Eadem mutata resurgo.
(Aunque cambiado, renaceré)
Epitafio de Jakob Bernoulli,
pionero suizo de la dinámica de fluidos
y el análisis matemático de espirales
Esa tarde viajé en coche a Virginia. Era una distancia larga pero me dije que necesitaba tiempo para darle rodaje al motor, para que se soltara después de tanto tiempo fuera de la carretera. Al volante, intenté analizar lo ocurrido durante los últimos dos días, pero mi mente volvía una y otra vez a los restos de la cara de mi hija en el tarro de formol.
Advertí la presencia del otro coche pasada una hora, un Nissan rojo de tracción en las cuatro ruedas con dos ocupantes. Se mantenían cuatro o cinco vehículos por detrás, pero cuando yo aceleraba también lo hacían ellos. Cuando me rezagaba, procuraban tenerme a la vista durante todo el tiempo posible y luego empezaban a reducir la marcha también. Llevaba las matrículas intencionadamente sucias de barro. Conducía una mujer, con el pelo recogido y los ojos ocultos tras unas gafas de sol. En el asiento contiguo viajaba un hombre de cabello oscuro. Los dos tenían treinta y tantos años, pero no los reconocí.
Si eran federales, cosa poco probable, eran muy torpes. Si se trataba de los asesinos a sueldo de Sonny, se correspondía con su tendencia a contratar el peor servicio. Sólo un payaso utilizaría un 4x4 para seguir a un coche o para intentar sacar de la carretera a otro vehículo. Un 4x4 tiene un centro de gravedad alto y vuelca con más facilidad que un borracho en una pendiente. Quizás era simple paranoia por mi parte, pero lo dudaba.
No intentaron nada y los perdí en las carreteras secundarias entre Warrenton y Culpeper de camino hacia la cordillera del Blue Ridge. Si volvían a aparecer detrás de mí, me daría cuenta: eran tan visibles como una mancha de sangre en la nieve.
Mientras conducía, el sol se filtraba entre los árboles haciendo brillar los capullos en forma de telaraña de las orugas. Sabía que, bajo las hebras, los cuerpos blancos de las larvas se retorcían como víctimas del síndrome de Tourette mientras reducían las hojas a materia muerta de color pardusco. Hacía un tiempo maravilloso y los nombres de los pueblos que bordeaban Shenandoah tenían una sonoridad poética: Wolftown, Quinque, Lydia, Roseland, Sweet Briar, Lovingston, Brightwood. A esa lista podía añadirse el pueblo de Haven, pero sólo si uno decidía no estropear el efecto visitándolo.
Caía una lluvia torrencial cuando llegué a Haven. El pueblo estaba enclavado en un valle al sureste de la cordillera de Blue Ridge, casi en el vértice del triángulo que formaba con Washington y Richmond. En el límite, un letrero rezaba bienvenidos al valle, pero Haven tenía poco de acogedor. Era un pueblo pequeño sobre el que parecía haberse instalado una nube de polvo que ni siquiera la intensa lluvia había podido disipar. Frente a las casas había aparcadas furgonetas herrumbrosas, y aparte de un único local de comida rápida y un pequeño supermercado anexo a una gasolinera, sólo atraían al viajero de paso el débil neón del bar del Welcome Inn y las luces del restaurante de enfrente. Era la clase de sitio donde, una vez al año, los miembros de la Asociación de Veteranos de Guerra se reunían, alquilaban un autobús y se iban a otra parte a rememorar a sus muertos. Tomé una habitación en el motel Haven View, a las afueras del pueblo. Era el único huésped, y un olor a pintura flotaba por los pasillos de lo que en otro tiempo debió de ser una casa de considerable tamaño, transformada ahora en un hotel de tres plantas funcional y vulgar.
– Estamos redecorando el segundo piso -explicó el conserje, que, según me dijo, se llamaba Rudy Fry-. Tengo que darle una habitación arriba, en el último piso. En principio no debería aceptar huéspedes, pero…
Con una sonrisa, me dio a entender que me hacía un gran favor dejándome quedar. Rudy Fry era un cuarentón de baja estatura y exceso de peso. Tenía en las axilas manchas amarillas de sudor seco desde hacía tiempo y olía vagamente a alcohol para friegas.
Eché un vistazo alrededor. El motel Haven View no parecía la clase de establecimiento que invitase a quedarse ni en su mejor momento.
– Sé lo que está pensando -dijo el conserje, y sonrió revelando una reluciente dentadura postiza-. Está pensando: «¿Por qué tirar el dinero decorando un motel en el culo del mundo?». -Me guiñó un ojo y se inclinó por encima del mostrador de recepción con un gesto de complicidad-. Pues se lo diré, caballero. Esto no será el culo del mundo durante mucho más tiempo. Van a venir los japoneses y, cuando vengan, esto se convertirá en una mina de oro. ¿Dónde van a alojarse, si no, por estos alrededores? -Movió la cabeza y se echó a reír-. Joder, vamos a limpiarnos el culo con billetes de dólar. -Me entregó una llave unida mediante una cadena a un pesado bloque de madera-. Habitación veintitrés. Suba por la escalera; el ascensor está averiado.
En la habitación había polvo pero estaba limpia. Una puerta comunicaba con la habitación contigua. Tardé menos de cinco segundos en forzar la cerradura con mi navaja; luego me duché, me cambié y volví al pueblo en coche.
La recesión de los años setenta había causado estragos en Haven y puesto fin a la poca industria existente. El pueblo podría haberse recuperado, podría haber encontrado otro medio para prosperar si su historia hubiese sido distinta, pero los asesinatos la habían empañado y el pueblo había entrado en decadencia. Y por eso, aun después de haber descargado el cielo sobre las tiendas y las calles, sobre la gente y las casas, sobre los árboles, las furgonetas, los coches y el asfalto, nada parecía limpio en Haven. Era como si la propia lluvia se hubiera ensuciado nada más entrar en contacto con el pueblo.
Pasé por la oficina del sheriff, pero ni éste ni Alvin Martin estaban allí. En su lugar, había tras la mesa un ayudante llamado Wallace, que me miró con expresión ceñuda mientras se llevaba a la boca un puñado de Doritos. Decidí esperar a la mañana siguiente con la esperanza de encontrar a alguien más complaciente.
El restaurante ya cerraba cuando crucé el pueblo, con lo que las únicas opciones eran el bar y la hamburguesería. Por dentro, el bar estaba mal iluminado, como si el letrero de neón rosa de fuera consumiese demasiada energía, the welcome inn, decían las rutilantes letras, pero el interior parecía desmentir la supuesta bienvenida.
Por un altavoz sonaba una especie de bluegrass y, sobre la barra, un televisor con el volumen al mínimo transmitía un partido de baloncesto, pero al parecer nadie atendía a la música ni a las imágenes. Habría unas veinte personas en torno a las mesas y ante la larga barra de madera oscura, incluida una pareja de descomunal corpulencia que parecía haber dejado al tercer oso con una canguro. Se oía el rumor de las conversaciones, algunas de las cuales cesaron cuando entré pero pronto se reemprendieron de nuevo.
Cerca de la barra, alrededor de una desastrada mesa de billar, un corrillo de hombres observaba con indolencia a un individuo enorme y robusto de poblada barba oscura jugar con otro de mayor edad que manejaba el taco como un timador. Me lanzaron una ojeada cuando pasé a su lado, pero siguieron jugando. No cruzaban una sola palabra. Obviamente, el billar era un asunto serio en el Welcome Inn.
En cambio, la bebida no lo era. Todos los hombres duros dispuestos en torno a la mesa de billar tenían en la mano botellas de Bud sin alcohol, que en un local de copas, para el verdadero bebedor, equivaldría a la lima con sifón.
Ocupé un taburete en la barra y pedí un café a un camarero que llevaba una camisa blanca deslumbrantemente limpia para un sitio como aquél. Con total deliberación fingió no oírme, en apariencia atento al partido de baloncesto, así que se lo pedí otra vez. Desvió hacia mí la mirada manifestando absoluta desgana, como si yo fuera un insecto paseándose por la barra y él estuviese ya cansado de aplastar insectos pero se preguntara si, ya puestos, no podía aplastar uno más para concluir la jornada.
– No servimos café -contestó.
Eché un vistazo a lo largo de la barra. Dos taburetes más allá, un anciano con un tabardo y una ajada gorra con el logo del puma tomaba un tazón de algo que olía a café solo y cargado.
– ¿Se lo ha traído él mismo, ese hombre? -pregunté señalando hacia allí con la cabeza.
– Sí -respondió el camarero con la vista fija en el televisor.
– Me conformaré con una Coca-Cola. Están detrás de usted, en el segundo estante empezando por abajo, a la altura de las rodillas. Cuidado no vaya a hacerse daño al agacharse.
Durante un largo rato dio la impresión de que no iba a moverse. Por fin, poco a poco, se inclinó sin apartar la mirada de la pantalla y, con un gesto instintivo, alcanzó el abridor del borde de la barra. A continuación colocó una botella ante mí y dejó al lado un vaso sin hielo. En el espejo vi las sonrisas de algunos parroquianos que encontraban graciosa la situación y oí la risa de una mujer, grave y empañada por el alcohol, en la que se adivinaba una promesa de sexo. Recorriendo el espejo con la mirada, localicé el origen de la risa: una mujer de rasgos toscos y cabello abundante y oscuro sentada en el rincón. Un hombre fornido le susurraba al oído palabras rancias como el arrullo de una paloma enferma.
Llené el vaso y tomé un largo trago. La encontré caliente y empalagosa y noté que se me adhería al paladar, la lengua y los dientes. El camarero, por pasar el rato, se dedicó a sacar brillo a unos vasos con un paño que, a juzgar por su aspecto, no habían lavado desde la investidura de Reagan. Cuando se aburrió de redistribuir el polvo de los vasos, se acercó y dejó el paño en la barra delante de mí.
– ¿Está de paso? -preguntó, aunque en su voz no se apreciaba la menor curiosidad. Parecía más un consejo que una pregunta.
– No -dije.
Asimiló la respuesta y esperó a que yo añadiese algo. Me quedé callado. Él cedió primero.
– ¿A qué ha venido, pues? -Miró a los jugadores de billar por encima de mi hombro y advertí que el golpeteo de las bolas se había interrumpido súbitamente. En sus labios se dibujó una rastrera sonrisa de complacencia-. Quizá yo pueda… -hizo una pausa y, con la sonrisa aún más amplia, adoptó un tono de afectada formalidad-, servirle de algo.
– ¿Conoce a algún Demeter?
La sonrisa de complacencia se le heló en los labios. Al cabo de un silencio, respondió:
– No.
– Entonces dudo que vaya usted a servirme de algo.
Dejé dos dólares en la barra y me levanté para marcharme.
– Por la bienvenida -dije-. Dedíquelo a la compra de un letrero nuevo.
Al darme media vuelta me encontré frente a un individuo menudo, con facciones de roedor, que llevaba una raída cazadora vaquera. Tenía la nariz salpicada de puntos negros y los dientes le sobresalían y amarilleaban como los colmillos de una morsa. En la gorra de béisbol que tenía puesta se leía la inscripción la peña con el clan, pero no era la clase de logo que habría agradado a John Singleton. Las palabras no estaban rodeadas por los motivos típicos de la región sino por encapuchados del Ku Klux Klan.
Bajo la cazadora vaquera vi la palabra «Pulaski» y una especie de emblema. Pulaski era la cuna del Ku Klux Klan, y allí se reunían anualmente los fanáticos de la pureza aria de todo el país; aunque podía imaginarme la expresión del viejo Thom Robb, el estirado y grandilocuente fundador del Klan, al ver a aquel roedor, con su cara contraída e infrainteligente, ir a respirar los aires de Pulaski. Al fin y al cabo, Robb pretendía que el Klan atrajese a la élite culta, los abogados y profesores. La mayoría de los abogados se habría mostrado reacia a aceptar al roedor como cliente, y ya no digamos como compañero de armas.
Aun así, el roedor probablemente tenía cabida en el actual Klan. Toda organización necesita soldados de a pie, y éste llevaba las palabras «carne de cañón» escritas en la cara. Cuando llegara el momento de que la «peña» invadiese la escalinata del Capitolio y reclamase para sí los Estados Unidos, el roedor estaría en primera fila, donde con toda seguridad daría la vida por la causa.
Detrás de él apareció el jugador de billar barbudo, de ojos pequeños y porcinos y cara de tonto. Tenía unos brazos gigantescos pero sin definición muscular y una prominente barriga ceñida por una camiseta de camuflaje. En la camiseta rezaba la leyenda mátalos a todos; ya hará dios las distinciones, pero aquel grandullón no era infante de marina. Era lo más cercano a un retrasado mental sin llegar al punto de necesitar a alguien dos veces al día para darle de comer y limpiarlo.
– ¿Cómo le va? -preguntó el roedor.
El bar se quedó en silencio y los hombres reunidos en torno a la mesa de billar ya no observaban con actitud indolente sino tensos en previsión de lo que se avecinaba. Obviamente, el roedor y su compinche formaban la pareja de humoristas del pueblo.
– De maravilla, hasta ahora. -Asintió como si yo acabase de pronunciar unas profundas palabras que hubieran despertado en él una natural adhesión -. ¿Sabe una cosa? Una vez me meé en el jardín de Thom Robb -dije, y era verdad.
– Más vale que vuelva a la carretera y siga su camino, creo yo -comentó el roedor tras un instante de silencio para elucidar quién era Thom Robb-. Así que, ¿por qué no lo hace?
– Gracias por el consejo.
Me eché a un lado con la intención de marcharme, pero su amigo apoyó en mi pecho una mano del tamaño de una pala y me empujó hacia la barra con una ligera flexión de muñeca.
– No era un consejo -aclaró el roedor. Señalando al grandullón con el pulgar, añadió-: Éste es Seis. Si no se mete en el puto coche ahora mismo y empieza a levantar polvo en la carretera, Seis va a hacerle una cara nueva.
Seis esbozó una vaga sonrisa. Saltaba a la vista que la curva de la evolución había ascendido de manera muy gradual allí donde Seis había venido al mundo.
– ¿Sabe por qué lo llaman Seis?
– A ver si lo adivino -contesté-. ¿En su casa hay otros cinco capullos como él?
Por lo visto, no iba a averiguar a qué debía Seis su nombre, porque dejó de sonreír y, apartando al roedor, se abalanzó hacia mí con el brazo extendido para agarrarme por el cuello. Para un hombre de su corpulencia, se movía con rapidez pero no la suficiente. Levanté el pie derecho y le descargué un golpe en la rodilla izquierda con el tacón. Se oyó el esperado crujido, y Seis, con una mueca de dolor, se tambaleó y cayó de costado.
Sus amigos acudían ya en su auxilio cuando se produjo un alboroto detrás del grupo y el ayudante del sheriff, bajo y regordete y cercano a los cuarenta, se abrió paso entre ellos con la mano en la culata de la pistola. Era Wallace, el ayudante Dorito. Se le veía nervioso y asustado, la clase de individuo que se metía en la policía para sentir cierta superioridad ante aquellos que se reían de él en el colegio, le robaban el dinero del almuerzo y lo molían a palos, sólo que a la hora de la verdad descubría que la gente aún se reía de él y no parecía considerar el uniforme un obstáculo para darle otra paliza. Con todo, esta vez llevaba un arma y quizá los demás sospechaban que, movido por el miedo, era capaz de encañonarlos.
– ¿Qué pasa aquí, Clete?
Reinó el silencio por un momento y, finalmente, el roedor tomó la palabra.
– Los ánimos se han caldeado un poco, Wallace, eso es todo. Nada que afecte a la ley.
– No hablaba contigo, Gabe.
Alguien ayudó a Seis a levantarse y lo acompañó hasta una silla.
– A mí me parece que aquí hay algo más que ánimos caldeados. Lo mejor será, quizá, que vengáis un rato a las celdas para calmaros.
– Déjalo, Wallace -replicó una voz grave. Procedía de un hombre delgado y fibroso, de ojos oscuros y mirada fría, con una barba moteada de gris. Tenía cierto aire de autoridad y una inteligencia muy superior a las cortas entendederas de sus acompañantes. Mientras hablaba, me observó con detenimiento, como el empleado de una funeraria examinaría a un posible cliente con vistas al ataúd.
– De acuerdo, Clete, pero… -contestó el ayudante Dorito bajando la voz gradualmente hasta quedar en silencio al darse cuenta de que, dijera lo que dijera, ninguno de los presentes tenía el menor interés en oírlo. Dirigió un gesto de asentimiento a la concurrencia como si la decisión de no tomar mayores medidas fuera suya. Mirándome, me aconsejó-: Señor, será mejor que se marche.
Fui caminando despacio hacia la puerta. Nadie hizo el menor comentario cuando salí. Ya en el motel, telefoneé a Walter Cole para saber si se conocían datos nuevos en relación con el asesinato de Stephen Barton, pero no lo encontré en el despacho y en su casa me salió el contestador. Dejé el número del motel e intenté dormir un rato.
A la mañana siguiente el cielo amaneció encapotado y gris, con una palpable amenaza de lluvia. Tenía el traje arrugado por el viaje del día anterior, así que, en su lugar, me puse unos pantalones de algodón, una camisa blanca y una chaqueta negra. Incluso saqué una corbata negra de punto, de seda, a fin de no parecer un vagabundo. Una vez más atravesé el pueblo en coche. No había ni rastro del 4 x 4 rojo ni de sus dos ocupantes.
Aparqué frente al restaurante Haven, compré el Washington Post en la gasolinera al otro lado de la calle y entré en el restaurante a desayunar. Ya pasaban de las nueve, pero la gente seguía tranquilamente instalada ante la barra y en las mesas, hablando del tiempo y, supuse, de mí, ya que algunos de ellos me lanzaron elocuentes miradas y dirigieron hacia mí la atención de sus vecinos.
Me senté a una mesa del rincón y hojeé el periódico. Una mujer madura que vestía delantal blanco y uniforme azul con el nombre dorothy estampado sobre el pecho izquierdo se acercó con un bloc para tomar nota del pedido: tostadas de pan blanco, beicon y café. Cuando terminé de pedir, vaciló por un instante y preguntó:
– ¿Es usted el que anoche le atizó en el bar a ese chico, Seis?
– El mismo.
Asintió en un gesto de satisfacción.
– Siendo así, le sirvo el desayuno gratis. -Sonrió con severidad y añadió-: Pero no interprete mi generosidad como una invitación a quedarse en el pueblo. Tampoco es usted tan guapo.
Parsimoniosamente, volvió a ocupar su puesto tras la barra y clavó el pedido en un alambre.
La calle mayor de Haven no estaba muy transitada, ni había a la vista gran actividad humana. Al parecer, la mayoría de los automóviles y camiones pasaban de largo camino de otros lugares. Daba la impresión de que el pueblo vivía anclado a una triste mañana de domingo.
Acabé de desayunar y dejé una propina en la mesa. Dorothy se inclinó sobre la barra, apoyando los pechos en la superficie abrillantada.
– Y ahora, adiós -dijo mientras me encaminaba a la salida.
Los demás me miraron fugazmente por encima del hombro y volvieron a sus desayunos y cafés.
Fui en coche a la biblioteca pública, un edificio nuevo de una sola planta en el otro extremo del pueblo. Tras la mesa de préstamos había una negra preciosa de poco más de treinta años y una blanca de mayor edad con el pelo como lana de acero. Cuando entré, ésta me observó con ostensible displicencia.
– Buenos días -saludé.
La joven me sonrió con cierto nerviosismo y la otra intentó poner orden en su lado de la mesa, ya impecable.
– ¿Cuál es el periódico local de aquí? -pregunté.
– Era el Haven Leader -contestó la joven tras un breve silencio-. Ya no se publica.
– Ando buscando una noticia antigua, números atrasados.
Miró a la otra mujer como para que la orientase, pero ésta continuó cambiando papeles de sitio en la mesa.
– Están en microfichas, en los archivadores que hay junto al visor. ¿Ha de consultar números de hace mucho tiempo?
– No mucho -respondí, y me dirigí hacia los archivadores.
Las fichas del Leader estaban ordenadas cronológicamente en pequeñas cajas cuadradas distribuidas en diez cajones, pero faltaban las de los años correspondientes a los asesinatos de Haven. Las revisé todas por si se habían traspapelado, aunque presentía que esas fichas en particular no se encontraban a disposición del visitante ocasional.
Regresé a la mesa de préstamos. La mujer de mayor edad había desaparecido.
– Creo que las fichas que busco no están ahí -expliqué.
La joven puso cara de desconcierto, pero me dio la impresión de que fingía.
– ¿Qué año busca?
– Años. 1969, 1970 y quizá 1971.
– Lo siento, pero esas fichas no… -intentó encontrar una excusa convincente-… las tenemos. Están en préstamo para un trabajo de investigación.
– Ah -dije. Le dediqué la mejor de mis sonrisas-. No importa. Me arreglaré con lo que hay.
Mostró cierto alivio, y yo volví al visor; por hacer algo, examiné las fichas en busca de cualquier cosa útil, sin más resultado que el aburrimiento. La oportunidad tardó media hora en presentarse. Un grupo de colegiales entró en la sección juvenil de la biblioteca, separada de la sección de adultos por una mampara de madera y cristal. La joven los siguió y se quedó de espaldas a mí hablando con los niños y la maestra, una rubia que, a juzgar por su aspecto, no hacía demasiado tiempo que había dejado la escuela.
La otra bibliotecaria seguía sin dar señales de vida, aunque había una puerta marrón medio abierta en el pequeño vestíbulo situado al fondo de la sección de adultos. Subrepticiamente, fui a la mesa de préstamos y empecé a revolver en los cajones y en el armario con todo el sigilo posible. En cierto momento pasé agachándome por delante de la puerta de la sección juvenil, pero la bibliotecaria seguía ocupada con sus jóvenes lectores.
Encontré las fichas desaparecidas en el último cajón, junto a una pequeña caja de monedas. Me las guardé en los bolsillos de la chaqueta y, ya salía de la zona de préstamos cuando, fuera, oí cerrarse la puerta del despacho y unos pasos que se aproximaban. Me acerqué rápido a una estantería, y al instante apareció la bibliotecaria de más edad. Se detuvo a un paso de la mesa de préstamos y lanzó una adusta mirada en dirección a mí y al libro que sostenía en la mano. Sonreí resueltamente y regresé al visor. No sabía cuánto tardaría el ogro de la mesa de préstamos en echar un vistazo al cajón y decidirse a pedir refuerzos.
Probé primero con las fichas de 1969. Pese a que en ese año el Haven Leader era un semanario, me llevó un buen rato. No se mencionaba ninguna desaparición. Aun en 1969 parecía que la población negra apenas contaba. Buena parte del contenido se centraba en los actos parroquiales, las conferencias del círculo de historia y las bodas locales. Incluía asimismo una breve sección de sucesos, en su mayoría infracciones de tráfico y alborotos públicos originados por el consumo de alcohol, pero nada que indujera a imaginar al lector desinformado que en el pueblo de Haven desaparecían niños.
De pronto, en un número de noviembre, encontré una alusión a un tal Walt Tyler. Acompañaba al artículo una fotografía de Tyler, un hombre bien parecido que uno de los ayudantes del sheriff llevaba esposado. HOMBRE DETENIDO TRAS AGREDIR AL SHERIFF, rezaba el titular sobre la imagen. El texto daba pocos detalles precisos pero, por lo visto, Tyler había entrado en la oficina del sheriff y empezado a causar destrozos antes de intentar arremeter contra el propio sheriff. La posible razón de la agresión sólo se insinuaba en el último párrafo.
«Tyler se hallaba entre el grupo de negros interrogados por la oficina del sheriff en relación con la desaparición de su hija y otros dos niños. Fue puesto en libertad sin cargos.»
Las fichas de 1970 fueron más productivas. La noche del 8 de febrero de 1970, Amy Demeter desapareció cuando se dirigía a casa de una amiga para entregar un tarro de la mermelada de su madre. Nunca llegó a la casa y, a unos quinientos metros de su domicilio, se encontró el tarro roto en una acera. El artículo incluía una foto de la niña, junto con la descripción detallada de la ropa que llevaba puesta y una breve historia de la familia: el padre, Earl, era contable; la madre, Dorothy, ama de casa y maestra; la hermana menor, Catherine, una niña simpática con cierto talento artístico. La noticia ocupó los titulares del periódico durante varias semanas: continúa la búsqueda de la niña de haven. La policía interroga a otros cinco sospechosos por el misterio demeter y, finalmente, apenas quedan esperanzas para amy.
Repasé el Haven Leader durante otra media hora, pero no salía nada más sobre los asesinatos ni su resolución, si la hubo. La única alusión fue una crónica de la muerte de Adelaide Modine en un incendio cuatro meses después, con una referencia a la muerte de su hermano. No se describían las circunstancias de ninguna de las dos muertes, pero sí aparecía una insinuación, de nuevo, en el último párrafo: «La oficina del sheriff de Haven tenía mucho interés en hablar con Adelaide y William Modine con relación a la investigación que estaban llevando a cabo de la desaparición de Amy Demeter y otros niños».
No hacía falta ser un genio para leer entre líneas y darse cuenta de que Adelaide Modine o su hermano William, o puede que ambos, fueron los principales sospechosos. La prensa local no publica necesariamente todas las noticias; ciertas cosas ya las sabe todo el mundo, y en ocasiones los periódicos se limitan a publicar lo justo para desorientar a los forasteros. La bibliotecaria mayor me estaba echando el mal de ojo, así que acabé de imprimir las copias de los artículos pertinentes, los recogí y me fui.
Un coche patrulla de la oficina del sheriff, un Crown Victoria marrón y amarillo, se hallaba estacionado frente a mi coche y uno de los ayudantes, con el uniforme limpio y bien planchado, me esperaba apoyado en la puerta del conductor de mi Mustang. Cuando me acerqué vi dibujados sus largos músculos bajo la camisa. Tenía los ojos apagados y sin vida, y cara de gilipollas. De gilipollas en forma.
– ¿Este coche es suyo? -preguntó con el dejo de Virginia, los pulgares metidos en el cinturón de la pistolera en el que resplandecían las impolutas herramientas propias de su oficio. En la placa perfectamente prendida del pecho destacaba el apellido «Burns».
– Claro que lo es -respondí, imitando su acento. Era una mala costumbre mía.
Tensó la mandíbula si es que era posible tensarla aún más.
– Me he enterado de que anda buscando unos periódicos antiguos.
– Soy aficionado a los crucigramas. Antes eran mejores.
– ¿Es usted otro de esos escritores?
A juzgar por el tono de su voz, no daba la impresión de que leyera mucho, o como mínimo nada que no contuviera ilustraciones o un mensaje de Dios.
– No -contesté-. ¿Vienen muchos escritores por aquí?
Dudo que creyese que no era escritor. Quizá me veía aspecto de intelectual, o quizá cualquiera a quien no conociese personalmente se convertía de inmediato en sospechoso de inclinaciones literarias encubiertas. La bibliotecaria me había delatado convencida de que no era más que otro escritorzuelo que pretendía embolsarse unos dólares a costa de los fantasmas del pasado de Haven.
– Voy a acompañarlo a la salida del pueblo -anunció-. Tengo su bolsa.
Fue al coche patrulla y sacó mi bolsa de viaje del asiento delantero. El ayudante Burns empezaba a colmar mi paciencia.
– Aún no tengo previsto marcharme -repuse-, así que quizá podría volver a dejarla en mi habitación. A propósito, cuando la deshaga, quiero los calcetines en el lado izquierdo del cajón.
Dejó caer la bolsa en la calle y se dirigió hacia mí.
– Oiga, tengo el carnet. -Me llevé la mano al bolsillo interior de la chaqueta-. Soy…
Fue una estupidez, pero estaba exasperado, harto y cabreado con el ayudante Burns, y no pensaba con claridad. Vio un destello de la culata de mi pistola y al instante empuñó la suya. Burns era rápido. Probablemente se ejercitaba delante del espejo. En cuestión de segundos me encontré contra su coche, desarmado, y con unas resplandecientes esposas cerrándose en mis muñecas.
Me dejaron aparcado en una celda durante tres o cuatro horas, según mis cálculos, ya que el concienzudo ayudante Burns me había quitado el reloj junto con la pistola, la cartera y el carnet, mis notas, el cinturón y los cordones de los zapatos, por si decidía ahorcarme en un arrebato de culpabilidad por molestar a las bibliotecarias. Lo había dejado todo al cuidado del ayudante Wallace, quien había mencionado de pasada a Burns mi participación en el incidente de la noche anterior en el bar.
En cualquier caso, la celda era prácticamente la más limpia que había visitado en mi vida; incluso parecía que podía usarse el váter sin necesidad de una dosis de penicilina. Me dediqué a reflexionar sobre lo que había averiguado en las microfichas de la biblioteca e intenté encajar las piezas del rompecabezas para crear una imagen reconocible, a la vez que rechazaba cualquier cosa que me llevara a pensar en el Viajante y lo que pudiera estar haciendo.
Al final se oyó un ruido fuera y la puerta de la celda se abrió. Al alzar la vista, vi a un hombre negro y alto en uniforme que me observaba. Aparentaba cerca de cuarenta años, pero algo en su andar y la luz de la experiencia en su mirada me indicó que era mayor. Habría jurado que antes fue boxeador, con toda probabilidad peso ligero o medio, y caminaba con paso garboso. Parecía más listo que Wallace y Burns juntos, aunque eso no era precisamente una hazaña. Supuse que era Alvin Martin. No tuve prisa en levantarme, por si pensaba que no me gustaba su agradable y limpia celda.
– ¿Va a quedarse ahí otro par de horas, o está esperando que alguien lo saque en brazos? -preguntó. No hablaba con acento sureño; puede que de Detroit, tal vez de Chicago.
Me levanté y se apartó para dejarme paso. Wallace esperaba al final del pasillo, con los dedos metidos en el cinturón para descargar el peso de los hombros.
– Devuélvale las cosas, ayudante Wallace.
– ¿También la pistola? -preguntó Wallace, sin hacer ademán de moverse para obedecer. Wallace tenía una mirada inconfundible, la mirada de un hombre que no estaba acostumbrado a aceptar órdenes de un negro y al que no le gustaba verse obligado a ello. Me dio la impresión de que quizá tuviera más cosas en común con el roedor y sus amigos de lo que convenía a un escrupuloso agente de la ley.
– También la pistola -contestó Martin, sin perder la calma pero hastiado, lanzándole una mirada severa. Wallace se apartó de la pared como un barco especialmente feo al hacerse a la mar y desapareció tras el mostrador echando humo para asomar de nuevo con un sobre marrón y mi pistola. Firmé y Martin me señaló la puerta con la cabeza.
– Métase en el coche, por favor, señor Parker.
Fuera la luz empezaba a declinar y un viento frío soplaba de las montañas. Una furgoneta pasó armando ruido por la calle, con un armero en la parte trasera tapado y vigilado por un perro sarnoso.
– ¿Detrás o delante? -pregunté.
– Suba delante -contestó-. Me fío de usted.
Arrancó y durante un rato avanzamos en silencio, con el chorro del aire acondicionado dirigido a la cara y los pies. El pueblo quedó atrás y nos adentramos en un espeso bosque por una carretera que serpenteaba ciñéndose a los contornos del paisaje. De pronto brilló una luz a lo lejos. Nos detuvimos en el aparcamiento de un restaurante de paredes blancas llamado Green River, como indicaba un letrero de neón verde intermitente en la carretera.
Ocupamos un reservado en la parte de atrás, lejos de los demás parroquianos, que nos echaron miradas de curiosidad antes de seguir comiendo. Martin se quitó el sombrero, pidió café para los dos, se reclinó y me miró.
– Para un inspector sin licencia y armado, lo correcto suele ser pasarse por la oficina del sheriff local y explicar el motivo de su visita, al menos antes de ir por ahí maltratando a jugadores de billar y robando fichas en la biblioteca -dijo.
– Usted no estaba cuando fui. Tampoco el sheriff, y su amigo Wallace no se mostró muy dispuesto a ofrecerme galletas y a intercambiar los últimos chistes racistas.
Llegó el café. Martin añadió crema y azúcar al suyo. Yo me conformé con un poco de leche.
– He hecho unas cuantas llamadas para informarme sobre usted -explicó Martin mientras removía su café-. Un tal Cole lo avala. Por eso no lo echo del pueblo de una patada en el culo, al menos de momento. Por eso y por el hecho de que no le dio miedo vapulear a un gilipollas en el bar anoche. Demuestra que tiene usted orgullo cívico. De modo que quizás ahora no le importe explicarme a qué ha venido.
– Busco a una mujer llamada Catherine Demeter. Es posible que viniera a Haven la semana pasada.
Martin frunció el entrecejo.
– ¿Tiene algo que ver con Amy Demeter?
– Es la hermana.
– Lo suponía. ¿Por qué cree que puede estar aquí?
– La última llamada que hizo desde su apartamento fue a la casa del sheriff Earl Lee Granger. También telefoneó varias veces a su oficina esa misma noche. Desde entonces no se ha vuelto a saber nada de ella.
– ¿Lo han contratado para localizarla?
– Simplemente la busco -contesté en tono neutro.
Martin dejó escapar un suspiro.
– Llegué aquí desde Detroit hace seis meses -dijo tras un minuto de silencio-. Traje a mi mujer y mi hijo. Mi mujer es ayudante de bibliotecaria. Creo que ya la ha conocido. -Asentí con la cabeza-. El gobernador de aquí decidió que no había suficientes negros en las fuerzas del orden y que las relaciones entre la población minoritaria local y los policías quizá no fueran las mejores. Así que salió una plaza y presenté la solicitud, básicamente para alejar a mi hijo de Detroit. Mi padre era de Gretna, a un paso de aquí. No sabía nada de los asesinatos antes de venir. Ahora estoy más informado.
»Este pueblo murió junto con aquellos niños. Nadie más vino a instalarse aquí. Y cualquiera con una pizca de sentido común o ambición salió por piernas. Ahora la reserva genética es tan pobre que no se salvan ni las ratas.
»En este último par de meses se han visto señales de que podrían cambiar las cosas. Hay una empresa japonesa interesada en establecerse a un kilómetro del pueblo. Se dedican a la investigación y desarrollo de software, según he oído decir, y les gusta la intimidad y un lugar tranquilo y retrasado que puedan llamar Nipón. Traerían mucho dinero a este pueblo, proporcionarían puestos de trabajo para sus habitantes y quizá la oportunidad de dejar atrás el pasado. Para serle sincero, por aquí la gente no ve con mucho entusiasmo la idea de trabajar para los japoneses, pero saben que, hoy por hoy, están con la mierda hasta el cuello, así que trabajarán para cualquiera con tal de que no sea negro.
»Ahora lo que menos les interesa es que venga alguien a husmear en su historia remota, a remover el pasado y desenterrar los huesos de los niños muertos. Puede que muchos de ellos sean tontos. Puede que también sean racistas, camorristas y que maltraten a sus esposas, pero necesitan desesperadamente una segunda oportunidad y pararán los pies a cualquiera que se interponga en su camino. Si no lo hacen ellos, se ocupará Earl Lee en persona. -Alzó un dedo y lo blandió con resolución delante de mi cara-. ¿Me entiende? Nadie quiere que se hagan preguntas sobre unos asesinatos de unos niños que ocurrieron hace treinta años. Si Catherine Demeter volviera aquí, y sinceramente no sé por qué habría de volver si ya no tiene a nadie en este pueblo, tampoco sería bienvenida. Pero no está aquí, porque si hubiera vuelto, en el pueblo no se hablaría de otra cosa. -Tomó un sorbo de café y apretó los dientes-. Maldita sea, está frío. -Hizo una seña a la camarera y pidió otra taza.
– No quiero quedarme aquí más tiempo del necesario -dije-. Pero creo que es posible que Catherine Demeter haya vuelto o intentado volver. Desde luego quiso hablar con el sheriff, y yo también quiero hablar con él. ¿Dónde está?
– Se ha tomado un par de días libres y se ha ido del pueblo -contestó Martin mientras hacía girar el sombrero sobre el asiento de vinilo tirando del ala-. Está previsto que regrese…, bueno, estaba previsto que regresara hoy, pero podría dejarlo para mañana. Aquí el índice de criminalidad es más bien bajo, aparte de los borrachos, algún caso de violencia doméstica y las mierdas propias de un sitio como éste. Pero puede que, cuando vuelva, a él no le guste encontrarse con que usted lo está esperando. Sin ánimo de ofender, a mí tampoco me hace ninguna gracia verle aquí.
– ¿Por qué iba a ofenderme? De todos modos me parece que esperaré al sheriff. -También iba a necesitar más información sobre los asesinatos de Adelaide Modine, le gustase o no a Martin. Si Catherine Demeter había ahondado en el pasado de esa mujer, también yo tendría que hacerlo, o no llegaría a entender nada acerca de la persona que andaba buscando-. También tengo que hablar con alguien sobre los asesinatos. Necesito saber más.
Martin cerró los ojos y se pasó las manos por delante en un gesto de cansancio.
– No me está escuchando -empezó a decir.
– No, es usted quien no escucha. Busco a una mujer que podría encontrarse en apuros y quizás haya pedido ayuda a alguien de aquí. Antes de marcharme, voy a averiguar si está aquí o no, aunque tenga que remover cielo y tierra en este pueblo de mala muerte, y aunque sus salvadores japoneses se asusten y se vuelvan a Tokio. Pero si me ayuda, esto puede hacerse con discreción, y en un par de días se me habrán quitado de encima.
Estábamos los dos tensos, inclinados sobre la mesa. Otros clientes nos miraban sin prestar atención a la comida de sus platos. Martin echó un vistazo alrededor y se concentró de nuevo en mí.
– Muy bien -dijo-. Casi todos los que vivían aquí entonces se han ido, han muerto, o se negarán a hablar aunque les vaya la vida en ello. Sólo hay dos que quizá sí se presten. Uno es el hijo del médico que ejercía aquí en aquellos tiempos. Se llama Connell Hyams y tiene un bufete de abogado en el pueblo. Deberá dirigirse a él personalmente.
»El otro es Watt Tyler. Su hija fue la primera víctima. Vive fuera del pueblo. Primero hablaré yo con él, y quizá le reciba. -Se levantó para marcharse-. Cuando acabe su trabajo, más vale que se vaya; no quiero volver a verle la cara nunca más, ¿entendido?
En silencio, lo seguí hacia la puerta. Se detuvo y, mientras se ponía el sombrero, se volvió hacia mí.
– Otra cosa -dijo-. He tenido unas palabras con esos chicos del bar, pero recuerde: no hay ninguna razón por la que usted vaya a despertarles especial simpatía. Para serle sincero, sospecho que muchos pensarán como ellos cuando sepan por qué ha venido. Y se enterarán. Así que ándese con pies de plomo mientras esté en el pueblo.
– Vi que uno, Gabe creo que se llama, llevaba una camiseta del Ku Klux Klan -comenté-. ¿Hay mucho de eso por aquí?
Martin hinchó los carrillos y resopló.
– No hay ninguna célula organizada del Klan, pero en un pueblo pobre los tontos siempre buscan a alguien a quien culpar de su pobreza.
– Uno en particular…, su ayudante lo llamó Clete, no parecía tan tonto.
Martin me miró por debajo del ala del sombrero.
– No, Clete no es tonto. Es concejal y dice que sólo lo sacarán de allí a punta de pistola. Darle una paliza a usted podría suponerle unos veinte o treinta votos más si tuviera intención de hacerlo. En fin, puede que en la campaña le envíe incluso una pegatina de su candidatura. Pero, en cuanto al Klan, esto no es Georgia ni Carolina del Norte, ni siquiera Delaware. No le dé excesiva importancia. Puede pagar el café.
Dejé un par de dólares junto a la caja y salí en dirección al coche, pero Martin ya había arrancado. Vi que había vuelto a quitarse el sombrero dentro del coche; sencillamente no se sentía cómodo con él. Volví a entrar en el restaurante, telefoneé a la única compañía de taxis de Haven y pedí otro café.
Pasaban de las seis cuando regresé al motel. Las direcciones del domicilio y del bufete de Connell Hyams figuraban en el listín, pero cuando pasé por su oficina, las luces estaban apagadas. Llamé a Rudy Fry al motel y me dio indicaciones para llegar a Bale's Farm Road, donde no sólo vivía Hyams sino también el sheriff Earl Lee Granger.
Conduje con cautela por las tortuosas carreteras, buscando la entrada oculta mencionada por Fry y echando algún que otro vistazo al retrovisor por si el 4 x 4 rojo daba señales de vida. No lo vi. Pasé de largo ante la entrada de Bale's Farm Road y tuve que retroceder. La señal estaba medio tapada por la maleza e indicaba un camino sinuoso e irregular invadido de matojos, que al cabo de un rato daba a una hilera de casas pequeñas pero cuidadas con jardines alargados y lo que parecía un amplio patio en la parte trasera. La vivienda de Hyams era una de las últimas, una casa de madera grande y blanca de dos pisos. Había un farol encendido junto a la mosquitera, antepuesta a una maciza puerta de roble con un montante de cristal esmerilado en forma de abanico, y una luz en el zaguán.
Cuando aparqué, un hombre de pelo cano, con una chaqueta roja de lana, una camisa a rayas sin corbata y pantalones grises, abrió la puerta interior y me observó con relativa curiosidad.
– ¿El señor Hyams? -pregunté al acercarme a la puerta.
– ¿Sí?
– Soy detective. Me llamo Parker. Deseo hablar con usted sobre Catherine Demeter.
Permaneció en silencio durante un largo rato con la mosquitera entre ambos.
– ¿Sobre Catherine o sobre su hermana? -preguntó por fin.
– Sobre las dos, supongo.
– ¿Puedo saber por qué?
– Busco a Catherine. Es posible que haya vuelto aquí.
Hyams abrió la mosquitera y se apartó para dejarme pasar. Dentro los muebles eran de madera oscura y amplias alfombras de aspecto caro cubrían el suelo. Me llevó a un despacho al fondo de la casa, donde el escritorio estaba lleno de papeles y resplandecía el monitor de un ordenador.
– ¿Le apetece una copa?
– No, gracias.
Alcanzó una copa de coñac de la mesa y me señaló una silla al otro lado antes de sentarse. Ahora lo veía con mayor claridad. Tenía un aspecto circunspecto y aristocrático, las manos largas y estilizadas, las uñas bien cuidadas. La habitación estaba caldeada, y me llegaba el olor de su colonia. Se notaba que era cara.
– Eso ocurrió hace mucho tiempo -dijo-. La mayoría de la gente preferiría no hablar del tema.
– ¿Está usted entre esa «mayoría»?
Hizo un gesto de indiferencia y sonrió.
– Tengo mi sitio en esta comunidad y desempeño un papel. He vivido aquí casi toda mi vida, excepto cuando fui a la universidad y durante una época que ejercí en Richmond. Mi padre ejerció aquí durante cincuenta años, hasta el día de su muerte.
– Era médico, según tengo entendido.
– Médico, terapeuta, asesor jurídico e incluso dentista en ausencia del dentista oficial. Hacía de todo. Los asesinatos le afectaron de manera especial. Participó en las autopsias de los cadáveres. Creo que nunca lo olvidó, ni siquiera en sueños.
– ¿Y usted? ¿Estaba por aquí cuando ocurrieron?
– Por aquel entonces trabajaba en Richmond, así que iba y venía de un sitio a otro. Yo estaba al tanto de todo, sí, pero preferiría no hablar de ello. Murieron cuatro niños, y sus muertes fueron horrendas. Mejor dejarlos descansar en paz.
– ¿Se acuerda de Catherine Demeter?
– Conocía a la familia, sí, pero Catherine era más joven que yo. Se marchó después de graduarse en el instituto, si no recuerdo mal, y creo que ya no volvió salvo para asistir a los funerales de sus padres. Hace como mínimo diez años que estuvo aquí por última vez, y después la casa de su familia se vendió. Yo supervisé la venta. ¿Por qué cree que habría de volver ahora? Aquí no le queda nada, al menos nada bueno.
– No sabría decirle. Recientemente hizo unas llamadas al pueblo y desde entonces no ha vuelto a dar señales de vida.
– Eso no significa gran cosa.
– No -admití.
Hizo girar la copa entre los dedos, observando cómo se agitaba el líquido ambarino. Tenía los labios apretados en un gesto ponderativo, pero en realidad miraba a través del cristal y me observaba a mí.
– ¿Qué puede decirme de Adelaide Modine y de su hermano?
– Puedo decirle que, desde mi punto de vista, no había ningún motivo para sospechar que eran asesinos de niños. Su padre era raro, una especie de filántropo, supongo. Cuando murió dejó casi todo su dinero inmovilizado en un fondo fiduciario.
– ¿Murió antes de los asesinatos?
– Unos cinco o seis años antes, sí. Dejó instrucciones para que los intereses del fondo se repartieran entre determinadas organizaciones benéficas a perpetuidad. Desde entonces el número de organizaciones benéficas receptoras de donativos ha aumentado considerablemente. Es mi obligación saberlo, ya que administro el fondo, con la ayuda de una pequeña comisión.
– ¿Y los hijos? ¿Quedaron bien cubiertos?
– Sí, de sobra, según tengo entendido. -¿Qué pasó con el dinero y las propiedades cuando murieron?
– El estado emprendió acciones para quedarse con las propiedades y los bienes. Las impugnamos en nombre del municipio y, al final, se llegó a un acuerdo. Las tierras se vendieron y los bienes se incorporaron al fondo, destinándose una parte a financiar nuevos proyectos urbanísticos en el pueblo. Por eso contamos con una buena biblioteca, una moderna oficina del sheriff, una escuela excelente, un centro médico de primera. Este pueblo no tiene gran cosa, pero lo poco que tiene es gracias al fondo.
– Lo poco que tiene, sea bueno o no, es gracias a la muerte de cuatro niños -repuse-. ¿Puede decirme algo más acerca de Adelaide y William Modine?
Hyams contrajo ligeramente los labios.
– Como he dicho, ha pasado mucho tiempo y preferiría no entrar en detalles. Yo apenas los conocí. Era una familia rica, y los hijos iban a un colegio privado. Pero siento decirle que no nos relacionamos mucho.
– ¿Conocía su padre a la familia?
– Mi padre trajo al mundo a William y a Adelaide. Recuerdo un detalle curioso, pero no creo que le sea de gran ayuda: Adelaide tenía un hermano gemelo que no llegó a nacer y su madre murió a causa de las complicaciones del parto poco después. La muerte de la madre sorprendió a todos. Era una mujer fuerte y autoritaria. Mi padre pensaba que nos enterraría a todos. -Tomó un largo sorbo de su copa y entornó los ojos al recordar algo-. ¿Sabe usted algo de las hienas, señor Parker?
– Muy poco -reconocí.
– Las hienas moteadas suelen tener gemelos. Las crías nacen muy desarrolladas: ya tienen pelaje e incisivos afilados. Casi invariablemente un cachorro ataca al otro, a veces estando aún en la bolsa amniótica. El resultado suele ser la muerte. Por regla general el vencedor es la hembra, y si es la hija de una hembra dominante, se convertirá en su momento en la hembra dominante de la manada. Es una cultura matriarcal. En los fetos machos de la hiena moteada el nivel de testosterona es mayor que en los adultos, y las hembras presentan características masculinas incluso en el útero. Aun en la vida adulta, resulta difícil diferenciar los sexos. -Dejó la copa-. Mi padre sentía gran afición por las ciencias naturales. El reino animal siempre lo fascinó, y le gustaba encontrar paralelismos entre el reino animal y la sociedad humana.
– ¿Y encontró uno en Adelaide Modine?
– Quizás, en cierto sentido. No le inspiraba simpatía.
– ¿Estaba usted aquí cuando murieron los Modine?
– Volví a Haven la noche antes de que se descubriese el cadáver de Adelaide Modine y estuve presente en la autopsia. Llámelo curiosidad morbosa. Y ahora discúlpeme, señor Parker, pero estoy muy ocupado y no tengo nada más que añadir.
Me acompañó a la puerta y abrió la mosquitera para dejarme salir.
– No lo veo especialmente interesado en ayudarme a encontrar a Catherine Demeter, señor Hyams.
Resopló.
– ¿Quién le ha sugerido que hable conmigo, señor Parker?
– Alvin Martin mencionó su nombre.
– El señor Martin es un agente del orden competente y escrupuloso y de gran valía para este pueblo, pero está aquí desde hace relativamente poco -explicó Hyams-. Mi reticencia a hablar se debe a una cuestión de secreto profesional. Señor Parker, soy el único abogado del pueblo. En uno u otro momento, casi todos los que viven aquí, con independencia del color de su piel, su renta o sus creencias políticas y religiosas, han pasado por mi bufete. Eso incluye a los padres de los niños que murieron. Sé bien lo que ocurrió aquí, señor Parker, más de lo que desearía y desde luego mucho más de lo que me propongo compartir con usted. Disculpe, pero aquí se acaba la conversación.
– Entiendo. Otra cosa, señor Hyams.
– ¿Sí? -preguntó con visible hastío.
– El sheriff Granger también vive en esta calle, ¿no?
– El sheriff Granger vive en la casa de al lado, a la derecha. Aquí nunca han entrado a robar, señor Parker, lo que sin duda guarda relación con eso. Buenas noches.
Se quedó ante la mosquitera cuando me alejé. Eché un vistazo a la casa del sheriff al pasar pero no se veían luces encendidas ni un solo coche en el jardín. Mientras volvía a Haven empezaron a caer gotas en el parabrisas y, cuando llegué a las afueras del pueblo, éstas se habían convertido en un aguacero torrencial. Distinguí las luces del motel entre la lluvia. Vi a Rudy Fry de pie en la puerta, mirando el bosque y la creciente oscuridad.
Cuando aparqué, Fry había vuelto a ocupar su puesto en recepción.
– ¿Qué hace aquí la gente para divertirse, aparte de intentar echar a los forasteros del pueblo? -pregunté.
Fry hizo una mueca mientras trataba de separar el sarcasmo de la esencia de la pregunta.
– Aquí no hay gran cosa que hacer salvo beber en el bar -contestó al cabo de un rato.
– Eso ya lo intenté. No me entusiasmó.
Se lo pensó un poco más. Esperé el olor a humo pero no llegó.
– Hay un restaurante en Dorien, a unos treinta kilómetros al este de aquí. Se llama Milano's. Es italiano. -Lo dijo con tono despectivo, dando a entender que no le atraía demasiado ninguna clase de comida italiana que no se presentara en una caja goteando grasa por los agujeros-. Yo nunca he comido allí.
Arrugó la nariz, como para confirmar su recelo a todo lo europeo.
Le di las gracias, fui a mi habitación, me duché y me cambié. Empezaba a cansarme de la implacable hostilidad de Haven. Si a Rudy Fry no le gustaba un sitio, ése debía de ser el sitio adonde yo quería ir. Antes de salir eché una atenta mirada al aparcamiento y poco después dejaba atrás Haven de camino a Dorien.
Dorien no era mucho mayor que Haven, pero tenía una librería y un par de restaurantes, lo que lo convertía en algo así como un oasis cultural. Compré un ejemplar mecanografiado de e.e. cummings en la librería y entré a comer en el Milano's.
Tenía manteles a cuadros rojos y blancos y velas que reproducían el Coliseo en miniatura. Estaba casi lleno y la comida tenía buena pinta. Un esbelto maître con una pajarita roja se acercó diligentemente y me acompañó hasta una mesa en un rincón donde no asustaría a los demás clientes. Saqué el ejemplar de cummings para tranquilizarlos y leí «Un lugar adonde nunca he viajado» mientras esperaba la carta, disfrutando con la cadencia y el delicado erotismo del poema.
Susan no había leído a cummings antes de conocernos y, durante los primeros días de nuestra relación, le mandé ejemplares de sus poemas. En cierto modo, dejé que cummings la cortejara por mí. Creo que incluso añadí un verso suyo a la primera carta que le envié. Al recordarlo ahora, me doy cuenta de que era tanto una plegaria como una carta de amor, una plegaria para que el tiempo la tratara con misericordia porque era preciosa.
Se acercó un camarero y, tras consultar la carta, pedí bruschetta y pasta con salsa carbonara, y agua para beber. Miré alrededor pero nadie parecía fijarse en mí. Mejor así. No había olvidado la advertencia de Ángel y Louis, ni a la pareja del 4 x 4 rojo.
La comida, cuando llegó, era excelente. Me sorprendió el apetito con que la recibí y, mientras comía, fui dándole vueltas a lo que había averiguado por mediación de Hyams y las microfichas, y recordé el atractivo rostro de Walt Tyler, rodeado por la policía.
Me pregunté asimismo por el Viajante, y enseguida lo expulsé de mi pensamiento junto con las imágenes que lo acompañaban. Luego volví al coche y regresé a Haven.
Mi abuelo decía que el sonido más aterrador del mundo era el chasquido de una escopeta de repetición al entrar el cartucho en la recámara, una bala dirigida a ti. Ese sonido me arrancó del sueño en el motel cuando subían por la escalera. En ese momento las manecillas fosforescentes de mi reloj de pulsera marcaban las tres y media. Cruzaron la puerta unos segundos después y, en el silencio de la noche, las detonaciones fueron ensordecedoras cuando dispararon una y otra vez a la cama, haciendo volar las plumas y jirones de algodón como una nube de polillas blancas.
Pero para entonces yo ya estaba de pie, pistola en mano. La puerta de comunicación entre las dos habitaciones estaba cerrada y amortiguaba un poco el ruido de los disparos; por esa misma razón ellos tampoco oyeron el sonido de la puerta del pasillo, pese a que había cesado el fuego y el duro eco de los estampidos resonaba en los oídos. La decisión de no convertirme en un blanco fácil durmiendo en la habitación asignada había sido acertada.
Salí al pasillo con un movimiento rápido, me di la vuelta y apunté. El hombre del 4 x 4 rojo estaba allí, con el cañón de una Ithaca de repetición calibre doce cerca de la cara. Incluso en la tenue iluminación del pasillo vi que no había casquillos en el suelo a sus pies. Los disparos los había realizado la mujer.
En ese momento, mientras la mujer maldecía dentro de la habitación, él se volvió hacia mí al mismo tiempo que bajaba el cañón del arma. Disparé una vez. Una rosa oscura brotó de la garganta del hombre y la sangre manó en una lluvia de pétalos sobre su camisa blanca. La escopeta cayó al suelo enmoquetado cuando se llevó las manos al cuello. Le fallaron las rodillas y se desplomó; su cuerpo se retorció como un pez fuera del agua.
El cañón de una escopeta asomó por la puerta y la mujer disparó a discreción hacia el pasillo, haciendo saltar el yeso de las paredes. Noté un tirón en el hombro derecho y un lancinante dolor me recorrió el brazo. Intenté sujetar el arma, pero se me cayó al suelo mientras la mujer seguía disparando y las letales balas silbaban por el aire y se incrustaban en las paredes.
Eché a correr por el pasillo y atravesé la puerta de la escalera de incendios. Tropecé y caí rodando justo cuando cesaron los disparos. Supe que me seguiría en cuanto comprobara que su compañero estaba muerto. Si hubiese existido la menor posibilidad de que sobreviviese, quizás habría intentado salvarlo, y salvarse también ella.
Cuando llegué al segundo piso oí sus sonoras pisadas en los peldaños. Me dolía mucho el brazo y estaba seguro de que me alcanzaría antes de que llegase a la planta baja.
Crucé la puerta y entré en el pasillo. El suelo estaba cubierto de láminas de plástico y dos escaleras de tijera se alzaban como campanarios junto a las paredes. En el aire flotaba un intenso olor a pintura y disolvente. A unos siete metros de la puerta había un pequeño hueco, casi invisible hasta que uno llegaba a él; contenía una manguera contra incendios y un pesado y anticuado extintor de agua. Cerca de mi habitación había visto un hueco idéntico. Me metí dentro y, apoyándome contra la pared, intenté controlar la respiración. Levanté el extintor con la mano izquierda y traté de sujetarlo por debajo con la derecha en un vano esfuerzo por utilizarlo como arma, pero el brazo herido, que sangraba mucho, de poco me servía, y el extintor no era lo bastante manejable para ser eficaz. Oí los pasos de la mujer, ahora más lentos, y el suave susurro de la puerta cuando entró en el pasillo. Escuché sus pisadas sobre el plástico. Sonó un ruidoso golpe cuando abrió de una patada la puerta de la primera habitación, y luego otro cuando repitió la operación en la habitación siguiente. Casi había llegado hasta mí, pese a que caminaba con sigilo, el plástico la delataba. Noté cómo la sangre me resbalaba por el brazo y goteaba de las puntas de mis dedos mientras desenrollaba la manguera y esperaba a que ella apareciese.
Cuando estaba casi a la altura del hueco, lancé la manguera como un lazo. La pesada boquilla metálica le acertó en pleno rostro y oí el crujido de un hueso. Retrocedió tambaleándose y un inocuo disparo escapó de su arma a la vez que se llevaba la mano izquierda instintivamente a la cara. Lancé de nuevo la manguera y la goma rebotó contra su mano extendida mientras la boquilla le golpeaba a un lado de la cabeza. Gimió, y yo salí del hueco tan deprisa como pude, ahora con la boquilla en la mano izquierda, y le enrollé la goma alrededor del cuello como los anillos de una serpiente.
Sujetaba con firmeza la culata de la escopeta contra el muslo e intentó deslizar la mano a lo largo del cañón para volver a cargarlo mientras la sangre de la cara le corría entre los dedos de la mano derecha. Le asesté una patada al arma y se le escapó de las manos. Apuntalándome en la pared, la sujeté firmemente contra mí, con una pierna entrelazada a la suya para que no pudiera apartarse y el otro pie sobre la manguera para mantenerla tensa. Y allí permanecimos como amantes, la boquilla caliente a causa de la sangre que se deslizaba por mi mano y la manguera alrededor de la muñeca, mientras ella forcejeaba, hasta que, por fin, cayó exhausta entre mis brazos.
Cuando dejó de moverse, la solté y se desplomó. Le desenrollé la manguera del cuello y, agarrándola por la mano, la bajé a rastras por la escalera hasta la planta baja. Al ver el color amoratado de su rostro, comprendí que había estado a punto de matarla; aun así, no quería perderla de vista.
Rudy Fry yacía en el suelo de su despacho, con sangre coagulada en la cara cenicienta y alrededor de la brecha del cráneo fracturado. Telefoneé a la oficina del sheriff y, minutos después, oí las sirenas y vi el resplandor rojo y azul de las luces girar y reflejarse en el interior del vestíbulo a oscuras; la sangre y las luces trajeron a mi memoria una vez más otra noche y otras muertes. Cuando Alvin Martin entró pistola en mano, sentía náuseas debido a la conmoción y apenas me tenía en pie. La luz roja nos quemaba los ojos como si fuera fuego.
– Es usted un hombre con suerte -dijo la doctora de respetable edad, su sonrisa reflejaba una mezcla de sorpresa y preocupación-. Unos centímetros más allá, y Alvin estaría componiéndole un panegírico.
– Seguro que habría sido digno de oírse -contesté.
Estaba sentado a una mesa de la sala de urgencias del centro médico de Haven, pequeño pero bien equipado. La herida del brazo no era grave, pero había perdido mucha sangre. Me la habían limpiado y vendado, y en la mano sana sostenía un frasco de calmantes. Me sentía como si un tren me hubiese pasado al lado rozándome.
Alvin Martin permanecía junto a mí. Wallace y otro ayudante que no reconocí montaban guardia en el pasillo frente a la habitación donde estaba la mujer. No había recobrado el conocimiento y, por lo que oí de la breve conversación entre el médico y Martin, sospechaba que había entrado en coma. Rudy Fry también seguía inconsciente, pero se esperaba que se recuperase de las heridas.
– ¿Se sabe algo de los agresores? -pregunté a Martin.
– Todavía no. Hemos enviado las fotografías y las huellas digitales al FBI. Hoy mismo mandarán a alguien de Richmond.
El reloj de la pared marcaba las 6:45. Fuera continuaba lloviendo.
Martin se volvió hacia la doctora.
– ¿Podrías dejarnos un par de minutos a solas, Elise?
– Claro. Pero no lo sometas a demasiada tensión.
Martin le sonrió cuando salía, pero, tan pronto como se volvió hacia mí, la sonrisa desapareció.
– ¿Ha venido aquí sabiendo que le habían puesto precio a su cabeza?
– Había oído rumores, sólo eso.
– A la mierda usted y sus rumores. Rudy Fry ha estado a punto de morir y yo tengo en el depósito un cadáver sin identificar con un agujero en el cuello. ¿Sabe quién contrató a esos dos?
– Lo sé.
– ¿Va a decírmelo?
– No, aún no. Tampoco voy a decírselo a los federales. Necesito que me los quite de encima durante un tiempo.
Martin casi se echó a reír.
– ¿Y por qué iba a hacerlo?
– He de terminar lo que vine a hacer. Debo encontrar a Catherine Demeter.
– ¿Este tiroteo tiene algo que ver con ella?
– No lo sé. Quizá sí, pero no entiendo qué pinta en todo esto. Necesito que usted me ayude.
Martin se mordió el labio.
– En el ayuntamiento están fuera de sí. Creen que si esto llega a oídos de los japoneses, abrirán la fábrica en White Sands antes que venir aquí. Todos quieren que usted se marche. De hecho, quieren que lo detenga, le dé una paliza y lo eche.
En la habitación entró una enfermera y Martin se calló, optando por reconcomerse en silencio mientras ella hablaba.
– Lo llaman por teléfono, señor Parker -dijo-. Un tal teniente Cole de Nueva York.
Hice una mueca de dolor al levantarme, y ella pareció compadecerse de mí. En ese momento estaba más que dispuesto a aceptar la compasión de alguien.
– Quédese ahí -añadió la enfermera con una sonrisa-. Le traeré un supletorio y pasaremos aquí la llamada.
Regresó al cabo de unos minutos con el teléfono y lo conectó a una toma de la pared. Alvin Martin permaneció allí indeciso por un momento y finalmente salió hecho una furia; me quedé solo.
– ¿Walter?
– Me ha telefoneado un ayudante del sheriff. ¿Qué ha pasado?
– Dos de ellos han intentado liquidarme en el motel. Un hombre y una mujer.
– ¿Estás malherido?
– Un rasguño en un brazo. Nada grave.
– ¿Han escapado los agresores?
– No. El hombre ha muerto. La mujer está en coma, creo. En estos momentos analizan las fotos y las huellas. ¿Alguna novedad por vuestra parte? ¿Algo sobre Jennifer?
Intenté quitarme de la cabeza la imagen de su cara, pero seguía suspendida en la periferia de mi conciencia, como una figura atisba-da con el rabillo del ojo.
– El tarro estaba limpio. Es un tarro de almacenamiento médico normal y corriente. Intentamos ponernos en contacto con el fabricante para verificar el número de serie, pero cerró en 1992. Seguiremos intentándolo, veremos si es posible acceder a archivos antiguos, pero las probabilidades son escasas. El envoltorio debe de venderse en todas las tiendas de objetos para regalo del país. Tampoco hay huellas. El laboratorio está analizando muestras de piel por si acaso. Los técnicos suponen que redirigió la llamada, sólo así puede aparecer el número de una cabina en el móvil, y no hay manera de localizarla. Te tendré informado si se descubre algo más.
– ¿Y Stephen Barton?
– Tampoco hay nada. Es tan poco lo que sé que empiezo a pensar que me equivoqué de oficio. Lo dejaron sin conocimiento de un golpe en la cabeza, como dijo el forense, y luego lo estrangularon. Probablemente lo llevaron en coche hasta el aparcamiento y lo echaron a la alcantarilla.
– ¿Los federales siguen buscando a Sonny?
– No me han llegado noticias en sentido contrario, pero supongo que la suerte tampoco está de su lado.
– Por lo que se ve, de momento la suerte no está del lado de nadie.
– La mala racha pasará.
– ¿Sabe Kooper lo que ha ocurrido aquí?
Oí en el otro extremo de la línea algo parecido a una risa ahogada.
– Todavía no. Quizá se lo diga a media mañana. Una vez que el nombre de la fundación quede al margen del asunto, no le importará, pero no sé qué opinará de que un empleado de la casa ande agrediendo a la gente por los pasillos de un motel. Dudo que se haya encontrado antes con un caso así. ¿Cuál es la situación ahí?
– Los vecinos del pueblo no me han recibido precisamente con los brazos abiertos y guirnaldas de flores. Por ahora no hay ni rastro de la chica, pero presiento que aquí pasa algo raro. No sabría explicártelo, pero tengo esa sensación.
Dejó escapar un suspiro.
– Tenme al corriente de todo. «¡Puedo hacer algo desde aquí?
– ¿Supongo que no podrás quitarme de encima a Ross?
– Imposible. No le caerías peor aunque se enterase de que te has tirado a su madre y has escrito su nombre en la pared de los lavabos de hombres. Va de camino hacia allá.
Walter colgó. Al cabo de un segundo se oyó un chasquido en la línea. Supuse que Alvin Martin era un hombre cauto. Volvió al cabo de un momento, dejó pasar tiempo suficiente para que no diese la impresión de que había estado escuchando. No obstante, había cambiado la expresión de su cara. Quizá tenía su lado positivo que hubiera oído la conversación.
– Debo encontrar a Catherine Demeter -dije-. Para eso he venido. Cuando lo consiga, me iré.
Asintió con la cabeza.
– Hace un rato le he pedido a Burns que telefoneara a unos cuantos moteles de la zona -informó-. En ninguno tienen alojado a alguien con ese nombre.
– Lo comprobé yo mismo antes de salir de Nueva York. Es posible que use un nombre falso.
– Eso he pensado. Si me da una descripción, mandaré a Burns a hablar con los conserjes.
– Gracias.
– No hago esto porque me salga del corazón, créame. Sólo quiero que se marche de aquí.
– ¿Y qué hay de Walt Tyler?
– Si tenemos tiempo, le llevaré allí más tarde.
Fue a hablar con los agentes que custodiaban a la agresora. La doctora entró de nuevo y me examinó el vendaje del brazo.
– ¿Seguro que no prefiere descansar aquí un rato? -preguntó.
Le di las gracias pero rechacé el ofrecimiento.
– En parte ya lo suponía -dijo. Señaló el frasco de calmantes-. Puede que le den sueño.
Le di las gracias por la advertencia y me los guardé en el bolsillo cuando me ayudó a ponerme la chaqueta sobre el torso sin camisa. No tenía intención de tomar los calmantes. Su expresión reveló que eso también lo sabía.
Martin me llevó a la oficina del sheriff. Habían precintado el motel y trasladado mi ropa a una celda. Me duché protegiéndome el vendaje con una bolsa de plástico y luego me quedé en un duermevela en la celda hasta que dejó de llover.
Poco después del mediodía llegaron dos agentes federales y me pidieron explicaciones de lo ocurrido. Fue un interrogatorio superficial, lo cual me extrañó hasta que recordé que el agente especial Ross tenía previsto volar a Virginia esa noche. A las cinco de la tarde, cuando Martin entró en el restaurante Haven, la mujer seguía inconsciente.
– ¿Ha sabido Burns algo de Catherine Demeter?
– Burns ha estado atendiendo a los federales desde media mañana. Dice que visitará unos cuantos moteles antes de acabar la jornada. Me informará si encuentra algún rastro. Si aún le interesa ver a Walt Tyler, será mejor que nos pongamos en marcha.
Walt Tyler vivía en una casa de madera ruinosa pero limpia; apoyado contra una de las paredes se sostenía en precario equilibrio un montón de neumáticos de coche que, según un cartel de la carretera, estaban en venta. Dispersos por la grava y el césped bien cuidado había otros artículos vendibles en mayor o menor medida, entre ellos dos cortacéspedes a medio recomponer, varios motores y piezas de motores, y unos cuantos aparatos de gimnasio oxidados, además de un juego completo de barras y pesas.
Tyler era un hombre alto, un poco cargado de espaldas, con una mata de pelo canoso. Había sido atractivo en otro tiempo, como yo ya pude ver en la fotografía del periódico, y aún se movía con garbosa agilidad, como si se negara a admitir que aquel físico bien parecido era cosa del pasado, arruinado por los quebraderos de cabeza y el incesante dolor de un padre que ha perdido a su única hija.
A Martin Alvin le dispensó un saludo bastante caluroso, pero a mí me estrechó la mano con mucha menos cordialidad y, reacio a invitarnos a entrar, propuso que nos sentásemos en el porche a pesar de la amenaza de lluvia. Tyler se sentó en una butaca de mimbre de aspecto cómodo, y Martin y yo en dos recargadas sillas metálicas de jardín, piezas sueltas de un juego más completo y también en venta, según el letrero que colgaba del respaldo de la mía.
Sin que Tyler se molestara en pedirlo, una mujer unos diez años más joven que él nos sirvió café en unas tazas limpias de porcelana. También ella había sido más hermosa en otro tiempo, aunque, en su caso, la belleza de la juventud había madurado en algo quizás aún más atractivo: la serena elegancia de una mujer para quien la vejez no entrañaba temores y en quien las arrugas alterarían su atractivo sin borrarlo. Dirigió una mirada a Tyler, y éste, por primera vez desde nuestra llegada, esbozó una ligera sonrisa. Ella se la devolvió y entró de nuevo en la casa. No volvimos a verla en el porche.
El ayudante del sheriff empezó a hablar, pero Tyler lo interrumpió con un parco gesto de la mano.
– Ya sé por qué están aquí, agente. Sólo existe una razón por la que usted traería a un desconocido a mi casa. -Me miró con severidad, y en sus ojos amarillentos y ribeteados percibí una expresión de interés, casi risueña-. ¿Es usted el tipo que se ha liado a tiros en el motel? -preguntó, y la sonrisa asomó fugazmente-. Lleva una vida apasionante. ¿Le duele el hombro?
– Un poco.
– A mí me hirieron una vez, en Corea. Una bala en el muslo. Y no es que me doliera un poco; fue un tormento.
Hizo una mueca exagerada al recordarlo y luego calló. Se oyó un trueno y el porche pareció oscurecerse durante un rato, pero aún veía a Walt Tyler con la mirada fija en mí, ahora ya sin sonreír.
– El señor Parker es detective, Walt. Fue inspector de policía -explicó Alvin.
– Busco a una persona, señor Tyler -dije-. Una mujer. Quizá la recuerde usted. Se llama Catherine Demeter. Es la hermana menor de Amy Demeter.
– Ya sabía yo que usted no era escritor. Alvin no me traería aquí… -buscó la palabra adecuada- a una de esas sanguijuelas. -Tomó su taza y se bebió el café despacio y en silencio, como si no quisiera hablar más del tema y, me dio la impresión, para pararse a considerar lo que acababa de decir-. La recuerdo, pero no ha vuelto desde la muerte de su padre, y ya han pasado diez años. No tiene ninguna razón para volver.
Esa frase empezaba a parecer un eco.
– Aun así, creo que ha vuelto, y creo que forzosamente su regreso guarda relación con lo que pasó entonces -contesté-. Usted es uno de los pocos que quedan de aquella época, señor Tyler, usted, el sheriff y uno o dos más, los únicos implicados en lo sucedido.
Supuse que hacía mucho tiempo que no hablaba de aquello en voz alta, pero tenía la certeza de que nunca transcurrían largos periodos sin que lo ocurrido volviera a sus pensamientos o sin que él lo tuviera presente de manera más o menos viva, al igual que un antiguo dolor que nunca desaparece pero a veces se olvida en medio de otra actividad y luego vuelve. Y pensé que cada vez que el dolor volvía, grababa una arruga más en su rostro, y así un hombre antes apuesto podía perder su atractivo como una magnífica estatua de mármol se descascarilla poco a poco hasta convertirse en un vago remedo de lo que fue.
– A veces aún la oigo. Oigo sus pasos en el porche por la noche, la oigo cantar en el jardín. Al principio salía corriendo cuando la oía, sin saber si estaba dormido o despierto. Pero nunca la vi. Y pasado un tiempo dejé de echar a correr, aunque aún me despertaba. Ahora ya no viene tan a menudo.
Quizás, a pesar de la luz cada vez más tenue del crepúsculo, vio algo en mi semblante que le permitió comprender. No tengo la certeza, y él no dio señales de saberlo ni de que existiera algo más entre nosotros que una necesidad de información y un deseo de contar, pero interrumpió por un momento su relato y, en ese silencio, casi nos rozamos, como dos viajeros que se cruzan en un largo y arduo camino y se ofrecen mutuo consuelo en su recorrido.
– Era mi única hija -prosiguió-. Desapareció cuando volvía del pueblo un día de otoño y nunca más la vi viva. La siguiente vez que la vi era hueso y papel y no pude reconocerla. Mi esposa, que en paz descanse, denunció la desaparición a la policía, pero durante uno o dos días nadie vino, y en ese tiempo peinamos los campos y buscamos en las casas y por todas partes. Fuimos de puerta en puerta, llamando y preguntando, pero nadie supo decirnos dónde estaba ni adónde podía haber ido. Y de pronto, tres días después de marcharse, un ayudante del sheriff se presentó aquí y me detuvo por el asesinato de mi hija. Me retuvieron durante dos días, me golpearon, me acusaron de violar y maltratar a niños. Pero yo sólo dije lo que sabía que era verdad, y al cabo de una semana me soltaron. Y mi hija nunca apareció.
– ¿Cómo se llamaba, señor Tyler?
– Se llamaba Etta Mae Tyler y tenía nueve años.
Oí el susurro de los árboles agitados por el viento y los crujidos de los listones de la casa al asentarse. En el jardín, un columpio se balanceaba. Daba la impresión de que todo se movía alrededor mientras conversábamos, como si nuestras palabras hubieran despertado algo dormido desde hacía mucho tiempo.
– Tres meses después desaparecieron otros dos niños, los dos negros, en el transcurso de una semana. Hacía frío. La gente pensó que quizá la primera niña, Dora Lee Parker, se había caído por un agujero en el hielo mientras jugaba. El hielo volvía loca a aquella criatura. Pero la buscaron en todos los ríos, dragaron todos los estanques y no la encontraron. La policía vino a interrogarme otra vez, y durante un tiempo incluso algunos vecinos me miraron con cara rafa. Sin embargo, la policía volvió a desinteresarse. Eran niños negros y no vieron razón para relacionar los dos casos.
»El tercer niño no era de Haven, sino de Otterville, a unos sesenta kilómetros. Otro negro, que se llamaba… -Se interrumpió, se llevó la palma de la mano a la cabeza y, cerrando los ojos, se apretó la frente-. Bobby Joiner -añadió en voz baja, con un leve gesto de asentimiento-. Por entonces empezaba a cundir el pánico y se envió una delegación al sheriff y al alcalde. La gente no dejaba salir de casa a los niños, sobre todo de noche, y la policía interrogó a todos los negros en kilómetros a la redonda y también a algún que otro blanco, en su mayoría pobres hombres que se sabía que eran homosexuales.
»Creo que a continuación hubo una tregua. Esa gente quería dejar pasar un tiempo para que los negros respiraran tranquilos otra vez, que se despreocuparan, pero eso no ocurrió. La situación se prolongó durante meses, hasta principios de 1970. Entonces desapareció la pequeña Demeter y todo cambió. La policía interrogó a los habitantes de kilómetros a la redonda, tomó declaraciones, organizó partidas de búsqueda. Pero nadie vio nada. Era como si la tierra se hubiera tragado a la niña.
»Las cosas pintaron peor para los negros. Al final la policía cayó en la cuenta de que podía existir alguna relación entre las desapariciones y pidió la intervención del FBI. A partir de ese momento, cualquier negro que anduviera por el pueblo de noche se exponía a ser detenido o maltratado, o las dos cosas. Pero esa gente… -Repitió esas palabras y en su voz se percibió una especie de sacudida, un gesto de horror ante el comportamiento humano-. Esa gente disfrutaba con lo que hacía y no podía parar. La mujer intentó secuestrar a un niño en Batesville, pero estaba sola y el niño forcejeó, le dio patadas, le arañó la cara y escapó. Ella lo persiguió, pero al final desistió. Sabía lo que le esperaba.
»Aquél era un niño espabilado. Describió a la mujer, recordó el modelo del coche e incluso parte de la matrícula. Pero no identificaron el coche hasta el día siguiente y entonces fueron a buscar a Adelaide Modine.
– ¿La policía?
– No, la policía no. Una muchedumbre, algunos de Haven, otros de Batesville, dos o tres de Yancey Mill. El sheriff no estaba en el pueblo cuando ocurrió y los hombres del FBI ya se habían marchado. Pero el ayudante del sheriff, Earl Lee Granger, iba con ellos cuando llegaron a la casa de los Modine, y ella no estaba. Sólo estaba allí el hermano y se encerró en el sótano, pero entraron por la fuerza.
Se quedó en silencio y oí cómo tragaba saliva en la creciente oscuridad; supe que él había estado allí.
– Dijo que no sabía dónde estaba su hermana, que no sabía nada de los niños muertos. Así que lo colgaron de una viga del techo y quedó como un suicidio. Llamaron al doctor Hyams para certificarlo, pese a que en aquel sótano el techo quedaba a cinco metros de altura y era imposible que aquel muchacho hubiera llegado hasta allí para ahorcarse a menos que fuera capaz de trepar por las paredes. Después corrió el chiste de que Modine debía de tener muchas ganas de colgarse para subir hasta allí sin ayuda.
– Pero ha dicho que la mujer estaba sola cuando intentó secuestrar al último niño -comenté-. ¿Cómo sabían que su hermano estaba implicado?
– No lo sabían, o al menos no lo sabían con seguridad. Pero ella necesitaba la ayuda de alguien para hacer lo que hizo. No es tan fácil controlar a un niño. Forcejean, dan patadas y piden ayuda a gritos. Por eso no lo consiguió la última vez, porque nadie la ayudó. Al menos eso imaginaron.
– ¿Y usted?
El porche volvía a estar en silencio.
– Yo conocía a aquel chico y no era un asesino. Era débil… y blando. Era homosexual; lo sorprendieron con otro chico en el colegio privado donde estudiaba y lo expulsaron. Mi hermana se enteró cuando limpiaba casas de familias blancas en el pueblo. Se mantuvo en secreto, aunque corrían rumores sobre él. Creo que algunos quizá sospecharon de él durante un tiempo, sólo por eso. Cuando su hermana intentó llevarse al niño…, en fin, la gente decidió que él tenía que saberlo. Y es verdad que tenía que saberlo, supongo, o como mínimo sospecharlo. No lo sé, pero…
Miró a Alvin Martin y éste le devolvió la mirada.
– Sigue, Walt. Hay cosas que yo ya sé, y no dirás nada que yo no haya pensado o adivinado.
Tyler aún parecía inquieto pero asintió, más para sí que para nosotros, y prosiguió.
– El ayudante Earl Lee sabía que el chico era inocente. Estaba con él la noche del secuestro de Bobby Joiner. Otras noches también.
Miré a Alvin Martin, que bajó la vista y asintió lentamente.
– ¿Y usted cómo lo sabía? -pregunté.
– Los vi -se limitó a contestar-. Sus coches estaban aparcados fuera del pueblo, bajo unos árboles, la noche en que se llevaron a Bobby Joiner. A veces yo paseaba por el campo, para alejarme de aquí, pese a que era peligroso dadas las circunstancias. Descubrí a lo lejos los coches aparcados, me acerqué con sigilo y los vi. El chico, Modine, estaba…, bueno, de rodillas ante el sheriff, luego se fueron al asiento trasero y el sheriff lo penetró.
– ¿Y volvió a verlos juntos después?
– En el mismo sitio, un par de veces.
– ¿Y el sheriff permitió que lo ahorcaran?
– No se atrevió a decir nada -replicó Tyler-, por si la gente se enteraba. Y se quedó de brazos cruzados mientras colgaban al chico.
– ¿Y su hermana? ¿Qué sabe de Adelaide Modine?
– A ella también la buscaron. Registraron la casa y luego las tierras, pero se había ido. Después alguien vio fuego en las ruinas de una vieja casa de East Road a unos quince kilómetros del pueblo y enseguida ardió todo. Thomas Becker almacenaba allí pintura vieja y sustancias inflamables, lejos de los niños. Y cuando se apagó el incendio encontraron un cadáver, muy quemado, y dijeron que era Adelaide Modine.
– ¿Cómo la identificaron?
Fue Martin quien contestó.
– Había un bolso cerca del cuerpo con los restos de una gran cantidad de billetes, documentos personales, extractos bancarios básicamente. En el cuerpo se encontraron joyas que se sabía que eran suyas, una pulsera de oro y diamantes que llevaba siempre. Habían sido de su madre, dijeron. Las muestras dentales también coincidían. El viejo doctor Hyams sacó su historial clínico; compartía la consulta con el dentista, pero éste no estaba en el pueblo esa semana.
»Al parecer se había escondido, quizás esperando que su hermano o alguna otra persona fuera a buscarla, y se quedó dormida con un cigarrillo en la mano. Había estado bebiendo, dijeron, tal vez para entrar en calor. Ardió toda la casa. Encontraron su coche cerca de allí, con una bolsa llena de ropa en el maletero.
– ¿Recuerda algo de Adelaide Modine, señor Tyler? ¿Algo que pudiera explicar…?
– Explicar ¿qué? -me interrumpió-. ¿Explicar por qué lo hizo? ¿Explicar por qué alguien la ayudó a hacer lo que hizo? Yo no puedo explicar cosas así, ni siquiera a mí mismo. Desde luego había algo en ella, algo muy arraigado, algo siniestro y perverso. Le diré una cosa, señor Parker: no he conocido a nadie en este mundo tan cerca de la maldad en estado puro como Adelaide Modine, y he visto a hermanos negros colgados de árboles, a los que además prendían fuego una vez colgados. Adelaide Modine era peor que la gente que ahorcó a su hermano, porque, por más que me empeñe, no le veo ninguna razón a lo que hizo. Son cosas inexplicables, a menos que uno crea en el diablo y en el infierno. Sólo así puedo explicar sus actos. Era una criatura salida del infierno.
Me quedé callado durante un rato, intentando poner en orden y sopesar lo que acababa de oír. Walt Tyler me observó mientras todo aquello pasaba por mi mente y creo que adivinó qué pensaba. No podía culparlo por no haber contado lo que sabía del sheriff y William Modine. Una acusación semejante podía costarle la vida a un hombre y no era una prueba concluyente de que William Modine no estuviese directamente implicado en los asesinatos, aunque si Tyler había juzgado bien la personalidad del chico, el perfil de éste no se correspondía con el de un asesino de niños. Pero saber que quizás alguien implicado en la muerte de su hija hubiera podido escapar debía de haberlo atormentado durante todos aquellos años.
Quedaba por contar una parte de la historia.
– Encontraron a los niños al día siguiente, justo al empezar a buscarlos -concluyó Tyler-. Un chico que había salido de caza se refugió en una casa abandonada de la finca de los Modine y su perro comenzó a arañar la puerta del sótano, que estaba en el suelo, como una trampilla. El chico abrió la cerradura de un disparo, el perro bajó y él lo siguió. Luego corrió a casa y avisó a la comisaría.
»Allí abajo había cuatro cadáveres, mi hija y los otros tres. Los… -se interrumpió y contrajo el rostro, pero no lloró.
– No es necesario que siga -dije en voz baja.
– No, tiene que saberlo -contestó. Con voz más alta, como el grito de un animal herido, prosiguió-: Debe saber qué hicieron, qué les hicieron a esos niños, a mi hija. Mi niña tenía todos los dedos rotos, aplastados, y los huesos desencajados. -Ahora lloraba sin contenerse, con las grandes manos abiertas ante él como si suplicara a Dios-. ¿Cómo pudieron hacer una cosa así, y a niños? ¿Cómo? -En ese momento se replegó en sí mismo y me pareció ver la cara de la mujer en la ventana y las yemas de sus dedos deslizarse por el cristal.
Nos quedamos con él un rato más y luego nos levantamos para marcharnos.
– Señor Tyler -dije con delicadeza-, sólo una cosa más: ¿dónde está la casa en que encontraron a los niños?
– A unos cinco o seis kilómetros de aquí carretera arriba. Allí empieza la finca de los Modine. Una cruz de piedra marca el principio del camino que lleva hasta allí. La casa prácticamente ha desaparecido. Sólo quedan unas cuantas paredes y parte del tejado. El estado quería derribarla pero algunos protestamos. Queríamos que nos recordara lo que ocurrió, así que la casa Dane sigue allí.
Nos fuimos, pero mientras bajaba los peldaños del porche, oí su voz a mis espaldas.
– Señor Parker. -Volvía a hablar con voz potente, sin que le temblara, aunque en el tono se apreciaba todavía un residuo de dolor. Me di media vuelta para mirarlo-. Señor Parker, este pueblo está muerto. Nos persiguen los fantasmas de niños asesinados. Si encuentra a Catherine Demeter, dígale que se vuelva por donde ha venido. Para ella aquí sólo hay dolor y sufrimiento. Dígaselo, ¿quiere? No deje de decírselo cuando la encuentre.
Alrededor de su abarrotado jardín se intensificó el susurro de los árboles y dio la impresión de que, más allá de donde alcanzaba la vista, donde la oscuridad era casi impenetrable, algo se movía. Siluetas que iban y venían, que bordeaban la luz de la casa, y en el aire flotaban risas infantiles.
Y luego sólo las ramas de los pinos que abanicaban la oscuridad y el tintineo hueco de una cadena entre los despojos del jardín.
En la costa de Casuarina de Papúa Nueva Guinea habita la tribu de los asmat. La forman veinte mil miembros y siembran el terror entre las tribus vecinas. En su lengua, asmat significa «la gente, los seres humanos», y al definirse como los únicos humanos, relegan a los demás al rango de no humanos, con todo lo que ello implica. Los asmat tienen una palabra para referirse a los demás: los llaman manowe. Significa los «comestibles».
Hyams no encontraba una explicación para el comportamiento de Adelaide Modine; tampoco Walt Tyler. Tal vez ella, y otros como ella, tuviera algo en común con los asmat. Tal vez también ellos consideraran a los demás menos que humanos, de modo que su sufrimiento carecía de importancia, no merecía prestarle atención excepto por el placer que proporcionaba.
Recordé una conversación con Woolrich, tras la visita a Tante Marie Aguillard. De regreso en Nueva Orleans, caminamos en silencio por Royal Street y pasamos por delante de la vieja mansión de Madame Lelaurie, donde en otro tiempo se encadenó y torturó a esclavos en la buhardilla hasta que los bomberos los encontraron y la muchedumbre expulsó a Madame Lelaurie de la ciudad. Acabamos en el Tee Eva en Magazine, donde Woolrich pidió tarta de boniato y una cerveza Jax. Trazó con el pulgar una línea en la humedad del cristal de la botella y luego se frotó el labio superior con el dedo mojado.
– La semana pasada leí un informe del FBI -dijo-. Supongo que era una conferencia a modo de «estado de la nación» sobre los asesinos en serie, sobre en qué punto nos hallamos y hacia dónde vamos.
– ¿Y hacia dónde vamos?
– Vamos al infierno, ahí es adonde vamos. Esos individuos se propagan como bacterias y este país no es más que un enorme caldo de cultivo para ellos. Según estimaciones del FBI, podrían estar cobrándose unas dos mil víctimas al año. La gente que ve los programas de Oprah y Jerry Springer, o que suscribe las opiniones del reverendo Jerry Falwell, no quiere enterarse. Leen sobre ellos en las secciones de sucesos o los ven por televisión, y eso sólo cuando atrapamos a alguno. El resto del tiempo no tienen la más remota idea de lo que pasa alrededor. -Tomó un largo trago de Jax-. En estos momentos hay al menos doscientos asesinos de este tipo en activo. Como mínimo doscientos. -Recitaba cifra tras cifra y subrayaba cada dato estadístico señalándome con la botella-. Nueve de cada diez son hombres; ocho de cada diez son blancos, y a uno de cada cinco nunca lo cogen. Nunca.
»¿Y sabes qué es lo más raro? Que en este país hay más que en ninguna otra parte. Nuestro querido Estados Unidos de América produce a esos hijos de puta como muñecos de los personajes de Barrio Sésamo. Tres cuartas partes de ellos viven y trabajan aquí. Somos el principal productor mundial de asesinos en serie. Es un síntoma de enfermedad, eso es. Estamos enfermos y débiles, y esos asesinos son como un cáncer dentro de nosotros: cuanto más deprisa crecemos, más rápido se multiplican ellos.
»Y cuantos más somos, más nos distanciamos entre nosotros. Prácticamente vivimos unos encima de otros y sin embargo nunca hemos estado tan alejados. Y de pronto aparecen estos tipos, con sus cuchillos y sus cuerdas, y resulta que aún están más alejados que los demás. Algunos incluso tienen instintos de policía. Se reconocen entre sí por el olfato. En febrero encontramos a un tipo en Angola que se comunicaba con un presunto asesino de Seattle mediante códigos bíblicos. No me explico cómo se encontraron esos dos bichos raros, pero se encontraron.
»Lo curioso es que la mayoría de ellos están aún peor que el resto de la humanidad. Son unos inadaptados, desde el punto de vista sexual, emocional, físico, lo que sea, y se desahogan con. quienes los rodean. No tienen… -agitó las manos en busca de la palabra- visión. No tienen una visión más amplia de lo que hacen. Sus actos carecen de objetivo. No son más que la manifestación de una especie de defecto fatal.
»Y sus víctimas son tan tontas que no entienden qué ocurre alrededor. Esos asesinos deberían ponernos en guardia, pero nadie presta atención y eso agranda aún más el abismo. No ven más que la distancia, pero la salvan y nos liquidan, uno a uno. Nuestra única esperanza es que, si actúan con la suficiente frecuencia, identifiquemos sus pautas de comportamiento y establezcamos un vínculo entre nosotros y ellos, un puente para salvar la distancia. -Apuró la cerveza y levantó la botella para pedir otra-. Es la distancia -continuó, dirigiendo la vista hacia la calle con la mirada perdida-, la distancia entre la vida y la muerte, el cielo y el infierno, nosotros y ellos. Han de recorrerla a fin de acercarse a nosotros lo bastante para atraparnos, pero todo se reduce a una cuestión de distancia. Les encanta la distancia.
Y a mí me parecía, mientras la lluvia azotaba la ventana, que Adelaide Modine, el Viajante y las demás personas semejantes a ellos que deambulaban por el país estaban todos unidos por esa distancia respecto a los seres humanos corrientes. Eran como los niños que torturan animales o sacan a los peces de los acuarios para verlos retorcerse y boquear en el umbral de la muerte.
Sin embargo, Adelaide Modine parecía aún peor que muchos de los otros, porque era una mujer y sus actos no sólo iban contra la ley y la moralidad y cualquier otro de los nombres que damos a los lazos comunes que nos unen y nos impiden destrozarnos unos a otros; iban también contra la naturaleza. El hecho de que una mujer mate a un niño nos provoca un sentimiento que rebasa la repugnancia y el horror. Provoca una especie de desesperación, una falta de fe en los cimientos sobre los que hemos construido nuestras vidas, ya que tenemos la firme convicción de que una mujer jamás arrebataría la vida a un niño. Del mismo modo que Lady Macbeth rogaba que se la despojara de su sexo para matar al anciano rey, también una mujer que mataba a un niño aparecía ante nuestros ojos como un ser desnaturalizado, un ser disociado de su sexo. Adelaide Modine era como la arpía nocturna de Milton, «atraída por el olor de la sangre infantil».
Para mí, la muerte de un niño es inaceptable. El asesinato de un niño equivale a la muerte de la esperanza, la muerte del futuro. Recuerdo que antes escuchaba la respiración de Jennifer, observaba el movimiento de su pecho, experimentaba una sensación de gratitud, de alivio, a cada inhalación y espiración. Cuando lloraba, la mecía entre mis brazos hasta adormecerla, esperaba a que sus sollozos se apagaran y se acompasaran con el plácido ritmo del reposo. Y cuando por fin se quedaba tranquila, me inclinaba despacio, con sumo cuidado, notando un dolor en la espalda por la tensión de la postura, y la dejaba en la cuna. Cuando me la quitaron, fue como si todo un mundo muriese, como si un número infinito de futuros llegase a su fin.
Al acercarme al motel me abrumó el peso de la desesperación. Según Hyams, él no había detectado nada en los Modine que indicase lo hondo que había anidado en ellos la maldad. Walt Tyler, si era verdad lo que decía, sólo vio esa maldad en Adelaide Modine. Ella había vivido entre aquellas personas, se había criado con ellas, quizás incluso había jugado con ellas, se había sentado a su lado en la iglesia, las había visto casarse, tener hijos, y de pronto se había encarnizado con ellas, y nadie había sospechado nada.
Creo que yo deseaba tener una facultad de la que carecía: la facultad de percibir la maldad, la capacidad de mirar los rostros de la gente en una habitación atestada y ver en ellos los indicios de depravación y corrupción. La idea me trajo a la memoria un asesinato ocurrido en Nueva York unos años antes; un chico de trece años, en un bosque, había golpeado con unas rocas a un niño menor hasta matarlo. Fueron las palabras de su abuelo las que se me quedaron grabadas. «Dios mío», dijo. «Tendría que haber podido verlo de algún modo. Tendría que haber existido algo que yo hubiese podido ver.»
– ¿Hay fotos de Adelaide Modine? -pregunté por fin.
Martin arrugó la frente.
– Puede que el expediente de la investigación incluya una. Quizás también haya algo en la biblioteca. En el sótano tienen una especie de archivo municipal, los anuarios del colegio, fotos del periódico, esas cosas. Es posible que allí haya algo. ¿Por qué lo pregunta?
– Por curiosidad. Fue la responsable de muchas de las desgracias de este pueblo, pero me resulta difícil imaginarla. Tal vez quiera ver la expresión de sus ojos.
Martin me dirigió una mirada de perplejidad.
– Puedo pedirle a Laurie que busque en los archivos de la biblioteca. Le diré a Burns que revise nuestros propios expedientes, pero podría llevar su tiempo. Están todos en cajas y el sistema de clasificación es bastante confuso. Algunos ni siquiera están ordenados por fecha. Supone mucho trabajo sólo para satisfacer su curiosidad.
– De todos modos se lo agradecería.
Martin emitió un sonido gutural, pero guardó silencio durante un rato. Cuando el motel apareció a nuestra derecha, detuvo el coche en el arcén.
– En cuanto a Earl Lee… -dijo.
– Siga.
– El sheriff es un buen hombre. Por lo que he oído, mantuvo unida a la gente del pueblo después de los asesinatos de los Modine, él, el doctor Hyams y un par de personas más. Es un hombre íntegro y no tengo queja de él.
– Si lo que ha dicho Tyler es verdad, quizá sí debería tenerla.
Martin asintió con la cabeza.
– Es una posibilidad. Si es cierto, el sheriff debe de cargar con ello en su conciencia. Es un hombre angustiado, señor Parker, angustiado por el pasado, por sí mismo. No le envidio nada excepto su fortaleza. -Abrió las manos e hizo un gesto de indiferencia-. Una parte de mí opina que usted debería quedarse y hablar con él cuando vuelva; pero otra parte de mí, la parte inteligente, me dice que lo mejor para todos será que termine su trabajo lo antes posible y se marche.
– ¿Ha tenido noticias de él?
– No. Se toma algún que otro permiso y a veces se retrasa un poco, pero no voy a echárselo en cara. Es un hombre solitario. Un hombre al que le gusta la compañía de otros hombres aquí no puede encontrar mucho consuelo.
– No -dije, contemplando el parpadeo del letrero de neón del Welcome Inn-. Supongo que no.
El aviso llegó casi en el instante en que Martin arrancó. Se había producido una muerte en el centro médico: la mujer sin identificar que había intentado matarme la noche anterior.
Cuando llegamos, dos coches patrulla obstruían la entrada del aparcamiento, y vi hablar en la puerta a los dos hombres del FBI. Martin siguió adelante, y cuando salimos del coche, los dos agentes, pistola en mano, se encaminaron hacia mí al unísono.
– ¡Calma! ¡Calma! -exclamó Martin-. Ha estado conmigo todo el tiempo. Guarden las armas.
– Vamos a retenerlo hasta que llegue el agente Ross -dijo uno de los agentes, que se llamaba Willox.
– No van a retener a nadie, no hasta que averigüe qué pasa aquí.
– Ayudante, se lo advierto, este asunto le viene grande.
En ese momento Wallace y Burns, alertados por los gritos, salieron del centro médico. En honor a la verdad, debo decir que los dos se colocaron junto a Martin en ademán de empuñar sus armas.
– Como decía, dejemos las cosas como están -repitió Martin con tranquilidad.
Dio la impresión de que los federales no iban a ceder, pero al final enfundaron sus pistolas y se apartaron.
– El agente Ross se enterará de esto -le dijo Willox a Martin entre dientes, pero éste pasó de largo.
Wallace y Burns nos acompañaron a la habitación asignada a la mujer.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Martin.
Wallace enrojeció y empezó a balbucear.
– Joder, Alvin, hemos oído alboroto fuera del centro y…
– ¿Qué clase de alboroto?
– Se ha incendiado el motor de un coche, el de una enfermera. Me ha parecido muy raro. No había nadie dentro y ella no lo había utilizado desde esta mañana. No me he separado de esta puerta más de cinco minutos. Al volver, la mujer estaba así…
Llegamos a la habitación de la mujer. A través de la puerta abierta vi su piel pálida como la cera y la sangre en la almohada junto a la oreja izquierda. Un objeto metálico, terminado en una empuñadura de madera, brillaba en la oreja. La ventana por la que había entrado el asesino aún estaba abierta; habían roto el cristal para descorrer el pestillo. En el suelo había una lámina de papel adhesivo con fragmentos de vidrio. Quienquiera que hubiese matado a la mujer se había tomado la molestia de pegarlo a la ventana antes de romper el cristal a fin de amortiguar el sonido y asegurarse de que apenas hacía ruido al caer al suelo.
– ¿Quién más ha entrado aquí, aparte de vosotros dos?
– La doctora, una enfermera y los dos federales -dijo Wallace.
La doctora ya mayor llamada Elise apareció detrás de nosotros. Se la veía nerviosa y cansada.
– ¿Qué le ha pasado a esta mujer? -preguntó Martin.
– Un objeto punzante introducido por la oreja, creo que un punzón para romper hielo, le ha perforado el cerebro. Ya estaba muerta cuando hemos llegado.
– Han dejado el punzón -musitó Martin.
– Limpio y sencillo -dije-. Nada que relacione al asesino con lo ocurrido si lo… o la… atrapan.
Martin se volvió de espaldas a mí y empezó a consultar a los otros dos ayudantes. Mientras hablaban, me alejé y fui a los servicios de hombres. Wallace me miró y, con gestos, le indiqué que teñía náuseas. Desvió la vista con expresión de desprecio. Pasé cinco segundos en los lavabos y me escabullí del centro por la puerta trasera.
Se me acababa el tiempo. Sabía que Martin intentaría sonsacarme el nombre de quién había contratado a los asesinos. El agente Ross no tardaría en llegar. En el mejor de los casos me retendría hasta obtener la información que quería, y se esfumaría toda esperanza de encontrar a Catherine Demeter. Regresé al motel, donde seguía aparcado mi coche, y salí de Haven.
El camino a las ruinas de la casa Dane era poco más que dos roderas de barro y el coche avanzaba por ellas con grandes dificultades, como si la propia naturaleza conspirase para impedir que me acercara. Volvía a llover a cántaros, y el viento y el agua unidos hacían casi inútil el limpiaparabrisas. Agucé la vista para localizar la cruz de piedra y doblé por el desvío. La primera vez pasé por delante sin verla y sólo me di cuenta de mi error cuando el camino se convirtió en una masa de barro y árboles caídos y podridos que me obligó a volver marcha atrás lentamente por donde había llegado. Por fin detecté a mi izquierda dos pequeñas columnas derruidas y, entre ellas, las paredes casi sin tejado de la casa Dane recortándose contra el cielo oscuro.
Me detuve frente a los ojos vacíos de las ventanas y la boca abierta de lo que en otro tiempo fue una puerta, con trozos del dintel esparcidos por el suelo como antiguos dientes. Saqué la pesada linterna de debajo del asiento, me apeé y, soportando el doloroso golpeteo de la lluvia en la cabeza, corrí en busca de la exigua protección que el interior de las ruinas podía ofrecer.
Había desaparecido más de medio tejado y, a la luz de la linterna, lo que quedaba se veía aún ennegrecido. Había tres habitaciones: lo que fue una cocina americana, reconocible por los restos de un hornillo antiguo en el rincón; el dormitorio principal, ahora vacío excepto por un colchón sucio rodeado de preservativos usados, esparcidos como pieles mudadas de serpiente, y una habitación más pequeña, que quizás en otro tiempo fue el cuarto de los niños pero ahora era un amasijo de madera vieja y barras de metal herrumbrosas, junto con botes de pintura dejados allí por alguien demasiado perezoso para llevarlos al vertedero municipal. Las habitaciones olían a madera vieja, fuego sofocado hacía mucho y excrementos humanos.
En un rincón de la cocina había un viejo sofá cuyos muelles asomaban a través de los podridos cojines. Formaba un triángulo con las paredes adyacentes del rincón, a las que se adherían tenazmente los restos de un descolorido papel pintado de flores. Apoyando la mano en el respaldo, enfoqué la linterna por detrás del sofá. Estaba húmedo pero no mojado, ya que parte del tejado lo protegía aún de lo peor de la intemperie.
Detrás del sofá y casi alineada con el ángulo de las paredes vi una trampilla cuadrada de un metro de lado aproximadamente. Estaba cerrada con llave y la inmundicia parecía acumulada en los resquicios. El óxido había teñido de rojo los goznes, y trozos de madera y metal cubrían casi toda su superficie.
Aparté el sofá para echar un vistazo de cerca a la trampilla y oí corretear una rata por el suelo a mis pies. Buscó refugio en la oscuridad de un rincón y se quedó inmóvil. Me agaché para examinar el candado y el pasador. Rascando con mi navaja, quité parte de la capa de suciedad que rodeaba el ojo de la cerradura. Bajo la inmundicia vi el brillo del acero nuevo. Recorrí el pasador con la hoja de la navaja dejando a la vista una línea de acero que resplandeció en la oscuridad como plata fundida. Hice la misma prueba con el gozne, pero sólo saltaron escamas de herrumbre.
Observé con mayor detenimiento el pasador. Lo que en un primer momento me pareció óxido era seguramente barniz, aplicado con esmero para crear una apariencia uniforme entre la nueva capa y la trampilla. El aspecto destartalado del pasador podía haberse conseguido fácilmente arrastrándolo atado a un coche durante un rato. Era un trabajo bien hecho, concebido como estaba para engañar sólo a parejas de adolescentes que buscaban emociones fuertes en la casa de los muertos, o a niños que se retaban a tentar a los fantasmas de otros niños desaparecidos hacía mucho tiempo.
Guardaba una palanca en el coche, pero no me apetecía enfrentarme de nuevo a la lluvia torrencial. Al recorrer la habitación con la linterna vi una barra de acero de algo más de medio metro de largo. La tomé, la sopesé, inserté el extremo en la U del candado y presioné. Por un momento me dio la impresión de que la barra iba a doblarse o romperse, pero de pronto se oyó un agudo crujido y el candado cedió. Lo desprendí, deslicé el pasador y levanté la trampilla con un lastimero chirrido de los goznes.
Del sótano emanó un intenso hedor a descomposición que me revolvió el estómago. Me tapé la boca y me aparté, pero al cabo de unos segundos estaba arrojando junto al sofá, y el olfato se me saturó con el olor de mi propio vómito y el que procedía del sótano. Cuando me recuperé y respiré aire fresco fuera de la casa, corrí al coche a por el paño de limpiar las ventanillas del salpicadero. Lo rocié con el spray antivaho que llevaba en la guantera y me lo até en torno a la boca. Al inhalar el antivaho me mareé, pero me lo guardé en el bolsillo de la chaqueta por si volvía a necesitarlo otra vez al entrar en la casa.
Aunque respiraba por la boca, notando el sabor del spray, el olor a putrefacción era insoportable. Descendí con cuidado por la escalera de madera agarrándome a la barandilla con la mano del brazo ileso y sosteniendo la linterna con la derecha, el haz de luz dirigido a mis pies. No quería pisar un peldaño roto y precipitarme a la oscuridad.
Al pie de la escalera, la luz de la linterna me mostró un destello de metal y una tela de color gris azulado. Cerca yacía un hombre corpulento de más de sesenta años, con las piernas flexionadas y las manos esposadas tras la espalda. Tenía el rostro ceniciento y una herida en la frente, un irregular orificio semejante a una oscura estrella al estallar. Por un momento, bajo el haz de la linterna, pensé que era el agujero de salida, pero al enfocar la parte posterior de la cabeza, vi la abertura del cráneo, y dentro, la materia gris en descomposición y el tótem blanco de su espina dorsal.
Probablemente habían apoyado el arma en su cabeza. La pólvora había manchado la frente, y la forma de estrella del orificio se debía a los gases que se habían expandido entre la piel y el hueso, dilatando y desgarrando la frente al estallar. La bala había tenido una salida aparatosa y se había llevado consigo casi toda la parte posterior del cráneo. La herida explicaba asimismo la peculiar postura del cuerpo: le habían disparado cuando estaba de rodillas, mirando la boca del arma al acercarse, y había caído de costado y hacia atrás al penetrar la bala. En el bolsillo interior de la chaqueta había una cartera con un carnet de conducir que lo identificaba como Earl Lee Granger.
Catherine Demeter yacía apoyada contra la pared del fondo del sótano, frente a la escalera. Casi con toda seguridad Granger la vio cuando bajó por su propio pie o le arrojaron desde la trampilla. Su cuerpo desmadejado estaba recostado contra la pared como una muñeca, con las piernas extendidas frente a ella y las manos en el suelo con las palmas hacia arriba. Una pierna se hallaba doblada en un ángulo poco natural, rota por debajo de la rodilla, y deduje que la habían empujado por la escalera del sótano y llevado a rastras hasta la pared.
Le habían disparado una sola vez a bocajarro en la cara. En torno a la cabeza, como un sangriento halo en la pared, se veían restos de sangre seca, tejido cerebral y hueso. Los dos cadáveres habían empezado a descomponerse rápidamente en el sótano, que parecía tener la longitud y la anchura de la casa.
Catherine Demeter tenía ampollas en la piel y de la nariz y los ojos se escapaban fluidos. Arañas y ciempiés correteaban por su rostro y se metían entre el pelo para dar caza a los insectos y ácaros que se cebaban ya en el cuerpo. Se oía el zumbido de las moscas. Calculé que llevaba muerta dos o tres días. Eché un rápido vistazo al sótano, pero sólo contenía fajos de periódicos podridos, unas cuantas cajas de cartón llenas de ropa vieja y un montón de tablas combadas, vestigios de vidas vividas hacía tiempo.
Al oír un ruido en el suelo sobre mi cabeza, el crujido de la madera provocado por unas cuidadosas pisadas, me di media vuelta y corrí hacia la escalera. Quienquiera que estuviese arriba me oyó, ya que apretó el paso sin preocuparse ya por el ruido que pudiera hacer. Cuando empecé a subir, me recibió el sonido de los goznes de la trampilla y vi reducirse por momentos el trozo de cielo estrellado. Dispararon dos veces a bulto por la abertura y oí el impacto de las balas contra la pared detrás de mí.
La trampilla estaba casi cerrada cuando encajé la linterna en el resquicio. Arriba se oyó un gruñido y al instante noté que alguien asestaba repetidos puntapiés a la linterna, obligándome a agarrarla con fuerza para que no se me soltara de la mano. Pese a que el extremo acampanado resistió, el hombro herido empezó a dolerme por el esfuerzo de empujar la trampilla y sujetar a la vez la linterna.
Arriba, el agresor había apoyado todo su peso en la trampilla y seguía pateando la linterna. Abajo me pareció oír el correteo de las ratas asustadas, pero ante la perspectiva de quedarme atrapado en aquel sótano, imaginé otras posibilidades. Temí que Catherine Demeter viniese hacia mí arrastrando la pierna rota por el suelo y ascendiese por los peldaños de madera, y que sus blancos dedos me agarrasen de la pierna y tirasen de mí.
Le había fallado. No había sido capaz de protegerla de un violento final en aquel sótano donde cuatro niños antes que ella habían muerto aterrorizados sin que nadie oyera sus gritos. Catherine Demeter había regresado al lugar donde pereció su hermana y, cerrando un extraño círculo, había reinterpretado una muerte que con toda seguridad había reconstruido muchas veces en su mente hasta aquel día. Momentos antes de morir consiguió una clara percepción de cómo había sido el horrendo final de su hermana. Y por tanto me haría compañía, me consolaría por mi debilidad y mi incapacidad para evitar su muerte, y yacería a mi lado mientras yo moría.
Respirando a través de los dientes apretados, el hedor de la descomposición se me antojaba una mano muerta sobre la boca y la nariz. Sentí náuseas de nuevo y reprimí el deseo de vomitar, ya que si dejaba de empujar hacia arriba por un instante, sin duda moriría en aquel sótano. Arriba, la presión cedió momentáneamente y empujé con todas las fuerzas que me quedaban. Fue un error que mi rival aprovechó al máximo. Golpeó una vez más la linterna, con mayor energía, y consiguió empujarla hacia dentro por la brecha que yo había logrado ensanchar. La trampilla se cerró como la puerta de mi tumba, y un eco burlón reverberó en las paredes del sótano. Lancé un gemido de desesperación y, en vano, volví a empujar la trampilla. De pronto arriba se oyó una explosión y la presión cedió por completo. La trampilla se levantó de golpe y, abierta de par en par, fue a caer contra el suelo.
Me lancé al exterior, me llevé la mano a la pistola bajo la chaqueta. El haz de la linterna proyectó absurdas sombras en el techo y las paredes mientras, dolorido, rodaba torpemente por el suelo.
El haz de luz enfocó al abogado Connell Hyams, apoyado contra la pared al borde de la trampilla, con la mano izquierda en el hombro herido mientras intentaba alzar su arma con la derecha. Llevaba el traje empapado y la limpia camisa blanca se le adhería al cuerpo como una segunda piel. Alumbrándolo con la linterna, extendí el otro brazo y le apunté con mi pistola.
– No -dije, pero siguió levantando el arma para disparar con una mueca de miedo y dolor en los labios.
Sonaron dos disparos. Ninguno de ellos salió del arma de Hyams. Se sacudió por el impacto de ambas balas, y apartó de mí la mirada para fijarla en algún punto por encima de mi hombro. Cuando se desplomó, yo ya estaba dándome la vuelta, siguiendo el haz de la linterna con el cañón de la pistola. A través de la ventana sin cristal, vislumbré una figura delgada y trajeada que desaparecía en la oscuridad, distinguí sus miembros como hojas de cuchillo envainadas y una cicatriz a través de sus facciones alargadas y cadavéricas.
Quizá debería haber llamado a Martin en ese momento y dejado que la policía y el FBI se ocuparan del resto. Me sentía enfermo y cansado, y me invadió una abrumadora sensación de pérdida que me desgarraba y amenazaba con acobardarme. La muerte de Catherine Demeter era como un dolor físico, así que me quedé por un momento en el suelo, frente al cuerpo sin vida de Connell Hyams, y atormentado me llevé las manos al estómago. Oí el ruido del coche cuando Bobby Sciorra se alejaba.
Eso fue lo que me impulsó a ponerme en pie. Había sido Sciorra quien mató a la asesina en el centro médico, probablemente por orden del viejo para que no revelara que Sonny la había contratado. Sin embargo no entendía por qué había matado a Hyams ni por qué me había dejado a mí con vida. Con el hombro dolorido, volví tambaleándome al coche y me dirigí hacia la casa de Hyams.
Al volante, intenté reconstruir lo que había ocurrido. Catherine Demeter había regresado a Haven en un intento de ponerse en contacto con Granger y Hyams había intervenido. Quizás había descubierto la presencia de Catherine en el pueblo por casualidad; la otra posibilidad era que alguien le hubiera informado e insistido en que no le permitiera hablar con nadie cuando llegara.
Hyams había matado a Catherine y a Granger, eso parecía claro. Por pura deducción, supuse que había estado pendiente del regreso del sheriff y lo había seguido hasta su casa. Si Hyams tenía una llave de la casa del sheriff -cosa muy probable, puesto que era vecino suyo y un ciudadano digno de confianza-, era posible que Hyams hubiera escuchado los mensajes del contestador del sheriff y, gracias a ellos, hubiera averiguado el paradero de Catherine Demeter. Ésta había sido asesinada antes de que regresara el sheriff. La prueba era que el cadáver de Granger no se hallaba en un estado de descomposición tan avanzado como el de Demeter.
Incluso era posible que Hyams hubiera borrado los mensajes, pero no podía tener la certeza de que Granger no los hubiera escuchado a distancia llamando con un teléfono por tonos. Fuera como fuese, Hyams no podía correr riesgos y actuó, quizá dejando al sheriff sin conocimiento de un golpe antes de esposarlo y trasladarlo a la casa Dane, donde ya había matado a Catherine Demeter. Probablemente se había deshecho del Dodge del sheriff o lo había llevado a otro pueblo y, de momento, lo había dejado en algún sitio donde no llamara la atención.
La elección de la casa Dane revelaba otra pieza del rompecabezas: casi con toda seguridad Connell Hyams fue el cómplice de Adelaide Modine en los asesinatos, y William Modine había sido ahorcado en lugar de él. Eso planteaba la duda de por qué se había visto obligado a actuar ahora, y pensé que también me hallaba cerca de la respuesta, aunque se trataba de una posibilidad que me revolvía el estómago.
La casa de Hyams estaba a oscuras cuando llegué. No vi ningún otro coche aparcado en las inmediaciones, pero me acerqué a la puerta pistola en mano. La idea de encontrarme con Bobby Sciorra me ponía la carne de gallina, y me temblaron las manos cuando abrí la puerta con las llaves que había encontrado en el bolsillo de Hyams.
Dentro reinaba el silencio. Con el corazón acelerado y el dedo en el gatillo de la pistola, fui de habitación en habitación. La casa estaba vacía. No había el menor rastro de Bobby Sciorra.
Atravesé el despacho de Hyams, corrí las cortinas y encendí la luz del escritorio. El acceso al ordenador estaba protegido con una contraseña, pero un hombre como Hyams sin duda guardaba copia de todos sus documentos. Aunque ni siquiera estaba seguro de qué buscaba, se trataba de algo que relacionase a Hyams con la familia Ferrera. La conexión parecía casi absurda, y estuve tentado de abandonar la búsqueda y regresar a Haven para explicárselo todo a Martin y al agente Ross. Los Ferrera podían ser muchas cosas, pero no eran cómplices de asesinos de niños.
La llave de los archivadores de Hyams estaba también en el juego. Actué deprisa, pasando por alto las carpetas de asuntos locales y otras que parecían intrascendentes o sin relación. No había carpetas con documentación de la cuenta fiduciaria, lo cual me extrañó hasta que recordé que tenía un bufete en el pueblo y se me cayó el alma a los pies. Si la documentación de la cuenta no estaba en la casa, cabía la posibilidad de que otras carpetas tampoco se encontraran allí. Si era así, la búsqueda quizá no sirviera para nada.
Al final, la conexión casi me pasó inadvertida, y sólo gracias a unas cuantas expresiones en italiano que medio recordaba me detuve y me fijé. Era un contrato de alquiler de un almacén del barrio de Flushing, en Queens, firmado por Hyams en representación de una empresa llamada Circe. El contrato tenía unos cinco años de antigüedad, y la otra parte era una compañía llamada Mancino Inc. Mancino, recordé, significaba «zurdo» en italiano. Derivaba de otra palabra que quería decir «engañoso». Era una de las bromas típicas de Sonny Ferrera: Sonny era zurdo y Mancino Inc era una de las sociedades fantasma fundadas por Sonny a principios de la década cuando aún no lo habían relegado al papel de bufón enfermizo y peligroso en el entorno de los Ferrera.
Salí de la casa y puse el coche en marcha. Cuando llegué al término municipal del pueblo, vi una furgoneta en el arcén de la carretera. En la parte trasera, dos hombres sentados bebían latas de cerveza envueltas en bolsas de papel marrón, mientras fuera un tercero permanecía apoyado contra la cabina con las manos en los bolsillos. La luz de los faros me reveló la identidad del hombre que estaba de pie, Clete, y de uno de los dos sentados, Gabe. El tercero era un hombre delgado con barba cuyo rostro no reconocí. Crucé una mirada con Clete al pasar por delante y vi que Gabe se inclinaba hacia él y le decía algo, pero Clete se limitó a levantar la mano mientras me alejaba. Bajo el haz de los faros de la furgoneta advertí que me seguía con la mirada, una sombra oscura recortada contra la luz. Casi sentí lástima por él: las probabilidades de Haven de convertirse en un Pequeño Tokio acababan de recibir el tiro de gracia.
No telefoneé a Martin hasta que llegué a Charlottesville.
– Soy Parker -dije-. ¿Está solo o hay alguien cerca?
– Estoy en mi despacho y usted está con la mierda hasta el cuello. ¿Por qué se ha fugado? Ha llegado Ross y quiere nuestras cabezas, sobre todo la suya. Oiga, cuando vuelva Earl Lee, va a organizarse una buena.
– Escúcheme. Granger ha muerto. Catherine Demeter también. Creo que los mató Hyams.
– ¿Hyams? -repitió Martin casi a voz en grito-. ¿El abogado? Usted ha perdido el juicio.
– Hyams también está muerto. -Aquello empezaba a parecer una broma de mal gusto, salvo que yo no me reía-. Ha intentado matarme en la casa Dane. Los cadáveres de Granger y Catherine Demeter están allí, en el sótano. Los he encontrado y Hyams ha intentado encerrarme dentro. Se ha producido un tiroteo y Hyams ha muerto. Hay otra persona en juego, el individuo que liquidó a la mujer en el centro médico. -No quería dar el nombre de Sciorra, al menos de momento.
Martin permaneció callado por un instante.
– Debe venir aquí. ¿Dónde está?
– Aún no he acabado. Tiene que quitármelos de encima.
– No voy a quitarle a nadie de encima. Este pueblo se está convirtiendo en un depósito de cadáveres por su culpa, y ahora es sospechoso de no sé cuántos asesinatos. Venga aquí. Ya tiene bastantes problemas.
– Lo siento, no puedo. Escúcheme. Hyams mató a Demeter para impedir que se pusiera en contacto con Granger. Creo que Hyams fue el cómplice de Adelaide Modine en los asesinatos de los niños. Si es así, si él escapó impune, también ella podría haber escapado. Hyams podría haber simulado la muerte de Adelaide. Él tenía acceso a sus muestras dentales en la consulta de su padre. Podría haber cambiado su historial por el de otra mujer, quizás una trabajadora inmigrante, quizás una mujer secuestrada en otro pueblo, no lo sé, pero algo movilizó a Catherine Demeter. Algo la impulsó a volver aquí. Sospecho que la vio. Sospecho que vio a Adelaide Modine, porque no tenía ninguna otra razón para volver, para desear ponerse en contacto con Granger después de tantos años.
Al otro lado de la línea se produjo un silencio.
– Ross parece un volcán con traje de hilo. Va tras usted. Ha conseguido la matrícula de su coche a través de la ficha del motel.
– Necesito su ayuda.
– ¿Dice que Hyams estuvo implicado?
– Sí. ¿Por qué?
– He pedido a Burns que examinara nuestros expedientes. No ha llevado tanto tiempo como me temía. Earl Lee tiene…, tenía el expediente relacionado con los asesinatos. Lo consultaba de vez en cuanto. Hyams vino a buscarlo anteayer.
– Presiento que, si lo encuentra, las fotos habrán desaparecido. Es posible que Hyams registrara la casa del sheriff para dar con él. Tenía que eliminar cualquier rastro de Adelaide Modine, cualquier cosa que pudiera vincularla con su nueva identidad.
Desaparecer no es fácil. Desde que nacemos dejamos una estela de papel, de documentos públicos y privados. En la mayoría de los casos definen qué somos ante el Estado, el gobierno, la ley. Pero hay maneras de desaparecer. Uno consigue una partida de nacimiento nueva, quizás a partir de un índice necrológico o utilizando el nombre y la fecha de nacimiento de otra persona, y le da un aspecto antiguo llevándola en el zapato durante una semana. Luego solicita el carnet de socio en una biblioteca y, a partir de ahí, obtiene una tarjeta del censo electoral. Después se dirige a la delegación de tráfico más cercana, enseña la partida de nacimiento y la tarjeta del censo, y con eso basta para tener un carnet de conducir. Es el efecto dominó, donde cada paso se basa en la validez de los documentos obtenidos en el paso previo.
La manera más fácil es adoptar la identidad de otra persona, alguien a quien nadie vaya a echar de menos, alguien con una vida marginal. Mi sospecha era que Adelaide Modine, con ayuda de Hyams, tomó la identidad de la chica que murió quemada en una casa abandonada de Virginia.
– Hay más -dijo Martin-. Existía un expediente aparte sobre los Modine. Ahí las fotos también han desaparecido.
– ¿Podría haber tenido Hyams acceso a esos expedientes?
Oí suspirar a Martin al otro lado de la línea.
– Sin duda -contestó por fin-. Era el abogado del pueblo. Todo el mundo confiaba en él.
– Vuelva a preguntar en los moteles. Estoy seguro de que encontrará los efectos personales de Catherine Demeter en alguno de ellos. Quizá contengan algo de interés.
– Oiga, tiene que volver, tiene que aclarar las cosas. Hay aquí muchos cadáveres, y su nombre está relacionado con todos. Yo ya no puedo hacer más de lo que he hecho.
– Haga lo que pueda. Yo no voy a volver.
Colgué y marqué otro número.
– Sí -contestó una voz.
– Ángel. Soy Bird.
– ¿Dónde coño te has metido? Aquí las cosas van de mal en peor. ¿Estás usando el móvil? Llámame desde un teléfono fijo.
Y volví a telefonearle unos segundos después desde un teléfono instalado junto a un supermercado.
– Unos matones del viejo han atrapado a Pili Pilar. Lo mantienen retenido a la espera de que Bobby Sciorra regrese de un viaje. Es mal asunto. Lo tienen aislado en la casa de Ferrera. A cualquiera que hable con él le pegarán un tiro en la cabeza. Sólo Bobby tiene acceso a él.
– ¿Han encontrado a Sonny?
– No, aún anda suelto por ahí, pero ahora está solo. Va a tener que rendirle cuentas de lo que sea a su viejo.
– Estoy en apuros, Ángel. -Le resumí lo ocurrido-. Voy a volver pero necesito un favor tuyo y de Louis.
– Lo que sea, tío.
Le di la dirección del almacén.
– Vigilad el sitio. Yo me reuniré allí con vosotros lo antes posible.
Ignoraba cuánto tardarían en empezar a seguirme la pista. Fui hasta Richmond y aparqué el Mustang en un garaje. Luego hice unas llamadas. Por mil quinientos dólares compré el silencio y un vuelo en avioneta desde un aeródromo privado hasta la ciudad.
– ¿Seguro que quiere que lo deje aquí? -preguntó el taxista, un hombre corpulento con el pelo lacio a causa del sudor, que le corría por las mejillas y los pliegues de grasa del cuello hasta perderse bajo el mugriento cuello de la camisa. Parecía ocupar toda la parte delantera del taxi y costaba imaginar cómo había entrado por la puerta. Daba la impresión de que había vivido y comido en el taxi durante tanto tiempo que ya no le era posible salir; el taxi era su casa, su castillo, y cabía pensar, a juzgar por el descomunal volumen de su cuerpo, que sería también su tumba.
– Seguro -contesté. -Es un barrio peligroso.
– No se preocupe. Tengo amigos peligrosos.
El almacén de vinos Morelli se encontraba entre los establecimientos de características similares que se sucedían a uno de los lados de una calle larga y mal iluminada al oeste del Northern Boulevard de Flushing. Era un edificio de obra vista, y el nombre se reducía a una sombra blanca y desconchada bajo el alero del tejado. Las ventanas estaban protegidas con tela metálica tanto en la planta baja como en los pisos superiores. No había farolas encendidas y la zona entre la verja y el edificio principal estaba prácticamente a oscuras.
En la otra acera se hallaba la entrada a un extenso apartadero lleno de depósitos de almacenamiento y contenedores ferroviarios. Dentro, el recinto estaba salpicado de charcos de agua inmunda y palés desechados. A la tenue luz de los sucios focos vi tirar de algo a un chucho tan flaco que parecía que las costillas le traspasaban la piel.
Cuando me apeé del taxi, unos faros destellaron por un instante desde el callejón contiguo al almacén. Segundos después, cuando el taxi se alejó, Ángel y Louis salieron de la camioneta Chevy negra, Ángel con una pesada bolsa de deporte a cuestas y Louis impecable con un abrigo negro de piel, un traje negro y un polo negro.
Ángel hizo una mueca al acercarse. No era difícil entender por qué. Yo llevaba el traje roto y manchado de barro y polvo después de mi encuentro con Hyams en la casa Dane. El brazo me sangraba otra vez y tenía el puño de la camisa teñido de rojo. Me dolía todo el cuerpo y estaba cansado de la muerte.
– Tienes buen aspecto -dijo Ángel-. ¿Dónde es la fiesta?
Miré en dirección al almacén de Morelli.
– Ahí dentro. ¿Me he perdido algo?
– Aquí no. Aunque Louis acaba de volver de la casa de Ferrera.
– Bobby Sciorra ha llegado hace alrededor de una hora en helicóptero -explicó Louis-. Supongo que él y Pili están manteniendo ahora una verdadera charla de amigos.
Asentí con la cabeza y dije:
– Vamos.
Una alta tapia de ladrillo rematada con pinchos y alambre de espino rodeaba el almacén. La puerta, en un punto de la tapia donde ésta se curvaba hacia el interior, también tenía alambre en lo alto y era maciza salvo por el hueco donde un sólido candado y una cadena sujetaban las dos hojas. Mientras Louis se paseaba por allí con relativa discreción, Ángel sacó de la bolsa un pequeño taladro adaptado e insertó la punta en el candado. Apretó el disparador y un agudo chirrido llenó la noche. Al instante, todos los perros de las inmediaciones empezaron a ladrar.
– Joder, Ángel, ¿has instalado un silbato en esa mierda? -protestó Louis entre dientes.
Ángel no le hizo caso y, al cabo de un momento, el candado se abrió.
Entramos y Ángel retiró el candado cuidadosamente y lo colocó en la parte interior de la verja. Volvió a poner la cadena para que, a ojos de un posible observador, pareciese bien cerrada, aunque, cosa curiosa, desde dentro.
El almacén databa de los años treinta, pero incluso entonces habría parecido funcional. Las viejas puertas a derecha e izquierda habían sido tabicadas y sólo podía accederse al edificio por delante. Incluso la salida de incendios en la parte posterior había sido soldada. Las luces de seguridad, que en otro tiempo alumbraban el patio, ahora ya no funcionaban, y las farolas no iluminaban lo suficiente como para ver en la oscuridad del almacén.
Ángel, sosteniendo en la boca una pequeña linterna y haciendo uso de un juego de ganzúas, se puso manos a la obra con la cerradura; en menos de un minuto estábamos dentro con las linternas grandes encendidas. Justo al otro lado de la puerta había una garita, que antes, cuando todavía se usaba el edificio, ocupaba probablemente un guarda de seguridad o un vigilante. Estantes vacíos cubrían las paredes y en el centro corría paralela una estantería similar, creando dos pasillos. Los estantes estaban divididos en casillas, cada una del tamaño justo para contener una botella de vino. El suelo era de piedra. Aquello había sido originalmente la zona de exposición, donde los visitantes podían examinar las existencias. Abajo, en los sótanos, se guardaban las cajas. Al fondo de la nave se alzaba una oficina sobre una plataforma, a la que se subía por una escalera de tres peldaños situada a la derecha.
Al lado de esa pequeña escalera bajaba otra más grande. Había asimismo un viejo montacargas abierto. Ángel entró y accionó la palanca. El montacargas descendió alrededor de medio metro. Lo hizo subir de nuevo, salió y me miró con una ceja enarcada.
Bajamos por la escalera. Se componía de cuatro tramos, lo equivalente a dos pisos, pero no había plantas intermedias entre la exposición y los sótanos. Al pie de la escalera encontramos otra puerta cerrada, ésta de madera con una ventana de cristal a través de la cual el haz de la linterna reveló los arcos del sótano. Me aparté para que Ángel se ocupara de la cerradura. Tardó segundos en abrir la puerta. Al entrar en el sótano, pareció asaltarlo cierto malestar, como si de pronto le pesara más la bolsa.
– ¿Quieres que te la lleve un rato? -preguntó Louis.
– Cuando esté demasiado viejo para cargar con una bolsa, tendrás que darme de comer con una pajita -contestó Ángel. Aunque en el sótano hacía frío, se lamió el sudor del labio superior.
– Ahora ya casi he de darte de comer con una pajita -masculló Louis a nuestras espaldas.
Ante nosotros se sucedía una serie de entrantes curvos, semejantes a cuevas. Cada uno estaba provisto de barrotes verticales desde el suelo hasta el techo, con una puerta en medio. Eran antiguas bodegas para almacenar vino. Estaban llenas de basura y era obvio que ya no se utilizaban. A la luz de las linternas vimos el suelo de una bodega distinto del de los otros. Era la más cercana a nosotros en el lado derecho, y el pavimento había sido levantado, quedando la tierra a la vista. La puerta estaba entreabierta.
El eco de nuestras pisadas resonó en las paredes de piedra cuando nos acercamos. Dentro el suelo estaba limpio y recién barrido. En un rincón había una mesa metálica verde con dos ranuras a los lados a través de las cuales pasaban unas correas de piel. En otro rincón se alzaba un enorme rollo de tamaño industrial de algo que parecía un envoltorio de plástico.
Adosados a la pared había dos estantes. Estaban vacíos salvo por un fardo, envuelto herméticamente en plástico, colocado contra la pared del fondo. Me aproximé a él y la luz de la linterna me mostró una tela vaquera y una camisa verde de cuadros, un par de zapatos pequeños y una mata de pelo, un rostro descolorido con la piel agrietada y tumefacta, un par de ojos abiertos de córneas lechosas y turbias. Despedía un intenso olor a descomposición, un tanto amortiguado por el plástico. Reconocí la ropa. Acababa de encontrar a Evan Baines, el niño que había desaparecido de la mansión de los Barton.
– ¡Santo Dios! -oí decir a Ángel.
Louis guardó silencio.
Me acerqué al cuerpo y examiné los dedos y la cara. Aparte de la descomposición natural, el cuerpo no presentaba lesiones y la ropa parecía intacta. Evan Baines no había sido torturado antes de morir, pero en la sien se advertía una decoloración mayor y se veía sangre seca en la oreja.
Tenía los dedos de la mano izquierda extendidos sobre el pecho, pero la pequeña mano derecha formaba un apretado puño.
– Ángel, ven. Trae la bolsa.
Se detuvo junto a mí y vi en su mirada ira y desesperación.
– Es Evan Baines -dije-. ¿Has traído las mascarillas?
Se inclinó y sacó dos mascarillas con filtro para el polvo y un frasco de loción para después del afeitado Aramis. Roció con loción las mascarillas, me entregó una y se puso la otra. Luego me dio unos guantes de plástico. Louis se quedó a cierta distancia, sin mascarilla. Ángel enfocó el cadáver con la linterna.
Cogí mi navaja y corté el plástico junto a la mano derecha del niño. A pesar de la mascarilla, el hedor se hizo más intenso y se oyó el silbido del gas acumulado al escapar.
Con el lado romo de la navaja hice palanca entre los dedos del niño para intentar abrirle el puño. La piel se rompió y se desprendió una uña.
– Mantén firme la linterna, maldita sea -dije entre dientes.
En el puño del niño veía un objeto pequeño y azul. Volví a hacer palanca, esta vez sin preocuparme por el posible deterioro en el cadáver. Tenía que saberlo. Tenía que encontrar la respuesta a lo que había ocurrido allí. Al final, el objeto se soltó y cayó al suelo. Me agaché a recogerlo y lo examiné a la luz de la linterna. Era un fragmento de porcelana azul.
Mientras yo escrutaba el fragmento de porcelana, Ángel había rastreado los rincones de la bodega con la linterna y luego había salido. Con la porcelana aún entre los dedos, oí que taladraba algo y que nos llamaba desde arriba. Subimos por la escalera y lo encontramos en una habitación pequeña, poco mayor que un armario, situada casi directamente encima de la bodega donde yacía el cuerpo del niño. Había tres vídeos conectados entre sí y colocados uno encima de otro sobre un estante; un cable delgado salía de un agujero en la parte inferior de la pared y desaparecía en el suelo del almacén. En uno de los vídeos, los segundos avanzaban inexorablemente hasta que Ángel lo paró.
– En un rincón del sótano hay un agujero minúsculo, no mucho mayor que mi uña, pero de tamaño suficiente para instalar un objetivo de ojo de pez y un sensor de movimiento -informó-. Otro cualquiera no los habría localizado a menos que supiera dónde estaban y dónde mirar. Supongo que el cable pasa por el sistema de ventilación. Alguien quería grabar lo que ocurría en esa bodega siempre que hubiese acción dentro.
Alguien, pero no quien trabajaba con los niños allí dentro. Una videocámara corriente colocada en la bodega habría proporcionado imágenes de mejor calidad. El único motivo para ocultarla era que el observador no deseara ser visto.
En la habitación no había monitor, así que el responsable de aquello o bien quería ver las cintas cómodamente en su casa, o quería asegurarse de que quien las recogiera no pudiese comprobar lo que contenían antes de entregarlas. Conocía a mucha gente capaz de concebir una cosa así, y Ángel también, pero tenía en mente a una persona en particular: Pili Pilar.
Regresamos al sótano. Saqué la pala plegable de la bolsa de Ángel y empecé a cavar. No tardé en topar con algo blando. Cavé a lo ancho y luego comencé a apartar la tierra escarbando, ayudado por Ángel, que usaba una paleta de jardinería. Descubrimos un envoltorio de plástico, y a través de él, apenas discernible, vi piel pardusca y arrugada. Retiramos el resto de la tierra hasta que el cadáver del niño quedó a la vista, encogido en posición fetal con la cabeza escondida bajo el brazo izquierdo. Pese a la descomposición, advertimos que los dedos estaban rotos; sin embargo, era imposible saber si se trataba de un niño o de una niña a menos que lo moviéramos.
Ángel recorrió poco a poco con la mirada el suelo del sótano, y yo le adiviné el pensamiento. Probablemente era aún peor de lo que él imaginaba. Aquel niño había sido enterrado a apenas quince centímetros bajo tierra, lo cual significaba casi con toda seguridad que había otros debajo. Aquella bodega había estado utilizándose durante mucho tiempo.
Louis entró en la bodega y se llevó un dedo a los labios. Echó un vistazo al niño y luego señaló sobre nosotros con la mano derecha. Permanecimos inmóviles, casi sin respirar, y oí unas tenues pisadas en la escalera. Ángel retrocedió hasta los estantes, se ocultó en las sombras y apagó la linterna. Louis ya había desaparecido cuando yo me puse en pie. Me dirigí hacia la puerta para apostarme al otro lado y, cuando me disponía a sacar la pistola, una linterna me enfocó la cara. Bobby Sciorra se limitó a decir:
– No.
Retiré la mano despacio. Se había movido con asombrosa rapidez. Salió de la oscuridad con la temible Five-seveN en la mano derecha y la linterna dirigida hacia mí, luego se acercó a la puerta abierta. Se detuvo a unos tres metros de mí y vi el brillo de sus dientes cuando sonrió.
– Estás muerto -dijo-. Tan muerto como los niños de esa bodega. Iba a matarte en aquella casa, pero el viejo te quería vivo, a menos que no hubiera otra opción, y acabo de quedarme sin opciones.
– Sigues haciendo el trabajo sucio a Ferrera -repuse-. Incluso tú deberías tener escrúpulos ante una cosa así.
– Todos tenemos nuestras flaquezas. -Hizo un gesto de indiferencia-. Sonny es miope. Le gusta mirar, ¿sabes? Con esa polla fláccida que tiene, no puede hacer otra cosa. Es un enfermo de mierda, pero su papá lo adora y ahora su papá quiere hacer limpieza.
Así pues, fue Sonny Ferrera quien había grabado los martirios de aquellos niños, quien había estado mirando cómo Hyams y Adelaide Modine los torturaban hasta matarlos, con el eco de sus gritos en las paredes, mientras el ojo mudo e imperturbable de la cámara lo registraba todo para reproducirlo en su sala de estar. Sabía quiénes eran los asesinos, los había visto matar una y otra vez, y sin embargo no hizo nada porque le gustaba lo que veía y no quería ponerle fin.
– ¿Cómo se enteró el viejo? -pregunté, pero ya conocía la respuesta. Ahora ya sabía qué contenía el coche cuando Pili se estrelló con él, o creía saberlo. Resultó que estaba tan equivocado a ese respecto como en todo lo demás.
Se produjo un leve movimiento en el rincón de la bodega, y Sciorra reaccionó con agilidad felina. Retrocedió y el haz de su linterna se ensanchó al mismo tiempo que dejaba de encañonarme a mí y, con toda precisión, apuntaba hacia el rincón.
La luz enfocó la cabeza inclinada de Ángel, que en ese instante alzó la vista, miró a Bobby Sciorra a los ojos y sonrió. Tras un momentáneo desconcierto, Sciorra abrió la boca al tomar conciencia lentamente de lo que ocurría. Empezó a darse la vuelta para intentar localizar a Louis, pero la oscuridad pareció cobrar vida alrededor de él, entonces abrió los ojos de par en par al darse cuenta demasiado tarde de que había llegado la hora de su muerte.
A la luz de la linterna se vio el brillo de la piel de Louis y la blancura de sus ojos mientras aferraba con la mano izquierda la mandíbula de Sciorra. Sciorra pareció tensarse y sacudirse en un espasmo, sus ojos desorbitados de dolor y miedo. Se irguió de puntillas y extendió los brazos a los lados. Lo recorrió una violenta convulsión, luego otra, y finalmente el aire pareció escapar de él, y sus brazos y su cuerpo quedaron exánimes; sin embargo, la cabeza permaneció rígida, con los ojos muy abiertos y la mirada fija. Louis retiró la larga y fina hoja de la nuca de Sciorra y lo empujó hacia delante. Cayó de bruces a mis pies, y su cuerpo se estremeció repetidas veces hasta que dejó de moverse. Ángel salió de la oscuridad de la bodega detrás de mí.
– Siempre he detestado a este espectro de mierda -comentó contemplando el diminuto orificio en la base del cráneo de Sciorra.
– Sí -convino Louis-. Ahora me gusta mucho más. -Me miró-, ¿Qué hago con él?
– Déjalo ahí. Dame las llaves de su coche.
Louis registró el cuerpo de Sciorra y me lanzó las llaves.
– Es un pez gordo. ¿Traerá esto problemas?
– No lo sé. Ya me ocuparé yo. Quedaos por aquí. En algún momento avisaré a Cole. Cuando oigáis las sirenas, desapareced.
Ángel se agachó y, con cuidado, recogió del suelo la Five-seveN levantándola con la punta de un destornillador.
– ¿Vamos a dejar esto aquí? -preguntó-. Lo que decías era verdad, es un arma impresionante.
– Se queda aquí -dije. Si no me equivocaba, el arma de Bobby Sciorra era el nexo entre Ollie Watts, Connell Hyams y la familia Ferrera, el nexo entre un asesinato de niños en serie que se había prolongado durante treinta años y una dinastía de la mafia que era el doble de antigua.
Pasé sobre el cadáver de Sciorra y salí raudo del almacén. Su Chevy negro estaba aparcado en el patio, con el maletero orientado hacia el almacén, y la verja tenía el candado echado. Se parecía mucho al coche desde el que habían eliminado al asesino de Ollie Watts, el Gordo. Abrí la verja y abandoné el almacén Morelli y después Queens. Queens, un revoltijo de almacenes y cementerios.
Y a veces las dos cosas al mismo tiempo.
Ya me encontraba cerca, cerca de un final, una especie de conclusión. Estaba a punto de presenciar el cese de algo que venía sucediendo desde hacía más de tres décadas y se había cobrado la vida de suficientes niños para llenar las catacumbas de un almacén abandonado. Pero fuera cual fuese el resultado, no bastaba para explicar lo ocurrido. Habría un final. El caso se cerraría. Pero no habría solución.
Me pregunté cuántas veces al año había viajado Hyams a la ciudad con su impecable traje de abogado, cargado con una bolsa de viaje cara pero discreta, dispuesto a destrozar a otro niño. Cuando subía al tren ante el revisor, o sonreía a la chica del mostrador de facturación de la compañía aérea, o pasaba ante la mujer del peaje en su Cadillac, cuyo interior olía a tapicería de piel, ¿había algo en su rostro que los indujera a pararse a pensar, a reconsiderar el juicio que se habían formado con respecto a aquel hombre cortés y reservado, de cuidado cabello gris y traje clásico?
Y me pregunté también por la identidad de la mujer que había muerto quemada en Haven hacía muchos años, ya que no era Adelaide Modine.
Recordé que Hyams me dijo que había vuelto a Haven el día antes de hallarse el cuerpo. No era difícil deducir la sucesión de acontecimientos: la llamada de Adelaide Modine, presa del pánico; la selección de una víctima idónea a partir de los historiales médicos del doctor Hyams; la sustitución de las muestras dentales para que coincidieran con las del cadáver; la colocación de las joyas y la cartera junto al cuerpo, y el parpadeo de las primeras llamas, el olor a cerdo asado cuando el cuerpo empezó a arder.
Y, a continuación, Adelaide Modine desapareció en las tinieblas para hibernar, para dejar pasar un tiempo durante el cual reinventarse a fin de continuar con los asesinatos. Era como una araña negra en la esquina de su tela, que se abalanzaba sobre su víctima cuando ésta entraba en su área de influencia y entonces la envolvía en plástico. Había actuado con entera libertad durante treinta años, mostrando una cara al mundo y otra muy distinta a los niños. Era un personaje que sólo veían los más pequeños, un coco, la criatura que esperaba agazapada en la oscuridad mientras el mundo dormía.
Me parecía ver su rostro. Asimismo, me parecía comprender por qué Sonny Ferrera se había convertido en blanco de la persecución de su propio padre, por qué Bobby Sciorra me había seguido la pista hasta Haven, por qué Ollie Watts, el Gordo, había huido temiendo por su vida y habían muerto a tiros en una calle mojada bajo el sol de finales del verano.
Las farolas destellaban como fogonazos de pistola. Aferrado al volante, vi que tenía las uñas sucias y me asaltó un deseo casi irresistible de parar en una gasolinera para limpiármelas, para hacerme con un cepillo de púas y restregarme la piel hasta que me sangrara, arrancando todas las capas de inmundicia y muerte que parecían haberse adherido a mí en las últimas veinticuatro horas. Noté un sabor a bilis en la boca y tragué saliva con insistencia, concentrándome en la carretera, en las luces del coche de delante y, sólo una o dos veces, en la descuidada disposición de las estrellas en el firmamento negro.
Cuando llegué a casa de Ferrera, la verja estaba abierta y no se veía rastro de los federales que vigilaban la mansión la semana anterior. Entré con el coche de Bobby Sciorra por el camino de acceso y lo aparqué en la penumbra bajo unos árboles. Me dolía mucho el hombro y un nauseabundo sudor manaba de mi cuerpo.
La puerta de la casa estaba entornada y vi que dentro iban de un lado a otro varios hombres. Bajo una de las ventanas de la parte delantera había una figura con traje oscuro sentada apoyando la cabeza entre las manos y la automática abandonada a su lado. Casi estaba ante él cuando me vio.
– Tú no eres Bobby -dijo.
– Bobby está muerto.
Asintió con la cabeza con gesto abstraído, como si aquello fuera previsible. A continuación se puso en pie, me registró y me quitó la pistola. Dentro de la casa, hombres armados conversaban en voz baja en las esquinas. Se respiraba un ambiente fúnebre, de consternación apenas contenida. Lo seguí hasta el despacho del viejo. Dejó que yo mismo abriese la puerta, mientras él permanecía detrás.
Sangre y materia gris salpicaban el suelo y una mancha de color negro rojizo se extendía por la tupida alfombra persa. La sangre empapaba también los pantalones marrones del viejo mientras acunaba la cabeza de su hijo en el regazo. Con los dedos de la mano izquierda teñidos de rojo jugueteaba con el cabello ralo y lacio de Sonny. Una pistola pendía lánguidamente de la mano derecha, apuntando al suelo. Sonny tenía los ojos abiertos y en sus oscuras pupilas vi reflejada la luz de una lámpara.
Supuse que había disparado contra Sonny mientras tenía su cabeza en el regazo, mientras su hijo le suplicaba de rodillas… ¿Qué? ¿Ayuda, clemencia, perdón? Sonny, con sus ojos de perro loco, vestía un traje de color crema de mal gusto y una camisa con el cuello desabrochado, e incluso en el momento de morir iba cargado de oro. El viejo mantenía un semblante severo e inflexible, pero, cuando se volvió a mirarme, detecté en sus ojos culpabilidad y desesperación; eran los ojos de un hombre que se había quitado la vida en el momento de quitársela a su hijo.
– Sal -ordenó el viejo con voz baja pero clara, ya sin mirarme.
Una suave brisa sopló a través de las contraventanas del jardín, arrastrando consigo pétalos y hojas y la inequívoca conciencia de que todo había terminado. Había aparecido una figura, uno de sus propios hombres, un soldado de cierta edad cuyo rostro reconocí aunque ignoraba su nombre. El anciano levantó la pistola y le apuntó con mano trémula.
– ¡Sal! -bramó, y esta vez el soldado se movió y entornó las contraventanas de forma instintiva al marcharse.
La brisa volvió a abrirlas y el aire de la noche comenzó a adueñarse de la habitación. Ferrera mantuvo el arma dirigida hacia allí durante unos segundos más y por fin su brazo flaqueó y cayó. Con la mano izquierda, que se había parado de golpe al aparecer el otro hombre, siguió acariciando metódicamente el cabello de su hijo muerto con la monotonía delirante y balsámica de un animal enjaulado dando vueltas en su reducido espacio.
– Es mi hijo -dijo, con la vista fija en el pasado que fue y en el futuro que podía haber sido-. Es mi hijo pero algo falla en él. Está enfermo. Está mal de la cabeza, mal por dentro.
Yo no tenía nada que decir. Callé.
– ¿Qué hace aquí? -preguntó-. Todo ha terminado. Mi hijo está muerto.
– Mucha gente ha muerto. Los niños… -repuse, y una fugaz mueca de dolor asomó en la cara del viejo-. Ollie Watts.
Sin pestañear, movió la cabeza despacio en un gesto de negación.
– Maldito Ollie Watts. No tendría que haberse fugado. Cuando se fugó, lo supimos. Sonny lo supo.
– ¿Qué supieron?
Creo que si hubiera entrado en el despacho unos minutos después, el viejo me habría mandado matar al instante o me habría matado él mismo. En lugar de eso, parecía buscar en mí una manera de desahogarse. Se me confesaría, descargaría su conciencia, y ésa sería la última vez que hablaría.
– Que había mirado dentro del coche. No debería haber mirado. Tendría que haberse marchado.
– ¿Qué vio? ¿Qué encontró en el coche? ¿Cintas de vídeo? ¿Fotos?
El viejo cerró los ojos con fuerza pero no pudo sustraerse a lo que había visto. Las lágrimas brotaron de las comisuras de los arrugados párpados y resbalaron por sus mejillas. Sus labios formaron mudas palabras: no, no, más, peor. Cuando volvió a abrir los ojos, estaba muerto por dentro.
– Cintas. Y un niño. Había un niño en el maletero del coche. Mi hijo, mi Sonny, mató a un niño.
Se volvió para mirarme otra vez, pero ahora el rostro no paraba de moverse, casi le temblaba, como si su cabeza no pudiera asimilar la atrocidad de lo que había visto. Aquel hombre, que había matado y torturado y que había ordenado a otros matar y torturar en su nombre, había encontrado en su propio hijo una oscuridad indescriptible, un lugar sin luz donde yacían niños asesinados, el corazón negro de todo lo muerto.
A Sonny ya no le había bastado con mirar. Había visto el poder que tenían aquellas dos personas, el placer que extraían de arrancar la vida lentamente a los niños, y quería experimentarlo también.
– Le dije a Bobby que me lo trajera, pero se escapó, se escapó en cuanto oyó lo de Pili. -Adoptó una expresión más severa-. Entonces ordené a Bobby que los matara a todos, a todos los demás, del primero al último. -Y de pronto dio la impresión de que hablaba de nuevo con Bobby Sciorra, rojo de ira-. Destruye las cintas, encuentra a los niños, averigua dónde están y luego escóndelos donde nunca los encuentren. Échalos al fondo del mar si puedes. Quiero que sea como si nunca hubiera ocurrido. Nunca ha ocurrido. -En ese momento pareció recordar dónde estaba y qué había hecho, al menos por un instante, y reanudó sus caricias-. Y entonces apareció usted buscando a la chica, haciendo preguntas. ¿Cómo iba a saberlo la chica? Le permití ir tras ella para alejarlo de aquí, para alejarlo de Sonny.
Pero Sonny había arremetido contra mí mediante sus asesinos a sueldo, y éstos habían fracasado. El fracaso obligó a su padre a tomar cartas en el asunto. Si la mujer sobrevivía y prestaba declaración, Sonny se vería acorralado de nuevo. Por tanto envió a Sciorra y la mujer murió.
– Pero ¿por qué mató Sciorra a Hyams?
– ¿Cómo?
– Sciorra mató a un abogado de Virginia, un hombre que intentaba matarme. ¿Por qué?
Ferrera me miró unos instantes con recelo y levantó el arma.
– ¿Lleva un micrófono?
Con expresión de hastío, negué con la cabeza y, dolorido, me abrí de un tirón la camisa. Bajó otra vez la pistola.
– Lo reconoció después de verlo en las cintas. Por eso le encontró a usted en aquella casa vieja. Bobby atravesaba el pueblo en su coche y de pronto se cruzó con ese tipo, que iba en sentido contrario y era el del vídeo, el tipo que… -se interrumpió de nuevo y se pasó la lengua por dentro de la boca, como si intentara producir saliva suficiente para seguir hablando-. Tenían que borrarse todos los rastros, todos.
– Pero ¿sin liquidarme a mí?
– Quizá debería haberlo matado también a usted cuando tuvo la oportunidad, hicieran lo que hiciesen después sus amigos de la policía.
– Debería -afirmé-. Ahora está muerto.
Ferrera parpadeó.
– ¿Lo ha matado usted?
– Sí.
– Bobby era un hombre de peso. ¿Sabe qué significa eso?
– ¿Sabe usted qué hizo su hijo?
Permaneció en silencio por un momento, como si la desproporción del crimen de su hijo lo asaltara una vez más, pero cuando volvió a hablar, aprecié en su voz una furia apenas reprimida y supe que mi tiempo con él se acababa.
– ¿Quién es usted para juzgar a mi hijo? Se cree que porque perdió a su hija es ya el santo patrón de los niños muertos. Váyase a la mierda. He enterrado a dos de mis hijos y ahora…, ahora he matado al único que me quedaba. No me juzgue. No juzgue a mi hijo. -Volvió a levantar la pistola y me apuntó a la cabeza-. Todo ha terminado.
– No. ¿Quién más aparecía en las cintas?
Parpadeó. La sola mención de las cintas era para él como una brutal bofetada.
– Una mujer. Ordené a Bobby que la encontrara y la matara también.
– ¿Y lo hizo?
– Bobby está muerto.
– ¿Tiene las cintas?
– Ya no existen. Ordené quemarlas todas. -Se interrumpió, como si volviera a recordar dónde estaban, como si las preguntas le hubieran apartado momentáneamente de la realidad de lo que había hecho y de la responsabilidad por las acciones de su hijo, por sus crímenes, por su muerte-. Váyase. Si vuelvo a verlo, será hombre muerto.
Nadie se interpuso en mi camino cuando me marché. Mi pistola estaba en una pequeña mesa junto a la puerta de entrada y aún conservaba las llaves del coche de Bobby Sciorra. Mientras me alejaba, observé la casa por el retrovisor; parecía en paz y en silencio, como si nada hubiera ocurrido.
Después de la muerte de Jennifer y Susan, cuando me despertaba cada mañana de mis extraños y trastornados sueños, por un momento tenía la sensación de que todavía estaban cerca de mí, mi mujer plácidamente dormida a mi lado, mi hija rodeada de juguetes en su habitación. Durante un instante aún vivían y yo experimentaba sus muertes como una nueva pérdida cada vez que despertaba, de modo que no sabía con certeza si era un hombre saliendo de un sueño de muerte o un soñador entrando en un mundo de pérdida, un hombre soñando con la desdicha o un hombre despertando a un profundo dolor.
Y en medio de todo eso me acompañaba el constante pesar de no haber conocido realmente a Susan hasta que se fue, y de amar a un espectro en la muerte como la había amado en vida.
La mujer y el niño estaban muertos, otra mujer y otro niño en un ciclo de violencia y desintegración que parecía irrompible. Lloraba la muerte de una joven y un muchacho a quienes no había conocido en vida, de quienes apenas sabía nada, y a través de ellos lloraba la muerte de mi esposa y de mi hija.
La verja de la mansión de los Barton estaba abierta; o bien alguien había entrado y planeaba salir enseguida, o bien alguien acababa de salir. No había más coches a la vista cuando aparqué en el camino de grava y me encaminé hacia la casa. Se veía luz a través del montante de cristal de la puerta. Llamé al timbre dos veces, pero nadie atendió, así que me acerqué a una ventana y eché un vistazo.
La puerta del vestíbulo estaba abierta, y por el resquicio vi las piernas de una mujer, un pie descalzo y el otro aún con un zapato negro colgando de los dedos. Tenía las piernas desnudas hasta lo alto de los muslos, donde el extremo de un vestido negro le cubría aún las nalgas. El resto del cuerpo quedaba oculto. Rompí el cristal con la culata de la pistola y esperé a que saltara una alarma, pero no hubo más sonido que el tintineo del cristal al caer al suelo.
Con cuidado, introduje la mano para descorrer el pasador y entré. La habitación estaba iluminada por las lámparas del vestíbulo. Noté que la sangre me palpitaba con fuerza en las venas, pude oírla junto al oído al abrir más la puerta, percibí el cosquilleo en las yemas de los dedos cuando entré y miré el cuerpo de la mujer.
Vi la piel de las piernas veteada de venas azules y la carne de los muslos un poco blanda y salpicada de hoyuelos. Le habían golpeado brutalmente la cara, y mechones de cabello gris se adherían a la carne desgarrada. Tenía los ojos abiertos y la boca oscurecida por la sangre. Dentro le quedaban sólo las raíces de los dientes; apenas podía reconocerse. Sólo el collar de oro con esmeraldas, el esmalte de uñas rojo intenso y el sencillo pero caro vestido de De la Renta indicaban que era el cuerpo de Isobel Barton. Le palpé el cuello; no tenía pulso -tampoco esperaba encontrárselo-, pero aún estaba caliente.
Entré en el despacho donde nos entrevistamos y comparé el fragmento de porcelana que había retirado de la mano de Evan Baines con el perro azul de porcelana de la repisa de la chimenea. El dibujo coincidía. Imaginé que Evan, cuando se descubrió el daño, había sufrido una muerte rápida a manos de Adelaide Modine en un arrebato de cólera por la pérdida de una reliquia familiar.
Desde la cocina, al otro lado del vestíbulo, me llegó una irregular sucesión de chasquidos y un ligero olor a quemado, como si hubieran dejado un cazo al fuego demasiado tiempo. Junto a éste, casi imperceptible hasta el momento, se notaba un leve tufo a gas. No se veía luz en el contorno de la puerta cerrada cuando me acerqué, pero el olor acre se hizo más evidente, más intenso, y el tufo a gas más fuerte. Abrí la puerta con cuidado y me aparté. Apoyé el dedo en el gatillo suavemente, pero mientras notaba la presión, estaba convencido de que el arma era inútil si había una fuga de gas.
Dentro no se produjo el menor movimiento, pero allí el olor era muy penetrante. Los extraños e irregulares chasquidos eran más sonoros, y los acompañaba un grave zumbido. Respiré hondo y me abalancé hacia el interior, intentando fijar la mira de mi inútil pistola en cualquier cosa que se moviera.
La cocina estaba vacía, la única claridad procedía de las ventanas, el pasillo y los tres grandes hornos microondas industriales colocados uno al lado del otro. A través de las puertas de cristal vi su luz azulada bañar diversos objetos de metal en el interior: cazos, cuchillos, tenedores, sartenes, y todos despedían chispas de color azul plateado. La cabeza empezó a darme vueltas a causa del olor a gas a la vez que aumentaba el ritmo de los chasquidos. Eché a correr. Ya había abierto la puerta de entrada cuando se produjo un sordo estampido en la cocina, seguido de una segunda detonación más potente, y de pronto me vi volando por los aires debido a la fuerza de la explosión, que me lanzó hasta el camino de grava. Se oyó ruido de cristales rotos y el jardín se iluminó cuando la casa estalló en llamas a mis espaldas. Tambaleándome en dirección al coche noté el calor del fuego y vi cómo éste se reflejaba en las ventanillas.
En la verja de la mansión de los Barton brillaron brevemente unas luces de freno y a continuación un coche dobló hacia la carretera. Adelaide Modine cubría su rastro antes de desaparecer otra vez en las tinieblas. La casa ardía y las llamas escapaban del interior para trepar por las fachadas como apasionados amantes en el momento en que salí a la carretera y seguí aquellas luces que se alejaban rápidamente.
Bajó a gran velocidad por la tortuosa Todt Hill Road, y en el silencio de la noche oí los chirridos de sus frenos al tomar las curvas. La alcancé a la altura de Ocean Terrace cuando se dirigía hacia la autovía de Staten Island. A la izquierda había una empinada pendiente densamente poblada de árboles, y al pie de ésta discurría Sussex Avenue. Fui ganando terreno, me metí en el arcén en Ocean y la embestí con violencia hacia la izquierda. El Chevy, con su peso, desplazó poco a poco hacia la cuneta opuesta al BMW, cuyos cristales ahumados me impedían ver el interior. Ante mí, vi cómo Todt Hill Road giraba con brusquedad a la derecha y viré para ceñirme a la curva justo en el momento en que las ruedas delanteras del BMW salían de la carretera y el coche se precipitaba por el terraplén.
El BMW se deslizó sobre basura y rocalla, chocó con dos árboles y se detuvo a media pendiente al topar contra la silueta oscura de un haya joven. El árbol, parcialmente desarraigado, se ladeó y, al final, las ramas fueron a apoyarse en precario equilibrio contra el tronco de otro árbol situado más abajo.
Paré en el arcén, sin apagar los faros, y corrí cuesta abajo, valiéndome del brazo ileso para sujetarme y no resbalar sobre la hierba.
Cuando me aproximaba al BMW, se abrió la puerta del conductor y la mujer que en realidad era Adelaide Modaine salió tambaleándose. Con una enorme brecha en la frente y el rostro manchado de sangre, allí en medio del bosque y las hojas, bajo la cruda luz procedente de los faros, semejaba una criatura misteriosa y salvaje, vestida con una indumentaria poco apropiada de la que se despojaría para volver a su feroz estado natural. Iba un poco encorvada, con la mano en el pecho allí donde se había golpeado con el volante, y se irguió con visible dolor cuando me acerqué.
Pese a ello, la maldad brillaba en los ojos de Isabel Barton. Brotó sangre de su boca cuando la abrió; vi que se palpaba algo con la lengua y a continuación escupió al suelo un diente ensangrentado. Advertí una expresión de astucia en su rostro, como si, incluso en esas circunstancias, buscara una manera de escapar.
Aún quedaba maldad en ella, una depravación que iba más allá de la limitada ferocidad de una bestia acorralada. Creo que estaba lejos de comprender conceptos como justicia, derecho, recompensa. Vivía en un mundo de dolor y violencia donde matar niños, torturarlos y mutilarlos era para ella tan normal como respirar. Sin eso, sin los gritos ahogados y las inútiles contorsiones de la desesperación, la existencia carecía de sentido y llegaría a su fin.
Me miró y casi pareció sonreír.
– Capullo -dijo con desprecio.
Me pregunté cuánto sabía o había sospechado la señorita Christie antes de morir en aquel vestíbulo. No lo suficiente, sin duda.
Estuve tentado de matar a Adelaide Modine allí mismo. Matarla sería erradicar una parte de la siniestra maldad que se había llevado la vida de mi hija junto con las de los niños del sótano, la misma maldad que había engendrado al Viajante, a Johnny Friday y a un millón de individuos como ellos. Yo creía en el demonio y el dolor. Creía en la tortura, la violación y una muerte lenta y cruel. Creía en el suplicio y el padecimiento y en el placer que proporcionaban a aquellos que los infligían, y a todo eso lo llamaba maldad. Y en Adelaide Modine vi prenderse en forma de sanguinaria llama la chispa roja y crepitante de esa maldad.
Amartillé la pistola. Ella no se inmutó. De hecho, soltó una carcajada y al instante hizo una mueca de dolor. Se dobló otra vez y quedó encogida en postura fetal, casi en el suelo. Percibía en el aire el olor de la gasolina que fluía del depósito perforado.
Me pregunté qué había sentido Catherine Demeter al reconocer a esa mujer en los grandes almacenes DeVrie's. ¿La vio en un espejo, en el cristal de una vitrina? ¿Se volvió sin dar crédito a sus ojos, con un nudo en el estómago, como si un puño se lo estrujase? Y cuando sus miradas se cruzaron, cuando comprendió que ésa era la mujer que había matado a su hermana, ¿sintió odio, ira o simplemente miedo, miedo a que esa mujer la atacase como antes atacó a su hermana? ¿Se había convertido Catherine Demeter otra vez, por un breve instante, en una niña asustada?
Quizás Adelaide Modine no la reconoció de inmediato, pero, en la mirada de la otra mujer, debió de advertir que ésta sí que la había reconocido. Tal vez los dientes ligeramente salidos la delataron, o acaso miró a Catherine Demeter a la cara y en el acto se vio en aquel sótano oscuro de Haven, matando a su hermana.
Y ante la imposibilidad de encontrar a Catherine buscó una solución al problema. Me contrató con un pretexto y ordenó la muerte de su hijastro, no sólo para que no desmintiese su versión, sino como el primer paso de un proceso que culminaría con la muerte de la señorita Christie y la destrucción de su casa a fin de borrar todo rastro de su existencia.
Quizá Stephen Barton era responsable en parte de lo ocurrido, ya que sólo él podía desvelar la conexión entre Sonny Ferrera, Connell Hyams y su madrastra cuando Hyams buscaba un lugar adonde llevar a los niños, propiedad de alguien que no hiciese demasiadas preguntas. Dudo que Barton supiese qué sucedía realmente, y al final fue su propia incomprensión lo que le costó la vida.
Y me pregunté cuándo había conocido Adelaide Modine la muerte de Hyams y había tomado conciencia de que estaba sola, de que había llegado la hora de dar el siguiente paso y dejar a la señorita Christie como señuelo del mismo modo que había dejado a una mujer desconocida para que ardiese en su lugar en Virginia.
Pero ¿cómo demostraría todo eso? Las cintas de vídeo habían desaparecido. Sonny Ferrera estaba muerto, y Pilar sin duda también. Hyams, Sciorra, Granger, Catherine Demeter, todos habían desaparecido. ¿Quién reconocería a Adelaide Modine en la mujer que tenía ante mí? ¿Bastaría con la palabra de Walt Tyler? Había asesinado a la señorita Christie, sí, pero ni siquiera eso podía demostrarse. ¿Se encontrarían en la bodega pruebas forenses suficientes para confirmar su culpabilidad?
Adelaide Modine, hecha un ovillo, se desenrolló como una araña que percibe un movimiento en su tela y saltó hacia mí. Hundió en mi cara las uñas de la mano derecha, buscando los ojos, e intentó, a la vez, con la izquierda, quitarme la pistola. La golpeé en la cara con la palma de la mano y simultáneamente la empujé con la rodilla. Se abalanzó de nuevo sobre mí y disparé. La bala le alcanzó por encima del pecho derecho.
Con la mano en la herida, retrocedió tambaleándose hasta topar con el coche y se apoyó en la puerta abierta.
Sonrió.
– Le conozco -dijo, obligándose a hablar a pesar del dolor-. Sé quién es.
Detrás de ella, el árbol se movió al desprenderse las raíces de la tierra por el peso del BMW. El enorme automóvil se desplazó un poco. Adelaide Modine se balanceó ante mí, con la sangre manando a borbotones de la herida del pecho. Vi en su mirada un extraño brillo y se me encogió el estómago.
– ¿Quién se lo ha dicho?
– Lo sé -repitió, y volvió a sonreír-. Sé quién mató a su mujer y a su hija.
Avancé hacia ella cuando intentó hablar de nuevo, pero el árbol cedió por fin y los chirridos del metal del coche engulleron sus palabras. El BMW se deslizó primero un poco y luego se precipitó pendiente abajo. En los impactos contra árboles y piedras, saltaron chispas del metal desgarrado y el coche se incendió. Y mientras lo observaba, comprendí que aquello no podía acabar de otro modo.
El mundo de Adelaide Modine estalló en llamas amarillas cuando se prendió la gasolina que la rodeaba. Envuelta por el fuego, echó atrás la cabeza y abrió la boca por un instante. Luego, golpeando débilmente con las manos las llamas que habían prendido en ella, cayó y empezó a rodar hacia la oscuridad. El coche ardía al pie del terraplén y una densa columna de humo negro se elevaba en el aire. Lo contemplé desde la carretera con el calor abrasándome la cara. Abajo, en la boscosa oscuridad, ardía otra pira de menor tamaño.
Estaba sentado en la misma sala de interrogatorios, ante la misma mesa de madera y el mismo corazón grabado en la superficie. Llevaba el brazo recién vendado y me había duchado y afeitado por primera vez en más de dos días. Incluso había conseguido dormir unas horas tendido sobre tres sillas. Pese a los denodados esfuerzos del agente Ross, no estaba en una celda. Me habían interrogado exhaustivamente, primero Walter y el subjefe de policía y, al final, Ross y uno de sus agentes, con Walter presente para asegurarse de que no me mataban a golpes por pura frustración.
En un par de ocasiones me pareció ver a Philip Kooper pasearse fuera, como un cadáver que se hubiese exhumado a sí mismo para demandar a la funeraria. Supuse que el perfil público de la fundación estaba a punto de recibir un golpe mortal.
Conté a la policía casi todo. Les hablé de Sciorra, de Hyams, de Adelaide Modine, de Sonny Ferrera. No les conté que me había visto implicado en el caso a instancias de Walter Cole. Dejé que ellos mismos llenaran las restantes lagunas de mi versión. Les dije que, sencillamente, había recurrido a la imaginación para llegar a ciertas conclusiones. En ese punto a Ross casi tuvieron que contenerlo por la fuerza.
Ya sólo quedábamos allí Walter y yo y un par de tazas de café.
– ¿Has estado allí abajo? -pregunté por fin para romper el silencio.
Walter asintió con la cabeza.
– Sólo un momento. No me he quedado.
– ¿Cuántos hay?
– Ocho por ahora, pero siguen excavando.
Y continuarían excavando, no sólo allí sino en diversos lugares del estado y quizás incluso más allá. Adelaide Modine y Connell Hyams habían disfrutado de libertad para matar durante treinta años. El almacén Morelli sólo llevaba alquilado una parte de ese tiempo, lo cual implicaba que probablemente existían otros almacenes, otros sótanos abandonados, garajes viejos y solares que contenían los restos de niños desaparecidos.
– ¿Desde cuándo lo sospechabas? -pregunté.
Al parecer, pensó que le preguntaba por otra cosa, quizás un cadáver en los lavabos de una estación de autobuses, porque se volvió hacia mí y dijo:
– Sospechar ¿qué?
– Que alguien de la familia Barton estaba implicado en la desaparición de Baines.
Casi se relajó. Casi.
– La persona que lo secuestró tenía que conocer los jardines, la casa. -En el supuesto de que el niño no saliera de la casa por su cuenta y lo secuestraran allí.
– En ese supuesto, sí.
– Y me enviaste a mí para que lo averiguara.
– Te envié a ti.
Me sentía culpable por la muerte de Catherine Demeter, y no sólo por haber fracasado al no encontrarla con vida, sino también porque, sin ser consciente de ello, quizás había puesto a Modine y a Hyams sobre su pista.
– Es posible que yo los llevara hasta Catherine Demeter -expliqué a Walter al cabo de un rato-. Dije a la señorita Christie que iba a Virginia para seguir una pista. Tal vez bastara con eso para delatarla.
Walter negó con la cabeza.
– Te contrató a modo de seguro. Modine debió de poner a Hyams sobre aviso en cuanto supo que la habían reconocido. Seguramente él ya estaba prevenido. Si no aparecía por Haven, confiaban en que tú la encontraras. Supongo que os habrían matado a los dos en cuanto dieras con ella.
Me asaltó la visión del cuerpo de Catherine Demeter desmadejado en el sótano de la casa Dane. Su cabeza en medio de un charco de sangre. Y vi a Evan Baines envuelto en plástico, así como el cadáver putrefacto de un niño medio cubierto de tierra y los demás cadáveres que aparecerían en el sótano del almacén Morelli y en otras partes.
Vi a mi propia esposa y a mi hija en todos ellos.
– Podrías haber enviado a otro -protesté.
– No, sólo a ti. Si el asesino de Evan Baines estaba allí, sabía que lo averiguarías. Lo sabía porque tú mismo eres un asesino.
La palabra quedó suspendida en el aire por un momento y de pronto se produjo una escisión entre nosotros, como si un cuchillo hubiera separado nuestro pasado en común. Walter se dio la vuelta.
Permaneció en silencio durante un rato y finalmente, como si él no hubiera hablado, comenté:
– Me dijo que sabía quién mató a Jennifer y a Susan.
Casi pareció agradecer que hubiese roto el silencio.
– No podía saberlo. Era una mujer enferma y malvada, y con eso pretendía atormentarte después de muerta.
– No, lo sabía. Sabía quién era yo poco antes de morir, pero creo que no lo sabía cuando me contrató. Habría recelado. No habría corrido el riesgo.
– Te equivocas -dijo-. Olvídalo.
Me callé pero sabía que, de algún modo, los siniestros mundos de Adelaide Modine y el Viajante habían coincidido.
– Estoy planteándome la posibilidad de retirarme -comentó Cole-. No quiero mirar a la muerte nunca más. Estoy leyendo a Sir Thomas Browne. ¿Has leído algo de él?
– No.
– Moral cristiana: «No contempléis las cabezas de la muerte hasta que no las veáis, ni miréis objetos mortificantes hasta que los hayáis pasado por alto». -Estaba de espaldas a mí pero veía su cara reflejada en la ventana y parecía tener la mirada perdida-. He pasado demasiado tiempo mirando a la muerte. No quiero obligarme a mirarla más. -Tomó un sorbo de café-. Deberías marcharte de aquí, hacer algo para dejar atrás tus fantasmas. Ya no eres lo que eras, pero quizás aún puedas volver atrás antes de perderte para siempre.
Una telilla empezaba a formarse sobre mi café intacto. Al ver que no respondía, Walter suspiró y habló con una tristeza en la voz que nunca le había notado.
– Preferiría no tener que volver a verte. Me pondré en contacto con ciertas personas para ver si puedes recurrir a ellas.
Algo había cambiado dentro de mí, eso era cierto, pero dudaba de que Walter lo viera tal como era. Quizá sólo yo podía comprender realmente lo ocurrido, lo que la muerte de Adelaide Modine había desencadenado dentro de mí. Conocer el horror de lo que ella había hecho a lo largo de los años, el dolor y el sufrimiento que había infligido a los más inocentes entre nosotros, era algo que no podía compensarse con nada de este mundo.
Y sin embargo había llegado a su fin. Yo lo había conducido a su fin.
Todo entra en decadencia, todo debe terminar, tanto lo malo como lo bueno. La muerte de Adelaide Modine, tan brutal y tan trágica entre las llamas, me demostraba que eso era verdad. Si había podido encontrar a Adelaide Modine y poner fin a sus atrocidades, podía hacer lo mismo con otros. Podía hacer lo mismo con el Viajante.
Y en alguna parte, en un lugar oscuro, un reloj se puso en marcha e inició la cuenta atrás, marcando las horas, los minutos y los segundos que faltaban para anunciar el fin del Viajante.
Todo entra en decadencia. Todo debe terminar.
Y mientras pensaba en las palabras de Walter, en sus dudas sobre mí, pensé también en mi padre y el legado que me había dejado. Sólo conservo recuerdos fragmentarios de mi padre. Recuerdo a un hombre corpulento y rubicundo llegando a casa con un árbol de Navidad, su aliento condensándose en el aire como las bocanadas de vapor de un tren antiguo. Recuerdo que una tarde entré en la cocina y lo encontré acariciando a mi madre, y las risas avergonzadas de ambos. Recuerdo que me leía por la noche, siguiendo las palabras con sus enormes dedos mientras las pronunciaba para que a mí me resultaran familiares cuando volviera a verlas. Y recuerdo su muerte.
Siempre llevaba el uniforme recién planchado y la pistola engrasada y limpia. Le encantaba ser policía, o esa impresión daba. Entonces yo no sabía qué lo impulsó a hacer lo que hizo. Quizá Walter Cole tuvo un deslumbre de eso mismo al contemplar los cadáveres de aquellos niños. Puede que yo también lo tenga ahora. Quizá me haya convertido en un hombre como mi padre.
Lo que está claro es que algo murió en su interior y el mundo se le presentó teñido de colores distintos, más oscuros. Había observado las cabezas de la muerte durante demasiado tiempo y se había transformado en un reflejo de lo que veía.
Fue un aviso de rutina: dos adolescentes tonteaban en un coche ya entrada la noche en un descampado urbano, encendiendo las luces y tocando la bocina. Mi padre acudió y se encontró con un muchacho del barrio, un delincuente de poca monta camino de especializarse en delitos mayores, y su novia, una muchacha de clase media que coqueteaba con el peligro y disfrutaba de la carga sexual que éste generaba.
Mi padre no recordaba qué le dijo el chico cuando éste intentaba impresionar a su amiga. Intercambiaron unas palabras, e imagino la voz de mi padre adquiriendo un tono de advertencia cada vez más grave y severo. El chico, en broma, hizo algún que otro ademán de llevarse la mano al interior de la cazadora para divertirse con el creciente nerviosismo de mi padre y envalentonándose con las carcajadas de la muchacha.
De pronto, mi padre desenfundó su pistola y las risas cesaron. Imagino al muchacho levantando las manos, negando con la cabeza, explicando que iba desarmado, que todo era una broma. Y que lo sentía. Mi padre le disparó en la cara, y la sangre salpicó el interior del coche, las ventanillas, el rostro de la chica en el asiento contiguo, boquiabierta por la conmoción. No creo que ella gritara siquiera antes de que mi padre le disparara también. Luego se marchó.
Asuntos Internos fue a buscarlo mientras se cambiaba en el vestuario. Lo detuvieron en presencia de sus compañeros para dar ejemplo. Nadie se interpuso en su camino. Para entonces, ya todos lo sabían, o creían saberlo.
Lo admitió todo pero fue incapaz de explicarlo. Cuando le preguntaron, se limitó a encogerse de hombros. Le quitaron el arma reglamentaria y la placa -la pistola de reserva, la que yo uso ahora, se quedó en su dormitorio-, y luego lo llevaron a casa en aplicación de una norma del Departamento de Policía de Nueva York que prohibía que se interrogara a un policía sobre la posible consumación de un delito hasta pasadas cuarenta y ocho horas. Cuando regresó parecía aturdido y se negó a hablar con mi madre. Los dos hombres de Asuntos Internos se quedaron enfrente dentro del coche patrulla, fumando, mientras yo los observaba desde la ventana de mi habitación. Creo que sabían qué ocurriría a continuación. Cuando sonó el disparo, no salieron del coche hasta que el eco se apagó en el aire frío de la noche.
Soy hijo de mi padre, con todo lo que eso implica.
Se abrió la puerta de la sala de interrogatorios y entró Rachel Wolfe. Vestía de manera informal con unos vaqueros, zapatillas de deporte de suela gruesa y un suéter negro de algodón con capucha de Calvin Klein. Llevaba el pelo suelto y le caía sobre las orejas hasta los hombros, tenía pecas en la nariz y en la base del cuello.
Tomó asiento frente a mí y me dirigió una mirada de preocupación y lástima.
– Me he enterado de que Catherine Demeter ha muerto. Lo siento. -Asentí y pensé en Catherine Demeter y el aspecto que presentaba en el sótano de la casa Dane. No eran pensamientos agradables-. ¿Cómo se encuentra? -preguntó. En su voz advertí curiosidad pero también ternura.
– No lo sé.
– ¿Se arrepiente de haber matado a Adelaide Modine?
– Ella se lo buscó. No pude evitarlo.
No sentía nada por su muerte, ni por el asesinato del abogado, ni por haber visto a Bobby Sciorra erguirse de puntillas cuando la hoja penetró en la base de su cráneo. Me asustaba esa insensibilidad, esa quietud dentro de mí. Creo que podría haberme asustado más aún de no ser porque a la vez experimentaba otro sentimiento: un profundo dolor por los inocentes que se habían perdido, y por aquellos que aún no habían sido encontrados.
– No sabía que visitara a domicilio -dije-. ¿Para qué la han llamado?
– No me han llamado -contestó, sin más.
De pronto me tocó la mano. Fue un gesto extraño y vacilante en el que sentí -¿esperé?- que había algo más que comprensión profesional. Le agarré la mano con fuerza y cerré los ojos. Creo que eso fue una especie de primer paso, un débil intento de restablecer mi lugar en el mundo. Después de todo lo sucedido durante los dos días anteriores, deseaba tocar, aunque fuera por un breve instante, algo positivo, tratar de despertar algo bueno dentro de mí.
– No pude salvar a Catherine Demeter -dije por fin-. Lo intenté y quizá sirvieron de algo mis esfuerzos. Aún sigo convencido de que encontraré al hombre que mató a Susan y Jennifer.
Sosteniéndome la mirada, movió la cabeza en un lento gesto de asentimiento.
– Sé que lo encontrará.
Hacía sólo un momento que había salido Rachel cuando sonó el móvil.
– ¿Sí?
– ¿Señor Parker? -Era una voz femenina.
– Sí, soy yo.
– Me llamo Florence Aguillard, señor Parker. Soy hija de Tante Marie Aguillard. Vino usted a vernos.
– Lo recuerdo. ¿En qué puedo ayudarla, Florence? -Sentí un nudo en el estómago, pero esta vez se debió a una súbita expectación, al presentimiento de que Tante Marie quizás hubiera encontrado algo para identificar a la chica que nos obsesionaba a los dos.
De fondo oía música de jazz, un piano, y las risas de hombres y mujeres, densas y sensuales como la melaza.
– Llevo toda la tarde intentando hablar con usted. Mi madre me ha pedido que lo llame. Dice que usted tiene que venir ahora mismo.
Percibí algo raro en su voz, algo que se confabulaba para que se le trabaran las palabras mientras hablaba atropelladamente. Era miedo y flotaba como una bruma distorsionadora en torno a lo que tenía que decir.
– Señor Parker, dice que tiene que venir ahora y que no ha de decirle a nadie que ha venido. A nadie, señor Parker.
– No lo entiendo, Florence. ¿Qué ocurre?
– No lo sé -respondió. Ahora estaba llorando, y se oía su voz entrecortada por los sollozos-. Pero dice que tiene que venir, tiene que venir ahora. -Recobró el control y la oí respirar hondo antes de volver a hablar-. Señor Parker, dice que el Viajante está de camino.
No existen las coincidencias, sino sólo esquemas subyacentes que no vemos. Esa llamada formaba parte de un esquema; estaba relacionada con la muerte de Adelaide Modine, cosa que yo aún no comprendía. No dije nada a nadie sobre la llamada. Abandoné la sala de interrogatorios, recogí mi pistola en el mostrador de la entrada, salí a la calle y regresé a mi apartamento en taxi. Reservé un billete de primera a Moisant Field, el único billete que quedaba en un vuelo a Louisiana esa tarde, me presenté en el mostrador de facturación poco antes de la salida, declaré la pistola y vi cómo desaparecía mi bolsa, engullida por la confusión general. El avión estaba atestado. La mitad de los pasajeros eran turistas incautos que se dirigían al sofocante calor de agosto en Nueva Orleans. Las azafatas sirvieron sándwiches de jamón con patatas fritas y una bolsa de pasas, todo ello metido en esas bolsas marrones de papel que a uno le daban en las excursiones escolares al zoo.
Cuando empecé a notar la presión en la nariz, la oscuridad se extendió bajo nosotros. Me disponía a tomar una servilleta de papel cuando me brotaron las primeras gotas, pero enseguida la presión se convirtió en dolor, un dolor intenso y penetrante que me obligó a recostarme sobre el respaldo.
El pasajero del asiento contiguo, un hombre de negocios a quien antes habían advertido que no utilizara su ordenador portátil hasta que el avión despegara, me miró primero sorprendido y luego asustado al ver la sangre. Lo vi pulsar repetidamente el botón para llamar a la azafata, y de pronto, con igual fuerza que si me asestasen un golpe, me obligaron a echar atrás la cabeza. La sangre manó a borbotones de mi nariz y manchó el respaldo del asiento delantero, las manos empezaron a temblarme sin control.
Entonces, cuando tenía la sensación de que iba a estallarme la cabeza a causa del dolor y la presión, oí una voz, la voz de una anciana negra en los pantanos de Louisiana.
– Hijo -dijo la voz-. Hijo, está aquí.
Y después desapareció y mi mundo pasó a ser negro.