Capítulo 9

Blake estaba en Londres, reunido con sus asesores de inversiones, debatiendo sobre tres empresas que tenía intención de adquirir. También tenía pensado reunirse con dos arquitectos: uno para hacer reformas en la casa de Londres, y el otro para remodelar y redecorar el palacio que acababa de comprar en Marruecos. Había un total de seis decoradores trabajando en ambos proyectos y se divertía como un loco. Era lo que le gustaba. Pensaba quedarse un mes en Londres, y llevarse a los niños a Aspen después de Navidad. Había invitado a Maxine a acompañarlos, pero ella había decidido no ir, porque creía que Blake necesitaba estar a solas con los niños. A él le parecía una tontería. Con ella siempre se divertían.

En general, Maxine solo pasaba algún día con él y los niños cuando Blake les prestaba su barco o una de sus casas. Era muy generoso y le gustaba saber que ella disfrutaba con sus hijos. También prestaba sus casas a amigos. Era imposible que pudiera ocuparlas todo el año. No entendía por qué Maxine le había montado un escándalo por haber ofrecido a Daphne que utilizara su ático con sus amigos. Era lo bastante mayor para no hacer ningún estropicio en el piso, y si lo hacía había empleados que se encargarían de limpiarlo. Creía que Maxine se ponía paranoica pensando que si estaban solos harían todo tipo de travesuras. Sabía que su hija era una buena chica; además, tenía trece años. ¿En qué líos podías meterte a los trece? Tras cinco llamadas para hablar de ello, se había rendido a los deseos de Maxine, pero seguía pensando que era una pena. El ático de Nueva York estaba casi siempre vacío. Pasaba mucho más tiempo en Londres, porque le resultaba más cerca de todos los sitios donde le gustaba pasar una temporada. Tenía pensado ir a Gstaad a esquiar unos días antes de volver a Nueva York, para entrenarse con vistas a Aspen. No esquiaba desde un breve viaje que había hecho en mayo a Sudamérica.

Habían invitado a Blake a un concierto de los Rolling Stones cuando regresara a Londres, tras visitar a sus hijos en Acción de Gracias. Era uno de sus grupos preferidos, y él y Mick Jagger eran viejos amigos. Le había presentado a muchas estrellas del rock, y a varias mujeres extraordinarias. El breve idilio de Blake con una de las mayores divas de rock había salido en los titulares de todo el mundo, hasta que ella se cansó y se casó con otro. El no quería oír hablar de matrimonio y era sincero sobre este asunto. Nunca fingía que quería casarse o que al menos se lo plantearía. Ahora tenía demasiado dinero. El matrimonio era muy peligroso para él, a menos que se casara con una mujer que tuviera tanto dinero como él, y esas nunca eran las mujeres que le interesaban. Le gustaban jóvenes, llenas de vida y libres. Lo único que quería era divertirse. No hacía daño a nadie. Y cuando la aventura terminaba, ellas se marchaban con joyas, pieles, coches, regalos y los mejores recuerdos que tendrían en su vida. Entonces, él pasaba a la siguiente y empezaba de nuevo. Al volver a Londres, estaba libre. No tenía a nadie a quien llevar al concierto de los Rolling Stones, así que fue solo, y al terminar asistió a una fiesta fabulosa en Kensington Palace. Allí había mujeres de la familia real, modelos, actrices, mujeres de la alta sociedad, aristócratas y estrellas de rock. Era todo lo que le gustaba a Blake, era su mundo.

Aquella noche había hablado con media docena de mujeres y había conocido a algunos hombres interesantes; ya empezaba a pensar en marcharse cuando fue a pedir una bebida al bar y vio a una bonita pelirroja que le sonreía. Llevaba un diamante en la nariz e iba vestida con un sari, un bindi color rubí, los cabellos en punta y tatuajes en los brazos. Le miraba descaradamente. No parecía india, pero aquel bindi en la frente lo dejó perplejo, y el sari que llevaba era del color del cielo de verano, el mismo color que sus ojos. Nunca había visto a una india con tatuajes. Los que llevaba la chica eran flores que subían y bajaban por sus brazos, y tenía otro en el vientre liso y tirante que el sari dejaba al aire. Bebía champán y comía aceitunas de un cuenco de vidrio de la barra.

– Hola -dijo Blake, mirándola con sus deslumbrantes ojos azules.

La sonrisa de ella se iluminó más si cabe. Era la mujer más sexy que Blake había visto en su vida, y resultaba imposible adivinar su edad. Podía tener entre dieciocho y treinta años, aunque a él le daba lo mismo. Era una preciosidad.

– ¿De dónde eres? -preguntó, esperando que dijera de Bombay o de Nueva Delhi, aunque su pelo rojo también estaba fuera de contexto.

Ella se rió, mostrando unos dientes perfectamente blancos que no acababan nunca. Era la mujer más sublime que había visto en su vida.

– De Knightsbridge -dijo la chica, riendo.

Su risa sonaba como campanillas a los oídos de Blake, delicadas y tiernas.

– ¿A qué viene el bindi?

– Me gusta. Viví dos años en Jaipur. Me encantaron los saris y las joyas.

¿A quién no? Cinco minutos después de conocerla, Blake estaba loco por ella.

– ¿Has estado en la India? -preguntó la chica.

– Varias veces -contestó él con naturalidad-. El año pasado fui a un safari increíble y sacamos fotos de tigres. Fue mucho mejor de lo que había visto en Kenya.

Ella arqueó una ceja.

– Yo nací en Kenya. Antes mi familia vivía en Rodesia, pero después volvimos a casa. Aquí todo es bastante aburrido. Siempre que puedo, vuelvo allí.

Era británica y tenía el acento y la entonación de la clase alta, lo que hizo que Blake se preguntara quién sería ella, y quiénes debían de ser sus padres. Normalmente esto no le interesaba, pero en aquella mujer todo lo intrigaba, incluso los tatuajes.

– ¿Y tú quién eres? -preguntó la chica.

Probablemente era la única mujer de la sala que no sabía quién era Blake, y eso también le gustó. Era agradable. Concluyó con acierto que se habían sentido mutuamente atraídos al instante. E intensamente.

– Blake Williams.

No le dio más información y ella siguió bebiendo champán. Blake bebía vodka con hielo. Era su bebida preferida en ese tipo de eventos. El champán le daba dolor de cabeza al día siguiente, y el vodka no.

– Americano -comentó ella-. ¿Casado? -preguntó con interés, y a él le pareció una pregunta extraña.

– No. ¿Por qué?

– No salgo con hombres casados. Ni siquiera hablo con ellos. Salí con un francés horrible que estaba casado y me mintió. Gato escaldado del agua fría huye, o algo así. Los americanos suelen ser más sinceros con esto. En cambio, los franceses no lo son. Siempre tienen una mujer y una amante en alguna parte, y las engañan a las dos. ¿Tú engañas? -preguntó como si fuera un deporte, como el golf o el tenis.

El se echó a reír.

– En general, no. No, la verdad es que no. Creo que no lo he hecho nunca. No tengo por qué, no estoy casado, y si quiero acostarme con una mujer, rompo con la que estaba hasta entonces. Me parece más sencillo. No me gustan los dramas ni las complicaciones.

– A mí tampoco. A eso me refería sobre los americanos. Son simples y directos. Los europeos son mucho más complicados. Quieren que todo sea difícil. Mis padres llevan doce años intentando divorciarse. No dejan de volver y romper de nuevo. Es un lío para los demás. Yo nunca me he casado, ni tengo intención de hacerlo. Me parece un embrollo terrible.

Lo dijo con sencillez, como si hablara del tiempo o de un viaje, y a Blake le hizo gracia. Era una chica muy divertida, muy bonita; lo que los ingleses llaman una «hechicera». Era una especie de ninfa o hada con su sari, su bindi y sus tatuajes. Se fijó en que llevaba un brazalete enorme de esmeraldas, que pasaba inadvertido entre los tatuajes, y un anillo de rubíes enorme. Fuera quien fuese, tenía muchas joyas.

– Estoy de acuerdo contigo en que la gente arma mucho lío. Por mi parte, mantengo una buena amistad con mi ex mujer. Nos apreciamos incluso más que cuando estábamos casados.

Para él, era cierto, y estaba convencido de que Maxine pensaba lo mismo.

– ¿Tienes hijos? -preguntó ella, ofreciéndole aceitunas.

Blake se echó dos en la copa.

– Sí, tres. Una niña y dos niños. Trece, doce y seis años.

– ¡Qué bonito! Yo no quiero tener hijos, pero creo que la gente que los tiene es muy valiente. A mí me da miedo. Tanta responsabilidad. Se ponen enfermos, tienes que procurar que estudien, que sean bien educados. Es más difícil que adiestrar a un caballo o a un perro, y ambas cosas se me dan fatal. Una vez tuve un perro que hacía sus necesidades por toda la casa. Seguro que sería peor con los niños.

El no pudo evitar reír ante esa imagen. En ese momento pasó Mick Jagger y saludó a la chica, al igual que otros invitados. Todos parecían conocerla excepto Blake, que no entendía por qué no la había visto nunca antes. Pasaba mucho tiempo en Londres.

Le habló con entusiasmo de la casa de Marrakech y ella convino que parecía un proyecto fabuloso. La chica le explicó que había estado a punto de estudiar arquitectura, pero decidió no hacerlo porque no se le daban bien las matemáticas. Dijo que sacaba muy malas notas en el colegio.

Entonces aparecieron amigos de Blake que querían saludarlo, y también amigos de ella, y cuando se dio la vuelta buscándola, la chica había desaparecido. Blake se sintió frustrado y decepcionado. Le había gustado hablar con ella. Era excéntrica, inteligente, poco convencional, diferente y lo bastante guapa para seducirlo. Más tarde preguntó por ella a Mick Jagger, que se rió de Blake.

– ¿No la conoces? -se sorprendió-. Es Arabella. Es vizcondesa. Se dice que su padre es el hombre más rico de la Cámara de los Lores.

– ¿A qué se dedica?

Daba por sentado que no trabajaba, pero por otro lado algo que había dicho ella le había hecho pensar que tenía un empleo o una profesión.

– Es pintora. Pinta retratos. Es muy buena. La gente le paga una fortuna por un retrato. También les pinta sus caballos y perros. Está como una cabra, pero es muy simpática. Es el prototipo de inglesa excéntrica. Creo que estuvo comprometida con un francés muy guapo, un marqués o algo así. No sé qué ocurrió, pero no se casó con él. En lugar de eso se fue a la India, tuvo una aventura con un hindú muy importante y volvió con un montón de joyas maravillosas. Me parece increíble que no la conozcas. Tal vez estuviera en la India cuando tú estabas aquí. Es muy divertida -confirmó.

– Sí que lo es -coincidió Blake, bastante impresionado con lo que le había contado Jagger. Ahora la entendía mejor-. ¿Sabes dónde puedo encontrarla? No he conseguido pedirle el teléfono.

– Claro. Dile a tu secretaria que llame a la mía mañana. Tengo su teléfono. Como todo el mundo. Media Inglaterra se ha hecho retratar por ella. Siempre puedes utilizarlo como excusa.

Blake no creía necesitar ninguna, pero sin duda era una posibilidad. Se fue de la fiesta, fastidiado porque ella se hubiera marchado antes que él. Al día siguiente su secretaria le consiguió el teléfono. No fue difícil en absoluto.

Blake se quedó mirando el papel un minuto y después llamó. Contestó una mujer y él reconoció la voz de la noche anterior.

– ¿Arabella? -dijo, intentando aparentar seguridad, pero sintiéndose raro por primera vez en mucho tiempo.

Parecía más un torbellino que una mujer, y era mucho más refinada que las chicas con las que salía normalmente.

– Sí, yo misma -dijo ella, con su acento británico aspirado.

Y se echó a reír incluso antes de saber quién era él. Eran las mismas campanillas de hadas que había oído la noche anterior. Desprendía magia.

– Soy Blake Williams. Nos conocimos anoche en Kensington Palace, en el bar. Te marchaste antes de que pudiera despedirme.

– Estabas ocupado y me fui. Eres muy amable por llamar.

Parecía sincera y contenta de hablar con él.

– De hecho, preferiría decirte hola en vez de adiós. ¿Estás libre para almorzar?

Fue directo al grano y a ella le hizo gracia.

– No, no lo estoy -dijo con pesar-. Estoy pintando un retrato, y mi modelo solo puede venir a mediodía. Es el primer ministro y tiene una agenda muy apretada. ¿Qué te parece mañana?

– Me gustaría mucho -dijo Blake, sintiéndose como si tuviera doce años. La chica tenía veintinueve años, y aunque él tenía cuarenta y seis, se sentía como un niño con ella-. ¿Te parece bien en el Santa Lucia a la una?

Había sido el restaurante preferido de la princesa Diana y el de todo el mundo desde entonces.

– Perfecto. Allí estaré -prometió Arabella-. Hasta mañana.

Colgó enseguida. No hubo ninguna conversación banal. Solo lo justo para quedar para almorzar. Blake se preguntó si se presentaría con el bindi y el sari. Se moría de ganas de verla. No estaba tan entusiasmado con una mujer desde hacía años.

Al día siguiente, Blake llegó al Santa Lucia puntualmente a la una, y se quedó en el bar esperándola. Arabella llegó veinte minutos tarde, con los cabellos rojizos en punta, una minifalda, botas de piel marrón de tacón alto y un abrigo enorme de lince. Parecía un personaje de una película, y no se veía el bindi por ninguna parte. Parecía milanesa o parisina, y sus ojos eran del azul intenso que él recordaba.

– Qué amable eres invitándome a almorzar -dijo como si fuera la primera vez que la invitaban, aunque era evidente que no era el caso.

Era muy glamurosa y, al mismo tiempo, poco pretenciosa. A Blake le encantó. Se sentía como un cachorrillo a sus pies, lo que era extraño en él, mientras el camarero les acompañaba a su mesa y se desvivía tanto con Arabella como con Blake.

La conversación fluyó con naturalidad durante la comida. Blake le preguntó por su trabajo y él le habló de su experiencia en el mundo de la alta tecnología puntocom, que ella encontró fascinante. Conversaron sobre arte, arquitectura, navegación, caballos, perros y sobre los hijos de Blake. Intercambiaron ideas sobre cualquier cosa que se pueda imaginar y salieron del restaurante a las cuatro. Blake dijo que le encantaría ver su obra, y ella le invitó a su estudio al día siguiente, después de su sesión con Tony Blair. Le dijo que aparte de eso tenía la semana bastante desocupada y que, por supuesto, el viernes se marchaba al campo. Todo el mundo que pretendía ser alguien en Inglaterra se marchaba al campo el fin de semana, a su casa o a la de algún otro. Cuando se separaron en la calle, Blake se moría de ganas de volver a verla. De repente estaba obsesionado con ella, así que aquella tarde le mandó flores con una nota ingeniosa. Ella le llamó en cuanto las recibió. Le había enviado orquídeas y rosas, mezcladas con lirios del valle. Había ido a la mejor floristería de Londres, y había mandado lo más exótico que había podido imaginar, porque le parecía lo más adecuado para ella. Blake creía que era la mujer más interesante que había conocido y le resultaba increíblemente sexy.

Al día siguiente fue a verla al estudio, inmediatamente después de que Tony Blair se marchara, y se quedó asombrado por el aspecto de Arabella. Era una mujer de múltiples rostros, exótica, glamurosa, infantil, una niña abandonada, ahora una reina de la belleza, ahora un elfo. Cuando le abrió la puerta del estudio llevaba unos vaqueros ajustados, unas deportivas Converse rojas altas, y una camiseta blanca, con un brazalete de rubíes enorme en un brazo, y de nuevo el bindi. Todo en ella era un poco exagerado, pero enormemente fascinante para él. Le mostró varios retratos a medias, y algunos antiguos que había hecho para sí misma. También había algunos hermosos retratos de caballos. El del primer ministro le pareció extraordinario. Estaba tan dotada como Mick Jagger le había dicho.

– Son fabulosos -dijo-, absolutamente maravillosos, Arabella.

Ella descorchó una botella de champán, para celebrar la primera visita de Blake al estudio, y dijo que esperaba que fuera la primera de muchas. Brindaron. Blake bebió dos copas a pesar de la aversión que sentía por el champán. Habría bebido incluso veneno con ella. A continuación propuso que fueran a su casa. El también quería mostrarle sus tesoros. Tenía obras de arte muy importantes, y una casa absolutamente espectacular que adoraba y de la que estaba orgulloso. Encontraron un taxi fácilmente y, media hora después, estaban paseando por la casa de Blake, mientras ella profería exclamaciones de admiración por las obras de arte que veía. Blake descorchó otra botella de champán para ella, pero esta vez él bebió vodka. Subió el volumen del sistema de sonido y le enseñó la sala de proyecciones que había montado. Se lo mostró todo, y a las nueve estaban en su enorme cama, haciendo el amor desenfrenada y apasionadamente. Nunca había tenido una experiencia igual con una mujer, ni siquiera bajo el efecto de las drogas, con las que había experimentado un poco en cierta época, aunque nunca le gustaron. Arabella era como una droga para él, y se sentía como si hubiera viajado a la luna y hubiese regresado. Mientras estaban en la bañera después de hacer el amor, ella se puso encima de él y empezó de nuevo. Blake gimió de placer y se vació dentro de ella, por cuarta vez aquella noche. Oyó el sonido mágico de su risa. El duendecillo inverosímil que había descubierto en Kensington Palace lo había llevado al límite de la cordura. No sabía si lo que sentía era amor o locura, pero, fuera lo que fuese, no quería que acabara nunca.

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