Se ha propuesto conocer tu interior, Crispin.
Edward Ravenscroft, El anatomista
En la facultad de medicina de la Universidad Complutense de Madrid hay un museo de anatomía, fundado por el rey Carlos III. Buena parte de la colección es fruto de los esfuerzos del doctor Julián de Velasco entre principios y mediados del siglo XIX. El doctor Velasco fue una persona que se tomaba muy en serio su trabajo. Se decía que había momificado el cadáver de su propia hija del mismo modo que William Harvey, para descubrir la circulación de la sangre, se apoyó en las autopsias de los cuerpos de su padre y su hermana.
En el largo y rectangular salón las piezas están expuestas en vitrinas: dos esqueletos gigantescos, la cabeza de un feto reproducida en cera y, en cierto punto, dos figuras con el rótulo despellejados. En posturas efectistas, muestran el movimiento de los músculos y los tendones sin que los oculte el velo blanco de la piel. Vesalius, Valverde, Estienne, sus predecesores, sus coetáneos, sus sucesores, todos trabajaron con pleno conocimiento de esta tradición. Artistas como Miguel Ángel y Leonardo da Vinci crearon sus propios écorchés, como denominaban a sus dibujos de figuras desolladas, basándose en lo que veían al participar ellos mismos en disecciones.
Y las figuras que creaban no eran meros especímenes anatómicos: a su manera, servían como recordatorio del carácter imperfecto de nuestra humanidad, recordatorio de la capacidad del cuerpo para el dolor y, finalmente, para la muerte. Advertían de la futilidad de los placeres de la carne, de lo real que eran la enfermedad, el dolor y la muerte en esta vida, y la promesa de algo mejor en la vida venidera.
En la Venecia del siglo XVIII, la práctica del modelado anatómico alcanzó su punto culminante. Bajo los auspicios del abad Felice Fontana, anatomistas y artistas trabajaron codo con codo para crear esculturas naturales con cera de abeja. Los anatomistas abrían los cadáveres, los artistas vertían yeso líquido en ellos, y se obtenían moldes. Dentro de éstos se aplicaban sucesivas capas de cera, añadiendo grasa de cerdo para alterar la temperatura de la cera cuando era necesario, y gracias a esta disposición en capas se reproducía la transparencia de los tejidos humanos.
A continuación, mediante hilos, pinceles y buriles de punta fina, se perfilaban las facciones y estrías del cuerpo. Se añadían, pelo a pelo, cejas y pestañas. En el caso del artista boloñés Lelli, se utilizaron esqueletos auténticos a modo de armazón para las creaciones en cera. El emperador de Austria, José II, quedó tan impresionado por la colección que encargó 1192 modelos a fin de fomentar la enseñanza de la medicina en su país. En cambio, Frederik Ruysch, profesor de anatomía del Atheneum Illustre de Amsterdam, utilizaba fijadores químicos y tintes para conservar sus especímenes. Su casa contenía una exposición de esqueletos de niños de distintas edades y en diversas posturas, recordatorios de la fugacidad de la vida.
No obstante, nada podía compararse a tener ante sí un cuerpo humano de verdad. Las demostraciones públicas de anatomía y disección atraían a un gran número de personas, y algunas asistían con disfraces de carnaval. Iban con el pretexto de aprender, pero, de hecho, la disección era poco menos que una prolongación de las ejecuciones públicas. En Inglaterra, la Ley de Homicidios de 1752 estableció un lazo directo entre los dos acontecimientos al permitir que los cadáveres de los asesinos se diseccionasen anatómicamente, y la autopsia penal se convirtió en un castigo más para el delincuente, a quien así se le privaba del derecho a un entierro como era debido. En 1832, la Ley de Anatomía prolongó hasta la otra vida las penurias de los pobres al autorizar la confiscación de los cuerpos de indigentes fallecidos para su disección.
Así pues, la muerte y la disección iban de la mano junto con el avance del conocimiento científico. Pero ¿y el dolor? ¿Y la repugnancia hacia el funcionamiento del organismo femenino durante el Renacimiento, que provocó una fascinación especialmente morbosa por el útero? En el despellejamiento y la disección, las realidades del sufrimiento, el sexo y la muerte no andaban muy lejos.
El interior del cuerpo, una vez revelado, nos remite a nuestra mortalidad. Pero ¿cuántos de nosotros pueden hablar con conocimiento de su propio interior? Vemos nuestra mortalidad sólo a través de la mortalidad de los demás. Aun entonces, sólo en circunstancias excepcionales, en caso de guerra, muerte por accidente o asesinato, cuando el espectador es testigo del hecho en sí o de sus consecuencias inmediatas, tenemos una visión clara de la mortalidad en toda su magnitud.
A su manera violenta y dolorosa -creía Rachel-, el Viajante pretendía romper esas barreras. Al matar así a sus víctimas, revelándoles sus propias entrañas, haciéndoles conocer el significado del verdadero dolor, las inducía a tomar conciencia de su mortalidad; pero también pretendía recordar a los demás su propia mortalidad y el dolor brutal y definitivo que algún día les llegaría.
El Viajante cruzaba una y otra vez los límites entre tortura y ejecución, entre curiosidad intelectual y sadismo. Formaba parte de la historia secreta de la especie humana, la historia recogida en la Anatomía Magistri Nicolai Physici, un tratado del siglo XIII que explicaba que antiguamente se practicaba la disección en vivos y muertos, que se maniataba a reos convictos y se los diseccionaba de manera gradual, empezando por las piernas y los brazos y pasando después a los órganos internos. Celso y san Agustín hicieron afirmaciones análogas en cuanto a las disecciones en vivo, todavía refutadas por los historiadores médicos.
Y ahora el Viajante había venido a escribir su propia historia, a ofrecer su propia fusión de ciencia y arte, a tomar sus propias anotaciones sobre la mortalidad y crear un infierno en el corazón humano.
Rachel me explicó todo esto mientras estábamos sentados en su habitación. Fuera había oscurecido y los acordes de la música flotaban en el aire.
– Pienso que el hecho de arrancarles los ojos puede guardar relación con la ignorancia; sería una representación física de la incapacidad para comprender la realidad del dolor y la muerte -dijo-. Pero indica lo alejado que está el propio asesino de la humanidad. Todos sufrimos, todos experimentamos la muerte de distintas maneras antes de morir. Cree que sólo él puede enseñárnoslo.
– Eso, o cree que lo hemos perdido de vista y es necesario recordárnoslo, que es su función decirnos hasta qué punto son intrascendentes nuestras vidas -añadí.
Rachel movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
– Si lo que dices es verdad, ¿por qué echó a Lutice Fontenot al pantano dentro de un barril? -dijo Ángel, sentado junto al balcón con la vista fija en la calle.
– Proceso de aprendizaje -contestó Rachel.
Louis enarcó una ceja pero permaneció en silencio.
– El Viajante piensa que está creando obras de arte: el cuidado con que presenta los cadáveres, la relación de las posturas con antiguos manuales de medicina, los vínculos con la mitología y las representaciones artísticas del cuerpo, todo ello apunta en esa dirección. Pero incluso los artistas tienen que empezar por algún sitio. Los poetas, los pintores, los escultores, todos pasan por un periodo de aprendizaje de un tipo u otro, formal o no. Las obras que crean durante esa etapa pueden influir en su trabajo posterior, pero por lo general no se exhiben en público. Es una oportunidad para cometer errores sin exponerse a las críticas, para ver hasta dónde pueden llegar. Lutice Fontenot fue quizá para él precisamente eso: parte del proceso de aprendizaje.
– Pero murió después de Susan y Jennifer -susurré.
– Eligió a Susan y Jennifer porque le interesaban, pero el resultado no fue satisfactorio. Creo que utilizó a Lutice para practicar antes de volver a la actividad pública -contestó sin mirarme-. Eligió a Tante Marie y a su hijo por diversas razones, en una mezcla de deseo y necesidad, y esta vez sí que dispuso de tiempo para conseguir el efecto que pretendía. Luego tuvo que matar a Remarr, bien por lo que vio, bien por la simple posibilidad de que hubiera visto algo, pero de nuevo creó con él un memento morí. A su manera, es un hombre práctico: no le importa hacer de la necesidad virtud.
Ángel no parecía muy satisfecho con la idea central del discurso de Rachel.
– Pero ¿y la forma en que la mayoría de nosotros reaccionamos ante la muerte? -preguntó-. Nos despierta deseos de vivir. Incluso nos despierta deseos de follar. -Rachel me lanzó una mirada y se concentró en sus notas-. Es decir -continuó Ángel-, ¿qué quiere ese tipo que hagamos, que dejemos de comer, de amar, porque él siente esa atracción por la muerte y considera que la otra vida será mejor?
Alcancé la ilustración de la Pietà y examiné los detalles de los cuerpos, el interior meticulosamente rotulado, y las expresiones plácidas en los rostros de la mujer y el hombre. Las caras de las víctimas del Viajante no tenían ese aspecto ni mucho menos. Estaban contraídas por el sufrimiento.
– La otra vida le trae sin cuidado -dije-. A él sólo le interesa el mal que puede hacer en ésta.
Me puse en pie y me coloqué al lado de Ángel junto a la ventana. Abajo, los perros correteaban y olfateaban por el patio. Me llegaba el olor a comida y a cerveza e imaginé que, por debajo de todo eso, percibía el olor de la humanidad misma que deambulaba alrededor.
– ¿Por qué no ha venido a por nosotros, o a por ti? -preguntó Ángel. Se dirigía a mí, pero fue Rachel quien contestó.
– Porque quiere que lo comprendamos. Todo lo que ha hecho es un intento para llevarnos a alguna parte. Todo esto es un esfuerzo por comunicarse, y nosotros somos su público. No quiere matarnos.
– Todavía… -dijo Louis en voz baja. Rachel asintió mirándome a los ojos. -Todavía -convino en un susurro.
Quedé en reunirme con Rachel y los otros en el Vaughan más tarde. En mi habitación, telefoneé a Woolrich y le dejé un mensaje en el contestador. Me devolvió la llamada al cabo de cinco minutos y dijo que nos veríamos en el Napoleon House en una hora.
Cumplió su palabra. Apareció poco antes de las diez vestido con unos pantalones de algodón de color hueso y con una chaqueta a juego colgada del brazo, que se puso en cuanto entró en el bar.
– ¿Hace frío aquí, o es sólo en la recepción?
Tenía legañas en las comisuras de los ojos y despedía un olor acre, como si no se hubiera bañado hacía tiempo. Ya no era el hombre con aplomo que yo recordaba del apartamento de Jenny Orbach, capaz de arrebatar el control de la situación a un grupo de policías vagamente hostiles. Ahora se le veía más viejo, más vacilante. Llevarse los papeles de Rachel tal como había hecho no era propio de él; el Woolrich de antes se los habría llevado de todos modos, pero primero los habría pedido.
Pidió una Abita para él y un agua mineral para mí.
– ¿Quieres decirme por qué has confiscado el material en el hotel?
– No lo veas como una confiscación, Bird. Considéralo un préstamo.
Tomó un sorbo de cerveza y se miró en el espejo. Aparentemente no le gustó lo que vio.
– Te bastaba con pedirlo -repliqué.
– ¿Me lo habrías dado?
– No, pero habríamos hablado de ello.
– No creo que eso le hubiera impresionado mucho a Durand. Para serte sincero, tampoco a mí me hubiera impresionado mucho.
– ¿Fue cosa de Durand? ¿Por qué? Vosotros tenéis vuestros propios especialistas en perfiles, vuestros propios agentes trabajando en esto. ¿Por qué estabais tan seguros de que podíamos aportar algo?
De pronto hizo girar el taburete y se inclinó hacia mí, acercándose tanto que olí su aliento.
– Bird, sé que quieres atrapar a ese tipo. Sé que quieres atraparlo por lo que les hizo a Susan y a Jennifer, a la vieja y a su hijo, a Florence, a Lutice Fontenot, y quizás incluso a ese capullo de Remarr. He intentado mantenerte al corriente de la investigación, y tú te has metido en el caso como si fuera un juego. Tienes a un asesino alojado en la habitación contigua; sabe Dios a qué se dedica su colega, y tu novia anda coleccionando imágenes médicas como si fueran cromos. No me has informado de nada, así que he hecho lo que tenía que hacer. ¿Crees que te escondo algo? Con toda la mierda que has removido, tienes suerte de que no te meta en un avión y te mande a Nueva York.
– Necesito saber lo que sabes -dije-. ¿Qué me ocultas de ese tipo?
Nuestras cabezas casi se rozaban. De pronto, Woolrich hizo una mueca y se echó hacia atrás.
– ¿Ocultarte? Por Dios, Bird, eres increíble. Aquí tienes un detalle: la mujer de Byron ¿quieres saber qué estudió en la Universidad? Arte. El tema de su tesis fue las representaciones del cuerpo y el arte en el Renacimiento. Cabe pensar que eso incluía esbozos médicos, que quizá de ahí sacó su ex alguna de sus ideas. -Respiró hondo y tomó un largo trago de cerveza-. Eres un cebo, Bird. Tú lo sabes y yo también. Y yo sé además otra cosa. -Hablaba con voz fría y severa-. Sé que estuviste en Metairie. Hay un tipo en el depósito de cadáveres con un orificio de bala en la cabeza, y la policía tiene los restos de una bala de Smith & Wesson de diez milímetros, extraída del mármol justo detrás de él. ¿Quieres hablarme de eso, Bird? ¿Quieres decirme si estabas solo en Metairie cuando empezó el tiroteo? -No contesté-. ¿Te la estás tirando, Bird? -preguntó a continuación.
Lo miré. No vi el menor asomo de sonrisa en sus ojos ni en sus labios. En lugar de eso, percibí hostilidad y desconfianza. Si algo necesitaba saber sobre Edward Byron y su ex esposa, tendría que averiguarlo yo mismo. Si hubiera arremetido contra él en ese momento, los dos habríamos salido gravemente perjudicados. No gasté más saliva con él, ni volví la vista atrás al salir del bar.
Fui en taxi a Bywater y me bajé frente al Vaughan's Lounge en la esquina de Dauphine con Lesseps. Pagué la entrada de cinco dólares a la puerta. Dentro, Kermit Ruffins y los Barbecue Swingers estaban absortos en una rapsodia de Nueva Orleans y había platos de alubias rojas sobre las mesas. Rachel y Ángel bailaban en torno a las mesas y las sillas en tanto que Louis observaba con una expresión de profundo sufrimiento. Cuando me acerqué, el ritmo de la música se hizo un poco más lento y Rachel tiró de mí. Bailé con ella un rato mientras me acariciaba la cara; cerré los ojos y la dejé hacer. Luego tomé un refresco y me abstraje en mis propios pensamientos hasta que Louis dejó su silla y vino a sentarse a mi lado.
– No has hablado mucho en la habitación de Rachel -dije.
Asintió.
– Son gilipolleces. Todo ese rollo, la religión, los dibujos médicos…, son sólo adornos. Y quizás él se lo cree, o quizá no. A veces no tiene nada que ver con la mortalidad, sino con la belleza del color de la carne. -Tomó un sorbo de cerveza-. Y a este tipo le gusta cruda.
De regreso en el Flaisance, acostado junto a Rachel, escuché su respiración en la oscuridad.
– He estado pensando -dijo-. Sobre nuestro asesino.
– ¿Y?
– Creo que el asesino quizá no sea un hombre.
Me acodé en la cama y la miré. Veía el blanco de sus ojos, ancho y brillante.
– ¿Por qué?
– Exactamente no lo sé. Es sólo que parece haber algo casi femenino en la sensibilidad de quien comete esos crímenes, cierta… delicadeza con la interconexión de las cosas, con sus posibilidades para el simbolismo. No estoy segura. Pienso en voz alta, pero no se trata de una sensibilidad propia del hombre moderno. Quizá me equivoque al pensar que hay algo «femenino»… Es decir, las características, la crueldad, la capacidad para imponer su fuerza, todo ello apunta a un hombre…, pero es lo más que puedo acercarme, al menos de momento. -Movió la cabeza en un gesto de incomprensión y volvió a callarse. Por fin preguntó-: ¿Estamos convirtiéndonos en pareja?
– No lo sé. ¿Tú crees?
– Eludes la pregunta. -No, en realidad no. Es una pregunta que no estoy acostumbrado a contestar, o que no pensaba que tuviera que contestar otra vez. Si me preguntas si quiero que estemos juntos, la respuesta es sí. Me preocupa un poco, y traigo más equipaje que una cinta transportadora del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy, pero quiero estar contigo.
Me besó con ternura.
– ¿Por qué dejaste de beber? -preguntó, y añadió-: Ya que hablamos con franqueza.
Me sorprendí.
– Porque si ahora tomara una sola copa, despertaría en Singapur con barba dentro de una semana -respondí.
– Eso no contesta la pregunta.
– Me odiaba a mí mismo, y eso me llevaba a odiar a los demás, incluso a las personas más cercanas. Estuve bebiendo la noche que mataron a Susan y a Jennifer. Había estado bebiendo mucho, no sólo esa noche sino también otras. Bebía por muchas razones: por las tensiones del trabajo, por mis defectos como marido, y quizá por otras cosas, cosas que venían de muy atrás. Si yo no hubiera sido un borracho, Susan y Jennifer quizá no habrían muerto. Así que lo dejé. Demasiado tarde, pero lo dejé.
Rachel no dijo nada. No dijo: «No fue culpa tuya», o «No puedes sentirte responsable por eso». Sabía que no tenía sentido.
Creo que yo deseaba seguir hablando, tratar de explicarle cómo era mi vida sin el alcohol, mi temor a que, sin el alcohol, cada día acabara sin que yo esperase nada del día siguiente. Que cada día fuera sólo un día más sin beber. A veces, durante mis horas más bajas, me preguntaba si mi obsesión por encontrar al Viajante no era simplemente una manera de llenar mis días, una manera de evitar descarriarme.
Más tarde, cuando ella dormía, yací despierto en la cama, sobre las sábanas y pensé en Lutice Fontenot y los cuerpos transformados en arte antes de que también a mí me venciera el sueño.
Esa noche dormí mal, inquieto por la conversación con Woolrich y porque me asaltaban una y otra vez sueños de aguas tenebrosas. A la mañana siguiente desayuné solo después de localizar lo que parecía ser el único ejemplar del New York Times en el distrito de Orleans, en Riverside News, junto a la cervecería Jax. Más tarde me reuní con Rachel en el Café du Monde y paseamos por el Mercado Francés, entre puestos de camisetas, cedés y monederos baratos, y llegamos hasta las paradas de fruta y verdura del Mercado de los Granjeros. Tenían pacanas que semejaban ojos oscuros, cabezas de ajo pálidas y arrugadas, sandías de pulpa roja que sostenían la mirada como una herida. Había pescados de ojos blancos rodeados de hielo junto a colas de langosta, camarones sin cabeza al lado de «pinchos de caimán», y oscuros acuarios donde se exhibían crías de caimán. Otros puestos estaban llenos de berenjenas y calabacines, cebollas dulces y ajipuerros, tomates romanos recién cogidos y aguacates maduros.
Unos cien años atrás, aquello formaba parte de dos manzanas de Gallatin Street, en la zona portuaria del río entre Barracks y Ursuline. Después de Shangai y el Bowery era, quizás, uno de los lugares más peligrosos del mundo, un reducto de burdeles y sórdidos tugurios donde hombres de expresión dura se mezclaban con mujeres aún más duras y donde cualquiera que no llevara un arma seguro que se había extraviado y estaba condenado a lamentarlo.
Gallatin ya ha desaparecido, ha sido borrada del mapa, y ahora los turistas se mezclan con pescadores cajún de Lafayette y de más allá, que acuden a vender su mercancía envueltos por el olor denso y embriagador del Mississippi. Por lo visto, así era la ciudad: las calles dejaban de existir; los bares abrían y, al cabo de un siglo, ya no estaban; los edificios eran derruidos o quemados hasta los cimientos y otros se levantaban en su lugar. Se producían cambios, pero el espíritu de la ciudad seguía siendo el mismo. En aquella bochornosa mañana de verano, parecía absorta en sus pensamientos bajo las nubes, padeciendo a la gente como una infección pasajera que la lluvia limpiaría.
La puerta de mi habitación estaba entornada cuando regresamos a través del jardín. Indiqué a Rachel que se arrimara a la pared y, desenfundando la Smith & Wesson, subí por el lado de la escalera de madera para que los peldaños no crujieran. El silbido de las balas de la Steyr de Ricky al pasar rozándome la oreja se me había quedado grabado en la memoria. «Joe Bones te manda saludos.» Me dije que, si Joe Bones intentaba mandarme saludos de nuevo, podía permitirme pólvora suficiente para enviarlo de regreso al infierno.
Escuché junto a la puerta pero no oí nada en el interior. De haberse encontrado la camarera dentro, habría estado silbando y bailando, escuchando quizás una emisora de blues en su pequeño transistor. Pero si había una camarera en mi habitación en ese momento, o bien estaba dormida o bien levitando.
Embestí la puerta con el hombro, entré rápidamente y, empuñando la pistola con los brazos extendidos, recorrí la habitación con la mirada. Fui a posarla en la figura de Leon que, sentado junto al balcón, hojeaba un ejemplar de la revista GQ que Louis me había dejado. Leon no parecía la clase de hombre que compraba por recomendación de GQ a menos que la revista hubiera comprado acciones de algún fabricante de zapatos baratos como JCPenney. El ojo afectado por el fuego brillaba bajo el pliegue de piel como un cangrejo atisbando desde su caparazón.
– Cuando haya acabado, hay pelos en la ducha y la puerta del armario se atasca -dije.
– Aunque se le estuvieran cayendo encima las paredes de la habitación, me importaría un carajo -contestó. Ese Leon era un bromista.
Tiró al suelo la revista y miró a Rachel, que había entrado en la habitación detrás de mí. Su mirada no reveló el menor interés. Quizá Leon estaba muerto y nadie había hecho acopio del valor necesario para decírselo.
– Viene conmigo -anuncié.
Daba la impresión de que Leon pudiera caerse redondo de un momento a otro por la apatía.
– Esta noche a las diez, en el desvío a Starhill de la 966, Usted et ton ami noir. Si viene alguien más, Lionel los coserá a tiros.
Se levantó para marcharse. Cuando me aparté para dejarlo pasar, imité una pistola con el pulgar y el índice y le disparé. Vi un destello de acero en cada una de sus manos y dos cuchillos de sierra aparecieron a escasos centímetros de mis ojos. Noté dentro de sus mangas el extremo de los resortes. Eso explicaba por qué Leon aparentemente no necesitaba llevar pistola.
– Impresionante -dije-, pero sólo tiene gracia hasta que alguien pierde un ojo.
El ojo derecho de Leon pareció perforar mi alma, como si pretendiera desintegrarla y reducirla a polvo. Luego se marchó. No oí sus pisadas mientras bajaba a la galería.
– ¿Un amigo tuyo? -preguntó Rachel.
Salí de la habitación y eché un vistazo al jardín ya vacío.
– Si lo es, estoy más solo de lo que pensaba.
Cuando Louis y Ángel regresaron tras desayunar tarde, fui a llamar a su puerta. Me hicieron esperar un par de segundos antes de contestar.
– ¿Sí? -gritó Ángel.
– Soy Bird. ¿Estáis presentables?
– Dios, espero que no. Pasa.
Louis, sentado en la cama con la espalda erguida, leía el Times-Picayune. Ángel estaba sentado junto a él sobre las sábanas abiertas, desnudo excepto por la toalla que le cubría el regazo.
– ¿La toalla es por mí?
– Temía que pudiera crearte cierta confusión sobre tu sexualidad.
– Quizás acabara con la poca que tengo.
– Muy ingenioso para ser un hombre que se tira a una psicóloga. ¿Por qué no pagas tus ochenta pavos como cualquier otro?
Louis nos taladró con la mirada a los dos por encima del periódico. Quizá Leon y él tuvieran antepasados comunes.
– El recadero de Lionel Fontenot acaba de hacerme una visita -informé.
– ¿La reina de la belleza? -preguntó Louis.
– El mismo.
– ¿Entramos en el juego?
– Esta noche a las diez. Más vale que recuperes tu material de la casa de empeños.
– Enviaré a mi recadero -dijo, y propinó una patada a Ángel en la pierna desde debajo de la sábana.
– ¿La reina de la fealdad?
– El mismo -contestó Louis.
Ángel volvió a concentrarse en el concurso de la televisión,
– No voy a dignarme hacer comentarios.
Louis reanudó la lectura.
– Tienes demasiada dignidad para un tipo con una toalla en la polla.
– Es una toalla grande -respondió Ángel con desdén.
– Estás malgastando un buen trozo de toalla, si quieres saber mi opinión.
Los dejé a lo suyo. De vuelta a mi habitación, Rachel estaba junto a la pared, con los brazos cruzados y cara de indignación.
– ¿Y ahora qué pasa? -preguntó.
– Volvemos a casa de Joe Bones -informé.
– Y Lionel Fontenot lo matará -repuso-. No es mejor que Joe Bones. Sólo te pones de su lado por conveniencia. ¿Qué pasará cuando Fontenot lo mate? ¿Mejorará algo?
No respondí. Sabía qué pasaría. Durante un breve periodo de tiempo habría revuelo en el tráfico de droga mientras Fontenot renegociaba los pactos existentes o los daba por concluidos. Subirían los precios y se cometería algún asesinato cuando intervinieran aquellos que se sintieran lo bastante poderosos para desafiarlo e intentar apropiarse del territorio de Joe Bones. Lionel Fontenot los mataría, de eso no me cabía duda.
Rachel tenía razón. Sólo me ponía del lado de Lionel por conveniencia. Joe Bones sabía algo de lo que había ocurrido la noche en que murió Tante Marie, algo que podía acercarme al hombre que había asesinado a mi esposa y a mi hija. Si eran necesarias las armas de Lionel Fontenot para averiguarlo, me pondría del lado de los Fontenot.
– Y Louis te ayudará -susurró Rachel-. Dios mío, ¿en qué te has convertido?
Más tarde salí hacia Baton Rouge acompañado por Rachel a petición mía. Nos sentíamos incómodos juntos y no cruzamos palabra. Rachel se conformó con mirar por la ventanilla, acodada contra la puerta y con la mejilla apoyada en la mano derecha. El silencio no se rompió hasta que llegamos a la salida 166, en dirección a la Universidad Estatal de Louisiana y la casa de Stacey Byron. Finalmente hablé, deseoso como mínimo de distender el ambiente.
– Rachel, haré lo que tenga que hacer para encontrar al asesino de Susan y Jennifer -dije-. Lo necesito, si no, estoy muerto por dentro.
No contestó de inmediato. Por un momento pensé que ni siquiera iba a contestar.
– Ya estás muñéndote por dentro -repuso por fin, sin dejar de mirar por la ventanilla. Yo veía sus ojos reflejados en el cristal, fijos en el paisaje-. El hecho de que estés dispuesto a hacer cosas así es prueba de ello. -Me miró por primera vez-. No soy el árbitro de tu moralidad, Bird, ni la voz de tu conciencia. Pero soy una persona que se preocupa por ti, y ahora mismo no sé muy bien cómo hacer frente a estos sentimientos. Una parte de mí quiere alejarse y no volver nunca la vista atrás, pero otra parte de mí quiere, necesita, estar contigo. Quiero poner fin a esto, a todo esto. Deseo ponerle fin por el bien de todos.
A continuación volvió otra vez la cabeza y dejó que yo asimilara lo que acababa de decir.
Stacey Byron vivía en una casa de madera blanca, con la puerta roja y la pintura desconchada, cerca de unas galerías comerciales con un gran supermercado, una tienda de fotografía y una pizzería abierta las veinticuatro horas. Esa zona, próxima al campus de la Universidad Estatal de Louisiana, estaba habitada sobre todo por estudiantes, y actualmente los bajos de algunas casas los ocupaban tiendas que vendían cedés y libros de segunda mano o largos vestidos hippies y anchos sombreros de paja. Cuando pasamos frente a la casa de Stacey Byron y aparcamos delante de la tienda de fotografía, advertí la presencia de un Probe azul estacionado a corta distancia. Los dos tipos de los asientos delanteros parecían muertos de aburrimiento. El conductor tenía un periódico plegado en cuatro partes sobre el volante y chupaba la punta de un lápiz mientras intentaba hacer el crucigrama. Su compañero tamborileaba con los dedos en el salpicadero a la vez que observaba la puerta de la casa de Stacey Byron.
– ¿Federales? -preguntó Rachel.
– Es posible. También podría ser policía local. Esto es trabajo de machaca.
Los observamos durante un rato. Rachel encendió la radio y escuchamos una emisora del grupo AOR: Rush, Styx, Richard Marx. De pronto, el estrépito de la música era tal que parecía que el tráfico de la carretera estuviera dentro del coche.
– ¿Vas a entrar? -preguntó Rachel.
– Quizá no sea necesario -contesté, y señalé con la cabeza hacia la casa.
Stacey Byron, con el cabello rubio recogido en una cola y el cuerpo enfundado en un corto vestido blanco de algodón, salió de la casa y empezó a caminar hacia nosotros; llevaba una cesta de mimbre colgada del brazo izquierdo. Saludó con un gesto a los dos hombres del coche. Éstos lanzaron una mano al aire, y el que ocupaba el asiento del acompañante, un hombre de estatura mediana y barriga un tanto prominente, bajó del coche, estiró las piernas y la siguió en dirección a las galerías.
Era una mujer de buen ver, aunque el vestido le quedaba demasiado ajustado en los muslos y se le pegaba ligeramente en la grasa de debajo de las nalgas. Tenía los brazos fuertes y esbeltos, y la piel bronceada. Andaba con garbo, y cuando una anciana estuvo a punto de tropezar con ella al entrar en el supermercado, giró un poco sobre el pie derecho para esquivarla.
Noté un contacto suave en la mejilla y, al volverme, descubrí que Rachel estaba soplándome.
– Eh -dijo, y por primera vez desde que salimos de Nueva Orleans se dibujaba una leve sonrisa en sus labios-. Es una descortesía comerse con los ojos a una mujer cuando estás con otra.
– No me la como con los ojos -contesté mientras nos apeábamos del coche-, cumplo con mi labor de vigilancia.
No estaba muy seguro de por qué había ido allí, pero los comentarios de Woolrich sobre Stacey Byron y el interés de ésta por el arte despertaron en mí deseos de verla personalmente, y quería que Rachel la viera también. No sabía cómo podíamos iniciar una conversación con ella, pero supuse que esas cosas tendían a darse por sí solas.
Stacey recorría los pasillos sin prisa. Se advertía cierta falta de rumbo en su manera de comprar por cómo alcanzaba los artículos, miraba las etiquetas y los desechaba. El policía la seguía a unos tres metros, luego a cinco y, finalmente, unas revistas desviaron su atención. Se acercó a la caja y se apostó en un sitio desde donde veía dos pasillos al mismo tiempo, su interés en Stacey Byron se limitó a partir de entonces a alguna que otra mirada.
Observé a un joven negro con bata y gorro blancos provisto de una cinta verde que amontonaba carne empaquetada. Cuando vació la bandeja y tachó el contenido en un portapapeles, salió de la tienda por una puerta donde se leía sólo empleados. Me separé de Rachel para vigilar a Byron y seguir al joven negro. Casi lo golpeé con la puerta al entrar, porque estaba agachado recogiendo otra bandeja de carne. Me miró con curiosidad.
– Oiga -dijo-, no puede entrar aquí.
– ¿Cuánto ganas en una hora? -pregunté.
– Cinco cincuenta y cinco. ¿Quién es usted?
– Te daré cincuenta dólares si me dejas tu bata y ese portapapeles durante diez minutos.
Se lo pensó durante unos segundos y respondió:
– Sesenta, y si alguien me pregunta, le diré que me los ha robado.
– Hecho -dije, y conté los tres billetes de veinte mientras él se quitaba la bata.
Me venía un poco justa en los hombros, pero nadie se fijaría en eso si no me la abrochaba. Cuando entraba de nuevo en la tienda, el joven me dijo:
– Oiga, por otros veinte le dejo el gorro.
– Por veinte pavos podría meterme yo mismo en el negocio de los gorros -contesté-. Ve a esconderte en el servicio de caballeros.
Encontré a Stacey Byron en la sección de artículos de baño, y a Rachel cerca de ella.
– Discúlpeme, señora -dije mientras me aproximaba-, ¿puedo hacerle unas preguntas?
De cerca, aparentaba más edad. Una red de capilares rotos se extendía bajo sus pómulos y en las comisuras de los ojos las arrugas formaban una fina tracería. De su boca irradiaban también arrugas de tensión, y tenía las mejillas hundidas y estiradas. Parecía cansada y algo más: parecía amenazada, puede que incluso asustada.
– Me parece que no -contestó con una falsa sonrisa, e hizo ademán de esquivarme.
– Es sobre su ex marido.
Entonces se detuvo y se volvió de espaldas buscando al policía con la mirada.
– ¿Quién es usted?
– Un detective. ¿Qué sabe del arte del Renacimiento, señora Byron?
– ¿Cómo? ¿A qué se refiere?
– Lo estudió en la universidad, ¿no? ¿Le dice algo el nombre de Valverde? ¿Se lo ha oído pronunciar alguna vez a su marido? Dígame.
– No sé de qué me habla. Haga el favor de dejarme en paz.
Retrocedió y, sin querer, tiró al suelo unos botes de desodorante.
– Señora Byron, ¿ha oído hablar alguna vez del Viajante?
Advertí un destello en sus ojos y, a mis espaldas, oí un silbido. Al volverme, vi al grueso policía avanzar hacia nosotros por el pasillo. Pasó junto a Rachel sin fijarse en ella, y ésta se encaminó hacia la puerta y la seguridad del coche, pero para entonces yo me dirigía hacia la zona reservada a los empleados. Tiré la bata y, sin detenerme, atravesé el almacén para salir al aparcamiento trasero, que estaba lleno de camiones de reparto. Luego doblé la esquina para llegar al lado de las galerías, donde Rachel tenía ya el motor en marcha. Me agaché en el asiento mientras ella, al volante, giraba a la derecha para no volver a pasar frente a la casa de Stacey Byron. Por el retrovisor vi al grueso policía mirar alrededor y hablar por su radio, y a Byron a su lado.
– ¿Y qué hemos conseguido?
– ¿Has visto su mirada cuando he mencionado al Viajante? Conocía el nombre.
– Sabe algo -coincidió Rachel-. Pero podría habérselo oído decir a los policías. Parecía asustada, Bird.
– Puede ser -dije-. Pero ¿asustada de qué?
Aquella noche, Ángel desmontó los paneles de las puertas del Taurus y fijamos las dos Calicos y los cargadores con cinta adhesiva en los huecos interiores; luego volvimos a colocar los paneles. Limpié y cargué la Smith & Wesson en la habitación del hotel bajo la atenta mirada de Rachel.
Metí la pistola en la funda del hombro y me puse una cazadora negra de Alpha Industries sobre la camiseta negra y los vaqueros negros. Sumando a eso las Timberland negras, parecía el portero de un local nocturno.
– Joe Bones tiene los días contados. No podría salvarlo aunque quisiera -dije a Rachel-. Es hombre muerto desde el momento en que fracasó el atentado de Metairie.
– Ya he tomado una decisión -respondió ella-. Me marcho dentro de un par de días. No puedo seguir formando parte de esto, con las cosas que haces, con las cosas que yo he hecho.
Se resistía a mirarme, y yo no pude decir nada. Tenía razón, pero aquello no era un simple sermoneo. Veía el dolor en sus ojos. Lo sentía cada vez que hacíamos el amor.
Louis esperaba junto al coche, vestido con un jersey negro, vaqueros oscuros, cazadora tejana negra y unas botas Ecco. Ángel comprobó los paneles de las puertas una vez más para cerciorarse de que se desprendían sin dificultad y se acercó a Louis.
– Si no has tenido noticias nuestras a las tres de la madrugada, llévate a Rachel del hotel. Tomad una habitación en el Pontchartrain y salid en el primer vuelo de mañana -dije-. Si esto sale mal, Joe Bones podría intentar desquitarse. Arréglatelas como puedas con la policía.
Ángel asintió, cruzó una mirada con Louis y regresó al Flaisance. Louis puso una cinta de Isaac Hayes en el casete y salimos de Nueva Orleans al son de Walk On By.
– Fantástico -comenté.
Louis asintió.
– Así somos los hombres.
Leon esperaba tranquilamente junto a un roble retorcido, de tronco nudoso y caduco, cuando llegamos al desvío de Starhill. Louis mantenía la mano izquierda a un lado, en actitud relajada, y la culata de la SIG asomaba por debajo de su asiento. Yo había dejado la Smith & Wesson en el compartimento de los mapas que había en mi puerta. Cuando nos aproximábamos al lugar de encuentro, ver a Leon solo contra el árbol no me tranquilizó.
Aminoramos la marcha y tomamos una pequeña carretera adyacente que pasaba ante el roble. Leon no pareció advertir nuestra presencia. Apagué el motor y nos quedamos sentados en el coche aguardando alguna señal por su parte. Louis echó mano a la SIG y se la colocó junto al muslo.
Nos miramos. Me encogí de hombros, salí del coche y me apoyé en la puerta abierta, con la Smith & Wesson al alcance de la mano. Louis dejó la SIG en el asiento y bajó por su lado, extendió los brazos para que Leon viese que tenía las manos vacías y se recostó sobre el coche.
Leon se apartó del árbol y vino hacia nosotros. De entre los árboles surgieron otras siluetas. Rodearon el coche cinco hombres con sus H &K al hombro y navajas de hoja larga al cinto.
– Contra el coche -ordenó Leon.
No me moví. Alrededor oímos los chasquidos de los seguros de las armas.
– Si se mueven, los matamos aquí mismo -dijo.
Le sostuve la mirada por un instante. Después me di media vuelta y apoyé las manos en el techo del coche. Louis hizo lo mismo. De pie a mis espaldas, Leon tuvo que ver la SIG en el asiento del acompañante, pero no pareció preocuparle. Me palpó primero el pecho y las axilas, luego los tobillos y los muslos. Cuando tuvo la certeza de que no llevaba micrófonos, registró de manera similar a Louis, y después retrocedió.
– Dejen el coche aquí -ordenó.
Alrededor se encendieron unos faros a la vez que se oía ruido de motores. Un sedán Dodge marrón y un Nissan Patrol verde salieron de pronto de detrás de los árboles, seguidos de una furgoneta Ford de plataforma con tres piraguas amarradas encima. Si el complejo residencial de los Fontenot se hallaba bajo vigilancia, el responsable tenía que visitar a un oculista.
– Llevamos cierto material en el coche -informé a Leon-. Vamos a sacarlo.
Asintió con la cabeza y observó mientras yo extraía las dos mini-metralletas ocultas tras los paneles de la puerta. Louis cogió dos cargadores y me entregó uno. El largo cilindro se extendió sobre el extremo posterior del armazón cuando comprobé el funcionamiento del seguro, situado en el borde delantero del guardamonte. Louis se guardó el segundo cargador en el bolsillo de la cazadora y me lanzó el otro de reserva.
En cuanto subimos a la parte trasera del Dodge, dos hombres escondieron nuestro coche y luego montaron en el Nissan. Leon ocupó el asiento del acompañante del Dodge, e indicó que arrancara al conductor, un hombre de más de cincuenta años, de pelo largo y canoso recogido en una cola. Los otros vehículos nos siguieron a cierta distancia para que no pareciésemos un convoy y evitar así las sospechas de cualquier policía que pasara.
Bordeamos East y West Feliciana, con el Thompson Creek a la derecha, hasta llegar a un desvío que llevaba a la margen del río. Dos coches, un Plymouth antiguo y lo que semejaba un Volkswagen Escarabajo aún más antiguo, esperaban en la orilla, y al lado había otras dos piraguas. Lionel Fontenot, con vaqueros y camisa azul, estaba junto a su Edsel. Echó una ojeada a las Calicos, pero no dijo nada.
En total éramos catorce, la mayoría armados con H &K, dos con fusiles M16. Nos dividimos en grupos de tres para distribuirnos en las piraguas, y Lionel y el conductor del Dodge encabezaron la marcha en un bote de menor tamaño. Louis y yo íbamos separados y empuñábamos un remo cada uno. Empezamos a avanzar río arriba.
Remamos durante unos veinte minutos, manteniéndonos cerca de la orilla occidental, y por fin una silueta más oscura se recortó contra el cielo nocturno. Vi parpadear las luces de las ventanas y poco después, a través de una arboleda, un pequeño malecón al que había amarrada una lancha motora. Los jardines de la casa de Joe Bones estaban a oscuras.
Delante de nosotros se oyó un suave silbido, y con gestos nos indicaron que dejáramos de remar. Al abrigo de los árboles, cuyas ramas colgaban sobre el agua, aguardamos en silencio. Algo brilló en el malecón y por un momento se iluminó el rostro de un guardia mientras encendía un cigarrillo. Oí ante mí un ligero chapoteo, y en la orilla, por encima de nosotros, ululó un búho. Vi moverse el reflejo del vigilante en el agua plateada por la luna, oí el sonido de sus botas contra el malecón de madera. De pronto, una forma oscura se alzó junto a él y se alteró el dibujo de la luna en el agua. Destelló la hoja de una navaja y el ascua roja del cigarrillo cayó en el aire nocturno como una señal de angustia a la vez que el vigilante se desplomaba. Apenas se oyó ruido alguno cuando lo bajaron al agua.
El hombre de la coleta se quedó esperando en el malecón mientras pasábamos de largo para acercarnos a la orilla de hierba lo máximo posible antes de bajar de las piraguas y arrastrarlas a tierra. La orilla, en pendiente, ascendía hasta una franja de césped sin flores ni árboles. Subía orilla arriba hasta la parte trasera de la casa, donde unos peldaños conducían a un patio, al que daban dos contraventanas en la planta baja y una galería en el piso superior igual que la de la fachada principal. Advertí un movimiento en la galería y oí voces en el patio. Había como mínimo tres vigilantes, probablemente más en la parte delantera.
Lionel levantó dos dedos y señaló a dos hombres a mi izquierda. Éstos, agachados, avanzaron con cautela en dirección a la casa. Estaban a unos veinte metros de nosotros cuando la casa y el jardín se iluminaron de pronto con una luz blanca e intensa. Los dos hombres se vieron sorprendidos como conejos bajo los focos, a la vez que en la casa se oían gritos y las primeras ráfagas de armas automáticas sonaban en la galería. Uno de ellos giró sobre sí mismo como un patinador que ha fallado en su salto, y la sangre brotó a borbotones de su camisa como flores rojas al abrirse. Cayó a tierra, con convulsiones en las piernas, mientras su compañero se lanzaba al suelo para cubrirse tras una mesa metálica que formaba parte de los muebles de jardín, semiocultos por la oscuridad, a la orilla del río.
Las contraventanas se abrieron y varias siluetas oscuras se dispersaron por el patio. En la galería aparecieron otros dos o tres vigilantes, que barrieron la hierba ante nosotros con fuego a discreción. A los costados de la casa se veían los fogonazos de las armas mientras varios hombres más de Joe Bones la rodeaban lentamente.
Cerca de allí, Lionel Fontenot soltó una maldición. Estábamos protegidos en parte por la pendiente del jardín allí donde el terreno se curvaba en su descenso hacia el río, pero los vigilantes apostados en la galería buscaban el ángulo adecuado para disparar sobre nosotros directamente. Algunos hombres de Fontenot devolvieron el fuego, pero cada vez que lo hacían revelaban su posición a los vigilantes de la casa. Uno, un cuarentón de rostro anguloso con la boca como una cuchillada, lanzó un gruñido cuando una bala le alcanzó en el hombro. Pese a que la sangre le tiñó de rojo la camisa, siguió disparando.
– Estamos a cincuenta metros de la casa -dije-. Por los lados vienen vigilantes para cortarnos el paso. Si no nos movemos ya, somos hombres muertos.
La tierra se levantó junto a la mano izquierda de Fontenot. Uno de los hombres de Joe Bones había llegado casi a la orilla acercándose desde la parte delantera de la casa. Se oyeron dos ráfagas de M16 procedentes de detrás de la mesa metálica del jardín, y el hombre cayó de costado y rodó por la hierba hasta el río.
– Dígale a sus hombres que se preparen -susurré-. Nosotros les cubriremos.
Transmitieron el mensaje de uno a otro.
– ¡Louis! -grité-. ¿Estás listo para probar estos artefactos?
Una silueta situada a dos hombres de mí respondió con un gesto y al instante las Calicos cobraron vida. Uno de los vigilantes de la galería se agitó, acribillado por las balas de nueve milímetros del arma de Louis. Desplacé por completo hacia delante el selector del guardamonte y barrí el patio con una ráfaga. Las contraventanas estallaron en una lluvia de cristal y un vigilante rodó por los peldaños y quedó inmóvil en el césped. Los hombres de Lionel Fontenot abandonaron sus posiciones a cubierto y atravesaron el jardín a todo correr a la vez que disparaban. Puse el selector en la modalidad de un solo disparo y me concentré en el lado este de la casa. Las balas de mi arma hicieron saltar por el aire astillas de madera, y los hombres situados a ese lado se vieron obligados a protegerse.
Los hombres de Fontenot casi habían llegado al patio cuando dos de ellos fueron abatidos por unos disparos procedentes de detrás de las contraventanas hechas añicos. Louis dirigió una ráfaga al interior, y los hombres de Fontenot accedieron al patio y entraron en la casa. Dentro se produjo un intercambio de disparos mientras Louis y yo nos levantábamos y cruzábamos rápidamente el jardín.
A mi izquierda, el hombre oculto tras la mesa abandonó su escondite para seguirnos. En ese momento, algo enorme y oscuro surgió de la penumbra y se abalanzó sobre él con un gruñido grave y feroz. El boerbul lo embistió contra el pecho y lo derribó con su enorme peso. El hombre lanzó un alarido y golpeó al animal con los puños en la cabeza. Al instante, el boerbul atenazó con sus grandes fauces el cuello de su víctima y sacudió la cabeza desgarrándole la garganta.
El animal alzó la cabeza y sus ojos resplandecieron en la oscuridad en cuanto localizó a Louis. Éste se disponía a apuntar la Calico en esa dirección cuando el animal abandonó el cadáver y saltó por encima. Corría a una velocidad asombrosa. Mientras avanzaba hacia nosotros, su forma oscura eclipsaba las estrellas del cielo. Estaba en la cúspide de su salto cuando se oyó la Calico de Louis y las balas traspasaron al animal, que se convulsionó en el aire y cayó sobre la hierba con un crujido a menos de medio metro de nosotros. Agitó las patas intentando levantarse y movió la boca como si mordiera, pese a que de entre sus dientes manaban sangre y espuma. Louis le descerrajó varios tiros más hasta que se quedó inmóvil.
Cuando nos acercábamos a los peldaños, detecté movimiento en la esquina oeste de la casa. Se produjo un fogonazo y Louis lanzó un grito de dolor. La Calico cayó al suelo a la vez que él brincaba hacia los peldaños agarrándose la mano herida. Disparé tres veces y el vigilante se desplomó. Detrás de mí, uno de los hombres de Fontenot avanzaba hacia la casa disparando con su M16. De pronto, al llegar a la esquina, se colgó el fusil al hombro mientras esperaba allí inmóvil, y vi brillar la hoja de su navaja a la luz de la luna. El corto cañón de una Steyr asomó al otro lado, seguido del rostro de uno de los hombres de Joe Bones. Lo reconocí: era el que había aparecido tras la verja de la finca al volante de un carrito de golf durante nuestra primera visita, pero el recuerdo se fundió con el destello de la navaja al hundirse en su cuello. De su arteria seccionada brotó un chorro carmesí. Aún no había acabado de caer cuando el hombre de Fontenot volvió a levantar el M16 para seguir abriéndose paso a tiros hacia la parte delantera de la casa.
Louis se examinaba la mano derecha cuando llegué junto a él. La bala le había herido el dorso, dejando a su paso una profunda brecha y dañándole el nudillo del dedo índice. Arranqué una tira de tela de la camisa de un vigilante muerto tendido en el patio y le vendé la mano. Le entregué la Calico y se pasó la correa por encima de la cabeza e introdujo el dedo medio en el guardamonte. Con la mano izquierda desenfundó la SIG y, a la vez que se levantaba, me hizo una señal con la cabeza.
– Más vale que busquemos a Joe Bones.
Al otro lado de las contraventanas del patio había un comedor convencional. La mesa, que podía acoger cómodamente a dieciocho comensales como mínimo, estaba astillada y agujereada por las balas. En la pared, un retrato de un caballero sureño de pie junto a su caballo presentaba un enorme orificio en el vientre del caballo, y entre los restos de una vitrina se veía una selección de platos de porcelana antiguos reducidos a añicos. Había también dos cadáveres. Uno de ellos era el hombre de la cola que conducía el Dodge.
El comedor daba a un ancho pasillo alfombrado y a un vestíbulo iluminado por una araña de luces, desde el cual una escalera de caracol subía al piso superior. Las otras puertas de la planta baja estaban abiertas, pero no llegaba un solo ruido del interior. Mientras nos dirigíamos a la escalera, oímos en los pisos superiores un incesante intercambio de disparos. Al pie, yacía uno de los hombres de Joe Bones con un pantalón de pijama a rayas en medio de un charco de sangre procedente de una herida en la cabeza.
En lo alto de la escalera había una serie de puertas a izquierda y derecha. Por lo visto, los hombres de Fontenot habían despejado la mayor parte de las habitaciones, pero habían tenido que cubrirse en los huecos del pasillo y los umbrales de las puertas a causa del fuego procedente de las habitaciones del extremo oeste de la casa; una, la de la derecha, daba al río y tenía los paneles de la puerta perforados ya por las balas, la otra daba a la parte delantera de la casa. Mientras observábamos, un hombre vestido con un mono azul y provisto de un hacha de empuñadura corta en una mano y una Steyr que había conseguido por el camino en la otra abandonó rápidamente su escondite y se situó a una puerta de la habitación que daba a la parte delantera. A través de la puerta de la derecha dispararon repetidas veces y el hombre cayó al suelo agarrándose la pierna.
Me oculté en un hueco del pasillo entre los restos de unas rosas de tallo largo dispersas en medio de un charco de agua y trozos de jarrón y disparé una ráfaga contra la puerta de la habitación de la parte delantera. Dos hombres de Fontenot avanzaron agachados simultáneamente. Frente a mí, Louis disparaba hacia la puerta entornada del lado del río. Dejé de disparar en cuanto los hombres de Fontenot llegaron a la habitación y se precipitaron sobre el ocupante. Se oyeron dos tiros más y, a continuación, uno de ellos salió limpiándose la navaja en los pantalones. Era Lionel Fontenot. Lo seguía Leon.
Los dos hombres se apostaron a ambos lados de la última habitación. Otros seis hombres avanzaron para unirse a ellos.
– Joe, esto se ha acabado -dijo Lionel-. Vamos a zanjar el asunto.
Dos balas traspasaron la puerta. Leon levantó su H &K en ademán de disparar, pero Lionel alzó la mano y miró hacia mí por encima de Leon. Me acerqué y esperé detrás de Leon mientras Lionel empujaba la puerta con el pie y se pegaba a la pared al tiempo que sonaban otros dos disparos, seguidos del chasquido de un percutor en una recámara vacía, un sonido tan definitivo como el de una losa al cerrarse sobre una tumba.
Leon fue el primero en entrar, tras sustituir la H &K por sus navajas. Fui tras él, seguido de Lionel. Las paredes del dormitorio de Joe Bones estaban salpicadas de orificios y las cortinas blancas se agitaban como fantasmas furiosos movidas por el aire nocturno que penetraba a través de la ventana rota. La rubia que días antes almorzaba con Joe en el jardín yacía muerta contra la pared del fondo con una mancha roja en el lado izquierdo del pecho de su camisón de seda. Joe Bones estaba ante la ventana envuelto en una bata roja de seda. El Colt colgaba de su mano inútilmente a un costado, pero los ojos le brillaban de ira y la cicatriz del labio, contraída y blanca, destacaba sobre la piel. Soltó el arma.
– Hazlo ya, cabrón -masculló, dirigiéndose a Lionel-. Mátame si tienes cojones.
Lionel cerró la puerta de la habitación a la vez que Joe Bones se volvía para mirar a la mujer.
– Pregúntele -me dijo Lionel.
Joe Bones no pareció oírlo. Daba la impresión de que lo corroía un profundo dolor mientras recorría con la mirada el perfil de la muerta.
– Ocho años -susurró-. Ha estado conmigo ocho años.
– Pregúntele -repitió Lionel Fontenot.
Di un paso al frente, y Joe Bones se volvió hacia mí con expresión de desprecio, ya sin rastro de tristeza en la cara.
– El puto viudo afligido. ¿Has traído a tu negro amaestrado?
Lo abofeteé con fuerza y retrocedió.
– Joe, no puedo salvarte la vida, pero si me ayudas quizá pueda asegurarte una muerte más rápida. Dime qué vio Remarr la noche en que asesinaron a los Aguillard.
Se enjugó la sangre de la comisura de los labios extendiéndosela por la mejilla.
– No tienes ni puta idea de a qué te enfrentas, ni la más remota idea. Estás tan perdido que no encontrarías ni tu mano izquierda.
– Joe, ese hombre mata a mujeres y niños. Volverá a matar.
Joe Bones torció la boca en un amago de sonrisa, y la cicatriz distorsionó la forma de sus labios carnosos como una grieta en un espejo.
– Habéis matado a mi mujer y ahora me vais a matar a mí, diga lo que diga. No tienes con qué negociar.
Miré a Lionel Fontenot. Él movió la cabeza en un gesto de negación casi imperceptible, pero Joe Bones lo advirtió.
– ¿Lo ves? Nada. Lo único que puedes ofrecerme es un poco menos de dolor, y el dolor ya no es nuevo para mí.
– Mató a uno de tus hombres. Mató a Tony Remarr.
– Tony dejó una huella en casa de la negra. Tuvo un descuido y pagó el precio. Ese tipo me ahorró la molestia de matar yo mismo a la vieja bruja y a su hijo. Si me lo encuentro, le daré un apretón de manos.
Joe Bones desplegó una amplia sonrisa, como un rayo de sol a través de una nube de humo acre y oscuro. Obsesionado por la sangre mestiza que corría por sus venas, había ido más allá de toda idea establecida de humanidad y compasión, de amor y de dolor. Con su reluciente bata roja, parecía una herida en el tejido del espacio y el tiempo.
– Te lo encontrarás en el infierno -dije.
– Allí veré también a la puta de tu mujer y me la follaré por ti.
Ahora tenía una mirada inexpresiva y fría. El olor de la muerte flotaba en torno a él como un tufo a tabaco rancio. A mis espaldas, Lionel Fontenot abrió la puerta y el resto de sus hombres entraron en silencio. Sólo entonces, viéndolos a todos juntos en el dormitorio destrozado, me pareció evidente el parecido entre ellos. Lionel mantuvo la puerta abierta para que me marchase.
– Es un asunto de familia -dijo cuando salí.
La puerta se cerró con un suave chasquido, como dos huesos al entrechocar.
Después de morir Joe Bones, reunimos los cadáveres de los hombres de Fontenot en el jardín frente a la casa. Los cinco yacían uno al lado del otro, desmadejados y rotos como sólo los muertos pueden estarlo. Las verjas de la finca estaban abiertas, y el Dodge, el Volkswagen y la furgoneta entraron a toda velocidad. Con rapidez pero a la vez con delicadeza, se cargaron los cuerpos en los maleteros de los coches y se ayudó a los heridos a acomodarse en los asientos traseros. Rociaron las piraguas con gasolina, les prendieron fuego y las dejaron flotando río abajo.
Abandonamos la finca y llegamos al punto de encuentro inicial en Starhill. Allí esperaban los tres Explorers negros que había visto en el complejo residencial de Delacroix, con los motores en marcha y los faros apagados. Mientras Leon rociaba de gasolina los coches y la furgoneta, se trasladaron los cuerpos, envueltos en lona, a la parte trasera de dos de los jeeps. Louis y yo observamos en silencio.
Cuando los jeeps cobraron vida, Leon arrojó trapos encendidos al interior de los vehículos desechados, Lionel Fontenot se acercó a nosotros y se quedó a nuestro lado mientras ardían. Sacó una pequeña libreta verde del bolsillo, anotó un número en una hoja y la arrancó.
– Este tipo le curará la mano a su amigo. Es discreto.
– Sabía quién mató a Lutice, Lionel -dije.
Asintió con la cabeza.
– Quizá. Pero no estaba dispuesto a decirlo, ni siquiera al final. -Con el dedo índice se frotó un corte reciente en la palma de la mano derecha para sacar la tierra de la herida-. He oído decir que los federales buscan a alguien en los alrededores de Baton Rouge, un hombre que trabajaba en un hospital de Nueva York. -Guardé silencio y sonreí-. Sabemos cómo se llama. Un hombre puede esconderse durante mucho tiempo en los pantanos si conoce bien el terreno. Puede que los federales no lo encuentren, pero nosotros daremos con él. -Al igual que un rey mostrando sus mejores tropas a sus súbditos preocupados, señaló con la mano a sus hombres-. Lo buscaremos. Lo encontraremos y ahí acabará todo.
A continuación se dio media vuelta y se sentó al volante del primer jeep, con Leon en el asiento contiguo, y desaparecieron en la noche, las luces rojas de posición semejaban cigarrillos cayendo en la oscuridad, como barcos en llamas flotando en agua negra.
Telefoneé a Ángel de camino a Nueva Orleans. En una farmacia abierta toda la noche compré un antiséptico y un botiquín de primeros auxilios para la herida de Louis. De camino en el coche, tenía la cara bañada en sudor y los jirones blancos de tela que le envolvían los dedos estaban manchados de rojo. Cuando llegamos al Flaisance, Ángel le limpió la herida con el antiséptico e intentó cosérsela con hilo de sutura. El nudillo presentaba mal aspecto, y Louis tenía en los labios una tensa mueca de dolor. Pese a sus protestas, llamé al número que nos habían dado. La voz soñolienta que atendió el teléfono después de sonar el timbre cuatro veces se despejó de pronto en cuanto mencioné el nombre de Lionel.
Ángel llevó a Louis en coche a la consulta. Cuando se marcharon, me quedé frente a la puerta de Rachel dudando si llamar o no. Sabía que no dormía: Ángel había hablado con ella después de recibir mi llamada, y presentía que estaba despierta. Aun así, no llamé, pero cuando regresaba a mi habitación, se abrió la puerta. Se quedó en el umbral esperándome, con una camiseta blanca que le llegaba casi a las rodillas. Se apartó para dejarme pasar.
– Veo que sigues entero -dijo. No parecía especialmente complacida.
Estaba cansado y sentía náuseas después de ver tanta sangre. Deseaba hundir la cara en agua helada. Deseaba beber con tal desesperación que notaba la lengua hinchada dentro de la boca; tenía la impresión de que sólo una botella de Abita y un trago de whisky Redbreast podían devolverle su tamaño normal. Cuando hablé, mi voz sonó como el estertor de un anciano en su lecho de muerte.
– Estoy entero -contesté-. Otros muchos no lo están. Louis ha recibido una herida de bala en la mano y demasiadas personas han muerto en esa casa: Joe Bones, la mayoría de sus hombres, su mujer.
Rachel me volvió la espalda y se acercó a la ventana del balcón. Sólo estaba encendida la lámpara de la mesilla de noche y proyectaba sombras sobre las ilustraciones que ella había salvado de Woolrich y que ahora ocupaban de nuevo su lugar en las paredes. Unos brazos desollados y el rostro de una mujer y un joven surgieron de la penumbra.
– ¿Qué has averiguado a cambio de semejante matanza?
Era una buena pregunta, y como suele ocurrir con las buenas preguntas, la respuesta no estuvo a la altura.
– Nada, excepto que Joe Bones ha preferido una muerte dolorosa a contar lo que sabía.
Se volvió hacia mí.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
Empezaba a cansarme de preguntas, en especial de preguntas tan difíciles como aquéllas. Sabía que ella tenía razón y yo mismo me daba asco. Tenía la impresión de que Rachel se había contaminado a través de su contacto conmigo. Quizá debería haberle dicho todo eso en aquel momento, pero estaba demasiado cansado, sentía demasiadas náuseas y percibía aún el olor de la sangre; y de todos modos creo que ella ya lo sabía casi todo.
– Voy a acostarme -dije-. Después lo pensaré.
Y la dejé.
A la mañana siguiente me desperté con dolor en los brazos a causa del peso de la Calico, un dolor exacerbado por las molestias de la herida que recibí en Haven. Los dedos, el pelo y la ropa de la que me había despojado olían a pólvora. La habitación entera apestaba como el escenario de un tiroteo, así que abrí la ventana y el aire caliente de Nueva Orleans penetró pesadamente como un torpe allanador de moradas.
Fui a ver a Louis y a Ángel. A Louis el médico le había vendado expertamente la mano después de extraer los fragmentos de hueso de la herida y curarle el nudillo. Apenas abrió los ojos mientras yo cruzaba unas palabras en voz baja con Ángel en la puerta. Me sentía culpable por lo ocurrido, aunque sabía que ninguno de los dos me lo echaba en cara.
Percibí también que Ángel estaba impaciente por regresar a Nueva York. Joe Bones había muerto y probablemente la policía y los federales estrechaban el cerco en torno a Edward Byron, a pesar de las dudas de Lionel Fontenot. Además, con toda seguridad, Woolrich no tardaría en relacionarnos con la muerte de Joe Bones, en particular si Louis andaba por ahí con una herida de bala en la mano. Se lo dije a Ángel, y él coincidió en que debían marcharse en cuanto yo volviera, para que Rachel no se quedara sola. Para mí, el caso había llegado a un punto muerto. En alguna parte, los federales y los hombres de Fontenot daban caza a Edward Byron, un hombre que a mí se me antojaba aún tan lejano como el último emperador de China.
Dejé un mensaje a Morphy. Quería ver la información de la que disponían sobre Byron; quería dotar de cuerpo a aquel nombre. Tal como estaban las cosas, era una identidad parcial, sin rostro, como las víctimas que, según los federales, había asesinado. Quizá éstos estuvieran en lo cierto. Si colaboraban con la policía local, podían llevar a cabo una búsqueda más eficaz que un puñado de recién llegados de Nueva York que se creían muy competentes. Yo había albergado la esperanza de abrirme paso hacia él desde otra dirección, pero, con la muerte de Joe Bones, ese camino acababa en una maraña de oscuros matorrales.
Tomé el teléfono y el libro de Ralegh y me encaminé hacia Mother's en Poydras Street, donde bebí demasiado café y mordisqueé un poco de beicon con pan tostado. Cuando uno llega a un punto muerto en la vida, Ralegh es buena compañía. «Ve, alma… pues yo necesito morir / y miente al mundo.» Ralegh, en su sabiduría, adoptaba una actitud estoica ante las adversidades, aunque esa sabiduría no le bastó para impedir que lo decapitaran.
A mi lado, un hombre comía huevos y jamón con el esfuerzo concentrado de un mal amante, y un poco de yema de huevo le manchaba el mentón igual que el sol reflejado en un ranúnculo. Alguien silbó unas notas de What's New? y perdió el hilo de la melodía en los complicados cambios de acordes de la canción. El murmullo de las conversaciones a media mañana, una canción de rock suave en una emisora de radio que había optado por una música anodina y el zumbido del tráfico lento y lejano llenaban el aire. Fuera transcurría otro de esos días de extrema humedad en Nueva Orleans, la clase de día que induce a los amantes a pelearse y pone a los niños sombríos y malhumorados.
Pasó una hora. Llamé a la brigada de investigación de St. Martin y me dijeron que Morphy se había tomado el día libre para trabajar en su casa. Como no tenía nada mejor que hacer, pagué la cuenta, llené el depósito del coche de gasolina y partí una vez más hacia Ba-ton Rouge. Encontré una emisora de Lafayette que puso un poco de la música chirriante de Cheese Read, seguida de Buckwheat Zydeco y Clifton Chenier, una hora de cajún clásico y zydeco, en palabras del locutor. La dejé sonar hasta que la ciudad quedó atrás y música y paisaje se fundieron en uno.
Cuando aparqué frente a la casa de Morphy, una lámina de plástico se agitaba al viento del mediodía con un ruido seco. Estaba sustituyendo parte del muro exterior de la fachada oeste, y las cuerdas que sujetaban el plástico sobre las ensambladuras al descubierto zumbaban a causa del viento que intentaba arrancarlas de sus puntos de amarre. El mismo viento que sacudía una de las ventanas, que no estaba bien cerrada, y hacía batir la puerta mosquitera contra el marco como un visitante cansado.
Lo llamé pero no contestó. Fui a la parte trasera de la casa, donde la puerta estaba abierta, inmovilizada con un trozo de ladrillo. Llamé otra vez, pero mi voz pareció producir un eco vacío en el pasillo central. Las habitaciones de la planta baja estaban todas desocupadas y arriba no se oía nada. Desenfundé la pistola y subí por la escalera, recién lijada para barnizarla después. Las habitaciones estaban vacías y la puerta del baño abierta, con los artículos de higiene ordenadamente dispuestos junto al lavabo. Eché un vistazo a la galería y volví a bajar. Cuando regresaba hacia la puerta trasera, noté un frío objeto de metal en la nuca.
– Suéltala -dijo una voz. Dejé deslizarse el arma de entre mis dedos-. Date la vuelta. Despacio.
La presión desapareció de mi nuca y, al volverme, me encontré con Morphy ante mí, con una pistola clavadora a pocos centímetros de mi cara. Lanzó un profundo suspiro de alivio y bajó el arma.
– Joder, me has dado un susto de muerte -dijo.
El corazón se me salía del pecho.
– Gracias -contesté-. Sin duda necesitaba esta dosis de adrenalina después de cinco tazas de café.
Me dejé caer pesadamente en el primer peldaño.
– Dios mío, tienes muy mal aspecto. ¿Has trasnochado?
Alcé la vista para comprobar si sus palabras escondían alguna insinuación, pero se había vuelto de espaldas.
– Algo así.
– ¿Te has enterado? -preguntó-. Anoche liquidaron a Joe Bones y los suyos. Alguien se ensañó con Joe antes de matarlo. La policía ni siquiera estaba segura de que fuera él hasta que han verificado las huellas digitales. -Fue a la cocina y regresó con una cerveza para él y un refresco para mí. Me fijé en que era Coca-Cola sin cafeína. Bajo el brazo llevaba un ejemplar del Times-Picayune-. ¿Lo has leído?
Alcancé el periódico. Estaba doblado en cuatro partes, con el pie de la primera plana arriba. El titular rezaba: la policía sigue el rastro del asesino en serie de los crímenes rituales. El artículo contenía detalles de las muertes de Tante Marie Aguillard y de Tee Jean que sólo podía haber proporcionado el propio equipo de investigación: la posición de los cuerpos, el modo en que se habían descubierto, la descripción de algunas heridas. A continuación especulaba sobre una posible relación entre el hallazgo del cadáver de Lutice Fontenot y la muerte de un hombre en Bucktown, de quien se sabía que tenía conexión con un destacado personaje del hampa. Peor aún, añadía que la policía investigaba asimismo los vínculos con dos asesinatos análogos ocurridos en Nueva York a principios de año. No se mencionaba a Susan y Jennifer por sus nombres, pero era evidente que el autor -anónimo bajo la firma «Periodistas del Times-Picayune»- disponía de información suficiente sobre esos asesinatos para dar los nombres de las víctimas.
Dejé el periódico con una sensación de hastío.
– ¿Es vuestra la filtración? -pregunté.
– Podría ser, pero no lo creo. Los federales nos culpan a nosotros: se nos han echado encima acusándonos de sabotear la investigación. -Tomó un sorbo de cerveza antes de decir lo que le rondaba por la cabeza-. Un par de personas opinan que quizá seas tú quien haya filtrado la noticia. -Era obvio que le incomodaba decirlo, pero no desvió la mirada.
– No he sido yo. Si han llegado hasta Jennifer y Susan, no tardarán en relacionarme con lo que está pasando. Ya sólo me faltaba tener a la prensa a todas horas tras mis pasos.
Reflexionó por un momento en lo que acababa de decir y al final asintió.
– Supongo que tienes razón.
– ¿Hablaréis con el director del periódico?
– Nos hemos puesto en contacto con él nada más salir la primera edición. Nos ha repetido hasta la saciedad lo de la libertad de prensa y la protección de las fuentes. No podemos obligarlo a hablar -se frotó los tendones de la nuca-, pero es poco habitual que ocurra una cosa así. Por lo general, los periódicos procuran no poner en peligro las investigaciones. Sospecho que la información procede de alguien muy cercano a todo esto.
Pensé en ello.
– Si han estado dispuestos a publicarla, la información debe de ser irrefutable y la fuente de toda confianza -dije-. Podría ser que los federales estén haciendo las cosas a su aire.
Eso parecía confirmar nuestra opinión de que Woolrich y su equipo ocultaban algo, no sólo a mí sino probablemente también al equipo de investigación de la policía.
– No sería la primera vez -comentó Morphy-. Los federales no nos darían ni la hora si pensaran que podían permitírselo. ¿Crees que podrían haber filtrado la información ellos?
– Alguien ha tenido que hacerlo.
Morphy apuró la cerveza y aplastó la lata con el pie. Una pequeña mancha de cerveza se extendió sobre la madera cruda. Alcanzó un cinturón de herramientas del perchero donde estaba colgado, cerca de la puerta, y se lo ciñó.
– ¿Necesitas ayuda?
Me echó un vistazo.
– ¿Eres capaz de acarrear tablones sin tropezar?
– No.
– Entonces eres la persona idónea para lo que tengo que hacer. En la cocina encontrarás otro par de guantes de trabajo.
Durante el resto de la tarde me dediqué al trabajo físico, levantando y acarreando, martilleando y serrando. Sustituimos casi toda la madera del lado oeste mientras una suave brisa arremolinaba el serrín y las virutas en torno a nosotros. Más tarde, Angie regresó de hacer compras en Baton Rouge, cargada de comida y bolsas de boutiques. Mientras Morphy y yo limpiábamos, asó unos filetes con boniatos, zanahorias y arroz criollo, y cenamos en la cocina mientras se acercaba la noche y el viento envolvía la casa entre sus brazos.
Morphy me acompañó al coche. Cuando metía la llave en el contacto, se inclinó junto a la ventanilla y dijo en voz baja:
– Ayer alguien intentó ponerse en contacto con Stacey Byron. ¿Sabes algo de eso?
– Es posible.
– Tú estabas allí, ¿verdad? ¿Estabas allí cuando liquidaron a Joe Bones?
– No te conviene conocer la respuesta a esa pregunta -contesté-. De la misma manera que a mí no me interesa saber nada de Luther Bordelon.
Cuando me alejaba, vi que permanecía de pie ante su casa inacabada. Al cabo de un momento se dio media vuelta y regresó junto a su mujer.
Cuando llegué al Flaisance, Ángel y Louis habían hecho las maletas y estaban listos para marcharse. Me desearon suerte y me dijeron que Rachel se había acostado temprano. Ella había reservado vuelo para el día siguiente. Decidí no despertarla y fui a mi habitación. Ni siquiera recuerdo haberme quedado dormido.
La esfera luminosa de mi reloj de pulsera marcaba las ocho y media cuando oí que aporreaban la puerta de mi habitación. Había dormido profundamente y me desperté despacio, como un submarinista luchando por salir a la superficie. No había llegado más allá del borde de la cama cuando reventaron la puerta y potentes luces me iluminaron la cara. Al instante, unos brazos fuertes me levantaron y me empujaron contra la pared. Apoyaron una pistola contra mi cabeza a la vez que se encendió la lámpara principal de la habitación. Vi uniformes del Departamento de Policía de Nueva Orleans, un par de agentes de paisano, y a mi derecha a Toussaint, el compañero de Morphy. Alrededor, los hombres registraban la habitación sin contemplaciones.
Y supe que había ocurrido algo grave, muy grave.
Me permitieron ponerme una sudadera, un pantalón largo de deporte y unas zapatillas antes de esposarme. Custodiado, me sacaron del hotel ante las inquietas miradas de los huéspedes desde sus habitaciones y me llevaron hasta un coche patrulla que esperaba fuera. En otro coche estaba Rachel, pálida y con el pelo revuelto de dormir. Mirándola, me encogí de hombros en un gesto de impotencia antes de que nos sacaran del Quarter en un convoy.
Me interrogaron durante tres horas. Luego me dieron una taza de café y volvieron al ataque durante otra hora. La sala era pequeña y estaba mal iluminada. Olía a tabaco y a sudor. En un rincón, donde la escayola estaba rota y gastada, vi una mancha, aparentemente de sangre. Dos inspectores, Dale y Klein, llevaron a cabo la mayor parte del interrogatorio, Dale en el papel de policía agresivo, amenazándome con tirarme al pantano con una bala en la cabeza por matar a un policía de Louisiana; Klein en el papel de hombre sensible y razonable que intentaba protegerme asegurándose no obstante de que declaraba la verdad. Aun siendo otro policía el objeto de sus atenciones, la táctica del poli bueno-poli malo nunca pasaba de moda.
Les repetí una y otra vez todo lo que podía decirles. Les hablé de mi visita a Morphy, el trabajo en la casa, la cena, la despedida, las razones por las que mis huellas aparecían por todas partes. No, Morphy no me había entregado los expedientes policiales que se habían encontrado en mi habitación. No, no podía decir quién lo había hecho. No, sólo el portero de noche me vio entrar en el hotel; no hablé con nadie más. No, no volví a salir de mi habitación esa noche. No, nadie podía corroborar ese hecho. No. No. No. No.
Después apareció Woolrich y el tiovivo empezó de nuevo. Más preguntas, esta vez con los federales presentes. Y, sin embargo, nadie me dijo por qué estaba allí ni qué les había ocurrido a Morphy y a su mujer. Al final, Klein volvió y me dijo que podía marcharme. Detrás de una balaustrada que separaba las oficinas de la brigada de investigación del pasillo principal estaba sentada Rachel, con una taza de té, sin que los detectives le prestaran la menor atención. A tres metros detrás de ella, un hombre flaco con los brazos tatuados le susurraba obscenidades desde una celda.
Apareció Toussaint. Era un cincuentón con exceso de peso y una incipiente calvicie, sus rizos blancos se dispersaban en torno a la coronilla, que semejaba la cima de un monte alzándose entre la bruma. Tenía los ojos enrojecidos y náuseas, y allí se lo veía tan fuera de lugar como a mí.
Un agente de uniforme le hizo una seña a Rachel.
– Señora, ahora la acompañaremos a su hotel.
Ella se levantó. A sus espaldas, el tipo de la celda hizo un chupeteo con la boca y se llevó la mano a la entrepierna.
– ¿Te encuentras bien? -pregunté cuando pasó a mi lado.
Asintió en silencio y luego dijo:
– ¿Vienes conmigo?
Toussaint estaba a mi izquierda.
– Él irá más tarde -contestó.
Rachel me miró por encima del hombro cuando salía con el agente. Le dirigí una sonrisa y procuré que pareciese tranquilizadora, pero me faltó convicción.
– Vamos, le llevaré y le invitaré a un café en el camino -dijo Toussaint. Seguí sus pasos hasta la calle.
Acabamos en el Mother's, donde menos de veinticuatro horas antes yo había esperado la llamada de Morphy y donde Toussaint me contaría cómo murieron John Charles Morphy y su mujer, Ángela.
Esa mañana, Morphy tenía un turno especial de madrugada y Toussaint pasó a recogerlo. Alternaban quién recogía a quién según le conviniese a uno u otro, y ese día casualmente le tocaba a Toussaint.
La mosquitera estaba cerrada, pero la puerta no. Toussaint llamó a Morphy, tal como había hecho yo esa tarde. Siguió mis pasos por el pasillo central y miró en la cocina y las habitaciones a izquierda y derecha. Pensó que Morphy quizá se había dormido, pese a que nunca se retrasaba, así que se acercó a la escalera y volvió a llamarlo por el hueco. No hubo respuesta. Recordaba que ya tenía un nudo en el estómago cuando empezó a subir, llamando primero a Morphy y luego a Angie a medida que avanzaba. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, pero el ángulo no permitía ver la cama.
Llamó una vez con los nudillos y después, lentamente, abrió la puerta. Por un momento, apenas una milésima de segundo, pensó que los había sorprendido haciendo el amor, hasta que advirtió la sangre y supo que aquello era una parodia de todo lo que el amor representaba, de todo lo que significaba, y entonces lloró por su amigo y su esposa.
Aun ahora, sólo me parece recordar fragmentos de lo que me contó, pero imagino los cuerpos. Estaban desnudos, el uno frente al otro sobre lo que antes habían sido sábanas blancas, con las caderas en contacto y las piernas entrelazadas. De la cintura para arriba yacían inclinados hacia atrás, sus torsos separados a un brazo de distancia. Los dos estaban abiertos en canal desde el cuello hasta el estómago. Les habían desgajado y apartado las costillas, y cada uno tenía la mano hundida en el pecho del otro. Al acercarse, Toussaint vio que cada uno sostenía el corazón del otro en la palma de la mano. Sus cabezas colgaban hacia atrás de modo que casi tocaban la espalda. Les habían arrancado los ojos y desollado la cara, y tenían la boca abierta en su agonía final, convertido el momento de la muerte en un éxtasis. En ellos, el amor se reducía a un ejemplo para los demás amantes de la futilidad del amor mismo.
Mientras Toussaint hablaba, una sensación de culpabilidad me invadió y me traspasó el corazón. Yo había llevado aquella atrocidad a su casa. Por ayudarme, Morphy y su mujer habían sido elegidos para una muerte horrenda, del mismo modo que los Aguillard habían quedado contaminados por su contacto conmigo. Yo apestaba a muerte.
Y en medio de todo aquello, unos versos parecían flotar en mi mente, si bien no recordaba cómo los había resucitado, ni a través de quién habían llegado a mí. Y tuve la impresión de que su procedencia era importante, aunque no sabía por qué, salvo por el hecho de que en esos versos se entreveían resonancias de lo que Toussaint había visto. Sin embargo, cuando trataba de recordar la voz que los había pronunciado, ésta se me escabulló, y por más que lo intenté, fui incapaz de traerla a la memoria. Sólo persistían los versos. Algún poeta metafísico, pensé. Donne, quizá. Sí, Donne casi con toda seguridad.
Si el no nacido
ha de aprender de mí, descuartizado y desgarrado,
mata, Amor, y diseccióname, pues
contraria es a tu fin esta tortura.
Los cuerpos desmembrados no sirven al anatomista.
Remedium amoris, ¿no era ése el término? La tortura y la muerte de los amantes como remedio para el amor.
– Me ayudó -dije-. Yo lo involucré en esto.
– Se involucró él solo -repuso Toussaint-. Quería hacerlo. Quería acabar con ese tipo.
Sostuve su mirada.
– ¿Por Luther Bordelon?
Toussaint desvió la vista.
– ¿Qué importa ya eso?
No podía explicar que yo veía en Morphy algo de mí mismo, sentía lástima por su dolor, quería creer que era mejor que yo. Quería saberlo.
– Garza fue el responsable en el asunto de Bordelon -dijo Toussaint por fin-. Garza lo mató y luego Morphy le cubrió las espaldas. Eso me contó. Morphy era joven. Garza no debería haberlo puesto en una situación así, pero lo hizo, y Morphy ha estado pagándolo desde entonces. -Y en ese punto cayó en la cuenta de que hablaba en presente y se quedó en silencio.
Fuera, la gente vivía un día más: el trabajo, las visitas turísticas, las comidas, los coqueteos; todo continuaba pese a lo que había ocurrido, a lo que ocurría. Por alguna razón, uno tenía la sensación de que todo debía interrumpirse, de que los relojes debían pararse y los espejos cubrirse, de que los timbres debían acallarse y las voces reducirse a respetuosos susurros. Quizá si hubiesen visto las fotos de Susan y Jennifer, de Tante Marie y de Tee Jean, de Morphy y Angie, se habrían detenido a reflexionar. Y era eso lo que el Viajante quería: ofrecer, mediante la muerte de los demás, un recordatorio de la muerte de todos nosotros y el escaso valor del amor y la lealtad, de la paternidad y la amistad, del sexo y la necesidad y la alegría, ante el vacío que nos esperaba.
Cuando me levanté para marcharme, algo más acudió a mi memoria, algo espantoso que casi había olvidado, y sentí un dolor violento y profundo en las entrañas, que se propagó por todo mi cuerpo hasta que me vi obligado a apoyarme contra la pared y buscar a tientas dónde sujetarme.
– Dios Santo, estaba embarazada.
Miré a Toussaint, que cerró los ojos por un instante.
– Ese hombre lo sabía, ¿no?
Toussaint calló, pero se advertía desesperación en sus ojos. No pregunté qué había hecho el Viajante con el niño nonato, pero en ese instante vi la siniestra evolución de mi vida a lo largo de los últimos meses. Parecía que había pasado de la muerte de mi hija, mi Jennifer, a las muertes de muchos niños, las víctimas de Adelaide Modine y su cómplice, Hyams, y ahora, finalmente, a las muertes de todos los niños. Todo lo que hacía el Viajante tenía un significado que trascendía el hecho en sí: en la muerte del niño nonato de Morphy vi toda esperanza de futuro reducida a carne desgarrada.
– Se supone que debo llevarlo a su hotel -dijo Toussaint por fin-. El Departamento de Policía de Nueva Orleans se asegurará de que toma el vuelo de esta noche a Nueva York.
Pero apenas lo oí. La única idea que tenía en la mente era que el Viajante había estado observándonos a todos desde el principio y que su juego seguía en marcha. Todos éramos participantes, quisiéramos o no.
Y recordé algo que un timador llamado Saul Mann me había dicho una vez en Portland, algo que me parecía importante y, sin embargo, no podía recordar por qué.
No puedes marcarte un farol con alguien que no está prestando atención.
Toussaint me dejó en el Flaisance. La puerta de Rachel estaba entreabierta cuando llegué a la antigua cochera reformada. Llamé con suavidad y entré. Su ropa estaba tirada por el suelo y las sábanas hechas un rebujo en el rincón. Todos los papeles habían desaparecido. La maleta se hallaba abierta sobre el colchón desnudo. Oí movimiento en el cuarto de baño, y ella salió con su neceser. Estaba manchado de polvos y base de maquillaje, y supuse que la policía había roto parte del contenido durante el registro.
Llevaba un jersey descolorido de los Knicks, que le colgaba sobre los vaqueros de color azul oscuro. Se había duchado y el cabello mojado se le adhería a la cara. Iba descalza. Hasta ese momento no me había fijado en lo pequeños que tenía los pies.
– Lo siento -dije.
– Ya lo sé.
Sin mirarme, empezó a recoger la ropa y a guardarla lo mejor doblada posible en la maleta. Me agaché para alcanzarle un par de calcetines que había a mis pies hechos una bola.
– Déjalo -dijo-. Puedo hacerlo yo sola.
Llamaron a la puerta y asomó un agente de policía. Aunque con tono amable, dejó claro que debíamos permanecer en el hotel hasta que vinieran a buscarnos para llevarnos al aeropuerto.
Volví a mi habitación y me duché. Llegó una camarera y limpió la habitación. Después me senté sobre las sábanas limpias y escuché los sonidos de la calle. Pensé en lo mal que había hecho las cosas, y en todas las personas que habían sido asesinadas por mi culpa. Me sentía como el Ángel de la Muerte; si me quedaba inmóvil en un jardín, la hierba moriría.
Debí de adormilarme un rato, porque la luz había cambiado en la habitación cuando desperté. Daba la impresión de que había anochecido, y sin embargo no era posible. En el ambiente se percibía un olor a verdura podrida y a agua llena de algas y pescado. Cuando intenté respirar, noté el aire húmedo y caliente en la boca. Advertí movimiento alrededor, formas que se deslizaban en la penumbra de los rincones de la habitación. Oí susurros y un sonido semejante al roce de la seda contra la madera, y, más débilmente, los pasos de un niño a través de las hojas. Los árboles se agitaban y de lo alto me llegó el ruido de un aleteo irregular, como si un pájaro estuviera en peligro o herido.
La habitación se oscureció aún más, y la pared frente a mí pasó a ser negra. La luz que entraba por la ventana tenía un tono azul y verdoso y un resplandor trémulo, como si la viera a través de la calima.
O a través del agua.
Vinieron desde la pared oscura, siluetas negras recortadas contra la claridad verde. Traían consigo el olor cobrizo de la sangre, tan intenso que lo notaba en la lengua. Abrí la boca para decir algo -ni siquiera ahora estoy seguro de qué podía haber dicho o quién me habría oído-, pero la humedad me inmovilizaba la lengua como una esponja empapada en agua sucia y tibia. Sentía un peso sobre el pecho que me impedía levantarme y me costaba llenar de aire los pulmones. Abrí y cerré las manos hasta que también se me paralizaron, y supe entonces qué se sentía cuando la ketamina te corría por las venas, aletargando el cuerpo como preparativo para el bisturí de un anatomista.
Las figuras se detuvieron al borde de la oscuridad, poco más allá de la tenue luz de la ventana. Eran imprecisas; sus contornos se definían y desdibujaban como los de figuras vistas a través de un cristal esmerilado, o las de una proyección que se desenfocaba y volvía a cobrar nitidez.
Y de pronto oí las voces, «birdman», susurrantes e insistentes, «birdman». Se desvanecían y al cabo de un momento sonaban de nuevo con claridad, «birdman», voces que nunca había oído y otras que me habían llamado con cólera, «bird», con rabia, con temor, con amor, «papá». Ella era la más pequeña de todas, cogida de la mano de la silueta que tenía al lado. Las otras se desplegaron alrededor de ellas. Conté ocho en total y detrás vi a otras figuras, más borrosas, mujeres, hombres, muchachas. Mientras la presión aumentaba en mi pecho y me suponía un gran esfuerzo aspirar mínimas bocanadas de aire, se me ocurrió que la figura que se había aparecido a Tante Marie Aguillard, la que Raymond creía haber visto en Honey Island, la chica que parecía llamarme desde tenebrosas aguas, quizá no fuera Lutice Fontenot. «Hijo.» Cada vez que tomaba aire parecía ser la última y no me llegaba más allá de la garganta. «Hijo.» Era una voz vieja y oscura como las teclas de ébano de un piano antiguo sonando en una habitación lejana «Despierta, hijo, su mundo está saliendo a la luz.»
Y entonces mi último suspiro sonó en mis oídos y todo fue quietud y silencio.
Desperté al oír unos golpes en la puerta. Fuera, la luz del día había rebasado su cenit y declinaba hacia el atardecer. Al abrir encontré ante mí a Toussaint. Detrás de él, esperaba Rachel.
– Es hora de irse -anunció.
– Pensaba que se ocuparía de eso la policía de Nueva Orleans.
– Me ofrecí voluntario -contestó.
Me siguió al interior de la habitación, metí descuidadamente mis cosas de afeitar en la bolsa de viaje, la cerré y sujeté las hebillas. Era una bolsa de London Fog, regalo de Susan.
Toussaint hizo un gesto al agente uniformado del Departamento de Policía de Nueva Orleans.
– ¿Está seguro de que esto es correcto? -preguntó el agente, inquieto y vacilante.
– Oiga, los policías de Nueva Orleans están demasiado ocupados para andar haciendo de niñera -contestó Toussaint-. Yo llevaré a estas personas al avión y usted vaya a atrapar a algún maleante, ¿de acuerdo?
Partimos en silencio hacia Moisant Field. Yo ocupé el asiento del copiloto y Rachel se sentó detrás. Esperaba que Toussaint tomara el desvío hacia el aeropuerto, pero siguió derecho por la Interestatal 10.
– Se ha pasado la salida -dije.
– No -contestó Toussaint-. No, no me la he pasado.
Cuando las cosas empiezan a salir a la luz, salen deprisa. Aquel día tuvimos suerte. A todo el mundo le sonríe la suerte alguna vez.
En una confluencia del Upper Grand River, al sureste de la Interestatal 10 en dirección a Lafayette, durante una operación de dragado para extraer légamo y basura del fondo del río, una de las máquinas se atascó en un rollo de alambre de espino desechado que acumulaba óxido en el lecho del río. Finalmente consiguieron desprender la máquina e intentaron levantar el rollo, pero había otras cosas atrapadas entre el alambre: una vieja cama de hierro, unos grilletes de esclavo de más de un siglo y medio de antigüedad y, aprisionando el alambre en el fondo, un barril de petróleo con una flor de lis estampada.
Para el equipo de dragado, mientras intentaba liberar el barril, aquello se convirtió casi en una broma. La noticia del hallazgo del cadáver de una chica en un barril con una flor de lis días atrás había aparecido en todos los noticiarios y había ocupado noventa líneas en la primera plana del Times-Picayune el día que se descubrió.
Quizá los miembros del equipo bromeaban entre sí con comentarios morbosos mientras sacaban el barril del agua para extraer el alambre. Tal vez estuvieron un poco más callados, salvo por alguna que otra risa nerviosa, mientras uno de ellos intentaba destaparlo. El barril se había oxidado parcialmente y la tapa no había sido soldada. Cuando se desprendió, salieron agua sucia, peces muertos y algas.
Asomaron también las piernas de una chica, medio descompuestas pero rodeadas por una extraña membrana semejante a la cera; no obstante, el cuerpo quedó atascado en el barril, parte dentro, parte fuera. La fauna del río se había cebado en ella, pero cuando un hombre iluminó el interior del barril con una linterna, vio los irregulares restos de piel en la frente y sus dientes parecieron sonreírle desde la oscuridad.
Había sólo dos coches en el lugar del hallazgo cuando llegamos. El cadáver llevaba fuera del agua menos de tres horas. El equipo de dragado permanecía a cierta distancia junto con dos agentes de uniforme. Rodeaban el cuerpo tres hombres de paisano, uno de ellos con un traje algo más caro, y el cabello canoso, corto y bien peinado. Lo había visto durante los interrogatorios posteriores a la muerte de Morphy y lo reconocí: el sheriff James Dupree de St. Martin, el superior de Toussaint.
Dupree nos hizo una seña para que nos acercáramos cuando salimos del coche. Rachel se rezagó un poco pero avanzó de todos modos en dirección al cadáver del barril. Yo nunca había estado presente en el escenario de un crimen donde reinase tal tranquilidad. Incluso cuando apareció más tarde el forense, todo siguió en calma.
Dupree se quitó unos guantes de plástico evitando tocarlos por la parte de fuera con los dedos desprotegidos. Observé que llevaba las uñas muy cortas y muy limpias, pero sin manicura.
– ¿Quiere echar un vistazo de cerca? -preguntó.
– No -contesté-. Ya he visto todo lo que quería ver.
El barro y el légamo extraídos por el equipo de dragado despedían un penetrante olor a podredumbre, aún más intenso que el olor del cadáver. Las aves sobrevolaban los desechos en busca de algún pez muerto y agonizante. Uno de los miembros del equipo se llevó el cigarrillo a la boca, se agachó para coger una piedra y se la lanzó a una enorme rata gris que correteaba entre la inmundicia. La piedra golpeó el barro con un ruido sordo y húmedo, como el de un trozo de carne al caer sobre el tajo de un carnicero. La rata se escabulló.
Alrededor, otras cosas grises cobraron vida. Toda la zona era un hervidero de roedores, ahuyentados de sus nidos por la actividad del equipo de dragado. Chocaban entre sí y se lanzaban dentelladas, dejando a su paso la serpenteante huella de sus colas en el barro. Los otros hombres del equipo imitaron al primero y empezaron a lanzar piedras a ras de tierra. En su mayoría tenían mejor puntería que su amigo.
Dupree encendió un cigarrillo con un Ronson de oro. Fumaba Gitanes, marca que nunca le había visto consumir a ningún otro policía. El humo era acre y fuerte, y la brisa lo arrastraba derecho hacia mi cara. Dupree se disculpó y se volvió para protegerme del humo con su cuerpo. Fue un gesto de especial consideración y me indujo a preguntarme una vez más por qué no estaba sentado en Moisant Field esperando un avión.
– Me han contado que descubrió usted a aquella asesina de niños de Nueva York, la tal Modine -dijo por fin Dupree-. Después de treinta años, tiene mérito.
– Aquella mujer cometió un error -contesté-. Al final todos tienen un descuido. Sólo es cuestión de estar en el sitio y el momento adecuados para aprovechar la coyuntura.
Ladeó un poco la cabeza como si no coincidiera plenamente con lo que acababa de decir pero estuviera dispuesto a meditar al respecto por si se le había escapado algún detalle. Dio otra larga calada al cigarrillo. Era una marca cara, pero fumaba igual que los estibadores de los muelles neoyorquinos, con la colilla entre el pulgar y los dedos índice y corazón, protegiendo el ascua con la palma de la mano. Era una manera de sujetar el pitillo que se aprendía de niño, cuando fumar era aún un placer furtivo y ser sorprendido in fraganti bastaba para ganarse un pescozón del padre.
– Supongo que todos tenemos suerte alguna vez -comentó Dupree. Me miró con atención-. Me pregunto si nosotros habremos tenido suerte aquí.
Esperé a que continuara. En el hallazgo del cuerpo de la chica había algo de afortunado, o quizá yo aún recordaba el sueño en que unas formas salían de la pared de mi habitación y me decían que de pronto se había soltado uno de los hilos del tapiz tejido por el Viajante.
– Cuando murieron Morphy y su mujer, mi primer impulso fue llevarlo a usted a un descampado y dejarlo medio muerto de una paliza -dijo-. Era un buen hombre, un buen policía, pese a todo. También era mi amigo.
»Pero él confiaba en usted, y por lo visto Toussaint también. Opina que quizá represente usted un factor de conexión en todo esto. Si eso es así, meterlo en un avión de regreso a Nueva York no va a servir de nada. Por lo visto, su amigo del FBI, Woolrich, pensaba lo mismo, pero otros que levantaban la voz más que él exigían que lo enviaran a casa. -Dio otra calada al cigarrillo-. Imagino que es usted como un chicle en el pelo. Cuanto más intenta uno desprenderse de él, más pegado se queda, y quizá podamos aprovechar esa circunstancia. Reteniéndolo aquí, me arriesgo a acabar con la mierda hasta el cuello, pero Morphy me contó lo que creía usted acerca de ese tipo, que estaba convencido de que nos observa, nos manipula. ¿Quiere explicarme qué conclusión saca de esto, o prefiere pasarse la noche durmiendo en una silla del aeropuerto?
Contemplé los pies descalzos y las piernas desnudas de la chica del barril, con aquel extraño envoltorio amarillo como una crisálida, en un charco de inmundicia y agua de un trecho de río infestado de ratas en el oeste de Louisiana. El forense y sus ayudantes llegaron con una bolsa para cadáveres y una camilla. Colocaron una lámina de plástico sobre el suelo y con sumo cuidado desplazaron el barril encima, mientras uno de los hombres sostenía las piernas de la chica con una mano enguantada. A continuación, despacio y con delicadeza, el forense introdujo las manos en el barril y empezó a desprender el cuerpo del interior.
– Todo lo que hemos hecho hasta el momento ha sido previsto y seguido de cerca por ese hombre -empecé a explicar-. Los Aguillard descubrieron algo y murieron; Remarr vio algo y lo asesinaron. Morphy intentó ayudarme y ahora también está muerto. Limita las opciones que podamos tomar y nos obliga a actuar conforme a una pauta prefijada por él. Ahora alguien ha filtrado a la prensa detalles de la investigación. Quizás esa misma persona también haya filtrado información a ese hombre, queriendo o sin querer.
Dupree y Toussaint cruzaron una mirada.
– También nosotros hemos considerado esa posibilidad -dijo Dupree -. Hay demasiada gente metida en esto para mantenerlo en secreto durante mucho tiempo.
– Además -proseguí-, los federales nos ocultan algo. ¿Cree que Woolrich le ha contado todo lo que sabe?
Dupree casi se echó a reír.
– Sé tanto de ese tal Byron como del poeta, y eso es nada de nada.
En el interior del barril se oyó un chirrido, el ruido del hueso contra el metal. Unas manos enguantadas sostenían el cuerpo desnudo y descolorido de la chica mientras la extraían del fondo del barril.
– ¿Cuánto tiempo podremos mantener en secreto los detalles? -pregunté a Dupree.
– No mucho, habrá que informar a los federales y la prensa se enterará. -Abrió las manos con un gesto de impotencia-. Si está proponiendo que no se lo notifique a los federales…
No obstante, advertí en su rostro que él había tomado ya las medidas necesarias en esa dirección, que la razón por la que el forense examinaba el cuerpo tan pronto después del hallazgo, la razón por la que se advertía tan poca presencia policial en el lugar del crimen, era que el menor número posible de personas conociera los detalles.
Decidí presionar.
– Estoy proponiendo que no informe a nadie. Si lo hacen, el responsable de esto quedará sobre aviso y nos cortará otra vez el paso. Si se ve en la situación de tener que decir algo, conteste con vaguedades. No mencione el barril, oculte la localización, diga que no cree que el descubrimiento guarde relación con alguna otra investigación. No diga nada hasta que se identifique a la chica.
– Eso si la identificamos -dijo Toussaint con pesimismo.
– Eh, no seas agorero -reprendió Dupree.
– Lo siento -se disculpó Toussaint.
– Tiene razón -convine-. Quizá no sea posible identificarla. Es un riesgo que tendremos que correr.
– Cuando acabemos con nuestros archivos, habrá que recurrir a los de los federales -dijo Dupree.
– Ya quemaremos las naves cuando llegue el momento -respondí-. ¿Es posible hacerlo?
Dupree escarbó con los pies en la tierra y se acabó el cigarrillo. Se inclinó a través de la ventanilla abierta de su coche y apagó la colilla en el cenicero.
– Veinticuatro horas máximo -dijo-. Pasado ese tiempo nos acusarán de incompetencia o de obstrucción deliberada de una investigación. Ni siquiera estoy seguro de si dispondremos de todo ese tiempo -miró a Toussaint y luego otra vez a mí-, aunque puede que no sea necesario.
– ¿Va a decírmelo o tengo que adivinarlo?
Fue Toussaint quien contestó.
– Los federales creen haber encontrado a Byron. Por la mañana irán a por él.
– Si es así, esto no es más que una maniobra de apoyo -comentó Dupree-. Una baza más.
Pero yo ya no escuchaba. Iban a ir en busca de Byron, y yo no estaría presente. Si trataba de intervenir, buena parte de los efectivos de las fuerzas del orden de Louisiana se destinarían a meterme en un avión rumbo a Nueva York o a encerrarme en una celda.
El equipo de dragado era probablemente el eslabón más débil. Los llevaron aparte y les ofrecieron café. A continuación, Dupree y yo fuimos con ellos todo lo sinceros que podíamos ser. Les dijimos que si no mantenían en secreto lo que habían visto durante un día por lo menos, casi con toda seguridad el hombre que había matado a la chica quedaría impune y volvería a matar. Como mínimo eso era verdad en parte; apartados de la búsqueda de Byron, íbamos a continuar con la investigación en la medida de nuestras posibilidades.
El equipo se componía de hombres de la zona acostumbrados al trabajo duro, la mayoría de ellos casados y con hijos. Accedieron a guardar silencio hasta que nos pusiéramos en contacto con ellos y les comunicáramos que ya podían hablar. Tenían el firme propósito de cumplir su palabra, pero yo sabía que alguno se lo contaría a su esposa o a su novia en cuanto llegara a casa, y se correría la voz. Un hombre que afirma que se lo cuenta todo a su mujer es un mentiroso o un idiota, decía mi primer sargento. Por desgracia, estaba divorciado.
Dupree se encontraba en su despacho cuando le llegó el aviso, y eligió a ayudantes y a inspectores de su absoluta confianza. Contándonos a Toussaint, a Rachel y a mí, junto con el forense y sus auxiliares y el equipo de dragado, alrededor de unas veinte personas conocíamos el hallazgo del cadáver, diecinueve más de las convenientes para mantener un secreto durante cierto tiempo, pero eso no podía evitarse.
Después del examen inicial y las fotografías, se decidió trasladar el cuerpo a una clínica privada de las afueras de Lafayette, donde el forense ejercía a veces y donde accedió a ponerse manos a la obra casi de inmediato. Dupree preparó un informe con los detalles del hallazgo de una mujer de edad indeterminada, muerta por causas desconocidas, a unos ocho kilómetros del verdadero lugar del hallazgo. Anotó la fecha y la hora y lo dejó en su escritorio bajo una pila de expedientes.
Cuando llegamos los dos a la sala de autopsias, los restos mortales habían sido medidos y radiografiados. La camilla en la que se había llevado el cuerpo estaba en un rincón, lejos de la mesa de autopsias, provista de un depósito cilíndrico que suministraba agua a la mesa y recogía los fluidos que se desaguaban por los orificios de la propia mesa De un armazón metálico pendía una balanza para pesar los órganos y al lado había una mesa de disección de partes pequeñas, con su propia base lista para ser utilizada.
Sólo tres personas, aparte del forense y su ayudante, asistieron a la autopsia. Dupree y Toussaint eran dos de ellas. Yo era el tercero. El olor era intenso y el antiséptico lo camuflaba sólo en parte. El cabello oscuro colgaba del cráneo y la piel que quedaba estaba encogida y desgarrada. La sustancia de color blanco y amarillento cubría casi por completo los restos de la chica.
Fue Dupree quien formuló la pregunta.
– Doctor, ¿qué es eso que envuelve el cuerpo?
El nombre del forense era Emile Huckstetter, un hombre alto y fornido, de rostro rubicundo y de poco más de sesenta años. Con los guantes ya calzados, palpó la sustancia con el dedo antes de contestar.
– Se llama adipocera -explicó-. Es poco común. Habré visto dos o tres casos a lo sumo, pero la combinación del légamo y el agua podría ser la causa de que se haya desarrollado aquí. -Se inclinó hacia el cuerpo con los ojos entornados-. Tras disolverse en agua, las grasas corporales se han endurecido y han creado esta sustancia, la adipocera. Ha pasado bastante tiempo sumergida. Esto tarda al menos seis meses en formarse sobre el tronco, algo menos en la cara. Es sólo una primera impresión, pero calculo que ha estado en el agua menos de siete meses, más no, desde luego.
Huckstetter describió con detalle la autopsia a través de un pequeño micrófono prendido del pijama verde de quirófano. Dijo que la chica tenía diecisiete o dieciocho años. No había sido atada ni inmovilizada en modo alguno. Presentaba una herida de arma blanca en el cuello, que inducía a pensar en un corte profundo a través de la arteria carótida como causa probable de la muerte. Tenía incisiones en el cráneo allí donde el filo había rozado el hueso al extraerse la piel de la cara y otras marcas similares en las cuencas de los ojos.
Cuando se estaba terminando la autopsia, llamaron a Dupree por el interfono, y al cabo de unos minutos regresó con Rachel. Se había alojado en un motel de Lafayette y, tras dejar allí su bolsa y la mía, había vuelto. En un primer instante retrocedió al ver el cadáver. Luego se acercó a mí y, sin hablar, me agarró de la mano.
Al terminar, el forense se deshizo de los guantes y empezó a quitarse el pijama de quirófano. Dupree sacó las radiografías del sobre y las observó al trasluz una por una.
– ¿Qué es esto? -preguntó al cabo de un rato.
Huckstetter tomó la radiografía de su mano y la examinó.
– Una fractura múltiple, la tibia derecha -dijo señalando con el dedo-. Probablemente de hace unos dos años. Está en el informe, o mejor dicho, lo estará en cuanto lo redacte.
Me asaltó una sensación de vértigo y un dolor se propagó por mi estómago. Alargué el brazo buscando dónde apoyarme y los platillos de la balanza tintinearon contra el armazón. De pronto posé la mano en la mesa de autopsias y toqué con los dedos los restos de la muchacha. La retiré de inmediato, pero aún notaba el olor en mis dedos.
– ¿Parker? -dijo Dupree. Tendió la mano y me agarró del brazo para sujetarme.
Todavía sentía el contacto de la chica en los dedos.
– Dios mío -dije-. Creo que sé quién es.
Bajo la primera luz del alba, cerca del extremo norte del pantano Courtableau, al sur de Krotz Springs y quizás a unos treinta kilómetros de Lafayette, un equipo de agentes federales, con el respaldo de los ayudantes del sheriff del distrito de St. Landry, cercaron una casa de un solo piso que por detrás daba al pantano y por delante estaba tapada por árboles y matorrales. Algunos de los agentes vestían impermeables negros con las siglas FBI en letras grandes y amarillas en la espalda, otros llevaban cascos y chalecos antibalas. Avanzaron despacio y con sigilo tras quitar el seguro de sus armas. Cuando hablaban, lo hacían deprisa y con el menor número de palabras posible. Mantenían el mínimo contacto por radio. Sabían que pistolas y escopetas escuchaban el sonido de su respiración y los latidos de sus corazones mientras se preparaban para asaltar la casa de Edward Byron, el hombre a quien creían responsable directo de la muerte de su colega, John Charles Morphy, la joven esposa de éste y como mínimo otras cinco personas.
La casa presentaba un estado ruinoso, con tejas partidas o agrietadas, las vigas ya podridas. Dos de las ventanas de la parte delantera estaban rotas y las habían cubierto con cartones sujetos con cinta adhesiva. La madera de la galería se hallaba alabeada y, en algunas partes, había desaparecido. A la derecha de la casa, un jabalí muerto y recién despellejado colgaba de un garfio metálico. La sangre caía gota a gota de su hocico y formaba un charco en el suelo.
Poco después de las seis de la madrugada, a una señal de Woolrich, varios agentes con chalecos de Kevlar se acercaron a la casa por delante y por detrás. Observaron el interior a través de las ventanas que había a ambos lados de la puerta principal y la entrada trasera A continuación reventaron las puertas simultáneamente y avanzaron por el pasillo central haciendo el mayor ruido posible, perforando la oscuridad con sus linternas.
Los dos equipos casi se habían encontrado cuando se oyó la detonación de una escopeta en la parte posterior de la casa y la sangre manó a borbotones en la exigua luz. Un agente llamado Thomas Seltz se precipitó hacia delante, alcanzado por el disparo en la zona desprotegida bajo la axila, el punto vulnerable de un chaleco antibalas, y en un último acto reflejo apretó el gatillo de su pistola ametralladora automática en el momento de morir. Al caer, una ráfaga recorrió la pared, el techo y el suelo, lanzando polvo y astillas por el aire e hiriendo a dos agentes, a uno en la pierna y al otro en la boca.
Los disparos ahogaron el sonido de la escopeta cuando se le introdujo otro cartucho. La segunda bala arrancó un pedazo de madera del marco de una de las puertas interiores al tiempo que los agentes se echaban cuerpo a tierra y abrían fuego a través de la puerta trasera, ya vacía. Un tercer disparo quitó la vida a un agente que doblaba rápidamente una esquina de la casa. Una masa de troncos y muebles viejos, destinados a leña, se dispersó por el suelo cuando el agresor abandonó su escondrijo bajo ella. En el momento en que los agentes se arrodillaban para atender a sus colegas heridos o corrían para sumarse a la persecución, se oyeron disparos de armas ligeras dirigidos hacia el pantano.
Un hombre vestido con gastados vaqueros y una camisa de cuadros blanca y roja había desaparecido en el pantano. Los agentes lo siguieron con cautela, en algunos momentos hundidos casi hasta la rodilla en el agua lodosa, bloqueados por los troncos de árboles secos, hasta llegar de nuevo a tierra firme. Cubriéndose tras los árboles, avanzaban despacio, con las armas al hombro, escrutando el terreno.
Al frente sonó otro estampido. Los pájaros huyeron de los árboles y de un enorme ciprés saltaron astillas a la altura de la cabeza. Un agente lanzó un alarido de dolor y, tambaleándose, salió a descubierto con fragmentos de madera clavados en la mejilla. Se oyó un segundo disparo, que le destrozó el fémur de la pierna izquierda. Se desplomó sobre el barro y las hojas, con la espalda arqueada por el sufrimiento.
El fuego de las automáticas barrió los árboles, partiendo ramas y acribillando el follaje. Tras cuatro o cinco segundos, se dio la orden de cesar el fuego y el pantano volvió a quedar en silencio. Los agentes de la policía avanzaron de nuevo, con movimientos rápidos, de árbol en árbol. Alguien gritó al encontrar sangre junto a un sauce, las ramas rotas se veían de color blanco como si fueran un hueso.
Detrás se oyeron los ladridos de los perros cuando se solicitó la colaboración del rastreador, que se había mantenido en reserva a cinco kilómetros de allí. Se condujo a los perros para que olieran la ropa de Byron y la zona alrededor de la pila de leña. El rastreador, un hombre delgado y con barba y los vaqueros remetidos en unas botas embarradas, les permitió oler la sangre junto al sauce en cuanto alcanzó a la partida principal. A continuación, con los perros tirando de las traíllas, siguieron avanzando con prudencia. Pero Edward Byron no volvió a disparar, porque las fuerzas del orden no eran las únicas que le daban caza en el pantano.
Mientras proseguía la persecución de Byron, Toussaint, dos jóvenes ayudantes y yo estábamos en la oficina del sheriff en St. Martinville, donde continuábamos rastreando entre los dentistas de Miami, llamando cuando era necesario a los números telefónicos de emergencia que nos proporcionaban los contestadores automáticos.
Sólo interrumpimos la búsqueda cuando llegó Rachel con café y buñuelos calientes. Se colocó a mis espaldas y apoyó la mano en mi nuca con delicadeza. Yo entrelacé mis dedos con los suyos y tiré de ellos para besarle con suavidad las yemas.
– No esperaba que te quedases -dije. No le veía la cara.
– Ya casi ha acabado, ¿no? -preguntó en un susurro.
– Eso creo. Lo presiento.
– Si es así, quiero ver el final. Quiero estar presente cuando esto termine.
Permaneció allí un rato más hasta que su agotamiento se hizo casi contagioso. Después regresó al motel a dormir.
Al cabo de treinta y ocho llamadas, la auxiliar de la consulta del dentista Erwin Holdman, en Brickell Avenue, encontró el nombre de Lisa Stott en sus archivos, pero se negó incluso a confirmar si Lisa Stott había estado allí en los últimos seis meses. Holdman estaba jugando a golf y no quería que lo molestaran, informó la auxiliar. Toussaint le dijo que le importaba un carajo lo que Holdman quisiera o dejara de querer y ella le dio el número del móvil.
No mintió. A Holdman no le gustaba que lo molestaran en el campo de golf, y menos cuando estaba a punto de hacer un birdie en el hoyo quince. Tras un intercambio de gritos, Toussaint solicitó las muestras dentales de Lisa Stott. El dentista quería la autorización de su madre y de su padrastro. Toussaint le entregó el auricular a Dupree y éste le dijo que, por el momento, eso no era posible, que sólo querían las fichas para descartar a la chica de sus investigaciones y no sería prudente causar a los padres una preocupación innecesaria. Cuando Holdman siguió negándose a colaborar, Dupree le advirtió que se aseguraría de que le confiscaran el archivo completo y de que sometieran a un examen microscópico sus asuntos fiscales.
Holdman cooperó. Explicó que conservaba las fichas en el ordenador, junto con las copias de las radiografías y los gráficos dentales introducidos mediante escaneo. Los enviaría en cuanto regresara a la consulta. Su auxiliar era nueva, aclaró, y sería incapaz de mandar las fichas por correo electrónico sin su contraseña. Pero antes acabaría el recorrido… Se produjo otro intercambio de gritos y Holdman decidió dar por concluidas aquel día sus actividades golfísticas. Tardaría una hora en regresar a la consulta, si el tráfico lo permitía. Nos sentamos a esperar.
Byron se había adentrado casi dos kilómetros en el pantano. La policía se aproximaba y el brazo le sangraba mucho. La bala le había destrozado el codo izquierdo y un incesante dolor recorría su cuerpo. Se detuvo en un pequeño claro y volvió a cargar la escopeta apoyando la culata contra el suelo y accionando con dificultad el mecanismo con la mano ilesa. Los ladridos sonaban más cerca. Liquidaría a los perros en cuanto los tuviese en el punto de mira. Una vez eliminados, despistaría a los policías en el pantano.
Probablemente no se dio cuenta de que algo se movía frente a él hasta que se irguió. Según sus cálculos, la partida de búsqueda no podía haberlo rodeado ya. Al oeste, el agua era más profunda. Sin embarcaciones, no habrían podido cruzar el pantano desde la carretera. Aun si lo hubiesen logrado, sin duda los habría oído acercarse. Había aprendido a identificar los sonidos del pantano. La única amenaza real eran sus alucinaciones, pero éstas iban y venían.
Byron se colocó torpemente la escopeta bajo el brazo derecho y siguió adelante, mirando sin cesar a uno y otro lado. Avanzó despacio hacia los árboles, pero ya nada se movía. Quizás entonces sacudió la cabeza para ver con mayor claridad, por miedo a que lo asaltaran sus visiones, pero no era eso lo que acechaba a Byron. Lo acechaba la muerte: de pronto el bosque cobró vida en torno a él y se vio rodeado de siluetas oscuras. Descerrajó un tiro antes de que le arrancasen la escopeta de la mano y al instante sintió un profundo dolor a través del pecho cuando la hoja del cuchillo hendió su piel de hombro a hombro.
Las siluetas lo circundaron. Eran hombres de expresión dura, uno con un M16 al hombro, los otros armados de hachas y navajas, todos bajo las órdenes de un hombre corpulento de piel morena rojiza y cabello oscuro veteado de gris. Byron cayó de rodillas bajo una lluvia de golpes en la espalda, los brazos y los hombros. Aturdido por el dolor y el agotamiento, alzó la vista a tiempo de ver cómo el hacha del hombre corpulento cortaba el aire antes de caer sobre él.
Después todo fue oscuridad.
Utilizábamos el despacho de Dupree, donde un PC nuevo estaba listo para recibir las muestras dentales que debía enviar Holdman. Yo me había sentado en una silla roja de vinilo, reparada tantas veces con cinta adhesiva que era como sentarse sobre hielo resquebrajado. Tenía los pies apoyados en el alféizar de la ventana, y la silla chirrió cuando cambié de posición. Enfrente se hallaba el sofá donde había conseguido echar una nada apacible cabezada durante tres horas.
Toussaint se había marchado por café hacía media hora y aún no había vuelto. Empezaba a ponerme nervioso cuando oí voces en la sala de reuniones. Crucé la puerta del despacho de Dupree y entré en la sala, con sus filas de escritorios grises de metal, sus sillas giratorias, sus percheros, sus tablones de anuncios, y sus tazas de café, bollos y rosquillas a medio comer.
Apareció Toussaint, en acalorada conversación con un inspector negro que vestía un traje azul y una camisa con el cuello desabrochado. Detrás de él, Dupree hablaba con un agente de uniforme. Toussaint me vio, dio una palmada en el hombro al inspector negro y vino hacia mí.
– Byron ha muerto -anunció-. Ha sido un desastre. Los federales han perdido a dos hombres y hay otros dos heridos. Byron ha escapado a través del pantano. Cuando lo han encontrado, alguien lo había herido con una navaja y le había partido el cráneo con un hacha. Tienen el hacha y muchas huellas de botas. -Se llevó un dedo al mentón-. Creen que quizá Lionel Fontenot decidió zanjar el asunto a su manera.
Dupree nos indicó que pasáramos a su despacho, pero no cerró la puerta. Se acercó a mí y me tocó el brazo con delicadeza.
– Es él. Aún quedan cosas por aclarar, pero han encontrado tarros de muestras como el que contenía la cara de su… -se interrumpió y buscó otras palabras-, como el tarro que usted recibió. Había también un ordenador portátil, una especie de sintetizador de voz de fabricación casera y bisturíes con restos de tejidos, casi todo en un cobertizo de la parte trasera. He hablado con Woolrich, sólo un momento. Ha mencionado algo sobre unos textos de medicina antiguos. Dice que tenía usted razón. Aún están buscando las caras de las víctimas, pero eso puede llevar cierto tiempo. Hoy mismo empezarán a excavar alrededor de la casa.
Yo no estaba seguro de lo que sentía. Por una parte era alivio, la sensación de haberme quitado un peso de encima, la sensación de que todo había acabado. Pero había algo más: sentía decepción por no haber estado presente en el último momento. Después de todo lo que había hecho, después de tantas muertes, a manos mías y de otros, el Viajante me había eludido hasta el final.
Dupree se marchó y me dejé caer en la silla, bajo el sol que se filtraba por las persianas. Toussaint se sentó en el borde del escritorio y me observó. Me acordé de Susan y de Jennifer, y de los días que pasábamos juntos en el parque. Y recordé la voz de Tante Marie Aguillard, con la esperanza de que descansara ya en paz.
El PC de Dupree emitió una débil señal bitonal a intervalos regulares. Toussaint se levantó del escritorio y se acercó para ver el monitor. Pulsó unas teclas y leyó en la pantalla.
– Es el envío de Holdman -dijo.
Me situé junto a él ante el monitor y observé mientras aparecían los registros dentales de Lisa Stott, primero por escrito, luego a modo de mapa bidimensional de la boca con los empastes y las extracciones marcados, y por último en forma de radiografía de la boca.
Toussaint abrió el archivo con las radiografías del forense y puso las dos imágenes una al lado de la otra.
– Parecen iguales -comentó.
Asentí. Prefería no pensar en las posibles consecuencias en caso de que lo fueran.
Toussaint telefoneó a Huckstetter, le dijo lo que teníamos y le pidió que viniese. Al cabo de media hora el doctor Emile Huckstetter examinaba el archivo de Holdman, comparándolo con sus propias anotaciones y las radiografías de la chica muerta que él había hecho. Al final, se echó las gafas hacia la frente y contrajo las comisuras de los ojos.
– Es ella -dictaminó.
Toussaint dejó escapar un suspiro largo y entrecortado y sacudió la cabeza en un gesto de pesar. Era la última broma del Viajante, al parecer, la broma de siempre. La chica muerta era Lisa Stott o, como se la conocía antes, Lisa Woolrich, una joven que se había convertido en víctima emocional del amargo divorcio de sus padres, abandonada por una madre deseosa de iniciar una nueva vida sin las complicaciones de una hija adolescente, iracunda y dolida, y con un padre incapaz de proporcionarle la estabilidad y el apoyo que necesitaba. Era la hija de Woolrich.
Por teléfono, su voz destilaba cansancio y tensión.
– Woolrich, soy Bird -dije. Hablaba mientras conducía; un ayudante del sheriff de St. Martin había ido a buscar el coche que yo había alquilado al Flaisance.
– Vaya. -Pronunció la palabra con absoluta indolencia-. ¿Te has enterado?
– Sé que Byron ha muerto, y algunos de tus hombres también. Lo siento.
– Sí, ha sido una calamidad. ¿Te han llamado a Nueva York?
– No. -Dudé si decirle o no la verdad, y opté por no hacerlo-. Perdí el avión. Voy hacia Lafayette.
– ¿Lafayette? Mierda, ¿a qué vienes a Lafayette?
– A dar una vuelta. -Con Toussaint y Dupree habíamos decidido que era yo quien debía hablar con Woolrich. Alguien tenía que comunicarle que habíamos encontrado a su hija-. ¿Podemos vernos?
– Joder, Bird, no me tengo en pie. -A continuación, resignado, añadió -: Claro que podemos vernos. Hablaremos de lo que ha pasado hoy. Dame una hora. Quedemos en el Jazzy Cajun, al salir de la autovía. Cualquiera te indicará dónde está.
Lo oí toser al otro extremo de la línea.
– ¿Ha vuelto a casa tu amiga? -preguntó.
– No, sigue aquí.
– Mejor así. Es bueno tener a alguien al lado en momentos como éste -dijo, y colgó.
El Jazzy Cajun era un bar pequeño y oscuro anexo a un motel, donde había mesas de billar y una gramola con música country. Mientras sonaba Willie Nelson por los altavoces, una mujer repostaba la cerveza tras la barra.
Woolrich llegó poco después de empezar a tomarme el segundo café. Llevaba una chaqueta de color amarillo canario colgada del brazo. La camisa, con manchas de sudor en las axilas, tenía un codo roto y restos de tierra en la espalda y las mangas. Placas de barro oscuro se adherían a los dobladillos del pantalón marrón y las botas de media caña. Pidió bourbon y café antes de sentarse a mi lado, cerca de la puerta. Permanecimos un rato en silencio, hasta que Woolrich se bebió la mitad del bourbon y empezó a tomar a sorbos el café.
– Oye, Bird -dijo-. Siento mucho lo que ocurrió la semana pasada entre nosotros. Los dos nos proponíamos poner fin a esto, cada uno a su manera. Ahora que se ha acabado, bueno… -Se encogió de hombros e inclinó el vaso hacia mí para apurarlo después y pedir otro. Tenía ojeras, y vi que comenzaba a asomarle un doloroso forúnculo en la base del cuello. Sus labios estaban secos y agrietados, e hizo una mueca cuando tuvo el bourbon en la boca-. Úlceras en la boca -explicó-. Son un tormento. -Bebió otro sorbo de café-. Supongo que quieres que te cuente lo que ha pasado.
Negué con la cabeza. Deseaba postergar el momento, pero no así.
– ¿Qué vas a hacer ahora? -pregunté.
– Dormir -respondió-. Luego quizá me tome unos días libres y vaya a México para ver si consigo rescatar a Lisa de las garras de esos fanáticos religiosos.
Un dolor me traspasó el corazón y súbitamente me levanté. Deseé una copa con desesperación, como nunca en la vida había deseado nada. Woolrich no pareció advertir mi desasosiego, ni siquiera que me dirigía hacia los servicios. Tenía la frente bañada en sudor y notaba la piel hipersensible, como si fuera a subirme la fiebre de un momento a otro.
– Ha preguntado por ti, Birdman -le oí decir, y me detuve en seco.
– ¿Cómo? -pregunté sin darme la vuelta.
– Pregunta por ti -repitió él.
Esta vez sí me volví.
– ¿Cuándo has tenido noticias suyas por última vez?
Agitó el vaso.
– Hace un par de meses, creo. Dos o tres.
– ¿Estás seguro?
Se interrumpió y clavó sus ojos en mí. Me sentía como si colgase de un hilo sobre un espacio oscuro y viese que algo pequeño y brillante se separaba del todo y desaparecía en la negrura, perdiéndose para siempre. Como si todo alrededor del bar se alejara y nos quedásemos únicamente Woolrich y yo, solos, sin nada que nos distrajese de las palabras del otro. No notaba el suelo bajo mis pies, ni el aire alrededor. Oí un aullido en mi cabeza y una serie de imágenes y recuerdos empezaron a desfilar por mi mente.
Woolrich de pie en el porche, su dedo en la mejilla de Florence Aguillard.
«La considero mi corbata metafísica; mi corbata de lector de George Herbert.»
Unos versos de Ralegh, de la «Peregrinación del hombre apasionado», el poema que a Woolrich tanto le gustaba citar: «La sangre será el bálsamo de mi cuerpo, / ningún otro bálsamo recibirá».
La segunda llamada telefónica en el Flaisance, durante la cual el Viajante no había permitido preguntas, y durante la cual Woolrich estaba presente.
«No tienen visión. No tienen una visión más amplia de lo que hacen. Sus actos carecen de objetivo.»
Woolrich y sus hombres confiscando las notas de Rachel.
«A veces dudo entre mantenerte al corriente de lo que ocurre o no decirte nada.»
Los agentes echando a un cubo de basura la bolsa de buñuelos que él había tocado.
«¿Te la estás tirando, Bird?»
«No puedes marcarte un farol con alguien que no está prestando atención.»
Adelaide Modine. «Se reconocen entre sí por el olfato.»
Y alguien en un bar de Nueva York hojeando una antología de poesía metafísica publicada por Penguin y citando versos de Donne.
«Los cuerpos desmembrados no sirven al anatomista.»
Una sensibilidad metafísica: eso poseía el Viajante, lo que Rachel intentaba definir hacía sólo unos días, lo que unía a los poetas cuyas obras llenaban las estanterías del apartamento de Woolrich en el East Village, la noche que me llevó a dormir allí, la noche después de matar a mi mujer y a mi hija.
– Bird, ¿te pasa algo? -preguntó. Tenía las pupilas contraídas, como diminutos agujeros negros que absorbían la luz del local.
Me di media vuelta.
– No, sólo un momento de debilidad. Enseguida vuelvo.
– ¿Adónde vas, Birdman? -Su voz delataba incertidumbre, y algo más, un tono de advertencia, de violencia, y me pregunté si Susan lo había percibido también cuando intentó escapar, cuando Woolrich fue tras ella, cuando le rompió la nariz contra la pared.
– Tengo que ir al baño -dije.
Aún no sé por qué me marché. La bilis me subía a la garganta y temí que las náuseas me hicieran vomitar en el suelo. Un dolor atroz, abrasador, me roía el estómago y me oprimía el corazón. Era como si un velo se hubiese descorrido en el momento de mi muerte y revelado, más allá, sólo un vacío negro y gélido. Quería marcharme. Quería alejarme de todo, y que, al regresar, todo hubiese vuelto a la normalidad, que tuviese una mujer y una hija que se parecía a su madre, una casa pequeña y tranquila con un jardín y alguien que permaneciese a mi lado, incluso al final.
El lavabo estaba a oscuras y el inodoro apestaba a orines porque nadie tiraba de la cadena, pero el grifo funcionaba. Me mojé la cara con agua fría y después me llevé la mano al bolsillo de la chaqueta para sacar el móvil.
No lo tenía. Lo había dejado en la mesa al lado de Woolrich. Abrí la puerta de un tirón y rodeé la barra a la vez que desenfundaba la pistola, pero Woolrich se había ido.
Llamé a Toussaint, pero no estaba en la oficina. Dupree se había marchado a casa. Convencí a la telefonista para que se pusiera en contacto con él en su casa y le pidiera que me devolviese la llamada. Así lo hizo al cabo de cinco minutos. Habló con voz soñolienta.
– Vale más que sea algo importante -dijo.
– Byron no es el asesino -contesté.
– ¿Cómo? -Se despertó por completo al instante.
– No los mató él -repetí. Me hallaba frente al bar, pistola en mano, pero no había el menor rastro de Woolrich. Detuve a dos mujeres negras que pasaban con un niño, pero retrocedieron al ver el arma-. Byron no era el Viajante. Es Woolrich. Ha escapado. Lo he descubierto en una mentira sobre su hija. Ha dicho que habló con ella hace dos o tres meses. Usted y yo sabemos que eso no es posible.
– Quizá se trate de un error.
– Escúcheme, Dupree. Woolrich tendió una trampa a Byron. Mató a mi mujer y a mi hija. Mató a Morphy y a su mujer, a Tante Marie, a Tee Jean, a Lutice Fontenot, a Tony Remarr, y mató también a su propia hija. Se ha escapado, ¿me oye? Se ha escapado.
– Le oigo -dijo Dupree, el timbre de su voz sonó seco al comprender lo equivocados que habíamos estado.
Una hora más tarde entraron en el apartamento de Woolrich en Algiers, en la orilla sur del Mississippi. Vivía en el piso superior de una casa restaurada de Opelousas Avenue, sobre una vieja tienda de alimentación, al que se accedía por una escalera de hierro forjado adornada con gardenias, que daba a una galería. El apartamento de Woolrich era el único del edificio con dos ventanas en arco y una puerta de roble macizo. Seis hombres del FBI ofrecían respaldo a la policía de Nueva Orleans. Los policías iban delante y los federales se apostaron a ambos lados de la puerta. Por las ventanas no se veía movimiento dentro de la vivienda. Tampoco lo esperaban.
Dos policías hicieron oscilar un ariete de hierro con las palabras hola A todos pintadas en blanco en el extremo plano. Bastó una embestida para abrir la puerta. Los hombres del FBI entraron en el apartamento mientras la policía controlaba la calle y los patios colindantes. Examinaron la pequeña cocina, la cama sin hacer, la sala de estar con la televisión nueva, los envoltorios de pizza vacíos y las latas de cerveza, las ediciones de poesía de Penguin guardadas dentro de un cajón de embalaje, la foto de Woolrich y su hija sonrientes, sobre una mesa nido.
En el dormitorio había un armario grande, abierto y con un montón de ropa arrugada y dos pares de zapatos de color marrón, así como otro metálico más pequeño, éste cerrado con un enorme candado de acero.
– Rompedlo -ordenó el hombre del FBI al frente de la operación, el agente especial con rango de subjefe, Cameron Tate.
O'Neill Brouchard, el joven agente federal que conducía el coche en que fuimos a la casa de Tante Marie hacía siglos, golpeó el candado con la culata de su metralleta. Se rompió al tercer intento, y Brouchard abrió las puertas.
La explosión lo lanzó hacia atrás a través de la ventana, arrancándole casi la cabeza, y arrojó una lluvia de esquirlas de cristal por todos los rincones del estrecho dormitorio. Tate quedó cegado al instante, tenía cristales incrustados en la cara, el cuello y el chaleco antibalas. Otros dos agentes del FBI sufrieron heridas graves en la cara y las manos cuando parte de los tarros de cristal vacíos almacenados por Woolrich, su ordenador portátil, un sintetizador de voz adaptado H3000, un modificador de voz más pequeño y portátil con capacidad para alterar el timbre y el tono, y una máscara de color carne, utilizada para cubrirse la nariz y la boca, volaron en mil pedazos. Y entre las llamas y el humo y las esquirlas de cristal, revolotearon por el aire como mariposas negras las hojas en llamas de una pila de textos apócrifos bíblicos que quedaron reducidos a cenizas.
Mientras O'Neill Brouchard moría, yo estaba sentado en la sala de reuniones de la oficina del sheriff de St. Martinville, donde se reunían todos los efectivos arrancados de sus vacaciones y días libres para colaborar en la búsqueda. Woolrich había apagado su móvil, pero se había alertado ya a la compañía telefónica. Si lo utilizaba, intentarían localizar la llamada.
Alguien me entregó una taza de café, y mientras bebía, intenté llamar una vez más a la habitación de Rachel en el motel. Cuando el timbre sonó diez veces, el conserje atendió la llamada.
– ¿Es usted…? ¿Se llama Birdman? -preguntó. Parecía joven e inseguro.
– Sí, algunos me llaman así.
– Disculpe. ¿Ha telefoneado usted antes?
Contesté que ya era la tercera vez, consciente de que había cierta tensión en mi voz.
– Estaba comiendo. Tengo un mensaje para usted, del FBI. -Pronunció esas tres letras con cierto tono de admiración. Las náuseas me subieron a borbotones a la garganta-. Es del agente Woolrich, señor Birdman. Me ha encargado que le diga que él y la señorita Wolfe se han ido a dar un paseo, y que usted sabría dónde encontrarlos. Ha dicho que quería que el asunto quedara entre ustedes tres. No desea que nadie más estropee la ocasión. Me ha pedido especialmente que insista en esto último. -Cerré los ojos y su voz pareció alejarse-. Éste es el mensaje. ¿Lo he hecho bien? -preguntó.
Toussaint, Dupree y yo extendimos el mapa sobre el escritorio del sheriff. Dupree sacó un rotulador rojo y trazó un círculo en torno a la zona de Crowley-Ramah, con estos dos pueblos en los extremos del diámetro y Lafayette en el centro.
– Supongo que tiene una casa en algún lugar de por ahí -dijo Dupree -. Si lleva usted razón y necesitaba estar cerca de Byron, y quizá también de los Aguillard, el área se extendería hasta Krotz Springs por el norte y puede que hasta el pantano de Sorrel al sur. Si se ha llevado a su amiga, probablemente se habrá retrasado un poco: le habrá llevado tiempo comprobar las reservas en los moteles, no mucho pero sí suficiente de no haber tenido suerte con los sitios adonde llamaba, y habrá tardado algo en sacarla de allí. Procurará evitar las carreteras, así que se esconderá, quizás en un motel o en su propia casa si está relativamente cerca. -Golpeó el centro del círculo con la punta del rotulador-. Hemos puesto sobre aviso a las fuerzas del orden locales a los federales y a la policía del estado. El resto depende de nosotros y de usted.
Iba dándole vueltas a las palabras de Woolrich, que sabría dónde encontrarlos, pero de momento no se me había ocurrido nada.
– No tengo la menor idea. Los sitios obvios, como la casa de los Aguillard y su apartamento de Algiers, ya se han registrado, pero era poco probable que estuviera allí.
Apoyé la cabeza entre las manos. El miedo por Rachel me impedía razonar. Necesitaba estar solo. Cogí la chaqueta y me dirigí hacia la puerta.
– Necesito espacio para pensar. Me mantendré en contacto.
Dio la impresión de que Dupree iba a oponerse, pero guardó silencio. Fuera, mi coche estaba aparcado en una de las plazas reservadas a la policía. Entré, bajé las ventanillas y saqué de la guantera mi mapa de Louisiana. Recorrí con los dedos los nombres de las poblaciones: Arnaudville, Grand Coteau, Carencro, Broussard, Milton, Catahoula, Coteau Holmes y el propio St. Martinville.
El último nombre me sonaba de algo, pero a esas alturas me parecía ver cierto significado en todos los pueblos, y eso les quitaba a la vez significado a todos. Era como si uno repitiese su propio nombre una y otra vez en la mente, hasta que el nombre perdiese familiaridad y uno empezase a dudar de su propia identidad. Me puse en marcha para salir del pueblo en dirección a Lafayette.
No obstante, St. Martinville me volvió otra vez a la cabeza. Algo sobre New Iberia y un hospital. Una enfermera. La enfermera Judy Neubolt. Judy la chiflada. Mientras conducía, recordé la conversación que había mantenido con Woolrich en mi primera visita a Nueva Orleans después de la muerte de Susan y Jennifer. Judy la chiflada. «Me dijo que en una vida anterior yo la había asesinado.» ¿Era cierta esa historia o entrañaba otro significado? ¿Jugaba Woolrich ya por entonces conmigo?
Cuantas más vueltas le daba, más convencido estaba. Me había contado que, después de romperse la relación, Judy Neubolt se trasladó a La Jolla con un contrato de un año. Dudaba de que Judy hubiera llegado a La Jolla.
Judy Neubolt no constaba en el listín telefónico actual ni en el del año anterior. La encontré en un listín antiguo de una gasolinera -su teléfono ya había sido desconectado- y supuse que encontraría más datos en St. Martinville. A continuación llamé a Huckstetter a su casa, le di la dirección de Judy Neubolt y le pedí que se pusiera en contacto con Dupree al cabo de una hora si no había tenido noticias mías. Accedió de mala gana.
Al volante del coche, pensé en David Fontenot y en la llamada de Woolrich, que casi con toda seguridad lo había llevado hasta Honey Island con la promesa de poner fin a la búsqueda de su hermana. Cuando murió, ignoraba lo cerca que estaba de la última morada de Lutice.
Pensé en la muerte de Morphy y Angie, a la que yo los había llevado; en el eco de la voz de Tante Marie en mi cabeza cuando Woolrich fue a por ella; y en Remarr, bajo la luz dorada del sol poniente. Creo que también comprendí por qué los detalles habían aparecido en la prensa: por ese medio, Woolrich hacía llegar su obra a un mayor número de espectadores, un equivalente moderno de la anatomía pública.
Pensé en Lisa, una chica de ojos oscuros, baja y con exceso de peso, que había reaccionado mal a la separación de sus padres, que había buscado refugio en una extraña comunidad cristiana de México, y que al final había vuelto junto a su padre. ¿Qué había visto Lisa para obligarlo a matarla? ¿A su padre lavándose las manos de sangre en un lavabo? ¿Los restos de Lutice Fontenot o de alguna otra desdichada flotando en un tarro?
¿O la había matado simplemente porque el placer de eliminarla, de mutilar a quien era carne de su carne y sangre de su sangre, era lo más parecido que podía encontrar a dirigir el cuchillo contra su propio cuerpo, a someterse él mismo a una anatomía y descubrir por fin en su interior la oscuridad roja y profunda?
Extensiones de césped bien cuidado se alternaban con densos cipresales a lo largo de la 96 mientras me dirigía a St. Martinville, después de dejar atrás un cartel que rezaba dios es provida y el edificio con aspecto de almacén del local nocturno Podnuh. En el Thibodeaux Café, en la limpia plaza del pueblo, pedí indicaciones para llegar a la dirección de Judy Neubolt. Conocían la casa y sabían incluso que la enfermera se había trasladado a La Jolla durante un año, quizá más, y que su novio mantenía la casa.
Perkins Street nacía casi enfrente de la entrada al parque estatal Evangeline. Al final de la calle había un cruce y el desvío de la derecha desaparecía en un paisaje rural, con casas esparcidas unas lejos de las otras. La casa de Judy Neubolt estaba en esa calle, una vivienda pequeña de dos plantas, extrañamente baja a pesar de los dos pisos, con dos ventanas a los lados de una puerta mosquitera y otras tres ventanas mucho más pequeñas arriba. En el lado este, el tejado caía en pendiente reduciéndola a un solo piso. La madera estaba recién pintada de un blanco inmaculado y las tejas rotas habían sido sustituidas, pero la mala hierba se extendía por el jardín y el bosque lindante había empezado a invadirlo.
Aparqué a cierta distancia de la casa, me aproximé por el bosque y me detuve al borde del jardín. El sol había rebasado ya su cenit y bañaba de un resplandor rojizo el tejado y las paredes. La puerta trasera estaba cerrada con un candado. Aparentemente no había más opción que entrar por delante.
Cuando avancé, se aguzaron mis sentidos a causa de la tensión, una tensión que jamás había sentido antes. Los sonidos, los olores y los colores me resultaban demasiado intensos, abrumadores. Tenía la sensación de poder separar por partes cada ruido procedente de los árboles. Apuntaba la pistola en una u otra dirección con movimientos bruscos, porque mi mano respondía con excesiva precipitación a las señales de mi cerebro. Era consciente de hasta qué punto estaba firme el gatillo bajo la yema de mi dedo y del relieve de la empuñadura en la palma de la mano. Sentía cómo los latidos de mi corazón me resonaban en los oídos igual que si una mano descomunal golpeara contra una puerta de roble macizo; el ruido de mis pasos sobre las hojas y las ramas me pareció la crepitación de un gran incendio.
Tanto en las ventanas superiores e inferiores como en la puerta interior estaban echadas las cortinas. A través de un resquicio en la cortina de la puerta, vi una tela negra, colgada para impedir toda visibilidad desde el exterior. Los goznes herrumbrosos de la mosquitera chirriaron cuando la entreabrí con el pie derecho; me quedé a cubierto tras la pared de la casa. En la parte superior del marco vi una tupida telaraña y, al abrir la puerta, las vibraciones hicieron temblar los restos secos de los insectos allí atrapados.
Alargué el brazo y accioné el picaporte de la puerta principal. Cedió sin problemas. La abrí de par en par y quedó a la vista el lóbrego interior. Vi el borde de un sofá, media ventana en el lado opuesto de la casa y, a mi derecha, el principio de un pasillo. Respiré hondo, y el aire que inhalaba resonó en mi cabeza como el jadeo débil y dolorido de un animal enfermo. A continuación doblé deprisa a la derecha y la mosquitera se cerró a mis espaldas.
Desde allí veía sin obstáculo alguno el espacio principal de la casa. El exterior era engañoso. Judy Neubolt, o quienquiera que hubiese decidido el diseño interior, había eliminado una planta por completo, de modo que la sala llegaba hasta el techo, donde dos claraboyas, ahora cubiertas de inmundicia y parcialmente tapadas por cortinas negras extendidas bajo ellas, permitían que finos haces de sol penetraran hasta las tablas desnudas del suelo. La única iluminación procedía de un par de lámparas de luz tenue, cada una en un extremo de la sala.
Había un sofá largo que, forrado de una tela roja y naranja con un estampado en zigzag, se hallaba de cara a la fachada de la casa. Tenía un sillón a juego a cada lado, enfrente una mesita de centro y, bajo una de las ventanas, un mueble para el televisor. Detrás del sofá había una mesa de comedor y seis sillas, y más allá una chimenea. Decoraban las paredes muestras de artesanía india y uno o dos cuadros vagamente místicos donde se reproducían mujeres en una montaña o a la orilla del mar. Era difícil discernir los detalles en aquella penumbra.
En el lado este había una galería de madera a la que se accedía por una escalera situada a mi izquierda, y al final de ésta un espacio a modo de dormitorio con una cama de pino y un armario a juego.
Rachel colgaba cabeza abajo de la galería, sujeta de los tobillos por una cuerda atada a la barandilla. Estaba desnuda y el cabello pendía a medio metro del suelo. Tenía los brazos libres y las manos inertes por debajo del pelo. Estaba con los ojos y la boca abiertos, pero no dio señales de verme. Llevaba clavada en el brazo izquierdo, sujeta con esparadrapo, una aguja hipodérmica unida al tubo de plástico de un gotero. La bolsa del gotero colgaba de un armazón metálico, y desde ella la ketamina entraba lenta y continuamente en su organismo. Debajo de ella, una lámina de plástico transparente cubría el suelo.
Una oscura cocina ocupaba el espacio bajo la galería, con armarios de pino, un frigorífico alto y un horno microondas al lado del fregadero. Tres taburetes vacíos se alzaban en el rincón destinado al desayuno. A mi derecha, en la pared opuesta a la galería, pendía un tapiz bordado con un dibujo parecido al de la tapicería del sofá y los sillones. Una fina capa de polvo lo cubría todo.
Eché un vistazo al pasillo que tenía a mis espaldas. Conducía a un segundo dormitorio, éste vacío excepto por un colchón descubierto sobre el que había un saco de dormir verde del ejército. Junto al colchón vi una mochila verde abierta y, dentro, unos vaqueros, unos pantalones de color crema y unas cuantas camisas de hombre. La habitación, con el techo abuhardillado, ocupaba casi la mitad del ancho de la casa, lo cual significaba que había otra habitación de tamaño similar al otro lado.
Volví hacia la sala principal sin perder de vista a Rachel. No había ni rastro de Woolrich, aunque podía estar oculto en el pasillo al otro lado de la casa. Rachel no podía darme indicación alguna de dónde se hallaba. Arrimado a la pared del tapiz, me dirigí despacio hacia la pared del fondo.
Estaba casi a medio camino cuando un movimiento detrás de Rachel atrajo mi atención y al instante di media vuelta, adoptando instintivamente postura de tirador con la pistola a la altura de los hombros.
– Baja el arma, Birdman, o morirá ahora mismo.
Había estado esperando en la oscuridad, oculto detrás de Rachel. Ahora se encontraba cerca de ella y se escudaba tras su cuerpo. Sólo veía una parte de sus pantalones marrones, de la manga de su camisa blanca y de la cabeza, nada más. Si intentaba disparar, casi con toda seguridad heriría a Rachel.
– Bird, tengo una pistola apuntando a sus riñones. No quiero estropear un cuerpo tan hermoso con un orificio de bala, así que baja el arma. -Me agaché y dejé la pistola con cuidado en el suelo-. Ahora mándala hacia aquí con el pie.
Obedecí, y observé el arma mientras se deslizaba por el suelo y giraba hasta detenerse junto a la pata del sillón más cercano.
Woolrich salió de la oscuridad, pero ya no era el hombre que yo conocía. Daba la impresión de que, al revelarse su verdadera naturaleza, se hubiera producido una metamorfosis.
Tenía el rostro más demacrado que nunca y las ojeras le conferían un aspecto cadavérico. Pero los ojos brillaban en la penumbra como joyas negras. Cuando mi vista se adaptó a la tenue luz, vi que sus iris casi habían desaparecido. Sus pupilas, grandes y oscuras, absorbían vorazmente la luz de la sala.
– ¿Por qué tenías que ser tú? -pregunté, tanto para mí como para él-. Tú eras mi amigo.
Sonrió. Era una sonrisa vacía y siniestra que flotó en su rostro como copos de nieve.
– ¿Cómo la encontraste, Bird? -preguntó en voz baja-. ¿Cómo encontraste a Lisa? Yo te llevé hasta Lutice Fontenot, pero ¿cómo encontraste a Lisa?
– Quizás ella me encontró a mí -contesté.
Movió la cabeza en un lento gesto de decepción.
– Da igual -susurró-. Ahora no me queda tiempo para esto. Tengo una nueva canción que cantar.
Ahora lo veía de cuerpo entero. En una mano empuñaba un arma que parecía una pistola de aire comprimido de cañón ancho modificada y en la otra un bisturí. Llevaba una SIG bajo la cintura del pantalón. Me fijé en que aún tenía los dobladillos manchados de barro.
– ¿Por qué la mataste?
Woolrich hizo girar el bisturí entre sus dedos.
– Porque podía.
Alrededor, la luz de la sala cambió, y se hizo más tenue cuando una nube tapó los rayos de sol que se filtraban a través de las claraboyas. Desplacé el peso del cuerpo de una pierna a otra, con la mirada en mi pistola. Aquel movimiento se me antojó exagerado, como si, ante la perspectiva de la ketamina, todo se moviera demasiado deprisa en comparación. Woolrich levantó el arma al instante con un ágil movimiento.
– No, Bird, no tendrás que esperar mucho. No precipites el final.
La claridad volvió a hacerse mayor pero sólo relativamente. El sol se ponía deprisa. Pronto estaríamos a oscuras.
– Éste era el final previsto desde el principio, Bird. Tú y yo solos en una sala como ésta. Lo planeé desde el primer momento. Tú ibas a morir así. Quizás aquí o quizá más tarde en otra parte. -Sonrió de nuevo-. Al fin y al cabo, iban a ascenderme. Habría tardado un tiempo en volver a actuar. Pero al final tenía que reducirse a esto. -Dio un paso al frente, con la pistola firme en su mano-. Eres un hombre insignificante, Bird. ¿Tienes idea de a cuántas personas insignificantes he matado? A miserables que vivían en caravanas en pueblos de mala muerte de aquí a Detroit. A tías buenas que se pasaban la vida viendo a Oprah por la tele y follando como perras. A drogadictos. A borrachos. ¿Nunca has odiado a esa gente, Bird, a todos esos que sabes que no valen nada, esos que nunca llegarán a ninguna parte, que nunca harán nada bueno, que nunca aportarán nada? ¿Te has planteado alguna vez que quizá tú seas uno de ellos? Yo les demostré lo poco que valían, Bird. Les demostré lo poco que importaban. Demostré a tu mujer y tu hija lo poco que importaban.
– ¿Y Byron? -pregunté-. ¿Era una de esas personas insignificantes o lo convertiste tú en eso?
Deseaba hacerlo hablar, y quizás acercarme poco a poco a mi pistola. En cuanto callara intentaría matarnos a Rachel y a mí. Pero por encima de todo deseaba conocer la explicación a todo aquello, si es que podía haber una explicación para algo así.
– Byron -repitió Woolrich con una sonrisa fugaz-. Yo necesitaba ganar un poco de tiempo. Cuando abrí el cadáver de aquella chica en Park Rise, todo el mundo pensó lo peor de él, y entonces huyó derecho a Baton Rouge. Fui a visitarlo, Bird. Probé la ketamina con él y luego seguí administrándosela. Una vez intentó escapar pero lo encontré. Al final los encuentro a todos.
– Le avisaste de que los federales irían a por él, ¿verdad? Sacrificaste a tus hombres para asegurarte de que él los atacaba, para asegurarte de que moría sin hablar. ¿Avisaste también a Adelaide Modine después de descubrir su identidad? ¿Le dijiste que yo iba a buscarla? ¿La obligaste a escapar?
Woolrich no contestó. En lugar de eso recorrió el brazo de Rachel con el lado romo del bisturí.
– ¿Te has preguntado alguna vez cómo es posible que una piel tan fina… pueda contener tanta sangre?
Dio la vuelta al bisturí y deslizó la hoja desde su omoplato derecho hasta el espacio entre los pechos. Rachel no se movió. Mantuvo los ojos abiertos, pero algo resplandeció y una lágrima rodó desde la comisura de su ojo derecho hasta perderse entre las raíces del pelo. La sangre manó de la herida y resbaló a lo largo del cuello formando un pequeño charco bajo la barbilla antes de extenderse por la cara y trazar líneas rojas en sus facciones.
– Fíjate, Bird. Creo que se le está subiendo la sangre a la cabeza. -Dicho esto ladeó la cabeza-. Y luego te involucré a ti. Hay en esto una circularidad que deberías agradecerme, Bird. Cuando mueras todo el mundo sabrá de mí. Entonces desapareceré y empezaré de nuevo. No me encontrarán, Bird, me conozco todos los trucos del oficio. -Esbozó una ligera sonrisa-. No eres muy agradecido. Al fin y al cabo, Bird, al matar a tu familia te hice un favor. Si hubieran seguido vivas te habrían abandonado y te habrías convertido en un borracho más. En cierto sentido, mantuve la familia unida. Las elegí a ellas por ti, Bird. Tú me trataste como un amigo en Nueva York, las hiciste desfilar ante mí y yo me las llevé.
– Marsias -susurré.
Woolrich miró de soslayo a Rachel.
– Es una mujer inteligente, Bird. Tu tipo. Igual que Susan. Y pronto no será para ti más que otra amante muerta, sólo que esta vez no tendrás mucho tiempo para llorar por ella.
Con rápidos movimientos de bisturí, abrió finas líneas en el brazo de Rachel. Dudo de que se diera cuenta siquiera de lo que hacía, y de que fuera consciente de su propia expectación ante lo que iba a ocurrir.
– No creo en la otra vida, Bird. Es sólo un vacío. El infierno es esto, Bird, y estamos en él. Todo el dolor, toda la aflicción, todo el sufrimiento que pueda imaginarse, lo encontramos aquí. Es una cultura de la muerte, una religión digna de seguirse. El mundo es mi altar, Bird.
»Pero dudo que llegues a entenderlo. Al final, un hombre sólo comprende la realidad de la muerte, del dolor último, en el momento de su propia muerte. Ése es el defecto de mi obra, pero en cierto modo la hace más humana. Considéralo una presunción mía. -Hizo girar el bisturí en la mano, y en la hoja se fundieron el sol del ocaso y la sangre-. Ella tenía razón desde el principio, Bird. Ahora te toca a ti aprender. Estás a punto de recibir, y de ser, una lección de mortalidad.
»Voy a recrear otra vez la Pietà , Bird, pero en esta ocasión contigo y con tu amiga. ¿Te das cuenta? La representación más famosa del dolor y la muerte en la historia del mundo, un poderoso símbolo de auto-sacrificio por el bien de la humanidad, de la esperanza, de la resurrección, y tú vas a formar parte de ella. Salvo que aquí estamos recreando la antirresurrección, oscuridad hecha carne. -Volvió a avanzar, con un brillo aterrador en la mirada-. No regresarás de entre los muertos Bird, y sólo morirás por tus propios pecados.
Me había desplazado ya hacia la derecha cuando disparó. Noté un intenso escozor en el costado izquierdo al clavarse la jeringuilla de aluminio y oí cómo se acercaban los pasos de Woolrich por el suelo de madera. Tiré de la jeringuilla con la mano izquierda y arranqué dolorosamente la aguja de mi carne. Era una dosis enorme. Notaba ya los efectos cuando tendí la mano hacia mi pistola. Empuñé la culata con firmeza e intenté apuntar hacia Woolrich.
Apagó las luces. Sorprendido en el centro de la sala, lejos de Rachel, se desplazó hacia la derecha. Advertí una silueta moviéndose ante la ventana y descerrajé dos tiros. Se oyó un gruñido de dolor y ruido de cristales rotos. Un fino haz de luz penetró en la sala.
Retrocedí hasta llegar al segundo pasillo. Intenté localizar a Woolrich, pero parecía haber desaparecido entre las sombras. Una segunda jeringuilla se estrelló contra la pared a mi lado y me vi obligado a lanzarme hacia la izquierda. Me pesaban los miembros; apenas conseguía impulsarme con brazos y piernas. Sentía una presión en el pecho y sabía que no sería capaz de sostener mi propio peso si intentaba levantarme.
Seguí retrocediendo, cada movimiento me suponía un colosal esfuerzo, pero presentía que, si me paraba, no podría moverme nunca más. De la sala principal llegó un crujido de tablas y oí la respiración ronca de Woolrich. Soltó una breve carcajada, y adiviné dolor en ella.
– Jódete, Bird -dijo-. ¡Mierda, cómo duele! -Volvió a reírse-. Tú y esa mujer vais a pagar por esto, Bird. Voy a arrancaros el alma.
Su voz parecía llegarme a través de una densa niebla que distorsionara el sonido e hiciera difícil conocer la distancia y la dirección. Las paredes del pasillo se fragmentaron emitiendo un murmullo, y sangre negra rezumó por las rendijas. Alguien tendió una mano hacia mí, una mano femenina, estilizada, con un estrecho aro de oro en el dedo anular. Me vi a mí mismo alargar el brazo para tocarla, pese a que aún sentía las manos en contacto con el suelo. Apareció una segunda mano femenina, acercándose temblorosa, a tientas.
«Bird.»
Retrocedí y sacudí la cabeza para aclararme la vista. Entonces surgieron de la oscuridad otras dos manos más pequeñas, delicadas e infantiles; cerré los ojos y apreté los dientes.
«Papá.»
– No -mascullé. Hundí las uñas en el suelo hasta que una se me rompió, y el dolor me traspasó el dedo índice de la mano izquierda.
Necesitaba el dolor. Tenía que combatir los efectos de la ketamina. Apreté con el dedo herido y el dolor me cortó la respiración. Aún veía sombras deslizándose por la pared, pero las figuras de mi mujer y mi hija habían desaparecido.
Percibí un resplandor rojizo en el pasillo. Mi espalda tropezó con algo frío y pesado, que se desplazó lentamente cuando lo empujé. Estaba apoyado contra una puerta de acero reforzado medio abierta, con tres pasadores en el lado izquierdo. El pasador central era enorme, como mínimo de dos centímetros y medio de diámetro, y de él colgaba un gran candado abierto. Una luz roja se filtraba por el resquicio de la puerta.
– Birdman, ya casi ha terminado -dijo Woolrich. Oía su voz muy cerca, pero aún no lo veía. Supuse que estaba en el rincón, esperando a que dejara de moverme-. La droga pronto te paralizará. Tira el arma, Bird, y podremos empezar. Cuanto antes empecemos antes terminaremos.
Empujé con más fuerza la puerta y noté que cedía por completo. Me impulsé con los talones una vez, dos, tres, hasta que me topé con una estantería que iba desde el suelo hasta el techo. La habitación estaba iluminada por una sola bombilla roja, que pendía sin pantalla del centro del techo. Las ventanas habían sido tapiadas y los ladrillos quedaban a la vista. No entraba luz natural para iluminar el contenido de la habitación.
Frente a mí, a la izquierda de la puerta, vi una hilera de estantes metálicos sostenidos por varillas atornilladas. En cada estante cabían varios tarros de cristal, y cada tarro, reluciente bajo la tenue luz roja, guardaba los restos de una cara humana. En su mayoría eran irreconocibles. Flotando en formol, algunas se habían encogido, en algunas se veían aún las pestañas, en otras los labios habían perdido casi por completo el color, y en todas la piel del contorno colgaba en jirones. En el estante inferior, dos caras oscuras se mantenían en posición casi vertical contra el cristal, y pese a haber sido maltratadas de aquel modo, reconocí los rostros de Tante Marie Aguillard y de su hijo. Frente a mí conté unos quince tarros. A mis espaldas, la estantería se sacudió un poco y oí el tintineo del cristal y el movimiento untuoso del líquido.
Levanté la cabeza. Los tarros se elevaban, fila tras fila, hasta el techo, cada uno contenía pálidos restos humanos. Junto a mi ojo izquierdo, una cara descansaba contra la parte delantera del tarro. Sus ojos vacíos muy abiertos, como si tratara de escrutar la oscuridad.
Y supe que en algún lugar entre aquellas caras se encontraba la de Susan.
– ¿Qué te parece mi colección, Bird?
La mole oscura de Woolrich avanzaba despacio por el pasillo. En una mano distinguí el contorno de la pistola. En la otra sostenía el bisturí y frotaba el borde limpio con el pulgar.
– ¿Tienes curiosidad por saber dónde está tu mujer? En el estante de en medio, el tercer tarro por la izquierda. Joder, Bird, probablemente estás sentado a su lado en este preciso momento.
No me moví. No parpadeé. Seguía desplomado contra la estantería rodeado de los rostros de los muertos. Pronto mi cara estaría allí, pensé, mi cara y la de Rachel y la de Susan, las tres juntas hasta el fin de los tiempos.
Woolrich siguió adelante hasta llegar al umbral de la puerta. Levantó la pistola de aire comprimido.
– Nadie había aguantado tanto, Bird. Ni siquiera Tee Jean, y eso que era un chico fuerte. -Sus ojos emitían un brillo rojizo-. Debo decírtelo, Bird: al final, esto te va a doler.
Apretó el gatillo de la pistola y oí el agudo chasquido de la aguja hipodérmica al salir del cañón. Yo alzaba ya la pistola cuando sentí el intenso escozor en el pecho, el doloroso peso en el brazo, la visión borrosa a causa de las sombras que se deslizaban ante mis ojos. Tensé el dedo en el gatillo, concentré toda mi voluntad en aumentar la presión. Woolrich se abalanzó hacia delante, alerta ante el peligro, con el bisturí en alto para clavármelo en el brazo.
El gatillo retrocedió lentamente, con una lentitud infinitesimal, y el mundo se hizo también más lento. Woolrich parecía estar suspendido en el aire, el filo descendiendo en su mano como a través del agua, la boca muy abierta y un sonido como el aullido del viento en un túnel surgiendo de su garganta. El gatillo retrocedió otro trecho insignificante y se me paralizó el dedo en el instante en que el arma detonaba sonoramente en aquel espacio cerrado. Woolrich, ya a menos de un metro de mí, saltó cuando recibió el primer impacto en el pecho. Los otros siete disparos parecieron salir de forma simultánea, y sólo se oyó una detonación al tiempo que las balas lo traspasaban, balas de diez milímetros que le perforaron la ropa y la carne hasta que se vació el cargador. El cristal se hizo añicos cuando las balas lo traspasaron y el suelo se encharcó de formol. Woolrich cayó de espaldas y quedó tendido en el suelo, su cuerpo sacudido por temblores y espasmos. Intentó levantarse una vez, elevando los hombros y la cabeza del suelo, sus ojos ya casi sin luz. A continuación cayó de nuevo hacia atrás y ya no volvió a moverse.
Mi brazo cedió bajo el peso del arma y cayó al suelo. Oí el goteo del líquido, percibí la presencia de los muertos que se arrastraban alrededor. A lo lejos, se oyeron sirenas que se acercaban y supe que, al margen de lo que me pasara, Rachel al menos estaría a salvo. Algo me rozó la mejilla con la ligereza de una gasa, como la última caricia de un amante antes de dormirse, y me invadió una especie de paz. Con un último esfuerzo de voluntad cerré los ojos y aguardé la quietud.