacho de Willie, que estaba en lo alto de una escalera de madera a la derecha del garaje. La puerta se abrió y Willie bajó ruidosamente; tenía manchas de grasa en la calva y llevaba el mono azul de mecánico abierto hasta la cintura, revelando una sucia camiseta blanca ceñida en torno a su voluminoso vientre. Se encaramó con dificultad a unas cajas colocadas a modo de peldaños bajo el respiradero y acercó la boca a la rejilla.
– ¡Eh, hijos de puta de ojos rasgados! -gritó-. Dejad de atufar mi garaje con pescado, pues de lo contrario os vais a enterar de lo que vale un peine.
Al otro lado del respiradero alguien vociferó en japonés y a continuación se oyeron unas carcajadas orientales. Willie golpeó la rejilla con la palma de la mano y bajó. Me miró en la penumbra con los ojos entornados antes de reconocerme.
– Bird, ¿qué tal? ¿Quieres un café?
– Quiero un coche. Mi coche. El coche que tienes aquí desde hace ya más de una semana.
Willie adoptó una expresión apesadumbrada.
– Estás enfadado conmigo -dijo con tono burlón y tranquilizador a la vez-. Entiendo tu enfado. Enfadarse está bien. Tu coche, en cambio, no está bien. Tu coche está mal. El motor está hecho una mierda. ¿Qué combustible pones? ¿Tuercas y clavos viejos?
– Willie, necesito el coche. Los taxistas ya me tratan como a un viejo amigo. Algunos ni siquiera intentan timarme. Me he planteado alquilar un coche para ahorrarme el bochorno. En realidad, si no te pedí que me dejaras un coche prestado, fue sólo porque me dijiste que lo repararías en un día o dos a lo sumo.
Arrastrando los pies, Willie se acercó al coche y tocó una pieza cilíndrica de metal con la puntera de la bota.
– Arno, ¿qué pasa con el Mustang de Bird?
– Es una mierda -contestó Arno-. Dile que le daremos quinientos dólares por la chatarra.
– Propone Arno que te demos quinientos dólares por la chatarra.
– Ya lo he oído. Dile a Arno que le pegaré fuego a su casa si no me arregla el coche.
– Pasado mañana -respondió Arno desde debajo del capó-. Perdón por el retraso.
Willie me dio una palmada en el hombro con su grasienta mano.
– Ven a tomarte un café y escucha los chismes del barrio. -Bajando la voz, añadió-: Ángel quiere verte. Le dije que vendrías por aquí.
Asentí y lo seguí escalera arriba. En el despacho, que estaba asombrosamente ordenado, cuatro hombres sentados alrededor de la mesa bebían café y whisky en tazas pequeñas de metal. Saludé con la cabeza a Tommy Q, que había cumplido condena una vez por distribuir vídeos pirateados, y a un ladrón de coches con un poblado bigote a quien, cómo no, apodaban Groucho. A su lado estaba Jay, el otro ayudante de Willie, el cual, a sus sesenta y cinco años, tenía diez más que Willie pero aparentaba como mínimo otros diez más. Junto a éste se hallaba Ed Harris, alias «el Ataúd».
– ¿Conoces a Ed el Ataúd? -preguntó Willie.
Moví la cabeza para asentir.
– ¿Sigues robando cadáveres, Ed?
– ¡Qué va! -contestó Ed el Ataúd-. Lo dejé hace tiempo. Empecé a tener problemas de espalda.
Ed Harris, el Ataúd, en su faceta de secuestrador había superado con creces a todos los secuestradores. Opinaba que tener rehenes vivos se parecía demasiado a un trabajo de verdad, porque uno nunca sabía qué podían hacer o quién podía andar buscándolos. Los muertos eran más manejables, así que Ed el Ataúd robaba en los depósitos de cadáveres.
Leía las necrológicas, elegía a un difunto de una familia relativamente rica y luego sustraía el cadáver del depósito o del tanatorio. Hasta que apareció Ed y puso en tela de juicio el sistema, los tanatorios se consideraban en general sitios bien vigilados. Ed el Ataúd guardaba los cadáveres en una cámara frigorífica industrial que tenía en el sótano y exigía un rescate, por lo general sumas razonables. La mayoría de los parientes pagaba de buen grado a fin de recuperar a sus seres queridos antes de que empezaran a descomponerse.
Las cosas le fueron bien hasta que un viejo aristócrata polaco, ofendido por el secuestro de los restos mortales de su esposa, contrató a un regimiento privado para dar caza a Ed el Ataúd. Lo localizaron, aunque Ed estuvo a punto de escapar por un pasadizo que llevaba de su sótano al patio del vecino. No obstante, fue él quien rió el último. La compañía de la luz le había cortado el suministro tres días antes por no pagar los recibos. La esposa del viejo polaco apestaba como una zarigüeya muerta cuando la encontraron. Desde entonces Ed el Ataúd había ido de capa caída, y ahora era una figura desharrapada al fondo del garaje de Willie Brew.
Por un momento se produjo un incómodo silencio, que rompió Willie.
– ¿Te acuerdas de Vinnie el Chato? -preguntó a la vez que me entregaba una taza metálica humeante de café solo, tan caliente que estaba poniendo al rojo vivo el metal, pero, pese a ello, no conseguía ocultar el olor a gasolina impregnado dentro-. Espera a oír lo que va a contarnos Tommy Q. Aún no te has perdido nada.
Vinnie el Chato era un allanador de moradas de Newark que había visitado demasiadas veces la prisión y había decidido reformarse o, como mínimo, reformarse en la medida de lo posible para un tipo que durante cuarenta años se había ganado la vida desvalijando apartamentos. Debía su apodo a un largo y baldío paso por el boxeo amateur. Vinnie, de corta estatura y víctima potencial de cualquier maleante de Nueva Jersey proclive a la violencia, vio su habilidad con los puños como una posible salvación, como tantos otros tipos bajos de barrios peligrosos. Por desgracia, la defensa de Vinnie era casi tan buena como la de Charles Manson, y con el tiempo la nariz le quedó reducida a una masa de cartílago con dos orificios semicerrados como pasas en un pudín.
Tommy Q empezó a contar una anécdota sobre Vinnie, una empresa de decoración y un cliente homosexual muerto que podría haberlo llevado a los tribunales si la hubiera contado en un lugar de trabajo respetable.
– Así que el esteta acaba muerto, en un cuarto de baño, con la silla metida en el culo, y Vinnie acaba en la cárcel por vender las fotos y robar el vídeo del muerto -concluyó, moviendo la cabeza en un gesto de incomprensión ante las extrañas costumbres de los varones no heterosexuales.
Aún estaba desternillándose de risa por la anécdota cuando la sonrisa se borró de su cara y la carcajada se convirtió en un sonido gutural, como si se hubiera atragantado. Miré atrás y vi a Ángel en la oscuridad, con unos mechones de pelo negro y rizado escapándosele del gorro azul de punto y una barba rala que habría hecho reír a un niño de trece años. La cazadora azul marino de estibador abierta dejaba ver una camiseta negra, y los vaqueros azules terminaban sobre unos zapatos Timberland sucios y gastados.
Ángel no medía más de un metro sesenta y cinco, y para un observador desinformado no habría sido fácil entender por qué a Tommy Q le intimidaba su presencia. Había dos razones. En primer lugar, Ángel era mucho mejor boxeador que Vinnie el Chato y habría convertido a Tommy Q en carne de caballo a golpes si se lo hubiera propuesto, cosa que bien podría haber ocurrido, dado que Ángel era homosexual y quizá no le viera ninguna gracia a lo que tanto divertía a Tommy.
La segunda razón del temor de Tommy Q, y probablemente la más poderosa, era el novio de Ángel, un hombre a quien sólo se le conocía por Louis. Al igual que Ángel, Louis no tenía un medio de vida definido, aunque todos sabían que Ángel, ahora casi retirado a la edad de cuarenta años, era uno de los mejores ladrones del medio, capaz de robarle al presidente la pelusa del ombligo si la retribución económica merecía la pena.
Menos conocido era el hecho de que Louis, alto, negro y con un gusto en el vestir muy sofisticado, era un asesino a sueldo casi sin igual, un delincuente que se había reformado hasta cierto punto gracias a su relación con Ángel y ahora elegía sus esporádicos objetivos con lo que podría describirse como conciencia social.
Según se rumoreaba, el asesinato en Chicago de un experto en informática alemán llamado Gunther Bloch el año anterior había sido obra de Louis. Bloch era un violador y torturador en serie que se cebaba con mujeres jóvenes, a veces muy jóvenes, en los centros de turismo sexual del Sudeste asiático, donde llevaba a cabo la mayor parte de sus negocios. El dinero solía encubrir todos los males, dinero pagado a chulos, a padres, a policías, a políticos.
Por desgracia para Bloch, alguien de las altas esferas del gobierno de una de esas naciones no se había dejado comprar, y menos cuando Bloch estranguló a una niña de once años y arrojó el cadáver a un cubo de basura. Bloch huyó del país, una partida de dinero se destinó a un «proyecto especial», y Louis ahogó a Gunther Bloch en la bañera de la suite de un hotel de lujo en Chicago.
O como decía, eso se rumoreaba. Verdad o no, se consideraba que la presencia de Louis nunca auguraba nada bueno, y Tommy Q quería poder darse un baño en el futuro, aunque fuera muy de cuando en cuando, sin miedo a morir ahogado.
– Una buena anécdota -comentó Ángel.
– Es sólo una anécdota, Ángel. No lo he dicho con mala intención. No quería ofenderte.
– No me has ofendido -respondió Ángel-. A mí no, al menos.
Detrás de él se advirtió un movimiento en la oscuridad, y apareció Louis. La calva le brillaba a la tenue luz y su musculoso cuello asomaba de una camisa gris de seda y un traje gris de corte impecable. Le sacaba a Ángel más de treinta centímetros, y miró a Tommy Q fijamente por un momento.
– ¿Esteta? -dijo-. Ésa es una palabra… ambigua, señor Q. ¿A qué se refiere exactamente?
Tommy Q se quedó lívido, y durante un buen rato apenas pudo tragar saliva. Cuando por fin lo consiguió, dio la impresión de que engullía una pelota de golf. Abrió la boca pero fue incapaz de articular palabra, así que volvió a cerrarla y miró al suelo con la vana esperanza de que éste se abriera y se lo tragara.
– No pasa nada, señor Q; es una buena anécdota -dijo Louis con una voz tan suave como su camisa-. Sólo lleve cuidado con la manera de contarla.
A continuación dirigió una radiante sonrisa a Tommy Q, la clase de sonrisa que un gato dedicaría a un ratón para que lo acompañara a la tumba. Una gota de sudor resbaló por la nariz de Tommy Q, permaneció suspendida en la punta por un instante y luego se estrelló contra el suelo. Para entonces, Louis ya se había marchado.
– No te olvides de mi coche, Willie -dije, y salí del garaje detrás de Ángel.
Caminamos una o dos manzanas hasta un bar-restaurante que Ángel conocía, abierto hasta altas horas de la noche. Louis nos precedía a unos cuantos pasos, y la multitud se separaba ante él como el mar Rojo ante Moisés. Alguna que otra mujer lo miró con interés. Los hombres, en su mayoría, mantenían la vista fija en la acera o de pronto encontraban algo interesante en los escaparates de las tiendas cerradas o en el cielo nocturno.
Del interior del bar nos llegó el sonido de un cantante vagamente folk que practicaba una intervención quirúrgica a guitarra abierta a Only Love Can Break Your Heart, de Neil Young. No parecía que la canción fuera a sobrevivir.
– Toca como si odiara a Neil Young -comentó Ángel cuando entramos.
Delante de nosotros, Louis se encogió de hombros.
– Si Neil Young oyera esa mierda, probablemente él mismo se odiaría.
Ocupamos un reservado. El dueño, un gordo dispéptico llamado Ernest, se acercó con andar torpe a tomar nota de lo que queríamos. Normalmente eran las camareras quienes lo hacían, pero Ángel y Louis imponían cierto respeto incluso allí.
– Eh, Ernest -dijo Ángel-, ¿cómo va el negocio?
– Si tuviera una funeraria, la gente dejaría de morirse -contestó Ernest-. Y antes de que me lo preguntes, mi mujer sigue tan fea como siempre.
Este diálogo era una arraigada costumbre entre ellos.
– Llevas cuarenta años casado, joder -dijo Ángel-. No va a ganar en belleza ahora.
Ángel y Louis pidieron sándwiches dobles de beicon y pollo, y Ernest se marchó.
– Si de niño me hubiera parecido a él, me habría cortado la polla para ganarme la vida cantando papeles de castrato, porque no iba a servirme para nada más.
– A ti ser feo no te ha perjudicado tanto -dijo Louis.
– No lo sé. -Ángel sonrió-. Si fuera más guapo, podría tirarme a un blanco.
Dejaron de discutir, y esperamos a que el cantante acabara con la agonía de Neil Young. Me resultaba extraño reunirme con aquel par ahora que ya no era policía. Cuando nos encontrábamos antes, en el garaje de Willie, o para tomar un café, o en el Central Park si Ángel tenía información útil que comunicarme, o simplemente si él quería charlar un rato para preguntarme por Susan y Jennifer, siempre había entre nosotros cierta incomodidad, cierta tensión, sobre todo si Louis andaba cerca. Sabía lo que habían hecho, lo que Louis, creía yo, aún hacía: acuerdos clandestinos, por más que tuvieran lugar en distintos restaurantes, establecimientos legalmente constituidos o el garaje de Willie Brew.
Ahora esa tensión ya no existía, y en su lugar experimenté por primera vez la fuerza del lazo de la amistad que de algún modo se había desarrollado entre Ángel y yo. Más aún, notaba en los dos preocupación, pesar, humanidad, confianza. No estaría allí, me constaba, si no sintiera eso.
Pero quizás había algo más, algo que sólo había empezado a percibir. Mi vida era la pesadilla de un policía. Los policías, sus familias, sus esposas e hijos, son intocables. Uno ha de estar loco para acosar a un policía, y más loco aún para arrebatarle a sus seres queridos. Son los supuestos con arreglo a los que vivimos, la convicción de que después de pasarnos el día viendo cadáveres, interrogando a ladrones y violadores, camellos y chulos, podemos volver a nuestras vidas con la certeza de que nuestras familias están al margen de todo eso, y de que gracias a ellas nosotros también podemos quedarnos al margen.
Pero esa convicción se había tambaleado con la muerte de Jennifer y Susan. Alguien no respetaba las reglas, y al no aparecer ninguna respuesta fácil, al no producirse la oportuna detención de un criminal con un agravio que reparar, hecho que habría podido explicar lo ocurrido, era necesario encontrar otra razón: yo de algún modo había cargado la culpa sobre mis hombros, y sobre los hombros de quienes se hallaban cerca de mí. Era un buen policía camino de convertirme en alcohólico. Estaba desmoronándome y eso me debilitaba, y alguien se había aprovechado de esa debilidad. Los demás policías me miraban y no veían a un compañero necesitado de ayuda, sino una fuente de contagio, de corrupción. Nadie lamentó mi marcha, quizá ni siquiera Walter.
Y, al mismo tiempo, lo sucedido me había acercado en cierta manera a Ángel y a Louis. Ellos no se hacían ilusiones con respecto al mundo en que vivían, no recurrían a interpretaciones filosóficas que les permitieran formar parte del mundo y al mismo tiempo quedarse al margen. Louis era un asesino: no podía recurrir a semejantes engaños. Por el estrecho vínculo que existía entre ellos, Ángel tampoco podía recurrir a ellos. Ahora también yo me había visto despojado de falsas ilusiones, como si una venda se hubiera desprendido de mis ojos, y tenía que reasentarme, encontrar un nuevo lugar en el mundo.
Ángel tomó un periódico abandonado del reservado contiguo y leyó el titular.
– ¿Has visto esto?
Eché un vistazo y asentí con la cabeza. Esa mañana, un tipo había intentado hacer una heroicidad durante un atraco a un banco en Flushing, y habían vaciado en él las dos recámaras de una escopeta de cañones recortados. Era la noticia del día en diarios y boletines informativos.
– Llegan unos tipos para hacer un trabajo -dijo Ángel-. No quieren que nadie salga herido. Su única intención es entrar, hacerse con el dinero, que además está asegurado y por tanto al banco le da lo mismo, y salir. Sólo llevan armas porque de lo contrario nadie va a tomarlos en serio. ¿Qué van a usar, si no? ¿Palabras severas?
»Pero siempre ha de haber un gilipollas que se cree inmortal porque todavía no está muerto. El tipo es joven, se conserva en forma, y se cree que va a ligar más que un ídolo del porno si frustra el atraco y salva el día. Fíjate: agente inmobiliario, veintinueve años, soltero, con unos ingresos de ciento cincuenta mil al año, y recibe un agujero más grande que el túnel de Holland. Lance Petersen. -Movió la cabeza con un gesto de perplejidad-. En mi vida he conocido a nadie que se llame Lance.
– Eso es porque están todos muertos -dijo Louis mientras miraba alrededor con aparente despreocupación-. Los muy tarados se quedan de pie en los bancos y les pegan un tiro. Probablemente ése era el último Lance que quedaba vivo.
Llegaron los sándwiches y Ángel empezó a comer. Sólo él lo hizo.
– ¿Y cómo van las cosas?
– Bien -contesté-. ¿A qué se debe esta emboscada?
– No escribes, no llamas. -Sonrió irónicamente.
Louis me miró con un ligero interés y luego volvió a concentrar la atención en la puerta, las otras mesas y las puertas de los servicios.
– Según he oído, has estado trabajando para Benny Low. ¿Cómo se te ocurre trabajar para ese gordo de mierda?
– Era sólo por matar el tiempo.
– Si quieres matar el tiempo, clávate agujas en los ojos. Benny no vale ni el aire que respira.
– Vamos, Ángel, ve al grano. Tú te andas por las ramas y Louis actúa como si la banda de Dillinger fuese a entrar y tirotear la barra de un momento a otro.
Ángel dejó el sándwich a medio comer y se limpió los labios con una servilleta casi remilgadamente.
– He oído decir que has estado preguntando por una novia de Stephen Barton. A cierta gente le pica mucho la curiosidad saber a qué se debe tu interés.
– ¿Como quién?
– Como Bobby Sciorra, tengo entendido.
Ignoraba si Bobby Sciorra era un psicótico o no, pero era un hombre al que le gustaba matar y en el viejo Ferrera había encontrado a un patrón bien dispuesto. Emo Ellison podía dar fe de las posibles consecuencias de que Bobby Sciorra se interesara por las actividades que llevabas a cabo. Sospechaba que Ollie Watts, en sus momentos finales, también lo había averiguado.
– Benny Low hablaba de ciertos problemas entre el viejo y Sonny -dije-. «Esos jodidos mañosos que andan peleándose entre sí», según sus propias palabras.
– Benny siempre ha sido muy diplomático -comentó Ángel-. Lo único raro es que no le hayan ofrecido ya un puesto en la ONU. Aquí pasa algo raro. Sonny se ha escondido y se ha llevado a Pili. Nadie los ha visto, nadie sabe dónde están, pero Bobby Sciorra no escatima esfuerzos para encontrarlos. -Tomó otro enorme bocado de sándwich-. ¿Y qué sabes de Barton?
– Supongo que también se ha escondido, pero no lo sé. Es una figura de segunda fila y difícilmente tendría trato profesional con Sonny o el viejo aparte de hacer de camello, aunque quizás en otro tiempo mantuvo estrechas relaciones con Sonny. Puede que no haya nada, que Barton no tenga nada que ver.
– Quizá no, pero vas a topar con problemas mayores que encontrar a Barton o a su chica. -Esperé-. Te busca un asesino a sueldo.
– ¿Quién?
– No es de aquí. Ha venido de fuera. Louis no sabe quién es.
– ¿Es por lo de Ollie el Gordo?
– No lo sé. Ni siquiera Sonny es tan imbécil como para poner precio a la cabeza de alguien por un matón que hubo que liquidar porque tú interviniste. Ese chico no le importaba a nadie, y Ollie el Gordo está muerto. Yo sólo sé que estás poniendo nerviosas a dos generaciones de la familia Ferrera, y eso no puede ser bueno.
El favor a Walter Cole estaba convirtiéndose en algo más complicado que la búsqueda de una persona desaparecida, si es que alguna vez había sido sencillo.
– Yo tengo una pregunta para ti -dije-. ¿Conoces a alguien con un arma capaz de abrir un agujero en un muro con una bala de cinco coma siete milímetros que pesa menos de cincuenta grains? Munición de metralleta.
– Me tomas el pelo. La última vez que vi algo así estaba en lo alto de la torreta de un tanque.
– Pues con eso mataron al asesino de Ollie. Vi cómo el cuerpo saltaba por los aires, después había un agujero en la pared detrás de mí. Es un arma de fabricación belga, diseñada para las fuerzas antiterroristas. Alguien de aquí se hizo con un artefacto como ése y lo llevó al campo de tiro; tiene que haber dado que hablar.
– Preguntaré -dijo Ángel-. ¿Alguna sospecha?
– Yo sospecharía de Bobby Sciorra.
– Yo también. ¿Y por qué tendría que andar arreglando los estropicios de Sonny?
– Por orden del viejo.
Ángel movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
– Ándate con cuidado, Bird.
Terminó el sándwich y se levantó para marcharse.
– Vamos. ¿Te llevamos a algún sitio?
– No, me apetece pasear un rato.
Ángel se encogió de hombros.
Asentí. Dijo que se mantendría en contacto. Los dejé en la puerta. Mientras caminaba, fui consciente del peso de la pistola bajo el brazo, de los rostros de toda la gente con la que me cruzaba, y del misterioso latido de la ciudad bajo mis pies.
bobby sciorra: un demonio malévolo, una viva representación de la ferocidad y el sadismo que se había aparecido ante el viejo, Stefano Ferrera, cuando éste estaba al borde de la locura y la muerte. Sciorra parecía haber llegado de algún tétrico rincón del infierno invocado por la ira y la amargura de un anciano, una manifestación física de la tortura y la destrucción que deseaba infligir al mundo que lo rodeaba. En Bobby Sciorra encontró el instrumento perfecto del dolor y la muerte más horrenda.
Stefano había visto levantar a su padre un pequeño imperio desde la humilde casa de la familia en Bensonhurst. Por aquel entonces Bensonhurst, delimitado por la bahía de Gravesend y el océano Atlántico, conservaba aún aires de pueblo. El aroma a delicatessen se mezclaba con el de los hornos de leña de las pizzerías. La gente vivía en casas bifamiliares con verjas de hierro forjado y, cuando lucía el sol, se sentaba en los porches y miraba a los niños jugar en los jardines.
A Stefano la ambición lo alejó de sus raíces. Cuando le llegó el momento de asumir las responsabilidades del negocio, construyó una casa enorme en Staten Island; al asomarse a las ventanas traseras, veía las lindes de la mansión de Paul Castellano en Todt Hill, la Casa Blanca de tres millones y medio de dólares, y, probablemente, desde la ventana más alta, los jardines de la finca de los Barton. Si Staten Island valía para el jefe de la familia Gambino y un millonario benévolo, valía también para Stefano. Cuando murió Castellano, tras recibir seis balazos en el Sparks Steak House de Manhattan, Stefano fue por un breve periodo de tiempo el principal capo de Staten Island.
Stefano contrajo matrimonio con una mujer de Bensonhurst llamada Louisa. Ella no se casó con él por la clase de amor que describen las novelas románticas; lo amaba por su poder, su violencia y, sobre todo, su dinero. Aquellos que se casan por dinero al final acaban pagándolo. En el caso de Louisa, así fue. Recibió malos tratos psíquicos y murió poco después en el parto de su tercer hijo. Stefano no volvió a casarse, y no fue por el dolor de la pérdida; sencillamente no necesitaba molestarse en buscar a otra esposa, porque la primera ya le había dado herederos.
El primogénito, Vincent, era inteligente y representaba la más clara esperanza para el futuro de la familia. Cuando murió en una piscina a los veintitrés años a causa de una hemorragia cerebral, su padre dejó de hablar durante una semana. Mató a los dos perros labradores de Vincent y se encerró en su habitación. Hacía diecisiete años que Louisa había muerto.
Niccolo, o Nicky, dos años menor que su hermano, lo sustituyó como mano derecha de su padre. En sus primeros pinitos, lo veía deambular por la ciudad en su enorme Cadillac blindado, rodeado de esbirros, labrándose una reputación de matón a la altura de su padre. A principios de los años ochenta la familia había vencido su inicial reticencia al tráfico de drogas e inundaba la ciudad con todo el veneno que le llegaba a las manos. La mayoría de la gente les dejaba paso libre y cualquier posible rival era disuadido o acababa convertido en comida para peces.
Los yardies eran otro cantar. Las bandas jamaicanas no le tenían el menor respeto a las instituciones establecidas, a las formas tradicionales de plantearse los negocios. Miraban a los italianos y veían carne muerta. Se apropiaron de un alijo de cocaína de los Ferrera valorado en dos millones de dólares y, en la operación, se cobraron dos vidas. En respuesta, Nicky ordenó una matanza selectiva de yardies: atacaron sus clubes, sus apartamentos y hasta a sus mujeres. En tres días murieron doce, entre ellos todos los responsables del robo de la cocaína.
Quizá Nicky imaginó que eso pondría fin al problema y que las aguas volverían a su cauce. Siguió paseándose en coche por las calles, comiendo en los mismos restaurantes, actuando como si la amenaza de violencia de los jamaicanos se hubiera disipado ante aquella demostración de fuerza.
Su establecimiento preferido era Da Vincenzo, un restaurante familiar de alto copete en el antiguo barrio de su padre, Bensonhurst, cuyos dueños habían sido lo bastante inteligentes como para no olvidar sus raíces. Puede que a Nicky le gustara también porque el nombre le recordaba a su hermano. No obstante, movido por su paranoia, hizo cambiar las ventanas y puertas de cristal por paneles a prueba de bomba, como los que se utilizaban para la protección del presidente.
Así, Nicky podía saborear en paz su plato de fusilli, sin inquietarse por la inminente amenaza de asesinato.
Un jueves de noviembre por la noche acababa de pedir su cena cuando una furgoneta negra paró en la bocacalle de enfrente con la parte posterior orientada hacia la ventana del restaurante. A lo mejor Nicky la vio detenerse, quizás advirtió que el parabrisas había sido sustituido por una rejilla negra, quizás incluso arrugó la frente cuando las puertas traseras se abrieron de par en par y un destello blanco surgió de la oscuridad del interior y la onda expansiva hizo temblar la rejilla.
Puede que también tuviera tiempo de atisbar la ojiva del RPG-7 cuando salió disparada hacia la ventana a ciento ochenta metros por segundo, dejando una estela de humo, y traspasó armando un gran estruendo los gruesos paneles antes de estallar dentro, donde fragmentos de cristal y metal caliente y los restos del revestimiento de cobre del proyectil hicieron pedazos a Nicky Ferrara hasta tal punto que el ataúd pesaba menos de treinta kilos cuando lo acarrearon por el pasillo de la iglesia tres días después.
Los tres jamaicanos autores del crimen desaparecieron en los bajos fondos y el viejo desahogó su cólera en sus enemigos y en sus amigos con una orgía de insultos, violencia y muerte. Su negocio se desmoronó en torno a él, y sus rivales se unieron, al ver en su locura la oportunidad de librarse de él para siempre.
Justo cuando su mundo parecía a punto de desmoronarse, un personaje apareció ante la verja de su mansión y pidió que le permitieran hablar con él. Dijo al guarda que traía noticias de los yardies. El guarda transmitió el mensaje y, tras un registro, se autorizó a Bobby a entrar. El registro no fue completo: Sciorra llevaba una bolsa negra de plástico que se negó a abrir. Lo mantuvieron encañonado mientras se aproximaba a la casa y le ordenaron que se detuviera en el jardín, a unos quince metros de la escalinata, donde lo esperaba el viejo.
– Si me haces perder el tiempo, daré orden de que te maten -advirtió el viejo.
Bobby Sciorra se limitó a sonreír y vació el contenido de la bolsa en el césped iluminado. Las tres cabezas rodaron y entrechocaron, los rizos enroscados como serpientes muertas, mientras Bobby Sciorra sonreía sobre ellas como un obsceno Perseo. Hilos de sangre fresca y viscosa pendían lánguidamente de los bordes de la bolsa hasta caer gota a gota en la hierba.
Bobby Sciorra se labró el porvenir esa noche. Al cabo de un año era un hombre de peso, y su ascenso en el escalafón de la familia era un hecho único tanto por la rapidez con que se produjo como por la relativa oscuridad de sus antecedentes. Los federales no lo tenían fichado y, en apariencia, Ferrera no sabía mucho más. A mí me llegaron rumores de que en el pasado se había enemistado con los Colombo, que había trabajado por su cuenta desde Florida, pero eso era todo. Sin embargo, el asesinato de aquellos tres elementos clave de la banda de los jamaicanos le bastó para granjearse la confianza de Stefano Ferrera y el derecho a una ceremonia en el sótano de la casa de Staten Island que culminó con un pinchazo en el dedo índice de Sciorra sobre una imagen sagrada y su unión a Ferrera y a los allegados a éste.
A partir de ese día, Bobby Sciorra ejercía el poder tras el trono de Ferrera. Guió al viejo y a su familia a través de los juicios y tribulaciones del Nueva York posterior a la entrada en vigor de las leyes contra la corrupción por influencia del crimen organizado; estas leyes, conocidas como proyecto RICO, permitían a los federales procesar a las organizaciones y conspiradores que se beneficiaban de un delito y no sólo a los individuos que lo cometían. Las principales familias de Nueva York -Gambino, Lucchese, Colombo, Genovese y Bonanno-, que en total sumaban alrededor de cuatro mil hombres de peso y allegados, encajaron severos golpes y los jefes acabaron encarcelados o muertos. Pero no los Ferrera. Bobby Sciorra se encargó de eso, sacrificando a algunos elementos de segunda fila en el camino para asegurar la supervivencia de la familia.
El viejo habría preferido ocupar un papel más secundario en los negocios de la familia de no haber sido por Sonny. El pobre Sonny, un hombre estúpido y sanguinario, sin la inteligencia de ninguno de sus hermanos pero con la capacidad para la violencia de los dos juntos como mínimo. Todas las operaciones que supervisaba terminaban con derramamiento de sangre, pero eso a él no le preocupaba. Corpulento y abotargado ya a los veinte años, obtenía placer con la destrucción y el asesinato. Por lo visto, la muerte de inocentes en concreto le producía una excitación casi sexual.
Poco a poco su padre lo relegó y al final dejó que hiciera lo que le diera la gana: los esteroides, narcotráfico a pequeña escala, prostitución y algún que otro acto de violencia. Bobby Sciorra intentaba mantenerlo bajo relativo control, pero Sonny era tan incontrolable como poco razonable. Sonny era malvado y sanguinario, y cuando su padre muriese, más de uno haría cola para asegurarse de que Sonny se reuniera con él lo antes posible.
Nunca pensé que acabaría viviendo en el East Village. Susan, Jennifer y yo habíamos vivido en Park Slope, Brooklyn. Los domingos podíamos ir de paseo hasta el Prospect Park y ver jugar a los niños a la pelota mientras Jennifer se entretenía dando patadas a la hierba, para luego acercarnos al Raintree's a tomar un refresco mientras oíamos a través de las vidrieras la música de la banda que tocaba en la pérgola.
En días así, la vida parecía tan larga y benigna como la verde vista de Long Meadow. Paseábamos los dos, Susan y yo, con Jennifer en medio, y cruzábamos miradas cuando ella prorrumpía en interminables andanadas de preguntas, observaciones y bromas comprensibles sólo para un niño. Yo llevaba a Jennifer de la mano y, a través de ella, podía sentirme unido a Susan y pensar que nuestras diferencias se resolverían, que de algún modo lograríamos salvar el abismo que se abría cada vez más entre nosotros. Si Jennifer echaba a correr, me acercaba a Susan, la tomaba de la mano y ella me sonreía al decirle que la quería. Luego desviaba la vista, se miraba los pies o llamaba a Jenny, porque los dos sabíamos que no bastaba con decirle que la quería.
Cuando decidí regresar a Nueva York a comienzos del verano, después de meses en busca de algún rastro de su asesino, informé a mi abogado y le pedí que me recomendara una agencia inmobiliaria. En Nueva York hay más de veinticinco millones de metros cuadrados destinados a espacio de oficina, pero no hay viviendas suficientes para alojar a quienes trabajan allí. No sabía por qué quería vivir en Manhattan. Quizá sólo porque no era Brooklyn.
En lugar de una agencia inmobiliaria, mi abogado me puso en contacto con una red de amigos y colegas que al final me llevó a alquilar un apartamento en una casa de obra vista del East Village, con postigos blancos y una escalinata ante la puerta de entrada, rematada con un montante en forma de abanico. Para mi gusto, estaba demasiado cerca de St. Mark's Place, pese a lo cual el precio era razonable. Desde los tiempos en que W.H. Auden y Leon Trotski vivieron allí, St. Mark's se había integrado plenamente en el East Village, y la zona estaba llena de bares, cafeterías y tiendas caras.
Era un apartamento sin amueblar y casi lo dejé así, sólo añadí una cama, un escritorio, unas butacas, un aparato de música y un televisor pequeño. Retiré del guardamuebles los libros, las cintas, los cedés y los discos de vinilo, junto con algún que otro efecto personal, y organicé mi vida en un espacio por el que sentía un mínimo apego.
Fuera había oscurecido cuando coloqué las armas en el escritorio, las desmonté y las limpié meticulosamente. Si los Ferrera venían por mí, quería estar preparado.
Durante mi etapa en el cuerpo de policía me había visto obligado a desenfundar el arma para protegerme en contadas ocasiones. Jamás había matado a un hombre y sólo en una ocasión había disparado contra un ser humano: cuando un proxeneta se abalanzó sobre mí con una navaja y lo herí en el estómago.
Como inspector, había trabajado casi siempre en Robos y Homicidios. A diferencia de la Brigada Antivicio, un mundo donde la amenaza de violencia y muerte era una posibilidad muy real para un policía, Homicidios implicaba una clase de trabajo muy distinta. Como decía Tommy Morrison, mi primer compañero, quienquiera que haya de morir en la investigación de un homicidio ha muerto ya cuando llega la policía.
Me había desprendido de mi Colt Delta Elite tras la muerte de Susan y Jennifer. Ahora tenía tres armas. El Colt Detective Special del 38 había sido de mi padre, la única pertenencia suya que yo conservaba. El emblema con el potro encabritado que había en el lado izquierdo de la culata estaba gastado y el armazón se veía rayado y picado, pero seguía siendo un arma útil, ligera con alrededor de un cuarto de kilo de peso y fácil, de ocultar en una pistolera de tobillo o en un cinturón. Era un revólver sencillo y potente, y lo guardaba en una funda sujeta con cinta adhesiva bajo el larguero de la cama.
Nunca había utilizado la Heckler & Kock VP70M fuera de un polígono de tiro. La semiautomática de nueve milímetros había pertenecido a un camello que murió por engancharse a su propio producto. Lo encontré muerto en su apartamento cuando un vecino se quejó del olor. La VP 70M, una pistola militar parcialmente de plástico con dieciocho balas en el cargador, permanecía, aún sin utilizar, en su estuche, pero había tomado la precaución de borrar con una lima el número de serie.
Al igual que el Colt, carecía de seguro. Su principal atractivo consistía en una culata accesoria para el hombro que el camello también había adquirido. Al acoplarla, se reajustaba simultáneamente el mecanismo de disparo y se convertía en una metralleta automática que disparaba doscientas veinte balas por minuto. Si alguna vez los chinos decidían invadir el país, podría mantenerlos a raya al menos durante diez segundos con la munición de que disponía. Después tendría que empezar a lanzarles muebles. Había sacado la H &K de un compartimento del maletero del Mustang, donde acostumbraba guardarla. No quería que alguien la encontrara por casualidad mientras reparaban el coche.
La Smith & Wesson de tercera generación era la única arma que llevaba encima, un modelo de diez milímetros desarrollado específicamente para el FBI y que había obtenido gracias a los esfuerzos de Woolrich. Después de limpiarla, la cargué con cuidado y la enfundé en la pistolera del hombro. Fuera veía a la gente camino de los bares y restaurantes del East Village. Me disponía a sumarme a la muchedumbre cuando sonó el móvil junto a mí. Treinta minutos más tarde me preparaba para ver el cadáver de Stephen Barton.
Los destellos de las luces rojas bañaban por completo el aparcamiento con el cálido resplandor de la ley y el orden. Una mancha oscura se perfilaba allí donde estaba el McCarren Park, y al sudoeste el tráfico circulaba por el puente de Williamsburg en dirección a la autovía de Brooklyn-Queens. Los agentes, inmóviles, cerca de los coches, impedían cruzar el cerco a curiosos y morbosos. Uno alargó el brazo para cortarme el paso.
– Eh, tiene que quedarse ahí -dijo, pero al instante nos reconocimos. Tyler, que recordaba a mi padre y nunca pasaría de sargento, retiró la mano.
– Es oficial, Jimmy. Me ha llamado Cole.
Echó un vistazo por encima del hombro, y Walter, que hablaba con un agente, le dirigió una mirada y asintió con la cabeza. El brazo de Jimmy se alzó como una barrera automática y pasé.
Incluso a varios metros de la cloaca me llegaba el hedor. Habían levantado un armazón alrededor de la boca de la alcantarilla y un técnico de laboratorio calzado con unas botas salía afuera.
– ¿Puedo bajar? -pregunté.
Dos hombres con trajes impecables y gabardinas de la marca London Fog se habían acercado a Cole, que apenas los saludó. No llevaban a la vista en la espalda las siglas FBI, así que supuse que estaban allí de incógnito.
– Increíble -comenté al pasar-. Casi parecen personas normales.
Walter frunció el entrecejo y ellos también.
Me puse unos guantes y bajé a la cloaca por la escalera. Al respirar sentí náuseas, y noté en el fondo de la garganta un sabor a bilis provocado por el río de inmundicia que corría bajo las arboladas avenidas de la ciudad.
– Es más fácil de soportar si toma aire con inhalaciones cortas -me aconsejó un trabajador del sistema de alcantarillado que estaba al pie de la escalera. Mentía.
Sin bajar de la escalera, saqué mi linterna del bolsillo y la dirigí hacia un grupo de empleados de mantenimiento y policías reunidos en torno a una zona iluminada, con los pies hundidos en una sustancia en la que preferí ni pensar. Los policías me echaron una ojeada y, con cara de aburrimiento, siguieron observando el trabajo del equipo forense. Stephen Barton yacía a unos cinco metros de la escalera en medio de un río de mierda y desperdicios, y la corriente agitaba su pelo rubio. Era evidente que lo habían arrojado por la boca de la alcantarilla desde la calle y que su cuerpo había rodado tras el impacto contra el suelo.
El forense se irguió y se quitó los guantes de goma. Un inspector de Homicidios vestido de paisano, uno que no reconocí, le dirigió una mirada burlona. Él se la devolvió con cara de frustración y enojo.
– Tendremos que examinarlo en el laboratorio. Aquí no distingo una mierda de otra.
– Vamos, no la tome con nosotros -protestó el inspector con un tono de lamento poco convincente.
El forense dejó escapar un resoplido de irritación.
– Estrangulado -dijo a la vez que se abría paso a codazos a través del pequeño grupo-. Primero lo dejaron inconsciente de un golpe en la parte posterior de la cabeza y luego lo estrangularon. Ni se le ocurra preguntarme la hora de la muerte. Podría llevar aquí un día más o menos, probablemente no más. El cuerpo aún está bastante fláccido.
A continuación empezó a trepar por la escalera y sus pisadas resonaron en la alcantarilla.
El inspector hizo un gesto de indiferencia.
– Las cenizas a las cenizas, la mierda a la mierda -dijo, y se volvió hacia el cadáver.
Subí a la calle seguido por el forense. No necesitaba examinar el cuerpo de Barton. El golpe en la cabeza era un procedimiento poco habitual pero no insólito. Matar a un hombre por estrangulación puede requerir unos diez minutos en el supuesto de que entretanto no logre zafarse. Me habían hablado de aspirantes a asesino que perdían mechones de pelo, trozos de piel y, en un caso, hasta una oreja durante el forcejeo con sus víctimas. Mucho mejor, si era posible, empezar por el golpe en la cabeza. Y si el golpe se asestaba con fuerza suficiente, la estrangulación podía ser innecesaria.
Como Walter seguía hablando con los federales, me aparté de la alcantarilla lo más posible sin salir del cordón policial y respiré hondo el aire de la noche. El olor de los desechos humanos lo impregnaba todo, adhiriéndose a mi ropa con la firme determinación de la propia muerte. Al final, los federales volvieron a su coche y Walter se acercó lentamente a mí con las manos en los bolsillos del pantalón.
– Van a detener a Sonny Ferrera -informó. Resoplé.
– ¿Para qué? No habrá tenido tiempo ni de echar una meada y su abogado ya lo habrá sacado. Eso suponiendo que esté implicado, o que lo encuentren. Éstos ni aun cayéndose encontrarían el suelo.
Walter no estaba de humor.
– ¿Qué sabes? El chico pasaba mierda para Ferrera; le hace una jugada y acaba muerto, estrangulado para ser más exactos. -La estrangulación se había convertido en el método preferido de la mafia para liquidar a sus víctimas en los últimos años: era silencioso y limpio-. Ésos son los argumentos de los federales, y, en cualquier caso, lo detendrían como sospechoso de infringir una prohibición de fumar si creyesen que podían demostrarlo.
– Vamos, Walter, esto no es obra de los Ferrera. Echar a un tipo a una alcantarilla no… -Pero Walter ya se alejaba indicándome con una mano en alto que no quería oír nada más. Lo seguí-. ¿Y qué hay de la chica, Walter? ¿No encajará en algún sitio?
Se volvió hacia mí y apoyó una mano en mi hombro.
– Cuando te llamé, no pensé que fueras a venir corriendo como Dick Tracy. -Lanzó una mirada en dirección a los federales-. ¿Has sabido algo de ella?
– Creo que se ha marchado de la ciudad. Por ahora sólo puedo decir eso.
– Según el forense, Barton podría haber sido asesinado a primera hora del martes. Si la chica dejó la ciudad después, quizás haya alguna relación.
– ¿Vas a hablarles de ella a los federales?
Walter negó con la cabeza.
– Déjalos que vayan tras Sonny Ferrera. Tú dedícate a la chica. -Sí, señor -contesté-. Seguiré buscando.
Paré un taxi, consciente de que los federales me miraban incluso después de montar y de alejarme en la noche.
Se sabía que al viejo no le resultaba fácil mantener bajo control al único hijo que le quedaba con vida. Ferrera había visto cómo se desintegraba la Cosa Nostra en Italia por intentar, con creciente brutalidad, intimidar y aniquilar a los investigadores del Estado. Contrariamente a lo pretendido, sus métodos habían servido para que los más valerosos se reafirmaran en su empeño de continuar la lucha; las familias, en la situación actual, recordaban a las víctimas del incaprettamento, el método de ejecución conocido como la «estrangulación de la cabra». Al igual que una víctima con los brazos y las piernas atados al cuello, las familias se encontraban con que, cuanto más forcejeaban, más se tensaban las ataduras. El viejo tenía la firme intención de que eso no le ocurriese a su organización.
Por el contrario, Sonny veía en la violencia de los sicilianos un método de tiranía acorde con sus aspiraciones de poder. Acaso fuera ésa la diferencia entre padre e hijo. Cuando un asesinato era necesario, el viejo Ferrera utilizaba en la medida de lo posible la «lupara blanca», la completa desaparición de la víctima sin un rastro de sangre siquiera que revelase la verdad de lo ocurrido. La estrangulación de Barton llevaba sin duda el sello de la mafia, pero no así el abandono del cuerpo. Si el viejo hubiera estado detrás de su muerte, probablemente su última morada habrían sido las cloacas, pero no sin disolver antes el cadáver en ácido y tirarlo por el desagüe.
Por tanto, no creía que el viejo hubiese ordenado el asesinato del hijastro de Isobel Barton. Su muerte y la repentina desaparición de Catherine Demeter se habían producido con demasiada proximidad en el tiempo para tratarse de una mera coincidencia. Era posible, claro está, que Sonny hubiese ordenado por alguna razón el asesinato de ambos, ya que si estaba tan loco como parecía, un cadáver más no debía de preocuparle. Ahora bien, también existía la posibilidad de que Demeter hubiera matado a su novio y huido. Quizás él le pegaba con frecuencia; en ese caso, la señora Barton me había contratado para localizar a una persona que no sólo era una amiga sino también la potencial asesina de su hijastro.
La casa de Ferrera se alzaba entre jardines arbolados. Se accedía por una única verja de hierro que se accionaba de forma electrónica. Había un interfono en el pilar de la izquierda. Llamé, di mi nombre y dije que deseaba ver al viejo. Una cámara instalada en lo alto del pilar enfocaba el taxi, y si bien no había nadie a la vista en el jardín, intuía la presencia de entre tres y cinco armas en las inmediaciones.
A unos cien metros de la casa había aparcado un sedán Dodge oscuro con dos hombres en los asientos delanteros. Preví una visita de los federales en cuanto llegara a mi apartamento, o posiblemente antes.
– Pase y espere junto a la verja -dijo la voz por el interfono-. Lo acompañaremos a la casa.
Obedecí y el taxi se fue. Un hombre de pelo cano con un traje oscuro y las consabidas gafas de sol salió de entre los árboles con un Heckler & Koch MP5 cruzado ante el pecho. Detrás de él apareció otro hombre, más joven, con indumentaria parecida. A mi derecha vi otros dos guardas, también armados.
– Apóyese contra la pared -dijo el hombre canoso.
Me registró profesionalmente bajo la atenta mirada de los otros, extrajo el cargador de mi Smith & Wesson y me quitó el de reserva que llevaba en el cinturón. Accionó el resorte para expulsar la bala de la recámara y me devolvió el arma. A continuación me indicó que me dirigiese hacia la casa y permaneció a mi derecha y un poco por detrás para no perder de vista mis manos. Nos siguieron dos hombres, uno a cada lado del camino. No era de extrañar que el viejo Ferrera hubiese vivido tantos años.
Desde fuera la casa parecía sorprendentemente modesta, un edificio alargado de dos plantas con ventanas estrechas en la fachada y una galería a lo largo del piso superior. Otros hombres patrullaban por el cuidado jardín y el camino de grava. A la derecha de la casa había un Mercedes negro, con el chófer al lado por si lo necesitaban. La puerta ya estaba abierta, y en el zaguán aguardaba Bobby Sciorra con la mano derecha cogida a la muñeca izquierda como un sacerdote en espera de los donativos.
Sciorra medía un metro ochenta y cinco y debía de pesar unos setenta kilos; bajo el traje gris, sus miembros se dibujaban como afiladas hojas. Su cuello estriado era casi tan largo como el de una mujer, y la inmaculada blancura de la camisa sin cuello, abrochada hasta el último botón, realzaba su palidez. Mechones de cabello corto y oscuro le rodeaban la calva, y su cabeza formaba un cono tan aguzado que parecía puntiaguda. Sciorra era un cuchillo hecho carne, un instrumento humano de dolor, a la vez cirujano y bisturí. El FBI creía que había intervenido directamente en más de treinta asesinatos. La mayoría de quienes lo conocían opinaba que el FBI se quedaba corto en sus cálculos.
Cuando me acerqué, sonrió mostrando unos dientes perfectamente blancos que resplandecían entre los finos labios. Pero la sonrisa no se reflejó en sus ojos; desapareció en la irregular cicatriz que descendía desde su oreja izquierda, cruzaba el puente de la nariz y terminaba justo debajo del lóbulo de la oreja derecha. La cicatriz devoró su sonrisa como una segunda boca.
– Has de tener huevos para presentarte aquí -dijo todavía sonriente, moviendo de manera casi imperceptible la cabeza de un lado a otro.
– ¿Es una admisión de culpabilidad, Bobby? -pregunté.
La sonrisa siguió inalterable.
– ¿Para qué quieres ver al jefe? No tiene tiempo para un mierda como tú. -La sonrisa se ensanchó visiblemente-. Por cierto, ¿cómo están tu mujer y tu hija? La niña debe de haber cumplido ya…, ¿cuántos? ¿Cuatro años?
Empecé a notar un latido rojo y sordo en la cabeza, pero me contuve apretando los puños a los costados. Sabía que sería hombre muerto aun antes de que mis manos se cerraran en torno a la blanca piel de Sciorra.
– Stephen Barton ha aparecido muerto en una cloaca esta noche. Los federales buscan a Sonny y probablemente a ti también. Me preocupa vuestro bienestar. No me gustaría que os pasara nada malo a ninguno de los dos sin mi intervención.
La sonrisa de Sciorra no cambió. Parecía a punto de contestar cuando una voz, baja pero imperiosa, sonó por el sistema intercomunicador de la casa. La edad le daba una ronca resonancia en la que estaba presente el estertor de la muerte, acechando desde el fondo como los vestigios de las raíces sicilianas de Don Ferrera.
– Déjalo pasar, Bobby -dijo.
Sciorra retrocedió y abrió una puerta de dos hojas situada en medio del zaguán para evitar las corrientes de aire. El canoso guarda entró detrás de mí cuando seguí a Sciorra, que esperó a que él hubiese cerrado la primera puerta antes de abrir una segunda al final del zaguán.
Aun sentado y encorvado por la edad, el viejo era un hombre imponente. Tenía el pelo plateado y alisado con brillantina hacia atrás desde las sienes, pero bajo su bronceada piel se adivinaba una palidez enfermiza y sus ojos parecían legañosos. Sciorra cerró la puerta dejando al guarda fuera, y volvió a adoptar su pose sacerdotal.
– Siéntese, por favor -dijo el viejo y señaló un sillón. Abrió una caja de taracea que contenía cigarrillos turcos, cada uno con una pequeña cinta dorada. Le di las gracias pero rehusé el ofrecimiento. Suspiró-. Lástima. Me gusta el aroma, y me los han prohibido. Nada de tabaco, nada de mujeres, nada de alcohol. -Cerró la caja y la contempló con nostalgia por un momento. Luego cruzó las manos y las apoyó en el escritorio-. Ahora no tiene usted título -añadió.
Entre los «hombres de honor» ser llamado «señor» cuando uno tenía un título equivalía a un insulto intencionado. A veces los investigadores federales lo utilizaban para denigrar a los sospechosos de la mafia, prescindiendo del trato más formal de «don» o «tío».
– Entiendo que no pretende insultarme, don Ferrera -contesté.
Asintió con la cabeza y se quedó en silencio.
Durante la época que fui inspector, había tratado alguna vez con los hombres de honor y siempre me dirigía a ellos con cautela y sin arrogancia ni presunción. El respeto debía pagarse con respeto y los silencios debían interpretarse como señales. Entre ellos, todo tenía un significado y en su forma de comunicarse aplicaban la misma economía y eficacia que en sus métodos de violencia.
Los hombres de honor hablaban sólo de lo que les atañía de forma directa, respondían sólo a preguntas específicas y preferían guardar silencio a mentir. Un hombre de honor estaba absolutamente obligado a decir la verdad y no quebrantaba estas normas más que cuando lo justificaba el comportamiento anómalo de los demás. Ello presuponía, para empezar, que se consideraba honorables a los chulos, a los asesinos y a los narcotraficantes, o que el código no era más que el extemporáneo ceremonial de otra época, conservado para conferir una pátina aristocrática a matones y criminales.
Aguardé a que rompiera el silencio.
Se levantó y, con andar lento y casi penoso, cruzó el despacho y se detuvo junto a un aparador sobre el que un plato irradiaba un brillo apagado.
– Al Capone comía en platos de oro, ¿lo sabía? -preguntó. Le contesté que no-. Sus hombres los llevaban en una funda de violín al restaurante y los ponían en la mesa para que Al Capone y sus invitados comieran en ellos. ¿Por qué cree que un hombre siente la necesidad de comer en un plato de oro?
Esperó una respuesta a la vez que intentaba ver mi reflejo en el plato.
– Cuando uno tiene mucho dinero, adquiere gustos raros, excéntricos -dije-. Al cabo de un tiempo, ni siquiera la comida le sabe bien a menos que se la sirvan en porcelana u oro. No es digno de alguien con tanto dinero e influencia comer en los mismos platos que la gente corriente.
– Se cae en la exageración, creo -afirmó, pero ya no parecía hablarme a mí y era su propio reflejo el que observaba en el plato-. En cierto modo está mal. Hay gustos que uno no debería permitirse porque son vulgares. Son indecentes. Van contra la naturaleza.
– Supongo, pues, que ése no es uno de los platos de Al Capone.
– No, me lo regaló mi hijo en mi último cumpleaños. Se lo conté y encargó el plato.
– Quizá no captó la esencia de la historia -dije.
El cansancio se dibujaba en su rostro. Era el rostro de un hombre que no dormía bien desde hacía tiempo.
– En cuanto a ese muchacho asesinado, ¿piensa que mi hijo ha tenido algo que ver?, ¿piensa que esto ha sido obra suya? -preguntó por fin, y volvió a situarse frente a mí, con la vista clavada en algo lejano. No seguí su mirada para averiguar en qué se fijaba.
– No lo sé. Pero, por lo visto, el FBI sí lo cree.
Esbozó una sonrisa vacía y cruel que por un instante me recordó la de Bobby Sciorra.
– Y su interés en esto es la chica, ¿no?
Me sorprendí, aunque no tenía por qué. Como mínimo para Bobby Sciorra, el pasado de Barton debía de ser sobradamente conocido, y con toda seguridad había circulado deprisa en cuanto se descubrió el cadáver. Pensé que mi visita a Pete Hayes quizá también hubiese contribuido. Ignoraba si el viejo sabría mucho o no, pero su siguiente pregunta lo dejó claro: no mucho.
– ¿Para quién trabaja?
– No puedo decirlo.
– Podemos averiguarlo. Al viejo del gimnasio le sacamos bastante información.
Así que había sido eso. Hice un leve gesto de indiferencia. De nuevo permaneció en silencio por un rato.
– ¿Cree que mi hijo ha matado a la chica?
– ¿La ha matado? -pregunté.
Don Ferrera volvió la cabeza hacia mí y aguzó sus ojos legañosos.
– Cuentan de un hombre que cree que su mujer le pone los cuernos. Acude a un amigo, un viejo amigo de confianza, y le dice: «Creo que mi mujer me engaña pero no sé con quién. La he observado pero no puedo averiguar la identidad del hombre. ¿Qué hago?».
«Resulta que su amigo es el hombre con quien lo engaña la esposa, pero éste, para despistarlo, dice que ha visto a la mujer con otro hombre, un individuo conocido por su comportamiento deshonroso con las esposas ajenas. Y entonces el cornudo dirige la atención hacia ese tipo y su mujer continúa engañándolo con su mejor amigo. -Terminó y me miró fijamente.
Todo ha de interpretarse, todo está en clave. Vivir mediante señales es comprender la necesidad de encontrar significado a información en apariencia intrascendente. El viejo se había pasado casi toda la vida buscando el significado de las cosas y esperaba que los demás obraran del mismo modo. Con su cínica anécdota expresaba la convicción de que su hijo no era el responsable de la muerte de Barton y de que quienquiera que fuese el responsable se beneficiaba del hecho de que el FBI y la policía se concentrasen en la presunta culpabilidad de Sonny. Tras aquellos ojos, don Ferrera sabía realmente qué ocurría. Sciorra era capaz de todo, incluso de perjudicar a su jefe en su propio provecho.
– Ha llegado a mis oídos que quizá Sonny tenga un repentino interés en mi estado de salud -dije.
El viejo sonrió.
– ¿Qué clase de interés en su salud, señor Parker?
– La clase de interés que podría provocar un súbito empeoramiento de mi salud.
– No sé nada de eso. Sonny es un hombre independiente.
– Es posible, pero si alguien me la juega, me encontraré con Sonny en el infierno.
– Pediré a Bobby que lo compruebe.
Eso no representó un gran alivio. Me levanté para marcharme.
– Un hombre inteligente buscaría a la chica -dijo el viejo, también de pie, dirigiéndose hacia una puerta del rincón, al otro lado del escritorio-. Viva o muerta, la chica es la clave.
Quizás estaba en lo cierto, pero debía de tener sus razones para señalarme en dirección a la chica. Y mientras Bobby Sciorra me acompañaba a la puerta de entrada, me pregunté si yo era el único que buscaba a Catherine Demeter.
Un taxi esperaba frente a la verja de la mansión de Ferrera para llevarme de regreso al East Village. Al final me dio tiempo de ducharme y preparar café en mi apartamento antes de que el FBI llamase a la puerta. Me había puesto un pantalón largo de deporte y una sudadera, así que tuve la sensación de ir vestido de un modo un tanto informal al lado de los agentes especiales Ross y Hernández. Como música de fondo, los Blue Nile tocaban A Walk Across de Rooftops, ante lo cual Hernández arrugó la nariz en un gesto de aversión. No vi necesidad de disculparme.
Era Ross quien más hablaba, mientras Hernández examinaba sin disimulo el contenido de la estantería, mirando las tapas de los libros y leyendo las polvorientas solapas. No me pidió permiso para hacerlo, y a mí no me gustó.
– En el estante de abajo hay algunos ilustrados -comenté-. Pero no tengo lápices de colores. Confío en que hayáis traído los vuestros.
Hernández me miró con expresión ceñuda. Contaba cerca de treinta años y probablemente aún daba crédito a todo lo que le habían enseñado en Quantico sobre la agencia. Me recordaba a los guías turísticos del Edificio Hoover, esos que llevan en rebaño de un lado a otro a las amas de casa de Minnesota mientras sueñan con abatir a tiros a narcotraficantes y terroristas internacionales. Probablemente Hernández aún se negaba a creer que Hoover se vestía de mujer.
Ross era harina de otro costal. Había pertenecido a la Brigada de Incautación de Alijos en Nueva York durante los años setenta y su nombre había sonado en relación con unos cuantos casos importantes posteriores a las leyes del proyecto RICO. Tenía la impresión de que probablemente era un buen agente pero un ser humano despreciable. Ya había decidido qué le diría: nada.
– ¿Qué has ido a hacer a casa de Ferrera esta noche? -preguntó después de declinar mi ofrecimiento de café como un mono que rechazara un fruto seco.
– Soy repartidor de periódicos y está en mi ruta.
Ross ni siquiera fingió una sonrisa. Hernández me miró con expresión aún más ceñuda. Si yo hubiera sido una persona nerviosa, quizá la tensión se me habría disparado.
– No seas gilipollas -replicó Ross-. Podría detenerte como sospechoso de estar implicado en el crimen organizado, dejarte encerrado durante un tiempo y luego soltarte, pero ¿de qué nos serviría eso a nosotros o a ti? Te lo preguntaré otra vez: ¿por qué has ido a casa de Ferrera esta noche?
– Llevo a cabo una investigación. Es posible que Ferrera tenga algo que ver.
– ¿Qué investigas?
– Eso es confidencial.
– ¿Quién te ha contratado?
– Confidencial. -Estuve tentado de repetirlo entonando como un sonsonete, pero dudé de que Ross estuviera de humor. Quizá tenía razón, quizá yo era un gilipollas; pero no me hallaba más cerca de encontrar a Catherine Demeter que veinticuatro horas antes, y la muerte de su amigo había abierto todo un abanico de posibilidades, sin que una sola de ellas fuera especialmente atractiva. Si Ross pretendía atrapar a Sonny Ferrera o a su padre, era su problema. Yo ya tenía problemas de sobra.
– ¿Qué le has dicho a Ferrera sobre la muerte de Barton?
– Nada que no supiera ya, teniendo en cuenta que Hansen llegó al lugar del crimen antes que vosotros -contesté. Hansen era un reportero del Post, un buen reportero. Había moscas que envidiaban la capacidad de Hansen para olfatear un cadáver, pero si alguien tuvo tiempo de pasar el soplo a Hansen, casi con toda seguridad ese alguien había informado a Ferrera aún antes. Walter estaba en lo cierto: en algunas secciones del Departamento de Policía había más filtraciones que en una casa con goteras.
– Oye -dije-, sé lo mismo que vosotros. No creo que Sonny esté involucrado, tampoco el viejo. En cuanto a otros…
Ross alzó la vista con un gesto de frustración. Un momento después me preguntó si conocía a Bobby Sciorra. Le dije que había tenido el placer. Ross se quitó una microscópica mota de la corbata, que parecía una de esas que encuentras en las rebajas de Filene's Basement cuando ya se han llevado todo lo que merecía la pena.
– Según he oído, Sciorra ha estado diciendo por ahí que va a darte una lección. Opina que eres un entrometido de mierda. Probablemente tenga razón.
– Espero que hagáis cuanto esté en vuestras manos para protegerme.
Ross sonrió, una mínima contracción de los labios que reveló unos colmillos pequeños y puntiagudos. Pareció la reacción de una rata al golpearle la cara con un palo.
– Quédate tranquilo, haremos cuanto esté en nuestras manos para encontrar al culpable en cuanto te pase algo.
Hernández sonrió también cuando se encaminaron hacia la puerta. Tal para cual.
Le devolví la sonrisa.
– Ya sabéis dónde está la salida. Y por cierto, Hernández… -Se detuvo y se volvió-. Voy a contar los libros.
Ross hacía bien concentrando sus energías en Sonny. Quizá fuera, en rigor, un personaje de segunda fila en muchos sentidos -unas cuantas salas de espectáculos porno cerca del puerto, un club en Mott con un letrero escrito a mano y pegado con cinta adhesiva sobre el teléfono que recordaba a los miembros que éste estaba pinchado, diversos trapicheos con la droga, préstamos con usura y proxenetismo difícilmente iban a convertirlo en un enemigo público número uno-, pero Sonny era el eslabón débil en la cadena de Ferrera. Si se rompía, quizá los llevara hasta Sciorra y el propio viejo.
Observé a los dos agentes del FBI desde la ventana mientras subían al coche. Ross se detuvo junto a la puerta del copiloto y miró hacia la ventana un instante. El cristal no se hizo añicos bajo la presión. Yo tampoco, pero tuve la sensación de que el agente Ross no se había esforzado realmente, no todavía.
A la mañana siguiente, pasaban ya de las diez cuando llegué a casa de los Barton. Un lacayo no identificado abrió la puerta y me acompañó al mismo despacho en el que había conocido a Isobel Barton el día anterior, con el mismo escritorio y la misma señorita Christie, quien, aparentemente, llevaba el mismo traje gris y tenía la misma expresión antipática en la cara.
No me ofreció asiento, así que permanecí de pie con las manos en los bolsillos para que los dedos no se me entumeciesen en aquel ambiente frío. Se concentró en unos papeles que tenía sobre el escritorio sin dirigirme siquiera la mirada de nuevo. Me acerqué a la chimenea y admiré un perro de porcelana colocado en el extremo de la repisa. Probablemente formaba parte de lo que en otro tiempo había sido una pareja, ya que había un espacio vacío en el lado opuesto. Parecía solo y sin un amigo.
– Pensaba que estas piezas venían por parejas.
La señorita Christie alzó la vista y arrugó el rostro con una mueca de enfado como una imagen de un periódico antiguo.
– El perro -repetí-. Pensaba que estos perros de porcelana se venden por parejas a juego.
El perro no me interesaba especialmente, pero ya me había cansado de que la señorita Christie hiciera como si yo no estuviese, e irritarla me proporcionó cierto placer.
– Formaba parte de una pareja -respondió al cabo de un momento-. El otro se… rompió hace tiempo.
– Debió de ser una pena -comenté, intentando aparentar que lo decía en serio pero sin conseguirlo.
– Lo fue. Tenía un valor sentimental.
– ¿Para usted o para la señora Barton?
– Para las dos.
La señorita Christie cayó en la cuenta de que la había obligado a reconocer mi presencia pese a sus esfuerzos, así que tapó el bolígrafo cuidadosamente, cruzó las manos y adoptó una actitud formal.
– ¿Cómo está la señora Barton? -pregunté.
Algo que acaso podría identificarse como preocupación asomó por un instante al rostro de la señorita Christie y desapareció, igual que una gaviota al perderse de vista tras el borde de un acantilado.
– Está bajo el efecto de los sedantes desde anoche. Como puede imaginar, la noticia la afectó mucho.
– No pensaba que ella y su hijastro estuviesen tan unidos.
La señorita Christie me lanzó una mirada de desprecio. Quizá la mereciera.
– La señora Barton quería a Stephen como si fuera su propio hijo. No olvide que es usted un simple empleado, señor Parker. No tiene derecho a poner en tela de juicio la reputación de los vivos o de los muertos. -Movió la cabeza con un gesto de reproche ante mi falta de sensibilidad-. ¿A qué ha venido? Tenemos muchas cosas que hacer antes… -Se interrumpió y pareció ensimismarse por un momento-. Antes del funeral de Stephen -concluyó, y advertí que posiblemente su manifiesto pesar por los acontecimientos de la noche anterior no era simple preocupación por su jefa. Para ser un individuo con los elevados principios morales de un pez martillo, Stephen Barton tenía, desde luego, toda una corte de admiradoras.
– Debo ir a Virginia -dije-. Puede que el anticipo que recibí no sea suficiente. Quería que la señora Barton lo supiera antes de marcharme.
– ¿Tiene eso algo que ver con el asesinato?
– No lo sé. -La frase empezaba a convertirse en un estribillo-. Puede que haya relación entre la desaparición de Catherine Demeter y la muerte del señor Barton, pero no lo sabremos hasta que la policía averigüe algo o aparezca la chica.
– Bueno, yo no puedo autorizar esa clase de gastos en este momento -comenzó a explicar la señorita Christie-. Deberá esperar hasta después de…
La interrumpí. Sinceramente, empezaba a cansarme de la señorita Christie. Estaba acostumbrado a caer mal a la gente, pero la mayoría, como mínimo, tenía la decencia de conocerme antes, aunque fuera un poco.
– No le pido que lo autorice, y en cuanto vea a la señora Barton, no creo que siga siendo asunto suyo. Pero, como elemental norma de cortesía, he venido a expresar mis condolencias e informarle de mis avances.
– ¿Y cuáles son sus avances? -preguntó ella entre dientes. Se había puesto de pie y tenía los nudillos blancos, apoyados en el escritorio. En sus ojos asomó algo malévolo y ponzoñoso que enseñó los colmillos.
– Es posible que la chica se haya ido de la ciudad. Creo que ha vuelto a su casa, o lo que antes era su casa, pero no sé por qué. Si está allí, la encontraré, me aseguraré de que sigue bien y me pondré en contacto con la señora Barton.
– ¿Y si no está?
Dejé la pregunta en el aire. No había respuesta, ya que si Catherine Demeter no estaba en Haven, sería como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra hasta que hiciera algo que permitiera seguirle la pista, como utilizar una tarjeta de crédito o telefonear a su preocupada amiga.
Me invadió una sensación de cansancio y crispación. Parecía que el caso se fragmentaba, y los trozos se apartaban de mí vertiginosamente y brillaban a lo lejos. Había en juego demasiados elementos para ser mera coincidencia, y sin embargo la experiencia me disuadía de intentar unirlos por la fuerza para formar una imagen con sentido pero falsa, un orden impuesto sobre el caos de la muerte y el asesinato. Aun así, tenía la impresión de que Catherine Demeter era una de las piezas, y de que debía encontrarla para establecer qué papel desempeñaba en todo aquello.
– Me voy a última hora de la mañana. Telefonearé si averiguo algo.
El brillo había desaparecido de los ojos de la señorita Christie y la virulenta criatura que habitaba dentro de ella había vuelto a enroscarse para dormir un rato. Ni siquiera estaba seguro de si me había oído. La dejé así, con los nudillos todavía sobre el escritorio, la mirada ausente, perdida en su interior, el rostro terso y pálido como si la inquietase lo que veía.
Finalmente me retrasé a causa de nuevos problemas con el coche, y eran ya las cuatro de la tarde cuando regresé en el Mustang a mi apartamento para hacer la maleta.
Soplaba una agradable brisa cuando subí por la escalinata buscando a tientas las llaves. Envoltorios de caramelos rodaban por la calle y las latas de refrescos vacías tintineaban como campanillas al desplazarse. Un periódico abandonado se deslizó por la acera, y el roce sonó como los susurros de una amante muerta.
Subí los cuatro tramos de escalera hasta mi puerta, entré en el apartamento y encendí una lámpara. Media hora después estaba terminándome el café, con la bolsa ya preparada a mis pies, cuando sonó el móvil.
– Hola, señor Parker -dijo una voz masculina. Era una voz neutra, casi artificial, y oía chasquidos entre las palabras como si éstas fueran fragmentos de otra conversación recompuesta.
– ¿Quién es?
– Ah, no nos han presentado, pero tenemos conocidos comunes. Su esposa y su hija. Podría decirse que estuve con ellas en sus últimos momentos.
La voz cambiaba cada pocas palabras: de pronto era aguda, de pronto grave, primero masculina, luego femenina. En cierto punto me dio la impresión de que hablaban tres voces simultáneamente y después pasó a ser de nuevo una única voz masculina.
Noté como si la temperatura del apartamento bajara y éste se alejara de mí. Sólo quedaban el teléfono, los diminutos orificios del micrófono y el silencio al otro lado de la línea.
– No es la primera vez que me llama un bicho raro -repliqué con más aplomo del que sentía-. Usted no es más que otro tipo solitario en busca de una casa que rondar.
– Les despellejé la cara. Le rompí la nariz a su mujer estampándola contra la pared junto a la puerta de la cocina. No dude de mí. Soy el hombre que ha estado buscando. -Pronunció las últimas palabras con voz de niño, alegre y penetrante.
Sentí una punzada de dolor tras los ojos y el rumor de la sangre en mis oídos sonaba tan intenso como el embate de las olas contra un promontorio inhóspito y gris. No me quedaba saliva en la boca, sólo una sensación de sequedad y polvo. Cuando tragué, fue como si me bajara tierra por la garganta. Me dolió y me costó recobrar la voz.
– Señor Parker, ¿se encuentra bien? -Aunque serenas, solícitas y casi tiernas, aquellas palabras parecían proceder de cuatro voces distintas.
– Le encontraré.
Se echó a reír. La distorsión del sintetizador se hizo más evidente. Parecía dividirse en pequeñas unidades, del mismo modo que la pantalla de un televisor cuando uno se acerca y la imagen se descompone en puntos diminutos.
– Pero soy yo quien le ha encontrado a usted -dijo-. Quería que le encontrara, como quería que las encontrara a ellas e hiciera lo que hice. Usted me metió en su vida. Existo gracias a usted. Estuve esperando su llamada durante mucho tiempo. Usted quería que murieran. ¿No odiaba a su mujer esas horas antes de que yo me la llevara? Y a veces, en la oscuridad de la noche, ¿no tiene que reprimir un sentimiento de culpabilidad por la sensación de libertad que le produce saber que ella está muerta? Yo le liberé. Lo mínimo que podría hacer es demostrar un poco de gratitud.
– Es usted un hombre enfermo, pero eso no le salvará.
Comprobé el identificador de llamadas del teléfono y me quedé paralizado. Reconocí el número. Era el de la cabina de la esquina. Me dirigí hacia la puerta y empecé a bajar por la escalera.
– No, «hombre» no. En sus últimos momentos su mujer lo supo, su Susan, mientras la besaba, boca para el beso de la boca de ella, y le quitaba la vida. ¡Cómo la deseé en esos intensos momentos finales! Pero, claro, ésa ha sido siempre una de las debilidades de los de nuestro género. Nuestro pecado no ha sido el orgullo, sino el deseo de humanidad. Y la elegí a ella, la señora Parker, y a mi manera la amé. -Ahora la voz era grave y masculina. Resonaba en mi oído como la voz de un dios o un demonio.
– Váyase a la mierda -dije, y la bilis me subió a la garganta mientras notaba cómo el sudor perlaba mi frente y resbalaba por mi cara, un sudor enfermizo, fruto del miedo, contrapuesto a la furia de mi voz. Había bajado tres tramos de escalera, sólo quedaba uno.
– No cuelgue aún. -La voz pasó a ser la de una niña, como mi hija, mi Jennifer, y en ese momento me asaltó un presentimiento sobre la naturaleza de aquel Viajante-. Pronto volveremos a hablar. Quizás entonces entienda usted con más claridad mis intenciones. Acepte el regalo que le mando. Espero que alivie su sufrimiento. Debería llegarle… más o menos… ahora.
Oí el timbre del interfono de mi apartamento. Dejé el móvil en el suelo y desenfundé la Smith & Wesson. Bajé los peldaños restantes de dos en dos a la vez que notaba la adrenalina fluyendo por mi organismo. La señora D'Amato, mi vecina, sobresaltada por el ruido, se había asomado a la puerta de su apartamento, el más cercano a la entrada, cerrándose la bata con la mano en torno al cuello. Pasé como un rayo ante ella, abrí la puerta y salí despacio retirando el seguro del arma con el pulgar.
En el portal había un niño negro de unos diez años a lo sumo. Sostenía un paquete cilíndrico, envuelto para regalo, y tenía los ojos abiertos como platos de miedo y sorpresa. Lo agarré por el cuello de la camiseta y tiré de él hacia dentro. Ordené a la señora D'Amato que lo retuviera, que permanecieran ambos alejados del paquete, y corrí escalinata abajo hasta la calle.
Estaba desierto salvo por los papeles y las latas que rodaban por la acera. Resultaba extraño que no hubiera nadie, como si el Viajante y los habitantes del East Village se hubiesen confabulado contra mí. La cabina se encontraba en un extremo de la calle, bajo una farola. Allí no había nadie, y el auricular colgaba del gancho. Me acerqué corriendo, apartándome de la pared a medida que me aproximaba a la esquina por si alguien me esperaba al otro lado. Allí, la calle bullía de transeúntes, alegres parejas paseando de la mano, turistas, amantes. A lo lejos vi las luces del tráfico y sentí alrededor los sonidos de un mundo más seguro y trivial que el que yo tenía la sensación de haber dejado atrás.
Me di la vuelta al oír de pronto unos pasos a mis espaldas. Una mujer joven se acercaba al teléfono buscando unas monedas en su cartera. Alzó la vista cuando me aproximé y retrocedió al ver el arma.
– Busque otra cabina -dije.
Eché un último vistazo alrededor, puse el seguro de la pistola y me la guardé al cinto. Apuntalé el pie en el poste del teléfono y, con las dos manos, arranqué el cable del teléfono con una fuerza que no era natural en mí. A continuación regresé a casa llevando el auricular ante mí como un pez al extremo de un sedal.
La señora D'Amato retenía en su apartamento al niño sujetándolo por los brazos mientras él forcejeaba con lágrimas en las mejillas. Lo agarré por los hombros y me agaché para estar a su altura.
– Eh, no pasa nada. Cálmate. No te has metido en ningún lío; sólo quiero hacerte unas preguntas. ¿Cómo te llamas?
El niño se tranquilizó un poco, pero aún sollozaba convulsamente. Lanzó una mirada nerviosa a la señora D'Amato y luego intentó escapar en dirección a la puerta. Casi lo consiguió al lograr quitarse la cazadora cuando tiró de los brazos, pero a causa del esfuerzo resbaló y se cayó, y yo me abalancé sobre él. A tirones, lo llevé hasta una silla, lo obligué a sentarse y le di a la señora D'Amato el número de teléfono de Walter Cole. Le pedí que le dijera que era urgente y que viniera cuanto antes.
– ¿Cómo te llamas, muchacho?
– Jake.
– Muy bien, Jake. ¿Quién te ha dado esto? -pregunté y señalé con la cabeza el paquete que estaba en la mesa a nuestro lado, envuelto en papel azul decorado con ositos y bastones de caramelo y coronado con un lazo de vivo color azul.
Jake negó con la cabeza, y lo hizo con tal energía que las lágrimas salieron despedidas en ambas direcciones.
– Tranquilo, Jake. No tengas miedo. ¿Era un hombre, Jake? -dije. Jake, Jake. Sigue llamándolo por su nombre, cálmalo, haz que se concentre.
Volvió la cara hacia mí con los ojos muy abiertos y asintió.
– ¿Has visto cómo era, Jake?
Bajó la barbilla y empezó a llorar con sollozos tan estridentes que la señora D'Amato regresó a la puerta de la cocina.
– Ha dicho que me haría daño -explicó Jake-. Ha dicho que me arrancaría la cara.
La señora D'Amato se acercó al niño, y éste rodeó con sus pequeños brazos la gruesa cintura de la mujer y escondió la cara entre los pliegues de su bata.
– ¿Lo has visto, Jake? ¿Has visto cómo era? -Se volvió hacia mí sin apartarse de la señora D'Amato.
– Tenía un cuchillo como los que usan los médicos en la televisión. -El niño abrió la boca con una mueca de terror-. Me lo ha enseñado, me ha tocado aquí con la punta. -Se llevó un dedo a la mejilla izquierda.
– Jake, ¿le has visto la cara?
– Estaba muy oscuro -contestó Jake, con creciente histeria-. No…, no se veía nada. -Su voz se elevó hasta convertirse en un alarido-. No tenía cara.
Pedí a la señora D'Amato que se llevara a Jake a la cocina hasta que llegara Walter Cole y luego me senté a examinar el regalo del Viajante. Tenía unos veinticinco centímetros de alto y unos veinte de diámetro y al tacto parecía contener algo de cristal. Saqué mi navaja de bolsillo y, con delicadeza, levanté un ángulo del envoltorio para comprobar si había cables o almohadillas de presión. No había nada. Corté las dos tiras de cinta adhesiva que fijaban el papel y retiré con suavidad los osos sonrientes y los bastones de caramelo.
La superficie del tarro estaba limpia y percibí el olor del desinfectante que había utilizado para borrar sus huellas. En el líquido amarillento que contenía vi mi propia cara reflejada por partida doble: primero en la superficie de cristal y después, dentro, en la cara de mi hija antes tan preciosa. Descansaba blandamente contra el costado del tarro, ahora descolorida e hinchada como el rostro de un ahogado, con jirones de carne semejantes a zarcillos sobresaliendo del contorno, y los párpados cerrados como si estuviera en reposo. Gemí en un arrebato cada vez más intenso de dolor y miedo, de odio y culpabilidad. En la cocina, Jake sollozaba, y de pronto oí mis gritos mezclados con los suyos.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que llegó Cole. Observó con el semblante lívido el contenido del tarro y luego avisó al Departamento Forense.
– ¿Lo has tocado?
– No. Hay también un auricular de teléfono. El número coincide con el que aparecía en el identificador del móvil, pero no sé si encontrarán huellas. Ni siquiera estoy seguro de que llamara desde ese teléfono; ese número no debería haber aparecido en el identificador. Su voz me llegaba a través de un sintetizador. Creo que filtraba las palabras mediante un software muy especializado, algo con reconocimiento de voz y manipulación del tono, y que quizás ha hecho pasar la llamada por ese número. No lo sé. Son sólo suposiciones. -Hablaba balbuceando, atropelladamente. Temía qué pudiera pasar si callaba.
– ¿Qué ha dicho?
– Creo que está preparándose para actuar otra vez.
Walter se sentó pesadamente y se pasó la mano por la cara y el pelo. A continuación, con la mano enguantada, agarró el borde del papel y, casi con ternura, lo utilizó para cubrir el tarro, como un velo.
– Ya sabes lo que tenemos que hacer -dijo-. Necesitamos saber todo lo que ha dicho, cualquier cosa que nos ayude a seguirle la pista. Haremos lo mismo con el niño.
Yo fijaba la mirada en Cole, en el suelo, en cualquier parte menos en la mesa y los restos de todo aquello que había perdido.
– Se cree que es un demonio, Walter.
Cole volvió a mirar la figura del tarro.
– Quizá lo sea.
Cuando salimos hacia la comisaría, un enjambre de policías frente al edificio se disponía a tomar declaración a los vecinos, a los transeúntes, a cualquiera que pudiera haber visto al Viajante. El niño, Jake, nos acompañó, y sus padres llegaron poco después con la expresión de temor y malestar que la gente pobre y decente adopta en la ciudad cuando se entera de que un hijo suyo está con la policía.
El Viajante debía de haberme seguido durante todo el día y haber observado mis movimientos para llevar a cabo sus planes. Repasé mis movimientos, intenté recordar las caras, a los desconocidos, a cualquiera cuya mirada se hubiera prolongado un instante más de lo necesario. No recordé nada.
En la comisaría, Walter y yo repasamos la conversación una y otra vez, separando todo aquello que podía ser útil, que podía poner de relieve algún rasgo distintivo del asesino.
– ¿Dices que la voz cambiaba? -preguntó.
– Repetidamente. En cierto momento incluso me pareció oír a Jennifer.
– Eso podría servirnos de algo. La síntesis de la voz a ese nivel tiene que haberse hecho con un ordenador. Mierda, podría haberse limitado a dirigir la llamada a través de ese número, como tú has dicho. Según el niño, le dio el tarro a las cuatro de la tarde y le encargó que lo entregara a las cuatro y treinta y cinco exactamente. Esperó en un callejón contando los segundos con su reloj digital de los Power Rangers. Eso le habría dado a ese tipo tiempo suficiente para volver a su casa y redirigir la llamada. No sé lo suficiente de estas cosas. Quizás haya necesitado acceso a una centralita para hacerlo. Debo encontrar algún experto que lo compruebe.
La mecánica de la síntesis de voz era una cosa, pero otra muy distinta era la razón para utilizar esa síntesis. Quizás el Viajante no deseaba dar demasiadas pistas. Una muestra de voz podía reconocerse, guardarse, compararse e incluso utilizarse contra él en el futuro.
– ¿Y qué te parece el comentario del niño, eso de que el individuo del bisturí no tenía cara? -preguntó Walter.
– Una máscara, quizá, para evitar el menor riesgo de identificación. Tal vez tenga alguna marca, ésa es otra opción. La tercera es que sea lo que parece ser.
– ¿Un demonio?
No contesté. No sabía qué era un demonio, si la inhumanidad de un individuo podía inducirlo a transformarse, a ser algo no humano; o si había cosas que ponían en tela de juicio toda idea convencional de lo que significaba ser humano, de lo que significaba existir en el mundo.
Cuando esa noche regresé al apartamento, la señora D'Amato me trajo un plato de fiambres y pan italiano, y se sentó conmigo durante un rato, por temor a cómo me encontraría después de lo ocurrido esa tarde.
Cuando se marchó, me puse bajo la ducha un buen rato con el agua lo más caliente que pude soportar, y me lavé las manos una y otra vez. Tardé mucho en dormirme enfermo de ira y miedo, con la vista fija en el teléfono móvil que había dejado en el escritorio. Tenía los sentidos tan despiertos que los oía zumbar.
– Léeme un cuento, papá.
– ¿Qué cuento quieres?
– Un cuento divertido. Los tres osos. El bebé oso es muy gracioso.
– Muy bien, pero luego tienes que dormirte.
– Vale.
– Sólo un cuento.
– Sólo uno. Luego me dormiré.
En una autopsia primero se fotografía el cuerpo, vestido y desnudo. Ciertas partes se radiografían para determinar la presencia de fragmentos de hueso u objetos extraños incrustados en la carne. Se toma nota de todos los rasgos externos: el color del cabello, la estatura, el peso, el estado del cuerpo, el color de ojos.
– El bebé oso abrió los ojos de par en par. «¡Alguien se ha comido mis copos de avena, y no queda nada!».
– ¡Nada!
Nada.
El examen interno se lleva a cabo desde arriba hacia ahajo, pero la cabeza es lo último que se examina. El pecho se examina para comprobar si hay indicio de fractura de costillas. Se practica una incisión en forma de «Y» cortando de hombro a hombro a través de los pechos y bajando luego desde el extremo inferior del esternón hasta el pubis. El corazón y los pulmones quedan a la vista. Se abre el pericardio y se extrae una muestra de sangre para determinar el grupo sanguíneo de la víctima. Luego se retiran el corazón, los pulmones, el esófago y la tráquea. Cada órgano se pesa, se hace un reconocimiento y se corta en secciones. Se extrae líquido de la cavidad pleural torácica para analizarlo. Se preparan muestras de tejido orgánico para su análisis bajo el microscopio.
– Y entonces Ricitos de Oro se fue corriendo y los tres osos no volvieron a verla nunca más.
– Léemelo otra vez.
– No. Un solo cuento, era el pacto. No tenemos tiempo para más.
– Sí tenemos tiempo.
– Esta noche no. Otra noche.
– No, esta noche.
– No. Otra noche. Habrá más noches y más cuentos.
Se examina el abdomen y se toma nota de cualquier lesión antes de la extracción de los órganos. Se analizan los fluidos del abdomen y se pesa, estudia y secciona cada órgano por separado. Se evalúa el contenido del estómago. Se toman muestras para el análisis toxicológico. El orden de extracción suele ser el siguiente: hígado, vesícula, glándulas suprarrenales y riñones, estómago, páncreas e intestinos.
– ¿Qué habéis leído?
– Ricitos de oro y los tres osos.
– Otra vez.
– Otra vez.
– ¿Vas a contarme un cuento a mí?
– ¿Qué cuento te gustaría oír?
– Alguno obsceno.
– Ah, conozco muchos cuentos de esos.
– Ya lo sé.
Se examinan los genitales en busca de lesiones o sustancias extrañas. Se obtienen frotis vaginales y anales y cualquier materia extraña recogida se envía al laboratorio para el análisis de ADN, se extrae la vejiga y se envía una muestra de orina a toxicología.
– Bésame.
– ¿Dónde?
– En todas partes. En los labios, los ojos, el cuello, la nariz, las orejas, las mejillas. Bésame en todas partes. Me encanta sentir tus besos.
– Supongamos que empiezo por los ojos y voy bajando desde ahí.
– Bien. Puedo sobrellevarlo.
Se examina el cráneo en un intento de encontrar indicios de lesión. La incisión trastemporal se realiza de oreja a oreja a la altura de la apófisis mastoides (por la parte superior de la cabeza). Se extrae el cuero cabelludo y se deja el cráneo al descubierto. Para cortar el cráneo se utiliza una sierra. Se examina y extrae el cerebro.
– ¿Por qué no podemos estar así más a menudo?
– No lo sé. Yo quiero que estemos así, pero no puedo.
– Yo te quiero así.
– Por favor, Susan…
– No… He notado el olor a alcohol en tu aliento.
– Susan, no puedo hablar de esto ahora. Ahora no.
– ¿Cuándo? ¿Cuándo vamos a hablar de esto?
– En otro momento. Voy a salir.
– Quédate, por favor.
– No. Volveré dentro de un rato.
– Por favor…
Rehoboth Beach, en Delaware, tiene un largo paseo entarimado delimitado a un lado por la playa y al otro por la clase de salones de juegos recreativos que uno recuerda de la infancia: partidas a veinticinco centavos donde puntuabas metiendo unas bolas de madera en unos agujeros; carreras con caballos de metal que descendían por una pista en pendiente y en las que podías ganar un oso de peluche con ojos de cristal; un estanque de ranas que esperaban que las pescases con un hilo del que colgaba un imán.
Ahora hay además ruidosos videojuegos y simuladores de vuelo espacial, pero Rehoboth aún conserva ese encanto del que, por ejemplo, carecía Dewey Beach, más al norte en la misma costa, o incluso Bethany. Un transbordador te lleva desde Cape May, en Nueva Jersey, hasta Lewes, en la costa de Delaware, y Rehoboth está a ocho o diez kilómetros al sur. En realidad no es la mejor manera de viajar a Rehoboth, ya que se pasa por toda la gama de hamburgueserías, tiendas y galerías comerciales de la U.S.l. Es mejor acceder desde el norte por Dewey, recorriendo la playa con kilómetros y kilómetros de dunas.
Desde esa dirección, Rehoboth se beneficia del contraste con Dewey. Se cruza el pueblo propiamente dicho por encima de una especie de lago ornamental, se pasa frente a la iglesia y, de pronto, se encuentra uno en la calle mayor, con sus librerías, sus tiendas de camisetas, sus bares y restaurantes en enormes y viejas casas de madera donde es posible tomarse una copa en el porche y ver a la gente pasear el perro en el ambiente tranquilo de la noche.
Cuatro de nosotros habíamos elegido Rehoboth para pasar un fin de semana y celebrar el ascenso a teniente de Tommy Morrison, pese a que el pueblo tenía fama de centro de reunión gay. Acabamos alojándonos en el Lord Baltimore, con sus habitaciones cómodas y anticuadas que evocan otra época, a menos de una manzana del bar Blue Moon, donde una multitud de hombres bronceados y vestidos con ropa cara se divertían ruidosamente hasta bien entrada la noche.
Yo era compañero de Walter Cole desde hacía poco tiempo. Sospechaba que él había movido los resortes necesarios para que me designaran a su lado, aunque nunca hablamos del tema. Con el consentimiento de Lee, viajó conmigo a Delaware, junto con Tommy Morrison y un amigo mío de la academia llamado Joseph Bonfiglioli, que resultó muerto de un tiro un año más tarde cuando perseguía a un tipo que había robado ochenta dólares en una licorería. Cada noche a las nueve, sin falta, Walter llamaba a Lee para saber cómo estaban ella y los niños. Era un hombre muy consciente de la vulnerabilidad de un padre.
Por aquel entonces, Walter y yo nos conocíamos desde hacía tiempo: unos cuatro años, creo. Lo vi por primera vez en uno de los bares frecuentados por policías. Yo era joven, acababa de dejar el uniforme y aún admiraba mi imagen en el espejo con la placa nueva. De mí se esperaban grandes cosas. Muchos creían que mi nombre terminaría saliendo en los periódicos. Y así fue, pero no por los motivos que ellos habían imaginado.
Walter era un hombre robusto que vestía trajes ligeramente gastados y a quien se le notaba la sombra oscura de la barba en las mejillas y el mentón incluso una hora después de haberse afeitado. Tenía fama de investigador tenaz y preocupado, con ocasionales destellos de lucidez que podían dar la vuelta a una investigación cuando el trabajo preliminar no había ofrecido resultados y no llegaba la necesaria cuota de suerte de la que depende casi toda investigación.
Walter Cole era también un lector voraz, un hombre que devoraba todo aquello que pudiera ampliar sus conocimientos del mismo modo que ciertas tribus devoran los corazones de sus enemigos con la esperanza de ser así más valerosos. Compartíamos el interés por Runyon y Wodehouse, por Tobías Wolff, Raymond Carver, Donald Barthelme, la poesía de e.e. cummings y, curiosamente, por el conde de Rochester, el dandi de la Restauración atormentado por sus fracasos: su pasión por el alcohol y las mujeres y su incapacidad para ser el marido que, a su juicio, merecía su esposa.
Recuerdo a Walter andando por el paseo entarimado de Rehoboth con una piruleta en la mano, una camisa chillona por encima de los pantalones cortos de color caqui, las sandalias chacoloteando ligeramente sobre la madera salpicada de arena, y un sombrero de paja para protegerse la cabeza ya medio calva. Pese a que bromeaba con nosotros, leyendo las cartas de los restaurantes y perdiendo dinero en las máquinas tragaperras, robándole patatas fritas a Tommy Morrison de la enorme bolsa de papel y chapoteando entre las frías olas del Atlántico, yo sabía que echaba de menos a Lee.
Y sabía también que vivir una vida como la de Walter Cole -una vida casi prosaica basada en los placeres que obtenía de breves momentos de felicidad y de la belleza de lo familiar, pero poco común por el valor que le atribuía a eso- era algo digno de envidia.
Conocí a Susan Lewis, tal como se llamaba entonces, en Lingo's Market, una tienda de alimentación a la antigua donde vendían hortalizas y cereales junto con quesos caros y donde anunciaban a bombo y platillo su propia panadería. Aún era un negocio familiar: la hermana, el hermano y la madre, una mujer menuda de pelo canoso con la energía de un terrier.
La primera mañana que pasamos en el pueblo salí a comprar café y el periódico en Lingo's, con la boca seca y las piernas todavía vacilantes por los excesos de la noche anterior. Ella estaba junto al mostrador pidiendo café en grano y pacanas, con el pelo más o menos recogido en una cola. Llevaba un vestido veraniego amarillo, tenía los ojos de un azul oscuro e intenso, y era preciosa.
Yo, por mi parte, no estaba en mi mejor momento, pero me sonrió cuando me coloqué junto a ella ante el mostrador rezumando alcohol por los poros. Y luego se fue dejando tras de sí una estela de perfume caro.
Aquel día la vi una segunda vez en el gimnasio de la Asociación de Juventudes Católicas cuando salía de la piscina y entraba en los vestuarios mientras yo intentaba sudar el alcohol en un aparato de remo. Después, durante uno o dos días, tuve la sensación de verla fugazmente por todas partes: en la librería, mirando las cubiertas de los thrillers de abogados; pasando frente a la lavandería con una bolsa de buñuelos; echando un vistazo a través de la cristalera del bar Irish Eyes desde la acera en compañía de una amiga, y, por último, me tropecé con ella una noche en el paseo, de espaldas al ruido de los salones recreativos y con el romper de las olas enfrente.
Estaba sola, absorta en la contemplación del oleaje, que tenía un resplandor blanco en la oscuridad. Poca gente paseaba por la playa para entorpecer la vista, y, en la periferia, lejos de los salones recreativos y los puestos de comida rápida, todo estaba asombrosamente vacío.
Me miró cuando me acerqué a ella. Sonrió.
– ¿Ya te encuentras mejor?
– Un poco. Me pillaste en un mal momento.
– Olí tu mal momento -dijo ella, arrugando la nariz.
– Lo siento. Si hubiera sabido que estarías allí, me habría vestido de etiqueta. -Y no lo decía en broma.
– No pasa nada. Yo también he tenido momentos como ése.
Y así empezó todo. Ella vivía en Nueva Jersey, iba a diario a Manhattan en tren para trabajar en una editorial, y un fin de semana de cada dos visitaba a sus padres en Massachusetts. Nos casamos al cabo de un año y tuvimos a Jennifer un año después. Disfrutamos quizá de tres años buenos juntos antes de que la relación empezara a deteriorarse. La culpa fue mía, creo. Cuando mis padres se casaron, los dos sabían cómo podía afectar a un matrimonio la vida de policía, él porque vivía esa vida y veía sus efectos reflejados en las vidas de quienes lo rodeaban, ella porque su padre había sido ayudante de sheriff en Maine y había dimitido del cargo antes de que le costara demasiado caro. Susan no había pasado por esa experiencia.
Era la menor de cuatro hermanos, sus padres aún vivían y todos la adoraban. Cuajado murió, me retiraron la palabra. Ni siquiera me hablaron ante la tumba. Al desaparecer Susan y Jennifer, fue como si me hubieran apartado de la corriente de la vida y dejado a la deriva en aguas quietas y oscuras.
La muerte de Susan y Jennifer atrajo mucha atención, pero por poco tiempo. Los detalles más íntimos del asesinato -el desollamiento, la extracción de los ojos y la piel de la cara- no se hicieron públicos; aun así empezaron a salir tipos raros de vaya usted a saber dónde. Durante un tiempo, los entusiastas de las crónicas negras llegaban en coche hasta la casa y se filmaban unos a otros con sus videocámaras en el jardín. Un agente de policía del barrio sorprendió incluso a una pareja intentando forzar la puerta trasera para entrar y posar en las sillas donde Susan y Jennifer habían muerto. Durante los días posteriores al crimen, llamaba habitualmente por teléfono gente que afirmaba estar casada con el asesino o que tenía la seguridad de haberlo conocido en una vida pasada, o incluso, en una o dos ocasiones, sólo para decir que se alegraban de que mi esposa y mi hija estuvieran muertas. Al final abandoné la casa y permanecí en contacto por teléfono y fax con el abogado en cuyas manos había dejado la venta.
Topé con la comuna en el sur de Maine un día que volvía a Manhattan desde Chicago tras seguir una vez más una pista falsa, un presunto asesino de niños llamado Myron Able, que ya estaba muerto cuando llegué, asesinado en el aparcamiento de un bar después de meterse con unos matones. Quizá también buscaba un poco de paz en algún lugar conocido, pero nunca llegué a la casa de Scarborough, la casa que mi abuelo me había dejado en su testamento.
Por entonces yo estaba muy mal. Cuando la chica me encontró vomitando y llorando ante la puerta cerrada de una tienda de electrónica y me ofreció una cama para pasar la noche, sólo pude asentir. Cuando sus compañeros, unos hombres enormes con las botas embarradas y camisas con olor a sudor y pinaza, me llevaron a rastras a su furgoneta y me echaron en la parte de atrás, en cierto modo albergaba la esperanza de que me mataran. Casi lo hicieron. Cuando dejé la comuna, cerca del lago Sebago, seis semanas más tarde, había perdido más de diez kilos y los músculos del abdomen me sobresalían como las placas dorsales de un caimán. De día trabajaba en la pequeña granja y asistía a sesiones en grupo donde otros como yo intentaban purgarse de sus demonios. Aún ansiaba el alcohol, pero reprimí el deseo como me habían enseñado. Rezábamos por las noches y todos los domingos un pastor pronunciaba un sermón sobre la abstinencia. La tolerancia, la necesidad de que todo hombre y toda mujer hallaran la paz dentro de sí. La comuna se autofinanciaba mediante los productos del campo que vendía, algunos muebles que realizaba, y los donativos de aquellos que habían sacado provecho de sus servicios, algunos hombres y mujeres acaudalados en la actualidad.
Pero yo seguía enfermo, consumido por el deseo de vengarme de quienes me rodeaban. Me sentía atrapado en un limbo: la investigación se encontraba en punto muerto y no avanzaría hasta que se cometiera un crimen similar y pudiera establecerse una pauta de comportamiento.
Alguien me había arrebatado a mi esposa y a mi hija y había quedado impune. En mi interior, el dolor, la rabia y la culpabilidad crecían y se agitaban como una marea roja a punto de desbordarse. Sentía como un dolor físico que me desgarraba la cabeza y me roía el estómago. Me llevó de nuevo a la ciudad, donde torturé y maté a Johnny Friday, un chulo, en los lavabos de una estación de autobuses donde esperaba aprovecharse de los niños sin hogar que llegaban a Nueva York.
Ahora pienso que siempre había tenido intención de matarlo, pero que había mantenido oculto el plan en algún rincón de mi mente. Lo tapé con interesadas justificaciones y excusas, iguales a las que había utilizado durante tanto tiempo cada vez que veía servir un vaso de whisky u oía el estampido gaseoso del tapón de una botella. Paralizado por mi propia incapacidad y la incapacidad de los demás para encontrar al asesino de Susan y Jennifer, vi una oportunidad de arremeter y la aproveché. Desde el instante en que tomé la pistola y los guantes y salí a la estación de autobuses, Johnny Friday era hombre muerto.
Friday era un negro alto y delgado. Con sus trajes oscuros de marca de tres botones y sus camisas sin cuello totalmente abrochadas, parecía un predicador. Repartía pequeñas Biblias y panfletos religiosos entre los recién llegados y les ofrecía caldo en un termo, y cuando los barbitúricos que contenía empezaban a hacer efecto, los llevaba a la parte trasera de una furgoneta que esperaba frente a la estación. Luego desaparecían, como si nunca hubieran llegado, hasta que volvía a vérselos en las calles como drogadictos maltrechos, prostituyéndose por el chute que Johnny les suministraba a precios desmedidos mientras practicaban los juegos que lo enriquecían a él.
El suyo era un negocio descarnado, e incluso en un medio que no se caracterizaba por su humanidad, Johnny Friday era irredimible. Proporcionaba niños a pederastas entregándolos en la puerta de selectos pisos francos, donde los violaban y sodomizaban antes de devolverlos a su propietario. Si los clientes eran lo bastante ricos y depravados, Johnny les permitía acceso al «sótano», en un almacén abandonado de la zona de producción textil. Allí, por un pago en efectivo de diez mil dólares, podían elegir a alguno de los miembros del establo de Johnny, chico o chica, niño o adolescente, al que podían torturar, violar y, si lo deseaban, matar, y Johnny se encargaba del cadáver. En ciertos círculos era conocido por su discreción.
Descubrí la existencia de Johnny Friday buscando al asesino de mi esposa y de mi hija. Por mediación de un antiguo soplón, averigüé que Johnny traficaba a veces con fotos y vídeos de tortura sexual, que era uno de los principales proveedores de esta clase de material, y que cualquiera cuyos gustos fueran en esa dirección entraría en contacto, en algún punto, con Johnny Friday o con alguno de sus representantes.
Así pues, estuve observándolo durante cinco horas desde la cafetería Au Bon Pain de la estación y, cuando fue a los servicios, lo seguí. Éstos se dividían en secciones, la primera con espejos y lavabos, la segunda formada por una hilera de urinarios a lo largo de la pared del fondo, y dos filas de retretes una frente a otra, separadas por un pasillo central. Junto a los lavabos, sentado en un pequeño cubículo de cristal, había un anciano, con un uniforme manchado, totalmente absorto en una revista cuando entré tras Johnny Friday. Había dos hombres lavándose las manos, dos en los urinarios y tres en los retretes, dos en la fila de la izquierda y uno en la de la derecha. Se oía música ambiental, una melodía irreconocible.
Contoneándose, Johnny Friday fue al urinario, del extremo derecho. Yo me coloqué a dos urinarios de él y esperé a que los otros hombres acabaran. En cuanto se fueron, me situé detrás de Johnny Friday, le tapé la boca con la mano y apoyé el cañón de la Smith & Wesson bajo su barbilla. A continuación lo obligué a entrar en el último retrete, el más alejado del otro retrete ocupado de esa fila.
– Eh, no, tío, no -susurró con los ojos abiertos como platos.
Le asesté un rodillazo en la entrepierna y cayó pesadamente de rodillas mientras yo echaba el pestillo a la puerta. Hizo un débil intento de levantarse y le golpeé con fuerza en la cara. Volví a acercar el arma a su cabeza.
– No digas una sola palabra. Date la vuelta.
– Por favor, tío, no.
– Cállate. Date la vuelta.
De rodillas, se volvió poco a poco. Le bajé la chaqueta hasta los brazos y luego lo esposé. Del otro bolsillo saqué un trapo y un rollo de cinta adhesiva. Le metí el trapo en la boca y di dos o tres vueltas con la cinta adhesiva alrededor de su cabeza. Después lo levanté y lo obligué a agacharse sobre el inodoro. Me dio una patada en la espinilla con el pie derecho e intentó erguirse, pero había perdido el equilibrio y lo golpeé otra vez. En esta ocasión permaneció agachado. Sin dejar de encañonarle escuché un momento por si venía alguien a causa del ruido. Sólo se oyó la cadena de un inodoro. Nadie vino.
Le dije a Johnny Friday lo que quería. Entornó los ojos al darse cuenta de quién era yo. El sudor brotó de su frente e intentó quitárselo de los ojos parpadeando. Le sangraba un poco la nariz y un hilillo rojo salía de debajo de la cinta adhesiva y resbalaba hasta el mentón. Las aletas de la nariz se le abrían por el esfuerzo que le costaba respirar.
– Quiero nombres, Johnny. Nombres de clientes. Vas a dármelos.
Lanzó un resoplido de desdén y la sangre borboteó en su nariz. Ahora me miraba con frialdad. Parecía una serpiente larga y negra: con su pelo engominado y peinado con raya y sus ojos de reptil. Cuando le rompí la nariz, los abrió de par en par en una expresión de sorpresa y dolor.
Volví a golpearle, una vez, dos, violentos puñetazos en el estómago y la cabeza. A continuación le arranqué la cinta de un tirón y le saqué el trapo ensangrentado de la boca.
– Dame nombres.
Escupió un diente.
– Jódete -dijo-. Jodeos tú y tus dos putas muertas.
Aún no tengo claro lo que ocurrió entonces. Recuerdo que le golpeé una y otra vez, notando que sus huesos crujían y sus costillas se rompían y viendo cómo se oscurecían mis guantes con su sangre. Una nube negra enturbiaba mi mente y vetas rojas la traspasaban como extraños relámpagos.
Cuando paré, las facciones de Johnny Friday parecían haberse desdibujado. Le sujeté la mandíbula entre las manos mientras la sangre brotaba a borbotones de sus labios.
– Habla -mascullé.
Alzó los ojos hacia mí y, como si estuviera viendo una escarpada entrada al infierno, sus dientes rotos asomaron tras los labios cuando consiguió esbozar una última sonrisa. El cuerpo se le arqueó y lo recorrió un espasmo, y luego otro. De su nariz, su boca y sus oídos manó sangre negra y espesa, y murió.
Me aparté de él respirando entrecortadamente, me enjugué lo mejor que pude las manchas de sangre de la cara y me limpié parte de la sangre de la cazadora, apenas visible en el cuero negro y los vaqueros negros. Me quité los guantes, me los guardé en el bolsillo y tiré de la cadena antes de echar un vistazo afuera con sumo cuidado, salir y cerrar la puerta. La sangre se deslizaba ya fuera del retrete y corría por las junturas de las baldosas.
Me di cuenta de que el ruido de la muerte de Johnny Friday debió de haber resonado en los servicios pero no me importó. Al salir, pasé sólo junto a un negro de avanzada edad de pie ante un urinario, y éste, como buen ciudadano que sabe cuándo ha de ocuparse de sus propios asuntos, ni siquiera me miró. En los lavabos había otros hombres que me lanzaron breves miradas a través de los espejos. Advertí que el anciano de uniforme había abandonado su cubículo de cristal y me escabullí por una sala vacía mientras dos policías corrían hacia los servicios desde el piso superior. Salí a la calle entre las hileras de autobuses aparcados en la estación.
Quizá Johnny Friday mereciese morir. Desde luego nadie lo lamentó y la policía hizo poco más que un somero esfuerzo para encontrar a su asesino. Pero circularon rumores, ya que Walter, creo, los había oído.
Sin embargo, vivo con la muerte de Johnny Friday como vivo con la muerte de Susan y de Jennifer. Si lo merecía, si lo que recibió no fue i, más que su merecido, no me correspondía a mí erigirme en su juez y verdugo. «En la próxima vida obtendremos justicia», escribió alguien. «En ésta tenemos la ley.» En los últimos minutos de Johnny Friday no hubo ley sino sólo una especie de perversa justicia que yo no era quién para administrarle.
No creía que mi esposa y mi hija hubieran sido las primeras en morir a manos del Viajante, si es que él era el asesino. Aún pensaba que en algún lugar de un pantano de Louisiana yacía otra víctima y que su identidad era la clave que me abriría el mundo de este hombre que creía no ser un hombre. Esa chica formaba parte de una tétrica tradición en la historia humana, un desfile de víctimas que se remontaba a tiempos lejanos, hasta Cristo y más allá, hasta una época en que los hombres sacrificaban a quienes tenían alrededor para aplacar a unos dioses que no conocían la misericordia y cuyo carácter creaban y a la vez imitaban en sus acciones.
La chica de Louisiana formaba parte de una sangrienta sucesión, una niña de Windeby moderna, una descendiente de aquella muchacha anónima hallada en los años cincuenta en una tumba a pocos metros de profundidad en una turbera de Alemania, adonde la habían llevado hacía casi dos mil años, desnuda y con los ojos vendados para ahogarla en medio metro de agua. Podía trazarse un camino a lo largo de la historia desde su muerte hasta la muerte de otra muchacha a manos de un hombre que creía que podía apaciguar a sus demonios interiores quitándole la vida, pero que, una vez derramada la sangre y desgarrada la carne, quiso más y asesinó a mi mujer y a mi hija.
Ya no creemos en el mal, sino sólo en actos malvados que pueden explicarse mediante la ciencia de la mente. El mal no existe, y creer en él es sucumbir a la superstición, como cuando uno mira debajo de la cama por la noche o tiene miedo a la oscuridad. Pero hay individuos para quienes no encontramos respuestas fáciles, que hacen el mal porque son así, porque son malvados.
Johnny Friday y otros como él se ceban en aquellos que viven en la periferia de la sociedad, en aquellos que se han extraviado. Es fácil extraviarse en la oscuridad cuando se vive en los márgenes de la vida moderna, y una vez estamos perdidos y solos, hay cosas que nos aguardan donde no hay luz. Nuestros antepasados no se equivocaban en sus supersticiones: hay motivos para temer la oscuridad.
Y del mismo modo que podía trazarse una línea desde una turbera de Alemania hasta un pantano del sur, yo llegué a creer que también la maldad se remontaba a los orígenes de nuestra especie. Una tradición de maldad discurría bajo toda la existencia humana igual que las cloacas bajo una ciudad, y esa maldad proseguía incluso después de destruirse uno de los elementos que la constituían, porque éste era simplemente una pequeña parte de una totalidad mayor y más siniestra.
Quizás era eso, en parte, lo que me inducía a desear averiguar la verdad sobre Catherine Demeter, ya que, en retrospectiva, me doy cuenta de que la maldad había tocado también su vida y la había contaminado de un modo irremediable. Si no podía luchar contra la maldad transformada en el Viajante, la encontraría en otras formas. Creo lo que digo. Creo en la maldad porque la he tocado, y ella me ha tocado a mí.
Cuando telefoneé a la consulta privada de Rachel Wolfe a la mañana siguiente, su secretaria me dijo que estaba dando un seminario en un congreso en la Universidad de Columbia. Tomé el metro en el Village y llegué temprano a la entrada principal del campus. Me paseé un rato por el Barnard Book Forum, zarandeado por los estudiantes que iban y venían mientras curioseaba en la sección de literatura, antes de dirigirme a la entrada de la facultad.
Atravesé el gran patio cuadrado de la universidad, con la biblioteca Butler en un extremo, la administración en el otro y, como una mediadora entre la docencia y la burocracia, la estatua de Alma Mater en el círculo de hierba del centro. Al igual que la mayoría de los habitantes de la ciudad, rara vez iba a Columbia, y siempre me sorprendía esa sensación de tranquilidad y estudio a sólo unos pasos de las bulliciosas calles.
Rachel Wolfe acababa de concluir su clase cuando llegué, así que la esperé fuera de la sala hasta el final de la sesión. Salió hablando con un joven de aspecto serio, pelo rizado y gafas redondas, que la escuchaba con los cinco sentidos. Al verme, se detuvo y lo despidió con una sonrisa. Disgustado, el muchacho pareció dispuesto a quedarse, pero finalmente dio media vuelta y se marchó cabizbajo.
– ¿En qué puedo ayudarle, señor Parker? -preguntó con una expresión de perplejidad pero no por ello carente de interés.
– Ha vuelto.
Fuimos hasta la pastelería húngara de Amsterdam Avenue, donde chicos y chicas tomaban café entregados a la lectura de libros de texto. Rachel Wolfe llevaba unos vaqueros y un grueso jersey de punto con un dibujo en forma de corazón en el pecho.
Pese a todo lo ocurrido la noche anterior, sentía curiosidad por ella. Ninguna mujer me había atraído desde la muerte de Susan, y mi esposa fue la última mujer con quien me había acostado. Rachel Wolfe, con el pelo rojo peinado hacia atrás por encima de las orejas, despertó una sensación de deseo en mí que no era simplemente sexual. Experimenté una profunda soledad y un malestar en el estómago. Me miró con curiosidad.
– Disculpe -dije-. Tenía la cabeza en otra parte.
Ella asintió y alcanzó un bollo con semillas de amapola, del que arrancó un trozo enorme y se lo llevó a la boca dando un suspiro de satisfacción. Debí de observarla con cierto asombro, porque se tapó la boca con la mano y dejó escapar una risa discreta.
– Lo siento, pero estas cosas me vuelven loca. Tiendo a olvidarme de las delicadezas y los buenos modales en la mesa cuando alguien pone delante de mí algo así.
– Conozco la sensación. A mí me pasó eso mismo con los helados Ben & Jerry's hasta que me di cuenta de que empezaba a parecerme a uno de los envases.
Volvió a sonreír y empujó un trozo de bollo que intentaba escapar por la comisura de sus labios. La conversación decayó por un momento.
– Supongo que a sus padres les gustaba el jazz -comentó por fin.
Debí de poner cara de desconcierto, porque sonrió divertida mientras yo intentaba asimilar la pregunta. Me la habían hecho muchas veces antes, pero agradecí que desviara el tema, y creo que ella lo advirtió.
– No, mis padres no sabían nada de jazz -contesté-. Sencillamente a mi padre le gustó el nombre. La primera vez que oyó hablar de Bird Parker fue en la pila bautismal cuando el sacerdote se lo mencionó. Me contaron que el sacerdote era un entusiasta del jazz. Nada le habría alegrado más que mi padre le hubiera anunciado que pondría a sus hijos los nombres de los miembros de la orquesta de Count Basie. A mi padre, en cambio, no le hizo ninguna gracia la idea de poner a su primogénito el nombre de un jazzista negro, pero entonces ya era demasiado tarde para pensar en otra posibilidad.
– ¿Cómo llamó a sus otros hijos?
Me encogí de hombros.
– No tuvo la oportunidad. Mi madre no pudo dar a luz a más hijos después de mí.
– Quizá pensó que ya no podía mejorar el resultado -comentó con una sonrisa.
– No lo creo. De niño no le daba más que problemas. Volvía loco a mi padre.
Noté en su mirada que se disponía a preguntarme por mi padre, pero algo en mi rostro la disuadió. Apretó los labios, apartó el plato vacío y se recostó en la silla.
– ¿Puede contarme lo que ha pasado?
Reproduje los acontecimientos de la noche anterior sin omitir nada. Tenía las palabras del Viajante grabadas a fuego en la memoria.
– ¿Por qué lo llama así?
– Un amigo mío me presentó a una mujer que decía recibir…, esto…, mensajes de una chica muerta. La habían matado igual que a Susan y a Jennifer.
– ¿La encontraron?
– Nadie la buscó. Los mensajes de una vieja vidente no bastan para poner en marcha una investigación.
– Aunque fuese verdad, ¿está seguro de que la mató el mismo hombre?
– Eso creo, sí.
Me dio la impresión de que Wolfe quería seguir preguntando, pero se abstuvo.
– Repita lo que dijo por teléfono ese hombre, el Viajante, esta vez más despacio.
Lo hice hasta que levantó la mano para detenerme.
– Eso es una cita de Joyce: «boca para el beso de la boca de ella». Es la descripción del «pálido vampiro» del Ulises. Se trata de un hombre culto. Y eso sobre los de «nuestro género» parece bíblico; no estoy segura. Tendré que comprobarlo. Dígalo otra vez.
Repetí las palabras lentamente mientras ella las anotaba en un cuaderno de espiral.
– Un amigo mío da clases de teología y estudios bíblicos. Quizá encuentre la fuente. -Cerró el cuaderno-. ¿Sabe que en principio no debería implicarme en este caso?
Contesté que no lo sabía.
– Después de nuestras conversaciones anteriores, alguien se puso en contacto con el comisario. No le gustó que desairaran a su hermano.
– Necesito ayuda con esto. Necesito saber todo lo posible -dije, y de pronto sentí náuseas y, cuando tragué saliva, me dolió la garganta.
– No sé si es muy sensato. Probablemente debería dejar esto en manos de la policía. Sé que no es lo que desea oír, pero, después de todo lo ocurrido, corre el riesgo de hacerse daño. ¿Entiende lo que quiero decir?
Moví la cabeza en un lento gesto de asentimiento. Tenía razón. Una parte de mí deseaba apartarse de aquello. Sumergirse de nuevo en los vaivenes de la vida cotidiana. Deseaba quitarme de encima aquella carga, recuperar cierto parecido con una existencia normal. Deseaba rehacer mi vida pero me sentía paralizado, detenido en el tiempo por lo que había sucedido. Y ahora el Viajante había vuelto, me había arrebatado cualquier opción de normalidad y me había dejado a la vez tan incapacitado para actuar como lo estaba antes.
Creo que Rachel Wolfe lo comprendía. Quizá por eso había acudido a ella, con la esperanza de que me entendiera.
– ¿Se encuentra bien? -Alargó el brazo para tocarme la mano y casi grité. Volví a asentir-. Está en una situación muy complicada. Si ese hombre ha decidido ponerse en contacto con usted es porque quiere involucrarlo y quizás exista algún vínculo que pueda ser útil. Desde el punto de vista de la investigación, probablemente no convenga que se aparte de su rutina por si se pone en contacto otra vez, pero desde el punto de vista de su propio bienestar… -Dejó el final de la frase flotando en el aire-. Tal vez debería plantearse incluso algún tipo de ayuda profesional. Lamento hablarle de manera tan directa, pero es mi obligación decírselo.
– Lo sé, y le agradezco el consejo. -Me resultaba extraño sentirme atraído por alguien después de tanto tiempo y oírle recomendarme de pronto que fuera a un psiquiatra. Eso no auguraba ninguna clase de relación que no se desarrollara en sesiones de una hora-. Creo que los investigadores quieren que me quede aquí.
– Tengo la sensación de que no va a hacerlo.
– Estoy buscando a alguien. Se trata de otro caso, pero sospecho que esa persona puede estar en peligro. Si me quedo aquí nadie la ayudará.
– Tal vez no sea mala idea que se aleje de esto por un tiempo, pero a juzgar por lo que me dice, en fin…
– ¿Qué?
– Da la impresión de que intenta salvar a esa persona pero de que ni siquiera está seguro si es necesario salvarla.
– Quizá yo necesito salvarla.
– Quizá.
Esa misma mañana le dije a Walter Cole que seguiría buscando a Catherine Demeter y que, para ello, debía marcharme de la ciudad. Estábamos sentados en la quietud del Chumley's, el antiguo bar clandestino del Village en Bedford. Cuando Walter telefoneó, yo mismo me sorprendí por elegir ese establecimiento para nuestra cita, pero, mientras me tomaba allí un café, tomé conciencia de por qué lo había escogido.
Me gustaba la sensación de historia que transmitía, su lugar en el pasado de la ciudad, que se remontaba como una vieja cicatriz o la arruga en la comisura de un ojo. El Chumley's había sobrevivido a los tiempos de la Prohibición, en que los clientes escapaban a las redadas saliendo atropelladamente por la puerta trasera, que daba a Barrow Street. Había sobrevivido a las guerras mundiales, las crisis de la Bolsa, la desobediencia civil y la gradual erosión del tiempo, que era mucho más insidiosa que todo lo anterior. En «se momento yo necesitaba su estabilidad.
– Tienes que quedarte -dijo Walter. Aún iba con su abrigo de piel, colgado ahora en el respaldo de la silla. Alguien le había silbado al entrar con él puesto.
– No.
– ¿Cómo que no? -replicó enfadado-. Ese hombre ha abierto una vía de comunicación. Te quedarás, pincharemos el teléfono e intentaremos localizarlo cuando vuelva a llamar.
– No creo que vuelva a llamar, al menos durante un tiempo, y en todo caso dudo que podáis localizarlo. No quiere que le impidan actuar, Walter.
– Razón de más para impedírselo. Dios mío, fíjate en lo que ha hecho, lo que volverá a hacer. Fíjate en lo que has hecho tú por su…
Me incliné hacia delante y lo vi retractarse de lo que había dicho. Nos habíamos acercado al borde del abismo, pero se había echado atrás.
El Viajante quería que me quedara. Quería que esperase en mi apartamento una llamada que acaso no se produciría. No podía permitírselo. Sin embargo, tanto Walter como yo sabíamos que el contacto establecido podía ser el primer eslabón de una cadena que al final nos conduciría hasta él.
Un amigo mío, Ross Oakes, trabajaba en el departamento de policía de Columbia, en Carolina del Sur, en la época de los asesinatos de Bell. Larry Gene Bell secuestró y asfixió a dos chicas, una de diecisiete años a la que raptó cerca de un buzón y la otra de nueve, secuestrada en el patio del colegio. Cuando por fin los investigadores encontraron los cadáveres, éstos estaban demasiado descompuestos para determinar si había indicios de agresión sexual, aunque más tarde Bell admitió que así había sido en ambos casos.
A Bell lo localizaron porque se dedicó a hacer una serie de llamadas telefónicas a la familia de la víctima de diecisiete años, en las que conversaba sobre todo con la hermana mayor. También les envió por correo la última voluntad y el testamento de la chica. En las llamadas indujo a la familia a creer que la víctima seguía con vida, hasta que finalmente se halló el cuerpo una semana más tarde. Después del secuestro de la chica de menor edad, se puso en contacto con la hermana de la primera víctima y le describió el secuestro y el asesinato de la niña. Le dijo que ella sería la siguiente.
Se encontró a Bell gracias a unas marcas que habían quedado grabadas en el papel donde la víctima había escrito su carta, un número de teléfono semiborrado que llevó a una dirección a través de un proceso de eliminación. Larry Gene Bell era un hombre blanco de treinta y seis años, divorciado y por entonces instalado en casa de sus padres. Declaró a los agentes de la Unidad de Apoyo a la Investigación del FBI que «lo había hecho el Larry Gene Bell malo».
Sabía de docenas de casos similares en los que el contacto del asesino con la familia de la víctima conducía a su detención, pero también había visto las secuelas de esa clase de tortura psicológica. La familia de la primera víctima de Bell tuvo suerte porque sólo hubo de padecer los desvaríos de Bell durante dos semanas.
Además de la rabia y el dolor que yo había sentido la noche anterior, otro sentimiento me llevaba a temer futuros contactos con el Viajante, al menos por el momento.
Había sentido alivio.
Durante más de siete meses no había pasado nada. La investigación policial había llegado a un punto muerto, mis propios esfuerzos no me habían acercado más al asesino de mi mujer y de mi hija, y temía que hubiera desaparecido.
Ahora había vuelto. Había tendido su mano hacia mí y, con ello, había abierto la posibilidad de dar con él. Volvería a matar, y en el asesinato se pondrían de manifiesto unas pautas que nos aproximarían a él. Todas estas reflexiones se me pasaron por la cabeza en la oscuridad de la noche, pero, con la primera luz del alba, tomé conciencia de las consecuencias de lo que sentía.
El Viajante intentaba arrastrarme a un ciclo de dependencia. Me había arrojado una migaja en forma de llamada telefónica y los restos de mi hija, y al hacerlo me había inducido a desear, aunque fuera brevemente, las muertes de otras personas con la esperanza de que esas muertes me acercaran a él. Al darme cuenta de eso, decidí no establecer una relación así con ese hombre. Era una decisión difícil, pero sabía que, si se proponía volver a ponerse en contacto conmigo, me encontraría. Entretanto, dejaría Nueva York y seguiría buscando a Catherine Demeter.
Pero muy en el fondo, quizá sólo parcialmente reconocida por mí y sospechada por Rachel Wolfe, existía otra razón para continuar con la búsqueda de Catherine Demeter.
No creía en los remordimientos que no pudieran repararse. Había sido incapaz de proteger a mi mujer y a mi hija, y a causa de ello habían muerto. Quizá me engañaba, pero creía que si Catherine Demeter moría porque yo dejaba de buscarla, habría fracasado por segunda vez, y no estaba seguro de poder vivir con ese cargo de conciencia. En ella, quizás erróneamente, veía una oportunidad de expiación.
Intenté explicarle esto a Walter -la necesidad de evitar una relación de dependencia con aquel hombre, la necesidad de continuar con la búsqueda de Catherine Demeter, por ella y por mí mismo-, pero sólo en parte. Nos despedimos con una sensación de inquietud y de malhumor.
El cansancio se había apoderado gradualmente de mí a lo largo de la mañana y dormí con sueño agitado durante una hora antes de partir hacia Virginia. Al despertar, estaba bañado en sudor y casi deliraba, perturbado por pesadillas de interminables conversaciones con un asesino sin rostro y de imágenes de mi hija previas a la muerte.
Justo antes de despertar, soñé con Catherine Demeter rodeada de oscuridad, llamas y huesos de niños muertos. Y supe que una horrible negrura había caído sobre ella y que debía intentar salvarla, para salvarnos a los dos, de la oscuridad.