Epílogo

Doblé a la izquierda en el cruce de Scarborough y, bajando por la empinada pendiente, dejé atrás la iglesia católica de Maximillian Kolbey el viejo cementerio, con el cuartel de bomberos a mi derecha, y el crudo resplandor del sol vespertino sobre la marisma al este y al oeste de la carretera. Pronto anochecería y se encenderían las luces en las casas de los vecinos del pueblo, pero los chalets de Prouts Neck Road no se iluminarían.

El mar se mece suavemente en Prouts Neck bañando la arena y las piedras. La temporada turística ha terminado y detrás de mí se cierne oscura la mole del Black Point Inn: el comedor está desierto; el bar, en silencio, y las puertas mosquiteras de los dormitorios del personal, cerradas con llave. En verano, los viejos ricos de Boston y el norte del estado de Nueva York vendrán a alojarse aquí, almorzarán en el bufé libre junto a la piscina y se engalanarán para la cena, durante la cual la luz de las velas se reflejará en sus macizas joyas y oscilará como mariposas doradas en torno a las mesas.

Al otro lado de la bahía veo las luces de Old Orchard Beach. Un viento frío sopla desde el mar, embistiendo y zarandeando a las últimas gaviotas. Me arrebujo en el abrigo y, de pie en la arena, observo cómo ésta se agita y arremolina ante mí. Produce un sonido semejante al de una madre que arrulla a su hijo cuando el viento la arranca de las dunas y las eleva como a viejos fantasmas antes de depositarla de nuevo en tierra para que vuelva a reposar.

Me encuentro cerca del lugar donde hace muchos años Clarence Johns fue testigo de cómo uno de los hombres de Daddy Helms echaba tierra y hormigas sobre mí. Fue una lección difícil de aprender, y más difícil aún aprenderla dos veces. Recuerdo la expresión de su cara cuando lo tenía ante mí, tembloroso, su desolación, su toma de conciencia de lo que había hecho, de lo que había perdido.

Querría rodear los hombros de Clarence Johns con el brazo y decirle que no pasa nada, que lo comprendo, que no le guardo rencor. Querría oír el chacoloteo de las suelas de sus zapatos baratos contra el asfalto. Querría verlo lanzar piedras de refilón sobre la superficie del agua y saber que sigue siendo mi amigo. Querría recorrer el largo camino de regreso a casa a su lado y oírle silbar los tres únicos compases que conoce de alguna melodía que no puede quitarse de la cabeza, una melodía que vuelve obsesivamente una y otra vez a su mente mientras camina por la carretera.

Pero, en lugar de eso, monto de nuevo en el coche y regreso a Portland bajo la decreciente luz otoñal. Ocupo una habitación en el hotel de St. John, con amplias contraventanas, sábanas limpias y un baño independiente en el pasillo, a dos puertas de la mía. Me quedaré tumbado en la cama mientras el tráfico pasa bajo la ventana, mientras los autocares de la Greyhound entran y salen de la terminal al otro lado de la calle, mientras la gente arrastra por la acera los carritos de la compra llenos de latas y botellas y los taxistas aguardan en silencio al volante de sus coches.

Y en la creciente oscuridad recordaré el número de Rachel en Manhattan. El teléfono sonará -una vez, dos veces- y luego se activará el contestador: «Hola, en este momento no puedo atenderte, pero…». He oído el mismo mensaje una y otra vez desde que ella salió del hospital. Su recepcionista me repite siempre que no puede decirme dónde está. Ha cancelado sus clases en la universidad. Y desde mi habitación del hotel hablaré con el contestador.

Podría encontrarla si quisiera. Encontré a los otros, pero estaban muertos cuando los encontré. No quiero perseguirla.

Esto no debería acabar así. Ella tendría que estar ahora a mi lado, su piel blanca y perfecta, sin las cicatrices dejadas por el bisturí de Woolrich; su mirada llena de vida y seductora, no recelosa y angustiada por las visiones que la atormentan por las noches; sus manos tendidas hacia mí en la oscuridad, no levantadas para rechazarme, como si el mero contacto conmigo pudiera causarle dolor. Los dos nos reconciliaremos con el pasado, con todo lo ocurrido, pero, de momento, cada uno lo hará por su cuenta.

Por la mañana, Edgar pondrá la radio y habrá zumo de naranja, bollos y café en la mesa del vestíbulo. Desde allí saldré hacia la casa de mi abuelo y empezaré a trabajar. Un hombre del pueblo se ha prestado a ayudarme a reparar el tejado y las paredes para que la casa quede habitable en invierno.

Y me sentaré en el porche mientras el viento sostiene entre sus manos los árboles de hoja perenne, aplasta y moldea sus ramas para darles formas nuevas, crea una canción con su follaje. Y escucharé los ladridos de un perro, el roce de sus patas al arañar las tablas gastadas, el perezoso movimiento de su cola en el aire frío del atardecer; o el golpeteo contra la barandilla cuando mi abuelo prepara la pipa para apisonar dentro el tabaco, con un vaso de whisky al lado, cálido y tierno como un beso cotidiano; o el susurro del vestido de mi madre contra la mesa de la cocina mientras pone los platos para la cena, azul sobre blanco, una costumbre más vieja que ella, tan vieja como la casa.

O el chacoloteo de unos zapatos con suela de plástico que se desvanece a lo lejos, desaparece en la oscuridad, abraza la paz que al final llega a todo lo que muere.


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