Tercera parte

Las concavidades de mi cuerpo son, por su

capacidad, como otro infierno.

François Rabelais, Gargantúa


31

Se oyó un golpe sordo cuando el insecto chocó contra el parabrisas. Era una libélula enorme, un «caballito del diablo».

– Joder, ese bicho era del tamaño de un pájaro -dijo el conductor, un joven agente del FBI llamado O'Neill Brouchard.

Fuera debíamos de estar a unos treinta y cinco grados, pero con la humedad de Louisiana daba la sensación de que la temperatura era mucho más alta. Notaba la camisa fría y una sensación desagradable allí donde el aire acondicionado la había secado contra mi cuerpo.

Un borrón de sangre y alas quedó en el cristal y el limpiaparabrisas terminó por quitarlo. La sangre hacía juego con las gotas que aún manchaban mi camisa, un recordatorio innecesario de lo que había ocurrido en el avión, ya que aún me dolía la cabeza y, cuando me tocaba el puente de la nariz, también sentía dolor.

Junto a Brouchard, Woolrich guardaba silencio, absorto mientras colocaba un cargador nuevo en su SIG Sauer. El agente especial con rango de subjefe iba vestido con su indumentaria habitual, un traje de color marrón y una corbata arrugada. A mi lado, tirada en el asiento, había una parka oscura con las siglas del FBI.

Había llamado a Woolrich desde el teléfono del avión, pero no había conseguido establecer comunicación. En Moisant Field dejé un número en su buzón de voz y un mensaje para que se pusiera en contacto conmigo inmediatamente. Luego alquilé un coche y partí hacia Lafayette por la I-10. A las afueras de Baton Rouge sonó el móvil.

– ¿Bird? -dijo Woolrich-. ¿Qué demonios haces aquí?

Advertí preocupación en su voz. De fondo se oía el motor de un coche.

– ¿Has recibido mi mensaje?

– Sí. Escucha, ya vamos de camino. Alguien vio a Florence frente a su casa, con el vestido manchado de sangre y una pistola en la mano. Vamos a reunirnos con la policía local en la salida uno-dos-uno. Espéranos allí.

– Woolrich, puede que sea demasiado tarde…

– Tú espera. Aquí nada de fanfarronadas, Bird. También yo tengo cosas en juego. He de pensar en Florence.

Delante de nosotros veía las luces de posición de otros dos vehículos, coches patrulla de la oficina del sheriff del distrito de St. Martin. Detrás viajaban dos inspectores del pueblo, y los faros de su automóvil iluminaban el interior del Chevrolet del FBI y la sangre del parabrisas. A uno de ellos, John Charles Morphy, lo conocía vagamente, porque lo había visto una vez con Woolrich en el Lafitte's Blacksmith Shop, en Bourbon Street, mientras se mecía en silencio al son de la voz de Miss Lily Hood.

Morphy era descendiente de Paul Charles Morphy, el campeón mundial de ajedrez nacido en Nueva Orleans que se retiró de la competición en 1859 a la avanzada edad de veintidós años. Se decía que era capaz de jugar tres o cuatro partidas simultáneamente con los ojos vendados. Por contraste, John Charles, con su fornido cuerpo de culturista, no me parecía un hombre muy aficionado al ajedrez. A los concursos de levantamiento de pesas quizá, pero al ajedrez no. Según Woolrich era un hombre con un pasado turbio: un ex inspector del Departamento de Policía de Nueva Orleans que abandonó el cuerpo a raíz de una investigación llevada a cabo por la División de Integridad Pública sobre el asesinato de un joven negro llamado Luther Bordelon cerca de Chartres dos años atrás.

Eché un vistazo por encima del hombro y vi que Morphy me miraba. En el interior del Buick resplandecía su cabeza afeitada bajo la luz del techo; avanzaba por el irregular camino a través del pantano sujetando el volante con firmeza. Junto a él, su compañero, Toussaint, sostenía vertical el fusil Winchester modelo 12 entre las piernas. Tenía la culata picada y arañada y el cañón gastado, y supuse que no era el arma reglamentaria, sino propiedad de Toussaint. Había notado un intenso olor a petróleo mientras hablaba con Morphy a través de la ventanilla del coche al encontrarnos en el cruce de la Bayou Courtableau con la I-10.

Los faros del coche iluminaban las ramas de los palmitos, los tupelos y los sauces inclinados, algún que otro ciprés cubierto de musgo español y, de vez en cuando, los tocones de viejos árboles en el pantano más allá de la cuneta. Nos desviamos por un camino oscuro como un túnel, donde las ramas de los cipreses formaban un techo que impedía pasar la luz de las estrellas, y poco más adelante cruzamos ruidosamente el puente que llevaba a la casa de Tante Marie Aguillard.

Delante de nosotros, los dos coches de la oficina del sheriff doblaron en sentidos opuestos y aparcaron en diagonal, uno de ellos enfocó con sus luces la oscura maleza que se extendía hasta las orillas del pantano. Los faros del segundo alumbraron la casa, proyectando sombras sobre los troncos que la elevaban por encima del suelo, las tablas superpuestas de las paredes, y la escalera que subía a la puerta mosquitera, que esta vez estaba abierta hacia fuera y permitía acceder al interior a las criaturas nocturnas.

Woolrich se volvió hacia mí cuando nos detuvimos.

– ¿Estás preparado para esto?

Asentí con la cabeza. Tenía la Smith & Wesson en la mano cuando salimos del coche al aire cálido. Percibí un olor a vegetación descompuesta y un leve rastro de humo. Algo se movió a mi derecha a través del follaje y a continuación chapoteó ligeramente en el agua. Morphy y su compañero se acercaron a nosotros. Oí el ruido de una bala al entrar en la recámara del fusil.

Dos de los ayudantes del sheriff permanecieron vacilantes junto a su coche. Los otros dos, pistola en mano, avanzaron lentamente por el cuidado jardín.

– ¿Cómo lo hacemos? -preguntó Morphy. Medía un metro ochenta y tenía la característica forma de V de un levantador de pesas, ni un solo pelo en la cabeza y la boca circundada por la barba y el bigote.

– Que no entre nadie antes que nosotros -ordenó Woolrich-. Manda a esos dos payasos a la parte trasera, pero diles que esperen fuera de la casa. Los otros dos que se queden en la parte delantera. Vosotros dos, cubridnos. Brouchart, quédate al lado del coche y vigila el puente.

Sorteando con cuidado los juguetes desperdigados por la hierba, cruzamos el jardín. No había luz en la casa, ni indicio de ocupantes. Oía los latidos de la sangre en mi cabeza y me sudaban las manos. Estábamos a tres metros de la escalera del porche cuando oí el chasquido de una pistola y la voz del ayudante del sheriff apostado a nuestra derecha.

– ¡Oh, Dios Santo! -exclamó-. ¡Dios Santo, no es posible!


A unos diez metros de la orilla se alzaba un árbol muerto, poco más que un tronco. Las escasas ramas, unas minúsculas y otras gruesas como el brazo de un hombre, empezaban a un metro del suelo y continuaban hasta una altura de unos tres metros.

Apoyado contra el tronco estaba Tee Jean Aguillard, el hijo menor de la anciana, y su cuerpo desnudo brilló a la luz de la linterna. Tenía el brazo izquierdo en torno a una gruesa rama de modo que el antebrazo y la mano descarnada colgaban verticalmente. Su cabeza reposaba en la horquilla de otra rama y sus ojos destrozados semejaban oscuras simas en medio de la carne y entre los tendones expuestos de su rostro desollado.

El brazo derecho de Tee Jean pendía también alrededor de una rama, pero en este caso la mano no había sido descarnada. Entre sus dedos sujetaba un jirón de su propia piel, un jirón que colgaba como un velo abierto y revelaba el interior de su cuerpo desde las costillas hasta el pubis. Le habían extraído el estómago y casi todos los órganos del abdomen, y los habían depositado sobre una piedra junto a su pie izquierdo: un montón de partes del cuerpo blancas, azules y rojas, entre las que los intestinos se enroscaban como serpientes.

A mi lado, oí vomitar a uno de los ayudantes del sheriff. Al volverme, vi que Woolrich lo agarraba del cuello de la camisa y lo llevaba a rastras hasta la orilla, a cierta distancia de allí.

– Aquí no -dijo-. Aquí no.

Dejó al hombre de rodillas junto al agua y regresó hacia la casa.

– Tenemos que encontrar a Florence -dijo, con aspecto pálido y enfermizo a la luz de la linterna-. Tenemos que encontrarla.

Florence Aguillard había sido vista en el puente que conducía a su casa por el dueño de una tienda de artículos de pesca de los alrededores. Estaba cubierta de sangre y empuñaba un revólver Colt Service. Cuando el dueño de la tienda se detuvo, Florence levantó el arma y disparó un único tiro que atravesó la ventanilla del conductor: la bala le pasó a milímetros del cuerpo. El hombre avisó a la policía de St. Martin desde una gasolinera, y la policía avisó a su vez a Woolrich, quien previamente había dado instrucciones para que se le comunicara de inmediato cualquier incidente en relación con Tante Marie.

Woolrich corrió escaleras arriba, casi había llegado a la puerta cuando le alcancé. Apoyé una mano en su hombro y él se dio media vuelta con los ojos desorbitados.

– Tranquilo -dije.

La expresión enloquecida desapareció de sus ojos y asintió lentamente. Me volví hacia Morphy y, con una seña, le pedí que nos siguiera al interior de la casa. Él tomó el Winchester de Toussaint e indicó que se quedaría atrás con el ayudante del sheriff ahora que su compañero estaba indispuesto.

Un largo pasillo central, como el cañón de una escopeta, conducía a una amplia cocina al fondo de la casa. Seis habitaciones irradiaban de la artería central, tres a cada lado. Yo sabía que el cuarto de Tante Marie era el último a la derecha, y estuve tentado de ir derecho allí. No obstante, avanzamos con cautela habitación por habitación, abriendo brechas en la oscuridad con los haces de las linternas, en los que se mecían motas de polvo y mariposas nocturnas.

La primera habitación de la derecha, un dormitorio, estaba vacía. Había dos camas, una hecha y la otra, una cama de niño, deshecha, con la manta medio caída en el suelo. La sala de estar, enfrente, también estaba vacía. Morphy y Woolrich se repartieron las dos habitaciones siguientes cuando pasamos al segundo par de puertas. Eran dos dormitorios, ambos vacíos.

– ¿Dónde están todos los niños, los adultos? -pregunté a Woolrich.

– En la fiesta de una chica que cumple dieciocho años, a tres kilómetros de aquí -contestó-. En principio sólo se quedaban en casa Tee Jean y la anciana. Y Florence.

La puerta de la habitación situada frente a la de Tante Marie se hallaba abierta de par en par, y vi un revoltijo de muebles, una caja de ropa y juguetes apilados. Había una ventana abierta y la brisa de la noche agitaba ligeramente las cortinas. Nos plantamos ante la puerta de la habitación de Tante Marie. Estaba entornada, y vi dentro el claro de luna, alterado y distorsionado por las sombras de los árboles. A mis espaldas, Morphy tenía el fusil en alto y Woolrich sujetaba la SIG con las dos manos cerca de su mejilla. Apoyé el dedo en el gatillo de la Smith & Wesson, empujé con el lado del pie la puerta suavemente y, agachado, entré.


En la pared, junto a la puerta, se dibujaba la huella ensangrentada de una mano, y, al otro lado de la ventana, oí los sonidos de las criaturas nocturnas en la oscuridad. El claro de luna proyectaba sombras movedizas sobre un largo aparador, un enorme armario lleno de vestidos con estampados casi idénticos y un arcón oscuro y alargado colocado en el suelo cerca de la puerta. Pero lo que dominaba la habitación era la gigantesca cama adosada a la pared del fondo y su ocupante, Tante Marie Aguillard.

Tante Marie: la anciana que había tendido sus brazos a una chica agonizante mientras la hoja del cuchillo empezaba a desollarle la cara; la anciana que me había llamado con la voz de mi esposa cuando estuve en aquella habitación, ofreciéndome cierto consuelo en mi dolor; la anciana que me había tendido los brazos en su tormento final.

Estaba desnuda, sentada en la cama, una mujer enorme cuya corpulencia no había mermado la muerte. Tenía la cabeza y el torso apoyados contra una montaña de almohadas manchadas de sangre. Su cara era un amasijo rojo y violáceo. Tenía la mandíbula caída y la boca abierta revelaba unos dientes largos y amarillos de tabaco. El haz de la linterna iluminó sus muslos, sus gruesos brazos y sus manos, extendidas hacia el centro del cuerpo.

– Dios Bendito -dijo Morphy.

Tante Marie había sido abierta en canal desde el esternón hasta las ingles y la piel retirada quedaba sujeta a los lados por sus propias manos. Al igual que en el caso de su hijo, la mayor parte de los órganos internos habían sido extraídos y su vientre era una caverna hueca, encuadrada por las costillas, a través de las cuales se veía a la luz el brillo mate de una sección de su columna vertebral. El haz de la linterna de Woolrich descendió hacia la entrepierna. Lo detuve con la mano.

– No -dije-. Ya basta.

De pronto se oyó un sobrecogedor grito fuera, en medio de aquel silencio, y los dos echamos a correr hacia la puerta de la casa.


Florence Aguillard se balanceaba en la hierba frente al cadáver de su hermano. Su boca formaba un arco y tenía el labio inferior vuelto sobre sí mismo en una mueca de dolor. Llevaba el Colt de cañón largo en la mano derecha, apuntando al suelo. La sangre de su madre oscurecía en algunas partes su vestido blanco estampado de flores azules. No emitía sonido alguno, pero gritos inaudibles le sacudían el cuerpo.

Woolrich y yo bajamos lentamente por la escalera; Morphy y el ayudante del sheriff permanecieron en el porche. El otro par de ayudantes había regresado de detrás de la casa y estaba frente a Florence, con Toussaint un poco a la derecha de ellos. A la izquierda de Florence, yo veía la figura de Tee Jean colgada del árbol y, junto a él, a Brouchard con su SIG desenfundada.

– Florence -dijo Woolrich con delicadeza mientras se guardaba la pistola en la funda del hombro-. Florence, baja el arma. -Ella se estremeció y se rodeó la cintura con el brazo izquierdo. Se inclinó un poco y movió lentamente la cabeza de lado a lado-. Florence -repitió Woolrich-. Soy yo.

Ella volvió la cabeza hacia nosotros. En sus ojos se advertía angustia, angustia y dolor y culpabilidad y rabia, todo ello pugnando por abrirse camino en su mente atormentada.

Alzó el arma despacio y apuntó en dirección a nosotros. Vi que los ayudantes del sheriff levantaban de inmediato las suyas. Toussaint ya había adoptado postura de tirador, con los brazos extendidos al frente y sosteniendo la pistola con pulso firme.

– ¡No! -gritó Woolrich con la mano derecha en alto.

Vi que los policías lo miraban primero a él con cara de incertidumbre y luego a Morphy. Éste asintió y ellos se relajaron un poco, sin dejar de encañonar a Florence.

El Colt se desplazó de Woolrich a mí, y Florence Aguillard seguía moviendo la cabeza en un lento gesto de negación. Se oía su voz en la noche, un susurro, repitiendo la palabra de Woolrich como un mantra -«no, no, no, no, no»-; a continuación dirigió el revólver hacia sí misma, se colocó el cañón en la boca y apretó el gatillo.

La detonación sonó como el rugido de un cañón en el aire de la noche. Oí que aleteaban pájaros y movimiento de animales pequeños entre la maleza al tiempo que el cuerpo de Florence se desplomaba. Woolrich se postró de rodillas a su lado y alargó la mano izquierda para acariciarle la cara mientras con la derecha, de manera tan instintiva como inútil, le palpaba el cuello en busca del pulso. Después la levantó y acercó la cara de ella a la pechera de su camisa manchada de sudor, con una mueca de dolor en los labios.

A lo lejos destellaron unas luces rojas. Más allá oí el ruido de las hélices de un helicóptero segando el aire en la oscuridad.

32

El día amaneció cargado y húmedo en Nueva Orleans y el olor del Mississippi impregnaba el aire de la mañana. Salí de la pensión donde me alojaba y di un paseo eludiendo el Quarter en un esfuerzo por quitarme el cansancio de la cabeza y los huesos. Acabé en Loyola, donde el tráfico se sumaba al sofocante bochorno. El cielo, encapotado y gris, amenazaba lluvia y oscuros nubarrones pendían sobre la ciudad, como para impedir que el calor escapara. Compré el Times-Picayune en una máquina expendedora y lo leí de pie frente al ayuntamiento. El periódico rebosaba tal grado de corrupción que era extraño que el papel no se pudriera: dos policías detenidos por tráfico de drogas, una investigación federal sobre el procedimiento de las últimas elecciones al Senado, sospechas sobre un ex gobernador. La propia Nueva Orleans, con sus edificios decrépitos, el lóbrego barrio comercial de Poydras, los almacenes Woolworth con sus carteles de cierre inminente, parecía encarnar aquella corrupción, de modo que resultaba imposible saber si la ciudad había contagiado a la población o si algunos de sus habitantes arrastraban consigo a la ciudad.

Chep Morrison había construido el imponente ayuntamiento poco después de regresar de la segunda guerra mundial para destronar al millonario alcalde Maestri y conducir a Nueva Orleans al siglo XX. Algunos de los compañeros de Woolrich aún recordaban a Morrison con afecto, si bien se trataba de un afecto surgido del hecho de que la corrupción policial se había propagado bajo su mandato, junto con la prostitución, el juego y diversos negocios turbios. Más de tres décadas después el Departamento de Policía de Nueva Orleans lucha aún contra su legado. Durante casi dos décadas, la corruptela había encabezado la lista de quejas sobre la falta de ética policial y ascendido a más de mil denuncias al año.

El Departamento de Policía de Nueva Orleans se había basado en el principio de «la tajada»: al igual que los cuerpos de policía de otras ciudades sureñas -Savannah, Richmond, Mobile-, se había creado en el siglo XVIII para controlar y supervisar a la población esclava, y la policía recibía una parte de la recompensa por la captura de fugitivos. En el siglo XIX se acusaba a los miembros del cuerpo de violaciones, asesinatos, linchamientos, robos y cobro de sobornos por consentir el juego y la prostitución. El hecho de que cada año la policía tuviera que presentarse a unas elecciones representaba que ésta se veía obligada a vender su lealtad a los dos principales partidos políticos. El cuerpo manipulaba las elecciones, intimidaba a los votantes, e incluso participó en la masacre de políticos del sector moderado en el Instituto de Mecánica en 1866.

El primer alcalde negro de Nueva Orleans, Dutch Morial, intentó limpiar el departamento a principios de los años ochenta. Si la Comisión contra la Delincuencia Metropolitana, una institución independiente que llevaba un cuarto de siglo de ventaja a Morial, no había podido limpiar el departamento, ¿qué esperanzas podía albergar un alcalde negro? El sindicato de la policía, de mayoría blanca, fue a la huelga y el Mardi Gras se suspendió. Se solicitó la intervención de la guardia nacional para mantener el orden. Yo ignoraba si la situación había mejorado desde entonces. Esperaba que sí.

Nueva Orleans es asimismo la central del homicidio, con unos cuatrocientos avisos de Código 30 -el código del Departamento de Policía local para el homicidio- anuales. Quizá resuelven la mitad, lo cual deja a gran número de personas sueltas por las calles de Nueva Orleans con las manos manchadas de sangre. Es un dato que las autoridades urbanas prefieren no dar a los turistas, pese a que tal vez muchos de éstos visitarían la ciudad de todos modos. Al fin y al cabo, cuando una ciudad resulta tan apasionante que proporciona un abanico de posibilidades tales como el juego con apuestas a bordo de un barco, bares abiertos las veinticuatro horas, strip-tease, prostitución y un buen suministro de drogas, todo ello en un radio de unas cuantas manzanas, debe de tener también algún lado negativo.

Seguí paseando y finalmente me detuve para sentarme al borde de una jardinera frente al edificio rosa del New Orleans Center, tras el que se elevaba la torre del hotel Hyatt, donde esperé a Woolrich. En medio de la confusión de la noche anterior, quedamos para desayunar a la mañana siguiente. Había pensado alojarme en Lafayette o Baton Rouge, pero Woolrich me explicó que posiblemente la policía local prefería no tenerme tan cerca de la investigación y, como me señaló, él mismo residía en Nueva Orleans.

Dejé pasar veinte minutos y, al ver que no llegaba, empecé a caminar por Poydras Street, un desfiladero entre bloques de oficinas abarrotado ya de ejecutivos y turistas camino del Mississippi.

En Jackson Square, una multitud desayunaba en La Madeleine. El olor que desprendía el pan todavía en los hornos parecía atraer a la gente como a personajes de dibujos animados seducidos por la estela visible y serpenteante de un aroma. Pedí un café y un bollo y acabé de leer el Times-Picayune. En Nueva Orleans es casi imposible conseguir el New York Times. En algún sitio había leído que los ciudadanos de Nueva Orleans compraban menos ejemplares del New York Times que los de ninguna otra ciudad de Estados Unidos, si bien lo compensaban comprando más ropa de etiqueta que en ninguna otra parte. Si uno tiene todas las noches cenas de compromiso, no dispone de mucho tiempo para leer el New York Times.

Entre las magnolias y los plátanos de la plaza, los turistas contemplaban a los bailarines de claqué y a los mimos, y a un esbelto negro que se golpeaba las rodillas con un par de botellas de plástico con ritmo uniforme y sensual. Aunque una suave brisa soplaba desde el río, tenía la batalla perdida contra el calor de la mañana y se conformaba con agitar el pelo a los artistas que colgaban sus cuadros en la verja negra de hierro de la plaza y amenazaba con llevarse los naipes de las echadoras de cartas frente a la catedral.

Me sentía extrañamente alejado de lo que había visto en la casa de Tante Marie. Había temido que aquello avivara los recuerdos de lo que había presenciado en mi propia cocina, la visión de mi esposa y mi hija reducidas a carne, tendones y huesos. Sin embargo, sólo sentía cierta pesadumbre, como una manta mojada y oscura sobre mi conciencia.

Volví a hojear el periódico. La noticia de los asesinatos se había incluido al pie de la primera plana, pero no se habían facilitado a la prensa los detalles de las mutilaciones. Era difícil predecir cuánto tiempo podrían mantenerse en secreto; probablemente empezarían a circular rumores en el funeral.

En las páginas interiores aparecían las fotografías de dos cadáveres, el de Florence y el de Tee Jean, cuando los trasladaban a las ambulancias a través del puente. El puente había perdido firmeza a causa del tráfico y existía el temor de que se hundiera si las ambulancias intentaban pasar. Por fortuna, no se incluía ninguna foto de Tante Marie mientras la transportaban en una camilla especial, con aquel cuerpo enorme que parecía burlarse de la mortalidad incluso amortajado de negro.

Alcé la vista y vi que Woolrich se acercaba a la mesa. Se había cambiado el traje marrón por otro gris claro de hilo; el tostado había quedado salpicado con la sangre de Florence Aguillard. No se había afeitado y tenía ojeras. Pedí café y algo de bollería para él y permanecí callado mientras comía.

Había cambiado mucho desde que lo conocí, pensé. Tenía la cara más enjuta y, cuando la luz lo iluminaba desde cierto ángulo, sus pómulos parecían filos bajo la piel. Por primera vez me dio la impresión de que quizás estuviera enfermo, pero no se lo dije. Él mismo hablaría de ello cuando lo considerase oportuno.

Mientras comía, recordé la primera vez que lo vi, fue ante el cadáver de Jenny Ohrbach: una bella mujer de unos treinta años, que había mantenido la figura gracias al ejercicio regular y una cuidadosa dieta, y que, como se supo, había vivido rodeada de considerables lujos sin que se le conociera medio de vida alguno.

Yo estaba junto a su cadáver en un apartamento del Upper West Side una fría noche de enero. Las dos grandes contraventanas daban a un pequeño balcón sobre la calle 79 y el río, a dos manzanas de Zabar, la tienda de comida preparada de Broadway. No era nuestro territorio, pero Walter Cole y yo habíamos ido porque el modus operandi inicial parecía coincidir con el de dos allanamientos de morada con agravantes que estábamos investigando, uno de los cuales había provocado la muerte de una joven administrativa, Deborah Moran.

En el apartamento todos los policías iban con abrigo y algunos llevaban bufanda en torno al cuello. El apartamento estaba caldeado y nadie mostraba grandes prisas por volver a salir al frío, y menos todavía Cole y yo, pese a que aquello parecía un homicidio intencionado más que allanamiento de morada con agravantes. Aparentemente no habían tocado nada en el apartamento y, bajo el televisor, en un cajón, se encontró intacta una cartera con tres tarjetas de crédito y más de setecientos dólares en efectivo. Alguien había traído café de Zabar, y estábamos tomándolo en vasos de plástico, rodeándolos con ambas manos y disfrutando de la desacostumbrada sensación de calor en los dedos.

El forense casi había terminado su trabajo y los auxiliares médicos de una ambulancia esperaban para retirar el cadáver cuando entró en el apartamento un personaje desaliñado. Llevaba un abrigo marrón del mismo color que el jugo que desprende la carne asada, y la suela de uno de sus zapatos estaba desprendida en la parte delantera. A través del hueco asomaba un calcetín rojo y, por un agujero que tenía éste, un enorme pulgar. El pantalón marrón estaba tan arrugado como un periódico antiguo y la camisa blanca había renunciado a seguir luchando por mantener su tono natural, conformándose con la malsana palidez amarilla de una víctima de ictericia. Llevaba calado un sombrero de fieltro. Yo no había visto a nadie con un sombrero de fieltro en el escenario de un crimen desde el último ciclo de cine negro en la sala Angelika.

Pero fueron sus ojos lo que más me llamó la atención. Tenía una mirada viva, cínica y risueña, que parecía pasearse de acá para allá como una medusa a través del agua. Pese a su aspecto desarrapado, iba bien afeitado y exhibió unas manos impolutas cuando sacó unos guantes de plástico del bolsillo y se los puso.

– La noche está más fría que el corazón de una puta -comentó mientras se agachaba y, con delicadeza, acercaba un dedo a la barbilla de Jenny Ohrbach-. Fría como la muerte.

Noté que me rozaban en el brazo y, al volverme, vi a Cole a mi lado.

– ¿Quién demonios es usted? -preguntó.

– Soy de los buenos -contestó el personaje-. Mejor dicho, soy del FBI, con todo lo que eso implique para ustedes. -Nos enseñó su identificación-. Agente especial Woolrich.

Se levantó, suspiró y se quitó los guantes. A continuación hundió los guantes y las manos en los bolsillos del abrigo.

– ¿Qué lo ha obligado a salir en una noche como ésta? -pregunté-. ¿Ha perdido las llaves de las oficinas federales?

– ¡Vaya, el ingenio del Departamento de Policía de Nueva York! -replicó Woolrich con media sonrisa en los labios-. Menos mal que hay una ambulancia aquí, no sea que me descoyunte de la risa. -Ladeando la cabeza, examinó otra vez el cadáver y preguntó-: ¿Saben quién es?

– Sabemos su nombre, pero nada más -contestó un inspector que yo no conocía.

En ese momento, yo aún desconocía el nombre de la víctima. Sólo sabía que había sido una mujer bonita y ya no lo era. Le habían golpeado la cara y la cabeza con un trozo de cable coaxial que después habían abandonado junto al cuerpo. La alfombra de color crema estaba manchada de un rojo oscuro, y la sangre había salpicado las paredes y los sillones blancos de piel, caros y probablemente incómodos.

– Es la amiga de Tommy Logan -informó Woolrich.

– ¿El tipo de la recogida de basuras? -deduje.

– El mismo.

La compañía de Tommy Logan había conseguido varios contratos importantes de recogida de basuras en la ciudad durante los últimos dos años. Tommy, además, había ampliado el negocio a la limpieza de ventanas. O bien los chicos de Tommy limpiaban las ventanas de tu edificio o bien te quedabas sin ventanas que limpiar y posiblemente sin edificio. Cualquiera con semejante clase de contratos debía de tener buenos contactos.

– ¿Está interesada acaso la Brigada contra el Crimen Organizado en Tommy? -Era Cole quien preguntaba.

– Hay mucha gente interesada en Tommy. Cabe pensar que mucha más que de costumbre, en vista de que su novia yace muerta en la alfombra.

– ¿Cree que alguien, quizás, está mandándole un mensaje? -pregunté.

Woolrich se encogió de hombros.

– Es posible. Aunque quizá no habría estado de más que alguien le hubiera mandado un mensaje para recomendarle que contratara a un decorador que no se hubiera quedado ciego el año en que murió Elvis.

Tenía razón. El apartamento de Jenny Ohrbach era tan retro que no desentonaba con la pata de elefante y la perilla. Aunque eso a Jenny Ohrbach ya no le importaba.

Nunca se averiguó quién la había matado. Tommy Logan pareció sinceramente consternado cuando se le comunicó la muerte de su amante, tan consternado que incluso dejó de preocuparle que su esposa se enterara. Quizá Tommy decidió ser más generoso con sus socios como resultado de la muerte de Jenny Ohrbach, pero si fue así, sus negocios no duraron mucho más. Un año más tarde, Tommy Logan murió, degollado y arrojado por el Borden Bridge de Queens.

No obstante, volví a ver a Woolrich. Nuestros caminos se cruzaron de vez en cuando; fuimos a tomar una copa en un par de ocasiones antes de que yo volviera a casa y él a su apartamento vacío de Tribeca. Consiguió entradas para un partido de los Knicks; vino a casa a cenar; regaló a Jennifer un enorme elefante de peluche por su cumpleaños; me observó sin juzgarme ni entrometerse mientras yo arruinaba mi vida con el alcohol trago a trago.

Lo recuerdo en la fiesta de cumpleaños de Jenny, con un gorro de payaso de cartulina encasquetado y un envase del helado Cherry García de Ben & Jerry en la mano. Se le notaba incómodo allí sentado, con su traje arrugado, en medio de niños de tres y cuatro años y unos padres que los adoraban, pero también extrañamente feliz cuando ayudaba a los pequeños a hinchar un globo o les sacaba monedas de detrás de las orejas. Y les enseñó a sostener cucharillas en equilibrio sobre la nariz. Al marcharse, se advertía tristeza en su mirada. Sospecho que recordaba otros cumpleaños, cuando su hija era el centro de atención, antes de descarriarse.

Cuando Susan y Jennifer murieron, Woolrich me siguió hasta la comisaría y aguardó fuera durante las cuatro horas del interrogatorio. No podía volver a mi casa, y después de esa primera noche que pasé llorando en un vestíbulo del hospital, no podía alojarme en casa de Walter Cole, no sólo porque él participaba en la investigación, sino también porque yo no deseaba estar rodeado de una familia, no en esos momentos. Así que fui al pequeño y ordenado apartamento de Woolrich, con las paredes cubiertas de libros de poesía: Marvell, Vaughan, Richard Crashaw, Herbert, Jonson y Ralegh, cuyo «Peregrinación del hombre apasionado» citaba a veces. Me cedió su cama. El día del funeral permaneció detrás de mí bajo la lluvia sin protegerse del agua, y las gotas caían del ala de su sombrero como lágrimas.


– ¿Cómo te va? -pregunté por fin.

Hinchó las mejillas y resopló a la vez que movía un poco la cabeza de lado a lado, como esos perros de adorno en la bandeja trasera de los coches. Por su pelo se extendían mechones grises desde los claros plateados que tenía sobre las orejas. De las comisuras de sus ojos y de sus labios irradiaban arrugas como grietas en la porcelana resquebrajada.

– No muy bien -contestó-. He dormido tres horas, si puede llamarse «dormir» a despertarse cada veinte minutos en medio de destellos rojos. No puedo quitarme de la cabeza a Florence con la pistola y el momento en que se la metió en la boca.

– ¿Aún os veíais?

– No mucho. Alguna que otra vez. Últimamente nos habíamos encontrado en un par de ocasiones y yo fui a su casa hace unos días para ver si todo iba bien. ¡Dios, qué desastre!

Echó mano del periódico y leyó por encima la información sobre los asesinatos al tiempo que deslizaba el dedo al lado de cada párrafo ensuciándoselo de tinta. Cuando acabó, se miró la yema ennegrecida del índice, se la frotó suavemente con el pulgar y luego se limpió los dos dedos con una servilleta de papel.

– Tenemos una huella digital, una huella parcial -explicó como si ver las líneas y espirales de su propio dedo terminara de recordárselo.

Fuera, los turistas y el ruido parecieron alejarse y, ante mí, quedó sólo Woolrich con su mirada lánguida. Apuró el café y se limpió los labios con la servilleta.

– Por eso me he retrasado. Nos la han confirmado hace sólo una hora. La hemos comparado con las huellas de Florence, pero no es suya. Hay en ella rastros de sangre de la anciana.

– ¿Dónde la habéis encontrado?

– Debajo de la cama. Quizá se sujetó al armazón mientras cortaba, o tal vez resbaló. No parece que intentara borrarla. Estamos comparándola con las fichas locales y nuestros archivos generales de identificación de huellas. Si está en la base de datos, la encontraremos.

Las fichas no sólo incluían delincuentes, sino también funcionarios federales, inmigrantes, personal militar y todos aquellos que habían solicitado que se archivaran sus huellas a fin de facilitar su identificación llegado el caso. En las siguientes veinticuatro horas, la huella hallada en el lugar del crimen se contrastaría con otros doscientos millones más o menos.

Si resultaba ser la huella del Viajante, sería el primer avance real desde la muerte de Susan y Jennifer, pero no me hacía grandes ilusiones. Un hombre que había limpiado las uñas de mi esposa después de matarla difícilmente sería tan descuidado como para dejar su propia huella en el lugar del crimen. Miré a Woolrich y supe que pensaba lo mismo. Levantó la mano para pedir más café mientras contemplaba el gentío de Jackson Square y oía los resoplidos de los caballos que tiraban de los carruajes llenos de turistas en Decatur.

– Florence había ido de compras a Baton Rouge unas horas antes, y luego volvió a casa para cambiarse con la intención de ir a una fiesta de cumpleaños, el de una prima segunda. Te telefoneó desde algún bar de la zona de Breaux Bridge y volvió a casa. Estuvo allí hasta alrededor de las ocho y media y a eso de las nueve llegó a la fiesta de cumpleaños en Breaux Bridge. Según las declaraciones de testigos presenciales tomadas por la policía local, se la veía distraída y no se quedó mucho rato; al parecer, su madre había insistido en que fuera a la fiesta, y en que Tee Jean cuidaría de ella. Permaneció allí una hora, quizás hora y media, y regresó. Brennan, el dueño de la tienda de artículos de pesca, la vio unos treinta minutos después. Así que los asesinatos se cometieron en un intervalo de entre una y dos horas.

– ¿Quién se ocupa del caso?

– El grupo de Morphy, en teoría. En la práctica, la mayor parte recaerá en nosotros, ya que el modus operandi coincide con el de los asesinatos de Susan y Jennifer, y también porque yo quiero. Brillaud va a pincharte el teléfono por si te llama nuestro amigo. Eso significa que tendrás que quedarte cerca de la habitación del hotel por un tiempo, pero no veo qué otra cosa podemos hacer. -Eludió mi mirada.

– Estás dejándome fuera.

– No puedes involucrarte mucho en esto, Bird, ya lo sabes. Te lo he dicho antes y te lo repito: nosotros decidiremos en qué medida participas.

– En escasa medida.

– Pues sí, escasa. Escucha, Bird, tú eres nuestra conexión con ese tipo. Te ha telefoneado una vez y volverá a hacerlo. Esperaremos, veremos qué ocurre. -Extendió las anchas palmas de sus manos.

– La mató por la chica muerta. ¿Vais a buscar a la chica?

Woolrich alzó la vista en un gesto de frustración.

– ¿Dónde vamos a buscarla, Bird? ¿En todo el pantano, joder? Ni siquiera hay constancia de que esa chica haya existido. Tenemos una huella, seguiremos adelante con eso y veremos adónde nos lleva. Ahora paga la cuenta y vámonos. Tenemos cosas que hacer.


Me alojaba en un edificio restaurado de estilo Greek Revival, el Flaisance House, en Esplanade, una mansión blanca llena de muebles de personas que habían muerto hacía tiempo. Había elegido una habitación que había en la cochera reformada de la parte de atrás, en parte porque estaría más aislado, pero también porque incluía una alarma natural en forma de dos enormes perros que rondaban por el jardín y que, según el portero de noche, gruñían a quienquiera que no fuese huésped. En realidad, daba la impresión de que los perros se pasaban casi todo el día durmiendo a la sombra de una vieja fuente. Mi amplia habitación tenía balcón, un ventilador metálico en el techo, dos sólidos sillones de piel y un pequeño frigorífico que llené de botellas de agua.

Cuando llegamos al Flaisance, Woolrich encendió el televisor para ver un concurso que había a primera hora de la mañana y esperamos en silencio la visita de Brillaud. Llamó a la puerta unos veinte minutos después, tiempo suficiente para que una mujer de Tulsa ganara un viaje a Maui. Brillaud era un hombre de baja estatura y bien vestido, tenía unas pronunciadas entradas y el hábito de pasarse los dedos por el cabello cada pocos minutos como para asegurarse de que aún le quedaba algo. Detrás de él, por la escalera exterior de madera que conducía a las cuatro habitaciones de la cochera, dos hombres en mangas de camisa acarreaban con dificultad el equipo de vigilancia sobre una mesa metálica con ruedas.

– Ve preparándote, Brillaud -dijo Woolrich-. Espero que hayáis traído algo para leer.

Uno de los hombres en mangas de camisa enseñó un fajo de revistas y unos cuantos libros de bolsillo manoseados que había sacado de la repisa inferior de la mesa metálica.

– ¿Dónde estarás si te necesito? -preguntó Brillaud.

– Donde siempre -contestó Woolrich-. Por ahí.

A continuación se marchó.


Una vez, invitado por Woolrich, visité una sala anónima de las oficinas del FBI en Nueva York. Era la sala donde las brigadas dedicadas a investigaciones a largo plazo -crimen organizado, contraespionaje- supervisaban sus grabaciones. Seis agentes, sentados ante una hilera de magnetófonos de carrete activados por voz, registraban las llamadas siempre que los magnetófonos se ponían en marcha y anotaban concienzudamente la hora, la fecha y el tema de la conversación. En la sala reinaba un silencio casi absoluto, excepto por los chasquidos y el ronroneo de las grabadoras y el rasgueo de los bolígrafos sobre el papel.

A los federales les encantaba realizar escuchas telefónicas. Ya en 1928, cuando el FBI se llamaba Agencia de Investigación, el Tribunal Supremo autorizó poder intervenir teléfonos casi sin restricciones. En 1940, cuando el fiscal general Andrew Jackson intentó poner fin a las escuchas telefónicas, Roosevelt le ganó la partida y amplió las escuchas a las «actividades subversivas». Según la interpretación de Hoover, las «actividades subversivas» abarcaban desde tener una lavandería china hasta tirarse a la mujer de otro. Hoover era el rey de las escuchas telefónicas.

Ahora los federales ya no tenían que permanecer en cuclillas bajo la lluvia junto a cajas de empalmes intentando proteger sus cuadernos de los elementos. Normalmente basta con una orden judicial, seguida de una llamada a la compañía telefónica para que desvíe la señal. Cuando la persona en cuestión está dispuesta a cooperar, resulta aún más fácil. En mi caso, Brillaud y sus hombres ni siquiera tenían que hacinarse dentro de una furgoneta de vigilancia y olerse el sudor unos a otros.

Con la excusa de que iba a la cocina del edificio principal, me marché durante cinco minutos mientras Brillaud intervenía mi móvil y el teléfono fijo de la habitación. Al salir del Flaisance y cruzar el jardín, atraje la aburrida mirada de uno de los perros acurrucados a la sombra. Me dirigí a un teléfono público que había al lado de una tienda de alimentación a una manzana de allí. Desde allí llamé a Ángel. Me salió el contestador. En un mensaje, le expliqué la situación y le aconsejé que no me telefoneara al móvil.

En rigor, los federales deben reducir al mínimo necesario su intervención durante las escuchas telefónicas y las labores de vigilancia. En teoría, eso significa que los agentes han de pulsar el botón de pausa de la grabadora y quedarse al margen de la conversación, excepto para hacer alguna comprobación ocasional, si resulta obvio que se trata de una llamada privada sin relación con el asunto que los ocupa. En la práctica, sólo un idiota supondría que sus asuntos privados seguirían siendo privados en una línea intervenida, así que me pareció poco sensato mantener conversaciones con un allanador de moradas y un asesino mientras el FBI escuchaba. Después de dejar el mensaje, compré cuatro cafés en la tienda de alimentación, entré de nuevo en el Flaisance y subí a mi habitación, donde Brillaud, visiblemente nervioso, esperaba junto a la puerta.

– Podemos pedir que nos suban el café, señor Parker -dijo con tono de desaprobación.

– Nunca sabe igual -contesté.

– Tendrá que acostumbrarse -concluyó, y cerró la puerta cuando entré.


La primera llamada tuvo lugar a las cuatro de la tarde, después de pasarme horas viendo malos programas de televisión y leer el consultorio sentimental de ejemplares atrasados de Cosmopolitan. Brillaud se levantó al instante de la cama y, chasqueando los dedos, reclamó la atención de los técnicos, uno de los cuales ya estaba poniéndose los auriculares. Contó tres hacia atrás con los dedos y me indicó que cogiera el móvil.

– ¿Charlie Parker? -Era una voz de mujer.

– Sí, soy yo.

– Soy Rachel Wolfe.

Miré a los hombres del FBI y negué con la cabeza. Oí suspiros de alivio. Tapé el micrófono del móvil con la mano.

– Eh, mínima intervención, ¿recuerdan?

Se oyó un chasquido en la línea al detenerse el magnetófono. Brillaud volvió a tenderse sobre las sábanas limpias de la cama con los dedos entrelazados en la cabeza y los ojos cerrados.

Rachel pareció notar que ocurría algo.

– ¿Puede hablar?

– Tengo compañía. ¿Puedo telefonearla yo más tarde?

Me dio el número de teléfono de su casa y me dijo que no volvería hasta las siete y media de la tarde. Podía llamarla a partir de esa hora. Le di las gracias y colgué.

– ¿Una amiga? -preguntó Brillaud.

– Mi médica -contesté-. Padezco un síndrome de escasa tolerancia. Ella tiene la esperanza de que dentro de unos años aprenda a hacer frente a la curiosidad ajena.

Brillaud se sorbió ruidosamente la nariz pero no abrió los ojos.


La segunda llamada tuvo lugar a las seis. La humedad y el bullicio de los turistas nos habían obligado a cerrar la puerta del balcón y en el aire flotaba un acre olor a hombre. Esta vez no cabía duda de quién llamaba.

– Bienvenido a Nueva Orleans, Bird -dijo la voz a través del sintetizador, con tonos graves que parecían cambiar y oscilar como la bruma.

Permanecí en silencio por un momento y dirigí un gesto de asentimiento a los hombres del FBI. Brillaud se puso a localizar a Woolrich. En un monitor situado junto al balcón veía pasar un mapa tras otro y, a través de los auriculares de los hombres del FBI, oía débilmente la voz del Viajante.

– No era necesario que trajeras a tus amigos del FBI -dijo la voz, esta vez con la cadencia aguda y cantarina de una niña-. ¿Está ahí el agente Woolrich? -Volví a guardar silencio antes de responder, consciente del paso de los segundos y de las palabras «llamada anónima» en la pantalla del móvil-. ¡No me jodas, Bird! -exclamó, aún con voz infantil, pero esta vez con el tono malhumorado de una niña a quien se le ha prohibido salir a jugar con sus amigas, y el efecto resultaba aún más obsceno por el uso de una palabra malsonante.

– No, no está.

– Treinta minutos.

Se interrumpió la conexión.

– Lo sabe -dijo Brillaud, y se encogió de hombros-. No se alargará lo suficiente para que podamos localizarlo.

Volvió a tenderse en la cama a la espera de Woolrich.


Woolrich parecía agotado. Tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño y el aliento le olía mal. Desplazaba el peso del cuerpo de un pie al otro sin cesar, como si le apretaran los zapatos. A los cinco minutos de su llegada, volvió a sonar el teléfono. Brillaud hizo la cuenta atrás y contesté.

– Sí.

– No me interrumpas. Sólo escucha. -Parecía una voz femenina, la voz de una mujer a punto de contarle a su amante una fantasía secreta, pero distorsionada, inhumana-. Lamento mucho lo de la amiga del agente Woolrich, pero lo lamento sólo porque la eché de menos. Debería haber estado allí. Le había reservado algo especial, pero supongo que ella tenía sus propios planes. -Woolrich cerró los ojos con fuerza por un instante, pero no dio más señales de alterarse por lo que oía-. Espero que os gustara mi demostración -prosiguió la voz-, quizás estéis empezando a entender. Si no es así, no os preocupéis. Aún os queda mucho por ver. Pobre Bird. Pobre Woolrich. Unidos en el dolor. Intentaré encontraros compañía. -La voz cambió de nuevo. Esta vez pasó a ser grave y amenazadora-. No volveré a llamar. Es de mala educación escuchar conversaciones privadas. El próximo mensaje que os llegue de mí estará manchado de sangre. -La llamada concluyó.

– ¡Mierda! -exclamó Woolrich-. Decidme que tenéis algo.

– No tenemos nada -contestó Brillaud, y lanzó los auriculares a la cama-. El número cambia una y otra vez. Lo sabe.


Dejé a los hombres del FBI mientras cargaban su equipo en una furgoneta Ford blanca y crucé el Quarter hasta el Napoleon House para telefonear a Rachel Wolfe. Prefería no utilizar el móvil. Por alguna razón, su función como medio de contacto con un asesino parecía haberlo ensuciado. Además, necesitaba moverme después de tanto rato encerrado en mi habitación.

Descolgó cuando el timbre sonó por tercera vez.

– Soy Charlie Parker.

– Hola… -Dio la impresión de que le costaba decidir cómo llamarme.

– Llámame Bird.

– Muy observador.

Se produjo un silencio incómodo y, a continuación, preguntó:

– ¿Dónde estás? Se oye mucho ruido.

– Hay mucho ruido. Estoy en Nueva Orleans -respondí, y la informé lo mejor que pude de lo ocurrido. Escuchó en silencio y, en un par de ocasiones, oí el rítmico golpeteo de un bolígrafo contra el auricular al otro lado de la línea. Al acabar pregunté-: ¿Te dice algo alguno de estos detalles?

– No estoy segura. Me suenan vagamente de mi época de estudiante, pero dudo que consiga rescatar esa información del fardo de mi memoria. Me parece que he descubierto algo relacionado con la anterior conversación que mantuviste con ese hombre. Aunque no está muy claro. -Calló por un momento-. ¿Dónde te alojas?

Le di el número de teléfono del Flaisance. Repitió para sí el nombre y el número mientras tomaba nota.

– ¿Volverás a llamarme?

– No -contestó ella-. Pienso reservar una habitación e ir a Nueva Orleans.

Al colgar eché un vistazo al bar poco iluminado del Napoleon House. Estaba atestado de gente de la propia ciudad y visitantes de aspecto más o menos bohemio, algunos de ellos eran turistas que ocupaban las habitaciones de los pisos superiores. Por los altavoces sonaba una pieza clásica que no identifiqué y el aire estaba cargado de humo.

Había algo en las llamadas del Viajante que me inquietaba, aunque ignoraba qué era. Él sabía que yo estaba en Nueva Orleans cuando llamaba, sabía también dónde me alojaba, ya que conocía la presencia de los federales, y eso significaba que los procedimientos policiales no le eran ajenos y que tenía controlada la investigación, lo cual se correspondía con el perfil esbozado por Rachel.

Estaba vigilando el lugar del crimen cuando llegamos, o lo visitó poco después. Su rechazo a prolongar la conversación telefónica era comprensible, teniendo en cuenta que los federales estaban a la escucha, pero esa segunda llamada… La reproduje en mi mente para discernir la causa de mi malestar, pero no lo conseguí.

Estuve tentado de reservar habitación en el Napoleon House para respirar la sensación de vida y alegría en el viejo bar, pero volví al Flaisance. Pese al calor, me acerqué a las grandes contraventanas de la habitación, las abrí y salí al balcón, contemplé los edificios descoloridos y los balcones de hierro forjado de la parte superior del Quarter e inhalé los aromas que desprendía la comida de un restaurante cercano, mezclados con el humo y los gases de escape. Escuché los acordes de música de jazz que llegaban de un bar de Governor Nicholls, los gritos y carcajadas de quienes se dirigían a los garitos de Bourbon Street, en los que se mezclaba el cadencioso acento sureño con las voces de los turistas, el bullicio de la vida humana que desfilaba bajo mi ventana.

Y me acordé de Rachel Wolfe, y de cómo le caía el cabello sobre los hombros, de las pecas que salpicaban su cuello blanco.

33

Esa noche soñé con un anfiteatro que tenía los pasillos en pendiente y estaba lleno de ancianos. De las paredes pendían damascos y, desde lo alto, dos antorchas alumbraban el centro, ocupado por una mesa rectangular con los bordes curvos y las patas talladas en forma de huesos. Florence Aguillard yacía sobre la mesa con la matriz al descubierto y, junto a ella, un hombre con barba, envuelto en una toga oscura, se disponía a sajar usando un bisturí con la empuñadura de marfil. En torno al cuello y tras las orejas de ella se veía la marca de una soga y tenía la cabeza ladeada en un ángulo imposible.

Cuando el cirujano cortó el útero, salieron anguilas de dentro y cayeron al suelo. La muerta abrió los ojos e intentó gritar. El cirujano la amordazó con un trozo de arpillera y siguió cortando hasta que en los ojos de ella se apagó la luz.

Desde un rincón en penumbra del anfiteatro observaban unas figuras. Se acercaron a mí desde las sombras, eran mi mujer y mi hija, pero en ese momento las acompañaba una tercera, apenas una silueta, que se quedó más atrás, en la oscuridad. Ésta venía de un lugar frío y húmedo y despedía un olor denso y arcilloso de vegetación descompuesta, de carne tumefacta y desfigurada por los gases y la putrefacción. Yacía en un espacio pequeño y estrecho, con los lados rígidos, y en ocasiones los peces chocaban por fuera mientras ella esperaba. Cuando desperté, me pareció percibir su olor, y aún oía su voz…

«Auxilio.»

Y la sangre me zumbaba en los oídos. «Tengo frío. Auxilio.»

Y yo sabía que debía encontrarla.


Me despertó el timbre del teléfono de la habitación. Una luz tenue se filtraba a través de las cortinas y mi reloj marcaba las 8:35. Descolgué.

– ¿Parker? Soy Morphy. Mueve el culo. Te espero en La Marquise dentro de una hora.

Me duché, me vestí y me encaminé hacia Jackson Square tras los fieles madrugadores que acudían a la catedral de San Luis. Frente a la catedral, un titiritero intentaba atraerlos con el número del tragafuegos y un grupo de monjas negras se apiñaba bajo un parasol verde y amarillo.

En cierta ocasión, Susan y yo asistimos allí a una misa, bajo el techo ornamentado del templo, en que aparecía Cristo entre los pastores y, sobre el pequeño sagrario, la figura de Luis XI, Roi de France, anunciando la séptima cruzada.

La catedral había sido reconstruida por completo dos veces desde que la estructura de madera original, diseñada en 1724, ardiera durante el incendio del Viernes Santo de 1788, fecha en que ochocientos edificios fueron pasto de las llamas. La catedral actual tenía menos de ciento cincuenta años de antigüedad, y sus vidrieras, orientadas hacia la Place Jean-Paul Deux, eran un obsequio del gobierno español.

Resultaba extraño que recordase con semejante claridad los detalles después de tantos años. Pero los recordaba no tanto por su interés intrínseco como porque los asociaba a Susan. Los recordaba porque ella estaba conmigo cuando los descubrí, su mano en la mía, su cabello recogido y sujeto con una cinta de color aguamarina.

Por un momento, tuve la sensación de que si me ponía en el mismo sitio y recordaba las palabras que entonces pronunciamos, podría retrotraerme a aquel tiempo y sentirla cerca de mí, agarrándome de la mano, su sabor aún en mis labios, su fragancia en mi cuello. Si cerraba los ojos, la imaginaba recorriendo despreocupada el pasillo, su mano en la mía, respirando los aromas mezclados del incienso y las flores, pasando bajo las vidrieras, de la oscuridad a la luz, de la luz a la oscuridad.

Me arrodillé al fondo de la catedral, junto a la escultura de un querubín con un surtidor en las manos y los pies sobre una visión del mal, y recé por mi mujer y mi hija.


Morphy ya estaba en La Marquise, una pastelería de estilo francés en Chartres. Lo encontré sentado en el patio trasero, con la cabeza recién afeitada. Llevaba un pantalón largo de deporte de color gris, unas zapatillas Nike y un jersey de lanilla Timberland. Sobre la mesa, frente a él, había un plato de cruasanes y dos tazas de café. Untaba meticulosamente la mitad de un cruasán cuando me senté ante él.

– Te he pedido café. Toma un cruasán.

– Me apetecía café, gracias. ¿Tienes el día libre?

– ¡Qué va! Simplemente me he escaqueado de la ronda matutina. -Tomó una mitad del cruasán y se la metió entera en la boca, utilizando el dedo para acabar de embutírselo. Sonrió con los carrillos hinchados-. Mi mujer no me deja hacer esto en casa. Dice que le recuerdo a un niño que se atiborra de comida en una fiesta de cumpleaños. -Tragó y se puso manos a la obra con la otra mitad del cruasán-. La policía del distrito de St. Martin ha quedado fuera de la película, aparte de andar por ahí buscando ropa ensangrentada debajo de las rocas. Woolrich y los suyos han asumido casi todo el peso de la investigación. A nosotros no nos queda gran cosa que hacer, excepto el trabajo de fondo.

Sabía qué haría Woolrich. Las muertes de Tante Marie y de Tee Jean confirmaban la existencia de un asesino en serie. Los detalles quedarían en manos de la Unidad de Apoyo a la Investigación del FBI, la atosigada sección responsable del asesoramiento sobre técnicas de interrogatorio y negociación en secuestros con rehenes, así como del VICAP, el ABIS -los programas de prevención de actos de piromanía y atentados terroristas- y, vital en este caso, de la elaboración de perfiles criminales. De los treinta y seis agentes de la unidad, sólo diez trabajaban en los perfiles, enclaustrados en un laberinto de oficinas a veinte metros bajo tierra, los sótanos que antes albergaban el refugio antinuclear del director del FBI en Quantico.

Y mientras los federales estudiaban las pruebas e intentaban reproducir la imagen del Viajante, la policía continuaba buscando sobre el terreno huellas físicas del asesino en las inmediaciones de la casa de Tante Marie. Podía imaginármelos: hileras de agentes a través de la maleza iluminados por la luz cálida y verdosa que se filtraba entre los árboles. Se les hundirían los pies en el barro y se les engancharían los uniformes en las zarzas mientras examinaban el suelo que pisaban. Otros avanzarían a través de las aguas verdes del Atchafalaya, matando a palmadas insectos que ni siquiera veían y con las camisas empapadas de sudor.

La casa de la familia Aguillard había quedado llena de sangre. El Viajante debía de estar bañado en ella al acabar su labor. Seguramente llevaba un mono y conservarlo era demasiado arriesgado. Era probable que lo hubiera tirado al pantano, o bien que lo. hubiera enterrado o destruido. Yo suponía que lo había destruido, pero la búsqueda debía continuar.

– Ahora yo tampoco tengo mucho que ver con la investigación -dije.

– Ya me he enterado. -Se comió otro trozo de cruasán y apuró el café-. Si has acabado, en marcha.

Dejó el dinero sobre la mesa, y salí tras él. Aparcado a media manzana de allí estaba el mismo Buick destartalado que nos había seguido a la casa de Tante Marie, con el rótulo policía de servicio escrito a mano y pegado con cinta adhesiva sobre el salpicadero. Bajo una de las varillas del limpiaparabrisas se agitaba una multa de aparcamiento.

– ¡Mierda! -exclamó Morphy a la vez que arrojaba la multa a un cubo de basura-. Aquí ya nadie respeta la ley.


Fuimos en coche hasta el complejo de viviendas de protección oficial Desire, un inhóspito paisaje urbano donde los jóvenes negros holgazaneaban en solares llenos de desechos o jugaban a los aros con desgana en patios alambrados. Las manzanas formadas por casas de dos plantas parecían barracones, alineados en calles con nombres que parecían chistes malos, como Piedad, Abundancia y Humanidad. Estacionamos cerca de una licorería, protegida como una fortaleza, y los jóvenes de alrededor se escabulleron al oler a policía. Incluso allí la característica calva de Morphy era, por lo visto, reconocida al instante.

– ¿Conoces bien Nueva Orleans? -preguntó Morphy al cabo de un rato.

– No -contesté.

Bajo su jersey de lanilla, se veía el bulto de la pistola. Tenía las manos encallecidas de agarrar barras de pesas, e incluso sus dedos eran musculosos. Cuando movía la cabeza, los músculos y los tendones sobresalían de su cuello como serpientes deslizándose bajo su piel.

A diferencia de la mayoría de los culturistas, Morphy transmitía una sensación de peligro contenido, y de que aquellos músculos no eran sólo para exhibirlos. Yo sabía que había matado a un hombre en un bar de Monroe, un chulo que había disparado contra una de sus chicas y contra el cliente que estaba con ella en la habitación de un hotel de Lafayette. El chulo, un criollo de cien kilos llamado Le Mort Rouge, le había clavado a Morphy una botella rota en el pecho y luego; había intentado estrangularlo en el suelo. Morphy, tras asestar varios puñetazos en la cara y el cuerpo a su agresor, había conseguido por fin agarrarlo por el cuello, y los dos permanecieron así, uno en manos del otro, hasta que algo estalló en la cabeza de Le Mort y cayó de costado contra la barra. Cuando llegó la ambulancia, ya estaba muerto.

Había sido una pelea limpia, pero, sentado junto a Morphy en el coche, me acordé de Luther Bordelon. Éste era un matón, de eso no cabía duda. Sus agresiones se remontaban a sus tiempos de delincuente juvenil y se sospechaba que había violado a una joven turista australiana. La chica había sido incapaz de identificar a Bordelon en una rueda de reconocimiento y no habían quedado pruebas físicas del violador en el cuerpo de la víctima, porque había utilizado un condón y la había obligado después a lavarse el pubis con una botella de agua mineral, pero al Departamento de Policía de Nueva Orleans le constaba que había sido Bordelon. A veces las cosas son así.

La noche que murió Bordelon, éste había estado bebiendo en un bar irlandés del Quarter. Llevaba una camiseta y un pantalón corto blancos, y, más tarde, tres clientes del bar con los que había jugado al billar declararon bajo juramento que Bordelon no iba armado. Sin embargo, Morphy y su compañero, Ray Garza, informaron de que Bordelon les había disparado cuando intentaron someterlo a un interrogatorio de rutina y había resultado muerto en el posterior intercambio de disparos. Junto al cadáver se halló un arma sin dos de las balas en el cargador. Una Smith & Wesson modelo 60 que tenía por lo menos veinte años. El número de serie del arma había sido borrado con lija del armazón bajo el montante del cilindro, lo cual hacía difícil identificarla, y, según el informe de Balística, era la primera vez que se utilizaba para cometer un delito en la ciudad de Nueva Orleans.

La presencia de aquel arma parecía un amaño, y esa impresión tuvo la División de Integridad Policial de Nueva Orleans, pero Garza y Morphy se mantuvieron en sus trece. Un año más tarde, Garza había muerto, apuñalado cuando intentaba mediar en una reyerta en el Irish Channel, y Morphy había sido trasladado a St. Martin, donde compró una casa. Eso fue todo. Así acabó la historia.

Morphy señaló hacia un grupo de jóvenes negros, con los fondillos de los vaqueros a la altura de las rodillas y enormes zapatillas de deporte que resonaban en la acera al andar. Nos devolvieron la mirada sin inmutarse, como si nos retaran. En el estéreo que llevaban sonaban los Wu-Tang Clan, una música para desatar la revolución. Me produjo cierto placer perverso reconocer al grupo. Charlie Parker compinche honorario.

Morphy hizo una mueca.

– Ése es el peor ruido que he oído en mi vida. Joder, esta gente inventó el blues. Si Robert Johnson oyera esta mierda, sabría con toda seguridad que había vendido el alma al diablo y había ido derecho al infierno. -Encendió la radio del coche y saltó de emisora en emisora con cara de insatisfacción. Resignado, puso una cinta y el cálido sonido de Little Willie John llenó el coche-. Yo me crié en Metairie, antes de que las viviendas subvencionadas invadieran esta ciudad. No diré que mis mejores amigos fueran negros ni nada por el estilo…, la mayoría de los negros iba a colegios públicos y yo no, pero nos llevábamos bien.

«Cuando aparecieron las viviendas subvencionadas eso se acabó. Desire, Iberville, Lafitte eran sitios donde uno no quería ni poner los pies si no iba armado hasta los dientes. Llegó el cabrón de Reagan y las cosas empeoraron. Dicen que ahora hay aquí más sífilis que hace cincuenta años, ¿lo sabías? La mayoría de estos chicos ni siquiera está vacunada contra las paperas. Si uno tiene una casa en esta parte de la ciudad lo mismo daría si la abandonara y la dejara pudrirse. Carece por completo de valor. -Movió la cabeza en un gesto de desolación y dio una palmada al volante-. Ante semejante pobreza, algunos pueden ganar fortunas si ponen la cabeza a trabajar. Muchos se disputan una tajada de los ingresos que proporcionan las viviendas protegidas, se disputan también una tajada en otras cosas: el valor del suelo, la propiedad, el alcohol, el juego.

– ¿Quién, por ejemplo?

– Por ejemplo, Joe Bonanno. Su gente dirige aquí el cotarro desde hace más o menos una década, controla el suministro de crack, caballo, lo que sea. Han intentado abarcar también otros negocios. Se habla de que quieren abrir un gran centro de ocio entre Lafayette y Baton Rouge, quizá construir un hotel. Quizá sólo pretendan echar allí unos cuantos ladrillos y cemento y declararse en quiebra por sobrecarga fiscal, y así blanquear dinero. -Dirigió una mirada ponderativa a las casas de alrededor-. Y aquí se crió Joe Bones -añadió con un suspiro, como si no entendiera que un hombre se dedicara a socavar el lugar donde se crió y llegó a la vida adulta. Volvió a poner el coche en marcha y, mientras conducía, me contó la historia de Joe Bones.

Salvatore Bonanno, el padre del Joe, tenía un bar en el Irish Channel, a pesar de que las bandas del barrio no creían que un italiano tuviera cabida en una zona donde la gente ponía a sus hijos nombres de santos irlandeses y donde predominaba una mentalidad sureña. La actitud de Sal no era especialmente honorable; nacía del pragmatismo. En la Nueva Orleans de posguerra de Chep Morrison se podía hacer mucho dinero si uno estaba dispuesto a encajar los golpes y untar las manos adecuadas.

El bar de Sal fue el primero de la serie de bares y locales nocturnos que adquirió. Tenía que saldar deudas, y los ingresos de un solo bar en el Irish Channel no iban a satisfacer a sus acreedores. Ahorró y compró un segundo bar, esta vez en Chartres, y a partir de ahí nació su pequeño imperio. En algunos casos bastaba con una sencilla transacción económica para tener el local que deseaba; en otros, se requerían métodos de persuasión más enérgicos. Cuando éstos no surtían efecto, la cuenca del Atchafalaya tenía agua suficiente para ocultar un gran número de pecados. Poco a poco, organizó su propio equipo para llevar el negocio, para tener contentas a las autoridades municipales, a la policía, a la alcaldía, a todos, y para hacer frente a las consecuencias cuando aquellos que ocupaban un puesto en la parte baja de la cadena alimentaria intentaban prosperar a costa de Sal.

Sal Bonanno contrajo matrimonio con María Cuffaro, natural de Gretna, al este de Nueva Orleans, cuyo hermano era uno de los hombres de confianza de Sal. Ésta le dio una hija, que murió de tuberculosis a los siete años, y un hijo que murió en Vietnam. Ella murió de cáncer de mama en 1958.

Pero la auténtica debilidad de Sal era una tal Rochelle Hines. Rochelle era lo que llamaban una «mujer de color amarillo oscuro», es decir, una negra cuya piel parecía casi blanca después de generaciones de mestizaje. Tenía la piel clara como la mantequilla, en palabras de Morphy, pero en su partida de nacimiento se leía: «Negra, ilegítima». Era alta, y su cabello largo y oscuro enmarcaba unos ojos almendrados y unos labios tiernos, anchos y tentadores. Tenía una figura capaz de parar un reloj, y corrían rumores de que en otro tiempo había ejercido la prostitución, aunque si era así, Sal Bonanno puso fin rápidamente a esas actividades. Bonanno le compró una casa en el Garden District y empezó a presentarla como su esposa tras la muerte de María. Probablemente no fue muy sensato. En la Louisiana de finales de los años cincuenta, la segregación racial formaba parte de la realidad cotidiana. Ni siquiera Louis Armstrong, que se crió en la ciudad, podía tocar con músicos blancos en Nueva Orleans, porque el estado de Louisiana prohibía las actuaciones en la ciudad de bandas racialmente integradas.

Así pues, si bien los blancos podían mantener queridas negras y tratar con prostitutas negras, un hombre que presentara como esposa a una negra, por clara que fuese su piel, andaba buscándose problemas. Cuando ella dio a luz un hijo, Sal insistió en ponerle su apellido y llevó al niño y a la madre a conciertos en Jackson Square empujando el enorme cochecito blanco por la hierba y haciendo gorgoritos a su hijo.

Quizá pensó Sal que su dinero lo protegería; quizá simplemente le traía sin cuidado. Se aseguró de que Rochelle estuviera siempre custodiada, de que no saliera sola de casa, de que nadie se acercara a ella. Pero al final no fueron a por Rochelle.

Una calurosa noche de julio de 1964, cuando su hijo tenía cinco años, Sal Bonanno desapareció. Lo encontraron tres días después, atado a un árbol a orillas del lago Cataouatche, con la cabeza casi separada del tronco. Parecía evidente que alguien había decidido aprovechar su relación con Rochelle Hines como excusa para apropiarse de sus negocios. La propiedad de sus locales nocturnos y bares se traspasó a un consorcio comercial con intereses en Reno y Las Vegas.

En cuanto hallaron a su «marido», Rochelle Hines se esfumó con su hijo, unas cuantas joyas y un poco de dinero en efectivo antes de que alguien se les echara encima. Reapareció un año más tarde en la zona que después se conocería como Desire, donde una hermanastra suya alquilaba una casa. La muerte de Sal había arruinado su vida: era alcohólica y adicta a la morfina.

Fue allí, entre las viviendas subvencionadas en construcción, donde se crió Joe Bones, de piel aún más clara que su madre, con una actitud hostil contra negros y blancos, ya que ni unos ni otros lo aceptaban. Joe Bones era un joven lleno de rencor, y lo volcó en el mundo que lo rodeaba. En 1990, diez años después de la muerte de su madre en un mugriento camastro en una de las casas del barrio, tenía más bares que su padre treinta años antes, y cada mes llegaban de México aviones cargados de cocaína destinada a las calles de Nueva Orleans y zonas del norte, este y oeste.

– Ahora Joe Bones se hace pasar por blanco y nadie le lleva la contraria -dijo Morphy-. En todo caso, ¿cómo va a hablar alguien con los huevos en la garganta? Ahora Joe no tiene tiempo para los hermanos. -Rió en silencio-. No hay nada peor que un hombre que no se lleva bien con su familia política.

Nos detuvimos en una gasolinera y Morphy llenó el depósito. Luego regresó con dos refrescos. Nos los tomamos junto a los surtidores viendo pasar los coches.

– Ahora hay otra banda, los Fontenot, y también ellos tienen la vista puesta en las viviendas subvencionadas. Son dos hermanos, David y Lionel. La familia era de Lafayette, creo, y aún tiene lazos allí, pero vino a Nueva Orleans en los años veinte. Los Fontenot son ambiciosos y violentos, y opinan que, quizás, a Bonanno le ha llegado la hora. Todo esto ha ido a más desde hace alrededor de un año, y puede que los Fontenot tengan algo planeado para Joe Bones.

Los Fontenot no eran jóvenes -los dos pasaban ya de los cuarenta- pero habían ido estableciéndose gradualmente en Louisiana y en la actualidad dirigían sus operaciones desde un complejo situado en Delacroix, con alambradas, perros y hombres armados, entre los que había un grupo principal de cajuns procedentes de Acadiana. Estaban metidos en el juego, la prostitución y en parte en las drogas. Tenían bares en Baton Rouge, y uno o dos en Lafayette. Si pudieran quitarse de en medio a Joe Bones, probablemente se abrirían camino en el mercado de la droga a gran escala.

– ¿Sabes algo de los cajuns? -preguntó Morphy.

– No, aparte de su música no conozco nada más.

– Son una minoría perseguida en este estado y en Texas. Durante el boom del petróleo, no conseguían trabajo porque los tejanos se negaban a darles empleo. La mayoría de ellos hicieron lo que hacemos todos en tiempos difíciles: ponerse manos a la obra e intentar sobrevivir de la mejor manera posible. Hubo enfrentamientos con los negros, porque los negros y los cajuns se disputaban el mismo puñado de empleos, y se produjo algún que otro hecho lamentable, pero la mayoría de la gente hizo lo que pudo por mantener unidos cuerpo y alma sin incumplir demasiadas leyes.

»Roland Fontenot, el abuelo, dejó todo eso atrás cuando vino a Nueva Orleans siguiendo los pasos de otra oscura rama de la familia. Pero los chicos no olvidaron sus raíces. Cuando las cosas se complicaron en los años setenta, se rodearon de un grupo de desafectos, muchos jóvenes cajuns y unos cuantos negros, y de algún modo consiguieron que la combinación no les estallara en las narices. -Morphy tamborileó con los dedos en el salpicadero-. A veces pienso que quizá todos somos responsables de que existan los Fontenot. Son un castigo divino, por el modo en que fue tratada su gente. Quizá Joe Bones sea también un castigo divino, un recordatorio de lo que ocurre cuando se oprime a una parte de la población.

Según Morphy, Joe Bones tenía una vena sádica. En una ocasión mató a un hombre quemándolo poco a poco con ácido durante toda una tarde, y algunos pensaban que le faltaba una parte del cerebro, la parte que controla las acciones irracionales en la mayoría de los hombres. Los Fontenot eran distintos. Mataban pero mataban como hombres de negocios al cerrar una operación poco beneficiosa o insatisfactoria. Mataban de manera profesional, sin entusiasmo. A ojos de Morphy, los Fontenot y Joe Bones eran mala gente por igual. Simplemente tenían maneras distintas de manifestarlo.

Me acabé el refresco y tiré la lata. Morphy no era la clase de hombre que cuenta una historia por simple placer. Todo aquello conducía a alguna parte.

– ¿Cuál es el problema, Morphy? -pregunté.

– El problema es que la huella digital que encontramos en la casa de Tante Marie es de Tony Remarr, uno de los hombres de Joe Bones.

Mientras él arrancaba el coche y salía a la calle reflexioné sobre ello e intenté hallar una relación entre aquel nombre y algún incidente ocurrido en Nueva York, cualquier cosa que pudiera vincularme a Remarr. No encontré nada.

– ¿Crees que fue él? -preguntó Morphy.

– ¿Y tú?

– No, imposible. De entrada, sí, quizás. En fin, la vieja era dueña de esas tierras. No sería muy difícil drenar aquello para construir algo.

– Eso si alguien contemplaba la posibilidad de abrir un gran hotel y construir un centro de ocio.

– Exacto, o si pretendía convencer a otro de que sus intenciones eran lo bastante serias para plantar allí unos cuantos ladrillos. Es decir, un pantano es un pantano. En el supuesto de que consiguiera los permisos de obras, ¿quién quiere compartir el aire cálido de la noche con una muchedumbre de bichos que incluso Dios se arrepiente de haber creado?

»Sea como fuera, la vieja no estaba dispuesta a vender. Era sagaz. Los suyos habían sido enterrados allí desde hacía generaciones. El propietario inicial, un sureño cuyos antepasados se remontaban a los Borbones, murió en el sesenta y nueve. En su testamento dejó dicho que debía ofrecerse a los arrendatarios la opción de compra de las tierras a un precio razonable.

»Casi todos los arrendatarios eran de la familia Aguillard, e invirtieron todo el dinero que tenían en esas tierras. La vieja tomaba todas las decisiones por ellos. Sus antepasados están allí y su historia en esas tierras empieza en la época en que llevaban grilletes en los tobillos y cavaban canales con sus propias manos.

– Es decir, Bonanno la había presionado para que vendiera pero ella se negaba, así que él decidió llevar las cosas más lejos -comenté.

Morphy asintió con la cabeza.

– Es posible que enviara a Remarr a presionarla más aún, quizás amenazando a la chica o a algunos de los niños, quizás incluso matando a uno, pero al llegar la encuentra muerta. Y quizá Remarr. Por la impresión, actúa de manera descuidada, piensa que no ha dejado el menor rastro y se marcha en plena noche.

– ¿Sabe Woolrich todo eso?

– Casi todo, sí.

– ¿Vais a detener a Bonanno?

– Lo detuvimos anoche y lo soltamos al cabo de una hora, acompañado de un abogado de altos vuelos que se llama Rufus Thibodeaux. Sostiene que no ha visto a Remarr desde hace tres o cuatro días, y no hay quien lo saque de ahí. Dice que él es el más interesado en encontrar a Remarr, por el dinero de cierto negocio en West Baton Rouge. Es todo una patraña, pero no se aparta del guión. Creo que Woolrich intentará ejercer cierta presión sobre sus actividades mediante el Departamento de Lucha contra el Crimen Organizado y el de Narcóticos, o sea, apretarle las tuercas para ver si cambia de idea.

– Eso puede llevar su tiempo.

– ¿Se te ocurre algo mejor?

Me encogí de hombros.

– Quizá.

Morphy entornó los ojos.

– No vayas a tontear con Joe Bones, ¿me oyes? Joe no es como vuestros muchachos de Nueva York, sentados en clubes sociales de Little Italy con los dedos en las asas de sus tazas de café, soñando con los tiempos en que todos los respetaban. Joe no tiene tiempo para eso; Joe no quiere que la gente lo respete; Joe quiere que la gente se muera de miedo al verlo.

Doblamos en Esplanade. Morphy puso el intermitente y se detuvo a unas dos manzanas del Flaisance. Miró por la ventanilla y tamborileó con el dedo índice de la mano derecha contra el volante siguiendo algún ritmo que sonaba en su cabeza. Presentí que tenía algo que añadir. Decidí dejar que lo dijera cuando lo considerase oportuno.

– Has hablado con ese tipo, el que mató a tu mujer y a tu hija, ¿verdad?

Asentí.

– ¿Es el mismo individuo? ¿El mismo que liquidó a Tee Jean y la vieja?

– Me telefoneó ayer. Es él.

– ¿Dijo algo?

– Los federales lo tienen grabado. Dice que volverá a actuar. -Morphy se frotó la nuca con la mano y cerró los ojos con fuerza. Supe que en su mente veía otra vez a Tante Marie-. ¿Vas a quedarte aquí?

– Durante un tiempo, sí.

– Es posible que a los federales no les guste.

Sonreí.

– Lo sé.

Morphy me devolvió la sonrisa.

Buscó bajo su asiento y me entregó un sobre marrón alargado. -Seguiremos en contacto.

Me guardé el sobre bajo la chaqueta y salí del coche. Me saludó discretamente con la mano al alejarse entre el tráfico del mediodía.


Abrí el sobre en la habitación del hotel. Contenía fotografías del lugar del asesinato y fotocopias de algunos fragmentos de los informes policiales, todo grapado. Incluía, por separado, el informe forense; una parte estaba resaltada con rotulador amarillo fosforescente.

El forense había hallado restos de clorhidrato de ketamina en los cuerpos de Tante Marie y Tee Jean, equivalentes a una dosis de un miligramo por kilo de peso. Según el informe, la ketamina era un fármaco poco común, un tipo especial de anestésico empleado para ciertas intervenciones quirúrgicas menores. Nadie sabía exactamente cómo actuaba, excepto por el hecho de que presentaba analogías con la fenciclidina, incidía en zonas del cerebro y afectaba al sistema nervioso central.

Cuando yo pertenecía aún al cuerpo de policía, empezaba a convertirse en la droga preferida en los locales nocturnos de Nueva York y Los Angeles, distribuida por lo general en cápsulas o comprimidos que se obtenían calentando el anestésico líquido para evaporar el agua, tras lo cual quedaba ketamina cristalizada. Los consumidores describían el viaje con ketamina como «nadar en la piscina K», porque distorsionaba la percepción del cuerpo y producía la sensación de estar flotando en un medio blando y a la vez consistente. Otros efectos secundarios incluían las alucinaciones, la distorsión de la percepción del espacio y el tiempo, y experiencias extracorporales.

El forense señalaba que la ketamina podía utilizarse para inmovilizar animales por medios químicos, ya que producía parálisis y aliviaba el dolor sin impedir el normal funcionamiento de los reflejos faríngeo-laríngeos. Con este propósito, conjeturaba, había inyectado el asesino la sustancia a Tante Marie y a Tee Jean Aguillard.

Mientras eran desollados y diseccionados, concluía el informe, Tante Marie y su hijo eran plenamente conscientes.

34

Cuando terminé de leer el informe del forense, me puse ropa de deporte y las zapatillas de hacer jogging y corrí unos siete kilómetros por el Riverfront Park, pasando una y otra vez junto a la muchedumbre que hacía cola para embarcarse en el vapor con paletas Natchez, cuyo silbato emitía melodías que se propagaban como emisarios de orilla a orilla del Mississippi. Cuando acabé, estaba bañado en sudor y me dolían las rodillas. Sólo tres años antes siete kilómetros no me habrían representado un esfuerzo tan grande. Me hacía viejo. Pronto empezaría a interesarme por las sillas de ruedas y notaría en las articulaciones cualquier amenaza de lluvia.

Al regresar al Flaisance me encontré con un mensaje de Rachel Wolfe en el que me anunciaba que vendría esa noche. El número de vuelo y la hora de llegada aparecían anotados al pie del papel. Me acordé de Joe Bones y pensé que quizás a Rachel Wolfe le gustaría ir acompañada en el vuelo a Nueva Orleans.

Telefoneé a Ángel y a Louis.


La familia Aguillard recogió los cadáveres de Tante Marie, Tee Jean y Florence ese mismo día unas horas más tarde. Una funeraria de Lafayette cargó el féretro de Tante Marie en un ancho coche fúnebre. Los ataúdes de Tee Jean y Florence iban en otro coche, uno al lado del otro.

Los Aguillard, con Raymond, el hijo mayor, a la cabeza, y acompañados por un reducido grupo de amigos de la familia, siguieron a los coches fúnebres en tres furgonetas descubiertas, hombres y mujeres de piel morena sentados en trozos de arpillera, entre piezas de máquinas y útiles de labranza. Permanecí detrás de ellos cuando se desviaron de la autovía y tomaron el camino surcado de roderas. Dejaron atrás la casa de Tante Marie -la brisa agitaba ligeramente las cintas del precinto policial- y siguieron hacia la de Raymond Aguillard.

Era un hombre alto y huesudo de unos cincuenta años, con cierto exceso de peso pero un físico aún imponente. Vestía un traje oscuro de algodón, una camisa blanca y una corbata fina de color negro. Tenía los ojos ribeteados de llorar. Yo lo había visto un momento la noche que se hallaron los cuerpos, un hombre fuerte que intentaba mantener unida a su familia ante una pérdida violenta.

Advirtió mi presencia mientras descargaban los ataúdes y los acarreaban hasta la casa, el de Tante Marie entre los forcejeos de un grupo de hombres. Yo destacaba porque era la única cara blanca en el cortejo. Una mujer, probablemente hija de Tante Marie, me lanzó una fría mirada al pasar junto a mí flanqueada por dos mujeres de más edad. Cuando estuvieron los cuerpos dentro de la casa, una construcción de listones no muy distinta de la de Tante Marie, Raymond besó un pequeño crucifijo que llevaba colgado del cuello y se acercó despacio a mí.

– Yo sé quién es usted -dijo cuando le tendí la mano. Tardó un instante en aceptarla y estrechármela en un apretón breve pero firme.

– Lo siento -me disculpé-. Siento todo lo que ha pasado.

Asintió con la cabeza.

– Lo sé.

Siguió adelante, más allá de la cerca que delimitaba la casa, y se detuvo junto al camino con la mirada fija en aquella franja de tierra. Un par de ánades reales nos sobrevolaron, su aleteo cada vez más lento a medida que se aproximaban al agua. Raymond los contempló con cierta envidia, la envidia que siente un hombre transido de pena hacia todo aquello ajeno a su dolor.

– Algunas de mis hermanas piensan que usted trajo a ese hombre. Piensan que no tiene derecho a estar aquí.

– ¿Eso cree usted?

No contestó. Al cabo de un rato continuó:

– Ella presintió que ese hombre venía. Quizá por eso mandó a Florence a la fiesta, para alejarla de él. Y por eso le hizo venir a usted: presintió que él venía, y creo que sabía quién era. -Tenía la voz empañada.

Acarició el crucifijo, deslizando el pulgar arriba y abajo. Noté que la elaborada talla original -aún se distinguían detalles de las volutas de los bordes- se había desgastado casi por completo debido al roce de la mano de aquel hombre a lo largo de los años.

– No lo considero culpable de lo que le ha ocurrido a mi madre y a mis hermanos. Mi madre hizo siempre lo que creía correcto. Quería encontrar a esa chica y detener al hombre que la mató. Y en cuanto a Tee Jean… -En sus labios se dibujó una triste sonrisa-. Según el policía, lo golpearon por detrás tres veces, quizá cuatro, y a pesar de eso tenía magullados los nudillos porque intentó defenderse de ese hombre.

Raymond carraspeó y respiró hondo, con la cabeza un poco inclinada hacia atrás como quien ha recorrido una larga distancia aguantando el dolor.

– ¿Se llevó a su mujer y a su hija? -preguntó.

Era más una afirmación que una pregunta, pero contesté de todos modos.

– Sí, se las llevó. Como usted ha dicho, Tante Marie creía que también se había llevado a otra chica.

Se apretó las comisuras de los ojos con los dedos pulgar e índice de la mano derecha y parpadeó para contener las lágrimas.

– Lo sé. La he visto.

El mundo a mi alrededor pareció quedar en silencio cuando me abstraje del canto de los pájaros, del susurro del viento en los árboles, del chapoteo lejano del agua en las orillas. Sólo quería oír la voz de Raymond Aguillard.

– ¿Ha visto a esa chica?

– Eso he dicho. Junto a un cenagal de Honey Island, hace tres noches. La noche antes de morir mi madre. También la he visto otras veces. Mi cuñado pone trampas en esa zona. -Se encogió de hombros. Honey Island era una reserva natural-. ¿Es usted supersticioso, señor Parker?

– Tengo que ir -contesté-. ¿Cree usted que es allí donde se encuentra, en Honey Island?

– Podría ser. Mi madre decía que ignoraba dónde se encontraba, sólo sabía que existía. Sabía que la chica estaba en alguna parte. Yo no me explico cómo lo sabía, señor Parker. Nunca comprendí el don de mi madre. Pero un día la vi, una figura cerca de un cipresal, con la cara envuelta en una especie de oscuridad, como si se la cubriera una mano, y supe que era ella. -Bajó la vista y, con la puntera del zapato, empezó a golpetear una piedra incrustada en la tierra. Cuando por fin consigue sacarla y echarla a un lado sobre la hierba, pequeñas hormigas negras corretearon y escaparon del agujero, y la entrada del hormiguero quedó totalmente al descubierto-. He oído que otros la han visto también, gente que va por allí a pescar o a echar un vistazo al aguardiente que destilan en alguna choza.

Observó las hormigas que pululaban alrededor de su zapato; algunas se encaramaban por el borde de la suela. Con delicadeza, levantó el pie, lo sacudió y se apartó.

Raymond me explicó que Honey Island tenía una superficie de veintiocho mil hectáreas. Por extensión, era el segundo pantano más grande de Louisiana, con sesenta y cinco kilómetros de largo y ciento treinta de ancho. Formaba parte de las tierras de aluvión del río Pearl, línea fronteriza entre Louisiana y Mississippi. Honey Island estaba mejor conservada que las Everglades de Florida: no se permitía dragar ni drenar ni recolectar madera, ni proyectos urbanísticos ni presas, y ciertas partes de Honey Island ni siquiera eran navegables. La mitad de su superficie era propiedad del estado; una parte estaba bajo la responsabilidad del Departamento de Protección de la Naturaleza. Si alguien se proponía arrojar un cadáver a un lugar donde existían pocas probabilidades de que se descubriera, Honey Island parecía el lugar ideal para hacerlo, siempre y cuando se eludieran las visitas turísticas en barco.

Raymond me dio indicaciones para llegar al cenagal y trazó un tosco mapa al dorso del cartón de un paquete de Marlboro desplegado.

– Señor Parker, sé que es usted un buen hombre y que siente lo que ha ocurrido, pero le agradecería que no viniera más por aquí. -Habló sin levantar la voz, pero con indudable contundencia-. Y tenga la bondad de no ir al entierro. A mi familia y a mí va a costarnos mucho superar esto.

A continuación encendió el último cigarrillo del paquete, movió la cabeza en un gesto de despedida y regresó a la casa dejando tras de sí una estela de humo.

Observé cómo se alejaba. Una mujer de pelo gris como el acero salió al porche y le rodeó la cintura con el brazo cuando llegó. Él le echó su enorme brazo a los hombros y la estrechó contra sí mientras entraban en la casa. La mosquitera se cerró con suavidad a sus espaldas. Y yo, mientras me alejaba de casa de los Aguillard levantando una nube de polvo, pensé en Honey Island y en los secretos que guardaba bajo sus verdes aguas.

Mientras conducía, el pantano se preparaba ya para revelar sus secretos. Honey Island arrojaría un cuerpo en menos de veinticuatro horas, pero no sería el de una chica.

35

Llegué temprano a Moisant Field, así que entré a curiosear un rato en la librería, procurando no tropezar con las pilas de novelas de Anne Rice. Llevaba alrededor de una hora sentado en la terminal de llegadas cuando Rachel Wolfe cruzó la puerta. Vestía unos vaqueros de color azul oscuro, zapatillas de deporte blancas y un polo rojo y blanco. El cabello rojo le caía suelto sobre los hombros y se había maquillado con tal esmero que apenas se notaba.

El único equipaje que acarreaba ella era una bolsa marrón de piel colgada al hombro. El resto de lo que supuse eran sus pertenencias lo llevaban Ángel y Louis, que la flanqueaban un tanto cohibidos; Louis con un traje de color crema de chaqueta cruzada y una elegante camisa blanca con el cuello desabrochado, Ángel con vaqueros, unas gastadas Reebok de suela alta y una camisa verde de cuadros que no había pasado por una plancha desde que salió de la fábrica hacía muchos años.

– Vaya, vaya -dije cuando los tuve delante-. He aquí representadas todas las formas de vida humana.

Ángel levantó la mano derecha, de la que pendían tres gruesas pilas de libros, atados con un cordel. Se le estaban amoratando las puntas de los dedos.

– Hemos traído también media Biblioteca Pública de Nueva York -se lamentó-. Atada con un cordel. No veía libros atados así desde la última reposición de La casa de la pradera.

Louis, observé, llevaba un paraguas rosa de señora y un neceser. Tenía el aspecto de un hombre que finge no darse cuenta de que un perro está meándosele en la pierna.

– Ni se te ocurra decir una sola palabra -advirtió-. Ni una sola palabra.

Entre los dos, cargaban también dos maletas, dos bolsas de viaje de piel y un portatrajes.

– Tengo el coche aparcado delante -dije mientras me dirigía a la salida con Rachel-. Puede que sólo haya espacio para las bolsas.

– En el aeropuerto me han localizado haciéndome llamar por el sistema de megafonía -susurró Rachel-. Me han sido de gran ayuda.

Se rió y lanzó una mirada por encima del hombro. A nuestras espaldas, oí el ruido inconfundible de Ángel al tropezar con una bolsa y maldecir en voz alta.


Dejamos el equipaje en el Flaisance, pese a que Louis expresó su preferencia por el Fairmont de University Place. En el Fairmont solían alojarse los republicanos cuando visitaban Nueva Orleans, y para Louis eso era parte del encanto. Era el único delincuente negro, homosexual y republicano que conocía.

– Gerald Ford se hospedó en el Fairmont -lamentó mientras examinaba la pequeña habitación que tenía que compartir con Ángel.

– ¿Y qué? -contraataqué-. Paul McCartney se hospedó en el Richelieu y no me has oído pedir que nos alojemos allí.

Dejé la puerta abierta y me encaminé hacia mi habitación para darme una ducha.

– ¿Paul qué? -preguntó Louis.


Comimos en el Grill Room del Windsor Court, en Gravier Street, por deferencia a los deseos de Louis. Entre aquellos suelos de mármol y tupidos cortinajes austríacos, me sentía extrañamente incómodo después de la informal decoración de los pequeños restaurantes del Quarter. Rachel se había cambiado de ropa y ahora llevaba un pantalón oscuro y una chaqueta negra sobre un jersey rojo. Le quedaba bien, pero el calor de la brisa nocturna aún le pasaba factura y de tanto en tanto se estiraba la tela húmeda del jersey adherido al cuerpo mientras esperábamos el primer plato.

Durante la comida les hablé de Joe Bones y los Fontenot. El tema nos atañía a Ángel, a Louis y a mí. Rachel permaneció en silencio durante casi toda la conversación, interviniendo sólo de vez en cuando para aclarar alguno de los comentarios de Woolrich o Morphy. Tomó nota en un pequeño cuaderno de espiral con letra pulcra y uniforme. En determinado momento me rozó el brazo desnudo con la mano y la dejó allí por un instante, su piel cálida contra la mía.

Observé a Ángel mientras, tirándose del labio, reflexionaba sobre lo que acababa de explicarle.

– Ese Remarr debe de ser bastante tonto, o al menos más tonto que nuestro hombre -dijo por fin.

– ¿Por la huella? -pregunté.

Asintió.

– Descuidado, muy descuidado -contestó con la cara de insatisfacción de un respetado teólogo que ha visto a alguien deshonrar su vocación al identificar a Jesús con un alienígena.

Rachel se fijó también en su cara.

– Parece que te molesta mucho -comentó.

La miré. Tenía una expresión risueña, pero noté en sus ojos una mirada calculadora y un tanto distante. Estaba repasando en su mente lo que le había contado, al mismo tiempo que arrastraba a Ángel a una conversación que éste normalmente habría eludido. Esperé a ver cómo reaccionaba él.

Le sonrió y ladeó la cabeza.

– Tengo cierto interés profesional en estas cosas -admitió. Despejó un hueco frente a él y levantó las manos-. Cualquier allanador de morada debe tomar unas mínimas precauciones. La primera y más obvia es asegurarse de que uno, o una, ya que el allanamiento de morada es una profesión con igualdad de oportunidades, no deje ninguna huella digital. ¿Qué hacer, pues?

– Ponerse guantes -dijo Rachel. Se inclinó; ahora disfrutaba de la lección y apartó de su mente cualquier otro pensamiento.

– Exacto. Nadie, por tonto que sea, entra sin guantes en una casa donde no debería estar. De lo contrario se dejan huellas visibles, se dejan huellas latentes, uno prácticamente deja su firma y confiesa el delito.

Las huellas visibles son las marcas que dejan en una superficie una mano sucia o ensangrentada; las huellas latentes son las marcas invisibles que dejan las secreciones naturales de la piel. Las huellas visibles pueden fotografiarse o recogerse mediante cinta adhesiva; en cambio, las latentes tienen que espolvorearse, por lo general con un reactivo químico, como el vapor de yodo o solución de ninhidrina. Las técnicas electrostáticas y fluorescentes también son útiles, y en la detección de huellas latentes en la piel humana pueden usarse radiografías especializadas.

Pero si Ángel estaba en lo cierto, Remarr era demasiado buen profesional para arriesgarse a hacer un trabajo sin guantes y luego dejar no sólo una huella latente sino una visible. Debía de llevar guantes pero algo salió mal.

– ¿Estás dándole vueltas en la cabeza, Bird? -preguntó Ángel con una mueca.

– Adelante, Sherlock, asómbranos con tu inteligencia -respondí.

La mueca se convirtió en una sonrisa y continuó.

– Es posible conseguir una huella digital del interior de un guante, en el supuesto de que uno tenga el guante. Los guantes de goma o plástico son los mejores para obtener huellas: dentro las manos sudan más.

»Pero lo que mucha gente no sabe es que la superficie exterior de un guante puede actuar también como una huella digital. Imaginemos que se trata de un guante de piel, y en ese caso hay arrugas, hay agujeros, hay marcas, hay desgarrones, y no existen dos guantes de piel iguales. Ahora bien, en el caso de Remarr nos encontramos con una huella sin guantes. A menos que Remarr sea incapaz de atarse los zapatos sin caerse de bruces, sabemos que probablemente llevaba guantes, y que aun así dejó una huella. Es un misterio. -Imitó una explosión con un ligero gesto de las manos, como un mago al hacer desaparecer un conejo en una nube de humo, y luego adoptó una expresión seria-. Yo supongo que Remarr llevaba un único par de guantes, es probable que de látex. Imaginó que aquél sería un trabajo fácil: o bien iba a liquidar a la vieja y al hijo, o bien a meterle a ella el miedo en el cuerpo, quizá dejando una tarjeta de visita en la casa. Puesto que el hijo, por lo que he oído, no era la clase de hombre que permitía que se asustara a su madre, diría que Remarr entró allí convencido de que tendría que matar a alguien.

»Pero cuando llega, están muertos o los están asesinando en ese momento. Personalmente, opino que ya estaban muertos: si Remarr se hubiera tropezado con el asesino, Remarr también estaría muerto.

»Así que Remarr entra, con los guantes puestos, y quizá ve al hijo y se lleva un susto. Casi seguro que empieza a sudar. Luego entra en la casa y se encuentra a la anciana. Segundo sobresalto. Pero se acerca a echar un vistazo y se sujeta a la cama al inclinarse sobre ella. Se mancha de sangre y quizá piensa en limpiarla, pero llega a la conclusión de que limpiándola atraerá aún más la atención y, de todos modos, lleva guantes.

»El problema con los guantes de látex es que no basta con un par. Si se usan demasiado tiempo, las huellas empiezan a traspasar. Si uno se asusta y empieza a sudar, las huellas traspasan más deprisa. Podría ser que Remarr hubiera comido antes de salir, quizá fruta o pasta con vinagre. Eso provoca una mayor humedad en la piel, así que ahora Remarr se ha metido en un buen lío. Ha dejado una huella y ni siquiera es consciente, y la policía, los federales y gente conflictiva como nosotros quiere interrogarlo al respecto. ¡Tachán!

Se inclinó un poco para hacer una reverencia. Rachel le aplaudió. Louis se limitó a enarcar una ceja con cara de resignación.

– Fascinante. Debes de leer muchos libros -dijo Rachel con tono claramente irónico.

– Si los lee, la librería Barnes and Noble se alegrará de que se dé un buen uso a las existencias que les han robado -comentó Louis.

Ángel no le prestó atención.

– Quizá tuve algún escarceo con esas cosas de joven.

– ¿Aprendiste algo más en tu juventud? -preguntó Rachel con una sonrisa.

– Muchas cosas, y algunas de ellas lecciones muy difíciles -contestó Ángel con emoción-. Lo mejor que aprendí fue: no te quedes con nada. Si no tienes nada, nadie puede demostrar que lo has cogido.

»Y he sentido la tentación. Una vez topé con una estatuilla de un caballero montado. Francesa, del siglo XVII. Oro con diamantes y rubíes incrustados. Más o menos de esta altura. -Levantó la palma de la mano a unos quince centímetros de la mesa-. Era lo más precioso que he visto en mi vida. -Sus ojos se iluminaron por el recuerdo, parecía un niño. Se recostó en el respaldo de la silla-. Pero la dejé escapar. Al final, uno debe desprenderse de las cosas. Aquello con lo que uno se queda acaba siendo causa de arrepentimiento.

– ¿No hay nada con lo que valga la pena quedarse, pues? -preguntó Rachel.

Ángel miró a Louis por un momento.

– Algunas cosas sí, pero no son de oro.

– ¡Qué romántico! -comenté.

Louis se atragantó con el agua que estaba bebiendo en ese momento. Ante nosotros, el café se había enfriado en las tazas.

– ¿Tienes algo que añadir? -pregunté a Rachel cuando Ángel acabó de actuar para la galería.

Ella repasó sus notas. Arrugó un poco la frente. Levantó una copa de vino tinto con la mano, y la luz que se reflejó en ella proyectó una línea roja en su pecho como una herida.

– ¿Has dicho que tenías fotos, fotos del lugar del asesinato? -preguntó.

Asentí.

– Entonces prefiero reservarme la opinión hasta que las vea. Se me ocurrió una idea a partir de lo que me contaste por teléfono, pero me gustaría guardármela hasta que vea las fotos e investigue un poco más. Pero sí tengo una cosa que comentarte. -Sacó de su bolso otro cuaderno y pasó las hojas hasta llegar a un papel adhesivo amarillo que sobresalía a un lado-. «¡Cómo la deseé en esos intensos momentos finales! Pero, claro, ésa ha sido siempre una de las debilidades de los de nuestro género. Nuestro pecado no ha sido el orgullo, sino el deseo de humanidad.» -Se volvió hacia mí, pero yo ya había reconocido esas frases-. Son las palabras que dijo el Viajante cuando te llamó.

Noté que Ángel y Louis se echaban hacia delante.

– Necesité que me ayudara un teólogo de la residencia arzobispal para localizar la referencia. Es muy críptica, al menos si uno no es teólogo. -Guardó silencio por un instante y luego preguntó-: ¿Por qué se desterró al diablo del cielo?

– Por orgullo -contestó Ángel-. Recuerdo que nos lo decía la hermana Inés.

– Fue por orgullo -confirmó Louis. Miró a Ángel-. Recuerdo que fue Milton quien lo decía.

– Tanto en un caso como en otro -dijo Rachel con deliberación-, tenéis razón, o al menos en parte. Desde san Agustín, el pecado del diablo ha sido el orgullo. Pero antes de san Agustín el punto de vista era otro. Hasta el siglo IV se consideró que el Libro de Enoch formaba parte del canon bíblico. Sus orígenes son dudosos: puede que se escribiera en hebreo o en arameo, o en una mezcla de ambas lenguas, pero, según parece, algunos conceptos presentes aún en la Biblia actual se basan en él. Es posible que el Juicio Final se basara en las parábolas de Enoch. El atroz infierno regido por Satán aparece también por primera vez en Enoch.

»Lo que a nosotros nos interesa es que Enoch tiene una visión distinta en cuanto al pecado del diablo. -Pasó la hoja del cuaderno y empezó a leer otra vez-. "Ocurrió que cuando los hombres comenzaron a multiplicarse sobre la faz de la tierra, y las hijas nacieron de ellos, los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran bellas y tomaron esposas entre las que había para elegir…" -Volvió a levantar la vista-. Esto es del Génesis, que proviene de una fuente similar a Enoch. Los "hijos de Dios" eran los ángeles, que se entregaron a la satisfacción del deseo carnal contra la voluntad de Dios. El jefe de los ángeles pecadores, el diablo, fue echado a un agujero oscuro del desierto, y sus cómplices, como castigo, fueron arrojados al fuego. Sus descendientes, "espíritus malignos sobre la tierra", los acompañaron. El mártir Justino creía que los hijos de la unión entre los ángeles y las mujeres eran los responsables de toda la maldad del mundo, incluido el asesinato.

»En otras palabras, el pecado del diablo fue el deseo. "El deseo de humanidad, una de las debilidades de los de nuestro género." -Cerró el cuaderno y se permitió una leve sonrisa triunfal.

– Así que ese tipo se cree que es un demonio -comentó Ángel por fin.

– O descendiente de un ángel -añadió Louis-. Depende de cómo se mire.

– Sea lo que sea, o lo que se crea que es, el Libro de Enoch difícilmente aparecerá entre la selección de lecturas de Oprah -dije-. ¿Alguna idea de cuál puede haber sido la fuente de ese individuo?

Rachel volvió a abrir el cuaderno.

– La referencia más reciente que he encontrado es una edición de 1983 aparecida en Nueva York, Los Pseudoepígrafes del Antiguo Testamento: Enoch, editado por un tal Isaac, nombre muy apropiado -contestó-. Hay también una traducción más antigua de Oxford publicada en 1913 por R.H. Charles.

Anoté los nombres.

– Quizá Morphy o Woolrich puedan comprobar en la Universidad de Nueva Orleans si alguien ha mostrado interés por el lado oscuro de los estudios bíblicos. Woolrich podría ampliar la búsqueda a otras universidades. Es un punto de partida.

Pagamos la cuenta y nos fuimos. Ángel y Louis se encaminaron hacia la parte baja del Quarter para ver qué tal era la vida nocturna gay, en tanto que Rachel y yo volvimos al Flaisance. Permanecimos en silencio durante un rato, conscientes los dos de que estábamos rozando cierta intimidad.

– Tengo la sensación de que no debo preguntar cómo se gana la vida esa pareja -dijo Rachel cuando nos detuvimos en un semáforo.

– Probablemente no. Vale más considerarlos trabajadores autónomos y no ahondar más.

Sonrió.

– Da la impresión de que mantienen una relación de cierta lealtad contigo. Eso es poco habitual. No sé si acabo de entenderlo.

– Les he hecho algún que otro favor en el pasado, pero si había alguna deuda, quedó saldada hace tiempo. Yo les debo mucho.

– Pero siguen aquí. Aún te ayudan cuando se lo pides.

– No creo que sea únicamente por mí. Hacen lo que hacen porque les gusta. Va con su sentido de la aventura, del peligro. Cada uno a su manera, los dos son hombres peligrosos. Me parece que por eso han venido: olieron el peligro y querían participar.

– Quizá vean algo de eso en ti también.

– No lo sé. Quizá.

Cruzamos el jardín del Flaisance sin detenernos más que para acariciar a los perros. Su habitación se hallaba a tres puertas de la mía. Entre la suya y la mía estaba la que ocupaban Ángel y Louis y una habitación individual vacía. Abrió la puerta y se quedó en el umbral.

Desde fuera se notaba el ambiente fresco del aire acondicionado y oí cómo zumbaba a plena potencia.

– Aún no sé muy bien por qué has venido -dije. Tenía la garganta seca y una parte de mí no sabía con certeza si deseaba oír la respuesta.

– Yo tampoco lo sé -contestó. Se puso de puntillas y me besó con ternura en los labios. Luego desapareció.


Entré en mi habitación, saqué de la bolsa un libro de Sir Walter Ralegh y volví al Napoleon House, donde tomé asiento junto al retrato del Pequeño Cabo. No me apetecía acostarme, consciente de la presencia de Rachel Wolfe tan cerca de mí. Su beso, y la expectativa de lo que podía ocurrir a continuación, me había excitado e inquietado.

Casi hasta el final, Susan y yo habíamos mantenido unas relaciones sexuales increíbles. En el momento en que la bebida empezó a pasarme factura seriamente, eso se acabó. Cuando hacíamos el amor, no existía ya una entrega total. En lugar de eso, daba la impresión de que nos acercábamos en círculo con cautela, siempre con cierta reserva, siempre a la espera de que surgiera algún problema y nos empujara a recluirnos en la seguridad de nuestro aislamiento.

Pero yo la quería. La quise hasta el final y aún la quería. Cuando el Viajante me la arrebató, cortó los lazos físicos y emocionales que había entre nosotros, pero yo sentía aún los vestigios de esos lazos, vivos y palpitando a flor de piel.

Quizás esto sea normal con todos aquellos que han perdido a alguien a quien amaron profundamente. Entablar contacto con otra pareja potencial, otra amante, se convierte en un acto de reconstrucción, y no sólo de una relación sino de uno mismo.

Pero mi mujer y mi hija me obsesionaban. Las sentía no sólo cómo un vacío o una pérdida, sino como una presencia real en mi vida. A veces de forma fugaz tenía la impresión de verlas en la periferia de mi existencia, cuando pasaba del estado de conciencia al sueño, del sueño a la vigilia. En ocasiones intentaba convencerme de que no eran más que fantasmas surgidos de mi culpabilidad, nacidos de un desequilibrio psicológico.

Sin embargo, había oído hablar a Susan por mediación de Tante Marie, y una vez, como si fuera el recuerdo de un delirio, me había despertado en la oscuridad notando su mano en mi cara y había percibido la estela de su perfume a mi lado en la cama. Más aún, veía algo de Susan y Jennifer en todas las madres jóvenes, en todas las niñas. En la risa de una mujer joven, oía la voz de mi esposa. En los pasos de una niña, oía el eco de los zapatos de mi hija.

Sentía algo por Rachel Wolfe, una mezcla de atracción, gratitud y deseo. Deseaba estar con ella, pero sólo, pensé, cuando mi esposa y mi hija descansaran en paz.

36

Esa noche murió David Fontenot. Su coche, un Jensen Interceptor antiguo, fue hallado en la 190, la carretera que bordea Honey Island y lleva a las orillas del Pearl. Los neumáticos delanteros estaban pinchados y las puertas abiertas, el parabrisas hecho añicos y el interior acribillado por balas de nueve milímetros.

Los dos policías de St. Tammany siguieron un sendero abierto entre ramas rotas y maleza aplastada hasta la vieja choza de un trampero construida con restos de madera, y cuyo tejado de hojalata quedaba casi oculto por musgo español. Daba a un pantano rodeado de árboles del caucho, donde se veían las aguas densamente pobladas de lentejas de agua de color verde lima y envueltas en los ecos de los graznidos de los ánades reales y los joyuyos.

La choza llevaba mucho tiempo abandonada. Poca gente ponía todavía trampas en Honey Island. La actividad se había desplazado en su mayor parte hacia el interior de los pantanos, donde podían cazarse castores, ciervos y, en algunos casos, caimanes.

Cuando el grupo de búsqueda se acercaba, se oyeron ruidos dentro de la choza, a través de la puerta abierta: pataleos, golpes sordos y resoplidos.

– Un jabalí -dijo uno de los ayudantes del sheriff.

A su lado, el empleado de banca que había denunciado el hecho retiró el seguro de su fusil Ruger.

– Joder, eso no sirve de nada contra un jabalí -comentó el otro ayudante del sheriff.

El empleado de banca, un hombre corpulento y medio calvo, con una camiseta de Tulane Green Wave y un chaleco de caza casi sin usar, se sonrojó. Llevaba un 77V con mira telescópica, lo que en Maine llamaban un «fusil para alimañas». Servía para caza menor y algunos cuerpos de policía incluso lo utilizaban como arma de francotirador, pero no detendría a un jabalí a la primera a menos que el disparo fuera perfecto.

Se encontraban sólo a unos metros de la choza cuando el jabalí percibió su presencia. Salió por la puerta abierta con una mirada feroz en sus ojos pequeños y malévolos y sangre goteándole del hocico. El hombre del Ruger se lanzó a las aguas del pantano para eludir la embestida. El jabalí, arrinconado entre la orilla y el grupo de hombres armados, dio media vuelta, agachó la cabeza y arremetió de nuevo. En el pantano se oyó una detonación, luego otra, y el jabalí cayó. La parte superior de su cabeza había desaparecido por completo y el cuerpo se estremeció por un momento, pateando el suelo, hasta que dejó de moverse. El ayudante del sheriff, con un gesto teatral, sopló el humo del largo cañón de un Colt Anaconda, extrajo los cartuchos gastados Magnum calibre 44 accionando el eyector y volvió a cargar el arma.

– ¡Dios Santo! -exclamó su compañero. Estaba en el umbral de la puerta de la choza, arma en mano-. El jabalí se ha ensañado con él, pero no cabe duda de que es Dave Fontenot.

El jabalí había roído casi por completo la cara y parte del brazo derecho de Fontenot, pero ni siquiera los destrozos causados por el animal impedían adivinar que alguien había obligado a David Fontenot a salir del coche, lo había perseguido a través del bosque y lo había acorralado en la choza, donde le disparó en la entrepierna, las rodillas, los codos y la cabeza.

– Tío, cuando Lionel se entere de esto, alguien lo va a pagar muy caro -dijo el que había matado al jabalí con un profundo suspiro.


Me enteré de casi todo lo ocurrido gracias a una apresurada conversación telefónica con Morphy, y del resto a través de la WDSU, la cadena local afiliada a la NBC. Después, Ángel, Louis y yo desayunamos en el Mother's de Poydras Street. Rachel a duras penas había reunido la energía necesaria para contestar el teléfono cuando llamé a su habitación, y decidió seguir durmiendo y desayunar más tarde.

Louis, vestido con un traje de hilo de color marfil y una camiseta blanca, compartió conmigo beicon y galletas caseras, regados con un café cargado. Ángel prefirió jamón, huevos y sémola de maíz.

– La sémola de maíz es comida de viejos, Ángel -dijo Louis-. De viejos y locos.

Ángel se limpió un hilillo blanco de sémola que le caía por el mentón y le hizo a Louis un corte de mangas.

– A primera hora de la mañana es menos elocuente -comentó Louis-. El resto del día no tiene excusa.

Ángel le hizo otro corte de mangas, apuró la sémola del tazón y lo apartó.

– ¿Crees, pues, que Joe Bones ha dado un golpe preventivo contra los Fontenot? -preguntó.

– Eso parece -contesté-. Morphy sospecha que encargó el trabajo a Remarr; lo sacó de su escondrijo y volvió a ocultarlo. No confiaría una tarea así a nadie más. Pero no entiendo qué hacía David Fontenot cerca de Honey Island sin protección. Tenía que saber que Joe Bones intentaría algo contra él a la que surgiera la ocasión.

– ¿No podrían haberle tendido una trampa sus propios hombres? -sugirió Ángel-. ¿Haberlo arrastrado hasta allí con algún pretexto ineludible e informado a Joe Bones de que iba?

Era verosímil. Si alguien había hecho ir a Fontenot a Honey Island, debía de ser alguien en quien él confiaba bastante. Para ser más exactos, ese alguien debía de haber ofrecido algo que Fontenot quería, algo que mereciera el riesgo de ir hasta la reserva natural en plena noche.

No dije nada a Ángel y Louis, pero me preocupaba que tanto Raymond Aguillard como David Fontenot, cada uno a su manera, hubieran dirigido mi atención hacia Honey Island en menos de veinticuatro horas. Pensé que, después de hablar con Joe Bones, tal vez tendría que molestar a Lionel Fontenot en su momento de dolor.

Sonó el teléfono móvil. Era el conserje del Flaisance para informarnos de que se había recibido un paquete a nombre del señor Louis y de que el mensajero esperaba su firma. Regresamos al hotel en taxi. Fuera, una camioneta negra estaba estacionada con dos ruedas sobre el bordillo.

– Servicio de mensajería -comentó Louis, pero la furgoneta no tenía la menor marca que la identificara como vehículo comercial.

En el vestíbulo, el conserje, nervioso, observaba a un negro enorme encajonado en un sillón. Tenía la cabeza afeitada y vestía una camiseta con el lema matar a los del klan escrito con irregulares letras blancas sobre el pecho. Llevaba unos pantalones de combate negros remetidos en unas botas militares de nueve agujeros. A sus pies había una larga caja metálica cerrada con candados.

– Hermano Louis -dijo, y se levantó.

Louis sacó la cartera y le entregó trescientos dólares. El hombre. se metió el dinero en el bolsillo del muslo, extrajo de él unas gafas de sol Ray-Ban y se las puso. A continuación salió parsimoniosamente a la luz del sol.

Louis se acercó a la caja.

– Caballeros, suban esto a la habitación si son tan amables -dijo.

Ángel y yo agarramos la caja cada uno por un extremo y la subimos a la habitación. Pesaba mucho y dentro algo traqueteaba al moverse.

– Estos mensajeros de UPS son cada vez más grandes -comenté mientras esperábamos a que abriera la puerta.

– Es un servicio especializado -contestó Louis-. Hay cosas que las compañías aéreas sencillamente no entenderían.

Cuando entramos y cerró la puerta con llave, sacó un juego de llaves del bolsillo de su traje y abrió la caja. Estaba dividida en tres compartimentos, que se desplegaban como los de una caja de herramientas. El primero contenía las piezas de un Mausser SP66, un rifle de francotirador de cañón pesado y tres balas, provisto de un complemento que servía a la vez para apoyar el extremo del arma y ocultar el fogonazo. Las piezas iban en un estuche extraíble. Al lado, en un compartimento encajado, había una pistola SIG P226 y una funda para llevarla al hombro.

El segundo compartimento incluía dos minimetralletas Calico M-960A de fabricación nacional, las dos con un cañón corto que sobresalía apenas siete centímetros por delante. Con la culata plegada, cada arma medía unos setenta centímetros de longitud y, sin carga, pesaba algo más de dos kilos. Eran armas pequeñas excepcionalmente letales, con una frecuencia de disparo de setecientas cincuenta balas por minuto. El tercer compartimento contenía munición variada, entre otras cosas cuatro cargadores de cien balas de Parabellum nueve milímetros para las metralletas.

– ¿Un regalo de Navidad? -pregunté.

– Sí -contestó Louis mientras insertaba un cargador de quince balas en la culata de la SIG -. Espero que para mi cumpleaños me regalen un lanzamisiles con acelerador electromagnético.

Entregó a Ángel el estuche que contenía la Mausser, se colgó la pistolera y enfundó la SIG. A continuación volvió a cerrar la caja y entró en el baño. Bajo nuestra atenta mirada, extrajo el panel de debajo del lavabo con un destornillador, introdujo la caja en el hueco y colocó de nuevo el panel. Después de comprobar que estaba bien encajado nos marchamos.

– ¿Crees que a Joe Bones le gustará ver aparecer a un puñado de desconocidos ante su puerta? -preguntó Ángel mientras nos dirigíamos a mi coche de alquiler.

– No somos desconocidos -dijo Louis-. Somos amigos que aún no conoce.


Joe Bones tenía tres fincas en Louisiana, incluida una casa para los fines de semana en Cypremont Point, donde su presencia debía de inquietar manifiestamente a los residentes más respetables, con sus lujosos chalets de nombres tan ridículos como Eaux-Asis y Final del Camino.

En la ciudad vivía frente al Audubon Park, casi delante de la parada del autobús que llevaba a los turistas al zoo de Nueva Orleans. Yo había tomado el tranvía de St. Charles para inspeccionar la casa, un edificio de un blanco resplandeciente adornado con balcones negros de hierro forjado y una cúpula coronada con una veleta dorada. Buscar a Joe Bones en un sitio como aquél era como buscar una cucaracha en una tarta nupcial. En el jardín bien cuidado abundaba una flor que no identifiqué. Desprendía un aroma denso y embriagador, y la flor era tan grande y roja que parecía más podrida que lozana, como si fuera a reventar súbitamente y derramar un líquido viscoso por los tallos de la planta, que envenenaría a los áfidos.

Joe Bones había dejado la casa durante el verano para instalarse en una mansión restaurada dentro de una plantación en el distrito de West Feliciana, a unos ciento sesenta kilómetros al norte de Nueva Orleans. Ante la posibilidad de inminentes hostilidades con los Fontenot, había decidido quedarse en West Feliciana, ya que en su casa de campo podía atrincherarse mejor que en la ciudad.

Era una mansión blanca de ocho columnas en el porche, en medio de dieciséis hectáreas de superficie, que delimitaba por dos de sus lados un río que corría hacia el sur para desembocar en el Mississippi. Cuatro grandes ventanas daban a un amplio porche, y en el tejado había dos buhardillas. Una avenida flanqueada por robles conducía desde una verja negra de hierro, y a través de los jardines poblados de camelias y azaleas, hasta una ancha extensión de césped. En la hierba, un pequeño grupo de personas se congregaba alrededor de una barbacoa o descansaba en sillas de hierro.

Detecté tres cámaras de seguridad a tres metros de la verja cuando nos acercamos por el costado. Habíamos dejado a Ángel a un kilómetro después de pasar ante la casa, y yo sabía que se dirigía hacia el cipresal situado frente a la verja. En caso de que se torcieran las cosas con Joe Bones, pensé que con Louis a mi lado tenía más posibilidades de salir airoso que con Ángel.

Una cuarta cámara enfocaba a la propia verja. No había interfono y la verja permaneció cerrada a cal y canto, incluso cuando Louis y yo, apoyados en el coche, agitamos los brazos.

Al cabo de dos o tres minutos un carrito de golf adaptado salió de detrás de la casa y se encaminó hacia nosotros por la avenida flanqueada de robles. Se apearon tres hombres que vestían pantalones de algodón y polos. No se molestaron en esconder sus metralletas Steyr.

– Hola -dije-. Hemos venido a ver a Joe Bones.

– Aquí no vive ningún Joe Bones -contestó uno de ellos, bronceado y de baja estatura, no más de metro sesenta y cinco. Llevaba el pelo en apretadas trenzas pegadas al cuero cabelludo, lo cual le daba aspecto de reptil.

– ¿Y el señor Bonnano? ¿Vive aquí?

– ¿Son policías?

– Somos buenos ciudadanos. Esperábamos que el señor Bones hiciera una donación para costear el funeral de David Fontenot.

– Ya la ha hecho -contestó el tipo que seguía junto al carrito, una versión del hombre lagarto en más gordo. Sus compañeros, ante la verja, se desternillaron de risa.

Me acerqué a la verja. El hombre lagarto levantó su arma al instante.

– Dígale a Joe Bones que ha venido Charlie Parker, que estuve en casa de los Aguillard el domingo por la noche, y que ando Buscando a Remarr. ¿Le parece que el graciosillo de ahí detrás será capaz de acordarse de todo?

Retrocedió un paso y, sin apartar la mirada de nosotros, transmitió mi mensaje al tipo del carrito. Éste alcanzó un walkie-talkie del asiento trasero, habló un momento y dirigió un gesto de asentimiento al hombre lagarto.

– Dice que los dejes pasar, Ricky.

– De acuerdo -dijo Ricky, y sacó un mando a distancia del bolsillo-. Apártense de la verja, den media vuelta y apoyen las manos contra el coche. Si van armados, díganlo ahora. Si encuentro algo que no me han dicho, les meteré una bala en la cabeza y los echaré a los caimanes.

Sacamos una Smith & Wesson y una SIG. Louis añadió la navaja del tobillo por si acaso. Dejamos el coche junto a la verja y nos dirigimos hacia la casa detrás del carrito de golf. Un hombre sentado en la parte de atrás nos encañonaba con su pistola y Ricky nos seguía.

Cuando nos acercamos al césped, me llegó desde la barbacoa un olor a camarones y pollo asado. Vi vasos y un surtido de bebidas sobre una mesa de hierro. En un recipiente de acero lleno de hielo había latas de Abita y Heineken.

A un lado de la casa se oyó un gruñido grave, malévolo y amenazador. Una gruesa cadena, anclada a un perno encastrado en cemento, sujetaba un animal enorme. Tenía el pelaje espeso de un lobo, salpicado de los colores de un alsaciano. La mirada inteligente de sus brillantes ojos hacía aún más amenazadora su evidente brutalidad. Debía de pesar al menos ochenta kilos. Cada vez que tiraba de la cadena, daba la impresión de que iba a arrancar el perno del suelo.

Advertí que concentraba su atención en Louis. Mantenía la mirada fija en él y de pronto se alzó sobre las patas traseras en un intento de atacarlo. Louis lo observó con el interés frío de un científico que encuentra una curiosa clase de bacteria nueva en su caldo de cultivo.

Joe Bones hundió un tenedor en un trozo de pollo con especias y lo puso en un plato de porcelana. Era sólo un poco más alto que Ricky, con el pelo largo y oscuro peinado hacia atrás. Se le había roto la nariz al menos una vez y tenía contraído el labio superior a causa de una cicatriz. Llevaba una camisa blanca, abierta hasta la cintura, y los faldones colgaban sobre un pantalón corto de licra para hacer deporte. Tenía el abdomen duro y musculoso, y el pecho y los brazos demasiado desarrollados para un hombre de su estatura. Parecía malvado e inteligente, como el animal sujeto de la cadena, lo cual explicaba seguramente por qué se había mantenido durante diez años en la cresta de la ola en Nueva Orleans.

Junto al pollo sirvió tomate, lechuga y arroz frío con pimiento y entregó el plato a una mujer sentada a su lado. Era mayor que Joe, calculé; aparentaba entre cuarenta y cuarenta y cinco años. No se veían raíces oscuras en su pelo rubio y llevaba muy poco maquillaje o nada, aunque unas Wayfarers ocultaban sus ojos. Llevaba una túnica de seda de manga corta encima de una blusa y unos pantalones cortos, todo blanco. Al igual que Joe Bones, iba descalza. A un lado había otros dos hombres de pie en mangas de camisa y pantalones de algodón, ambos armados con metralletas. Conté dos más en el balcón y uno sentado junto a la puerta de la casa.

– ¿Quiere comer algo? -preguntó Joe Bones. Tenía una voz grave, con sólo un ligero dejo de Louisiana. Mantuvo la mirada fija en mí hasta que contesté:

– No, gracias.

Noté que no le ofreció nada a Louis. Creo que Louis también se dio cuenta.

Joe Bones se sirvió camarones y ensalada. Luego indicó a los dos guardas que eligieran entre lo que quedaba. Lo hicieron por turno, y cada uno comió una pechuga de pollo con los dedos.

– Los asesinatos de los Aguillard. Terrible -comentó Joe Bones. Tras sentarse, me señaló la única silla libre. Crucé una mirada con Louis, me encogí de hombros y me senté-. Discúlpeme por tomarme estas confianzas con usted -prosiguió-, pero he oído decir que quizá el autor de esos crímenes sea el mismo hombre que mató a su mujer y a su hija. -Me dirigió una sonrisa de condolencia-. Terrible -repitió-. Terrible.

Le sostuve la mirada.

– Está usted muy bien informado sobre mi pasado.

– Cuando llega alguien nuevo a la ciudad y empieza a encontrar cadáveres en los árboles, me preocupo por averiguar quién es. Puede que sea una buena compañía.

Cogió un camarón del plato y lo examinó por un momento antes de comérselo.

– Según tengo entendido, estaba usted interesado en comprar las tierras de los Aguillard -dije.

Joe Bones chupó el camarón y dejó la cola cuidadosamente a un lado del plato antes de responder.

– Estoy interesado en muchas cosas, y las tierras de los Aguillard no son una de ellas. Sólo porque un viejo chocho decida aliviar su mala conciencia de toda una vida cediendo tierras a los negros no hace que éstas se conviertan en tierra de negros. -Escupió la palabra «negro» cada vez. Su barniz de cortesía había demostrado ser muy frágil y parecía dispuesto a provocar a Louis abiertamente. No era una actitud sensata, ni aun rodeado de armas.

– Parece que uno de sus hombres, Tony Remarr, estuvo en la casa la noche en que murieron los Aguillard. Nos gustaría hablar con él.

– Tony Remarr ya no participa en mis actividades -contestó Joe Bones, volviendo a su formalidad anterior después del exabrupto-. Acordamos que cada uno seguiría su camino, y hace semanas que no lo veo. No tenía la menor idea de que hubiera estado en la casa de los Aguillard hasta que me informó la policía.

Me sonrió. Le devolví la sonrisa.

– ¿Tiene algo que ver Remarr con la muerte de David Fontenot?

Joe Bones tensó la mandíbula pero siguió sonriendo.

– Ni idea. Me he enterado de la muerte de David Fontenot esta mañana en las noticias.

– ¿También le parece terrible? -insinué.

– La pérdida de una vida joven siempre es terrible -replicó-. Oiga, siento lo de su mujer y su hija, de verdad, pero no puedo ayudarlo. Y para serle sincero, empieza a ponerse grosero, así que le agradecería que cogiera a su negro y se largara de mi casa.

A Louis le palpitaron los músculos del cuello, el único indicio que dio de haber oído a Joe Bones. Éste lo miró con desdén, cogió un trozo de pollo y se lo tiró a la bestia encadenada. El perro no lo tocó hasta que el dueño chasqueó los dedos, y entonces se abalanzó sobre el pollo y lo devoró de un bocado.

– ¿Sabe de qué animal se trata? -preguntó Joe Bones. Me hablaba a mí, pero por sus gestos era evidente que se dirigía a Louis. Expresaban un absoluto desprecio. Al ver que yo no respondía, continuó-: Es un boerbul. Un tal Peter Geertschen, alemán, lo creó para el ejército y para las fuerzas antidisturbios en Sudáfrica cruzando un lobo ruso con un alsaciano. Es un perro guardián para hombres blancos. Huele a los negros.

Desvió la mirada hacia Louis y sonrió.

– Cuidado -le advertí-. A lo mejor se confunde y lo ataca a usted.

Joe Bones dio un respingo en la silla como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Entornó los ojos y escrutó mi rostro en busca de algún indicio de que yo era consciente del doble sentido de mis palabras. Lo miré fijamente.

– Vale más que se vaya -dijo Joe Bones, con voz baja y obviamente amenazadora. Me encogí de hombros y me levanté. Louis se acercó a mí. Cruzamos una mirada.

– Este tipo nos tiene en un puño -dijo Louis.

– Es posible, pero si nos vamos así, no nos respetará.

– Sin respeto, un hombre no es nada -convino Louis.

Cogió un plato del montón y lo levantó por encima de su cabeza. Al instante estalló en una lluvia de fragmentos de porcelana cuando una bala calibre 300 del Winchester lo alcanzó y fue a incrustarse en la madera de la casa. La mujer sentada en la silla se tiró a la hierba, los dos matones fueron a cubrir a Joe Bones, y tres hombres salieron corriendo de detrás de la casa cuando la detonación resonó en el aire.

Ricky, el hombre lagarto, fue el primero en llegar. Alzó la pistola y tensó el dedo en el gatillo, pero Joe Bones le empujó el brazo hacia arriba de un golpe.

– ¡No! Tarado de mierda, ¿quieres que me maten?

Escudriñó la hilera de árboles más allá de los límites de su finca y luego se volvió hacia mí.

– Entran aquí, me disparan, asustan a mi mujer. ¿Con quién coño se creen que están tratando?

– No me ha gustado el tono que ha empleado para hablar de los negros -dijo Louis con calma.

– Tiene razón -coincidí-. Yo también me he dado cuenta.

– Me he enterado de que tienen amigos en Nueva Orleans -dijo Joe Bones con voz amenazadora-. Ya tengo bastantes problemas sin que los federales me anden detrás, pero si usted o su -hizo una pausa y se tragó la palabra- amigo vuelven a acercarse a mí, correré el riesgo. ¿Me han oído?

– Te he oído -contesté-. Voy a encontrar a Remarr, Joe. Si resulta que nos has estado ocultando algo y nuestro hombre se escapa por tu culpa, volveré.

– Y si nos haces volver, Joe, tendremos que hacerle daño a tu perrito -dijo Louis, casi con pena.

– Si volvéis, os clavaré al suelo con estacas y le serviréis de comida -gruñó Joe Bones.

Retrocedimos hacia la avenida flanqueada de robles, atentos a los movimientos de Joe Bones y sus hombres. La mujer se acercó a él para consolarlo, su ropa blanca manchada por la hierba. Le masajeó con delicadeza los trapecios con sus cuidadas manos, pero él la apartó de un brusco empujón en el pecho. Tenía saliva en el mentón.

A nuestras espaldas, oí abrirse la verja mientras nos alejábamos bajo los robles. No me había hecho muchas ilusiones en cuanto a Joe Bones, y las pocas que me había hecho no se habían cumplido, pero al menos habíamos conseguido ponerlo en guardia. Estaba seguro de que se pondría en contacto con Remarr y quizás eso bastara para hacerlo salir de su escondrijo. Parecía una buena idea. El problema con las buenas ideas es que nueve de cada diez veces se le han ocurrido a alguien antes.

– No sabía que Ángel tenía tan buena puntería -dije a Louis cuando llegamos al coche-. ¿Has estado dándole clases?

– Ajá -contestó Louis. Se notaba sinceramente sorprendido.

– ¿Podría haberle dado a Joe Bones?

– Ajá. Lo que me extraña es que no me haya dado a mí.

Oí que se abría la puerta y que Ángel entraba en la parte trasera del coche, con el Mauser ya en el estuche.

– ¿Qué? ¿Vamos a ser amigos de Joe Bones, jugaremos al billar juntos quizá, silbaremos a las chicas?

– ¿Y tú cuándo les has silbado a las chicas? -preguntó Louis, desconcertado mientras nos alejábamos de la verja y nos dirigíamos a St. Francisville.

– Es cosa de hombres -dijo Ángel-. Yo sé hacer cosas de hombres.

37

Era media tarde cuando regresamos al Flaisance, donde me esperaba un mensaje de Morphy. Le telefoneé a la oficina del sheriff y desviaron la llamada a un móvil.

– ¿Dónde estabas? -preguntó.

– He ido de visita a casa de Joe Bones.

– Joder, ¿y cómo se te ocurre hacer una cosa así?

– Para causar problemas, supongo.

– Ya te lo advertí, tío. No le hagas la pascua a Joe Bones. ¿Has ido solo?

– He llevado a un amigo. A Joe no le ha caído bien.

– ¿Y qué ha hecho para no caerle bien?

– Nació de padres negros.

Morphy se echó a reír.

– Sospecho que Joe es un tanto susceptible por lo que se refiere a su herencia, pero conviene recordársela de vez en cuando.

– Ha amenazado con echar a mi amigo al perro para que se lo coma.

– Ya -dijo Morphy-, Joe adora a ese perro.

– ¿Has averiguado algo?

– Quizá. ¿Te gusta el marisco?

– No.

– Estupendo, entonces iremos a Bucktown. Allí tienen un marisco excelente, los mejores camarones de los alrededores. Pasaré a buscarte dentro de dos horas.

– ¿Hay alguna otra razón para ir a Bucktown aparte del marisco?

– Remarr. Una de sus ex tiene una casa allí. Puede que la visita valga la pena.


Bucktown tenía cierto encanto pintoresco, siempre y cuando a uno le gustase el olor a pescado. Mantuve la ventanilla cerrada en un intento de limitar los daños, pero Morphy llevaba la suya totalmente abierta e inhalaba profundas y pecaminosas bocanadas de aire. En conjunto, Bucktown no parecía el escondrijo donde se metería un hombre como Remarr, pero quizá bastaba con eso para que lo eligiera.

Carole Stern vivía en una pequeña casa de un piso en la parte delantera y dos en la de atrás, con un reducido jardín, y se encontraba a unas manzanas de la calle mayor. Según Morphy, Stern trabajaba en un bar de St. Charles, pero en la actualidad cumplía condena por posesión de coca destinada a la venta. Según rumores, Remarr pagaba el alquiler hasta que ella saliera. Aparcamos a la vuelta de la esquina y quitamos los seguros de nuestras pistolas al unísono mientras nos apeábamos del coche.

– Aquí estás un poco fuera de tu jurisdicción, ¿no? -pregunté.

– Eh, sólo hemos venido a tomar un bocado y de paso hemos decidido echar un vistazo por si acaso -dijo con expresión ofendida-. No estoy pisándole el terreno a nadie.

Me indicó que fuera a la parte delantera de la casa mientras él se dirigía a la de atrás. Me acerqué a la puerta, en un pequeño porche elevado, y miré con cuidado a través del cristal. Estaba cubierto de polvo, en consonancia con la sensación de relativo abandono que producía la casa. Conté hasta cinco y probé a abrir la puerta. Cedió con un leve chirrido y entré con cautela en el vestíbulo. En el extremo opuesto, oí ruido de cristales rotos y vi aparecer la mano de Morphy a través de la puerta trasera para abrirla desde dentro.

El olor era tenue pero perceptible, semejante al de la carne cuando se deja al sol en un día caluroso. Las habitaciones de la planta baja estaban vacías y se reducían a una cocina, una salita con un sofá y un televisor viejo, y un dormitorio con una cama individual y un armario. El armario contenía ropa y zapatos de mujer. Un colchón raído cubría la cama.

Morphy empezó a subir por la escalera y yo lo seguí de cerca, ambos con las armas apuntadas hacia el piso superior. Allí el olor era más intenso. Pasamos ante un cuarto de baño donde el goteo de la ducha había dejado una mancha marrón en la bañera de cerámica. En el lavabo, bajo el espejo, había espuma de afeitar, cuchillas y un frasco de aftershave Hugo Boss.

Las otras tres puertas estaban entreabiertas. A la derecha vimos un dormitorio de mujer, tenía sábanas blancas en la cama, macetas con plantas ya medio marchitas y reproducciones de cuadros de Monet en las paredes. Había un largo tocador con cosméticos y un armario blanco empotrado ocupaba toda una pared. Enfrente, una ventana daba a un jardín pequeño y descuidado. El armario contenía más ropa y más zapatos de mujer. Saltaba a la vista que, con la venta de droga, Carole Stern costeaba cierta adicción a las compras.

La segunda puerta reveló la causa del olor. Junto a una ventana con vistas a la calle, una gran olla abierta bullía sobre un hornillo portátil. En ella se guisaba algo a fuego lento en agua sucia. A juzgar por el hedor, la carne había estado hirviendo durante bastante tiempo, probablemente casi todo el día. Era un olor fétido, como de vísceras. Había dos sillones sobre una alfombra roja nueva y, en una mesita, un televisor portátil con una antena de cuernos.

La tercera habitación, también en la parte delantera de la casa, daba a la calle, pero la puerta se encontraba casi cerrada. Morphy se situó a un lado de la puerta. Yo me coloqué al otro. Contó hasta tres, empujó la puerta con el pie y entró rápidamente en dirección a la pared de la derecha. Yo, agachado, me fui hacia la izquierda con la pistola a la altura del pecho y el dedo en el gatillo.

El sol poniente bañaba en un resplandor dorado toda la habitación: una cama sin hacer, una maleta abierta en el suelo, un tocador, un póster en la pared donde se anunciaba un concierto de los Neville Brothers en Tipitina con los autógrafos de los componentes del grupo sobre sus imágenes. Noté que la moqueta estaba húmeda.

Habían extraído casi toda la escayola del techo y las vigas quedaban a la vista. Supuse que Carole Stern tenía previstas algunas reformas antes de que la condena la obligara a aplazar sus planes de forma temporal. Al fondo de la habitación habían pasado lo que parecían cuerdas de escalada por encima de las vigas a fin de mantener a Tony Remarr en posición.

Sus restos emitían un extraño fulgor bajo la mortecina luz del sol. Vi los músculos y las venas de sus piernas, los tendones del cuello, los rollos de grasa acumulada rezumando en su cintura, los músculos del abdomen, el pene encogido y arrugado. Colgaba parcialmente de dos grandes clavos de mampostería clavados en la pared, uno bajo cada brazo, en tanto que las cuerdas soportaban el peso del cuerpo.

Al desplazarme a la derecha, vi un tercer clavo detrás del cuello para mantener erguida la cabeza. La tenía vuelta a la derecha, de perfil, y se sostenía en otro clavo colocado bajo el mentón. En algunas zonas, entre la sangre, destacaba el brillo blanco del cráneo. Tenía las cuencas de los ojos casi vacías y los dientes apretados, muy blancos en contraste con las encías.

Remarr había sido desollado por completo y colgado de la pared en una cuidada pose. El brazo izquierdo descendía en diagonal, separado del cuerpo. En la mano sujetaba un cuchillo de hoja larga, como el de un carnicero pero más ancho y pesado; parecía adherido con pegamento.

Pero lo que atraía la mirada del observador, así como la mirada ciega del propio Tony Remarr, era el brazo derecho. Formaba un ángulo recto con el cuerpo hasta llegar al codo. A partir de ahí, el antebrazo se alzaba verticalmente, sostenido en alto por una cuerda atada a la muñeca. Con los dedos de esa mano, Tony Remarr sujetaba su propia piel desollada, plegada sobre el brazo. Vi la forma de los brazos, las piernas, el pelo del cuero cabelludo, las tetillas en el pecho. Bajo el cuero cabelludo, suspendido casi a la altura de las rodillas, destacaba un contorno ensangrentado allí donde había estado la cara. La cama, el suelo, la pared, todo estaba teñido de rojo.

Al volverme a la izquierda, vi a Morphy santiguarse y susurrar una oración por el alma de Tony Remarr.


Apoyados en el coche de Morphy, tomamos café en vasos de papel mientras los federales y la policía de Nueva Orleans pululaban en torno a la casa de Carole Stern. Gran número de personas, algunas del pueblo, otras visitantes camino de las marisquerías de Bucktown, se apiñaban alrededor del cordón policial para ver salir el cadáver. Probablemente se verían decepcionados: el asesino había organizado el lugar del crimen con gran minuciosidad, y tanto la policía como los federales tenían mucho interés en documentar el hecho con todo detalle antes de retirar el cadáver.

Woolrich, cuyo traje marrón presentaba otra vez su deslustrado esplendor de antes, se acercó a nosotros y nos ofreció los restos de una bolsa de buñuelos que se sacó del bolsillo de la chaqueta. Más allá de la zona acordonada vi su Chevy rojo, un modelo del 96 que relucía como si fuera nuevo.

– Tened, debéis de estar muertos de hambre.

Morphy y yo rehusamos el ofrecimiento. Yo no me había quitado aún de la cabeza la imagen de Remarr, y Morphy estaba pálido y parecía enfermo.

– ¿Habéis hablado con la policía local? -preguntó Woolrich.

Los dos asentimos. Habíamos prestado una exhaustiva declaración a un par de inspectores de Homicidios del distrito de Orleans, uno de los cuales era cuñado de Morphy.

– Siendo así, supongo que podéis marcharos -dijo Woolrich-. Pero tendré que hablar con vosotros otra vez.

Morphy rodeó el coche en dirección al asiento del conductor. Yo hice ademán de abrir la puerta del pasajero, pero Woolrich me sujetó el brazo.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó.

– Eso creo.

– Morphy se ha dejado llevar por una buena intuición, pero no debería haberte traído. En cuanto se entere Durand de que has sido el primero en llegar al escenario de otro asesinato no voy a poder quitármelo de encima.

Durand era el agente especial al mando de la delegación de Nueva Orleans. Aunque yo no lo conocía personalmente, sabía cómo eran, en general, los federales de ese rango. Gobernaban sus delegaciones como reinos, asignando agentes a las brigadas y dando el visto bueno a todas las operaciones. La competencia para el cargo de jefe de delegación era feroz. Así pues, Durand tenía que ser, como mínimo, un tipo de armas tomar.

– ¿Sigues en el Flaisance?

– Allí estoy.

– Pasaré a verte. Quiero comentarte un asunto.

Se dio media vuelta y regresó hacia la casa de Carole Stern. Al cruzar la verja, entregó la bolsa de buñuelos chafados a un par de agentes sentados en su coche patrulla. La aceptaron con reticencia, como si fuera una bomba. En cuanto Woolrich entró en la casa, uno de ellos salió del coche y tiró los buñuelos a un cubo de basura.

Morphy me dejó en el Flaisance. Antes de irse, le di mi número de móvil. Lo anotó en un pequeño cuaderno negro firmemente sujeto con una goma elástica.

– Si mañana estás libre, Angie nos preparará una cena. Sólo por eso vale la pena hacer el viaje. Prueba sus guisos y no te arrepentirás. -De pronto cambió de tono-. Además, creo que tenemos que hablar de algunas cosas.

Le contesté que me parecía buena idea, pero una parte de mí deseaba no volver a ver nunca más a Morphy ni a Woolrich ni a ningún policía. Cuando estaba a punto de arrancar, le di una palmada al techo del coche. Morphy bajó la ventanilla.

– ¿Por qué haces esto? -pregunté. Morphy se había tomado muchas molestias para involucrarme, para mantenerme al corriente de lo que ocurría. Necesitaba saber por qué. Creo que también necesitaba saber si podía confiar en él.

Se encogió de hombros.

– Los Aguillard murieron en mi territorio. Quiero encontrar al hombre que los mató. Tú tienes información sobre él. Ha ido a por ti, a por tu familia. Los federales llevan a cabo su propia investigación y nos cuentan lo menos posible. Tú eres mi única opción.

– ¿Eso es todo? -dije. Veía algo más en su rostro, algo que casi me resultaba familiar.

– No. Tengo esposa. Me propongo formar una familia. ¿Me entiendes?

Asentí con la cabeza y lo dejé estar, pero en su mirada se advertía algo más, algo que resonaba en mi interior. Di otra palmada al techo del coche en señal de despedida y lo observé alejarse mientras me preguntaba hasta qué punto deseaba Morphy la absolución por lo que quizás había hecho.

38

Cuando regresaba a mi habitación del Flaisance, sentí como si una abrumadora sensación de podredumbre se me metiera en la nariz y casi me impidiera respirar. Se alojaba bajo mis uñas y me manchaba la piel. La notaba en el sudor que me corría por la espalda y la veía en los hierbajos que se abrían paso entre las grietas del pavimento bajo mis pies. Era como si la ciudad estuviera corrompiéndose a mi alrededor. Fui a mi habitación y me duché con agua caliente hasta que tuve la piel roja y en carne viva. Luego me puse un jersey y unos pantalones de algodón, telefoneé a la habitación de Ángel y Louis y acordamos reunimos en la habitación de Rachel cinco minutos después.

Rachel abrió la puerta con la mano manchada de tinta. Llevaba un lápiz encajado sobre la oreja y con otros dos se recogía el pelo rojo en un moño. Tenía ojeras, y los ojos enrojecidos de leer.

Su habitación se había transformado. Sobre la mesa había un Power-Book de Macintosh abierto, rodeado de un revoltijo de papeles, libros y anotaciones. De la pared, por encima de la mesa, pendían diagramas, notas en Post-it y dibujos que parecían esbozos anatómicos. En el suelo, al lado de la silla, tenía una pila de faxes, junto a una bandeja con sándwiches a medio comer, una cafetera y una taza sucia.

Oí que llamaban a la puerta. Abrí para dejar entrar a Ángel y a Louis. Ángel contempló la pared con cara de incredulidad.

– El tipo de recepción ya piensa que estás loca, con toda esa mierda que va llegando por fax. Si ve esto, avisará a la policía.

Rachel se sentó en su silla y se quitó los lápices del pelo para soltarse el moño. Se sacudió el cabello con la mano izquierda y torció el cuello para distender los músculos agarrotados.

– ¿Y bien? -dijo-. ¿Quién quiere empezar?

Les hablé de Remarr y, al instante, el cansancio desapareció del rostro de Rachel. Me pidió que describiera con todo detalle la postura del cuerpo dos veces, y luego revolvió los papeles de la mesa durante un par de minutos.

– ¡Aquí! -exclamó, y me entregó una hoja con una rúbrica-. ¿Así?

Era una ilustración en blanco y negro; en lo alto se leía, en caligrafía antigua: tab. primera del lib. segvndo. Al pie, Rachel había escrito de su puño y letra: valverde 1556.

Representaba a un hombre desollado con el pie izquierdo apoyado en una piedra, un largo cuchillo con el mango en forma de gancho en la mano izquierda, y su propia piel desollada sujeta con la derecha. En la piel se veía la silueta de la cara y los ojos permanecían en las cuencas, pero, con esas excepciones, la figura de la ilustración presentaba una postura muy similar a la de Remarr. Palabras en griego designaban las distintas partes del cuerpo.

– Así -contesté en voz baja mientras Ángel y Louis miraban la ilustración por encima de mi hombro-. Así lo encontramos.

– La Historia de la composición del cuerpo humano -explicó Rachel-. La escribió el español Juan de Valverde de Hamusco en 1556 como manual de medicina. Este dibujo -tomó la hoja para que todos la viéramos- es una imagen del mito de Marsias. Marsias era un sátiro del séquito de la diosa Cibeles. Sobre él cayó una maldición cuando se hizo con una flauta de hueso de la que se había desprendido Atenea. La flauta sonaba por sí sola, ya que seguía inspirada por Atenea, y su música era tan hermosa que los campesinos decían que era superior incluso a la de Apolo.

»Apolo desafió a Marsias a una competición donde las Musas serían jueces, y Marsias perdió porque fue incapaz de tocar con la flauta invertida y cantar al mismo tiempo.

»Entonces Apolo se vengó de Marsias. Lo desolló vivo y clavó su piel a un pino. Según el poeta Ovidio, un momento antes de morir, Marsias gritó: "Quid me mihi detrahis?", que puede traducirse aproximadamente como: "¿Quién me arranca de mí mismo?". Tiziano pintó una versión del mito. También Rafael. Supongo que encontrarán restos de ketamina en el cuerpo de Remarr. Para reproducir el mito, el desollamiento tenía que realizarse mientras la víctima estaba aún viva; es difícil crear una obra de arte si el modelo no deja de moverse.

Louis la interrumpió.

– Pero en este dibujo parece que se ha desollado a sí mismo. Sostiene el cuchillo y la piel. ¿Por qué eligió el asesino esta imagen?

– Es sólo una conjetura, pero quizá sea porque Remarr, en cierto modo, se desolló a sí mismo -contesté-. Se encontraba en casa de los Aguillard cuando no debía. Sospecho que al Viajante le preocupaba qué podía haber visto. Remarr estaba donde no debía, así que fue responsable de lo que le pasó.

Rachel asintió con la cabeza.

– Es una interpretación interesante, pero quizás haya algo más, teniendo en cuenta cómo murió Tee Jean Aguillard.

Me entregó dos hojas. La primera era una fotocopia de la foto de Tee Jean en el lugar del crimen. La segunda era otra ilustración, esta vez con el rótulo de dissect. partivm. Al pie, Rachel había apuntado la fecha: «1545».

La ilustración mostraba a un hombre crucificado contra un árbol, y tras él una pared de piedra. Su cabeza y sus brazos extendidos se apoyaban en las ramas del árbol. Estaba despellejado desde el pecho hacia abajo y quedaban a la vista los pulmones, los riñones y el corazón. Junto a él, sobre una plataforma, había un órgano casi irreconocible, probablemente el estómago. Tenía el rostro intacto, pero también esta vez la postura de la ilustración se correspondía con la del cadáver de Tee Jean Aguillard.

– Otra vez Marsias -dijo Rachel-. O al menos una adaptación del mito. Ésta pertenece a De dissectione partium corporis humani, de Estienne, otro manual antiguo.

– ¿Estás diciendo que este tipo toma como referencia un mito griego para matar? -preguntó Ángel.

Rachel dejó escapar un suspiro.

– No es tan fácil. Supongo que, para él, el mito tiene alguna resonancia, por la sencilla razón de que lo ha utilizado dos veces. Pero la teoría de Marsias se viene abajo con Tante Marie, y con la esposa y la hija de Bird. Di con las ilustraciones de Marsias casi por casualidad, pero aún no he localizado correspondencias para las otras muertes. Sigo buscando. Lo más probable es que se basen también en manuales de medicina antiguos. Si es así, las encontraré.

– Esto plantea la posibilidad de que andemos tras alguien con formación médica -comenté.

– O con un buen conocimiento de los textos crípticos -añadió Rachel-. También sabemos que ha leído el Libro de Enoch, o material derivado de éste. No se requiere una gran formación médica para llevar a cabo la clase de mutilaciones que hemos visto en los cadáveres hasta el momento, pero no estaría de más partir del supuesto de que posee cierta experiencia quirúrgica o incluso que está más o menos familiarizado con la metodología médica.

– ¿Y qué puedes decirnos de la extracción de los ojos y las caras? -pregunté. Arrinconé en el fondo de mi mente una fugaz imagen de Jennifer y Susan-. ¿Tienes idea de dónde encaja?

Rachel negó con la cabeza.

– Sigo en ello. Para él, la cara parece una especie de prueba. Devolvió la de Jennifer porque murió antes de que él se pusiera manos a la obra, supongo, pero también porque quería asustarte a ti personalmente. La extracción podría indicar asimismo un desprecio por sus víctimas como personas. Al fin y al cabo, cuando se elimina la cara de alguien, se le despoja de la representación más inmediata de su individualidad, su principal rasgo distintivo.

»En cuanto a los ojos, existe el mito de que la imagen del asesino permanece en la retina de la víctima. Hay muchos mitos como éste asociados al cuerpo. En fecha tan relativamente cercana como principios del siglo pasado, algunos científicos aún creían que el cuerpo de la víctima de un homicidio sangraba cuando se encontraba en la misma habitación que el asesino. Tengo que seguir investigándolo, así que ya veremos. -Se puso en pie y se desperezó-. No quiero parecer grosera, pero me apetece una ducha. Después saldré a cenar como Dios manda, y luego quiero dormir doce horas.

Ángel, Louis y yo nos disponíamos a marcharnos cuando ella levantó una mano para detenernos.

– Sólo una cosa más. No quiero dar la impresión de que se trata simplemente de un bicho raro que se dedica a imitar imágenes violentas. No dispongo de información suficiente sobre la materia para emitir un juicio así y quiero consultar a algunas personas con más experiencia que yo en este campo. Aun así, no puedo evitar pensar que hay cierta filosofía subyacente detrás de sus crímenes, una pauta. Mientras no averigüemos cuál es, dudo que sea posible atraparlo.

Tenía la mano en el picaporte cuando llamaron a la puerta. Abrí despacio y me coloqué de modo que mi cuerpo impidiese ver el interior de la habitación mientras Rachel recogía sus papeles. Ante mí se hallaba Woolrich. A la luz procedente de la habitación, noté que la barba empezaba a asomar en su rostro.

– El conserje me ha dicho que quizá te encontraría aquí si no estabas en tu habitación. ¿Puedo pasar?

Vacilé por un instante y me aparté. Advertí que Rachel se había puesto de pie ante el material de la pared, para ocultarlo, pero Woolrich no mostró interés en ella. Fijó la mirada en Louis.

– Yo le conozco -dijo.

– No creo -contestó Louis con expresión fría en los ojos.

Woolrich se volvió hacia mí.

– ¿Has traído a tus asesinos a sueldo a mi ciudad, Bird?

No respondí.

– Como le decía, creo que se confunde -dijo Louis-. Soy un hombre de negocios.

– ¿En serio? ¿Y a qué negocios se dedica?

– Desratización -contestó Louis.

La tensión pareció chisporrotear en el aire hasta que Woolrich se dio media vuelta y salió de la habitación. Se detuvo en el pasillo y me hizo un gesto para que me acercara.

– Tenemos que hablar. Te espero en el Café du Monde.

Lo observé alejarse y luego miré a Louis. Enarcó una ceja.

– Parece que soy más famoso de lo que creía.

– Eso parece, sí -dije, y salí tras Woolrich.


Lo alcancé en la calle, pero no dijo una sola palabra hasta que nos sentamos y tuvo ante sí un buñuelo. Al arrancar un trozo, se espolvoreó el traje con azúcar, luego tomó un largo trago de café, y dejó la taza medio vacía y con un churrete pardusco resbalando por el lado.

– Vamos, Bird, ¿qué te propones? -dijo con tono de hastío y decepción-. Ese tipo…, conozco su cara. Sé en qué anda. -Mordió otro trozo de buñuelo.

No contesté. Nos miramos hasta que Woolrich desvió la vista. Se sacudió el azúcar de los dedos y pidió otro café. Yo apenas había probado el mío.

– ¿Te dice algo el nombre Edward Byron? -preguntó por fin al comprender que Louis no sería tema de conversación.

– No me suena de nada. ¿Por qué?

– Era conserje en Park Rise. Allí tuvo Susan a Jennifer, ¿no?

– Sí.

Park Rise era una clínica privada de Long Island. El padre de Susan había insistido en que fuéramos allí aduciendo que el equipo médico estaba entre los mejores del mundo. Sin duda estaba entre los mejor pagados. El ginecólogo que asistió a Jennifer en el parto ganaba más en un mes que yo en un año.

– ¿Adónde nos lleva esto? -pregunté.

– A principios de este año lo despidieron, discretamente, después de que se mutilara un cadáver. Alguien practicó una autopsia sin autorización al cuerpo de una mujer. Abrió el abdomen y extrajo los ovarios y las trompas de Falopio.

– ¿No se presentaron cargos?

– Las autoridades de la clínica contemplaron la posibilidad y al final lo descartaron. Encontraron unos guantes quirúrgicos con restos de sangre y tejidos de la mujer en una bolsa guardada en la taquilla de Byron. Alegó que alguien pretendía incriminarlo. No fue una prueba concluyente. En teoría, alguien podría haber colocado aquello en su taquilla. Pero la clínica lo despidió de todos modos. No hubo juicio ni investigación policial. Nada. Sólo consta en nuestros archivos porque por esas mismas fechas la policía local investigaba el robo de estupefacientes en la clínica, y el nombre de Byron aparecía en el informe. A Byron lo echaron después de iniciarse los robos y a partir de entonces prácticamente se acabaron, pero tenía coartada cada vez que se descubría la desaparición de estupefacientes.

»Eso fue lo último que se supo de Byron. Disponemos de su número de la seguridad social, pero no ha solicitado subsidio de desempleo, ni ha presentado declaración de renta, ni ha tenido contacto alguno con la administración del Estado, ni ha visitado la clínica desde el despido. No ha utilizado sus tarjetas de crédito desde el 19 de octubre de 1996.

– ¿Por qué ha salido a la luz su nombre ahora?

– Edward Byron nació en Baton Rouge. Su mujer…, su ex mujer, Stacey, aún vive aquí.

– ¿Habéis hablado con ella?

– La interrogamos ayer. Dice que no lo ve desde abril, que le debe la pensión de seis meses. Libró el último cheque a cuenta de un banco del este de Texas, pero ella piensa que vive en la zona de Baton Rouge o en los alrededores. Dice que siempre quiso volver aquí, que no le gustaba Nueva York. También hemos puesto en circulación fotos suyas, sacadas de su ficha de empleo en Park Rise.

Me entregó una fotografía de Byron ampliada. Era un hombre atractivo, sin más defecto que un mentón un tanto hundido. Tenía la boca y la nariz finas, y los ojos alargados y oscuros. El cabello era de color castaño y lo llevaba peinado con raya a la izquierda. Aparentaba menos de treinta y cinco años, la edad que contaba al hacerse la foto.

– Es nuestra mejor pista -añadió Woolrich-. Quizá te informo porque creo que tienes derecho a saberlo. Pero también te diré otra cosa: no te acerques a la señora Byron. Le hemos pedido que no hable con nadie para evitar que se entere la prensa. En segundo lugar, mantente alejado de Joe Bones. Uno de sus hombres, el tal Ricky, en una conversación a través de un teléfono intervenido juraba en hebreo por tu hazaña de esta mañana. Pero no saldrás tan bien parado una segunda vez.

Dejó dinero en la mesa.

– ¿Ha averiguado algo que pueda servirnos ese equipo que tienes en el hotel?

– Todavía no. Suponemos que es un hombre con cierta experiencia médica, quizá con una psicopatología sexual. Si descubro algo más, te tendré informado. Pero he de hacerte una pregunta: ¿qué estupefacientes robaban en Park Rise?

Ladeó la cabeza y torció ligeramente los labios, como si dudase sobre la conveniencia de decírmelo.

– Clorhidrato de ketamina. Es de la familia de la fenciclidina.

Aparenté no saber nada al respecto. Los federales joderían vivo a Morphy si se enteraban de que me había facilitado información como ésa, aunque ya debían de albergar sospechas. Woolrich dejó de hablar un momento y luego prosiguió.

– Apareció en los cadáveres de Tante Marie Aguillard y su hijo. El asesino lo utilizó como anestésico. -Hizo girar la taza en el platillo hasta que el asa apuntó hacia mí. Bajando la voz, preguntó-: ¿Te da miedo ese tipo, Bird? Porque a mí sí, te lo aseguro. ¿Recuerdas la conversación que mantuvimos sobre los asesinos en serie cuando te traje a ver a Tante Marie? -Asentí-. Por entonces yo pensaba que ya lo había visto todo. Creía que esos asesinos eran individuos propensos a los malos tratos y la violación, gente con disfunciones que habían rebasado cierta línea, pero que resultaban tan dignos de lástima que aún podían reconocerse como seres humanos. En cambio, éste… -Observó pasar a una familia en un carruaje mientras el cochero acicateaba al caballo con las riendas y ofrecía su propia versión de la historia de Jackson Square. Un niño pequeño de cabello oscuro iba sentado aparte del grupo familiar. Nos miró en silencio con la barbilla apoyada en el antebrazo desnudo-. Siempre habíamos temido que apareciese uno distinto de los demás, uno que actuase impulsado por algo que fuera más allá de una sexualidad frustrada y retorcida o un sadismo extremo. Vivimos en una cultura dominada por el dolor y la muerte, Bird, y la mayoría de nosotros pasamos por la vida sin comprenderlo realmente. Quizás era sólo cuestión de tiempo que creásemos a alguien capaz de entender eso mejor que nosotros, alguien que viera el mundo sólo como un gran altar donde sacrificar a la humanidad, una persona que creyese que debía darnos un castigo ejemplar.

– ¿Y crees que este tipo encarna a esa persona?

– «Me he convertido en la Muerte, el destructor de los mundos.» ¿No es eso lo que dice Bhagavadgita? «Me he convertido en la Muerte.» Quizás este tipo sea eso: muerte pura.

Se dirigió hacia la calle. Lo seguí y de pronto me acordé de la hoja de papel con las anotaciones de la noche anterior.

– Woolrich, una cosa más.

Me miró con irritación cuando le entregué las referencias del Libro de Enoch.

– ¿Qué carajo es el Libro de Enoch?

– Forma parte de los textos apócrifos. Creo que ese individuo posiblemente los conozca.

Woolrich plegó la hoja y se la guardó en el bolsillo del pantalón.

– Bird -dijo, y casi sonrió-, a veces dudo entre mantenerte al corriente de lo que ocurre o no decirte nada. -Hizo una mueca y luego suspiró como dando a entender que ni siquiera merecía la pena hablar del asunto-. No te metas en líos, Bird, y lo mismo puedes decirles a tus amigos.

Se alejó hasta confundirse con la multitud nocturna.


Llamé a la puerta de la habitación de Rachel, pero no contestó. Llamé por segunda vez, con más insistencia, y oí ruidos procedentes de dentro. Salió a abrir envuelta en una toalla y con el cabello recogido bajo otra toalla más pequeña. Tenía la cara enrojecida por el calor de la ducha y le brillaba la piel.

– Lo siento -dije-. He olvidado que estarías duchándote.

Sonrió y me dejó pasar.

– Siéntate. Me vestiré y te dejaré que me invites a cenar. -Tomó de encima de la cama un pantalón gris y una blusa blanca de algodón, sacó de la maleta ropa interior blanca a juego y volvió a entrar en el cuarto de baño. No cerró la puerta por completo para que pudiéramos hablar mientras se vestía.

– ¿Sería mucha indiscreción preguntar a qué ha venido ese intercambio de palabras?-dijo.

Me acerqué al balcón y miré hacia la calle.

– Lo que Woolrich ha dicho de Louis es verdad. Quizá no sea así de sencillo, pero ha cometido asesinatos en el pasado. No estoy muy seguro de si lo sigue haciendo. No hago preguntas, y no estoy en situación de juzgarlo. Pero confío en Ángel y en él. Les pedí que vinieran porque sé que hacen bien su trabajo.

Salió del baño abrochándose la blusa, con el pelo mojado y suelto. Se lo secó con un secador de viaje y luego se maquilló un poco. Había visto hacer eso mismo a Susan miles de veces, pero al ver a Rachel experimenté una extraña sensación de intimidad. Algo se estremeció dentro de mí, un cambio pequeño pero significativo en mis sentimientos hacia ella. Se sentó en el borde de la cama y se calzó unos zapatos negros sin tacón. Cuando se inclinó vi el brillo de su piel húmeda en la parte baja de la espalda. Me sorprendió mirándola y sonrió con cautela, como si temiera interpretar mal lo que había visto.

– ¿Nos vamos? -propuso.

Le abrí la puerta y, cuando salió, su blusa rozó mi mano y emitió un sonido como el crepitar del agua sobre un metal caliente.


Cenamos en el Mr. B's de Royal Street, con su gran salón de caoba frío y oscuro. Yo comí un bistec, tierno y delicioso, y Rachel pidió salmón al horno; las especias la hicieron respirar hondo al primer bocado. Charlamos de obras de teatro y películas, de música y libros. Dio la casualidad de que los dos habíamos asistido a la misma representación de La flauta mágica en el Metropolitan en 1991, tanto ella como yo solos. La observé mientras tomaba un sorbo de vino, la luz reflejándose en su rostro y brillando en la oscuridad de sus pupilas como la luz de la luna vista desde la orilla del lago.

– ¿Tienes por costumbre seguir a desconocidos hasta tierras lejanas?

Sonrió.

– Seguro que llevabas toda la vida esperando el momento de usar esa frase.

– Quizá la uso continuamente.

– Oh, por favor. Lo próximo que hagas será empuñar un bate y pedirle al camarero que se aparte.

– De acuerdo, culpable de los cargos que se me imputan. Hacía bastante tiempo.

Noté que me ruborizaba y percibí una expresión picara pero insegura en su mirada, una especie de tristeza, de miedo a sufrir y a hacer sufrir. En mi interior algo se retorció y sacó las uñas, y sentí un pequeño desgarro en el corazón.

– Lo siento. Apenas te conozco -susurró.

Alargó el brazo y me acarició la mano izquierda, desde la muñeca hasta la punta del meñique. Siguió las curvas de mis dedos trazando círculos en las yemas con delicadeza, su contacto era suave como la hoja de un árbol. Al final, dejó la mano apoyada en la mesa con las puntas de los dedos sobre los míos, y empezó a hablar.

Nació en Chilson, cerca de las estribaciones de los montes Adirondacks. Su padre era abogado, su madre puericultora. Le gustaba correr y jugar al baloncesto, y el chico que iba a llevarla a la fiesta de graduación cogió paperas dos días antes del baile, así que la acompañó el hermano de su amigo enfermo e intentó tocarle los pechos mientras sonaba Only the Lonely. Ella también tenía un hermano, Curtís, diez años mayor. Curtís había sido policía durante cinco años. Murió dos semanas antes de cumplir los veintinueve.

– Era inspector de la policía del estado, recién ascendido. Ni siquiera estaba de servicio el día que lo mataron. -Hablaba sin vacilar, ni muy despacio ni muy deprisa, como si hubiera repetido la historia miles de veces examinando sus defectos, volviendo al principio, al desenlace, eliminando todo detalle superfluo hasta dejar sólo el resplandeciente núcleo del asesinato de su hermano, el corazón hueco de su ausencia-. Eran las dos y cuarto de la tarde de un martes. Curtís había ido a visitar a una chica en Moriah. Siempre le iban detrás dos o tres chicas a la vez. Les rompía el corazón. Llevaba un ramo de flores, unas azucenas que había comprado en una floristería a cinco puertas del banco. Oyó gritos y vio salir a dos personas corriendo del banco, ambas armadas, ambas enmascaradas, un hombre y una mujer. Otro hombre los esperaba en un coche.

»Curtis estaba desenfundando la pistola cuando lo vieron. Los dos llevaban escopetas de cañones recortados y no se lo pensaron dos veces. El hombre vació en él los dos cañones y, mientras yacía en el suelo moribundo, la mujer lo remató. Le disparó en la cara, y era tan guapo, tan encantador…

Se interrumpió, y supe que aquélla era una historia que había contado sólo para sí, que no era algo destinado a ser compartido, sino que debía salvaguardarse. A veces necesitamos nuestro dolor. Lo necesitamos para considerarlo nuestro.

– Cuando los atraparon, llevaban encima tres mil dólares. Era todo lo que habían robado en el banco, el valor que tenía para ellos la vida de mi hermano. La mujer había salido de un centro penitenciario hacía una semana. Alguien decidió que ya no representaba una amenaza para la sociedad. -Levantó la copa y apuró el vino. Yo pedí más y ella permaneció en silencio mientras el camarero le llenaba la copa. Por fin dijo-: Y aquí me tienes. Ahora intento entenderlo, y a veces me acerco. Y a veces, con suerte, consigo impedir que a otras personas les ocurran cosas parecidas. A veces.

De pronto tomé conciencia de que estaba estrechando su mano con fuerza, y no recordaba cómo había sucedido. Con su mano en la mía, hablé por primera vez en muchos años del momento en que abandoné Nueva York y mi madre y yo nos trasladamos a Maine.

– ¿Aún vive?

Negué con la cabeza.

– Me metí en problemas con un personaje importante del pueblo, un tal Daddy Helms -dije-. Mi abuelo y mi madre acordaron mandarme a trabajar fuera aquel verano, hasta que se calmaran las cosas. Un amigo de mi abuelo tenía una tienda en Filadelfia, así que trabajé allí durante una temporada aprovisionando estanterías, limpiando por la noche. Dormía en una habitación encima del local.

»Mi madre empezó a acudir a sesiones de fisioterapia por un pinzamiento en el hombro, pero resultó que se habían equivocado en el diagnóstico. Tenía cáncer. Creo que lo sabía, pero prefirió no decir nada. Quizá pensó que, si no lo admitía, podría engañar a su organismo para que le diera más tiempo. Pero un día le falló un pulmón al salir de la consulta del fisioterapeuta.

»Yo volví dos días después en autobús. Hacía dos meses que no la veía y, cuando la busqué en la sala del hospital, no la reconocí. Tuve que mirar los nombres al pie de las camas por lo cambiada que estaba. Vivió seis semanas más. Hacia el final recobró la lucidez a pesar de los sedantes. Parece ser que pasa muy a menudo. Uno llega a engañarse pensando que mejora. Es como una broma del cáncer. La noche antes de morir intentó hacer un dibujo del hospital, para saber por dónde había que ir cuando llegara el momento de marcharse. -Tomé un sorbo de agua-. Lo siento. No sé por qué he tenido que acordarme de esto.

Rachel sonrió y noté que me apretaba la mano.

– ¿Y tu abuelo?

– Murió hace ocho años. Me dejó su casa de Maine, la que estoy intentando reformar.

No pasé por alto el hecho de que no preguntara por mi padre. Supuse que ella sabía ya todo lo que había que saber.

Más tarde, paseamos despacio entre la gente, con la música de los bares mezclándose en un fragor en medio del cual de vez en cuando lograbas identificar una melodía conocida. Cuando llegamos a la puerta de su habitación, nos abrazamos un momento y nos besamos con ternura, acariciándome ella la mejilla con la mano, antes de despedirnos.

A pesar de Remarr y Joe Bones y de mis conversaciones con Woolrich, esa noche dormí plácidamente, con la sensación de su mano aún en la mía.

39

Era una mañana fresca y clara y el sonido del tranvía de St. Charles flotaba en el aire mientras yo hacía jogging. Una limusina nupcial pasó junto a mí camino de la catedral con cintas blancas hondeando sobre el capó. Corrí hacia el oeste por North Rampart hasta Perdido y luego volví por Chartres a través del Quarter. Para entonces apretaba el calor y tenía la sensación de estar corriendo con la cara envuelta en una toalla húmeda y tibia. Mis pulmones se debatían para tomar aire y mi organismo se rebelaba, luchando por expulsarlo, pero seguí corriendo.

Tenía por costumbre hacer ejercicio tres o cuatro veces por semana, alternando circuitos durante un mes poco más o menos con sesiones de musculación intercaladas. Cuando interrumpía durante unos días mi rutina de entrenamiento me sentía hinchado y en baja forma, como si tuviera el organismo saturado de toxinas. Puestos a elegir entre el ejercicio físico y los laxantes, había optado por el ejercicio por ser la posibilidad menos incómoda.

De vuelta en el Flaisance, me duché y me cambié la venda del hombro; aún me dolía un poco, pero la herida estaba cicatrizando. Después dejé un fardo de ropa sucia en la lavandería más cercana, porque no había previsto una estancia tan larga en Nueva Orleans y mi provisión de ropa interior se estaba quedando corta.

El número de teléfono de Stacey Byron aparecía en el listín -no había vuelto a usar su apellido de soltera, al menos por lo que a la compañía telefónica se refería-, y Ángel y Louis se ofrecieron a ir a Baton Rouge y ver qué podían averiguar a través de ella o sobre ella. A Woolrich no le gustaría, pero si quería dejarla en paz, no debería haberme contado nada.

Rachel envió por correo electrónico los detalles de las ilustraciones que andaba buscando a dos de sus alumnos de Columbia, que colaboraban con ella en trabajos de investigación, y al padre Eric Ward, un profesor jubilado de Boston que había dado clases en la Universidad de Loyola en Nueva Orleans sobre cultura renacentista. En lugar de quedarse allí a esperar la respuesta, decidió acompañarme a Metairie, donde esa mañana enterraban a David Fontenot.

Permanecimos en silencio durante el viaje. El tema de nuestra creciente intimidad y sus posibles consecuencias no había salido a la luz, pero, por lo visto, los dos éramos muy conscientes de ello. Yo lo notaba en los ojos de Rachel cuando me miraba, y probablemente ella veía lo mismo en los míos.

– ¿Y qué más quieres saber de mí? -preguntó.

– Diría que no sé gran cosa acerca de tu vida personal.

– Aparte de que soy guapa e inteligente.

– Aparte de eso -admití.

– Cuando dices «personal», ¿te refieres a «sexual»?

– Es un eufemismo. No quería parecerte demasiado avasallador. Si lo prefieres, puedes empezar por la edad, ya que anoche no me la dijiste. Lo demás no costará tanto en comparación.

Me dedicó una sonrisa sesgada y un corte de mangas. Decidí pasar por alto el corte de mangas.

– Tengo treinta y tres años, pero con la luz adecuada admito sólo treinta. Soy dueña de un gato y un apartamento con dos habitaciones en el Upper West Side, pero actualmente no lo comparto con nadie. Hago stepping tres veces por semana y me gustan la comida china, la música soul y la cerveza con espuma. Mi última relación acabó hace seis meses y tengo la sensación de que me está creciendo el himen otra vez.

La miré con una ceja enarcada y se echó a reír.

– Te noto sorprendido -dijo-. Necesitas sonsacarme algo más.

– Da la impresión de que tú también lo necesitas. ¿Quién era el tipo?

– Un agente de Bolsa. Nos veíamos desde hacía un año y acordamos vivir juntos a modo de prueba. Él tenía un apartamento de una sola habitación y el mío era de dos, así que se instaló conmigo y utilizamos el segundo dormitorio como estudio compartido.

– Parece una situación idílica.

– Lo fue. Durante una semana más o menos. Resultó que él no soportaba al gato, no le gustaba compartir la cama conmigo porque, según decía, yo me movía continuamente y él se pasaba la noche en vela, y toda mi ropa empezó a oler a tabaco. Ésa fue la gota que colmó el vaso. Todo apestaba: los muebles, la cama, las paredes, la comida, el papel higiénico, incluso el gato. Una noche llegó a casa, me anunció que se había enamorado de su secretaria y a los tres meses se mudó con ella a Seattle.

– He oído decir que Seattle es una ciudad bonita.

– A la mierda Seattle. Espero que se hunda en el mar.

– Al menos no eres rencorosa.

– Muy gracioso. -Miró por la ventanilla durante un rato y sentí el impulso de alargar la mano y tocarla, un impulso que se acrecentó por lo que dijo a continuación-. Aún me cuesta hacerte demasiadas preguntas por lo que ocurrió.

– Lo sé.

Lentamente, tendí la mano derecha y le acaricié la mejilla. Tenía la piel suave y un poco húmeda. Inclinando la cabeza hacia mí, aumentó la presión contra mi mano, y entonces nos detuvimos frente a la entrada del cementerio y el momento pasó.

Algunos antepasados de los Fontenot habían vivido en Nueva Orleans desde finales del siglo XIX, mucho antes de que la familia de Lionel y David se estableciera en la ciudad, y los Fontenot poseían un enorme panteón en el cementerio de Metairie, el cementerio más grande de la ciudad, en el cruce de Metairie Road y Pontchartrain Boulevard. Tenía una extensión de sesenta hectáreas y había sido construido sobre el antiguo hipódromo de Metairie. Si uno era aficionado a las apuestas, aquélla era una última morada idónea, aunque al final siempre saliera ganando la casa.

Los cementerios de Nueva Orleans son lugares extraños. Si bien la mayoría de los cementerios de las grandes ciudades están muy cuidados e inducen a poner lápidas discretas, los difuntos de Nueva Orleans descansaban bajo tumbas recargadas y mausoleos espectaculares. Me recordaban el Père Lachaise de París, o las Ciudades de los Muertos de El Cairo, donde aún vivía gente entre los cadáveres. Una resonancia de dicho parecido se encontraba en la tumba de Brunswig en Metairie, que tenía forma de pirámide y la custodiaba una esfinge.

La arquitectura funeraria española y francesa no era el único motivo por el que los cementerios se habían construido de. ese modo. Casi toda la ciudad se hallaba bajo el nivel del mar, y, hasta la aparición de los modernos sistemas de drenaje, las tumbas cavadas en la tierra pronto se llenaban de agua. La solución natural estaba en hacerlas a ras de suelo.

La comitiva fúnebre de Fontenot ya había entrado en el cementerio cuando llegamos. Aparqué a cierta distancia de los vehículos del séquito y pasamos ante los dos coches patrulla estacionados enfrente de la verja, cuyos ocupantes ocultaban sus ojos tras unas gafas de sol. Siguiendo a los rezagados, dejamos atrás las estatuas que representaban a la Fe, la Esperanza, la Caridad y el Recuerdo, al pie de la alargada tumba de Moriarity, y llegamos a un panteón de estilo Greek Revival con un par de columnas dóricas. En el dintel de la puerta se leía fontenot.

Era imposible saber cuántos Fontenot reposaban en el panteón familiar. En Nueva Orleans la tradición era dejar el cadáver durante un año y un día, después de lo cual el panteón volvía a abrirse, los restos se trasladaban al fondo y el féretro podrido se sacaba para dejar espacio al siguiente ocupante. Muchos de los panteones de Metairie ya estaban a esas alturas muy concurridos.

La verja de hierro forjado, rematada con cabezas de ángeles, se hallaba abierta y la pequeña comitiva rodeaba el panteón formando un semicírculo. Un hombre destacaba sobre los demás, y supuse que se trataba de Lionel Fontenot. Llevaba un traje negro con una ancha corbata negra. Su cara, de tan curtida, era de un color moreno rojizo, y unas profundas arrugas le surcaban la frente e irradiaban de las comisuras de los ojos. Tenía el cabello oscuro pero canoso en las sienes. Era un hombre corpulento, de un metro noventa como mínimo y cercano a los ciento diez kilos, quizá más. El traje parecía luchar por no reventar.

Más allá de la comitiva, apostados a intervalos junto a los panteones y tumbas o bajo los árboles del cementerio, había cuatro hombres de expresión severa vestidos con chaquetas y pantalones oscuros. Bajo las chaquetas se adivinaba el bulto de las pistolas. Un quinto hombre, con un abrigo oscuro sobre los hombros, se dio media vuelta junto a un viejo ciprés y vislumbré la reveladora imagen de una metralleta con armazón de M16 oculta bajo los pliegues. Otros dos flanqueaban a Lionel Fontenot. Éste no estaba dispuesto a correr riesgos.

La comitiva -compuesta de blancos y negros, blancos jóvenes con elegantes trajes negros, ancianas negras que llevaban vestidos negros con puntillas doradas en el cuello- quedó en silencio cuando el sacerdote empezó a leer el oficio de difuntos en un ajado ritual de exequias con el borde de las hojas dorado. Como no soplaba ninguna brisa que pudiera llevarse sus palabras, éstas flotaron en el aire, reverberando entre las tumbas igual que las voces de los propios muertos.

– «Padre nuestro, que estás en los cielos…»

Los hombres que portaban el féretro lo alzaron y, con grandes dificultades, hicieron pasar el ataúd por la estrecha entrada del panteón. Cuando estuvo en el interior, un par de policías de Nueva Orleans apareció entre dos bóvedas a unos treinta y cinco metros al oeste del cortejo fúnebre. Otros dos asomaron desde el este y un tercer par se acercó lentamente a un árbol que quedaba al norte. Rachel siguió mi mirada.

– ¿Una escolta?

– Quizá.

– «…venga a nosotros tu reino y hágase tu voluntad aquí en la tierra…»

Sentí cierto nerviosismo. Tal vez habían enviado a los agentes por si Joe Bones tenía la tentación de importunar a los deudos, pero ocurría algo raro. No me gustaba la forma en que se movían. Parecían incómodos con los uniformes, como si les molestaran los cuellos de las camisas y les apretaran los zapatos.

– «…perdona nuestros pecados…»

Los hombres de Fontenot también los habían visto, pero aparentemente no les preocupaban demasiado. Los policías mantenían los brazos relajados a los lados y las pistolas enfundadas. Estaban a unos diez metros de nosotros cuando algo caliente me salpicó la cara. Una anciana de cara redonda con un ajustado vestido negro, que había estado sollozando en silencio junto a mí, se dio de pronto la vuelta y se desplomó con un agujero oscuro en la sien y un brillo húmedo en el pelo. Una esquirla de mármol saltó del panteón, y una mancha de vivo color rojo se extendió alrededor. El sonido del disparo se oyó casi simultáneamente, un ruido sordo y amortiguado como el de un puño al golpear un saco de boxeo.

– «…mas líbranos del mal…»

La gente de la comitiva tardó unos segundos en tomar conciencia de lo que ocurría. Contemplaron atónitos a la mujer, en torno a cuya cabeza se formaba ya un charco de sangre. Empujé a Rachel hacia el hueco entre dos panteones protegiéndola con mi cuerpo. Alguien gritó y los presentes empezaron a dispersarse al tiempo que silbaban más balas sobre el mármol y la piedra. Vi a los guardaespaldas de Lionel Fontenot apresurarse a protegerlo y obligarlo a echarse cuerpo a tierra mientras las balas rebotaban en la tumba y resonaban en la verja de hierro.

Rachel se tapó la cabeza con los brazos y se agachó para ofrecer un blanco lo más pequeño posible. Por encima del hombro descubrí que los dos policías situados al norte se separaban y que sacaban ametralladoras de entre los arbustos a cada lado de la avenida. Eran Steyrs provistas de silenciadores: los hombres de Joe Bones. Vi que una mujer echaba a correr para ponerse a cubierto tras las alas extendidas de un ángel de piedra, el faldón de su abrigo se agitaba en torno a sus piernas desnudas. Dos orificios aparecieron en su abrigo a la altura del hombro y cayó de bruces al suelo, con las manos extendidas. Intentó seguir avanzando a rastras, pero otro orificio traspasó el abrigo y acabó con su vida.

Se oían disparos de pistola y ráfagas de una semiautomática; eran los hombres de Fontenot que devolvían el fuego. Desenfundé mi Smith & Wesson y me acerqué a Rachel al mismo tiempo que una silueta de uniforme aparecía en el hueco entre las tumbas, con una Steyr en las manos. Le disparé en la cara y se desplomó.

– ¡Pero si son policías! -exclamó Rachel, su voz casi ahogada por el fuego cruzado.

Alargué el brazo y la obligué a agacharse aún más.

– Son los hombres de Joe Bones. Han venido a liquidar a Lionel Fontenot.

Pero no era sólo eso: Joe Bones quería sembrar el caos y cosechar sangre, miedo y muerte. No se conformaba con matar a Lionel Fontenot. Quería que murieran también otros -mujeres, niños, la familia de Lionel, sus colaboradores- y que los supervivientes recordaran lo ocurrido y temieran a Joe Bones más aún. Quería acabar con los Fontenot, y lo haría allí, ante el panteón donde habían enterrado a sus muertos durante generaciones. Aquello era obra de un hombre que había rebasado los límites de la razón y entrado en un lugar oscuro, iluminado con llamas, un lugar donde la sangre lo cegaba.

A mis espaldas oí unos pasos vacilantes, y uno de los hombres de Fontenot, el individuo del abrigo con la semiautomática, cayó de rodillas al lado de Rachel. La sangre le salió a borbotones de la boca, y ella gritó al verlo desplomarse hacia delante ante sus pies. La M 16 quedó en la hierba junto a ella. Me dispuse a alcanzarla pero Rachel se me adelantó, movida por un profundo e insaciable instinto de supervivencia. Con la boca y los ojos muy abiertos, disparó una ráfaga por encima del cuerpo caído del guardaespaldas.

Yo me abalancé hacia el fondo de la tumba y apunté en la misma dirección, pero ella había abatido ya al hombre de Joe Bones; éste yacía de espaldas, con espasmos en la pierna izquierda y un sanguinolento dibujo en el pecho. A Rachel le temblaban las manos por efecto de la adrenalina que fluía por su organismo. La M 16 empezó a resbalársele de los dedos. La correa se le enredó en el brazo y lo sacudió con vehemencia para desprenderse de ella. Detrás, vi a varios miembros de la comitiva fúnebre correr agachados por las avenidas entre las tumbas. Dos mujeres blancas, tirando de los brazos de un joven negro, lo llevaban a rastras por la hierba. Tenía la camisa teñida de sangre en el vientre.

Supuse que un cuarto par de hombres de Joe Bones se había aproximado desde el sur y había iniciado el fuego. Al menos tres habían caído: los dos que habíamos matado Rachel y yo y un tercero que yacía desmadejado junto al viejo ciprés. El hombre de Fontenot había eliminado a uno de ellos antes de ser alcanzado él mismo.

Ayudé a Rachel a ponerse en pie y rápidamente la llevé hacia un panteón mugriento con la verja corroída. Golpeé la cerradura con la culata de la M 16 y cedió al instante. Rachel entró. Le di mi Smith & Wesson y le dije que se quedara allí hasta que yo volviera. A continuación, empuñando la M 16, corrí hacia el este por la parte de atrás del panteón de los Fontenot cubriéndome tras otras tumbas mientras avanzaba. Ignoraba cuántas balas quedaban en la M 16. El selector estaba fijado en ráfagas de tres balas. Según cuál fuera la capacidad del cargador, podían quedarme entre diez y veinte balas. Casi había llegado a un monumento coronado por la figura de un niño dormido cuando algo me golpeó en la nuca y caí de bruces; la M 16 se me escapó de las manos. Alguien me asestó un puntapié con todas sus fuerzas en los ríñones, y el dolor me recorrió el cuerpo hasta el hombro. Recibí otro puntapié en el estómago, que me hizo rodar hasta yacer boca arriba. Alcé la vista y vi a Ricky de pie junto a mí, los rizos serpenteantes de su pelo y su pequeña estatura en contradicción con el uniforme del Departamento de Policía de Nueva Orleans. Había perdido la gorra y tenía rasguños a un lado de la cara por el impacto de esquirlas de piedra. Me apuntaba al pecho con la boca de su Steyr.

Intenté tragar saliva pero tenía la garganta contraída. Notaba el contacto de la hierba bajo las manos y el intenso dolor del costado, sensaciones de vida, existencia y supervivencia. Ricky levantó la Steyr para apuntarme a la cabeza.

– Joe Bones te manda saludos -dijo.

Apretó el gatillo en el mismo instante en que, con una sacudida, echó atrás la cabeza y arqueó la espalda. Una ráfaga, de la Steyr barrió la hierba junto a mi cabeza y Ricky cayó de rodillas y luego se desplomó de lado sobre mi pierna izquierda. Tenía un agujero rojo e irregular en la espalda de la camisa.

Detrás de él, Lionel Fontenot, aún en posición de tiro, empezaba a bajar la pistola. Tenía la mano izquierda ensangrentada y un orificio de bala en la parte superior de la manga izquierda del traje. Los dos guardaespaldas que lo flanqueaban en el cementerio corrieron hacia él desde el panteón familiar. Me lanzaron un vistazo y de inmediato centraron su atención en Fontenot. Yo oía acercarse sirenas por el oeste.

– Ha escapado uno, Lionel -dijo uno de los guardaespaldas-. Los demás están muertos.

– ¿Y nuestra gente?

– Tres muertos, como mínimo, y muchos más heridos.

A mi lado, Ricky se sacudió un poco y agitó débilmente la mano. Noté el movimiento de su cuerpo contra mi pierna. Lionel Fontenot se aproximó y por un momento quedó inmóvil junto a él antes de dispararle una sola vez en la nuca. Me dirigió una mirada de curiosidad y luego agarró la M 16 y se la lanzó a uno de sus hombres.

– Ahora id a socorrer a los heridos -ordenó. Se sujetó el brazo herido con la mano derecha y volvió al panteón de los Fontenot.


Me dolían las costillas cuando, después de quitarme el cadáver de Ricky de encima de la pierna, regresé al lugar donde había dejado a Rachel. Me acerqué con cuidado, recordando que le había dejado la Smith & Wesson. Al llegar a la tumba, Rachel no estaba.

La encontré a unos cincuenta metros, en cuclillas al lado del cuerpo de una joven que apenas pasaba de veinte años. Cuando me aproximaba, Rachel alargó la mano hacia el arma que había colocado a su lado y se volvió hacia mí.

– Eh, soy yo. ¿Estás bien?

Asintió y volvió a dejar la pistola. Me fijé en que había mantenido la mano apretada contra el estómago de la joven durante todo el tiempo.

– ¿Cómo está? -pregunté, pero al mirar por encima del hombro de Rachel, supe la respuesta. La sangre que emanaba de la herida de bala era casi negra. Un disparo en el hígado. La chica, temblando de manera incontrolable, con los dientes apretados por el dolor, no sobreviviría.

Alrededor, los miembros de la comitiva fúnebre abandonaban sus escondites, unos sollozando, otros estremecidos de miedo. Vi a dos de los hombres de Lionel Fontenot correr hacia nosotros, los dos con pistolas, y agarré a Rachel del brazo.

– Tenemos que irnos. No podemos esperar a que llegue la policía.

– Yo me quedo. No voy a dejarla.

– Rachel. -Me miró. Le sostuve la mirada y vi que también era consciente de la inminente muerte de la chica-. No podemos quedarnos.

Los dos hombres de Fontenot se encontraban ya junto a nosotros. Uno de ellos, el más joven, se arrodilló al lado de la chica y le agarró la mano. Ella se la estrechó con fuerza y él susurró su nombre.

– Clara. Aguanta, Clara, aguanta.

– Por favor, Rachel -repetí.

Rachel alcanzó la mano del joven y la apretó contra el vientre de Clara. La chica gritó al notar de nuevo la presión.

– Mantén ahí la mano -musitó Rachel-. No la retires hasta que lleguen los sanitarios.

Cogió la pistola y me la entregó. Puse el seguro y la enfundé. Nos alejamos del núcleo del tumulto y, cuando los gritos no eran ya tan horribles, me detuve y ella me abrazó. La acuné entre mis brazos, le besé la cabeza y respiré su aroma. Ella se apretó contra mí y ahogué un grito al notar el reciente dolor en las costillas.

Rachel se apartó de inmediato.

– ¿Estás herido?

– Me han dado un puntapié, sólo eso. -Sostuve su cara en mis manos -. Has hecho por ella todo lo que has podido.

Asintió, pero le temblaban los labios. La chica tenía para ella una importancia que excedía el simple deber de salvarle la vida.

– He matado a ese hombre -dijo.

– Nos habría matado a los dos. No tenías alternativa. Si no lo hubieras hecho, estarías muerta. Quizá yo también lo estaría.

Era cierto, pero no bastaba con eso, no todavía. La estreché mientras lloraba y de pronto el dolor del costado careció de importancia en comparación con su sufrimiento.

40

Hacía muchos años que no pensaba en Daddy Helms cuando le hablé de él a Rachel la noche anterior y recordé que fue precisamente ese hombre la causa de que yo estuviese ausente al declararse la larga enfermedad que acabó con la vida de mi madre.

Daddy Helms era el hombre más feo que había visto nunca. Tuvo bajo su control casi todo Portland desde finales de los años sesenta hasta principios de los ochenta y levantó un modesto imperio que empezó con sus prósperas tiendas de vinos y licores y se expandió hasta abarcar la venta de droga en tres estados.

Daddy Helms pesaba más de ciento cincuenta kilos y, como consecuencia de una afección cutánea, tenía enormes bultos por todo el cuerpo, especialmente visibles en la cara y las manos. Eran de un color rojo intenso y daban a su piel un aspecto escamoso que desdibujaba sus facciones de tal modo que el observador tenía la impresión de ver a Daddy Helms a través de una bruma roja. Vestía trajes con chaleco y panamás y siempre fumaba puros a lo Winston Churchill, con lo cual, uno lo olía antes de verlo. Si eras un poco espabilado, eso te daba tiempo de sobra para estar en otra parte cuando él llegaba.

Daddy Helms era un miserable, pero también un bicho raro. Si hubiese sido menos inteligente, menos resentido y menos proclive a la violencia, probablemente habría terminado viviendo en una casita en los bosques de Maine y vendiendo árboles de Navidad de puerta en puerta a ciudadanos compasivos. En lugar de eso, su fealdad parecía una manifestación exterior de una malignidad moral, una corrupción que inducía a pensar que quizá su piel no era lo peor de él. Había en su interior una rabia, una ira contra el mundo y sus costumbres.

Mi abuelo, que conocía a Daddy Helms desde la infancia y por lo general era un hombre comprensivo con quienes lo rodeaban, incluso con los delincuentes que detenía cuando era ayudante del sheriff, no veía más que maldad en él. «Antes pensaba que quizá su fealdad lo había convertido en lo que es» dijo una vez, «que su comportamiento se debía a su aspecto, que buscaba una manera de vengarse del mundo.» Estaba sentado en el porche de la casa que compartía con mi abuela, con mi madre y conmigo, la casa donde vivíamos todos desde la muerte de mi padre. El basset de mi abuelo, Doc -al que había puesto ese nombre por el cantante de country Doc Watson, sólo porque le gustaba su versión de la canción Alberta.-, yacía hecho un ovillo a sus pies; profundamente dormido, sus costillas se expandían con la respiración y, de vez en cuando, sumido en sus sueños de perro, salía de entre sus belfos un gañido.

Mi abuelo tomó un sorbo de café de una taza azul de metal y luego la dejó en el suelo. Doc se movió un poco, abrió un ojo legañoso para asegurarse de que no se perdía nada interesante y luego volvió a quedarse dormido. «Pero Daddy Helms no es así», continuó. «Daddy Helms sencillamente tiene un problema, algo que no acabo de entender. Mi única duda es qué habría hecho con su vida si no fuera tan feo. Imagino que habría llegado a presidente de Estados Unidos si se lo hubiera propuesto y si la gente hubiera soportado mirarlo, aunque se habría parecido más a Stalin que a Kennedy. No tendrías que haberte puesto en su camino, hijo. Ayer aprendiste una lección difícil, una lección difícil a manos de un hombre difícil.»

Yo había llegado de Nueva York convencido de que era todo un hombre, de que era más listo y más rápido y, si hacía falta, más duro que los tipos con quienes me tropezaría en los remotos confines de Maine. Me equivocaba. Daddy Helms me lo demostró.

Clarence Johns, un chico que vivía con su padre alcohólico cerca de Maine Mall Road, aprendió también esa lección. Clarence era afable pero estúpido, un comparsa por naturaleza. Andábamos juntos desde hacía alrededor de un año y nos dedicábamos a disparar con la escopeta de aire comprimido en las ociosas tardes de verano y a beber cerveza que robábamos del alijo de su padre. Nos aburríamos y así se lo hacíamos saber a todos, incluso a Daddy Helms.

Daddy Helms había comprado un bar viejo y ruinoso en Congress Street y poco a poco estaba transformándolo en lo que, imaginaba él, sería un establecimiento de postín. Eso ocurrió antes de que rehabilitaran la zona portuaria, antes de la llegada de las tiendas de camisetas y artesanía, del cine de arte y ensayo, y de los bares que entre las cinco y las siete de la tarde sirven cosas para picar gratis a los turistas. Quizá Daddy Helms previó lo que vendría, porque cambió todas las vidrieras del bar, puso un tejado nuevo y adquirió algunos elementos decorativos de una vieja iglesia de Belfast que había sido secularizada.

Un domingo por la tarde en que Clarence y yo nos sentíamos especialmente enfadados con el mundo, nos sentamos en la tapia de la parte trasera del bar todavía en obras de Daddy Helms y, lanzando piedras con precisión milimétrica, rompimos todas las vidrieras. Después, encontramos una cisterna abandonada y, en un último acto vandálico, la arrojamos contra la amplia vidriera en arco del fondo del local, que, según los proyectos de Daddy Helms, se extendería de un extremo a otro de la barra como un abanico.

Después de aquello, no vi a Clarence durante unos días, ni pensé en las consecuencias hasta que una noche, cuando íbamos por St. John Street con seis latas de cerveza compradas ilícitamente, tres de los hombres de Daddy Helms nos agarraron y nos llevaron a rastras hasta un Cadillac Eldorado negro. Tras esposarnos, amordazarnos con cinta adhesiva y vendarnos los ojos con harapos sucios, nos metieron en el maletero y lo cerraron. Clarence Johns y yo yacíamos uno junto al otro, y noté su acre olor a sucio, hasta que caí en la cuenta de que probablemente yo olía igual.

Pero aquel maletero no sólo apestaba a gasolina, a harapos y al sudor de dos adolescentes. Se percibía también un tufo a orina y excrementos humanos, a vómito y bilis. Era el olor del miedo a una muerte inminente, y supe, ya entonces, que en aquel Cadillac habían dado el paseo a mucha gente.

El tiempo pareció detenerse en la negrura del coche, y no habría sabido decir cuánto rato viajamos. Abrieron el maletero y oí el embate de las olas a mi izquierda y noté el salitre en el aire. Nos sacaron del maletero y nos arrastraron a través de los matorrales y por las piedras. Notaba arena bajo los pies y, a mi lado, oí que Clarence Johns empezaba a gimotear, o tal vez eran mis propios gemidos los que oía. A continuación nos tiraron a la arena boca abajó, y noté que varias manos me agarraban por la ropa y los zapatos, me arrancaron la camisa y me desnudaron de cintura para abajo. Yo empecé a dar puntapiés desesperadamente a las figuras invisibles que me rodeaban hasta que alguien me asestó un fuerte puñetazo en la zona lumbar y dejé de moverme. Me quitaron la venda de los ojos y, cuando alcé la mirada, vi a Daddy Helms de pie ante mí. A sus espaldas se dibujaba la silueta de un gran edificio: el Black Point Inn. Estábamos, pues, en Western Beach, concretamente en Prouts Neck, que formaba parte del propio Scarborough. Si hubiera podido darme la vuelta, habría visto las luces de Old Orchard Beach, pero no era capaz.

Daddy Helms sostenía la colilla de un puro en su mano deforme y me sonreía. Era una sonrisa como un destello en la hoja de un cuchillo. Vestía un traje blanco con chaleco, entre cuyos bolsillos pendía la cadena de oro de un reloj, y una pajarita de lunares roja y blanca perfectamente anudada le ceñía el cuello de la camisa blanca de algodón. Junto a mí, Clarence Johns movía los pies en la arena buscando apoyo para levantarse, pero uno de los hombres de Daddy Helms, un rubio brutal llamado Tiger Martin, plantó la suela del zapato en el pecho de Clarence y lo obligó a seguir tendido en la arena. Clarence, advertí, no estaba desnudo.

– ¿Tú eres el nieto de Bob Warren? -preguntó Daddy Helms al cabo de un rato.

Asentí con la cabeza. Pensé que iba a ahogarme. Tenía la nariz llena de arena y no conseguía llenar de aire los pulmones.

– ¿Sabes quién soy? -preguntó Daddy Helms sin dejar de mirarme. Volví a asentir-. Pero es imposible que me conozcas, chico. Si me conocieras, no habrías hecho lo que hiciste. A menos que seas idiota, claro, y eso sería peor que no conocerme.

Dirigió la atención a Clarence por un momento, pero no le dijo nada. Me pareció percibir un asomo de compasión en sus ojos mientras le miraba. Éste era tonto, de eso no cabía la menor duda. Por un instante tuve la sensación de ver a Clarence con ojos nuevos, como si sólo él no formara parte de la banda de Daddy Helms y nosotros cinco nos dispusiéramos a acometer alguna atrocidad con él. Pero yo no era uno de los hombres de Daddy Helms y la idea de lo que estaba a punto de ocurrir me devolvió a la realidad. Mientras notaba la arena en contacto con mi piel observé a Tiger Martin, que se acercaba con una pesada bolsa de basura negra en los brazos. Miró a Daddy Helms, éste hizo un gesto de asentimiento y, acto seguido, Tiger Martin vació sobre mi cuerpo el contenido de la bolsa.

Era tierra, pero había algo más: percibí millares de diminutas patas sobre mí; correteaban entre el vello de mis piernas y mi pubis, exploraban los pliegues de mi cuerpo como minúsculas amantes. Las noté sobre mis párpados apretados y sacudí la cabeza con fuerza para apartarlas de mis ojos. Poco después empezaron las picaduras, pequeños alfilerazos en los brazos, los párpados, las piernas e incluso el pene, cuando las hormigas de fuego comenzaron a atacar. Se me metían por la nariz y también allí empezaron a picarme. Me retorcí y me restregué contra la arena en un intento de matar el mayor número posible, pero era como tratar de quitarme la arena grano a grano. Pataleé, rodé sobre la arena y me corrieron las lágrimas por las mejillas. De pronto, cuando tenía la impresión de que no iba a resistirlo más, una mano enguantada me agarró del tobillo y me arrastró por la arena hacia las olas. Me quitaron las esposas y me zambullí en el agua al mismo tiempo que me arrancaba la cinta adhesiva de la boca, sin tener en cuenta el dolor del tirón en los labios movido por mi deseo de frotarme y rascarme. Hundí la cabeza cuando las olas me embistieron, y, aun así, me pareció sentir finas patas deslizándose sobre mí y las últimas picaduras de los insectos antes de ahogarse. Gritaba de dolor y pánico y también lloraba. Lloraba de vergüenza y de dolor, de miedo y de rabia.

Durante días me fui encontrando entre el pelo restos de hormigas. Algunas eran más largas que la uña de mi dedo medio, con unas pinzas serradas que se curvaban hacia delante para clavarse en mi piel. Tenía el cuerpo cubierto de bultos, casi a imagen del propio Daddy Helms, y el interior de la nariz hinchado y dolorido.

Salí del agua y, tambaleándome, avancé por la arena. Los hombres de Daddy Helms habían vuelto al coche y nos habían dejado en la playa a Clarence y a mí con Daddy Helms. Clarence estaba ileso. Daddy Helms percibió en mi cara que acababa de darme cuenta de eso y sonrió a la vez que chupaba el puro.

– Anoche nos encontramos con tu amigo -dijo. Apoyó una gruesa mano como la cera fundida en los hombros de Clarence. Clarence se encogió, pero permaneció inmóvil-. Nos lo contó todo. Ni siquiera tuvimos que hacerle daño.

El dolor de la traición eclipsó el de las picaduras y el escozor, la persistente sensación de movimiento sobre la piel. Miré a Clarence Johns con ojos nuevos, con ojos de adulto. Estaba de pie en la arena, tembloroso, con los brazos alrededor del cuerpo. En su mirada se traslucía un dolor que brotaba de lo más hondo de su ser. Deseé odiarlo por lo que había hecho, y eso era lo que Daddy Helms quería, pero yo sólo sentí un profundo vacío y cierta lástima.

Y también sentí cierta lástima por Daddy Helms, con su piel estragada, sus bultos y sus pliegues de pesada grasa, porque se había visto obligado a administrar aquel castigo a dos muchachos a causa de unos cristales rotos; y el castigo no sólo consistía en el daño físico, sino, además, en la pérdida de la amistad que los había unido.

– Chico, esta noche has aprendido dos lecciones. Has aprendido a no tontear conmigo nunca más y has aprendido algo acerca de la amistad. Al final, tu único amigo eres tú mismo porque los demás, llegado el momento, te dejarán todos en la estacada. Al final, todos estamos solos.

A continuación se dio media vuelta y, con su torpe andar, se encaminó entre los matorrales de barrón y las dunas en dirección a su coche.

Nos dejaron allí y tuvimos que volver a pie por la Interestatal 1, yo con la ropa rota y mojada. No nos dijimos una sola palabra, ni siquiera cuando nos separamos ante la verja de la casa de mi abuelo. Clarence se alejó en la noche acompañado del chacoloteo de sus baratos zapatos de plástico contra el asfalto. Después de aquello nos distanciamos, y prácticamente me había olvidado de Clarence hasta que, hace doce años, murió durante un intento de robo frustrado en un almacén de informática en las afueras de Austin. Clarence trabajaba allí como guardia de seguridad. Los ladrones dispararon contra él cuando intentó defender una remesa de ordenadores.

Cuando llegué a casa de mi abuelo, tomé un antiséptico del botiquín, me desnudé y, metido en la bañera, me extendí el líquido por las picaduras. Me escoció. Al acabar, me quedé sentado llorando en la bañera vacía, así fue como me encontró mi abuelo. Estuvo un rato sin decir nada. Luego desapareció y volvió con un recipiente rojo que contenía una pasta hecha de bicarbonato de sosa y agua. Me la aplicó concienzudamente por los hombros y el pecho, las piernas y los brazos, y después vertió un poco en mi mano para que yo mismo me la pusiera en la entrepierna. Me envolvió con una sábana blanca de algodón y me hizo sentar en la silla de la cocina, donde sirvió dos grandes copas de coñac. Era Remy Martin, recuerdo, añejo, del bueno. Tardé un rato en acabármelo pero ni él ni yo despegamos los labios. Cuando me levanté para acostarme, me dio una suave palmada en la cabeza.


– Un hombre duro -repitió mi abuelo, y apuró su café. Se puso en pie y el perro se levantó con él-. ¿Me acompañas a pasear al perro?

Le dije que no. Él se encogió de hombros, y observé cómo bajaba por los peldaños del porche; el perro corría ya ante él, ladrando, husmeando y volviendo la vista atrás para asegurarse de que el anciano lo seguía antes de alejarse otro trecho.

Daddy Helms murió dos años más tarde de un cáncer de estómago.

Se calculaba que, a lo largo de su vida, había estado involucrado, directa o indirectamente, en más de cuarenta asesinatos, algunos de ellos en lugares tan alejados como Florida. Las personas que asistieron a su funeral podían contarse con los dedos de una mano.

Volví a acordarme de Daddy Helms mientras Rachel y yo dejábamos atrás el lugar de los asesinatos en Metairie. No sé por qué. Quizá porque me daba la impresión de que compartía parte de su resentimiento con Joe Bonnano, un rencor hacia el mundo que surgía de algo podrido en su interior. Recordé a mi abuelo, recordé a Daddy Helms, y también las lecciones que habían intentado enseñarme, lecciones que aún no había aprendido del todo.

41

Fuera de la verja de entrada al cementerio, la policía de Nueva Orleans reunía a los testigos y despejaba el camino para que se trasladase a los heridos a las ambulancias. Unidades de las televisiones WWDL y WDSU intentaban entrevistar a los supervivientes. Permanecimos cerca de uno de los guardaespaldas de Lionel Fontenot, el hombre a quien se le había confiado el cuidado de la M 16, mientras nos aproximábamos en diagonal a la verja. Lo seguimos hasta que llegó a una parte rota de la valla contigua a la autovía y salió por allí en dirección a un Lincoln que lo esperaba. Cuando se alejó, Rachel y yo saltamos la valla y regresamos al coche por el oeste sin dirigirnos una palabra. Estaba aparcado lejos del núcleo principal de actividad y conseguimos escabullimos sin llamar la atención.

– ¿Cómo es posible que haya pasado una cosa así? -preguntó Rachel en voz baja cuando nos adentrábamos en la ciudad-. Tendría que haber habido policía. Alguien debería haberlo impedido… -Su voz se apagó y luego permaneció en silencio durante el camino de regreso al Quarter, con las manos cruzadas ante el pecho.

Decidí no molestarla.

En cuanto a qué había ocurrido, cabían varias posibilidades. Quizás algún alto cargo de la policía había cometido el error de asignar a Metairie efectivos insuficientes pensando que Joe Bones no intentaría eliminar a Lionel Fontenot en el funeral de su hermano en presencia de testigos. Las armas habrían sido escondidas la noche anterior, o bien esa mañana a primera hora, y no se había registrado el cementerio. También podía ser que Lionel hubiera mantenido a raya a la policía, como había hecho con los medios de comunicación, reacio a convertir el entierro de su hermano en un circo. La otra posibilidad era que Joe Bones hubiese sobornado o amenazado a algunos o a todos los policías de Metairie, y éstos hubieran vuelto la espalda mientras los hombres de Bones se ponían manos a la obra.

Cuando llegamos al hotel, llevé a Rachel a mi habitación; no quería que en un momento así estuviera rodeada de las imágenes que había colgado en las paredes de la suya. Fue derecha al baño y cerró la puerta. Oí el sonido de la ducha. Se quedó allí durante un buen rato.

Cuando por fin salió, se había envuelto en una gran toalla blanca desde los pechos hasta las rodillas y se secaba el pelo con otra más pequeña. Me miró y vi que tenía los ojos enrojecidos; de pronto le tembló la barbilla y se echó a llorar otra vez. La abracé y le besé la cabeza, la frente, las mejillas, los labios. Noté su boca cálida cuando respondió al beso, recorriéndome los dientes con la lengua y entrelazándola con la mía. Le quité la toalla y la estreché contra mí. A tientas, buscó el cinturón y la cremallera de mi pantalón. Luego metió la mano por la bragueta y me apretó el pene. Con la otra mano me desabrochó la camisa a la vez que me besaba el cuello y paseaba la lengua por mi pecho y alrededor de mis tetillas.

Me sacudí los zapatos y, torpemente, me incliné para intentar quitarme los calcetines. Los malditos calcetines. Sonrió cuando estuve a punto de caerme mientras me quitaba el izquierdo, y al instante me encontré sobre ella, que me bajaba el pantalón y el calzoncillo.

Tenía los pechos pequeños, la cadera un poco ancha, el triángulo de vello entre sus piernas de un rojo intenso. Sabía dulce. Cuando se corrió, arqueó la espalda y rodeó mis muslos con las piernas. Tuve la sensación de que nunca me habían abrazado con tanta fuerza, ni amado tanto.

Después se durmió. Me levanté de la cama, me puse una camiseta y unos vaqueros, y saqué de su bolso la llave de su habitación. Recorrí descalzo la galería hasta llegar a ella, cerré la puerta al entrar y me quedé observando durante un rato las ilustraciones de la pared. Rachel había comprado un gran cuaderno de dibujo donde plasmaba diagramas e ideas. Arranqué dos de las hojas, las uní con cinta adhesiva y las añadí a las imágenes de la pared. A continuación, frente a las ilustraciones de Marsias diseccionado y las fotocopias de las fotografías del lugar de los asesinatos de Tante Marie y Tee Jean, tomé un rotulador y empecé a escribir.

En un ángulo anoté los nombres de Jennifer y Susan, y una punzada de arrepentimiento y culpabilidad me traspasó al escribir el de Susan. Intenté apartarlo de mi mente y proseguí con mis anotaciones. En otro ángulo puse los nombres de Tante Marie, Tee Jean y, un poco apartado, el de Florence. En el tercer ángulo escribí el nombre de Remarr y en el cuarto un interrogante y la palabra «chica» al lado. En el centro anoté «Viajante» y, luego, como un niño al dibujar una estrella, añadí una serie de rayas que irradiaban del centro e intenté consignar todo lo que sabía, o creía saber, sobre el asesino.

Al acabar, la lista incluía: un aparato de síntesis de voz; el Libro de Enoch; conocimientos de mitología griega y manuales de medicina antiguos; conocimientos de las actividades y la técnica policiales, como se desprendía de los análisis que había hecho Rachel posteriormente de Jennifer y Susan, del hecho de que sabía que los federales tenían controlado mi teléfono móvil y del asesinato de Remarr. Al principio pensaba que, si hubiera visto a Remarr en la casa de los Aguillard, lo habría matado allí mismo; sin embargo me replanteé la hipótesis pensando que el Viajante no habría querido prolongar su presencia en el lugar del crimen ni enfrentarse con Remarr, alerta como estaba, y habría preferido esperar una oportunidad mejor. La otra opción era que el asesino se hubiera enterado de la existencia de aquella huella digital y, de algún modo, más tarde se hubiera encontrado con Remarr.

Agregué otros elementos basados en supuestos generales: hombre blanco, probablemente entre veinte y cuarenta y tantos años; una base en Louisiana desde donde cometer el asesinato de Remarr y los Aguillard; ropa para cambiarse, o un mono para taparse la ropa a fin de no mancharse de sangre; conocimiento de la ketamina y acceso a ella.

Tracé otra raya desde el Viajante a los Aguillard, puesto que el asesino sabía que Tante Marie había hablado, y una segunda raya hasta Remarr. Añadí una línea de puntos hasta Jennifer y Susan, y escribí el nombre de Edward Byron con un interrogante al lado. Después, de forma impulsiva, agregué una tercera línea de puntos y anoté el nombre de David Fontenot entre los de los Aguillard y Remarr, basándome sólo en la conexión de Honey Island y la posibilidad de que si el Viajante lo había atraído hasta allí y había dado el soplo a Joe Bones, el asesino era conocido de la familia Fontenot. Por último escribí el nombre de Edward Byron en una hoja aparte y la clavé junto al diagrama principal.

Me senté en la cama de Rachel y aspiré el aroma de ella en la habitación mientras observaba lo que había escrito y, en mi cabeza, cambiaba de sitio las piezas para ver si encajaban en alguna otra parte. No encajaban, pero añadí una cosa más antes de volver a mi habitación y esperar a que Ángel y Louis regresaran de Baton Rouge: tracé una raya fina entre el nombre de David Fontenot y el interrogante que representaba a la chica del pantano. En ese momento aún no lo sabía, pero con esa raya había dado el primer paso significativo hacia el mundo del Viajante.

Regresé a mi habitación y me senté junto al balcón para contemplar a Rachel, que dormía intranquila. Movía los párpados rápidamente y una o dos veces emitió leves gemidos y movió las manos como si empujara algo al mismo tiempo que sacudía los pies bajo la sábana. Oí a Ángel y a Louis antes de verlos: Ángel hablaba en voz alta con aparente enfado; Louis le respondía en tono comedido y un tanto burlón.

Abrí antes de que llamaran a la puerta y, con gestos, les indiqué, que debíamos hablar en su habitación. No estaban informados del tiroteo de Metairie porque, según Ángel, no habían encendido la radio en el coche de alquiler. Tenía la cara roja y los labios pálidos. No recordaba haberlo visto nunca tan furioso.

En su habitación, la trifulca se desató de nuevo. Stacey Byron, una rubia teñida de poco más de cuarenta años, que conservaba una notable figura para su edad, por lo visto se había insinuado a Louis en el transcurso del interrogatorio, y Louis, en cierto modo, había correspondido.

– Sólo quería ventilar el asunto cuanto antes -explicó mirando a Ángel de soslayo con la boca contraída en una sonrisa.

Ángel no se dejó impresionar.

– Claro que querías ventilártela, pero el único asunto que te interesaba era la talla de su sujetador y las dimensiones de su culo -replicó.

Louis puso los ojos en blanco en un exagerado gesto de desconcierto y pensé, por un momento, que Ángel iba a pegarle. Apretó los puños y dio un paso hacia él antes de conseguir controlarse.

Sentí lástima por Ángel. Si bien no creía que Louis hubiera intentado realmente cortejar a la mujer de Edward Byron, al margen de la reacción natural de cualquier persona ante las atenciones favorables de otra y la convicción de Louis de que, siguiéndole la corriente, quizá facilitara información sobre su ex marido, sabía lo importante que Louis era para Ángel. Ángel tenía una turbia historia tras de sí, y Louis más aún, pero yo recordaba ciertos detalles de la vida de Ángel, detalles que Louis olvidaba a veces, o ésa era mi impresión.

Cuando Ángel cumplió condena en la isla de Rikers, atrajo la atención de un tal William Vance. Éste había matado a un tendero coreano durante un robo frustrado en Brooklyn y por eso acabó en Rikers, pero sobre él pesaban otras sospechas: que había violado y asesinado a una anciana en Utica, y que la había mutilado antes de morir; y que quizás estuviera relacionado con un crimen parecido en Delaware. No se tenían pruebas, aparte de rumores y conjeturas, pero cuando se presentó la oportunidad de encerrar a Vance por el asesinato del coreano, el fiscal no la dejó escapar.

Y, por alguna razón, Vance decidió que prefería a Ángel muerto. Había oído contar que Ángel había rechazado a Vance cuando éste se encaprichó con él, y que de un puñetazo le había roto un diente. Pero con Vanee nunca se sabía: su mente funcionaba de una manera oscura y confusa a causa del odio y de un extraño y amargo deseo. Ahora no sólo quería violar a Ángel; quería matarlo, y matarlo lentamente. Ángel había recibido una condena de entre tres y cinco años. Después de una semana en Rikers, sus probabilidades de sobrevivir más de un mes habían caído en picado.

Ángel no tenía amigos dentro y menos aún fuera, así que me telefoneó. Me constaba que le había supuesto un gran esfuerzo hacerlo. Era orgulloso y creo que, en circunstancias normales, habría intentado resolver él solo sus problemas. Pero William Vanee, con sus tatuajes de cuchillos ensangrentados en los brazos y una telaraña en el pecho, no era ni mucho menos normal.

Hice lo que pude. Busqué los expedientes de Vanee y copié las transcripciones del interrogatorio por el asesinato de Utica y otros percances similares. Copié detalladamente las pruebas reunidas contra él y la declaración de una testigo presencial que se retractó cuando Vanee la llamó por teléfono y la amenazó con follárselos a ella y a sus hijos hasta que muriesen si atestiguaba contra él. A continuación viajé a Rikers.

Hablé con Vanee a través de un panel transparente. Se había tatuado en tinta china otra lágrima bajo el ojo izquierdo, con lo cual el número total de lágrimas tatuadas ascendía a tres, y cada una representaba una de las vidas que había quitado. En el nacimiento de su cuello se veía la silueta de una araña. Le hablé en susurros durante unos diez minutos, le advertí que si le ocurría algo a Ángel, cualquier cosa, me encargaría de que todos los presos de aquella cárcel se enteraran de que estaba a un paso de ser acusado de homicidio sexual, y de que las víctimas eran ancianas indefensas. A Vanee le quedaban por cumplir cinco años antes de poder aspirar a la libertad condicional. Si los otros internos descubrían las sospechas que recaían sobre él, algunos se asegurarían de que tuviera que pasar cinco años en aislamiento para evitar la muerte. Aun así, tendría que examinar a diario su comida en busca de cristal pulverizado, y rezar para que la atención del carcelero no se extraviara ni por un instante cuando lo escoltaran al patio para su hora de recreo o cuando lo llevaran al médico de la cárcel el día que el estrés empezara a pasarle factura a su salud.

Incluso sabiendo todo esto, dos días después de nuestra conversación intentó castrar a Ángel con un pincho improvisado. Ángel se salvó sólo gracias a la fuerza con que arremetió con el talón contra la rodilla de Vance, pero aun así necesitó veinte puntos de sutura entre el vientre y el muslo, porque Vance le lanzó un tajo a la desesperada mientras caía al suelo.

A la mañana siguiente, a Vanee le atacaron en las duchas. Unos agresores no identificados lo sujetaron, utilizaron una llave inglesa para mantenerle la boca abierta y vertieron por su garganta agua mezclada con detergente. El veneno hizo estragos en sus entrañas, le destrozó el estómago y casi le costó la vida. Durante el resto de sus días en la cárcel fue la mínima expresión de un hombre, sacudido por intensos dolores en el vientre que lo hacían aullar por las noches. Aquello sólo había requerido una llamada telefónica. También vivía con eso en mi conciencia.

Cuando lo pusieron en libertad, Ángel se lió con Louis. Ni siquiera sé cómo llegaron a conocerse exactamente aquellos dos seres solitarios, pero ya llevaban juntos seis años. Ángel necesitaba a Louis, y Louis, a su manera, también necesitaba a Ángel, pero a veces yo pensaba que el equilibrio de la relación dependía de Ángel. Hombres y hombres, hombres y mujeres, sea cual sea la combinación, al final una de las dos partes tiene unos sentimientos más profundos que la otra y, normalmente, es esa parte la que más sufre.

Resultó que no habían averiguado gran cosa de Stacey Byron. La policía vigilaba la casa por delante, pero Louis y Ángel, éste vestido con el único traje que tenía, habían entrado por detrás. Louis había mostrado fugazmente su carnet del gimnasio y su sonrisa al mismo tiempo que le explicaba a la señora Byron que sólo llevaban a cabo un registro de rutina en el jardín, y se pasaron una hora hablando con ella de su ex marido, sobre la frecuencia con que Louis hacía ejercicio, y al final sobre si se había acostado alguna vez con una mujer blanca. Fue en ese punto cuando Ángel empezó a indignarse.

– Dice que no lo ha visto desde hace cuatro meses -informó Louis-. Que la última vez que lo vio, apenas le contó nada, sólo se interesó por su salud y la de los niños y recogió ropa vieja del desván. Según parece, llevaba una bolsa de plástico de un supermercado de Opelousas y los federales han concentrado su búsqueda allí.

– ¿Sabe por qué lo buscan los federales?

– No. Le han dicho que quizás él podía facilitarles información sobre ciertos delitos sin resolver. Pero no es tonta, y le he contado un poco más para ver si mordía el anzuelo. Parece que a él siempre le ha interesado la medicina; por lo visto, en otro tiempo tuvo ambiciones de ser médico, aunque no tenía estudios ni para podar árboles.

– ¿Le has preguntado si, en su opinión, era capaz de matar?

– No ha sido necesario. Según ha confesado, una vez la amenazó de muerte cuando discutían las condiciones del divorcio.

– ¿Recuerda qué le dijo?

Louis movió la cabeza una sola vez en un largo gesto de asentimiento.

– Ajá. Le dijo que le arrancaría la puta cara.


Ángel y Louis se separaron sin haber resuelto sus diferencias; Ángel se retiró a la habitación de Rachel mientras Louis se quedaba sentado en el balcón de la suya atento a los sonidos y olores de Nueva Orleans, no todos ellos agradables.

– Estaba pensando en salir a comer algo -comentó-. ¿Te apetece?

Me sorprendió. Supuse que quería hablar, pero yo nunca había estado con Louis sin que Ángel se encontrara presente.

Fui a ver cómo seguía Rachel. La cama estaba vacía y oí el agua de la ducha. Llamé suavemente a la puerta.

– Está abierto -contestó ella.

Cuando entré, se había tapado con la cortina de la ducha.

– Te favorece -dije-. Este año se lleva el plástico trasparente.

El sueño le había servido de poco. Aún tenía ojeras y se la veía nerviosa. Intentó sonreír sin convicción, pero fue más una mueca de dolor que otra cosa.

– ¿Te apetece salir a comer?

– No tengo hambre. Voy a trabajar un rato. Luego me tomaré un par de somníferos y trataré de dormir sin soñar.

Le dije que Louis y yo íbamos a salir y después fui a comunicárselo a Ángel. Lo encontré hojeando las notas de Rachel. Señaló mi diagrama en la pared de la habitación.

– Hay muchos huecos.

– Me falta averiguar un par de detalles.

– Como quién lo hizo y por qué. -Me dirigió una sonrisa irónica.

– Sí, pero procuro no obsesionarme demasiado con cuestiones menores. ¿Estás bien?

Asintió con la cabeza.

– Creo que todo este asunto me está sacando de quicio, sólo eso. -Abarcó con un ademán las ilustraciones de la pared.

– Louis y yo vamos a salir a comer. ¿Vienes?

– No, sería un estorbo. Puedes quedarte con él.

– Mañana daré la mala noticia de mi despertar sexual a las modelos de Swimsuite Illustrated. Se les romperá el corazón. Cuida de Rachel, ¿quieres? Éste no ha sido uno de sus mejores días.

– Estaré en la habitación de al lado.


Louis y yo nos sentamos en la marisquería Felix, en la esquina de Bourbon con Iberville. No había demasiados turistas; en general, a éstos les atraía más la marisquería Acme, en la acera de enfrente, donde servían alubias rojas y un sabroso arroz en un recipiente que habían hecho ahuecando un pan, o un establecimiento más elegante del French Quarter como el Nola. El Felix era más corriente. A los turistas no les gusta mucho lo corriente. Al fin y al cabo, eso ya lo tienen en sus lugares de origen.

Louis pidió unas ostras y las roció con salsa picante, acompañadas de una cerveza Abita. Yo tomé patatas fritas y pollo, regados con agua mineral.

– El camarero piensa que eres un mariquita -comentó Louis mientras yo tomaba un sorbo de agua-. Si hubiera una compañía de ballet de visita en la ciudad, te abordaría para que le regalaras unas entradas.

– Ideas preconcebidas -contesté-. Tú confundes a la gente porque no te ajustas al estereotipo. Quizá deberías ser más amanerado.

Hizo una mueca y levantó la mano para pedir otra Abita. Llegó al instante. El camarero se las arreglaba perfectamente para que no nos faltara de nada sin tener que pasar más tiempo del imprescindible cerca de nuestra mesa. Otros comensales optaban por tomar la ruta panorámica para llegar a sus mesas con tal de no pasar demasiado cerca de nosotros, y aquellos que se veían obligados a ocupar las mesas contiguas parecían comer un poco más deprisa que los demás. Louis ejercía ese efecto en la gente. Parecía tener alrededor una aureola de violencia potencial, y algo más: si esa violencia estallara, no sería la primera vez.

– En cuanto a tu amigo Woolrich -dijo mientras se bebía media Abita de un solo trago-. ¿Te merece confianza?

– No lo sé. Va por libre.

– Es del FBI. Todos los federales van por libre. -Me observó por encima de la botella-. Me parece que si estuvieras escalando una roca con tu amigo, resbalaras y te quedaras colgando de un extremo de la cuerda con él en el otro extremo, él cortaría la cuerda.

– Eres un cínico.

Hizo otra mueca.

– Si los muertos hablaran, llamarían realistas a todos los cínicos.

– Si los muertos hablaran, nos aconsejarían que disfrutáramos más del sexo ahora que podemos. -Tomé una patata frita-. ¿Tienen algo contra ti los federales?

– Sospechas, quizá; nada más. No es ahí adonde quería llegar.

Me miraba sin pestañear y en sus ojos se advertía una extrema frialdad. Me parece que si hubiera creído que Woolrich le seguía los pasos, lo habría matado sin pensárselo dos veces.

– ¿Por qué nos está ayudando Woolrich? -dijo por fin.

– También yo me lo he preguntado -contesté-. No estoy seguro. En parte podría ser porque comprende mi necesidad de permanecer en contacto con lo que ocurre. Si me facilita información, puede controlar mi grado de implicación.

Pero yo sabía que no se reducía sólo a eso. Louis tenía razón. Woolrich iba por libre. Había en su interior abismos que yo sólo vislumbraba muy rara vez, como cuando la superficie del mar muestra colores diferentes y se insinúan los abruptos declives y los espacios abisales del fondo. En algunos aspectos era un hombre de trato difícil: era él quien ponía las condiciones de nuestra amistad, y, desde que lo conocía, a veces pasaba meses sin saber nada de él. Compensaba esa actitud con una extraña lealtad, una sensación de que, incluso cuando se ausentaba de la vida de uno, nunca olvidaba a las personas cercanas a él.

Pero, como federal, Woolrich jugaba fuerte. Había ascendido a agente especial con rango de subjefe haciendo méritos, vinculando su nombre a operaciones de alto nivel y cortando el paso a otros agentes cuando se interponían en su camino. Era en extremo ambicioso y quizá veía en el Viajante una manera de alcanzar cimas más altas: jefe de delegación, subdirector, adjunto a la dirección, quizás incluso podía llegar a ser el primer agente designado de manera directa al cargo de director. Sobrellevaba una gran presión, pero si Woolrich conseguía poner fin al Viajante, se aseguraría un futuro brillante y poderoso en el FBI.

Yo tenía un papel que desempeñar en aquello; Woolrich lo sabía y le atribuía la importancia necesaria para utilizar la amistad que existía entre nosotros con el propósito de poner fin a lo que estaba ocurriendo.

– Sospecho que me usa como cebo -dije por fin-. Y él sostiene el sedal.

– ¿Cuánta información crees que nos oculta? -Louis terminó la cerveza y se relamió satisfecho.

– Es como un iceberg -contesté-. Sólo vemos el diez por ciento sobre la superficie. Los federales no comparten con la policía local lo que saben, sea lo que sea, y Woolrich desde luego no lo comparte con nosotros. Aquí pasa algo más, y sólo Woolrich y quizás unos cuantos federales están enterados. ¿Juegas al ajedrez?

– A mi manera -contestó con parquedad.

Por alguna razón imaginé que esa manera no incluía el tablero tradicional.

– Este asunto es como una partida de ajedrez -proseguí-. Excepto que sólo vemos el movimiento del otro jugador cuando roba una de nuestras piezas. El resto del tiempo es como jugar a oscuras.

Louis levantó el dedo para pedir la cuenta. El camarero puso cara de alivio.

– ¿Y nuestro señor Byron?

Me encogí de hombros. Sentía una extraña distancia con respecto a lo que ocurría, en parte porque estábamos en la periferia de la investigación, pero en parte también porque yo necesitaba esa distancia para pensar. En cierto modo, lo ocurrido esa tarde con Rachel, y lo que ello implicaba en cuanto a mis sentimientos de dolor y pérdida por Susan, había originado de alguna manera esa distancia.

– No lo sé. -Acabábamos de empezar a construir el retrato de Byron, como una figura en el centro de un rompecabezas en torno a la cual podían encajarse otras piezas-. Ya llegaremos a él. En primer lugar, quiero averiguar qué vio Remarr la noche en que murieron Tan-te Marie y Tee Jean. Y quiero saber por qué David Fontenot estaba solo en Honey Island.

No cabía duda de que Lionel Fontenot arremetería contra Joe Bones. Éste también lo sabía, y por eso se había arriesgado a atacar en Metairie. En cuanto Lionel regresara a su complejo residencial, ya no estaría al alcance de los hombres de Joe Bones. El siguiente paso correspondía a Lionel.

Llegó la cuenta. Pagué y Louis dejó una propina de veinte dólares con un intencionado exceso de generosidad. El camarero miró el billete como si la imagen de Andrew Jackson fuera a morderle el dedo cuando intentara cogerlo de la mesa.

– Me parece que vamos a tener que hablar con Lionel Fontenot -dije mientras salíamos-. Y con Joe Bones.

Louis sonrió abiertamente.

– A Joe no le va a entusiasmar la idea de hablar contigo, por la manera como intentó liquidarte su esbirro.

– Eso ya lo supongo -contesté-. Quizá Lionel Fontenot nos eche una mano.

Regresamos al Flaisance. Las calles de Nueva Orleans no son las más seguras del mundo, pero yo dudaba de que alguien fuera a importunarnos.

No me equivocaba.

42

A la mañana siguiente me levanté tarde. Rachel se había ido a dormir a su habitación. Cuando llamé a la puerta, tenía la voz ronca por el cansancio. Me dijo que quería quedarse en la cama un rato más, y que cuando se encontrara mejor iría otra vez a Loyola. Pedí a Ángel y a Louis que cuidaran de ella y me marché del Flaisance en coche.

El incidente de Metairie me inquietaba, y la perspectiva de encontrarme otra vez ante Joe Bones no me atraía. Sentía asimismo una opresiva sensación de culpabilidad por lo que había pasado con Rachel, por el lío en que la había metido y por lo que la había obligado a hacer. Necesitaba salir de Nueva Orleans al menos durante un rato. Quería despejarme la cabeza, tratar de ver la situación desde un ángulo distinto. Tomé un tazón de caldo de pollo en la Gumbo Shop de St. Peter y luego abandoné la ciudad.

Morphy vivía a unos siete kilómetros de Cecilia, a unos cuantos kilómetros al noroeste de Lafayette. Había comprado una casa de una antigua plantación junto a un riachuelo y la estaba reformando, se trataba de una versión económica de las clásicas mansiones de Louisiana construidas a finales del siglo XIX, con una mezcla de influencias arquitectónicas de la Francia colonial, las Indias Occidentales y Europa.

La casa ofrecía un extraño espectáculo. El principal espacio de la vivienda se alzaba sobre un sótano por encima del nivel del suelo que en otro tiempo había servido para almacenamiento y como protección contra las inundaciones. Esa parte de la casa era de obra vista, y Morphy había revestido las aberturas en arco con lo que parecían marcos labrados a mano. El espacio destinado a vivienda, que normalmente habría estado recubierto de madera o rebozado de yeso, era de listones. Un tejado de dos aguas, con parte de las tejas nuevas, se extendía sobre la galería.

Había telefoneado a Angie y le había anunciado que iba de camino. Morphy acababa de volver a casa cuando llegué. Lo encontré en el jardín trasero levantando unas pesas de cien kilos tendido en un banco.

– ¿Qué te parece la casa? -preguntó cuando me acercaba, sin parar de hacer ejercicio.

– Es fantástica. Da la impresión de que aún te queda mucho por reformar para acabarla.

Gruñó por el esfuerzo de la última repetición y yo lo ayudé a colocar la barra en el soporte. Se levantó e hizo unos estiramientos. A continuación contempló la parte de atrás de la casa con admiración apenas disimulada.

– La construyó un francés en 1888 -explicó-. Sabía lo que hacía. Está orientada en dirección este-oeste y la fachada principal da al sur. -Señaló las líneas del edificio mientras hablaba-. La diseñó tal como los europeos diseñaban sus casas, de manera que en invierno el sol, en su ángulo inferior, calentara el edificio. En verano el sol sólo lo iluminaba a primera hora de la mañana y a última de la tarde. La mayoría de las casas americanas no se construyen así; simplemente las plantan donde les apetece, lanzan un palo al aire y ven donde cae. El bajo coste de la energía nos tenía mal acostumbrados. De pronto vinieron los árabes y subieron los precios del petróleo y la gente empezó a replantearse la disposición de las casas. -Sonrió-. Aunque no sé de qué demonios sirve aquí una casa con orientación este-oeste. En cualquier caso, el sol pega todo el santo día.

Cuando acabó de ducharse, nos sentamos a la mesa en la cocina y hablamos mientras Angie guisaba. Angie, una mujer esbelta y de piel oscura, con una melena de color caoba que le caía por la espalda, medía casi treinta centímetros menos que su marido. Era profesora de enseñanza primaria, y en su tiempo libre pintaba un poco. Sus lienzos, oscuros cuadros impresionistas centrados en el agua y el cielo, adornaban las paredes de la casa.

Morphy bebió una cerveza Breaux Bridge, y yo un refresco. Angie se tomó una copa de vino blanco mientras hacía la comida. Cortó cuatro pechugas de pollo en unos dieciséis trozos y los dejó a un lado mientras se disponía a preparar el roux.

El gumbo cajún se elabora con roux, una salsa espesante, como base. Angie echó aceite de cacahuete en una sartén de hierro fundido puesta sobre un fuego vivo, añadió igual cantidad de harina y lo removió continuamente con un batidor para que no se quemara; gradualmente el roux pasó de amarillo claro a beige, luego a color caoba y al final a chocolate oscuro. En ese punto lo retiró del fuego y dejó que se enfriara sin parar de revolver.

Observados por Morphy, la ayudé a cortar los tres ingredientes básicos, cebolla, pimiento y apio, y miré cómo los rehogaba en aceite. Añadió un aliño de tomillo y orégano, paprika y cayena, cebolla y sal de ajo, y luego echó gruesos trozos de chorizo. Agregó el pollo y más especias, y el aroma fue impregnando el aire. Al cabo de media hora sirvió arroz blanco con un cucharón y vertió encima el delicioso gumbo. Comimos en silencio, saboreando cada bocado.

Cuando terminamos de lavar y secar los platos, Angie se despidió y fue a acostarse. Morphy y yo nos quedamos en la cocina. Le hablé de Raymond Aguillard y de que éste estaba convencido de haber visto la figura de una chica en Honey Island. Le hablé de los sueños de Tante Marie y de mi presentimiento de que, de algún modo, la muerte de David Fontenot en Honey Island podía guardar relación con la chica.

Morphy permaneció callado durante un largo rato. No se rió con desdén de las visiones de fantasmas, ni de que la anciana tuviera el convencimiento de que las voces que oía eran reales. En lugar de eso, se limitó a preguntar:

– ¿Estás seguro de que sabes dónde está ese sitio?

Asentí con la cabeza.

– En ese caso lo intentaremos. Mañana tengo fiesta, así que mejor que te quedes aquí a dormir. Hay una habitación libre.

Telefoneé a Rachel al Flaisance y le conté lo que me proponía hacer al día siguiente y en qué parte de Honey Island estaríamos. Dijo que se lo comunicaría a Ángel y a Louis, y que se encontraba un poco mejor después de haber dormido. Recuperarse de la muerte del hombre de Joe Bones iba a costarle mucho tiempo.


Era temprano, alrededor de las siete menos diez, cuando nos preparamos para salir. Morphy calzaba unas pesadas botas de trabajo Caterpillar con puntera de acero, unos vaqueros viejos y una sudadera sin mangas sobre una camiseta de manga larga. La sudadera estaba salpicada de pintura y los vaqueros manchados de alquitrán. Llevaba la cabeza recién afeitada y olía a loción de hamamélide de Virginia.

Mientras tomábamos café con unas tostadas en la galería, Angie apareció vestida con una bata blanca y frotó el limpio cuero cabelludo de su marido; sonriéndole, se sentó a su lado. Morphy hizo ver que aquello lo sacaba de quicio, pero se derretía al menor contacto con ella. Cuando nos levantamos para marcharnos, la besó intensamente a la vez que hundía los dedos de su mano derecha en el cabello de ella. Angie se puso en pie instintivamente para abrazarlo, pero él se apartó riendo, y ella se ruborizó. Entonces me fijé en la hinchazón de su vientre: no estaba de más de cinco meses, supuse. Cuando cruzamos la franja de césped que se extendía ante la casa, salió a la galería y, con el peso del cuerpo apoyado en una cadera y la bata agitada por una suave brisa, observó a su marido mientras partía.

– ¿Llevas mucho tiempo casado? -pregunté mientras nos dirigíamos hacia un cipresal que impedía ver la casa desde la carretera.

– Hará dos años en enero. Soy un hombre feliz. No creía que llegara a serlo jamás, pero esta chica ha cambiado mi vida -contestó. Hablaba sin empacho y lo reconoció con una sonrisa.

– ¿Cuándo nacerá el bebé?

Volvió a sonreír.

– A finales de diciembre. Los chicos organizaron una fiesta en mi honor cuando se enteraron, para celebrar el hecho de que hubiera dado en el blanco.

En el cipresal había aparcada una furgoneta Ford que llevaba enganchado un remolque con una ancha embarcación de aluminio de fondo plano cubierta por una lona; el motor estaba ladeado hacia adelante para que quedara apoyado en el armazón.

– El hermano de Toussaint vino a traerlo ayer ya entrada la noche -explicó-. Pesca en sus ratos libres.

– ¿Dónde está Toussaint?

– En cama, con una intoxicación. Comió camarones en mal estado, o al menos eso dice. Personalmente, pienso que es tan perezoso que no está dispuesto a renunciar a pasarse la mañana durmiendo.

En la parte trasera de la furgoneta, bajo otra lona, había un hacha, una sierra de cadena, dos trozos largos de cadena, una resistente cuerda de nailon y una nevera. También había un traje de neopreno y una gafas de submarinismo, un par de linternas sumergibles y dos botellas de oxígeno. Morphy añadió un termo lleno de café, botellas de agua, dos barras de pan y cuatro pechugas de pollo rebozadas, todo ello en una bolsa impermeable, y luego se sentó tras el volante de la furgoneta y arrancó. La furgoneta echó bocanadas de humo y traqueteó un poco, pero el motor sonaba bien y parecía potente. Me monté a su lado y nos dirigimos hacia Honey Island con una cinta de Clifton Chenier en el maltrecho aparato de música de la furgoneta.

Entramos en la reserva natural por Slidell, una serie de galerías comerciales, restaurantes de comida rápida y chinos en la orilla norte del lago Pontchartrain, que debía su nombre al senador demócrata John Slidell. En las elecciones federales de 1844, Slidell organizó en dos barcos de vapor el traslado de un grupo de votantes irlandeses y alemanes desde Nueva Orleans hasta el distrito de Plaquemines para votar. En eso no hubo nada ilegal; lo ilegal fue permitir que votaran en todos los demás colegios electorales del camino.

Una bruma pendía aún sobre el agua y los árboles cuando, junto a una serie de ruinosas cabañas de pesca que flotaban cerca de la orilla, descargamos el bote en el centro forestal del río Pearl, luego cogimos las cadenas, la cuerda, la sierra, el equipo de submarinismo y la comida. En un árbol cercano, los primeros rayos de sol iluminaron los hilos de una enorme e intrincada telaraña, en el centro de la cual permanecía, inmóvil, una araña dorada. A continuación, mientras el ruido del motor se mezclaba con el zumbido de los insectos y los trinos de los pájaros, nos adentramos en el Pearl.

En las orillas del río crecían altos tupelos, abedules, sauces y algunos cipreses enormes con trompetas trepadoras enrolladas a los troncos mostrando sus flores rojas en todo su esplendor. Aquí y allá había botellas de plástico, señales de que se habían colocado sedales para bagres. Pasamos frente a una aldea ribereña, donde la mayoría de las casas eran sumamente sencillas, y frente a las cuales había amarradas piraguas de fondo plano. Una garza azul nos observó con toda tranquilidad desde la rama de un ciprés; bajo ésta, una tortuga de orejas rojas tomaba el sol sobre un tronco.

Aún teniendo el plano de Raymond Aguillard, sólo tras el segundo intento logramos localizar el canal de tramperos adyacente que él había marcado. Había un bosquecillo de árboles del caucho en la entrada, sus hinchadas raíces aéreas como bulbos de flores, y un único fresno inclinado ocultaba la entrada. Más allá, el musgo español suspendido de las ramas llegaba casi hasta la superficie del agua y en el aire flotaba una mezcla de olores procedentes del crecimiento y la descomposición. Deformes troncos de árbol rodeados de lentejas de agua se alzaban como monumentos bajo la primera luz del amanecer. Al este, vi la cúpula gris de una madriguera de castor, y, mientras la observaba, una serpiente se metió en el agua a menos de un metro y medio de nosotros.

– Una serpiente de cascabel -dijo Morphy.

Alrededor caían gotas de agua de los cipreses y los tupelos y entre los árboles se oían los trinos de los pájaros.

– ¿Hay caimanes por aquí? -pregunté.

Hizo un gesto de indiferencia.

– Es posible. Pero rara vez molestan a la gente, a menos que la gente los moleste a ellos. En los pantanos hay presas más fáciles. Si ves alguno cuando me sumerja, avísame con un disparo.

El canal empezó a estrecharse hasta que llegamos a un punto por donde el bote apenas podía pasar. Noté que el fondo rozaba el tronco de un árbol hundido. Morphy apagó el motor e, impulsándonos con las manos y un par de remos de madera, seguimos adelante.

De pronto tuvimos la impresión de que quizás habíamos interpretado mal el plano, porque nos hallábamos ante una cortina de arroz silvestre, sus tallos altos y verdes semejaban hojas de cuchillos en el agua. Sólo se veía una brecha angosta, por donde únicamente habría pasado un niño. Morphy se encogió de hombros, volvió a poner en marcha el motor y enfiló hacia allá. A golpes de remo aparté los tallos de arroz mientras avanzábamos. Algo chapoteó cerca de nosotros, y una silueta oscura, semejante a una rata enorme, se deslizó a través del agua.

– Una nutria -dijo Morphy. Cuando el gran roedor se detuvo junto al tronco de un árbol y husmeó el aire, vi su hocico y sus bigotes-. Saben peor que el caimán. He oído decir que intentamos vender su carne a los chinos porque aquí nadie la quiere.

El arroz se mezcló con unas hierbas de tallo afilado que me cortaban las manos mientras me abría paso con el remo, y al cabo de un momento el bote salió a una especie de laguna formada por la gradual acumulación de depósitos de limo, rodeada principalmente por árboles del caucho y sauces que arrastraban sus ramas por el agua como si fueran dedos. En la margen oriental había tierra casi firme, cerca de unas talias, y se veían huellas de jabalíes, atraídos hasta allá por la posibilidad de alcanzar el arrurruz de las raíces de las talias. Más allá avisté los restos podridos de una lancha, probablemente de quienes habían abierto el canal en su día. El enorme motor V-8 había desaparecido y tenía agujeros en el casco.

Atamos el bote a un solitario arce rojo cubierto casi por completo de helechos de la resurrección y que parecía esperar a que las lluvias lo devolvieran a la vida. Morphy se quitó la ropa y se quedó sólo con un calzón Nike de ciclista, se embadurnó de grasa y se puso el traje de neopreno. Se calzó las aletas, se ciñó la botella de oxígeno y la probó.

– En esta zona la profundidad ronda entre tres y tres metros y medio a lo sumo, pero esta laguna es distinta -dijo-. Se nota en el reflejo de la luz en el agua. Es más profunda, seis metros o más.

En el agua flotaban hojas, palos y troncos, y sobre la superficie revoloteaban insectos. El agua era verde y oscura.

Morphy lavó las gafas en el agua y se volvió hacia mí.

– Nunca había imaginado que dedicaría mi día libre a buscar fantasmas en el pantano -comentó.

– Raymond Aguillard dice que vio a la chica en este lugar -contesté-. David Fontenot murió río arriba. Aquí hay algo. ¿Sabes qué estás buscando?

Asintió con la cabeza.

– Probablemente algún tipo de contenedor, pesado y sellado.

Morphy encendió la linterna, se colocó las gafas y empezó a respirar oxígeno de las botellas. Até un extremo de la cuerda de escalada a su cinturón y el otro al tronco del arce, tiré con fuerza para asegurar el nudo y le di una palmada en la espalda. Él alzó el pulgar y se adentró en el agua. A dos o tres metros de la orilla se sumergió y empecé a soltar cuerda.

Yo tenía poca experiencia con el submarinismo aparte de unas cuantas clases básicas que tomé en los cayos de Florida durante unas vacaciones que pasé con Susan. No envidiaba a Morphy, buceando en las aguas de aquel pantano. En la adolescencia, al llegar el verano, íbamos a nadar al río Saco, al sur de la ciudad de Portland. En aquellas aguas habitaban lucios largos y delgados, criaturas malévolas que conservaban algo de primigenias. Cuando te rozaban la pierna, no podías evitar acordarte de lo que contaban de ellos: que mordían a los niños pequeños o arrastraban al fondo del río a los perros que se echaban al agua a nadar.

Las aguas del pantano de Honey Island parecían otro mundo en comparación con el río Saco. Con sus lustrosas serpientes y sus tortugas mordedoras, Honey Island parecía mucho más salvaje que las aguas estancadas de Maine. Pero aquí también había pejelagartos y esturiones de morro corto, así como percas y lubinas y amias. Además de caimanes.

Pensé en todo esto mientras Morphy desaparecía bajo la superficie de la laguna, pero también pensé en la chica que quizás habían arrojado a aquellas aguas, donde criaturas cuyo nombre desconocía golpeaban el costado de su tumba mientras otras buscaban agujeros de óxido a través de los cuales acceder a la carne descompuesta del interior.

Morphy salió al cabo de cinco minutos, señaló la corta orilla del noreste y movió la cabeza en un gesto de negación. A continuación volvió a sumergirse y la cuerda, en el suelo, serpenteó hacia el sur. Al cabo de cinco minutos la cuerda empezó a ceder rápidamente. Morphy asomó de nuevo a la superficie, pero esta vez a cierta distancia del lugar donde la cuerda se metía en el agua. Nadó de regreso a la orilla, se quitó las gafas y la boquilla y, respirando de forma entrecortada, señaló hacia el lado sur de la laguna.

– Allí hay un par de cajas metálicas, más o menos de metro veinte de largo, sesenta centímetros de ancho y unos cuarenta centímetros de alto -explicó-. Una está vacía y la otra cerrada con un candado. A unos cien metros hay unos cuantos barriles de petróleo con una flor de lis roja estampada. Pertenecen a la desaparecida compañía de productos químicos Brevis, que tenía la fábrica a las afueras de West Baton Rouge hasta que, en 1989, un incendio provocó la quiebra. Eso es todo. Allí abajo no hay nada más.

Miré hacia el extremo de la laguna, donde gruesas raíces se entreveían bajo el agua.

– ¿Podríamos sacar la caja con la cuerda? -pregunté.

– Podríamos, pero es una caja pesada y, si se abre mientras la izamos, se destruirá lo que haya dentro. Tendremos que llevar el bote hasta allá e intentar levantarla.

Pese a la sombra que proporcionaban los árboles de la orilla, empezaba a hacer mucho calor. Morphy sacó dos botellas de agua mineral de la nevera y bebimos sentados en la orilla. Después nos subimos los dos al bote y fuimos hasta donde él había indicado.

La caja se atascó dos veces en algún obstáculo del fondo cuando intenté subirla, y tuve que esperar la señal de Morphy antes de seguir izándola. Al final la caja gris de metal salió a la superficie del agua, empujada desde abajo por Morphy. Después atamos la cuerda a uno de los barriles de petróleo por si era necesario volver a buscarlos.

Conduje el bote hacia el arce y saqué la caja a rastras hasta la orilla. La cadena y el candado estaban viejos y herrumbrosos, probablemente demasiado viejos para que la caja contuviera algo que fuera a sernos útil. Agarré el hacha y golpeé el candado oxidado que mantenía la cadena en su sitio. Se rompió en el momento en que Morphy salía del agua. Mientras yo intentaba levantar la tapa de la caja, se arrodilló a mi lado con la botella de oxígeno aún en la espalda y las gafas sobre la frente. Estaba atascada. Con el canto del hacha golpeé los bordes hacia arriba hasta que la tapa se abrió.

Contenía un cargamento de fusiles Springfield de retrocarga calibre 50 y el esqueleto de lo que parecía un perro pequeño. Las culatas se habían podrido casi por completo, pero aún se leían las letras LNG en el armazón metálico.

– Fusiles robados -dijo Morphy, y sacó uno para examinarlo-. Quizá de 1870 o 1880. Probablemente las autoridades hicieron pública una proclama de armas robadas cuando éstas desaparecieron y el ladrón se deshizo de ellas o las dejó aquí con la idea de volver. -Tocó el cráneo del perro con los dedos-. Los huesos son una indicación de algún tipo. Es una lástima que nadie haya visto por los alrededores al perro de los Baskerville, y así al menos tendríamos un misterio resuelto. -Miró los fusiles y luego una vez más en dirección a los barriles de petróleo. Suspiró y empezó a nadar hacia la señal.

Extraer los barriles fue un proceso laborioso. La cadena se soltó tres veces cuando intentamos sacar el primero. Morphy regresó a por una segunda cadena y envolvió con ella el barril como si se tratara de un paquete. Cuando intenté abrirlo todavía en el agua, el bote casi volcó, así que nos vimos obligados a arrastrarlo hasta la orilla. Cuando por fin lo tuvimos en tierra firme, el barril, marrón y herrumbroso, contenía sólo petróleo pasado. Los barriles tenían un orificio para cargar el petróleo, pero, haciendo palanca, podía extraerse toda la tapa. Cuando abrimos el segundo barril, ni siquiera contenía petróleo, sino sólo unas cuantas piedras que habían servido de lastre.

A esas alturas, Morphy estaba agotado. Paramos un rato para comer el pollo y el pan y beber un poco de café. Pasaba ya de mediodía y en el pantano el calor era intenso y húmedo. Después del descanso me ofrecí a bucear. Morphy no se negó, así que le entregué mi pistolera de hombro, me puse el traje y me colgué la botella de oxígeno de reserva.

Al entrar en el agua, me sorprendió lo fría que estaba. Cuando me llegó al pecho, casi se me cortó la respiración. Notaba el peso de las cadenas al hombro mientras nadaba con una sola mano hacia la cuerda con la que habíamos marcado el sitio. Cuando llegué al punto donde la cuerda se hundía en el agua, tomé la linterna que llevaba al cinto y me sumergí.

La profundidad era mayor de la que preveía y las lentejas de agua permitían el paso del sol parcialmente, así que estaba muy oscuro. Con el rabillo del ojo vi cómo los peces giraban y se retorcían. Los cinco barriles que quedaban estaban apilados alrededor del tronco hundido de un árbol, sus raíces enterradas en el fondo de la laguna. Cualquier embarcación que hubiera atracado habría eludido aquel árbol, lo cual significaba que no había riesgo de que alguien tocara los barriles. Al pie del árbol, el agua era más oscura y sin la linterna ni siquiera los habría visto.

Envolví el barril superior con las cadenas y di un tirón para comprobar el peso. El barril rodó desde lo alto de la pila y me arrancó la cuerda de la mano mientras descendía hacia el fondo. El agua se enturbio, la tierra y la vegetación nublaron mi visión, y de pronto todo se ennegreció al empezar a escapar petróleo del barril. Estaba retrocediendo hacia aguas más claras cuando oí la apagada y resonante detonación de un arma. Por un momento pensé que Morphy quizás estaba en peligro, pero recordé que el disparo era un aviso y comprendí que era yo, no Morphy, quien estaba en peligro.

Me dirigí a la superficie cuando vi el caimán. Era pequeño, no más de metro ochenta de largo, pero el haz de la linterna se reflejó en los siniestros dientes que asomaban a lo largo de sus fauces, y en su vientre claro. Estaba tan desorientado como yo a causa del petróleo y la tierra, pero dio la impresión de que viraba hacia la luz. Apagué la linterna y al instante perdí de vista al caimán al mismo tiempo que me impulsaba hacia la superficie con una última patada.

Cuando asomé, tenía la cuerda a cuatro metros y medio, y Morphy se hallaba al lado.

– ¡Ven! -gritó-. Estás demasiado lejos de la orilla.

Nadé hacia él con un ruidoso chapoteo, consciente en todo momento del reptil que se deslizaba bajo el agua. Mientras avanzaba, lo localicé en la superficie a mi izquierda, a unos seis metros de distancia. Veía las escamas dorsales, los voraces ojos y el contorno de sus fauces apuntando hacia mí. Seguí nadando de espaldas para no perder de vista al caimán; me impulsaba a veces con las manos, a veces tirando de la cuerda.

Me encontraba a un metro y medio del bote cuando el caimán empezó a surcar raudo el agua hacia mí. Escupí la boquilla.

– Dispárale, maldita sea -grité.

Oí el estampido de un arma y un espumarajo de agua se elevó frente al caimán, seguido de otro al cabo de un instante. El animal paró en el acto. De pronto, una lluvia de algo rosa y blanco cayó a mi derecha, y el caimán se volvió hacia allí. Llegó hasta los pequeños fragmentos que flotaban sobre el agua justo cuando caía una segunda lluvia más lejos a la derecha, y en ese momento topé de espaldas contra el bote y Morphy tiró de mí para ayudarme a subir. Mientras nos dirigíamos a la orilla, Morphy lanzó al aire un tercer puñado de malvaviscos. Cuando lo miré, me sonrió al tiempo que se llevaba a la boca un último malvavisco. En la laguna, el caimán engullía el resto de las golosinas.

– Te has asustado, ¿eh? -dijo Morphy, sonriendo mientras me quitaba la botella de oxígeno y la dejaba en el fondo del bote.

Asentí y me desprendí de una aleta.

– Creo que vas a tener que mandar a limpiar tu traje de neopreno -contesté.


Nos sentamos en un tronco y observamos al caimán durante un rato. Se deslizó por la laguna buscando más malvaviscos y al final optó por la táctica de esperar a ver qué ocurría, que consistió en permanecer parcialmente sumergido cerca de la cuerda. Tomamos café en tazas de hojalata y nos acabamos el pollo.

– Deberías haberlo matado -dije.

– Esto es una reserva natural y los caimanes son una especie protegida -contestó Morphy irritado-. Sería absurdo tener una reserva natural si la gente pudiera entrar cuando se le antojase y disparar contra la fauna.

Tomamos un poco más de café hasta que oímos el motor de un bote avanzar en dirección a nosotros a través del arroz y la hierba.

– Mierda -exclamó una voz con el familiar dejo de Brooklyn en el momento en que la proa del bote asomó entre la hierba-, esto es como ir al lejano Oeste.

Ángel fue el primero en salir y después apareció Louis al timón. Avanzaron con ritmo uniforme hacia nosotros y amarraron en el arce. Ángel saltó al agua y siguió nuestra mirada hacia el caimán. Vio el reptil medio sumergido y se precipitó hacia la orilla levantando mucho las rodillas e impulsándose con los codos.

– Tío, ¿qué es esto? ¿El Parque Jurásico? -preguntó. Se volvió hacia Louis que saltó de su bote al nuestro y luego a la orilla-. Eh, ¿por qué no le has dicho a tu hermana que no nade en estanques extraños?

Ángel vestía sus habituales vaqueros y zapatillas de deporte gastadas, una cazadora de tela y una camiseta con Duke, el personaje de los cómics de Doonesbury, y el lema muerte antes que inconsciencia. Louis llevaba unas botas de piel de cocodrilo, unos Levis negros y una camisa blanca sin cuello de Liz Claiborne.

– Hemos venido a ver cómo estabais -dijo Ángel sin dejar de lanzar nerviosas miradas al caimán después de que le presentara a Morphy. Llevaba un paquete de bollos en la mano.

– Nuestro amigo se pondrá nervioso si te ve calzado con uno de sus parientes, Louis -comenté.

Louis hizo un gesto de desdén y se acercó al borde del agua.

– ¿Hay algún problema? -preguntó por fin.

– Estábamos buceando cuando ha aparecido el Lagarto Juancho y hemos tenido que dejarlo -expliqué.

Louis hizo otro gesto de desdén.

– Mmm -dijo. Acto seguido, desenfundó su SIG y le voló al caimán la punta de la cola. El reptil se sacudió de dolor y el agua se tiñó de rojo en torno a él. Luego dio media vuelta y se alejó por la laguna dejando una estela de sangre-. Deberíais haberlo matado.

– Dejemos el tema -respondí-. Caballeros, a remangarse, vamos a necesitar ayuda.


Yo aún llevaba puesto el traje de neopreno, así que me ofrecí a bucear.

– ¿Intentas demostrarme que no eres un gallina? -preguntó Morphy con una sonrisa.

– No -contesté mientras él desamarraba el bote-. Intento demostrármelo a mí mismo.

Remamos hasta la cuerda y allí me sumergí con el garfio y las cadenas, mientras en la superficie esperaban Ángel y Morphy; éste había echado mano de su arma por si volvía a aparecer el caimán. Louis nos acompañó en el otro bote. El petróleo había formado una espesa capa negra en la superficie y flotaba debajo en suspensión. Los barriles se habían dispersado al caer el de arriba. Examiné el barril perforado con la linterna, pero aparentemente sólo contenía el petróleo que quedaba dentro.

Sujetar el barril e izarlo fue, en cada ocasión, una tarea ardua, pero con dos botes era posible trasladarlos a la orilla de dos en dos. Probablemente existía una manera más fácil de hacerlo, pero no se nos ocurrió.

El sol se ponía y el agua adquiría una tonalidad dorada cuando la encontramos.

43

Ahora creo que cuando toqué el barril por primera vez para sujetar las cadenas algo me recorrió el cuerpo y me oprimió el estómago como un puño. Noté una sacudida. La hoja de un cuchillo brilló ante mis ojos y un surtidor de sangre tiñó las profundidades, o quizá fuera simplemente la puesta de sol sobre el agua reflejada en mis gafas. Cerré los ojos por un instante y percibí movimiento alrededor; no era sólo el agua de la laguna o los peces que habitaban en ella, sino la presencia de otro nadador que se enroscaba en torno a mi cuerpo y mis piernas. Me pareció sentir el roce de su pelo en la mejilla, pero cuando alargué la mano, sólo encontré entre mis dedos hierba del pantano.

El barril pesaba más que los otros porque estaba lastrado, como más tarde descubrimos, con ladrillos limpiamente partidos por la mitad. Iba a ser necesario el esfuerzo conjunto de Morphy y Ángel para levantarlo.

– Es ella -dije a Morphy-. La hemos encontrado.

A continuación me sumergí de nuevo hasta el barril y fui guiándolo lentamente entre las rocas y troncos de árbol del fondo mientras ascendía. Todos manipulamos aquel barril con más delicadeza que los otros, como si dentro la chica sólo estuviera dormida y no quisiéramos molestarla, como si no llevara tiempo descompuesta, sino que la hubieran metido allí no hacía más de un día. En la orilla, Ángel empuñó la palanca y la aplicó con cuidado al borde de la tapa, pero ésta no cedió. La examinó con detenimiento.

– Está sellada -dijo. Raspó con la palanca la superficie del barril y observó la marca que había dejado-. Además, el barril ha sido tratado con algún producto, porque se conserva en mejor estado que los otros.

Era cierto. El barril apenas se había oxidado y la flor de lis del costado seguía tan nítida y brillante como si la hubieran pintado hacía sólo dos días.

Reflexioné un momento. Podíamos utilizar la sierra de cadena para cortar la tapa, pero, si yo no me equivocaba y la chica estaba dentro, no quería dañar los restos. También podíamos solicitar ayuda a la policía local, incluso a los federales. Lo propuse, más por obligación que porque ése fuese mi deseo, pero incluso Morphy lo descartó. Quizá porque le preocupaba el bochorno que le causaría si el barril estaba vacío, pero cuando lo miré a los ojos, comprendí que no era eso. Quería que nos ocupáramos nosotros en la medida de lo posible.

Al final, tanteamos el barril dando ligeros golpes a lo largo con el hacha. Por los diferentes sonidos, juzgamos dónde era más seguro cortar. Con sumo cuidado, Morphy hizo una incisión cerca del extremo sellado del barril y, combinando la sierra y la palanca, abrimos casi media circunferencia. Luego la levantamos con la palanca y alumbramos el interior con una linterna.

La piel y la carne habían desaparecido casi por completo y quedaba poco más que huesos y jirones de tela. La habían metido de cabeza y luego le habían roto las piernas para encajarla. Al iluminar el fondo del barril vislumbré unos dientes y mechones de pelo. Permanecimos en silencio junto a ella, rodeados por el agua que lamía la orilla y por los sonidos del pantano.


Regresé al Flaisance ya entrada la noche. Mientras esperábamos a la policía de Slidell y a la guardia forestal, Ángel y Louis se marcharon con el consentimiento de Morphy. Yo me quedé para prestar declaración y respaldar la versión de Morphy de lo ocurrido. Por consejo suyo, las autoridades locales avisaron al FBI. Yo no esperé su llegada. Si Woolrich quería hablar conmigo, sabía dónde encontrarme.

Cuando pasé por delante de la habitación de Rachel, la luz aún estaba encendida, así que llamé. Abrió la puerta vestida con un camisón rosa de Calvin Klein que le llegaba a la altura de medio muslo.

– Ángel me lo ha contado -dijo a la vez que abría más la puerta para dejarme entrar-. Pobre chica.

Me abrazó y luego fue al cuarto de baño para abrirme la ducha. Me quedé allí durante largo rato, con las manos contra los azulejos, dejando que el agua me corriera por la cabeza y la espalda.

Después de secarme, me ceñí la toalla a la cintura. Al salir, Rachel estaba sentada en la cama hojeando sus papeles. Me miró con un ojo enarcado.

– ¡Qué pudoroso! -dijo con una pequeña sonrisa.

Me senté en el borde de la cama y ella me rodeó con los brazos por detrás. Noté su mejilla y su cálido aliento en la espalda.

– ¿Cómo te encuentras? -pregunté.

Se estrechó contra mí un poco más todavía.

– Bien, creo.

Me obligó a volverme para mirarla a la cara. Se arrodilló en la cama ante mí, con las manos cogidas entre las piernas, y se mordió el labio. A continuación alargó el brazo y me acarició el pelo con suavidad, casi vacilante.

– Pensaba que a vosotros los psicólogos se os daban bien estas situaciones -comenté.

Rachel se encogió de hombros.

– Yo me siento tan confusa como cualquier otro, sólo que conozco la terminología para describir mi confusión -suspiró-. Oye, en cuanto a lo que pasó ayer…, no quiero presionarte. Sé lo difícil que es esto para ti, por Susan y…

Le toqué la mejilla con la mano y le froté los labios suavemente con el pulgar. Luego la besé y noté abrirse su boca ante la mía. Quería abrazarla, amarla, alejar la visión de la chica muerta.

– Gracias -dije con los labios aún contra los suyos-, pero sé lo que hago.

– Bueno -repuso a la vez que se tendía lentamente en la cama-, al menos uno de los dos lo sabe.


A la mañana siguiente los restos de la chica yacían en una mesa metálica, en postura fetal a causa de la estrechez del barril, como para protegerse hasta la eternidad. Por instrucciones del FBI, la habían trasladado a Nueva Orleans, donde la habían pesado y medido, habían hecho radiografías y le habían tomado las huellas digitales. Se había examinado la bolsa dentro de la cual había llegado de Honey Island en busca de residuos que pudieran haberse desprendido del cuerpo durante el traslado.

Las baldosas limpias, las relucientes mesas metálicas, el resplandeciente instrumental médico, las luces blancas del techo, todo ello parecía demasiado áspero, demasiado implacable en su cometido de exponer, examinar, revelar. Después de los horrores sufridos en los momentos finales de su vida, era como una última indignidad exhibirla en la esterilidad de aquella sala, ante aquellos hombres que la miraban. Una parte de mí deseó cubrirla con una mortaja y llevarla con cuidado, con delicadeza, a una fosa oscura junto a una corriente de agua, donde verdes árboles dieran sombra a la tierra bajo la que reposaría y donde nadie volvería a perturbar su paz.

Pero otra parte de mí, la parte racional, sabía que ella merecía un nombre, que necesitaba una identidad para poner fin al anonimato de su sufrimiento y, quizá, para estrechar el cerco en torno al hombre que la había reducido a aquello. Así pues, cuando el forense y sus ayudantes entraron vistiendo batas blancas, con sus cintas, sus bisturíes y sus manos enguantadas, retrocedimos.

La pelvis es el rasgo diferenciador entre los esqueletos de hombres y los de mujeres más fácilmente reconocible. La cavidad ciática situada tras el hueso innominado -que consta de la cadera, el isquion, el ilion y el pubis- es más ancha en la mujer, con un ángulo sub-púbico equivalente poco más o menos al que forman el pulgar y el índice. La salida pélvica es también más amplia en la mujer, pero las articulaciones del muslo son menores y el sacro más ancho.

Incluso el cráneo femenino es distinto del masculino, un reflejo en miniatura de las diferencias físicas entre los dos sexos. El cráneo de la mujer es tan suave y redondeado como su pecho, y más pequeño que el masculino; la frente sobresale más y es más redondeada; las cuencas de los ojos también sobresalen más y el contorno es menos anguloso; el maxilar, el paladar y los dientes son más pequeños.

El esqueleto que teníamos ante nosotros cumplía las características craneales y pélvicas generales que rigen el cuerpo femenino. Para calcular la edad en el momento de la muerte se examinaron los centros de osificación o las áreas de formación de hueso, así como los dientes. El fémur de la chica se hallaba casi completamente soldado en el extremo, pero sólo se advertía unión parcial de la clavícula en lo alto del esternón. Tras el examen de las suturas del cráneo, el forense calculó la edad alrededor de veintiuno o veintidós años. Tenía marcas en la frente, la base de la mandíbula y el pómulo izquierdo, allí donde el asesino había raspado el hueso al extraer la cara.

Se registraron sus huellas dentales, un proceso conocido como odontología forense, para contrastarlas con los datos de personas desaparecidas, y se tomaron muestras de médula ósea y cabello con vistas a una posible identificación a través del ADN. A continuación, Woolrich, Morphy y yo observamos cómo se llevaban los restos en una camilla cubiertos con un plástico. Cruzamos unas palabras antes de separarnos pero, para ser sincero, no recuerdo qué dijimos. No se me quitaban de la cabeza ni la chica ni el ruido del agua.

Si no era posible identificarla mediante el ADN y las huellas dentales, Woolrich consideraba que la reconstrucción facial podía resultar útil, para lo cual se utilizaría un láser reflejado desde el interior del cráneo que establecería el contorno, cosa que a su vez podía compararse con un cráneo conocido de dimensiones análogas. Decidió ponerse en contacto con Quantico para organizar los preparativos iniciales en cuanto tuviera tiempo de lavarse y tomarse un café.

Pero la reconstrucción facial no fue necesaria. Se tardó menos de dos horas en identificar el cuerpo de la joven del pantano. Pese a que llevaba casi siete meses sumergida en aquellas oscuras aguas, su desaparición se había denunciado hacía sólo tres meses.

Se llamaba Lutice Fontenot. Era la hermanastra de Lionel Fontenot.

44

El complejo residencial de los Fontenot se encontraba a ocho kilómetros al este de Delacroix. Se accedía por una carretera particular elevada, recién construida, que serpenteaba a través de los pantanos y árboles putrefactos hasta llegar a una zona que se había deforestado y ahora era sólo tierra oscura. Una cerca alta, coronada con alambre de espino, rodeaba la finca de alrededor de una hectárea, en el centro de la cual se alzaba un edificio de hormigón de una sola planta en forma de herradura. En el aparcamiento de cemento situado a lo largo de las alas del edificio había estacionados en fila un descapotable y tres Explorers negros. Al fondo había una casa más antigua, una vivienda corriente de madera de un solo piso, con un porche y lo que parecía una serie de habitaciones comunicadas entre sí. Cuando detuve el Taurus de alquiler ante la verja del complejo, con Louis en el asiento contiguo, dio la impresión de que no había nadie. Rachel se había llevado el otro coche de alquiler para hacer una última visita a la Universidad de Loyola.

– Quizá deberíamos haber telefoneado antes -comenté mientras contemplaba el silencioso complejo.

Junto a mí, Louis se llevó poco a poco las manos a la cabeza y señaló al frente con el mentón. Ante nosotros dos hombres, vestidos con vaqueros y camisas descoloridas, nos apuntaban con sus Heckler & Koch HK53 de culatas replegadas. Vi a otros dos por el retrovisor y a un quinto, con un hacha en el cinturón, frente a la ventanilla del pasajero. Eran hombres duros y curtidos, algunos de ellos con barbas ya canosas. Llevaban las botas embarradas y tenían las manos como los trabajadores manuales, con alguna que otra cicatriz.

Observé a un hombre de estatura media, vestido con camisa tejana, vaqueros y botas de trabajo, que venía hacia la verja desde el edificio principal. Al llegar a la verja, en lugar de abrirla, nos observó a través de los barrotes. En algún momento de su vida se había quemado: tenía profundas cicatrices en el lado derecho de la cara, el ojo derecho inútil, y el pelo no había vuelto a salirle en esa parte de la cabeza. Un pliegue de piel le caía sobre el ojo ciego y, cuando habló, lo hizo por el lado izquierdo de la boca.

– ¿A qué ha venido? -Tenía un marcado acento: cajún de pura cepa.

– Me llamo Charlie Parker -contesté a través de la ventanilla-. He venido a ver a Lionel Fontenot.

– ¿Quién es ése? -señaló a Louis con el dedo.

– Count Basie -dije-. El resto de la banda no ha llegado a tiempo.

El guaperas no esbozó una sonrisa, ni siquiera media sonrisa.

– Lionel no quiere ver a nadie. Mueva el culo y piérdase, o acabará mal. -Se dio media vuelta y regresó hacia el complejo.

– Eh -dije-. ¿Aún no han hecho el recuento de matones de Joe Bones caídos en Metairie?

Se detuvo y se volvió hacia nosotros. -¿Qué dice? -Reaccionó como si hubiera insultado a su hermana.

– Imagino que tienen dos cadáveres en Metairie que nadie puede atribuirse. Si hay una recompensa, vengo a reclamarla.

Pareció pensar en ello durante un momento y dijo por fin:

– ¿Es un chiste? Si lo es, no le veo la gracia.

– ¿No le ve la gracia? -repetí, con tono más hostil. Parpadeó con el ojo izquierdo, y una H & K apareció a cinco centímetros de mi nariz. Por el olor, parecía que la habían usado recientemente-. A lo mejor esto le parece más gracioso: soy quien sacó a Lutice Fontenot del fondo del pantano de Honey Island. Dígaselo a Lionel, y veremos si se ríe.

No contestó, pero apuntó un mando a distancia por infrarrojos hacia la verja. Se abrió casi sin ruido.

– Salgan del coche -ordenó.

Cuando abrimos las puertas, dos de los hombres nos encañonaron sin apartar la vista de nuestras manos, y luego otros dos se acercaron y, tras obligarnos a apoyarnos contra el coche, nos cachearon en busca de armas y micrófonos. Entregaron la SIG y la navaja de Louis y mi S &W al tipo de las cicatrices y registraron el coche por si dentro había alguna arma oculta. Abrieron el capó y el maletero y examinaron los bajos.

– Tío, pareces el Cuerpo de Paz -susurró Louis-. Haces amigos allí adonde vas.

– Gracias -respondí-. Es un don que tengo.

Después de asegurarse de que no había nada sospechoso en el coche, nos permitieron volver a subirnos y seguir lentamente hacia el complejo con uno de los hombres de Fontenot, el del hacha, en el asiento de atrás. Dos hombres, uno a cada lado, acompañaron el coche por el camino. Aparcamos junto a los jeeps y nos llevaron hasta la casa más antigua.

En el porche nos esperaba Lionel Fontenot con una taza de café en la mano. El hombre de las quemaduras se acercó a él y le habló al oído, pero Lionel lo interrumpió con un gesto y nos lanzó una mirada severa. Me cayó una gota en la cabeza y en cuestión de segundos estábamos bajo un aguacero. Lionel nos dejó esperando bajo la lluvia. Yo llevaba mi traje azul de hilo de Liz Clairborne y una camisa blanca con corbata azul de seda. Me pregunté si se correría el tinte. Llovía torrencialmente y alrededor de la casa la tierra estaba convirtiéndose en un barrizal cuando Lionel ordenó a sus hombres que se fueran y nos hizo una señal con la cabeza para que nos acercáramos. En el porche, nos sentamos en un par de sillas de madera con el asiento de rejilla y Lionel ocupó un sillón reclinable de madera. El hombre de las quemaduras se quedó detrás de nosotros. Louis y yo desplazamos un poco las sillas al sentarnos para no perderlo de vista.

Una anciana criada, que reconocí del funeral de Matairie, salió de la casa con una cafetera, junto con un azucarero y una lechera a juego, todo ello sobre una ornamentada bandeja de plata. En ésta había también tres tazas de porcelana y sus respectivos platillos. Pájaros multicolores se perseguían en la cenefa de las tazas y, cuidadosamente colocada bajo el asa de cada una, había una cucharilla de plata maciza con un velero grabado en el mango. La criada dejó la bandeja en una mesita de mimbre y se marchó.

Lionel Fontenot llevaba unos pantalones negros de algodón y una camisa blanca con el cuello desabrochado. Una chaqueta negra a juego colgaba del respaldo de su sillón. Calzaba unos zapatos bajos de cuero recién lustrados. Se inclinó sobre la mesita y llenó las tres tazas. Añadió dos terrones de azúcar a una y, sin mediar palabra, se la entregó al hombre de las quemaduras.

– ¿Leche y azúcar? -preguntó mirando primero a Louis y luego a mí.

– Yo lo tomo solo -contesté.

– Yo también -dijo Louis.

Lionel nos tendió las tazas. Era una exhibición de cortesía. Por encima de nosotros, la lluvia azotaba el tejadillo del porche.

– ¿Quiere explicarme cómo se le ocurrió buscar a mi hermana? -preguntó Lionel por fin. Había adoptado la misma actitud que quien se encuentra a un desconocido limpiándole el parabrisas del coche y no sabe si darle una propina o golpearle con un desmontable. Cuando tomaba un sorbo de café, levantaba el dedo meñique de la mano con la que sujetaba la taza. Me fijé en que el hombre de las quemaduras hacía lo mismo.

Conté a Lionel parte de lo que sabía. Le hablé de las visiones de Tante Marie y de su muerte, y de las historias que corrían sobre el fantasma de una muchacha que había sido visto en un cenagal de Honey Island.

– Creo que a su hermana la mató el mismo hombre que mató a Tante Marie Aguillard y a su hijo. También mató a mi mujer y a mi hija -dije-. Por eso se me ocurrió buscar a su hermana.

No añadí que lo compadecía por su dolor. Probablemente ya lo sabía. Y si no lo sabía, no valía la pena decirlo.

– ¿Liquidó usted a dos hombres en Matarie?

– A uno -contesté-. Al segundo lo mató otra persona.

Lionel se volvió hacia Louis.

– ¿Usted?

Louis no contestó.

– Otra persona -respondí.

Lionel dejó la taza y extendió las manos.

– ¿Y a qué ha venido? ¿Quiere mi gratitud? Ahora debo ir a Nueva Orleans a recoger el cadáver de mi hermana. No sé si deseo darle las gracias por eso. -Volvió el rostro. En sus ojos se veía dolor, pero no lágrimas. Lionel Fontenot no parecía un hombre con los lacrimales plenamente desarrollados.

– No he venido por eso -dije con calma-. Quiero saber por qué se denunció la desaparición de Lutice hace sólo tres meses. Quiero saber qué hacía su hermano en Honey Island la noche que lo mataron.

– Mi hermano -repitió. Afecto, frustración y culpabilidad se sucedieron en su voz como los pájaros que se perseguían en las preciosas tazas. De pronto pareció contenerse. Tuve la impresión de que se disponía a mandarme al diablo, a decirme que no me entrometiese en los asuntos de su familia si quería seguir con vida, pero le sostuve la mirada y permaneció callado un momento.

– No tengo ningún motivo para confiar en usted -dijo.

– Puedo encontrar al responsable de estos asesinatos -contesté con voz baja y uniforme.

Lionel asintió con la cabeza, más para sí que para mí, y al parecer tomó una decisión.

– Mi hermana se marchó a finales de enero o principios de febrero -empezó-. No le gustaba -abarcó el complejo residencial con un lánguido gesto de la mano izquierda- todo esto. Tuvimos problemas con Joe Bones y hubo algunos heridos. -Se interrumpió y eligió las siguientes palabras con cuidado-. Un día canceló su cuenta en el banco, metió algunas de sus cosas en una bolsa y dejó una nota. No nos lo dijo a la cara. David no le habría permitido marcharse.

»Intentamos localizarla. Fuimos a ver a algunos amigos de la ciudad, e incluso a conocidos de ella en Seattle y Florida. No encontramos nada, ni rastro. David estaba muy enfadado con ella. Era nuestra hermanastra. Cuando mi madre murió, mi padre volvió a casarse. Lutice nació de ese segundo matrimonio. Cuando mi padre y la madre de ella murieron en un accidente de coche en 1983, nosotros cuidamos de ella, sobre todo David. Estaban muy unidos.

»Hace unos meses, David empezó a soñar con Lutice. Al principio no dijo nada, pero estaba cada vez más pálido y delgado y a veces los nervios le jugaban malas pasadas. Cuando me lo contó, pensé que estaba volviéndose loco, y así se lo dije, pero él siguió con esos sueños. Soñaba que la veía bajo el agua, decía que la oía dar golpes contra el metal en la noche. Tenía la certeza de que le había pasado algo.

»Pero ¿qué podía hacer? La habíamos buscado en media Louisiana. Incluso intentamos aproximarnos a algunos hombres de Joe Bones, por si tenían algo que aclarar. No sabían nada. Se había esfumado.

»De pronto descubrí que David había denunciado la desaparición, y la policía empezó a rondar por el recinto. Dios, aquel día lo hubiera matado, pero él insistió. Dijo que le había pasado algo a Lutice. A esas alturas ya no estaba en sus cabales y tuve que asumir la responsabilidad de todo, con la amenaza de Joe Bones sobre mí como una espada de Damocles. -Miró al hombre de las quemaduras-. Leon estaba con David cuando recibió la llamada. Sin decir adónde iba, se marchó en su maldito coche amarillo. Cuando Leon trató de detenerlo, le sacó una pistola.

Eché una ojeada a Leon. Si se sentía culpable por lo que le había ocurrido a David Fontenot, lo disimulaba bien.

– ¿Tiene idea de quién lo llamó? -pregunté.

Lionel negó con la cabeza.

Dejé la taza en la bandeja. El café estaba frío y no lo había probado siquiera.

– ¿Cuándo piensa liquidar a Joe Bones? -pregunté.

Lionel parpadeó como si acabara de abofetearlo, y de reojo vi que Leon daba un paso al frente.

– ¿De qué demonios habla? -replicó Lionel.

– Tiene a la vista un segundo funeral, o al menos tan pronto como la policía le entregue el cadáver de su hermana. O lo celebra en la mayor intimidad, o será un hervidero de policías y periodistas. Pase lo que pase, imagino que antes intentará quitarse de en medio a Joe Bones, probablemente en su casa de West Feliciana. Se lo debe a David, y en cualquier caso Joe no se quedará tranquilo hasta que usted esté muerto. Uno de los dos tratará de poner fin a esta situación.

Lionel miró a Leon.

– ¿Están limpios?

Leon asintió.

Lionel se inclinó y habló con tono intimidatorio.

– ¿Qué carajo tiene esto que ver con usted?

No me dejé amilanar. En su semblante se advertía la amenaza de violencia, pero necesitaba a Lionel Fontenot.

– ¿Está enterado de la muerte de Tony Remarr? -Lionel movió la cabeza en un gesto de asentimiento-. A Remarr lo mataron porque apareció en la casa de los Aguillard poco después del asesinato de Tante Marie y de su hijo -expliqué-. Se encontró una huella digital suya en la cama de Tante Marie, Joe Bones se enteró y ordenó a Remarr que no se dejase ver por un tiempo. Pero el asesino lo averiguó, aún no sé cómo, y creo que utilizó a su hermano como señuelo para inducir a Remarr a salir de su escondite, y así poder eliminarlo. Quiero saber qué le contó Remarr a Joe Bones.

Lionel meditó en lo que acababa de decirle y replicó:

– Y no puede acceder a Joe Bones sin mi ayuda.

A mi lado, Louis contrajo los labios. Lionel lo notó.

– Eso no es del todo cierto -contesté-. Pero si usted va a visitarlo de todos modos, podríamos acompañarle.

– El día que visite a Joe Bones, su puta casa quedará en silencio total cuando me marche -musitó Lionel.

– Usted haga lo que tenga que hacer -respondí-. Pero necesito a Joe Bones vivo. Durante un rato.

Lionel se levantó y se abrochó el cuello de la camisa. Sacó una corbata de seda ancha y negra del bolsillo de la chaqueta, se la puso y utilizó su reflejo en la ventana para retocarse el nudo.

– ¿Dónde se aloja? -preguntó.

Se lo dije y di a Leon mi número de teléfono.

– Estaremos en contacto, ya veremos -añadió Lionel-. No vuelva a venir por aquí.

La conversación parecía haber concluido. Louis y yo estábamos casi en el coche cuando Lionel habló de nuevo. Se puso la chaqueta, se arregló el cuello y se alisó las solapas.

– Una cosa más -dijo-. Sé que Morphy, del distrito de St. Martin, estaba presente cuando encontraron a Lutice. ¿Tiene amigos policías?

– Sí, y también tengo amigos en el FBI. ¿Algún problema?

Desvió la mirada.

– No, siempre y cuando usted no lo convierta en un problema. Si lo hace, usted y su amigo servirán de comida a los cangrejos.

Louis jugó con la radio del coche hasta encontrar una emisora que ponía a Dr. John de manera ininterrumpida.

– Esto sí que es música, ¿eh? -comentó.

La música saltó con escasa fluidez de Makin' Whoopee a Gris Gris Gumbo Ya-Ya y el gruñido gutural de John llenó el coche. Louis volvió a cambiar de una emisora preseleccionada a otra hasta que dio con una de country que ensartaba tres temas consecutivos de Garth Brooks.

– Oye -dije-, no tenéis por qué quedaros aquí si no queréis. Las cosas podrían complicarse, o Woolrich y los federales podrían decidir complicártelas. -Sabía que Louis estaba «semirretirado», como lo planteaba Ángel diplomáticamente. El dinero, por lo visto, no era ya su objetivo. El «semi» indicaba que eso había dado paso a otras motivaciones, pero yo ignoraba cuáles eran.

Miró por la ventanilla, no a mí.

– ¿Sabes por qué estamos aquí?

– No muy bien. Os lo pedí, pero no estaba seguro de que vinieseis.

– Vinimos porque estamos en deuda contigo, porque tú cuidarías de nosotros si lo necesitáramos, y porque alguien tiene que cuidar de ti después de lo que les pasó a tu mujer y a tu hija. Además, Ángel piensa que eres buena persona. Quizá yo también lo pienso, y quizá pienso que lo que atajaste al acabar con aquella bruja, Adelaide Modine, lo que intentas atajar aquí, son cosas que deben atajarse. ¿Entiendes?

Resultaba extraño oírlo hablar así, extraño y conmovedor.

– Creo que sí -contesté en voz baja-. Gracias.

– ¿Vas a atajar esto? -preguntó.

– Eso espero. Sin embargo, se nos escapa algo, un detalle, una pauta de conducta, algo.

Seguía entreviendo la solución de manera imprecisa y fugaz, como una rata al pasar bajo las farolas de una calle. Necesitaba más información sobre Edward Byron. Necesitaba hablar con Woolrich.


Rachel salió a recibirnos al vestíbulo del Flaisance. Supuse que había estado atenta a la llegada del coche. A su lado, Ángel comía con actitud indolente una salchicha gigante, como el extremo ancho de un bate de béisbol, con cebolla, chile y mostaza.

– Ha venido el FBI -dijo Rachel-. Tu amigo Woolrich los acompañaba. Traían una orden de registro. Se lo han llevado todo: mis notas, las ilustraciones, todo lo que han encontrado.

Con ella al frente, fuimos a su habitación. Habían arrancado las hojas de las paredes. Incluso mi diagrama había desaparecido.

– También han registrado nuestra habitación -comentó Ángel a Louis-. Y la de Bird -añadió. Di un respingo al recordar la caja con las armas. Ángel lo notó-. Nos deshicimos de ella en cuanto tu amigo del FBI se fijó en Louis. Están en una consigna en Bayonne. Los dos tenemos llave.

Mientras seguíamos a Rachel a su habitación, había advertido que estaba más indignada que alterada.

– ¿Me he perdido algo?

Ella sonrió.

– He dicho que se han llevado todo lo que han encontrado. Ángel los ha visto venir. He escondido parte de las notas en la cintura de los vaqueros, bajo la blusa. Ángel se ha encargado de casi todo lo demás.

Sacó un pequeño fajo de papeles de debajo de la cama y los señaló con ademán triunfal. Tenía uno en la mano, aparte del resto. Estaba plegado por la mitad.

– Posiblemente te interese ver esto -dijo y me entregó el papel.

Lo desdoblé y sentí una punzada en el pecho. Era una ilustración y representaba a una mujer desnuda sentada en una silla. La habían abierto en canal desde el cuello hasta el pubis y la piel desollada de cada lado colgaba sobre los brazos como los pliegues de un camisón. Sobre su regazo yacía un joven, abierto de manera similar pero con un hueco allí donde habían extraído el estómago y otros órganos internos. Excepto por los detalles de la disección y la diferencia de sexo de una de las víctimas, en esencia el dibujo se asemejaba mucho a como habían quedado Jennifer y Susan.

– Es la Pietà de Estienne -explicó Rachel-. Es muy críptico, y por eso he tardado tanto en localizarlo. Incluso en su época se consideró excesivamente explícito y, más aún, blasfemo. Recordaba demasiado a la figura de Jesucristo muerto en brazos de María para ser del agrado de las autoridades eclesiásticas. Estienne estuvo a punto de quemarlo. -Me quitó la ilustración de las manos, la observó con tristeza y luego la dejó en la cama con los demás papeles-. Ahora sé qué está haciendo ese hombre. Está creando memento mori, calaveras. -Se sentó en el borde de la cama y entrelazó las manos bajo la barbilla, como si rezase-. Nos está dando lecciones de mortalidad.

Загрузка...